Pues bien, mientras racionalizan en España la fuerza y el poder,
en el tiempo de la Contrarreforma, el autor de la Historia de las
Indias opone al orden fanático la dignidad del ser humano. "Nadie
-clama en una de sus obras- puede ser sometido a tratamientos inhumanos".
(Las Casas, 1974, 155.) Sin lugar a dudas, pocos se animaban a decirlo
entonces en España. Pero hay algo más. Expone Bartolomé de las Casas
en la Apología, texto que lee en la Universidad de Valladolid para
responder a Sepúlveda y en medio de una atmósfera cargada de roces
y conflictos: "Nadie puede ser coaccionado por sus vicios o pecados,
mientras no repercutan en desorden social o lesionen los derechos
de las personas". (Apología, 1975.) Sin duda, suya es la esperanza
de un convencido del valor más profundo de las palabras; la palabra
y el deseo de un crítico implacable. No oculta nada; acusa, entre
otros, al
cronista, contemporáneo suyo, Fernández de Oviedo ("semejante idiota,
más bien preocupado por dibujar árboles genealógicos de ciertas
gentes") de silenciar la tortura y los castigos impuestos por los
conquistadores a los naturales de América; "buscaban [...] el oro
y, no contentos con eso, a los indios que capturaban vivos los desgarraban
con cruelísimos tormentos para que indicasen cómo estaba escondido
el tesoro del oro [...] ¿Sabe Oviedo a cuántos indios, con la marca
de hierro encendido en la frente, aquéllos cruelísimamente despedazaron:
cuántos pueblos o indios entre sí tiránicamente se repartieron,
de manera que los indios ya no servían a uno, sino a muchos tiranos?"
Al analizar los aspectos más generales de esa realidad, y sin dejar
de tener en cuenta la perspectiva histórica, advertimos determinaciones
bien concretas y precisas que hacen a los más variados intereses
y apetencias. Es, sin duda, una coacción sustentada en el uso de
la violencia, como medio para fines bien claros. Y si después de
leer la documentación de los hechos mencionados por Las Casas, de
manera especial la que alude a los resultados del uso de la fuerza,
pasamos a nuestros días, también, es posible definir como pragmática
la actitud de Michel Foucault cuando asocia la question (tormento
judicial impuesto por los jueces a los sospechosos) a esotéricas
referencias al sadismo y al dolor, a delirios y a placeres psicopáticos
de los verdugos, reduciéndola a un mero juego o "duelo". En fin,
a una supuesta "mística" represiva ajena a todo circunstancia externa
a los protagonistas. (Foucault, 1978, 47.) A esos extremos llega
el análisis estructuralista de un hecho bien concreto.1
Precisando más: esos criterios, en líneas generales, tienen hoy
plena vigencia. Y asimismo lo tiene el hecho de definir, como lo
hace el autor mencionado, el tormento y el proceso inquisitivo de
la justicia como una mera sesión destinada a obtener una prueba
o confesión. De ahí, pues, proviene también la posición de los abolicionistas
de hace tres siglos que se oponían a la tortura debido, así escriben,
a la poca certeza de las declaraciones logradas mediante ese método.
Esta crítica coincide con la crítica a las ideas de Foucault. Esos
planteamientos y esos tipos de análisis desechan, sin duda, todos
los argumentos sustentados en motivaciones de carácter humanitario.
Es evidente, hablando en términos generales, que en todos los casos
olvidan la condición de castigo y de ejemplo que desean dar a la
tortura; la pedagogía del miedo inherente al tormento. Hobbes, teórico
del Estado absolutista y de una sociedad de autómatas, menciona
a mediados del siglo XVII en Leviatán argumentos análogos. "Así
-dice-, no debe reputarse como testimonio a las acusaciones bajo
tortura [...] y lo que en este caso se confiesa tiende al bienestar
del que es torturado, no a la información de los verdugos, y no
debiera, por tanto, ser creído como testimonio suficiente, porque
tanto si la acusación es verdadera como falsa, se hace virtud de
un derecho a preservar la propia vida." (Hobbes, 1979, 238.) Y La
Bruyére, en las postrimerías del siglo XVII, con la misma nitidez,
asegura que la tortura es una "invención segura para perder a un
inocente de débil complexión y salvar a los robustos". En virtud
de lo expuesto por los autores mencionados, hay una cosa que es
definitiva: las anteriores, sin ninguna duda, son prevenciones que
se preocupan sólo por la poca solidez del método utilizado para
facilitar el interrogatorio y no por la inhumanidad del mismo. Esa
evidencia aparece, entre otros testimonios, en el texto de las Instrucciones
del Santo Oficio de Toledo, redactadas en 1571 por Fernando de Valdez.
Luego de informar sobre la conveniencia de atormentar, comunica
a los jueces, "familiares" y verdugos de la Inquisición, en general
a todos sus funcionarios, que el tormento, "por la diversidad de
las fuerzas físicas y corporales y ánimos de los hombres", en contadas
ocasiones determina la verdad. De todas maneras, les importa asimismo
imponer el temor colectivo, lo utilizan con reiterada frecuencia.
(Introducción, 1980, 222.)
Pero no está todo expuesto. Hay, al mismo tiempo, otro aspecto de
esa realidad del terror y a ella pasamos a referirnos. Como es sabido,
bajo la influencia del cristianismo la justicia de los hombres se
configura sobre el modelo bíblico de la justicia divina, considerándose
como algo normal y justo la aplicación literal de la ley del Talión
-"ojo por ojo, diente por diente"-, primitiva y brutal; ley que
al provenir de Dios no admite ningún tipo de réplica y menos de
discusión. Es la palabra que debe ser aceptada, la justificación
de todas las venganzas y odios posibles. Pero adviértase, al mismo
tiempo -nos referimos a los dos siglos posteriores al XVI-, que
a la institucionalización de la violencia le suman la imposición
a los padres, hijos y hermanos de delatar en todos los casos a sus
parientes más próximos si incurriesen éstos en herejía, traición
o conjuración contra la autoridad. Se trata de la doctrina de Tomás
de Aquino -lo expresa en la Suma Teológica- heredada a través de
la Contrarreforma y que llega a la escolástica del barroco tardío.
De esa degradante imposición, conocemos los elocuentes testimonios
de las denuncias secretas del Santo Oficio (Archivo Histórico Nacional
de Madrid, Archivo de Torre de Tombo de Lisboa) con los más alucinantes
informes sobre creencias, opiniones y actos privados que aluden
a parientes y amigos de los informantes. Algo similar a lo ocurrido
en el infierno nazi. En las páginas de un difundido manual de teología
impreso en España en momentos en que la Ilustración ejerce su máxima
influencia en Europa, nihil obstat mediante, establecen propuestas
similares a las de la barbarie totalizadora del siglo XX. Establecen
entonces: "Peca gravemente el hijo, que en el foro externo acuse
a los padres, aunque sea de crimen verdadero, salvo el crimen de
herejía, traición o conjuración contra el Príncipe; porque en estos
delitos debe acusar al padre". (Lárraga, 1780, 532.)
Lo expuesto es coherente con los hechos; o sea, se suma a la condición
general de la sociedad. Pues bien, quedan ahora por explicar brevemente
algunos hitos de la tortura en Europa y de manera especial en España.
En primer lugar, dejamos establecido el hecho de que la violencia
probatoria o confesión es una de las bases en que se apoya el Imperio
Romano. Fuente de inspiración de los métodos represivos posteriores,
el capítulo 18 del libro LVIII del Digesto de Justiniano, "De questionibus",
incluye las reglas que deben seguir los jueces para atormentar a
los presos. Así las cosas, con la disolución del Imperio Romano,
merovingios, carolingios y otros pueblos "bárbaros" dejan de usarla,
relegada en el peor de los casos a los esclavos. España, más romanizada
que el resto de Europa, persiste en el
uso del tormento. Los visigodos restablecen la confesión en momentos
en que se integran a la sociedad hispanorromana. Chindasvinto (642-653),
autoriza que se torture a las personas libres, de cualquier clase
social, durante no más de tres días y en presencia del juez. Vitiza,
otro rey visigodo, introduce la ordalía del agua caliente (caldaria)
como prueba de culpabilidad o inocencia. También mutilan y flagelan:
doscientos o más latigazos, descalvación (desprendimiento del cuero
cabelludo), castración, amputación del pulgar derecho. Chindasvinto
castiga la homosexualidad cortando los testículos del inculpado.
Lo confirma el XVI Concilio español "ardiendo -dicen- en celos del
Señor" y extiende la mutilación a los sacerdotes y diáconos acusados
de esa tendencia sexual. (Thompson, 1971, 293-298.)
En los años siguientes encontramos plenamente establecida la tortura
judicial. En Las siete partidas, continuadoras del Digesto romano,
Alfonso X advierte que "los prudentes antiguos han considerado bueno
tormentar a los hombres para sacar de ellos la verdad" (VII, 30,
"De los tormentos").2 Como luego hemos de ver mejor, los desposeídos
de títulos nobiliarios y bienes son siempre los destinatarios de
la fuerza absolutista y sistemática. Se les impone el miedo y el
terror. Descontada tal vez la realidad de Inglaterra, país en donde
en muy contadas ocasiones practican la tortura como prueba judicial
debido a la escasa influencia del derecho romano (salvo, y en casos
aislados, durante la dictadura de Cromwell y los reinados de Enrique
VIII e Isabel), la violencia es un hecho corriente en Europa a partir
de la Edad Media. Recordemos que en la Carta Magna arrancada a Juan
Sin Tierra en 1215, se prohíbe el uso de la tortura. Fitzjames Stephen,
1883, I.)
Aclarado lo anterior, y ahora en referencia directa a España, agreguemos
que el análisis de los textos jurídicos de Alfonso X y la realidad
posterior determinan dos tipos de tormentos, uno "de prueba" y otro
"de pena". A las dos consideraciones - ¿cuándo no fue así?- siempre
las encontramos en los sistemas represivos, sean éstos "legales"
o fuera de las normas jurídicas al uso. No van, por cierto, a desaparecer
con facilidad. Por otra parte, los tratados de derecho penal legislan
en sus menores detalles la intensidad de la pena y la dividen en
tormento ordinario y tormento extraordinario. Ahora bien, en su
condición de prueba tiene dos objetivos bien delimitados: obtener
la confesión del delito (tortura definitiva), por una parte, y,
por la otra, conocer en los momentos previos al suplicio, es decir
a la aplicación de la pena de muerte, el nombre de los cómplices
(tortura preparatoria).
La Iglesia admite en varias ocasiones el tormento, y el proceso
penal canónico, un proceso inquisitivo, termina por aceptarlo plenamente,
regulándolo en sus menores detalles la bula "Ad extirpanda" del
papa Inocencio IV dada a conocer en el año 1252. (Tomás y Valiente,
1973, 213-213.) "Los textos romanos, resucitados y reestudiados
en las nacientes Universidades, y junto a ellos los textos pontificios,
fueron los fundamentos sobre los cuales se erigió la tortura como
medio de prueba
del Derecho común, difundido por toda Italia a través de los Estatutos
municipales [...], y por toda Europa por medio de las legislaciones
reales correspondientes a cada una de las diferentes monarquías."
(Tomás y Valiente, 1973, 214.)
Como sucede con otras normas de los sistemas represivos, no cabe
ninguna duda de que la Iglesia se suma y da con ello validez al
ordenamiento legal de la violencia física contra los acusados de
haber cometido una trasgresión a lo establecido por los códigos.
Así pues, en la Baja Edad Media encontramos una intensificación
del antiguo tormento del Derecho romano. Las Partidas, se ha dicho,
significan "una brutal regresión". Lo mismo ocurre en otros países
de Europa, de manera especial en Italia y Francia. Voltaire, opositor
de todo tipo de violencia, recuerda en varios de sus escritos los
tormentos, las salvajes mutilaciones y las sádicas condenas a muerte
que debían sufrir los delincuentes comunes y los opositores políticos.3
Es, sin ninguna duda, la resonancia de otro ámbito. Pero no adelantemos
los hechos.
Los instrumentos y las razones del poder
La realidad que hemos expuesto en el parágrafo anterior,
no es de ninguna manera un aspecto accesorio de la justicia del
Antiguo Régimen. En España, un principio del derecho común señalaba
que cuando más grave era la pena que podía aplicársele a un poblador
por ser más grave el delito que había cometido, sus garantías jurídicas
eran nulas y el juez podía actuar aun contra las normas establecidas.
En una palabra, todo estaba autorizado. Observa Tomás y Valiente,
a quien seguimos en este aspecto de la cuestión, que en las razones
de Estado o de "utilidad pública", los jueces actuaban como instrumentos
policiales, torturando arbitrariamente a los sospechosos. Estos
últimos, advierte un funcionario español del siglo XVII, sentían
"horror al rapidísimo castigo". (Tomás y Valiente, 1973, 224.)
Es reveladora la lectura de la crónica redactada por el sacerdote
jesuita Pedro de León, capellán de la célebre cárcel de la ciudad
de Sevilla entre los años 1578 y 1616 (Herrera Puga, 1974, 264).
Se trata de la misma cárcel que poco antes había albergado a los
escritores Miguel de Cervantes y Mateo Alemán. Un autor contemporáneo
nuestro, Herrera Puga, comenta y analiza los testimonios del sacerdote
con referencia a los castigos corporales. Éstos, observa, se extremaban
en los acusados de homosexualidad, una constante general en España
y en América Latina. "El tormento -escribe-, en toda la historia
de la delincuencia de ese tiempo, tiene un amplio capítulo, pero
de un modo particular se extremó en todos los acusados de pecados
nefandos." Así lo determinaba el sistema sexual ascético y procreativo
propio de los epígonos de la Contrarreforma. Y agrega: "De todo
lo cual resultó que el miedo al tormento fue mayor que el que se
tenía a la misma hoguera, y muchos, completamente inocentes, vencidos
por el terror que les infundía, confesaron todo cuanto se les acusaba".
Pero hay otros aspectos de la realidad, y también alude a ellos
el autor antes mencionado: "El fin del tormento era conseguir una
confesión plena y detallada, y para lograrla no se ponía límite
en ninguna clase de procedimientos. De esta forma llegó a ser un
verdadero martirio, porque se aplicaron hierros candentes a las
carnes y hasta sucedió el cortar alguna mano, aunque este último
suceso no se dio propiamente en el tormento, sino como parte de
la sentencia y pleno desfile por las calles de Sevilla". (Herrera
Puga, 1974, 264.) Imponen el miedo colectivo.
Las mutilaciones estaban perfectamente legisladas en sus menores
detalles en las Partidas (ley 4, título 7, libro II). En orden decreciente
de barbarie, si es posible mencionar grados, encontramos el potro
o burro. Y luego las ataduras de cuerdas en los brazos, la suspensión
del cuerpo, la ingestión forzada de agua. .. En torno de éstos,
cuentan con otros que aluden a la condición de las cárceles: suciedad,
aislamiento, falta de luz y aire, humedad, insectos, hambre. Realidades,
en síntesis, que con las anteriores contribuyen a degradar la condición
del ser humano.
Detengámonos en las mutilaciones. Las más frecuentes en España,
también en el Nuevo Mundo, fueron el corte de la mano, pie, oreja,
nariz. A pesar de prohibirlo por una pragmática Carlos I (31 de
enero de 1530), conmutándola por pena de galeras, el corte de la
mano sigue realizándose en los años posteriores en la Península
y en el Nuevo Mundo. En efecto, documentos judiciales, textos literarios
e informes civiles y militares que hemos consultado en los archivos
de España y la Argentina aluden a las más variadas mutilaciones.
Cervantes recuerda la persistencia de la ablación de la mano en
Rinconete y Cortadillo: "Y el [nombre] de Maniferro era porque traía
una mano de hierro, en lugar de la otra que le habían quitado por
justicia"; y en el prólogo de la primera parte del Quijote: "Porque
ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con
que lo escribisteis". En el actual territorio argentino y en el
Uruguay se practicó con frecuencia la mutilación. En 1745, en Montevideo,
cortan las manos de un esclavo que mató a su amo. En otros casos,
frecuentes por cierto, se las amputan al reo antes de cumplir el
verdugo la condena de muerte. Y siempre en un acto público.
Tales hechos nos
permiten definir y entender de una manera más precisa la condición
de la "justicia". Pues bien, basándonos en esos hechos y en otros,
la violencia del cuerpo, la tortura impuesta en el pasado, no difiere,
y a pesar de la opinión de Foucault, del tormento de los interrogatorios
de las policías y servicios represivos actuales de los sistemas
totalitarios. Tampoco, ayer y hoy, puede considerársela -y la opinión
pertenece al autor citado- como si fuese una diversión o una "liturgia
penal". "La tortura -escribe el historiador francés- es un juego
judicial estricto [...] Entre el juez que ordena el tormento y el
sospechoso a quien se tortura, existe también como una especie de
justa". (Foucault, 197, 47.) Tales valorizaciones, expuestas de
una manera extremadamente sutil y sofisticada, carecen de todo valor
científico.
Nos explicamos. En primer lugar, si bien hasta el siglo XIX la tortura
está legislada en los códigos, en todos los casos corresponde a
los jueces y de acuerdo con la simpatía, odio e interés, posiblemente,
y en no pocos casos por mandato del orden absolutista, establecer
la intensidad y el tiempo de la prueba. Así lo demuestran los sumarios
de los tribunales civiles e inquisitoriales. Pero debemos precisar
este principio más extensamente. Pues bien, el hecho de que no se
trata de una justa o juego lo advertimos en una ley de las Partidas
(VII, XXX, I) que alude
al método que los jueces deben seguir para indagar lo "encubierto".
He aquí el texto, de por sí ilustrativo:
"E como quier que las maneras dellos son muchas, pero las principales
son dos. La una, se faze con feridas de azotes. La otra es colgando
al home, que quieren atormentar, de los brazos, e cargándole las
espaldas e las piernas de lorigas [piezas de hierro] o de otra cosa
pesada".
El resultado de esas acciones no necesitamos aclararlo. A través
de todos los refinamientos de crueldad, es significativa la cantidad
de lisiados, enfermos mentales, muertos y suicidas que hallamos
en los registros de las prisiones. Así lo confirma Ricardo García
Cárcel, especialista de la historia inquisitorial de Valencia. "De
hecho -dice- en Valencia fueron frecuentes los suicidios en la cárcel".
(García Cárcel, 1980, 200.) Y Pedro de León, ya mencionado, relata
en el siglo XVI las sádicas violencias de los presos y de manera
especial recuerda las de un ladrón de iglesia. Nos cuenta en este
caso, y luego de referir los menores detalles de las torturas aplicadas
a las víctimas, que habiéndolo confesado al condenado antes de salir
al suplicio, "tanto era el hedor que salía de los brazos atormentados,
que me causaba desmayo [...] porque más estaba en la otra vida que
en ésta". Era, sin duda, gangrena.
En el constante proceso de desvalorización del cuerpo humano, el
dolor, insistimos, tiene un carácter de sanción social y correctivo.
No olvidemos que las acciones de los unos no pueden aclararse si
no tenemos en cuenta las reacciones de los otros, e inversamente.
Desde luego, en el siglo XVII, no todos aceptan la siguiente norma
autoritaria de Ignacio de Loyola: "Si ella [la Iglesia] definiera
negro los que nos parece blanco, debemos aclarar que es negro".
La persecución de las brujas, es decir de las heterodoxias y de
todo lo que se aparte de lo establecido, se incrementa en momentos
en que el orden absolutista pierde su base de sustentación; los
procesos del Santo Oficio, así lo demuestran los estudios más recientes,
adquieren más virulencia al decaer el universo totalizador tomista
y al defendérselo con el terror. Mucho después, en 1767, escribe
Beccaria que el fin político de las penas es imponer "el terror
de los otros hombres". Así fue siempre.
Nos corresponde ahora referirnos a los instrumentos de tortura.
Como en España, también el potro es el más frecuente de todos los
tormentos usados en la Argentina. Conocido en las prácticas judiciales
de los romanos (Cicerón lo menciona), consiste en una tabla acanalada
de dos metros de longitud y cincuenta centímetros de ancho apoyada
a manera de mesa sobre pies de madera reforzados. Encima del potro
e inmovilizado ubican al reo, atándole el verdugo dos garrotes en
cada brazo y en cada pierna que luego estira con un gato de hierro
y un torniquete al cual llegan los extremos de las sogas que sujetan
las manos.4 Para aumentar el efecto de la tortura, suelen agregar
pesas colgantes en los extremos inferiores de la víctima. El potro
puede ir acompañado del tormento del agua. "Estando el reo en la
posición indicada, con la cabeza algo abajo y vuelta hacia arriba,
se le colocaba sobre el rostro un lienzo muy fino, denominado toca
y sobre él se vertía lentamente
alguna cantidad de agua. El efecto debía ser sumamente doloroso,
pues con el agua se adhería la tela a las ventanas de la nariz y
a la misma boca, y no dejaba respirar al torturado". (Deleito y
Piñuela, 1951, 344.) Otro suplicio era la garrucha. Consiste en
izar al reo hasta el techo de una habitación, a veces con pesas
atadas a los pies, dejándolo luego el verdugo caer con violencia.5
Siempre torturan y castigan para "hacer un ejemplo". Las penas son
crueles a bordo de las naves descubridoras. Alonso Gómez de Santoya,
miembro de la frustrada expedición de Jaime Rasquín al Río de la
Plata, relata en el siglo XVI la condena a muerte del contramaestre
de la urca capitana y la mutilación sexual de dos grumetes:
"Aconteció un caso nefando y harto estupendo, que en la capitana
se halló el contramaestre della que era puto, que se echaba con
un mochaco y con otro, pasaba un caso horrendo; y el contramaestre
dieron garrote y echaron a la mar, y a los mochacos azotaron, por
ser sin edad los quemaron los rabos; cosa que dio alteración harta
en ambas naos".
No es, por cierto, como quiere Foucault, una liturgia judicial.
Imponen el miedo, la memoria colectiva de la pena.6
La tierra y el indio: la vida planificada, "el yugo y la correa"
En todo lo que sigue, aunque pueda extrañarnos, advertimos hechos
y actitudes que preanuncian otros más recientes. En efecto, hemos
de encontrarnos, pues, a nosotros mismos en las prácticas de un
pasado aparentemente lejano y en los métodos que integran a los
indios. Mano de obra de la tierra sometida, el natural pasa forzado
a ello a vender su alma como mercancía y a trabajar dentro de un
sistema que es el característico del Nuevo Mundo. Por otra parte,
la actitud de los dominadores locales se identifica con la actitud
de los dominadores de todas las conquistas; planifican la vida en
sus menores detalles cotidianos sin abandonar en ningún momento
la violencia. Como luego veremos mejor, ningún sistema político
puede subsistir mediante la práctica exclusiva de la fuerza física,
con la violencia del látigo. (Rodríguez Molas, 1983, 1984, 1985.)
Integración y también violencia. A esos factores alude José de Acosta,
provincial jesuita de su Orden en el Perú, experto testigo de los
métodos de dominio, en De procuranda Indorum salute de 1578. En
primer lugar, dice, deben poner a los indios el "freno y cabestro"
y sujetarlos como si fuesen bestias de carga. E insiste en que la
servidumbre es el resultado de las "acciones bestiales" de los naturales
y de "sus perdidas costumbres que no obedecen más que al apetito
de su vientre o lujuria". A esas propuestas le suma el castigo corporal:
"Apriete el jumento las quijadas con el cabestro y el freno, impónle
cargas convenientes, echa mano si es preciso del látigo; y si da
coces, no por eso te enfurezcas ni lo abandones [...] la índole
de los bárbaros es servil, y si no se hace uso del miedo y se los
obliga con fuerza como a niños, rehúsan obedecer".
Acosta basa la servidumbre en textos del Eclesiastés:
"Al asno cebada, la vara y la carga; el pan, la disciplina y el
trabajo al esclavo: con la disciplina trabaja y no está buscando
el descanso... El yugo y la correa doblan la cerviz dura, y al esclavo
lo doma el trabajo constante" (33, 25 y siguientes).
Esas palabras, reimplantación del pasado, no son circunstanciales.7
Algo similar señalan entonces en Brasil; los indios y los negros
-opinan- requieren tres "p" para vivir en orden: pan para la alimentación,
palo para los castigos y paño para la tanga que cubre el sexo.
Las anteriores son algunas de las teorías de un sistema que controla
y restringe el ocio, los menores detalles de la vida cotidiana.
Pero no es todo. Escribe Acosta: "es necesario regir a estas naciones
bárbaras, principalmente a los negros y a los indios [...] de suerte
que con la carga saludable de un trabajo asiduo estén apartados
del ocio y de las costumbres, y con el freno del temor se mantengan
dentro de su deber". Pragmático, nada deja sin analizar. Fijémonos,
por otra parte, que el trabajo forzado en ningún caso alcanza a
los curacas que participan del dominio. Es que proyectan la obediencia
-una realidad que nos trae el recuerdo de prácticas cercanas a nosotros-
a través de los jefes tribales que practican los estilos de vida
étnicos o folk de los sometidos. Y asociados a esos métodos, encontramos
otros que reemplazan el uso de la fuerza física: danzas, liturgia
barroca y actividades colectivas que encauzan la vida e impiden
el desarrollo de la individualidad creadora, todo pensamiento racional
o libre. Escuchemos atentamente a Acosta: "Será también -dice- muy
provechoso poner toda diligencia en los ritmos, señales y todas
ceremonias del culto externo, porque con ellos se deleitan los hombres
animales, hasta que poco a poco vaya borrándose la memoria y gusto
de las cosas pasadas." Quevedo dice, por entonces, que un "pueblo
idiota es seguridad del tirano" y el duque de Newcastle, en Inglaterra
y en la segunda mitad del siglo XVII, sostiene que la actividad
deportiva "absorberá la atención de los hombres haciéndoles inofensivos,
lo cual librará a Su Majestad de todo alboroto y sedición".
En una situación similar a otras contemporáneas, en esos días en
los dominios de España, inducen al pueblo al odio a un mundo ajeno
y distinto denominado, según las épocas, judío, hereje, extranjero,
términos que definen, todos ellos, a sectores internos o externos
bien diferenciados y opuestos, dicen, a los "estilos de vida" nacionales.
Y además proponen la permanencia del pasado étnico, la detención
de la historia. Peramás, misionero del siglo XVIII, advierte las
dificultades que puede traer la alfabetización de los indios, alzamientos,
herejías. Y Sepp, su compañero, recuerda el porqué de esa actitud;
los naturales, aconseja, "permanezcan humildes y sencillos pues
para las mariposas y mosquitos no hay mayor peligro que el brillo
de la vela encendida". (Rodríguez Molas, 1985.) Nos encontramos,
sin duda, con la propuesta "de las culturas", el plural desintegrador
y esclerótico que pregona la demagogia populista.
Pero no olvidan la fuerza. El Concilio Límense de 1582 prohíbe a
los sacerdotes que castiguen personalmente a los indios. Una actitud
similar a la del Santo Oficio al delegar en el brazo secular las
penas que impone. Y éstas son siempre públicas. En 1857, en Catamarca,
fray Mamerto Esquiú pronuncia una alocución con motivo del suplicio
de un parricida. Escuchemos su clamor: "El ocio blando, las divertidas
orgías, los lances de fortuna en el juego, qué cosas bellas para
vosotros [...] Ellos son el semillero de todos los grandes crímenes,
allí está la escuela de los mayores: ellos son la cuesta rápida
que termina en el patíbulo". (Ortiz, 1883, I, 157-160.)Son algo
más que simples palabras. Por regla general, y a la larga, obtienen
así el "efecto aterrador" que señala Francisco Peña, miembro del
Santo Oficio, al reeditar en 1578 el Manual de Inquisidores de Nicolau
Eymerich. El mismo efecto promueven las misiones paraguayas. Cardiel,
jesuita, cuenta en el siglo XVIII parte de esa realidad. "Cuando
los hacemos azotar a los indios por sus faltas -escribe- es cosa
de admirar la humildad y obediencia que muestran en el castigo.
Van prontos al castigo que los intima secundum allegata et probata,
y varias veces inocentes, sin repugnar nada; y aunque sean muy valientes,
en la puerta, en lugar de los votos y blasfemia que suelen proferir
los delincuentes españoles, ellos no dicen otra cosa que Jesús María,
Jesús María; y luego al punto vienen a besar la mano al padre diciéndole:
Dios te lo pague porque me has dado entendimiento. Y sucede a veces
que algunos de los huidos, que no han podido sujetar los españoles
por su fiereza, trayéndolo al padre, y sentenciándolo a azotes,
luego va como una oveja, los recibe sin resistencia y besa la mano
con admiración de todos, y sin acertar en qué consiste." Es, sin
duda, un sistema aparentemente perfecto en su acción planificadora
de la existencia, con una escala de premios y castigos eternos.
Así, imponiendo la visión ontológica del mundo, controlan el comportamiento
de los hombres. Sabemos, por otra parte, que ese deseo y esa praxis
de llegar a lo más profundo del ser humano, de dominarlo, lo confirma
a mediados del ochocientos fray José de Parras. En efecto, nos dice
que en la reducción de Itatí, Corrientes, los franciscanos flagelan
a los indios que no entregan la cantidad de hilo de algodón asignada.
"Han concebido -agrega- con tanta tenacidad esto de que el castigo
es una señal de amor, que sucede cada instante llegar un indio al
cura con grandes quejas porque no lo mandaba castigar [...] y que
era señal que no le quería, y verse precisado el cura a mandar que
le diesen veinticinco azotes, los cuales siempre se dan en medio
de la plaza."
Ya vimos cómo las creencias sacralizadas, la fuerza y el dominio
de los jefes que apoyan a los españoles (y con una intensidad que
varía en el tiempo y el espacio), integran a los indios a los intereses
de la conquista. "Porque es maravilloso -escribe Acosta- la sumisión
que todos los bárbaros tienen a sus principales y señores." Y agrega:
"Muchos convencidos de que si no es por el miedo y la fuerza no
harán nada con los indios, se enfurecen hasta herirlos con azotes,
y no temen volver las manos consagradas a Dios a dar bofetadas a
los suyos: cosa abominable e indigna de la autoridad sacerdotal,
que el que lleva el nombre de padre y ocupa el lugar de Cristo haga
tan vil carnicería". El castigo corporal debe siempre estar a cargo
de un funcionario laico, alcalde o corregidor, evitando así el poder
que proyecta a terceros el odio a los sacerdotes: "que cuánto de
duro o desagradable haya de hacer contra los indios sea más bien
por manos de ellos [...] y el párroco mandándole aplicar la pena
se hiciese menos odioso". Nos encontramos, nuevamente, con la dicotomía
entre el Evangelio humanístico y la condición inhumana que impone
el dominio de los más, en este caso los indígenas, mano de obra
forzada de los conquistadores de la tierra. Una elección que no
tenía bajo ningún punto de vista el interés del pueblo. Siempre
había sido así. Por otra parte, el hecho se repite a lo largo del
tiempo, el poder religioso como el laico relega en otros, una categoría
de seres que aparentan actuar disociados de sus mandantes, la aplicación
de la tortura y de los castigos corporales. A pesar de esos caminos
tradicionales que se proyectan al futuro, imponen asimismo la autorrepresión
tradicional que tiene como artífice a la Iglesia a través de los
estados de éxtasis religioso, de la esperanza en un mundo mejor
después de la muerte. Autorrepresión y también autocastigos. Sobre
la conveniencia de los cilicios y disciplinas nos informan los reglamentos
de las órdenes religiosas y los tratados apologéticos destinados
al pueblo. Como señalamos en otra ocasión, se enseñaba a apagar
el deseo sexual derramando la sangre del propio cuerpo, destruyéndolo.
El resultado es que cada ser humano se transforma así en su propio
torturador, la perfección de todo un sistema. Durante siglos, desde
los más variados medios, se induce en ese aspecto. Recuerda un jesuita
en el siglo XVIII que no sólo la mortificación de la carne es un
remedio contra las tentaciones "obscenas", también, agrega, lo es
contra la "melancolía". "La razón -expone- prueba que al azotar
el cuerpo se da movimiento a la sangre, a los espíritus vitales;
y la experiencia demuestra que este castigo llevado con valor y
fe en Dios infunde alegría al alma, disipa la tristeza y rechaza
al demonio con todas sus operaciones malignas". (Morelli, 1911,
75.) Durante mucho tiempo, y con frecuencia, se recurrió a ese método.
II
LAS
VIOLENCIAS DE LOS CASTIGOS Y LA IDEOLOGÍA DE LA VIDA ASCÉTICA
Indios, mestizos y negros: entre el castigo corporal y la ideología
del dolor y de la muerte
Debemos insistir, en primer lugar, en el hecho ya advertido de que
ningún orden social totalitario perdura sin cierto apoyo de los
más, el de la masa, sea a través de una conformidad sustentada en
valores abstractos o, ya en los tiempos modernos, en otros seculares,
en la esperanza de aspiraciones comunes que asocian al pueblo y
a la élite del poder. Como se ha observado, los Estados totalitarios
contemporáneos y sus prefiguraciones preindustriales hacen siempre
uso de las más variadas técnicas y métodos para establecer esa coordinación.
Y desgraciadamente, para el poder siempre la coordinación significa
conformidad absoluta impuesta con argumentos irracionales y sostenida
por la fuerza. La conformidad del miedo y del silencio.
Es la realidad del Nuevo Mundo. En la segunda mitad del siglo XVI
encontramos en el Perú la actividad del virrey Francisco de Toledo
(1569-1581), legislador que en defensa de los intereses de los propietarios
y encomenderos, sin olvidar los propios de la Corona, organiza los
sistemas de servidumbre. En esa acción es secundado por el oidor
Juan de Matienzo, autor de un plan de dominio organizado, y que
en líneas generales ha de ponerse en práctica. La intención de esos
intereses, que, sin duda alguna, se fueron haciendo cada vez más
importantes y decisivos en el transcurso de los siglos XVI y XVII,
se puede advertir en las siguientes afirmaciones que se incluyen
en una carta enviada por Toledo a Felipe II: "puede Vuestra Majestad
ordenarles a los indios leyes para su buena conservación y hacerles
cumplir aunque las contradigan y sean contra su voluntad como sería
que no estén bien y a la república y gobernarles con algún temor
porque de otra manera no harán nada". La coordinación totalitaria
a la que aludimos y también la violencia física.
En esa perspectiva, la del dominio que perfeccionan, recordemos
que, por entonces, en el Nuevo Mundo señalan el cuerpo de los esclavos,
indios o africanos, con un hierro candente. Igual pena sufren los
rebeldes y los reos de diversos delitos. Símbolo perpetuo e imborrable
de una condición, la señal constituye una infamia para quien la
lleva. En el siglo XVI, un tiempo de discusiones propias del bizantinismo
escolástico, teólogos y juristas sostienen que de ninguna manera
deben hacerlo en el rostro por ser éste hecho a imagen y semejanza
de Dios. De otra opinión es Solórzano y Pereyra: "En siendo esclavos
legítimos -escribe en Política Indiana-, el mismo derecho introdujo
la costumbre de poderlos herrar en el cuerpo o en la cara, a voluntad
de sus amos, o ya para castigarlos por sus hechos y excesos, o ya
para tenerlos más seguros de que no huyesen.
Pero donde comúnmente solían ser llamados Stichos, Stigmáticos o
Stigmosos por las letras o marcas con que les señalaban el rostro,
como a cada paso lo advierten muchos autores". (Solórzano, 1971,
I. 138.)1 En lo referente a los negros esclavos, nativos o no del
África, la costumbre persiste hasta 1784, prohibiéndola entonces
una disposición de Carlos III. Haciendo uso de esta costumbre, herencia
de Roma, los españoles y portugueses señalan a las indias e indios
de su propiedad con una marca de hierro incandescente. Precisando
más: lo observamos en el siglo XVII en las esclavas guaraníes de
Asunción y en los chiriguanos rebeldes prisioneros de guerra. Está
tan arraigada la marcación, legislada, que en 1629 el gobernador
del Río de la Plata, Francisco de Céspedes, solicita autorización
al rey de España para herrar a los indios serranos de Buenos Aires.
"Conviene -escribe a Felipe II- [...] señalarlos en el rostro [...]
para enfrenar su furia y venderlos, y es tanta verdad esto que teme
más el indio que lo embarquen, desterrándolo a Brasil, que si lo
sentenciaran a muerte."
Ahora bien, otras realidades aluden a las mutilaciones que sufren
los naturales rebeldes. Señalemos en pocas palabras las causas de
los alzamientos. Ocupadas las mejores tierras por los conquistadores,
vencidas muchas etnias, encomendadas las tribus, de ahí en más los
indígenas deben servir con su trabajo a los dominadores. Muchos,
forzados por el hambre y la desesperación, para satisfacer sus necesidades
faenan el ganado de los feudatarios; otros, cazadores o guerreros,
huyen o se rebelan. Aníbal Montes, especialista que estudió el alzamiento
calchaquí de 1630-1643, determina en los registros documentales
numerosos indios mutilados (castrados, desorejados, destalonados).
(Montes, 1959.) La idea de esta situación es expuesta con claridad
en el nombramiento, fechado en Córdoba del Tucumán, del capitán
de campo Antonio Ferreyra. El texto, preciso en su inhumanidad,
nos evita todo comentario: "procediendo -le ordenan- contra ellos
[los indios] de palabra como capitán de campo, cortándoles narices,
orejas o dedos y desjarretándoles y dándoles muerte natural o corporal".
Sin duda, el corte de los tendones a los reos de delitos leves,
una primera advertencia, es el modelo de la justicia sumaria de
la época. Por lo demás, en el otro extremo de esas acciones, y para
penar a quienes enfrentan con las armas a los españoles, descuartizan,
queman, ahorcan. En enero de 1577, en Córdoba del Tucumán, el gobernador
Gonzalo de Acosta decide "hacer castigo, conquista y pacificación"
a los indios de la tribu del insumiso Juan Calchaquí. Iniciada la
campaña militar, apresa a poco a cinco guerreros: a tres da muerte;
retiene a un cuarto y al restante, después de cortarle una mano,
lo envía con un mensaje, "se le envió a Calchaquí cortada una mano
con un mensaje". Y también entonces, luego de una escaramuza, un
encuentro sin vencedores ni vencidos, para amedrentar a los naturales
queman vivo delante del campo enemigo a un prisionero. Más tarde,
lo señalan en el informe oficial que envían a sus superiores: "quemóseles
un indio delante de los ojos, que mostraron sentirlo mucho, todo
sin daño nuestro". (Rodríguez Molas, 1985.) Nuevamente la ley de
la sangre y del miedo.
