Woody
Allen, seudónimo de Allan Stewart Königsberg, nació el 1 de diciembre de 1935 en
el barrio de Brooklyn, New York, Estados Unidos.
De 1961 a 1964 trabajó como humorista en nightclubs, donde fue descubierto y contratado
por el productor de cine Charles K. Feldman para escribir y actuar en ¿Qué tal,
Pussycat? (1965).
Su primera película como director fue Lily la tigresa (1966), a la que seguirían
Toma el dinero y corre (1966), Bananas (1971), Todo lo que siempre quiso saber sobre
el sexo y nunca se atrevió a preguntar (1972), El dormilón (1973) y La última noche
de Boris Grushenko (1975), siempre con Allen en su papel característico de antihéroe
torpe y aturdido.
Abordó asuntos más serios en Annie Hall (1977), que ganó cuatro premios Oscars (mejor
película, director, guión y actriz principal), protagonizada por Diane Keaton, que
hizo pareja con Allen en la mayoría de sus películas de esa época.
Más adelante realizó Interiores (1978), un sombrío drama psicológico, Manhattan
(1979), que marca su vuelta a la comedia, Recuerdos (1980), un trabajo claramente
autobiográfico, y La comedia sexual de una noche de verano (1982), la primera película
con Mia Farrow, su futura compañera, de la que se separó en 1994.
Filmografía esencial:
2010 - Conocerás al hombre de tus sueños. Director, Guionista
2009 - Si la cosa funciona. Director, Guionista
2008 - Vicky Cristina Barcelona. Director, Guionista
2007 - Cassandra´s dream. Director, Guionista
2006 - Scoop, actor, Director, Guionista
2005 - Match point
2004.- Melinda y Melinda
2002.- Un final made in Hollywood
2001.- La maldición del escorpión de Jade
2000.- Granujas de medio pelo
1999.- Acordes y desacuerdos
1998.- Celebrity
1997.- Desmontando a Harry
1996.- Todos dicen I love you
1995.- Poderosa afrodita
1994.- Balas sobre Broadway
1993.- Misterioso asesinato en Manhattan
1992.- Maridos y Mujeres
1991.- Sombras y Niebla
1990.- Alice
1989.- Historias de Nueva York
1987.- Dias de radio
1986.- Hannah y sus hermanas
1985.- La rosa purpura de El Cairo
1984.- Broadway Danny Rose
1983.- Zelig
1982.- Una noche de verano
1980.- Recuerdos
1979.- Manhattan
1978.- Interiores
1977.- Annie Hall
1975.- La última noche de Boris Grushenko
1973.- El dormilón
1972.- Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y no se atrevió a preguntar
1971.- Bananas
1966.- Toma el dinero y corre
1966.- Lily la tigresa
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Como acabar de una vez por todas con la
cultura
INDICE
Son
bien conocidas las facetas de Woody Allen como director y actor como asimismo
su actividad literaria como guionista; también destacan sus incursiones
en la música, su renuencia a recibir premios y las singularidades de su
vida privada. Menos conocida es su labor específicamente literaria, en donde
el antihéroe da paso a un característico estilo erudito tamizado por el
absurdo y la sátira, pero con la mayor libertad que le da el camuflaje de
la letra impresa, llevándolo a límites hilarantes aún más mordaces y aventurados.
"Como acabar de una vez por todas con la cultura" es una compilación
de relatos publicados en el diario The New Yorker en los años 70.
Por fin, Venal & Sons acaba de publicar
el primer volumen tan largamente esperado de las listas de ropa de Metterling (Las
listas completas de ropa de Hans Metterling, vol. I: 437 págs., con una introducción
de XXXII págs.; índice; $ 18,75), con un comentario erudito del conocido estudioso
de Metterling, Gunther Eisenbud. La decisión de publicar esta obra por separado,
antes de que se termine la inmensa oeuvre en cuatro volúmenes, es satisfactoria
e inteligente ya que este libro contumaz y espumeante dejará de inmediato sin efecto
los desagradables rumores según los cuales Venal & Sons, después de haber cosechado
sustanciosas ganancias con las novelas, obras de teatro, cuadernos de anotaciones,
diarios y cartas de Metterling, sólo procuraba seguir embolsando copiosos beneficios
con el mismo material. ¡Cuán errados han estado los propagadores de esos rumores!
Por cierto, la mismísima primera lista de ropa de Metterling
LISTA Nº 1
6 pares de calzoncillos
4 camisetas
6 pares de calcetines azules
4 camisas azules
2 camisas blancas
6 pañuelos
Sin almidón
es la perfecta y casi sublime introducción a este genio problemático, conocido por
sus contemporáneos como el «Raro de Praga». Esta primera lista fue garrapateada
mientras Metterling escribía Con¬fesiones de un queso monstruoso, obra de sorprendente
importancia filosófica en la que probó no sólo que Kant estaba equivocado acerca
del universo, sino que tampoco había cobrado nunca un cheque. La repugnancia que
sentía Metterling por el almidón es típica de la época, y cuando este paquete de
ropa le fue devuelto demasiado rígido, Metterling se puso de mal humor y sufrió
un ataque de depresión. Su ama de llaves, Frau Weiser, comunicó a unos amigos que
«hace días que Herr Metterling está encerrado en su habitación llorando porque le
han almidonado los calzon¬cillos». Breuer señaló ya en varias ocasiones la relación
entre los calzoncillos almidonados y la sensación permanente que tenía Metterling
de que hablaban de él hombres con carrillos (Metterling: Psicosis paranoica-depresiva
y las primas listas, Zeiss Press). Este tema de la incapacidad para seguir instrucciones
aparece en la única obra teatral de Metterling, Asma, cuando Needleman lleva por
equivocación al Valhalla la pelota de tenis maldita. El evidente enigma de la segunda
lista
LISTA Nº 2
7 pares de calzoncillos
5 camisetas
7 pares de calcetines negros
6 camisas azules
6 pañuelos
Sin almidón
radica en los siete pares de calcetines negros, pues hace ya mucho tiempo que es
vox populi que Metterling era sumamente proclive al azul. Sin duda, durante años,
la mera mención de cualquier otro color le ponía hecho una furia y en cierta ocasión
dio un empujón a Rilke y le hizo caer sobre un montón de miel porque el poeta dijo
que prefería las mujeres de ojos castaños. Según Anna Freud («Los calcetines de
Metterling como expresión de la madre fálica», Journal of Psychoanalysis, nov. 1935),
este cambio súbito a ropajes más sombríos está relacionado con la infelicidad que
le produjo el «Incidente de Bayreuth». Allí fue donde, durante el primer acto de
Tristán, no pudo contener un estornudo e hizo volar el pelu¬quín de uno de los más
ricos patrocinadores del teatro. El público se convulsionó, pero Wagner salió en
su defensa con el ahora ya clásico comentario: «Todo el mundo estornuda». Para colmo,
Co¬sima Wagner estalló en sollozos y acusó a Metterling de sabotear la obra de su
marido.
Ya nadie duda de que Metterling se sentía atraído por Cosima Wagner; sabemos que
una vez la cogió de la mano en Leipzig y cuatro años más tarde, una vez más, en
el valle del Rhur. En Danzig, se refirió tangencialmente a la tibia de Cosima durante
el transcurso de una tormenta y ella decidió que era mejor no volver a verlo nunca
más. De regreso a su casa en estado de agotamiento, Metterling escribió Pensamiento
de un pollo y dedicó el manuscrito original a los Wagner. Cuando éstos lo utilizaron
para calzar la mesa de la cocina, que tenía una pata más corta, Metterling se enfadó
y se cambió a calcetines oscuros. Su ama de llaves le rogó que conservara su azul
tan amado o que, por lo menos, hiciera un intento con el marrón, pero Metterling
la maldijo exclamando: «¡Perra, ¿y por qué no escoceses, eh?!».
En la tercera lista
LISTA Nº 3
6 pañuelos
5 camisetas
8 pares de calcetines
3 sábanas
2 fundas de almohada
se menciona por primera vez la ropa de cama: Metterling sentía pasión por la ropa
de cama, en especial por las fundas que él y su hermana, cuando eran niños, se ponían
sobre la cabeza cuando jugaban a los fantasmas, hasta que un día él se cayó de bruces
en una cantera de piedra. A Metterling le gustaba dormir con ropa de cama limpia
y lo mismo le sucede a sus personajes de ficción. Horst Wasserman, el herrero impotente
de Filete de arenque, comete un asesinato por un cambio de sábanas, y Jenny, en
El dedo del pastor, está dispuesta a acostarse con Klinesman (a quien odia por haber
frotado a su madre con mantequilla) «si esto significa dormir entre sábanas suaves».
Es una tragedia el que la lavandería jamás dejara la ropa de cama a satisfacción
de Metterling, pero afirmar, como lo ha hecho Pflatz, que su consternación al respecto
no le permitió terminar Adonde vas, cretino, es absurdo. Metterling se permitía
el lujo de enviar a lavar sus sábanas, pero no sentía dependencia por eso.
Lo que impidió a Metterling terminar el libro de poemas tanto tiempo proyectado,
fue un romance abortado que figura en la «Famosa Cuarta Lista»:
LISTA Nº 4
7 pares de calzoncillos
6 pañuelos
6 camisetas
7 pares de calcetines negros
Sin almidón
Servicio especial en veinticuatro horas
En 1884, Metterling conoció a Lou Andreas-Salomé y de pronto nos enteramos de que
a partir de entonces exigió que se le lavara la ropa todos los días. En realidad,
los presentó Nietzsche quien dijo a Lou que Metterling podía ser un genio o un idiota
y que intentara averiguarlo. En aquellos tiempos, el servicio especial en veinticuatro
horas se estaba volviendo bastante popular en el Continente, sobre todo entre los
intelectuales, y la innovación fue bien recibida por Metterling. Al menos era rápido,
y Metterling adoraba la rapidez. Siempre se presentaba a las citas temprano -a veces
varios días antes y entonces tenían que acomodarlo en el cuarto de huéspedes. A
Lou también le encantaba el envío diario de ropa limpia de la lavandería. Se ponía
tan contenta como una niña; a menudo llevaba a pasear a Metterling por el bosque
y allí abría el último envío del escritor. A ella le encantaban sus camisetas y
sus pañuelos, pero más que nada adoraba sus calzoncillos. Escribió a Nietzsche que
los calzoncillos de Metterling eran lo más sublime que había encontrado en su vida,
incluyendo Así habló Zaratustra. Nietzsche se portó como un caballero al respecto,
pero siempre sintió celos de los calzoncillos de Metterling y le contó a sus íntimos
que le parecían «hegelianos en extremo». Lou Salomé y Metterling se separaron después
del Gran Desastre de la Melaza de 1886 y, si bien Metterling perdonó a Lou, ésta
siempre dijo de él que «su mente tenía sombras de frenopático».
La quinta lista
LISTA N° 5
6 camisetas
6 calzoncillos
6 pañuelos
confundió siempre a los estudiosos, principalmente por la total ausencia de calcetines.
(Por cierto, Thomas Mann, años más tarde, se interesó tanto por el problema que
escribió toda una obra de teatro sobre el tema: Las calcetas de Moisés que, en un
descuido, se le cayó en un albañal.) ¿Por qué este gigante de la literatura sacó
súbitamente los calcetines de su lista semanal? No fue, como afirman algunos estudiosos,
una señal de su creciente locura, aun cuando Metterling por aquel entonces había
adoptado ciertas ex¬trañas características en su conducta. Por ejemplo, creía que
lo seguían o que él seguía a otra persona. Contó a unos amigos íntimos algo acerca
de una conspiración gubernamental para robarle el mentón; y, en cierta ocasión,
durante unas vacaciones en Jena, no pudo decir otra cosa que la palabra «berenjena»
durante cuatro días seguidos. Sin embargo, estos ataques fueron temporales y no
explican la desaparición de los calcetines. Tampoco lo hace su emulación de Kafka
quien, durante un breve período de su vida, dejó de llevar calcetines debido a un
sentimiento de culpa. Pero Eisenbud nos asegura que Metterling siguió llevando calcetines.
¡Simplemente dejó de enviarlos a la tintorería! ¿Y por qué? Porque en esa época
de su vida, consiguió una nueva ama de llaves, Frau Milner, quien consintió en lavarle
los calcetines a mano (gesto que emocionó tanto a Metterling que legó a esa mujer
toda su fortuna, que consistía en un sombrero negro y un poco de tabaco). Asi¬mismo,
ella aparece en el personaje Hilda en su alegoría cómica, El icor de Mamá Brandt.
Es obvio que la personalidad de Metterling empezó a fragmen¬tarse en 1894, según
podemos deducir en parte de la sexta lista:
LISTA Nº 6
25 pañuelos
1 camiseta
5 calzoncillos
1 calcetín.
Ya no resulta sorprendente que, en aquel período, iniciara un análisis con Freud.
Lo había conocido años antes en Viena cuando los dos acudieron a la representación
de Edipo, ocasión en la que Freud tuvo que ser sacado del teatro presa de un ataque
de sudor frío. Las sesiones fueron tormentosas y, si damos crédito a las anotaciones
de Freud, el comportamiento de Metterling fue hostil. En cierto momento, amenazó
con almidonar la barba de Freud y con frecuencia decía que éste le recordaba a su
tintorero. Poco a poco, las extrañas relaciones de Metterling con su padre salieron
a la palestra. (Los estudiantes de nuestro autor ya se han fami¬liarizado con el
padre de Metterling, un pequeño funcionario que a menudo ridiculizaba a Metterling
comparándole con una salchi¬cha.) Freud escribe acerca de un sueño clave que le
describió Metterling:
Estoy en una cena con unos amigos cuando de pronto entra un hombre con un bol de
sopa en una trailla. Acusa a mi ropa interior de traición y, cuando una dama me
defiende, a ésta se le cae la cabeza. Lo encuentro divertido en el sueño y me río.
Pronto todo el mundo se ríe salvo mi tintorero, que parece serio y se queda sentado
poniéndose gachas en los oídos. Entra mi padre, recoge la frente de la dama y sale
corriendo con ella. Corre hasta la plaza pública gritando: «¡Al fin! ¡Al fin! ¡Una
frente propia! Ahora no tendré que depender de ese idiota de mi hijo». Esto me deprime
en el sueño y siento la urgente necesidad de besar la ropa del burgomaestre. En
este momento, el paciente se pone a llorar y se olvida del resto del sueño.
Con los conocimientos adquiridos gracias a este sueño, Freud pudo ayudar a Metterling,
y los dos se hicieron bastante amigos por fuera del psicoanálisis, aunque Freud
jamás permitió que Metterling se pusiera a sus espaldas.
En el volumen II, se anuncia que Eisenbud se hará cargo de las Listas 7-25 que incluyen
los años de la «tintorería particular» de Metterling y el patético malentendido
con los chinos de la esquina.
No es ningún secreto que el crimen organizado se lleva en América más de cuarenta
mil millones de dólares al año. Se trata de un beneficio bastante respetable sobre
todo si se tiene en cuen¬ta el hecho de que la Mafia dedica muy poco a gastos de
oficina. Fuentes bien informadas indican que la Cosa Nostra gastó menos de seis
mil dólares el año pasado en papel de correspondencia personal y aún menos en grapas.
Además, tienen una sola secretaria que hace todo el trabajo de mecanografía y sólo
tres habitaciones pequeñas en la oficina central que comparten con el Estudio de
Danza Fred Persky.
El año pasado, el crimen organizado fue responsable directo de más de cien asesinatos,
y los mafiosi participaron de forma indirecta en otros cientos más, ya sea prestando
dinero para el transpor¬te en vehículos del servicio público o guardándoles los
abrigos mientras iban por ahí a pegar tiros. Otras operaciones ilícitas llevadas
a cabo por miembros de la Cosa Nostra fueron el juego, el tráfico de drogas, la
prostitución, secuestros, usura y, violando fronteras estatales, el transporte de
un inmenso pez rojo con fines pornográficos. Los tentáculos de este corrupto imperio
alcanzan al mismo gobierno. Hace sólo unos pocos meses, dos jefes de banda con juicios
federales pendientes pasaron la noche en la Casa Blanca y el presidente durmió en
el sofá.
Historia del crimen organizado en los Estados Unidos
En 1921, Thomas (El Carnicero) Covello y Ciro (El Sastre) Santucci intentaron organizar
diferentes grupos étnicos del hampa y, de esa manera, hacerse los amos de Chicago.
Esto fracasó cuan¬do Albert (El Positivista Lógico) Corillo asesinó a Kid Lipsky
encerrándolo en un armario y aspirando todo el aire que quedaba en el interior con
una pajita. El hermano de Lipsky, Mendy (alias Mendy Lewis, alias Mendy Larsen,
alias Mendy Alias) vengó la muerte de Lipsky secuestrando al hermano de Santucci,
Gaetano (también conocido como Little Tony o Rabino Henry Sharpstein), y devolviéndolo
pocas semanas después en veintisiete potes de mermelada. Esta fue la señal para
el inicio de un baño de sangre.
Domicik (El Herpetólogo) Mione mató a tiros a Suertudo Lorenzo (el sobrenombre se
debe a que la bomba que explotó en el interior de su sombrero no pudo matarlo) a
la salida de un bar en Chicago. Como respuesta, Corillo y sus hombres siguieron
la pista de Mione hasta Newark y convirtieron su cabeza en un instrumento de viento.
En ese momento, la banda de Vítale, dirigida por Giuseppe Vítale (su nombre real,
Quincy Baedeker), se puso en acción para hacerse con toda la bebida ilegal de Harlem
que ad¬ministraba el irlandés Larry Doyle (un hampón tan suspicaz que se negaba
a permitir que nadie en Nueva York se colocara a sus espaldas y que caminaba por
las calles haciendo piruetas y dando vueltas sin parar). Doyle resultó muerto cuando
la Compañía de Construcción Squillante decidió levantar sus nuevas oficinas en el
puente de su propia nariz. El segundo de Doyle, Little Petey (el Gray Petey) Ross,
pasó a ser el primero; resistió la invasión de Vitale y le convenció con engaños
de que fuera a un garaje vacío del centro con el pretexto de que allí se iba a celebrar
una fiesta. Sin sospechar nada, Vitale entró en el garaje vestido como un ratón
gigante y se quedó tieso en el acto por una ráfaga de ametralladora. En señal de
lealtad al jefe caído, los hombres de Vitale se pasaron de inmediato a Ross. Lo
mismo hizo la novia de Vitale, Bea Moretti, una artista, estrella del éxito musical
de Broadway Dí Kaddish, que terminó contrayendo matrimonio con Ross, aunque más
tarde le presentó una demanda de divorcio acusándole de que en cierta ocasión le
había vaporizado el cuerpo con un aceite que apestaba a moho.
Temiendo una intervención federal, Vincent Columbraro, el Rey de la Tostada con
Mantequilla, pidió la paz. (Columbraro tenía un control tan rígido sobre todas las
tostadas con mantequilla que entraban y salían de Nueva Jersey que una sola palabra
suya podía privar de desayuno a dos terceras partes del estado.) Todos los miembros
del hampa fueron convocados a una cena en Perth Amboy donde Columbraro les comunicó
que debían cesar todas las guerras intestinas y que a partir de ese momento tenían
que vestirse con decencia y dejar de andar escabulléndose por todas partes. Las
cartas, que antes se firmaban con una mano negra, en el futuro terminarían «con
nuestros mejores deseos», y todo el territorio se dividiría en partes iguales, quedando
Nueva Jersey para la madre de Columbraro. De ese modo, nació la Mafia o Cosa Nostra
(literalmente, «mi pasta de dientes» o «nuestra pasta de dientes»). Dos días más
tarde, Columbraro se metió en una bañera para darse un buen baño y hace cuarenta
y seis años que no se le ha vuelto a ver.
Estructura de la Mafia
La Cosa Nostra está estructurada como cualquier gobierno o gran corporación, o grupo
de gangsters, pongamos por caso. En la cima está el capo di tutti capi, o jefe de
todos los jefes. Las reuniones se realizan en su casa, y tiene la obligación de
ofrecer pinchitos y cubitos de hielo. Dejar de hacerlo significaría la muerte instantánea.
(La muerte, dicho sea de paso, es una de las peores cosas que pueden ocurrirle a
un miembro de la Cosa Nostra y muchos prefieren simplemente pagar una multa.) Por
debajo del jefe de todos los jefes están sus oficiales, cada uno de ellos gobierna
un sector de la ciudad con su «familia». Las familias de la Mafia no consisten en
una mujer y niños que siempre van a lugares como el circo o a hacer picnics. En
realidad, se trata de grupos de hombres más bien serios cuya mayor satisfacción
en la vida consiste en contemplar cuánto tiempo puede alguien permanecer sumergido
en el río East antes de empezar a hacer gárgaras.
La iniciación en la Mafia es algo bastante complicado. Al miembro propuesto se le
tapan los ojos y se le conduce a un cuarto oscuro. Se le llenan los bolsillos de
pedazos de melón Cranshaw y se le obliga a saltar sobre un solo pie gritando: «¡Viva!
¡Viva!». Luego todos los miembros del consejo de administración, o com¬missione,
le tiran del labio inferior y se lo sueltan de golpe. Algunos hasta desean hacer
esto dos veces. A continuación, le ponen granos de avena en la cabeza. Si se queja,
queda descalificado. Sin embargo, si dice «muy bien, me gusta la avena en la cabeza»,
recibe la bienvenida de la hermandad. Esto se hace besándole en la mejilla y estrechándole
la mano. A partir de ese momento, no se le permite comer chutney, divertir a sus
amigos imitando a una gallina ni matar a nadie llamado Vito.
Conclusiones
El crimen organizado es una plaga en nuestra nación. Si bien muchos norteamericanos
resultan engañados y empiezan una ca¬rrera en el crimen con la promesa de una vida
fácil, la mayoría de los criminales deben trabajar durante largas horas, a menudo
en edificios sin aire acondicionado. Identificar a los criminales depende de cada
uno de nosotros. Por lo general, se les puede reconocer por los grandes gemelos
que suelen llevar y porque no dejan de comer cuando al hombre que está sentado a
su lado se le cae un ancla encima.
Los mejores métodos para combatir el crimen organizado son los siguientes:
1. Decir a los criminales que no estás en casa;
2. Llamar a la policía siempre que un número insólito de hombres de la Compañía
de Lavado Siciliano empieza a cantar en el vestíbulo de tu casa;
3. Grabaciones.
Las grabaciones no pueden ser empleadas de modo indiscrimi¬nado, pero su eficacia
queda ilustrada en esta transcripción de una conversación entre dos jefes de banda
en el área de Nueva York cuyas llamadas telefónicas fueron grabadas por el F.B.I.:
Anthony: ¿Hola? ¿Rico?
Rico: ¿Hola?
Anthony: ¿Rico?
Rico: Hola.
Anthony: ¿Rico?
Rico: No te oigo.
Anthony: ¿Eres tú, Rico? No te oigo.
Rico: ¿Qué?
Anthony: ¿Me oyes?
Rico: ¿Hola?
Anthony: ¿Rico?
Rico: Hay un cruce.
Anthony: ¿Me oyes?
Rico: ¿Hola?
Anthony: ¿Rico?
Rico: ¿Hola?
Anthony: Operadora, hay un cruce.
Operadora: Cuelgue y vuelva a llamar, señor.
Rico: ¿Hola?
Gracias a esta prueba, Anthony (El Pescado) Rotunno y Rico Panzini fueron condenados
y en este momento descuentan quince años en Sing Sing por posesión ilegal de alcohol
de menta.
