Historia pública y privada de la Iglesia Católica Argentina


Olga Wornat

1. Mi tío, el entregador

La ciudad habitada por espectros y verdugos no lo paralizó.
El rostro del hermano desaparecido, el llanto de su madre y los tres años de búsqueda eran, en esa madrugada, su único impulso. Como un sonámbulo caminó hacia el encuentro que había atormentado sus días y sus noches. Instantes después, un despacho adusto y sagrado, se transformaría para él en la antesala del infierno. Sin embargo, en el desvelo, no era consciente de la vorágine que se le avecinaba. Cuando Jesús María Tito Plaza ingresó sigiloso por el portón de chapa verde de la calle 53, no había amanecido.
Veinticuatro horas antes había aterrizado en Ezeiza, en un vuelo procedente de México. No había hablado con nadie, no quiso comprometer a nadie. No había podido pegar un ojo en toda la noche. Con pasos erráticos transitó las calles que hacía años habían ardido inflamadas de pasiones y utopías. Olió cada ladrillo, cada esquina, cada ventana. Como un niño perdido buscó vestigios de aquellas huellas y de aquellas risas. Pero ahora, allí sólo se respiraba la acidez de la muerte.
Eran las seis de la mañana del 2 de julio de 1979. En la ciudad de La Plata una luz tenue reflejaba en el cielo encapotado las ramas desnudas de los tilos de plaza Moreno. Las estatuas empapadas en rocío, antiguas cómplices de amoríos adolescentes, se erguían amenazantes. Un auto negro sin patente que pasó raudo alertó sus sentidos. Albergaba sentimientos ambiguos. Una mezcla de temor y rabia le revolvía las entrañas y desgarraba cada centímetro de su piel y de sus huesos.
En la lejana infancia había aprendido que ese portón de chapa verde que ahora tenía frente sus ojos, era la entrada secreta que conducía hasta el despacho de su tío, monseñor Antonio José Plaza, poderoso arzobispo de la ciudad. Aquel que en los encuentros familiares saludaba a sus cinco sobrinos, hijos de su hermano Jesús, con una seca y cortante bofetada. Cada vez que Tito recordaba ese gesto, sentía como antaño una oleada de rechazo y repugnancia.
Subió la escalera y se deslizó en la habitación como un fugitivo. Cerró la puerta despacio. Cuidó cada movimiento como si todo hubiera estado perfectamente calculado, pero no era así. La cabeza le estallaba y las manos le transpiraban. Se acercó a la ventana. Buscó en los árboles de la plaza un abrazo que lo alejara del infortunio.
Todo a su alrededor le resultaba ajeno. Sobre el pesado escritorio de roble había un portarretrato con la imagen de Santa Teresa de Jesús, por la que su tío profesaba pública devoción. Detrás, sobresalía el majestuoso sillón episcopal tapizado en terciopelo violeta. Un Cristo de bronce sobre una cruz de madera pendía de la pared opuesta. Se apoyó en una esquina del escritorio, cruzó las piernas y esperó.
Una hora y media después lo estremeció el ruido del ascensor. Tuvo el arrebato de salir corriendo, de perderse para siempre. Pero pensó en su hermano. Una y otra vez, en décimas de segundos, la absurda tragedia que había desintegrado a su familia hizo flashes en su mente. Respiró hondo y clavó la mirada en el picaporte. La puerta se abrió de un golpe.
De sotana negra, soberbio pectoral de plata y anillo de oro con gema oscura, apareció uno de los hombres más influyentes de la Iglesia Católica Argentina del siglo XX y, en ese momento, Capellán de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
Se observaron con la ligereza del vuelo de un mosquito.
La robusta figura del tío, con la barriga abultada, se paralizó apenas traspuso el umbral. La penumbra desnudó un rostro abotargado: la mandíbula apretada, el ceño oprimido, sofocado por la sorpresa. Las aletas de la nariz se agitaron tensas. El grueso cristal de los anteojos bifocales, de marco negro y opaco, ocultaba una mirada tan oscura como el ropaje. Y aquellas manos regordetas, que en casi cincuenta años de sacerdocio habían sabido mostrarse dadivosas y enérgicas, se bloquearon repentinamente.
Esa mañana, monseñor creyó ver un fantasma. Tenía frente a sí al abogado de presos políticos que llevaba su mismo apellido. Y que creía haberse sacado de encima en agosto de 1976, cuando, amenazado de muerte por los militares, Tito había partido al exilio.
–¿Qué haces acá?– lo increpó.
–¿Qué hiciste con el Bocha?– respondió Tito, atropellando sus palabras.
–A tu hermano lo mataron los Montoneros...
–¿Quién te dio la información? ¿Cómo lo sabes?
Durante los cuatro minutos que duró el diálogo, el arzobispo nunca lo miró a los ojos. Ambos estaban parados en la mitad de la sala. Tiesos. Y el clima se olía intimidante, sobrecargado.
–Me lo dijo mi amigo, el general Camps...
–Sos un traidor, me das asco. La hiciste rezar a mamá todos estos años diciéndole que mi hermano estaba vivo, que iba a volver. Y vos sabías que estaba muerto...
Monseñor Plaza no contestó. Fijó su mirada de reptil en la ventana y un rictus inconfesable le congeló la cara.
–Queremos el cadáver. Mamá quiere darle cristiana sepultura....– insistió el sobrino.
–Ándate, salí de acá ya. A ver si te pasa lo mismo que le pasó a tu hermano– lo amenazó Plaza.
Dicho esto, el arzobispo giró su cuerpo violentamente. De espaldas a su sobrino, liquidó la conversación sin pronunciar una palabra más. Afloró en el aire un silencio filoso como una navaja. Todo había sido dicho. ¿Qué más hacía falta? ¿Qué otra frase podía hacer cambiar el destino de sombras?
Tito salió con el paso rápido por el mismo pasaje secreto que conocía desde la infancia. Temblaba por dentro. El hábito negro de su tío le había atravesado el corazón como una estaca. Bajó las escaleras corriendo y traspuso el portón. Salía con la fría confirmación de que su hermano había sido asesinado. Y algo peor aún: que su tío, el enviado de Cristo sobre la Tierra, había sido el entregador. No tenía dudas. Ni una sola. ¿Por qué iba a tenerlas? Los ojos esquivos del hermano de su padre, la mueca de su boca... No creyó en la absurda versión de que los Montoneros habían matado al Bocha. Conocía de memoria el argumento repetido hasta el cansancio por los usurpadores del poder, por los asesinos. El mismo que enarbolaba ahora su tío.
Juan Domingo el Bocha Plaza, conocido militante peronista de La Plata, había sido secuestrado el 16 de septiembre de 1976, a las doce del mediodía, a quince cuadras de la Curia. Dos horas antes se había entrevistado con el arzobispo, para pedirle ayuda. Hacía un año que el Bocha vivía en la clandestinidad, con el ejército pisándole los talones.
El aire helado de la mañana se le incrustó en la cara y sus ojos parecían dos aros de fuego. Tito caminó a los tumbos varias cuadras. Empezaba a clarear sobre la ciudad semidesierta. La encrucijada comenzaba a abrirse y sintió ganas de vomitar. Lo invadieron sensaciones extremas, inmanejables. Pasos que lo seguían, voces que lo nombraban, miradas inquisidoras.
La vida le volvió a pasar frente a los ojos como un rayo: una película en blanco y negro del cine mudo. Su padre, su madre, su hermano. Los años lejanos de la niñez. Los amores compartidos en la adolescencia. Los sueños colectivos. La revolución y los Montoneros. Perón o muerte. La impiadosa locura del final. Su imagen desdibujada y la memoria convertida en un engrudo de fantasmas.
Giró la cabeza y miró hacia atrás por última vez. Las cúpulas inconclusas de la Catedral de La Plata le parecieron espadas enterradas en el cielo. La frase de despedida de su tío le taladraba aún los tímpanos.
–Ándate, salí de acá y a. A ver si te pasa lo mismo que le pasó a tu hermano...
Le sonaba como un disparo en la mitad de la noche.
¿Qué misterioso impulso llevó a Juan Domingo Plaza a recurrir a su tío para salir del país, cuando los antecedentes del prelado sólo podían presagiarle que en el arzobispado iba a estar más cerca del abismo que de la salvación? ¿Qué miedos carcomieron sus noches? ¿Qué desesperación? ¿Qué soledad? ¿Qué angustiante orfandad lo había arrastrado ese mediodía de fin de invierno hasta las puertas del edificio de la calle 53 y 14? Nadie que conociera a monseñor Plaza, un arzobispo tan compenetrado con el proceso militar, un aplaudidor de la mano dura, un amigo de los torturadores, hubiera cometido esa locura. Nadie salvo el Bocha, coincidía Tito veinticinco años después:
–El Bocha le fue a pedir ayuda a monseñor Plaza y yo hubiera cometido el mismo error. Frente a la desesperación, mi hermano acudió al poderoso más cercano. Estaba quebrado y solo porque yo, que lo había protegido en la clandestinidad, hacía quince días que me había tenido que ir del país. Papá había muerto hacía poco y el Bocha se sentía muy culpable. Estaba convencido de que la muerte del viejo era consecuencia de su militancia en la organización y de los conflictos que golpeaban a la familia. Habían tiroteado la casa varias veces... Más allá de que no teníamos un trato afectuoso con él, era el hermano de nuestro padre, era nuestro tío, teníamos la misma sangre. El cura era el único que podía haberlo salvado. ¿A quién iba a recurrir el Bocha? Pero él, nuestro tío, lo entregó...
El nudo de la historia se tejía y destejía en el seno de su propia familia. La sangre de su misma sangre. ¿Qué tenebrosos deseos habrían llevado a monseñor Antonio José Plaza a denunciar a su sobrino, a entregarlo a los verdugos que lo terminarían matando?
¿Qué turbios intereses pesaron en su conciencia para tomar una decisión tan extrema? ¿Qué compromisos, lejanos al Evangelio que prometió predicar, lo empujaron a traicionar a su familia? ¿Qué pactos espurios? ¿Qué maldad se lo devoró de un golpe y para siempre?
Parte de la respuesta se encuentra en los párrafos del discurso que, con la voz entonada por la emoción, pronunció en una calurosa mañana del 11 de noviembre de 1976, ocho meses después de ocurrido el sangriento golpe militar que derrocó a Isabel Perón y sesenta días luego de haber recibido en su despacho al Bocha, el hijo de su hermano Jesús, que le había suplicado ayuda para salir del país.
Erguido, sonriente y con toda la pompa de su vestimenta episcopal, Plaza estrenaba aquel día su cargo de Capellán General de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, frente al temible general Ramón Camps, jefe de la policía bonaerense, con quien el prelado cultivaba una estrechísima amistad. Emocionado, dijo así:
"La misión que ejercen la Policía de la Provincia de Buenos Aires y las Fuerzas Armadas en este momento del país, afrontando todos los problemas y todas las dificultades personales, deben compararse a las de aquellos que llamados por la Virgen de la Merced se constituyeron en redentores de cautivos. El pueblo y la patria estaban un poco cautivos y no eran ajenos a este cautiverio nuestros hermanos desorientados. Hoy, hay un acto de heroísmo que constitucionalmente ha sido asumido. Nosotros no podemos menos que agradecer este esfuerzo y este sacrificio, solidarizándonos con cuanto se realice para el bien de nuestro prójimo y nuestra patria. Al fin de la jornada, el que salve su alma sabe, y el que no, no sabe nada. Asumo este cargo con la conciencia de la responsabilidad y gravedad que implica..."
Los uniformados estallaron en aplausos. La Plata, a menos de cien kilómetros de Buenos Aires, era entonces un polvorín de espanto, una ciudad cercada por la devastación. En el plan minuciosamente preparado durante meses por el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, la zona tenía carácter de prioridad dentro del objetivo de la lucha contra la "subversión apatrida".
La catedral, con sus cúpulas inconclusas, se había convertido en un patético desfiladero de desesperados familiares de desaparecidos que golpeaban las puertas del pastor mayor de la Iglesia, en busca de ayuda. Muy pocos tuvieron el privilegio de entrevistar a monseñor Plaza. Menos aún, de encontrar algún apoyo o una palabra suya de consuelo. Todo lo contrario, según testimonios de familiares de las víctimas, el arzobispo los derivaba a un sótano oscuro, donde una persona que aseguraba ser sacerdote, los recibía, les preguntaba con carácter inquisitorial todos sus datos personales y no les daba ninguna información. Un día, una de esas madres angustiadas descubrió que debajo de aquella sotana negra asomaban unas botas similares a las que usa el personal del Ejército y huyó del lugar, con el horror pintado en el rostro.
Aquella mañana de noviembre de 1976, el jefe de la policía más sangrienta que haya registrado la historia argentina, le dio al arzobispo un discurso de bienvenida al cargo y recibió su abrazo y su bendición. Las fichas estaban definitivamente echadas. Ramón Camps tomó el micrófono y dijo con los ojos incendiados: "El alma de nuestra, patria, es profundamente cristiana, tan cristiana como argentina, y la integridad de esa alma es la que deseamos conservar y defender a costa de todos los renunciamientos y sacrificios. Y esta iniciativa no tiene otro dueño que la Voluntad Divina, que ha querido que el primer destinatario del cargo sea monseñor Antonio Plaza, un vocero de la cristiandad y del catolicismo y un verdadero exponente de la nacionalidad. Por ello lo investimos con el cargo de Capellán General de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, para que con su obra ayude a la integración del hombre y a estrechar los vínculos entre el poder terrenal y el espiritual. Gobierno y religión, mejor Dios ".
El mismo general Ramón Camps rezaba un Ave María y un Padrenuestro ante una enorme cruz de madera que colgaba de la pared de su escritorio, antes de salir a hacer un procedimiento. Y cada uno de los integrantes del grupo de tareas de ese día, llevaba un rosario colgado del cuello. La locura y el mesianismo reinaban en aquellos tiempos frente a una sociedad impávida. Y una cúpula eclesiástica que miraba para otro lado o directamente intimaba con los uniformados en el poder.


