El farmer (fragmento)
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Entrevista por Marina Rabat, 2000
|
Entrevista de Página|12 el 3 de agosto 2009

  Sobre
El farmer y Andrés Rivera
Por Julián Rodríguez
.Invierno de 1871. Nieva sobre Gran Bretaña. En una granja del Condado de
Swanthling, cerca de Southampton, un hombre de 78 años pregunta a ningún
espejo: "¿Sabe alguien qué es el destierro?" Ese hombre que es ahora granjero,
un farmer, fue durante veinte años, desde que en 1829 fuera elegido por
primera vez gobernador de Buenos Aires, el hombre más poderoso de Argentina:
Juan Manuel de Rosas. Sentado junto a un brasero, mira nevar en sus escasas
tierras, a las que llegó, exiliado, en 1852, "y piensa en la muerte".
El farmer no es una novela histórica. Es otra cosa. Por supuesto que es
una novela (y una de las más grandes, a pesar de su brevedad, de la literatura
en castellano de las últimas décadas), pero no histórica. A pesar de que
el General Juan Manuel de Rosas narre en ella parte de su vida. O por eso
mismo: porque la narra Rosas y no un narrador omnisciente. Y porque su relato
se centra sobre todo en lo que tiene más que ver, como diría Camus, con
la vida que con la Historia. No le interesan a Andrés Rivera ni la sucesión
de datos, ni los acontecimientos marcados en el almanaque como fundamentales,
ni la realidad. Sí le interesa la verdad, la que él mismo construye a partir
de "la exploración de lo circundante".
Cuando hace diez años se publicó El farmer en Argentina, su autor declaró
que había utilizado la primera persona para no juzgar, y para "tratar de
comprender". La narración inconexa, y a ratos poética y turbia, de Rosas
no trata de la Historia, sino más bien de otros temas, los que en realidad
siempre han interesado a Rivera: el sexo y la muerte; Argentina y los argentinos
("Quien gobierne", escribe Rosas-Rivera, "podrá contar, siempre, con la
cobardía incondicional de los argentinos"); la Internacional de Trabajadores
y un Marx, aunque innombrado, que vive en la misma Inglaterra que Rosas;
y la propia escritura, es decir, la novela: "El señor Sarmiento y yo somos
los dos mejores novelistas modernos de este tiempo", proclama el farmer,
que a lo largo de su relato convocará varias veces al autor del Facundo,
escrita igualmente en el exilio (un exilio de signo contrario, claro), como
contrapunto de su propia historia, como narrador de otra historia que también,
de algún modo, protagoniza Rosas. Si Sarmiento escribe su obra "para no
morir", como interpreta el propio Rosas, éste nos cuenta la suya como si
pretendiera ajustar cuentas con el pasado. No para pedir perdón, lo que
hace su relato aún más interesante: no hay lugar aquí para el patetismo.
Es interesante
revisar, tras leer El farmer, la otra novela de Rivera publicada en España,
La revolución es un sueño eterno, que en 1992 recibió el Premio Nacional
de Literatura en su país. De alguna manera, sirve de pórtico a El farmer
(incluso las últimas líneas del Apéndice de aquélla las protagoniza Rosas):
el antiguo Orador de la Revolución, Juan José Castelli, va a morir, paradójicamente,
de un tumor en la lengua. Estamos, por tanto, de nuevo en un momento de
la Historia (en 1810), pero la novela, aunque con más referencias explícitas
que El farmer, tampoco es una novela histórica: podría decirse que unas
veces resulta alegórica y otras discursiva. De La revolución es un sueño
eterno a El farmer algo, sin embargo, ha cambiado: Rivera ha adelgazado
su prosa (que no su discurso). Cada vez más, se ha acercado a una especie
de síntesis entre novela y poema, y ha hecho del uso de la elipsis eje fundamental
de su modo de narrar, de su "proyecto narrativo", uno, hay que señalarlo,
de los más importantes de la literatura hispánica del siglo pasado y de
éste, proyecto que comenzó a construir a finales de los años 50 sobre las
bases de dos novelas, El precio y Los que no mueren, más cercanas a lo que
se llamó realismo socialista, y que para una parte de sus críticos constituirían,
junto a tres libros de cuentos que publicó antes de 1968, su primera etapa.
En realidad, leídos hoy uno tras otro todos esos libros, seguidos de los
que forman la supuesta segunda etapa de Rivera (que empezaría con la novela
de 1972 Ajuste de cuentas), se aprecia claramente que no existe tal división,
o que ésta es, si acaso, de tipo formal, ya que la esencia de los textos
de Rivera sigue siendo la misma (de hecho, en El profundo sur, de 1999,
vuelve a acercarse al mundo obrero), sólo que la acción, y con ello parte
del lenguaje que la narra, se ha trasladado del mundo proletario hacia otros
mundos (en ocasiones también marginales, como en la reciente Tierra de exilio,
sobre la pobreza actual de algunas provincias argentinas), pero con el mismo
programa marxista detrás, y con una atención al lenguaje, como centro de
la literatura, que lo hace más preciso aún. Pero las historias, ya digo,
siguen siendo las mismas: oscilan entre el tratamiento del reverso de la
Historia y el de la propia autobiografía, siempre, en un caso y en otro,
con un profundo poso metaliterario que no enfanga lo que antes se llamaba
argumento y que ha alcanzado mayor protagonismo en la construcción (fragmentaria)
de sus últimas novelas, casi todas ellas, como El farmer, muy breves, y
siempre, desde la plena madurez de su autor, atentas a un tema fundamental:
el exilio.
Un exilio (exterior o interior) que nos recuerda que Rivera se autoexilió
al fin a una provincia; que, salvo su amigo Ricardo Piglia, o el ya fallecido
Juan José Saer, el resto de sus interlocutores no son argentinos; que quizá
con la edad ha recordado que su nombre no le pertenece totalmente: el suyo,
el verdadero, es Marcos Ribak, y es el nombre de un hijo de judíos europeos
también exiliados.
Fuente: www.julianrodriguez.clubcultura.com
El farmer (fragmento)
ANDRÉS
RIVERA. Nació en Buenos Aires en 1928. En 1985 obtuvo el Segundo Premio
Municipal de Novela con En esta esta dulce tierra. En 1992 su novela La
revolución es un sueño eterno fue distinguida con el Premio Nacional de
Literatura. En 1993 la Fundación El Libro distinguió La sierva como el mejor
libro publicado en 1992. El verdugo en el umbral obtuvo el Premio Club de
los XIII 1995. En 1996 publicó El farmer con elogio unánime de la crítica,
en 1998, el libro de relatos La lenta velocidad del coraje, luego Tierra
de exilio (2000); Hay que matar (2001); El manco Paz (2003); Esto por ahora
(2005) y el profundo sur (2007). Biografía y bibliografía completa
en
Wikipedia
EL FARMER
Que en mi epitafio se lea:
Aquí yace Juan Manuel de Rosas,
un argentino que nunca dudó.
No fumo. No tomo vino ni licor alguno. Ni rapé. No asisto a comidas.
No visito a nadie. No recibo visitas: lord Palmerston me visitó siete
veces en doce años.
No voy al teatro. No paseo.
Mi ropa es la de un hombre común.
En mis manos y en mi cara se lee, como en un libro abierto, cuál es
mi trabajo durante los treinta santos días del mes.
Uso botas.
Mi comida es un pedazo de carne asada. Y mate.
No tengo mujer.
No ando de putas.
Soy un campesino que escribe diez cartas diarias.
Soy un campesino que escribe un Diccionario.
El general Bartolomé Mitre, que pretendió traducir, me dicen, a un poeta
blasfemo, declaró que yo fui el representante de los grandes hacendados
y jefe militar de los campesinos.
¿Dónde vio campesinos, el general Mitre, en el país que supo darnos
España?
Aquí, sí, soy un campesino que toma mate, sentado junto al brasero,
que tiene frío, el campesino, sentado junto al brasero.