El torrente literario aparentemente inagotable del Tercer Reich va a seguir fluyendo
a caudales con la futura publicación de Las memorias de Friedrich Schmeed, el barbero
más famoso de la Alemania en guerra, quien rindió servicios tonsuriales a Hitler
y a muchos otros altos funcionarios del gobierno y del aparato militar. Como se
puso de manifiesto durante los juicios de Nuremberg, Schmeed no sólo pareció estar
siempre en el lugar indicado en el momento oportuno, sino que tenía una «memoria
más que total» y, por lo tanto, era el único cualificado para escribir esta guía
incisiva de las más secretas anécdotas de la Alemania nazi. A continuación publicamos
un breve extracto del libro:
En la primavera de 1940, un gran Mercedes estacionó frente a mi barbería del 127
Koenigstrasse, y Hitler entró en mi barbería. «Sólo quiero un ligero corte», dijo,
«y no me saque mucho de arriba.» Le expliqué que tendría que esperar un poco porque
Von Ribbentrop estaba antes que él. Hitler dijo que tenía prisa y le pidió a Ribbentrop
si podía cederle su turno, pero Ribbentrop insistió en que, si le pasaban delante,
el hecho causaría mala impresión en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Entonces,
Hitler hizo una rápida llamada telefónica: Ribbentrop fue en el acto transferido
al Afrika Korps y Hitler tuvo su corte de pelo. Este tipo de rivalidad era muy frecuente.
En cierta ocasión, Göring hizo que la policía detuviera a Heydrich bajo falsas acusaciones
para quedarse con la silla al lado de la ventana. Göring era un disoluto y a menudo
quería sentarse en el caballito, que yo tenía para los niños en la barbería, para
que le cortara el cabello. El alto mando nazi se sintió aver¬gonzado, pero no pudo
hacer nada. Un día, Hess lo desafió: «Hoy quiero yo el caballito, Herr mariscal
de campo», le dijo.
«Imposible, lo tengo reservado», replicó Göring.
«Tengo órdenes directas del Führer. Me autorizan a sentarme en el caballo mientras
me cortan el pelo.» Y Hess enarboló una carta de Hitler notificándolo. Göring se
puso lívido. Jamás se lo perdonó a Hess y dijo que en el futuro haría que su mujer
le cortara el pelo en casa con un bol. Hitler se rió cuando se enteró de esto, pero
Göring había hablado en serio y habría llevado a cabo su pro¬pósito si el Ministerio
del Ejército no le hubiera denegado su pedido de tijeras rebajadas.
Me han preguntado si tenía conciencia de las implicaciones morales de lo que hacía.
Como declaré ante el tribunal de Nurem¬berg, no sabía que Hitler era nazi. La verdad
es que durante años pensé que trabajaba para la compañía de teléfonos. Cuando al
fin me enteré del monstruo que era, ya era demasiado tarde para hacer algo, pues
había dado un anticipo para comprar unos muebles. Una vez, casi al final de la guerra,
contemplé la posibilidad de abrir un poco la sábana que Hitler tenía atada al cuello
y dejar caer por su espalda los pelitos que acababa de cortarle, pero, en el último
instante, me traicionaron los nervios.
Un día, en Berchtesgaden, Hitler se dirigió a mí y me dijo: «¿Cómo me quedarían
unas patillas?». Speer se rió y Hitler se ofendió. «Estoy hablando en serio, Herr
Speer», dijo. «Pienso que tal vez me queden bien unas patillas.» Göring, ese payaso
servil, de inmediato estuvo de acuerdo y dijo: «El Führer con patillas -¡qué excelente
idea!». Speer seguía en contra. De hecho, era el único con suficiente integridad
para decirle al Führer cuándo necesitaba un corte de pelo. «Está muy visto», dijo
entonces Speer, «asocio siempre las patillas con Churchill.» Hitler se exasperó.
¿Tendría Churchill la intención de dejarse patillas?, quiso saber, y, de ser así,
¿cuántas y cuándo? Himmler, que, al parecer, estaba a cargo del Servicio de Inteligencia,
fue convocado al instante. Göring se disgustó con la actitud de Speer y le susurró:
«¿Por qué levantas olas, eh? Si quiere patillas, déjale tener patillas». Speer,
que por lo general era quisquilloso, dijo que Göring era un hipó¬crita y «un bulto
de garbanzos embutido en un uniforme alemán». Göring juró que se vengaría, y más
tarde corrió el rumor de que metió en la cama de Speer a guardias especiales de
las S.S.
Himmler llegó presa de un gran frenesí. Estaba en plena clase de claqué cuando sonó
el teléfono y le convocaron al Berchtesgaden. Temía que se tratase de un cargamento
perdido de varios miles de sombreros de papel, en forma de cono, que le había prometido
a Rommel para la ofensiva de invierno. (Himmler no estaba acostumbrado a que lo
invitaran a cenar al Berchtesgaden porque era corto de vista, y Hitler no podía
soportar verle llevarse el tenedor a la cara y clavarse la comida en alguna parte
de la mejilla.) Himmler se dio cuenta de que algo iba mal porque Hitler le llamó
«enano», algo que sólo hacía cuando estaba de mal humor. De pronto, el Führer dio
media vuelta, lo encaró y gritó: «¿Sabe usted si Churchill va a dejarse patillas?».
Himmler se puso rojo.
«¿Y bien?»
Himmler dijo que había corrido el rumor de que Churchill contemplaba esa posibilidad,
pero que no había confirmación oficial alguna. En cuanto al tamaño y la cantidad,
explicó que era probable que fueran dos y de mediana longitud, pero que nadie se
atrevía a afirmarlo antes de tener plena seguridad. Hitler gritó y dio un golpe
sobre el escritorio. (Esto representó un triunfo de Göring sobre Speer.) Hitler
sacó un mapa y nos mostró cómo pensaba cortar las provisiones de toallas calientes
a Inglaterra. Bloqueando los Dardanelos, Doenitz podía conseguir que las toallas
no fueran desembarcadas ni pudieran ser aplicadas a los ansiosos rostros ingleses
que las esperaban con impaciencia. Pero el punto funda¬mental seguía sin solución:
¿podía Hitler vencer a Churchill en materia de patillas? Himmler dijo que Churchill
llevaba ventaja y que tal vez sería posible alcanzarle. Göring, ese vacuo optimista,
dijo que probablemente a Hitler le crecerían más rápido las patillas, y en especial
si se concentraba todo el poderío de Alemania en un esfuerzo conjunto. Von Rundstedt,
en una reunión del Estado Mayor, dijo que sería un error intentar que crecieran
patillas en dos frentes al mismo tiempo y aconsejó que sería más sabio concentrar
todos los esfuerzos en una sola buena patilla. Hitler replicó que él podía hacerlo
en las dos mejillas de forma simultánea. Rommel estuvo de acuerdo con Von Rundstedt.
«Nunca saldrán iguales, mein Führer», dijo, «en todo caso, no si las apura.» Hitler
montó en cólera y dijo que eso era asunto suyo y de su barbero. Speer prometió que
podía triplicar nuestra producción de crema de afeitar en el otoño y Hitler se puso
eufórico. Luego, en el invierno de 1942, los rusos lanzaron una contraofensiva y
las patillas dejaron de crecer. Hitler se desalentó temiendo que muy pronto Churchill
tendría un excelente aspecto mientras que él seguiría siendo «ordinario», pero poco
tiempo después recibimos noticias de que Churchill había abandonado la idea de las
patillas por ser demasiado cara. Una vez más, el Führer había probado tener la razón.
Después de la invasión de los aliados, a Hitler el cabello se le puso seco y desordenado.
Esto se debió en parte al éxito de los aliados y en parte a los consejos de Goebbels,
quien le dijo que se lo lavara cada día. Cuando esto llegó a oídos del general Guderian,
éste regresó al acto del frente ruso y le dijo al Führer que no debía ponerse champú
en el pelo más de tres veces por semana. Este era el procedimiento que había seguido
el Estado Mayor con gran éxito en las dos guerras anteriores. Hitler pasó una vez
más por encima de los generales y continuó con el lavado diario. Bormann ayudaba
a Hitler a secárselo y siempre parecía estar presente con un peine en la mano. Al
final Hitler empezó a depender de Bormann y, antes de mirarse al espejo, siempre
hacía que Bormann se mirase primero. A medida que las fuerzas aliadas avanzaban
hacia el este, el estado del pelo de Hitler empeoraba. Con el pelo seco y descuidado,
Hitler soñaba durante horas seguidas en el corte de pelo y el afeitado que se haría
el día en que Alemania ganase la guerra; se haría incluso, quizá, lustrar los zapatos.
Ahora me doy cuenta de que nunca tuvo la intención de hacerlo.
Un día, Hess cogió la botella de Vitalis del Führer y se fue a Inglaterra en un
avión. El alto mando alemán se enfureció. Creía que Hess iba a entregársela a los
aliados a cambio de una amnistía para él. Hitler se enfureció de forma especial
cuando se enteró de la noticia porque acababa de salir de la ducha y estaba a punto
de acicalarse el pelo. (Tiempo después, Hess explicó en Nuremberg que su plan era
hacerle un tratamiento de cráneo a Churchill en un esfuerzo por terminar la guerra.
Llegó a hacer agachar a Churchill sobre una palangana, pero en ese momento fue aprehen¬dido.)
A finales de 1944, Göring se dejó el bigote y esto hizo correr el rumor de que pronto
reemplazaría a Hitler. Hitler se enfureció y acusó a Göring de deslealtad. «Sólo
debe haber un bigote entre los líderes del Reich: ¡el mío!», gritó. Göring argumentó
que dos bigotes podían dar al pueblo alemán una mayor sensación de esperanza acerca
de la guerra, que iba mal, pero Hitler pensó que no. Luego, en enero de 1945, fracasó
una conspiración de varios generales para afeitar el bigote de Hitler mientras dormía
y proclamar a Doenitz como nuevo líder, cuando Von Stauffenberg, en la oscuridad
del dormitorio de Hitler, sólo le afeitó, por equivocación, una de las cejas. Se
proclamó el estado de emergencia y, de improviso, Goebbels apareció en mi barbería.
«Acaban de atentar contra el bigote del Führer, pero han fracasado», dijo tembloroso.
Goebbels se las arregló para que yo hablara por la radio y me dirigiera al pueblo
alemán, lo que hice con el mínimo de notas. «El Führer está en perfecto estado»,
les aseguré, «todavía está en posesión de su bigote. Repito. El Führer todavía está
en pose¬sión de su bigote. Una conspiración para cortárselo ha sido abortada.»
Cerca del final, fui al búnker de Hitler. Las fuerzas aliadas se cernían sobre Berlín,
y Hitler opinaba que, si los rusos llegaban primero, necesitaría un corte completo
de cabello, pero que, si lo hacían los norteamericanos, podía pasar con un arreglo.
Todo el mundo se peleó. En medio de todo esto, Bormann quiso afeitarse y yo le prometí
que me pondría a trabajar según un plan detallado. Hitler se puso moroso y distante.
Habló de hacerse una raya en el pelo de oreja a oreja y luego afirmó que el desarrollo
de la máquina de afeitar eléctrica volcaría la guerra en favor de Alemania. «Seremos
capaces de afeitarnos en segundos, ¿eh, Schmeed?», murmuró. Mencionó otras estrategias
enloquecidas y dijo que algún día no sólo haría que le cortasen el pelo, sino que
le hicieran una permanente. Obsesionado como de costumbre por el tamaño, juró que
un día tendría un frondoso peluquín «uno que hará temblar al mundo y requerirá una
guardia de honor para peinarlo». Al final, nos estrechamos la mano y le hice un
último corte. Me dio una propina de un pfenning. «Ojalá pudiera ser más», dijo,
«pero, desde que los aliados invadieron Europa, he estado un poco corto de dinero.»
La evolución de mi filosofía se dio de la siguiente manera: mi mujer, al invitarme
a probar el primer soufflé que había hecho, dejó caer por accidente una cucharadita
del mismo sobre mi pie fracturándome varios pequeños huesos. Acudieron los médicos,
hicieron y examinaron radiografías y me ordenaron un mes de cama. Durante la convalecencia,
me concentré en la obra de algunos de los pensadores más eximios de Occidente -una
pila de libros que yo había seleccionado para eventualidades como ésta. No presté
atención al orden cronológico y empecé por Kierkegaard y Sartre, luego pasé rápidamente
a Spinoza, Hume, Kafka y Camus. No me aburrí como me había temido; en cambio, me
fascinó la energía con la que esas grandes mentes atacaban resueltamente la moral,
el arte, la ética, la vida y la muerte. Recuerdo mi reacción a una observación típicamente
luminosa de Kierkegaard: «Semejante relación, que se relaciona con su propio ser
(es decir, un ser), debe haberse constituido a sí misma, o ha sido constituida por
otra». El concepto me arrancó lágrimas de los ojos. ¡Dios santo, pensé, ser tan
inteligente! (Soy un hombre con dificultades para escribir dos frases coherentes
sobre «Un día en el zoo»..) La verdad es que el pasaje me resultó totalmente incomprensible,
pero ¿qué más da si Kierkegaard se lo había pasado bien? Súbitamente me convencí
de que la metafísica era lo que siempre había querido hacer: tomé mi bolígrafo y
empecé en el acto a garabatear la primera de mis propias fantasías. La obra avanzó
aprisa y en sólo dos tardes (con tiempo para echarme una siesta), completé la obra
filosófica que espero no será descubierta hasta después de mi muerte o hasta el
año 3000 (lo que ocurra primero) y que modestamente creo me asegurará un lugar privilegiado
entre los pensadores de más peso en la historia. Aquí presento un breve ejemplo
del cuerpo principal de tesoros intelectuales que lego a la posteridad, o hasta
que llegue la mujer de la limpieza.
I. Crítica de la sinrazón pura
Al formular cualquier filosofía, la primera consideración siem¬pre debe ser: ¿Qué
podemos saber? Es decir, qué podemos estar seguros de saber, o seguros de que sabemos
que sabíamos, si realmente es de algún modo «cognoscible». ¿O lo habremos ol¬vidado
todo y tenemos demasiada vergüenza de decir algo? Des¬cartes insinuó el problema
cuando escribió: «Mi mente jamás puede conocer mi cuerpo, aunque se ha hecho bastante
amiga de mis piernas». Por «cognoscible», dicho sea de paso, no quiero decir aquello
que puede ser conocido por medio de la percepción de los sentidos o que puede ser
comprendido por la mente, sino más bien aquello que puede decirse que es Conocido
o que posee un Cono¬cimiento o una Conocibilidad, o por lo menos algo que puedas
mencionar a un amigo.
¿Podemos en realidad «conocer» el universo? Dios santo, no perderse en Chinatown
ya es bastante difícil. Sin embargo, el asunto es el siguiente: ¿Habrá algo allá
fuera? ¿Y por qué? ¿Por qué tendrán que hacer tanto ruido? Por último, no cabe duda
de que la característica de la «realidad» es que carece de esencia. Esto no quiere
decir que no tenga esencia, sino simplemente que carece de ella. (La realidad a
la que me refiero es la misma que describió Hobbes, pero un poco más pequeña.) Por
lo tanto, el dictum cartesiano, «Pienso, luego existo», podría expresarse mejor
por «¡Eh, allí va Edna con el saxofón!». Así pues, para conocer una sustancia o
una idea, debemos dudar de ella y así, al dudar, llegamos a percibir las cualidades
que posee en su estado finito, que están en, o son realmente «la misma cosa», o
«de la cosa misma», o de algo, o de nada. Si esto está claro, podemos dejar por
el momento la epistemología.
II. La dialéctica escatológica como medio de lucha contra el zona
Podemos decir que el universo consiste en una sustancia y que a esta sustancia la
llamamos «átomo», o también «mónada». Demócrito la denominó átomo. Leibnitz la llamó
mónada. Por fortuna, los dos hombres jamás se conocieron, de lo contrario se hubiera
armado una discusión muy aburrida. Estas «partículas» fueron puestas en movimiento
por alguna causa o principio fun¬damental, o quizás algo se cayó en algún lugar.
El asunto es que ahora ya es demasiado tarde para remediarlo, salvo quizá comer
mucho pescado crudo. Por supuesto, esto no explica por qué el alma es inmortal.
Tampoco dice nada sobre una vida ultraterrena ni aclara la sensación que siente
mi tío Sender de que le persiguen los albanos. La relación causal entre el primer
principio (es de¬cir, Dios o viento fuerte) y cualquier concepción teológica del
ser (Ser), según Pascal, es «tan ridícula que ni siquiera es graciosa (Graciosa)».
Schopenhauer llamó a esto «voluntad», pero su médico la diagnosticó como fiebre
del heno. En sus últimos años, se amargó por eso o, más aún, por la creciente sospecha
de que él no era Mozart.
III. El cosmos por cinco dólares al día
¿Qué es, entonces, lo «bello»? ¿La fusión de la armonía con lo justo, o la fusión
de la armonía con algo que sólo se parece a «lo justo»? Quizá la armonía se haya
fundido con «la costra terrestre» y eso es lo que nos ha estado dando tantos problemas.
La verdad, podemos estar seguros, es la belleza -o «lo necesario». Es decir, lo
que es bueno, o que posee las cualidades de «lo bueno», da como resultado «la verdad».
Si no lo da, siempre puedes apostar a que la cosa no es bella, aunque aún puede
que sea impermeable. Estoy empezando a pensar que tenía razón antes y que todo tendría
que fusionarse con la costra. Ah, bueno.
Dos parábolas
Un hombre se acerca a un palacio. La única entrada está guardada por unos fieros
hunos que sólo dejan pasar a hombres llamados Julius. El hombre trata de sobornar
a los guardias ofre¬ciéndoles por un año las mejores partes del pollo. Ellos ni
se burlan de su oferta ni la aceptan, sino que simplemente lo cogen por la nariz
y se la tuercen hasta que parezca un tornillo. El hombre dice que tiene que entrar
a la fuerza en el palacio porque le trae al emperador una muda de calzoncillos.
Al ver que los guardias siguen negándose, el hombre empieza a bailar el charleston.
Ellos parecen divertirse con su baile, pero pronto se ponen tristes por el trato
que el gobierno federal otorga a los navajos. Sin aliento, el hombre se derrumba.
Muere sin haber visto al emperador y dejando una deuda de sesenta dólares a los
de la Steinway por un piano que les había alquilado en agosto.
Me entregan un mensaje para un general. Cabalgo y cabalgo, pero el cuartel general
del general parece distanciarse siempre más. Por último, se arroja sobre mí una
gigantesca pantera negra que me devora la mente y el corazón. Me paso la tarde terriblemente
angustiado. Por más que lo intente, no puedo llegar al general a quien veo corriendo
a lo lejos en shorts y musitando la palabra «nuez moscada» a sus enemigos.
Aforismos
Es imposible vivir la propia muerte con objetividad y, además, cantar una canción.
* * *
El universo no es más que una idea transitoria en la mente de Dios. Es un hermoso
pensamiento, aunque bastante incómodo, sobre todo si acabas de pagar el anticipo
de una casa.
* * *
La nada eterna está muy bien si vas vestido para la ocasión.
* * *
¡Ojalá viviera Dionisos! ¿Dónde comería?
* * *
No sólo no hay Dios, sino que ¡intenta conseguir un electricista en un fin de semana!
Estaba hojeando una revista mientras esperaba a que Joseph K., mi basset, terminara
su acostumbrada consulta de cincuenta minutos de todos los martes con un psicoterapeuta
de Park Avenue (un veterinario junguiano que, por cincuenta dólares la sesión, se
empeña en convencerle de que los mofletes no son una desventaja social), cuando,
por casualidad, di con una frase a pie de página que atrajo mi atención tanto como
la notificación de un cheque sin fondos. Sin embargo, no se trataba más que de uno
de esos artículos en rúbricas pseudoculturales tipo «Conozca usted la vida de...»
o «¡A que no lo sabe!», pero su evidencia me sacudió con la fuerza de las primeras
notas de la Novena de Beethoven. «El sandwich», decía, «fue inventado por el conde
de Sandwich.» Estupefacto por la noticia, volví a leerla y me estremecí con un temblor
involuntario. Mis ideas se arremolinaron mientras evocaba los sueños, las esperanzas
y los inmensos obstáculos que debieron acompañar el invento del primer sandwich.
Se me humedecieron los ojos cuando miré por la ventana las centelleantes torres
de la ciudad y experimenté una sensación de eternidad, maravillado por el lugar
inextirpable del hombre en el universo. ¡El hombre, el inventor! Los cuadernos de
anotaciones de Da Vinci se cernieron sobre mí -valientes hipótesis para las más
elevadas aspiraciones de la raza humana. Pensé en Aristóteles, Dante, Shakespeare.
El primer folio de sus obras. Newton. El Messiah de Haendel. Monet. El impresionismo.
Edison. El cubismo. Stravinsky. E = mc2...
Me concentré con firmeza en la imagen mental del primer sandwich, conservado en
una vitrina del Museo Británico y dediqué los tres meses siguientes a la elaboración
de una breve biografía de su gran inventor, el conde de Sandwich. Aunque mis conoci¬mientos
de historia no son muy brillantes y aunque mi capacidad para novelar los hechos
supera con mucho la del común de los aficionados al ácido, espero haber captado
al menos la esencia de este genio ignorado y deseo que estas notas sueltas induzcan
a algún verdadero historiador a trabajar sobre él a partir de estos datos.
1718: nace el conde de Sandwich en una familia de aristócratas. El padre está encantado
por haber sido nombrado jefe herrador de su majestad el rey, posición de la que
disfruta durante bastantes años hasta que descubre que no es más que un herrero
y renuncia, amargado. La madre es una simple hausfrau de extracción germá¬nica cuyo
sencillo menú consiste esencialmente en manteca de cerdo y avenate, aunque a veces
demuestra cierta imaginación culinaria al confeccionar un postre de natas, huevos,
vino y azúcar.
1725-1735: asiste a la escuela, donde aprende el latín y a montar a caballo. En
la escuela toma contacto por primera vez con los embutidos y muestra especial interés
por los cortes muy finos de roast-beef y de jamón. Para cuando se gradúa, esto se
ha convertido ya en una obsesión y, aunque su tesis sobre «El análisis y los fenómenos
concomitantes de la merienda de la tarde» llama la atención de los profesores, sus
compañeros de estudio le consideran estrambótico.
1736: ingresa en la Universidad de Cambridge, a instancias de sus padres, para seguir
estudios de retórica y metafísica, pero muestra poco entusiasmo por los mismos.
En constante rebelión contra todo lo académico, es acusado de robar pan y de llevar
a cabo experimentos antinaturales con ese material. Las acusaciones de herejía determinan
su expulsión.
1738: desheredado, se refugia en los países escandinavos donde, durante tres años,
estudia intensivamente el queso. Fascinado por la gran variedad de sardinas que
encuentra, anota en su cuaderno: «Estoy convencido de que existe una realidad permanente,
más allá de lo que aún ha podido lograr el hombre, en la yuxtaposición de los alimentos.
Simplifica, simplifica». A su regreso a Inglaterra, conoce a Nell Smallbore, hija
de un verdulero, y contrae matri¬monio. Ella le enseñará todos sus conocimientos
sobre la le¬chuga.
1741: reside en el campo con una modesta herencia y trabaja día y noche apretando
con frecuencia el cinturón para ahorrar y comprar comida. Su primera obra terminada
(una rebanada de pan, otra rebanada de pan encima de la primera y un trozo de pavo
encima de las dos rebanadas) fracasa miserablemente. Desilusionado hasta la amargura,
regresa a su estudio y vuelve a empezar todo de nuevo.
1745: después de cuatro años de frenética labor, está convencido de haber alcanzado
la antesala del éxito. Expone ante sus colegas dos trozos de pavo con una rebanada
de pan en medio. Todos rechazan su obra salvo David Hume, quien presiente la inminencia
de algo grandioso y le alienta a seguir. Enardecido por la amistad del filósofo,
vuelve a su trabajo con renovado vigor.
1747: en la miseria, no puede darse el lujo de trabajar con roast-beef o pavo y
se dedica al jamón que es más barato.
