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Russo



Putos
y malevos
Por Sandra Russo
El Malevo Ferreyra
terminó siendo un pobre infeliz sobreadaptado. Un falso titán que jugó sucio
porque sus superiores se lo mandaban. Un esforzado cadete que hizo los trámites
que le pedían. Matar a éste, matar a aquél. “La policía tiene que adaptarse
a cualquier tipo de gobierno y somos nosotros los que tenemos que pagar
las consecuencias”, dijo mientras su sobreadaptación se dirigía a Crónica
TV, y estaba a punto de ofrecerse en un sacrificio sádico de dimensiones
notables, toda vez que ahora hay que cuidarse de la espantosa visión del
“documento histórico”, esto es: su éxtasis, agonía y muerte.
Tienen eso los
malevos, y no lo tienen los putos, que son los antagonistas que les tocan.
Tan infeliz fue Ferreyra, que no murió como un valiente, sino como un cholulo.
La lectura de la realidad que hacía el ex policía quedó marcada por las
palabras ya transcriptas. El se adaptó a lo que había que adaptarse, en
la provincia que gobernaba Bussi. Y se adaptó mejor que nadie. Su fama de
malevo llegó acompañada de sus primeros crímenes flagrantes. No hacía lo
que había que hacer. Era un malevo. Iba más allá. No buscaba detener. Buscaba
exterminar. Y a su alrededor, en esa provincia que después lo votó a Bussi,
la gente hablaba del Malevo Ferreyra con admiración, como si ir más allá
de un límite cualquiera fuera una virtud muy masculina. Lo estoy viendo
en una foto: mira a cámara recio, como un galán de Pasión de Gavilanes.
Cruza los brazos con la camisa negra arremangada en los codos. Un solo botón
desabrochado. Las patillas canosas le envuelven la cara como un collar surrealista,
los bigotes tupidos sugieren testosterona, las bolsas en los ojos le dan
experiencia, y el sombrero Panamá lo caracteriza. Es un disfraz del malevo
rural que acecha en un Lejano Oeste autóctono, en un más allá o un antes
de la ley, salpicado con una pizca de falangista.
Tienen eso los malevos y no lo tienen los putos, decía al comienzo del párrafo
anterior, porque los putos, en ese imaginario tosco del que nacen nuestros
estereotipos, son gallinas. Mariquitas. Me acuerdo del estereotipo de puto
que hacía Fabián Gianola: “Ay, salí”, podría haber sido su frase de cabecera,
espantado por una avispa, una cucaracha o una mujer. Un puto es un hombre
al que le falta algo. Lo que al malevo le sobra: falo. Estas interpretaciones
ridículas a todas luces y evidentemente caprichosas son las que laten y
concretamente latieron en las últimas décadas bajo infinidad de crímenes
aberrantes. Quiero decir: una noción de hombría.
Me acuerdo de Billy Elliot, la película británica basada en la novela de
J. A. Cronin, en la que en una familia de mineros en huelga en la que acaba
de morir la madre, un chico de diez años debe cultivar en secreto su pasión
por la danza, porque su padre y sus hermanos querían que fuera boxeador.
Otro caso de putos y malevos. Malevos eran los boxeadores que además soportaban
la mina y que iban a la huelga, mientras un bailarín no podía ser otra cosa
que un puto. Ni boxeador ni minero ni huelguista. Nada honorable, nada de
hombre. Hay una larga tradición de atributos masculinos repartidos así,
con una cáscara de hipocresía naturalizada, según la cual un hombre debe
sobrellevar cierta cuota de violencia para autoafirmarse. De esta fuente
de agua podrida salen matones a sueldo, maridos golpeadores, patovicas,
sádicos, explotadores, violadores, en fin, toda la gama de hombres violentos
ha saltado la cerca, ¿pero qué cerca? ¿Quién pone límite a aquél cuya fascinación
proviene de traspasar los límites?
Estas reflexiones vienen a cuento de las palabras de Ferreyra antes de matarse
ante Crónica TV. En esa adaptación denunciada sin conciencia. Precisamente,
la denuncia consistió en sacarse el disfraz de esa manera: Ferreyra fue
un hombre sin conciencia, un cuerpo y una mente tomados por un rol. Pero
no fueron sólo “los gobiernos” a los que se adaptó el ex comisario, sino
también a ese borde en el que la palabra “malevo” resuena con eco de macho
en los confines del pensamiento colectivo. A esa mirada social aprobatoria
de la mano dura, del disparo a quemarropa, de la emboscada fuera de la ley.
Lo mismo encarnaron Patti,
Rico, Seineldín. Malevos que una parte de esta sociedad admira, reclama,
libidiniza. Fue tan sobreadaptado el hombre, que hasta se privó de ser dueño
de su muerte. La entregó, como entregó su honor, al representante de algún
poder, de un superior. Quizá porque era tucumano, y en Tucumán esa dosis
de mirada aprobatoria sobre la ilegalidad parece resistirse más a cambiar
de eje. Lo vimos en el juicio contra Bussi, quizás el malevo más arrobador
que tuvo esa sociedad.
“‘El fin justifica los medios’ es una frase que representa al maquiavelismo
y quiere significar que gobernantes y otros poderes han de estar por encima
de la Etica y la Moral dominantes para conseguir sus objetivos o lograr
llevar a cabo sus planes.” Textual de Wikipedia. Y bastante sencillo de
enlazar con el pobre Malevo Ferreyra, y que por nuestra historia estamos
obligados a rechazar siempre, en cualquier circunstancia, ante cualquier
dilema. Sin ir más lejos, el de la seguridad. (Página|12)

Setentismo
Por Sandra Russo
Después de todo cada vez que se habla de “setentismo” de lo que se habla
es de un falso setentismo; ni siquiera de un falso recuerdo, sino más bien
de una abstracción generada en la lengua a través de una operación de poder.
