Flora
Alejandra Pizarnik nació el el 29 de abril de 1936 en Buenos Aires, Argentina.
Estudió filosofía y letras en la Universidad de Buenos Aires y pintura con Juan
Battle Planas.
Vivió en París desde 1960 hasta 1964, en donde trabajó para la revista Cuadernos
y algunas editoriales francesas, publicó poemas y críticas en varios diarios,
tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Cesairé, e Yves Bonnefoy, y
estudió Historia de la Religión y Literatura Francesa en la Sorbona.
De regreso a Buenos Aires, publicó tres de sus principales libros: "Los trabajos
y las noches", "Extracción de la piedra de locura" y "El infierno musical", así
como su trabajo en prosa "La condesa sangrienta".
En 1969 recibió una beca Guggenheim, y en 1971 una Fullbright.
Es una de las poetas más importantes de Argentina. Realizó su obra siendo una de
las voces más representativas de la generación del '60. Su poesía, lírica, que
roza el surrealismo fue una de las que más marcó a las posteriores generaciones
poéticas. Alejandra Pizarnik retrabajó en su poesía las tradiciones románticas,
simbolistas y surrealistas. Su poesía se encargó de poner en escena lo
desgarrador del silencio creativo, abriendo una puerta para las nuevas mujeres
poetas.
El 25 de septiembre de 1972, mientras pasaba un fin de semana fuera de la
clínica psiquiátrica donde estaba internada, murió de una sobredosis intencional
de psicofármacos. Tenía 36 años.
En la serie Memoria
Iluminada, los guionistas y realizadores Virna Molina y Ernesto Ardito encaran
la tarea de contar la vida de los artistas de los ´60 considerados
revolucionarios y reúnen figuras de la talla de Raymundo Gleyzer, Alejandra
Pizarnik, Paco Urondo y Haroldo Conti. Este segundo segmento dentro del ciclo
que se emite por Canal Encuentro, se divide en cuatro capítulos, que cuentan la
historia de Alejandra Pizarnik desde su infancia hasta su suicidio en 1972.
Título original: Memoria iluminada: Alejandra Pizarnik
Dirección: Virna Molina, Ernesto Ardito
Guión: Virna Molina, Ernesto Ardito
Producción: Virna Molina, Ernesto Ardito, Canal Encuentro
Animaciones: Virna Molina
Fotografía: Virna Molina, Ernesto Ardito
Montaje: Virna Molina, Ernesto Ardito
Intervienen: Carmela Direse Rojo, Isadora Ardito, Nika Ardito, Vanesa Molina
(voz de Alejandra)
Distribución: Canal Encuentro
Idioma: Castellano
Año: 2011
País de producción: Argentina
Duración: Cuatro capítulos de 30 minutos
Emitido por Canal Encuentro en septiembre 2011
–Es ella –susurra Fernando Noy, y apunta a la llama de la vela, que tiembla
tocada por una súbita brisa.
La encendió para hablar de su amiga, para convocarla.
–Es Alejandra. Ella viene cuando se la nombra, es terrible.
Fernando Noy es uno de los mejores poetas de Buenos Aires, agitador cultural,
gay, ex-reina del Carnaval de Bahía. Fue también el amigo más cercano de
Alejandra Pizarnik durante su último año de vida,
cuando ella ya era una poeta famosa y él un adolescente de 19 años recién
llegado de la Patagonia, que vagabundeaba por la ciudad con el pelo largo, en
trances psicodélicos. Una noche de sexo y lisergia encontró, en el baño de una
casa, un ejemplar de Extracción de la piedra de locura, el libro que ella había
publicado en 1969. Quedó conmovido: “Toda la noche hago la noche. Toda la noche
escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche”, dice allí Alejandra Pizarnik,
en el poema “Linterna sorda”. Al día siguiente buscó a Alejandra Pizarnik en la
guía telefónica y la llamó. Ella atendió con voz asmática.
–Parecía que estaba teniendo sexo, era un susurro orgásmico.
Quiso verlo de inmediato: “¡Por fin alguien que no viene recomendado!”, le dijo.
Quedaron en encontrarse al día siguiente. “Montevideo 980 7° D”, indicó, “pero
no hay portero eléctrico, tenés que llamarme desde la esquina, desde el bar El
Cisne”.
El edificio donde vivió y murió Alejandra Pizarnik conserva su puerta de hierro
pintada de verde y tiene una amplia entrada con espejos, un patio interno. Está
en el elegante barrio de la Recoleta, donde ella no resultaba una vecina típica.
Cuando Fernando Noy la vio por primera vez, en el hall de ese edificio, creyó
que era un muchachito de pelo largo, jeans y camisa blanca.
–El encuentro tuvo algo extraño: los dos estábamos muy drogados y los espejos de
las paredes hacían un aleph calidoscopal. Le dije: “¿Sabés que te confundí con
un Rolling Stone? Con Brian Jones.” Y ella: “Y yo te confundí con una prostituta
alemana”. Así fue nuestro primer encuentro, una carcajada de ella, que era de
tamboriles y de llamas.
Desde esa primera vez, a principios de 1971, Fernando y Alejandra pasaron muchos
días y noches en el departamento de la calle Montevideo, pero el momento que él
recuerda con especial escalofrío fue la tarde en que ella le pidió ayuda para
“exterminarse”. “Cuando yo tome mis pastillas me voy a meter en la bañadera y
sólo necesito que me sostengas la cabeza cinco minutos bajo el agua”, le dijo.
Él decidió seguirle la corriente. “Está bien. Cómo no”. Alejandra se quedó
boquiabierta, pero no dijo nada ni volvió a pedirle ayuda. Él estaba en Brasil
cuando ella finalmente se suicidó en el mismo departamento en que la había
conocido, en septiembre de 1972, a los 36 años, con cincuenta pastillas de
Seconal sódico, un barbitúrico que se usa como sedante e hipnótico y que en
dosis elevadas causa depresión respiratoria y muerte. Hasta hace diez años, cada
vez que pasaba por Montevideo 980 Fernando Noy tocaba el timbre del 7° D, sólo
para recibir la reprimenda del portero:
“¿No sabe que ella no vive más acá? Se mudó”.
El portero fue despedido por la administración, nadie sabe demasiado bien por
qué, y en el bar El Cisne, de la esquina, sólo un mozo recuerda vagamente a “una
poeta judía que se mató”.
*
Elías Pizarnik y su esposa Rejzla Bromiker –más tarde, Rosa– llegaron a Buenos
Aires desde Europa Oriental –su pueblo natal era Rovne, hoy en Eslovaquia– en
1934. Es posible que el apellido original de la familia haya sido Pozharnik, y
que los funcionarios de migraciones lo hayan consignado erróneamente. En
cualquier caso, Alejandra lo pronunciaba acentuando la segunda sílaba, Pizárnik.
La pareja se instaló en Avellaneda, una localidad en las afueras pero muy
cercana a la ciudad de Buenos Aires. Avellaneda fue un polo industrial pujante
hasta los años ’60, y en decadencia desde mediados de los ’70, pero nunca, ni en
su esplendor, fue un lugar bonito. Allí nació Flora Pizarnik, la futura
Alejandra, el 29 de abril de 1936. El padre trabajaba como cuentenik, un oficio
tradicional de la comunidad judía: vendía joyas puerta a puerta; a veces ropa
blanca y electrodomésticos. Era socialista, tocaba el violín, había sido
integrante de una orquesta. Durante la segunda guerra toda la familia que había
permanecido en Europa, tanto los Pizarnik como los Bromiker, fueron masacrados
primero por los nazis y luego por los soviéticos. Sólo había quedado un tío
Pizarnik, residente en París. Alejandra era muy pequeña para comprender lo que
sucedía pero el terror, la muerte y el exilio debieron atravesarla. Con el
tiempo, encontraría en la identidad judía un refugio a su permanente sensación
de extranjera.
La familia pronto pudo mudarse a una casa de dos plantas en la calle Lambaré
149, muy cerca de la avenida Mitre, la calle principal de Avellaneda. Las dos
hijas, Myriam (la mayor) y Flora (a quien llamaban Buma o Bumita, “flor” en
idish) fueron enviadas a dos escuelas simultáneamente: la Normal Mixta de
Avellaneda, y la Zalman Reizien Schule, donde recibían educación judía.
La infancia es el lugar al que Alejandra Pizarnik volverá una y otra vez en su
poesía, como a un espacio ideal. Sin embargo aseguraba haber sido una niña
infeliz. Escribe en su diario, en 1958: “¿He tenido yo una infancia? No, creo
que no. No tengo ni un recuerdo bueno de mi niñez (...) El solo hecho de
recordarla me cubre de cenizas la sangre. Sólo algunas angustias, algunos
sucesos lamentables, sobre todo lamentablemente sexuales” (Diarios, Lumen,
2003). Se refiere varias veces en esas páginas a una pérdida de la inocencia, a
una infancia arruinada. Muchos estudiosos de su obra creen que sufrió un abuso
sexual cuando era chica: “Tanto sus diarios como su prosa poética dejan entrever
un abuso sexual sufrido durante la infancia, aunque no revela ningún detalle que
esclarezca dicho episodio”, escribe Eve Gil (“Abrazar el infinito”, suplemento
cultural “Arena”, del diario Excelsior, México, marzo de 2010).
–Hay muchas expertas en España que están convencidas de un caso de abuso,
incluso de incesto –dice Cristina Piña, poeta y crítica literaria argentina,
autora de Alejandra Pizarnik. Una biografía (Corregidor, 2005)–. Yo creo que
pudo haber una experiencia sexual en la infancia que, unida a una sensación de
carencia profunda, debe haber producido efectos devastadores. Pero no creo que
haya sido un caso de incesto. Estoy absolutamente segura de que, si hubo un
abusador, no fue el padre. Sí es evidente que ella se siente la más fea, la
menos querida, la que está en desventaja con respecto a su hermana.
Ingresó a la secundaria en la Escuela Normal Mixta, entonces posiblemente el
mejor establecimiento educativo público de la zona sur del conurbano bonaerense.
Estudió allí entre 1949 y 1953. Por esos años se sentía fea. Tenía acné. En su
biografía, Cristina Piña la retrata en su entrada a la adolescencia: usaba
mochila –algo insólito en los años ’50–, falda tableada escocesa, medias
amarillas o verdes, sweater de cuello alto también verde. Llevaba el pelo muy
corto, castaño. Fumaba desde los 15 años. Puteaba con maestría. Había empapelado
su habitación con fotos de revistas y pintado una pared de negro. Escuchaba
ópera y a Edith Piaf. La preocupación por su físico la torturaba. “Buma era
gordita”, escribe Cristina Piña, “no gorda, apenas rellena y con piernas
fuertes, y vivió la adolescencia entera matándose de hambre. También, a partir
de cierto momento, se acostumbró a las anfetaminas; luego descubriría que le
daban una lucidez especial para escribir y vivir la noche”. El nombre de las
pastillas para adelgazar que usaba era Parobes; tomaba tantas que sus amigas la
llamaban “la farmacia”. Pero nadie se alarmaba demasiado porque las anfetaminas
eran, en esa época, de venta libre. “En algún momento Buma empezó a pedirles a
todos que la llamaran Alejandra, que luego sería su único nombre literario”,
escribe Piña. “¿Por qué Alejandra? Puedo suponer que por sus resonancias rusas:
años más tarde les pediría a sus amigos que la llamaran Sasha, el diminutivo
ruso de Alejandra. O por sus resonancias triunfales”.
*
Su forma de hablar era extraña. Ella decía que era tartamuda, pero no está claro
qué producía su dicción personalísima, su forma de arrastrar las palabras con
esa voz gruesa, hipnótica.
–Alejandra hablaba literalmente desde el otro lado del lenguaje –dice la poeta,
ensayista y lingüista argentina Ivonne Bordelois, una de sus mejores y más
constantes amigas–. El ritmo de sus palabras entrecortadas imprevisiblemente,
“pa-raque-veasel-po-e-ma” producía un cierto hipnotismo, como un tren en que
cada vagón corriese a diferente velocidad.
De su diario, 1959: “Cada día tartamudeo más. Pero no sé si es tartamudez. En el
fondo, no quiero hablar. Así como me alimento sin querer hacerlo sino que lo
hago por compulsión o por temor del vacío, así hablo, sabiendo no obstante, que
debería callar”.
A pesar de sus inseguridades, se mantuvo firme en el deseo de estudiar algo
relacionado con la literatura. La decisión tenía algo de rebeldía: si era la
hija diferente, la rara, lo sería hasta las últimas consecuencias. No tenía
ninguna intención de ser lo que su familia y su clase esperaban de una mujer en
los ’50. En los últimos años de la escuela secundaria ya les hablaba a sus
compañeros de sus deseos de ser escritora, y leía desordenadamente a Jean Paul
Sartre, William Faulkner, Rubén Darío.
De su diario, 1954: “Acá, entre el cansancio y el humo, entre el Miedo y las
ansias inmortales, me digo: he de escribir o morir. He de llenar cuadernillos o
morir”.
Ese año se inscribió en la escuela de periodismo, que entonces estaba en la
calle Libertad, entre Diagonal Norte y Tucumán, pleno centro de Buenos Aires.
También se anotó en filosofía y letras. La facultad estaba por la misma zona: en
Viamonte entre San Martín y 25 de Mayo. Esa parte de la ciudad era de
circulación obligatoria para artistas e intelectuales de la época, que discutían
en los bares de la calle Florida y la avenida Corrientes, que compraban libros
en las librerías Galatea –que traía las últimas novedades francesas–, en Verbum,
en Letras. Ella recorría esos lugares a los 18, deslumbrada, pero le hacía falta
un guía y lo encontró ese mismo año.
Juan Jacobo Bajarlía era poeta, narrador, ensayista, abogado, y uno de los
intelectuales más peculiares de la Argentina, gran conocedor del ocultismo y las
vanguardias europeas, especialista en literatura de horror y vampirismo. En 1954
tenía 36 y era profesor de literatura moderna en la escuela de periodismo.