1750: en primavera, expone tres trozos consecutivos de jamón uno encima de otro,
y hace una demostración que sólo despierta cierto interés en círculos intelectuales
y que pasa desapercibida para el gran público. Tres rebanadas de pan apiladas aumentan
su reputación y, aunque todavía no se evidencia un estilo maduro Voltaire muestra
su interés por conocerle.
1751: viajes a Francia donde el filósofo-dramaturgo acaba de lograr interesantes
resultados con pan y mahonesa. Los dos hombres traban amistad y se inicia una larga
correspondencia que termina repentinamente cuando a Voltaire se le acaban los sellos.
1758: su creciente aceptación entre los manipuladores de 1a opinión pública hace
que la reina le encargue «algo especial» con motivo de un almuerzo con el embajador
de España. Trabaja día y noche experimentando con cientos de posibilidades y, por
fin a las 16 horas 17 minutos del 27 de abril de 1758, crea la obra que consiste
en varias tajadas de jamón cubiertas, por encima y por debajo, por dos rebanadas
de pan de centeno. En un golpe de inspiración, adorna la obra con mostaza. Es un
éxito inmediato y queda encargado para el resto del año de los almuerzos de sábado.
1760: cosecha un éxito tras otro creando «sandwiches», como se los denomina en su
honor, con roast-beef, pollo, lengua y casi cualquier fiambre concebible. No satisfecho
con repetir fórmula ya tratadas, busca nuevas ideas y elabora el sandwich-combinado
por el cual recibe la Orden de la Jarretera.
1769: en su residencia de campo, recibe la visita de los hombres más ilustres del
siglo: Haydn, Kant, Rousseau y Ben Franklin se detienen en su casa, algunos disfrutando
de sus admirables crea¬ciones, otros con pedidos para llevar.
1788: aunque físicamente cansado, todavía investiga nuevas formas y escribe en su
diario: «Trabajo hasta altas horas de la noche y tuesto todo lo que encuentro en
un esfuerzo por mantener el calor». A fines de ese mismo año, su sandwich abierto
de roast-beef caliente provoca un escándalo por su franqueza.
1783: para celebrar su sexagésimo quinto cumpleaños, inventa la hamburguesa y hace
giras personales por las grandes capitales del mundo preparando hamburguesas en
salas de concierto ante numerosas y agradecidas audiencias. En Alemania, Goethe
sugiere servirlas con panecillos, una idea que deleita al conde quien, más tarde,
dice del autor de Fausto: «Este Goethe es un gran tipo». Estas palabras deleitan
a Goethe, aunque al año siguiente los dos hombres rompen su relación por una desavenencia
en torno a los conceptos de poco hecho, a punto y muy hecho.
1790: en una exposición retrospectiva de su obra, celebrada en Londres, sufre un
repentino ataque de dolores en el pecho, y se le vaticina una muerte inminente,
pero se recupera lo suficiente como para supervisar la construcción de un monumento
al sand¬wich de barra promovido por un grupo de talentosos seguidores. Su inauguración
en Italia produce serios disturbios y allí permanece incomprendido salvo para unos
pocos críticos.
1792: cae víctima de un genu varum que no puede tratar a tiempo y fallece mientras
duerme. Es enterrado en Westminster Abbey, y miles de personas presencian sus funerales.
En esa ocasión, el gran poeta alemán Hölderlin resume sus logros con una ma¬nifiesta
reverencia: «Liberó a la humanidad del almuerzo caliente. Todos estamos en deuda
con él».
(El drama se desarrolla en el dormitorio de la casa de dos pisos de Nat Ackerman,
en algún lugar de Kew Gardens, Nueva York. La habitación está enmoquetada. Hay una
gran cama doble y un inmenso velador. La habitación está amueblada y acortinada
de forma meticulosa y en las paredes hay varias pinturas y un barómetro no muy atractivo.
Se oye una música suave cuando se levanta el telón. Nat Ackerman, un confeccionista
de prêt-à-porter de cincuenta y siete años, calvo y panzudo, está echado en la cama
terminando de leer el Daily News. Lleva puestas una bata y zapatillas y lee a la
luz de una lamparilla cogida con grapas al cabezal blanco de la cama. Es cerca de
medianoche. De pronto, se oye un ruido, Nat se sienta y mira la ventana.)
NAT: ¿Qué diablos es eso?
(Trepando torpemente por la ventana, aparece una figura sombría y con capa. El intruso
viste una capucha negra y ropa ajustada al cuerpo también de color negro. La capucha
le cubre la cabeza, pero no la cara, que es de mediana edad y absolutamente blanca.
De algún modo, tiene cierto parecido con Nat. Resopla sonoramente y luego, saltando
por encima del marco de la ventana, se deja caer en la habitación.)
LA MUERTE (porque de eso se trata): ¡Dios santo! Casi me rompo el cuello.
NAT (observando perplejo): ¿Quién es usted?
LA MUERTE: La Muerte.
NAT: ¿Quién?
LA MUERTE: La Muerte. Escuche... ¿puedo sentarme? Casi me rompo el cuello. Estoy
temblando como una hoja.
NAT: ¿Quién es usted?
LA MUERTE: La Muerte. ¿No tendría un vaso de agua?
NAT: ¿La Muerte? ¿Qué quiere decir... La Muerte?
LA MUERTE: ¿Qué diablos le pasa? ¿No ve mi traje negro y mi rostro blanco?
NAT: Sí.
LA MUERTE: ¿Y le parece que puedo ser Pinocho?
NAT: No.
LA MUERTE: Entonces soy La Muerte. Ahora bien, ¿podría darme un vaso de agua...
o un agua tónica?
NAT: Si se trata de una broma...
LA MUERTE: ¿Qué clase de broma? ¿Tiene cincuenta y siete años? ¿Nat Ackerman? ¿Calle
Pacific 118? A menos que me haya equivocado... ¿dónde habré dejado el papel?
(Se revisa los bolsillos hasta que saca una tarjeta con una dirección. La verifica.)
NAT: ¿Qué quiere de mí?
LA MUERTE: ¿Que qué quiero? ¿Qué le parece que quiero?
NAT: Debe de estar bromeando. Estoy en perfecto estado de salud.
LA MUERTE (sin dejarse impresionar): Uh-uh. (Mira en derredor.) Es un hermoso lugar.
¿Lo hizo usted mismo?
NAT: Tuvimos una decoradora, pero yo la ayudé.
LA MUERTE (mirando una foto en la pared): Me encantan esos chicos de ojos grandes.
NAT: No quiero irme todavía.
LA MUERTE: ¿Usted no quiere irse? Por favor, no empecemos. No empeore las cosas,
la ascensión me ha mareado.
NAT: ¿Qué ascensión?
LA MUERTE: Subí por la tubería del desagüe. Quería hacer una entrada dramática.
Vi las ventanas abiertas y pensé que usted estaría despierto leyendo. Imaginé que
sería divertido subir y entrar así, por las buenas, ya sabe... (Chasquea los dedos.)
Pero me enganché el tacón en una enredadera, se rompió la tubería y me quedé colgado
por un pelo. Después se me rasgó la capa. Mire, mejor vamonos de una vez. Ha sido
una noche te¬rrible.
NAT: ¿Así que, además, me ha roto la tubería del desagüe?
LA MUERTE: Roto, roto, no, sólo un poco torcido. ¿No oyó nada? Me pegué un porrazo
en el suelo.
NAT: Estaba leyendo.
LA MUERTE: Entonces debía estar muy concentrado. (Hojea el periódico que leía Nat.)
«Colegialas sorprendidas en una orgía de marihuana.» ¿Me lo presta?
NAT: Aún no he terminado.
LA MUERTE: Bueno... no sé cómo decírselo, amigo, pero...
NAT: ¿Por qué no tocó el timbre abajo?
LA MUERTE: ¿Y qué, si no, estoy tratando de explicarle? Podría haberlo hecho, pero
¿qué impresión le habría causado? Así queda más dramático. Pasa algo. ¿Ha leído
Fausto?
NAT: ¿Qué?
LA MUERTE: ¿Y qué habría ocurrido si hubiera estado acompañado? Estaría sentado,
ahí, con gente importante. Llego yo, La Muerte. ¿Qué le parece mejor? ¿Que toque
el timbre o aparezca de pronto? ¿En qué está pensando, hombre?
NAT: Escuche, señor, es muy tarde.
LA MUERTE: Tiene razón. Bueno, ¿vamos?
NAT: ¿Adonde?
LA MUERTE: La Muerte. Eso. La cosa. Los Felices Campos de Caza. (Se mira la rodilla.)
¿Sabe?, es una herida bastante profunda. Mi primer trabajo y puede que coja una
gangrena.
NAT: Espere un minuto. Necesito tiempo. No estoy listo para ir.
LA MUERTE: Lo lamento mucho. No puedo hacer nada por usted. Me gustaría, pero ha
llegado la hora.
NAT: ¿Cómo puede haber llegado la hora? ¡Si acabo de asociarme con Original Prêt-à-porter!
LA MUERTE: ¿Qué diferencia hay entre un par de billetes más o un par de billetes
menos?
NAT: ¡Claro! A usted ¿qué le importa? Debe de tener todos los gastos pagados.
LA MUERTE: ¿Quiere venir conmigo ahora?
NAT (estudiándolo): Perdone, pero no puedo creer que sea usted La Muerte.
LA MUERTE: ¿Por qué? ¿Qué se esperaba... Rock Hudson?
NAT: No, no se trata de eso.
LA MUERTE: Siento mucho haberle desilusionado, pero, oiga usted...
NAT: No se enfade. No sé; siempre pensé que usted sería... eh... un poco más alto.
LA MUERTE: Mido un metro setenta. Es normal para mi peso.
NAT: Se parece algo a mí.
LA MUERTE: ¿Y a quién tendría que parecerme? Al fin y al cabo soy su Muerte.
NAT: Deme un poco de tiempo. Un día más.
LA MUERTE: No puedo, ¿qué quiere que le diga?
NAT: Un día más. Veinticuatro horas.
LA MUERTE: ¿Para qué las necesita? La radio dijo que mañana llo¬vería.
NAT: ¿No podríamos llegar a algún acuerdo?
LA MUERTE: ¿Como cuál?
NAT: ¿Juega al ajedrez?
LA MUERTE: No.
NAT: Una vez vi una foto suya jugando al ajedrez.
LA MUERTE: No podía ser yo porque no juego al ajedrez. Gin rummy, quizás.
NAT: Juega al gin rummy?
LA MUERTE: ¿Si juego al gin rummy? Juega McEnroe al tenis?
NAT: Es muy bueno, ¿no?
LA MUERTE: Muy bueno.
NAT: Le diré lo que haré...
LA MUERTE: No quiera llegar a ningún acuerdo conmigo.
NAT: Le reto al gin rummy. Si gana usted, me voy enseguida. Si gano yo, me da un
poco más de tiempo. Un poquitín... un día más.
LA MUERTE: ¿Y quién tiene tiempo para jugar al rummy?
NAT: Vamos, vamos. Dice que es tan bueno...
LA MUERTE: Aunque me gustaría hacer una partidita...
NAT: Vamos, pórtese como un caballero. Jugamos media hora.
LA MUERTE: En realidad, no debería...
NAT: Aquí mismo tengo las cartas. No se ahogue en un vaso de agua. Vamos.
LA MUERTE: De acuerdo, empecemos. Juguemos un poco. Me re¬lajará.
NAT(tomando las cartas, una hoja, para anotar, un lápiz): No se arrepentirá.
LA MUERTE: No me dore la píldora. Vamos a las cartas, deme un agua tónica y algo
de picar. ¡Vaya! Aparece un desconocido en su casa y usted no tiene ni patatas fritas
para ofrecerle.
NAT: Abajo hay galletas en un plato.
LA MUERTE: ¿Galletas? Y si viene el presidente, ¿qué? ¿También le daría galletas?
NAT: Usted no es el presidente.
LA MUERTE: Dé las cartas.
(Nat da y sirve un cinco.)
NAT: ¿Quiere jugar a una décima de centavo para hacerlo más in¬teresante?
LA MUERTE: ¿No le parece aún lo suficientemente interesante para usted?
NAT: Juego mejor si hay dinero de por medio.
LA MUERTE: Lo que usted diga, Newt.
NAT: Nat. Nat Ackerman. ¿No sabe mi nombre?
LA MUERTE: Newt, Nat... ¡tengo tanta jaqueca!
NAT: ¿Quiere ese cinco?
LA MUERTE: No.
NAT: Entonces, recoja.
LA MUERTE (mirando sus cartas mientras recoge): Dios santo, no conseguí nada.
NAT: ¿A qué se parece?
LA MUERTE: ¿A qué se parece qué!
(A lo largo de la siguiente conversación, cogen y abren cartas.)
NAT: La Muerte.
LA MUERTE: ¿Cómo tendría que ser? Usted abrió allí.
NAT: ¿Hay algo después?
LA MUERTE: Aaahhh, se está guardando los dos.
NAT: Le estoy preguntando. ¿Hay algo después?
LA MUERTE (con aire ausente): Ya verá.
NAT: Ah, entonces, ¿voy a ver algo?
LA MUERTE: Pues, quizá no tendría que habérselo dicho de ese modo. Descarte.
NAT: No suelta usted prenda, ¿eh?
LA MUERTE: Estoy jugando a las cartas.
NAT: Pues bien, juegue.
LA MUERTE: Mientras tanto, le estoy regalando una carta tras otra.
NAT: No mire el mazo.
LA MUERTE: No estoy mirando. Lo estoy poniendo recto. ¿Cuál es la carta para cerrar?
NAT: ¿Ya está listo para cerrar?
LA MUERTE: ¿Quién dijo que estaba listo para cerrar? Lo único que pregunté es con
qué carta se cierra.
NAT: Y lo único que yo pregunto es si debo esperar algo después.
LA MUERTE: Juegue.
NAT: ¿No puede decirme nada? ¿Adonde vamos?
LA MUERTE: ¿Nosotros? Para decirle la verdad, usted tropezará en un montón de pliegues
en el suelo y se caerá.
NAT: ¡Oh, no quiero verlo! ¿Me va a doler?
LA MUERTE: Un par de segundos.
NAT: Extraordinario. (Suspira.) Lo que me faltaba Un hombre acaba de asociarse con
Original Prêt-à-Porter y...
LA MUERTE: ¿Qué tal con cuatro puntos?
NAT: ¿Cierra y se va?
LA MUERTE: ¿Son buenos cuatro puntos?
NAT: No, yo tengo dos.
LA MUERTE: Está bromeando.
NAT: No, usted pierde.
LA MUERTE: ¡Dios santo! Y pensar que creía estar guardando los seis.
NAT: No, su turno. Veinte puntos y dos cajas. Dé. (La Muerte da las cartas.) Debo
caerme al suelo, ¿eh? ¿No puedo estar de pie encima del sofá cuando suceda?
LA MUERTE: No; juegue.
NAT: ¿Por qué no?
LA MUERTE: ¡Porque todo el mundo se cae al suelo! Déjeme en paz. Estoy tratando
de concentrarme.
NAT: ¿Por qué tiene que ser al suelo? ¡Es lo único que digo! ¿Por qué demonios no
puedo estar al lado de un sofá cuando su¬ceda?
LA MUERTE: Haré lo que pueda. ¿Quiere jugar, sí o no?
NAT: De eso estoy hablando. Usted me recuerda a Moe Leftkowitz. Tozudo como una
mula.
LA MUERTE: ¿Que le recuerdo a Moe Leftkowitz? ¡Soy una de las figuras más terroríficas
que pueda imaginarse y al señor le recuerdo a Moe Leftkowitz! ¿Quién es? ¿Un peletero?
NAT: Ya le gustaría ser ese peletero. Gana ochenta mil dólares al año. Fabricante
de pasamanos. Tiene su propia fábrica. Dos puntos.
LA MUERTE: ¿Qué?
NAT: Dos puntos. Voy. ¿Qué tiene?
LA MUERTE: Tengo una mano como el resultado de un partido de baloncesto.
NAT: Y son espadas.
LA MUERTE: ¡Si no hablara tanto!
(Vuelven a dar y siguen el juego.)
NAT: ¿Qué quiso decir cuando dijo que era su primer trabajo?
LA MUERTE: ¿Qué le parece?
NAT: ¿Quería decirme acaso... que antes de mí no ha muerto nadie?
LA MUERTE: Por supuesto que sí. Pero no los llevé yo.
NAT: Entonces ¿quién lo hizo?
LA MUERTE: Los Otros.
NAT: ¿Hay otros?
LA MUERTE: Claro. Cada uno tiene su forma personal de irse.
NAT: No lo sabía.
LA MUERTE: ¿Por qué habría de saberlo? ¿Quién se cree que es al fin y al cabo?
NAT: ¿Qué pretende decir con eso de quién me creo que soy? ¿Acaso soy un Don Nadie?
LA MUERTE: Nadie no. Es un confeccionista de prêt-à-porter. ¿De dónde va a sacar
un conocimiento de los misterios eternos?
NAT: ¿De qué está hablando? Yo gano mucha pasta. Envié a mis dos chicos a la universidad.
Uno está en publicidad, el otro se casó. Tengo casa propia. Llevo un Chrysler. Mi
mujer tiene lo que se le antoja. Criadas, abrigo de visón, vacaciones. En este momento
está en Eden Roc. Cincuenta dólares al día sólo porque quiere estar cerca de su
hermana. Tengo que reunirme con ella la semana que viene, entonces, ¿qué piensa
que soy? ¿Un tipo corriente?
LA MUERTE: Está bien. No sea tan quisquilloso.
NAT: ¿Quién es quisquilloso?
LA MUERTE: Yo también podría enfadarme porque me ha in¬sultado.
NAT: ¿Quién le ha insultado?
LA MUERTE: ¿No dijo que lo había desilusionado?
NAT: ¿Qué espera? ¿Pretende que tire la casa por la ventana?
LA MUERTE: No estoy hablando de eso. Quiero decir, yo personal¬mente, que soy demasiado
bajo, que soy eso, que soy lo otro.
NAT: Dije que se parecía a mí. Es como un reflejo.
LA MUERTE: OK, está bien, corte, corte.
(Continúan jugando mientras sube el volumen de la música y se van apagando las luces
hasta la oscuridad total. Las luces vuelven a encenderse lentamente; ha pasado el
tiempo y se ha terminado la partida. Nat cuenta los puntos.)
NAT: Sesenta y ocho... ciento cincuenta... Bueno, ha perdido.
LA MUERTE (mirando, abatido, los naipes): Sabía que no debía haber tirado ese nueve.
¡Mierda!
NAT: Entonces, le veo mañana.
LA MUERTE: ¿Qué significa eso de que me ve mañana?
NAT: Me gané un día extra. Ahora déjeme.
LA MUERTE: ¿Habla en serio?
NAT: Un trato es un trato.
LA MUERTE: Sí, pero...
NAT: No me venga con «peros». Le gané las veinticuatro horas. Vuelva mañana.
LA MUERTE: No sabía que jugábamos por tiempo.
NAT: Lo siento mucho. Tendría que prestar más atención.
LA MUERTE: ¿Y ahora qué voy a hacer durante veinticuatro horas?
NAT: A mí ¿qué me importa? El asunto es que le gané un día extra.
LA MUERTE: ¿Qué quiere que haga... que camine por las calles?
NAT: Métase en un hotel, váyase al cine. Tome un schvitz. ¡No haga de eso un asunto
de Estado!
LA MUERTE: A lo mejor se ha equivocado al contar.
NAT: No sólo no me he equivocado, sino que me debe, además, veintiocho dólares.
LA MUERTE: ¿Qué?
NAT: Así es, amigo. Aquí está, léalo.
LA MUERTE (revisándose los bolsillos): Tengo sólo unas cuantas monedas, pero no
veintiocho dólares.
NAT: Le acepto un cheque.
LA MUERTE: ¿Un cheque? ¿En qué cuenta?
NAT: ¡Si todos mis clientes fueran como usted!
LA MUERTE: Ponga un pleito, demándeme, haga lo que quiera. ¿Cómo voy a tener yo
una cuenta corriente?
NAT: Muy bien, muy bien. Deme lo que tenga y quedamos en paz.
LA MUERTE: Escuche, necesito este dinero.
NAT: ¿Por qué va a necesitar dinero La Muerte? Cuénteselo a su tía.
LA MUERTE: No haga bromitas. Está a punto de ir al Más Allá.
NAT: ¿Y qué?
LA MUERTE: ¿Cómo, y qué? ¿Sabe lo lejos que está?
NAT: ¿Y qué?
LA MUERTE: Y la gasolina ¿qué? ¿Y el peaje?
NAT: ¿Conque vamos en coche?
LA MUERTE: Ya verá. (Agitado.) Mire, vuelvo mañana y me da otra oportunidad para
recuperar mi pasta, ¿eh? De lo contrario, tendrá problemas.
NAT: Como quiera. Es muy posible que gane una semana extra o un mes. Quizás un año...
Del modo que juega...
LA MUERTE: Mientras tanto, me he quedado sin un centavo.
NAT: ¡Hasta mañana!
LA MUERTE (empujado hacia la puerta): ¿Dónde hay un buen hotel? ¿Qué hablo de hoteles
si no tengo un céntimo? Iré a sentarme en una confitería. (Recoge el News.)
NAT: Eh, deje eso. Es mi diario. (Se lo quita.)
LA MUERTE (yéndose): ¡Y pensar que pude agarrarlo y llevármelo sin problemas! ¿Por
qué me dejé enrollar con el rummy?
NAT (llamándole): Y tenga cuidado al bajar. ¡En uno de los escalones, la alfombra
está suelta!
(Y, al instante, se oye un gran estruendo y el sonido de alguien que cae. Nat suspira,
luego se dirige a la mesita de noche y hace una llamada telefónica.)
NAT: ¿Hola, Moe? Yo. Escucha, no sé si alguien me ha hecho una broma o qué, pero
La Muerte acaba de salir de aquí. Jugamos un poco al rummy... No, La Muerte. En
persona. O alguien que afirma ser La Muerte. Pero, Moe, ¡es un schlep! ¡El rey de
los huevones!
La cantidad de anuncios de cursos universitarios y de cursos por correspondencia
para adultos que hacen su aparición diaria en mi buzón ha acabado por convencerme
de que debo figurar en alguna lista especial de atrasados mentales. No es que me
queje; hay algo en una lista de cursillos de perfeccionamiento que provoca mi curiosidad
con una fascinación que hasta ahora sólo me había producido un catálogo de accesorios
para luna de miel llegado por equivocación a mis manos desde Hong Kong. Cada vez
que leo el último boletín de cursos de perfeccionamiento, me vienen en¬seguida ganas
de plantarlo todo y regresar a la escuela. (Hace mu¬chos años, fui expulsado de
la universidad, víctima de acusaciones sin pruebas, no muy distintas a las que una
vez le endilgaron a Al Capone.) Sin embargo, hasta la fecha sigo siendo un adulto
inculto e imperfecto; por eso, ahora, se me ha ocurrido redactar un boletín imaginario,
primorosamente impreso, que condensa más o menos todos los boletines existentes.
CURSOS DE VERANO
Teoría económica: aplicación sistemática y evaluación crítica de los conceptos analíticos
básicos de la teoría económica. Se presta especial atención al dinero y para qué
sirve. Funciones productivas de coeficiente fijo, curvas de costos y de presupuestos;
eso durante el primer semestre; el segundo semestre está dedicado al gasto, a aprender
cómo hacer calderilla y cómo tener un billetero siempre bien ordenado. Se analiza
el Sistema de Reserva Federal y se entrena a los estudiantes avanzados en el método
apropiado para rellenar un formulario de depósito. Otras materias: inflación y depresión
-cómo vestirse en cada caso, créditos, intereses, cómo hacer suspensión de pagos.