PUBLICIDAD

Yo te bendigo...

–Yo te bendigo, no importa que no me puedas ver porque estás encapuchado, ni tocar, porque estás encadenado, eres bienaventurado con mi presencia– solía decirles monseñor Plaza a los torturados por su amigo Camps.
Uno de ellos fue Eduardo Schaposnik, que hoy tiene cincuenta años. Nacido en Berisso, en el seno de una familia de clase media, era el único varón entre cuatro hijos. Su padre Eduardo, había sido electo en 1962 diputado nacional por el Partido Socialista. Estudiaba en la Facultad de Medicina de La Plata, hasta que el 4 de junio de 1976 lo secuestró un grupo de genocidas investidos de poder y uniforme. A partir de ahí Schapo estuvo desaparecido durante cuatro meses en el destacamento policial de La Plata. De allí, ya legalizado, fue a parar a la Unidad 9, en la calle 11, entre 75 y 78, donde sobrevivió hasta 1979, cuando fue trasladado a Caseros. En 1981 lo llevaron nuevamente a La Plata y, finalmente, en junio de 1982, lo largaron.
Diana, su compañera y madre de su hija mayor, está desaparecida.
Eduardo Schaposnik pasó seis años de su vida privado de la libertad. Sufrió torturas, vejámenes, atropellos, injusticias y tratos inhumanos.
A pesar de eso, vive, respira, mira al futuro con esperanza. Angustiado, pero sin perder la calma, hoy cuenta su historia en su oficina desde la que recibe pedidos para la MADECORP, la cooperativa de la que es socio y que se erige humilde detrás del bosque platense, al costado de la vía, justo en 122, la arteria que divide La Plata de Ensenada. Schapo eligió tener su lugar de trabajo en Ensenada.
–Mi militancia en la universidad fue socialista, pero donde más milité fue en el Ministerio de Economía en la división de catastro, era delegado de los contratados. Tuvimos una lucha gremial importante. Yo no fui cuadro montonero, era amigo de algunos montos, pero siempre fui un socialista independiente. Empecé a actuar en el Frente de Resistencia en el Ministerio, con los trabajadores de la salud. El día que me levantaron, me subieron vendado a una camioneta. Me llevaron tirado en el piso y tapado, pero yo conozco mucho La Plata, y sé que fui a parar al destacamento policial de 1 y 57. Ahí me dejaron en un galpón y después me trasladaron a otro lugar. Me ilusioné, pensé: "se dieron cuenta de que no les voy a a servir, que no tengo información". En realidad, lo que iba a descubrir es que había sido "chupado"y que los represores no torturaban en los lugares oficiales, que tenían centros clandestinos especiales para torturar. Ahí me hicieron un simulacro de fusilamiento. Estaba encapuchado, me tiraron desde una escalera de cemento y me gatillaron sin balas. Se me tiraron encima, me patearon, me picanearon. Me preguntaron por la actividad de mi viejo, por qué se había ido del país. El se había ido el año anterior...
El relato se interrumpe. Schapo traga saliva y recuerda otra sesión de tortura, en la que comenzaron leyéndole un poema de su hermana. Había simulado no conocerlo. Dijo que creía que era de Neruda. Se enfurecieron, siguieron torturándolo y cuando se cansaron de patearlo y de golpearlo, remataron con la clásica frase:
–Judío hijo de puta.
Schapo inventa una sonrisa forzada y dice:
–Si bien mi padre tenía ascendencia judía, no éramos una familia religiosa. Entonces, fui muy poco serio y les dije en mi defensa que no era judío. No me creyeron, hasta que uno dijo que había que bajarme los pantalones para comprobarlo. Lo hicieron y dijeron: "Uy, sí, mira, no miente". Finalmente, me preguntaron: "¿Entonces que sos?". Y a mí se me iluminó la mente y dije: "cristiano por adopción ". Se sorprendieron y al menos dejaron de patearme...
Después de muchos días en el calabozo, donde le daban de comer sopa de ñoquis, Schapo fue enviado junto a otros hombres a la cuadra. Las condiciones allí eran mejores. Los días previos habían sido de golpes, picanas y hambre. Aunque lo tuvieran vendado y encadenado a una cama, encontrar algo sólido con qué alimentarse se parecía a una bendición. Y además, en la cuadra se repartían bendiciones en serio.
–Un día, por debajo de la venda que cubría mis ojos, vi entrar al general Camps con el Capellán de la policía, monseñor Plaza. El arzobispo se acercaba a los presos y les entregaba medallitas. Les decía: "que tengas buenaventuranzas"y nos salpicaba con agua bendita. Entró como si fuera el Espíritu Santo que venía a redimir las almas pecadoras. Pero ése no fue el único acercamiento a la Iglesia que teníamos. Mientras estuve detenido iba a misa porque era una manera de salir de la celda. El capellán de La Plata era un borracho que había trabajado mucho con los militantes y alternado en las villas y barrios bajos. Era un progresista que a, partir de esa época se hundió en el alcohol para negar lo que le tocaba hacer. Clavi, así se llamaba, no era jodido, pero sí cómplice. El autorizaba el ingreso de las Biblias para todos nosotros. Era el único libro que nos dejaban leer en la cárcel. Además de leerlas, usábamos su papel para armar cigarrillos...
Una vez en libertad, Eduardo Schaposnik fue uno de los pioneros en confesar el horror vivido a la revista Caras y Caretas. Y luego fue testigo de cargo en el proceso a las juntas militares.
El primer paso hacia el juicio a los principales responsables del genocidio fue dado por Raúl Alfonsín el 13 de diciembre de 1983, tres días después de asumir la presidencia. El líder radical firmó entonces el decreto 158, ordenándole al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas iniciar el proceso contra las tres primeras juntas de gobierno, conformadas por los ex comandantes Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti; por Roberto Eduardo Viola, Armando Lambruschini y Ornar Graffigna; y por Leopoldo Fortunato Galtieri, Jorge Isaac Anaya y Basilio Lami Dozo.
Finalmente, en 1985, en un juicio sin precedentes, los nueve militares que ocuparon el poder entre 1976 y 1982 fueron sentados por primera vez en el banquillo de los acusados y frente a un tribunal civil. Tras casi cinco meses de audiencias orales y públicas, los seis integrantes de la Cámara Federal porteña –León Carlos Arslanian, Andrés D'Alessio, Ricardo Gil Lavedra, Jorge Edwin Torlasco, Jorge Valerga Aráoz y Guillermo Ledesma– condenaron a cinco de los nueve ex comandantes por graves violaciones a los derechos humanos.
El 9 de diciembre de 1985, tras un juicio cuya cobertura atrajo la atención de más de seiscientos cincuenta periodistas nacionales y extranjeros, se leyeron las condenas: reclusión perpetua a Videla, prisión perpetua a Massera, cuatro años y seis meses de prisión a Agosti, diecisiete años de prisión a Viola y ocho años de prisión a Lambruschini. Graffigna, Galtieri, Anaya y Lami Dozo resultaron absueltos en ese proceso.
Por orden de la Cámara, las audiencias se grabaron en 147 casetes. Allí quedaron registrados todos los testimonios y la sentencia histórica. Allí, como tantos otros testigos de cargo, Eduardo Schaposnik contó su calvario. Y entonces monseñor Plaza fue señalado por primera vez como cómplice directo de la barbarie.
–Después de mi declaración en el juicio, consultaron al arzobispo y él siempre negó todo. La verdad, no me importa. ¿Qué me puede importar de un cura que entregó a su sobrino? Porque a mí no me engañan con el verso de la presión. El entregó al hijo de su hermano por convicción. Fue una decisión personal. Se lo quiso sacar de encima por completo. Nada de que lo tuvieran detenido, prefirió que lo fusilaran lo antes que pudieran. El Bocha era un testigo de las actividades non santas de monseñor.