Durante el mes de abril, después de una clase sobre el dadaísmo y Tristan Tzara,
reparó en su alumna Alejandra Pizarnik, que se sentaba en la primera fila. Una
tarde, después de clase, ella se acercó para preguntarle si era posible
conseguir el libro Le surrealism et l’aprés-guerre, de Tzara, que Bajarlía
traducía y del que hablaba en clase. Se lo prestó –era imposible encontrarlo en
Buenos Aires– y la invitó a tomar un café a la Confitería Real, cerca de allí,
en Corrientes y Talcahuano. Alejandra le contó que su padre era “joyero a
domicilio” y su madre “una vieja rezongona”. Que tenía escoliosis, que eso le
provocaba dolores de espalda y que estos, a su vez, no le permitían respirar
bien. Por eso debía consumir analgésicos, cosa que hacía constantemente.
Bajarlía se sintió atraído, tempranamente fascinado. Se ofreció a acompañarla
hasta su casa. En la puerta prolongaron la despedida, él contando anécdotas
insólitas de Tzara, ella riendo. El encuentro fue interrumpido por la madre, que
los obligó a separarse gritando “¡Buma, Buma, hasta cuándo!”.
Alejandra y Bajarlía comenzaron una relación de un año. Cuando tenían dinero
comían en el restaurant Edelweiss, un bodegón alemán tradicional. Después de la
cena se quedaban hasta tarde en el estudio jurídico de Bajarlía, frente al
Obelisco. Él le hablaba de Artaud, de Joyce, de Breton, de Lautréamont, de Trakl;
ella fumaba, calentaba café y consumía analgésicos. Él la recuerda cambiante,
melancólica: “En Alejandra las reacciones se generaban sorpresivamente. Era
obsesiva e inestable. Diría que era circular. Estar exaltada o deprimida era
cuestión de segundos”. (J.J Bajarlía, Alejandra Pizarnik, anatomía de un
recuerdo, Ed. Almagesto, 1998)
Alejandra había acertado al acercarse a Bajarlía: él estaba fuertemente
vinculado a los poetas de la vanguardia, especialmente del invencionismo y el
surrealismo. Esto significaba que era amigo de personalidades como el poeta
surrealista Aldo Pellegrini; del psicoanalista Enrique Pichón-Rivière, pionero
de la disciplina en el país, estudioso de los poetas malditos, que muchos años
más tarde sería analista de Alejandra; de Oliverio Girondo, de Edgar Bayley, de
Raúl Gustavo Aguirre.
De su mano, Alejandra entró al círculo esencial de la poesía argentina que, por
supuesto, incluía a editores y directores de revistas. Bajarlía la llevaba a los
bares, donde se discutía y se leía hasta la madrugada. A mediados de 1954 la
inició en el sanctum de Oliverio Girondo y Norah Lange, la pareja de poetas más
famosa de Buenos Aires, en la calle Suipacha 1444. Ellos se interesaron en la
opinión de la adolescente sobre los poemas que había leído Oliverio Girondo
durante la velada, y ella dijo que le habían dado la sensación de un río que se
abría camino entre las rocas. Después de esa noche, insistió en que quería
publicar. Bajarlía prometió ayudarla.
A esa altura, la relación entre ambos era íntima. Cuando se les hacía tarde para
volver a Avellaneda, dormían en el estudio de él. Una vez, alrededor de las
cuatro de la madrugada, Bajarlía se despertó con los gritos de Alejandra.
“Debatiéndose entre la asfixia y la taquicardia, lloriqueando, Alejandra sólo
atinaba a decir ‘me muero, me muero’”. Asustado, fue a buscar al portero y a su
mujer, que lograron tranquilizarla. Cuando se sintió mejor, le contó la
pesadilla que la había angustiado: en una montaña rodeada de un laberinto de
laderas, buscaba la salida y no la encontraba. Aparecía entonces un ser extraño
con una capucha que la miraba y se reía a carcajadas. Le decía: “Los que suben
aquí sólo bajan cuando yo lo ordeno”. Asustada, ella se arrojaba al vacío.
Entonces despertó. Las pesadillas eran frecuentes y después de esos terrores
nocturnos solía deprimirse y llenarse de miedos y preguntas sobre la muerte.
Otras jornadas en el estudio eran más gratas. Allí corrigieron los poemas del
que sería su primer libro, en una noche literalmente en vela a causa de un
apagón. De los cuarenta y cinco poemas originales quedaron veintiocho, y
Bajarlía habló con su amigo Arturo Cuadrado, editor de Botella al mar, una
editorial prestigiosa que solía interesarse en poetas jóvenes. A Cuadrado le
gustó el libro, y decidió cobrarle a Alejandra sólo el 50% del costo de edición.
El gasto lo cubrió el padre de ella.
Su primer libro, La tierra más ajena, se editó el 10 de septiembre de 1955,
firmado por Flora Alejandra Pizarnik. En adelante eliminaría para siempre el
“Flora”. Un mes después aparecía la primera reseña en el diario La Época,
firmada por el poeta Rubén Vela. Decía: “Una voz original se levanta de esa
tierra ajena, de esa tierra extraña que es Flora Alejandra Pizarnik (...)
Creemos estar en presencia de un crecimiento imprevisto, de una personalidad
fuerte y vigorosa”. Rubén Vela era miembro del grupo Poesía Buenos Aires, otro
de los círculos sagrados de la poesía argentina.
A Alejandra siempre le había gustado mucho dibujar y, durante un tiempo, estudió
con el pintor surrealista uruguayo Juan Battle Planas, pero no duró. Le
importaba más corregir los poemas de su segundo libro, que Bajarlía le llevó a
Raúl Gustavo Aguirre, director de Ediciones Poesía Buenos Aires.
Antes de que se iniciara su despegue definitivo como poeta, la relación con
Bajarlía entró en crisis. Una tarde de noviembre de 1955, ella apareció en el
bar Montecarlo, de Marcelo T. De Alvear y San Martín, donde Bajarlía corregía
una de sus piezas teatrales. Cargaba una valija. Se sentó y la abrió: llevaba
ropa interior, faldas, pañuelos, papeles en blanco, borradores y algunos
ejemplares de La tierra más ajena. Se había ido de su casa después de una pelea
con su madre. “Nos dijimos de todo”, le explicó. La madre le había gritado “mala
hija” y “mujer de la calle”. Y Alejandra había tomado una decisión. “Quiero
casarme”, le dijo a Bajarlía. “La vieja ya me había dicho en otra ocasión que me
casara con vos. Quiero casarme ahora mismo, no aguanto más”. Bajarlía buscó
excusas racionales: el dinero, la diferencia de edad, la precipitación. Ella se
mantuvo firme. Pasaron toda la noche discutiendo en bares de Buenos Aires y,
hacia el amanecer, en bares y plazas de Avellaneda.
Finalmente, él le pidió tiempo para pensarlo, pero ella se lo negó. Ahora o
nunca, dijo. Bajarlía no quiso o no se atrevió a tomar una decisión y con un
beso la dejó en la puerta de su casa.
Con los años, Alejandra renegó de su primer libro, al punto que no lo
consideraba parte de su obra. Las interpretaciones del rechazo son varias. Quizá
le disgustaba que hubiera sido pagado por su padre y por eso no lo consideraba
del todo propio. Quizá le disgustaban sus defectos de debutante. Quizá lo
asociaba con el romance frustrado. Pero tomando como base el material biográfico
disponible no se puede saber. Los años 1954 y 1955 de sus Diarios no tienen una
sola referencia a esos recorridos o a la relación con Bajarlía. Eso no significa
que las referencias no existan: el diario está incompleto. En la versión editada
faltan 120 entradas, suprimidas por su albacea Ana Becciú que, además, ha
excluido casi por completo el año 1971 y en su totalidad 1972.
“Dentro de las omisiones más ideológicas destacan las referencias a sus
relaciones lésbicas, pasajes con fuertes connotaciones sexuales y violencia
física” explica Patricia Venti, académica venezolana, en “Lectura de los diarios
de Pizarnik: censura y traición”, Revista de estudios literarios. Universidad
Complutense de Madrid, 2004).
Algunos de estos fragmentos han sido rescatados por Venti; en su artículo “El
cuerpo de la letra” (marzo 2011) incluye, por ejemplo, los siguientes fragmentos
inéditos: “D vuelve a mostrar sus fauces de hembra de alcoba. La deseo
profundamente. Su cercanía es como una pre-masturbación. Todo mi ser se reduce a
la piel. La peau! La peau! Ni que decir de lo que daría yo por su cuerpo cuando
me mira sonriente! D. Tan sucia y superficial. Tan adorable. Tan lejana! (...)”.
(Entrada del diario íntimo, 3 de agosto de 1955. Alejandra Pizarnik Papers,
Archivo 1, carpeta 3. Biblioteca de la Universidad de Princeton.) O: “Hoy llegué
a un pobre orgasmo después de imaginar mucho tiempo que los nazis me apuntaban y
me entregaban a un militar tenebroso y muy temido, que me castigaba mientras
fornicaba conmigo (...) De todos modos lo esencial es esto: me excita que me
castiguen”. (Entrada del 30 de diciembre de 1959. Alejandra Pizarnik Papers,
Archivo 1, carpeta 8.) La mayoría de los especialistas que han tenido acceso al
diario, depositado en Princeton, se reservan el contenido, en general porque lo
usarán en futuras publicaciones. Cristina Piña asegura que no solamente se han
eliminado entradas sexuales, supresión que habría sido un pedido de la familia.
También quedaron afuera, inexplicablemente, referencias a escritores y varias
lecturas. Se han eliminado opiniones sobre Gabriel García Márquez (que le
encantaba), referencias a lecturas de textos de pueblos originarios americanos y
los pasajes en los que habla de su culpa por haber sobrevivido a toda su
familia, muerta en el Holocausto. La arbitrariedad en estas decisiones resulta
desconcertante y descuidada.
En 1956, Alejandra no regresó a la escuela de periodismo ni a la Facultad de
Filosofía y Letras. No volvería a estudiar y, desde entonces, se dedicó
exclusivamente a la poesía. Quizá por el vértigo de encontrarse sin la
universidad, sin trabajo y sin pareja, sumado a sus angustias, su tartamudez,
sus pesadillas, decidió ver a un psicoanalista. Llegó así al consultorio de León
Ostrov, psicólogo y profesor de psicología experimental. Se enamoró de él y le
dedicó su segundo libro, La última inocencia (1956), publicado por Poesía Buenos
Aires, que guarda uno de sus poemas más célebres, el ínfimo y genial “Sólo un
nombre”: “alejandra alejandra debajo estoy yo alejandra”.
Para entonces aún vivía con sus padres y se relacionaba con otros grupos de
poetas, como el Grupo Equis, donde conoció a Roberto Juarroz, que reseñaría muy
elogiosamente La última inocencia en el diario La Gaceta de Tucumán. También en
estos años conocería, en el bar La Fantasma, a Olga Orozco. A pesar de las
muchas diferencias personales serían inseparables. Orozco era una poeta enorme,
la gran representante del surrealismo argentino que estaba en su mejor momento.
Ella, con su enorme prestigio, le presentó muchos poetas y editores a Alejandra
y fue enormemente comprensiva cuando debió escuchar sus angustias, su miedo a la
locura y a la muerte.
De su diario, noviembre, 1957: “Cada mañana despertar, tener que llorar y tomar
café. No puedo gozar de la vida. No encuentro en ella ningún interés. Ojalá
enloquezca o muera pronto”. Llamaba a los amigos de madrugada, angustiada. Olga
Orozco, para tranquilizarla, le escribía “certificados de bruja blanca”, notas
que le dictaba por teléfono como amuletos protectores. Cristina Piña recoge uno
de ellos en su biografía: “Yo, gran cocinero del rey, mientras miro pasar las
nubes atestiguo por el mismo árbol que da sombra a mi balcón que Alejandra
Pizarnik está perfectamente sana, que no hay nadie que le vaya a pisar siquiera
su sombra (...)”.
En 1958 publicó Las aventuras perdidas (1958), dedicado al poeta Rubén Vela, de
quien también estaba enamorada, platónicamente hasta donde registra la memoria
de quienes los conocieron. En Las aventuras perdidas ya estaba claramente
demarcado su universo poético y personal: el epígrafe de Georg Trakl que nombra
a “la ardiente enamorada del viento”; el hermoso poema para Olga Orozco,
“Tiempo”: “Yo no sé de la infancia más que un miedo luminoso y una mano que me
arrastra a mi otra orilla”; “Exilio” dedicado a su editor Raúl Gustavo Aguirre;
“El despertar” para su analista León Ostrov: “¿Cómo no me extraigo las venas y
hago con ellas una escala para huir al otro lado de la noche? ... Señor La jaula
se ha vuelto pájaro Qué haré con el miedo”.
Sin embargo, sentía que le faltaba completarse como poeta. Y soñaba con que esa
culminación sucedería en París. Su fascinación por Francia no es extraña entre
los jóvenes de su generación.
–En aquella época el francés todavía era la segunda lengua de la mayoría de la
gente, muy por encima del inglés –dice el escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky,
autor de Vudú urbano, que conoció a Alejandra–. De Francia llegaba la vanguardia
y la filosofía más leída y prestigiosa. El francés era el idioma que a la gente
joven de la época le permitía acceder a otro mundo.
Ella, enamorada de los surrealistas y los poetas malditos, necesitaba formarse
allí. En 1960 se fue en barco a Europa, con el dinero que le dieron sus padres.
–No hay un mango que no venga de los padres –dice Cristina Piña–. Ella no tiene
ningún tipo de ayuda económica. En París se mantuvo con el dinero que le
mandaron. No hay ninguna ayuda oficial ni extra oficial, ni una beca ni nada.
Alejandra nunca había trabajado, ni nunca va a trabajar, salvo por algunas
colaboraciones en revistas.
Las primeras semanas las pasó en casa de sus tíos, pero aguantó muy poco y
alquiló una pequeña habitación frente a la iglesia de St. Sulpice. En ese
barrio, en un pequeño restaurant, conoció a Ivonne Bordelois, que cuenta:
–Nos presentó mi tía. Alejandra se vino con todo, camionera, puteando. Se
imaginaba que iba a encontrar a una niñita acartonada porque yo era de una
familia francesa. Y a mí me causaba gracia porque había en ella un esfuerzo
demasiado intenso, algo infantil, en tratar de chocarme. Pero cuando empezamos a
hablar de literatura, entendí que ella sabía. Era menor que yo y sabía más que
yo. Me di cuenta de que no debía dejarla pasar.