Soy un campesino, aquí, en el condado de Swanthling, reino de la Gran
Bretaña, a dos leguas escasas de Southampton, y a muchas más leguas
de las que uno puede imaginar de mis pagos de Monte, la tierra de mis
padres, y de los padres de mis padres.
Y si pronuncio mi nombre por estos campos de la desgracia, ¿quién sabrá
decir: ahí va un hombre cuyo poder fue más absoluto que el del autócrata
ruso, y que el de cualquier gobernante en la tierra?
Soy Juan Manuel de Rosas.

Soy
un campesino viejo, que no ha terminado de encanecer. Y que, sentado
junto a un brasero, tiene frío. Y toma mate.
Soy, también, un hombre viejo que, sentado junto a un brasero, mira
nevar en sus escasas tierras, aquí, en el condado de Swanthling. Y piensa
en la muerte.
Nieva en el reino de la Gran Bretaña. Nieva en Escocia. Y en Gales,
y en Sussex. Nieva en Irlanda del Norte.
Nieva sobre los muros de París, injuriados por los incendios que levantaron
los tullidos y las putas vociferantes de la Comuna.
Nieva en Europa, de los Urales a los Alpes, de Estocolmo a Sicilia.
Nieva en mi corazón.
Descendí a mi cabina que era la del comandante… Me acosté pronto, pero
tardé en conciliar el sueño. Llegué con el recuerdo a todas las cosas
y todo estaba sin vida y sin calor.
Miro mi cara en el espejo.
Me afeito cada ocho días, bajo este cielo que no es mío.
La navaja corre por mis mejillas: buen filo el de mi navaja.
Mi pulso es, todavía, de hierro.
¿Por qué hay lágrimas en mis ojos? ¿Por qué tiemblan mis labios?
Manuelita me afeitaba, hasta esa medianoche de 1852, los siete días
de la semana, sin faltar uno, cuando el reloj daba las 5:30 de la mañana.
Yo no necesitaba espejos.
Yo, que fui el guardián del sueño de los otros.
Yo, de quien la mejor pluma argentina de este siglo, escribió:
Hace el mal sin pasión.
El señor Domingo Faustino Sarmiento escribió, además:
En obsequio a la verdad histórica, nunca hubo gobierno más popular,
más deseado ni más bien sostenido por la opinión, y su plebiscito fue
la imagen de su triunfo más amplio. ¿Sería acaso que los disidentes
no votaron? Nada de eso: no se tiene aún noticia que ciudadano alguno
no fuese a votar; los enfermos se levantaron de la cama para ir a dar
su asentimiento.
Al señor Sarmiento le falta agregar que el plebiscito se realizó los
días 26, 27 y 28 de marzo de 1835 y, por 9.320 votos contra 8, la ciudad
y la provincia de Buenos Aires me otorgaron facultades extraordinarias
para gobernar.
El Mal, en mi boca y por mi brazo, fue orden y justicia. Lo digo aquí,
en tierra extranjera, para quienquiera escucharme, Dios incluido.
El señor Domingo Faustino Sarmiento, que escribió acerca de ese unánime
pronunciamiento, no le puso fecha a lo que escribió.
La verdad no vive en el calendario. El señor Domingo Faustino Sarmiento
fue, a veces, la mejor cabeza argentina de este siglo.
Y, ahora, yo, gobernador-propietario de la provincia más extensa y rica
de América, de la América española, estoy aquí, en el condado de Swanthling,
reino de la Gran Bretaña, afeitado y acurrucado junto a un brasero de
hierro inglés, un desconocido para quienquiera que escuche, menos para
la Historia. Y menos para mí.
¿Cómo es Buenos Aires, mi general?
Lluviosa como un recuerdo.
¿Qué esperaban que contestara el general Juan Manuel de Rosas, aquí,
bajo un cielo que no es el suyo, dueño de una granja de apenas 37 hectáreas,
de un rancho que sus vecinos no envidian ni codician, y de 250 pollos
y gallinas y conejos, y una docena de cerdos, dos caballos y dos vacas,
un toro y una perra joven y en celo?
Ordeñé, bajo este cielo que me será siempre ajeno, las dos vacas, y
dejé que sus ubres me calentaran las manos, y dejé mis manos en sus
ubres, y dejé que mis manos subieran y bajaran por esa carne caliente
y poderosa hasta que mis manos se entibiaron.
Y con mis manos aún tibias les di de comer, y di de comer a los caballos,
y les acaricié el cuello, y di de comer a los pollos, las gallinas,
los cerdos y los conejos y, cuando terminé de darles de comer, tenía
entumecidos los dedos de las manos. Salí a la nieve, y el cielo y el
mundo estaban en silencio, oscuros, y sólo había luz en mi rancho, y
yo me desabroché la bragueta, y oriné sobre la nieve. Un meo largo y
dorado. Fuerte el meo. Casi como el de un caballo. Y vi, en la oscuridad,
sobre la nieve, el arco que dibujó la orina caliente. Y me gustó ver
cómo humeaba la orina en el arco dorado que dibujó en la nieve.
Quedaron dos o tres gotas de orina en la bragueta. Y otras se me fueron
piernas abajo. (A veces, cuando dejo que la perra se me acerque, la
perra estira el hocico y me huele la bragueta. Y su nariz se dilata.
Y le asoma, entre los dientes, la punta rosada de la lengua. La perra,
con el hocico en mi bragueta, gime. Me gusta que gima. La perra sabe
que huele el húmedo rastro de la orina de un macho.)
Me abroché la bragueta, y volví al rancho porque se me congelaban los
pies dentro de las botas.
Nieva en el reino de la Gran Bretaña. Nieva desde el mar del Norte hasta
el océano Atlántico.
Y yo, hoy, 27 de diciembre de 1871, me senté, con mis 78 años, cerca
del brasero, y removí los carbones encendidos del brasero, y pregunté
a ningún espejo:
¿Sabe alguien qué es el destierro?
¿Sabe alguien cuántos son veinte años de destierro?
Y ese tal Shakespeare, de quien lord Palmerston me dijo que perpetuó
la lengua inglesa para toda una eternidad, ¿cuánto sabe del Bien y del
Mal?
¿Cuánto sabe el señor Sarmiento del Bien y del Mal?
Me caliento, sentado junto al brasero. Tomo mate. Espumoso, el mate.
El de mi navaja es un filo que no lastima. Es como el aire de los bosques
de Palermo, en invierno. O como el silencio de las calles de Buenos
Aires, que yo, guardián del sueño de los otros, recorrí, algunas noches,
al paso de mi caballo.
Hay un silencio argentino de las madrugadas.
Y hay un silencio inglés.
Y hay que Manuelita dijo, en alguna hora de contrición y desventura,
que no conocería otro hombre como yo. Ni siquiera su marido, que fue
paciente, y esperó que la caballería entrerriana del loco y salvaje
Urquiza despedazara a mis ejércitos en los campos de Caseros, y yo y
Manuelita tuviéramos que refugiarnos en Inglaterra, para montarla a
Manuelita, rencoroso e impúdico, noche tras noche, como se monta a una
vaca.
Lord Palmerston me dijo, una tarde, en su última visita, que ese tal
Shakespeare se inspiró en mí para su King Lear. Así dijo: King Lear.
Y rió. Y dijo que me reconoció en el tiempo. Que me reconoció en el
tiempo: eso dijo. Y la tarde era de otoño. Y el sol se retiraba, débil,
de mis campos. Y lord Palmerston y yo tomamos té.
Lord Palmerston me dijo que el rey Lear tenía tres hijas, y que yo tenía
una, Manuelita, y, quizá, demasiados hermanos. Dijo que el rey Lear
no tuvo hermanos. Shakespeare, dijo lord Palmerston, no creyó necesario
que el rey Lear tuviera hermanos.
Y lord Palmerston dijo que el rey Lear interrogó a sus hijas, cuál de
vosotras, decimos, nos ama más. Usted, general Rosas, mi buen amigo,
dijo lord Palmerston, es un hombre de suerte: no se formulará, jamás,
esa pregunta abominable.