El hijo que llegó cerca de Dios

José Antonio Plaza era el sexto hijo de Santiago y Flora Chávez. Había nacido en Mar del Plata, el 21 de diciembre de 1909, y tal como había sucedido con todos sus hermanos, sus padres confiaron su educación al colegio de los Hermanos Maristas. El 5 de marzo de 1923 fue admitido en el seminario arquidiocesano, a la sombra del santuario de Nuestra Señora de Lujan, lugar donde funcionó hasta que se habilitó el edificio del Seminario Mayor San José, de la calle 24, entre 65 y 66 de La Plata.
Sus padres vieron que Antonio seguiría los pasos de su hermano mayor Santiago, quien ya ejercía como cura párroco de la ciudad de Bragado, pero nunca imaginaron que ese hijo de carácter introvertido, lector obsesivo y de opaco carisma, llegaría tan alto dándoles, tiempo después, la mayor de las satisfacciones: un lugar de privilegio entre los elegidos de Dios en la Tierra.
Su carrera fue vertiginosa. El 22 de abril de 1931 recibió la tonsura, antiquísima ceremonia preconciliar que consiste en un rapado circular del tamaño de una taza, realizado con tijera y navaja alrededor del centro de la cabeza, tarea que es encomendada al director del seminario o al obispo. Cuando celebraba sus veinticinco años, el 21 de diciembre de 1934, culminó su carrera. En la capilla Nuestra Señora de la Piedad del Seminario Mayor, recibió el presbiterado de manos del obispo Juan Pascual Chimento. José Antonio Plaza integró así la primera tanda de sacerdotes egresados del Seminario Arquidiocesano que enorgullecía a la comunidad religiosa platense.
Dos meses después fue designado profesor del seminario. Allí ocupó el cargo de subprefecto, prefecto y profesor de latín, retórica, literatura y teología. El 14 de noviembre de 1946, poco antes de fallecer, el arzobispo Juan Pascual Chimento lo nombró rector del Seminario Menor Nuestra Señora de Lujan.
José Antonio Plaza no fue un docente cualquiera. Sus enseñanzas dejaron huellas profundas en sus discípulos. Fue maestro de futuros cardenales tan diferentes entre sí, como los caminos que eligieron recorrer: Raúl Francisco Primatesta, Eduardo Pironio, Antonio Quarracino; y el obispo de Avellaneda, Jerónimo Podestá, quien en la década de los sesenta escandalizó al país exhibiendo una prohibida relación con Clelia, su secretaria privada.
¿Habrá sido en estos años que comenzó a crecer en él la semilla de la desaforada ambición que motorizó y alimentó cada una de las acciones de su vida? ¿Fueron los faustos y los halagos del cargo que lo indujeron a un travestismo político que lo alejó de su misión pastoral? ¿Cuál fue el pozo donde se hundió su alma? El 28 de agosto de 1953, en pleno apogeo del gobierno peronista, el Papa Pío XII lo nombró Obispo de Azul. Ya en esa época, Plaza hacía gala de su atracción por los poderosos de turno, sin distinción de banderías políticas. Eran frecuentes las extensas visitas a su amigo, el gobernador peronista Ramón Mercante. El 14 de noviembre de 1955, dos meses más tarde del derrocamiento de Perón, nuevamente Pío XII firmaba en Castel Gandolfo la bula de nombramiento de Plaza como arzobispo de La Plata.
–Con la esperanza que has de dirigir a este pueblo, con la misma virtud que hasta ahora has demostrado...– dijo el Papa.
Tenía cincuenta y cuatro años y en ese momento los argentinos sufrían las consecuencias de una epidemia de polio que dejó miles de niños afectados por el mal. En medio de la tragedia, en muchos hogares cundía la culpa que les había sido inculcada por una homilía del flamante Arzobispo de La Plata:
–La enfermedad que afecta a estos niños desdichados es un castigo de Dios por los pecados de sus padres– había sentenciado Plaza sin ningún pudor. Sus palabras aludían al masivo apoyo popular al peronismo, caído en desgracia, y del que quería despegarse rápidamente.
Monseñor tuvo siempre raudos reflejos para conseguir un lugar de privilegio junto a los poderosos de turno, fueran civiles o militares. Dos años más tarde, en 1957, viajó secretamente a Caracas, Venezuela, donde Juan Domingo Perón se encontraba exiliado. En esos encuentros tropicales, el patriarca del peronismo y el prelado sellaron un pacto político mediante el cual Arturo Frondizi, líder de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), llegó poco después a la Casa Rosada. Frondizi obtuvo los votos e ipso facto fue instaurada la llamada enseñanza libre, un sistema de universidades privadas, todas en un principio de filiación católica, apostólica y romana, en oposición a la educación laica y gratuita que regía en los claustros públicos desde los tiempos de la Reforma. La contraprestación de Plaza consistió en iniciar ante el Vaticano el levantamiento de la excomunión que pesaba desde 1955 sobre Juan Domingo Perón.
"En 1958, Plaza, se alió con Frondizi y Rogelio Frigerio obtuvo innumerables prebendas con el verso de la enseñanza libre y otras actividades menos líricas", escribió Emilio Mignone en su excelente libro Iglesia y dictadura.


El cajero, el padrino

Monseñor José Antonio Plaza fue un hombre extremadamente ambicioso y astuto. Estos atributos lo llevaron a no tener escrúpulos de ninguna índole para relacionarse impúdicamente con un elemento tan poco religioso como el dinero. Para estos menesteres, sin embargo, era casi un experto. De ahí el apodo con que se lo recuerda todavía en algunos círculos eclesiásticos: El Cajero.
En los años sesenta logró que el Banco Central autorizara en el país el funcionamiento de una entidad crediticia uruguaya, el Banco del Este, que había sido adquirido por intermediación del empresario argentino Pérez Companc, con quien Plaza mantenía una relación que, según todas las fuentes consultadas, trascendía las cuestiones espirituales. Eso se transformó luego en el Banco Río de la Plata, hoy Banco Río.
Casi por la misma época, en sociedad con Juan Graiver, Plaza compró el paquete accionario del Banco Popular Argentino, que terminó en una verdadera estafa de la cual salió indemne por su condición episcopal. En el medio del proceso de liquidación, el presidente del Banco, Ernesto Rodríguez Rossi, un conocido abogado platense de estrechísimas vinculaciones con el prelado, fue asesinado a balazos en un oscuro episodio. Monseñor y el abogado Rodríguez Rossi eran socios. A tal punto, que José Ernesto Marsicano, quien había sido hombre de confianza de Rossi, antes de que éste conociera a Plaza, oficiaba al mismo tiempo como secretario general del Banco Popular y secretario privadísimo del arzobispo. Gracias a las aceitadas amistades de Plaza, Marsicano tenía como secretario personal en el Banco a un sobrino del dictador Juan Carlos Onganía. Ambos acompañaban al prelado a visitar al entonces Jefe de Ejército, en la sede de la avenida Alem.
–¿Y, general? ¿Qué hace que no saca a ese inútil de ese lugar y se pone usted a dirigir los destinos de la patria?– decía Marsicano, mientras Plaza guardaba sugestivo silencio, con los ojos de reptil puestos en la Casa Rosada.
Corría por entonces el año 1964 y, con grandes dificultades, gobernaba el radical Arturo Illia, quien había sido elegido presidente con un escaso 24 por ciento de votos y que en 1966 sería derrocado por Juan Carlos Onganía.
El Banco Popular de La Plata fue liquidado por decisión del Banco Central entre septiembre y octubre de 1965. Juan Graiver y monseñor Antonio Plaza tenían negocios en común. Y aunque el arzobispo negó siempre estas vinculaciones, se lo sindicaba vox populi como uno de los accionistas de la entidad bancaria caída en desgracia y, por lo tanto, socio de la familia Graiver.
La existencia de gran cantidad de plazos fijos no contabilizados y de personas o entidades a cuyo favor se acreditaron indebidamente los fondos, fue la causa sustancial que el Banco Central esgrimió para la liquidación de la entidad platense. Con un patrimonio de noventa millones de pesos de ese momento, se exhibían en el Banco Popular "depósitos no justificados por cinco millones quinientos mil pesos a favor del Arzobispado de La Plata", señaló el 2 de octubre de 1965 el diario El Día de esa localidad. La magnanimidad de la Iglesia y la impunidad de los detentadores del poder político hicieron que, a pesar del escándalo, ningún funcionario implicado en esa defraudación fuera tan siquiera procesado.
Juan Graiver era un inmigrante polaco. Se había instalado en La Plata y su primera actividad fue vender corbatas por la calle. De ahí escaló a prestamista, luego a rematador y constructor, hasta llegar a ser Síndico titular de la Cámara de Comercio Argentino Israelí.
Tenía dos hijos, Isidoro y David. El menor, Isidoro, era un tipo sin personalidad que vivía al amparo de la riqueza de su padre y al que nunca le importó demasiado hacer negocios. El mayor, David, o Dudi, era un tipo brillante, un auténtico self-made-man, que en el año 1967 y por pedido de su padre, se hizo cargo del grupo económico familiar, que tenía una deuda de diez millones de dólares. Ese pasivo provenía de las inversiones que Juan Graiver había hecho en el Banco Popular Argentino, asociado a monseñor Plaza.
El periodista Juan Gasparini, en su libro El crimen de Graiver, escribió: "Ese año, su padre Juan Graiver acababa de fracasar con el Banco Popular Argentino, acoplado al avis satánica de la curia platense, el arzobispo Antonio Plaza".
En 1968, David Dudi Graiver consiguió garantías del Banco Tornquist, avaladas por el Credit Suisse de Zurich, y con parte de la fortuna familiar compró el Banco Comercial de La Plata. Rápidamente, lo transformó en un Banco de envergadura nacional donde muchos empresarios, entidades gremiales, personajes de la política y por supuesto, de la Iglesia, colocaban sus dineros. El hipódromo de La Plata, UPCN, Smata, monseñor Adolfo Tórtolo, el vicariato castrense y el arzobispado platense se contaban entre sus clientes. Tanto Plaza como Tórtolo, dejaban en manos de David el manejo de sus abultadas cuentas bancarias, en bancos de Nueva York y Bruselas. Nadie mejor que un Graiver, un socio de confianza, para manejar los dineros de monseñor. El Banco Comercial de La Plata fue, además, el primer banco corresponsal de Cuba en América Latina. Pero, a partir de mediados de los años setenta, las cosas entre los Graiver y el cacique de la curia platense comenzaron a transitar por caminos demasiado diferentes. Como el día y la noche.
En 1975, después de la liberación de los hermanos Juan y Jorge Born, poderosos empresarios que fueron secuestrados por Montoneros y por los que se pagó el rescate más grande de la historia argentina, aquella organización clandestina decidió colocar parte de lo obtenido en manos de David Graiver. De los sesenta millones de dólares pagados por la familia Born, catorce fueron a parar a las arcas del hijo menor del ex vendedor de corbatas devenido banquero, quien con ese dinero adquirió bancos en los Estados Unidos. Pero, en agosto de 1976, pasados cinco meses del golpe militar, el avión en el que viajaba David Graiver hacia México cayó llevándose a la tumba a todos sus tripulantes y sepultando con ellos un mar de secretos. Para esa época los verdugos militares, tanto del Ejército como de la Armada, desesperaban por tener rastros del dinero que los Montoneros le habían cobrado a los hermanos Born. Y los Graiver y todo aquello que tenía que ver con ellos, pasaron a convertirse en blancos móviles. Uno a uno, fueron parte del Operativo Amigo que Ramón Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires y amigo del alma de monseñor Plaza, había programado para anotarse puntos ante sus superiores del Ejército y sus adversarios de la Armada. El 8 de marzo de 1977 las patotas se llevaron a Juan Graiver. El 14 cayeron Lidia Papaleo, mujer de David, y las secretarias del Banco, Silvia Fanjul y Lidia Angarola. El 17, les tocó el turno a Isidoro Graiver y a su madre; al periodista Jacobo Timerman –por entonces dueño del diario La Opinión, íntimamente relacionado con David Graiver–; a Edgardo Sajón y a Jorge Rubinstein – que murieron víctimas de la picana–; y a Oscar Evangelista, Hipólito Tuco Paz y Francisco Paco Fernández Bernárdez. El clan Graiver se desarticuló bajo las garras de Camps. Y el poderoso monseñor Plaza, ya capellán de la policía, pegado día y noche al verdugo más temible de esos años, olvidó más rápido que corriendo su sociedad con los caídos en desgracia y pactó con la dictadura.
Siempre había procedido de esa manera.