Ivonne empezó a alternar sus clases en La Sorbonne con visitas al departamento
de la rue St. Sulpice.
–Alejandra destruyó ese departamentito desde todo punto de vista, nunca limpió
nada, era un caos de papeles, hacía frío. Era maravilloso escucharla hablar de
poesía esas tardes y noches: decía cosas que yo no había escuchado antes, que
ciertamente jamás había escuchado en la academia. Era agudísima en sus juicios.
Tenía un humor increíble, negro, judío, delirante. Tampoco había conocido a
nadie capaz de hacer lo que ella hacía con el castellano: la sonoridad que le
encontró a la lengua es única. Yo creo que Alejandra es la Rimbaud del español:
llevó el lenguaje a lugares donde nadie más llegó. Con una diferencia: fue más
valiente que Rimbaud. Él abandonó la poesía, mientras que Alejandra luchó con el
lenguaje hasta el final, puso el cuerpo. Era fascinante. Todos los que la
conocían quedaban fascinados.
Entre los fascinados estaban sus dos amigos más famosos: Julio Cortázar y
Octavio Paz. Cortázar la invitaba a comer, la protegía, la hacía escuchar jazz y
blues, la llamaba amorosamente “bicho”.
–En París no solamente había argentinos– dice Cristina Piña. Estaba todo el boom
latinoamericano, estaba García Márquez, Vargas Llosa, todos divinamente muertos
de hambre. Comían tarde, mal y nunca. En una época, lo único que tomaba
Alejandra era té. Los papás le mandaban una pequeña cantidad de plata con la que
se moría de hambre, pero en París.
Octavio Paz estaba en una mejor posición: era agregado cultural de la embajada
de México y solía mandar un auto oficial a buscarla cuando la invitaba a cenar,
junto a su esposa Elena Garro. Para que tuviera un ingreso extra, Julio Cortázar
le dio el manuscrito original de Rayuela para que lo pasara a máquina. Alejandra
no lo hizo jamás y estuvo al borde de cometer un pecado literario sideral:
–Casi perdió el manuscrito– cuenta Cristina Piña. Lo extravió y Cortázar lo
logró salvar no sé cómo. Le insistió para que se lo devolviera hasta que ella lo
encontró.
También se enamoraba. De Georges Bataille, a quien veía en el Café de Flore,
aunque nunca le habló. Del poeta colombiano Jorge Gaitán Durán, director de la
revista Mito (que publicaba a Borges y al por entonces desconocido García
Márquez), que murió en un accidente de avión en 1962. Hizo amigos que le
durarían toda la vida, como Elvira Orpheé, narradora y poeta argentina de
belleza legendaria que entonces se encontraba en París con su esposo
diplomático, Miguel Ocampo. A sus 90 años, Elvira recuerda:
–No teníamos cosas en común. Yo creo que la amistad pasaba porque yo hablaba
siempre en serio y ella hablaba siempre en broma. Lo que ella decía en broma me
gustaba, y lo que yo decía en serio le gustaba a ella. Era muy graciosa, pero no
exageraba. Estaba en su justo punto.
A pesar de que era famosa por su humor, sus angustias seguían siendo muchas.
De su diario, 1962: “Sólo después de haber tomado diez cafés y de haber tragado
varias pastillas de revitalizantes cerebrales puedo respirar con libertad, andar
sencillamente por las calles sin que el deseo de matarme se haga imperioso”.
Sin embargo, en esa ciudad fue feliz y se convirtió en una poeta madura. En
París escribió el que para muchos es su mejor libro, Árbol de Diana. En 1962 lo
publicó en Buenos Aires Editorial Sur, el sello asociado con la revista Sur,
dirigida por Victoria Ocampo, gracias a que el libro tenía un prólogo de Octavio
Paz, que hubiera abierto las puertas del infierno. Escribía Paz: “El producto no
contiene una sola partícula de mentira”. Fue un gran triunfo. Árbol de Diana
guarda sus líneas más populares, “una mirada desde la alcantarilla puede ser una
visión del mundo la rebelión consiste en mirar una rosa / hasta pulverizarse los
ojos”, y un mapa de sus afectos. Le gustaba homenajear a sus amigos y, de paso,
exhibirlos: Aurora Bernárdez y Julio Cortázar o Ester Singer, que sería la
esposa de Italo Calvino. Sus años parisinos no podían ser mejores: había crecido
como poeta, era amiga querida de los más importantes escritores
latinoamericanos. Pero los miedos, la angustia y el sufrimiento psíquico la
atormentaban. En una carta a su psicoanalista León Ostrov escribe: “Aquí me
asalta y me invade muchas veces la evidencia de mi enfermedad, de mi herida. Una
noche fue tan fuerte mi temor a enloquecer, fue tan terrible, que me arrodillé y
recé y pedí que no me exiliaran de este mundo que odio, que no me cegaran a lo
que no quiero ver, que no me lleven adonde siempre quise ir”.
*
Amaba el papel, los cuadernos, los lápices. Cuando Ivonne le envió un cuaderno
desde Boston, escribió en su carta de agradecimiento: “¡Qué cuaderno, mi madre,
me mandó mi amiguita! Viene a ser el Rolls Royce o el Rolex o la Olympia en
materia de cuadernos.
Tan perfecto, simple, como salido de chez Hermés, hermoso y serenamente lujoso”.
Julio Cortázar, en su poema “Alejandra Pizarnik” recuerda su fetiche: “Amabas,
esas cosas nimias aboli bibelot d’inanité sonore las gomas y los sobres una
papelería de juguete el estuche de lápices / los cuadernos rayados”.
No le gustaba tomar sol. No quería tener plantas ni flores en sus departamentos:
“Aquí adentro, viva, solamente yo”, decía. Le gustaba el blues, Lotte Leyna,
Janis Joplin, Bach y Vivaldi. Odiaba los bancos, creía que eran templos del mal
y no sabía hacer trámites. Le tenía miedo a los subterráneos, a los trenes y a
cualquier forma de transporte público. Gastaba fortunas en taxis. Cuando hablaba
mezclaba juegos de palabras, obscenidades, humor judío, humor absurdo. Sus
amigos recuerdan mucho más su humor que su desdicha.
–Yo lamento que haya trascendido con el halo trágico. Suicidarse se suicida
mucha gente: ella era distinta, era una visionaria. Su humor tenía cantidad de
matices y hacía cosas preciosas cuando conversaba –dice Ivonne Bordelois.
Arturo Carrera, uno de los más importantes poetas argentinos contemporáneos, y
su amigo desde 1966, dice:
–Divertía mucho a sus amigos, aunque les hacía cosas terribles. Una vez, por
ejemplo, llamó a las 4 de la madrugada a casa de Enrique Pezzoni –uno de los
editores de Sur y Sudamericana, su gran amigo–, atendió la madre y Alejandra le
dijo: “Su hijo es puto”.
–Era muy difícil caminar con ella por la calle, porque se fascinaba
constantemente. Era como llevar a un niño de la mano, porque para ella en la
calle todo era un orgasmo. ¡Esa sombra! ¡Ese árbol! ¡Esa esquina! Todo
desfalleciendo. No se podía avanzar –dice Fernando Noy.
–Podía ser muy linda y podía ser muy fea, cambiaba muchísimo.
Era muy seductora. Tenía una mirada muy rara, ojos de un color perturbador,
violáceo; andrógina, parecía un niño de catorce años, un poco cabezona y
chiquita de hombros –dice Ivonne Bordelois.
–Alejandra tenía ojos violetas, verdes, a veces rojos, el fuego sagrado de esa
cara, era un hombre hermoso, era Orlando, era un niño, era una mujer bella –dice
Fernando Noy.
–No era bonita. Era fea. Creo que eso era parte de su tragedia. Y que por eso
era tan graciosa. Pero una mujer con esa gracia no tenía por qué deprimirse por
su físico, a menos que se encontrara con idiotas. Y generalmente ocurría eso.
Como mucha gente que tiene un complejo con su físico desarrolló una actitud
mental que le hacía gracia a todo el mundo, para seducir a los demás y ocultar
lo que le pasaba –dice Elvira Orphèe.
–Le quedaban muy bien las faldas pero siempre usaba pantaloncitos. Yo le pedía
que usara falda porque tenía unas piernas preciosas. Tenía un pullover grandote
para el invierno todo manchado de Coca-Cola porque tomaba directamente de la
botella, y se le caía sobre la ropa, era un enfant sauvage –dice Arturo Carrera.
*
En 1964 estaba otra vez en Buenos Aires, a disgusto. Vivía en la casa familiar,
que ahora quedaba en el barrio de Constitución, en la calle Montes de Oca 675.
Años más tarde escribiría en el diario: “No sobrellevo esta ciudad fea... No
quiero morir en este país... No soy argentina, soy judía”. La extrañeza y la
angustia no le impedían ser una estrella en la escena literaria: aparecía en
vernissages con una túnica gris y una rosa roja en la mano; exponía sus dibujos
influenciados por Paul Klee y Odilon Redon. En esos años las oscuridades estaban
demasiado iluminadas por el brillo de su estancia en París.
–Cuando Alejandra volvió tenía una aura. Se sabía que ella había estado con
Octavio Paz y Julio Cortázar. Volvía con mucho prestigio, pero ella no se daba
corte con eso. No había ninguna arrogancia de su parte, nunca sacaba el tema de
París, solamente si le preguntaban. Una vez le pregunté: “¿Cómo es Calvino?”. Y
me dijo, sencillamente, “Muy divertido” –recuerda Edgardo Cozarinsky.
Alejandra volvía a circular por las mismas calles, librerías y bares que la
habían visto nacer como poeta en los años ’50, pero estaban cambiados, eran más
de su gusto.
–Alejandra pertenecía a una subcultura juvenil que a partir de mediados de los
’60 empezó a circular por los alrededores del Instituto Di Tella, la base del
arte contemporáneo de Buenos Aires –dice Cozarinsky–. Fue un renacer. La primera
vez en mi vida que yo vi chicos de pelo largo con maquillaje en los ojos fue en
los años ’60 en esas calles. Había mucha gente rara que frecuentaba la zona: fue
un corte en las costumbres de la ciudad, una irrupción de jóvenes y de
excéntricos.
Un corte que, sin embargo, no se extendía al resto de la ciudad, todavía
conservadora y provinciana.
–Una vez la acompañé al Jockey Club de Florida y Viamonte – dice Cozarinsky–. No
era un lugar demasiado exclusivo. Pero a ella no la dejaron entrar porque
llevaba pantalones. Era 1965, creo. Las excentricidades de Alejandra, que
después se hicieron tan legendarias, a veces eran cosas así, relacionadas con el
contexto de la época, muy represivo y pacato.
En 1966 ganó el Premio Municipal de Poesía por Los trabajos y las noches, su
libro de 1965 editado por Sudamericana. Festejó en un salón privado del
Edelweiss junto a Girondo, Lange, Orozco, Manuel Mujica Láinez. Colaboraba
habitualmente con la revista Sur, a través de la que se relacionó con
intelectuales extranjeros como Evgeni Evtouchenko o el alemán Hans Magnus
Enzenzberger. Por estos años también se empezaron a conocer sus relaciones
amorosas con mujeres.
–Había una chica, Daniela, que después nadie volvió a ver, muy misteriosa, linda
y seca, muy desafiante –recuerda Edgardo Cozarinsky–. Siempre silenciosa,
midiendo a la gente. Pero su pareja más constante y larga fue con Marta Moia,
una fotógrafa y traductora. También estaba Ana Becciú, que ahora es su albacea,
pero no fue pareja de Alejandra, era una amiga. Alejandra no ocultaba su
lesbianismo, pero tampoco lo ponía en primer plano.
Becciú no fue pareja ni una de sus amigas más cercanas –así lo afirman, al
menos, quienes las conocieron– pero estuvo muy presente en sus últimos meses de
vida, incluso oficiando como asistente, de modo que, por persistencia, quedó
encargada de su obra. Pero Marta Moia sí fue su compañera de 1970 a 1971 y la
ayudó a mudarse sola por primera vez al departamento donde iba a morir, en la
calle Montevideo. También le hizo una entrevista célebre, publicada en El deseo
de la palabra (Barcelona), en 1972. Allí, Alejandra le confiesa que escribe
“para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al
Malo... Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura.
Porque todos estamos heridos”.
A pesar del éxito y la intensa vida social en Buenos Aires, su deseo más
ferviente era volver a París, a sus años felices. Pero en 1966 ese sueño se
resquebrajó: el 18 de enero murió su padre de un infarto, en el departamento que
la familia tenía en la ciudad balnearia de Miramar. Desde entonces idealizó a su
padre, que se convirtió en un personaje de sus poemas. (“Ojos azules, ojos
incrustados en la tierra fresca de las fosas vacías del cementerio judío”,
escribió en “Los muertos y la lluvia”, 1970). Pero, en realidad, la relación con
sus padres siempre había sido compleja. Dependía de ellos en extremo, como si
estuviera incapacitada, y se resentía por eso. Escribe en su diario: “Debo
repetir por milésima vez que mis padres se esmeraron en arruinarme. Y lo
lograron. Por ignorancia, por estupidez y por falta de afecto”. Ivonne Bordelois
cree que Alejandra fue injusta con ellos:
–Su madre la cuidaba, evitaba que muriera de hambre o de roña. Ella la trataba
muy mal. Al padre, que después idealizó, yo la vi tratarlo como a un perro, con
gran desprecio. A mi juicio los padres eran gente decente, muy amable,
trabajadora y esforzada, y ella los trababa como sirvientes, como si fuera una
princesa.
Fue un tiempo de hacer nuevos amigos, poetas jóvenes. En 1966 apareció Arturo
Carrera, recién llegado del pueblo de Coronel Pringles, donde había leído Árbol
de Diana. Como Noy, lo primero que hizo fue llamarla por teléfono.