La leña inglesa es cara.
Compro carbón.
Los mineros no son hijos de Dios.
Los mineros espantan a las gentes honradas de los paseos domingueros
gritándoles: Go to church!
Los mineros son los más furiosos y demenciales adversarios de la propiedad
privada.
Corten las cabezas de los cabecillas de las huelgas en las minas de
carbón, escribí a The Times, y clávenlas en las plazas de sus inmundos
poblados.
Inglaterra es un país civilizado, como el mío, escribí, y lleva adelante
rigurosos actos de orden en sus colonias africanas y asiáticas. La ordenada
explotación de esas colonias beneficia a todos los ingleses: a los pobres
y a los ricos.
Las minas de carbón (y aun los poblados mineros) son las colonias de
la clase pudiente de la Inglaterra insular. Y los beneficios que arroja
el trabajo en las minas se distribuyen menos dispendiosamente: eso es
comprensible. Pero el orden es uno.
No aguanto el olor a carbón.
Necesito tres mil kilos de leña para soportar el invierno inglés. O
más.
Escribir urgente a Buenos Aires.
Viejas barraganas: ustedes me evocan, febriles, codiciosas, crueles,
en sus noches de soltería y desamparo. Yo, evocado -yo, el mejor jinete
de la provincia, el hombre que mastica un pasto y puede decir, sin equivocarse,
quién es el dueño del campo donde crece ese pasto-, les humedezco las
bombachas. Paguen por eso, viejas pecadoras. Manden mil libras al año,
que no aguanto el olor a carbón.
Los familiares y descendientes del general José María Paz; del Dr. Francisco
Narciso Laprida; del coronel Genaro Berón de Astrada; los descendientes
del coronel Ambrosio Crámer, muerto en combate; los familiares del general
Juan Lavalle; los familiares del teniente Mariano Machado, ejecutado
en Buenos Aires; los descendientes del general Manuel Belgrano; los
descendientes del guerrero de la Independencia y gobernador de Córdoba,
Faustino de Allende; los descendientes de Gregorio Vidal, ejecutado
en San Vicente, en noviembre de 1838; los descendientes del comandante
Jacinto Machado, ejecutado en Dolores el 22 de marzo de 1840; los descendientes
de Domingo Lastra y de su hijo, Domingo Fermín Lastra, ejecutados en
Chascomús; los descendientes del mártir de Metan, Don Marco Avellaneda,
invitan a la misa que tendrá lugar en la Basílica de la Merced, el 31
de octubre de 1871, a 32 años de la gesta de Los Libres del Sur.
Cuídate de la noche
Cuídate del día
La vejez es inevitable
La muerte, también.
Sus palabras no son jamás categóricas. Son difusas, cargadas de digresiones
y frases incidentales.
El caballero que escribió esa torpeza, un francés a quien abrí mi casa
y mi mesa, en Palermo, ignora que soy un novelista moderno.
El señor Sarmiento y yo somos los dos mejores novelistas modernos de
este tiempo. El y yo somos dueños de los mismos silencios. De las mismas
ambigüedades, de las mismas certezas.
El señor Sarmiento publica. Yo, no.
Eso -qué somos, para la narrativa, el señor Sarmiento y yo- lo han adivinado
quienes llegan hasta el condado de Swanthling y golpean mí puerta. Yo
desperdicio lo mejor de mi escritura en esos estupefactos doctorcitos
que golpean mi puerta.
Llegan en verano y en invierno, y se sientan ahí, asombrados de que
yo esté vivo, de que yo les hable. Y yo les hablo.
Soy un caballero español. Y ellos están sentados ahí, esmirriados los
doctorcitos, y tiemblan, y palidecen cuando me levanto ante ellos.
Yo les cebo mate. Y la perra les huele los botines.
Soy El Santo Padre, y ellos, los doctorcitos, sentados ahí, recogen
cada una de mis palabras como si mis palabras fuesen pepitas de oro.
Después, guardan sus anotaciones, sus letras veloces, arduas, y yo los
miro partir, esmirriados, sudorosos, pobres hombrecitos que nunca montaron
a caballo, que nunca galoparon de cara al viento, que nunca crecieron
en un mundo interminable como sólo Dios pudo concebirlo, leguas y leguas
de tierras tan anchas como el horizonte, y un cielo tan ancho como el
horizonte, y una luz tan pura como los mantos de la Virgen. Y uno, a
caballo, que grita como si recién hubiera nacido.
Pobres hombrecitos: nunca sabrán de eso. Nunca encontrarán la palabra
para escribir eso.
Los miro partir: una reverencia para el general, otra reverencia para
El Restaurador de las Leyes, otra reverencia para El Santo Padre, otra
para el recuerdo.
Y les pasa que trastabillan -porque hay que doblarse ante El Santo Padre,
porque hay que reverenciar el recuerdo-, y se van de culo al suelo.
Y yo, cuando se van de culo al suelo, y me miran espantados, desde el
suelo, les digo, levántese, hombre. Y digo eso, y miro el espanto en
sus caras, y no hago más que revelarles el secreto de la novela moderna.
¿Soy el nombre de la Historia que se mira a ningún espejo, y habla con
ningún espejo?
¿Soy el nombre de un hombre viejo que, a la luz de unas velas, llora
frente a ningún espejo?
Nieva en el condado de Swanthling. Y hay sol y verano, pese a mí, en
el partido de Monte, provincia de Buenos Aires, a veinte mil leguas
de pampa, y mar, y viento, y noches del puerto de Southampton.
¿Qué hizo el señor Sarmiento en el destierro?
Escribió Facundo para no morir. Y se acostó con mujeres silenciosas,
en puertos de niebla y sal, para olvidar que era argentino.
¿Que hace, hoy, el señor Sarmiento? Levanta escuelas y supone que iguala
a los hijos de los pobres y a los hijos de los ricos con el guardapolvo
blanco.
El señor Sarmiento cree que hace El Bien. Y cree que lo hace con el
fervor de un jovencito enamorado.
Los extravíos del señor Sarmiento son frecuentes y, a veces, aborrecibles.
¿Que hago yo -escritor, novelista, jefe militar, campesino-, solo y
pobre en tierra extranjera, afligido por el desagradecimiento y el desdén
de aquellos que favorecí, y de un país al que conduje a la gloria como
nadie antes en su historia?
Envejezco.
Consigna del general Rosas a la población:
Lo que no se ve está fuera de la ley.
Me embarqué, la noche del 3 de febrero de 1852, en el Centaur, con 745
onzas de oro y 200 pesos fuertes, y algunas otras pocas monedas: en
verdad, algo más de 2 mil libras esterlinas, que protegí, atento y en
calma, del manotazo de algún gaucho ventajero. Yo soy Rosas, sí, pero
no hay como la tentación que despierta el oro para borrar el respeto.
Hacía calor en la ciudad, a la que llegué, solo, montado en mi yegua
Victoria, y las ventanas y las puertas de la ciudad estaban cerradas,
como si un viento de peste silbara por las calles de la ciudad, y había
un silencio como no conocí otro en esas calles de Buenos Aires, vacías
e invadidas por el sol del verano.
Era mucho el calor, y bochornoso, y sé que me miraban, que miraban el
paso corto de Victoria por las calles silenciosas y vacías de Buenos
Aires, y miraban el espectro lívido de la derrota en los campos de Caseros
montado sobre mí, sobre mis hombros y sobre las ancas de Victoria, mi
yegua.
Hombres y mujeres -yo lo adivinaba- parados detrás de las ventanas y
persianas de sus casas, y las negras esclavas sirviéndoles vino frío
a los señores, y agua fría de los jagüeles a las señoras, y las señoras
abanicándose las tetas, guachas, desvergonzadas, y los señores temiendo
que mis hombres, los derrotados, y los de Urquiza, los entrerrianos
de la caballería de Urquiza, federales todos, pobres todos, les entren
a romper cristales y jarrones, y tajear alfombras y sábanas, y se les
rían en la cara a los buenos padres de familia, y no escuchen las súplicas
de sus hijas, y mis hombres y los entrerrianos de Urquiza les digan,
locos y hambrientos y encanecidos todos, que se desnuden los señores
y las señoras y las hijas y las negras esclavas.
