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1
de julio de 1974: La pesada herencia
Por Felipe Pigna
Un joven anónimo lee el diario
Crónica el 1 de julio de 1974. Fotografía Sara Facio.
Corría el año 1964 cuando Perón intentó regresar por primera vez al país. El
“Operativo retorno”, producido el 1° de diciembre, incluía una comitiva de 16
personas que lo acompañaría desde Madrid. Pero el avión que lo transportaba,
tras hacer escala en Río de Janeiro, fue obligado a retornar a España. Deberán
pasar siete años más para que el viejo líder volviera a pisar tierra argentina,
cuando su retorno, lejos de ser un fantasma que asustara a las clases
dirigentes, se convirtió en una salida política legitimada por una abrumadora
mayoría que, tras 18 años de exilio, lo sostenía con mayor fuerza que nunca. El
dictador Alejandro Agustín Lanusse, lo desafió en 1972 a presentarse a
elecciones. Perón regresó al país el 17 de noviembre de 1972. Lanusse firmó un
decreto de “residencia”, hecho a la medida de Perón, con la intención de
excluirlo legalmente de los comicios del 11 de marzo de 1973 a los que el
peronismo se presentó con la fórmula Cámpora-Solano Lima, bajo el lema “Cámpora
al gobierno, Perón al poder”. Perón retornó definitivamente al país el 20 de
junio de 1973. Paradójicamente, señalado como prenda de paz social, su llegada
fue el marco de uno de los enfrentamientos políticos más sobrecogedores de la
historia contemporánea argentina, cuando en los campos de Ezeiza las fracciones
de la derecha y la izquierda peronista dirimieron por la fuerza el poder de sus
aparatos. Tras una presidencia de poco menos de dos meses, Cámpora renunciará el
13 de julio para convocar nuevamente a elecciones. El último impedimento se cayó
entonces a pedazos, y el viejo líder encontró el camino allanado para encabezar
la nueva fórmula. El país se debatía en un clima volátil. A las divisiones
internas del peronismo que luchaban por imponer su supremacía, se le sumaba la
acción de numerosas organizaciones político-militares de izquierda que
complejizaban el curso de la vida institucional, no sólo por el alto grado de
conflictividad que imprimieron en el ámbito estudiantil y sindical, sino también
por las consecuencias de un enfrentamiento de aparatos entre las guerrillas, las
fuerzas de seguridad y los escuadrones de ultraderecha y paramilitares, como las
Tres A.
La tarea parecía a la medida de Perón, un hombre con el suficiente apoyo para
manejar lo que parecía ingobernable. En ese marco, el 23 de setiembre de 1973,
la fórmula Perón-Isabel se alzó con el triunfo comicial cosechando el 62% de los
votos. Un referéndum excepcional y único. El 12 de octubre, emprendería su
tercera presidencia.
Contrariamente a lo pensado, y deseado, por los más diversos sectores sociales,
económicos y políticos, el tercer gobierno de Perón estuvo signado por una
conflictividad extrema. Toda la capacidad del líder apenas si pudo mantener unos
pocos meses de expectativa, merced a su estrategia de “Pacto Social”, antes que
los conflictos sociales, la crisis económica y el emergente guerrillero sumieran
al país en un caldero hirviendo. Sería demasiado para un hombre que a los 78
años soportaba sobre sus espaldas el mantenimiento constitucional. En pocos
meses la crisis una vez más había estallado. El 1º de mayo de 1974 enfrentó a la
Juventud Peronista y a las organizaciones guerrilleras en un acto público en la
Plaza de Mayo, que concluyó con la expulsión de los “imberbes” y un apoyó
explícito a la conducción sindical, acusada por los rebeldes de burócratas de
derecha. Poco después, el 12 de junio, una vez más desde el balcón de la Casa
Rosada, se dirigió a una multitud que, una vez más, había respondido a su
convocatoria. El país, empero, no era el mismo que aquel del decenio 1945-1955.
Un cristal anti balas se interponía entre él y su pueblo, todo un símbolo de los
años que corrían. Con la salud quebrantada, se despidió de sus seguidores con
palabras emotivas: “Llevo en mis oídos la más maravillosa música que para mí es
la palabra del pueblo argentino”. El 18 de junio su salud recayó gravemente y ya
no volvió a levantarse.
El 1º de julio de 1974 amaneció nublado, no era un día peronista. Los partes
médicos alertaban sobre el inminente final para la vida del hombre que había
manejado la política argentina a su antojo desde 1945. Para mucha gente era el
hombre que había transformado la Argentina de país agrario en industrial, de
sociedad injusta en paraíso de la justicia social. Para otros, menos pero no
pocos, era un dictador autoritario y demagogo que terminó con la disciplina
social y les dio poder a los “cabecitas negras”. Lo cierto era que la política
nacional llevaba su sello y como bien decía él mismo, en la Argentina todos eran
peronistas, los había peronistas y antiperonistas, pero todos tenían ese
componente.
A las 13.15 de ese primer día de julio, Isabel, custodiada por el superministro
López Rega, dio la infausta noticia: “con gran dolor debo transmitir al pueblo
de la Nación Argentina el fallecimiento de este verdadero apóstol de la paz y la
no violencia”.
La palabra del pueblo argentino, la maravillosa música, enmudeció aquel 1º de
julio. La Argentina fue un país de colas. Los ricos las hacían para comprar
dólares, los pobres para comprar fideos y para darle el último saludo a su
líder. Había algo distinto al entierro de Evita. No era tan evidente la división
entre las dos Argentinas, la que brindaba con champagne porque se había muerto
la “yegua” y la que lloraba a su abanderada. La sensación era distinta porque el
peronismo había ampliado su base electoral por izquierda, pero también por
derecha. No eran pocos los conservadores que habían confiado a Perón la misión
de pacificador de la Argentina, de última carta para frenar al “comunismo”. Así
que no tenían mucho para festejar y, sin sumarse al dolor popular, no exhibían
ni pública ni privadamente su satisfacción reparadora de viejos rencores.
Las calles se llenaron de lágrimas, flores y caras preocupadas. La frase más
escuchada era “qué va a ser de nosotros”. Nadie se engañaba sobre los días que
vendrían. La sensación de vacío político era proporcional al tamaño de la figura
desaparecida. Isabel, la heredera efectiva del legado dejado simbólicamente al
pueblo, no estaba a la altura de las circunstancias y sólo tenía de Perón su
apellido. Nadie ignoraba que el brujo López Rega ocuparía el lugar central en la
política por el que había venido luchando desde su puesto de mucamo de Puerta de
Hierro, que ofrendaría a lo peor del poder político militar de la Argentina.
Quedaba flotando una pregunta, por qué el último Perón nos dejó aquella terrible
herencia, antesala del infierno tan temido.
© Felipe Pigna