Sería mejor dejarlo claro. Cada vez que se habla de “setentismo”, todos,
los que estamos a favor o en contra de cualquier cosa, entendemos algo en
lo que no necesariamente pensamos. A esa palabra que es usada en el habla
común argentina como un desprendimiento de discursos que bajan desde la
política y los medios, la lengua le ha hecho flecos, o satélites, o flechas.
Esas segundas capas de sentido no guardan una relación ajustada con lo que
pasó en los ’70, sino más bien un recorte manipulado por el poder. Santucho
es un nombre setentista. Camps, no.
El tiempo ha sido encapsulado por el poder. No por el poder gubernamental
solamente, porque ya es tiempo al menos de incorporar generalizadamente
la idea de que el pensamiento crítico se inscribe como tal contra el poder,
pero el poder hace décadas que se ha diversificado y es como esa escultura
que Marta Minujín hizo para el Tafirol. Tiene muchas caras. Opera por sobre
el poder político, sin negarlo ni compitiendo con él en la esfera pública.
Pero
no es ni un gramo menos peligroso que el poder político. Todo lo contrario.
El poder político es el que participa de la democracia. El otro participa
de todo.
No voy ahora con la cita de Marx sobre la tragedia y la farsa porque ya
la sabemos de memoria. Pero incluso el hecho de que esa frase haya ido pasando
este año de boca en boca, indica una percepción general de que hay cosas
que están repitiéndose, que estamos acosados por la sensación de un raro
déjà vu, cuando en realidad la etapa que estamos viviendo se caracteriza
por rasgos muy diferentes a los que enmarcaron al verdadero “setentismo”.
La Mesa de Enlace recuerda a los patrones camioneros chilenos que encendieron
la chispa para el golpe de Pinochet. Se puede considerar esa imagen válida
para una argumentación, o se puede creer que no es “ajustada” por diversos
motivos, pero nadie discute la verosimilitud de, al menos, la evocación.
Eso no forma parte de lo que hoy se tilda de “setentista”. Nadie diría que
Buzzi es “setentista”. Precisamente, lo que irrita de su perfil a los que
no lo quieren –porque Buzzi genera rechazos viscerales– es que salpica con
gestos “setentistas” (sí, haberse embanderado con una abuela de Plaza de
Mayo) un rol claramente reaccionario. Sus representados fueron, junto con
el Gobierno, los grandes derrotados de la puja por la 125.
Con la reapertura del caso Rucci, esa percepción volvió. Nadie citó la frase,
pero quedaría bien combinada con los recuerdos que trae el caso Rucci (cuyos
familiares con toda lógica quieren saber quién lo mató). En este caso, una
de las grandes diferencias con los setenta es que la dirigencia sindical
se mantiene del lado de la institucionalidad. Es una diferencia sustancial.
Lo que vuelve es entonces no un suceso nuevo que replica uno anterior, sino
un recuerdo fuerte, que sirva para tirar tierra vieja sobre nombres de hoy.
La de Rucci es una de las páginas más negras, más irracionales del peronismo.
Una vertiente horrible para su desmesura. Todo lo oscuro sale en cuanto
se abre fuego.
Lo oscuro es imparable después que se abrió fuego. Incluso en circunstancias
legítimas, incluso del lado bueno, que según quién puede ser cualquiera,
esa última instancia que quema todas las naves democráticas y habilita además
a atenerse a oscuridades impensadas de propios y ajenos, tiene que haber
habido muchas otras derrotas democráticas anteriores para que un crimen
como el de Rucci ocurriera. Tantas, que ya exceden lo político y entran
en lo existencial.
El crimen de Rucci es “setentista”. No se le llama “setentista” a un Falcon
verde, ni a una mujer que mandó postales de Para Ti a Europa para desmentir
la campaña antiargentina, ni a los morochos con lentes y sobretodo que eran
servicios, ni a los policías infiltrados en las universidades que andaban
con libros de Paulo Freire para hacer hablar a los perejiles, ni al señor
del promedio que decía “yo, argentino”. Todo eso quedó en los setenta, pero
el setentismo se redujo a una partícula de olor fuerte, a una intención
soterrada, a una explicación que no requiere más palabras. “Setentismo”
huele a pólvora. Y me permito no oler pólvora por ninguna parte, vamos.
La lengua se jacta más de lo que obliga a decir que de lo que prohíbe decir.
La lengua madejada por el lenguaje político y periodístico chorrea significados
colaterales que siguen soplando el oído de la gente aun cuando las palabras
se extinguieron. En materia intelectual, Barthes distinguía entre “descomponer”
y “destruir”. Asumía que la tarea del intelectual es “descomponer” la conciencia
burguesa, no “destruirla”. No por una elección, sino por dialéctica: sin
condiciones prerrevolucionarias, como no las había en la Francia del ’50
ni en casi ninguna parte hoy, la “destrucción” implica un salto al vacío.
“Mientras que al descomponer, acepto acompañar esta descomposición, descomponerme
yo mismo en la misma medida: desbarro, me aferro y arrastro conmigo.” Esa
es la razón por la que es bueno, cada tanto, descomponer palabras.
(Página|12, octubre 2008)

"Collas
de mierda"
Los ecos que llegan desde Bolivia: de un racismo inadmisible e implacable.