En ese contexto, es obvio que semejante condición no podía más que
resolverse a través de otras situaciones. En el tiempo, un tiempo
que no es el mismo en todas las regiones, a medida que la tierra
se convierte inexorablemente en propiedad enajenable, las relaciones
entre sometidos y conquistadores devienen en dependencias de tipo
feudal (se las ha definido como cuasi feudales), y los segundos
desechan la esclavitud por inconveniente. Lo que sigue son algunas
de las razones que determinan esa actitud. Por una parte, los dueños
de la tierra se ven obligados a mantener el equilibrio demográfico,
es decir, impedir la disminución de la mano de obra disponible que
destinaban a las chacras, haciendas y yacimientos. Una mano de obra,
el hecho es conocido, que sufre una brusca caída en el siglo XVI.
Por otra parte, paralelamente integran al indio a los sistemas productivos
en desarrollo.
La fuerza y también la integración a los intereses generales. Un
testigo del trabajo indígena, el jesuita Muriel, define en el siglo
XVIII como feudal la encomienda y el yanaconazgo y los compara con
los sistemas que rigen a los campesinos de Alemania y Polonia. Mucho
antes Solórzano y Pereyra, ya mencionado, los considera, defendiéndolos,
métodos serviles de trabajo. Si no se obligase a los indios a trabajar,
agrega, "serían muy pocos los que se alquilasen o mingasen de su
voluntad, aunque se les diesen crecidos jornales, porque son flojos
en gran manera, y amigos del ocio".
Había sido el licenciado Juan de Matienzo, ya aludido, abogado al
servicio de los propietarios, uno de los pioneros en atender y dar
solución práctica a las necesidades y a la codicia de todas las
conveniencias. La idea de su tesis la expone en el libro Gobierno
del Perú (1567) y determina desde esas páginas los métodos más apropiados
para que los naturales "alcancen la libertad que algunos llaman
sin la orden como puedan salir de la servidumbre, y para que asimesmo
sean todos aprovechados y aumentada la Real Hacienda sin daño de
nadie". Como ocurre en todos los sistemas coloniales al transformarse
la tierra en una simple mercancía, bajo los más sutiles argumentos
Matienzo desprecia y degrada a la fuerza de trabajo. Según la esencia
ontológica del mundo que predica y también impone, aconseja inculcar
a los indios alguna de las siguientes propuestas que eran tradicionales
en España: "Dios quiere que obedezcamos a nuestro Rey y no nos emborrachemos".
(Matienzo, 1967.) Pero las cosas no son tan simples.
En realidad los indígenas tienen conciencia de la naturaleza de
los métodos de sumisión. Y, de hecho, advertidos los españoles del
peligro, observan en 1585 sobre las páginas de un Confesionario
impreso en Lima: "Dicen algunas veces los indios que Dios no es
buen Dios, y que no tiene cuidado de los pobres, y que de balde
le sirven los indios". Nos encontramos aquí con la palabra oficial
que impone la dicotomía entre la realidad cotidiana y la doctrina
del Evangelio de amor al prójimo y rechazo de la violencia. Y asimismo
con, la imposición de una particular visión de la vida, que tiene
como centro de la existencia el dolor y la muerte. Lo observamos
en los cristos cubiertos de sangre y espinas, en los Vía Crucis
y en las vírgenes dolorosas... En fin, en la práctica de los autocastigos
corporales y en la condena de toda actitud hedonista. De todas maneras,
basándonos en el testimonio de la pastoral del obispo de Tucumán
Julián de Cortázar (1618-1626), destinada a los sacerdotes de la
diócesis, los indios asocian el bautismo al dominio de la encomienda,
a la mita y al yanaconazgo. Advierte entonces el mitrado: "que tenga
el indio o el negro algún conocimiento de aquella santa ceremonia,
que no es cosa natural como para lavar la cabeza, o señal que es
esclavo o criado de los españoles, sino ceremonia de los cristianos
o cosa ordenada al culto de Dios". Es más, por entonces, y tanto
en el virreinato peruano como en el actual territorio argentino,
aconsejan a los naturales resignación y paciencia, que no condenen
o traten de cambiar los males del mundo y acepten la existencia
terrestre con humildad, como una anticipación de la muerte que es
la única gloria aceptada. Y en esa perspectiva ahistórica, les enseñan
lo que dice el Confesionario: "Por eso, hijos míos, hay otra vida,
donde se castigan estos males, y allá pagarán con tormentos el mal
que me hicieron. Al contrario, otros hay en esta vida que están
pobres y enfermos y callan y no hacen mal a nadie, antes obran bien
y son buenos cristianos. ¿Que será de ellos? Por eso hay otra vida
donde los buenos reciben bien". Y agregan en esa misma línea de
ideas: "Y si os veis perseguidos y acosados de muchos males, hombres,
alzad los ojos al' cielo que allí está quien os vengará y volverá
por vosotros y aunque agora disimula a veces a su tiempo hará un
castigo que tiemble el mundo. Porque no quiere y sufre que los traten
mal a aquellos por quien dio su preciosa vida". Una propuesta, en
fin, de mesianismo y la imposición de alzar los ojos al cielo en
busca de la justicia de cierto Dios que "disimula a veces" pero
premia con la salvación eterna a los que sufren injusticia. Compensan
los males de la tierra con la representación de un mundo ideal.
Los métodos y las víctimas de la pedagogía del miedo
Es necesario recordarlo: al analizar los métodos represivos posteriores
a la conquista nos encontramos con realidades concretas y legisladas.
Por una parte, de manera especial, con las normas de los cuerpos
municipales (los cabildos, instituciones que reúnen a los propietarios
de encomiendas y de tierras) que determinan las penas que deben
imponerse a los indios, mestizos y negros. Y por la otra, inserto
en esa trama, tienen plena vigencia en el Nuevo Mundo los códigos
españoles que imponen el tormento judicial: Las siete partidas de
Alfonso X y los posteriores.
En primer lugar, observamos la presencia del rollo o picota tradicional
de piedra o madera. Rollo o picota denominan al poste donde se ejecutaba
la pena de azotes o se exponía a los condenados a la vergüenza y
exhibición pública luego de cumplida la pena de muerte. Se trataba
de imponer de esa manera el temor y el acatamiento a la ley por
parte de toda la población. Como ocurre en el Nuevo Mundo, en España,
de manera especial en Castilla, el rollo es mencionado en todas
las actas de fundación de ciudades, de manera especial en los siglos
centrales de la Edad Media. Por otra parte, su dibujo figura en
la mayor parte de los planos urbanos de la época, elementos indispensable
para determinar el poder. En las Partidas, en el siglo XIII, el
codificador español menciona a la picota y la ubica entre una de
las siete maneras de pena que enumera. He aquí las palabras: "La
setena es cuando condenan a alguno, que sea azotado, o herido paladinamente
por yerro que hizo: O lo ponen en deshonra del en la picota o lo
desnudan, haciéndolo estar al sol untado de miel para que lo coman
las moscas alguna hora del día" (ley 4, título 31, Partida 7). Es,
además del sadismo, también la realidad del Nuevo Mundo.
Todas las ciudades de América española poseen o poseyeron su rollo
o picota. Lo primero que hacían los fundadores -lo determina la
ley-, era levantar el instrumento de la pena física y del temor
colectivo. En Córdoba, Santa Fe, Salta y en todas las ciudades del
actual territorio argentino, luego de haberse redactado el acta
de fundación, nombrado el Consejo, los primeros fundadores instalan
en la plaza mayor el rollo que representa la justicia real, figura
que alude a la soberanía de la Corona y al derecho de ésta o de
sus representantes a imponer los castigos corporales. En Buenos
Aires, en junio de 1580, Juan de Garay coloca el rollo, en este
caso de madera debido a la imposibilidad de obtener piedra en la
región. Aproximadamente medio siglo más tarde, precisamente el 31
de enero de 1637, el gobernador Pedro Esteban Dávila anuncia por
bando público a los habitantes de la ciudad del Río de la Plata
la siguiente disposición de "buen gobierno": "el negro o negra o
india que echara la basura en la calle, lleva pena de cien azotes,
que se darán en el rollo de la plaza pública". Se trata de las penas
diferenciadas que imponen multas a los españoles y castigos corporales
a los grupos denominados "gente de baja esfera". El español o el
blanco criollo siempre se colocaba en el centro de todas las actividades.
Diversos "oficios" tenía la picota (Bernaldo de Quirós, 1948). En
torno a ella, observa un jurista español, se degollaba, se exponía
a la vergüenza, se flagelaba, se mutilaba. Era, sin duda, el símbolo
más preciado de los grupos de poder. "Para la pena de muerte -escribe
Ricardo Levene-, como la de azotes, se guardaban las formas solemnes,
según las cuales el reo era sacado a las calles hasta la Plaza Mayor,
generalmente, donde se levantaba el rollo, acompañado de religiosos
y soldados, con el instrumento de su delito pendiente del cuello".
Esa actitud ante el castigo, refleja el interés por las formas públicas
y por el ejemplo. De ese modo, la violencia legislada cobra, paulatinamente,
una imagen de advertencia bien clara, dramática. Era, puede decirse,
un acto público. Las penas corporales se manifiestan asimismo a
lo largo de las calles, llevándose el espectáculo a toda la ciudad.
Los reos eran conducidos "en una bestia de albarda" y el verdugo
le aplicaba en el trayecto los latigazos estipulados por la justicia,
veinte, cincuenta o más, mientras los pobladores escuchaban los
ayes y los gritos de clemencia. Era, sin duda, la manifestación
más perfecta de la pedagogía del miedo. La justicia de Buenos Aires,
por caso, condena en 1812 a una mujer, autora de un infanticidio,
a varios años de cárcel y, así determinan, "a presenciar la primera
justicia de horca que se ejecute, cabalgada en una bestia de albarda"
(Gazeta de Buenos Aires, 29 de mayo de 1812).
Fácil es comprender el significado de todas esas actitudes. Podemos
señalar que siempre la picota es la encarnación de lo represivo
del Estado y también, no cabe ninguna sobre ese aspecto, de lo atávico,
dado que la condena se resuelve en sangre, en sudor, en lágrimas,
"vivo dolor actuando sobre la carne, mediante la penca, la soga
o el cuchillo, a fin de domar el 'ello', el terrible 'ello' de los
hombres ansiosos siempre de la libido de la carne". (Bernaldo de
Quirós, 1948.) La violencia, física constituye, entonces, uno de
los métodos más frecuentes para imponer el modelo sexual procreativo.
Expuesto lo anterior, proseguimos con el tema que nos ocupa. Las
leyes establecen que la tortura sólo se aplica a los reos cuyos
delitos pueden ser castigados corporalmente; en todos los casos,
mutilación, azote, muerte, el castigo recae en los desposeídos de
títulos y propiedades. Con precisión, ya desde el siglo XIII, se
estipula la nómina de las excepciones, la escala de los valores
sociales en vigencia; están exceptuados de la violencia: a) el milite
y el caballero; b) el consejero del rey y los miembros de la burocracia
cortesana; c) el noble y el hidalgo; d) el maestro y el doctor de
ciencia; e) el regidor de las ciudades y villas; f) los descendientes
de los mencionados en los puntos anteriores -"siendo de buena fama"
y no hubiesen caído en el "pecado nefando" o atentado contra la
seguridad del Estado-; g) "el clérigo de orden sacro, sino en que
demás de los indicios, es también infamado de crimen", y en este
caso por otro sacerdote "que lo sepa y pueda hacer"; h) el menor
de catorce años; i) "el viejo decrépito"; j) "la mujer preñada o
parida". (Hevia Bolaños, 1864.)
Descontada la condición de prueba personal, convicto ya el reo,
le aplican el tormento con el fin exclusivo de indagar el nombre
de los presuntos cómplices en los casos de falsificación, rebeldía,
hurto calificado, homosexualidad y heterodoxia. Debemos señalar
que a las sesiones de tortura sólo están autorizados a asistir el
juez de la causa, el secretario del juzgado y el verdugo. Pero no
es todo. Lo siguiente lo señala un texto jurídico de la época: "Y
habiéndose de atormentar dos o más, se ha de empezar por el más
débil de complexión y naturaleza, y cesando esto, por el más indiciado,
para que más presto se sepa la verdad, sin que uno sepa lo que el
otro declara, y de suerte que no muerto en el tormento [...] es
necesario hacer protestación de que no diciendo la verdad si fuera
muerto o lisiado en el tormento no sea cargo del juez". (Hevia Bolaños,
1864, 242.)
Por cierto, la impunidad más extrema. En caso de que el reo niegue
su confesión, y en un plazo que determinan las leyes, lo conducen
por segunda vez al tormento y así tres veces consecutivas, para
evitar una preparación previa de las víctimas que les permita superar
los interrogatorios (está arraigada la creencia en filtros mágicos
y en bebidas que dan fortaleza), mantienen en secreto el momento
de cada sesión. Sin duda, se trata de una tortura previa a la tortura
definitiva, con lentitud aniquilan la voluntad del reo.
Otra característica reside en la diferenciación de los castigos.
Y nuevamente recurrimos al jesuita Acosta. "Es necesario -escribe-
que la condición de los bárbaros de este Nuevo Mundo por lo común
es tal que como fieras, si no se les hacen alguna fuerza, nunca
llegarán a vestirse de la libertad y naturaleza de hijos de Dios."
La fuerza la emplean con el inferior, el sometido. Una conveniencia
que se afirma en los años siguientes. Es una realidad tan frecuente,
y lo que exponemos refleja una parte de la legislación, que en 1750
el Cabildo de Santiago del Estero advierte sobre el peligro de castigar
los encomenderos a los alcaldes indígenas y caciques que apoyan
a los propietarios y contribuyen a mantener el dominio. Nada cuentan
en las especulaciones los naturales del común. En otros casos van
más lejos. Sin entrar en demasiados detalles, recordemos que en
1785 la Real Audiencia permite que se apliquen penas corporales,
siempre y cuando se trate de un reo considerado de "baja suerte",
sin que medie un juicio previo: "con algunos azotes en lugar público
y destinados luego a las obras públicas por algunos meses". (Mariluz
Urquijo, 1952, 279.) "Baja suerte", es sabido, define siempre la
pobreza y la dependencia; define también la desvalorización de la
existencia humana y la razón del miedo de la élite; cincuenta, cien,
doscientos azotes en la espalda de los reos y mientras éstos recorren
encadenados las calles de la ciudad o el pueblo donde cometieron
los delitos. Como ocurre en las plantaciones del Brasil y de Cuba,
también en el Río de la Plata la delgada vara de membrillo o el
látigo de cuero son símbolos de poder y dominio. Un símbolo que
persiste en otras instituciones. Nos recuerda en 1882 José Hernández
en su Instrucción del estanciero que "el arreador [látigo de dos
metros de longitud y de mango corto] es en el capataz la señal de
su autoridad y ningún peón puede usarlo"; el capataz, agrega, debe
ser "como un oficial con sus soldados, para que le obedezcan, y
para que ejecuten puntualmente y sin tardanza sus órdenes". No debe
extrañarnos. En 1852, prosiguiendo con una tradición secular, el
derecho canónico autoriza la flagelación de los clérigos conventuales
y lo hace advirtiendo a los superiores de las órdenes religiosas
que los castiguen con moderación ("no haya riesgo de sangre").
En 1789, llevados por un interés represivo similar, los cabildantes
de Córdoba informan a los miembros de la Real Audiencia que siempre
habían flagelado a los negros e indios sin necesidad de un juicio
previo y ante la acusación de un vecino. Y observan en 1975, en
Catamarca, el éxito obtenido en la represión de vagos y malentretenidos
(Rodríguez Molas, 1968). Comentan entonces eufóricos: "se ha observado
por remedio usar de azotes con los reos de esta naturaleza, pues
con este castigo se ha experimentado ya alguna enmienda en años
antes, gozando los vecinos de paz y quietud".
Detengámonos en el litoral Atlántico, en Buenos Aires. Debemos hacer
hincapié en el hecho de que en la segunda mitad del siglo XVIII,
como ocurre en otras regiones del Nuevo Mundo, se incrementa el
control social. En esa perspectiva, reprimen con más vigor. En abril
de 1772, con motivo de prohibirse los cohetes y fuegos de artificio,
ponen á los infractores de "condición española" a pagar una multa;
en cambio, agregan, tratándose de individuos de "color bajo" les
aplicaría la autoridad policial castigos corporales y destinados
luego a trabajos forzados en un presidio.
El problema de la diferenciación de la "medida" é intensidad del
castigo, el tiempo de la tortura, había sido determinado mucho antes,
herencia de la legislación romana y de las normas de Alfonso el
Sabio. En 1790, por caso, y entre tantas otras ocasiones, reprimen
los juegos de naipes y dados, "los fandangos a deshoras de la noche"
("perdición de esclavos e hijos de familia"), en fin, todo tipo
de reunión privada o pública. Pues bien, los pulperos propietarios
de los locales donde se cometiesen las infracciones, siempre que
fuesen europeos o de ese origen serían multados; sus clientes, "pardos
o morenos libres, desterrados a un presidio". Por último, para finalizar
esta enunciación, en febrero de 1797 el virrey Meló de Portugal
organiza el trabajo de los aguateros de Buenos Aires y determina
las penas que deben imponer a los transgresores de las ordenanzas;
ellas son, cuatro años de presidio a los blancos, por una parte,
y, por la otra, a los negros, indios y mestizos, además de lo estipulado,
cien o más azotes. Se trata, simplemente, de la trasgresión a una
ordenanza de carácter municipal.
Nos referiremos, ahora a la tortura judicial en el Río de la Plata.
De tanto en tanto encontramos en los sumarios judiciales los incidentes
que ocurren en las pruebas o cuestiones. Reseñaremos algunos casos
singulares; por norma, son tan análogos unos y otros, que, de ser
posible, la enumeración de todos resultaría monótona. Sabemos, por
otra parte, que en los días de la conquista de la tierra, algo ya
vimos, los castigos y los tormentos se apartan de los tradicionales
que señalan los códigos.
Pero Hernández, un cronista que en 1545 redacta la Relación de las
cosas sucedidas en el Río de la Plata, cuenta los tormentos más
frecuentes en las ciudades de Buenos Aires y Asunción. Refiere,
entre otras barbaries, que Irala ordenó cortar los brazos de un
indio por el "delito" de cruzar a traviesa un campo sembrado. También
son frecuentes las mutilaciones sexuales: "Juan Pérez, lengua, cortó
lo suyo a un indio cristiano de casa de Moquirace por celos que
tuvo del". Barbarie, sadismo e irracionalidad.
Esa es una parte de la escena; en el interior -a lo largo de la
ruta que conduce al Alto Perú- y a partir de la "entrada" de Diego
de Rojas, una operación comercial, advertimos los enfrentamientos
de los jefes militares por el dominio de una jurisdicción o un grupo
tribal. Resulta expresiva y reveladora la actitud del gobernador
Bernardo de Lerma al asesinar, no sin antes aplicarle refinadas
torturas, a su antecesor Gonzalo de Abreu, lo cuelga; observa un
testigo, "echándole doce arrobas a los pies, con que lo mató y rompió
las venas". En 1582, un año más tarde, Lerma funda la ciudad de
Salta.
Luego de la violencia de la conquista, imponen los dominadores la
ley y el tormento. Cambiante de un caso a otro, los usan ya en Buenos
Aires a comienzos del siglo XVII. Efectivamente, Hernandarias de
Saavedra, gobernador y juez encargado de reprimir el contrabando,
es uno de sus más fervorosos partidarios. Nacido el funcionario
en la tierra desolada y primitiva, la violencia física constituye
su actividad preferida. Funcionario a fines del siglo XVI en la
ciudad de Asunción, con fines precisos entrega vino envenenado a
los indios guaicurúes. Y es él, precisamente, ganadero latifundista,
el protagonista de lo que pasamos a referir.
En 1615 detienen en Buenos a traficantes de esclavos y a marineros
de naves negreras acusados de contrabando. En términos esencialmente
pragmáticos se trata de una actividad que perjudica los negocios
de los parientes y socios del gobernador, de manera especial a su
hermanastro Trejo y Sanabria, obispo de Córdoba del Tucumán, mercader
y activo vendedor de negros africanos. Encadenados y engrillados
los reos, los someten a torturas en el fuerte de la ciudad con la
asistencia personal de Hernandarias de Saavedra. Así registra el
secretario del juez el comienzo de la sesión de tortura, en este
caso la de un joven marino: "proseguirá [dijo Hernandarias] en darle
tormento y para el dicho efecto hizo traer ante sí un burro [potro]
de madera con un argollón de hierro y [le dijo al preso] que el
daño que en él recibiere sea por su cuenta y riesgo y no por la
del dicho gobernador, que es comisario, y al dicho efecto le mandó
quitar los grillos y cadenas que tenía puestos y desnudar y echar
en el dicho burro, y estando echado le volvió a hacer el mismo requerimiento".2
Y luego de una pausa: "por no decir nada le mandó el dicho gobernador
poner los cordeles e atarlos en las pantorrillas de las piernas,
molledos de los brazos y en los muslos, y la argolla del hierro
al pescuezo. Y estando así dijo el preso: -Si voy declarando no
apretéis mucho. Y el dicho señor gobernador mandó no le diesen ninguna
vuelta hasta que vaya diciendo y aclarando".
La víctima guarda silencio mientras el verdugo da vueltas al torniquete
que ajusta las cuerdas del potro y estira los miembros. De espaldas
al torturado, escondiendo el rostro, el inflexible funcionario criollo
interroga sobre los nombres de los implicados y sobre la trama de
los mercados esclavistas, de Bahía y Angola. Un déspota que no se
anima a enfrentar frente a frente a la víctima. Y presuroso anota
el secretario:
"[Dijo el preso] desáteme que yo diré la verdad que quiera decirme
el señor gobernador, y preguntarme que yo diré todo [...] desáteme
que yo diré la verdad [...] Y dijo: si yo no le veo la cara cómo
tengo que decirle la verdad, estando el señor gobernador sentado
en una silla en la cabecera de dicho potro, y mandó lo mudasen y
lo pasasen delante hacia donde estaba el rostro del dicho".
Finalizada esta parte de la sesión judicial, obtenida la prueba
requerida, trasladan al joven a la cárcel. El mismo día, en una
realidad similar de violencia, torturan a mercaderes sefarditas
portugueses, ejerciendo en ellos su odio secular. Evidentemente,
algo ya vimos, desde niño lo habían inducido para que pudiese ejercer
esa actividad con odio y pasión.
El caso que mencionamos es ilustrativo y de ninguna manera constituye
una excepción. Efectivamente, nos encontramos con agresiones definidas
eufemísticamente como judiciales. Por otra parte, debemos observar
que, de un modo u otro, más violentos y sádicos son los tormentos
que someten a los reos acusados de rebelión contra el orden social
y político. Recordemos sumariamente -en todos los textos escolares
figura el relato- las torturas y el suplicio de Tupac Amaru. Tras
la derrota militar, así lo determinan las investigaciones de Boleslao
Lewin, la muerte y el terror persiguen a los seguidores más notorios
del caudillo indígena. He aquí el fallo del proceso contra el rebelde
peruano:
"Que sea sacado de la cárcel donde se halla preso, arrastrado de
la cola de una bestia de albarda, llevando soga de esparto al pescuezo,
atados pies y manos, con voz de pregonero que manifieste su delito,
siendo conducido de esta forma por las calles públicas acostumbradas
al lugar del suplicio, en el que, junto a la horca, estará dispuesta
una hoguera con sus grandes tenazas, para que allí, a la vista del
público, sea atenazado, y después colgado por el pescuezo y ahorcado,
hasta que muera naturalmente, sin que de allí le quite persona alguna
sin nuestra licencia, bajo la misma pena, siendo después descuartizado
su cuerpo, su cabeza llevada al pueblo de Carabaya, una pierna a
Paucartambo, otra a Calca, y el resto del cuerpo puesto en una picota
en el camino de la Caja de Agua de esta ciudad."
Descuartizamiento judicial en vivo, previa tortura con tenazas incandescentes
destinadas a arrancar trozos de la carne del reo. Situaciones semejantes
en cuanto al tormento previo al suplicio, la ejecución del caballero
La Barre en Francia, hacen decir en julio de 1766 a Voltaire: "La
atrocidad de esta aventura me llena de horror y cólera [...] No
quiero respirar el aire que respiráis vosotros".
A esas realidades alude, aceptándolas sin el menor escrúpulo de
conciencia, el tratadista y abogado de Charcas, profesor de la universidad
altoperuana, José Gutiérrez de Escobar. Lo hace, con indudable interés
didáctico, desde las páginas de unos apuntes jurídicos ampliamente
difundidos a fines del siglo XVIII en el Río de la Plata, Chile
y Perú, impresos en Buenos Aires. Pues bien, alude a los tormentos
más frecuentes, cuya intención explica: "siendo aquí digno de notarse
que hoy sólo se usa el tormento del potro y cordeles, aunque también
en las ocurrencias de las presentes sublevaciones del Reino se ha
visto practicar junto con el agua, echándole algunas cuartillas
por el gaznate". (Raimundin, 1953, 134.)
Es, si se quiere llamarlo así, la acción corriente del absolutismo
al fracasar el dominio sustentado en prácticas de sometimiento que
no requieren de la violencia física. Pese a todo, el miedo y el
terror de la fuerza son características que perduran y se trasmiten
en el tiempo. Podemos observar realidades similares, entre tantas
otras, en 1795 con motivo de la "sublevación de los franceses",
movimiento jacobino con la participación de negros, mulatos, indios
y extranjeros residentes en Buenos Aires.3 Nos encontramos con un
tímido reflejo de hechos e ideas que se desarrollan a miles de kilómetros.
En el Río de la Plata, y de manera especial en Montevideo, puerto
obligado de los veleros mercantes esclavistas, una y otra vez mencionan
la influencia del movimiento revolucionario en los desposeídos.
En parte, dicen, se debe a las conversaciones de los marineros de
las naves francesas, mulatos y negros, con los africanos y sus descendientes
que viven en el puerto marítimo de la Banda Oriental. Así las cosas,
el terror estalla en 1795. En febrero de ese año, en Buenos Aires,
el alcalde Martín de Alzaga, comerciante monopolista, se lanza contra
los enemigos del orden establecido y confecciona el sumario. En
verdad, así lo señalan los documentos consultados; mucho trabajo
tuvo a partir de entonces el verdugo de la ciudad. Decenas de negros
son detenidos y encarcelados. Uno de ellos, Antonio, recuerda bajo
tormento haber oído la siguiente afirmación, expuesta por un esclavo
en un baile: "si ellos [los negros] se levantan no habían de poder
sujetarlos los españoles porque ellos eran muchos".4 Otro de los
torturados en esa ocasión, peón de la Aduana, cuenta haber escuchado
decir a un mulato, en una reunión de pulpería: "ahora verán los
criollitos de aquí y los españoles que los hemos de hacer ensuciar
nosotros y los franceses". La violencia de los menos, pero también
la solidaridad de los desposeídos.
La pedagogía del miedo, la fuerza irracional, se expande asimismo
a otros ámbitos. Los castigos en las escuelas eran tradicionales
en el Antiguo Régimen. Ian Gibson, un prestigioso hispanista nacido
en Irlanda, estudia en su admirable libro El vicio inglés, la costumbre
de azotar a los niños en Gran Bretaña. En el ámbito español y americano
esa tendencia no le iba a la zaga. Como es sabido, en las escuelas
públicas y privadas los azotes y los palmetazos eran una práctica
cotidiana, sin olvidarnos de otros castigos corporales a los que
aluden los libros de memorias, considerándoselos de importancia
fundamental para la formación del carácter de la juventud. Escriben
en 1805 sobre las páginas de un periódico editado en la ciudad de
Buenos Aires y en relación a ese método correctivo: "Al niño se
le abate y castiga en las escuelas, se le desprecia en las calles,
y se lo engaña y oprime en el seno de la casa paternal".5 Y agregan
que esa costumbre bárbara debe ser totalmente desterrada. Nos encontramos
ya, en algunos ámbitos del Río de la Plata, con la palabra vivificadora
de la Ilustración.
La opinión no es unánime. Pocos años antes el obispo José Antonio
de San Alberto, partidario de la represión sistemática y del control
sobre todos los hombres, cree en los castigos y en la imposición
de un "orden" vertical, autoritario. En una pastoral que da a conocer
en la ciudad de Córdoba, en 1781, advierte que el Estado debe imponer
por la fuerza el orden sexual y la moral cristiana a la población.
Considera, por otra parte, que la libertad sexual representa un
peligro para la estabilidad del orden social y político imperante.
Toda relación placentera, señala, es un hecho demoníaco y destructor;
un infierno, cree, que deshumaniza a los hombres. Pero no es todo.
Sostiene que si la "impureza" o el "escándalo" se "apoderara" de
los fieles de su obispado, adoptaría las medidas del caso para que
las cosas se encauzaran. "Escribiré -dice-, visitaré, predicaré,
gritaré, y cuando ya no pueda más, cuando vea vanos todos mis esfuerzos
e inútiles todas las armas espirituales que Dios y la Iglesia han
puesto en mi mano, llevad a bien que yo llame a mi ayuda, me apoye
y valga de la autoridad del Soberano y de sus ministros quienes
no sin causa llevan la espada [...] para proteger la potestad espiritual,
la observancia de los Sagrados Cánones, y el cumplimiento de las
leyes eclesiásticas y reales." (San Alberto, 1786, 138.)
Son los de San Alberto, tabúes y prescripciones que tienen un origen
social y se sustentan en el temor del Antiguo Régimen a los cambios.
Partícipe de un ámbito donde pueden ya advertirse relaciones entre
los distintos sectores que no son las tradicionales, reacciona y
analiza los hechos. Es, entre otras cosas, un crítico implacable
de Tupac Amaru y de su rebelión. Define al caudillo indígena, sin
economía de palabras, como "rebelde, infame, traidor y apóstata".
(San Alberto, 1786, 226.) Por otra parte, el obispo de Córdoba es
asimismo un represor preocupado por imponer el ascetismo en la juventud.
En 1785, con motivo de la fundación en la ciudad mediterránea de
una casa para niños huérfanos, pone en aviso a los fieles sobre
los peligros del lujo en las vestiduras, imponiéndoles la modestia.
La idea general de esa actitud la encontramos en sus palabras, en
alusión al sexo femenino, el demonio de la tentación para él. Dice
en la alocución que pronuncia ese año: "Esa mano débil es la de
una mujer necia, vana y ociosa que [...] gasta la vida en conversaciones,
en adornos, en galanteos y en vicios, hasta parar en una mujer prostituida
y escandalosa que, siendo mala para sí, es la ruina del caudal,
de la salud y aun de la vida de aquellos infelices que incautamente
se dejaron prender de sus lazos o que llegaron a beber del cáliz
dorado de sus placeres". (San Alberto, 1786, 302.)
Esa violenta misoginia represiva, similar a la desarrollada dos
siglos antes por fray Luís de León a lo largo de las páginas de
La perfecta casada, también la advertimos en las más variadas disposiciones
legales y canónicas, en la práctica, en fin, del modelo monogámico,
procreativo y ascético. (Rodríguez Molas, 1984, 14.) Ahora bien,
en la mayor parte de los casos, la estabilidad y el orden se obtienen
sustituyendo el principio del placer con respuestas represivas y
hasta de carácter patológico; modestia en el vestir, ayunos, castigos
corporales, autocastigos, mortificaciones, rezos... y asimismo con
el permanente desprecio a los goces de la vida; no pocas veces,
en fin, con el elogio de la muerte, "el largo viaje" al que aludirían,
eufemísticamente dos siglos más tarde, los personeros del proceso
militar. San Alberto, no podía ser de otra manera, impone a los
niños huérfanos de su fundación castigos corporales y el estricto
control sobre los menores detalles de la vida cotidiana (alimentación,
vestuario, descanso, diversiones). "No es razón -escribe- permitir
en este pequeño rebaño del Señor ovejas roñosas, capaces de inficionar
y perder a las demás." (San Alberto, 1786, 356.) Es más, en plena
Ilustración, mientras se advierten ya los primeros resquicios en
el relajamiento del autoritarismo patriarcal, el obispo de Córdoba
clama, el 6 de enero de 1784, contra lo que denomina "voluptuosidad
suprema". Una actitud, cree, que puede llegar a destruir el orden
establecido. Para evitarlo, desde su pulpito solicita a los reyes
de España que destierren de la Corte "el lujo, el libertinaje y
la impiedad [...] para que [éstas] no lleguen a contagiar las Provincias".
Lamentablemente, esa visión del hombre y de la vida se proyecta
en el tiempo y persiste en los años posteriores a la emancipación
política del país. El círculo de ideas autoritarias y represivas
al que nos venimos refiriendo, prosigue sin cerrar su recorrido
en las palabras casi oficiales expuestas en 1812 por intermedio
de la Imprenta de Niños Expósitos. Entre otras cosas aconsejan,
entonces, un manual para el ciudadano titulado Catón cristiano,
que los hombres no canten ni dancen en presencia de mujeres "porque
no den ni reciban escándalo". E iban más lejos al determinarse,
por caso, la necesidad de que el ciudadano "No ame a nadie, ni desee
ser amado extremadamente, porque este género de amor sólo a Dios
se le debe". Muchos años más tarde, en la sesión de la Cámara de
Representantes de la Provincia de Buenos Aires del 15 de febrero
de 1828, Tomás de Anchorena se opone a la educación de la mujer,
a toda posibilidad de independencia. Su palabra, con la de sus partidarios,
es la palabra de los sectores más retrógrados del país, la de quienes
apoyan al sector latifundista de Buenos Aires. Para él, la mujer
"sólo debe llenar los deberes de madre". Y agrega, aclarando aun
más sus ideas sobre los cambios que lentamente se iban introduciendo:
"Con respecto a la educación de las mujeres vemos, en verdad, muchas
maestras extranjeras... Entienden las mujeres mucho de perifollos
y modas, pero poco de lo que conduce a aumentar en las niñas desde
su infancia la religión, la modestia, la moral y las buenas costumbres".
En el mismo discurso alude a la invasión de inmigrantes extranjeros,
"corrompidos" los denomina, y teme por los cambios que puedan inducirse
en las costumbres tradicionales. En los valores, los de toda índole,
que deben defenderse con la violencia física y mental. Encontramos
en la palabra de Tomás de Anchorena, un argumento que es una constante
en las represiones de todos los tiempos.
III
LOS
DÍAS QUE LLEGAN: LA ABOLICIÓN DE LA VIOLENCIA
La función creadora dé la historia y de los hombres: la abolición
de la tortura
La palabra de la Ilustración -sus ideas racionales- es una realidad
decisiva en el desarrollo de la Argentina en el transcurso de las
primeras décadas del siglo XIX. El proceso viene de lejos, dinámico
en el siglo XVIII al establecer los ilustrados los derechos naturales
e inalienables del hombre e invalidar la tortura y la pena de muerte.
Entre éstos: Montesquieu, Beccaria, Voltaire, Mirabeau, Condorcet...
Si bien es una labor del conjunto y de la acción de la historia,
le debemos a Cesare Beccaria (1738-1794) haber racionalizado el
problema de los derechos del hombre en las ya clásicas páginas de
su libro De los delitos y de las penas (1764), donde el abogado
milanés analiza el origen de las penas y las leyes represivas. Condena,
sin economía de palabras útiles, sin reparo, los tormentos. Un hombre,
expone, no puede considerarse culpable antes de la sentencia, en
un juicio imparcial, por un juez y con una defensa adecuada, y menos
condenárselo a muerte.
Son, sin duda, muchos de los rasgos singulares de Cesare Beccaria,
los mismos que atraen al liberalismo -una propuesta progresista
para la época- e irritan al absolutismo monárquico y a los tradicionalistas
adheridos al pasado y opuestos a toda innovación. Sostiene, y la
afirmación causa asombro en sus días, que el hurto impulsado por
la miseria y la desesperación no puede ser condenado. El jurista
milanés acentúa el hecho de que ese tipo de apropiación lo comete
"aquella parte infeliz de los hombres, a quienes el derecho de propiedad,
terrible y acaso no necesario, les ha dejado sólo la desnuda existencia".
¿Una propuesta de utopía? Es posible, y no olvidemos que quien así
se expresa es un noble, y también un liberal de la primera época.
Cabe concebir, además, una reacción de ese tipo luego del análisis
racional de los hechos.
Pero lo expuesto no es todo. Francisco Venturi, un historiador contemporáneo,
señala que las propuestas que contiene De los delitos y de las penas
dan origen a los términos "socialista" y "socialismo", exponiéndolos
por primera vez en 1765 el monje Fernando Faccinei en un violento
panfleto destinado a condenar las ideas de igualdad social y utilitarismo
del milanés. (Venturi, 1969.) Poco después, la Iglesia incluye el
libro de Beccaria en el Índice, abandonando la prohibición dos siglos
más tarde, en 1962.
De todas maneras, lo observa Rodolfo Mondolfo, la obra recorre el
mundo. (Mondolfo, 1946.) Juan Antonio de las Casas, un español ilustrado,
traduce y edita en 1774 el tratado en su país. Pero, herencia de
la Contrarreforma, a pesar de la actitud de algunos ministros de
Carlos III, entre otros Pedro Rodríguez de Campomanes, el ambiente
no es propicio para que De los delitos y de las penas circule libremente;
la obra fue considerada liberal y extranjera por la reacción tradicional
española.
Tres años más tarde, en Madrid, un edicto de la Inquisición de 20
de junio de 1777, reiterado en 1790, prohíbe y condena el libro.
De hecho, para ellos el mundo debe ser un "jardín de los suplicios".