Historia de la civilización europea: desde el mismo instante en que se descubrió
un eohippus fosilizado en el lavabo de hombres de la cafetería Siddon's, en East
Rutherford, Nueva Jersey, se sospecha que hubo un tiempo en que Europa y América
estuvieron unidas por una franja de tierra que después se hundió o se transformó
en East Rutherford, Nueva Jersey, o las dos. Esto abre una nueva perspectiva en
la formación de la sociedad europea y permite que los historiadores conjeturen acerca
de por qué se llevó a cabo en una zona que podría haber hecho un Asia mucho mejor.
Asimismo, el curso estudia la decisión de mantener el Renacimiento en Italia.
Introducción a la psicología: la teoría del comportamiento humano. Por qué a ciertos
hombres se les llama «individuos encantadores» y por qué a otros sólo se les quisiera
matar a palos. ¿Existe una división entre cuerpo y espíritu, y, de ser así, cuál
es preferible? Se discute sobre la agresión y la rebelión. (Para aquellos estudiantes
que sienten interés especial por estos aspectos de la psicología se aconseja cualquiera
de los siguientes cursos de invierno: Introduc¬ción a la hostilidad; Hostilidad
intermedia; Odio avanzado; Fun¬damentos teóricos del asco.) Se considera en particular
el estudio de la conciencia como opuesta a la inconsciencia, y se dan muchos consejos
útiles para permanecer consciente.
Psicopatología: tiene por objeto llegar a la comprensión de obse¬siones y fobias,
incluyendo el terror a ser atrapado de improviso y rellenado de carne de cangrejo;
de la repugnancia a devolver un servicio de balonvolea; y, finalmente, de la incapacidad
de pronun¬ciar la palabra mackinaw en presencia de damas. Se analiza también el
impulso que lleva a buscar la compañía de castores.
Filosofía I: se lee a todos los autores, de Platón a Camus. Se estudian los siguientes
temas:
Etica: el imperativo categórico, y seis maneras para que funcione bien.
Estética: ¿es el arte el espejo de la vida, o qué?
Metafísica: ¿qué le pasa al alma después de la muerte? ¿Cómo se las arregla?
Epistemología: ¿es cognoscible el conocimiento? De no ser así, ¿cómo podemos saberlo?
El Absurdo: ¿por qué a menudo la existencia es considerada absurda, en especial
por hombres que usan calzado marrón y blanco? Se estudia la multiplicidad y la unicidad
y cómo se rela¬cionan entre sí. (Los estudiantes que logren la unicidad podrán pasar
a la duplicidad.)
Filosofía XXIX-B: introducción a Dios. Confrontación con el Crea¬dor del universo
por medio de conferencias informales y paseos por el campo.
Las nuevas matemáticas: la matemática tradicional ha sido decla¬rada superada después
del reciente descubrimiento de que durante siglos hemos escrito el número cinco
al revés. Esto ha llevado a una revisión de la idea según la cual contar era un
método para ir de uno a diez. Se enseña a los estudiantes los más avanzados conceptos
del álgebra de Boolean, y ecuaciones que antes eran insolubles son resueltas bajo
amenazas de represalias.
Astronomía fundamental: un estudio detallado del universo y de su cuidado y limpieza.
El sol, que está hecho de gas, puede estallar en cualquier momento y acabar con
todo nuestro sistema plane¬tario; se informa a los estudiantes acerca de qué puede
hacer el ciudadano medio en tal caso. Asimismo, se les enseña a identificar varias
constelaciones como el Gran Carro, El Cisne, Sagitario el Arquero y las doce estrellas
que conforman Lúmides el Vendedor de Pantalones.
Biología moderna: funcionamiento del cuerpo y dónde se le suele encontrar. Se analiza
la sangre y se aprende por qué es conveniente que corra por las venas. Los estudiantes
diseccionan una rana y comparan su tubo digestivo con el del hombre. La rana da,
sin embargo, mejores resultados, salvo cuando es servida con curry.
Lectura, veloz: este curso aumentará la velocidad de lectura un poco más cada día
hasta el final del curso; en ese momento el estudiante deberá leer Los hermanos
Karamavoz en quince minutos. El método se basa en echar un vistazo a la página y
eliminar del campo visual todo menos los pronombres. Pronto se eliminan los pro¬nombres.
Poco a poco se alienta al estudiante a dormirse una siesta. Se disecciona una rana.
Llega la primavera. La gente se casa y muere. Pinkerton ya no regresa nunca más.
Musicología III: La grabadora o el magnetófono. Se enseña al estudiante a tocar
«Cielito lindo» en su flauta de madera; rápida¬mente progresa hasta llegar a los
Conciertos de Brandeburgo. Luego, lentamente, vuelve a «Cielito lindo».
Cultura musical: Para «oír» correctamente una gran obra musical, se debe: (1) saber
el lugar de nacimiento del compositor, (2) ser capaz de distinguir un rondó de un
scherzo y probarlo en la práctica. La actitud es importante. Sonreír significa malos
modales, a menos que el compositor haya querido que su música fuera graciosa, como
en el caso de Till Eulenspiegel que contiene numerosas bromas musicales (aunque
el trombón acapara los efectos más cómicos). Asimismo, el oído debe estar entrenado,
ya que se trata de un órgano que se despista con gran facilidad. La gente suele
tener poco oído. Según como se colocan los auriculares estereofónicos es como si
tuvieran una nariz en el lugar de la oreja. Otros temas incluyen: la pausa de cuatro
compases y su potencial como arma política. Canto Gregoriano: cuántos monjes mantienen
el ritmo.
Escribir para el teatro: todo drama es un conflicto. El desarrollo de los personajes
es también muy importante. Asimismo lo que dicen. Los estudiantes aprenden que los
discursos largos y aburridos no son tan eficaces como los breves y chistosos que
parecen cumplir con creces su cometido. Se investiga la psicología simplificada
del público: ¿por qué a menudo una obra de teatro sobre un viejo personaje, llamado
Gramps, capaz de inspirar ternura, no es tan interesante en el teatro como contemplar
la nuca de otro espectador y tratar de que se dé la vuelta? Asimismo se investigan
aspectos interesantes de la historia de las tablas. Por ejemplo, antes de la invención
de la cursiva, se confundían con frecuencia las indica¬ciones de escena con el diálogo
y a menudo grandes actores se encontraban diciendo: «John se pone de pie, cruza
hacia la izquier¬da». Naturalmente, esto causaba grandes desconciertos y, a veces,
una mala crítica. El fenómeno se analiza en detalle a fin de que los estudiantes
no cometan estos errores. Texto obligado: de A. F. Shulte, Shakespeare: ¿fue él
cuatro mujeres?
Introducción a la asistencia social: un curso programado para el asistente social
que quiera trabajar en «la práctica». Los temas tratados son: cómo organizar equipos
de baloncesto con bandas callejeras, y viceversa; parques recreativos como medio
para pre¬venir la delincuencia juvenil; cómo lograr que homicidas en po¬tencia se
dediquen al patinaje sobre hielo; la discriminación racial; los hogares destruidos;
¿qué hacer en caso de ser golpeado con una cadena de bicicleta?
Yeats y la higiene, un estudio comparativo: se analiza la poesía de William Butler
Yeats en el contexto de un cuidado odontológico adecuado. (El curso está abierto
a un número limitado de estu¬diantes.)
Un hombre viajó a Chelm a fin de pedir consejo al rabino Ben Kaddish, el más sabio
de todos los rabinos del siglo XIX y quizás el noodge más importante de la Edad
Media.
-Rabino -preguntó el hombre-, ¿dónde puedo encontrar la paz?
El hasídico lo miró y dijo:
-¡Rápido, mira detrás de ti!
El hombre dio media vuelta, y el rabino Ben Kaddish le dio en la nuca con un candelabro.
-¿Te parece suficiente paz? -le dijo ajustándose su yarmulke.
En esta parábola se hace una pregunta absurda. No sólo es absurda la pregunta, sino
también el hombre que viajó a Chelm para hacerla. No es que estuviera muy lejos
de Chelm, pero ¿por qué no se quedó donde estaba? ¿Por qué fue a molestar al rabino
Ben Kaddish? ¿Acaso el rabino no tenía suficientes problemas? La verdad es que el
rabino estaba hasta la coronilla de este tipo de graciosos, sólo porque una tal
señora Hecht hubiera mencionado su nombre en un juicio de paternidad. No, la moraleja
de este cuento es que este hombre no tiene nada mejor que hacer que vagabundear
y poner nerviosa a la gente. Por ello, el rabino le golpea en la cabeza, algo que,
según el Torah, es uno de los métodos más sutiles de demostrar interés. En una versión
similar de este cuento, el rabino salta encima del hombre en un estado de frenesí
y le graba la historia de Ruth en la nariz con un estilete.
* * *
El rabino Raditz de Polonia era un rabino muy bajo con una barba muy larga. Se dice
de él que inspiró muchos progroms con su sentido del humor. Uno de sus discípulos
le preguntó:
-¿Quién era el preferido de Dios? ¿Moisés o Abraham?
-Abraham -replicó el saduceo.
-Pero Moisés condujo a los judíos a la Tierra Prometida -dijo el discípulo.
-Pues bien, entonces Moisés -contestó el saduceo.
-Comprendo, rabino. Fue una pregunta estúpida.
-No sólo eso, sino que eres un imbécil, tu mujer es un meeskeit y si no dejas de
pisarme, quedas excomulgado.
En este caso, al rabino se le pide que emita un juicio de valor sobre Moisés y Abraham.
No es asunto fácil, en especial para un hombre que jamás ha leído la Biblia y que
siempre lo ha disimulado. Además, ¿qué significa el término, espantosamente subjetivo,
«me¬jor»? Lo es que «mejor» para el rabino no es necesariamente «mejor» para el
discípulo. Por ejemplo, al rabino le gusta dormir panza abajo. Al discípulo, en
cambio, le gusta dormir sobre la panza del rabino. Aquí el problema es obvio. También
es preciso señalar que pisar el pie de un rabino (como hace el discípulo en el cuento)
es un pecado, según el Torah, comparable a acariciar matzos con cualquier intención
que no sea la de comerlos.
* * *
Un hombre, que no podía casar a una hija suya muy fea, visitó al rabino Shimmel
de Cracovia.
-Tengo una gran pena en el corazón -le dijo al Rey- porque Dios me ha dado una hija
fea.
-¿Cuán fea? -preguntó el rabino.
-Si la tumbara en un plato al lado de un arenque, usted no podría distinguir quién
es quién.
El rabino de Cracovia pensó un largo rato y por último pre¬guntó:
-¿Qué clase de arenque?
El hombre, sorprendido por la pregunta, pensó rápidamente y contestó:
-Eh... un arenque Bismark.
-¡Qué lástima! -exclamó el rabino-. Si fuera del Báltico tendría más posibilidades.
He aquí un cuento que ilustra la tragedia de las cualidades transitorias de la belleza.
¿Se parece realmente esta muchacha a un arenque? ¿Por qué no? ¿Habéis visto algunas
de esas cosas que caminan por ahí estos días, sobre todo en lugares de veraneo?
Y aun cuando así sea, ¿acaso todas las criaturas no son hermosas a los ojos de Dios?
Quizá, pero, si una muchacha parece estar más a sus anchas en un frasco con salsa
de vinagre que en un traje de noche, entonces sí tiene graves problemas. Por una
extraña casua¬lidad, se decía que la mujer del rabino se parecía a un calamar, pero
sólo de frente, aunque su tos carrasposa suplía con creces este defecto -algo que
no alcanzaré jamás a comprender.
* * *
El rabino Zwi Chaim Yisroel, erudito ortodoxo del Torah y que hizo de la lamentación
un arte hasta entonces desconocido en Occidente, fue unánimemente considerado como
el hombre más sabio del Renacimiento por sus hermanos hebreos, quienes cons¬tituían
la decimosexta parte del uno por ciento de la población. En cierta ocasión, cuando
se encaminaba hacia la sinagoga para celebrar la fiesta sagrada judía, que conmemora
la renuncia de Dios a toda promesa, una mujer le detuvo y le hizo la siguiente pre¬gunta:
-Rabino, ¿por qué no podemos comer cerdo?
-¿No podemos? -preguntó incrédulo el rabino-. ¡Ah, eso sí tiene gracia!
Esta es una de las pocas leyendas de toda la literatura hasídica que trata la ley
hebrea. El rabino sabe que no debería comer cerdo; pero a él no le importa porque
le gusta el cerdo. No sólo le gusta el cerdo, sino que se harta de huevos de Pascua.
En suma, a él le tiene muy sin cuidado la ortodoxia tradicional, y considera la
alianza de Dios con Abraham como «un disparate más». Por qué la ley hebraica proscribió
el cerdo es algo que aún no se ha aclarado, y algunos estudiosos creen que el Torah
simplemente sugiere que no se debe comer cerdo en ciertos restaurantes.
El rabino Baumel, erudito de Vitebsk, decidió llevar a cabo una huelga de hambre
con el objeto de protestar contra la injusta ley que prohibía a los judíos rusos
llevar zapatillas fuera del ghetto. Durante dieciséis semanas el religioso se tendió
en un jergón rústico mirando al techo y se negó a tomar alimento alguno. Sus pupilos
temían por su vida, y, un día, una mujer se acercó al camastro e, inclinándose sobre
el sabio erudito, le preguntó:
-Rabino, ¿de qué color eran los cabellos de Esther?
El Rey se giró débilmente a un lado y la miró.
-¡Mira lo que se te ocurre preguntarme! -dijo-. ¿Sabes el dolor de cabeza que tengo
por no probar bocado durante dieciséis semanas?
De inmediato, los discípulos del rabino escoltaron a la mujer al sukkah donde comió
vorazmente hasta reventar el cuerno de la abundancia.
Hay en este caso un tratamiento muy sutil del problema del orgullo y la vanidad,
y todo parece indicar que el ayuno es una tremenda equivocación. En especial con
el estómago vacío. El hombre no debe ser el promotor de su propia infelicidad; en
realidad, el sufrimiento es fruto de la voluntad de Dios, aunque jamás alcance a
comprender por qué El disfruta tanto con ello. Algunas tribunas ortodoxas creen
que el sufrimiento es la única manera de redimirse; los eruditos escriben sobre
los miembros de un culto, llamados esenitas, quienes de forma premeditada an¬daban
por ahí golpeándose la cabeza contra las paredes. Dios, según los últimos libros
de Moisés, es benévolo, aunque haya aún muchos temas que él prefiere no tocar.
El rabino Yekel de Zans, quien tenía la mejor dicción del mundo hasta que un gentil
le robó el amplificador que llevaba oculto, soñó tres noches consecutivas que, con
sólo viajar a Vorki, encontraría un importante tesoro. Se despidió de su mujer y
sus hijos y se puso en marcha diciendo que volvería en diez días. Dos años más tarde,
se le encontró vagabundeando por los Urales, liado con un panda hembra. Congelado
y muerto de hambre, el Rey fue trasladado de vuelta a su hogar donde se le pudo
hacer volver a la vida a fuerza de sopas calientes y flanken A continuación, le
dieron algo de comer. Después de la cena, narró su historia: a los tres días de
su partida de Zans, fue asaltado por nómadas salvajes. Cuando se enteraron de que
era judío, le obligaron a zurcir todas sus chaquetas sport y a hacerles el dobladillo
a los pantalones. Como si no fuera suficiente humillación, le pusieron crema de
leche en los oídos y se los taparon con cera. Por último, el rabino se escapó y
se encaminó hacia la ciudad más próxima, pero, en cambio, terminó en los Urales,
porque le avergonzaba preguntar direcciones.
Después de contar la historia, el rabino se puso de pie y se fue a dormir al dormitorio,
y ¡atención!, debajo de la almohada encontró el tesoro que había ido a buscar. En
éxtasis, bajó de la cama y dio gracias a Dios. Tres días después, vagaba otra vez
por los Urales, pero esta vez con un traje de conejo.
Esta pequeña otra maestra ilustra ampliamente el absurdo del misticismo. El rabino
sueña tres noches seguidas. Los Cinco Libros de Moisés, restados de los Diez Mandamientos,
suman un total de cinco. Menos los hermanos Jacob y Esaú, nos quedan tres. Fue un
razonamiento parecido el que llevó al rabino Yitzhok Ben Levi, el gran místico judío,
a ganar en el hipódromo la apuesta doble durante cincuenta y dos carreras consecutivas
y aun así terminar viviendo del seguro social.
Hoy tuve el gran disgusto, al revisar mi correspondencia de esta mañana, de comprobar
que mi carta del 16 de septiembre, que contenía mi vigésimo segundo movimiento (caballo
cuatro rey), me había sido devuelta debido a un pequeño error en el sobre -precisamente,
la omisión de su nombre y residencia (¿cuán freudiano puede uno llegar a ser?),
amén de olvidar el sello. Nadie ignora que últimamente he estado un tanto desconcertado
debido a una irregularidad en la Bolsa y, pese a que ese día, el 16 de septiembre,
la culminación de una prolongada caída en espiral hizo volar las acciones de Antimateria
Amalgamada de la tabla de cotizaciones y redujo de un solo golpe a mi agente de
seguros a una auténtica piltrafa, no tengo excusas para mi negligencia y monumental
ineptitud. Metí la pata. Perdóneme. El hecho de que usted no se percatara de que
faltaba una carta indica igualmente cierto despiste por su parte, que yo, por la
mía, atribuyo a su impaciencia, pero Dios sabe que todos cometemos errores. Así
es la vida. Y el ajedrez.
Pues bien, aclarado el error, debo hacer una pequeña rectifica¬ción. Si usted tuviera
la amabilidad de transferir mi caballo al cuarto escaque de su rey, pienso que podremos
seguir adelante con nuestro pequeño juego de modo más exacto. El anuncio de jaque
mate que usted me hiciera en su carta de hoy, creo que es, con toda honestidad,
una falsa alarma, y, si usted vuelve a examinar las posiciones a la luz del descubrimiento
de esta mañana, se dará cuenta de que su rey es el que está próximo al mate, expuesto
y sin defensas, un blanco inmóvil para mis alfiles depredadores. ¡Irónicas son las
vicisitudes de esta pequeña guerra! El destino, oculto en alguna oficina de correos
extraviada, crece omnipotente y -voilà- la suerte ha dado una voltereta. Una vez
más, le ruego que acepte mis más sinceras excusas por este infortunado descuido
y quedo, ansioso, a la espera de su próximo movimiento.
Le adjunto mi cuadragésimo quinto movimiento: mi caballo se come a su reina.
Atentamente,
Gossage
Gossage:
He recibido esta mañana su carta relativa al movimiento cua¬renta y cinco (¿su caballo
se come a mi reina?) y asimismo su prolongada explicación acerca de la elipsis de
mediados de septiem¬bre que sufriera su correspondencia. Veamos si le comprendo
correctamente: su caballo, al que yo retiré del tablero hace ya unas semanas, debiera
estar, según ahora afirma usted, en el cuarto escaque del rey a consecuencia de
una carta perdida en correos hace veintitrés movimientos. No estaba al tanto de
que hubiera ocurrido semejante percance y recuerdo perfectamente, cuando usted llevó
a cabo el vigésimo segundo movimiento, que fue su torre seis reina la que luego
quedó fuera de combate durante un gambito suyo que fracasó trágicamente.
En este momento, el cuarto escaque del rey está ocupado por mi torre y, como usted
no tiene alfiles, pese a la carta perdida en correos, no alcanzo a comprender qué
pieza piensa utilizar para comerse a mi reina. A lo que, creo, usted se refiere,
dado que la mayoría de sus piezas están bloqueadas, es a solicitar que mueva su
rey cuatro alfil (su única posibilidad), arreglo que me he tomado la libertad de
hacer, por lo que contraataco en el movimiento de hoy, mi cuadragésimo sexto. Me
como a su reina y dejo a su rey en jaque. Ahora su carta queda aclarada.
Pienso que los últimos movimientos del juego podrán llevarse a cabo con sobriedad
y presteza.
Suyo,
Vardebedian
Vardebedian:
Acabo de leer su última nota, en la que me comunica un estrambótico movimiento cuarenta
y seis por el cual usted saca a mi reina de un escaque por el que desde hace once
días no ha pasado. Por medio de un cálculo paciente, pienso que he encontrado la
causa de su confusión y falta de comprensión de los hechos, sin embargo, evidentes.
Que su torre esté en el cuarto escaque del rey es algo tan imposible como dos copos
de nieve idénticos; si usted se remite al movimiento noveno del juego, comprobará
que hace ya mucho tiempo que perdió la torre. Fue evidentemente aquella arriesgada
operación suicida la que deshizo su frente de ataque y le costó ambas torres. ¿Qué
hacen, pues, en el tablero en este mo¬mento?
Para su consideración, le ofrezco mi versión de lo sucedido: la intensidad de los
intercambios salvajes y precipitados del vigésimo segundo movimiento le dejaron
en un estado de leve distracción, y, en la ansiedad que sintió por mantenerse en
sus cabales en ese momento, no se percató de que llegaba mi carta y, en cambio,
movió sus piezas dos veces otorgándose de ese modo una ventaja injusta, ¿no le parece?
Este incidente ya pertenece al pasado, y deshacer nuestros pasos sería tediosamente
dificultoso, por no decir impo¬sible. En consecuencia, considero que la mejor manera
de rectificar todo este asunto es permitirme la oportunidad de hacer ahora dos movimientos
consecutivos. Lo justo es lo justo.
Por tanto, en primer lugar, como su alfil con mi peón. Luego, como este movimiento
deja a su reina sin protección, también se la como. Pienso que ahora podemos proceder
con los últimos movimientos sin dificultades.
Atentamente,
Gossage
P.S. Le adjunto un diagrama que muestra de forma exacta cómo está el tablero en
este momento después de la última jugada. Como puede ver, su rey está atrapado,
sin protección y solitario en el centro. Saludos.
G.
Gossage:
Ayer recibí su última carta y, pese a que era levemente inco¬herente, creo comprender
el motivo de su devaneo. Después de haber estudiado el diagrama que adjunta, me
resultó obvio que, en las últimas seis semanas, hemos estado jugando dos partidas
de ajedrez absolutamente distintas (yo, de acuerdo con nuestra corres¬pondencia;
usted, según unas normas muy sui generis en lugar de hacerlo según el sistema racional
adoptado por todos). El movi¬miento del rey, que supuestamente se extravió en correos,
hubiera sido imposible en el vigésimo segundo movimiento, porque, en aquel momento,
la pieza estaba en la esquina de la última fila, y el movimiento que usted describe
lo hubiera enviado sobre la mesa del café, al lado del tablero.
En cuanto a permitirle llevar a cabo dos movimientos conse¬cutivos para recuperar
el que supuestamente se extravió en correos, sin duda es una broma por su parte,
amigo mío. Aceptaré el primer movimiento (usted come mi alfil), pero no puedo permitir
el segundo y, como es mi turno, contraataco comiéndome su reina con mi torre. El
hecho de que usted me comunique que no tengo torres significa muy poco en la realidad,
porque sólo necesito echar un vistazo al tablero para verlas vivas en plena batalla,
rebosantes de astucia y vigor.
Por último, el diagrama que usted fantasea que es igual al tablero pone en evidencia
que ha recibido mayor influencia de los Her¬manos Marx que de Bobby Fisher y que,
si bien es astuto, poco dice en su favor después de la lectura de El ajedrez según
Nin¬zowitsch que usted se llevó de mi biblioteca el invierno pasado oculto debajo
de su abrigo de alpaca. Le sugiero que estudie el diagrama que le adjunto y que
reajuste su tablero según esas indicaciones; así, quizá, podamos terminar el juego
con cierto grado de precisión.
Confío en usted,
Vardebedian
Vardebedian:
Sin intención de prolongar un asunto, ya de por sí confuso (sé que su reciente enfermedad
ha dejado su estado de salud, por lo general robusto, un tanto debilitado provocando
a veces la pérdida de todo contacto con la realidad), debo aprovechar esta oportunidad
para deshacer el sórdido laberinto de circunstancias antes de que progrese de forma
irrevocable hacia una conclusión kafkiana.