–Le llevé Gitanes y una tortuga de juguete que no le gustó nada. A partir de ahí
fuimos muy amigos y ella fue generosa: me presentaba a sus amigos literarios
como “el poeta adolescente”.
Gracias a él existe un registro muy importante de su voz: en 1972, Carrera
publicó su primer poemario, Escrito con un nictógrafo, y ella quiso presentarlo.
Fue la única vez que Alejandra Pizarnik presentó un libro. Y la única vez que
grabó un poema ajeno.
–Primero lo grabamos en mi casa con un chico que nunca volvimos a ver: a veces
me pregunto si no habrá desaparecido en la dictadura –cuenta Arturo Carrera–. Y
después pasamos la grabación en el Centro de Arte y Comunicación de Buenos
Aires. La voz salía de la oscuridad. Era tan impresionante que ella se asustó de
sí misma y me apretaba el brazo.
Tenebrosa, la voz oscura de Alejandra repite los versos del poema de Carrera,
que tanto recuerdan a los suyos propios: “estos muertos son míos”.
*
A fines de los ’60 y principios de los ’70 el deterioro de Alejandra era claro.
La crisis tan temida explotaba lentamente. Desde la muerte de su padre la
situación económica de la familia había empezado a ser más endeble y ella seguía
sin trabajar y recibiendo ayuda de su madre. En 1968 ganó la beca Guggenheim,
que la alivió. No sólo tenía dinero propio por primera vez, sino que podía
demostrar que era capaz de ganarse la vida con la poesía. Por algún motivo
decidió ir a Estados Unidos a recibirla –algo muy poco habitual: no es necesario
viajar para recibir la beca– pero duró muy poco en Nueva York: la ciudad la
horrorizó. No conocía a nadie, se sentía perdida, no hablaba inglés. Tenía
intenciones de visitar a Ivonne, que estaba estudiando su doctorado en
lingüística en el MIT –Massachusetts Institute of Technology– pero no logró
reunirse con ella porque no pudo soportar y huyó a París. Ivonne, que la estaba
esperando en el campus donde residía, se sintió aliviada. Estaba en temporada de
exámenes, y sabía la dificultad que implicaba la compañía de Alejandra.
–Era como estar con un niño de tres años. Era terriblemente demandante. Cuando
me anunció que no venía fue un alivio. También me sentí mal, culpable, porque yo
la adoraba.
En París, no encontró su ciudad luz. Octavio Paz ya no estaba, Cortázar estaba
ocupado. Fue como si incendiaran su último refugio. Ivonne cree que a partir de
entonces empezó el declive.
–Yo no sé qué diagnóstico se podría haber hecho. Si era bipolar... Para mí era
un genio. Pero sí era una persona con problemas de convivencia y aterrizaje en
la realidad, y eso con el tiempo se fue acentuando. Alejandra sentía que no
encajaba. Hasta con los mejores amigos la relación se resquebrajaba. Todos
estaban más o menos anclados en la tierra, o flotaban por momentos. Ella flotaba
todo el tiempo.
En 1970 estaba otra vez en Buenos Aires, muy atormentada. Dependía intensamente
de su nuevo terapeuta, Enrique Pichon- Rivière, el hombre que había conocido
cuando era adolescente, que la trataba en forma gratuita, no sólo porque no era
una extraña sino porque era amiga de su hijo, Marcelo. Muchos creen que los
métodos heterodoxos de Pichon-Rivière no eran el tratamiento ideal para ella.
–Pichon Rivière experimentó medicaciones con ella –dice Cristina Piña–. En mi
opinión fue un encuentro fatídico. Yo no sé qué diagnóstico se puede hacer de
Alejandra y además no puedo hacerlo, pero se maneja que pudo haber sido maníaca
depresiva o, en los términos de hoy, bipolar. Siempre había consumido
anfetaminas, calmantes y sedantes pero iniciada la década del ’70 su consumo era
muy intenso, y cuando se mudó a vivir sola la heladera solía contener pastillas
como único alimento. Estaba tan delgada que a veces abría la puerta del
departamento completamente desnuda, para que la vieran: por primera vez en toda
su vida le gustaba su cuerpo. Sus amigos se alejaban.
–En sus últimos años ella estaba muy interesada por la obscenidad, me costaba
seguirla –cuenta Cozarinsky–. Siempre llamaba de madrugada, pero llegó un
momento en que se volvió demasiado demandante y podía ser agotadora.
En 1970 tomó una sobredosis de anfetaminas y debió ser trasladada al Hospital
Pirovano, donde le salvaron la vida. Durante la internación escribió un poema
extraordinario llamado “Sala 18-Pirovano”: “Una señora originaria del más oscuro
barrio de un pueblo que no figura en el mapa dice: El doctor me dijo que tengo
problemas. Yo no sé. Yo tengo algo aquí (se toca las tetas) y unas ganas de
llorar que mama mía”. El episodio –el hospital, el intento de suicidio– quedó
registrado en una intensa dedicatoria que escribió para su amigo Julio Cortázar
en una plaquette llamada La pájara en el ojo ajeno, publicada ese mismo año en
la revista cultural española Papeles de Son Armadans. Allí, en una página en
blanco, con letra cansada y en tinta azul, dice: “Julio fui tan abajo. Pero no
hay fondo Julio, creo que no tolero más las perras palabras. La locura, la
muerte. Nadja no escribe. Don Quijote tampoco. Julio, odio a Artaud (mentira)
porque no quisiera entender tan sospechosamente bien sus posibilidades de la
imposibilidad. PS Me excedí, supongo. Y he perdido, viejo amigo de tu vieja
Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, oh Julio) de la locura y de la
muerte.
(Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio
–que fracasó, hélas) PS En el hospital aprendo a convivir con los últimos
desechos. Mi mejor amiga es una sirvienta de 18 años que mató a su hijo. Empecé
a leer Diarios. Te apruebo mucho políticamente. Tu poema de Panorama es grande
porque me hizo bien (lo leí en el hospital)”.
Por entonces, ya vivía en el departamento de Montevideo, por primera vez sin su
familia.
–Cuando murió el padre, le dieron ese departamento con la herencia –dice Ivonne
Bordelois–. Favorecieron a Alejandra por sobre Myriam. Myriam estaba casada y
Alejandra necesitaba contención.
Fernando Noy recuerda a la madre, Rosa:
–Le decíamos Mamushka. Era incomparable, una Mary Pickford trágica. Siempre
estaba desesperada por su hija, cocinaba, le compraba ravioles. Y Alejandra le
decía: “Los quiero quemados”. Rosa quería alimentar a su hija, quería cuidarla,
ella veía el horror.
A veces organizaba reuniones, invitaba a amigos a cenar, pero no cocinaba porque
no sabía cómo. En 1971 publicó La condesa sangrienta, un texto en prosa basado
en el libro del mismo título, publicado en 1962, por la poeta surrealista
francesa Valentine Penrose. El texto, preciso, aterrador y elegante, contaba la
vida y obra de Erzébeth Báthory, una condesa húngara del siglo XVI que asesinó a
más de 600 muchachas en su castillo de los Cárpatos, por sadismo, por satisfacer
su deseo y para usar la sangre de las vírgenes con el objetivo de mantenerse
siempre joven. Erzébeth no es una vampira mítica: fue una cruel asesina real que
se bañó en la sangre de muchachas pobres. Alejandra debió sentir un enorme
atractivo y hasta una peculiar identificación con la macabra condesa: la belleza
convulsiva del personaje, el hecho de que Julio Cortázar también se fascinara
con ella en su novela 62/Modelo para armar (1968), la relación erótica con las
muchachas, el deseo de juventud, la voracidad.
Los relatos que los amigos hacen de estos años son fragmentarios, están llenos
de zonas oscuras y de silencios. Se habla del desenfreno sexual de Alejandra,
que tenía relaciones con el florista de la cuadra, con empleados de comercios
del barrio y con perfectos desconocidos. Fernando Noy cuenta que con frecuencia
quería tener sexo con él, y se sentaba sobre sus rodillas. Cuando Fernando no
podía aplacar su deseo más que con algunas caricias, ella se enojaba. Es
posible, sólo posible, que esta hipersexualidad estuviera estimulada por el
consumo de Artane, nombre comercial del trihexifenidilo, un medicamento que se
usa para el Parkinson y la depresión psicótica, y que en combinación con
anfetaminas –así lo usaba, mezclado con benzedrina o fenacetina– provoca
alucinaciones y un efecto afrodisíaco caracterizado por la desinhibición y la
euforia. Pero quizá su voracidad fuera anterior. Después de todo, La condesa
sangrienta apareció originalmente en 1965, en la revista Diálogos, de México,
así que debió haber escrito el texto en París. Explorar la sexualidad de
Pizarnik es casi imposible sin tener acceso a esa parte de los diarios que no ha
sido publicada, y a una serie de manuscritos en prosa que continúan inéditos.
A muchos amigos, especialmente a quienes la conocían desde la adolescencia,
Alejandra les negaba que tuviera relaciones con mujeres. A Olga Orozco, por
ejemplo, le decía: “Olguita, ¿vos no vas a creer que soy lesbiana, no? Porque no
es cierto”. A Ivonne Bordelois tampoco le hablaba de las mujeres:
–Ella me ocultaba a sus amantes, amigas y novias mujeres, tenía ese pudor. Era
una pavada. Nuestro amigo en común Enrique Pezzoni decía que estaba enamorada de
mí, pero yo jamás me di cuenta: si fue así, nunca me lo dejó saber.
Según se desprende en sus diarios, Alejandra no se consideraba lesbiana: no se
estaba ocultando sino que, sencillamente, no creía que eso definiera su
identidad: “Estoy cansada de este supuesto clima homosexual, que no es auténtico
en mí. No sólo no soy lesbiana ni lo puedo ser (...) Cuando desperté imaginé mil
llamadas telefónicas a M. Imaginé mil cartas, imaginé que me moría y la mandaba
llamar en mi agonía. Y no comprendo por qué tiene que ser así. Pero pasa que me
asusta la palabra “homosexual”. Prejuicios viejos en mi vida joven”. (Entradas
del diario íntimo, 18 de diciembre y 25 de diciembre de 1960. Alejandra Pizarnik
Papers, Archivo 1, carpeta Biblioteca de la Universidad de Princeton, citadas en
“El cuerpo de la letra”, Patricia Venti, 2011)
Hay otra identificación, la de la eterna juventud, que se relaciona con su deseo
de ser una niña eterna. Deseo o necesidad o imposibilidad de crecer. Muchos
creen que ese estar detenida, ese negarse a ingresar al mundo adulto, precipitó
su muerte. ¿Cómo puede sostenerse más allá de los treinta años esa desatención
absoluta de los ritos sociales y del mundo del trabajo sin un mecenas, o una
familia millonaria, o una pareja dispuesta a proveer? Para mantenerse pura y
niña, Alejandra debía morir, real o metafóricamente, porque era imposible
mantener esa infancia prolongada.
Pero, a pesar de la crisis, en su departamento de la calle Montevideo su trabajo
continuaba. Tenía un pizarrón en el que escribía versos, una colección de
muñecas rusas, un teléfono verde, lápices de colores, carpetas, varias
bibliotecas. Sobre la mesa de trabajo, las dos máquinas de escribir: una con
tipos normales, la otra con tipos en cursiva. En la biblioteca, los libros
favoritos forrados de distintos colores y cubiertos con celofán.
En 1971 recibió la beca Fullbright, pero como consistía en una invitación al
International Writers Program de Iowa, Estados Unidos, no pudo usufructuarla,
porque su inestabilidad emocional le impedía viajar.
En los últimos años, su proverbial humor se volvió más y más negro. Impregnaba
sus textos. En uno de ellos, La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa
(1971), que fue publicado después de su muerte e incluido en Textos de sombra y
últimos poemas (1982) “algo huele a podrido en las palabras”, define la
escritora y crítica María Negroni. El lenguaje escapa a la perfección formal, se
desfigura, se enloquece. Estos textos suelen llamarse “obscenos” o
“humorísticos” y para muchos revelan un costado muy verdadero y tangible de
Pizarnik, el de la mujer audaz, algo salvaje, sexuada, divertida que era. Ivonne
Bordelois no es una apasionada de esa parte de la obra, pero por motivos lejanos
a lo literario.
–Siempre me pareció una especie de síntoma de deterioro. Me parecían más gritos
de angustia que chistes. Yo nunca se los pude festejar. Son graciosos pero hay
algo oscuro, algo que raspa.
En el capítulo de La bucanera… llamado “Una musiquita muy cacoquímica”, dedicado
a su novia Martha Moia, escribe: “Aunque turbada, la enturbanada se masturbó.
Torva caterva de mastinas pajeras, grutas agrietadas, culos pajareros, ¿sabréis
piafar como un pifano?”. En estos textos, cree Cristina Piña, está la clave de
su derrumbe psíquico:
–Ella apostó todo al lenguaje. Y cuando el lenguaje se fue a la mierda, o ella
lo hizo irse a la mierda, se destruyó lo que había armado, lo que la contenía.
Esa experimentación con el lenguaje de los textos obscenos le hacía mal. Por
algo no publicó ninguno. Alejandra se tomaba la poesía en serio: escribía “hacer
con mi cuerpo el cuerpo del poema”, y era la verdad. Y cuando empieza ese
estallido de voces, ese infierno musical... Es como cuando un chico se enoja y
rompe un juguete. Queda devastado, después se quiere morir, porque no lo puede
arreglar. Alejandra rompió la casa de muñecas donde podía vivir y quedó a la
intemperie. En esa casa había un espacio, una patria. La devastación que supone
La bucanera de Pernambuco es terrible. Un viento violento arrasó con todo.