Monseñor fue un santo

–Hace tres años que se fue y yo lo extraño como el primer día. El fue un padre para mí...– dijo José Ernesto Marsicano, visiblemente conmovido, aquella tarde soleada del Año del Jubileo, en el bar Coliseo de la esquina de 47 y 10 de La Plata.
Marsicano fue el secretario privado de monseñor Antonio Plaza desde 1964 hasta su muerte, el 11 de agosto de 1987. Mano derecha y fiel lacayo de quien fue por más de treinta años arzobispo de la capital bonaerense, compartió las prebendas del poder y eso le confirió a él también ser amigo de políticos, empresarios, militares y genocidas. Sin duda, es uno de los pocos hombres dispuestos todavía a defender la memoria del cuestionado jerarca de la Iglesia argentina. Con un hilo de voz, en la que sin embargo se infiltraban vestigios del mañoso autoritarismo pasado, continuó:
–Fue un santo y el que se atreva a hablar mal de monseñor Plaza es un gran mentiroso, un desmemoriado, y se las va a tener que ver conmigo. Todo lo que hizo el viejito fue por amor a Dios y a los demás. Él le pedía plata a todos. Me acuerdo cuando José Alfredo Martínez de Hoz era gerente de Acindar y Plaza me dijo: "A él le vamos a pedir todos los hierros para levantar la Iglesia de Santa Teresa". Monseñor era muy devoto de ella.
La capilla, sencilla, se construyó de manera vertiginosa en la calle 45 esquina 7 y en la entrada, rodeada de rosales florecidos, hay una estatua de Santa Teresa, que se confunde con el verde césped del cuidado jardín.
– Todo era así, él era amigo de generales y políticos, íntimo de Perón, de Frondizi, de Oscar Allende, de Vitorio Calabró–los dos últimos fueron gobernadores de la provincia de Buenos Aires– de Onganía. Si sigo nombrando pesos pesados amigos de monseñor, no termino más. Todas las grandes puertas estaban abiertas para él. Con lo que le conté de la capilla de Santa Teresa, imagínese lo que consiguió para la Iglesia y la educación católica cuando Martínez de Hoz fue ministro de Economía del gobierno militar– se ufanó el hombrecito, hinchado como un pavo al recordar las épocas de gloria cerca de Plaza.
Puntualmente, todos los días a las tres y media de la madrugada, la habitación con balcón señorial y vista hacia la catedral, se iluminaba. Desde su cama, simple, de madera oscura, el sólido sexagenario prendía el velador. Su voz ronca empezaba a alisarse con la oración matinal que pronunciaba todavía echado, con la mirada depositada en los retratos de sus padres. Flora y Santiago Plaza ocupaban un lugar preferencial sobre el escritorio de tapa rebatible, sobre el que aquel hijo dilecto anotaba sus más profundos pensamientos. El escritorio y la silla eran los únicos muebles pomposos que había en la habitación que guardaba los sueños y los desvelos del hombre más poderoso de la Iglesia argentina. Todo lo demás era austero. La mesa de luz, el ropero y la cama, de la que se levantaba con sus pijamas color té con leche y unas pantuflas de cuero marrón con las que se paseaba sobre la pinotea antes de ponerse la sotana y calzarse los zapatos negros.
Allí, acompañado por el silencio de la ciudad aún dormida, monseñor tomaba su té o su mate cocido, que él mismo preparaba sobre un pequeño calentador a garrafa. En una capillita elaborada artesanalmente, de tres metros por cinco, contigua a la habitación, Plaza se entregaba a la oración y meditación personal, mucho antes de que cualquier otro cristiano estuviera dispuesto a acompañarlo y escuchar sus sermones. Se jactaba con justa razón ante las radios, cuando lo llamaban a primera hora de la mañana para pedirle opinión sobre la educación libre, el futuro político de los argentinos o las obras del arzobispado:
–Yo estoy siempre dos horas adelantado a los generales, a los políticos y a los periodistas...
Marsicano, Corazoncito, como lo llamaba Plaza, fue su ladero ideal: fiel y multifacético. Durante más de veinte años se encargó del mantenimiento de la curia, hasta en los más mínimos detalles; pero también acompañó a su jefe a las reuniones con Perón, con Isabelita, con Camps y con tantos otros poderosos. Fue también quien se encargó de hacer colocar los aparatos de aire acondicionado en la habitación y en el despacho episcopal. Y de traer obreros de confianza para pintar de colores claros, año tras año, la pieza en la que dormía muy pocas horas el ministro de la Iglesia.
–Parecía malo, sobre todo a la mañana, pero el malhumor le duraba unos minutos. Cuando se levantaba cruzado no hablaba. Yo lo conocía y me quedaba callado. Me daba el diario El Día para que lo ley era y él leía Clarín. Después de un rato estaba todo bien, como siempre. Y si el malhumor era muy grande, el único que le arrancaba una carcajada era Colabello, el sacerdote organista de la catedral. Ese loco sí que lo hacía reír y poner rabioso. Una vez, en un Tedeum, culminó la ejecución de música sacra con los últimos acordes de la Marcha Peronista. La catedral estaba llena de mandatarios militares. Plaza pensó que nos mataban. Yo no quería ni levantar la cabeza, miré de reojo al viejo. Estaba nervioso y apretaba los labios de bronca contra el curita, pero también para que no se le escapara una carcajada de satisfacción– rememoró Marsicano con picardía.
A las seis de la mañana de cada día, cuando el sol recién comenzaba a asomar por detrás de las cúpulas de la catedral, monseñor Plaza oficiaba misa en la capilla de Nuestra Señora de Genshtad. La capillita había sido construida a su pedido en los jardines del arzobispado. La imagen de esta Virgen de procedencia alemana había sido destruida en su lugar de origen.
–Yo ayudé a armar el caminito y dirigí a todos los muchachos para su construcción– contó Corazoncito.
En el grupo de muchachos voluntarios estaban el hermano de monseñor, Jesús María Plaza, y su hijo adolescente, Tito, quienes colaboraron desinteresadamente con la obra. Ni la más macabra fantasía de ese diplomático y de su hijo podía haber imaginado la tragedia en la que terminarían absurdamente atrapados.
–Plaza hizo la capillita como una manera de reivindicar a la Virgen por el sacrilegio que habían cometido en Europa. Quedó hermosa y no se imagina la cantidad de parejas de separados que querían la bendición de la Iglesia para volver a casarse y que iban todas las mañanas a rezar allí. Monseñor los hizo madrugar durante varios años para que demostraran su verdadero esfuerzo y sacrificio, para hacerlas dignos de merecer la Bendición Divina. Pero no eran parejitas cualquiera, era gente muy importante de la sociedad platense. Algunos incluso eran funcionarios, pero él con todos igual: doctrina y sumisión, sin diferencias. "Dios es igual para todos"– me decía.
Detrás de sus grandes lentes, Marsicano puede mirar por encima o por debajo del marco según si quiera evadir o enfrentar a quien lo escucha. El hombrecito, de escaso metro y medio de estatura, y de cabello raído con generosas entradas, sigue siendo rollizo, a pesar de que los tiempos cambiaron y ya nada se le compara al esplendor vivido al lado de monseñor.
–Yo tenía una casa al lado de la Policía Federal, en 56 y 14, con más de diez puertas blindadas con detalles en oro. Se la compré al arquitecto Krause, era una persona muy importante de la sociedad platense. Ahí sí que teníamos plata. Entraba de todos lados, nada de coima, todo donaciones. Monseñor jamás se quedó con algo para él, siempre para los demás. Yo también daba, pero con tanto como había, ¿qué mal hacía quedarme con algunas cosas pequeñas para mí? Si después de todo yo era la mano derecha de monseñor, lo acompañaba a todos lados y podía pasarme noches en vela si lo veía mal...
La casa que por entonces tenía Marsicano se erige vecina al cuartel de la policía. Tiene las paredes del color verde de los uniformes militares, pequeñas ventanas de madera, cochera en desnivel y un diseño moderno pero que sofoca. Lujosa pero lúgubre, quizá porque uno la sabe sumida en una historia de tinieblas.