Por Sandra Russo
El excelente documental de Emilio Cartoy Díaz, Bolivia para todos, que emitió
Canal 7 y que sigue circulando en debates y encuentros para analizar la
crisis que se agudizó radicalmente esta semana, permite tomar nota sensible
de lo que las palabras y las fotos no llegan a transmitir. Las notas de
la televisión tampoco. Cabe preguntarse ahora que las papas queman y hay
muertos, desde dónde se mira la crisis boliviana. Los noticieros hablan
del tema de una manera pasteurizada, como si se tratara de "querer" o "no
querer" a Evo Morales, presidente legítimo y relegitimado.
Uno de los hallazgos
del documental es haber registrado no sólo el aquelarre del racismo más
repugnante, sino la manera en que la propia televisión boliviana fue adaptándose
para informar sobre la rebelión de los departamentos "blancos". Un docente
que vio el documental me decía el sábado que se había sentido estúpido de
pronto, al advertir que había "comprado" la información en sachet que dan
los grandes medios: se había hecho la idea de que Santa Cruz, Pando, Beni,
Cochabamba, en fin, los lugares desde los que se reclama la autonomía, eran
"opositores en bloque", territorios ficticios en los que el rechazo a Morales
brotaba de mayorías con otras ideas e intereses. Y precisamente porque en
cada uno de esos departamentos hay miles y miles de partidarios de Evo Morales
que están siendo censurados, perseguidos, amenazados y ahora asesinados,
como los militantes de Pando, es que la crisis tiene otra cara, una mueca
monstruosa que sin embargo no sale por tevé.
En el trabajo de Cartoy Díaz también se puede ver cómo la pantalla partida
de la televisión boliviana comenzó a producir un efecto erosionante del
poder presidencial. Normalmente, cuando habla un presidente su investidura
reclama la pantalla entera. No fue eso lo que le cedió la televisión, que
comenzó a dividir los planos y a incluir ventanas en las que, al mismo tiempo
que se veía a Morales, se veía también a los prefectos de Santa Cruz o Cochabamba
diciendo lo suyo. La pantalla se desmembró antes que el país. La pantalla
fue la primera en bajar la estatura presidencial. Y esa pantalla nos recuerda
otras pantallas partidas. Que cada cual recuerde.
El desprecio sin fondo que los bolivianos blancos sienten por los collas
y por las diferentes etnias originarias del país es una herramienta política
que tiene como objetivo y presa el capital. En ese sentido, no hay desprecio
histórico sin botín en el medio. Los sentimientos colectivos de manipulación,
doblegación y exterminio siempre han servido de impulso para que los portadores
del odio puedan quedarse con todo. El racismo, en fin, es apenas un instrumento
económico. Pero sostenerlo, sentirlo, experimentarlo, demanda una preparación
de siglos que permanece intacta. Las que hoy tratan de imponerse en Bolivia
son subjetividades melladas en su forma y fondo por una visión del Otro
Degradado, expropiado de sus derechos y reivindicaciones. ¿La democracia?
Una excusa reemplazable por alguna otra forma de gobierno que deje cada
cosa en su lugar.
"Fuera collas de mierda", rezaba una pared en Santa Cruz. No era sólo una
pared. Eran muchas paredes. Eran gritos también. Mucha gente como la gente
gritando "fuera collas de mierda". Lo que se cocina en Bolivia no es sólo
un golpe de Estado en alguna de sus formas posibles. No es sólo un intento
desesperado de los dueños del dinero por retener sus privilegios y su statu
quo. Es un extracto de infamia, una muestra del veneno histórico inoculado
año tras año en un país que hasta hace poco tenía un presidente que no hablaba
bien el castellano, y no porque fuera colla.
La cocina ideológica y emocional de la reacción contra Evo Morales hace
pensar en que cada crimen que tuvo o tenga lugar en Bolivia es de lesa humanidad.
(Página|12,
septiembre 2008)

Propietarios
Dos lecturas sobre los comportamientos de las distintas capas medias que
van asomando. Por un lado, los sectores que pueblan con sus cuerpos y sus
discursos el ya bautizado así "Palermo Soho" y, por el otro, los que salieron
a las calles porteñas a defender una de sus banderas históricas: la educación
pública.
Por Sandra Russo
No es tan extraño que el primer cortocircuito grave del gobierno de Mauricio
Macri en la ciudad haya estallado con los estudiantes, pese a que el área
está a cargo de uno de los ministros con pasado más interesante de su gabinete.
Fue un poco sorprendente en su momento saber que Mariano Narodowski militaba
en las filas del macrismo. El actual ministro de Educación porteño era uno
de los especialistas más consultados en esos temas, y algunas de sus posiciones
públicas no terminaban de enganchar, parecía entonces, con la idea un gobierno
de derecha.
Por esas clásicas demostraciones de principios que las ideologías que confluyen
entre liberales y conservadores se encuentran casi obligadas a dar, un blanco
rápido fue la educación. A través de la lectura que un gobierno hace de
la educación, y de las políticas que adopte al respecto, se puede observar
su inercia completa. Su cadencia. La melodía ideológica que acompaña sus
actos. El gobierno de Macri ha elegido bailar con los estudiantes. Ha cometido
su acto fallido con ellos. No con los estudiantes, más exactamente con la
educación secundaria, pero es una suerte que la democracia haya formado
sujetos políticos a los que no es tan fácil arrasar como a sus intereses.