El último tiempo estuvo marcado, además, por una gran pasión: la que vivió con
Silvina Ocampo. Alejandra había conocido a la narradora y poeta en 1967, a
través de su participación en la revista Sur, que dirigía Victoria, hermana de
Silvina. Tenían muchos gustos e intereses en común: la infancia, los juegos de
palabras, el misterio, el erotismo. Silvina era la esposa de Adolfo Bioy Casares
e íntima amiga de Jorge Luis Borges. Alejandra le enviaba cartas acompañadas de
litografías de Odilon Redon, dibujos de niñas en la nieve, niñas llevando flores
y cometas, cartas escritas con tinta verde y turquesa. Hay mucho de juego en
ellas, y de un amor dedicado, cuidadoso. Escribe Cristina Piña: “Si bien se
veían y se visitaban, la relación utilizaba la mediación del teléfono como
factor de escamoteo y fetiche central. En esas conversaciones se leían
mutuamente textos, se reían de sí mismas y de los demás, jugaban a ser crueles
entre sí. A veces, en el período de mayor frecuentación, una de ellas se
limitaba a respirar del otro lado del auricular”. Fernando Noy recuerda una
visita a Silvina; fue la única vez que Alejandra lo llevó a casa de los Bioy:
–Me dijo: “Quiero que me acompañes a la casa de Silvina y Adolfito. Él enseguida
te va a leer su libro de citas”. Quería que lo distrajera para que ella pudiera
hablar con Silvina. Yo me quedé con Bioy charlando, y Alejandra se fue con
Silvina. Una hora después salieron. La Ocampo bajó la escalera en chancletas.
Nunca más la vi. Era inabordable. Alejandra quedaba tan triste después de los
encuentros, porque se le escapaba el amor.
¿La relación llegó a ser sexual? Nadie parece poder afirmarlo. Era una relación
sin dudas erótica. Alejandra envió su última carta a Silvina ocho meses antes de
suicidarse, el 31 de enero de 1972. Es una carta de furiosa despedida: “...
Silvine, mi vida (en el sentido literal) le escribí a Adolfito para que nuestra
amistad no se duerma. Me atreví a rogarle que te bese (poco: 5 o 6 veces) de mi
parte y creo que se dio cuenta de que te amo SIN FONDO... Te dejo: me muero de
fiebre y tengo frío. Quisiera que estuvieras desnuda, a mi lado, leyendo tus
poemas en voz viva. Sylvette mon amour, pronto te escribiré. Sylv, yo sé lo que
es esta carta. Pero te tengo confianza mística. Además la muerte tan cercana a
mí (tan lozana!) me oprime (…) Sylvette, no es una calentura, es un
re-conocimiento infinito de que sos maravillosa, genial y adorable. Haceme un
lugarcito en vos, no te molestaré. Pero te quiero, oh no imaginás cómo me
estremezco al recordar tus manos... Silvina curame, ayudame, no es posible ser
tamaña supliciada. Silvina, curame, no hagas que tenga que morir ya”.
(Correspondencia Pizarnik, Ivonne Bordelois, Seix Barral, 1998). No es extraño
que amigos como Fernando Noy estén convencidos de que Alejandra murió por amor.
–Ella lo escribió: “La que no supo morirse de amor y por eso nada aprendió”. Fue
la imposibilidad de concretar esa relación fantástica, maldecida por todos los
biógrafos de su época. Para los que fuimos testigos, la supresión de ese amor es
un asesinato de Alejandra. Demonizan su sexualidad. Todo poeta es hermafrodita.
Hay una conjura en contra de la verdad. Ella se mató por amor, no porque estaba
cansada, aburrida y loca.
Fue internada nuevamente en el pabellón psiquiátrico del Hospital Pirovano en
1972, tras una crisis depresiva intensa. Pocos la visitaron. Ivonne estaba en
Estados Unidos. Se cuenta que Adolfo Bioy Casares fue una vez, a leerle y
decirle que Silvina Ocampo no iba a poder ir. Su madre y su hermana iban
seguido: después de años de conflictos, la relación familiar acabó siendo
amorosa. Fernando Noy fue varias veces.
–Estaba más tranquila, menos desgarrada. Dibujaba. Eran internaciones
ambulatorias, salía los fines de semana y yo me quedaba con ella en su casa. Los
domingos tenía que volver antes de las 8. Y siempre volvíamos volando en taxis,
tratando de llegar a tiempo. Las enfermeras la dejaban entrar con mucho amor
cuando llegaba tarde, porque ya la querían, ella seducía a todo el mundo.
Al salir del hospital, el 24 de septiembre de 1972, recibió en su casa la visita
de su elegante amiga Elvira Orphée. Para no “ofenderla”, ordenó y limpió su
departamento.
–Pasamos una tarde muy divertida, haciendo cadáveres exquisitos. No comimos en
su casa porque no la íbamos a poner a Alejandra a cocinar, y por lo visto nadie
tenía plata para ir a comer a un restaurant. Yo tampoco sé cocinar. No recuerdo
bien quién nos acompañaba, creo que era Ana Becciú. Me fui temprano, porque no
soy de acostarme tarde. Fue una cosa completamente normal: Alejandra hacía los
chistes que le festejábamos, todo muy pacífico, muy tranquilo. Jamás se me
hubiera ocurrido que ella tomaría una decisión tan trágica, que albergaba una
desdicha semejante.
En la madrugada del 25 de septiembre, Alejandra fue a buscar a Fernando Noy pero
la portera del edificio le dijo que él se había ido de vacaciones. Entonces
regresó a su casa y, en algún momento, tomó cincuenta pastillas de Seconal. Por
la mañana la llamaron por teléfono varias amigas –Olga Orozco, entre otras–
pero, aunque no fueron atendidas, ninguna sospechó nada. Finalmente una de
ellas, que tenía llaves, entró al departamento de la calle Montevideo a buscar
unos libros. Hay quienes afirman que esa persona fue Anna Becciú, la futura
albacea, pero otros tienen dudas. Sea como fuere, la encontró agonizando. En su
pizarrón de trabajo, donde solía escribir las palabras como si fuera una tela de
pintor, se leía: “no quiero ir nada más que hasta el fondo”. Alejandra Pizarnik
murió camino al hospital y su cuerpo fue velado el 26 de septiembre en la
Sociedad Argentina de Escritores, recién inaugurada.
Durante los días que siguieron, sus amigas Olga Orozco, Ana Becciú y Elvira
Orphée se encerraron en el departamento para preservar y ordenar sus papeles. A
pesar de la fiel custodia, alguien se llevó una caja de fotos y otras personas
tomaron objetos y libros. Los diarios y las obras inéditas tuvieron un recorrido
accidentado: Aurora Bernárdez, la esposa de Cortázar, los tuvo durante un tiempo
en París, con la excepción de un cuaderno que Marta Moia decidió conservar. Por
pedido de Miryam Pizarnik, hermana de Alejandra, Ana Becciú se convirtió en la
albacea literaria y los papeles y diarios se depositaron, finalmente, en
Princeton.
Y, aunque ya estaba muerta, Fernando Noy vio a su amiga todavía una vez más, en
París.
–Yo estaba muy deprimido porque había perdido un amor. Decidí morir por él. Fui
al Bois de Boulogne y colgué una soga de una rama, a modo de horca. Pero me
quedé dormido y en el sueño llegó la Pizarnik con su gamulán verde. Me dijo:
“Fernando, no te suicides. Estos son los pasadizos secretos de la desesperación,
aún peores que los de la vida. Si te matás, vas a sufrir diez veces más. Y yo te
imploro que no”. Le vi bigote y barba, la vi masculina. Me desperté y ya estaban
el patrullero y la ambulancia. Estuve nueve meses internado, pero ella me salvó
la vida. Alejandra era una capitana de vuelo, una exigente astronauta del alma,
y muy dulce. Era bravísima y dulce.
Alejandra Pizarnik está enterrada en el cementerio judío de La Tablada, al oeste
de Buenos Aires. Cada dos o tres meses su foto desaparece de la tumba y hay que
reemplazarla. Alguien se la lleva, pero los guardias del cementerio, uno de los
más custodiados de la Argentina, jamás han podido atrapar, o ver, a ese ladrón
furtivo.
(Leila Guerriero [selección y edición] Los Malditos, Ed. Universidad Diego
Portales, México, 2011)
Entrevista de Martha Isabel Moia, publicada en El deseo de la palabra, Ocnos,
Barcelona, 1972.
* Todos los asteriscos que aparecen hasta el final del texto hacen referencia a
poemas de Alejandra Pizarnik.
Ilustración: El Tomi
Müller
M.I.M. - Hay, en tus
poemas, términos que considero emblemáticos y que contribuyen a conformar tus
poemas como dominios solitarios e ilícitos como las pasiones de la infancia,
como el poema, como el amor, como la muerte. ¿Coincidís conmigo en que términos
como jardín, bosque, palabra, silencio, errancia, viento, desgarradura y noche,
son, a la vez, signos y emblemas?
A.P. - Creo que en mis poemas hay palabras que reitero sin cesar, sin tregua,
sin piedad: las de la infancia, las de los miedos, las de la muerte, las de la
noche de los cuerpos. 0, más exactamente, los términos que designas en tu
pregunta serían signos y emblemas.
M.I.M. - Empecemos por entrar, pues, en los espacios más gratos: el jardín y el
bosque.
A.P. - Una de las frases que más me obsesiona la dice la pequeña Alice en el
país de las maravillas: - «Sólo vine a ver el jardín». Para Alice y para mí, el
jardín sería el lugar de la cita o, dicho con las palabras de Mircea Eliade, el
centro del mundo. Lo cual me sugiere esta frase: El jardín es verde en el
cerebro. Frase mía que me conduce a otra siguiente de Georges Bachelard, que
espero recordar fielmente: El jardín del recuerdo- sueño, perdido en un más allá
del pasado verdadero.
M.I.M. - En cuanto a tu bosque, se aparece como sinónimo de silencio. Mas yo
siento otros significados. Por ejemplo, tu bosque podría ser una alusión a lo
prohibido, a lo oculto.
A.P. - ¿Por qué no? Pero también sugeriría la infancia, el cuerpo, la noche.
M.I.M. - ¿Entraste alguna vez en el jardín?
A.P. - Proust, al analizar los deseos, dice que los deseos no quieren analizarse
sino satisfacerse, esto es: no quiero hablar del jardín, quiero verlo. Claro es
que lo que digo no deja de ser pueril, pues en esta vida nunca hacemos lo que
queremos. Lo cual es un motivo más para querer ver el jardín, aun si es
imposible, sobre todo si es imposible.
M.I.M. - Mientras contestabas a mi pregunta, tu voz en mi memoria me dijo desde
un poema tuyo: mi oficio es conjurar y exorcizar.*
A.P. - Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo
que me hiere no sea; para alejar al Malo (cf. Kafka). Se ha dicho que el poeta
es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar,
conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental,
la desgarradura. Porque todos estamos heridos.
M.I.M. - Entre las variadas metáforas con las que configuras esta herida
fundamental recuerdo, por la impresión que me causó, la que en un poema temprano
te hace preguntar por la bestia caída de pasmo que se arrastra por mi sangre.* Y
creo, casi con certeza, que el viento es uno de los principales autores de la
herida, ya que a veces se aparece en tus escritos como el gran lastimador.*
A.P. - Tengo amor por el viento aun si, precisamente, mi imaginación suele darle
formas y colores feroces. Embestida por el viento, voy por el bosque, me alejo
en busca del jardín.
M.I.M. - ¿En la noche?
A.P. - Poco sé de la noche pero a ella me uno. Lo dije en un poema: Toda la
noche hago la noche. Toda la noche escribo. Palabra por palabra yo escribo la
noche.*
M.I.M. - En un poema de adolescencia también te unís al silencio.
A.P. - El silencio: única tentación y la más alta promesa. Pero siento que el
inagotable murmullo nunca cesa de manar (Que bien sé yo do mana la fuente del
lenguaje errante). Por eso me atrevo a decir que no sé si el silencio existe.
M.I.M.
- En una suerte de contrapunto con tu yo que se une a la noche y aquel que se
une al silencio, veo a «la extranjera»; «la silenciosa en el desierto»; «la
pequeña viajera»; «mi emigrante de sí»; la que «quería entrar en el teclado para
entrar adentro de la música para tener una patria». Son estas, tus otras voces,
las que hablan de tu vocación de errancia, la para mí tu verdadera vocación,
dicho a tu manera.
A.P. - Pienso en una frase de Trakl: Es el hombre un extraño en la tierra. Creo
que, de todos, el poeta es el más extranjero. Creo que la única morada posible
para el poeta es la palabra.
M.I.M. - Hay un miedo tuyo que pone en peligro esa morada: el no saber nombrar
lo que no existe.* Es entonces cuando te ocultás del lenguaje.
A.P. - Con una ambigüedad que quiero aclarar: me oculto del lenguaje dentro del
lenguaje. Cuando algo - incluso la nada tiene un nombre, parece menos hostil.
Sin embargo, existe en mí una sospecha de que lo esencial es indecible.
M.I.M. - ¿Es por esto que buscas figuras que se aparecen vivientes por obra de
un lenguaje activo que las aluden?*
A.P. - Siento que los signos, las palabras, insinúan, hacen alusión. Este modo
complejo de sentir el lenguaje me induce a creer que el lenguaje no puede
expresar la realidad; que solamente podemos hablar de lo obvio. De allí mis
deseos de hacer poemas terriblemente exactos a pesar de mi surrealismo innato y
de trabajar con elementos de las sombras interiores. Es esto lo que ha
caracterizado a mis poemas.
M.I.M. - Sin embargo, ahora ya no buscas esa exactitud.
A.P. - Es cierto; busco que el poema se escriba como quiera escribirse. Pero
prefiero no hablar del ahora porque aún está poco escrito.
M.I.M. - ¡A pesar de lo mucho que escribís!
A.P. - ...
M.I.M. - El no saber nombrar* se relaciona con la preocupación por encontrar
alguna frase enteramente tuya.* Tu libro Los trabajos y las noches es una
respuesta significativa, ya que en él son tus voces las que hablan.
A.P. - Trabajé arduamente en esos poemas y debo decir que al configurarlos me
configuré yo, y cambié. Tenía dentro de mí un ideal de poema y logré realizarlo.
Sé que no me parezco a nadie (esto es una fatalidad). Ese libro me dio la
felicidad de encontrar la libertad en la escritura. Fui libre, fui dueña de
hacerme una forma como yo quería.
M.I.M. - Con estos miedos coexiste el de las palabras que regresan.* ¿Cuáles
son?