El sobrino era un buen muchacho, era peronista

Recién en el año 2000, a más de trece años del momento en que el abogado Jesús María Tito Plaza enjuiciara públicamente a su tío por complicidad con los genocidas y por su participación directa en la entrega de su hermano desaparecido, Juan Domingo el Bocha Plaza, Marsicano se dio por enterado del hecho. Ofuscado y despectivo sentenció:
–Ahora anda uno de los sobrinos diciendo que monseñor dejó que mataran a su hermano. ¿A usted le parece que ese hombre podía hacer dejar matar a alguien?¡Por favor, si era un santo..! A mí me mostraba las listas en las que tachaba gente y me decía: "A todos éstos que están en color, yo los salvo. Hablo con mi amigo Camps y les dan una nueva oportunidad". Aparte, ¿usted cree que Camps y los militares pueden haber matado sangrientamente como dicen éstos? Yo he comido con ellos. Eran unos señores, incapaces de esas barbaridades en contra de inocentes. El sobrino, al que le decían el Bocha, fue un día a verlo. Estaba desesperado y le dijo: "Tío me van a matar, ayúdame a salir del país". Plaza le dijo: "¿Qué esperas? Rájate ya". Y le dio, no sé si quinientos o mil pesos. Monseñor se quedó preocupado después de ese día, pero creyó que se iba. Sin embargo, un par de días después, el Bocha apareció otra vez a media mañana, estaba enloquecido. Le dijo: "Tío, me matan". El viejito le insistió: "Te dije que te rajaras, ¿qué haces acá todavía? Yo ya te di la plata, más no puedo hacer". El Bocha salió corriendo.
¿Creía realmente que Plaza no había podido salvar a su propio sobrino? ¿Que no le fue posible exiliarlo vía Vaticano? ¿Que no pudo pedirle a su amigo Camps que le perdonara la vida?, pregunté. Marsicano insistió:
–Lo que pudo hacer, Monseñor lo hizo. Le dio plata, le dijo que se fuera. La mano estaba jodida, hasta yo andaba agarrado del pantalón de Plaza para salvarme. El muchacho era peronista y monseñor habló con Camps, pero al poco tiempo el general le dijo que no había podido hacer nada, que lo había atrapado el Ejército y que lo habían matado. Camps trató de tranquilizarlo y me preguntó si quería verlo. Pero con lo que yo lo quiero a Plaza, preferí ahorrarle ese cuadro desastroso, lo hubiera angustiado mucho verlo en ese estado. Pobre muchacho, no parecía malo, era peronista...
–Peronista y fundador de Montoneros– agregué.
–¡Ah, era Montonero..! Que se joda entonces, que se la banque. ¿Para qué le fue a llorar al tío, a llevarle problemas? ¿Por qué no lo pensó antes?– remató seguro el pequeño bufón, repentinamente olvidado de que, como decía monseñor, Dios era igual para todos.


No ceder jamás la educación al enemigo

Monseñor Plaza adoraba la pompa y los atributos del cargo. Cada vez que visitaba la casa familiar, ingresaba con la mano extendida, un gesto que obligaba a todos a besarle el anillo episcopal. Esa manifestación se repetía ante empresarios, políticos y fieles.
Lograda la alianza con Arturo Frondizi a partir de la promulgación de la ley de enseñanza libre –que fue propuesta por el ministro Carlos Domingorena, aunque se le atribuía a Plaza algún grado de autoría– monseñor se manejó con gran representatividad e independencia en el ámbito de la educación. Fue durante muchos años titular de la Comisión Episcopal para la Educación, además de ser el máximo promotor y ejecutor de la fundación de innumerables colegios católicos en el país y particularmente en la provincia de Buenos Aires.
A tal punto fue un cruzado en esa área, que más tarde llegó a cuestionar con su actitud una declaración de la Conferencia Episcopal. Fue en 1978, cuando el libro Dios el fiel, de Beatriz Casiello, que tuvo mucha difusión en los colegios católicos, fue sospechado por algunos sectores como incitador a la subversión. Sin elogiarlo, la Conferencia Episcopal se había pronunciado diciendo que la información que contenía no era errónea, ni negaba en algún punto la doctrina católica.
Sin embargo, el 18 de noviembre de 1978, el arzobispo de La Plata prohibió el texto en las escuelas católicas de su diócesis. Con carácter simbiótico, el ministro de Educación de la provincia de Buenos Aires, general Ovidio Solari, tomó idéntica decisión extendiéndola a todo el ámbito bonaerense. Aunque muchos obispos se sintieron invadidos en sus diócesis, no tuvieron demasiado eco. El secretario de prensa del gobierno bonaerense, capitán Jorge Cayo, fue muy claro al respecto:
–No nos preocupan los obispos, se prohíbe y basta–dijo, luego de lo cual monseñor Antonio Plaza agradeció públicamente, mediante una carta, la cristiana colaboración del general Solari.
Según relató Emilio Minogne, en Iglesia y dictadura, a Plaza "el desacato e indiferencia a las declaraciones de la Conferencia Episcopal Argentina en el tema particular del libro, y el enfrentamiento con sus hermanos obispos, le costarían la presidencia de la Comisión Episcopal de Educación Católica en 1982". El Obispo de Azul, monseñor Emilio Bianchi Di Cárcano, fue su reemplazante. En qué medida le afectaban a Plaza esas sanciones, es un verdadero misterio. El mismo misterio que lo convertía en un arzobispo repudiable para muchos clérigos, y para tantos otros en un modelo de pastor a seguir.
Cuando en 1963 la Iglesia Católica iniciaba con Juan XXIII la apertura del Concilio Vaticano II y producía un brusco cambio de postura interna y externa, se generaron fuertes resistencias de algunos miembros de la jerarquía local, y no pocos conflictos. Entre los resistentes estaba monseñor Plaza.
"A principios de los sesenta, comenzaban a aflorar los efectos de la rápida secularización que experimentaba la sociedad en su conjunto, entre ellos la critica a toda forma de jerarquía y de autoridad absoluta", relatan los historiadores Loris Zanatta y Roberto Di Stéfano en su libro Historia de la Iglesia Argentina. Refiriéndose a los años en que monseñor Antonio Plaza construía aceleradamente aquel andamiaje donde lo religioso, la política y el dinero se mezclaban impúdicamente, los autores explican: "Al inicio de los años sesenta, especialmente en las provincias más dinámicas, el clero se componía de más de un 50 por ciento de sacerdotes jóvenes, en general mejor informados, preparados e inquietos que sus superiores, frente a los cuales solían dar muestras de cierta independencia y hasta de fastidio, cuando no asumían actitudes de franca indisciplina. Si se agrega por último que la Iglesia había sido una de las protagonistas de los conflictos políticos y sociales que dividieron a los argentinos en esos años, no sorprende que existiera un terreno fértil para que el adornamiento conciliar desatase en la Iglesia profundas turbulencias".