Tampoco es extraña –aunque suene un poco insólita– la línea de frontera
que el ministro usó para dividir a los alumnos que pueden aspirar a becas
de los que ya no pueden. "Aquellos cuyos padres sean propietarios." La propiedad
privada y su solidez pétrea como valor de la derecha hace posible esa miopía
con la que el gobierno de Macri diseña sus políticas, e implica naturalmente
que esa miopía también puede aplicarse a la manera en que la derecha, cuando
administra sus criterios de justicia social, no hace justicia social sino
todo lo contrario.
La noción de la propiedad privada y una fe arcaica, ontológica, elevan por
sí mismas a quien participa de ella –los "propietarios"– y les quita sus
demás atributos. Es como si la derecha se viera imposibilitada de concebir
propietarios pobres, como si no fuera posible que la pobreza arrastrara
en su caldo de lúmpenes y sospechosos a personas que todavía poseen un bien
inmueble, algo enraizado. Para la derecha los pobres son volátiles por naturaleza.
Migran. De una provincia a otra, de una localidad a otra, de una pensión
a una villa, siempre es gente en tránsito que, cuando se afinca, da lugar
a esos conglomerados que en sus aquelarres gestan a los actores de la "inseguridad".
De acuerdo con la idea que la derecha tiene de los pobres, ningún "propietario"
debería necesitar ayuda del Estado para que sus hijos completen la escuela
secundaria. Que el porcentaje de becas requeridas sea tan alto no hace más
que contarnos que en los últimos años la escuela pública fue abandonada
por los sectores medios altos, y que en cambio intentó erigirse en recuperadora
de adolescentes que eran hijos del desastre del 2001.
"Queremos un país de propietarios, no de proletarios" es una frase que le
regaló a la historia Adelina Dalesio de Viola, aquella mujer que fue revelación
por unos años y que le peleó el estilo a María Julia Alsogaray. Los liberales
piensan en la propiedad privada con una devoción tal, que la promesa de
la rubia de bronceado perenne contuvo su propia paradoja y su revelación:
la derecha argentina es incapaz de pensar proletarios propietarios. Es antigua.
Esa contradicción la han superado hace décadas algunos países capitalistas,
pero nuestra derecha es casi colonial, o bananera. Pensar en proletarios
propietarios los lleva a pensar en populismo. El desprestigio de lo que
la derecha hace calar en todo lo que se considere "populista" es la defensa
contra su idea de justicia social: una no idea.
Hay una variedad notable de pobres argentinos que todavía o que hace poco
son propietarios. Hay una inmensa cantidad de gente que tiene a su nombre
la escritura de algo, una clase media baja que diariamente transpira para
no terminar de caer. Hay muchos padres y madres de adolescentes que son
o más instruidos o menos instruidos que sus hijos. Gente que perdió aquel
trabajo anterior a la flexibilidad laboral y ya no puedo volver a recuperarse,
pero que no ha perdido la batalla cultural, y aspira a que sus hijos se
eduquen como ellos. Es su última trinchera. Y hay gente que nunca terminó
sus estudios, gente que pudo asomar la cabeza, y que con sacrificio apuesta
a que sus hijos peguen el salto del oficio a la profesión. En buenos tiempos,
a lo primero que este pueblo se aferra es a la movilidad social.
La derecha piensa en la propiedad privada, no en la movilidad social. Esa
es una de sus peores taras. (Página|12,
01/09/08)
La
torta y el falso consenso
¿Qué pasa que todo el mundo está a favor de "la redistribución de la riqueza"?
¿Por qué no se escucha a nadie de los que están en contra declarar que están
en contra? Un bozal políticamente correcto los ampara.
Por Sandra Russo
La irrupción masiva de la idea de la redistribución de la riqueza no empezó
con la Resolución 125. Empezó bastante antes. Promediaba el gobierno anterior
y se decía, en los ámbitos progresistas, que innegablemente se había avanzado
mucho en materia de derechos humanos, pero que Kirchner no había tocado
la torta y sus porciones; que por sí misma la creación de empleo había modificado
el dantesco paisaje de 2002 y 2003, pero que no había habido ningún cambio
real en la redistribución del ingreso. Seguíamos y seguimos siendo hoy un
país rico en el que la brecha entre los pocos de arriba y los muchísimos
de abajo es, diríamos, escandalosa no ya en términos de ningún progresismo
sino en los de lo que en los países desarrollados se entiende por "civilización".
Invertidos los tópicos sarmientinos, la civilización requiere mínimos estándares
de equidad, en tanto la barbarie no es otra cosa, hoy, que los diseños bananeros
que promueven las derechas locales.
Cuando hablo de la redistribución
de la riqueza no me refiero a ese reparto estructural en sí mismo, sino
más bien a cómo se modula, cómo se usa, cómo se llenan bocas hablando, y
ahora entrecomillamos, de la "redistribución de la riqueza". Si se repasan
los debates en el Congreso, en ambas cámaras, bloque por bloque, todos y
cada uno dijeron estar a favor de la "redistribución de la riqueza". Hay
cuestiones, como ésta, que obturan la verdad de lo que se piensa y la verdad
de lo que se defiende.
¿Qué discurso hay circulando que se anime a oponerse a la "redistribución
de la riqueza"? Ninguno. Hasta los terratenientes que han tenido más micrófonos
que nunca en la historia de la radiodifusión argentina y han sido tratados
como víctimas de "esta dominación" han hablado a favor de la "redistribución
de la riqueza". Hasta los políticos más soeces que todavía retienen bancas
hablan a favor de la "redistribución de la riqueza". Caramba: ¿no estará
indicando esto que hay un relato políticamente correcto que impide a quienes
defienden la torta argentina tradicional (pirámide finita, base ancha) decir
lo que realmente piensan y a favor de qué y de quiénes operan? ¿Y no sería
éste el momento de descular que el verbo "impide", que de algún modo celebra
lo "políticamente correcto", puede ser reemplazado en casos como éste por
"protege"? Bajo lo políticamente correcto se amparan los intereses de todo
tipo.