A.P. - Es la memoria. Me sucede asistir al cortejo de las palabras que se
precipitan, y me siento espectadora inerte e inerme.
M.I.M. - Vislumbro que el espejo, la otra orilla, la zona prohibida y su olvido,
disponen en tu obra el miedo de ser dos,* que escapa a los límites del
döppelganger para incluir a todas las que fuiste.
A.P. - Decís bien, es el miedo a todas las que en mí contienden. Hay un poema de
Michaux que dice: Je suis; je parle á qui je fus et qui- je- fus me parlent. (
... ) On n'est pas seul dans sa peau.
M.I.M. - ¿Se manifiesta en algún momento especial?
A.P. - Cuando «la hija de mi voz» me traiciona.
M.I.M. - Según un poema tuyo, tu amor más hermoso fue el amor por los espejos.
¿A quién ves en ellos?
A.P. - A la otra que soy. (En verdad, tengo cierto miedo de los espejos.) En
algunas ocasiones nos reunimos. Casi siempre sucede cuando escribo.
M.I.M. - Una noche en el circo recobraste un lenguaje perdido en el momento que
los jinetes con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles
negros.* ¿Qué es ese algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de
los cascos contra las arenas?*
A.P. - Es el lenguaje no encontrado y que me gustaría encontrar.
M.I.M. - ¿Acaso lo encontraste en la pintura?
A.P. - Me gusta pintar porque en la pintura encuentro la oportunidad de aludir
en silencio a las imágenes de las sombras interiores. Además, me atrae la falta
de mitomanía del lenguaje de la pintura. Trabajar con las palabras o, más
específicamente, buscar mis palabras, implica una tensión que no existe al
pintar.
M.I.M. - ¿Cuál es la razón de tu preferencia por «la gitana dormida» de
Rousseau?
A.P. - Es el equivalente del lenguaje de los caballos en el circo. Yo quisiera
llegar a escribir algo semejante a «la gitana» del Aduanero porque hay silencio
y, a la vez, alusión a cosas graves y luminosas. También me conmueve
singularmente la obra de Bosch, Klee, Ernst.
M.I.M. - Por último, te pregunto si alguna vez te formulaste la pregunta que se
plantea Octavio Paz en el prólogo de El arco y la lira: ¿no sería mejor
transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida?
A.P. - Respondo desde uno de mis últimos poemas: Ojalá pudiera vivir solamente
en éxtasis haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con
mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada
letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir*.
* Texto extraído de "Prosa Completa", Alejandra Pizarnik, págs. 311/315, ed.
Lumen, Buenos Aires, Argentina, 2003 | Selección S.R | Ilustración El Tomi.
El título fue tomado de una frase textual de Alejandra Pizarnik. Nueve libros
-ocho de poemas y un ensayo- bastaban para considerarla una de las cumbres de la
poesía argentina contemporánea. Gozó de la amistad de Octavio Paz y Julio
Cortazar. Colaboraba con las revistas literarias más importantes del mundo. El
25 de setiembre de 1972 murió, por propia decisión, en su departamento de la
calle Montevideo. He aquí una reconstrucción de algunos de los momentos clave de
su vida. Una historia trágica, emocionante; el testimonio de una vida signada
por la muerte.
Por Emilio Giménez Zapiola [*]
Hablar, quizá, del hecho irreversible de que yo nunca te conocí. Personalmente,
quiero decir. Conocía, si, algunos poemas tuyos, y eso bastaba. Eso creía yo, al
menos. Porque después de tres días alucinantes, vividos con rara lucidez entre
poemas, fotos, cartas y recuerdos tuyos, caigo en cuenta de que no bastaba, no
bastará jamás. Como tampoco bastará jamás para los que si te conocieron, para
esos pocos privilegiados que supieron de tu risa y tu silencio y tu sombra
pequeña y honda. No bastará jamás, Alejandra. Tu muerte: un signo enigmático que
te limita, te encierra, te cierra para siempre. Aunque quedan tus poemas. Allí
estás y no es difícil entonces olvidar -por unos instantes- tus dedos abriendo
el frasquito de seconai sódico, tu mano recibiendo los comprimidos, una cantidad
ya elegida de antemano, como sabiendo lo necesario, lo que a vos, Alejandra, te
hacía falta para morir.
'y el tiempo estranguló mi estrella' decías en 1956, quizá antes, porque en la
dedicatoria de "La tierra más ajena", ofrecés "...estos antiguos poemas en
estado salvaje..." El tiempo estranguló tu estrella, Flora Alejandra Pizarnik
-así firmabas en esa época-. ¿Cuándo, Sacha?
No seguramente el 29 de abril de 1936, día en que naciste bajo el signo de
Tauro. No entonces, supongo. Aunque tal vez ese primer contacto con el mundo,
ese primer estar a la intemperie, te haya marcado para siempre. Nunca se podrá
saber.
¿Cuándo?
Imagino tus primeros años: rodeada de muñecas -siempre te gustaron- inventabas
juegos en tu cuarto luminoso de Avellaneda. Sola. Tus padres miraban con asombro
y orgullo tu precocidad. Pero jugabas sola. Eras -me dicen- una niñita
imaginativa y algo formal que brillaba en la escuela primaria. Amabas a tus
padres, a tu padre especialmente. Y eras, conjeturo, una niñita feliz. "Quién
tuviera cinco años...", dijiste más de una vez a tus amigos. Y tu voz se mojaba
de nostalgia. La misma voz mojada de nostalgia de tus poemas que gustaba hablar
de...una canción de una ternura sin precedentes, una canción que no diga de la
vida ni de la muerte sino de gestos levísimos...", una canción que sea menos que
una canción, una canción como un dibujo que representa una pequeña casa debajo
de un sol al que le faltan algunos rayos; allí ha de poder vivir la muñequita de
papel verde, celeste y rojo; allí se ha de poder erguir y tal vez andar en su
casita dibujada sobre una página en blanco". Y recordabas esos años de sol y la
música que sabía darte tu padre y la que hacías vos en un piano que después no
volviste a tocar. Esos años: "Y la sed, mi memoria es de la sed, yo abajo, en el
fondo, en el pozo, yo bebía, recuerdo".
Vos bebías y no había sed y eras feliz. Por eso: "Quién tuviera cinco años..."
El tiempo estranguló tu estrella, sí. Pero no cuando eras niña, Sacha.
mi cuerpo vibraba y respiraba
según un canto ahora olvidado
yo no era aún la fugitiva de la música
yo sabía el lugar del tiempo
y el tiempo del lugar
dijiste. Ya eras adolescente y deslumbrabas. Bella e inteligente pasaste por el
secundario -tal vez medalla de oro- e ingresaste a Filosofía, tu primer interés.
Te pasaste a Letras y no llegaste a terminar la carrera. Qué importaba, después
de todo. Por entonces, tu primer libro, "La tierra más ajena". Y tus estudios de
pintura con Batlle Planas. "El me enseñó el espacio en el que tengo que
escribir", reconociste luego. Por esos años te cruzaste con Olga Orozco y fueron
amigas "para siempre". Un testimonio curioso y del que te enorgullecías no sin
ternura: esa foto que atestigua una noche en Reviens. "¿Vieron que fui?
¿Vieron?", decías. Y estabas hermosa esa noche. Sacha. Adolescente y hermosa y
algo en tus ojos hablaba de una sed insaciada e insaciable. Aunque esa noche te
olvidaras y tomaras whisky y bailaras como cualquier alegre hija de vecino.
mi vida,
mi sola y aterida sangre
percute en el mundo
pero quiero saberme viva
pero no quiere hablar
de la muerte
ni de sus extrañas manos
En algún páramo de silencio entre tu niñez y tu adolescencia, el tiempo
estranguló tu estrella y te puso de cara a la muerte. Apenas tenías veinte años
y tu rostro estaba vuelto a la muerte. Y a la vida. A la vida y a la muerte.
Alejandra Pizarnik, veinte años, descendiente de inmigrantes rusos, dos libros
publicados, hermosa y lúcida: ya habías entrevisto los días que vendrían. Y tus
ojos, tus poemas que eran como tus ojos, nunca volvieron a ser totalmente niños.
Para entonces, eras la muchacha prodigio del ambiente literario porteño. Y te
fuiste a París.
la pequeña viajera
moría explicando su muerte
sabios animales nostálgicos
visitaban su cuerpo caliente
dijiste entonces, aunque viva y desprendida de tu país. Entre los sabios
animales nostálgicos, André Pieyre de Mandiargues. Octavio Paz, Julio Cortázar,
compartieron el gozo de tu amistad. Octavio Paz dijo de tu "Árbol de Diana"
-cuarto libro aparecido bajo tu nombre- que era una "cristalización verbal por
amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de realidad
sometida a las más altas temperaturas", y admiró tu talento. El, Octavio Paz,
quizá el más grande poeta de la época. A Julio Cortázar le copiaste "Rayuela",
su obra maestra, durante un tiempo en que anduviste escasa de fondos. André
Pieyre de Mandiargues amó tus poemas: "...querría que hicieras muchos y que tus
poemas difundieran por todas partes el amor y el terror". Una vez lo llamaste
por teléfono para verlo y él te dijo que no, que ese día mejor no porque estaba
como "debajo de una piedra". Vos adoptaste la expresión y solías decir que así
estaba tu rostro a veces: "como debajo de una piedra". En París trabajaste en
Juillard y te pasabas las horas mirando dibujos de Paul Kee y escribiendo, una
manera de conjurar la muerte. La muerte: se dice que en París te enamoraste y
que tu amor murió en un accidente de aviación. Volviste a Buenos Aires. De esa
época (1966) es el último poema tuyo publicado, uno que apareció en "La Nación"
hace alrededor de un mes. In memoriam L.C., dice el epígrafe.
Sentada en el fondo de un lago.
Ha perdido la sombra,
no los deseos de ser, de perder.
Está sola con sus imágenes.
Vestida de rojo, no mira.
¿Quién ha llegado a este lugar
al que siempre nadie llega?
El señor de las muertas de rojo.
El enmascarado por su cara sin rostro.
El que llegó en su busca la lleva sin él.
Vestida de negro, ella mira.
La que no supo morirse de amor
y por eso nada aprendió.
Ella está triste porque no está.
¿Homenaje póstumo? No sé. Reencontrarte con tu ciudad no pareció significar
mucho para vos. Buenos Aires te gustaba en tanto te hacía recordar a París,
dicen los que te conocieron. Tu ciudad, a pesar de tu presunto desamor, te
premió. Ganaste el Primer Premio Municipal de Poesía correspondiente al año 1966
con "Los trabajos y las noches". Eran cien mil pesos que no te deben habar
venido mal. Es ya legendaria tu falta de sentido práctico con el dinero. Y cien
mil pesos son cien mil pasos, sobre todo en 1966. Mientras tanto, los poemas.
Escribir era para vos trabajar. Y trabajabas sin parar. A máquina, con tu
lapicera Montblanc -a la que llamabas el Rolls Royce de las lapiceras-, con
marcadores, con lápices, con tiza. Tenías un pizarrón y solías escribir tus
poemas allí. Los dejabas descansar y después acometías con correcciones. Eras
implacable: un poema de cuatro o cinco líneas se veía sometido a diez, doce
variantes, hasta dar con una definitiva. Escribías hasta pasadas las cinco de la
mañana y te ibas a desayunar. A veces, si te apremiaba la necesidad de
reinventar el mundo, seguías sin parar hasta el día siguiente a la misma hora.
Si te iban a visitar, pedías que volvieran otro día o que se quedaran, pero a
trabajar. Y vos seguías en lo tuyo. Se podía caer el mundo que vos seguirías en
lo tuyo. "No hay un solo día en que no se pueda trabajar", decías. Tu madre te
llamaba para despertarte. Inútil: ya estabas despierta y, casi siempre, con el
teléfono descolgado. Ya estabas despierta. Siempre estabas despierta. Siempre
tus ojos abiertos y alertas y en vigilia. Esperando el poema. Esperando.
Vigilas desde este cuarto
donde la sombra temible es la tuya.
No hay silencio aquí
sino frases que evitas oír.
Signos en los muros
narran la bella lejanía.
(Haz que no muera
sin volver a verte.)
La muerte, tu amiga atroz y absoluta, seguía a tu lado, dentro de vos, en tus
torturados ojos alucinados. La muerte como una tentación, como una mano familiar
que te recuperara la inocencia. Ese año -1966- murió tu padre. Un golpe atroz.
Siempre la muerte.
"Y es siempre el jardín de lilas del otro lado del río. Si el alma pregunta si
queda lejos se le responderá: del otro lado de río, no éste sino aquél."
Traducciones, ensayos, poemas: filos para perpetuar la lucidez e impedir el
sueño. Trabajar era para vos estar despierta, viva, en fin. Después del trabajo,
algún respiro. "Si trabajo todo el día, salimos a comer", te premiabas. Y
entonces, el delirio. Tu sentido del humor hacía reír hasta a los adoquines. Un
humor verbal, en el que refulgía tu riqueza de lenguaje, tu precisión casi
sobrehumana para decir lo que querías. "Este tipo tiene cara de talón",
definías. Y era verdad. El humor siempre es verdad, ¿no, Sacha? El humor: uno de
los bordes de !a realidad. De la verdadera realidad.
"Alguna vez, tal vez, encontraremos refugio en la realidad verdadera."
Que eso era la muerte para vos. Entretanto, algunas anécdotas, tu vida
cotidiana, tus cosas de todos los días. Las muñecas, que te devolvían a tu
infancia. Los recortes, que pegabas con plasticola en libros que tenían las
hojas en blanco. El té verde, por el que eras capaz de recorrer Buenos Aires sí
se te acababa. Los taxis: caminabas poco y te gustaba manejarte en taxi;
gastabas fortunas. Los cigarrillos rubios, que fumabas sin parar. Tu
departamento, regalo de tus padres, de la calle Montevideo 980. Ordenado según
tu criterio aparecía, a primera vista, como un caos ejemplar. Después se
entendía. Todo estaba perfectamente ordenado según tus necesidades. Todo estaba
al alcance de tu mano.