En Madrid, en 1775, fray Fernando de Cevallos, un monje Jerónimo
defensor del absolutismo, acusa al jurista italiano de inspirarse
en los pensadores materialistas. Lo hace desde las páginas de un
farragoso centón en el que defiende la tortura y el regalismo más
absoluto, combatiendo paralelamente a los philosophos. Es la de
Cevallos una personalidad tradicional y autoritaria, no sin cierta
altanería y soberbia. Esa tendencia, frecuente entonces en España,
encuentra asimismo el decidido apoyo de Pedro de Castro, canónigo
de la Metropolitana de Sevilla y autor de un tratado que titula
Defensa de la tortura o leyes patrias que la establecieron, libro
destinado a impugnar las ideas de Alfonso María de Acevedo, un moderado
epígono local de Beccaria y autor de un estudio abolicionista. He
aquí parte de los argumentos de Castro, cuya intención explica:
"Pero al paso de estas ilustres dotes que le hermosean [a la obra
de Acevedo] es preciso confesar que se hace reparable en ella el
alto punto de una exquisita declamación que resuena por todas sus
partes, cuando debiera aplicarse para este intentó la insinuación,
el respeto y la protesta, y se hace sensible cierto aire insultante
y ofensivo de nuestras leyes patrias, cuya justicia y sabios cuerpos
de ellas deben siempre hacer honor de nuestra Nación Española, aun
comparada con la Griega, Romana y las otras que hoy presumen de
cultas; y de nuestros Augustos Monarcas que las establecieron para
el gobierno público y barrera de la malicia, y las han confirmado
permitiendo sin escrúpulo alguno su vigor y observancia."
Y agrega en otra parte, confirmando su reacción a todo tipo de progreso:
"Afirmar el doctor Acevedo que la tortura es un prejuicio, es un
horrible dogma, es una cruel opinión, una acción inicua y execrable,
y en fin una tiranía [...] y llamar audaces patrones de ella o ineptos
pragmáticos a los autores que la defendieron [...] son proposiciones
éstas que en el modo y en la sustancia podrán muchos guardarlas
de arrojarlas."1
A pesar de la fuerte oposición, la obra de los sectores progresistas
no cae en el vacío. En 1782 Manuel de Lardizábal publica un opúsculo
proponiendo la aplicación de las doctrinas de Beccaria. (Lardizábal,
1792.) Nos encontramos, pues, con la ruptura, a base de fuerzas
antagónicas, del pensamiento jurídico y tradicional. Y si bien el
proceso español es bien conocido, poco sabemos de la influencia
del autor del libro De los delitos y de las penas en el Río de la
Plata a fines del siglo XVTTI. Y mucho menos de la difusión de esas
ideas. Es de hacer notar que uno de los defensores más fervientes
de las propuestas humanitarias del Iluminismo, impugnador de la
Inquisición y protector de los judíos, el abogado español Ramón
de Salas (para Menéndez y Pelayo "volteriano" y heterodoxo), ejerce
la docencia en la Universidad de Salamanca en los días en que Manuel
Belgrano asiste como alumno a las aulas de la casa de estudios salmantina.
(Rodríguez Domínguez, 1979; Elorza, 1960.) Salas, difusor de las
teorías de Beccaria, preso y enjuiciado en 1795 por el Santo Oficio,
alejado de los claustros, escribe sobre los delitos y las penas.
Es la suya un ansia incontenible de liberar al hombre acosado por
la barbarie. Testigo de la miserable condición de los presos en
las cárceles de España, escribe: "Los cabellos se me erizaban y
un temblor general se apoderaba de mí al considerar el desprecio
inhumano que las leyes hacían de la libertad, del honor y de la
vida de los hombres".
Sin duda, esa aguda escena de análisis, tal como se presenta en
España, no la encontramos en Buenos Aires. En primer lugar, recordemos
que en el Nuevo Mundo está prohibida la circulación del libro de
Beccaria. Y en segundo lugar, debemos tener en cuenta la pobreza
intelectual del medio río-platense, los cortos alcances de los latifundistas
y mercaderes interesados en la intermediación de manufacturas y
en mantener el dominio que ejercen a través del Cabildo. La indiferencia,
por lo tanto, es general. Las únicas alusiones a los tormentos son
favorables a éstos y las encontramos en los "bandos de buen gobierno";
en los escritos, en fin, de los procedimientos judiciales. Sólo
a partir de 1820, y en los círculos próximos a Rivadavia -que sepamos-,
se analiza y estudia la obra del defensor de los derechos humanos.
Debemos aclarar otro aspecto de la realidad rioplatense. Se ha escrito
no hace mucho que unos mediocres y mal hilvanados apuntes del obispo
porteño Azamor y Ramírez (1788-1796), resumen de dos o tres libros,
constituyen una condena local de la tortura.2 Todo lo contrario,
las ideas del obispo se asocian al absolutismo antiliberal de los
epígonos de la segunda escolástica (la del barroco). Analizadas
esas páginas, vencido el cansancio de la lectura, de ninguna manera
puede afirmarse que no acepta el tormento. Más aun, para Azamor,
la aprobación o desaprobación de la tortura, se reduce al conocimiento
previo de la opinión de las "bulas y el derecho canónico, y leyes
civiles y del Reino, y la historia". Opiniones, hemos visto, que
aceptan y promueven las infamias. De acuerdo con lo expuesto por
el obispo, el rey tiene pleno derecho a decidir sobre la vida y
la muerte de los súbditos. Ésta es, sin duda, la palabra de un conservador
que acciona contra la Ilustración. Sus argumentos son similares
en esencia a los que años más tarde, en el siglo XIX, revitalizarán
otros para combatir las ideas de humanidad, libertad y justicia,
un contramovimiento consciente para detener el "progresismo" y,
sin ninguna duda, en defensa de los intereses materiales. Es la
oposición ideológica contra el mundo moderno. Si bien con un fuerte
contenido irracionalista; propuestas similares podemos encontrar
en los caudillos del interior (propietarios latifundistas y miembros
de familias tradicionales), que pregonan religión o muerte (de ninguna
manera un eufemismo), y consideran a las ideas liberales, en esos
momentos la propuesta más progresista y la única alternativa posible,
un pensamiento subversivo que desea destruir tres siglos de ideas
sacralizadas.
1813: "Borrar con el tiempo... esa ley de sangre"
Hemos analizado brevemente el rechazo de las propuestas racionales
por parte de los sectores tradicionalistas. Señalaremos ahora el
proceso de abolición de la tortura judicial en la Argentina y su
supervivencia a través de las más variadas violencias físicas destinadas
a castigar e imponer el terror en los seres humanos.
Tomás y Valiente (1973, 227) observa que muchas de las ideas sociales
de la Ilustración, las de Voltaire, Beccaria y otros, sólo se imponen
en el heredero directo de ésta, es decir, en el Estado liberal.
Lo mismo, agrega, ocurre en lo que hace a la tortura judicial. España
se anticipa en algunos años a las propuestas que luego tendrían
sanción legal en el país. "En España, el artículo 133 de la Constitución
de Bayona de 1808; el decreto de 22 de abril de 1811 de las Cortes
de Cádiz; el artículo 303 de la Constitución de 1812; e incluso,
obedeciendo a la corriente de opinión dominante, una Real Cédula
de Fernando VII de 25 de julio de 1814 abolieron legalmente la tortura
y cualquier clase de apremios o coacciones contra los reos o los
simples delitos". (Tomás y Valiente, 1973, 227.)
En la Argentina, mayo de 1810 combina la realidad y las ideas de
la Ilustración. Pero a pesar de las intenciones, la escena no varía
en lo fundamental; en la realidad económica y social, continúa la
presencia del latifundio y de los sistemas primitivos de producción
ganadera. Esas características que perdurarán a lo largo del siglo
XIX presuponen, entre otros hechos, un freno a los cambios y el
dominio de los más diversos intereses; un factor, en síntesis, de
estancamiento. Y también presuponen la presencia constante de reacciones
y de temores por parte de los menos.
Nos encontramos ya en las primeras décadas posteriores a 1800 con
un tradicionalismo hecho conciencia, es decir, con el conservadurismo.
En 1812, confirmando lo expuesto, así lo determinan los sumarios,
la Comisión de Justicia de Buenos Aires continúa imponiendo penas
diferenciadas, corporales a los hombres de color y pecuniarias a
los de origen europeo. Por otra parte -es la práctica de una costumbre
secular- los vecinos de la ciudad, hacendados y comerciantes, envían
a los esclavos de su propiedad al Cabildo para que el verdugo oficial
los flagele con fines correctivos domésticos, encarcelándolos luego
cierto número de días.3
Fácil es prever la situación en el interior. Los grandes propietarios,
señores de horca y cuchillo, ejercen por cuenta propia el poder
de la justicia. Un hecho tan frecuente y cotidiano que, con reiteración,
los inventarios de los bienes de las estancias de la época señalan
la existencia de cepos y grillos, de ninguna manera instrumentos
ornamentales. Poco después, en momentos de prédica demagógica, la
prensa "federal" acepta como un hecho cotidiano el flagelamiento
de los peones rurales. En El Gaucho, pasquín editado en 1830, un
inglés, supuesto peón de "Los
cerrillos", relata que Rosas, propietario de la estancia, lo había
condenado a un día de cepo. Y lo recuerda con cariño: "Tú sabi esti
que el patrón/Por quitarme la borrachera/Me ponga en el cipo un
día/Porque borracho no fuera".4
Precisamente la Ilustración se opone a esa realidad. Una actitud
que determina el arcaísmo es la lentitud con que comienzan a tomar
cuerpo algunas de las propuestas progresistas. Nos referimos de
manera especial a las fuerzas de la Asamblea de 1813, similares
a las que en Cádiz, en 1814, enfrentan el irracionalismo absolutista
y derogan todo tipo de tortura. "El hombre dicen en Buenos Aires-
ha sido siempre el mayor enemigo de su especie, y por un exceso
de barbarie ha querido demostrar que él podía ser tan cruel como
insensible al grito de sus semejantes." Se debe borrar, deciden,
"esa ley de sangre". Es, sin duda, el triunfo de la razón, la autonomía
individual y moral y del sujeto. Ahora bien, ¿destruyen en verdad
el 25 de mayo de 1813 los instrumentos de tortura en la Plaza Mayor,
Victoria entonces? Todo cuanto nos cabría decir es que en 1817 el
alguacil mayor de la ciudad -cargo equivalente al actual jefe de
policía- solicita, y por estar inutilizado el existente, la "recomposición
urgente" del potro de dar castigo en la cárcel. Algunos días más
tarde, presurosos, los carpinteros entregan el instrumento en perfectas
condiciones y cobran su trabajo. No se trataba por cierto de una
pieza de museo. Proseguía en lo externo e interno la "ley de la
sangre". La ley y una herencia que se mantienen vigente; gobernando
Rosas, en 1851 el inventario de la cárcel registra la presencia
del "potro de castigar" (Romay, 1957, 15). No se trata, por cierto,
de un elemento decorativo.5
A las penas corporales debemos agregar las "estaqueadas" al aire
libre en la campaña, una analogía con los cueros que se secan al
sol, cotidiana en el ejército. En 1860, Carlos Tejedor recuerda
desde las páginas del Curso de derecho criminal que los azotes constituyen
una pena frecuente, aceptándolos. "Esta pena que suele ir junto
con la' de presidio, se ejecuta en la cárcel misma, o en las calles,
paseando al delincuente en un caballo, y dándole en cada esquina
cierto número de golpes, con un instrumento de cuero en las espaldas
descubiertas. Los golpes nunca deben eser tantos que el reo quede
muerto o lisiado".6 Se trata de la tradicional flagelación ambulante
del derecho español.
El recuerdo del castigo y del tormento
Son también los latigazos, como ocurría en los años previos a 1810,
una pena frecuente en las escuelas. Complemento de la pedagogía
del miedo, los maestros conducen a los niños a presenciar los suplicios,
una modalidad que se extiende hasta los últimos años del siglo XIX,
pues creen que el contacto con el dolor tiene la virtud de "purificar"
las costumbres y de advertir a la población sobre la muerte. Esa
costumbre, la recuerda, entre otros, Mariquita Sánchez en sus apuntes
autobiográficos: "Se sentenciaba a muerte a un hombre [...] no le
quitaban la vida como ahora, se ponía un torno, y lo sentaban y
con el torno le apretaban el pescuezo, de modo que la lengua quedaba
fuera. A todos los muchachos de las escuelas les daban azotes, para
que no olvidaran lo que habían visto".
Es importante anotar que, si bien persisten bajo otras formas, las
penas corporales en las escuelas se prohíben el 9 de octubre de
1813. Deciden entonces poner fin a una infamia, que encuentra en
el miedo un fervoroso aliado del dominio sobre los hombres. "Habiendo
llegado a entender este Gobierno -consideran- que aun continúa en
las escuelas de educación la práctica bárbara de imponer a los niños
la pena de azotes, cuyo castigo es excesivo y arbitrario por parte
de los preceptores, que no están autorizados para ello de manera
alguna [...] absurdo e impropio, que los niños que se educan para
ser ciudadanos libres, sean en sus primeros años abatidos, vejados
y oprimidos por imposición de una pena corporal tan odiosa y humillante
como la expresada de azotes."7
A pesar de lo dispuesto, la tradición aún se proyecta en muchos,
y la disposición no es aceptada por todos. Pues bien, el 20 de noviembre
de 1814 condenan en la ciudad de Buenos Aires al presbítero Diego
Mendoza a ocho meses de reclusión por azotar a sus alumnos de la
escuela del Convento de San Francisco. Tal como hemos de Ver en
otras situaciones, en términos históricos y sociales, este conflicto
significa la vigencia de normas estrictas de control social. De
todas maneras, los procesos no son lineales, en la historia de la
liberación del hombre, con frecuencia el tiempo parece retroceder:
en 1815 la Junta de Observación autoriza la flagelación de los escolares
y lo hace a través de sus Estatutos, una vuelta, es sabido, al más
reaccionario de los pasados. Es más, el hecho se comenta públicamente;
el periódico El Americano señala el 22 de mayo de 1815 la reimplantación
de la costumbre antes mencionada en la escuela del Convento de San
Francisco. El presbítero Mendoza se encontraba nuevamente en pleno
uso de sus facultades autoritarias.
En el interior, y aludimos a los controles sociales mencionados,
impera la barbarie. Un mundo primitivo e irracional, estamos frente
al orden impuesto a partir de los primeros años de la conquista
de la tierra, las reglas éticas no tienen ningún valor. Detengámonos
en las páginas de las memorias del general Paz y releamos las que
aluden al cautiverio del militar en Santa Fe. Cuenta en ellas cómo
el ayudante Echagüe mortificaba sádicamente a las indias cautivas
en la cárcel de la Aduana mostrándoles las manos cortadas y sangrantes
de sus compañeros, degollados poco antes. Y también escribe: "Con
el mismo fin vi otra vez [...] una cabeza que acababa de ser cortada
a otro indio, que traía un joven por los cabellos, al que le seguía
una larga comitiva de muchachos".
No, no es un caso aislado. En 1846; en Jujuy, autorizan a las autoridades
locales a, flagelar sin necesidad de un juicio previo a los reos
que habían cometido delitos leves. Y el 3 de abril de 1851, en la
misma provincia, permiten a los jueces la aplicación de condenas
a muerte a los cuatreros mediante la confección, así escriben, de
un "breve sumario". Esa justicia sumarísima es el reflejo de la
realidad jerárquica de la sociedad. En ningún caso, tratándose de
un desposeído, así lo reconocen juristas de ese momento, tienen
en cuenta los aspectos favorables de la ley. Lo afirma Florencio
Várela en su tesis doctoral de 1827, De los delitos y las penas,
inspirada en las ideas de Beccaria. (Várela, 1870). "En los procedimientos
criminales -afirmase- notaba un interés en hallar delincuentes a
todos los acusados [...] a apurar las penas que debían seguir a
su condenación, aunque fuesen las más atroces." Y podemos también
poner en el texto otro tiempo verbal: "se notará". Lucio V. Mansilla,
años más tarde, en Rozas, biografía de su tío, recuerda que en ningún
caso la policía o los jueces imponen los aspectos favorables de
la legislación a los pobres. Veamos parte del texto: "La poca legislación
existente era teórica, casi siempre letra muerta: el empeño valía
más. 'Obedezca y marche, pague y apele', eran expresiones proverbiales
explicativas del hecho. Poco más tarde se inventó el 'se resistieron'
o 'el quisieron disparar, y tuvimos que matarlos'..." Y más adelante
agrega en relación a los presuntos culpables de un delito: "¿Qué
sucedía?, ¿cómo se procedía?, insinuamos más arriba. ¿Se hacían
las averiguaciones: recaían las sospechas sobre alguno o alguna
de aquéllos? Pues no hay que hacer: se le azotaba... hasta que confesara.
¡Y cuántas veces los azotes no arrancaban falsas confesiones (qué
no hace confesar el dolor), y el culpable verdadero quedaba impune!"
Pero no es todo. Destaca también la situación de los niños en las
escuelas, recordando posiblemente experiencias propias:"El alma
de entonces no era distinta de la de ahora. Pero había un no sé
qué de estoico, de severo en ella, siendo la regla de nuestros abuelos
el versículo de la Biblia, 'no le escasees al muchacho los azotes,
que la vara con le dieron no ha de matarlo', o el proverbio español,
'la letra con sangre entra'. En las escuelas, las penitencias y
reprensiones eran repugnantes o brutales: el cuarto de las pulgas
o la letrina infecta, o el sótano helado, como encierros; y como
castigo el chicote para las nalgas o los tirones de orejas que reventaban;
la palmeta para las manos pegando en la punta de los dedos juntos
y sobre la yema. Los juegos entre los niños eran como para ejercitar
la resistencia de la sensibilidad; los juegos populares en el campo
y en las ciudades ponían a prueba el cuerpo".8
El ascetismo y el dolor, pregonan, conforman ciudadanos viriles
y aptos para hacer la guerra. Tres siglos antes, en España, el jesuita
Juan Eusebio Nieremberg, teórico de la Contrarreforma, escribe lo
que ha de ser práctica corriente en las sociedades totalitarias,
en los militarismos de todo signo. Nos dice: "Tan perversos son
los gustos de la tierra, después de ser tan cortos, que aun los
lícitos impiden grandes provechos, y los ilícitos causan grandes
daños". Se reprime, lo señala Wilhelm Reich, al referirse a la psicología
de masas del fascismo, todo posible anhelo de redención y de liberación
y se impone también la angustia del placer, es decir el miedo a
la excitación sexual.
Nos restaría agregar unas palabras en alusión a las penas corporales
en el ejército. Eran éstas casi cotidianas en el siglo XIX. Tomás
de Iriarte, oficial de las guerras de la Independencia, recuerda
en sus Memorias que el castigo de azotes era muy frecuente: "se
cerraban -escribe- las puertas del cuartel para evitar la presencia
de algún extraño: formaba el batallón [...] y empezaba el vapuleo".
Mientras tanto, agrega, los tambores ahogaban con su estruendo los
gemidos de los soldados que eran golpeados con varas sobre sus espaldas.9
Es una realidad documentada hasta el infinito y reconocida por historiadores
militares contemporáneos. "Para reprimir los actos de indisciplina
-escribe Augusto G. Rodríguez-, existían castigos rigurosos, entre
ellos, el azote, que reemplazaba a la 'carrera de baquetas', implantada
por las ordenanzas españolas. En realidad, ambas penas eran realmente
inhumanas, pero es fuerza reconocer que constituían la única forma
de contener las insubordinaciones individuales o en masa, que periódicamente
se producían." (Rodríguez, 1966.)
Pues bien, a esas penurias debemos sumar las estaqueadas, los plantones,
las ataduras de palo y de cepo. Algunas de ellas han sido denunciadas
en nuestros días y otras persistían aún a comienzos de siglo.
IV
LAS
BUENAS INTENCIONES Y UNA REALIDAD QUE PERSISTE (1853-1900)
Las razones de 1853: cárceles limpias, abolición de tormentos y
azotes
No debe extrañarnos: en 1853 algunos convencionales no aceptan en
Santa Fe que sean abolidos los fueros personales, de manera especial
los eclesiásticos, y otras prerrogativas de carácter feudal. Son
los mismos que entonces claman, y la palabra llega a Roma, contra
la libertad de cultos que establece la Constitución, disposición
que aún en nuestros días definen algunos historiadores como ajena
al sentido de la tradición hispana y atentatoria de la religión
cristiana. El 25 de abril de 1853, en Santa Fe, señala el diputado
catamarqueño Zenteno que "no estaba de acuerdo en que se suprimiesen
los fueros y mucho menos que se hallase comprendido en ellos el
eclesiástico, que no procedía de autoridades temporales sino que
reconoce su origen divino". Toda una definición que alude a ideas
de tres siglos antes y se proyectan en el tiempo a los "fueros"
militares.
En 1854, en Buenos Aires, restablecen en la cárcel pública la pena
de azotes. Lo hace en acuerdo extraordinario el Superior Tribunal
de Justicia, el 29 de noviembre del año mencionado. He aquí el texto
de la disposición:
"1° que el preso a quien se le encuentre cuchillo, navaja u otro
instrumento cortante o punzante sufra por primera vez la pena de
25 azotes; por la segunda, cincuenta azotes; y por la tercera, 75
azotes. Que este acuerdo se lea semanalmente por el alcalde de la
cárcel: todo sin perjuicio de la pena que merezca el agresor en
el caso de causar heridas o muerte con esas armas."1
Lo precedente es un regreso al pasado; prosigamos con el tema que
nos ocupa. Si bien ningún convencional rechaza públicamente el artículo
18 del proyecto de Constitución, de clara inspiración beccariana,
no falta quien lo haga, al discutirse en la ciudad de Buenos Aires,
el texto de 1853.2 Mas, para tener plena conciencia del espíritu
reformador, recordemos que el artículo mencionado prohíbe expresamente
la pena de muerte y la tortura. Y lo hace con las siguientes palabras:
"Quedan abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas,
toda especie de tormento, los azotes. Las cárceles de la Confederación
serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos
detenidos en ellas...”
Ahora bien, en primer lugar, parte del rechazo tiene como motivo
la propuesta de algunos diputados, aceptada luego, de suprimir por
razones de buen gusto los términos "ejecuciones a lanza y cuchillo"
que figuraban en el texto original de Santa Fe. Se trata de esconder
una realidad, la barbarie pasada y la posible. Mármol, el poeta
de la proscripción y novelista de Amalia, observa que la presencia
de esas palabras significa pregonar una indignidad.
En segundo lugar, y de manera especial, muchos diputados se oponen
al artículo 18 por razones que hacen a la pedagogía del miedo. Rufino
de Elizalde, tradicionalista, opina que los castigos corporales
deben figurar en los códigos de justicia criminal y militar del
país. Y a partir de esa afirmación, el siguiente diálogo:
Sr. Mármol. -No se debe dar azotes ni a los soldados. Sr. Elizalde.
-Se dan en Inglaterra.
Sr. Mármol. -Se dan en Inglaterra porque son unos bárbaros.
Y la discusión prosigue. Dice entonces Bartolomé Mitre: "El que
levanta la voz al sargento como el que levanta la espada al coronel,
comete un acto de insurrección y merece una pena grave; y si los
azotes están abolidos, se precisa matar al hombre por una pequeña
falta cualquiera". Y continúa; "Ha llegado el día en que ha habido
43 casos de muerte, porque no ha habido otro medio de castigar las
faltas graves. Digo, pues, que la penalidad de azotes es más humana,
considerada filosóficamente".
Pero no es todo. Esteves Saguí, abogado porteño, solicita que supriman
los castigos corporales, las torturas y otras penalidades a que
son sometidos en la cárcel de Buenos Aires los presos. Reitera acusaciones
expuestas anteriormente. "Pero, ¿qué? -dice-, si aún resuenan todavía
esos golpes martirizantes dentro de unos muros que llaman cárcel
pública [...] sean 25, sean 50, sean 75 como dice una acordada del
Tribunal de Justicia, aplícanse todavía, señores, esos tormentos
que rebajan, que envilecen al hombre por culpable que sea, que lo
pierden para el arrepentimiento, no pueden aplicarse." Y luego alude
a los cuerpos militares y a las guarniciones de frontera: "allí
las arbitrariedades se cometieron no en los días de acción ni frente
al enemigo, sino donde quiera que ha habido soldados". Los azotes
y los golpes, la tortura, son elementos cotidianos: el método de
una organización totalitaria y vertical. No existen dudas. Nadie
replica en el Parlamento.
El diputado Alvariño vuelve a insistir en lo expuesto: "No me citará
nadie un artículo de la ordenanza que diga que se bajen los calzones
a los soldados para darle azotes, ni que se le quite la casaca para
darles golpes en la espalda". Finalizada la discusión, aprueban
incluir en el texto constitucional las palabras que destierran de
la Argentina "toda especie de azotes y tormentos". Una esperanza
de los hombres más lúcidos mil veces frustradas, ¿quién lo ignora?
En suma, con esa acción se cumple una parte del plan de Alberdi
de modernizar el país. Sería injusto, sin embargo, dejar de recordar
que se trata de un proyecto que tiene sus raíces en los últimos
años del dominio español en las ideas de un grupo de liberales ilustrados.
Alberdi -el menos romántico de los integrantes de la generación
del 37, precursor del positivismo en la Argentina- hereda esas mismas
propuestas y señala desde las páginas de sus Bases y puntos de partida
para la organización política de la República Argentina: "El tormento
y los castigos horribles son abolidos para siempre y en toda circunstancia.
Son prohibidos los azotes y las ejecuciones por medio del cuchillo,
de la lanza y del fuego". Y aclara: "El fin de esta disposición
es abolir la penalidad de la edad media, que nos rige hasta
hoy, y los horrorosos castigos que han empleado durante la revolución".
Son casi las mismas palabras que reproducirá la Constitución de
1853.
Pero, así como lo expuesto señala la presencia de procesos evolutivos,
en otros sectores no encontramos contenidos similares a los del
pensamiento del autor del Crimen de la guerra. Es necesario señalar,
pues, aunque más no sea de paso, el proceso ideológico de algunos
de los antiguos emigrados, particularmente, en este caso, el de
aquellos que ocupan altas posiciones políticas. Podemos determinar
que de una actitud radical para la época -"socialista" según los
más tradicionales- llegan a un conservadurismo casi antiliberal
en los últimos años de su vida. Como bien observa Karl Mannheim,
el conservadurismo antiliberal nace del tradicionalismo; en realidad
un tradicionalismo "racionalizado", una recolección, en síntesis,
y también un rescate de las actitudes y modos de vida sacralizados
reprimidos por la marcha del racionalismo capitalista (Mannheim,
1963). De todas maneras, otros -tenemos presente ahora a Félix Frías-
se mantienen en la misma postura conservadora que exponen en su
juventud, extremando en algunas ocasiones su reacción antiliberal:
ultramontanismo, defensa de la tradición y de los "valores" heredados,
oposición al progreso y a los cambios. Es, en éste y en otros casos,
la opinión de la derecha del movimiento romántico. Debemos insistir
en lo expuesto. Pues bien, y dicho de otro modo, es evidente que
en la segunda mitad del siglo XIX algunos de los miembros de la
élite gobernante sufren los efectos que les produce una profunda
y típica antinomia del liberalismo en sus primeras etapas (en la
Argentina esa situación sólo se advierte con claridad a partir de
1852); antinomia de políticos, también la han advertido en relación
a otros ámbitos, desgarrados entre las necesidades y contradicciones
de la realidad social -el paso de una sociedad arcaica a otra capitalista
es necesario- y la fe heredada de los teóricos más lúcidos del Siglo
de las Luces que habían sostenido la necesidad de imponer la justicia
y la fraternidad humanas.
Palabra y acción en 1864: "la pena de azotes es un delito"3
En junio de 1864, en momentos que se preparan las condiciones que
conducirán al país al infierno de la guerra de la "Triple Alianza",
los diputados J. E. Torrent4 -correntino- y Joaquín Granel 5 -nacido
en Santa Fe-, presentan a consideración de la Legislatura un proyecto
destinado a suprimir los castigos corporales vigentes en las fuerzas
armadas. "Esta ley -proponen- deberá darse en el orden general del
ejército y leerse cuanto menos en cada uno de los cuerpos." A pesar
de lo dispuesto era el artículo 18 de la Constitución, que prohíbe
la pena de azotes, los castigos corporales constituyen entonces
en el país un hecho cotidiano, y así lo reconoce en esos días Carlos
Tejedor, ya mencionado, profesor universitario y penalista. "Entre
nosotros -recuerda-, produce siempre infamia, de manera que el que
ha sido azotado por la justicia, no puede ser testigo, ni tener
oficio público." Queda dicho -y ya hemos insistido en eso- que siempre,
en todos los tiempos, las organizaciones totalitarias suprimen la
autorrealización y la libertad del hombre. Pues bien, en esa perspectiva,
la discusión del proyecto aludido adquiere características inusitadas.
Vayamos por partes.
Granel, objetivo, expone las bases ideológicas del proyecto. La
flagelación, opina, es una "costumbre [...] sostenida por el fanatismo
inspirado en el terror". Y agrega: "La pena de azotes se aplica
en nuestro ejército de una manera que constituye una violación de
esa disposición constitucional que es el fundamento de nuestro sistema
de gobierno: la pena de azotes sólo se aplica a soldados, pero en
ningún caso se hace extensiva a los jefes y oficiales, aunque se
hubiesen hecho reos del mismo delito". Ese tipo de inquisición humanitaria
que realiza el legislador (expone casos concretos y documentados)
contra la irracionalidad es tan apasionante como peligrosa para
quien la emprende, y más aún cuando la intolerancia considera que
la violencia es indispensable.
En efecto, desgraciadamente semejante propuesta y semejante situación
no podían más que resolverse con dificultad. Efectivamente, los
miembros de la Comisión de Guerra se oponen al proyecto de los diputados
Granel y Torrent. Próspero García, opuesto a toda liberalización,
partidario de sistemas tradicionales de represión, expone la tesis
predominante en el ejército. Sostiene que en cuestiones militares
debe suprimirse el sentimentalismo. Desde ese punto de vista su
propuesta no difiere de otras más próximas que aconsejan a los soldados
marchar con alegría a la muerte y ser ascéticos en la vida. ¿De
dónde provienen esos rasgos? García explica que se basan en el hecho
de que las rabones humanitarias son lo más opuesto al espíritu militar,
y luego informa que los altos mandos del ejército creen que si se
suprimen los castigos corporales no podrá mantenerse la disciplina.
Debe imperar la violencia.
Propone entonces, y con ese fin, aplazar la discusión del proyecto.
Ocurrente, replica entonces Mármol: "Yo acepto esa proposición si
los miembros de la minoría convienen que también se aplacen los
azotes". Y luego lo insólito. El diputado coronel Cónesa confiesa
que estando al frente de un cuerpo militar "había aplicado la pena
de azotes, sin embargo de prohibirla la Constitución". Una actitud
indispensable entonces para mantener la disciplina y también para
evitar la deserción tradicional en el ejército, al no estar arraigado
en los soldados el patriotismo, predominando actitudes sociocentristas
limitadas en el mejor de los casos a una región o provincia.
"La abolición de esa pena -razona Conesa- va a dar por resultado
la disolución del ejército. Vamos a abolir la pena de azotes, pero
tenemos presente que esta pena va a tener que ser reemplazada por
la última pena." La misma opinión expone luego el ministro de Guerra,
Gelly y Obes. Defiende el pasado -no podía ser de otra manera- y
proyecta la tradición para detener el progreso. Vélez Sarsfield,
empeñado entonces en la redacción del Código Civil, sostiene a viva
voz que el ejército está fuera de todo amparo legal: "Uno de los
principios que consagra la Constitución es la libertad, y en el
ejército no la hay". Y agrega: "Yo digo, pues, si la oposición a
la Constitución es lo que motiva que los señores diputados quieran
abolir la pena de azotes, sean lógicos, abolan todo mal. El ejército
es una flagrante contradicción a las leyes del país; pero si se
quiere que exista, es preciso que exista también la pena de azotes
con todas sus consecuencias".
Más adelante, en el curso de su exposición, Rufino de Elizalde se
desliza por cauces semejantes a los de su colega y recuerda que
"esta pena ha sido autorizada por todos los poderes públicos de
la Nación, y ésa ha sido la tradición de nuestro país hasta el presente".
Debe, pues, seguirse en esa línea. Era comprensible que individuos
formados bajo las creencias del Antiguo Régimen, asociados a los
intereses más generales, de ninguna manera deseen liberar a la sociedad
de las penas infamantes.
A ésa y a otras inquietudes responde el diputado Granel: "¿Saben
los señores diputados cómo se manda azotar en nuestro ejército?
Yo les diré: sin forma alguna de juicio, violando todas las prerrogativas
que las leyes militares acuerdan a los que delinquen en el ejército
[...] El ejército argentino es una fantasía mitológica que está
representado por el suplicio de Prometeo en que los jefes son el
buitre y los soldados las víctimas".
Adolfo Alsina, autonomista, es partidario de las penas corporales.
Representantes de un sector de ganaderos, sin apiadarse de las víctimas,
recuerda las barbaries del pasado y de su presente: los palos o
varazos, las estaqueadas al aire libre, los aprisionamientos de
cepo y las carreras de baqueta, sanciones que consisten en hacer
castigar a los soldados por sus propios compañeros. Y de pronto,
en el Parlamento, se produce el diálogo insólito:
"Sr. Alsina. - ¿Entonces, qué quedaría para el ejército? El cepo
de campaña se dice; pero este castigo es un tormento: la Constitución
lo prohíbe indistintamente. El cepo de campaña con ligaduras fuertes
trae consigo dolores agudos, el entorpecimiento de los miembros,
la interrupción de la circulación de la sangre y la muerte también,
si se prolonga demasiado. ¿Qué va a quedar, pues, para el ejército...
si se quita la pena de azotes? ¿Cómo y con qué se castigaría, por
ejemplo, la falta que comete un centinela que abandona su puesto?"
"Sr. Vélez Sarsfield. - Matándolo, lo que es más humanitario.
Sin duda, y basándonos en lo frecuente de las deserciones, de recurrirse
al original sistema humanitario tendrían que fusilar a la mitad
de los soldados del ejército. Zuviría, práctico, propone suprimir
la paga mensual. Y agrega: "Además, en Inglaterra, donde existe
esa pena, lo más que se aplica son cincuenta azotes, y entre nosotros
quinientos". Nadie, entonces o después, pone en duda sus palabras.
Luego se escucha la opinión del progresista Nicasio Oroño, representante
de Santa Fe. Los castigos, comienza diciendo, "infaman al hombre",
"degradan la especie humana". No desea el regreso a la época de
Rosas "cuando los azotes eran para los soldados argentinos lo que
la verga y el puñal para el ciudadano". Oroño no deja de mencionar
la condición del gaucho; al comienzo del discurso, hay en él verdadera
emoción.
"Se arrebatan de sus casas a los pobres paisanos, cuyo delito es
haber nacido en la humilde condición del gaucho, para llevarlos
a servir sin sueldo, desnudos y muchas veces sin el alimento necesario;
porque para ellos el campamento es la cárcel y, si son aprehendidos,
se les devuelve en azotes las horas de libertad que han ganado.
¿Y cuál es, señor, el resultado de esa horrible flagelación? ¿Qué
ganan el ejército y la disciplina militar?"
Pero había, además, otras circunstancias que sumían a los soldados
en una desesperación mucho más honda que la física. Nos referimos
al desconocimiento del tiempo que debían servir en el ejército,
una situación que los llevaba al agotamiento, a la pérdida, en síntesis,
de la jovialidad, de la fuerza vital. Y esas circunstancias eran
tanto más peligrosas cuanto más las autoridades militares, los jefes
de la frontera, se situaban fuera de toda ley. Era el imperio de
la impunidad, la lógica del más fuerte.
Puesto a votación el proyecto, es aprobado por amplia mayoría. Lo
será luego en la Cámara de Senadores. Preciso en la determinación,
establece el artículo primero: "Todo funcionario que azote a un
subordinado queda inhabilitado para ejercer cargos públicos". Nada
se dice de la pena. Y agrega el artículo segundo: "La aplicación
de la pena de azotes es un delito que puede ser acusado ante los
tribunales de la Nación por cualquier habitante de la República".
De hecho, se produce así, a través de esos cauces, ¿qué duda cabe?,
una reacción dinámica e histórica. Pero aún faltaba mucho por hacer.
Pasemos ahora, expuesto lo precedente, a otros aspectos de la realidad
del país. Los castigos eran frecuentes en los hospicios y hospitales
y aplicados a los enfermos mentales. Era una tradición, como tantas
otras, que venía de lejos. Se alojaba a los alienados, lo recuerda
Hugo Vezzetti en un trabajo reciente sobre La locura en la Argentina,
en "calabozos húmedos, oscuros y pestíferos [...] sin otra cama
que el desnudo suelo [...] aquello no era un asilo de caridad, era
más bien un depósito de seres humanos, sumidos en la más espantosa
miseria". El testimonio, reproducido por el autor antes mencionado,
pertenece a Norberto Maglioni y lo expone en su tesis Los manicomios,
editada en Buenos Aires en 1879. (Vezzetti, 1983.)
Pero no es todo. La dominación de los locos, expone Vezzetti, supone
en el siglo XIX, aun mucho después, alternar la imposición y la
persuasión. Un enfermo mental, agrega, podía permanecer encadenado
más de cuarenta años. ¿Es posible imaginarnos una situación de brutalidad
casi indefinible? Juana Manso de Noronha, maestra, profundamente
liberal y precursora del feminismo, desde las páginas de su publicación
periódica Álbum de señoritas, páginas impresas en la ciudad de Buenos
Aires en 1854, relata sin eufemismos la situación de los internados
en el hospicio de la ciudad del Plata. Al referirse a una mujer
que tenía alteradas sus funciones mentales, pordiosera que ambulaba
por la Plaza del Retiro, teme ante la posibilidad de que la policía
ordene su internación en el Hospital de Mujeres o en la Cárcel Pública.
Y agrega, confirmando con sus palabras lo expuesto por otros testigos
de la época: "Si cae en manos de la facultad, su tortura será doble...
y vendrá el cepo, y el látigo de la capataza". Y también la suciedad,
los piojos y el hambre. Una realidad, en lo que hace a los enfermos
mentales, que persiste en el tiempo. Han de pasar muchos años para
que las condiciones cambien, al menos en ese aspecto brutal y denigrante.
Un siglo más tarde, hoy, al castigo físico se lo reemplaza por el
electro-shock, sistema, así lo señalan las teorías más aceptadas,
que produce en los pacientes la destrucción de sus neuronas, las
células nerviosas que, es sabido, no vuelven a reproducirse. El
electroshock es la picana eléctrica de los enfermos mentales.