Lo más cerca que se estuvo de entrever esa verdad que apura a los gringos
sin dentaduras perfectas y a los señores delicados como Miguens fue ese
lomo insinuado a 80 pesos. Se dijo en su momento que, bueno, después de
todo, los uruguayos van por ese camino. Que el asado de tira, que es popular,
quede barato, pero que el precio del lomo trepe lo que deba trepar, total
sus consumidores históricos lo pagarán al precio que pueden comprarlo en
Punta del Este o en París. Hubiese sido honesto profundizar ese costado
del debate, porque al menos, ahí sí, quedaría claro un modelo de país con
la riqueza en su sitio, y minga de redistribución de riqueza y de lomo.
Sin embargo, a pesar de que no hay nadie en la televisión, ni entrevistados
ni entrevistadores, que diga abiertamente que la "redistribución de la riqueza"
es un asunto que provoca rechazo y hasta espanto, algo de ese espanto se
huele en la mueca de odio, sobre todo, de las señoras caceroleras, convertidas
en las porristas de la SRA. Puede pensarse con cierto fundamento que hay
algo que no se dice pero sí se piensa y que se siente muy adentro, muy en
la propia historia de nuestra clase media, casi en su génesis: en el diseño
original de este país, los pobres cumplieron una función que la clase media
no está dispuesta a que dejen de cumplir. Para decirlo brutalmente: son
los que están peor.
La clase media argentina tiene una triste sed de gente que esté peor. Hay
amplios sectores de esa clase media, los más disciplinados por el relato
ortodoxo de la argentinidad, que a lo que temen, de lo que huyen, lo que
combaten es precisamente "la redistribución de la riqueza". ¿Qué pasaría
si se borrara la distancia que los separa del zoológico? Llambías puede
decirlo tranquilo. A él y a su gente los separa más que una avenida ancha
de esa masa de brutos, de analfabetos, de cabezas, de grasitas. Pero a muchas
de las señoras porristas lo único que efectivamente las separa del zoológico
es una calle. Y si hay un gobierno que la borra, cae toda una identidad
de clase y cae con ella la ilusión de ser mejores, diferentes, más refinadas,
más cultas, más "como uno" que en materia de clase media es "como ellos",
los ricos.
Cuando se le reclama a la derecha que sea derecha y hable en consecuencia,
que blanquee aspiraciones, límites, ideas, lo que se le reclama es que no
falsee solidaridades que nunca tuvo ni tendrá. Hay países capitalistas que
han arribado al puerto de burguesías felices y contentas, con Estados que
atienden a los más débiles y cuyos débiles se ubican más acá de la indigencia,
de la degradación, de la indignidad que supone la Argentina. Nuestras clases
dirigentes, ya lo escribió Murena en su Pecado Original, nunca estuvieron
integradas por los mejores en nada. Nuestras oligarquías nacieron simplemente
de una oportunidad, allá por 1880.
Es absurdo que a esta altura todavía todos y cada uno de los que pujan para
que nada cambie se dejen puesta la máscara del humanismo que nunca sintieron,
de la solidaridad que nunca actuaron y de la corrección política con la
que se atragantan. La "redistribución de la riqueza" aparece hoy como un
falso consenso, probablemente el más falso y canalla de todos. (Página|12)

La
"prensa independiente" y los intereses de los medios
El avance de la Derecha ante la fractura del Campo Popular
Por Sandra Russo
Barack Obama fue caricaturizado agresivamente por The New Yorker y tanto
Demócratas como Republicanos pusieron el grito en el cielo. The New Yorker
se sintió en la obligación de aclarar el espíritu de la caricatura, a modo
de disculpa. El Turbante Musulmán de Obama y el fusil que cargaba su esposa
revolvieron el estómago norteamericano. Ese estómago será imperial pero,
en materia de Política Interna, funciona con reglas claras. A las bananas
las dejan crecer prolijamente fuera de su territorio. A nadie se le pasó
por la cabeza que la crítica a una caricatura semejante sobre un Candidato
Presidencial rozara la libertad de prensa. Hubiese sido ridículo.
Tan ridículo como fue que aquí sí se hablara, en estos meses, de atentados
a la libertad de prensa. Desde que comenzó este conflicto, los grandes Medios
no sólo han caricaturizado agresivamente a la Presidenta –y no me refiero
sólo a aquella casi anecdótica caricatura de Sábat sino también a clips
presuntamente chistosos que siguieron entreteniendo a la audiencia–, limando
la institucionalidad del lugar que ocupa legítimamente. Confunden la libertad
de prensa con el derecho al agravio.
Los grandes Medios han funcionado prácticamente como órganos de prensa y
difusión de los sectores del campo afectados por las retenciones móviles.
En ese sentido, esos medios han violado sistemáticamente el derecho a la
información de los ciudadanos. Lamentablemente, y por su parte, la televisión
pública se comportó como la televisión pública de cualquier otro país, menos
de éste. Fue revulsivo ver esa pantalla el último sábado, cuando en un homenaje
a Favaloro se exhibió en primer plano, atendiendo teléfonos, a Noemí Alan,
cuya foto más recordada fue tomada en la ESMA, brindando con el Tigre Acosta.