El sobrino, la víctima

Juan Domingo el Bocha Plaza era el segundo hijo del matrimonio de Jesús María Plaza y Josefa Taborda. Como sus hermanos Santiago, Jesús María, Luis y María del Carmen, había nacido en Villa Sarmiento, partido de Morón, en la provincia de Buenos Aires. Fue un 24 de junio de 1946, día de San Juan.
A veinticuatro años de su desaparición, Tito, su hermano de sangre y de la vida, conserva aún un pequeño cuadro en la pared de su casa de La Plata que atestigua los años felices de la familia Plaza, cuando ninguna adversidad amenazaba enturbiar la dicha. Tito y el Bocha están juntos, los dos sonrientes, con saco y pantalón oscuro y brazalete blanco. La foto recuerda que ambos tomaron la primera comunión en la Catedral de Morón cuando estaban por cumplir los diez años.
De los hijos de Jesús Plaza, el Bocha y Tito eran los más compinches. Compartían amigos, juegos, picardías y pocos años después, en la adolescencia, las primeras novias y un prematuro interés por la política y los temas sociales.
–Nuestro abuelo materno había nacido en Irun, en el país vasco. Y era marino mercante. El clásico abuelo de los cuentos, canoso, gordito y colorado. Con el Bocha nos pasábamos horas fascinados, escuchando las aventuras de sus viajes por el mundo. Mi abuela era la típica cómplice. Nos malcriaba y no le importaba pelearse con sus hijas por eso. Tuvimos una infancia muy feliz, con la familia reunida en largas sobremesas, las puertas de calle siempre abiertas y muchos amigos.
Así recordó Tito aquellos tiempos, una mañana del mes de septiembre de 2000, en un bar de la ciudad de La Plata, cuando nos encontramos para reconstruir el antes y el después de la historia de los Plaza. Y hundirnos en el pasado para rastrear los destellos de felicidad de una familia que, después de aquel mediodía del 16 de septiembre de 1976, nunca más volvió a ser la misma. Tito tenía los ojos húmedos por la intensidad de las imágenes que golpeaban su memoria.
–Recuerdo a mi padre siempre igual: austero, con códigos, leal a sus amigos, con un corazón de oro. Siempre elegante, pero nunca ostentoso, de corbata y traje haciendo juego. Tenía los privilegios que tienen los diplomáticos, pero era un tipo sencillo, simple. Mamá era semianalfabeta, sin embargo hacían una linda pareja, se querían y nos querían mucho. El viejo era moderado pero de valores profundos. Una vez, cuando vivíamos en España, sacó a una mujer a la frontera con Portugal porque la acusaban de demencia para quedarse con la herencia. La llevó escondida en el baúl del auto. Papá era diplomático de carrera pero tan audaz como nosotros. Vivimos los cinco en España entre 1958 y 1962, y recuerdo que él arriesgó muchas veces su cargo por cosas como éstas...
Cuando a finales de la década de los sesenta Juan Domingo el Bocha Plaza ingresó a la Facultad de Sociología de La Plata, la Argentina caminaba hacia una etapa de profundos cambios políticos y sociales. El gobierno del general Juan Carlos Onganía llegaba a su fin y la ciudad de La Plata era entonces un hervidero de jóvenes que llegaban en tropel desde distintas ciudades del interior del país y de países limítrofes, para estudiar en la Universidad.
Los sueños revolucionarios y una intensa convicción de querer cambiar el mundo, alimentaban el espíritu de la mayoría. Las organizaciones armadas florecían a la vida política del país y La Plata, como otras grandes ciudades, fue un centro de reclutamiento masivo. Fueron muy pocos los jóvenes que asistían a la Universidad de la "ciudad de los tilos", como se la conocía, que no se sumaron al seno de los incipientes grupos guerrilleros que luego conformaron FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) y Montoneros.
–El Bocha era un atorrante ilustrado, terriblemente inteligente. Con una condición de liderazgo nata, porque tenía mucho carisma. Era muy de la ciudad, pero le gustaba mucho el barrio. Nuestros juegos estaban relacionados con personajes de la historia. Era hincha de Racingy, yo de Boca. En España éramos chicos cuestionadores del sistema franquista. Esas eran nuestras preocupaciones. Al Bocha lo echaban de todos los colegios, era muy rebelde, no se adaptaba a nada. Un día papá se cansó y lo mandó pupilo a un colegio de monjes en los Pirineos. Y también de allí lo echaron, les hizo la vida imposible. Mi hermano dejaba huellas en todas partes, era un tipo increíble.
Si la historia de los Plaza es la más incomprensible, y también la más atroz, porque sintetiza la entrega y la mezquindad de un judas con ropaje de apóstol que roba la vida y condena al infierno a su propio sobrino, no fue la única familia que resultó castigada por el mesianismo en la ciudad de La Plata.
En enero de 1974, el intento de copamiento a una unidad militar de Azul por un comando del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), había desembocado en un enfrentamiento entre el presidente Perón y el jefe del palacio de la calle 6, el gobernador Oscar Bidegain. En un discurso, Perón había acusado de complicidad al gobierno y a la policía provincial. El gobernador tuvo que dar un paso al costado. De esos días se recuerda un estribillo que se hizo célebre en boca de jóvenes de la Juventud Peronista, la famosa Jotapé. "Policía provincial, orgullo nacional".
En ese clima tuvo lugar la tragedia de la familia Bettini. De marcado origen católico y conservador, esa prestigiosa familia de la sociedad platense perdió cinco integrantes y un colaborador en los años de siniestra locura. El jefe de la familia, Antonio Bettini, fue secuestrado y está desaparecido. Su suegra de más de ochenta años, su hija y el esposo, habían desaparecido un tiempo antes que él. Otro de sus hijos murió en un enfrentamiento cuando ingirió la pastilla de cianuro, antes de que lo apresaran. Sólo su esposa, su hijo Carlos y la esposa de éste pudieron exiliarse y salvar sus vidas.
Los Bettini fueron perseguidos no tanto por la pública militancia montonera de los hijos varones, sino porque se sospechaba que tanto ellos como toda la familia, manejaba dinero de la "orga", como se apodaba en la jerga a la organización Montoneros. Poco antes de su secuestro, el profesor Bettini había ido, como tantos otros, a pedir ayuda a monseñor Plaza, cuyas homilías había admirado durante veinte años en la imponente Catedral de la calle 53. El doloroso resultado de aquella conversación saltaba a la vista.


La Catedral: una puerta al abismo

Todos los jueves, a lo largo de los siete tortuosos años de dictadura, las puertas de muchas catedrales del país se cerraron. También la sede del arzobispado de Buenos Aires y el Centro de reuniones de los obispos en la localidad de San Miguel, en la provincia de Buenos Aires. Los hombres de Dios nunca quisieron ver o escuchar lo que pasaba en las plazas, especialmente en la Plaza de Mayo. Todos los jueves a la misma hora, los familiares iban a pedir por sus desaparecidos. Jamás encontraron respuestas, ni siquiera un cristiano consuelo. Algunos sacerdotes no sólo los ignoraron, sino que también los privaron del más importante de los sacramentos: la comunión.
¿El pecado? Eran esas mujeres que llevaban el pañuelo blanco en la cabeza y que pedían explicaciones. Que se arriesgaban mucho más que algunos hombres. Que no callaban, que rezaban y luchaban por encontrar a sus hijos. Eran "las locas de la plaza".
Una tarde de primavera de 2000, en su casa de La Plata, María Isabel Chicha Mariani, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo, recordó:
–Todos los afectados de La Plata íbamos a ver a monseñor Plaza. Se corría la voz de que maltrataba, a la gente y usaba palabras muy fuertes. Igual íbamos. No entiendo por qué lo hacíamos. Era como cuando llovía y nos embarrábamos en la plaza. Así acudíamos también a la Iglesia, sabiendo que nos íbamos a embarrar...
Hace veinticinco años que Chicha busca a su nieta, Clara Anahí, secuestrada el 24 de noviembre de 1976. Ese día, el Ejército rodeó la casa familiar y asesinaron a su nuera en medio de un brutal enfrentamiento. A la beba, de sólo tres meses, la escurrieron indefensa por senderos hasta hoy desconocidos. La nieta continúa desaparecida.
Casi un año después, el 1 de agosto de 1977, su hijo Daniel también fue asesinado. Nunca supo cómo sucedió y tampoco qué hicieron con su cuerpo. Una rabia ciega invadió a Chicha que, al principio, no tenía fuerzas para reconstruirse. Pero en ese camino desolado percibió señales de Clara Anahí, su nieta secuestrada. Llamados anónimos, insinuaciones vagas sobre su paradero. Con dolor transitó un camino plagado de pistas falsas, de datos inútiles. Enfrentó el desprecio, la burla, las acusaciones veladas. La indiferencia de los que tenían información y callaban. Como si fuera poca su desgracia, en La Plata se corrió el rumor de que estaba loca. De que no había asumido la muerte del hijo, ni de la nuera, ni de la nena.
–Pobre Chicha, está trastornada– murmuraban los vecinos.
Había sido un ama de casa como tantas, sencilla y apegada a la rutina del barrio. Un año después de la desaparición de su nieta, desesperada, protagonizó con otras abuelas un último gesto de ingenuidad. Echó al buzón una carta pidiendo ayuda y esperó una respuesta. La esperanza estaba dirigida al Papa. Aún hoy sigue esperando alguna respuesta evangelizadora, un consuelo ante tanta desgracia.
Su memoria esbozó un afiche. Lo dibujó con trazo lento, fuerte y decidido, a pesar de que casi no ve de un ojo. Se acercaba en esos momentos el vigésimocuarto aniversario de la tragedia y seguía faltando su nieta, el secreto de su fuerza. Afuera llovía a cántaros y Pepe, su marido, ofrecía té y tortas fritas. Chicha dejó el marcador con el que delineó la cara de su hijo y se acomodó en el sillón grande. Por enésima vez relató cada intento suyo que la llevó a recurrir, ingenuamente y más de una vez, a los hombres de sotana que tenían mucha información y pocos escrúpulos.
–Como mi nietita tenía tres meses, yo pensaba que ningún sacerdote se podía desentender del drama. Estaba segura de que me iban a ayudar. Fuimos a ver al organista de la catedral de La Plata, el padre Colabella. Mi marido es músico, lo conocía y nos recibió afectuosamente. Fue en los primeros meses de 1977 y Colabella nos dijo que iba muchísima gente en la misma situación, pero que no nos podía ayudar. Pensó un poco y agregó: "Lo único que podría hacer es ir a hablar con los pilotos de los Hércules. Quizá, con una foto o con el nombre, saben algo de los que llevan al mar". Yo en ese momento no lo entendí. Los aviones Hércules no significaban nada para mí.
Efectivamente, por 1977 los vuelos de la muerte que se celebraban como un siniestro operativo de exterminio de los detenidos, eran sólo conocidos por muy pocas personas cercanas al poder. ¿Cómo sabía Colabella de su existencia? Y si él lo sabía, ¿podía ignorarlo monseñor Plaza?
En sus caminatas, Chicha Mariani recurrió también al obispo auxiliar de Plaza, monseñor Mario Picchi, quien prometió ayudarla y luego se declaró "impotente" para hacerlo.
–Por lo menos me escuchaba y en 1977, que a uno lo escucharan, ya era mucho– recordó Chicha con cierta benevolencia.
Monseñor Mario Picchi se había desempeñado como obispo de Venado Tuerto desde el 14 de mayo de 1978, cargo del que fue destituido una década más tarde, el 3 de noviembre de 1988. La decisión se tomó porque se lo encontró involucrado en el caso Manubens Calvet, en defraudaciones de una mesa de dinero y en las liquidaciones del Banco Sidesa y de la financiera Carfma.
En 1977, a un mes del asesinato de Daniel Mariani, monseñor José María Montes, Obispo auxiliar de La Plata, la recibió en una oficina reservada, ubicada al costado de la catedral.
–Durante el viaje hacia allí, delante del taxi en el que yo viajaba, iba una ambulancia que llevaba una bolsa con una especie de bulto en su interior. Le pregunté al chofer qué era eso y me respondió que era una ambulancia de la policía y que ese bulto era un guerrillero. Cuadras y cuadras anduvo la ambulancia adelante mío. Mi estado al llegar a la entrevista era calamitoso. Montes me escuchó, fue gentil y me prometió encontrar a mi nieta. Cuando me iba, le dije extrañada: "Pero monseñor, no le di el nombre de los padres ni el de la nena". El Obispo me tranquilizó: "Los conozco, es un caso muy conocido en La Plata, y además ¿cómo me voy a olvidar de Diana y Daniel si yo los casé?". Creí en él. Por primera vez sentí que había llegado al lugar del afecto y la esperanza.
María Isabel Mariani volvió a los diez días. Esa última vez el prelado la recibió serio, sin pizca de afectividad. No se levantó del asiento ni la dejó sentar. Una vez más, el diálogo absurdo, difícil de perdonar a un enviado de Cristo en la Tierra:
–Señora, ¿usted es católica? Le tengo que pedir que se deje de molestar. No pida más por la nena. Ya no es más su nieta, no hay que mover las cosas.
–Pero... ¿usted se acuerda por qué vine?– preguntó incrédula.
–Sí, sí... Pero no hay que molestar a la gente, se inquieta la gente, se los puede poner en peligro.
–Pero..., le estoy hablando de la nena... ¿de qué gente me habla..?
–Sí, sí, me refiero a los que tienen a la nena. Lo que tiene que hacer es rezar, rezar mucho y quedarse tranquila. Rece.
–Pero monseñor... Hace ocho, nueve meses, que estoy rezando. Rezo mucho– fue todo lo que la mujer atinó a balbucear, presa de la confusión.
–¡Le falta fe, señora! ¡Rece, que le hace falta fe!–le respondió a los gritos monseñor Montes.
Dicho esto, se paró, se acomodó la sotana y con el dedo le señaló la puerta, echándola.
–Vayase.
Pasaron más de veinte años. El recuerdo de ese diálogo con monseñor Montes retumbaba una y otra vez en la cabeza de Chicha Mariani, porque su mensaje contenía una certeza. Ese hombre sabía dónde estaba su nieta y era posible que después del juicio a las juntas, después de los reclamos internacionales, después del pedido de perdón del Papa y después, por fin, de tanto esfuerzo, tal vez ese hombre hablara y la verdad saliera a la luz.
El 8 de marzo de 1983 monseñor José María Montes tomó posesión de la diócesis de Chascomús, de manos del arzobispo de La Plata, Antonio Plaza, en su calidad de metropolitano. Como obispo de Chascomús, Montes fue protagonista de algunos escándalos con implicancias oscuras de su vida privada y algunos cuestionamientos a su condición sexual. Finalmente, se jubiló a los setenta y cinco años, como establece la ley canónica, y desde ese momento se mantuvo en una reposada tiniebla.
El 30 de septiembre de 1998, se produjo un hecho histórico de reparación de la memoria en la calle 8, entre 50 y 51, de la ciudad de La Plata. Aquello se inscribió con el nombre de Juicio para la Verdad. Casi seis meses después, el 7 de abril de 1999, quien fuera uno de los promotores de este espacio de legitimación y reivindicación, el director de Derechos Humanos de la capital bonaerense, Jesús María Plaza, declaró por primera vez en el primer piso de la Cámara Federal, como ya lo habían hecho muchos ciudadanos y algunos de sus compañeros. Chicha Mariani presenció aquella declaración con Tito, con quien había compartido búsquedas y enfrentado injusticas. Siempre dignos, nunca resignados.
Como tantos otros, monseñor tuvo entonces que dar la cara, escuchar y responder frente a quienes ese día los juzgaban con el silencio, con la mirada, y con los gritos ahogados en la garganta, de tanto dolor guardado.
A los setenta y nueve años, con lentes oscuros, apagado y viejo, intentó inspirar ternura, despertar compasión. Olvidó que quienes lo escuchaban muchas veces le habían rogado piedad y ayuda. Que él como tantos otros de su condición, les había burlado la confianza a fuerza de mentiras y crueldad. Era ya demasiado tarde para la comprensión. La sangre había sido derramada a centímetros suyo sin que hubiera movido un dedo para evitarlo.
–Nos sometieron a un careo y volvió a negar. En la sala había mucha indignación. Perdí toda esperanza de que algún día hable. El sabe, yo sé que él sabe. Pero aún hoy, tratándose de niños, siguen callando. A la salida, una madre le gritó: "Que Dios le perdone lo que acaba de hacer, porque yo no lo perdonaré nunca"– concluyó Chicha.
En 1999, también monseñor Graselli compareció en el Juicio para la Verdad de la Cámara Federal de La Plata. Y de nuevo fue el olvido, la falta de memoria, la aparente perplejidad de un hombre que no reconocía un pasado atestado de testigos. Negó todo como un autómata, hasta que le preguntaron por el tristemente célebre fichero de datos sobre desaparecidos que él había llevado durante los años del proceso, en la capilla Stella Maris de la ciudad de Buenos Aires. La sala enmudeció cuando oyó de sus labios soberbios y despectivos:
–Lo tengo en el lugar donde vivo.
Sin pérdida de tiempo fue trasladado al lugar donde había decidido el destino y las ilusiones de muchos. Volvió con el fichero, que había conservado intacto, cuidado con perversidad, como una reliquia, después de más de veinte años.
La abuela Mariani había visto en esa siniestra caja de pandora la ficha de su nieta. Lo había observado tensa mientras le escribía a Clara Anahí. Lo hizo las dos veces que lo había visitado a fines de los años setenta. Ese día en La Plata, con la misma ansiedad que hacía veintidós años, buscó, revolvió, dio vuelta todas las fichas, pero la de su nieta no apareció. Graselli insistió ante una sala indignada por la hipocresía:
–Les repito, nunca supe nada de niños desaparecidos.