El cepo y otras herencias
Ese artefacto de las justicias del siglo XIX es considerado por
todos como un instrumento de tortura. Una tortura lenta y tan eficaz
como las más refinadas. Existían diversos tipos de cepo: a) el colombiano:
"suplicio que consistía en oprimir a un hombre mediante un palo
o fusil por entre las corvas, dejando en esta posición al paciente,
que solía desmayarse o caerse"; b) cepo de lazo: "se ataba el lazo
a una planta, bayoneta enterrada en el suelo, palo o estaca, a cierta
distancia del reo; entonces con el lazo se le hacían a éste dos
medios bozales en los tobillos y, luego, estirando la otra extremidad
del lazo, no mucho, se sujetaba en cualquier parte. El preso así
asegurado no podía escaparse ni cortar el lazo con los dientes";
c) cepo de madera: "instrumento formado por dos gruesos trozos de
madera dura, unidos por bisagras y cerrados en la otra extremidad
por un candado. En cada una de las caras interiores de estos maderos
había unas cavidades que, al cerrarse el cepo, formaban un círculo
de más o menos el diámetro del cuello, muñecas o tobillos de una
persona, allí se aprisionaba al cautivo. En este cepo, el reo permanecía
acostado en el suelo, debiendo soportar grandes y pesados grillos
en los pies. Había también otros de este tipo, pero que además del
cuello, sujetaban las manos en la misma forma". (Saubidet, 1952,
61.)
Desde el siglo XVII, el uso del cepo estuvo muy difundido en el
actual territorio argentino. Una pieza, sin duda, que se encuentra
en la mayor parte de los museos del país, tal vez la más frecuente.
"El uso o abuso de la autoridad era cuestión de conciencia del juez
de paz, porque su voluntad era ley." Así, sin medias palabras, se
expresa Carlos D'Amico, gobernador de la provincia de Buenos Aires
en las postrimerías del siglo XIX. El funcionario acentúa una y
otra vez en sus memorias de gobierno, la situación de injusticia
de los desposeídos y recuerda que el cepo, en los juzgados de paz,
estaba siempre cubierto de manchas de sangre. (Rodríguez Molas,
1968, 457.) Es más, "gastado, liso, reluciente, bruñido por la frecuencia
del martirio, como para advertencia para el que entraba [al juzgado]
de que debía dejar su independencia y su dignidad a la puerta, porque
su deber era obedecer y callar". Y agrega: "Era necesario obedecer
todos los caprichos del mandón, por más criminales que fueran, o
salir del partido con familia y con bienes: no había término medio.
Así habían gobernado todos los gobernadores".
Por cierto. Y a esa acusación y a ese interés les corresponden asimismo
la acción paralela de varios sectores dinámicos de la población.
Recordemos, prescindiendo de otros análisis, las denuncias de Alvaro
Barros expuestas en Fronteras y territorios federales de las pampas
del Sur, al referirse al trato que reciben los criollos "azotados
en el ejército, atados al palo por mandato de los jefes genízaros
[...] es el esclavo de todos, y cuando sacude el yugo suele ser
el bandido feroz que ejerce su venganza en la familia extranjera
sin respetar edad ni sexo"; y también las advertencias de la prensa
progresista acerca de la inhumanidad de los castigos civiles y militares:
cepo colombiano, cepo de lazo, barra de grillos . . . La Pampa,
de tendencia liberal y antigubernista, en 1872, en un suelto titulado
"La cárcel de la Inquisición", alude a la situación de los soldados
en las guarniciones de frontera con las siguientes palabras:
"Por la más leve falta, por capricho muchas veces, se tortura a
un pobre preso con el horrible castigo de dieciséis horas de cepo
a caballo de donde, generalmente, se saca a la víctima desmayada
y tal vez inutilizada para toda su existencia; y nada sería esto
aún, sino que ha habido infeliz que después de haber sufrido tan
horrorosa angustia ha sido cruelmente puesto incomunicado en una
pocilga de vara y media de largo por una de ancho durante once días
y sin permitírsele ni cobija para poder descansar sus torturados
miembros."
Y debemos ahora insistir sobre un aspecto fundamental. Entonces,
a diferencia de lo que ocurre en nuestros días, la disciplina se
basa exclusivamente en los castigos corporales y no en principios
que hacen a ideales comunes, abstractos. En las penas corporales
se tendía a irse con frecuencia a los extremos; si, por caso, el
soldado desertaba o se insubordinaba, realidad frecuente entre los
reclutas tomados por la fuerza o destinados por los jueces de paz.
Y efectivamente, así fue. Aluden en la prensa porteña, en el mes
de octubre de 1¡872, que había pasado por el pueblo de Chivilcoy,
procedente de Santiago del Estero, un piquete de caballería de línea
que iba en dirección al Fuerte General Paz, un puesto ubicado en
la frontera. Acampados a cinco o seis cuadras del pueblo, informan
que "un día entero tuvieron a la leva sin darles de comer, habiendo
ido algunos de ellos a la población durante la noche". Desesperados
por el trato que les daban, uno de los más audaces se queja al oficial
que los conducía y éste, indignado por lo que considera una falta
a su autoridad, venda los ojos del quejoso y simula fusilarlo. Luego,
por si fuera poco, ordena que lo estaqueen y le apliquen cincuenta
latigazos.
Eran hechos cotidianos. Antonio del Valle, oficial de la Guardia
Nacional, recuerda a comienzos del siglo, el uso del cepo en la
provincia de Buenos Aires. Lo hace con las siguientes palabras que
recuerda haber escuchado a un juez de paz: "¡Estírenlo bien con
los maniadores, ni aunque grite: no le aflojen, vamos a ver al malo!"
Y agrega: "Esto, como apéndice de alguna modesta paliza que había
dejado de cama al preso. Y por ese estilo, se aplicaba la justicia
en épocas que, felizmente, ya han pasado a la historia. A machete
corrido, y cepo de lazo o de campaña. Más de una vez hemos visto
y presenciado estas escenas. No es que nos las hayan contado".
Por fin, tras varias décadas de intentos frustrados, se produce
un cambio en lo que hace a la violencia física, al menos en la legislación.
En 1880 Carlos D'Amico, entonces ministro de Gobierno de la provincia
de Buenos Aires, organiza sobre nuevas bases la justicia bonaerense.
Entre otras disposiciones, la resolución del 8 de noviembre de 1881
constituye un importante punto de" partida. Efectivamente, prohíben
el uso del cepo en las cárceles y comisarías de Buenos Aires, "resabio
de épocas atrasadas". Y al mismo tiempo ordenan que sean inutilizados
todos los cepos
de los juzgados de paz de la provincia de Buenos Aires: "Dentro
de un mes a la fecha de este decreto, los jueces procederán a inutilizar
estos instrumentos de la manera que lo crean más conveniente, y
harán constar su destrucción en presencia del procurador municipal
del partido, del comisario y de dos vecinos, labrando acta que remitirán
al Poder Ejecutivo por el Ministerio de Gobierno".6 De todas maneras,
lo expuesto constituye una mínima parte de las violencias que debían
desterrarse para siempre. Las medidas, al comienzo, tuvieron, sobre
todo, una importancia teórica y aislada. Es que las autoridades
y los grandes propietarios miraban esas decisiones con reticencia.
No todos estaban de acuerdo con la imposición de relaciones de trabajo
y sociales de tipo capitalista.
Otro de los puntos clave para la transformación, así al menos lo
creen algunos funcionarios y políticos, es la unificación del poder
policial, sacando de las manos de los jueces de paz las atribuciones
que hasta entonces habían ejercido. En 1880 se toma esa decisión
en el ámbito de la provincia de Buenos Aires, oponiéndose a la misma
el sector latifundista y de manera especial el senador Juan Ortiz
de Rozas. Dos años más tarde el ministro de Gobierno informa a la
Legislatura que había desaparecido aquel funcionario "con facultades
omnímodas", caudillo en su distrito y señor de vidas y haciendas
de los desposeídos. De todas maneras, en 1888 aún en muchas regiones
ejercen una autoridad indiscrecional y así lo reconocen los informes
oficiales. (Rodríguez Molas, 1968, 458.) "No se ha conseguido aún
armonizar definitivamente, haciendo evolucionar el criterio popular."
El desacato a la autoridad -palabra bajo la cual incluyen los intentos
de defensa frente a las arbitrariedades- fue en todas las épocas,
aun hoy, uno de los pretextos para vejar y someter al ser humano.
Señala en 1888 el ministro de Gobierno de Buenos Aires que ese argumento
"ha servido bien a todo aquel que quiera cohonestar su abuso, ya
que no tenía la flaqueza de declarar, si el caso era de ese jaez,
que lo arrestaba por malos modales o simplemente porque tenía antojo
de hacerlo". En 1887 se prohíbe a las autoridades policiales detener
a cualquier habitante, así se escribe, "sin la instrucción de la
correspondiente información". Pero es necesario aclarar otros aspectos
que hacen a esa cuestión.
Ante todo, hay que señalar que en muchos casos esa medida es letra
muerta. Un inmigrante italiano, propietario de grandes extensiones
de tierra, al referirse a los abusos que a fines del siglo XIX cometían
las autoridades policiales, escribe que "los ricachos, los hacendados,
son los principales responsables de todos los males que agobian
la campaña argentina". (Guglieri, 1913, 72.) Y agrega a continuación:
"La ley sirve de complaciente servidora al que más influya o al
que más ofrezca". Era otra de las violencias ejercidas por la sociedad
y que se proyecta en la actualidad bajo nuevas formas y de las cuales
todos hemos sido y somos testigos. A lo largo de las páginas que
siguen aún volveremos a hablar de las causas del lento ritmo de
liberación, en no pocos casos del incremento de la irracionalidad
autoritaria.
V
EL
FIN DEL LIBERALISMO Y EL TEMOR DE LOS QUE POSEEN (1900-1932)
Las sombras de la "belle époque"
A partir de los últimos años del siglo XIX observamos un cambio
de los niveles específicos de represión y frecuentes marchas y contramarchas
en las actitudes. La nueva ideología que se construye a la sombra
de las exportaciones agropecuarias a Europa, al menos en sus aspectos
formales, espera liberar a la sociedad de muchos lazos tradicionales
y al mismo tiempo impone -siempre fue así- otros más acordes con
la nueva realidad económica. Es importante determinar la ruptura
de todo un viejo mundo, y recordar que un mundo distinto surge del
anterior, con todos sus problemas.
A nuevas realidades, nuevos sistemas de dominio. Lentamente, en
un proceso que no tiene fecha precisa de partida, la enajenación
y la regimentación de la vida se esparcen sobre el tiempo libre
de peones rurales y asalariados urbanos. De todas maneras, en las
áreas ganaderas, explotadas con sistemas arcaicos y con el predominio
del latifundio, los métodos de producción permanecen inmutables.
Señalemos un caso ilustrativo. El Código rural de Santa Fe, sancionado
en 1901 y en vigencia durante varios años, prohíbe a los trabajadores
transitar libremente por el territorio de la provincia sin una autorización
previa y por escrito de la autoridad más próxima a sus domicilios.
En conjunto -así lo determinan las normas respectivas- esa disposición
anticonstitucional (el artículo 14 de la Constitución establece
la libre circulación de los habitantes por todo el espacio del país),
la reiteran luego las autoridades de los territorios nacionales.
Pero lo expuesto no es todo. En los obrajes y "yerbales" de Misiones,
el mensú (mensual o peón) es prácticamente un siervo de la gleba,
controlado y perseguido por capataces y autoridades locales. "Es
bien sabido que los castigos corporales son usuales", denuncia en
febrero de 1912 Ricardo Hansa desde las páginas de la revista Atlántida
de David Peña. Sobre esos hechos, por otra parte, entre otros, nos
informan Rafael Barret y Horacio Quiroga. El "dolor paraguayo" y
también el argentino.
A pesar de las disposiciones liberadoras ya aludidas, el ejército
es con frecuencia motivo de atención debido al mal trato que oficiales
y personal subalterno dan a los soldados. En 1894, en el periódico
bonaerense La Tribuna, denuncian el uso del grillete en los cuarteles
del país para inmovilizar a los soldados que cumplen algún castigo
(aun en 1983 se denuncia el estaqueamiento de conscriptos) y aluden
a la condición autoritaria del verticalismo militar. He aquí parte
del comentario:
"Antes, muchos años atrás, cuando el ejército reclutaba su personal
de tropa vaciando las cárceles en los batallones, cuando las estacas
y las carreras de baqueta, el cepo colombiano y las ataduras de
palo eran castigos explicables y necesarios si se quiere en la milicia
de línea, el grillete como corrección para bandidos [...] Siendo
presidente de la República el general Julio A. Roca, proscribe los
castigos corporales, y los proscribió no por un exceso, de sentimentalismo
personal sino convencido de que la milicia manejada a palos, movida
a puntapiés, afrentada en el cepo y despedazada en las estacas no
era la entidad moral en cuyas manos la nación ponía para su custodia
la bandera que representaba la gloria inmaculada de la patria. Siendo
presidente de la República hoy el doctor Luis Sáenz Peña y ministro
de la Guerra el general Luis María Campos, cuadra y hasta se impone
un decreto que ratifique lo anterior y que prohíba como deprimente
y vergonzosa la aplicación del grillete."
Hechos similares vuelven a mencionarse en 1896. Efectivamente, entonces
la acusación parte del diario La Prensa al informar que un oficial
del batallón 11 de línea, con asiento en la ciudad de Buenos Aires,
había aplicado fuertes golpes con una vara a un soldado, causándole
heridas de gravedad. Días más tarde, el 9 de septiembre, el diputado
nacional Francisco Barroetaveña presenta el problema en el Congreso.
Inflexible en su deseo de hacer justicia, solicita la presencia
del ministro de Guerra, ingeniero Guillermo Villanueva. Aceptada
la interpelación, dos semanas más tarde, precisamente el 22 de septiembre,
el funcionario concurre a la Cámara y escucha la acusación. Barroetaveña,
que había estado detenido poco antes por razones políticas en una
nave de la Armada, aprovecha la ocasión para denunciar la condición
de los marineros, los castigos, torturas y violencias de que fue
testigo. Nos parece, en verdad, estar escuchando el relato de hechos
ocurridos dos siglos antes. Clama, entonces:
"He podido contemplar ciertos castigos verdaderamente atroces, inquisitoriales,
que se aplican en la escuadra. He presenciado esto: por la simple
sospecha de que un muchacho que figuraba como marinero hubiese hurtado
algún dinero a uno de los presos políticos que estábamos en el barco,
fue sometido a un suplicio, cuya denominación en la Marina he olvidado,
pero que en el hecho resulta una semihorca. Es un aparato que no
asfixia completamente al individuo, pero que lo mantiene suspendido
del pescuezo, pisando apenas con la punta de los pies.
"Estuvo el muchacho en este suplicio tres días y tres noches: todos
los presos lo contemplamos con nuestros propios ojos, repito. Sólo
se le bajaba de la semihorca cuando se desmayaba. Los pedidos de
humanidad fueron inútiles.
"A los tres días, el médico declaró que la vida peligraría si el
suplicio continuaba; y recién entonces fue mandado, creo, al hospital,
con el cuello semidislocado. El suplicio fue por una simple sospecha.
Después se supo que el ladrón había sido otro marinero. En la escuadra
hay otro castigo, que, me parece, es llamado zambullón y que consiste
en hacer pasar de un lado a otro del barco, por debajo de la quilla,
a un hombre atado de pies y manos. Pocos resisten los zambullones;
los más mueren asfixiados. Suelen aplicarse allí castigos crueles,
los azotes, la barra, varias especies de tormentos proscriptos por
la Constitución y que no deben mantenerse un día más por respeto
a la ley, por humanidad, por civilización."
Seguramente, lo anterior es una mínima parte de lo que ocurre en
las fuerzas armadas. El espíritu militar de ciega obediencia, de
"subordinación absoluta", se conforma lentamente amparado por las
normas tradicionales y de manera especial por otras más recientes
importadas de Alemania. Recordemos que en 1899 el ejército contrata
oficiales de ese origen para desempeñarse como instructores y adopta
paralelamente reglamentos y principios que establecen con más irracionalidad
que los anteriores la obediencia ciega, acentuándose el verticalismo.
El hombre, ahora de manera especial, pasa a ser un engranaje de
la máquina destinada a destruir a un presunto enemigo. Se suprime
y se desprecia la razón individual, la autodeterminación del ser
humano. Nos encontramos ya con el militarismo, el uso de la violencia
que Walter Benjamín define como el medio para fines jurídicos. "El
militarismo es la obligación del empleo universal de la violencia
como medio para los fines del Estado." (Benjamin, 1971, 180.)
El resultado de todas esas acciones, no deja ninguna duda. En 1902
se establece el servicio militar obligatorio a todos los ciudadanos
del país. Y al año siguiente, en la Cámara de Diputados de la Nación,
el general Alberto Capdevila define a los hombres bajo bandera como
engranajes de una máquina autoritaria. (Rodríguez Molas, 1983.)
Dice lo siguiente:
"Porque el ciudadano, muchas veces analfabeto, que se incorpora
a un cuerpo del ejército, en virtud de esa ley de servicio, militar
obligatorio vigente, menos que por su voluntad, por temor al castigo
que la ley comporta, completamente extraño al ambiente del cuartel,
refractario al uniforme que lo embaraza y a la disciplina que lo
inhibe y lo comprime, no tiene las aptitudes morales que el servicio
militar exige."
Y sostiene más adelante, en ese orden de consideraciones, la necesidad
de proseguir con la más irracional de las dependencias: la muerte
de la individualidad creadora. He aquí sus palabras: '
"A ese recluta que proviene de un pueblo, todavía sin la suficiente
disciplina social, de un hogar de reciente formación, tiene el oficial
subalterno que inculcarle, ante todo, la subordinación absoluta;
es decir, la abdicación de su personalidad, tanto más difícil en
estas sociedades democráticas, donde todo tiende a desenvolver,
no sólo el sentimiento de la dignidad, sino del mérito personal,
de la altivez, de la independencia, de la superioridad del hombre
que en el ejército desaparece, para confundirse en las filas como
un número y ahogar su alma colectiva que debe sólo obedecer en silencio."
Pero no era suficiente. Señala entonces la esencia de ese aniquilamiento
de la personalidad, cuya intención destaca con los siguientes términos,
esencia del militarismo de todos los tiempos:
"Se obedece en todos los grados y la obediencia va hasta la muerte:
y practicando esa obediencia no se discute jamás, es como se llega
al comando superior, que no se deja discutir. Así se explica la
disciplina militar y se comprende toda la grandeza de esa noble
servidumbre que consiste en obedecer a una voluntad extraña, no
porque emana de una persona, sino porque se ejerce en nombre de
la ley y del interés superior que representa."
En sustancia, pues, el hecho de definir como "noble servidumbre"
al servicio militar, la ciega obediencia, califica y señala la condición
autoritaria que están racionalizando. Una "educación para la muerte",
el deseo de mecanizar y esclavizar a los soldados. Descontada la
realidad de esos hechos, característicos de un ámbito que poco a
poco expande su poder, al analizar la situación de la sociedad a
comienzos del siglo XX, la actitud de los trabajadores adquiere
entonces una importancia fundamental. Como señaláramos en otra ocasión,
el mantenimiento del equilibrio social de los años anteriores, es
decir el proveniente de la acción coordenadora de las creencias
tradicionales a las que nos referimos en el primer capítulo, sufre
cambios bruscos. "Fue a partir de 1902 -año en que se declaró la
primera huelga general- cuando la agitación obrera se incrementó",
observa José Panettieri en Los trabajadores. (Panettieri, 1982.)
Ahora bien, no cabe ninguna duda de que en la Argentina, y paralelamente
al aumento de las exportaciones agropecuarias posterior a 1880,
la creciente importancia de los sindicatos socialistas y anarquistas
y el temor a la huelga determinan una respuesta de violencia del
Estado para detener un aluvión que aumenta día a día. Entonces,
podemos observar en las discusiones de las cámaras del Congreso
(las alusiones a la influencia de las ideas foráneas es permanente),
y en el periodismo, se vivifica el pensamiento conservador como
corriente autónoma de la corriente liberal. "El conservadurismo
"-escribe Mannheim refiriéndose a la realidad europea- no quería
simplemente 'algo distinto' de sus adversarios liberales, quería
'pensarlo' de otro modo."
Pues bien, en 1902, después de varios intentos, Miguel Cañé obtiene
la sanción de su proyecto ("Ley de Residencia") que autoriza al
Estado a expulsar del país a todo extranjero cuya conducta se considere
peligrosa para la seguridad o el orden público. (Sánchez Viamonte,
1956.) Paralelamente, y por razones que hacen a la lucha obrera,
imponen el estado de sitio, manteniéndose esa situación hasta comienzos
de 1903. Luego, en varias ocasiones, habría de reiterarse. Criterios
y actitudes que estarán vigentes, salvo contadas excepciones, hasta
fines de 1983.
A este respecto, el de la represión, resulta bastante expresivo
y revelador el hecho de que por entonces organicen en Buenos Aires
la denominada "Brigada de Orden Social", dependiente de la policía
de la ciudad de Buenos Aires, origen de otras instituciones similares.
Con lo anterior, se asocia el hecho del incremento presupuestario
destinado a las fuerzas policiales de todo el país, el cual alcanza
en algunas provincias a la mitad de las rentas disponibles.
Los signos que podían observarse por doquier no admiten duda. Federico
A. Gutiérrez, oficial de la policía de la ciudad de Buenos Aires,
expulsado de la institución en 1906, a causa de su militancia social,
redactor del periódico anarquista La Protesta y autor de un extenso
relato sobre las actividades represivas, menciona los abusos y las
incomodidades de los trabajadores detenidos en las cárceles. (Gutiérrez,
1923.) En ningún caso, debemos reconocerlo, menciona la existencia
de torturas físicas. Más adelante, a partir de 1909, vendrán los
ataques a mansalva a las manifestaciones proletarias y los asesinatos
de los trabajadores.
La represión va en aumento. Nos limitamos, como prueba de lo expuesto,
a recordar el testimonio de un dirigente socialista de esos momentos,
el médico Enrique Dickmann. En Tiempos heroicos, apuntes biográficos
dados a conocer en 1924, recuerda los trágicos días de 1909 en Buenos
Aires. En efecto, relata el ataque policial a la manifestación obrera
de Plaza Lorea. "A pocos pasos de aquella asamblea -escribe- había
apostada una formidable fuerza policial. Cien soldados de la guardia
de seguridad, montados en cabalgaduras, armados de sable y revólver,
tenían aspecto y expresión imperturbable y firme, cual la máscara
de la fatalidad. Otros tantos agentes de policía a pie. Algo más
lejos, el jefe de policía, coronel Falcón, en persona y su estado
mayor contemplaban aquella reunión singular". Y agrega más adelante,
después de aludir a la exposición de un orador:
"La columna de pueblo se puso en marcha por la Avenida de Mayo hacia
el oeste, con una bandera roja a la cabeza, sin música y sin cantos,
solemne y muda como el destino. Detrás de ella se movió el escuadrón
de la muerte. Yo me dirigí por la misma avenida hacia el este para
reunirme a la manifestación socialista. Apenas había andado un centenar
de pasos cuando fui sorprendido por el ruido de una descarga cerrada
y un grito de horror y de espanto de la muchedumbre que huía en
desbandada [...] El espectáculo que se desarrolló ante mi vista
era horrendo. Cien soldados de a caballo descargaban a mansalva
sus revólveres sobre una muchedumbre enloquecida por el pánico...
sobre el pavimento de la avenida, quedó, entre charcos de sangre
humana, un tendal de ocho muertos y cuarenta heridos."
Sin entrar en los detalles menores de los acontecimientos, recordemos,
inserta en ese proceso general, la violencia desatada en 1919 en
Buenos Aires contra los obreros en huelga, los fusilamientos en
la Patagonia en 1920-1922 -se calcula que fueron fusilados mil obreros
y peones-, la violenta represión de las bandas armadas de La Forestal
en sus establecimientos del Chaco y Santa Fe. La actividad, en fin,
de los grupos parapoliciales creados por Manuel Caries (Liga Patriótica
Argentina) -un antecedente de la tristemente célebre A.A.A. de José
López Rega- para perseguir las expresiones del movimiento obrero,
una realidad que cada día obsesiona más a los sectores conservadores
del país. Durante la semana trágica se golpeó y lastimó a los huelguistas
detenidos. Lo informa la Revista de Derecho, Historia y Letras dirigida
por Estanislao Zeballos (tomo LXII, 1919, 279); por cierto, una
publicación que de ninguna manera simpatiza con el movimiento sindical.
Se escribe lo que sigue:
"Allí (casa central de la policía) y en las comisarías se había
desencadenado un ambiente de violencia que parece comprobado. Afirman
numerosos testigos que en el Departamento se daban palizas y aun
se llegó a herir a hombres calificados de ácratas, algunos de los
cuales eran inocentes y habían sido tomados en la confusión, por
error."
Esto en cuanto a la ciudad de Buenos Aires. Hemos mencionado a las
fuerzas armadas propias de La Forestal. Se las conocía con el nombre
de "gendarmería volante" y sus miembros eran reclutados entre la
escoria de las cárceles de la República de Paraguay y de la provincia
de Corrientes. Entre los años 1919 y 1921 cometen decenas de asesinatos
y torturan a los obrajeros de los montes chaqueños que luchan por
obtener en ese infierno mejores condiciones laborales. Se ensañan
de manera especial con los de Villa Guillermina y Villa Ana. Ángel
Borda, un valiente militante anarquista y afiliado a la F.O.R.A.,
alude, en un testimonio que reproduce Gastón Gori, a esa fuerza
de choque pagada por la empresa. He aquí parte del relato del sindicalista:
"En las huelgas que se desarrollaron con suerte varia entre 1919
y 1920 y la conocida como 'huelga grande', de 1921, la empresa introdujo
una fuerza de choque que fue adquiriendo extensión y envergadura,
con su secuela sangrienta de crímenes, incendios y violaciones,
que asoló la región creando un clima de terror. Todo ello constituye
una de las páginas más repudiables y vergonzosas, para la empresa
que implantó ese terror como sistema de sometimiento y cometió toda
suerte de atrocidades y para nuestros gobernantes que toleraron,
a sabiendas, un tratamiento inhumano y degradante a compatriotas
cuyo único delito consistía en reclamar elementales condiciones
de vida y de trabajo." (Gori, 1965, 249.)
Con la fuerza de las armas y las violaciones, se impone el terror
colectivo. Inspirados esos asesinos en las ideas de la Liga Patriótica
Argentina, colocaban sobre el sombrero de cowboy que los identificaba
una escarapela con los colores nacionales. Se recuerda, entre otros
de sus miembros, al sargento Varóla, torturador de obreros, y a
los hermanos Miño, criminales comunes. La "gendarmería volante"
de La Forestal, señala Gori, estaba armada con máuser, winchester
y facón, y su función era reprimir a los huelguistas y defender
los bienes de los obrajes, superponiéndose a las funciones normales
de la policía oficial.
Las mudanzas del tiempo: el dominio organizado y la violencia posterior
a 1930
La escena y los métodos cambian. No cabe duda: a partir del golpe
militar de Uriburu del 6 de septiembre de 1930 pasa a un primer
plano la violencia física. El Nuevo Mundo no era -nunca lo fue desde
1492- una tierra ajena a los intereses y a las ideas de Europa.
Siempre, en mayor o menor grado, se extienden sobre él las luces
y las sombras del Viejo Mundo. Las sombras, por ejemplo, de La Nueva
República, revista inspirada en los dictadores Primo de Rivera y
Mussolini, que sostenía la necesidad de imponer en el país un gobierno
fuerte capaz de garantizar el orden y la jerarquía más vertical.
Hacia 1930 sus redactores, observa Marysa Navarro Gerassi, nunca
habían propiciado abiertamente el corporativismo (1968, 46). Y precisamente,
recuerda Perón en sus memorias acerca de la actividad que le cupo
en los preparativos del golpe, La Nueva República se mandaba como
propaganda a todos los oficiales del ejército. Y precisamente esa
realidad nos conduce a otra afirmación: a partir de entonces se
instala en el país la represión sistemática.
En 1934, un año después del ascenso de Hitler al poder, el derechista
Carlos Ibarguren, en La inquietud de esta hora, proclama las ventajas
de adoptarse en el país un sistema nacional-socialista: "que asegure
una paz más firme, una mejor justicia y un mayor bienestar entre
los hombres".
Sin duda, esa concepción laudatoria del fascismo y del nazismo nos
conduce directamente a realidades del pasado más reciente. Palabras
e ideas similares da a conocer ese mismo año Manuel Gálvez, militante
católico de la derecha y novelista de éxito:
"Hace falta una mano de hierro, que ejerza la más severa censura
en el teatro y en el cinematógrafo, en la radio y en el libro. Hace
falta una mano de hierro que suprima la afición a la desnudez pagana
que corrompe a las mujeres, emporca el periodismo y difunde en todos
los rincones la inmoralidad. Hace falta una mano de hierro, como
la de Mussolini, como la de Hitler, como la de Dollfuss [...] que
salve a la familia cristiana y a la moral. Yo no apruebo las persecuciones
realizadas por los nazis, pero me entusiasman aquellos campos de
concentración en donde millares de jóvenes aprenden la vida austera
[...] Creo que un régimen fascista o algo que se le parezca, podrá
dar resultado." (Gálvez, 1934.)
Es conocida la influencia importante de Mussolini en un amplio sector
del nacionalismo argentino de comienzos, y aun antes, de la década
que se inicia en 1930, aunque la mayor parte de los ultras de derecha
ya habían bebido en las fuentes francesas, Charles Maurras (1868-1952)
y Maurice Barres (1862-1923). Estos teóricos de la derecha formularon
por primera vez los principios del nacionalismo integral, idea que
rechazaba el liberalismo humanitario y progresista de la Ilustración.
Y lo hacen, observa Hans Kohn, en favor de la acción rápida y decisiva
y por considerar esa posición, la de la Ilustración, opuesta al
desarrollo de la nacionalidad. (Kohn, 1966.)
En lo que respecta a los intereses del país, afirma Maurras, los
mismos están sobre todo otro presupuesto y debe combatirse la deliberación
y el compromiso social y político. Desde ese punto de vista, una
ruptura con los principios de fines del siglo XVIII y comienzos
del siguiente, las derechas, aquí y en el Viejo Mundo, ponen el
acento en la autoridad y el verticalismo, en la absoluta precedencia
de la comunidad nacional sobre el individuo. "Primero la patria,
luego el partido y después los hombres", constituye un postulado
político muy conocido.
Pero no es todo. Por esos y otros principios que comparten en mayor
o menor grado autoritarismos y totalitarismo de izquierda y derecha
en defensa de la nación y de la "cultura nacional", todo está permitido:
persecución, cárcel, tortura, asesinato y degradación de los opositores
pasivos o activos del sistema.
A ello se suma la esperanza en el líder carismático y providencial,
Duce, Führer, Caudillo, que salvaría el país del imperialismo internacional,
del marxismo, de la burguesía, de todos los males, imponiendo el
orden jerarquizado y el nacionalismo. Por otra parte, atacan como
caduco al viejo orden burgués y al liberalismo con un lenguaje peculiar
y característico que se repite en ámbitos distantes en el tiempo
y en el espacio. Constituyen, sin duda, principios que sirven de
común denominador a todos los ultras.
Proseguimos. Gálvez, en el texto mencionado, expone todo con claridad.
Ahora bien, debemos recordar aquí un principio ya señalado por otros
en relación al alcance y al sentido que puede tener la crítica a
opiniones similares a la del
novelista de Nacha Regules. Se ha dicho que una situación irracional
siempre escapa a la función de la razón. Sólo - ¿qué duda cabe?-
es posible combatirla con un análisis apasionado. Años antes, precisamente
en diciembre de 1924, en Perú y con motivo del centenario de la
batalla de Ayacucho, el poeta Leopoldo Lugones pronuncia un extenso
discurso que se conoce como "la hora de la espada". En presencia
del general Justo, ministro de Guerra del presidente argentino Alvear,
hace el elogio del ejército y sostiene la necesidad de la fuerza
para imponer el orden, "la hora de la espada". Y agrega: "Sólo la
virtud militar realiza en este momento histórico la vida superior
que es belleza, esperanza y fuerza". La estética de la muerte.
Pero es necesario detenernos ahora en el general Uriburu. Proveniente
de una familia tradicional de la provincia de Salta, está emparentado
con los Anchorena, Patrón Costa y Álvarez de Arenales, entre otros.
Sobrino de un presidente, José Evaristo Uriburu, casa con Aurelia
Madero, acaudalada heredera del constructor del puerto de Buenos
Aires. Egresa del Colegio Militar y, tiempo más tarde, estudia en
Alemania las técnicas militares de ese país. A su regreso, impone
la irracionalidad y el verticalismo prusiano en el ejército argentino,
una tendencia, insistimos, que venía observándose ya algunos años
antes. (White, 1982). Profesor y director de la Escuela Superior
de Guerra, en varias ocasiones manifiesta la admiración que siente
por las teorías y la disciplina de los herederos de von Clausewitz
(Von Uriburu denominan al dictador debido a su admiración por el
ejército alemán), contrarrevolucionario y teórico de la muerte cuyos
libros se analizan y estudian en los institutos militares. La prueba,
entre otras, de lo antes expuesto la encontramos en la nómina de
las ediciones de la Biblioteca del Oficial de los años previos a
1930, una tendencia que se incrementa a partir de entonces. Imprimen,
por caso, La nación en armas del barón von der Goltz y una biografía
de Federico el Grande por el mariscal conde de Schlieffe. Pero no
es todo. De los seis jefes del Estado Mayor que revistan a partir
de 1910, cuatro se habían perfeccionado en Alemania.
Ahora bien, una exposición de las características y vicisitudes
de la dictadura tendrá que ser sumaria, ya sea por falta de espacio,
ya sea porque no existen hasta hoy.-tal vez con la excepción del
conocido libro de Alain Rouquié-, obras sistemáticas sobre las tendencias
y acciones autoritarias y su proyección en la sociedad.* De todas
maneras, así fue siempre, insertas en la competencia entre los intereses
y la violencia, las representaciones represivas se convierten en
tortura al perder el sistema su base tradicional de sustentación,
en algunos casos al no estar afianzadas.
Como es sabido, los conflictos de una sociedad de clases contribuyeron
en los siglos XIX y XX a agudizar los enfrentamientos y prevenciones.
Hemos señalado que en la Argentina, esa realidad comienza a tener
vigencia, aproximadamente, a partir del año 1900. Tres décadas más
tarde, precisamente el 7 de diciembre de 1932, señalaría el diputado
conservador José María Bustillo, al salir en defensa de los grupos
parapoliciales que enfrentaban con violencia las manifestaciones
obreras, opiniones que definen a su sector. Para él toda la culpa
de los males del país se debe a la acción del partido socialista,
"representante -son sus palabras- de la clase que está más cerca
de los extranjeros". Quince años más tarde, mutatis mutandis, el
populismo invierte los papeles. Bustillo, añorando los viejos tiempos,
agrega:
"La historia demuestra que la lucha entre los partidos tradicionales
argentinos ha sido intensa y que algunas veces se han confundido
en un abrazo después de los comicios. Partidos, por ejemplo, como
el de Mitre y de Alsina, que se combatían en forma agria, estaban
dispuestos al día siguiente a pactar, a pensar en común en los intereses
generales del país.
Pero desde que aparece el Partido Socialista en escena, aparece
el odio; la forma enconada en que se establece la lucha se debe
pura y exclusivamente a la acción del Partido Socialista, que no
ha querido reconocer jamás nuestras buenas obras ni los propósitos
sanos que hemos tenido de servir al país en la forma que nos ha
parecido mejor."
Si hubiésemos de relatar todos los episodios de violencia que tienen
lugar a partir del 6 de septiembre de 1930, tendríamos que llenar
muchas páginas. Nos limitamos, pues, una vez más, a la enunciación
de los casos más significativos. Ahora bien, es innegable que entonces
la fuerza, como siempre, no es la única violencia vigente para someter
al pueblo. Con plena conciencia perfeccionan otras más sutiles,
psicológicas, teniendo como intermediarios a los denominados "canales
de comunicación de masas" -radiofonía, periodismo amarillo, revistas-
y los espectáculos "deportivos", realidades que facilitan el control
y la planificación del ocio. Un control, por cierto, que canaliza
en favor del Estado la coordinación y el destino de los hombres.
Pero no es todo. Perfeccionan, asimismo, los medios que permiten
inducir y transformar los antagonismos internos en agresión externa,
y determinan así la corriente de aspiraciones comunes que facilita
la supremacía y el dominio; una situación, por otra parte, que reproduce
características observadas en el siglo XVII español. Un caso límite
de lo expuesto se observa en Buenos Aires, entre los meses de abril
y junio de 1982, con motivo de la guerra de las Malvinas. Manifestaciones
colectivas en la Plaza de Mayo, represión policial, chauvinismo
extremo contra todo lo extranjero, nacionalismo agresivo. Conservadores
y comunistas se dieron la mano, asociados en apoyo de la aventura
del autoritarismo militar. "En realidad -escribe Wilhelm Reich-,
todo orden social produce en las masas que lo forman las estructuras
necesarias para alcanzar sus fines principales. Sin estas estructuras
psicológicas de masas, la guerra sería imposible." (1980, 53.)
Otra de las características observadas a partir de 1930, sus antecedentes
se remontan al pensamiento católico de la década de 1880, la encontramos
en el repudio al liberalismo por parte de los conservadores y la
derecha extrema. Adorno, en la investigación realizada en Estados
Unidos sobre La personalidad autoritaria, define esas expresiones
y otras de carácter fascista, de seudoconservadoras, muchas veces
reemplazadas con las palabras seudoliberales y seudoprogresistas
(Adorno, 1965). Tratan en todos los casos de contrarrestar las ideas
progresistas con el repudio del pensamiento político liberal y el
establecimiento de una
planificación que imponga el espíritu, en una acción similar a la
observada durante el nazismo, de "superioridad nacional".