Y las fotos de Greta Garbo, que adorabas y habías recortado de un libro que le
"robaste" a Víctor Richini. Parece que Víctor amagó enojarse pero sucumbió ante
tu "No me digas que esta pared no quedó hermosa con las fotos pegadas". Y así
era.
Y tu pasión por las papelerías. Salir con vos era terminar en una papelería. Una
vez adentro, comprabas de todo: sacapuntas, cartucheras, cuadernos.
Y tu amor por la música barroca. Y tu pudor para hablar de vos, de tu necesidad
de muerte. "Vos sabes que eso es muy grave. Mejor no hablar."
Por eso, tus amigos dicen que eras una fiesta, que aparecías en el momento menos
pensado, vestida con un pantalón y un pulóver de cualquier color y todo se
transformaba. Te encantaban los chicos -te hubiera encantado tener uno-. Jugabas
con ellos, les hablabas en su mismo lenguaje. Y ellos te adoraban.
Por último -nuevamente- tu trabajo. En los últimos años publicaste "Extracción
de la piedra de la locura"; "Nombres y figuras"; "La Condesa sangrienta" (un
ensayo sobre la terrible condesa Bathory, asesina de 650 muchachas entre los
siglos XVI y XVII) y "El infierno musical", tu último libro de poemas. Ganaste
la beca Guggenheim y la Fuilbright. Colaborabas en las revistas más importantes
de América y Europa. La muerte, mientras tanto, crecía en vos.
'Las palabras hubieran podido salvarme, pero estoy demasiada viviente. No, no
quiero cantar muerte. Mi muerte... el lobo gris... la matadora que viene de la
lejanía... ¿No hay un alma viva en esta ciudad? Porque ustedes están muertos. ¿Y
qué espera puede convertirse en esperanza si están todos muertos? ¿Y cuándo
vendrá lo que esperamos? ¿Cuándo dejaremos de huir? ¿Cuándo ocurrirá todo esto?
¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuánto? ¿Por qué? ¿Para quién?'
Tus muchos años de psicoanálisis -los últimos con Pichón Riviere- colaboraron
para que el conocimiento que tenías de vos misma rozara la perfección. Pero la
soledad, el silencio, la muerte no te abandonaban. Los que te rodeaban trataron
de impedirlo: inútil. Sin embargo, seguías siendo la misma de siempre, la misma
fiesta, la misma magia derramándose por donde anduvieras.
Y hoy quería conocerte, sospechando que el día menos pensado podía ser demasiado
tarde. Y proponía en los sumarios "ALEJANDRA PIZARNIK. Es la mejor poetisa
argentina. Hay que hacerle una nota..." Semana tras semana. Cuando apareció tu
último poema -el de "La Nación".- anuncié -lamentable profecía-: "Esta mujer se
va a matar". Ahora te escribo esta especie de carta-reportaje póstumo en el que
te digo me hubiera gustado conocerte, me hubiera gustado poder decirte lo mucho
que amo tus poemas, hubiera preferido -¡qué soberbia!- que no murieras. Pero es
tarde. Ahora es tarde. Algún día dirán los libros que fuiste una de las más
grandes poetisas del siglo. De qué sirve ahora, que estás muerta desde las cinco
de la tarde del 25 de septiembre de 1972, muerta porque el mundo era pequeño
para albergar tu cuerpo sediento de luz y lúcido silencio, pequeño para tus
claros ojos hambrientos de absoluto. Lo único que me queda es recordar,
esperando que hayas arribado a esa orilla inacabable con la que tanto soñaste en
tremenda vigilia, esta ínfima y hermosa plegaria tuya:
"...Nadie puede salvarme, pues soy invisible aún para mi que me llamo con tu
voz. ¿En dónde estoy? Estoy en un jardín.
Hay un jardín".
Para todos aquéllos que cotidianamente se encuentran con la vida de otras
personas en sus quehaceres profesionales de toda índole les están dedicadas
estas palabras, estas frases, estos trozos de piel y carne, estos dolores que
son simplemente los del existir y que a menudo se olvidan o no se tienen en
cuenta por la premura del "furor sanandi". Para todos aquéllos, entre los que me
incluyo, estas palabras que siguen serán un recordatorio de nuestros escasos
recursos y del debido respeto que debemos para con la existencia de nuestros
semejantes. Un respeto que no se funda en un hueco legal sino que lo hace en lo
más denso de una existencia, en ese lugar al cual no accedemos a llegar sino es
con la anuencia de nuestro interlocutor [S.R.]
Después de años en Europa Quiero decir París, Saint- Tropez, Cap St. Pierre,
Provence, Florencia, Siena, Roma, Capri, Ischia, San Sebastián, Santíllana del
Mar, Marbella, Segovia, Ávila, Santiago, y tanto y tanto por no hablar de New
York y del West Víllage con rastros de muchachas estranguladas - quiero que me
estrangule un negro - dijo - lo que querés es que te viole - dije (¡oh Sigmund!
con vos se acabaron los hombres del mercado matrimonial que frecuenté en las
mejores playas de Europa) y como soy tan inteligente que ya no sirvo para nada,
y como he soñado tanto que ya no soy de este mundo, aquí estoy, entre las
inocentes almas de la sala 18, persuadiéndome día a día de que la sala, las
almas puras y yo tenemos sentido, tenemos destino, - una señora originaria del
más oscuro barrio de un pueblo que no figura en el mapa dice:
- El dotor me dijo que tengo problemas. Yo no sé. Yo tengo algo aquí (se toca
las tetas) y unas ganas de llorar que mama mía.
Nietzsche: «Esta noche tendré una madre o dejaré de ser.»
Strindberg: «El sol, madre, el sol.»
P. Éluard: «Hay que pegar a la madre mientras es joven.»
Sí, señora, la madre es un animal carnívoro que ama la vegetación lujuriosa. A
la hora que la parió abre las piernas, ignorante del sentido de su posición
destinada a dar a luz, a tierra, a fuego, a aire, pero luego una quiere volver a
entrar en esa maldita concha,
después de haber intentado nacerse sola sacando mi cabeza por mi útero (y como
no pude, busco morir y entrar en la pestilente guarida de la oculta ocultadora
cuya función es ocultar)
hablo de la concha y hablo de la muerte,
todo es concha, yo he lamido conchas en varios países y sólo sentí orgullo por
mi virtuosismo - la mahtma gandhi del lengüeteo, la Einstein de la mineta, la
Reich del lengüetazo, la Reik del abrirse camino entre pelos como de rabinos
desaseados - ¡oh el goce de la roña!
Ustedes, los mediquitos de la 18 son tiernos y hasta besan al leproso, pero
¿se casarían con el leproso?
Un instante de inmersión en lo bajo y en lo oscuro,
sí, de eso son capaces,
pero luego viene la vocecita que acompaña a los jovencitos como ustedes:
- ¿Podrías hacer un chiste con todo esto, no?
Y
sí,
aquí en el Pirovano
hay almas que NO SABEN
por qué recibieron la visita de las desgracias.
Pretenden explicaciones lógicas los pobres pobrecitos, quieren que la sala -
verdadera pocilga- esté muy limpia, porque la roña les da terror, y el desorden,
y la soledad de los días vacíos habitados por antiguos fantasmas emigrantes de
las maravillosas e ilícitas pasiones de la infancia.
Oh, he besado tantas pijas para encontrarme de repente en una sala llena de
carne de prisión donde las mujeres vienen y van hablando de la mejoría.
Pero
¿qué cosa curar?
Y ¿por dónde empezar a curar?
Es verdad que la psicoterapia en su forma exclusivamente verbal es casi tan
bella como el suicidio.
Se habla.
Se amuebla el escenario vacío del silencio.
0, si hay silencio, éste se vuelve mensaje.
- ¿Por qué está callada? ¿En qué piensa?
No pienso, al menos no ejecuto lo que llaman pensar. Asisto al inagotable fluir
del murmullo. A veces - casi siempre- estoy húmeda. Soy una perra, a pesar de
Hegel. Quisiera un tipo con una pija así y cogerme a mí y dármela hasta que
acabe viendo curanderos (que sin duda me la chuparán) a fin de que me exorcisen
y me procuren una buena frigidez.
Húmeda
Concha de corazón de criatura humana,
corazón que es un pequeño bebé inconsolable,
«Como un niño de pecho he acallado mi alma» (Salmo)
Ignoro qué hago en la sala 18 salvo honorarla con mi presencia prestigiosa (si
me quisieran un poquito me ayudarían a anularla)
oh no es que quiera coquetear con la muerte
yo quiero solamente poner fin a esta agonía que se vuelve ridícula a fuerza de
prolongarse,
(Ridículamente te han adornado para este mundo - dice una voz apiadada de mí)
Y
Que te encuentres con vos misma - dijo.
Y yo le dije:
Para reunirme con el migo de conmigo y ser una sola y misma entidad con él tengo
que matar al migo para que así se muera el con y, de este modo, anulados los
contrarios, la dialéctica supliciante finaliza en la fusión de los contrarios.
El suicidio determina
un cuchillo sin hoja
al que le falta el mango.
Entonces:
adiós sujeto y objeto,
todo se unifica como en otros tiempos, en el jardín de los cuentos
para niños lleno de arroyuelos de frescas aguas prenatales,
ese jardín es el centro del mundo, es el lugar de la cita, es el espacio
vuelto tiempo y el tiempo vuelto lugar, es el alto momento de la fusión
y del encuentro,
fuera del espacio profano en donde el Bien es sinónimo de evolución de
sociedades de consumo,
y lejos de los enmierdantes simulacros de medir el tiempo mediante relojes,
calendarios y demás objetos hostiles,
lejos de las ciudades en las que se compra y se vende (oh, en ese jardín para la
niña que fui, la pálida alucinada en los suburbios malsanos por los que erraba
del brazo de las sombras: niña, mi querida niña que no has tenido madre (ni
padre, es obvio).
De modo que arrastré mi culo hasta la sala 18,
en la que finjo creer que mi enfermedad de lejanía, de separación
de absoluta NO- ALIANZA con Ellos
- Ellos son todos y yo soy yo-
finjo, pues, que logro mejorar, finjo creer a estos muchachos de
buena voluntad (¡oh, los buenos sentimientos!) me podrán ayudar,
pero a veces - a menudo- los recontraputeo desde mis sombras ínteriores que
estos mediquillitos jamás sabrán conocer (la profundidad, cuanto más profunda,
más indecible) y los puteo porque evoco a mi amado viejo, el Dr. Pichon R., tan
hijo de puta como nunca lo será ninguno de los mediquitos (tan buenos, hélas!)
de esta sala,
pero mi viejo se me muere y éstos hablan y, lo peor, éstos tienen cuerpos
nuevos, sanos (maldita palabra) en tanto mi viejo agoniza en la miseria por no
haber sabido ser un mierda práctico, por haber afrontado el terrible misterio
que es la destrucción de un alma, por haber hurgado en lo oculto como un pírata
no poco funesto pues las monedas de oro del inconsciente llevaban carne de
ahorcado, y en un recinto lleno de espejos rotos y sal volcada-
viejo remaldito, especie de aborto pestífero de fantasmas sifilíticos,
cómo te adoro en tu tortuosidad solamente parecida a la mía,
y cabe decir que siempre desconfié de tu genio (no sos genial; sos un saqueador
y un plagiario) y a la vez te confié,
oh, es a vos que mi tesoro fue confiado,
te quiero tanto que mataría a todos estos médicos adolescentes para darte a
beber de su sangre y que vos vivas un minuto, un siglo más,
(vos, yo, a quienes la vida no nos merece)
Sala 18
cuando pienso en laborterapia me arrancaría los ojos en una casa en ruinas y me
los comería pensando en mis años de escritura continua,
15 o 20 horas escribiendo sin cesar, aguzada por el demonio de las analogías,
tratando de configurar mi atroz materia verbal errante,
porque - oh viejo hermoso Sigmund Freud- la ciencia psicoanalítica se olvidó la
llave en algún lado:
abrir se abre
pero ¿cómo cerrar la herida?
El alma sufre sin tregua, sin piedad, y los malos médicos no restañan la herida
que supura.
El hombre está herido por una desgarradura que tal vez, o seguramente, le ha
causado la vida que nos dan.
«Cambiar la vida» (Marx)
«Cambiar el hombre» (Rimbaud)
Freud:
«La pequeña A. está embellecida por la desobediencia», (Cartas...)
Freud: poeta trágico. Demasiado enamorado de la poesía clásica. Sin duda, muchas
claves las extrajo de «los filósofos de la naturaleza», de «los románticos
alemanes» y, sobre todo, de mi amadísimo Lichtenberg, el genial físico y
matemático que escribía en su Diario cosas como:
«Él le había puesto nombres a sus dos pantuflas»
Algo solo estaba, ¿no?
(¡Oh, Lichtenberg, pequeño jorobado, yo te hubiera amado')
Y a Kierkegaard
Y a Dostoyevski
Y sobre todo a Kafka
a quien le pasó lo que a mí, si bien él era púdico y casto - «¿Qué hice del don
del sexo?» - y yo soy una pajera como no existe otra;
pero le pasó (a Kafka) lo que a mí:
se separó
fue demasiado lejos en la soledad
y supo - tuvo que saber
que de allí no se vuelve
se alejó - me alejé
no por desprecio (claro es que nuestro orgullo es infernal)
sino porque una es extranjera
una es de otra parte,
ellos se casan,
procrean,
veranean,
tienen horarios,
no se asustan por la tenebrosa
ambigüedad del lenguaje
(No es lo mismo decir Buenas noches que decir Buenas noches)
El lenguaje
-yo no puedo más,
alma mía, pequeña inexistente,
decidíte;
te las picás o te quedás,
pero no me toques así,
con pavura, con confusión,
o te vas o te las picás,
yo, por mi parte, no puedo más.
[*]Alejandra
Pizarnik escribió este poema durante su estadía en el Hospital Pirovano. El
texto, tal como se reproduce, está mecanografiado y lleva correcciones hechas a
mano por la autora. No se había incluido en la edición de 1982 de sus textos
póstumos.