Un cristiano consuelo

– Yo soy optimista y no soy rencorosa. No olvido, pero no guardo rencor, por eso me cuesta hablar mal de la Iglesia que formó parte de mi vida. Desde chica fui educada en un colegio religioso, el de la Misericordia. De mis años adolescentes guardo muy gratos recuerdos, era muy activa en la vida escolar y parroquial...
Estela de Carlotto sucedió a Chicha Mariani como presidente de las Abuelas de Plaza de Mayo. En la calle Corrientes, esquina Agüero, justo enfrente del shopping del Abasto, funciona la sede capitalina de la organización. Con los ojos fugados hacia algún lugar de la memoria, continúa:
–Cuando me tocó salir a luchar para encontrar a mi hija viva, y luego de asumir su muerte, cuando proseguí buscando a mi nieto, yo esperé otra cosa de la Iglesia de la que siempre me había sentido parte. No pedía demasiado, sabía que no podían recibirme a puertas abiertas. Que los comprometía. Pero al menos a solas, sin testigos, siempre esperé que me dijeran: "Estela, cuánto lo lamentamos, comprendemos tu dolor, ¿qué podemos hacer por vos?".
Había sido una buena alumna en el colegio de monjas. Participó de cuantas obras de teatro, coros y bailes criollos hicieran falta para recaudar fondos para las hermanas, para los necesitados, para las capillas... Pero cuando llegó el momento en que ella necesitó de ayuda, fue recibida a la distancia con miradas implícitas que alertaban: "De eso no se habla".
–Quizá por todo mi compromiso, yo esperé alguna devolución. Un gesto, aunque sea en soledad. Esperé oír de ex compañeras, de ex profesoras y ex confesores: "Podemos hacer algo, ¿con quién necesitas que te conectemos?". Pero nada. De lo único que yo necesitaba desesperadamente hablar era de eso. Lo que ellos llamaban "eso ", era mi sangre, mi carne. Eran mi hija Laura y mi nietito que llevaba en el vientre. ¿Era tan difícil para un cristiano entender tanto dolor?
Estela de Carlotto también acudió a la catedral y a su gran jefe, el arzobispo Antonio José Plaza.
–Lo fui a ver a monseñor Plaza, como a todos los que podía recurrir en esos días. El no me atendió, pero sí su segundo, monseñor Montes. Me tomó los datos, pero no pasó nada.
Nada en cuanto a brindar alguna información fidedigna y desinteresada. Sin embargo, concretó una cita con el esposo de Estela. En un bar de La Plata, vestido de manera convencional para pasar desapercibido, el prelado habló a través de su secretario. El diálogo fue absurdo, repugnante:
–Podemos darle información sobre su hija, pero eso tiene un precio...– le anticipó. Luego pidió una cifra desorbitante de dinero, que para pagarla los Carlotto tendrían que haber vendido su casa. El hombre recordó que cuando a él también lo habían "chupado"–el día que había ido a ver cómo estaba su hija, y se encontró en medio de un operativo militar– Estela había tenido que pagar cuarenta millones de pesos de aquella época para que lo liberaran. Y entonces pensó que debía hacer lo mismo para salvar a Laura.
–Por suerte unos amigos lo convencieron a mi esposo de que no hiciera esa locura de empeñar todo, que no tenía sentido. A esa altura mi hija ya había sido asesinada. ¿Qué recuerdo puedo yo tener de monseñor Plaza? Mercenario de ilusiones. Manipulador de vidas inocentes. Cajero de la salvación y del infierno. Administrador de la vida y de la muerte.
Por tanta muerte a su alrededor, es que Estela sigue apostando a la vida. Si gran parte de la Iglesia católica le dio la espalda cuando la necesitaba por suerte no fueron todos.
–La Iglesia de la Santa Cruz, en Urquiza y Estados Unidos, en Capital, donde está la casa de Nazareth, era el lugar que nos prestaban para reunimos. Allí se hacían las misas, que no era nada fácil. Conseguir que se hicieran las misas por desaparecidos era todo un triunfo. Por ejemplo, en el primer aniversario de la muerte de mi hija Laura, en agosto de 1979, mientras yo estaba en Suecia viendo a otra hija mía que vivía en el exilio, se hizo una misa en una capilla de La Plata, cerca de donde nosotros vivíamos. Era especialmente para Laura, pero transcurría la celebración y el sacerdote ni la mencionaba. Marta Ungaro, una chica que tenía y sigue teniendo su hermano desaparecido, increpó al cura desde su banco. Pero lejos de tranquilizarla o de darle una palabra de calma, el sacerdote se mostró ofendido y dijo que le estaba faltando el respeto al ministro de Dios. La chica no se calló: "Qué ministro de Dios, acá estamos dando una misa para Laura Carlotto, asesinada por la dictadura y usted ni la menciona. Nómbrela, diga qué pasó, que es una desaparecida, que fue asesinada y que le robaron el hijo..."– le gritó Marta.
Sólo Dios sabe quiénes fueron los apóstoles y quiénes Judas en esa tarde de dolor.