De haber sabido que usted no era lo suficientemente caballero como para permitirme
recuperar el segundo movimiento, no ha¬bría, en mi movimiento cuarenta y seis, permitido
que mi peón se apoderara de su alfil. De hecho, según su propio diagrama, estas
dos piezas están ubicadas de tal forma que lo hace imposible, obligados como estamos
a las normas establecidas por la Federación Mundial de Ajedrez y no por la Comisión
de Boxeo del Estado de Nueva York. Sin poner en duda que su intención fue constructiva
al coger a mi reina, ahora afirmo que sólo se puede llegar al desastre cuando usted
se arroga el poder arbitrario de la decisión y empieza a actuar como un dictador,
enmascarando los errores tácticos con equívocos y agresiones (una costumbre que
usted mismo condenó en nuestros líderes mundiales en su monografía «De Sade y la
no-violencia»).
Por desgracia, ya que el juego se ha detenido, no me ha sido posible calcular con
exactitud dónde debería colocar el alfil cogido por error; sugiero que lo dejemos
en manos de los dioses: cierro los ojos y lo coloco sobre el tablero, si ambos aceptamos
el lugar fortuito en que pueda aterrizar. Debo agregar un elemento vital a nuestro
encuentro. Mi movimiento cuarenta y siete; mi caballo se come a su alfil.
Atentamente,
Gossage
Gossage:
¡Qué extraña su última carta! Bien intencionada, concisa, y, sin embargo, con todos
esos elementos que podrían pasar, en ciertos cenáculos intelectuales, por lo que
Jean-Paul Sartre describió tan brillantemente como la «nada». A uno le embarga de
inmediato una profunda sensación de desesperanza, algo así como los diarios de los
exploradores moribundos y perdidos en el Polo, o las car¬tas de los soldados alemanes
en Stalingrado. ¡Es fascinante com¬probar hasta qué punto puede desintegrarse la
razón cuando se enfrenta a una siniestra verdad ocasional y huye en desordenada
retirada para mejor materializar un espejismo y construir defensas precarias contra
el asalto de una realidad demasiado terrible!
Tal como están las cosas, amigo mío, acabo de pasar casi toda la semana intentando
aclarar el ovillo de pretextos lunáticos que conforman su correspondencia en un
esfuerzo por ajustar el asunto y lograr que nuestra partida finalice simplemente
de una vez por todas. Su reina no existe. Dígale adiós. Lo mismo sucede con sus
torres. Olvídese por completo de uno de los alfiles porque yo ya me lo comí. El
otro está situado en una posición tan desoladora, lejano y ajeno a la acción principal,
que no cuente con él, o se llevará un disgusto que le partirá el corazón.
En cuanto al caballo, que usted perdió sin solución pero que se niega a ceder, lo
he colocado otra vez en la única posición concebible, permitiéndole de ese modo
la más increíble de las heterodoxias desde que, hace ya tanto tiempo, los persas
se sacaran de la manga este pequeño pasatiempo. Está en el séptimo esca¬que de mi
alfil y si usted, durante el tiempo suficiente, puede mantener en orden sus alteradas
facultades, se percatará de que esta pieza codiciada bloquea ahora el único camino
que tiene su rey para escapar a mi irresistible movimiento en forma de tenaza. ¡Qué
ironía! ¡Su conspiración egoísta se ha resuelto en ventaja para mí! ¡El caballo,
fascinado, regresa al campo de batalla y torpedea su final de partida!
Mi movimiento es alfil cinco caballo, y predigo jaque mate en un solo movimiento.
Cordialmente,
Vardebedian
Vardebedian:
Es obvio que la constante tensión nerviosa, además de su desgaste de energía en
defender una serie de torpes y desesperan¬zadas posiciones de ajedrez, ha terminado
por desbarajustar la delicada maquinaria de su aparato psíquico y ha hecho que su
com¬prensión de los fenómenos externos sea en este momento un tanto lamentable.
No queda otra alternativa para remover la tensión antes de que usted termine con
una lesión permanente:
Caballo -¡sí, caballo!- seis reina. Jaque.
Gossage
Gossage:
Alfil cinco reina. Jaque mate.
Lamento que la competición haya sido demasiado difícil para usted, pero, si puede
servirle de consuelo, le diré que, después de haber observado mi técnica, varios
maestros locales de ajedrez han desistido de presentarme batalla. Si usted quiere
una revancha, le sugiero que hagamos un intento con el scrabble, un juego en el
que me intereso desde hace poco y que, espero, no suscite tantas protestas.
Vardebedian
Vardebedian:
Torre ocho caballo. Jaque mate.
En vez de atormentarle con nuevos detalles acerca de mi jaque mate, como creo que
es usted esencialmente un hombre honrado (algún día, alguna forma de terapia me
dará la razón), acepto muy complacido su invitación para el scrabble. Tenga listo
su tablero. Ya que usted jugó blancas en ajedrez, y por lo tanto tuvo la ventaja
del primer movimiento (de haber conocido sus limitaciones, le hubiera dado más satisfacciones),
creo tener derecho al primer movimiento. Las siete letras que acabo de descubrir
son O, A, E, J, N, R y Z (una mezcla sin futuro que debe garantizar, hasta al más
suspicaz, la integridad de mi elección). Sin embargo, afortu¬nadamente, un extenso
vocabulario, unido a una cierta afición por lo esotérico, me han permitido poner
un orden etimológico a lo que, a una persona menos culta, hubiera parecido un absurdo.
Mi primera palabra es «ZANJERO». Búsquela en el diccionario. Ahora colóquela, horizontalmente,
con la E en el cuadro del centro. Cuente con cuidado, sin olvidar la doble puntuación
por ser el primer movimiento y del bono de cincuenta puntos que me corresponde por
el uso de las siete letras. El marcador ahora está 116 a 0.
(Después de leer a Dostoievsky y una nueva revista de dietética durante el mismo
viaje en avión.)
Soy gordo. Soy asquerosamente gordo. Soy el ser humano más gordo que conozco. Lo
único que tengo es exceso de peso en todo el cuerpo. Tengo los dedos gordos. Tengo
las muñecas gordas. Mis ojos son gordos. (¿Puedes imaginar ojos gordos?) Tengo muchos
kilos de más. Se desparrama la carne sobre mí como el chocolate caliente encima
de un helado. Mi cintura es motivo de asco para todos los que me miran. No hay la
más mínima duda, soy lo que se dice un montón de grasa. Quizá, pregunte el lector,
¿hay ventajas o desventajas en tener forma de planeta? No es mi intención hacerme
el gracioso o hablar con paradojas, pero debo contestar que la gordura en sí está
por encima de la moral burguesa. Simplemente se trata de gordura. Que la gordura
pueda tener un valor en sí, que la gordura pueda ser, pongamos por caso, mal vista
o lamentable, es, por supuesto, una broma. ¡Qué absurdo! Porque, después de todo,
¿qué es la gordura si no una acumulación de kilos? ¿Y qué son los kilos? Simplemente
un compuesto agregado de células. ¿Acaso una célula puede ser moral? ¿Está una célula
más allá del bien y del mal? ¿Quién sabe? ¡Son tan pequeñas! No, amigo, jamás debemos
tratar de distinguir entre una gordura buena o mala. Debemos acostumbrarnos a considerar
al obeso sin emitir juicios, sin pensar: «la gordura de este hombre es una gordura
de primera categoría» o «la de este pobre diablo es lamentable».
Consideremos el caso de K. Era un tipo porcino hasta el punto de que no podía pasar
por el marco normal de una puerta sin la ayuda de una palanca. Es cierto que a K.
no se le ocurría pasar de una habitación a otra en una vivienda convencional sin
desnudar¬se antes completamente y luego untarse con mantequilla. Imagino los insultos
que debe de haber sufrido K. por parte de pandillas de jóvenes groseros. ¡Con qué
frecuencia deben haberle llamado a gritos «globo terráqueo» o «ballena»! ¡Qué humillación
debió ser para él que el gobernador de su estado se dirigiera a él, en la víspera
de la fiesta de San Miguel, y le interpelara delante de los dignatarios «¡Usted,
el gordo, esa inmensa olla de canelones!».
Entonces, un día, cuando K. no pudo ya soportar esa situación, se puso a régimen.
¡Sí, a régimen! Primero sacrificó los dulces. Luego, el pan, el alcohol, las féculas,
las salsas. En suma, K. sacrificó el relleno que hace que un hombre no pueda atarse
los zapatos sin la ayuda de los Hermanos Santini. Poco a poco empezó a adelgazar.
Cayeron los pliegues de carne de los brazos y de las piernas. Y allí donde había
parecido como un gato castrado, ahora, de pronto, aparecía normal. Sí, incluso atractivo.
Parecía el más fe¬liz de los mortales. Digo «parecía», porque, dieciocho años más
tarde, cuando estaba con un pie en la tumba y la fiebre le convulsionaba el delgado
esqueleto, se le oyó decir: «¡Mi gordura! ¡Que me devuelvan mi gordura! ¡Oh, por
favor! ¡Quiero mi gordura! ¡Oh, que alguien me regale un poco de peso! ¡Qué tonto
he sido! ¡Abandonar mi gordura! ¡Debo haber caído en las garras del Demonio!»..
Pienso que la moraleja de la historia es obvia.
Ahora, quizás el lector esté pensando: «¿Por qué, si eres más obeso que un cerdo,
no te has metido en un circo?». Porque (y lo confieso con no poca vergüenza) no
puedo salir de casa. No puedo salir porque no puedo ponerme los pantalones. Mis
piernas son demasiado gordas. Son el resultado viviente de la absorción de tanto
corned-beef como el que hay en La Pampa. Diría que alrededor de doce mil sandwiches
por pierna. Y no todos de carne magra, aunque así los pedí. Una cosa es cierta:
si mi gordura hablara, quizás hablaría de la inmensa soledad del hombre... con,
¡oh!, tal vez unas indicaciones adicionales para la confección de barquitos de papel,
pero eso ya no es tan seguro. Cada gramo de mi cuerpo desea con todas sus fuerzas
enviar un mensaje al mundo. Mi gordura es una gordura extraña. Ha visto de todo.
Sólo mis pantorrillas han vivido ya toda una vida. La mía no es una gordura feliz,
pero es real. No es una gordura falsa. Lo peor que puedes tener es una gordura falsa,
aunque no sé si aún está a la venta.
Pero déjame decirte cómo pasé a ser gordo. Porque no siempre fui gordo. La Iglesia
me ha hecho así. En un tiempo era delgado, bastante delgado. De hecho, tan flaco
que llamarme gordo hubiera sido un evidente error de percepción. Seguí flaco hasta
el día (pienso que fue cuando cumplí veinte años) en que estaba tomando té y bizcochos
con un tío mío en un buen restaurante. De improviso mi tío me sorprendió con una
pregunta: «¿Crees en Dios? Si crees en El, ¿cuánto crees que pesa?». Después de
estas palabras, aspiró de su cigarro una profunda y prolongada bocanada y, con ese
modo intimista y confiado que cultivaba, prorrumpió en un ataque de tos tan violento
que pensé que sufriría una hemorragia.
-No creo en Dios -le dije-, porque, si existe un Dios, entonces, dime, tío, ¿por
qué existe la pobreza y la calvicie? ¿Por qué algunos hombres pasan por la vida
inmunes a mil enemigos mortales de la especie y otros pescan unas gripes que duran
semanas enteras? ¿Por qué tenemos los días contados y no cla¬sificados por orden
alfabético? Contéstame, tío. ¿O es que te he dejado perplejo?
Sabía que estaba a buen resguardo porque no había nada que pudiera sorprender a
ese hombre. Habría podido haber visto sin chistar cómo los turcos violaban a la
madre de su maestro de ajedrez. El incidente le hubiera parecido divertido aun cuando
encontrase que le había hecho perder demasiado tiempo.
-Querido sobrino -me dijo-, hay un Dios, pese a lo que piensas, y El está en todas
partes. ¡Así es! ¡En todas partes!
-¿En todas partes, tío? ¿Cómo puedes decir eso cuando ni siquiera sabes seguro que
existe? Es verdad que en este momento te estoy tocando la verruga, pero ¿acaso no
podría tratarse de una ilusión? ¿Acaso toda la vida no podría ser una ilusión? Por
cierto, ¿no existen acaso ciertas sectas de santones en Oriente que están convencidos
de que nada, existe fuera de sus mentes con la excepción de la marisquería de la
esquina? Simplemente, ¿no será que estamos solos y a la deriva, sin esperanza de
salvación ni la menor posi¬bilidad de nada, salvo la miseria, la muerte, y la vacía
realidad de la nada eterna?
Pude comprobar que le había causado una profunda impresión con mi discurso porque
me dijo:
-¿Y aún te sorprendes de que no te inviten a más fiestas? ¡Es que llevas un morbo
encima que asusta!
Me acusó de nihilista y luego dijo en ese tono sentencioso que adoptan los viejos:
-Dios no siempre está donde uno lo busca, pero te aseguro querido sobrino, que El
está en todas partes. En estos bizcochos por ejemplo.
Con esas palabras, se retiró dejándome su bendición y con un cuenta que parecía
la lista de víveres de un portaaviones.
Regresé a casa preguntándome lo que había querido decir con esa simple declaración:
«El está en todas partes. En estos bizcochos, por ejemplo». Mareado y de mal humor,
me eché en la cama y dormí una corta siesta. En ese momento, tuve un sueño que me
cambió la vida para siempre. En el sueño, yo caminaba por el campo cuando, de pronto,
me daba cuenta de que tenía hambre. Estaba muerto de hambre, si prefieres. Llegué
a un restaurante y entré. Pedí un sandwich caliente de roast-beef y una ración de
patatas fritas. La camarera, que se parecía a mi portera (una mujer absolutamente
insípida que recuerda un montón de líquenes pe¬ludos), me insinuó que pidiera una
ensaladilla de pollo que no parecía recién hecha. Mientras conversaba con esa mujer,
ella se convirtió en un juego de cubiertos de veinticuatro piezas. Me puse histérico
de risa, de pronto me deshice en lágrimas y pesqué una seria infección en el oído.
La habitación se inundó de un brillo radiante y vi que se aproximaba una figura
fulgurante en un cor¬cel blanco. Era mi callista y caí al suelo convulsionado por
un sentimiento de culpabilidad.
Así fue mi sueño. Me desperté con una tremenda sensación de bienestar. De improviso,
me sentí optimista. Todo estaba claro. Las palabras de mi tío repercutieron en lo
más profundo de mi ser. Me dirigí a la cocina y empecé a comer. Devoré todo lo que
había a la vista. Pasteles, panes, cereales, carne, frutas. Chocolates sucu¬lentos,
verduras con salsa, vinos, pescado, cremas y pastas, meren¬gues y salchichas, superando
con mucho los sesenta mil dólares. Si Dios está en todas partes, había sido mi conclusión,
entonces también está en la comida. Por consiguiente, cuanto más tragara, más santo
sería. Llevado por este nuevo fervor religioso, me cebé como un condenado. En seis
meses, era el más santo de todos los santos, con un corazón completamente dedicado
a la oración y un estómago que, él sólito, cruzaba la frontera estatal. La última
vez que me vi los pies fue una mañana de martes en Vitebsk, aunque, según creo,
aún están allí abajo. Comí y comí y crecí y crecí.. Adelgazar hubiera representado
la peor de las locuras. ¡Hasta un pecado! Porque, cuando perdemos diez kilos, querido
lector (y supongo que no tienes mis dimensiones), ¡quizás estemos perdien¬do los
mejores diez kilos que tenemos! Quizás estemos perdiendo los kilos que contienen
nuestro genio, nuestra humanidad, nuestro amor y nuestra honradez. (Excepto en el
caso de un inspector que conozco que sólo perdió unos pocos michelines alrededor
de la cin¬tura.)
Sé muy bien lo que vas a decirme. Dirás que esto está en completa contradicción
con todo, sí, con todos los principios que antes enuncié. ¡De pronto, va y atribuyo
valores a esta carne nuestra que no es más que eso: carne! Sí, ¿y qué? ¿Acaso la
vida no está hecha de ese mismo tipo de contradicciones? La opinión que uno tenga
de la gordura puede cambiar del mismo modo que cambian las estaciones, que se nos
cambia el pelo, que cambia la misma vida. Porque la vida es cambio y la gordura
es vida y la gordura también es muerte. ¿No te das cuenta? ¡La gordura lo es todo!
A menos, por supuesto, que tengas demasiada.
Llegué por primera vez a Chicago en los años veinte para presenciar un combate de
boxeo. Ernest Hemingway estaba con¬migo y ambos nos hospedamos en el campo de entrenamiento
de Jack Dempsey. Hemingway acababa de terminar dos cuentos so¬bre boxeo y, si bien
Gertrude Stein y yo pensamos que eran bastante potables, creíamos que aún necesitaban
cierta elaboración. Le hice unas bromas a Hemingway sobre su novela en preparación
y nos reímos mucho y nos divertimos y luego nos calzamos unos guantes de boxeo y
me rompió la nariz.
Ese invierno, Alice Toklas, Picasso y yo alquilamos una villa en el sur de Francia.
En ese entonces, yo estaba trabajando en lo que me parecía que iba a ser una gran
novela americana, pero los caracteres eran demasiado pequeños y no pude terminarla.
Por las tardes, Gertrude Stein y yo salíamos a la caza de antigüedades en las tiendas
locales, y recuerdo que, en cierta ocasión, le pregunté si consideraba que yo tenía
que hacerme escritor. En la típica manera enigmática, que a todos nos tenía encantados,
me contestó: «No». Consideré que me había querido decir sí y, al día siguiente,
partí hacia Italia. Italia me recordó mucho Chicago, en especial Venecia, ya que
ambas ciudades tienen canales y en las calles abundan las estatuas y las catedrales,
producto de los más grandes escultores del Renacimiento.
En ese mes fuimos al taller de Picasso en Arles, que en aquel tiempo se llamaba
Rouen o Zürich, hasta que los franceses vol¬vieron a bautizarlo en 1589 bajo el
reinado de Luis El Vago. (Luis fue un rey bastardo del siglo XVI que se portó como
un cerdo con todo el mundo.) Entonces, Picasso estaba a punto de empezar lo que
más tarde se conocería como el «período azul», pero Gertrude Stein y yo tomamos
café con él y tuvo que empezarlo diez minutos más tarde. Duró cuatro años y, por
tanto, esos diez minutos no significaron gran cosa.
Picasso era un hombre bajo que tenía un modo gracioso de caminar poniendo un pie
delante del otro hasta que daba lo que él denominaba «un paso». Nos reímos de sus
deliciosas ideas, pero a fines de 1930, con el fascismo en alza, había muy pocas
cosas de qué reírse. Tanto Gertrude Stein como yo examinamos con meticulosidad las
últimas obras de Picasso, y Gertrude Stein opinó que «el arte, todo el arte, es
simplemente la expresión de algo». Picasso no estuvo de acuerdo y dijo: «Déjame
en paz. Estoy comiendo». Mi opinión fue que Picasso tenía razón: estaba co¬miendo.
El taller de Picasso era muy distinto al de Matisse. Mientras el de Picasso era
desordenado, en el de Matisse reinaba el más perfecto orden. Bastante curioso, pero
precisamente lo inverso era cierto. En septiembre de ese mismo año, a Matisse se
le encargó que pintara una alegoría pero, por la enfermedad de su mujer, no pudo
pintarla y, en su lugar, se le enganchó papel pintado. Recuer¬do todas esas anécdotas
porque ocurrieron justo antes del invierno y todos estábamos viviendo en un piso
barato en el norte de Suiza, un lugar donde llueve de improviso y luego del mismo
modo deja de hacerlo. Juan Gris, el cubista español, había convencido a Alice Toklas
a que posara para una naturaleza muerta y, con su típica concepción abstracta de
los objetos, empezó a romperle la cara y el cuerpo para llegar a sus básicas formas
geométricas hasta que llegó la policía y los separó. Gris era provincianamente español,
y Gertrude Stein decía que sólo un español de verdad podía comportarse como él,
es decir, hablaba en castellano y a veces iba a visitar a su familia en España.
Realmente era algo maravilloso verle y oírle.
Recuerdo una tarde en que estábamos sentados en un alegre bar en el sur de Francia
con nuestros pies cómodamente puestos sobre taburetes en el norte de Francia, cuando,
de pronto, Gertrude Stein dijo: «Estoy mareada». Picasso pensó que se trataba de
algo sumamente gracioso, y yo lo tomé como una señal para largarme a África. Siete
semanas después, en Kenia, nos encontramos con Hemingway. Entonces, bronceado y
con barba, empezaba ya a ma¬durar ese estilo tan suyo: no se le veía más que los
ojos y la boca. Allá, en el continente negro inexplorado, Hemingway había tenido
que padecer, los labios partidos más de mil veces.
-¿Qué hay, Ernest? -le pregunté. Se puso a hablar sobre la muerte y las aventuras
como sólo él podía hacer, y cuando me desperté, ya había levantado las tiendas y
estaba sentado al lado de una gran fogata preparando unos aperitivos cutáneos para
todos. Le hice una broma sobre su nueva barba y nos reímos tomando unos tragos de
coñac y luego nos calzamos unos guantes de boxeo y me rompió la nariz.
Ese año fui por segunda vez a París a hablar con un compositor europeo, flaco y
nervioso, de aguileño perfil y ojos admirablemente rápidos, que algún día llegaría
a ser Igor Stravinsky, y luego, más tarde, su mejor amigo. Me hospedé en casa de
Sting y Man Ray, donde Salvador Dalí iba a cenar a menudo, y Dalí decidió hacer
una exposición individual, cosa que hizo, y resultó un éxito estre¬pitoso ya que
apareció un solo individuo, y fue un invierno alegre y muy francés, de los buenos.
Recuerdo una noche en que Scott Fitzgerald y su mujer regre¬saron a su casa después
de la fiesta de Noche Vieja. Era en abril. Hacía tres meses que no tomaban otra
cosa que champagne; una semana antes, vestidos de etiqueta, habían arrojado su coche
desde lo alto de un acantilado al océano a raíz de una apuesta. Había algo auténtico
en los Fitzgerald: sus valores eran fundamentales. Eran gente tan sencilla que cuando
más tarde Grant Wood les convenció para que posaran para su Gótico americano, recuerdo
lo contentos que estaban. Zelda me contó que, mientras posaban, Scott no paró de
dejar caer al suelo la horca.
En los años .siguientes creció mi amistad con Scott; la mayoría de nuestros amigos
creía que el protagonista de su última novela estaba inspirado en mí y que mi vida
estaba inspirada en su anterior novela. Acabé siendo considerado un personaje de
ficción.
Scott tenía un grave problema de disciplina y, si bien todos adorábamos a Zelda,
pensábamos que ejercía una influencia nefasta en la obra de él, reduciendo su producción
de una novela al año a una ocasional receta de mariscos y una serie de comas.
Finalmente, en 1929, fuimos todos juntos a España. Allí, He¬mingway nos presentó
a Manolete que era tan sensible que parecía una loca. Llevaba ajustados pantalones
de torero o, a veces, de ciclista. Manolete era un gran, gran artista. Su gracia
era tal que de no haberse convertido en matador de toros, podría haber llegado a
ser un contable mundialmente famoso.
Nos divertimos mucho en España aquel año y viajamos y escribimos y Hemingway me
llevó a pescar atún y pesqué cuatro latas y nos reímos y Alice Toklas me preguntó
si estaba enamorado de Gertrude Stein ya que le había dedicado un libro de poemas
aunque eran de T. S. Eliot y dije que sí, que la amaba, pero el asunto nunca podría
funcionar porque ella era demasiado inteligente para mí y Alice Toklas estuvo de
acuerdo y luego nos calzamos unos guantes de boxeo y Gertrude Stein me rompió la
nariz.