Y yo voy en la yegua Victoria, al paso voy, camino de la embajada británica,
donde me espera el inglés Gore, y miro las casas cerradas de Buenos
Aires, el viento de la peste que silba en las calles de Buenos Aires,
y el sol que cae, como plomo derretido, sobre los techos de las casas
de Buenos Aires, y miro a los ciudadanos de Buenos Aires, protegidos
por ventanas y persianas y puertas de madera gruesa y trancas de hierro
-que gritaron Viva Rosas, durante veinte años, más alto que sus vecinos;
que rezaron, durante veinte años, por la salud de Rosas, guardián de
sus sueños, y la de su hija Manuelita; y por la memoria de la esposa
de Rosas, Doña Encarnación Ezcurra, los días y las noches dispuestos
por Rosas para la oración-, y que, ahora, esperan, protegidos por trancas
y puertas de madera gruesa, que suene la cívica hora de gritar Viva
Urquiza, y que Urquiza los salve del saqueo de los pobres todos, y Urquiza
lo hará, porque a mi lado aprendió que se puede violar a las mujeres
-salvo las blancas y ricas-, pero no la propiedad de los que importan.
Urquiza, que aprendió a ser estanciero a mi lado, en una carta que puso
lágrimas en mis ojos, aquí, en tierras de otros, y que dirigió a Your
Excelency, general Rosas, promete a Your Excelency, general Rosas, la
devolución de su rango, de sus bienes, de la patria.
Miré, digo, como nunca miré, la cobardía de los porteños. No la vi,
ni siquiera el 6 de diciembre de 1829, cuando fui electo, por primera
vez, gobernador de Buenos Aires, para ejercer el mal sin pasión.
Demoré una vida en reconocer la más simple y pura de las verdades patrióticas:
quien gobierne podrá contar, siempre, con la cobardía incondicional
de los argentinos.
Subí, esa noche, al Centaur, disfrazado de marino, y Manuelita de muchachito,
y mi hijo de nada. Subimos al Centaur, protegidos por seis bayonetas
inglesas, pero yo no cargaba más arma que mi nombre.
Le regalé a Gore mi yegua Victoria, y le agradecí su hospitalidad, las
buenas comidas y la buena cama que me brindó, y le dije que, en su casa,
me sentí como en la mía.
Él, que era un caballero, dijo que, en tanto encargado de negocios británicos
en Buenos Aires, era un funcionario de Su Majestad, que ésa no era su
casa sino la de Su Majestad, y que él cumplía, con íntima satisfacción,
las órdenes de Su Majestad.
Gore, creo, pretendió consolarme. Dijo, cuando nos despedimos:
Piense, señor, que nadie es indispensable.
Los ingleses también se equivocan.
Digo esto, calmo, sereno, en una mañana británica, yo, que recuerdo
los tiempos en que el poder de mi brazo imponía paz a las tierras que
fueron colonias españolas del Río de la Plata, y que fueron, más luego,
las provincias de la Confederación Argentina, y que hoy, por designio
de la justicia divina, se encaminan a su disolución o a ser una relegada
heredad del Imperio del Brasil.
Digo que los viejos lloran. Dios, bendito sea su nombre, me premió con
el consuelo del llanto. Y el llanto, en mí, es una larga y melancólica
despedida a la energía de la edad viril.
Aquí está Rosas, en una gris mañana inglesa, acurrucado junto a un brasero
hasta que se le caliente la sangre, hasta que llegue la luz del día,
hasta que Rosas tire un pedazo de carne a la parrilla del brasero.
Aquí estoy yo, letra de coplas y de nostalgias y de impotencia en boca
del pobrerío, al que mis hermanos y mis generales, hombres de cuna,
y sonrientes alcahuetes, saquearon sin pudor y sin remordimiento.
En las horas previas a embarcarme en el Centaur, no reuní buen dinero
conmigo. No hubo tiempo. Pensé que mis amigos y compadres, a los que
beneficié -y sólo Dios sabe cómo-, no se entregarían alegremente al
olvido.
Cargué, en el Centaur, mis archivos. Letras. Cartas. Confidencias. Confesiones.
Promesas. Delaciones. Ruegos. Suegras que denuncian a nueras. Hermanas
que denuncian a hermanos. Unitarios que denuncian a federales por cismáticos.
Unitarias que se ofrecen a calentarme los pies con sus besos. Federales
que me venden sus mujeres. Mayordomos que se me ofrecen como videntes…
Lacayos… se ofrecen para lo que yo disponga.
Cargué, con cuidado, el consentimiento escrito de Don Adolfo O’Gorman
al castigo que infligí a su hija Camila, y al cura que la embarazó.
No me agradó, nunca, el escándalo. Y la fuga de esa muchacha y el sacerdote
fue un escándalo. Y los unitarios escribían, en Montevideo, que Buenos
Aires era una casa de putas. Y que el deán de la Catedral, Felipe Elortondo
y Palacio, tenía por barragana a Josefa Gómez, y que yo lo permitía.
Yo, de puertas adentro, señores míos, permití que el Demonio habitase
a quien quiera cediese a la lascivia y la obscenidad. De puertas afuera,
no. De puertas afuera, decencia.
Y cuando ordeno que se fusile a Camila y su amante, el mestizo Gutiérrez,
proclaman que soy una bestia sedienta de sangre. ¿Acaso lord Palmerston
no me dijo que Romeo y Julieta, la más aplaudida obra de teatro del
canciller Bacon, justifica la ejecución de los dos amantes cuando sus
procacidades afligieron a la sociedad veneciana?
¿Acaso son sordos? Si no lo son, escuchen mi consigna:
El que está abajo, respeta al que está arriba.
Digo esto, y no digo más: yo sabía que el cura Elortondo llegaba, de
noche, emponchado, a Las Encadenadas, la estancia de la Gómez, y que
ella le desnudaba la verga, y le ataba una piola a la verga, y lo llevaba
a la cama, tirando de la piola atada a la verga del cura, como si sacara
a pasear un perro, y ataba manos y pies del cura a la cama, y lo jineteaba.
Yo sabía de los bramidos de ella, y de las invocaciones a la Virgen
María de él, y los retorcijones de ella, y las penosidades de él.
Yo sabía hasta eso. Pero eso, señor mío, de puertas adentro. Sin escándalo.
Yo castigo el escándalo: ¿se entiende?
Porque, señor mío, nada se mueve, nadie murmura, nada se agita en Buenos
Aires sin que yo lo sepa. Oídos fíeles escuchan qué sueñan los porteños
en la oscuridad de las noches. Yo velo lo que es indecible de esas noches
de los porteños.
Abro el archivo y miro cómo se cocina la perversidad humana. Yo, que
no necesito espejos.
Los papeles de mi archivo, que huelen a la más pestífera mierda que
vientre alguno haya echado sobre la tierra, me absuelven y me honran
ante el futuro.
Hágame el bien de escribir a la siguiente dirección:
Your Excelency
Gral. Rosas.
En este país, felizmente, el general Rosas merece la consideración de
las personas de respeto.
No importa lo que digas
No importa lo que calles
La vejez, es una
La muerte, también.
Han pasado veinte años desde que me arrojaron a tierra de gringos.
A veinte años de ese crimen, a veinte años de ese pecado de sangre que
Dios no le perdonó al cojudo de Urquiza y a la traición de mis generales,
un paisano clava su cuchillo en el mostrador de una pulpería, y grita
Viva Rosas. Y otro clava su cuchillo en el mostrador de otra pulpería,
y grita Viva Rosas.
Y ahí va un tercero, y desenvaina su cuchillo, y lo clava en el mostrador
que usted elija, y grita Viva Rosas. Y no hay paisano que, en una tarde
de silencios y de llanura, no mire oscilar la hoja de su cuchillo donde
sea que lo clave, con mucho alcohol en el cuerpo o ninguno, con algo
en la sangre que es más hondo que el recuerdo, que no grite Viva Rosas,
listo para morir o para cobrarse una cuenta que nunca sabrá cuándo y
quién la abrió.