Por otra parte, se ha señalado, la persistencia del nacional-socialismo
en grupos que se manifiestan democráticos es potencialmente más
peligrosa que las tendencias fascistas bien definidas contra la
democracia. No es ignorado el hecho de que el fascismo adquiere
en el tiempo nuevas formas de expresión sociocentristas. Insisten
en expresar que todo lo foráneo debe prohibirse. Se nos ha recordado
que los retrógrados y pobres de espíritu, siempre combaten como
"extranjeras" las cosas e ideas que escapan a su comprensión o intereses,
y Lo hacen con el fin de "proteger" a la nación de "influencias"
extrañas que pongan en tela de juicio las ideas tradicionales. Otros,
por cierto, "no lo saben, pero lo hacen". Creen, negando la historia,
que deben preservar los "estilos de vida" del país; la propuesta
agresiva y sociocentrista que siempre renace en situaciones críticas.
En 1939, en Alemania, condenan a muerte o prisión a cualquier ciudadano
de ese país que sintonice emisoras del exterior, ampliándose, tiempo
después, la disposición a todos los que escuchasen música de compositores
extranjeros.
Aclarado lo anterior, proseguimos con el análisis de la situación
del país en relación con la tortura y otras violencias. Pues bien,
como consecuencia de las acciones totalitarias puestas en vigencia
con posterioridad al 6 de septiembre de 1930, surgen voces de rebeldía,
no pocas veces violentas, que parten de obreros,'estudiantes, militantes
políticos, y aun de miembros del ejército. En febrero de 1931 torturan
en los sótanos de la Penitenciaría, en Buenos Aires, a presos sociales
y a opositores al régimen. "Por primera vez en la historia nacional
-acusa el ex presidente Marcelo T. de Alvear antes de partir al
destierro- se oye hablar de espantosas torturas medievales aplicadas
con entonación tenebrosa". Nos encontramos ya en plenitud con la
"hora de la espada" de Leopoldo Lugones padre. Pues bien, de acuerdo
con esa perspectiva, comienza entonces a "racionalizarse" un proceso
de reacción desarrollado a través de varios cauces y que abarca
a los grupos de poder y al pueblo. Y también comienza la tortura,
una tortura revitalizada. De la barbarie conocemos las declaraciones
de los afectados, las denuncias expuestas a través de la prensa
extranjera y la acción de algunos legisladores, los menos, a partir
de enero de 1932
El 28 de marzo de ese año, en el transcurso de la segunda reunión
extraordinaria de la Cámara de Senadores de la Nación, el líder
socialista Alfredo Palacios, da a conocer ante sus pares las pruebas
de la tortura, una extensa y documentada exposición que altera los
ánimos de la extrema derecha, de manera especial a Sánchez Sorondo.1
En el Parlamento, es la única voz acusadora que se levanta, y su
crítica aguda llega por momentos al centro de una sociedad enferma
y con temor. Las víctimas de la barbarie, observa Palacios, son
todos querellantes de la justicia amparados por el abogado José
Peco. Sánchez Sorondo, hasta mediados de 1931 ministro del Interior
y consejero de Uriburu, niega los cargos. Recurre entonces el senador
denunciante a documentos precisos.
Descontado el testimonio bajo juramento de los torturados, expone
las pruebas de las cuales tienen mayor fuerza las que provienen
de dos oficiales del ejército, uriburistas y testigos de las violencias.
Y agrega: "Los empleados, los guardianes, los inspectores de vigilancia,
los oficiales del destacamento del Regimiento 2° de Infantería,
que se encuentran todavía en sus puestos, revolucionarios todos,
declaran indignados que han comprobado en la Penitenciaría las torturas
que se realizaban".
Uno de los oficiales del Regimiento 2° de Infantería testimonia
por escrito las torturas expuestas a los presos sociales y políticos.
He aquí parte de lo expuesto por el teniente primero Adolfo López,
encargado de la guardia de la Penitenciaría de la calle Las Heras:
"Desgraciadamente lo que he presenciado y lo que he oído durante
los días inciertos de 1931, me han demostrado que estamos frente
a la más honda perturbación de los sentimientos y a la dolorosa
comprobación de perversiones morales, que si cundieran en el ejército
serían de consecuencias irreparables".
Y luego de otras consideraciones, agrega en referencia al sitio
de las torturas y a los encargados de realizarlas:
"Allí se me enseñó un aparato que según se me dijo había servido
para torcer los testículos de los torturados; una prensa que se
utilizaba para apretar los dedos; un cinturón de cuero con el que
se hacía presión en el cuerpo y al que llamaban camisa de fuerza,
etcétera ... Confieso que la comprobación de lo que creí fuera un
rumor sin fundamento me indignó tan profundamente que sentí repugnancia
[...] Regresé al cuartel y puse en conocimiento de mi jefe el teniente
coronel Santos V. Rossi lo que había visto, agregando que la tropa
estaba enterada de todo, porque los agentes de investigaciones a
las órdenes del comisario Vaccaro se jactaban de los tormentos y
explicaban a los conscriptos cómo se aplicaban. Yo expresé mi descontento,
lo mismo que muchos otros oficiales. Estas expresiones mías y de
otros camaradas llegaron a conocimiento del teniente coronel Molina,
quien por intermedio del teniente coronel Rossi me manifestó su
desagrado."
Nos encontramos frente al testimonio de un joven oficial a quien,
es posible, el sentido de obediencia vertical y el autoritarismo
no habían podido deformar su pensamiento. No olvidemos que el país
ingresaba en el infierno dictatorial después de tres lustros de
gobiernos elegidos por la voluntad popular, y también con la presencia
activa de un movimiento sindica] consciente de los derechos humanos
y de la condición de la clase trabajadora. A pesar de las opiniones
conformadas a la sombra de las doctrinas tradicionales y de otras
que llegan de Europa, no todos los oficiales estaban contaminados
por las ideas fascistas o integristas, proceso que ha de generalizarse
en los años siguientes bajo otras condiciones sociales y económicas.
El dogmatismo previo a 1930 se ha de incrementar en varias líneas
de pensamiento que abarcan desde la jerarquización aristocratizante
y ultramontana al populismo nacionalista.
Pues bien, basándonos en la documentación parlamentaria y en otros
testimonios, la nómina de los torturados es extensa y abarca a obreros,
estudiantes, militares opositores al régimen, políticos. En ningún
caso, así lo determinan las investigaciones realizadas, buscan la
muerte de las víctimas. Tratan de aniquilar la voluntad, averiguar
el nombre de los opositores más decididos, imponer el terror a todos.
De acuerdo con la denuncia de los testigos, el artífice de la maquinaria
represiva que se establece, entre otros, fue Leopoldo Lugones hijo,
jefe de Orden Político, asistido por sus ayudantes, miembros de
la policía de la ciudad de Buenos Aires. Se observa en el Congreso
que a las sesiones de tortura asistían el ministro del Interior
Sánchez Sorondo y el coronel Juan Bautista Molina, partidario del
régimen de Uriburu. Es el momento de recordar que éste, años más
tarde, sería el líder de la Alianza de la Juventud Nacionalista,
grupo de derecha creado en 1937 por Juan Queraltó, quien luego,
observa Juan José Sebreli, colaboraría con Juan Domingo Perón.
En la acción represiva y en la aplicación de los tormentos colaboran,
asimismo, el ex diputado conservador Alberto Viñas, director de
la Penitenciaría, el subprefecto David Uriburu, el comisario inspector
Vaccaro y el jefe del penal, Raúl Ambrós. El oficial del ejército
opositor al régimen, Gerardo Valotta, violentamente torturado, refiere
bajo juramento las infamias que debió soportar en la Penitenciaría.
Recuerda entonces: "Estaba mi cuerpo atado por un piolín grueso
y fuerte, que pasando por abajo de mis piernas, por la cintura,
por el pecho, por la garganta y por la frente, como un lazo, me
unía los brazos por detrás de la silla a un extremo corredizo. Tirado
por éste, imprimían a voluntad tensión a las ligaduras".
Conocemos otros nombres de las víctimas: Emir y Amílcar Mercader,
el general Baldassarre, los anarquista Di Giovanni y Scarfó (fusilados
luego de sufrir castigos inauditos), Eduardo Bedoya, decenas, en
fin, de anónimos obreros y militantes sociales. A Cristóbal Bianchi,
socialista, le fracturaron a golpes dos costillas. El estudiante
platense de ingeniería Néstor Jaúregui acusa de manera directa a
Leopoldo Lugones hijo, cuya actitud expone:
"La orden del señor Leopoldo Lugones fue la siguiente: Ya saben,
si dentro de cinco minutos no cantan, procedan como siempre, y a
mí me dijo amablemente que de ahí iba, como todos, directamente
al hospital. Se retiró, porque según oímos después de su boca, Schelotto,
Luinazzi y yo, él no era capaz de torturar, pero -y aquí el énfasis-
es muy capaz de mandar a torturar."
Una actitud, sin duda, similar a la observada con los castigos que
en el siglo XVI ordenan aplicar los sacerdotes a los indígenas,
y a la de Hernandarias de Saavedra a comienzos del siguiente. Un
déspota, decíamos, que no se anima a encarar frente a frente a la
víctima.
Y ahora nos corresponde señalar algunos aspectos de los métodos
de tortura utilizados a comienzos de la década de 1930. Aún, es
necesario recordarlo, no se conoce la picana eléctrica, método que
recién aparece tres o cuatro años más tarde. Los siguientes, entre
otros, son los sistemas "técnicos" de la barbarie psicopática de
los renovadores inquisitoriales:
a) La silla ("se ataba al preso a un silla de hierro, se lo amarraba
fuertemente y ya inmovilizado en esa forma se lo castigaba a puntapiés,
o a trompadas o cachiporrazos, a gomazos");
b) el tacho, invención de Lugones ("bruscamente se elevaba al atormentado,
haciéndolo caer, completamente atado y de bruces, en un tacho inmundo,
repleto de agua y de las asquerosas bazofias [...] y después de
un nuevo interrogatorio y de otros golpes de puño, de cachiporras
o de puntapiés, se le sumergía por segunda o tercera vez en ese
dantesco recipiente"); c) los tacos ("se colocaban contra los riñones
cuando el torturado era atado a la silla [...] iban penetrando poco
a poco en la carne del atormentado y el suplicio se tornaba horrible");
d) las prensas ("prensa para apretar las manos o una prensa mayor
para martirizar el cuerpo íntegro .[...]
las largas maderas estaban unidas por una especie de bisagra en
uno de los extremos y en el otro por un tornillo sinfín, que se
iba apretando ante cada negativa a declarar y hasta que el torturado
se desmayara"); e) la tenaza sacalengua ("tenazas de madera, con
la que se tiraba de la lengua a los detenidos y que sirvió para
martirizar los senos de dos distinguidas señoritas"); f) el serrucho
("consistía en serrucharle el cuerpo desnudo, mediante una fuerte
soga de cáñamo"); g) el triángulo ("consistió en tener en un estrecho
y húmedo calabozo, completamente desnudo, al detenido, mientras
se anegaba cada cuatro o cinco horas el calabozo a fuerza de baldes
de agua"); h) las agujas caldeadas al rojo ("se utilizó contra el
obrero Bacaioca [...] se le traspasaron con agujas al rojo las partes
genitales"); i) el papel de lija y aguarrás ("se les raspaba el
pecho con papel de lija y se les rociaba con alcohol y aguarrás").2
Es indudable que al término del relato, tengamos repugnancia e indignación.
Pero hay otros aspectos tan importantes y atroces como los anteriores
y que los sistemas represivos posteriores perfeccionan: incomunicación
del preso, aislamiento e ignorancia de la situación legal. El espectáculo
de la dignidad del hombre, abandonado y en debilidad ante los opresores,
sin esperanza, es tan destructor como la máquina de la violencia
irracional que lo somete a tortura.
También se tortura fuera de la Capital: en Bragado, San Justo y
Avellaneda. En la mayor parte de los casos las víctimas son trabajadores
socialistas y libertarios. En agosto de 1931, en Bragado, sufren
la represión policial varios obreros acusados de querer poner en
práctica un plan terrorista. Basándonos en los informes judiciales
y en las pericias médicas, la brutalidad de la policía llega a límites
extremos.3 Los acusan de estar en connivencia con los radicales
del partido de 25 de Mayo y de fabricar bombas con el fin de alterar
el orden público. Golpes de puño, amenazas de muerte, aislamiento.
Pascual Vuotto, una de las víctimas, declara ante la justicia los
sufrimientos padecidos. Dice:
"Me ayudaron a sentarme en la misma silla, colocado frente al escritorio
de Ledesma, invitándome a que describiera el plan terrorista, pues
si no 'no saldría con vida de allí'. Me hicieron recordar que no
me habían registrado la entrada en el libro y que 'yo sabía por
qué lo hacían'. Como respuesta pedí que me dejaran tranquilo, pues
nada sabía respecto de ese plan. Entonces Vinotti me dio un golpe
con la planta del pie en el bajo vientre, produciéndome una gran
descompostura y un mareo que me duró largo rato. En esa situación
fui llevado al calabozo por el cabo guardiacárcel, pues no podía
caminar sin que me sostuvieran. [...] "Momentos más tarde me sacaron
nuevamente, atándome otra vez en la misma silla. Esta vez permanecí
en esa situación como media hora, sin que me golpearan, preguntándoseme
por qué era anarquista y otras cosas relacionadas [...] La posición
incómoda y la presión del cuerpo sobre los brazos me producía un
intenso dolor [...] me resistí a responder. Intervinieron entonces
Tula y Vinotti, hasta entonces indiferentes, golpeándome sobre el
corazón, después de haberme desprendido el saco y el chaleco."
En ningún caso las torturas se realizan en presencia de testigos,
aislándose a los presos de sus compañeros. Por otra parte, años
más tarde sería frecuente, los jueces de instrucción no ignoran
la verdad de los hechos y están en connivencia con la policía. Ahora
bien, llegados a este punto podemos preguntarnos, ¿cuál era, por
caso, la situación del delincuente anónimo sin recursos económicos
y acusado de haber cometido un delito contra un personaje influyente?
Por cierto, así lo señalan los penalistas opuestos a las estructuras
tradicionales del sistema judicial, nada fácil y siempre expuesta
a las contingencias de los intereses en juego.
Pocas horas antes de entregar el poder a su sucesor, general Agustín
P. Justo, el 20 de febrero de 1932, Uriburu señala a la opinión
pública sus ideas políticas - ¿quién podía ignorarlas?- y advierte
sobre una disyuntiva que él resuelve de la misma manera que lo harán
en lo sucesivo sus epígonos. He aquí sus palabras: "El voto secreto
es precisamente lo que ha permitido el desenfreno demagógico que
hemos padecido [...] Cumple a nuestra lealtad declarar, sin embargo,
que si tuviéramos que decidir forzadamente entre el fascismo italiano
y el comunismo ruso y vergonzante de los llamados partidos políticos
de izquierda, la elección no sería dudosa".
Argumentación típica del lenguaje fascista, el militar-gobernante
piensa la opción que más le conviene y deforma la realidad (todos
los partidos de izquierda son bolcheviques). Los términos de Uriburu,
insistimos, su dicotomía en el análisis de la situación política
y social, sus temores no difieren de otros que en esos días exponen
Adolfo Hitler y Benito Mussolini. La escena, las ideas y la práctica
estaban a disposición de los intereses de los días que llegan. Y
también, así será, estaba a disposición la barbarie. Como saldo
de ese período, entre la creación en 1931, de la sección Orden Político
para reprimir las ideas sociales consideradas de avanzada, y el
año 1934 -así lo determinó un memorial elevado ese año a la Cámara
de Diputados-, 10.000 presos pasaron por sus calabozos y 500 de
ellos habían sido torturados.
VI
LAS
IDEOLOGÍAS AUTORITARIAS Y LAS HERENCIAS DE LA VIOLENCIA (1932-1955)
Entre la ilusión de la dicha y la fuerza de la violencia
Nos corresponde seguidamente analizar la proyección de los principios
expuestos en el capítulo anterior y el desarrollo de los instrumentos
que impone el Estado. Si bien se tortura entre 1932 y 1946 (la picana
eléctrica -invento argentino comienza a utilizarse aproximadamente
en 1934), de ninguna manera la violencia es sistemática, institucionalizada
por el poder. Por otra parte, nos encontramos en esos años con el
afianzamiento de las ideologías de extrema derecha adaptadas a las
circunstancias del país y con un nacionalismo que llega, incluso,
al movimiento sindical, infiltrándose en ámbitos hasta entonces
partidarios en mayor o menor grado del universalismo y la defensa
de la clase obrera. Sin duda, la llegada al poder de los nazis en
1933, el éxito de las acciones expansionistas en Etiopía y Renania
en 1936 son otros tantos hechos que fortalecen a los partidarios
del totalitarismo autoritario y antidemocrático. Por otra parte,
las consignas demagógicas de esos sectores, el antiimperialismo,
entre tantas, que tratan de asociar a la burguesía y a las masas,
la armonía de las clases, desviando de esa manera la atención de
los trabajadores de sus verdaderos fines, son adoptadas por los
partidos políticos de izquierda. El hecho, si bien no generalizado,
es insólito. "En el congreso del Partido [Socialista] reunido en
noviembre de 1940, fue tocado el himno, y cuando terminó el congreso
fue izada la bandera nacional en la Casa del Pueblo. En tal sentido,
la identificación de los obreros de la CGT con lo nacional ocurría
simultáneamente con el proceso análogo registrado en el Partido
Socialista, dominado por el grupo moderado con orientación nacional"
(Matsushita, 1983, 228).
El mencionado proceso varía en su significación en los distintos
sectores. En el hecho intervienen la formación previa, las necesidades
del momento, los enfrentamientos con grupos rivales. Inducidos,
los obreros argentinos, así lo sostiene el historiador Hiroshi Matsushita
en un trabajo reciente, tendían ya a rechazar antes de 1943 el concepto
clasista. Es que la acción coordinada desde la prensa, la tribuna
política y la radiofonía hallaban un campo fértil. Pronto lo veremos
mejor.
Ahora bien, podemos afirmar que la actividad de los nacionalistas
uriburistas encuentra amplio apoyo en el ejército y en los grupos
dominantes. Por otra parte, es la continuidad de una actitud ya
observada en 1902 al debatirse en el Parlamento la "Ley de Residencia",
en la primera mitad de la década de 1930 la derecha acusa a los
sindicatos socialistas y a la izquierda de inspirarse en doctrinas
extranjeras. Señalamos ya la actitud del diputado conservador José
María Bustillo en el Congreso. Entre otros casos, recordemos los
incidentes ocurridos en la Cámara de Diputados de la Nación, en
la sesión del día 7 de diciembre de 1932, con motivo de discutirse
entonces la renuncia a su banca del legislador Pena, acusado de
haber denigrado el concepto de patria. Los representantes socialistas
aluden reiteradamente, y en descargo, a su condición de patriotas
nacionalistas: "mis palabras -señala el ya aludido- son la verdadera
expresión del sentimiento nacional [...] que reclama mayor verdad
y un contenido más argentino a todo cuanto se dice y propone [...]
porque quiero tener el alto honor de ser argentino [...] y porque
quiero también proclamarlo en nombre de un país cuya población sana
y feliz cante, porque sienta y viva las estrofas del himno inmortal".
De todas maneras, qué duda cabe, la acción más chauvinista proviene
de la derecha y del nacionalismo. El 3 de diciembre de 1932 grupos
parapoliciales armados atacan a tiros un acto anarquista en Parque
de los Patricios por considerar que los oradores, así lo señala
un editorial de La Prensa, "agredían con gruesos calificativos a
las autoridades y a los símbolos del país". En noviembre de ese
año miembros de la Legión Cívica ingresan con violencia al centro
socialista de la calle México 2070, en momentos en que un grupo
de trabajadores deliberaba sobre temas que interesaban a la organización
obrera a la cual pertenecían. Destruyen muebles y disparan sus armas
de fuego en presencia de la policía. Nadie los detiene.
Manuel Fresco, partidario del fascismo italiano y entre los años
1936 y 1940 gobernador de la provincia de Buenos Aires, más tarde
simpatizante de Perón, señala en 1932, un año antes de ascender
al poder Adolfo Hitler en Alemania, su profesión de fe nacionalista.
Dice entonces en la Cámara de Diputados: "En todos los países donde
la crisis avanza y donde la violencia se desata, renace el nacionalismo;
nosotros tenemos grandes, enormes, formidables reservas de nacionalismo
que están saliendo a la superficie y que van a arrollar al socialismo
rojo y a las izquierdas disolventes que atentan contra la integridad
de las instituciones fundamentales de nuestra patria". Y, temeroso
de la posible acción de la clase obrera, advierte, por cierto que
sin equivocarse, sobre los días que vendrán. Las siguientes son
parte de sus palabras:
"Pero sepan ustedes que hay reservas morales y nacionalistas para
hacer frente a cualquier violencia, y hay un ejército que ha de
hacer respetar la soberanía y los símbolos [...] Los viejos hogares
criollos representan los últimos reductos tras de los cuales se
va abroquelando el patriciado nativo, dechado de virtudes y de honra,
la vieja familia argentina que se extingue [...] Sentimos la nacionalidad
de los viejos hogares criollos como una sugestión de conciencia
autóctona, forjada en el crisol de un pasado de gloria, del que
sólo puede renegar algún descastado a quien deshonra la patria en
que nació o el aura del cielo azul que acarició su cuna. Somos nacionalistas,
sí, por culto, por devoción y por convicción."
Se trata del mismo gobernante que en 1936 y en los años siguientes
persigue a los obreros de la provincia de Buenos Aires. Bajo su
mandato se tortura a presos sociales en Bragado. Los hechos se iban
encadenando paso a paso para converger más adelante en las doctrinas
populistas posteriores a 1940. Cuatro años antes, precisamente en
1932, Juan Domingo Perón da a conocer su tratado de estrategia militar
en donde sostiene la necesidad de establecer la armonía entre las
clases sociales, teoría que pondría en práctica años más tarde.
El general José Félix Uriburu, el 20 de mayo de 1931, autoriza por
decreto, oficializándola, a la Legión Cívica, grupo parapolicial
de neto corte fascista. El 11 de enero del año siguiente se le otorga
personería jurídica. Se faculta entonces a sus miembros a concurrir
a los cuarteles y establecimientos militares con el fin de recibir
instrucción en el manejo de las armas de fuego. "Saludo en vosotros
-les dice el presidente de facto desde uno de los balcones de la
Casa de Gobierno- a la fuerza cívica que condensa y expresa con
fervor el espíritu genuino de la revolución de septiembre".
La Legión Cívica es el antecedente de otras instituciones represivas
de los años posteriores, que asesinan, torturan e imponen el terror;
a sus miembros se les hace entrega en el Arsenal de Guerra, de fusiles,
caramañolas, correajes, mantas, etcétera, solicitados por los comandantes
de la Legión a las autoridades nacionales.1 A imitación de los niños
y adolescentes italianos de esos días -los balilas-, a partir de
junio de 1931 instructores del ejército dan adiestramiento militar
a escolares argentinos.2 El sentimiento tradicional de patria deriva
entonces en una educación para la muerte, en la violencia institucionalizada.
Se trata, por cierto, de un intento frustrado.
Así las cosas, en 1932, asume la presidencia el general Agustín
P. Justo. Es sabido que su gobierno, perfeccionador de Orden Político,
fue un vivero donde desaprensivamente creció la semilla del fascismo
de Uriburu. Justo, en momentos del ascenso al poder de Hitler, impide
el ingreso al país de muchos hombres de ciencia que buscaban un
refugio contra la persecución de los nazis.
Es indudable que ya en esos años encontramos muchos de los elementos
que definen a la realidad de las décadas posteriores. Revitalizado
con nuevos presupuestos ideológicos, el intento corporativo del
general Uriburu, fracasado al no contar con el apoyo de las masas,
adquiere nuevas formas a partir de 1943, ahora sí con el apoyo popular.
De todas maneras, esa fecha no constituye un corte histórico preciso.
Años antes comienza a escucharse en Buenos Aires y en otras ciudades
del interior la palabra de los profetas que sostienen la necesidad
de imponer en el país la "sociedad organizada". Son, sin ninguna
duda, los prolegómenos de los días que se avecinan.
Pues bien, como vienen haciéndolo otros, el 17 de noviembre de 1941
advierte Manuel Fresco, en una conferencia que pronuncia en el teatro
Grand Splendid, sobre la necesidad de imponer en el país una nueva
política económica y social que solucione las dificultades del sistema
imperante. La suya es la solución cuasi fascista para superar las
contradicciones del capitalismo. A través de una fraseología que
tendrá luego sus imitadores, se declara militarista, opuesto al
imperialismo de la "finanza internacional", defensor, así lo señala,
del obrero "degradado y subestimado", partidario de los sistemas
totalitarios imperantes en esos momentos en España, Italia y Alemania.
Propone a su auditorio un programa similar a los presupuestos fascistas
pero adaptado a la idiosincrasia del país. "Lo que el Nacionalismo
haga en otras naciones -dice- nos interesa solamente como factor
de ilustración. Hay -continúa diciendo- muchos problemas que son
iguales, comunes; pero hay muchísimos más, que se diferencian fundamentalmente,
de acuerdo con la idiosincrasia de cada país." (Fresco, 1943, III.)
La lectura y el análisis de los editoriales de Cabildo, periódico
de inspiración fascista editado en la ciudad de Buenos Aires a partir
de 1942 por Durañona y Vedia, nos trae el recuerdo del lenguaje
que podía escucharse con posterioridad a 1943. Son, y renovados
bajo otros principios doctrinales, los herederos de la Liga Patriótica
y de la Legión Cívica. Pero adviértase además que, en aquellos pequeños
círculos de élite, comienzan a despuntar a partir de 1937, aproximadamente,
las críticas que aluden a un supuesto sistema liberal que, dicen,
destruye el orden social establecido ("el liberalismo ha hecho caducar
la política" sostienen). Y también mencionan al capitalismo foráneo
-nada observan sobre el nacional- que ataca las bases de la nacionalidad
("los destinos funestos de la Plutocracia" es una frase que se escribe
con frecuencia).
Por otra parte, como ocurre en la Alemania nazi, el nacionalismo
argentino institucionaliza, en la década de 1940, los festejos conmemorativos
de la tragedia de Chicago de 1889. Como veremos, esa actitud no
es casual. En el aniversario de 1943 del 1° de mayo, en la plaza
San Martín, en Buenos Aires, varios oradores nacionalistas claman
desde la tribuna por la disolución de los partidos políticos y por
el establecimiento de un régimen totalitario. Desde uno de los balcones
del Círculo Militar, ubicado en las proximidades del sitio donde
se realiza el acto, el almirante Scasso, partidario de los gobiernos
que integran el Eje (Alemania, Italia y Japón) asiente con el gesto.
Pero, al igual que el marino, otras voces se hacen eco de propuestas
similares. Pocos días antes, el ministro de Guerra del presidente
Ramón Castillo, general Pablo Ramírez, había elogiado el "Estado
Novo" de Getulio Vargas, una experiencia corporativa que adapta
el fascismo a las condiciones de un país con una incipiente industria
y un alto grado de miseria y analfabetismo. Precisamente, ese 1°
de mayo de 1943, un mes y días antes del golpe militar, con la manifestación
pública mencionada, Juan Queraltó dejaba establecida la Alianza
Libertadora
Nacionalista. Recordemos que su fundador integra entonces el Grupo
de Oficiales Unificados (GOU), como miembro civil, y, más tarde,
ya lo veremos, respaldará la candidatura de Juan Domingo Perón a
la presidencia.
Ahora bien, con los elogios que tributan a Benito Mussolini, en
los editoriales del periódico Cabildo, manifiestan con un lenguaje
demagógico la necesidad de establecer en el país la "justicia social".
Es más, tres días antes del estallido del golpe militar del 4 de
junio de 1943 que derroca al presidente Castillo, incluyen en un
extenso artículo editorial titulado "Corrupción de arriba y claudicación
de abajo", propuestas que son frecuentes en los años posteriores.
Leamos, entre otros ejemplos que podemos mencionar, el siguiente
párrafo, ilustrativo de las tendencias que iban arraigándose en
el país."Comparado con el burgués alto, sin más preocupación que
recortar cada seis meses los cupones de sus títulos de renta, un
obrero que trabaja ocho horas diarias sobre el torno, gana cuatro
pesos de jornal y atiende con su exigua entrada la mantención de
su mujer y de sus hijos, es un santo y un héroe [...] Nunca se arrellanó
en una butaca del teatro Colón, nunca se sentó a la mesa de un restaurante
de boga [...] Son intereses creados el sistema económico del monopolio
y los grandes consorcios financieros: son intereses creados los
partidos políticos que abierta o solapadamente defienden al capitalismo,
sin omitir las oligarquías socialistas-parlamentarias."
Pero hay más. Por otra parte, siguiendo el proceso ya expuesto,
atacan a la "plutocracia" y al imperialismo, a todo lo que para
ellos es "extranjería". Substituyen a la mística, la religiosa-tradicional
-el dominio sustentado en el temor al fuego del Infierno con el
que Dios castiga a los que trasgreden las normas impuestas-, por
la conciencia nacionalista que desvía la atención de los trabajadores.
Un sentimiento que nada tiene que ver con el apego a la tierra donde
se ha nacido. Por norma general, en las ya mencionadas y en otras
opiniones expuestas en Cabildo, encontramos la palabra transformada
en violencia, el lenguaje, en síntesis, totalitario. Nos encontramos
asimismo con la transmutación de los intereses obreros, con la practicidad
demagógica de un día. En fin, con el olvido inducido de la conciencia
de clase. Es, sin duda, el preanuncio de los años que vendrán, pero
sin la presencia carismática del líder que exige la obediencia total
y la disciplina en el trabajo y también la identificación de la
masa con su persona.
Pero, poco a poco, además, desde diversos sectores inculcan a la
clase trabajadora formas de pensamiento y de vida que son en su
esencia autoritarias. La autorrepresión y la represión social de
las relaciones sexuales constituyen dos de los mecanismos, por cierto
muy importantes, que contribuyen, pronto lo veremos mejor, a sustentar
y mantener el dominio sobre los más.
Debemos, asimismo, indicar otra de las vertientes de la misma actitud.
En el año 1939, en los días de la agresión de Hitler a Polonia,
Francia y Bélgica, de la persecución y el exterminio de gran parte
de la comunidad judía, del aniquilamiento a la oposición democrática
y social, F.O.R.J.A. -movimiento político que, entre otros, lideran
Raúl Scalabrini Ortiz3 y Arturo Jauretche- da a conocer una declaración
oponiéndose a todo apoyo que pueda prestar la Argentina a los países
agredidos por la barbarie nazi. Argumentan que los soldados de la
nación, en caso
de una declaración de guerra al Eje, morirán en defensa del imperialismo
inglés. En ningún caso mencionan el peligro del totalitarismo nazi.
También dicen: "Morirán [los soldados] arrastrados a la contienda
por grandes frases y hasta quizás -el subrayado nos pertenece-,
por la creencia de que defienden la democracia y la libertad del
mundo".
No debemos olvidarnos de la circunstancia de que en ningún momento,
lo repetimos, tratan de despertar en los obreros el sentido de la
libertad y de la responsabilidad social. Como es posible observar
en los países autoritarios y totalitarios, recurren siempre a la
emoción y a despertar el sentimiento sociocentrista fuertemente
arraigado en las masas. Hay otra cosa que es evidente, y el hecho
es ilustrativo, la mayor parte de los integrantes de F.O.RJ.A. apoyan
el golpe militar del 4 de junio de 1943. Un movimiento, debemos
decirlo ahora, que incorpora gran parte de las propuestas de la
derecha nacionalista y de los epígonos del uriburismo, dándole un
contenido popular. Muchas de ellas no han de concretarse en la realidad,
pero sí lo dicen también quienes estudian el ascenso del nazismo,
ilusionan con las mismas a las masas. Señalemos, por otra parte,
que poco después del 4 de junio de 1943 el gobierno de facto establece
por un decreto el festejo del aniversario del 30 de septiembre de
1930, día de la revolución de José Félix Uriburu y del derrocamiento
del presidente constitucional Hipólito Yrigoyen.
"Así, poco a poco -observa el historiador Tíiroshi Matsushita- el
movimiento obrero experimentaba la participación política, al tiempo
que se identificaba cada vez más con la idea de independencia económica
y política del país. En tal sentido -continúa diciendo-, el triunfo
de Perón en las elecciones de 1946 significaba el de la línea que
acentuaba la participación política con un sentimiento nacional.
Lo importante de destacar -agrega- es que tal deseo de participación
y el sentimiento nacional no fueron impuestos por Perón sino que
ya existían en el movimiento anterior a 1943." (1983, 298.)
En síntesis, expuestos y explicados en la medida de lo posible,
los antecedentes de los procesos posteriores del país, pasamos a
referirnos al desarrollo de los mismos. Es evidente que a partir
de 1943 la represión aumenta en dos direcciones: por un lado acentúan
los métodos que coordinan las creencias de la opinión pública y,
por el otro, mantienen en vigencia la violencia física, una violencia,
es necesario insistir en esto, que en pocos casos se debe a la acción
de psicópatas; conforma, siempre lo fue así, uno de los aspectos
de la acción del totalitarismo y del autoritarismo.4 Todo esto es
coherente con lo expuesto, o sea, que se integra a otros aspectos
de la situación del país. Durante el transcurso de 1946 teóricos
de la derecha autoritaria pronuncian conferencias en diversos institutos
de las fuerzas armadas y no precisamente sobre bellas artes o letras.
Pero adviértase además que paralelamente, en un proceso que viene
de atrás, las autoridades militares reforman los planes de estudio
de las escuelas de guerra y desplazan de las academias
castrenses a los profesores considerados "liberales", opuestos a
toda expresión autoritaria. Las críticas se empecinan con mayor
empeño en destruir con fines bien precisos las ideas democráticas,
los partidos y los sindicatos de izquierda y todas las manifestaciones
culturales del exterior -"cultura importada" la definen en los periódicos-,
que interfiere en el sistema. Así, por ejemplo, el teórico nacionalista
Jordán Bruno Genta, el 23 de junio de 1943, en una conferencia que
pronuncia en el Círculo Militar, sostiene ante su auditorio que
"la nación es una realidad militar" y "la virtud se ha refugiado
en los cuarteles" (Rouquié, 1981, II, 31.) Y el padre Leonardo Castellani
en marzo de 1946 expone en la Escuela Superior del Ejército sobre
el tema "El soldado y las mujeres", proponiendo la más extrema de
las misoginias para los miembros de las fuerzas armadas. Asimismo
critica negativamente al orden democrático y a sus defensores, un
sistema, sostiene, que atenta contra la existencia misma de la Argentina
como país.5
La propaganda demagógica insiste en recordar la necesidad de establecer
una "sociedad organizada". Hay que decir también que el "sentido
de patria" es un tema que se reitera con frecuencia, en una línea
similar a la del falangismo español, con un manejo hábil de los
sentimientos de las masas. Es el pueblo, por otra parte, el Volk
proletario que lucha contra las plutocracias. Se trata, asimismo,
de destronar el dogma del liberalismo tradicional de que la libertad
es un derecho de los hombres, reemplazándolo por la primacía nacional.
Se desata, al mismo tiempo, la afectividad y se imponen los Estados
de multitud donde prima la irracionalidad y la instrumentación de
los seres humanos, organizándose de arriba hacia el nuevo orden
social.
Dicho esto, es necesario agregar que la propaganda oficial recuerda
la necesidad de sellar definitivamente la alianza entre el ejército
y el pueblo. El 17 de agosto de 1946, aniversario del general San
Martín, Gustavo Martínez Zuviría, director de la Biblioteca Nacional
de Buenos Aires, autor de novelas populares y antisemita confeso,
expone sus ideas en un acto público de carácter oficial. "Adoro
las armas -dice en esa oportunidad-, me gustan los soldados [...],
para presenciar los desfiles prefiero sumarme a la muchedumbre de
la calle, donde se escuchan los comentarios más sublimes y grotescos".
Como es posible advertir, en esas palabras integra al populismo
el entusiasmo de los totalitarios por la fuerza de las armas.
Por otra parte, entre tanto, imponen la más estricta censura. Prohíben
la circulación y la venta de revistas, periódicos, películas, obras
de teatro, toda expresión, en síntesis, ajena a lo que denominan
el espíritu "cristiano y occidental". Revitalizan la vieja concepción
ascética de la vida, sólidamente impuesta a través de la enseñanza
e inserta en la doctrina que se iba elaborando sobre la marcha,
a veces sin un plan determinado. Esa realidad la señala, el 24 de
octubre de 1946, el director de Espectáculos de la Subsecretaría
de Informaciones. "Se me entrega -expone al asumir su cargo- la
Dirección y la conducción del espectáculo público, vale decir, la
salvaguardia de la salud moral del pueblo [...] La tarea de discriminar
fuera de lo superficial." La salud moral del pueblo, el hecho de
impedir toda contaminación, era primordial para el Estado.
Las palabras que mencionamos son, sin duda, afines a otras similares
expuestas en los años previos a 1943 desde el periodismo de derecha
y en la prensa católica. Siempre determinan el más estricto control
de la palabra y el dominio de la opinión pública. La empresa "moralizadora",
así concebida, tiene ya antecedentes antes de 1946. Recordemos,
entre otros casos, la prohibición en la década de 1930 de Los invertidos,
pieza teatral de González Castillo. Aunque sin llegar al límite
de los años siguientes, durante las presidencias de Justo, Ortiz
y Castillo impiden la circulación de obras literarias de reconocidos
méritos. Vale la pena recordar aquí el caso de Tumulto, libro de
poemas de José Portogalo, prohibido en 1937 a pesar de haber recibido
el primer premio de poesía de la Municipalidad de la ciudad de Buenos
Aires. Llevado el caso a la justicia, la Cámara de Apelaciones decide
que no debe innovarse y aclara que el autor tuvo en su obra "la
intención única y deliberada de herir los sentimientos del pudor
público medio (sic), mediante diatribas a todo lo que la sociedad
argentina venera o respeta". Era la doctrina de la justicia de esos
días.
A partir de 1943, señalábamos antes, la represión aumenta lo mismo
que los controles sociales. Nos preguntamos, ¿qué intenciones guía
al poder en esos momentos? En primer lugar, lo señala así Juan Domingo
Perón el 21 de diciembre de 1945 al referirse en un discurso público
a los motivos que impulsaron a los militares a derrocar al gobierno
de Castillo el 4 de junio de 1943, "conjurar con eficacia el peligro
comunista y crear organizaciones conscientes que, por medio del
convenio colectivo, puedan establecer las bases de las relaciones
del capital y el trabajo, en cada actividad". En segundo lugar,
sostiene Perón, la intención de otorgar al ejército más poder, armas
y hombres. Y así, efectivamente, lo hacen. Los oficiales conjurados
del G.O.U. construyen en dos años once fábricas militares y elevan
el número de los efectivos del ejército de 30.000 hombres, cifra
de 1943, a 100.000 dos años más tarde.