[1971] Texto extraído de "Poesía completa", Alejandra Pizarnik, editorial Lumen,
Barcelona, España; impreso en Argentina, 2003. Selección: S.R.
A la hora de oro
no dores las palabras,
al duro sol de la poesía
A la hora sin oro
dedícale una mirada sin tiempo
una mirada sin oro sin horas
dedícale el deseo de no pasar más tiempo
para que el tiempo corra ingenuo
como el agua de una fuente
para que los días pierdan su nombre
para que el tiempo pierda pie
y tú puedas, al fin,
mirar antes del primer día.
Alejandra
Sábado 13 junio 1964
Nota: Atención de Sylvia Molloy
Crónica social
Por Bartolomé Cabello y Caspa
y Julio Secador y Plancha
¡¡¡El escándalo de la semana!!!
Piénsese en Sir Walter Raleigh.
Piénsese en Petrona C. de Heidegger.
Piénsese en mi tío.
Tan dispares referencias no tienen otro objeto que el de llamar a la reflexión,
con el fin de transmitir, comunicar e informar a nuestros inocentes -por ahora-
lectores y lectrices, acerca de un escandaloso suceso en el que tomaron parte
tres mujeres muy representativas de nuestra intelectualidad telúrica. ¿Quiénes
son aquellas a las que no vacilaremos en tachar de endemoniadas? Ellas son:
1) ALEJANDRA PIZARNIK Y PI Y MARGALL Y PU, conspicua representante de nuestra
contemporaneidad vigentemente pútrida, autora de “Las masas más
ajenas”, “La última trastada” y “Los yoghurtes perdidos”.
2) SUSANA THENON INCLANSKY, SEÑORA DE PUEBLA Y CARMIÑAL MANTOVANI, perspicua
rematadora y martillera privada laika, autora de “Reblán sin tregua”, “Tregua
sin reblán” y “Spolianski” (poemas).
3) ANA MATA BARRENECHEA HARI SPITZEROVA DE HULA-HULA, cirujana en letras, perita
y manzanita en Estilinsky y Gramatova, Master of Arts of Embriology and ciencias
Ocultas, autora de “¡Viva Alfonso Reyes!” (tesis de doctorado), “¡Muera Alfonso
el Sabio!“ (tomá), y “Se necesitaba tanta jalea real para encender tanto José
Cría”, (Balneario La Paloma, 1959).
Las citadas potrillas fueron vistas en circunstancias que nos es penoso
consignar. A las 2 de la madrugada canicular, tres sombras se arrastraban hacia
un mateo. Una de ellas, la más flaquilla, cubría su rostro con un níveo
limpiamokos, a fin de nos ser reconocida. Pero ¡tate!, nuestras cámaras
fotográficas captaron el momento en que, con ágil y vicioso brinco, se
encaramaban al citado artefacto.
¿A dónde se dirigían a esas horas de la noite? ¿Quo vadis, mentecatas?
¡Noli me tangere, sierpes!
Rueda el carro infernal por la noctámbula calzada. Desde nuestro escondite
escuchábamos sus risotadas caducas, sus arrebatos demenciales, mientras
amenazaban al pobre auriga con tomar un coche de remisse.
¡Fementidas mozas! ¡Zagalas vendidas al oro de Nápoles y a por quién doblan las
campanas, con Ingrid Bergman y Gary Cooper, en el lorraine, $15! ¿De qué os
sirvieron las lecciones que os vois impartieron en la Carpa Birmana (Birmansky y
Korsakoff Ltda.)?
Y para sellar la afrenta, habéis manchado con vuestro esputo el vetusto frente
de la casona solariega de la facultad de filosofía y letrinas.
para Anita
con el mucho afecto
de su amiguita
Alejandra
y la Susy
(del abasto)
Ya es de día, arráncate los ojos más grandes del mundo.
Ya es de día, desnúdate de tu cuerpo de ángel perfumado. Ya es de día.
Vístete con cáscaras de tortugas asesinadas, cúbrete de pelos polvorosos y de
residuos de sangre. Arrástrate por las paredes en busca de alimentos, bebe donde
orinan los muertos. Levántate y anda, bestia con memoria, memoria llagada,
recuerdo de sangre. Levántate, desconocida con alas de arpillera, vuela cargada
de tierra por las piedras silenciosa. Sacrifica tu sueño y cúbrelo de cenizas.
Incorpórate, es de día y los justos ya trabajan. Reintégrate a la grasa, al
sudor y al polvo. Confiesa hoy también que aún estás viva. Levántate y anda,
pobre bestia, y sin llorar.
Alejandra Pizarnik
Dos finas poetas argentinas:
Alejandra y Sylvia y viceversa
-Tac, Tac, Tac. Los martillazos que daban no dejaban sosiego ni tranquilidad.
-Mantengamos en alto la líricaxx exigencia
Que impone jerarquías de la ropa interior.
La calidad del culo es la única excelencia...
Así cantaba el Chulo que nos dejó en herencia
El fino privilegio del culo y de la flor.
-Las lenguas muertas. Las lenguas vivavs. El palillero. el cura présbita.
La nariz roma. Una perra gorda en la mano y una flaca en la otra mano para
hacerle cuestiones al veterinario. El cogote cortado al rape. Encogerse de
hombros estilo Angélicacxxxx. Cojo. Hacer cama. ¡Qué cosa tanbonita! Sus fuerzas
son pocas, su habilidad es mucha. Tiene un culo algo grande. ¡Qué lástima. Luego
salieron seis enanos comiendo confites, oprimiéndo sus niños contra sí, éstos
contándose sus vidas y aquellos sus amores.
El, la espalda.
El, la frente.
El, la llama.
El, la llama.
El, la llama.
El, la pez.
El, la tierra.
El, la cólera.
El, la prisxión.
El, la malmaison.
El, la toison.
El, la oración.
El, la creación.
El, la semaison.
El, la torpille, la ralme, la fumée, l’armoise, la dour, la légion d’honneur.
Vivaqueemos, vivaqueemos, vivaqueemos!!
C vous connûtes Rosita9?
ombrait lègèrement la lèvre supérieure de Rosette un duvet fin. Et aussi celle
de sa soeur Conchette la Soltère.
Nota: Atención de Sylvia Molloy. Escritos en colaboración con Pizarnik en París.
Los errores tipográficos son de la versión original.
Escena de la locura de mademoiselle Pomesita Laconasse
por Sylvia y Alejandra y por
Alejandra y Sylvia (y vice versa)
La que con su culo pajarero decía “perfumear” en vez de “perfumar” despertó esa
mañana con deseos de intrinsiquezas dignas de un iñiguista.
-Who am I?- estalló.
Pero se detuvo en esta inquisición con la diestra yx desición de universalizar
se peripato. Por eso enflautó:
-Who is who?
Esto la hizo xx reir a mandíbula batiente. Es así como soltó el trapo y el
chorro, carcajeó, se comió la risa, se finó de risa, se descalzó de risa, se
destornilló de risa y por fin se cayó de culo prorrumpiendo:
ja ja ja
je je je
ji ji ji
+ hi hi hi
ju si ju
anopluro
Ah!- exclamó. Y además exclamó:
-ta! , hum!, córcholis!, mecachis! -y dándose una palmadaza en el muslito siguió
exclamando :
Quel gustache a pistache! Me circulo en la rueda de Santa Catalina. Me ensalmo a
sombra de tejado. Me meduseo. Me traigo al retortero. Me acomodo a vacar. Me
embalumo y me enfosco con un piezgo de corambre. Quel gustache a pistache. Me
crío los pechos con una zapatilla. Me empanado con un hugonote. Me meo a la flor
del perro. Me echo la pata. Me tengo el pie sobre el cuello. Me hombruno de
lunas. Me enlobezno (grrrr.). Me chocheo los dospatitos. Me hago la zancadilla
con las patas en alto. Me voy por los cerros de ubeda, aprieta+, atiza!, arrea!,
brrrr!, fait pas chaud. Quel gustache a pistache!
El observador desinteresado que la observaba por el ojo de la cerradura se
preguntó si nuestra heroína estaría en sus cabales y si sí por qué y sino por
qué no.
-No soy ninguna occiputa- díjose Pomesita para su capote de zorros pla-teados
que críaba con ovomaltina y sal de fruta ANO gracias a lo cual era un capote
ENANO.
-Mecachis y córcholis? Ca sent l’entrejambe, qu’elle dit en flairant
l’atmosphère et plus encore l’onosphère d’une narine qui se voulait délicate. Me
suis- je aspergée ce matin? (Cortina musical, o como dicen los franceses, Rideau
de musique: Asperges me Dooooomineeeeeeeee! CORO: sniff! sniff! sniff! Bravo!!
Pis! bravo! Pis!).
Es así como Pomesita La Meonne prosiguió su coquetona disertación:
-Quel gustache a Pistache! Si estuvieran aquí mis amiguitas Sylvia y Alejandra!
Ellas sí que saben la cosa-cosa! Ellas sí que cogitan hondo y franco!
p.2. av. de pom. lac. onasse.
Si estuvieran Alejandra y Sylvia!
Qué amiga de sus amigos!
Qué señoras para criados y parturientas!
Qué maestras de esbozados y calientes!
Qué sexo para concretos!
Qué gracia para los osos!
Qué corazón!!!!
A los bravos y legañosos,
un meón!
En venturam Vespasianas;
Pomesianas en joder
y estrullar;
en la virtud, Africanas;
Animales en xx saber
y laburar;
en la bondad, mejor no hablemos;
en sus brazos, siempre, don Aureliano,
y a veces Marco Tulio por lo que les prometía
cuando se vestía de tía -.
No alcanzaron a huir con muchas riquezas
en las axilas.
De pronto Pomesita xx medita y hesita al niveau del caniveau y vuelve a
hhesitar, excitada, entrex un hombre de bigotes, y de buenas letras, un honm bre
de ambas sillas y un hombre de pelo en pecho, un hombre xx menudo ynuevo y no
tener uno hombre, un hombre de copete y un hominicaco, un hombrede
calzasxxxxxxxx atacadas y una hombrera, un hombre bueno y un homúnculo,un hombre
de manga y una hopalanda, un hombre de pro, de pré y de pprá yun hoplita, un
hopo y un hondeador, un hondureñismo y un hongo, pero tuvo miedo de mancillar su
honrilla y cerrando los ojos los dejóx pasar.
Es así como, desolada, contemplçó por la ventana, sola, solitaria, ebria de
trementina y largos besos y, distraída, rascábase el divertículodel costal de
los pecados , la comisura del bacinete y la islilla del chi-fle turullante como
un escodadero.
A la mañana siguiente encaminose a Domodossola en donde había dormido.
Había dos pasajeras en el auto, dos jóvenes egipcias que iban de Calais a
Venecia en auto-stop, con un mensaje de helicóptero de Munich a Buenos Aires
para el regreso. Caía plúmblea pluvia sobre el lago Mayor; xxxxxx Pomesita
patinó y rompióse el anfiteatro coxal sin que sus compañeras se inmutaran.
Se compró entonces dos smokings blancos y su amigo Pérez la invitó a festejar su
partida con alfajores. La velada se prolongó hasta tarde y se cogió (el
subrayado es nuestro)= A la mañana siguiente confió el auto a un me-cánico y
tomó agua de Vichy, luego hizo pipí (bravo!-musitó el observador desinteresado
que la espiaba por el ojo de la cerradura. -Cf. école du regard).
-Tu sculptas- díjose Pomesita llorando- Je sus. Vous voulûtes. Vous sûtes.
Tu dis que l’humanité a vu la Vierge. Pas vraie, mon pot.
paj. trua de pom. l. con.
Pomesita no estaba contenta.
-Hay algo podrido en el reino de los cielos -meditó- Cela a une odeur xx
d’entrejambe. Ne ferme pas.
-Ay, ay! no señor, si tengo tres callos en cada dedo -respondió la fámula–
Un taureau passa et lui pissa le pied.
-Et comment te feras-tu aimer? répondit la petite fourmi
l ramo de olores.
Sal y pimienta.
Ajos chicos.
Borriqueta a la minuta. (Self-borriqueta)
1 estragón
1 pimentón
1 satiricón
un rincón
un callorynchus callorhyncus. L.
1 kilo de gallo
1 chalote en franco hervor
un amasijo de queso
2 hojas de colapez
2 hojas de cola pollo
2 hojas de colagogo
Instrucciones para el uso: en una asadera de porcelana refractaria hágase un
caldito con almejas (sin conchitas). En cuanto suelte el hervor grite “mamá” y
hágase a un lado. Esto formará una pasta homogénea llamadaxxxxxxxxx
“pastacciuta”. Luego se saltará una borriqueta habiéndola untado previamente de
huevo batido y colapez. Independientemente, se calentará prudentemente la cresta
del kilo de gallo hasta que se le vayan las agallas y se dejede joder en los
campanarios. Estragar el culo del estragón hasta desposeerlo de las glándulas
naturales de un estragón. Rellenar el culo del estr agóncon el satiricón cortado
en finas lonjas picadas con chalote franco y conun puño de queso, escalfando por
último el callorhyncuscallorhyncus L. conun diente de ajo, un ojo de cebolla y
cuatro kilos bifes con papafritas.
Echar a un rincón. Absorber las hojas del colagogo a la azunceña y servir el
todo en una fuente verde con florcitas rosadas.
Consejo de provecho general para gandes y chicos:
el pescado de mar no tiene gusto a entrejambe.
Dígale a su médico que Ud. no come pescado y verá lo que él le dirá.
-La reputísima madre que lo parió!! -xxxxx dijo el Dr. Planck.
No todo lo que se pesca se puede comer. Ejemplo de ello el Congo Belga.
Hay religiones que prohibe n comer cerditos, vaquitas y homúnculos pero ninguna
prohibe pescar.
No compre cualquier pescado. Compre callorhyncus callorhyncus L.
Desde tiempos prehistóricos se come pescado, y más aún x: trufas con ceniza.
Enseñe a sus niños a comer pescado y ríase después de las espinas:
ja ja ja
je je je
ji ji ji
Nota: Atención de Sylvia Molloy. Escritos en colaboración con Pizarnik en París.
Los errores tipográficos son de la versión original.