Así las cosas, una capa de mugre se interpuso entre la opinión pública y
los hechos. No por casualidad, en este mismo momento y en las pausas del
debate en el Senado, TN pone en sus volantas "El campo" y, por el otro lado,
"Militantes K". Esa línea se estira y da por cierto que "la gente" va por
su cuenta a Palermo y obligada al Congreso, y que quienes respaldan al Gobierno
son sólo "militantes K": serlo, en el universo de esos medios, equivale
a tener medio cerebro funcionando.
El tejido semántico elaborado desde el discurso hegemónico rural ata al
militante peronista con lo bajo de la política y también con lo más bajo
de todo lo demás. Da repugnancia escuchar a Llambías golpearse el pecho
y decir: "Yo, pueblo". Pocas veces como ahora hubo que cuidarse de las noticias
como si fueran trampas cazabobos y nunca como ahora eso que se autodenomina
"prensa independiente" fue tan dependiente de los intereses de esos medios.
Esto que empezó por las retenciones móviles ya no las tiene por eje. Hay
hilachas lamentables, como la escena de la CCC o del MST poniéndole el toque
pobre a la masiva reacción de la derecha. Y digo lamentables, sobre todo,
porque uno las lamenta. La fractura del campo popular, en parte, explica
por qué tenemos la historia que tenemos y por qué nunca hemos logrado que
esta democracia, al viejo decir radical, sirva para comer, para curar y
para educar a los más débiles. Cuando Alfonsín dijo aquello, los pechos
se abrían porque quedaba atrás la larga noche de la dictadura, y todo era
promesa. Pero no funcionó. Ni Alfonsín, ni Menem, ni De la Rúa, ni Duhalde
se pusieron al frente de un giro democrático con contenidos populares. Lo
hemos escuchado y dicho miles de veces: democracia formal no equivale a
democracia real.
Hay quienes legítimamente creen que con Kirchner comenzó una etapa de depuración
del Peronismo y también hay quienes creen que, a pesar de innumerables errores
(tal vez no sean numerosos, pero gruesos), los grandes trazos de los últimos
años son los mejores que hemos vivido desde que terminó la dictadura. Esa
gente, que es mucha y que no es necesariamente "militante K", entrevió desde
el origen de esta crisis que el paquete del reclamo agroexportador venía
con premio de Derecha.
Pero no de Derecha Democrática, porque ésa es todavía una materia pendiente
en la Política Argentina. Aunque esté posiblemente en construcción por la
fuerza de los hechos, los Argentinos ignoramos cómo se autolimitará la Derecha
cuando no están los tanques a los que recurrieron siempre, para imponer,
por la vía neoliberal o la neoconservadora, sus deseos. Si algo ha caracterizado
siempre a la Derecha, ahora engordada como un pollo de criadero con las
hormonas de algunos exprogresistas, es que no respeta límites de convivencia.
Sus exabruptos nos han deparado las mayores tragedias Argentinas, aunque
ellos se hayan ocupado de que los adjetivos "soberbio" y "autoritario" recaigan
en un Gobierno que se abstuvo obstinadamente de reprimir. Estamos todos
grandes y bastante golpeados como para creernos el cuentito que narran a
coro tantas voces desafinadas y de triste color.

Confrontación
¿De quién es la patria, de todos o ninguno? Hay
poetas que han dicho lo suyo al respecto. Alberto Fernández en TN: un dechado
de amabilidad "no confrontativa", el hit del momento para esconder alianzas
y ambiciones.
Por Sandra Russo
La palabra anda por las bocas y los editoriales de algunos grandes medios,
y a fuerza de ser repetida cobra cuerpo y se hace discurso. Ese discurso
se acopla con otro, o mejor dicho, se casa con él: es el que encontró al
vicepresidente Cobos como encarnación con chapa institucional como principal
portavoz, aquella vez que dejó entrever su voto "no positivo" cuando declaró
que había que "buscar consensos y no votos". Esa declaración fue celebrada
especialmente por la oposición, que estaba buscando desesperadamente votos
y no consenso. Son los vaivenes, los pliegues de los discursos que se erigen
masivamente para vestir eufemismos en los mejores casos, y para mentir descaradamente,
en los peores. Quién sabe qué consenso pueden haber hallado entre sí y de
cara al futuro y a la manera de hacer política, por ejemplo, Bullrich y
Lozano, o Solá y Morales.
Se ignora la amplitud o la profundidad de
ese hipotético consenso, más allá de haber aunado, precisamente, votos.
La palabra "confrontación", entonces, quedó ahí flotando y sigue siendo
repetida, y seguirá a merced de quienes, ya en los diarios de ayer, por
ejemplo, en el editorial de Clarín y en la columna de Eduardo Van der Kooy,
levantan la figura de Alberto Fernández como la de quien, en virtud del
consenso, se niega a la confrontación. Pues bien: habría que revisar entonces
a qué exactamente le están llamando "confrontación". ¿Habrá sido el ánimo
"no confrontativo" de Fernández el que lo llevó a dar su primera entrevista
como ex jefe de gabinete a Julio Blanck y el propio Van der Kooy? Fernández
estuvo presente, junto al presidente del PJ, Néstor Kirchner, en la asamblea
de la Carta Abierta, en la que se habló de un tema central en la crisis
actual: la parcialidad, la toma de posición no declarada como tal, y hasta
muchas veces la mala intención de los grandes medios respecto del Gobierno
en su pelea con "el campo". Nadie que haya padecido, sufrido y observado
con discernimiento o lucidez el tratamiento periodístico de la crisis, como
se presume que debió haberlo hecho Fernández, podía sentarse a dar esa entrevista
sin una sola palabra crítica al respecto. Fernández lo hizo. Se sentó allí
a dar sus razones como si se sentara ante neutrales. ¿Ese estilo "no confrontativo"
es el que reclaman los sectores opositores a los que Fernández satisface?