En esos momentos, no cabe ninguna duda, la propaganda como lo es
la censura en todos sus aspectos, representa tal vez el método esencial
del poder autoritario y facilita el control ejercido desde la cúpula
del poder, un proceso paralelo a la transmutación y el desarraigo
de los intereses obreros. Pronto lo veremos mejor.
Los días que corren entre 1946 y 1955
Hasta aquí nos hemos ocupado de señalar en líneas generales algunos
de los factores ideológicos que inciden en el incremento en los
métodos represivos. Ahora bien, antes de referirnos a la violencia
física, a sus métodos y a sus causas, debemos insistir, basándonos
en la condición del país en el período que nos preocupa en esta
parte, a otros aspectos de la coordinación y conformación uniforme
de las masas.
Tanto o más importante que el poder de policía, un poder que de
ninguna manera puede controlar todos los aspectos de la vida de
los hombres, y en este caso tenemos presente la represión ideológica
y la sexual, los controles sociales son mucho más eficaces que las
normas jurídicas. Esos controles y autocontroles se sustentan en
la tradición, en los valores inculcados a través de estereotipos
y en los intereses del poder por mantener el orden en todos sus
aspectos. "Es que el problema social de nuestro país -sostiene Juan
Domingo Perón en 1945- es de una importancia tan extraordinaria
que la falta de organicidad del mismo puede conducirnos a que el
caos económico derive en catástrofe social."
Todo lo expuesto, qué duda cabe, es coherente con lo ya dicho y
con lo que expondremos, pudiéndoselo observar en el rechazo generalizado
a todo lo que se aparte de las normas sacralizadas y al concepto
que sobre la infalibilidad de las mismas se ha inculcado a la población.
La idea general de esa actitud la encontramos en las palabras que
pronuncia Juan Domingo Perón meses antes de asumir su primera presidencia.
Indica entonces: "me he trazado un plan ideal y otro moral, ayudado
por un sistema de propaganda, que podríamos llamar preventiva, encaminado
a que las masas ciudadanas, y en especial el obrero, empleen el
discernimiento al leer el diario, inmunizando así al pueblo y a
los trabajadores contra ciertas versiones". "Discernir" -percibir
la diferencia entre una cosa y otra- e "inmunizar" -evitar con la
propaganda el contagio-. No es del caso analizar aquí -existe una
extensa bibliografía sobre el tema- las influencias que recibe el
peronismo. Lo que más nos interesa en estas páginas, históricamente,
es señalar el testimonio del principal protagonista. Pues bien,
en conversaciones con Enrique Pavón Pereyra, recuerda el presidente
electo en 1946 haberle escrito a Manuel Fresco, ya mencionado, gobernador
que propicia el fraude electoral, populista de derecha y admirador
de Hitler y Mussolini, palabras que determinan una misma corriente
ideológica: "Yo me propongo -le dice- realizar en todo el ámbito
del país la experiencia que usted propuso en la provincia de Buenos
Aires". Pero no es todo. Al llegar en 1941 de la Italia fascista,
así le refiere a su interlocutor, de paso por Mendoza, coincide
con varios de sus camaradas en la necesidad de realizar un golpe
de Estado en la Argentina; golpe, son sus palabras, "acorde con
la nueva concepción del mando en el mundo moderno". Y aclara: "Después
de agotar la fructífera experiencia en el Viejo Mundo, donde aprendí
sobre todo 'lo que no debía hacer', coincidí en Mendoza con varios
de mis más entrañables camaradas". (Pavón Pereyra, 1978.)
Todo está dicho. Hablemos ahora de la violencia que se impone, la
violencia física. En 1953, una vez más desde 1946, se escucha en
el Parlamento la denuncia de torturas. Dice entonces el diputado
nacional Santiago Nudelman:
"En la cámara de tormentos, elegida la víctima, después de vendársele
los ojos, se la desnuda tapándole la boca para impedir que se escuchen
sus gritos. Se la coloca sobre una mesa de madera y atan los cuatro
miembros [...] El aparato de corriente eléctrica continua funciona
a pila eléctrica, y otras veces adaptado a un acumulador, que puede
ser el de un automóvil. Tiene una bobina Rumkorf para levantar el
voltaje y reducir la intensidad. En los extremos de cada polo se
adapta un cable que termina en un manguito cubierto de material
aislante. Los terminales son de cobre o bronce." (Nudelman, 1960.)
Y más adelante, después de exponer algunas referencias técnicas,
agrega:
"Para que el efecto sea mayor, se humedece el cuerpo de la víctima.
El aparto es semejante en su construcción al que se suele usar para
'picanear' en los corrales de hacienda a los animales que no responden
al látigo. Se usa, aplicándolo en los animales que no responden
al látigo. Se usa, aplicándolo en los sitios más sensibles del organismo.
A veces en la profundidad de la cavidad bucal, fosa nasal, etc.,
para ocultar los rastros de una futura pericia médica. A la víctima
se le suministra poco alimento, previamente, y habitualmente se
le niegan líquidos para gravitar además psicológicamente, como anuncio
de próximos suplicios. Personal habituado, a quien algunas veces,
en comentarios sádicos, llaman los mismos compañeros 'el doctor',
vigila el pulso y las condiciones físicas, más que nada orientado
por el aspecto exterior, para regular el voltaje y la intensidad
de la corriente."
Hasta tal punto eran similares los hechos con los del pasado, lo
mismo podemos decir de la barbarie de la década de 1970, y a pesar
de las técnicas distintas, que en las declaraciones y en las denuncias
reaparecían con la mejor espontaneidad las palabras de dos o tres
siglos antes. No olvidemos, siempre fue así, que en todos los casos
los efectos de la aplicación de la tortura, el rigor de los verdugos,
esa fuerza despiadada que sirve incondicionalmente al poder, causa
espanto. Hay que tener en cuenta también, lo señalamos en otra ocasión,
que en todas las sociedades autoritarias la represión siempre se
hace más brutal a medida que el sistema impuesto se debilita y va
perdiendo su base de sustentación. Dicho esto, recordemos que los
controles policiales, la persecución a los opositores, en fin, la
violencia física, va en crescendo a partir de 1950.
Derrocado Perón en setiembre de 1955, dos meses más tarde, en noviembre,
Juan Ovidio Zavala, dos veces sometido a tormento y en esos momentos
director de Institutos Penales, relata los efectos y las reacciones
que produce la picana eléctrica.6 Dice:
"La energía eléctrica pasa por dentro de uno. Mil alfileres de fuego
se clavan en la cabeza, en el corazón, en el estómago, en la boca,
en todas partes. Producen dolor, angustia, deseos de morir. No conozco
nada similar a la dimensión de horror. Unos quieren gritar. Pero
no pueden permitirse ese alivio. Los labios están cerrados con esparadrapo.
A eso se llama 'poner la tapa' en la jerga de los torturadores".
Palabras y hechos que también, entre tantas; reproducen la experiencia
de Cipriano Reyes, principal dirigente del Partido Laborista -uno
de los pilares del triunfo de Perón en las elecciones de 1946- y
un grupo de partidarios suyos sometidos en 1948 a tortura, acusados
de conspirar contra el Estado. Walter Beveraggi Allende, también
detenido, en mayo del año siguiente, relata en la ciudad de Montevideo
la barbarie que debieron sufrir. Reproducimos parte de sus extensas
declaraciones. Recuerda entonces:
"El sábado 25 [de setiembre de 1948], por la noche, se nos condujo,
por tandas, y en una camioneta forrada interiormente con cortinas,
en forma de impedir toda visión, hasta un misterioso lugar, que
días después supimos que era la 'Sección Especial de la Policía
Federal', y a donde se lleva habitualmente a los presos para aplicarles
los instrumentos de tortura. A medida que se nos descendía de la
camioneta, cuidadosamente esposados, se nos cubría la cabeza con
una capucha negra, para impedir que reconociéramos el lugar."
Nos encontramos, como en los años posteriores, ante el temor de
los ejecutivos de la tortura de ser reconocidos. No es ya, por cierto,
el tormento judicial impuesto por los jueces y la legislación del
Antiguo Régimen. Continúa diciendo Beveraggi Allende:
"Luego me condujeron a la sala de torturas. Se me amarró fuertemente
a una tarima alargada, pero previamente me cubrieron con un paño
grueso, para impedir que la picana eléctrica dejara rastros al producir
quemaduras en la piel. Inútilmente repetí que estaba dispuesto a
contestar a cuantas preguntas se me quisieran hacer y que era innecesario
e inhumano aplicarme el tormento. Los peores insultos y las más
groseras pullas ahogaban mis palabras."Una vez que estuve inmovilizado
sobre la tarima comenzó la tarea. Se aplicaba el alambre electrizado
sobre distintas partes del cuerpo, especialmente en el cuello, en
el pecho, y sobre todo en las partes más sensibles. Para ahogar
los desesperados ayes de dolor se hacía funcionar a todo volumen
un altoparlante, que transmitía música, y se me tapaba la boca con
una mordaza de género [...] Según mis cálculos, estuve amarrado
a la tarima algo más de una hora, que fue el plazo que duraron los
tormentos y el interrogatorio. Cuando se me quitaron las ligaduras
tuve que ser levantado en vilo, pues no podía incorporarme por mis
propios medios. Me ayudaron a hacer flexiones durante algunos minutos
y me condujeron luego a empellones al calabozo. Una vez en él me
quitaron, de atrás, la venda que me cubría los ojos, y sólo me permitieron
volver la cara cuando los policías se hubieron retirado. Me consumía
entonces una sed abrasadora. Vanamente pedí agua, y para mayor tormento
se escuchaba el ruido de un depósito que intermitentemente derramaba
su contenido. Sólo se me permitió saciar mi sed después de veinte
horas."
Luego de aludir a los desesperados gritos de dolor de sus compañeros,
gritos que no podía tapar la música de los altoparlantes, refiere
que el comisario Lombilla, jefe de la Sección Especial, personaje
al que nos referimos más adelante, lo visita en el calabozo y le
ruega que hablara sin rodeos. La tortura, después de un simulacro
de fusilamiento, prosigue. Al día siguiente, relata Beveraggi Allende,
declara en presencia del juez Osear Palma Beltrán, magistrado que
"por rara coincidencia" había enviado a los acusados de conspirar
contra el Estado a la Sección Especial "a efectos de facilitar el
interrogatorio de los procesados y la labor de juzgado, según sus
propias palabras". No nos proponemos aquí hacer un relato pormenorizado
de las acciones brutales ejercidas contra Cipriano Reyes y un grupo
de sus partidarios. A la violencia física, la de los golpes o la
picana eléctrica, debemos añadir la privación durante días de alimentos
y agua, las reiteradas amenazas de muerte, las injurias y el desprecio
total por la dignidad de los presos.
En abril de 1949 detienen en Buenos Aires y torturan a obreras y
obreros telefónicos que se oponen a la unificación totalitaria del
gremio. Comienzan ya en el país las primeras manifestaciones de
algunos sectores obreros en oposición al régimen peronista. La reacción
del Estado no tarda en hacerse oír. No menos de veinte trabajadores
son sometidos a tormentos y violencias por el comisario Lombilla
y su ayudante Amoresano de la Sección Especial de Investigaciones,
entonces instalada en la calle Urquiza 556 de la Capital Federal,
centro de torturas y de espionaje. El primero había iniciado su
carrera como agente de policía bajo las órdenes de Leopoldo Lugones
hijo, a comienzos de la década de 1930.
Pues bien, nada les está prohibido. La gama de las perversiones
no tiene para ellos límites con tal de aterrorizar, imponer el temor
indispensable para la pedagogía del miedo. Así, tiempo más tarde,
relata su experiencia una víctima, Nieves Boschi de Blanco:
"En la mitad de la declaración el empleado Amoresano procedió a
cubrirme los ojos utilizando algodón y un largo vendaje. Conducida
por un largo corredor a otra habitación me obligaron a acostarme
sobre una camilla. Comenzaron entonces a utilizar la picana eléctrica,
primero sobre la ropa y luego directamente sobre el cuerpo, levantándome
el vestido y prendas interiores hasta la altura del cuello. La aplicación
se realizó sistemáticamente por espacio de diez minutos en los oídos,
senos, vientre, ingle, órganos genitales y piernas, sirviéndose
de una toalla humedecida como medio conductor. Como resultado de
la tortura sufrí el primer desvanecimiento, restablecida del cual
reiniciaron el procedimiento durante otros cinco minutos. Ante una
nueva pérdida del sentido se me quitó la venda pudiendo comprobar
entonces que las voces y risas antes oídas correspondían a los mencionados
Lombilla, Ferreiro y otros tres, cuyos apellidos desconozco. La
tortura fue precedida y acompañada por obscenos agravios de palabra
y de hecho (en una oportunidad el empleado Amoresano expresó: 'te
voy a hacer largar el hijo antes de tiempo'). Para evitar que se
escuchara se había colocado uní disco." 7
¿Es necesario aclarar el alcance preciso del texto anterior y otros
similares? No olvidemos, en todo caso, que imponen el miedo y el
terror con el fin de detener toda acción que se aparte de las normas
e intereses del oficialismo. Ahora bien, de la galería de infamias,
de la represión sistemática, podemos mencionar otros casos. El de
Ernesto Mario Bravo, militante universitario porteño, y de amplia
repercusión en la época. Y no es, de ninguna manera, el recuerdo
de un episodio aislado y sin trascendencia. Secuestrado en 1948
debido a su actividad gremial en el centro de estudiantes, los policías
Lombilla y Amoresano lo someten a bárbaras torturas; con conmoción
cerebral a causa de los golpes que recibe, la madrugada del 15 de
febrero es atendido por el médico Alberto Caride. Tiempo más tarde,
con valentía, el profesional denuncia públicamente en las páginas
del periodismo la triste experiencia.8 Relata entonces cómo la policía
lo va a buscar a su domicilio particular y, asimismo, su traslado
involuntario, a solicitud de Lombilla, a la tristemente célebre
Sección Especial. Cuenta la vanagloria del torturador, agradecido
de la protección y el apoyo del presidente Juan Domingo Perón a
los miembros de su familia. Pero, tanto o más importantes que las
anteriores, son las manifestaciones sobre la naturaleza del terror
que los torturadores imponen a la víctima. He aquí parte de las
palabras de Caride:
"Cuando se aplica la picana por largo tiempo, los músculos se contraen
permanentemente y el detenido queda duro. Entonces -le relata Lombilla-
lo ablandamos. Como las mandíbulas es lo primero que se endurece,
se las ablandamos con una buena trompada, lo hicimos con ese sujeto,
pero no nos resultó. Yo lo agarré de los cabellos y golpeé su cabeza
sobre la mesa donde estaba atado. Piense en eso; eso podría haberle
producido la conmoción cerebral."
Y comenta entonces Alberto Caride:
"Me di cuenta, entonces, por primera vez... que las torturas se
habían convertido en una ciencia. Estos brutos que ahora me rodeaban
eran especialistas en el arte de producir sufrimientos. Ellos lo
sabían y se jactaban del perfecto conocimiento de cuánto tiempo
podían continuar torturando sin que la víctima de sus endiabladas
manifestaciones muriera sobre la mesa."
Otros hechos de violencia tienen como protagonistas a los obreros
ferroviarios declarados en huelga en 1950 y 1951, desacatando las
órdenes expresas de la Confederación General de Trabajadores adicta
a Perón. Así, pues, la lucha por mantener el dominio político y
sindical, una acción paralela al adoctrinamiento de los dirigentes
gremiales, no escatima en someter a tortura e imponer la cárcel
a quienes no siguen las normas precisas del presidente. Poco después
de la muerte de Eva Perón, hecho ocurrido el 26 de julio de 1952,
se decide erigir un monumento en su memoria y con el aporte, en
muchos casos forzado, de empleados y obreros. Un grupo de trabajadores
portuarios afiliado a la F.O.R.A. (Federación Obrera Regional Argentina),
sindicato de inspiración libertaria de vieja actuación en el país,
se opone a entregar dinero con ese fin preciso. Así las cosas, ocho
de ellos firman un manifiesto expresando su decisión. Detenidos
en los lugares de trabajo por personal de la Prefectura Marítima
-así lo denuncia en 1952 "La Protesta"-, son brutalmente golpeados.
Pero no es todo. Azotados con cachiporras de goma, doloridos, cuelgan
del techo a los dirigentes obreros y sostenidos de los pulgares,
desde las catorce horas y hasta las cinco de la mañana. Al término
del tormento, los signos de la acción eran evidentes: todos ellos
tenían inutilizado el pulgar. A disposición del Poder Ejecutivo,
sin proceso judicial, son enviados a la Penitenciaría Nacional y
liberados nueve meses más tarde a pedido de un grupo de obreros
chilenos con motivo de la visita que Perón realiza al país trasandino.
El presidente conmuta la pena, así lo señalan en la época, temeroso
de que se organice una campaña en favor de los portuarios, comprometiéndose
así el éxito de su viaje de propaganda "justicialista".
Proseguimos con otros hechos. En 1953, en Buenos Aires, con motivo
de la explosión de varias bombas en Plaza de Mayo detienen, entre
otros, a Roque Carranza, Jorge Fauzón Sarmiento, Vicente Centurión,
Alberto González Dogliotti, Carlos Héctor Adrova, Miguel Ángel de
la Serna, Rafael Douek, Patricio Cullen, Emilio de Vedia y Mitre,
José Luis Bustamante y Eduardo Ocantos. Todos, sin
excepción, son torturados en las comisarías 3? y 17?, entre otros,
por los célebres hermanos Cardoso, el comisario Benítez, el subcomisario
Olavarría, funcionarios policiales que actúan bajo las órdenes del
entonces teniente-coronel Jorge Osinde -acusa el diputado radical
Santiago Nudelman basándose en las acusaciones de las víctimas-,
en ese momento director de Coordinación Federal.9 .Osinde, hombre
de confianza de Perón, en la década de 1970 se vinculará al comisario
general Alberto Villar y a la organización ultraderechista Alianza
Anticomunista Argentina (A.A.A.), liderada por López Rega. Por lo
más, sus importantes servicios son recompensados con la designación
que le otorga el gobierno "justicialista" de embajador de la Argentina
en el Paraguay.
En 1955, en Rosario, en general en todo el país y en el exterior,
tiene honda repercusión la muerte del militante comunista y médico
Juan Ingalinella debido a las torturas a que lo somete la policía.
Intervienen en la violencia asesina, entre otros, los oficiales
Félix Monzón y Francisco Lozón, este último felicitado por el ministro
de Trabajo y Previsión, el 14 de febrero de 1951, por acción preventiva
y represiva en la huelga de los obreros ferroviarios.
Nos encontramos ya en los últimos días del régimen. Como siempre
ocurre con los sistemas similares, la Conciencia de la caída aumenta
la violencia - ¿cuándo no ha sido así en los gobiernos totalitarios
o autoritarios?-, impulsa a la desesperación y conduce a una situación
difícil de detener. Todo ello es cierto. No obstante, constituye
una mínima parte de la realidad que hace suya la opinión mecanizada
e inducida del pueblo debido a la coordinación de las técnicas que
perfeccionan las del siglo XVI. Todo se controla. Se organiza el
espionaje y la delación, y en 1948 la denominada Ley de Desacato
determina el procesamiento de los opositores que expresen críticas
al gobierno o a sus funcionarios. Se imponen libros de lectura y
textos de historia laudatorios al régimen y a su acción. Esa "estrategia"
totalitaria similar a la de Hitler y Mussolini es, hoy, salvo casos
aislados, olvidada por los historiadores preocupados en el análisis
de esos años.
¿Es necesario insistir en otros detalles? Entre 1946 y 1955 tiene
plena vigencia en el país, y a pesar de todos los intentos para
derogarla, la ley 4.144, sancionada, lo hemos visto, en 1902 por
inspiración de Miguel Cañé, representante de los más empinados grupos
de poder económico y conservador a ultranza. Por la misma se autorizaba
al Estado a expulsar a los extranjeros que debido a sus actividades
gremiales constituyesen un peligro para el orden establecido. El
gobierno peronista en varias oportunidades expulsa de la Argentina
a trabajadores y activistas gremiales que, luego de huir de regímenes
fascistas o reaccionarios, habían buscado refugio en el país. Entre
otros, sin contar la aplicación de la "ley de Residencia" a trabajadores
y militantes paraguayos, sindicalistas y opositores a la dictadura
guaraní, embarcan en el transporte Yapeyú al obrero Francisco Guerreiro
Apolonio y lo entregan en Portugal a la policía del dictador fascista
Antonio Oliveira Salazar.
Por otra parte, en los testimonios del Parlamento advertimos la
aceptación, una aceptación impuesta verticalmente, de la ley represiva
cuestionada desde 1902 por los sectores progresistas. El diputado
Montiel, peronista, lo recuerda Carlos Sánchez Viamonte, fundaba
su negativa a la derogación de la ley 4.144 con las siguientes palabras
expuestas no sin cierta hipocresía: "antes la ley nos sacrificaba
a nosotros porque la manejaban ellos, ahora la ley la manejamos
nosotros y no se debe temer arbitrariedades" (Sánchez Viamonte,
1956). Interesa, de manera especial, señalar en qué medida las aspiraciones
obreras se contradicen con argumentos e ideas que en apariencia
aluden a los intereses de los propios perjudicados. La política
reaccionaria, se ha dicho, suele servirse automáticamente de fuerzas
sociales que se oponen al desarrollo en nombre del mismo. Es, sin
ninguna duda, una paradoja muy frecuente en los países del Tercer
Mundo y que busca su sustento en las más variadas expresiones. Recordemos
que el líder nacionalista Mahatma Gandhi preconiza la industria
doméstica y se resiste a la industrialización de la India en nombre
de la "identidad nacional" de su nación. "La salvación de la India
-opinaba- consiste en desaprender lo que ha aprendido durante los
últimos cincuenta años. Los ferrocarriles -agrega-, los telégrafos,
los hospitales, los abogados, los médicos y otras cosas por el estilo
deben desaparecer; y las llamadas clases superiores deben aprender
consciente, religiosa y deliberadamente la sencilla vida campesina."
(Minogue, 1975, 162.)
Se trata, sin duda, de la vuelta al pasado y a la naturaleza; esta
última, sostiene Simone de Beauvoir, es uno de los grandes ídolos
de la derecha, para quien la naturaleza aparece, a la vez, como
antítesis de la historia y de la praxis (Beauvoir, 1983, 138).
VII
LA
IRRACIONALIDAD DEL PODER Y LA IMPOSICIÓN DE LA MUERTE (1955-1984)
1956: "La interminable historia de las torturas"
Hemos examinado en el capítulo anterior el orden represivo impuesto
en el país entre los años 1943 y 1955, hasta donde lo permiten los
alcances y propósitos de este libro. Nos corresponde ahora proseguir
con el análisis de esa realidad en los años posteriores.
Pues bien, frente a los hechos ya expuestos, poco antes de la caída
de Perón, en los días que van del 16 al 20 de septiembre de 1955,
el locutor de la radio rebelde Puerto Belgrano interrogaba a sus
oyentes: "¿Saben ustedes de alguien que haya sido torturado en las
zonas ocupadas por las fuerzas rebeldes?" Determinan así, escuetamente,
la intención de poner fin á una práctica iniciada, en lo que hace
a la Argentina moderna, en 1930.
A pesar de los buenos deseos, a poco renace la barbarie. Debemos
advertir, haciendo nuestras las opiniones de Alain Rouquié, que
a partir del 16 de septiembre de 1955, los hechos lo confirman,
"la hostilidad política hacia los 'enemigos de la libertad' encubría
muchas veces un odio social, un enfrentamiento de clases inexplicable
que el general Lonardi ignoraba por completo" (Rouquié, 1981, II,
125).
Como es bien sabido, el 13 de noviembre de 1955 el general Lonardi
es removido de su cargo. De allí en más, disuelto el Partido Peronista,
las cosas empeoran. El 9 de junio del año siguiente estalla una
rebelión armada en varios regimientos y guarniciones del país. Reprimida
con energía, días más tarde se ejecuta a treinta y ocho civiles
y militares, entre ellos al general Juan José Valle, "único golpista
argentino -señala Rouquié-, a quien se aplicó la pena máxima por
rebelión armada" (1981, II, 137). Días más tarde, se escuchan aquí
y allá denuncias de torturas y de otros "aprecios ilegales". Son
ahora víctimas de la violencia quienes hasta poco antes participaban
del poder. Y con relación a esa realidad disponemos de numerosos
testimonios y entre otros los de La Nación (20 de junio de 1956)
y La Prensa (21 de junio de 1956). En agosto del mismo año insiste
en el tema La Gaceta de Tucumán. Una y otra vez, se hace resaltar
el hecho de que se tortura en dependencias del Congreso Nacional
y en el interior del país.
Por esos días, en Buenos Aires, el escritor Ernesto Sábato denuncia
desde las páginas de Mundo Argentino, publicación periódica cuya
dirección ejerce, la puesta en vigencia de la tortura. "Para que
termine la interminable historia de las torturas" titula el artículo.1
Llamado seriamente al orden por la intervención de la Editorial
Haynes, renuncia al cargo. Así los hechos, reitera la acusación
en el transcurso de una mesa redonda organizada por ASCUA (Asociación
Cultural Argentina para la Defensa y Superación de Mayo), derivando
intencionalmente los organizadores el tratamiento del tema a otros
problemas menos urticantes. Días más tarde Sábato es expulsado de
ASCUA. Pero es preciso ir más lejos. Expuesta la situación en una
asamblea de la Sociedad Argentina de Escritores, el vicepresidente
en ejercicio de la presidencia no acepta la discusión de la injusticia
que sufrió uno de sus miembros. Aduce que el hecho no figura en
el orden del día, y lo hace a pesar del apoyo que Sábato recibe
de Córdova Iturburu, Beatriz Guido, Alvaro Yunque, Raúl Larra y
Germán Berdiales. Pero eran minoría.
La cuota de asombro no está colmada. Por entonces, agosto de 1956,
el Director de Institutos Penales repone en sus cargos a varios
torturadores dados de baja en los momentos posteriores al golpe
militar de 1955 por el ministro de Justicia Laureano Landaburu (orden
del día 952 y siguientes). Dentro de la mencionada tendencia, y
con una intensidad que varía en el tiempo, la represión encuentra
en la censura el cauce más perfecto. Es que el deseo de establecer
una democracia sólo tiene como objeto preservar el orden establecido,
conservador, populista o autoritario según los intereses y necesidad
de cada momento. En los primeros días de agosto de 1956, es decir,
mientras tienen lugar las denuncias de "apremios ilegales", secuestran
en la ciudad de Buenos Aires todas las copias del film nacional
Los torturadores, del director Dubois. En varias secuencias de la
película, así lo señalan las crónicas de entonces, se mencionan
y reproducen escenas de torturas de las que fueron víctimas Cipriano
Reyes, Nieves B. de Blanco y otros. Son todos hechos de la barbarie
anterior a 1955.
Como ocurre durante la mayor parte del gobierno peronista, la Iglesia
ejerce, asimismo, en este período su poder ideológico a través de
funcionarios laicos. Recordemos que el libro Los desnudos y los
muertos, novela de Norman Mailer, editada en los años previos a
1955 por editorial Sur, con una temática que alude al sexo, había
sido secuestrada por la policía. Ocurrida la revolución que desaloja
al peronismo del poder, los interesados solicitan autorización para
reeditarla, introduciendo en el texto original no menos de trescientas
"correcciones y tachaduras".
Así las cosas, la Comisión de Cultura permite la edición del libro.
Impreso, absurdos de una burocracia feudal, la Municipalidad de
la Ciudad de Buenos Aires se apresta para secuestrar con sus camiones
los cuatro mil ejemplares de la edición. La intervención oportuna
de las autoridades nacionales impide que se concrete el despojo.
De todas maneras, el orden dogmático se impone, prohíben la circulación
del libro en el ámbito de la capital. Sólo a fines de 1956, luego
de una intensa campaña periodística y debido a la acción de la justicia,
se levanta la interdicción, un caso entre tantos otros.
Desde el ángulo social, otros hechos se suman a lo ya expuesto.
En octubre de 1956, comisarios de distintas seccionales de la ciudad
de Buenos Aires y de los partidos provinciales aledaños, una acción
que nos recuerda el allanamiento de los hoteles de citas, emprenden
verdaderas razzias en sitios de reunión y en la vía pública y detienen
a los "petiteros" (palabra que alude a cierta modalidad en el vestir),
y en general a todos aquellos que usan el pelo largo.
"Se mencionan -señalan entonces en las páginas de una revista semanal-,
otros vejámenes y se agrega que se les ha prohibido vestir, en lo
sucesivo, de la manera que acostumbran." 2
1961: "Hoy también se tortura en el Estado de derecho"
El 23 de febrero de 1958 triunfa en las elecciones nacionales Arturo
Frondizi. Para amplios sectores populares que lo habían votado -no
olvidemos que recibe el apoyo de parte del peronismo- y de manera
especial para la clase media y los intelectuales que se sienten
atraídos por su programa, aparentemente se inicia una nueva etapa
en la vida del país, progresista y democrática. Como bien observa
Marcelo Cavarozzi al analizar las relaciones entre el sindicalismo
y el gobierno, durante la segunda mitad del primer año de gobierno
se produce un progresivo alejamiento de los dos socios que habían
coincidido en el momento de las elecciones (1979, 17). En enero
de 1959 se declara una huelga general en todo el país. Intervienen,
entonces, seis gremios dominados por peronistas y comunistas. Por
otra parte, cuatro meses más tarde se agudizan los enfrentamientos
entre el gobierno y las fuerzas armadas, característica que habría
de definir a toda la gestión de Arturo Frondizi. Se contabilizan
durante su presidencia, no menos de treinta planteos institucionales,
"sin contar los pronunciamientos 'espontáneos' y los alzamientos
de oficiales peronistas" (Rouquié, 1981, II, 161).
"El clima social se deterioraba muy rápidamente y las circunstancias
eran propicias para el recrudecimiento del terrorismo. Los comandos
de la 'resistencia' peronista se proponían demostrar que no era
posible eludir el problema del peronismo. La estrategia insurreccional
del ex presidente [Perón] apuntaba menos a la toma del poder que
a mostrar su fuerza creando un clima de inseguridad poco propicio
para los designios desarrollistas. [...] La impopularidad del gobierno
crecía día a día. Se lo tenía por el gobierno de los grandes grupos
industriales nacionales y extranjeros. El racionamiento del consumo
de carne que se impuso para incrementar las exportaciones no contribuyó
a mejorar su imagen." (Rouquié, 1981, II, 168.)
El presidente Frondizi, el 27 de noviembre de 1958, de conformidad
con la ley 13.234 sancionada por el parlamento peronista el 12 de
agosto de 1948, declara el estado de guerra interno. Desde ese momento,
el personal civil de la administración pública y de los ferrocarriles
puede ser movilizado y sometido a las disposiciones del Código de
Justicia Militar.
Recordemos, expuestos los antecedentes, las denuncias de 1961 en
el Parlamento con motivo del "Plan Conintes".3 El 17 de mayo de
ese año el senador socialista Alfredo Palacios interpela al ministro
del Interior, Alfredo Roque Vitólo, y le advierte: "Hoy también
se tortura en el Estado de derecho". Recuerda luego: "el mal no
es actual, que es una costumbre inveterada; casi podríamos decir,
el método corriente en toda la policía para obtener lo que falsamente
se cree que será la verdad, de los labios del detenido".
Continúa. Señala una y otra vez las comprobaciones de la Comisión
Investigadora del Congreso, y de manera especial insiste en el hecho
de que "el vejamen al detenido o al presunto delincuente es norma
y no excepción". Silvio Frondizi, asesinado por bandas ultraderechistas
al comenzar la década de 1970 y hermano del presidente en ejercicio
del poder, había sido uno de los denunciantes de las torturas a
que eran sometidos los presos políticos detenidos bajo el "Plan
Conintes".
Poseedor Alfredo Palacios de los testimonios, expone los hechos
y también denuncia con claridad:
"He comprobado muchos casos de tormentos a políticos militantes,
y he contribuido a que la Comisión Investigadora de las Torturas
tenga hoy en su poder la máquina infernal que se empleaba para anular
la persona humana. Pregunto: ¿Los que ostentando el uniforme y usando
las armas que les entregó el Estado para guardar el orden, rompieron
puertas y ventanas del Congreso, han considerado que el descubrimiento
de los elementos de tortura significa un agravio para la institución
policial?"
Por cierto, semejante demostración -fundada en sus investigaciones
personales y el allanamiento a una comisaría- nos lleva a la exposición
de otras realidades. Observa el senador que la comisión investigadora,
aludiendo ahora a los presos comunes, ha comprobado que el vejamen
al detenido o al presunto delincuente es norma y no excepción. Y
es entonces que alude a la picana eléctrica:
"Característica común -en lo que hemos dado en llamar el método
corriente del apremio- es la aplicación de la picana eléctrica en
el cuerpo previamente humedecido, golpes, puntapiés y privación
de alimentos -aun de agua-, generalmente por un período que parecería
calculado para lograr el resultado de llevar a la víctima a un estado
psíquico que la coloque a merced del interrogador, pero que no dura
lo suficiente como para poner en peligro la vida del hombre corriente
y normal, ni deja tampoco, por un tiempo prudencial, rastros delatores
en su cuerpo."
No entraremos aquí en el relato pormenorizado de los presos políticos
torturados en esos días, testimonio que aporta la Comisión Investigadora
del Congreso. De todas maneras, recordemos los tormentos que en
junio de 1960 aplicaban a un militante de apellido Pesquera en dependencias
del Regimiento 7° de Infantería de La Plata. Estaqueado, observan,
se lo picaneó en el pecho, abdomen y testículos. Quince años más
tarde, hechos de esa naturaleza se multiplicarán por miles en las
guarniciones de las fuerzas armadas del país. Bajo los auspicios
del "Pían Conintes", del temor a la alteración del orden social,
en la última etapa del gobierno de Arturo Frondizi empleados, entre
otros los bancarios, y obreros en huelga son detenidos, puestos
a disposición del Ejército y militarizados. Las crónicas periodísticas
de esos momentos nos recuerdan el corte de pelo al ras de la piel
y maltratos similares.
La existencia de torturas es reconocida por el ministro del Interior
Alfredo R. Vitólo en la Cámara de Senadores. "Yo he llamado al señor
jefe de Policía -informa el 18 de mayo de 1961 al ser interpelado-
para expresarle, y él lo ha compartido, la necesidad de desarraigar
estos procedimientos, cualquiera que sea el responsable." Por su
parte, Alfredo Palacios presenta un proyecto de ley solicitando
la modificación del artículo 144 del Código Penal argentino. De
acuerdo con el mismo, una idea que no llega a tratarse en la Cámara,
sería reprimido con prisión de tres a diez años, inhabilitación
perpetua y pérdida de la ciudadanía el funcionario público que impusiere
a los detenidos cualquier especie de tortura. La pena se eleva a
quince años si la víctima fuese un perseguido politico. Desde el
ángulo de la condición del ser humano, de las libertades más esenciales,
se trata de un importante aporte. Un aporte rechazado en última
instancia por el poder político.
Un último punto, de valor más general, se desprende de la obsesión
por el peligro comunista -más adelante se ha de aludir de manera
más o menos abstracta a la izquierda o a la "subversión apatrida"-,
una obsesión revitalizada de tiempo en tiempo y que sirve de argumento
para organizar la represión sistemática. Como venía ocurriendo desde
comienzos del siglo XX, las fuerzas conservadoras alertan con artificios
de toda índole sobre el supuesto peligro de la infiltración de esas
ideas en el país. Se trata del renovado maccarthismo argentino.
Una acción, descontadas las experiencias de 1902, 1909 y 1919, entre
otras, que podemos observar en el proyecto de legislación anticomunista
del senador Matías G. Sánchez Sorondo. Al discutirse en el Congreso,
en los debates de noviembre y diciembre de 1936, el legislador entre
los testimonios que adjunta a sus pares incluye, a manera de prueba,
el texto de un discurso del teórico nazi Alfred Rosenberg.
A partir de 1960, lo demuestra Alain Rouquié mencionando textos
en serie, tanto las fuerzas armadas como la Iglesia agitan esas
banderas con inusual insistencia. Las acusaciones, advierte el autor
citado, en general no se destacaban por su seriedad ni por su equilibrio:
"denuncias extravagantes acompañaban a previsiones apocalípticas,
bien indicadas para perturbar la mente de oficiales, sin duda sensibles
a la simplicidad maniquea de los argumentos". Servía al mismo tiempo
para confirmar las nuevas hipótesis de guerra. Descontados los teóricos
de la derecha norteamericana, los militares se inspiran en los teóricos
franceses prácticos en la acción antisubversiva colonial. Oficiales
argentinos, en nombre de los valores de Occidente, renegaban desde
las páginas de la Revista Militar de los gobiernos democráticos.
"Las libertades -dicen-, antecámara del mal"; debíase buscar -agregan-
la fuerza para combatir el "anticristo" en una "sociedad finalista"
o en un comunitarismo integrista. (Rouquié, 1981, II, 159). Los
medios, por cierto, no importaban. La propuesta, y en este punto
no coincidimos con Alain Rouquié, no era reciente, si bien comienza
a generalizarse entonces en los cuadros de las fuerzas armadas.
No es del caso exponer aquí el proceso de deterioro del gobierno
de Arturo Frondizi, ya otros lo han hecho, ni tampoco analizar las
causas que conducen a su derrocamiento el 29 de marzo de 1962. Cuatro
meses más tarde, el 24 de julio, el ingeniero Alvaro Alsogaray explica
a un grupo de empresarios de los Estados Unidos las causas que habían
determinado a desplazar al presidente electo en 1958. No son, por
cierto, las más aparentes o las que se pregonan para uso interno.