En algún lugar de Transilvania yace Drácula, el monstruo, durmiendo en su ataúd
y aguardando a que caiga la noche. Como el contacto con los rayos solares le causaría
la muerte con toda seguridad, permanece en la oscuridad en su caja forrada de raso
que lleva sus iniciales inscritas en plata. Luego, llega el momen¬to de la oscuridad
y, movido por un instinto milagroso, el demonio emerge de la seguridad de su escondite
y, asumiendo las formas espantosas de un murciélago o un lobo, recorre los alrededores
y bebe la sangre de sus víctimas. Por último, antes de que los rayos de su gran
enemigo, el sol, anuncien el nuevo día, se apresura a regresar a la seguridad de
su ataúd protector y se duerme mientras vuelve a comenzar el ciclo.
Ahora, empieza a moverse. El movimiento de sus cejas res¬ponde a un instinto milenario
e inexplicable, es señal de que el sol está a punto de desaparecer y que se acerca
la hora. Esta noche, está especialmente sediento y, mientras allí descansa, ya despierto,
con el smoking y la capa forrada de rojo confeccionada en Londres, esperando sentir
con espectral exactitud el momento preciso en que la oscuridad es total antes de
abrir la tapa y salir, decide quiénes serán las víctimas de esta velada. El panadero
y su mujer, reflexiona. Suculentos, disponibles y nada suspicaces. El pensamiento
de esta pareja despreocupada, cuya confianza ha cultivado con meticulosi¬dad, excita
su sed de sangre y apenas puede aguantar estos últimos segundos de inactividad antes
de salir del ataúd y abalanzarse sobre sus presas.
De pronto, sabe que el sol se ha ido. Como un ángel del infierno, se levanta rápidamente,
se metamorfosea en murciélago y vuela febrilmente a la casa de sus tentadoras víctimas.
-¡Vaya, conde Drácula, qué agradable sorpresa! -dice la mujer del panadero al abrir
la puerta para dejarlo pasar. (Asumida otra vez su forma humana, entra en la casa
ocultando, con una sonrisa encantadora, su rapaz objetivo.)
-¿Qué le trae por aquí tan temprano? -pregunta el pana¬dero.
-Nuestro compromiso de cenar juntos -contesta el conde-. Espero no haber cometido
un error. Era esta noche, ¿no?
-Sí, esta noche, pero aún faltan siete horas.
-¿Cómo dice? -inquiere Drácula echando una mirada sor¬prendida a la habitación.
-¿O es que ha venido a contemplar el eclipse con nosotros?
-¿Eclipse?
-Así es. Hoy tenemos un eclipse total.
-¿Qué dice?
-Dos minutos de oscuridad total a partir de las doce del me¬diodía.
-¡Vaya por Dios! ¡Qué lío!
-¿Qué le pasa, señor conde?
-Perdóneme... debo...
-¿Qué, señor conde?
-Debo irme... Hem... ¡Oh, qué lío!... -y, con frenesí, se aferra al picaporte de
la puerta.
-¿Ya se va? Si acaba de llegar.
-Sí, pero, creo que...
-Conde Drácula, está usted muy pálido.
-¿Sí? Necesito un poco de aire fresco. Me alegro de haberlos visto...
-¡Vamos! Siéntese. Tomaremos un buen vaso de vino juntos.
-¿Un vaso de vino? Oh, no, hace tiempo que dejé la bebida., ya sabe, el hígado y
todo eso. Debo irme ya. Acabo de acordar¬me que dejé encendidas las luces de mi
castillo... Imagínese la cuenta que recibiría a fin de mes...
-Por favor -dice el panadero pasándole al conde un brazo por el hombro en señal
de amistad-. Usted no molesta. No sea tan amable. Ha llegado temprano, eso es todo.
-Créalo, me gustaría quedarme, pero hay una reunión de viejos condes rumanos al
otro lado de la ciudad y me han encargado la comida.
-Siempre con prisas. Es un milagro que no haya tenido un infarto. -Sí, tiene razón,
pero ahora...
-Esta noche haré pilaf de pollo -comenta la mujer del panadero-. Espero que le guste.
-¡Espléndido, espléndido! -dice el conde con una sonrisa empujando a la buena mujer
sobre un montón de ropa sucia. Luego, abriendo por equivocación la puerta de un
armario, se mete en él-. Diablos, ¿dónde está esa maldita puerta?
-Ja, ja! -se ríe la mujer del panadero-. ¡Qué ocurrencias tiene, señor conde!
-Sabía que le divertiría -dice Drácula con una sonrisa for¬zada-, pero ahora déjeme
pasar.
Por fin, abre la puerta, pero ya no le queda tiempo.
-¡Oh, mira, mamá -dice el panadero-, el eclipse debe de haber terminado! Vuelve
a salir el sol.
-Así es -dice Drácula cerrando de un portazo la puerta de entrada-. He decidido
quedarme. Cierren todas las persianas, rápido, ¡rápido! ¡No se queden ahí!
-¿Qué persianas? -preguntó el panadero.
-¿No hay? ¡Lo que faltaba! ¡Qué par de...! ¿Tendrán al menos un sótano en este tugurio?
-No -contesta amablemente la esposa-. Siempre le digo a Jarslov que construya uno,
pero nunca me presta atención. Ese Jarslov...
-Me estoy ahogando. ¿Dónde está el armario?
-Ya nos ha hecho esa broma, señor conde. Ya nos ha hecho reír lo nuestro.
-¡Ay... qué ocurrencia tiene!
-Miren, estaré en el armario. Llámenme a las siete y media.
Y, con esas palabras, el conde entra en el armario y cierra la puerta.
-Ja, ja...! ¡Qué gracioso es, Jarslov!
-Señor conde, salga del armario. Deje de hacer burradas.
Desde el interior del armario, llega la voz sorda de Drácula.
-No puedo... de verdad. Por favor, créanme. Tan sólo permí¬tanme quedarme aquí.
Estoy muy bien. De verdad.
-Conde Drácula, basta de bromas. Ya no podemos más de tanto reírnos.
-Pero, créanme, me encanta este armario.
-Sí, pero...
-Ya sé, ya sé... parece raro y sin embargo aquí estoy, encantado. El otro día precisamente
le decía a la señora Hess, deme un buen armario y allí puedo quedarme durante horas.
Una buena mujer, la señora Hess. Gorda, pero buena... Ahora, ¿por qué no hacen sus
cosas y pasan a buscarme al anochecer? Oh, Ramona, la la la la la, Ramona...
En aquel instante entran el alcalde y su mujer, Katia. Pasaban por allí y habían
decidido hacer una visita a sus buenos amigos, el panadero y su mujer.
-¡Hola, Jarslov! Espero que Katia y yo no te molestemos.
-Por supuesto que no, señor alcalde. Salga, conde Drácula. ¡Tenemos visita!
-¿Está aquí el conde? -pregunta el alcalde, sorprendido.
-Sí, y nunca adivinaría dónde está -dice la mujer del pa¬nadero.
-¡Qué raro es verlo a esta hora! De hecho, no puedo recordar haberle visto ni una
sola vez durante el día.
-Pues bien, aquí está. ¡Salga de ahí, conde Drácula!
-¿Dónde está? -pregunta Katia sin saber si reír o no.
-¡Salga de ahí ahora mismo! ¡Vamos! -La mujer del panadero se impacienta.
-Está en el armario -dice el panadero con cierta ver¬güenza.
-¡No me digas! -exclama el alcalde.
-¡Vamos! -dice el panadero con un falso buen humor mien¬tras llama a la puerta del
armario-. Ya basta. Aquí está el al¬calde.
-Salga de ahí, conde Drácula -grita el alcalde-. Tome un vaso de vino con nosotros.
-No, no cuenten conmigo. Tengo que despachar unos asuntos pendientes.
-¿En el armario?
-Sí, no quiero estropearles el día. Puedo oír lo que dicen. Estaré con ustedes en
cuanto tenga algo que decir.
Se miran y se encogen de hombros. Sirven vino y beben.
-Qué bonito el eclipse de hoy -dice el alcalde tomando un buen trago.
-¿Verdad? -dice el panadero-. Algo increíble.
-¡Dígamelo a mí! ¡Espeluznante! -dice una voz desde el ar¬mario.
-¿Qué, Drácula?
-Nada, nada. No tiene importancia.
Así pasa el tiempo hasta que el alcalde, que ya no puede soportar esa situación,
abre de golpe la puerta del armario y grita:
-¡Vamos, Drácula! Siempre pensé que usted era una persona sensata. ¡Déjese de locuras!
Penetra la luz del día; el diabólico monstruo lanza un grito desgarrador y lentamente
se disuelve hasta convertirse en un esqueleto y luego en polvo ante los ojos de
las cuatro personas presentes. Inclinándose sobre el montón de ceniza blanca, la
mujer del panadero pega un grito:
-¡Se ha fastidiado mi cena!
Debéis comprender que estáis tratando con un hombre que se tragó el Finnegans Wake
en una montaña rusa de Coney Island, penetrando en el abstruso laberinto de Joyce
con soltura, pese a las violentas sacudidas que me han hecho perder las prótesis
de mis dientes. Comprended también que pertenezco a esa minoría selecta que presintió
al instante, ante la primera chatarra de un Buick expuesta en el Museo de Arte Moderno,
esta interacción sutil entre el fondo y la forma que Odilon Redon podría haber logrado
de haber olvidado la delicada ambigüedad del cincel y haber tra¬bajado con una prensa
de automóviles. Asimismo, señores, soy uno de los pocos cuya perspicacia hizo que
situara a Esperando a Godot en su correcta perspectiva para los numerosos espectadores
per¬plejos que se arrastraban por el foyer del teatro durante el inter¬medio, mosqueados
de haber pagado más de la cuenta a los revendedores de billetes por diálogos incomprensibles
en un es¬pectáculo de una sola estrella. Tendría que añadir que mantengo con las
artes estrechas relaciones. Además, puedo escuchar ocho emisoras de radio a la vez
y, de tanto en tanto, me siento con mi propia Philco, en horas de descanso, en un
sótano de Harlem para oír las noticias de última hora y las previsiones meteorológicas.
En cierta ocasión, un obrero agrícola, un tanto lacónico, llamado Jess, que jamás
había estudiado en su vida, interpretó los pronósticos de la Bolsa con gran sentimiento.
Auténtica música soul. Por último, y para cerrar mi caso con precisión, tomen nota
de que soy asiduo espectador de happenings y de estrenos underground y que colaboro
con frecuencia en Sight and Stream, una publicación trimestral e intelectual dedicada
a las ideas más avanzadas sobre cine y la pesca de agua dulce. Si éstas no les parecen
credenciales suficientes para que me conozcan por Joe el Sensible, entonces, amigos,
me doy por vencido. Y, no obstante, gracias a esta intuición que me chorrea del
cuerpo cual miel de un pastel, hace poco recordé que tengo un fallo cultural, un
talón de Aquiles que me sube por la pierna hasta la base de la nuca.
Empezó a manifestarse en enero pasado cuando, una noche, de pie en el bar McGinnis
de Broadway, donde comía el pastel de queso más bueno del mundo, tuve, además de
un sentimiento de culpa¬bilidad, la impresión colesterosa de que mi aorta se volvía
tan rígida como un bastón de hockey. A mi lado había una rubia de cortar la respiración,
cuyos pechos se hinchaban rítmicamente debajo de una blusa negra con tanta provocación
que habría llevado fácilmen¬te a un boy scout a un estado licantrópico. Durante
los primeros quince minutos, mi «páseme la mostaza» había sido el único tema de
nuestra conversación, pese a mis más que múltiples intentos de crear una mayor intimidad.
Lo peor es que ella, en efecto, me había pasado la mostaza y yo me vi obligado a
untar con ella un trozo de pastel de queso para justificar mis buenas intenciones.
-Tengo entendido que las acciones de los huevos están en alza -me animé por último
a decir, fingiendo la despreocupación de quien fusiona sociedades en sus ratos libres.
Ignorando que había entrado el novio de la chica, que era estibador, con una falta
del sentido de la oportunidad propia de Laurel y Hardy, y que, por si fuera poco,
estaba justo detrás mío, le eché una mirada ávida de hambriento necesitado. Recuerdo
aún haber dicho algo ingenioso sobre Kraft-Ebing antes de perder el conocimiento.
Me recuerdo, poco después, corriendo por la calle para evitar las iras de lo que
parecía ser el garrote de un primo siciliano dispuesto a vengar el honor de la joven.
Busqué refugio en la fría oscuridad de un cine donde Bugs Bunny y tres Libriums
devolvieron mi sistema nervioso a su ritmo acostumbrado. La película principal empezó
y resultó ser un documental turístico sobre la selva de Nueva Guinea, un tema que
en mi escala de valores puede rivalizar con «Formaciones de musgos» o «Cómo viven
los pingüinos». «Los seres primitivos», comentaba el narrador, «viven hoy igual
que el hombre de hace millones de años, cazan el jabalí (cuyo standard de vida no
parece tampoco haber mejorado), se sientan alrededor del fuego por las noches y
reconstruyen las escenas de caza con pantomimas.» Pantomimas. La palabra me golpeó
con la fuerza de un estornudo. Aquí se resquebraja mi armazón cultural, el único
fallo, por cierto, pero un vacío que no había dejado de perseguirme desde mi más
tierna infancia, desde el día en que un mimodrama, sacado de El abrigo de Gogol,
había escapado por completo a mi entendimiento y me había convencido de que estaba
presenciando a catorce rusos haciendo gimnasia. La pantomima me ha resultado siempre
un misterio; un enigma que prefiero olvidar por la vergüenza que me ha hecho pasar.
Pero allí se manifestaba otra vez esa debilidad y, muy a pesar mío, peor que nunca.
Entendía tan poco las gesticulaciones frenéticas del jefe de la tribu guineana como
a Marcel Marceau en cualquiera de sus sketches cómicos que atraen a multitudes llenas
de admiración. Me retorcí en mi asiento mientras el actor aficionado de la selva
hacía reír en silencio a sus compañeros primitivos y, después de su actuación, les
pasaba el plato a los ancianos de la tribu; entonces, no pude más y me retiré abatido
de la sala.
En casa, aquella tarde, mi deficiencia se convirtió en obsesión. Era la cruel verdad:
pese a mi olfato canino en todos los demás campos del arte, bastaba una tarde de
mímica para convertirme en el hombre de la azada de Markham: «Estúpido, estupefacto,
como un buey de arado». Me enfurecí de impotencia, pero un calambre endureció la
parte posterior de mi muslo y tuve que sentarme. Después de todo, razoné, ¿habrá
otra forma más ele¬mental de comunicación que ésta? ¿Por qué esta forma artística
universal resulta tan clara para todo el mundo menos para mí? Traté de enfurecerme
de impotencia una vez más y esta vez lo conseguí, pero mi barrio es muy tranquilo
y pocos minutos después aparecieron dos robustos muchachos de la comisaría local
para informarme que enfurecerse de impotencia podía significar una multa de quinientos
dólares, seis meses de prisión o ambas pena¬lidades. Les di las gracias y me metí
en la cama donde mi lucha por dormir lejos de mi monstruosa imperfección dio como
resul¬tado ocho horas de ansiedad nocturna que no se las desearía ni al mismo Macbeth.
Otro ejemplo espeluznante de mi vacío mimético se materializó tan sólo unas pocas
semanas después, cuando aparecieron ante mi puerta dos billetes gratuitos para el
teatro (que gané por haber identificado correctamente la voz de Frank Sinatra en
un concurso radiofónico quince días antes). El primer premio era un Bentley, así
que, para llamar en el acto al locutor, había salido desnudo y dando brincos de
la bañera. Al coger el teléfono con una mano mojada mientras intentaba apagar la
radio con la otra, pegué un salto hasta el techo mientras las chispas llenaban la
habitación como si me ejecutaran en una silla eléctrica. Mi segunda órbita alrededor
de la lámpara, que colgaba del techo, fue interrumpida por el cajón abierto de mi
escritorio Luis XV contra el que me di de cabeza con una moldura dorada en la boca.
Mi rostro parecía haber sido comprimido en un molde de pastel rococó, tenía además
un chichón en la cabeza del tamaño de un huevo de avestruz que afectó mi lucidez,
y quedé en segundo lugar detrás de la señora Sleet Ma¬zursky
Entonces, al hacerse trizas mi sueño del Bentley, me conformé con un par de billetes
gratis para una representación en un teatro off Broodway. Que un famoso mimo internacional
es¬tuviera en el programa enfrió mi ardor hasta temperaturas polares, pero, con
la esperanza de acabar de una vez por todas con mi mala suerte, decidí hacer acto
de presencia. Me fue imposible invitar a una chica ya que sólo contaba con seis
semanas de tiempo, entonces regalé el billete a un limpiador de ventanas, Lars,
un letárgico subalterno tan rebosante de sensibilidad artística como el Muro de
Berlín. Al principio, creyó que aquel papelito color naranja era comestible, pero,
cuando le expliqué que servía para un espectáculo de mimo (el único espectáculo,
con excepción de un incendio, que tenía alguna posibilidad de entender), me lo agradeció
con grandes efusiones.
La noche del espectáculo, los dos (yo con mi capa de etiqueta y Lars con su cubo)
salimos con aplomo del fondo de un coche alquilado, y al entrar en el teatro nos
precipitamos hacia nuestros asientos donde pude examinar el programa y me enteré,
con cierto nerviosismo, de que el primer sketch era un breve entretenimien¬to silencioso
titulado Día de picnic. Empezó cuando un microbio de hombre entró al escenario con
el rostro encalado y vestido con una malla de baile negra y ajustada. Un clásico
traje de picnic igual que el que yo mismo llevé en un picnic en Central Park el
año pasado y que, salvo para unos pocos adolescentes resentidos que lo tomaron por
una coquetería senil, pasó desapercibido. El mimo empezó a desdoblar un mantel para
colocarlo en la hierba, y, al instante, mi vieja duda volvió a asaltarme. Tanto
podía estar desdoblando un mantel de picnic como ordeñando una cabra. Luego, con
sumo cuidado se sacó los zapatos, si bien no estoy muy seguro de que fueran sus
zapatos, porque se fraguó uno de ellos y envió el otro por correo a Pittsburgh.
Digo «Pittsburgh» pero, en realidad, es sumamente difícil imitar el concepto de
Pittsburgh y, pensándolo bien, creo que no estaba en absoluto imitando Pittsburgh,
sino a un hombre que conducía un triciclo a través de una puerta giratoria o quizá
también a dos hombres que desmantelaban una rotativa de imprenta. Cómo se relacionaba
todo esto con el picnic es algo que no comprendo. Luego, el mimo empezó a separar
una colección invisible de objetos rectangulares, sin la menor duda pesados, como
una edición completa de la Enciclopedia Británica, que, sospecho, sacaba de la cesta
de picnic, aunque, por el modo en que manio¬braba, también podrían haber sido los
músicos del Cuarteto de Cuerdas de Budapest, todos atados y amordazados.
Por aquel entonces, para sorpresa de los que estaban sentados a mi lado, me encontré,
como de costumbre, tratando de ayudar al mimo a aclarar los detalles de la escena
adivinando en voz alta y de forma exacta lo que estaba haciendo: «Almohada... gran
almohada. ¿Cojín? Parece un cojín...». Este tipo de participa¬ción benévola suele
molestar al auténtico amante del silencio en un teatro, y he notado en ocasiones
una clara tendencia en las personas sentadas a mi lado a expresar su intranquilidad
de distintas maneras, que van de significativos carraspeos a un golpe de porra en
la nuca, como el que recibí de un miembro de la Liga Cultural de Amas de Casa de
Manhasset. En el caso del picnic, una viuda, arrugada como una momia, me machacó
los nudillos con sus anteojos, a modo de látigo, incriminándome: «Quieto ahí, viejo
zorro». Luego, embalada, con la lenta y paciente elocución de quien se dirige a
un soldado de infantería aturdido por las bombas, me explicó que el mimo estaba
tratando de parodiar los distintos elementos que suelen complicar la vida del que
va de picnic: las hormigas, la lluvia y el sacacorchos que siempre se olvida uno
en casa. Momentáneamente advertido, me partí de risa ante la idea de un hombre obsesionado
por el olvido de su sacacorchos y me maravillé de sus infinitas posibilidades dramáticas.
Por último, el mimo empezó a soplar vidrio. O bien soplaba vidrio, o bien ponía
inyecciones intravenosas a un equipo de fútbol. Parecía un equipo de jugadores de
fútbol, pero podría haber sido un coro de hombres (o una máquina diatérmica), también
podría estar disecando un coro de cualquiera de esos cuadrúpedos inmen¬sos, ya inexistentes,
frecuentemente anfibios, pero por lo general herbívoros, cuyos restos fosilizados
han sido encontrados en la región más septentrional del Ártico. A estas alturas,
el público se tronchaba de risa con las tonterías que veían en el escenario. Hasta
el primate de Lars se secaba las lágrimas de hilaridad con el limpia-cristales.
Pero yo seguía siendo un caso perdido; cuanto más me empeñaba, menos comprendía.
Una sensación de fracaso se abatió sobre mí, me saqué los zapatos y me puse a dormir.
Cuando recobré los sentidos, lo primero que vi fue un par de mujeres de la limpieza
trabajando en la platea y discutiendo los pros y los contras de la celulitis. Restregándome
los ojos en el brillo mortecino de la luz de servicio del teatro, me ajusté la corbata
y fui a Riker's donde una hamburguesa y un buen chocolate caliente no me dieron
problemas en cuanto a su significado: por primera vez en toda la noche me sacudí
de encima el peso de mi culpabilidad. Hasta hoy sigo siendo culturalmente incompleto,
pero lo estoy superando. Si alguna vez veis bizquear a un esteta en un espectáculo
de mimo, luchar y hablar consigo mismo, acercaos y venid a saludarme, pero, por
favor, hacedlo al principio del espectáculo; no me gusta que me molesten cuando
duermo.
A continuación presentamos fragmentos de conversaciones ex¬traídas de un libro de
próxima publicación: Conversaciones con Helmholtz.
El doctor Helmholtz, que ahora tiene casi noventa años de edad, fue contemporáneo
de Freud, un pionero del psicoanálisis y el fundador de la escuela de psicología
que lleva su nombre. Quizá su mayor fama se deba a sus investigaciones sobre el
comporta¬miento humano en las que probó que la muerte es una característica congénita.
Helmholtz vive en una residencia de campo en Lausanne, Suiza, con su criado, Hrolf,
y su perro danés, Rholf. Pasa la mayor parte del tiempo escribiendo; en este momento,
está revisando su auto¬biografía con el propósito de incluirse en la misma. Estas
«con¬versaciones» fueron mantenidas durante un período de varios meses entre Helmholtz
y su estudiante y discípulo, Fears Hoffnung, a quien Helmholtz detesta en grado
sumo, pero a quien tolera porque siempre le lleva turrones. Estas conversaciones
abarcan varios temas que van desde la psicopatología a la religión, de la que Helmholtz
no parece haber podido aún obtener una tarjeta de crédito. «El Maestro», como lo
flama Hoffnung, emerge de estas páginas como un ser humano acogedor y perceptivo
que sostiene que prescindiría muy a gusto de todos los logros de su vida si sólo
pudiera sacarse de encima la erupción cutánea que padece.
* * *
1° de abril: Llegué a la casa de Helmholtz a las once en punto, y la criada me comunicó
que el doctor estaba en su dormitorio horadando. En el estado febril en que me encontraba,
creí que la criada había dicho que el doctor estaba en su habitación orando. Pero
pronto todo se confirmó, y Helmholtz estaba horadando frutos secos. Tenía grandes
puñados de frutos secos en cada mano y los apilaba al azar. Cuando le pregunté qué
estaba haciendo, me dijo:
-¡Ajj... si todo el mundo horadara frutos secos!