Fisonomías graves como árabes y como antiguos Soldados, caras llenas
de cicatrices y de arrugas. Un rasgo común a todos, casi sin excepción,
eran las canas de oficiales y soldados… ¡Qué misterios de la naturaleza
humana, qué terribles lecciones para los pueblos! He aquí los restos
de diez mil seres humanos que han permanecido diez años casi en la brecha
combatiendo y cayendo uno a uno todos los días, ¿por qué causa?, ¿sostenidos
por qué sentimiento?… Estos soldados y oficiales carecieron diez años
de abrigo, de un techo, y nunca murmuraron. Comieron sólo carne asada
en escaso fuego, y nunca murmuraron… Tenían por él, Rosas, una afección
profunda, una veneración que disimulaban apenas… ¿Qué era Rosas, para
estos hombres? ¿Son hombres estos seres?
Inteligencias como las del señor Sarmiento, que se dan pocas en la tierra
de Dios, no pueden responder a la pregunta de qué es Rosas para hombres
que mueren al grito de Viva Rosas. No podrán nunca responder a esa pregunta.
Y, entonces, se impacientan. Y, entonces, el señor Sarmiento, que quiere
la cultura de la Francia para las ciudades argentinas, y que quiere
sembrar de granjas norteamericanas el campo argentino, exige, para expiar
el pecado de ser hijos de España, que se derrame la sangre barata de
los gauchos… ¿Misterios de la naturaleza humana?
¿A qué reta y a quién el Viva Rosas de esos paisanos, que pelearon en
mis ejércitos y en los del finado Urquiza? ¿Y el Viva Rosas de sus hijos
y nietos y el de los hijos de sus nietos? Contesten eso, si les da la
lengua para contestar eso.
Ese grito durará más que el pecado.
Me llamarán y yo no volveré. Eso es tan cierto como que Nuestro Señor
Jesucristo fue vendido y clavado en la cruz.
Me llamarán para que salve a un país enfermo, roído por la anarquía,
devastado y empobrecido por putos y corruptos, y expuesto a los probables
furores que pueda provocar la diseminación de las proclamas de La Internacional
de Trabajadores.
Sé de lo que hablo. Hablo de trapos rojos y proclamas de rojos que ondean
y escriben mulatos y judíos y chinos, lúbricos festejantes de la destrucción,
partidarios del no, proletarios de la clandestinidad, hijos de las minas
de carbón, de la forja de rieles y locomotoras, de la tibieza sórdida
de las sastrerías, fomentadores vocacionales de la lucha de clases.
Poetas.
Entonces, para que los salve de esas legiones del despecho y el resentimiento,
quienes renegaron de mí me ofrecerán sus lealtades a precio, y escucharán
arrobados -ese aire ensimismado que gustan adoptar antes de la hora
del asado y del vino- las digresiones del capataz, eufemismo con el
que me marcó, para regocijo de los torpes escribas de manuales escolares,
el muy juicioso Don Nicolás de Anchorena, que sabía largo de estancias
y capataces.
Hoy, Don Nicolás de Anchorena, su dignísima esposa, hijos y parientes,
fingen no acordarse del brigadier general Don Juan Manuel de Rosas,
ni de sus estrecheces, ni que a él -a Don Juan Manuel, capataz de manos
limpias, gobernador-propietario de los bienes de la provincia de Buenos
Aires, y guardián de sus noches-, le deben la posesión de 306 leguas
cuadradas de tierras aptas para lo que guste mandar.
Tampoco se acuerda Don Juan Nepomuceno Terrero, que fue, en tiempos
de cielo abierto y buena risa, socio de Don Juan Manuel, y se alzó con
42 leguas de tierras de mi flor.
Y Don Félix de Álzaga, que embolsó 132 leguas cuadradas de tierra, olvidó
que fue uno de los pocos hombres de confianza de Don Juan Manuel, y
que el brigadier general Don Juan Manuel de Rosas, y su hija Manuelita
-la única hija criolla y presentable en sociedad de King Lear, la sucesora
de King Lear en los manejos del Estado, la de la grupa carnosa, la que
tuvo mano suave para los desvelos de Lear, la que escribió a Carancho
del Monte que, cuando degollase a unitarios y unitarias, le remitiese
las cabezas de las unitarias, que ella compensaría el esfuerzo que demanda
captura, degüello y remisión de cabezas de los subversivos con un cajón
de vino francés-, Manuelita, digo, y Don Juan Manuel, tuvieron una palabra
de comprensión en los labios, y un corazón dolorido cuando el susodicho
Don Félix evocaba a Don Martín de Álzaga, ahorcado por los jacobinos
de la Revolución de Mayo.
¿Y el general Ángel Pacheco, que no movió un caballo el 3 de febrero
de 1852, y dejó que el salvaje Urquiza atropellara los flancos, el centro
y la retaguardia de mis ejércitos con su caballería entrerriana, y diezmara
mis ejércitos con su caballería entrerriana?
Digo que Don Ángel Pacheco, guerrero de la Independencia -que Dios maldiga
y envíe al infierno a los que nos independizaron del reino de España-,
que juró ante mí y ante Manuelita, dar su sangre por mí y por Manuelita,
tenía por norma coleccionar tierras de unitarios, exquisita costumbre
que los intelectuales del Río de la Plata, en voz alta o en voz baja,
llamaron pachequear.
Es verdad: el brigadier general Juan Manuel de Rosas aprobó los hábitos
confiscatorios de sus socios y compadres.
Es verdad, también, que esas columnas de la sociedad han perdido la
memoria de cuánto le deben al brigadier general Don Juan Manuel de Rosas.
¿Qué fui yo para ellos?
¿Qué fui yo de ellos?
Mis opositores, que querían tierras, fueron o son propietarios de tierras
y, como muchos, aprendieron de Rosas: expropiaron mis estancias, unas
136 leguas cuadradas de tierra, y me expropiaron tres o cuatro casas,
de las que soy único dueño, en la ciudad de Buenos Aires.
El señor Domingo Faustino Sarmiento dijo, con un laconismo que celebro,
que las vacas dirigen la política argentina.
Yo digo: la política es otro de los nombres de la deslealtad.
Ahora, aquí, en el condado de Swanthling, reino de la Gran Bretaña,
digo:
Los argentinos darán mi nombre a su destino.
Voltaire escribió que Inglaterra fue esclava, por mucho tiempo, de los
romanos, de los sajones, de los daneses, de los franceses.
Voltaire escribió que Guillermo El Conquistador impuso, a los ingleses,
la prohibición, bajo pena de muerte, de encender fuego o prender luces
en sus casas, luego de las ocho de la noche. Y los ingleses nunca dudaron
de la cordura de Guillermo El Conquistador.
Voltaire escribió que la Europa continental trató, a los ingleses, como
perros rabiosos y locos porque inoculaban viruela a sus hijos para prevenirlos
de la viruela.
Muchos siglos antes que los ingleses, los emperadores chinos ordenaron
que sus súbditos se inoculasen viruela con la pretensión de que se salvaran
de esa contagiosa epidemia. A nadie le importan China y Voltaire.
Yo quemé a Voltaire.
Pero los dos peones galeses, que limpiaron de nieve los techos de mi
rancho, la puerta y el sendero que lleva a la puerta de mi rancho, toman
cerveza, creo, en el granero, y en el frío y la oscuridad, envueltos
en mantas que huelen a caballo y a forraje, y se cuentan historias de
brujas, y no les importa el futuro. No les importa Inglaterra.
Mis peones -la escoria de la sociedad, los llamó lord Palmerston- hablan
de cómo se entumecen los malditos dedos de los pies, allí, afuera, en
la nieve, en el viento y en las trampas heladas de la nieve. Y de cómo
sacarse las botas, o lo que sea que calcen, y los malolientes calcetines,
y las medias de lana que usan por encima de los calcetines, y de cómo
poner los entumecidos dedos de los pies en las cercanías del fuego que
encendieron, y los calcetines y las podridas medias de lana en las cercanías
del fuego que encendieron, para que se les sequen.