Se trata de una actitud bien clara en relación directa a su actividad
y a los intereses que representa. El antiguo ministro de Arturo
Frondizi, partidario ahora de la Revolución Argentina, expone los
temores que guiaron a los depositarios de la seguridad nacional,
temores que son una constante en los golpes de Estado. Dice entonces:
"Si las fuerzas armadas no tomaban la iniciativa, era inevitable
que los grupos 'golpistas' en cualquier momento derrocarían al gobierno
y, en ese caso, la Argentina habría caído eventualmente, a través
de una serie de golpes de Estado, en una solución extrema que terminaría
quizás en el fidelismo o el comunismo". Sin duda, el fantasma, bajo
esos u otros nombres -lo que importa es la intención- es el que
ronda en la mente de algunos. Por otra parte, con argumentos y prevenciones
similares, Frondizi acusa a los militares que lo sacaron del poder
de llevar al país a la "guerra social" que a poco permitiría -son
sus palabras- abrir "las puertas al comunismo". Para precisar más:
lo señala con la autoridad de quien, traicionando a la mayor parte
de sus partidarios de 1957 y 1958, entrega a la Iglesia el dominio
de un importante sector de la enseñanza universitaria, hasta entonces
en su totalidad laica, gratuita y monopolio del Estado.
Además de las expuestas, existen circunstancias de otra índole que
hacen a la violencia y a la irracionalidad. A ellas nos referimos
en las siguientes líneas. A partir de 1960, un hecho que viene delineándose
décadas antes, las ideas democráticas pierden poco a poco terreno
frente a las propuestas de una alianza entre el ejército y el pueblo,
idea en la que están acordes la denominada "izquierda nacional",
no pocos sectores del peronismo y grupúsculos de diversa tendencia.
Factores políticos en apariencia complejos y variados aparecen en
cada caso. Hay que decir, asimismo, que todos desean imponer, en
una actitud intolerante, la conformidad de los "sectores nacionales".
Es el deseo de conformidad de quienes se creen depositarios de la
verdad absoluta y quieren imponer la tiranía, como bien lo observa
Herbert Marcuse en Represive Tolerance, de la opinión pública y
de aquellos que la manejan en la sociedad cerrada (Capaldi, 1973,
119).
Ahora bien, en relación a las propuestas de los sectores gremiales
que actúan en esos momentos, las mismas se esconden detrás de un
lenguaje que presenta características especiales y podemos seguirlas
a través del periodismo y de la fuerza del poder. Una acción que
anula la razón de ser de la lucha obrera y produce en lo político
una regresión a las formas más conservadoras, expuestas con distintos
argumentos. Sindicalistas y militares, por caso, mencionan con frecuencia
en sus exposiciones, desde entonces, a los "estamentos" sociales
del país, término que determina inmovilidad y es propio de la estructura
medieval. Paralelamente se revitaliza la figura de Juan Manuel de
Rosas, representante en la primera mitad del siglo XIX de los latifundistas
porteños. Para José María Rosa, un peronista de conocida actuación
política, el estanciero de Buenos Aires habría hecho durante su
gobernación un ensayo de reforma agraria (sic) bajo el lema "la
tierra para quien quiera trabajarla" (Rosa, 1967, 145). Son, sin
duda, expresiones que no resisten ningún análisis racional, expuestas
sin aportar ninguna comprobación documental.
Pero el asombro no está colmado. Jauretche, refiriéndose a los señores
feudales del siglo XIX, los jefes de las montoneras, propietarios
latifundistas, define: "El caudillo es el sindicato del gaucho".
Y en una pretendida historia de La clase trabajadora nacional, Guillermo
Gutiérrez sostiene que el caudillismo y las montoneras "representaron
la ambición de construir una sociedad sobre bases populares [...]
se ubican (sic) en el contexto de la lucha de clases indisolublemente
ligada a la cuestión nacional" (1975, 22).
En esos años observamos planteamientos semejantes en los medios
destinados a "formar" la opinión pública, en las escuelas sindicales
(aún falta en la historiografía argentina un análisis de los planes
de estudio), en las más variadas publicaciones, aun en las autodefinidas
como progresistas. Y en referencia a un plano bien preciso, en 1958
comienza el auge del grupo filofascista Tacuara. Dos años más tarde,
precisamente en 1960, Jordán Bruno Genta, nacionalista ultra de
larga actuación, partidario de una sociedad autoritaria, es consejero
de política educacional de la Fuerza Aérea Argentina. Pronuncia
por entonces, en ese ámbito, bajo el título de "Guerra contrarrevolucionaria",
varias conferencias, editadas luego por el Servicio de Información
de Aeronáutica (S.I.S.), manifestándose antisemita, lo cual no era
una novedad.
La práctica del autoritarismo en los días de la Revolución Argentina
Los caminos de los ultras, como venía sucediendo desde 1930, se
bifurcan. Una historiadora del nacionalismo, Marysa Navarro Gerassi
(1968, 234), señala que la vinculación de Mario Amadeo y sus amigos,
primero con Arturo Frondizi y más adelante, a partir del derrocamiento
del presidente constitucional Arturo Illia, el 28 de junio de 1966,
con las huestes del general Onganía, no es bien vista por algunos
sectores de la derecha autoritaria. De todas maneras, unos y otros
se oponen a lo que denominan "izquierda"; son católicos a ultranza,
hispanistas partidarios de Franco, resistas, antiyanquis -no por
anticapitalístas sino por temor a los cambios-, dogmáticos. En síntesis,
dan primacía al orden y a la jerarquía social y económica, principios
básicos de un pensamiento que encuentra eco favorable en las fuerzas
armadas, y de manera especial en los momentos de crisis y de conflictos
en una sociedad de clases. Onganía, sostiene el general Alejandro
Lanusse, se inspiraba en el falangismo español. (1977, 23.)
Como había sucedido en los siglos XVI y XVII, durante la Contrarreforma,
el poder autoritario controla los detalles más insignificantes de
la vida cotidiana: desde la forma de una malla de baño hasta la
altura de una pollera femenina. Las relaciones heterosexuales y
mucho más las homosexuales -la policía se ensaña con todos aquellos
que trasgreden las normas tradicionales y dispone de una legislación
que la autoriza a intervenir y a vejar a los seres humanos- son
motivo de ordenamientos estrictos y bien delimitados. Dar un beso
a una mujer en sitio público es considerado un delito. Usar barba
y pelo largo, tal vez por la
identificación con los guerrilleros cubanos, lo consideran subversivo.
Ernesto Deira, un prestigioso pintor, es arrestado y rapado en una
comisaría por transgredir esas normas, las que, por otra parte,
no figuran en ningún código u ordenanza. Agustín Lanusse, un militar,
confirmando lo que hemos expuesto, alude a la acción del gobierno
de Onganía y lo hace de la siguiente manera: "Ese gobierno, empeñado
en medir desde el comportamiento de la gente en la calle hasta las
dimensiones de [la] ropa femenina y las características de las mallas
de baño". (Lanusse, 1977, 23.)
Libros, películas y todas las manifestaciones artísticas que no
coincidan, según las autoridades, con el pensamiento "occidental
y cristiano", una abstracción nunca bien definida, son sistemáticamente
prohibidas o censuradas. La paranoia oficial llega en muchos casos
al absurdo subrealista. Se impide en esos días, por caso, la puesta
en escena de la ópera Bomarzo del compositor argentino Alberto Ginastera,
ópera basada en la novela del mismo nombre de Manuel Mujica Lainez,
estrenada ya en los Estados Unidos y con varios premios internacionales.
Inserto en el mencionado proceso de represión generalizada, en los
primeros días de su gestión, en julio de 1966, la "Revolución Argentina"
interviene la Universidad y se producen los episodios de violencia
que pasan a la historia como "la noche de los bastones largos".
La policía irrumpe en los claustros universitarios a sangre y fuego,
golpea y detiene a profesores y alumnos que se oponen a la intervención
policial y al fin de la autonomía. Particularmente violenta fue
la represión de las tropas de la Guardia de Infantería en la Facultad
de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. La irracionalidad
y brutalidad de los hechos -de ninguna manera un eufemismo- y los
métodos puestos en práctica por las fuerzas del orden serán considerados
más tarde como un grandísimo error cometido por los colaboradores
del régimen militar. Así lo reconoce, años más tarde, Mariano N.
Castex, en ese momento asesor presidencial, en El Escorial de Onganía,
título de un libro que, sin ninguna duda, es al mismo tiempo una
definición ideológica de su gobierno. (Castex, 1981, 104.)
A partir de entonces, la represión no encuentra límites.4 Con el
fin preciso de impedir la defensa de los presos políticos detenidos
por la policía, el general Onganía, y por intermedio de su secretario
de Justicia, sanciona el decreto por el cual modifica la práctica
habitual del habeas corpas. La reglamentación, lo reconoce Roberto
Roth, funcionario entonces de la dictadura, "prácticamente destruía
la institución, los derechos más elementales de nuestra Carta Magna".
(Roth, 1980.) Pero, en el camino de la represión, no es todo. En
marzo de 1967, por el denominado Servicio Civil de Defensa, permiten
la movilización de los adversarios políticos del régimen, pudiendo
éstos ser convocados, así lo determinan, "cuando los intereses vitales
y la integridad del Estado se vean amenazados". Es, lo reconocen
analistas políticos, la proyección de la ley 13.234 de 1948 que
autoriza al gobierno a convocar militarmente a empleados y obreros
en caso de huelga o de alteración del orden público.
"La 'derecha' de la extrema izquierda y la 'izquierda' de la extrema
derecha"
Es necesario referirnos ahora, aunque más no sea en pocas líneas,
a la organización guerrillera Montoneros. En cuanto al origen de
este grupo, cuyas cabezas principales provienen del catolicismo
de derecha, neofalangistas, rosistas agrega Rouquié, se ha dicho
que reciben en un primer momento el apoyo de un sector del gobierno
que sostiene a la "Revolución Argentina". Sea como fuere, lo cierto
es que el ministro del Interior, general Imaz, recibe en su despacho
al jefe de una organización nacionalista similar, Tacuara, antisemita
y partidaria de la violencia más desenfrenada. Mariano N. Castex,
ya mencionado, por cierto que al corriente de muchos de los secretos
y de la acción de los militares instalados en el poder, sugiere
-más que sugerir afirma- las relaciones entre el poder y los ultras.
"¿Quién armó, instigó y organizó a los montoneros? Es un hecho que
para enfrentar a la guerrilla de izquierda hubo en todas partes
del mundo organizaciones de derecha que se armaron para responder
al desafío. Las hay todavía y el derecho en que se fundan constituye
el arma más peligrosa de la civilización contemporánea: la doctrina
de Paulus y de Ulpiano. ¿Acaso no existe la posibilidad, si se analiza
la organización 'montoneros' a fondo, de que partiendo de un frente
de derecha con motivos justificables, sus dirigentes -desbocados
y rebelados- hayan podido independizarse cambiando de vereda? El
tema vale una cuidadosa reflexión a nivel de aquellos que teniendo
acceso a informaciones reservadas acerca del origen de todas estas
organizaciones afectas al caos, pueden legar a la posteridad argentina
documentación seria que en el futuro aclare debidamente el pasado."
Por otra parte, y no es del caso profundizar aquí la cuestión, recordemos
la acción de grupos similares en la Alemania prenazi, ultraderechistas
pero con un aparente lenguaje de izquierda. Grupos, al decir de
Jean Pierre Faye, que hacen viable "la propagación de los vaivenes
entre los dos puntos más paradójicos: entre la 'derecha' de la extrema
izquierda y la 'izquierda' de la extrema derecha. (Faye, 1974, 627.)
Joseph Goebbels en unos artículos periodísticos de 1925, les advierte
a sus lectores sobre "el carácter proletario acentuado del Movimiento"
nacionalsocialista, su "señalado -agrega- carácter socialista",
su "carácter -insiste- revolucionario". En otra oportunidad, dos
años más tarde, asegura Goebbels que el nacionalsocialismo hace
una llamada al hombre de la calle, "habla su lenguaje", "hablamos
-insiste- la lengua del pueblo". (Faye, 1974, 758.) Como bien lo
indican los historiadores de los orígenes del nazismo, Nacionalsocialistas
Revolucionarios del "Frente Negro", Nacionalistas socialrevolucionarios
de La Nación Socialista, Nacionalrevolucionarios del Pionero y de
Subversión, los camaradas, en fin, de Resistencia se asocian con
el exclusivo fin de establecer una política "socialista y nacionalrevolucionaria".
Esos grupos están, insistimos, en la extrema derecha de la izquierda.
En la realidad argentina de esa década, los ejemplos abundan. En
los siguientes párrafos de una carta enviada por un grupo de montoneros
presos en una cárcel, fechada el 15 de enero de 1970, advertimos
muchos de los argumentos de los nazis alemanes de la década de 1920.
Le señalan a su destinatario, el escritor J. J. Hernández Arregui,
lo siguiente:
"Los etiquetadores de todo y los fiscales de café, nos llaman 'foquistas',
'pequeños burgueses suicidas', 'voluntaristas' y otras yerbas, en
su afán por aplicar calificativos que no respondan a nuestra realidad
política y social. Algunos afirmaron que despreciamos el papel de
la clase trabajadora... esos imbéciles no han visto nuestras manos
callosas y nos suponen tan inútiles como ellos. No han visto nuestras
manos sucias de pólvora y sangre, que es la única forma de tener
limpia la conciencia en América latina. Y como son incapaces de
ver más allá de su pedantería libresca y de su método científico
y su revolución con escuadra y tiralíneas, nos llaman todas esas
cosas." (Hernández Arregui, 1973, 548.)
De todas maneras, la experiencia y la práctica, los intereses creados,
imponen, bien lo señala Juan José Sebreli en Los deseos imaginarios
del peronismo, diferencias esenciales entre el hecho argentino y
el incendio que produce en Europa el fascismo. Por otra parte, y
son palabras de Guido di Telia, funcionario en 1975 de Isabel Perón,
"las fantasías acerca del potencial revolucionario del peronismo
parecen bastante carentes de fundamento".
Pero no queremos dejar este aspecto de la historia reciente del
país sin señalar la similitud de tres textos doctrinarios. El primero
corresponde al teórico nazi Ernst Krieck y pertenece a su libro
Estado total vólkish y educación nacional, impreso en Heidelberg
en 1933. Se trata, por cierto, de la doctrina oficial de la Alemania
totalitarista. Leamos atentamente:
"En lo referente al siglo burgués, que ha introducido la separación
del pueblo y del Estado en el concepto y la realidad, que ha reducido
al pueblo a la abulia, a una esencia incapaz de actuar, es también
significativo que haya hecho del Estado un órgano social más entre
otros, una posición del Todo entre otras. 'El Estado total', el
verdadero 'Estado popular' es la misma e inmediata 'Totalidad vólkische'
por el hecho de que a partir del ser simple llega al acto de querer,
a la acción creadora de la historia, al poder y a la política."
El segundo texto reúne afirmaciones de Hernández Arregui expuestas
en su libro La formación de la conciencia nacional. Dice el autor
aludido:
"Una cultura nacional, base espiritual de la unificación del país,
es sin que se anulen en su seno las oposiciones de clase, participación
común en la misma lengua, en los usos y costumbres, organización
económica, territorio, clima, composición étnica, vestidos, utensilios,
sistemas artísticos, tradiciones arraigadas en el tiempo y repetidas
por las generaciones; bailes, representaciones folklóricas primordiales,
etcétera, que por ser creaciones colectivas, nacidas en un paisaje
y en una asociación de símbolos históricos, condensan las características
espirituales de la comunidad entera, sus creencias morales, sistemas
de la familia, etcétera." (Hernández Arregui, 1973, 47.)
Se trata, indudablemente, de posiciones similares a las de los teóricos
nacionalsocialistas. Las mismas que expone Juan Pablo Feinmann en
Estudios sobre el peronismo, un estudio laudatorio que asocia las
figuras de Rosas y Perón. Observa este autor lo siguiente:
"El peronismo constituye un ejemplo luminoso de esta situación:
las mayorías populares, el 17 de octubre, irrumpieron nuevamente
en nuestra historia para quebrar su rumbo y para teñirla con la
épica jocunda de sus consignas victoriosas. Surgía también un nuevo
Estado, el Estado Nacional Popular, cuya legitimidad más profunda
anclaba en la movilización de las mayorías y la autonomía de la
Nación. Estado, Pueblo v Nación volvían de ese modo, a integrarse
en una totalidad instrumental y política que es condición insoslayable
en los procesos de liberación en los países periféricos. Y otro
modelo de Estado, hegemónico hasta entonces en nuestra patria, era
cuestionado en profundidad: el Estado liberal, cuya oscura historia,
que es la de su ilegitimidad, vamos a contar aquí [...] Para lo
que no sirvió jamás, fue para integrar al pueblo a ese proyecto."
(Feinmann, 1983, 78.)
Aclaradas algunas de las características de la ideología posterior
a 1966, debemos seguidamente referirnos a otros aspectos del período
que nos ocupa, y de manera especial al orden represivo que impone
el Estado autoritario, rígidamente sistemático. En el fondo la posición
expuesta, de manera especial la de los dos últimos autores citados,
es típicamente conservadora. Haciendo nuestras las opiniones de
Karl Mannheim, en cierto sentido, el conservadurismo nació del tradicionalismo,
es, sin más, tradicionalismo hecho consciente.
Autoritarismo y represión sexual
Después de los comentarios anteriores sobre algunos aspectos de
la realidad del país, debemos volver al análisis y exposición de
las violencias y los controles sociales. En primer lugar recordemos
la sistemática represión sexual y el control de las relaciones más
íntimas del ser humano. El hecho, lo hemos señalado, tiene sus antecedentes
en otros períodos autoritarios de la Argentina, de manera especial
durante el transcurso de las presidencias de Uriburu y de Perón.
En el corto período de Arturo Illia (1963-1966) la presión deja
de tener vigencia, observándose una distensión en ese aspecto de
las relaciones humanas.
A partir de Onganía (28 de junio de 1966 - 8 de junio de 1970),
las cosas cambian. Pues bien, señalamos a continuación, en lo referente
a la ciudad de Buenos Aires, algunas de las pautas y controles que
se dan a la vida cotidiana, pautas que se inspiran en la "acción
moralizadora" de la Iglesia, institución que Hernández Arregui,
deformando con toda intención la verdad, cree que en la Argentina
propugna una política liberal. No olvidemos que las normas represivas
sexuales, así fue siempre, constituyen una de las características
más esenciales del pensamiento autoritario y conservador.
La ordenanza de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires del
27 de julio de 1966 decide que "los integrantes de orquestas, sus
vocalistas, los locutores y artistas que actúan en números de variedades
en cabarets, boites, salones anexos, bares nocturnos, casas de baile,
salas de baile y locales donde se ejecute música y/o canto, con
o sin intercalación de números de variedades, no podrán alternar
con el público concurrente". Otra disposición del mismo día y año
determina la luz que debe haber en los salones de baile. "La visibilidad
deberá ser tal que en todo el ámbito del lugar y desde cualquier
ángulo del local, se pueda apreciar con absoluta certeza la diferencia
de sexo de los concurrentes." (Anales de Legislación Argentina,
Buenos Aires, 1966, n° XXVI-B.)Se trata del temor al sexo y del
orden impuesto por el puritanismo represivo. Con certeza lo señala
en 1973 un extenso informe preparado por el Foro de Buenos Aires
por la Vigencia de los Derechos Humanos al aludir a la tortura.
Onganía, escriben, era un puritano "y los únicos desórdenes que
le preocuparon fueron los sexuales, aunque asumieran la forma inocente
de un beso en las plazas públicas".
Se delimitan con precisión escolástica los límites de lo lícito
e ilícito. Las normas abundan y también la puesta en práctica de
las mismas. En una ordenanza municipal del 12 de enero de 1967 se
enuncian los estrictos preceptos del Estado y las prohibiciones
a que son sometidos los habitantes de la ciudad de Buenos Aires,
las mismas que en general rigen en todo el país, la organización
antisexual que obra en "resguardo de la moral o buenas costumbres".
He aquí, el texto represivo del artículo 26 de la norma mencionada:
"En los espectáculos públicos: La infracción a la reglamentación
sobre calificación, restricciones, acción, lenguaje, argumento,
vestimenta, desnudez, personificación, impresos, transmisiones,
grabaciones o gráficos, en resguardo de la moral o buenas costumbres,
o que tiendan a disminuir el respeto que merecen las creencias o
instituciones religiosas o lesionen el sentido de la dignidad humana
y de la libertad de cultos, en los espectáculos y diversiones, será
penado con multa de $.10.000, y/o arresto hasta 30 días, y/o clausura
hasta 90 días." (Anales de Legislación Argentina, Buenos Aires,
1967, t. XXVII-A.)
Para el orden militar, el abstracto y nunca definido "modo de vida
occidental y cristiano", es decir, traduciéndolo, el mantenimiento
del poder autoritario, significa entre otras cosas que la población
lleve una existencia "moral", que rechace el placer de la carne.
Por esa razón prohíben todo lo que incite al sexo, desterrándolo
del universo ascético que desean construir. Pero el asombro no encuentra
límites. La ordenanza mencionada en segundo lugar, un texto característico
de la paranoia oficial represiva, prohíbe y sin definir los alcances,
las publicaciones "que resulten inmorales". Pero aun van más lejos
en la acción, llegan en muchos casos al delirio. Veamos. Condenan,
entonces, y lo decimos con las palabras de la disposición municipal,
"la fabricación, preparación, exhibición, venta o tenencia de sustancias,
drogas o aparatos para usar con fines de placer". Sorprende en el
enunciado, por otra parte esquemático y breve, la confusión que
puede determinar, el amplio margen de maniobra, en los funcionarios
(inspectores, policía) encargados de hacer cumplir la ordenanza.
Sea como fuere, lo cierto es que sustituyen, sin duda, el goce y
lo condenan con penas temporales que reemplazan, lo señalamos al
referirnos a otros momentos del país, el temor tradicional a los
castigos divinos, los del infierno. Por otra parte, debemos insistir
en el hecho, como bien observa Reich, cada vez que se incrementa
la presión económica sobre las masas trabajadoras, suele fortalecerse
también la presión moralizadora y compulsiva. "Esto sólo puede tener
la función de prevenir una rebelión de las masas trabajadoras contra
la presión social, mediante una intensificación de sus sentimientos
de culpabilidad sexual y su dependencia del orden constituido."
(Reich, 1980, 149-150.) Es la tensión, siempre ha sido así, entre
el orden autoritario y la libertad, una situación que resuelven
mediante la negación de toda actitud que consideran racional.
Una constante del autoritarismo argentino, el antisemitismo siempre
latente se manifiesta en diversos campos de las actividades del
país. Son frecuentes entonces los atentados a las sinagogas y a
los sitios de reunión de la colectividad judía. Se impone, por otra
parte, la discriminación de los judíos en los altos cargos oficiales.
Un antisemitismo que en ocasiones llega al ridículo y nos recuerda
los certificados de "pureza de sangre" de la España de los siglos
XVI al XIX o las investigaciones de los nazis en la Alemania de
Adolfo Hitler. En junio de 1970, a pocos días de producirse el derrocamiento
del general Juan Carlos Onganía y en los momentos en que asume la
presidencia de facto el general Marcelo Levinston, el semanario
Primera Plana da a conocer en su primera página -se nos ocurre que
un agregado de último momento dispuesto y ordenado desde la Junta
de Comandantes- la supuesta o real genealogía del militar argentino,
confeccionada indudablemente por un especialista, descendiente,
indican, de una antigua familia de la nobleza de Inglaterra. La
intención es bien clara: desean alejar toda suspicacia sobre el
posible origen judío del nuevo presidente que imponían los militares.
La violencia física
Y también, por cierto, encontramos la violencia física. Así, en
un país y en una sociedad descreída, en medio de las contradicciones
políticas, los controles de todo tipo sobre la vida cotidiana y
asimismo de las más variadas reacciones (sucesos de Córdoba y Rosario
en mayo de 1969), en determinado momento se incrementan la represión
y la tortura. Y si bien la magnitud de los hechos no alcanza los
mismos niveles de los observados en la segunda mitad de la siguiente
década, en el período de la Revolución Argentina el ejército y la
policía dan muerte a más de treinta personas. Lo hacen, así lo señalan
en esos días las denuncias públicas, "como consecuencia de la represión
contra manifestaciones pacíficas y desarmadas". La acusación corresponde
al Foro de Buenos Aires por la Vigencia de los Derechos Humanos
y está fechada en 1973, en los momentos previos a la entrega del
poder por parte de las autoridades militares. He aquí uno de los
hechos referidos:
"Al cumplirse el tercer aniversario de la instalación de la dictadura
de Onganía, la C.G.T. de los Argentinos, dirigida por Raimundo Ongaro,
convoca a manifestaciones de repudio a la policía de los monopolios.
Una de esas columnas, en Capital Federal, el 27 de junio de 1969
al llegar a plaza Once es interceptada por la Policía Federal y
dispersada con el habitual empleo de gases lacrimógenos. Mientras
los manifestantes se repliegan, de un coche particular descienden
cuatro policías de civil (presuntos integrantes de Coordinación
Federal) y persiguen al ex secretario general del Sindicato de Prensa,
y dirigente de la izquierda revolucionaria, Emilio Mariano Jáuregui
hasta que lo ultiman a balazos en la calle... El diario La Prensa
controvirtió la versión oficial de que Jáuregui disparó contra sus
victimarios y demostró, en cambio, que el dirigente fue asesinado
cuando estaba caído en el suelo, por disparos hechos casi a quemarropa."
(Proceso, 1973, 129.)Al llegar a este punto, es necesario referirnos
a las torturas impuestas a los detenidos sociales y políticos, una
práctica, por otra parte, frecuente para obtener confesiones a presuntos
delincuentes comunes. Como bien se ha advertido con referencia a
la barbarie nazi, los excesos son perpetrados en todos los casos
por personas individuales, pero son aprobados, estimulados y hasta
provocados por todo el sistema. (Kaminski, 1940, 143.) La represión
sangrienta, las muertes y torturas, de ninguna manera puede atribuirse,
como señalamos en otros casos, al sadismo de los menos; es la resultante
de una política y también de una tradición hondamente arraigada
en las fuerzas armadas y en la policía. Reside, entre otros hechos,
en la creencia de que son defensores de la verdad de turno, la única
posible para ellos.
Golpes, violaciones, castigos y descargas eléctricas en el cuerpo
constituyen en esos días las prácticas más comunes del brazo armado
del poder. Los casos conocidos se multiplican a partir de la pérdida
de la escasa base de sustentación del régimen, siempre ocurre así
en los sistemas autoritarios, y, de manera especial, luego del "Cordobazo"
de mayo de 1969. Desarrollan todo un sistema, perfectamente organizado,
para injuriar en su dignidad humana a los detenidos, sean éstos
hombres o mujeres, para destruirlos física y psíquicamente y colocarlos
bajo la voluntad del verdugo.
Un informe preparado en 1973 sobre la represión en la Argentina
a partir de 1966, determina cuáles eran los castigos corporales
más frecuentes:
"La variedad de castigos corporales incluye 'innovaciones' tales
como el 'teléfono' (golpear con ambas palmas de la mano, al unísono,
en los oídos), pero sin olvidar las patadas (especialmente en los
órganos vitales y sexuales), trompadas (espalda, cabeza, costillas
y vientre). 'Reanimar' a los detenidos significa en el lenguaje
de los torturadores colocar a la víctima frente a un ventilador
para que recobre el conocimiento y proseguir con los castigos corporales.
La golpiza sólo se detiene cuando el detenido es una masa informe
y sanguinolenta, o bien los golpes son dosificados progresivamente
para aumentar la intensidad de la tortura." (Proceso, 1973, 145.)
Como venía ocurriendo desde mediados de la década de 1930, la picana
eléctrica, con los terribles efectos de sus descargas, constituye
uno de los métodos preferidos por los torturadores. A diferencia
de lo observado a partir de 1975, aproximadamente, en muy pocos
casos el personal encargado de los tormentos cubre los ojos de sus
víctimas. No les importa, o creen que eso no es posible, ser reconocidos.
El informe del ya mencionado Foro de Buenos Aires señala el hecho
de que en muchos casos tampoco les preocupa ocultar las dependencias
oficiales donde cumplen su misión: Oficina de Informaciones de la
Jefatura, seccional 10? de policía (ciudad de Córdoba), Departamento
Central de Policía, comisaría 23, comisaría 19 (Capital Federal),
etcétera. Todos ellos están seguros de la impunidad.
En todos los casos, los testimonios de los detenidos son suficientemente
explicativos y en esencia no varían de otros. Tomamos al azar párrafos
de tres declaraciones. Los primeros corresponden a Adela Jorge.
"[...] Me colocaron sobre una mesa y me estaquearon. Comenzaron
a picanearme en los senos, en los órganos genitales, piernas y estómago,
y en el ano. Me tiraban del cabello, pedí por favor que no continuaran.
Siguieron picaneándome, se me paralizó una pierna, me pegaban en
ella, comencé a sentir unas puntadas muy fuertes en el lado izquierdo
del pecho, en la espalda y en los órganos genitales. Sin embargo,
siguieron torturándome; para que no gritara me pasaban la picana
por la boca. Me amenazaron con dejarme estéril para toda la vida,
que iban a destrozarme, que tomarían represalias contra mi familia.
Me decían las más horribles obscenidades que jamás escuché [...]"
(Proceso, 1973, 148.)
Y los siguientes son de Jorge Eduardo Rulli.
"[...] El que me picaneaba era un anormal, una hiena, se reía todo
el tiempo. Antes de empezar dijo: 'Qué lástima que lo tenemos que
picanear enseguida. Cómo me hubiera gustado romperle el culo primero,
ya que está atadito, así'. Lo repitió varias veces de diferentes
maneras. Ésta es la peor humillación que te podes imaginar [...]
La electricidad me hacía saltar como enloquecido. Las contorsiones
me hincharon a reventar las manos atadas y me provocaron una lesión
de columna [...]" (Proceso, 1973, 149.)
Por último, la experiencia de Elda Frascetti de Colautti.
"[...] Ponen música con volumen muy alto y amenazan con matarme.
Encienden la picana y comienzan a pasármela por el cuerpo, pechos,
cuello, axilas, ingle, vagina, los dedos de los pies y las manos,
la planta del pie, la boca. Esto continúa por veinte o treinta minutos,
me tiran de los cabellos, me insultan, me interrogan y ponen una
grabación, además de una cinta con una persona riéndose permanentemente
[...]" (Proceso, 1973, 148.)
El sadismo de los verdugos llega muchas veces a los límites de la
patología sexual. "Es el complejo de inferioridad de los anormales
sexuales -escribe H. E. Kaminski- el que reacciona con los tormentos
y martirios de víctimas inocentes, provocando en los verdugos sentimientos
de voluptuosidad que no son capaces de experimentar de otro modo."
En ese sentido, las aberraciones, vejaciones y violaciones son frecuentes
en las casas de tortura y la lectura de los testimonios causa '
verdadero espanto. "Este aspecto de la tortura -denuncia el Foro
de Buenos Aires- representa la crisis total de un sistema al que
ya no le alcanza la opresión disimulada; es la grieta por donde
se manifiesta la verdad menos evidente de la represión." La característica
de los verdugos es justamente la ausencia de todas las contenciones
morales, actitud que ponen al servicio de un orden político autoritario
o totalitario. Basados en la idea de que el poder estatal está por
encima de la sociedad, del conjunto de la población, creen racionalmente
que todo está permitido.
A Emilio Brigante, detenido en Mendoza, luego de golpearlo, de ser
picaneado, le introdujeron "una lapicera en el ano" y a Mirta Miguens
de Molina, son sus palabras, "el mango de un plumero". A las palabras
soeces, a los constantes manoseos, se suman otros hechos. Emma Debenedetti,
detenida en Coordinación Federal, recuerda tiempo después: "Cuando
no me pasaban la picana uno de ellos me manoseaba el pecho y después
varios me metieron los dedos en la vagina".Y Ana Berrante de Oberlín,
torturada en la ciudad de Rosario, en abril de 1972, es precisa
en sus recuerdos del sadismo verbal y de las vejaciones físicas
a que es sometida. He aquí parte de sus palabras, uno de los testimonios
más patéticos del período que estudiamos:
"[...] Me atan los tobillos y las muñecas y comienzan a picanearme,
especialmente en los senos, los genitales, las axilas y la boca.
Alternan la picana con manoseos, masturbación, todo el tiempo me
insultan y me dicen las groserías más repugnantes. Tratan de destruirme
diciéndome que mi marido ha muerto, que era una 'cornuda', que mi
esposo era homosexual y que había abandonado a sus hijos, que no
había pensado en mis padres y cosas por el estilo [...] El torturador
insistía en que lo insultara y me provocaba diciéndome que seguramente
yo estaba pensando que era un sádico y que llamaría 'manoseo' a
lo que estaba haciendo. Pero que me equivocaba: él era un científico,
por eso acompañaba todas sus acciones con explicaciones acerca de
mi conformación física, mi resistencia, los fundamentos de los distintos
métodos, especialmente de los que él llamaba 'técnicas sexuales'
[...] Esa noche el interrogatorio versó, entre otros temas, sobre
las relaciones sexuales que mantenía con mi esposo con todas las
variantes que este tema sugería [...] De todo lo que sufrí, lo más
repugnante e inolvidable son las vejaciones que el pudor me impide
relatar en detalle [...] Lo más desesperante es la sensación de
total impotencia." (Proceso, 1973, 150.)
1976-1983: "Se rompen diques y barreras; la vida y la muerte se
juegan en aras de la victoria"
La ideología autoritaria se manifiesta de manera mucho más vehemente
en los años posteriores a 1974, lindando ésta, en algunos casos,
con el totalitarismo. Sectores políticos y grupos de poder, algunos
con el control de la fuerza del Estado y otros con el dominio demagógico,
niegan al ser humano toda posibilidad de elección política y se
manifiestan depositarios de la verdad absoluta. Ese proceso, debemos
insistir una vez más en lo expuesto en las páginas anteriores, tenía
y tiene raíces muy profundas en la Argentina. Por un lado, y con
referencia a las fuerzas armadas, el verticalismo irracional está
ya presente a fines del siglo XIX a la sombra de la influencia prusiana
(White, 1982), sumándose más tarde, como elemento coadyuvante, en
el marco de la alianza con los sectores económicos, el temor a los
movimientos obreros socialistas y libertarios. Las academias e institutos
militares conforman en los jóvenes alumnos y en los oficiales una
mentalidad autoritaria a la par de señalarles que están predestinados
a salvar al país de cualquier peligro interno o externo. Por otra
parte, es necesario decirlo, la creencia popular suele compartir
en gran medida esa afirmación interesada y, sutilmente inducida
por los grupos de poder, se manifiesta a través de las más variadas
expresiones. Nos encontramos nuevamente con el atractivo nacionalista
que es similar, si bien en otra perspectiva, al que despierta el
nazismo en las masas populares de Alemania. Con razón se ha sostenido,
y así lo demuestra la realidad, que ningún régimen autoritario o
totalitario puede existir sin cierta dosis de apoyo popular. Opuestamente,
en los países donde la presión democrática es fuerte y organizada,
los grupos económicos propensos, posiblemente, a apoyar a la extrema
derecha en defensa de sus intereses, advierten que esas aspiraciones
son inútiles. Y no olvidemos, por otra parte, que siempre que cualquier
tipo de fascismo o de mentalidad autoritaria se hace carne en la
población, ésta suele dirigir sus miradas al ejército como un baluarte
de la "decencia y la legalidad". (Ebenstein, 1965, 81.) "El grado
de 'politización' del ejército que sea capaz de lograr un movimiento
totalitario indica también hasta qué punto se ha hecho totalitaria
la sociedad misma" (Friedrich y Brzezinski, 1976, 443). Se ha sostenido
una y otra vez y con razón que el fascismo, todo movimiento autoritario,
traspasa siempre a los grupos sociales: "los ricos industriales
y terratenientes lo apoyan por alguna razón, la clase media inferior
por otra, los psicópatas y los criminales por otra muy distinta
[...] No obstante, en términos de base psicológica implícita, lo
que el fascismo busca en los grupos sociales es el gran denominador
común de la frustración, el resentimiento y la inseguridad (Ebenstein,
1965, 74). De allí, pues, las acciones de tipo chauvinista y la
búsqueda de "chivos emisarios", actitudes que encuentran gran resonancia
entre amplios sectores de la población sujeta a esos sistemas políticos.
En efecto, qué puede esperarse de la inducción de ideales y símbolos
afectivos. La misión del Ejército, leemos en la Cartilla militar
que se distribuye en 1938 a todos los soldados conscriptos, es la
defensa de la nación, "tanto contra los enemigos exteriores como
contra los enemigos interiores, es la misión del ejército". Ante
todo, habría que saber cuáles son esos enemigos exteriores e interiores
a los que alude la Cartilla militar de 1938. Nada sabemos, pero
podemos conjeturar, teniendo en cuenta la preocupación de la derecha
y del nacionalismo, que tienen presente a determinados países vecinos
-Brasil y Chile- y a los sectores obreros más radicalizados, movilizados
en esos momentos en defensa de la República Española agredida por
el fascismo. En éste como en otros aspectos, advertimos que esa
posición tiene muchos puntos de contacto con la doctrina desarrollada
a comienzos de siglo por la Liga Patriótica y más tarde por la Legión
Cívica, antecedentes, en gran medida, de la doctrina de la Seguridad
Nacional expuesta en la década de 1970. De esa suerte, el ejército
y los sectores de más poder económico se convierten en aliados,
y estrechan filas sobre objetivos comunes, en un movimiento destinado
a reprimir. Por lo demás, la compra de armas es un hecho que superpone
a otros y domina toda la cuestión. Siempre tienen presente, lo sugieren
por intermedio de los medios de comunicación, la política armamentista
de los presuntos enemigos. Ese proceso va, asimismo, acompañado
por una involución interna apoyada en el chauvinismo y en la mentalidad
autoritaria que va apoderándose de amplios sectores de la población
argentina, civiles y militares. En 1918, por caso, el coronel Carlos
Smith, jefe del Regimiento 10 de Infantería, anuncia desde las páginas
de un manifiesto que titula ¡Al pueblo de mi patria! que sin el
poder de la fuerza y sin el "pueblo en armas", el país hubiese sido
"presa de la voracidad" de las naciones vecinas. Las siguientes
son parte de sus palabras: "Sin el ejército, sin el pueblo en armas,
sin nuestros acorazados, sin nuestros arsenales repletos de fusiles
y cañones, la República Argentina habría sido presa de la voracidad
de esos vecinos que, sin embargo, no desperdician oportunidad para
cantar a nuestro diapasón himnos a la paz y a la solidaridad americana".