¿Lo "no confrontativo" incluye la evaporación de ideas que hasta un día
antes eran dadas por ciertas? ¿Lo "no confrontativo" incluye el "gracias
a ustedes por invitarme" y diluye el maltrato, el agravio, la difamación
grosera u homeopática hacia un proyecto con el que, por otra parte, se insiste
en seguir defendiendo?
"Gracias a ustedes por no presionarme y por no hacerme decir lo que no debo
decir", dijo Fernández. Esa frase contiene muchísimo más de lo que dice,
y es que Fernández no es un niño de pecho, pero los espectadores tampoco.
Hay lealtades que no se proclaman. Se actúan. Y hay agachadas que no se
corresponden con el presunto estilo "no confrontativo", sino con ambiciones
personales tan, pero tan desbocadas, que no hace falta ponerles texto. Fernández
les pone el cuerpo. Lo demás se cae de maduro.
(Página|12)

La
yegua y el montañista
Por Sandra Russo
En el banco, frente a las ventanillas, había tres colas y ninguna era muy
larga, pero la de la izquierda estaba casi desierta. Era la que estaba disponible
para los clientes VIP. Llegué y leí los tres letreros: VIP, Personas y Empresas.
Hice un rápido repaso mental sobre mi propia condición y me paré en la de
Personas. Delante de mí, último en esa fila, acababa de ubicarse un hombre
alto, apenas canoso pero de aspecto juvenil, vestido con jeans y campera
de montañista. Colgaba de su espalda una mochila de una marca muy cara,
que le daba un aire de turista o extranjero; supuse que era un hombre de
paso por ese microcentro atestado de mediodía. Ni tuve tiempo de pararme
con todo el peso en una de mis piernas, que es lo que uno hace cuando se
autoacomoda en una cola de banco atrás de una docena de personas. Llegó
otro hombre, más viejo y trajeado, que sobre mi oído preguntó:
–¿Las tres colas son iguales? ¿Por qué en ésta no hay nadie?
El hombre alto con campera de montañista se dio vuelta y le dijo:
La yegua y el montañista / Sandra Russo
–Esa es para los giles que pagan quince pesos más por mes para que los atiendan
más rápido.
–No me digas –le dijo el viejo trajeado, ubicándose en mi fila. Quedé hecha
un sandwich entre ambos, lo cual no habría sido grave si los dos se hubiesen
quedado callados como corresponde en una cola de banco, caray, que uno va
al banco a hacer un trámite que siempre prefiere obviar, y en todo caso
cualquier persona normal comenta o bien que el clima de Buenos Aires está
tremendo, o bien que es una vergüenza que haya tan pocos cajeros en todos
los bancos. ¿O hay acaso alguien en este mundo que se sienta a sus anchas
en una cola de banco? Yo pensaba que no, pero me equivocaba. El montañista
era un hombre que se sentía a sus anchas en todas partes, se diría que el
mundo era suyo por la seguridad con la que hablaba, y también por el tono
de voz elevado que hacía que todos escucháramos lo que decía. Sobre todo
yo, que estaba hecha un jamón entre el montañista y el viejo trajeado. El
montañista era una de esas personas que no pueden controlar su incontinencia
verbal y cerebral. Y su flujo mental era tremendo.
–En Chile esto no pasa –le dijo el montañista al viejo trajeado. Era tan
alto y yo soy tan petisa que el tipo ni siquiera tenía que hacer un mínimo
gesto para mirar al viejo. Sencillamente, me salteaba.
–¿En Chile? ¡No! ¡Qué va a pasar! –dijo el viejo.
–¿Conocés Chile? –le preguntó el montañista, que debía tener unos treinta
años menos que el viejo, pero que como se sentía tan seguro de sí mismo
y era tan comunicativo, tuteó al viejo durante toda esa conversación, dándole
incluso ánimo, con el tuteo, para que el viejo de-senrollara la lengua.
–Sí, estuve muchas veces en Chile. Tengo dos grandes amigos. Viven en Las
Condes.
–Yo tengo mi oficina en Las Condes, mirá qué casualidad. ¿A qué se dedican
tus amigos? Conozco mucha gente por ahí.
–Son generales. De carabineros.
–¡Ah, qué bien! ¡Generales! –dijo el montañista. Yo ya empezaba a mirar
para el costado, a la fila que decía Empresas. Había menos gente. Un jovencito
también trajeado y con una escarapela en la solapa revisaba unas boletas.
Un cadete, seguro.
–Sí, son dos grandes amigos. Dos caballeros –dijo el viejo–. Si los paran
con el auto, ¿vos te creés que sacan la credencial para presentarse como
generales? Eso haría un milico de acá. ¡No! Primero escuchan si estuvieron
en falta, escuchan con todo respeto y ojo, que los carabineros que los paran
también son muy respetuosos. Por favor, señor, si es tan amable, tenga usted
la amabilidad, ¿viste? Mucha educación.
–Típico de Chile, claro. Una educación increíble.
–Recién si les están por hacer una boleta o es muy necesario, ahí sí se
dan a conocer. Pero no como acá, que todo el mundo saca chapa antes de tiempo.
–Es que este país es el peor del mundo, hermano –le dijo el montañista–.