Y, también, hablan de brujas. Hablan de la nieve, del frío y de las
brujas. De cómo las brujas cruzan los bosques helados, de cómo las brujas
son pequeñas manchas móviles y aullantes en la inmóvil negrura de los
bosques helados y las praderas heladas. Y se estremecen de miedo, y
toman más cerveza, rubia, en sus cacharros de loza ordinaria, y se asustan
con las historias de brujas que cruzan bosques helados y praderas de
nieve. Y ríen, borrachos, de sus miedos y de sus sustos. Y dicen que
las brujas cantan.
¿Has raspado -dirá uno de los malditos peones, borracho, en alto el
maldito cacharro que desborda cerveza rubia, al otro maldito peón que
ríe de miedo y de susto un vidrio contra otro vidrio? Así suenan las
malditas voces de las brujas, cuando cantan en las noches de luna sobre
las praderas de nieve.
Los ingleses, en invierno, cuentan historias de hechizos y de brujas,
en la oscuridad de los graneros, en la sucia impudicia de sus camas.
Cuentan historias de empalamientos, de ruedas que quiebran huesos, de
suplicios con agujas y hogueras que queman carnes y ojos contra un horizonte
de nieve.
Las brujas cabalgan palos de escoba, y los palos de escoba se les hunden
entre las piernas, y ellas cabalgan, erizados los pelos de sus cabezas,
por bosques y praderas de nieve, y la luz de la luna baja por sus esqueletos,
y ellas son la soledad que ríe en la noche y en la nieve.
Los ingleses, en invierno, serruchan brazos, piernas, cabezas y sexos
de sus amantes, de sus abuelas, de sus hijas, de sus mujeres.
A los ingleses, en invierno, se les borra la cara.
Yo soy criollo.
España es mi madre.
Yo tomo mate.
Los jacobinos, con la Revolución de Mayo, nos empujaron al mundo de
la enfermedad, de la disolución y de la duda.
Yo no me enfermo.
Yo soy el relato de lo que el pasado tuvo de feliz.
Yo tomo mate, ahora, de pie.
Yo salgo al campo, a la luz del campo, y el silencio que sube del fondo
de la tierra, y el silencio de los animales y del cielo, son míos.
Yo como de esa luz del día, y largo el caballo contra el horizonte.
Yo soy la luz.
Y soy mi propio caballo.
Gritan tu nombre
veinte años después.
Qué importa lo que gritan
veinte años después.
Me digo: general, escriba de la verdad y del sueño.
De pie, aquí, en mi rancho de Inglaterra, digo:
El destierro es verdad; lo otro, sueño.
Sueño, la infancia.
Sueño, la juventud.
Sueño, los años en los que ellos gozaron de mi poder. Y lo festejaron.
Y lo sostuvieron.
Yo que, de pie, tomo mate, y miro una nieve, unos árboles, un silencio
de los que no soy dueño, sé que los sueños se desvanecen, que la mañana
les pone fin, que son lo que el recuerdo quiere que sean.
Yo no sueño.
Yo, en este rancho agobiado por la nieve, y el viento, y el aire gris
de la mañana, me dormí junto al brasero, y cabeceé junto al brasero
y las brasas que resplandecían en el brasero. Y dormido, galopé los
campos que fueron míos. Y respiré en su luz. Y no supe que es imposible
retener ese candor, esa fugacidad.
Ahora, estoy de pie. Y tomo mate. Y no sueño.
Alguna vez, en Palermo, el almirante Guillermo Brown, que estaba loco,
y que había huido de su Irlanda natal, y que llegó a almirante de la
desvalida, misérrima flota que armaron y fletaron los jacobinos de Mayo,
porque en Buenos Aires -dijeron los jacobinos de Mayo- sobraban los
caballos y los criollos a caballo, y no los que se animaran a las aguas,
me preguntó si nunca escribí un nombre, un deseo, una fatiga o, tal
vez, el dibujo con el que marcaba mi hacienda, y los guardé -nombre,
deseo, fatiga, dibujo- dentro de una botella, cerré la botella y la
tiré al Río de la Plata o al mar, si se me hubiera ocurrido navegar
por donde el Río de la Plata se hace mar.
Contemplé, callado, al viejo incrédulo, acabado, que olía a ginebra
o whisky, y que conoció los estragos del cañón a bordo de frágiles maderos,
y el grito de horror de los que se ahogan, aún vivos, en el hueco pálido
de las olas, y que eludió la muerte más veces que ningún otro hombre
en aguas y tierras americanas, y contemplé la piel rojiza y arrugada
de su cara, y sus ojos verdes y pequeños que buscaban alcohol en algún
lugar de mi despacho, y le dije, déjese de joder, Brown. No estoy para
perder el tiempo.
Brown, que no encontró ni un miserable trago de caña en mi despacho,
tomó, de mi escritorio, su gorra de marinero, y me contestó, Yo sí,
señor.
No haga caso, me dijo lord Palmerston.
Los irlandeses son un pueblo belicoso, pero sus escritores… Ah, sus
escritores… Y sus poetas… A esos, les temo. A esos, general, les temo.
Verdaderamente, les temo. Cambiaron el mundo de la palabra. Y le aseguro,
mi muy estimado general Rosas, que cambiar el mundo de la palabra es
más inexpiable que la cobardía de Judas o, si lo prefiere, que el deshonor.
No, no haga caso, señor, me dijo lord Palmerston. Los irlandeses sueñan.
Y soñar no es peligroso. No, por lo menos, para los negocios de Su Majestad.
El sueño irlandés, amigo Rosas, es fundar una república, como ustedes,
en su país… Oh, por favor, general: sé lo que el general piensa. Y coincido
con lo que el general piensa de la declaración del 9 de julio…
¿9 de julio, verdad?, preguntó lord Palmerston, y yo le confirmé que
ese día, por el que pagaremos sangre y lágrimas y bienestar hasta que
Dios se apiade de nosotros, se declaró la independencia del Río de la
Plata del trono español.
Los irlandeses, que son tozudos e imbéciles y beatos, como no hay otra
raza en la tierra del Señor, dijo lord Palmerston, creen que la república
dará de comer a sus mugrientos campesinos y los consolará de sus incesantes
desdichas mucho más efectiva y gozosamente que San Patricio.
Son buenos para cavar zanjas, dije yo. Los criollos no nacieron para
la pala.
Lord Palmerston rió. Y ahorran, en su país, dos o tres chelines a la
semana, y comen carne y no cascaras de papas, y compran ovejas, y parecen,
con el tiempo, cuando envejecen, educados caballeros ingleses. Pero
no lo son, rió lord Palmerston. Son irlandeses: ¿me comprende usted,
general?
A lord Palmerston le asistían todas las razones del cielo y de la tierra:
en Francia se proclamó la República, en setiembre de 1870, y seis meses
después los rojos escarnecieron ese gran país con el espectáculo brutal
de la Comuna, de las turbas degradadas de la sociedad en el poder.
¡Denme a la princesa Alicia como reina de las provincias argentinas
del Río de la Plata!
Eso dice Juan Manuel de Rosas, que vale, en el destierro, en un rancho
agobiado por la soledad y la nieve, para que su patria no se extinga
en la abyección y el desamparo.
Eso digo yo, confinado, aquí, por la ingratitud de mis amigos, y leal
a la nobleza de mi origen y a mi casa, y al futuro que dirá, de mí,
la palabra justa.
Consigna del general Rosas a la población:
Queda desautorizado lo que no autorice.
¿Dónde está Manuelita?
Llueve en Buenos Aires: yo, de uniforme y con la cabeza descubierta,
marché por sus calles.