Y no olvidemos, siempre fue así, que las reacciones de los unos
no pueden aclararse sin las iniciativas de los otros, y viceversa.
Hacía ya años que estos hechos veníanse dando así. Por otra parte,
y repetimos una pregunta expuesta por nosotros en otra oportunidad,
¿hasta qué punto los intereses de algunas potencias, vendedoras
de armas no promueven en los países periféricos enfrentamientos
ficticios?
Advertimos, pues, que ya en algunas décadas anteriores están presentes
y bien precisados los elementos autoritarios que predominarán más
tarde. Finalmente, en ese orden de consideraciones, debemos añadir
que poco a poco el lenguaje militar se impone para designar aspectos
de la vida civil que no tendrían por qué estar contaminados por
el mismo. En efecto, en las últimas décadas algunos partidos políticos
y sindicatos obreros, por ejemplo, utilizan los términos "conductor",
"estrategia", "espíritu combativo", "comando superior", "apoyo logístico"
y otros similares para calificar actitudes o denunciar a sus autoridades.
También, pensemos en la palabra "agresivo" -la persona que ataca
violentamente de palabra o de obra, define el diccionario- en su
connotación argentina. "Vendedor agresivo" es aquel que logra imponer
su mercancía a un tercero. Y, de hecho, ese lenguaje refleja la
personalidad autoritaria, larvada o manifiesta, de gran parte de
la población. Una síntesis individual y el reflejo del mundo exterior
que nos rodea a todos.
La mencionada tendencia, de ninguna manera nueva en el país, adquiere
relevancia entre los años 1976 y 1983. Se refleja, asimismo, en
el creciente interés que adquiere en la Argentina la obra y las
ideas de Von Clausewitz, teórico alemán de la guerra e integrante,
en las primeras décadas del siglo XIX, de la Escuela de Estado Mayor
de Prusia. Partidario de los sistemas políticos más retrógrados,
para él, Francia representa un grupo de ideas -la Ilustración, la
Revolución Francesa, la emancipación de los judíos, el liberalismo,
el individualismo, la representación popular- que rechaza en nombre
del patriotismo alemán.
A este respecto, y en una asociación similar a la del teórico alemán
de la guerra, resulta expresivo y revelador que en la Argentina,
mucho antes de la década de 1970, periodistas, políticos y gremialistas
mencionen las palabras y las ideas del militar prusiano con intención
laudatoria. Con todo, es menester indicar que esa costumbre adquiere
mayores proporciones en los momentos de las disputas territoriales
con Gran Bretaña y Chile. Gran parte de la población del país vive
en esos días en un constante estado de tensión interno y externo,
libera su efectividad, inducida por los medios de comunicación.
Un estado de tensión que tiene su base de sustentación en el ya
mencionado chauvinismo nacionalista y conjuga con el lenguaje que
todos venían escuchando desde la niñez; nos referimos a la simplificación
interesada de los símbolos de la nacionalidad forjada desde las
aulas escolares, "sin batallas, sin caídos, sin banderas ensangrentadas,
sin modestos y obtusos y generosos prójimos que dieran su vida por
los jefes, el patriotismo se convertiría en algo tan aburridamente
razonable y tan difícilmente manipulable por el Estado que dejaríamos
a buen seguro de hablar de él." Son palabras del escritor español
Fernando Savater, expuestas en un discurso pronunciado en Euskadi
con motivo del congreso de las organizaciones pacifistas y de derechos
humanos (La Razón, Buenos Aires, 30 de junio de 1930).
Desde ese punto de vista es significativo que el general de división
argentino Alcides López Aufran, militar que interviene en los enfrentamientos
internos de la década de 1960 por la conquista del poder, defina
al autor de De la guerra como "filósofo" y lo considera, son sus
palabras, "una de las cumbres (sic) del pensamiento humano" (La
Nación, Buenos Aires, 25 de agosto de 1980). Pero no es todo; agrega
que la guerra, es decir la violencia, constituye la actividad más
importante y noble del ser humano. Y sostiene, inspirado en Von
Clausewitz: "La guerra, en una palabra, es la más destacada de las
formas de transformación de la sociedad... La guerra es una parte
de la política, uno de sus elementos, algunas veces, el argumento
final." La guerra y la muerte. ¿Es preciso aclarar el sentido último
y brutal de esas palabras? Y en ellas encuentran puntos de convergencia
amplios sectores de los ultras. Por entonces, el mismo año, una
universidad privada no confesional, organiza en la ciudad de Buenos
Aires unas jornadas en homenaje al autor de De la guerra, e intervienen
en las mismas militares y civiles. Era, sin duda, ¿lo es?, la tendencia
general de la sociedad argentina y que, tradicionalmente, se viene
inculcando a los jóvenes en los institutos militares y en las escuelas
civiles. Los menos, aquellos que esperan hallar la respuesta en
el pensamiento racional, están, por lo general, aislados en medio
de la euforia chauvinista que subordina al ser humano a los intereses
del "movimiento nacional", e impone el consenso acrítico y la obediencia.
"Es evidente -escribe Adolfo Hitler en Mi luchad- que todo debe
subordinarse al interés de la nación."
Conocemos hechos y a ellos pasamos a referirnos. En el transcurso
de la década de 1970 y en sus momentos previos, como consecuencia
de los enfrentamientos de las fuerzas armadas con los guerrilleros
cristianos-marxo-peronistas y con los grupos del ERP y de las FAL,
los militares reviven el viejo profesionalismo combatiente (Druetta,
1983, 109) e imponen como doctrina nacional, la ideología autoritaria
que venía delineándose a partir del derrocamiento del gobierno constitucional
de Arturo Illia, en 1966. El general Osiris Villegas, defensor ante
los tribunales militares en 1985 de su par Ramón J. Camps, sostiene,
y en ello coincide con muchos, que las fuerzas armadas constituyen
la "última reserva de la nacionalidad". ¿Es necesario aclarar el
sentido estricto de esas palabras? Las mismas expresan, sin ninguna
duda, proviniendo de quien provienen, tanto como decenas de páginas
explicativas.
Pero no es todo. Poco antes del golpe de Estado del 24 de marzo
de 1976, solicitado y recibido con agrado por la inmensa mayoría,
y dentro de la misma línea de pensamiento, daban a conocer desde
las páginas de un impreso perteneciente al Círculo Militar -institución
que asocia a miembros del ejército- la opinión casi oficial sobre
el papel que en esos momentos cumplían los integrantes de las fuerzas
armadas. Sin duda, la misma era la generalizada creencia mesiánica.
Al mismo tiempo, no debe sorprendernos, exponen la defensa irracional
de la violencia en términos que bien podían suscribir, cambiando
las palabras sobre los destinatarios y partícipes del mensaje, otros
sectores, en este caso civiles, del espectro ideológico. Se dice,
entre otras cosas:
"Lo que nos pasa a los argentinos es que tantos años de paz nos
han apoltronado... gracias a Dios, no han apoltronado a los cuadros
de nuestro Ejército, que en cada momento está brindando ejemplos
de coraje, de resolución y de capacidad combativa. Es probable que
se hayan apoltronado las mentes débiles, contaminadas por sutiles
y variadas propagandas ideológicas, que han posibilitado la acción
de bandas de alienados. Pero esa muchachada sana, física y moralmente,
representada con virilidad por los oficiales y suboficiales jóvenes...,
¡bendito sea Dios!, lejos está de haberse apoltronado." (Citado
por Druetta, 1983, 131.)
La "capacidad combativa" incluía claramente el aniquilamiento del
adversario ideológico. Pero, sin duda, abarcaba mucho más. Abarcaba
en ese caso el silencio y la imposición del terror a los otros.
Pero no es todo. Los matices de aquellas opiniones suelen aludir,
y en una posición que en esencia no difiere de la de los sectores
conservadores que actúan a comienzos del siglo XX, a la permanencia
de la tradición y a la defensa de los "valores de la nacionalidad".
Y recurrimos nuevamente a las palabras del general Osiris Villegas,
expuestas en este caso con motivo de celebrarse el 26 de abril de
1980 el Día de la Caballería. "Unidos por afinidades preexistentes
-dice-, doctrinalmente amalgamados, educados en la metodología del
esfuerzo y del amor al peligro, como hidalgos de la vieja raza,
cada día más rara, nos autoconvocamos para rendir este homenaje
evocativo, propio de la institución castrense. Todo ese conjunto
nos permite traer el recuerdo emocionado de nuestros jinetes, de
todas las jerarquías, caballeros de sable y lanza, que han caído
en acto de servicio." (Revista informativa de Caballería, n. 3,
1981.)
Entre esas cualidades de la "raza" (?) incluye la superioridad,
el dominio de la verdad, la autosuficiencia, el poder de imponer
al resto de la población, es decir a los que no son "hidalgos" ni
manejan el control de la muerte, los "estilos de vida" que ellos
creen más adecuados. Aquí, en la Argentina, parece sostener, las
reglas que necesitamos para guiar nuestras vidas las señalan los
"caballeros" e "hidalgos".
No es el motivo de estas páginas estudiar, ni aun someramente, el
proceso político y económico que a partir de las elecciones constitucionales
de 1973, transpuesta ya la etapa del autoritarismo anterior, desemboca
nuevamente en la dictadura. Una dictadura dispuesta ahora a aniquilar
para siempre a los adversarios, fuesen éstos presuntos o reales.
Pocas voces, la memoria colectiva es frágil, se alzaron entonces
para detener la barbarie. El silencio y la media palabra señalan,
al menos por un tiempo, la conformidad. Prólogo macabro a los miles
de asesinatos y vejaciones que se sumarán a los ya cometidos en
el país, el comunicado número 13 de la Junta de Comandantes hace
un llamado, el 24 de marzo de 1976, a la juventud. "El futuro de
la tarea que emprenderán las Fuerzas Armadas estará materializado
en un futuro más próspero, más digno y más justo. Nuestra juventud
de hoy -agregan-será la destinataria y la beneficiaría de ese mañana
mejor que construiremos con la colaboración de todos los argentinos."
(La Nación, Buenos Aires, 25 de marzo de 1976.) La realidad es conocida
y sus resultados constituyen hoy una triste y trágica herencia.
"Miles de personas fueron privadas de su libertad, torturadas y
muertas como resultado de la aplicación de esos procedimientos inspirados
en la totalitaria doctrina de la Seguridad Nacional." Así lo manifiesta
sin eufemismos el decreto número 158 del año 1983 que ordena someter
a juicio sumario a todos los integrantes de las juntas militares.
Cuatro años antes, el 29 de mayo de 1979, con motivo de cumplirse
el aniversario de la creación del Ejército Argentino, el teniente
general Roberto Viola, en directa referencia a las secuelas de la
guerra antisubversiva, expresa que esa acción tuvo "una dimensión
distinta del valor de la vida". Y también, ahora en alusión a su
presente, advierte: "Se rompen diques y barreras; la vida y la muerte
se juegan en aras de la victoria. Lo peor no es perder la vida.
Lo peor es perder la guerra. Por eso el ejército, recuperado hoy
ese valor de la vida, puede decirle al país: hemos cumplido nuestra
misión. Ésa es la única y creemos suficiente explicación. El precio
el país lo conoce y el ejército también. Esta guerra, como todas,
deja una secuela, tremendas heridas que el tiempo, y solamente el
tiempo, puede restañar. Ellas están dadas por las bajas producidas;
los muertos, los heridos, los detenidos, los ausentes para siempre".
Determina, así, de manera indudable, y acepta entre líneas que se
cometieron excesos y se rompieron barreras. También, indirectamente,
lo reconoce la ley 22.068 que establece que podrá declararse el
presunto fallecimiento de la persona cuya desaparición del lugar
de su domicilio o residencia, sin que de ella se hubiese tenido
noticia, hubiese sido denunciada entre el 6 de noviembre de 1974
(fecha en que se impone el estado de sitio) y el 12 de septiembre
de 1979, día de su promulgación (Organización de Estados Americanos
1980, 137). Esto nos lleva a suponer que el período aludido fue
el de máxima represión. En un esfuerzo por ser claros, en la comunicación
que el Ministerio del Interior envía entonces al presidente de la
República, se observa que la ley tiene como objetivo principal "regular
la situación que aflige a un cierto número de familias argentinas,
motivada por la ausencia prolongada y el destino de algunos de sus
integrantes, como consecuencia de los eventos que afrontó nuestro
país en el pasado reciente". ¿Es necesaria más claridad para leer
entre líneas? No se trata, obviamente, de los fallecimientos en
actos guerrilleros. El destino al que aluden no puede ser otro que
los asesinatos ocurridos en los campos de concentración o chupaderos
de las fuerzas represivas. En vista de esa situación, a nadie sorprenderá
que en el mes de abril de 1982, así lo registra la mayor parte de
la prensa periódica de Buenos Aires, el vicario castrense, monseñor
Medina, sostiene que "algunas veces la represión física es necesaria,
es obligatoria y, como tal, es lícita".
Y no olvidemos, por último, que el terrorismo de estado encuentra
sus defensores más comprometidos en ciertos funcionarios, militares
e industriales extranjeros que visitan el país. Un año y pocos meses
antes del conflicto con Gran Bretaña, en noviembre de 1980, el mayor
general de ejército inglés Richard Clutterbuck, especialista en
temas sobre el terrorismo, afirma que en la Argentina "no se percibe
represión policial alguna". Y continúa diciendo: "He visitado a
Buenos Aires, a Córdoba; he hablado en cuatro universidades; he
conversado con muchos periodistas y no advierto que haya represión"
(La Nación, Buenos Aires, 20 de noviembre de 1980). Y unos meses
antes, el 28 de julio de 1980, Peter Francis Lobkowicz, delegado
de las industrias Krupp, sostiene conceptos similares y agrega que
no importa la muerte de 10.000 seres humanos -alude a la represión
oficial- si con ello se salva la sociedad. Su admiración por el
Ejército Argentino se manifiesta en el obsequio al mismo de una
estatua de san Ignacio de Loyola "porque -dice- simboliza un poco
a la Argentina" (La Nación, Buenos Aires, 28 de julio de 1980).
Por entonces, precisamente el 1? de setiembre del mismo año, uno
de los delegados al Cuarto Congreso Anticomunista realizado con
el auspicio oficial en el Teatro Municipal General San Martín de
la ciudad de Buenos Aires y presidido por el entonces general Carlos
Suárez Masón, dijo: "estamos en permanente lucha bajo el lema de
que el único comunista bueno que va a haber en el país (El Salvador)
va a ser el comunista muerto". Paradójicamente, lo informa un artículo
publicado en julio de 1981 por el periódico estadounidense The New
York Times, Rusia y la Argentina se alían mutuamente en esos días
en las organizaciones internacionales contra lo que consideran una
interferencia de terceros en su política sobre derechos humanos.
La Comisión Nacional Sobre la Desaparición de las Personas (creada
por decisión del presidente Raúl Alfonsín, poco después de asumir
la primera magistratura del país, el 15 de diciembre de 1983) sustentada
en el testimonio de miles de testigos que expusieron sobre sus trágicas
experiencias, las propias y las de sus familiares, señala en 1984
el silencio y el desinterés de la mayoría de la población sobre
esos hechos. Si bien pudo desconocerse la magnitud de los hechos,
de ninguna manera pudieron ignorar -eran testigos- el orden represivo
impuesto y la acción del poder para controlar los menores detalles
de la vida cotidiana. Es más, puestas en boca de muchos se escuchaban
con frecuencia las palabras "por algo debe ser" para justificar
la detención de un vecino o un compañero de trabajo, muchas veces
motivada no por razones ideológicas sino por averiguación de antecedentes
-todos los pobladores eran culpables de algún delito- o por no llevar
consigo ninguna documentación identificatoria. Decenas de miles
de habitantes debieron soportar dos o más días de detención en una
comisaría debido a una simple sospecha o, en la mayor parte de los
casos, como parte de la campaña de terror emprendida sistemáticamente.
Con el silencio y el temor de muchos, encontramos, asimismo, a los
grupos defensores de los derechos humanos y la activa campaña que
emprendieron, con el riesgo de sus vidas y de su libertad, durante
los años del Proceso: Liga Argentina por los Derechos del Hombre,
Servicio Paz y Justicia, Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos,
Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, Familiares de Desaparecidos
y Detenidos por Razones Políticas, Abuelas de Plaza de Mayo, Madres
de Plaza de Mayo, Centro de Estudios Legales y Sociales.
"Los argentinos somos derechos y humanos" se repite en 1978 y 1979
una y otra vez por los medios de comunicación y puede leerse la
frase en las lunetas de los automóviles y en las ventanas de las
casas y departamentos. Son los momentos de la presencia en el país
de los miembros de la Comisión Internacional de los Derechos Humanos
de la Organización de Estados Americanos y de observadores extranjeros.
Es la agresión externa, la del imperialismo y del capital foráneo,
dicen,
contra los "valores" nacionales. "La Comisión -escriben sus miembros
en 1980- pudo palpar durante la visita cierta indiferencia en algunos
sectores de la opinión pública." (Organización de Estados Americanos
1980, 135.)
Pero es posible decirlo mejor todavía, y es que por lógica, sin
ninguna duda, la moral exclusivamente utilitaria e individualista
inculcada desde el poder, una acción que no es reciente, se muestra
intolerante y en el mejor de los casos indiferente ante las agresiones
a los derechos humanos. Y no solo no se compromete en la defensa
de los militantes políticos, tampoco en la de aquellos que trasgreden
las reglas de la sexualidad considerada, por decirlo así, como "normal".
No es necesario volver a insistir en el hecho de que la represión,
todos los tipos de represión, están profundamente arraigados en
la sociedad argentina. Con insistencia se trató de aniquilar por
todos los modos posibles cualquier expresión racional e independiente,
condicionando por todos los medios, mecánicamente se ha observado,
desde las escuelas y los medios de comunicación "la enseñanza de
ideales y símbolos emocionalizados, mediante la planeación y coordinación
de los ambientes, los equipos de trabajo y los juegos, y después
mediante una propaganda inteligente" (Mannheim 1963, 335). A este
proceso de fusión y coordinación, suman la doctrina de los "valores
más altos", los de la "tradición" o los ya aludidos de la "civilización
occidental y cristiana" (todos ellos formas indudables de infalibilidad),
en sustento de los cuales justifican la censura y toda clase de
represión y violencia.
En esto, pues, estriba el carácter autoritario de un amplio sector
de la población. Es posible mencionar numerosos casos sobre una
situación que en gran medida motiva el desinterés en analizar las
causas más profundas del autoritarismo. ¿Por qué esto? Sobre todo,
quizá sea debido al hecho de que es más simple y menos complicado
practicar el olvido, y ese ejercicio se ha observado con suma frecuencia.
Por otra parte, tal como son las cosas, suele caerse en lo anecdótico
y superficial. En ese aspecto, y frente a los problemas que afectan
a nuestra realidad y que interfieren en el logro de la felicidad
individualgenuina, una y otra vez sectores políticos y confesionales
acusan al sistema constitucional de fomentar la pornografía ("democracia
pornográfica", dicen con referencia a la mayor permisibilidad en
las relaciones cotidianas y dejan a un lado las deformaciones propias
de una sociedad alienante que considera a la mujer como un simple
objeto sexual).
Tal, pues, la escena. Expuesto lo anterior, debemos ahora desarrollar
otros aspectos que revelan los excesos y la condición del ser humano
en la década de 1970. Nos referimos a la desprotección de la sociedad
argentina y a la intolerancia oficial. A esa realidad alude, como
antes lo habían hecho los defensores de los derechos humanos que
actuaron en el país y en el exterior.5 El Informe de la Comisión
Nacional Sobre la Desaparición de Personas, basado en la abundante
documentación reunida, observa diversos aspectos de la "caza de
brujas":
"En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la desproporción,
el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que fuese, pudiese
caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de unos el
miedo sobrecogedor y de otros una tendencia consciente o inconsciente
a justificar el horror: 'por algo será', se murmuraba en voz baja,
como queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables dioses,
mirando como apestados a los hijos o padres del desaparecido. Sentimientos,
sin embargo vacilantes, porque se sabía de tantos que habían sido
tragados por aquel abismo sin fondo sin ser culpables de nada; porque
la lucha contra los 'subversivos', con la tendencia que tiene toda
caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una represión
demencialmente generalizada, porque el epíteto de subversivo tenía
un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico,
encabezado por calificaciones como 'marxismo-leninismo', 'apatridas',
'materialistas y ateos', 'enemigos de los valores occidentales y
cristianos', todo era posible; desde gente que propiciaba una revolución
social hasta adolescentes sensibles que iban a villas miseria para
ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes sindicales
que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían
sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran
adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a
profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes
que habían llevado las enseñanzas de Cristo a las barriadas miserables.
Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente
que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados
bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera
de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque
éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban
antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores."
(Comisión Nacional, 1984, 10.)
Lo Comisión Nacional Sobre Desaparición de Personas, por otra parte,
comprobó la muerte de gran cantidad de personas, adolescentes y
adultos, su número no fue precisado hasta hoy con exactitud; previamente
detenidas y luego exterminadas en los sitios de confinamiento, con
ocultación de la identidad de las mismas. El general Agustín Lanusse
relató a la Cámara Federal una anécdota realmente macabra al responder
a una pregunta sobre Elena Holmberg, presuntamente asesinada. Enrique
Holmberg, hermano de ésta, y el general Guillermo Suárez Masón,
cuenta el ex presidente de facto, concurrieron juntos a la Unidad
Regional de Tigre de la Policía Federal, con motivo del hallazgo
de un cadáver que podía ser el de la diplomática desaparecida poco
tiempo antes. Suárez Masón, agrega Lanusse, recrimina al policía
que los había atendido por no habérsele comunicado la aparición
de ese cadáver. El jefe de la Unidad, un comisario, le responde
entonces a quemarropa, es posible que ignorando la identidad del
acompañante del militar: "No se olvide, general, que ya son más
de ocho mil los cadáveres que ustedes han tirado al río". (La Razón,
14 de mayo de 1985.)
Las víctimas, entre las que se encuentran los asesinados, torturados
y detenidos, pertenecen a los más diversos campos de la actividad
social, y se discriminan de la siguiente manera:
%
obreros 30,2
estudiantes 21,0
empleados 17,9
profesionales 10,7
docentes 5,7
autónomos y varios 5,0
amas de casa 3,8
conscriptos y personal subalterno de las
FF. de seguridad 2,5
periodistas 1,6
actores, artistas, etc. 1,3
religiosos 0,3
Fuentes: CONADEP. Bs. As., 1984, p. 480.
Los secuestrados eran conducidos a alguno de los 340 centros clandestinos
de detención, no pocos de ellos acondicionados previamente con ese
fin y pertenecientes a las fuerzas de seguridad o a las fuerzas
armadas.
"Esos centros clandestinos estaban dirigidos por altos oficiales
de las FF.AA. y de seguridad. Los detenidos eran alojados en condiciones
infrahumanas, sometidos a toda clase de tormentos y humillaciones.
De las investigaciones realizadas hasta el momento (1984), surge
la nómina provisoria de 1.300 personas que fueron vistas en algunos
de los centros clandestinos, antes de su definitiva desaparición."
(Informe de la Comisión Sobre la Desaparición de Personas, 1984,
479.)
Los defensores de la "civilización occidental y cristiana" no trepidan
en violar y vejar sexualmente a mujeres y hombres. Una y otra vez
los relatos de los testigos que declaran ante la Cámara Federal
que enjuicia a los comandantes en jefe, mencionan hechos de esa
naturaleza. Asimismo lo registran las denuncias expuestas a la Comisión
Nacional Sobre la Desaparición de Personas y lo señalan las publicaciones
de las distintas organizaciones defensoras de los derechos humanos.
"No me toques, porque me violaron en la tortura, por atrás y por
adelante", dice una joven de dieciséis años, que nunca reapareció
-informa Horacio Verbitsky-, cuando su compañero de infortunio Pablo
Díaz quiso tomarla cariñosamente de la mano. (El Periodista, Buenos
Aires, n° 36, 17 al 23 de mayo de 1985.)
Los órganos sexuales y el ano de hombres y mujeres son los sitios
preferidos para aplicar la picana eléctrica. Ideología y, ahora,
sí, sadismo, se asocian estrechamente. A esos hechos debemos sumar,
en algunos casos, el componente religioso. La psicología ha estudiado
las relaciones íntimas entre el misticismo, la voluptuosidad y los
refinamientos más crueles. Lo observamos en la patología de algunos
creyentes de los siglos XVI y XVII y en la acción de los Inquisidores
contra lo que consideran una desviación de las normas morales o
religiosas. Los campos de concentración nazis, por caso, registran
las más crueles atrocidades en ese sentido.
"El 1O de julio de 1933 fue sometido el comerciante Max Margoliner,
de Breslau, en la casa parda de su ciudad natal, a torturas sádicas,
de cuyas consecuencias murió dos meses después. Un informe de testigo
presencial aparecido en el Saarbrueckener Volkstimme, cuenta: 'Los
inhumanos sujetos hicieron girar en el ano de la víctima, que había
perdido el conocimiento, un resorte en espiral. .. En el hospital
estuvo ocho semanas en el agua, porque no podía sentarse sin quedar
echado." (Kaminski, 1940, 149.)
En otros casos durante los interrogatorios los S.S. obligaban a
dos presos a masturbarse mutuamente, obligándolos luego a lamer
el uno la eyaculación del otro (Kaminski, 1940, 151).
Norma Ungaro, testigo de las crueldades del Proceso, registra Verbitsky,
cuenta que uno de los torturadores era un místico que recitaba la
Biblia y a quien sus compañeros denominaban El Cura. Por otra parte,
todos los miembros del gobierno militar concurren con frecuencia
a la iglesia y hacen profesión de fe religiosa; es más, directa
o indirectamente se declaran cruzados del catolicismo. "Yo soy un
hombre religioso, soy incapaz de hacerle mal a nadie", le dijo Videla,
"tomándolo de la mano", al rabino Marshal Meyer al visitarlo éste
con motivo de la detención del periodista Jacobo Timerman, cruelmente
torturado días antes. (La Razón, Buenos Aires, 4 de mayo de 1985.)
El sexo y la tortura a los presos políticos podían ir a la par.
El relato pertenece a Jacobo Timerman y fue expuesto bajo juramento,
el viernes 3 de mayo de 1985, en la Cámara Federal. Cuenta que durante
su estada en el centro clandestino de detención "Coti Martínez",
tuvo ocasión de ver al periodista Rafael Perrota. Con ese motivo
relata cómo usaban sexualmente a tres prisioneras.
"Una noche empezaron a limpiar todo y a prepararse para una gran
fiesta. Yo oí decir eso porque estaba en esa habitación, allí donde
estaba la oficina de los oficiales, de la administración, y oí que
venía gente de Campo de Mayo. Decían: preparen todo para los coroneles.
Tenían tres chicas muy hermosas para usarlas sexualmente -y las
usaban- en la fiesta. Pero yo estaba justo en el lugar al lado del
pasillo que daba a la puerta, de modo que veía quién entraba y quién
salía, a menos que me vendaran, pero escuchaba. Escuché cómo lo
torturaban a Perrota. Entonces me sacaron de ahí, y, por error,
uno de los guardias dijo: llévenlo a la celda de las chicas. Entonces
me llevaron a una pequeña celda que había sido de las chicas pero
a ellas las habían movido a otra. Y esa estaba reservada para Perrota.
Estando yo solo entró Perrota -lo conocía desde mucho tiempo atrás-
y estaba completamente loco, muy golpeado, desvariaba, me dijo:
tengo frío, me levantaron en la calle, necesito una latita para
orinar. Esas eran casi las únicas cosas que decía. Después dijo:
parece que hay fiesta; deben estar con las chicas gozando una linda
fiesta." (La Razón, Buenos Aires, 4 de mayo de 1985.)
Desarrollado así, de un modo apresurado, el tramo de la barbarie
que se impone en el país a partir de 1976, nos resta aludir a otra
actitud que también es de violencia. Es necesario decirlo, de violencia,
sin sangre e impuesta en esos días por los "formadores de la opinión
pública". El hecho, pronto lo veremos mejor, alude al control de
la información que llega a la masa, de ningún modo a la élite económica
y de poder. Se trata de imponer una ideología antiintelectualista,
irracional y de mitos que pertenecen al poder del país. Las olimpíadas
de Munich de 1936, en momentos de pleno auge del nazismo, tienen
su equivalente en el campeonato mundial de fútbol realizado en 1978
en la Argentina. Dos situaciones distintas y un mismo fin: la apelación
subversiva a los afectos de la que nos habla Walter Benjamín y,
asimismo, justificar el poder por medios irracionales.
El totalitarismo y la mentalidad autoritaria silencian todo análisis
crítico y toda información que pueda interferir en el dominio que
ejercen sobre el pueblo. Esa actitud la advertimos generalmente
en regímenes populistas y en países donde las relaciones son de
tipo feudal y paternalista, con un fuerte arraigo de la ortodoxia
religiosa. Se trata, en síntesis, de sumar al sometimiento sustentado
en la organización familiar y en la moral, el silencio sobre algunos
aspectos de lo que ocurre en otras áreas del mundo. Un equivalente
del sociocentrismo y del etnocentrismo fomentado en los siglos XVII
y XVIII y que se proyecta en la ideología y en la praxis de lo que
denominan "folklore nacional". Lo expuesto puede advertirse en las
Naciones Unidas al suspenderse el 17 de diciembre de 1982 por 107
votos a favor, 13 en contra y 13 abstenciones, la puesta en marcha
de transmisiones televisivas internacionales directas vía satélite
no reguladas y originadas en países industrializados. La oposición,
obviamente, parte de los gobiernos de las naciones del denominado
Tercer Mundo, las de América, Asia y África, regidas por los más
variados y opuestos intereses. Tirios y troyanos, una vez más, se
ponen de acuerdo. La intención de imponer el aislamiento, un aislamiento
que tiene su equivalente en la Alemania nazi o en la Rusia de Stalin,
es bien clara y la expresa sin eufemismo de ninguna índole un diplomático
latinoamericano con las siguientes y expresivas palabras que apuntan
a la esencia misma de los hechos: "por el grave peligro -dice- que
presupone para nuestra cultura, nuestro orden político-económico,
es decir, para nuestra sociedad, esta transmisión televisiva no
regulada". Son términos que entonces podían oírse, y sin el derecho
a ninguna réplica, en la Argentina. Las mismas, palabras más o menos,
que sostiene el régimen teocrático de Jomeini en Irán.
¿Constituye, pues, un peligro el conocimiento de los valores racionales
de Occidente para la miseria y el hambre de millones de seres humanos
imposibilitados de estudiar y tener conciencia de la cultura, de
los valores heredados? ¿O, si se prefiere, recordando la propuesta
ya mencionada en un capítulo anterior de un jesuita del siglo XVIII,
esperan y desean que "permanezcan humildes y sencillos pues para
las mariposas y mosquitos no hay mayor peligro que el brillo de
la vela encendida"? Los segregan, diciéndolo en pocas palabras,
de la cultura entendida como las realizaciones genéricas y universales
del espíritu humano, la única posible y racional. Tratan, por razones
obvias, de folklorizarlos. Indudablemente, ésta es otra de las violencias
que suman a la tortura, tanto o mas peligrosa que la anterior, pues
lleva en sí el deseo de que la población inducida acepte, como algo
natural, la violencia física ejercida contra los heterodoxos o los
disidentes del sistema.
Pero eso no es todo. Poco tiempo antes, en los momentos posteriores
al conflicto armado sostenido con Gran Bretaña, el secretario de
Cultura de la Argentina, profesor Julio César Gancedo, al aludir
a los países de América Latina señalaba su convencimiento de que
más que un continente conforma "un contenido de valores". Palabras
similares podemos encontrar en los escritos de los teóricos del
nazismo y del fascismo. En Mi lucha, de Adolfo Hitler, puede leerse
la siguiente afirmación, similar a tantas otras contemporáneas de
la derecha o de la autotitulada izquierda nacional: "La nacionalización
de nuestras masas sólo se llevará a efecto cuando con el decidido
combate por el alma de nuestro pueblo sus enfermedades internacionales
sean aniquiladas... Quien desee liberar al pueblo alemán de las
manifestaciones y vicios presentes que le son originariamente ajenos,
deberá en primer lugar eliminar al excitador extranjero causante
de tales manifestaciones y vicios".
En lo que hace a la Argentina y en general a América Latina, ese
atomismo expuesto por los que propician el "diálogo de las culturas",
es decir, de una conformación estática de la dimensión humana -situación
similar a la observada en el romanticismo-, llega a situaciones
típicamente paranoicas al ser expuesto por los grupos de poder.
Revitalizando las teorías de los antropólogos culturales que sirvieron
de base a la derecha autoritaria de Europa, sostienen la necesidad
de revivir el pasado. Un pasado, observan, que debe constituir el
muro o la barrera para evitar todo cambio en las estructuras sociales
y económicas. Es indispensable, sostienen, cortar de raíz toda influencia
que pueda llegar de los países más evolucionados y evitar de esa
manera la "igualación cultural". "Entre nosotros -escribe Marco
Denevi, escritor argentino, y lo hace en momentos de máxima euforia
chauvinista con motivo de la ocupación militar de las Malvinas-
la moral privada todavía era sana, era sana la sexualidad y era
fuerte la familia, pero había que proclamar la crisis de las tres
porque tal cosa ocurría en Europa y no debíamos ser menos". También
por esos días, Abelardo Arias, de la misma nacionalidad y ocupación
que el anterior, en una carta que envía al diario La Nación solicita
que se suprima la enseñanza del idioma inglés y del francés en los
colegios de segunda enseñanza. Y agrega, con el preciso fin de refirmar
su propuesta: "En ningún país europeo se enseña oficialmente el
español. Renunciemos entonces, a nuestra actitud colonial. Es hora
-continúa diciendo- que reconozcamos nuestra relación física y espiritual
con América Latina".
En suma, nos encontramos con el lenguaje totalitario y con un chauvinismo
infantil, actitudes en las que coinciden la prensa tradicional de
derecha, el populismo y parte de la "izquierda". Como señala Luz
Winckler al estudiar La función social del lenguaje fascista, se
pone de manifiesto la decadencia física y moral del enemigo. Para
los militares del Proceso y para gran parte de la población inducida
a expresarse de determinada manera, los británicos son herejes y
corruptos. Se trata, en el fondo, no sólo de una acción destinada
a incorporar al país un territorio insular, también de una "cruzada"
de la catolicidad. Un militar argentino, el coronel Esteban Solís,
declaraba en abril de 1982 que los soldados británicos de la Royal
Marine leían revistas pornográficas, consumían drogas y tenían,
son sus palabras, "ciertos artefactos que nos hizo especular (sic)
en la práctica de la homosexualidad". Por otra parte, capellanes
militares señalaban a los combatientes que iban a enfrentarse con
disidentes religiosos, enemigos de la Iglesia.
Podemos afirmar, en suma, que el autoritarismo impuesto en la Argentina
a lo largo de la década de 1970 es la culminación de un largo proceso
que comienza mucho antes. Encontramos sus raíces en el carácter
totalitario de la organización familiar, en las ortodoxias secularizadas
de la realidad que se imponen en la enseñanza -en la civil y en
la militar-, en los temores que en los sectores de poder producen
las crisis de una sociedad en cambio. Así pues, la agresividad contra
terceros se le ofrece al orden establecido como una alternativa
válida para silenciar a los heterodoxos y a los disidentes; para
imponer, ya lo hemos señalado, el terror al resto de la población.
Ahora bien, en el plano estricto de la realidad y, concretamente,
en lo referente a la imposición de suplicios y torturas, la barbarie,
ya lo hemos señalado, no es obra exclusiva de sádicos o paranoicos.
Una y otra vez se alude, en los informes de los testigos que declararon
ante la Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas y, meses
más tarde, en la Cámara Federal que enjuicia a los comandantes en
jefe, a la ideología autoritaria y fascista de los represores. Se
debe decir también que los miembros de las bandas asesinas se reclutaban
entre los simpatizantes de esas ideologías y exhibían en los llaveros
cruces esvásticas y en los brazos brazaletes similares a los del
nazismo. El racismo antijudío estaba a la orden del día. Lo testimonia,
por caso, Jacobo Timerman y lo confirman los sobrevivientes de las
cárceles del Proceso. Armando Luccina, un ex policía que denuncia
los crímenes que se habían cometido en Coordinación Federal, informa
a la justicia que los policías torturadores decían que "cuando se
terminen los judíos, se termina la subversión". La condición de
judío significó para los presos del Proceso un agravamiento de sus
infiernos, un castigo adicional por el hecho de no haber sido -un
deseo frustrado-, "chivos expiatorios" ante la opinión pública.
Tal vez, la realidad internacional no permitió que éste haya sido
el deseo de no pocos de los integrantes de la reacción fascista
instalada en el poder.
Podemos decir que los hechos anteriores constituyen algunos de los
segmentos del pasado y del presente que debemos rechazar. Pero esa
acción no tendrá, efectivamente, sino una influencia mínima si no
se producen cambios en la mentalidad de los sectores de poder. De
todas maneras debemos mantener la fe en la historia. Esa antítesis,
la historia, recordaba Simone de Beauvoir, de la naturaleza y de
su imagen cíclica del tiempo, del símbolo de la rueda que desea
terminar con la idea de progreso y favorecer la sabiduría quietista.
"La evidente repetición de inviernos y veranos hace irrisoria la
idea de revolución y manifiesta lo eterno." (Beauvoir, 1983, 138.)
Y, en virtud de este ruego que tantos han hecho y racionalizado,
más allá de las visiones catastróficas o salvacionistas, recordemos
las palabras expuestas por el historiador belga Henri Pirenne y
recogidas por Marc Bloch en Apologie de l'histoire ou Métier d'historien,
apuntes redactados poco antes de ser fusilado por los nazis: "Si
yo fuera un anticuario sólo me gustaría ver las cosas viejas. Pero
soy un historiador y por eso amo la vida".
BIBLIOGRAFÍA
GENERAL
Acosta, José, S. J. De procurando indorum saluta. Madrid, Ediciones
España Misionera, 1952.
Adolescentes detenidos-desaparecidos. Buenos Aires, Centro de Estudios
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