La respuesta me sorprendió, pero pensé que era mejor no insistir. Cuando se acomodó
en su sillón de cuero, le pregunté sobre el período heroico del psicoanálisis.
-Cuando conocí a Freud por primera vez, yo ya estaba dedicado al estudio de mis
propias teorías. Freud estaba en una panadería. Quiero decir que intentaba comprar
schnekens, pero no podía. Freud, como usted sabe, no podía pronunciar la palabra
schneken porque le producía una tremenda vergüenza. «Quisiera unos pas¬teles, de
esos», decía señalándolos. El panadero respondía: «¿Quiere decir estos schnekens,
Herr Professor?». Cuando eso sucedía, Freud se ponía colorado y se alejaba murmurando:
«Hem, no... nada, no tiene importancia». Compré los pasteles sin el menor esfuerzo
y se los llevé como regalo a Freud. Nos hicimos buenos amigos. Desde entonces, he
pensado que cierta gente se avergüenza de decir ciertas palabras. ¿Hay alguna palabra
que le avergüence a usted?
Le expliqué al doctor Helmholtz que no podía decir «langos-tomate» (un tomate relleno
de langosta) en un restaurante donde este plato era la especialidad. Helmholtz encontró
que esa palabra era lo suficientemente imbécil como para romperle la cara al hombre
que la había inventado.
La conversación volvió a Freud, quien parece dominar todos los pensamientos de Helmholtz,
aunque los dos hombres se detestaran mutuamente después de una grave discusión sobre
el perejil.
-Recuerdo un caso de Freud. Edma S., parálisis histérica de la nariz. Incapaz de
imitar a un conejo cuando sus amigos se lo pedían, esto le causaba una gran ansiedad
cuando estaba con sus amigos que, a menudo, tenían un comportamiento cruel: «Vamos,
Liebchen, enséñanos lo bien que imitas a un conejo». Acto seguido movían las aletas
de su nariz con toda libertad y se divertían a costa de ella.
»Freud la llevó a su consultorio para una serie de sesiones de análisis, pero algo
funcionó mal, porque, en vez de atraer su atención sobre él, Freud, atrajo su atención
sobre el perchero, un inmenso mueble de madera al otro lado de la habitación. Freud
se sintió presa del pánico, porque en aquel tiempo al psicoanálisis se le miraba
aún con cierto escepticismo; el día en que la muchacha se fue de crucero en compañía
del perchero, Freud juró que jamás volvería a practicar su profesión. La verdad
es que, durante un tiempo, consideró seriamente la idea de hacerse acróbata de circo
hasta que Ferenczi le convenció de que jamás aprendería a hacer el triple salto
mortal con soltura.
Me di cuenta de que a Helmholtz le había entrado sueño porque se había deslizado
de la silla y estaba en el suelo debajo de la mesa, completamente dormido. Sin querer
aprovecharme de su genero¬sidad, me fui de puntillas.
5 de abril: al llegar, encontré a Helmholtz practicando con su violín. (Es un maravilloso
violinista aficionado, aunque no puede leer un pentagrama y sólo puede tocar una
nota.) Una vez más, Helmholtz evocó algunos problemas de los comienzos del psico¬análisis.
-Todo el mundo quería quedar bien con Freud. Rank sentía celos de Jones. Jones envidiaba
a Brill. Brill se sentía tan molesto por la presencia de Adler que le escondió el
sombrero color ratón. En cierta ocasión, Freud tenía unos caramelos de miel en el
bolsillo y ofreció algunos a Jung. Rank se enfureció. Se me quejó de que Freud favorecía
a Jung. Especialmente en la distribución de los caramelos. Yo lo ignoré, porque
no sentía especial simpatía por Rank ya que hacía poco tiempo se había referido
a mi monografía, De la euforia en los gasterópodos, como «el cénit del razonamiento
mongoloide».
»Años más tarde, Rank mencionó el incidente mientras paseá¬bamos en coche por los
Alpes. Le recordé la idiotez de su com¬portamiento en aquel tiempo y él admitió
que había actuado bajo el efecto de una gran depresión debido a que su nombre, Otto,
se escribía del mismo modo para adelante que para atrás.
Helmholtz me invitó a cenar. Nos sentamos a la gran mesa de roble que, según él,
había sido un regalo de Greta Garbo, aunque ella niega haber conocido ni a la mesa
ni a Helmholtz. Una típica cena de Helmholtz consistía en una pasa de uva grande,
generosas porciones de grasa de cerdo y una lata individual de salmón. Después de
la cena, sirvieron hierbabuena, y Helmholtz sacó su colección de mariposas lacadas
que le provocaron cierto nerviosismo cuando se negaron a volar.
Más tarde, en la sala, Helmholtz y yo nos relajamos fumando puros. (Helmholtz olvidó
encender su puro, pero aspiraba con tanta fuerza que el puro disminuyó igual.) Conversamos
sobre algunos de los casos más celebrados del Maestro.
-Tuve a un tal Joachim B. Un hombre de unos cuarenta años que no podía entrar en
una habitación donde hubiera un violoncello. Lo más grave era que, una vez en el
interior de una habitación con el violoncello, no podía retirarse a menos que se
lo pidiera un Rothschild. Además, Joachim B. tartamudeaba. Pero no cuando hablaba.
Sólo cuando escribía. Si por ejemplo escribía la palabra «por», en la carta aparecía
«p-p-p-p-por». Se le hacían muchas bromas con respecto a este defecto, y una vez
intentó suicidar¬se por asfixia con una crepé. Lo curé con hipnosis y le fue posible
llevar una vida normal, saludable, aunque, años más tarde, le entraron ciertas fantasías:
por ejemplo, la de encontrarse con un caballo que le aconsejaba estudiar arquitectura.
Helmholtz habló del famoso violador V., quien, en cierta época, aterrorizó a todo
Londres:
-Un caso muy extraño de perversión. Tenía regularmente una visión sexual en la que
era humillado por un grupo de antropólogos que le obligaban a caminar con las piernas
arqueadas, lo que, según confesión, le producía un intenso placer sexual. Recordaba
que, cuando niño, había sorprendido al ama de llaves de sus padres, una mujer de
dudosa moral, besando un ramo de berros, lo cual le pareció erótico. Cuando era
adolescente, fue castigado por haberle barnizado la cabeza a su hermano, aunque
su padre, pintor de oficio, se enfadó aún más por el hecho de que no le hubiera
pasado una segunda mano.
»V. atacó a su primera mujer cuando tenía dieciocho años y, a continuación, violó
a media docena a la semana durante años. Lo más que pude hacer por él fue sustituir
sus tendencias agresivas por un hábito; a partir de entonces, cuando encontraba
por casua¬lidad a una mujer desprevenida, en vez de atacarla, sacaba de su chaqueta
un inmenso pez y se lo mostraba. Si bien esta visión causaba en algunas cierta consternación,
las mujeres no eran objeto de ninguna violencia y algunas confesaron que sus vidas
habían sido inmensamente enriquecidas por la experiencia.
12 de abril: hoy, Helmholtz no se encontraba muy bien. El día anterior se había
perdido en un prado y había resbalado sobre unas peras maduras. Debía guardar cama,
pero se incorporó cuando entré y hasta se rió cuando le conté que tenía un grano
mal colocado.
Discutimos sobre su teoría de la psicología invertida, algo que se le ocurrió poco
tiempo después del fallecimiento de Freud. (El fallecimiento de Freud, según Ernest
Jones, fue el incidente que causó la ruptura definitiva entre Helmholtz y Freud;
prueba de ello es que en muy contadas ocasiones volvieron a dirigirse la pa¬labra.)
En esa época, Helmholtz había llevado a cabo un experimento que consistía en agitar
una campanilla y, en el acto, un equipo de ratones blancos escoltaba a la señora
Helmholtz hasta la puerta y la acompañaba hasta la acera. Realizó varios experimentos
sobre el comportamiento, y sólo los abandonó cuando un perro, entrenado para salivar
en cuanto recibía una señal, se negó a dejarlo entrar en su casa. A Helmholtz se
le debe también la ya clásica mono¬grafía sobre la Risa histérica del caribú.
-Así es, fundé la Escuela de Psicología Invertida. De forma bastante casual, en
realidad. Mi mujer y yo estábamos cómodamente en la cama cuando, de improviso, sentí
deseos de beber agua. Demasiado perezoso para levantarme, pedí a la señora Helmholtz
que me la trajera. Se negó aduciendo que estaba exhausta por haber recogido garbanzos.
Discutimos acerca de quién tenía que ir a buscar el agua. Finalmente, dije: «En
realidad, no quiero un vaso de agua. En realidad, un vaso de agua es lo último que
quiero en este mundo». De inmediato, mi mujer se levantó de un salto y dijo: «Ah,
¿conque no quieres agua? ¡Qué lástima!». Rápidamente aban¬donó el dormitorio y me
trajo un vaso lleno. Traté de comentar el incidente con Freud en el picnic anual
de analistas en Berlín, pero él y Jung formaban equipo en la carrera de sacos y
estaba demasiado absorto por las festividades para poder escucharme.
»Pocos años más tarde, encontré la manera de utilizar este principio en el tratamiento
de la depresión y pude curar al gran cantante de ópera J. de su morboso terror a
terminar sus días metido en una cesta.
18 de abril: llegué y encontré a Helmholtz podando unos arbustos. Habló mucho de
la belleza de las flores, a las que ama porque «no se pasan la vida pidiendo dinero
prestado».
Hablamos sobre el psicoanálisis contemporáneo, al que Helmholtz considera un mito
mantenido con vida por la industria del sofá.
-¡Estos analistas modernos! ¡Cobran fortunas! En mis tiempos, por cinco marcos,
el mismo Freud te trataba. Por diez marcos, te trataba y te planchaba incluso los
pantalones. Por quince marcos, Freud permitía que tú lo trataras a él y eso incluía
una invitación a comer. ¡Treinta dólares la hora! ¡Cincuenta dólares la hora! ¡El
Kaiser no ganaba más que doce veinticinco, y porque era el Kaiser! ¡Y tenía que
ir a trabajar a pie! ¡Y con lo que dura un tratamiento! ¡Dos años! ¡Cinco años!
Si uno de nosotros no podía curar a un paciente en seis meses, le devolvíamos el
dinero, lo llevábamos a ver una revista musical y le regalábamos un plato de caoba
para frutas o un juego de cuchillos de acero inoxidable. Recuerdo que siempre se
podía saber con qué pacientes había fracasado Jung porque les regalaba grandes osos
de peluche.
Caminamos por el sendero del jardín, y Helmholtz se puso a hablar sobre otros temas
de interés. Era un verdadero torrente de visiones y me las arreglé para anotar algunas.
Sobre la condición humana: «Si el hombre fuera inmortal, ¿te das cuenta lo que sería
su cuenta en la carnicería?».
Sobre la religión: «No creo en la vida ultraterrena, aunque por las dudas me llevaré
una muda de ropa interior».
Sobre la literatura: «Toda la literatura es una nota a pie de página del Fausto.
No tengo ni idea de lo que quiero decir con esto».
Estoy convencido de que Helmholtz es un gran hombre.
3 de junio: ¡Viva Vargas! Hoy nos lanzamos a la sierra. Indignados y asqueados por
la explotación que lleva a cabo en nuestro pequeño país el corrupto régimen de Arroyo,
enviamos a Julio al palacio del gobierno con una lista de nuestras quejas y reivindicaciones,
todas, en mi opinión, justificadas. Resultó que el sobrecargado orden del día de
Arroyo no incluía el que dejaran de abanicarle para encontrarse con nuestro amado
enviado revolucionario, por lo que delegó el asunto en su primer ministro, quien
afirmó que consideraría con atención nuestras peticiones, pero que, primero, quería
ver cuánto tiempo podía sonreír Julio con la cabeza sumergida en lava hirviendo.
Como consecuencia de éstas y otras agresiones, decidimos finalmente, bajo el inspirado
liderazgo de Emilio Molina Vargas, tomar el asunto en nuestras propias manos. Puestos
a traicionar, gritamos por las calles, traicionemos del todo.
Estaba relajándome inoportunamente en una bañera de agua caliente, cuando llegó
la noticia de que la policía pasaría en unos minutos para colgarme. Pegué un salto
fuera del baño con com¬prensible presteza; pisé un jabón húmedo y patiné hasta el
patio; por suerte amortigüé la caída con los dientes, que se desparramaron por el
suelo como salidos de una caja de chicles. Aunque desnudo y herido, el instinto
de conservación me dictó que actuara con rapidez y, cuando monté a Diablo, mi alazán,
lancé el grito de los rebeldes. El caballo se encabritó sobre sus dos patas traseras
y volví a encontrarme en el suelo con muchos huesecitos fracturados.
Por si fuera poco, había hecho apenas unos metros a pie cuando me acordé del ciclostil;
no quise dejar atrás semejante arma política, prueba judicial de suma importancia,
di media vuelta y fui a buscarla. Para colmo de la mala suerte, el trasto ese pesaba
más de lo que parecía y levantarlo era trabajo más apropiado para una grúa que para
un estudiante universitario de sesenta kilos. Cuando llegó la policía, tenía la
mano atrancada en la máquina que rugía de forma incontrolable mientras imprimía
largas citas de Marx sobre mi espalda desnuda. No me preguntéis cómo me las arreglé
para desengancharme y pegar un salto por la ventana de atrás. Por suerte, eludí
a la policía y me abrí camino hacia la seguridad del campamento de Vargas.
4 de junio: ¡Qué paz en estas sierras! ¡Vivir al aire libre bajo las estrellas!
¡Un puñado de hombres entregados a una causa! ¡Trabajando por un objetivo común!
Aunque yo había intervenido en el plan de ataque, Vargas consideró que mis servicios
podían tener mejor destino como cocinero del campamento. No es un trabajo fácil
cuando escasean los alimentos, pero alguien tenía que hacerlo y, teniendo en cuenta
las circunstancias, mi primer rancho fue todo un éxito, aunque no a todos los hombres
les apeteciera el monstruo Gila, pero no era el momento adecuado para sutilezas,
y, aparte algunos desgraciados que no soportan los reptiles, la cena se desarrolló
sin el menor incidente.
Hoy, oí hablar a Vargas y me pareció bastante seguro de nuestros planes. Piensa
que tendremos la capital bajo control a mediados de diciembre. Su hermano Luis,
en cambio, un hombre de naturaleza taciturna, cree que en muy poco tiempo habremos
muerto todos de hambre. Los hermanos Vargas discuten constan¬temente de estrategia
militar y filosofía política; resulta difícil imaginar que estos dos grandes jefes
rebeldes eran, hace apenas una semana, chicos de la limpieza en el Hilton. Mientras
tanto, seguimos esperando.
10 de junio: día dedicado al ejercicio. Es milagroso ver cómo hemos pasado de ser
una pandilla de guerrilleros desastrosos a un ejército de primera. Esta mañana,
Hernández y yo practicamos el uso de los machetes, nuestros cuchillos para la caña
de azúcar, afilados como hojas de afeitar, y, debido al exceso de entusiasmo de
mi compañero, descubrí que tenía sangre de tipo O. Lo peor de todo es la espera.
Arturo tiene una guitarra, pero sólo sabe tocar «Cielito lindo» y, si bien a los
hombres les gustó escucharlo al principio, ahora ya ni le aplauden. Traté de guisar
el monstruo Gila de otra manera y pienso que a los hombres les gustó, aunque noté
que algunos tenían que masticar mucho y agitar la cabeza para que les bajara.
Oí hablar por casualidad a Vargas otra vez. El y su hermano elaboraban planes para
cuando la capital caiga en nuestras manos. Me pregunto qué cargo habrán pensado
para mí cuando haya triunfado la revolución. Estoy bastante seguro de que mi extrema
lealtad, sólo comparable a la de un perro, será recompensada.
1º de julio: un comando de nuestros mejores hombres atacó hoy un pueblo en busca
de alimentos y tuvo oportunidad de emplear muchas de las tácticas que hemos estado
practicando. La mayoría de los rebeldes se portaron muy bien y, aunque el comando
fue aniquilado casi en su totalidad, Vargas lo considera una victoria moral. Los
que no formamos parte del comando, nos quedamos sentados en el campamento mientras
Arturo nos cantaba «Cielito lindo».. La moral permanece elevada pese a que los alimentos
y las armas son virtualmente inexistentes y a que el tiempo pasa con mucha lentitud.
Por suerte, nos distrae el calor de más de cincuenta grados, el cual, se me ocurre,
puede ser la causa del extraño ruido de gorjeos que emiten nuestros hombres. Ya
nos llegará el mo¬mento.
10 de julio: hoy fue, en líneas generales, un buen día pese a que los hombres de
Arroyo nos tendieran una emboscada y casi nos liquidaran. En parte fue culpa mía
porque delaté nuestra posición al invocar la Santísima Trinidad a voz en grito cuando
una tarántula se me subió por la pierna. Durante unos segundos, no pude deshacerme
de la tenaza de la maldita araña mientras se abría camino en las secretas profundidades
de mi ropa haciendo que corriera como un loco hasta el río y me tirara en él, lo
cual me pareció que duraba tres cuartos de hora. Poco después, los soldados de Arroyo
abrieron fuego sobre nosotros. Luchamos con valentía, aunque la sorpresa haya creado
una leve desorganiza¬ción y durante los primeros diez minutos nuestros hombres se
hayan acribillado entre sí. El mismo Vargas se salvó por un pelo de la catástrofe
cuando una granada aterrizó a sus pies. Me ordenó que me arrojara sobre ella. Consciente
de que sólo él es indispen¬sable a nuestra causa, lo hice. El destino quiso que
la granada no estallara, y salí entero del incidente con sólo un ligero temblor
y la incapacidad de dormir a menos de que alguien me tenga cogi¬da la mano.
15 de julio: la moral de nuestros hombres parece seguir alta a pesar de los ligeros
contratiempos. En primer lugar, Miguel robó unos misiles de tierra, pero los confundió
con misiles de tierra-aire y, al intentar derribar varios aviones de Arroyo, hizo
volar por los aires todos nuestros camiones. Cuando trató de disculparse, como si
hubiera sido una broma, José se enfureció y se pelearon. Más tarde, hicieron las
maletas de prisa y desertaron. Dicho sea de paso, la deserción puede convertirse
en un grave problema, aunque por el momento, el optimismo y el espíritu de cuerpo
la han limitado a sólo tres de cada cuatro hombres. Yo, por supuesto, sigo leal
y sigo cocinando, pero los hombres no parecen apreciar las dificultades de mi misión.
La verdad es que han amenazado con matarme si no encuentro otra alternativa al monstruo
Gila. A veces los soldados pueden llegar a ser irracionales. Sin embargo, no pierdo
confianza, y puede que un día de estos los sorprenda con algo nuevo. Mientras tanto,
nos sentamos en el campamento y esperamos. Vargas camina para arriba y para abajo
en su tienda de campaña y Arturo toca «Cielito lindo».
1º de agosto: pese a todo por lo que debemos estar agradecidos, no hay duda de que
en nuestro cuartel general reina un estado de ligera tensión. Cosas insignificantes,
sólo perceptibles al ojo obser¬vador, indican la presencia de una corriente subterránea
de intran¬quilidad. Por un lado, han aumentado los navajazos entre los hombres a
medida que se hacen más frecuentes las peleas. Asi¬mismo, un intento de atacar un
depósito de municiones para rearmarnos terminó cuando el cohete de señales que llevaba
Julio le estalló en el bolsillo. Todos nuestros hombres pudieron escapar, menos
Julio que fue capturado después de haber volado dos docenas de edificios como si
nada. Aquella tarde, de regreso al campamento, cuando volví a sacar el monstruo
Gila, los hombres se amotinaron. Me agarraron y me inmovilizaron mientras Ramón
me golpeaba con mi propio cucharón. De forma misericordiosa me salvó una tormenta
eléctrica que se cobró tres vidas. Por último, cuando las frustraciones alcanzaban
ya su punto álgido, Arturo tocó «Cielito lindo» y los que tenían menos inclinaciones
musicales en el grupo lo llevaron detrás de una roca y le obligaron a comerse la
guitarra.
En la columna del activo podemos anotar que el enviado diplomático de Vargas, tras
muchos intentos abortados, consiguió llegar a un interesante acuerdo con la C.I.A.
por el cual, a cambio de nuestra irrevocable lealtad hacia ellos, se comprometían
a aprovisionarnos con no menos de cincuenta pollos asados a la semana.
Vargas piensa ahora que tal vez había sido prematuro predecir la victoria para diciembre
e indica que la victoria total podrá exigir algo más de tiempo. Resulta extraño
que haya dejado sus mapas y sus diagramas para dedicarse a la astrología y a la
lectura de entrañas de pájaros.
12 de agosto: la situación ha empeorado. El destino ha querido que los hongos, que
yo recogiera con tanto cuidado para variar el menú, resultaran venenosos; si bien
el único efecto notable con¬sistiera en unas pocas convulsiones menores, los compañeros
me trataron, a mi juicio, exageradamente mal. Y, para colmo, la C.I.A., tras reconsiderar
nuestras posibilidades revolucionarias de éxito, invitó a Arroyo y a todo su gabinete
a un almuerzo en el Wolfie's de Miami Beach. Esto, sumado al obsequio de 24 bombarderos
jet, indujo a Vargas a temer un cambio sutil en las alianzas.
La moral permanece razonablemente alta y, si bien ha aumen¬tado el ritmo de deserciones,
éstas aún quedan reducidas a aquellos que pueden caminar. El mismo Vargas parece
estar un poco taciturno y le ha dado por ahorrar trozos de hilo. Ahora piensa que
la vida bajo el régimen de Arroyo quizá no sería tan incómoda y se pregunta si no
tendríamos que volver a adoctrinar a los hombres que nos quedan, abandonar los ideales
de la revolución y formar una orquesta de rumba. Mientras tanto, las fuertes lluvias
han provocado un aluvión que arrastró a los hermanos Juárez al desfiladero mientras
dormían. Hemos despachado a un emisario a ver a Arroyo con una lista modificada
de nuestras reivindicacio¬nes; pusimos especial interés en sacar los párrafos referentes
a su rendición incondicional y la sustituimos por una suculenta receta para preparar
monstruos Gila. Me pregunto en qué terminará todo esto.
15 de agosto: ¡hemos tomado la capital! ¡Increíble! Siguen detalles de la operación:
Después de muchas deliberaciones, los compañeros votaron y decidieron depositar
nuestras últimas esperanzas en una expedición suicida, suponiendo que el elemento
sorpresa podía ser un tanto a nuestro favor para derrotar las fuerzas superiores
de Arroyo. Mientras marchábamos por la selva en dirección al palacio, el hambre
y el cansancio diezmaron lentamente gran parte de nuestro entusiasmo y, al aproximarnos
a nuestro lugar de destino, decidimos realizar un cambio en la estrategia. Nos entregamos
a los guardias del palacio quienes nos llevaron a punta de pistola ante la presencia
de Arroyo. El dictador tomó en consideración el atenuante de habernos entregado
voluntariamente; aunque a Vargas no pensaba más que en sacarle las entrañas, al
resto de nosotros sólo pensa¬ba desollarnos vivos. Al reconsiderar nuestra situación
a la luz de esta nueva circunstancia, fuimos presa del pánico y salimos corrien¬do
en todas direcciones mientras los guardias abrían fuego. Vargas y yo subimos corriendo
la escalera en busca de un escondite, irrumpimos en el boudoir de la señora Arroyo
y la sorprendimos en un momento de pasión ilícita con el hermano de su marido. Ambos
quedaron aturdidos. Entonces, el hermano de Arroyo des¬enfundó su revólver y disparó.