Yo, a la cabeza de miles de argentinos. Y grito muera el loco salvaje
traidor Urquiza. Y miles y miles y miles de argentinos, hombres, mujeres
y viejos, que marchan a mis espaldas, gritan, como si impetraran al
Cielo, Viva Rosas.
¿Qué querían de mí los argentinos?
¿Qué les daba yo para que gritaran Viva Rosas?
Y a mí, que marcho por esas calles, bajo la lluvia, calles y ciudad,
cielo y aire, que me pertenecerán siempre, la cara mojada por la lluvia,
y el pelo, y el uniforme de gala, se me estrangula la voz en la garganta,
y la lluvia es un fuego helado cuando la miro. Pero hay lágrimas en
mi pecho.
Después, cuando el salvaje Urquiza lanza a los cosacos de su caballería
entrerriana sobre mis ejércitos, y los acuchilla y despedaza en los
campos de Caseros, ¿dónde estuvieron los que yo favorecí?
¿No dijo el muy apostólico cura Esteban Moreno, en la Sala de Representantes,
que era mi perro fiel, y que expondría su pecho a las lanzas del salvaje,
traidor, loco Urquiza, en defensa de mi salud?
¿Dónde estuvieron los diputados que, en la tribuna de la Sala de Representantes,
sus voces recorridas por las exaltaciones de la histeria, se disputaron
el honor de morir por Rosas, que no los vi en los campos de Caseros?
Querían paz. Y la paz, para mis amigos, era la próspera y tranquila
prosecución de sus negocios prósperos y tranquilos. Y para los otros,
para los infelices, para los que morían en mis ejércitos, o para los
mutilados, para los que se retiraron de mis ejércitos sin una pierna
o sin las dos, o mancos, o sin un ojo, o sordos por el estallido del
cañón, o sin vísceras, paz era siesta y mate, y un vaso de caña, de
vino, y una tira de carne asada a fuego lento, y alzar la pollera a
una china, y meter la mano en las hendiduras calientes de la china,
en una tarde, en una noche cualquiera de la pampa.
Aquí, los ingleses toman mate de mi mate. Yo les descubro el zapallo
y el dulce de leche. Y los saborean. Y los ingleses se miran entre ellos,
y fingen asombrarse, pero tragan el dulce de leche que les desborda
la cuchara, y se relamen como cuando le manosean las tetas a sus criadas.
Los ingleses, en invierno, son viejos. Violan niños en sus viejas ciudades
y en sus viejos campos. Y toman cerveza. Y yo les descubro el zapallo
y el dulce de leche. Y los ingleses, que son viejos en el invierno,
ríen con sus bocas desdentadas. Pocos de ellos andan a caballo.
Los ingleses comen bistec. Yo, asado.
Los ingleses venden ponchos, ropas, cuchillos, asadores y espuelas a
los argentinos.
Yo, Juan Manuel de Rosas, aquí, en el destierro, les soy indiferente,
excepto a lord Palmerston, y a mi yegua Victoria, a quien le lustro
el cuero y le doy de comer.
El hombre pobre
nunca
se acostará
con la hija del rey.
También les es indiferente quién gobierna en Buenos Aires. Venden lo
que sea que salga de sus fábricas, y compran cueros, ovejas, tasajo,
tierras en Santa Fe, en el litoral, en Buenos Aires, y en el Sur, y
el señor Domingo Faustino Sarmiento, y los doctores Nicolás Avellaneda
y Valentín Alsina y el general Bartolomé Mitre les son indiferentes
si no se oponen a que las mujeres criollas cumplan sus deberes de sirvientas,
de amantes ocasionales y, si cuadra, por especulación y cálculo, de
esposas. Compran vacas, tierras y mujeres criollas. Y venden el humo
de sus fábricas.
Inglaterra es la nueva Jerusalén de los judíos. Los judíos son intermina-bles.
Escribo: El gobierno ha vuelto a disponer de los pocos bienes que me
hubieran permitido vivir en una moderada comodidad decente.
Escribo: Tengo sobrado derecho para que se reflexione detenidamente
en orden a mis circunstancias políticas y privadas, considerándolas
desde mi juventud, las épocas de mi vida pública y particular, mis servicios,
mis sacrificios, las crueldades, las injusticias contra mí y contra
mis únicos bienes, mi actual amargo estado de pobreza en un país extranjero,
y así las reservas y privaciones de que he tenido que servirme para
prevenir mayores males, y preparar aún más y más materiales para la
justificación de mi defensa…
Escribo que mis antiguos amigos y socios políticos, cuyos bienes no
fueron tocados por los gobiernos que sucedieron al peregrino gobierno
de Urquiza, me dieron la espalda, y callaron, y permitieron se confiscase
lo que heredé y lo que gané con mi trabajo.
Hablo de esos Anchorena. Y de ese tal Nicolás de Anchorena, hipócrita,
asqueroso e inmundo.
Escribo que las mil libras esterlinas que el Señor Capitán General Don
justo José de Urquiza ordenó que me remitieran son, para mí, un honor,
y para él, la gloria. Que Dios premie la perfecta justicia de esa reparación
moral.
Escribo que la esposa de Don Nicolás de Anchorena y sus hijos se niegan
a pagarme los 80 mil pesos fuertes que me deben.
Escribo que Doña María Josefa de Ezcurra, Don José María Ezcurra, Don
Gervasio Rozas, y muchísimos otros, han muerto sin pagarme lo que me
debían, cuenta forjada en oro y en adulaciones que parecían no tener
fin.
Escribo que lord Palmerston me dio a conocer, con palabras de doble
sentido, sigilosas, como cubiertas por la prudencia, que el gobierno
de SMB estudia interponer sus buenos oficios con el objeto de que se
levante la confiscación de mis propiedades, y las propiedades de las
que soy legítimo dueño me sean devueltas.
Escribo que Manuelita insinuó -en una visita al rancho con sus dos hijos,
visita que le concedí- que yo abandone el farm, y ocupe, en las condiciones
que se ofrezcan, alguna casa, en Londres. Y cuando me dijo eso, Manuelita
rió. Manuelita es cruel. Desconozco a Manuelita.
Escribo que debe saberse cuánta es mi pobreza.
Escribo que enviaré recibos al coronel Pedro Ximeno, y a Doña Petrona
Sosa y a Don Rufino Velazco por las 56 libras que me enviaron, como
recaudación de tres trimestres. Les escribiré de mi entrañable agradecimiento.
Les escribiré de las palpitaciones de mi halagado corazón. Mi hermosa
letra dibujará firuletes displicentes y vertiginosos, laberintos de
mis sueños. Laberintos.
Your Excelency. Escribo que la circular de M. Favre a las representaciones
diplomáticas del gobierno francés, repite, palabra por palabra, mis
cartas a lord Palmerston, acerca de lo que podía esperarse de la titulada
Internacional de los Trabajadores. La circular de M. Favre dice, en
uno de sus párrafos, que la Internacional es una máquina de guerra destinada
a abolir el capital e instaurar el comunismo.
Escribo que la circular de M. Favre menciona que los comités, caudillos
y cómplices de la Internacional funcionan en Francia, Alemania, Inglaterra,
Bélgica, Rusia, Suiza, Austria, Italia y España.
Escribo que la Internacional exige la legislación directa del pueblo
por el pueblo, la supresión de la herencia individual, el ingreso del
suelo en las propiedades colectivas.
Escribo: Cuando en las clases vulgares desaparecen el respeto al orden,
las leyes y el temor a las penas eternas, sólo los poderes extraordinarios,
en manos de los jefes de las naciones cristianas, restaurarán la obediencia
a los mandamientos de Dios.
Escribo: En Londres vive el más insidioso, petulante y audaz apologista
de la Comuna. Vive, me informan, en Maitland Park Road, y lo vigilan,
discretamente, policías que ni siquiera llevan garrote en la cintura.
Ese intenso apologista de la Comuna no es inglés: es, como yo, un desterrado.
Me informan que los aberrantes panfletos que escribe son de una prosa
como no hay otra en Europa. Me informan que The Times acoge y publica
algunas de sus incesantes cartas. La reina Victoria es una mujer bondadosa.