Pedir ayuda al Arzopispado
era informar a los verdugos

Hebe de Bonafini, muy lejos de su radicalizada y fundamentalista posición actual, también acudió a la Catedral platense en busca de ayuda. Cercada por la angustia de tener dos hijos desaparecidos, fue a pedir información al edificio de la calle 53.
–Al principio todas íbamos a la Iglesia, a que nos hicieran misas, que nos dieran un refugio. En La Plata, en San Pausiano, después de la plaza íbamos a rezar porque había madres muy católicas, de la Acción Católica. Pero me acuerdo que cuando llegábamos sacudían todos los santos con un plumero y nos tiraban la tierra encima para que nos fuéramos...
Paradójicamente, San Pausiano estaba ubicada en diagonal 80, entre 48 y 5, el corazón del poder. La rodeaban edificios de gente influyente en la vida política y social de la ciudad: la Casa de Gobierno, la Bolsa de Comercio, la Facultad de Derecho y de Ciencias Exactas. Sin embargo, por el simple hecho de ser una iglesia les generaba confianza. Hebe de Bonafini siguió su relato:
–Cuando íbamos a hacer la denuncia ante monseñor Plaza y su segundo, monseñor Montes, nos enviaban al subsuelo de la catedral. Allí nos recibía un cura, nos pareció que las preguntas de ese cura eran demasiado raras, pero no dijimos nada. Una vez, en el '77, fue una madre y contó que su hijo no tenía ninguna actividad, que sólo trabajaba en una imprenta. Y el caso fue que a los veinte minutos fueron a allanar la imprenta. Con eso confirmamos que este tipo algo tenía que ver. Luego descubrimos que no era un cura, sino un comisario que se llamaba Sossi, que lo ponía Plaza para sacarnos información.
La presidenta de las Madres de Plaza de Mayo asegura que en La Plata había gente que creía en la revolución en serio y que fue por eso que allí pusieron los peores curas para que vigilaran. Una ciudad que tenía 60.000 habitantes y sufrió 2.000 desapariciones, gran cantidad de presos y fusilamientos en la vía pública, parecen avalarla.
–Ellos, a través de los casamientos, de las misas que hacían, espiaban y sacaban información. En las cárceles estaba plagado de curas botones. Plaza fue visto en los campos de concentración– dijo.
Hebe de Bonafini habla de Plaza con el mismo desprecio con que lo hace de genocidas y de algunos hombres de la Iglesia, entre ellos de monseñor Pío Laghi, quien ocupó la Nunciatura Apostólica entre 1974 y 1982.
Sin embargo, ya en Roma, inmerso en la reflexión general que motivó el Año del Jubileo, el religioso, en una larga conversación conmigo, relató su verdad y habló con muy poco respeto de ciertos obispos, en particular de monseñor Plaza.
–Yo tuve la oportunidad de leer una carta escrita de puño y letra por Pablo VI que decía: "En 1977 le pregunté a Su Eminencia, monseñor Plaza, por las noticias terribles que llegaban de Argentina, sobre los desaparecidos y la violación a los derechos humanos. Y él me contestó que no creyera nada de esas cosas, que todas eran fábulas, que allá estaba todo muy normal"–contó Pío Laghi, con una mueca de desagrado.



Plaza versus Plaza

Una de las primeras medidas adoptadas por el gobierno radical de Alejandro Armendáriz en la provincia de Buenos Aires, en diciembre de 1983, fue la de dar de baja como Capellán de la Policía al arzobispo Plaza. Desde México, donde se había asilado, su sobrino Tito aplaudió la decisión del nuevo gobernador. El abogado Jesús María Plaza intuía que el tiempo de la verdad se acercaba.
–Le mandé una carta de felicitaciones a Armendáriz y me puse a su disposición. Esa misma carta se la mandé a algunos medios de comunicación de la Argentina, pero no fue publicada. Sin embargo, Jorge Fontevecchia llamó por teléfono a México y me ofreció espacio en sus medios de la Editorial Perfil para hablar.
Con el advenimiento de la democracia, los mecanismos de poder en los que se había escudado el arzobispo, empezaron a debilitarse. El 14 de noviembre de 1984, mientras Plaza viajaba por Europa, Nicolás Argentato, rector de la Universidad Católica de La Plata, de la cual el arzobispo era el Gran Canciller, impuso en New York, el título de Doctor Honoris Causa al reverendo Sung Myung Moon, fundador y cabeza de la poderosa secta que lleva su nombre. Debido a que Moon estaba preso cumpliendo condena por defraudación al fisco de los Estados Unidos, fue representado en la ceremonia por su segundo, el coronel coreano Bo Hi Park. No fue monseñor Plaza quien salió a desautorizar al titular de la Universidad, sino el propio Vaticano que echó sombras sobre Argentato diciendo que éste había contravenido una decisión de su superior, monseñor Plaza.
Pero las razones de la distinción fueron dos: la primera, una donación de 120.000 dólares realizada por Moon a la Universidad Católica de La Plata, admitida por el propio Argentato; la segunda, la coincidencia de fines y actividades entre la secta, monseñor Plaza y los grupos militares latinoamericanos que habían detentado el poder opresor en el Cono Sur.
No hubo duda en ese momento de que había sido el Arzobispado de La Plata el que había autorizado la condecoración, a tal punto que nunca se rectificó. Argentato fue apoyado y mantenido en su cargo por Plaza hasta que se jubiló de la diócesis.
–Cuando regrese al país le haré un juicio público al hermano de mi padre. Estoy convencido de que el fenómeno del genocidio no se perpetró sólo con los uniformes verdes, sino también con las sotanas y las fajas rojas y con los trajes de los empresarios– le confió Tito a Jorge Fontevecchia. Luego, a través de las radios, se escuchó su voz, cargada de dolor.
–Le voy a iniciar un juicio a monseñor Plaza, por cómplice de los genocidas y por su implicancia directa en la desaparición de mi hermano, Juan Domingo.
Recordando aquella gesta, Tito explicó dieciocho años después:
–Sabía que el resultado iba a ser negativo, pero había un poder que iba a ser tocado: el sector de las altas jerarquías del clero en la Argentina. Bonamín, Tórtolo, Plaza, Ogñenovich y el mismo Primatesta. Mis abogados fueron Emilio Mignone y los abogados del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales), Luis Zamora y Rodolfo Baños. A partir de allí Plaza no volvió a hacer declaraciones públicas, ni tampoco contestó.
La Iglesia argentina recibió el golpe y aunque no hizo leña del árbol caído, tampoco ayudó a levantarlo. Monseñor Plaza debe haber pensado una y otra vez que no hay peor astilla que la del mismo palo. Discreto, soportó en soledad todos los embates públicos de su sobrino y trató de minimizarlo, polemizando para afianzar su postura:
"Ese juicio que están haciendo es una revancha de la subversión y una porquería. Se trata de un Nüremberg al revés, en el cual los criminales están juzgando a los que vencieron al terrorismo", declaraba al diario La Nación el 21 de mayo de 1985, apenas iniciado el juicio a las tres primeras juntas militares. En cambio, se negó a hacer comentarios del juicio que desde el 14 de febrero de ese año le había iniciado su sobrino y a partir del cual toda una ciudad tomó posición.
Muchos lo apoyaron. Otros, contagiados por la energía del abogado peronista, acusaron al arzobispo de no haber sido nunca una voz de consuelo en los años de muerte y desaparición. Otros aseguraron que monseñor Plaza había colaborado directamente con los dictadores.
El 13 de noviembre de 1985, Julio Desiderio Burlando, a cargo del Juzgado en lo Penal número 2 de La Plata, sobreseyó definitivamente a Antonio José Plaza, respecto de los delitos imputados de encubrimiento y violación de los deberes de funcionario público. Tito Plaza no esperaba otra sentencia porque no había pruebas concretas para incriminarlo.
Monseñor disfrutó del triunfo por unos días. Ya estaba próximo a cumplir los setenta y seis años y como establecen las normas canónicas, el arzobispo había presentado su renuncia. El 19 de diciembre de ese ajetreado 1985 le llegó la noticia que pondría fin a su patético ocaso: Juan Pablo II aceptaba su renuncia al gobierno pastoral de la Arquidiócesis de La Plata. Monseñor Antonio Quarracino fue su reemplazante.
El 11 de agosto de 1987 llegó para Antonio José Plaza el momento tan esperado por los buenos cristianos: el encuentro final con el Todopoderoso. Murió en La Plata, a los setenta y ocho años, víctima de una insuficiencia respiratoria.
El miércoles 22 de noviembre de 2000, Eduardo Landaburu se presentó a declarar en el Juicio por la Verdad. Él fue la última persona que reconoció haber visto vivo al Bocha Plaza el mediodía del 16 de septiembre de 1979, cuando tras haber ido a la curia para pedirle ayuda a su tío, el arzobispo, fue secuestrado. Entre la audiencia, de impecable saco negro, con camisa, pantalón y corbata gris, lo escuchaba Tito.
–Entré a hablar por teléfono al bar ubicado en 7 y 33. En el bar estaba la policía. Lo vi al chico, lo conocía porque era primo de mi ex mujer, Cecilia Plaza. Y también a un señor mayor, que después supe era Marbino Díaz Martínez. El anciano estuvo un mes secuestrado y luego fue liberado. Salió física y psíquicamente destrozado. Al mes se suicidó. Los tenían a ambos contra la pared, con las manos detrás del cuerpo. Traté de buscar la mirada del Bocha para ofrecerle ayuda. Pero él bajó la vista, como si no me conociera. Salí del bar atontado. Caminé unos pasos y recién ahí me di cuenta de que ese muchacho me había salvado la vida. Que con un mínimo gesto que hubiera hecho, yo estaría con ellos y no libre en la vereda. Estoy vivo gracias al Bocha Plaza...
Tito sabía. Su hermano se había mantenido digno hasta el final. Pero escucharlo ese mediodía soleado, lo conectó una vez mas con el Bocha que él conoció, el que preservó y cuidó mientras pudo. Su hermano y compañero de aventuras. Mejor dicho, hasta que su tío, el monseñor, lo entregó a los verdugos. La plaza Moreno no había cambiado. Los mismos edificios, los mismos árboles. Sólo un busto de Eva Perón acompañaba a las estatuas que lo habían observado amenazantes en la reveladora mañana de julio de 1979. Habían pasado veintiún años, ya no se escondía. Las cúpulas de la catedral, hoy terminadas, se clavaron en el cielo de noviembre. Se sentía tranquilo. La imagen de monseñor Plaza se escurrió definitivamente. Luminoso, el rostro del Bocha, se grabó en sus retinas.

VOLVER AL INDICE


      Todos los libros están en Librería Santa Fe