No sabía que el disparo actuaría como señal para un grupo de mercenarios que habían
sido con¬tratados por la C.I.A. para ayudar a barrernos de la sierra a cambio de
que Arroyo garantizase plenos derechos a los Estados Unidos para abrir una cadena
de confiterías en el país. Los mercenarios, que también estaban confundidos ideológicamente
después de se¬manas de una política exterior ambigua por parte de los Estados Unidos,
atacaron el palacio por equivocación. Arroyo y sus oficiales pensaron, al principio,
en una traición de la C.I.A. y volvieron sus armas contra los invasores. En ese
mismo instante, una conspi¬ración maoista largamente planeada para asesinar a Arroyo
quedó truncada cuando una bomba, escondida en una piña, estalló prematuramente volando
el ala izquierda del palacio y proyectando a la mujer y al hermano de Arroyo hacia
las vigas de madera.
Arroyo agarró una maleta llena de talonarios suizos, se dirigió hacia la puerta
trasera y saltó a su avión particular. El piloto pudo despegar por entre los disparos,
pero, confundido por los extraños acontecimientos del momento, apretó el mando equivocado
y el avión bajó en picado. Segundos después, se estrelló sobre el cam¬pamento del
ejército mercenario causándole graves pérdidas y haciendo que abandonasen toda intención
de continuar la lucha.
Durante todo este tiempo, Vargas, nuestro amado líder, adoptó una táctica brillante
de meticulosa vigilancia que consistió en quedarse absolutamente inmóvil cerca de
la chimenea como si fuera una estatua de cerámica negra. Cuando la situación se
calmó un poco, avanzó de puntillas hasta la oficina principal y asumió el mando,
haciendo una sola pausa para abrir el real refrigerador y hacerse un bocadillo de
jamón.
Celebramos nuestra victoria toda la noche y todos se emborra¬charon mucho. Más tarde
hablé con Vargas acerca de la pesada tarea de dirigir un país. Si bien cree que
las elecciones libres son esenciales para el buen funcionamiento de cualquier democracia,
prefiere esperar a que el pueblo esté un poco más preparado antes de llevarlo a
las urnas. Hasta entonces, ha improvisado un siste¬ma de gobierno práctico basado
en la monarquía por la gracia de Dios y ha premiado mi lealtad permitiéndome sentarme
a su derecha en las comidas. Además, estoy encargado de vigilar que su letrina esté
siempre inmaculada.
Para acabar con la historia de los grandes descubrimientos humanos
No existe la menor prueba de que la falsa mancha de tinta apareciera en Occidente
antes del año 1921, aunque se tenga noticia de que Napoleón encontró gran diversión
en el «vibrador hilaran¬te», un aparato que se escondía en la palma de la mano y
que causaba una vibración parecida a la eléctrica cuando la mano entraba en contacto
con otra. Napoleón tendía su mano regia en señal de amistad a un dignatario extranjero,
estrechaba la palma de la inocente víctima y lanzaba imperiales carcajadas mientras
el tonto de turno, con el rostro colorado, improvisaba piruetas para mayor deleite
de la corte.
El vibrador hilarante sufrió varias modificaciones; la más célebre fue la que se
produjo después de la introducción del chicle por Santa Anna (estoy convencido de
que el chicle fue, en su origen, un guiso de su mujer que simplemente no había quien
lo tragara) cuando el vibrador tomó la forma de un paquete de chicle de menta equipado
de un sutil mecanismo parecido a una trampa de ratones. La víctima, cuando se le
ofrecía una barrita de chicle, experimentaba un fuerte dolor al dispararse la barrita
de acero sobre sus inocentes dedos. Por lo general, la primera reacción era de dolor,
luego de risa contagiosa y, por último, de una especie de sabiduría popular. Nadie
ignora ya que el viejo truco del chicle saltarín relajó mucho la atmósfera en la
batalla de Los Alamos; y, aunque no se regis¬traron sobrevivientes, la mayoría de
los historiadores piensan que las cosas podrían haber ido sustancialmente peor sin
este pequeño artefacto lleno de ingenio.
Con el advenimiento de la Guerra Civil, los norteamericanos procuraron aturdirse
para olvidar los horrores de una nación dividida por la lucha fratricida; si bien
los generales norteños prefirieron divertirse con el vidrio baboso, Robert E. Lee
superó muchos momentos cruciales gracias a la flor regadera. En los primeros años
de guerra, nadie podía acercarse a oler el «encantador clavel» en la solapa de Lee
sin recibir en el ojo un buen chorro de agua del río Swanee. Sin embargo, a medida
que la situación empeoraba para el Sur, Lee abandonó aquella broma que había estado
de moda y se limitó a colocar chinchetas en los asientos de la gente que no le caía
bien.
Después de la guerra, y hasta principios de 1900, en la era de los denominados barones
del robo, el polvo para estornudar y una cajita de latón, en la que había escrito
ALMENDRAS y de la que largas serpientes saltaban de improviso sobre el rostro de
la víctima, fueron los dos inventos más destacados en el campo de las bromas. Se
decía que J. P. Morgan prefería el segundo mientras que el viejo Rockefeller disfrutaba
más con el primero.
Luego, en 1921, un grupo de biólogos, reunidos en Hong Kong para comprar trajes,
¡descubrieron la falsa mancha de tinta! Hacía ya mucho tiempo que constituía un
elemento importante en el repertorio de las diversiones orientales, y varias de
las últimas dinastías sólo pudieron conservar el poder gracias a la sabia utilización
de lo que parecía ser una botella derramada y una fea mancha de tinta. En realidad,
la mancha era de metal.
Las primeras manchas de tinta, según me informaron, eran muy toscas y mal hechas,
medían tres metros de diámetro y no enga¬ñaban a nadie.
No obstante, tras el descubrimiento de la miniaturización de los objetos por un
físico suizo, quien probó que un objeto de un tamaño dado podía disminuirse simplemente
con «hacerlo más pequeño», la falsa mancha de tinta empezó una brillante carrera.
Anduvo por el mundo hasta 1934, cuando Franklin Delano Roosevelt la detuvo y la
colocó en su lugar. Roosevelt la utilizó con suma inteligencia para solucionar una
huelga en Pennsylvania; los detalles del acontecimiento son curiosos: los dirigentes
sindicales y los empresarios, convencidos de que se había derramado una botella
de tinta estropeando un inestimable sofá Imperio, se acu¬saron mutuamente del hecho.
¡Imagínense su alivio cuando se enteraron de que todo había sido una broma! Tres
días más tarde volvieron a abrirse las puertas de los altos hornos.
Estaba sentado en mi oficina limpiando el cañón de mi 38 y preguntándome cuál sería
mi próximo caso. Me gusta ser detective privado. Cierto, tiene sus inconvenientes,
me han dejado más de una vez las encías hechas papilla, pero el dulce aroma de los
billetes de banco tiene también sus ventajas. Nada que ver con las mujeres, que
son una preocupación menor para mí y que coloco, en mi escala de valores, justo
antes del acto de respirar. Por eso, cuando se abrió la puerta de mi oficina y entró
una rubia de pelo largo llamada Heather Butkiss y me dijo que era modelo y que necesitaba
mi ayuda, mis glándulas salivares se pusieron a segregar desaforada¬mente. Llevaba
una minifalda y un jersey ajustado, y su cuerpo describió una serie de parábolas
que habrían podido provocar un ataque cardíaco a un buey.
-¿Qué puedo hacer por ti, muñeca?
-Quiero que encuentre a una persona.
-¿Una persona perdida? ¿Has hablado con la policía?
-No exactamente, señor Lupowitz.
-Llámame Kaiser, muñeca. Pues bien, ¿de quién se trata?
-Dios.
-¿Dios?
-Así es, Dios. El Creador, el Principio Universal, el Ser Su¬premo, el Todopoderoso.
Quiero que usted me lo encuentre.
Ha desfilado ya por mi oficina más de un buen bocado, pero, cuando una chica está
tan buena como ésta, uno debe escucharla hasta el final.
-¿Por qué?
-Kaiser, eso es asunto mío. Usted ocúpese de encontrarlo.
-Lo siento, bombón. No has dado con el tipo adecuado...
-Pero, ¿por qué?
-... a no ser que me des toda la información -dije poniéndome de pie.
-Está bien, está bien -dijo ella y se mordió el labio inferior. Enderezó las costuras
de sus medias, gesto hecho evidentemente para mí, pero, cuando trabajo, trabajo,
y no era el momento de andarse con tonterías.
-No nos apartemos del tema, nena.
-Bueno, la verdad es... que en realidad no soy modelo.
-¿No?
-No. Tampoco me llamo Heather Butkiss. Soy Claire Rosensweig, y estudio en Vassar.
Filosofía. Historia del pensamiento occidental y todo eso. Tengo que entregar un
trabajo en enero. Sobre religión occidental. Todas las chicas de la clase entregarán
estudios teóricos. Pero yo ¡quiero saber! El profesor Grebanier dijo que si alguien
descubre la Verdad puede llegar a aprobar el curso. Y mi padre me prometió un Mercedes
si apruebo con sobresa¬liente.
Abrí un paquete de Lucky, luego otro de chicle, y mastiqué el cigarrillo y fumé
el chicle. La historia empezaba a interesarme. Una estudiante demasiado mimada.
Inteligente y con un cuerpo por el que reto a cualquiera haber visto otro mejor.
-Su Dios, ¿qué aspecto tiene?
-Nunca Lo he visto.
-Entonces, ¿cómo sabes que existe?
-Eso es lo que usted tiene que averiguar.
-¡Ah! ¿Con que no sabes qué aspecto tiene? ¿Ni dónde debo empezar a buscarlo?
-No, en realidad, no. Aunque sospecho que está en todas partes. En el aire, en cada
flor, en usted y en mí... y en esta silla.
-Ya.
Así que la chica era panteísta. Tomé nota mental del detalle y dije que haría un
esfuerzo por cien dólares al día, gastos apar¬te y una cena con ella. Sonrió y aceptó
en el acto. Bajamos juntos en el ascensor. Afuera anochecía. Quizá Dios exista,
o quizá no, pero en alguna parte de esta ciudad con seguridad había un montón de
tipos que iban a tratar de impedirme averiguarlo.
Mi primera pista fue la del rabino Itzhak Wiseman, un clérigo local que me debía
un favor por haberle averiguado quién le ponía cerdo en el sombrero. Me di cuenta
en el acto de que algo no pita¬ba cuando le hice unas preguntas, porque se azaró
mucho. Estaba asustado.
-Por supuesto que existe ya-sabe-quién, pero no puedo siquiera pronunciar Su nombre,
de lo contrario me fulminaría en el acto. Entre nosotros, le diré que jamás he podido
comprender por qué alguien se vuelve tan quisquilloso al pronunciar Su nombre.
-¿Le ha visto alguna vez?
-¿Yo? ¿Está bromeando? ¡Suerte tengo si alcanzo a ver a mis nietos!
-Entonces ¿cómo sabe que existe?
-¿Cómo lo sé? ¡Vaya pregunta! ¿Podría comprarme un traje como éste por catorce dólares
si no hubiera nadie allá arriba? ¡Toque, toque esta tela de gabardina! ¿Cómo puede
dudar?
-¿No tiene ninguna otra prueba?
-Oiga, ¿qué es para usted el Antiguo Testamento? ¿Un plato de garbanzos? ¿Cómo cree
que Moisés pudo sacar a los israeli¬tas de Egipto? ¿Con una sonrisa y un claqué
americano? Créame, ¡no se abren las aguas del Mar Rojo con polvo de rascarse! Se
necesita poder.
-Así pues, es un duro, ¿eh?
-Sí, un duro. Podría pensarse que con tantos éxitos estaría más amable, pero no.
-¿Cómo es que sabe usted tanto?
-Porque somos el Pueblo Elegido. Cuida más de nosotros que de todas Sus demás criaturas.
Este es un tema que, por cierto, también me gustaría comentar con El.
-¿Cuánto Le pagáis para ser los elegidos?
-No me lo pregunte.
Entonces, así iba la cosa. Los judíos estaban liados con Dios hasta el cuello. El
viejo negocio de la protección. Los cuidaba mientras pasaran por caja. Y por la
manera en que hablaba el rabino Wiseman, El encajaba lo suyo. Me metí en un taxi
y me fui al salón de billar Dany en la Décima Avenida. El gerente era un tipo pequeñito
y sucio al que no podía tragar.
-¿Está Chicago Phil?
-¿Quién quiere saberlo?
Lo agarré por las solapas pellizcando a la vez un poco de piel.
-¿Qué pasa, basura?
-En la sala del fondo - dijo cambiando de actitud.
Chicago Phil. Falsificador, asaltante de bancos, hombre duro y ateo confeso.
-El tío nunca existió, Kaiser. Información de buena tinta. Es un bulo. No existe
tal gran jefe. Es un sindicato internacional. Casi todo en manos de sicilianos.
Pero no hay una cabeza visible. Salvo quizás, el Papa.
-Tengo que ver al Papa.
-Se puede arreglar -dijo guiñando un ojo.
-¿Te dice algo el nombre Claire Rosensweig?
-No.
-¿Y Heather Butkiss?
-¡Eh, espera un minuto! ¡Sí, claro, ya lo tengo! Esa rubia teñida que anda por ahí
con los tipos de Radcliffe.
-¿Radcliffe? Me dijo Vassar.
-Pues te está mintiendo. Es maestra en Radcliffe. Estuvo liada con un filósofo durante
un tiempo.
-¿Panteísta?
-No, empirista, que yo recuerde. Un tipo de poco fiar. Rechazaba completamente a
Hegel y a cualquier metodología dialéctica.
-Conque uno de ésos, ¿eh?
-Sí. Primero fue batería en un trío de jazz. Luego, se dedicó al Positivismo Lógico.
Cuando el asunto le fue mal, inventó el Pragmatismo. Lo último que supe de él fue
que había robado dinero para montar un curso sobre Schopenhauer en Columbia. A los
compañeros les gustaría ponerle la mano encima, o dar con sus libros de texto para
poder revenderlos.
-Gracias, Phil.
-Hazme caso, Kaiser. No hay nadie por encima de nosotros. Sólo el vacío. No podría
emitir todos esos talones falsos ni joder a la gente como lo hago si por un segundo
tuviera conciencia de un Ser Supremo. El universo es estrictamente fenomenológico.
No hay nada eterno. Nada tiene sentido.
-¿Quién ganó la quinta en Aqueduct?
-Santa Baby.
-Esto sí tiene sentido.
Tomé una cerveza en O'Rourke y traté de hilvanar todos los datos, pero no dio resultado.
Sócrates era un suicida, o por lo menos eso decían. A Cristo lo mataron. Nietzsche
murió loco. Si había realmente alguien responsable de todo eso, era lógico que quisiera
que se guardara el secreto.
Y ¿por qué había mentido Claire Rosensweig acerca de Vassar? ¿Podía haber tenido
razón Descartes? ¿Era el universo dualista?
¿O es que Kant dio en el clavo cuando postuló la existencia de Dios por razones
morales?
Aquella noche cené con Claire. Diez minutos después de que pagara ella la cuenta
estábamos en la cama y, hermano, te regalo todo el pensamiento occidental. Organizó
para mí una demostra¬ción de gimnasia que se hubiera llevado la medalla de oro en
los Juegos Olímpicos de la Tía Juana. Más tarde, descansó sobre la almohada a mi
lado con sus largos cabellos rubios desparramados. Nuestros cuerpos, desnudos aún,
estaban entrelazados. Yo fumaba y miraba el techo.
-Claire, ¿y si Kierkegaard tuviera razón?
-¿Qué quieres decir?
-Si realmente jamás se pudiera saber. Sólo tener fe,
-Esto es absurdo.
-No seas tan racionalista.
-Nadie es racionalista, Kaiser. -Encendió un cigarrillo-. Lo único que te pido es
que no empieces con la ontología. No en este momento. No podría aguantar que fueras
ontólogo conmigo, Kaiser.
Se había mosqueado. Me acerqué para besarla cuando sonó el teléfono. Ella contestó.
-Es para ti.
La voz al otro lado de la línea era la del sargento Reed, de Ho¬micidios.
-¿Todavía a la caza de Dios?
-Sí.
-¿Un ser Todopoderoso? ¿El Creador? ¿El Principio Univer¬sal? ¿El Ser Supremo?
-Así es.
-Un tipo que se ajusta a la descripción acaba de aparecer en el depósito de cadáveres.
Mejor que venga a echarle un vistazo.
Era El sin lugar a dudas y, por lo que quedaba de él, se trataba de un trabajo profesional.
-Ya estaba muerto cuando Lo trajeron.
-¿Dónde Lo encontraron?
-En un depósito de la calle Delancey.
-¿Alguna pista?
-Es el trabajo de un existencialista. Estamos seguros.
-¿Cómo lo sabéis?
-Todo hecho muy al azar. No parece que hayan seguido ningún sistema. Un impulso.
-¿Un crimen pasional?
-Eso es. Lo cual significa que eres sospechoso, Kaiser.
-¿Por qué yo?
-Todos los muchachos del departamento conocen tus ideal sobre Jaspers.
-Eso no me convierte en un asesino.
-Aún no, pero sí en un sospechoso.
Una vez en la calle, llené mis pulmones de aire puro y traté de poner orden en mis
ideas. Tomé un taxi a Newark y caminé cien metros hasta el restaurante italiano
Giordino. Allí, en una mesa del fondo, estaba Su Santidad. Era el Papa, seguro.
Sentado con dos tipos que yo había visto media docena de veces en las comisaría
en sesiones de identificación.
-Siéntate -dijo levantando los ojos de sus spaghetti. Me acercó el anillo. Sonreí
mostrando todos los dientes, pero no se lo besé. Le molestó, y yo me alegré. Un
punto para mí-. ¿Te gustarían unos spaghetti?
-No gracias, Santidad. Pero siga comiendo, que no se le enfríen.
-¿No quieres nada? ¿Ni siquiera una ensalada?
-Acabo de comer.
-Como quieras, pero mira que aquí sirven una estupenda salsa Roquefort con la ensalada.
No como en el Vaticano, donde es imposible conseguir una comida decente.
-Iré al grano, Pontífice. Estoy buscando a Dios.
-Has llamado a la puerta adecuada.
-Entonces, ¿existe?
Mi pregunta les pareció divertida y se rieron. El hampón sentado a mi lado, dijo:
-¡Eso sí tiene gracia! ¡Un chico inteligente que quiere saber si El existe!
Moví la silla para estar más cómodo y coloqué mi pierna izquierda sobre el dedo
gordo de su pie.
-¡Lo siento! -dije, pero el tipo estaba que bramaba.
El Papa tomó la palabra:
-Por supuesto que El existe, Lupowitz. Yo soy el único que se comunica con El. Sólo
habla a través de mí.
-¿Por qué usted, amigo?
-Porque yo soy quien lleva el traje rojo.
-¿Este atuendo?
-¡No toques con esos dedos sucios! Me levanto cada mañana, me pongo este traje rojo
y, de pronto, me convierto en un gran queso. Todo está en el traje. Imagínate si
anduviera por ahí en pantalones estrechos y en camiseta, ¿qué sería de la cristiandad?
-¡El opio del pueblo! ¡Ya me lo temía! ¡Dios no existe!
-No lo sé. Pero ¿qué más da? Mientras haya dinero...
-¿No le preocupa que la tintorería no le devuelva a tiempo el traje rojo y vuelva
a ser como todos nosotros?
-Utilizo un servicio especial de veinticuatro horas. Vale la pena gastarse un poco
más y estar seguro.
-¿El nombre Claire Rosensweig le dice algo?
-Seguro. Está en el Departamento de Ciencias de Bryn Mawr.
-¿Ciencias, dice? Gracias.
-¿Por qué?
-Por la respuesta, Pontífice.
Me metí en un taxi y crucé volando el puente George Washington. En el camino, me
detuve en mi oficina para hacer unas verificaciones rápidas. Durante el trayecto
hacia el piso de Claire, aclaré el rompecabezas. Las piezas, por primera vez, encajaban
a la perfección. Cuando llegué a su casa, ella llevaba su diáfana bata y parecía
estar preocupada por algo.
-Dios ha muerto. La policía estuvo aquí. Te están buscando. Piensan que ha sido
un existencialista.
-No, querida, fuiste tú.
-¿Qué? No hagas bromas, Kaiser.
-Tú fuiste quien lo hizo.
-¿Qué estás diciendo?
-Tú, angelito. Ni Heather Butkiss ni Claire Rosensweig, sino la doctora Ellen Shepherd.
-¿Cómo supiste mi nombre?
-Profesora de física en Bryn Mawr. La persona más joven que ha llegado a estar al
frente de un departamento en esa universidad. Durante la fiesta de fin de curso,
te liaste con un músico de jazz que se inyecta mucha filosofía. Está casado, pero
eso no te detuvo. Un par de noches revoleándote con él en el heno y ya te pareció
que era el gran amor. Pero no funcionó, porque alguien se interpuso entre los dos:
¡Dios! Ves, muñeca, él creía, o quería creer, pero tú, con esa hermosa cabecita
científica, necesitabas la certeza ab¬soluta.
-No, Kaiser, te lo juro.
-Entonces, simulas estudiar filosofía porque eso te da la posibilidad de eliminar
ciertos obstáculos. Te deshaces de Sócrates con cierta facilidad, pero aparece Descartes
y, entonces, te sirves de Spinoza para liquidar a Descartes y, cuando llega Kant,
también tienes que eliminarlo.
-No sabes lo que dices.
-A Leibnitz lo hiciste picadillo, pero eso no fue suficiente porque sabías que,
si alguien oía hablar a Pascal, estabas lista entonces, también a él tenías que
sacártelo de encima, pero allí fue donde cometiste el error, porque confiaste en
Martin Buber. Te falló la suerte. Creía en Dios y, por tanto, tenías que librarte
del mismo Dios y, por si fuera poco, por tus propias manos.
-¡Kaiser, estás loco!
-No, nena. Te hiciste pasar por panteísta creyendo que eso te conduciría hasta El,
si es que El existía, y existía. Te llevó a la fiesta Shelby y, cuando Jason no
miraba, lo mataste.
-¿Quién diablos son Shelby y Jason?
-¿Qué importancia tiene? Ahora, de cualquier modo, la vida es absurda.
-Kaiser -dijo ella, presa de un repentino estremecimiento- ¿me entregarás?
-¿Cómo no, muñeca? Cuando el Ser Supremo recibe una paliza como ésta, alguien tiene
que pagar los platos rotos.
-Oh, Kaiser, podemos escaparnos juntos, lejos de aquí. Sólo nosotros dos. Podríamos
olvidar la filosofía. Establecernos en algún lugar y, tal vez, más tarde, dedicarnos
a la semántica.
-Lo lamento, nena. No hay trato.
Ya estaba bañada en lágrimas cuando empezó a bajarse la bata por los hombros. Quedó
de pronto desnuda ante mí como una Ve¬nus cuyo cuerpo parecía decirme: «Tómame,
soy tuya».. Una Venus cuya mano derecha me acariciaba el pelo mientras la izquierda
empuñaba una 45 que apuntaba a mi espalda. Le descargué en el cuerpo mi 38 antes
de que pudiera apretar el gatillo; dejó caer la pistola y se dobló con un gesto
de total sorpresa.
-¿Cómo pudiste hacerlo, Kaiser?
Se debilitaba rápidamente, pero me las arreglé para contarle el resto de la historia.
-La manifestación del universo, como una idea compleja en sí misma, en oposición
al hecho de ser interior o exterior a su propia Existencia, es inherente a la Nada
conceptual en relación con cualquier forma abstracta existente, por existir, o habiendo
existido en perpetuidad sin estar sujeto a las leyes de la física, o al análisis
de ideas relacionadas con la antimateria, o la carencia de Ser objetivo o subjetivo,
y todo lo demás.
Era un concepto sutil, pero espero que lo haya pescado antes de morir.