Dicen de ese conspirador, quienes me informan, que es un soñador que
piensa, un pensador que sueña. Escribo que, por lo tanto, es inofensivo.
Escribo: No lo pierdan de vista. Vigílenlo.
Escribo: No hay en el mundo enemigo más esforzado de las asociaciones
clandestinas, de la anarquía y del comunismo, que el general Rosas.
Echo más carbón al brasero. Rompo, con un martillo, los carbones grandes,
antes de echarlos al brasero. He conseguido calentar el rancho.
De pie, muevo las piernas. Estoy solo, y hablo, para mí, en un frío
mediodía británico.
Soy un hombre fuerte, y lloro, a veces, el olvido de los otros. ¿Por
qué mi vejez no debe llorar, a veces, el olvido de los otros?
¿No escribí, en este mediodía de soledad y británico, o antes, en algún
mediodía de sol y silencio, cuando la sombra del destierro caía, implacable,
como una trampa de espasmos y lágrimas sobre mi corazón, que tengo sobrado
derecho a que se reflexione acerca de mí, de lo que fue y de lo que
es Juan Manuel de Rosas?
¿Qué debí hacer para que mi destino fuese otro?
¿Qué no hice para que mi destino fuese otro?
El horizonte, la luz del sol, la tierra, obedecen a los cascos de mi
caballo.
Si yo detengo mi caballo, el mundo es real.
Yo detengo mi caballo.
Yo medito sobre la suerte de los argentinos sin mí.
Enfermedad, agonía, nada
El destino no tiene fin.
Consigna del general Rosas a la población:
La vaca es vaca y no toro.
Las mujeres viven para engatusar y dominar a los hombres. Es, el de
las mujeres, un deseo de animal carnívoro, que sólo se sacia cuando
devora al hombre.
Uno las monta, ¿y qué hace? Alimenta ese deseo, le da un nuevo y feroz
impulso.
Las mujeres no son como las putas. Ni como las yeguas. A las mujeres
es imposible domarlas.
No me gustan las mujeres: me gustan las yeguas y las putas.
La perra gime.
Como, despacio, la carne que eché en la parrilla del brasero.
Miro a la perra que gime, que me olisquea la botas y gime, pero como
despacio.
En invierno, gasto mucha vela para iluminar el rancho. No me gusta la
oscuridad.
Le tiro un pedazo de carne a la perra. La perra deja de gemir. Babea.
No me gustan las perras que gimen.
Doña Encarnación adivinaba cuando me venían las ganas. Las ganas son
como una impaciencia. Como una vibración en las rodillas. Se me endurecían
los muslos.
Cuando uno es toro, la leche empuja para abajo, para el lado donde nacen
las piernas, y late, la leche, como un corazón, abajo, arriba de la
verga.
Yo, en el campo, me sobaba ese triángulo de pelo, arriba de la verga.
Y me tocaba la verga. Todavía era la de un semental.
Había razón. Yo y Juan Lavalle mamamos de la teta de Doña Agustina Osornio,
mi señora madre, la del bello culo. Hombre guapo, Juan Lavalle. Se alistó,
pendejo, en los granaderos del general San Martín. Y peleó como el mejor.
Se largaba, solo con su caballo, al encuentro de los soldados del rey
de España, y los mataba con su sable y la exaltación de un fraile santo.
Hasta que lo mataron a él, los montoneros, en un infame pueblo del Norte.
Dicen que lo entregó una mujer: pobre Juan Lavalle, tan buen mozo, morir
vendido por una mujer.
Era corta la verga de Juan Lavalle. Y la mía era la de un semental.
En el campo, a caballo, nos abríamos la bragueta, y las medíamos sobre
la montura de los caballos. La mía era, por lo menos, el doble de la
de él. Y cuando las medíamos, él se volvía como loco. Por eso se fue
con los Granaderos del general San Martín. Para mostrar que su coraje
superaba, lejos, el de cualquier soldado de su tiempo, español o criollo.
Juan Lavalle: tanto coraje al pedo.
Yo miraba el cielo, en mis campos, y el techo de mi despacho, en los
cuarteles de Palermo, y me sobaba duro. Piel, pelo, huesos, carne, verga.
Hay que quitarse esa leche, cuando uno es toro, antes de que cuaje.
Porque la cabeza del hombre, con esa leche depositada, allí, abajo,
se enturbia. Ordeñar. Y rápido. Como a las vacas. Un hombre, si es hombre,
es toro y vaca.
Yo, en mi despacho de Palermo, pensaba 18 horas por día. Escribía. Escribir
es pensar. Pensaba 100 leguas por delante de cualquiera que pensara
en los intereses del Estado. Eran pocos los que pensaban en los intereses
del Estado. Son pocos. Yo soy uno de los pocos. El primero. El mejor.
Los otros, los otros eran criollos de coraje. Como Juan Lavalle. Como
Gregorio Aráoz de Lamadrid. Esos dos no supieron, nunca, qué era pensar.
Cantores de vidalas, sí.
El manejo del Estado me apasiona. El manejo de los intereses del Estado
me apasiona. No la guitarra. No el sexo. El sexo distrae. Lo usaba,
claro. Porque la verga se me paraba. Y eso era algo que yo no podía
impedir. Ni aún hoy, yo, un hombre fuerte, puedo impedirlo.
Doña Encarnación era buena para el ordeñe.
Vení, murmuraba ella donde fuera que estuviésemos. Cuando terminaba,
yo, aliviado, agradecido, le decía que ella, Doña Encarnación, conocía
todos los secretos del ordeñe. Ella reía, satisfecha, y me preguntaba
si era eso lo que me parecía, y yo le contestaba que sí, que su habilidad
me paralizaba, y que su habilidad iba mucho más lejos que la de las
mestizas y las negras. Y ni hablar de las indias.
A Doña Encarnación se le arrugaba la piel de la frente cuando yo bajaba
esa balanza, pero yo le sonreía, y me cuadraba frente a ella como un
cadete rápido y ágil y obediente. A Doña Encarnación se le oscurecían
los ojos. Y algo retrocedía dentro de ella. Fríos los ojos de Doña Encarnación.
Doña Encarnación era cruel a la hora del juego amoroso. Y a cualquier
hora. Pero yo aguantaba el trabajo de sus manos y de su boca. Me daban
algo cuando trabajaban mi cuerpo, que no sé nombrar. Tampoco podía Doña
Encarnación. Ella decía: Usté, Don Juan Manuel, patalea y gruñe como
un chancho cuando siente el filo del cuchillo en el cogote.
No decía, Doña Encamación, nada que yo no le hubiera escuchado antes.
Doña Encarnación gustaba decir cosas como ésa. Muy de campo, Doña Encarnación.
Muy de encendérsele los ojos, a Doña Encarnación, cuando le daba en
el lomo, con el rebenque, a una negrita traviesa. Muy patrona de estancia.
Doña Encarnación.
Me dormí, sentado junto al brasero.
La perra me mira, los ojos apagados, tendida al otro lado del brasero.
Se comió, la perra, los restos de la carne que dejé en el plato. La
perra, los ojos velados, tiembla. Espera que la castigue. Tendrá su
castigo.
Es como un sopor el que tengo. Hay algo que gira en mi cabeza. Pero
me pongo de pie. Me dije: póngase de pie. Don Juan Manuel. Y mi cuerpo
obedeció.
Se está enfriando el rancho. Dormí mucho. Una hora dormí.
Los ancianos deben dormir poco, me dijo el. doctor Bradley, médico de
lord Palmerston, en Londres. Por los accidentes vasculares: ¿me comprende,
general?
No soy un anciano, le dije a Bradley, que es un gnomo calvo, y panzón,
una panza hinchada de whisky.
¿Cuántos años tiene, general?, me preguntó Bradley como si no lo supiera.
Setenta y ocho.
¿Dónde vive, general?
¿Le hablaron, a usted, de un lugar llamado destierro?
No, general. Soy inglés, general.
[EN PROTECCION
DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE EL FARMER]

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