Y que me perdone si hay algún peronista presente, pero el cáncer de este
país se llamó Juan Domingo Perón. No sé si estás de acuerdo –dijo, chequeando,
aunque era evidente que su "que me perdone" era equivalente a un "me cago
en que haya un peronista en esta fila".
El montañista era, definitivamente, un camorrero. Y yo, que agarro no sólo
los guantes que me tiran sino también los que se caen, me empecé a morder
la lengua. Y eso que no soy peronista.
–¡Pero sí! –dijo el viejo, creo que sin haber prestado mucha atención a
aquello con lo que estaba de acuerdo, incluso más allá de estar de acuerdo,
porque estaba perdido en sus evocaciones–. Mis amigos son dos tipos de primera.
Qué bien la hemos pasado cada vez que los fui a visitar. Fuimos a Valparaíso
un verano.
–Las Condes es el barrio más fashion, diríamos –dijo el montañista, que
estaba atrapado a su vez en su propio relato y al que era evidente que el
hermoso verano del que amenazaba hablarle el viejo le importaba tres pitos.
–Las Condes. Muy lindo barrio. Fuimos una vez a Reñaca también.
–Yo tengo mi oficina en Las Condes –repitió el montañista–, la abrimos hace
poco. Un lujo. En Chile nadie le tiene miedo al lujo, como acá, que hay
que pedir disculpas si uno es más capaz que los demás para hacer guita.
¿Vos qué hacés?
–Soy jubilado. Hago trámites –dijo el viejo. Yo pensé que su lugar estaba
entonces en la fila de al lado, pero a esa altura no iba a meterme en esa
conversación ni aunque bajara Dios en persona a ofrecerme crecer quince
centímetros de golpe. Y eso que para mí sería importante.
–Te voy a decir una cosa –le dijo el montañista–. La culpa de cómo nos van
las cosas la tenemos todos, todos, todos, todos, todos.
–Todos –sintetizó el viejo.
–Porque no nos ponemos los pantalones largos –agregó el montañista–. Mirá:
yo soy sanjuanino, mi familia tiene una calera y estamos trabajando en Chile
pero, qué te puedo decir, de maravillas. Vendemos a lo loco. Los chilenos
no miran para arriba. Miran todos para abajo. Es un país que tiene mucho
que agradecerle a un señor, a un verdadero señor que se llamó Augusto Pinochet.
A esa altura yo quería ser más petisa de lo que soy. Hundirme en la junta
de las baldosas de porcelanato, hacerme engrudo, evaporarme, porque me venían
unas ganas feroces de ser varón y de decirle vamos afuera, macho, que te
cago a trompadas. Pero últimamente, con todo esto del campo, estoy muy irritable.
Y no sé si ustedes lo advirtieron, pero salvo la gente muy descarada, la
gente muy jodida o la gente muy de mierda, en general, hasta en los taxis,
reina un silencio de radio para no herir susceptibilidades ajenas o acaso
para evitar irse a las manos. Ese clima de distensión que hemos logrado
gracias al voto no positivo de Cobos (y del que hablan sobre todo los radicales
y Chiche Duhalde) es una escenografía a la que en cualquier momento se le
cae el techo o una puerta. Lo que hay es discreción y hartazgo de estar
tan enemistados. Pero queda gente como este montañista, al que me tuve que
seguir aguantando. Ya me pasó de levantarme precipitadamente de la mesa
de un bar, después de pedirle a un mozo:
–Cobrame pronto porque si esta vieja de la mesa de al lado sigue hablando
le parto un sifón en la cabeza.
Vuelvo al banco. Yo estaba haciendo ejercicios de respiración que nunca
aprendí en yoga, porque yoga no hice, pero bueno, me imagino cómo serán:
uno respira profundo, profundo, con el diafragma, y se concentra en el aire
que inspira, y después lo va soltando despacio, tratando de concentrarse
sólo en el aire, tratando de no escuchar a un montañista que dice:
–Tenemos a esta yegua gobernando, ¿te das cuenta? ¡Una yegua! ¿Y no hacemos
nada? ¿Por qué aguantamos? –parecía estar interpelando a todo ser viviente
que lo escuchara en el banco.
–Y... –dijo el viejo, que a pesar de tener amigos carabineros no había ido
al banco a buscar roña. Hasta él se empezó a sentir incómodo. Eran varios
los que daban vuelta las cabezas, y cada uno parecía calibrar su reacción,
porque ninguno lo miraba asintiendo. Es que más allá de lo que decía el
montañista, su prepotencia y su inadecuación lo hacían un blanco perfecto
de hipotéticos escupitajos, que yo me imaginaba por millones. El pendejo
de la cola de al lado, el de la escarapela, me puso cara de "qué pelotudo"
y yo le hice cara de "impresionante".
Por suerte la cola había ido avanzando y le tocó a él. Fue hasta la ventanilla
y dijo, fuerte, para que nadie se lo perdiera:
–Quiero retirar diez mil pesos de mi cuenta.
La cajera le dijo algo que no se escuchó. El montañista habló fuerte:
–¿Tanto problema por diez mil pesos? ¿Qué son diez mil pesos? Qué país de
mierda.
La cajera acercó la boca a la ventanilla y dijo, también en tono alto:
–Tiene que esperar veinte minutos. Si no va a hacer el trámite déjele el
turno al que sigue.
–Bueno, nena, dale. En este país...
–Lo de nena se lo guarda. Ponga el pin –le dijo ella.
El montañista puso el pin y lo mandaron a sentarse y a esperar veinte minutos.
Me tocó a mí. Hice mi trámite. Salí de ahí y me fui a terapia. Cuando llegué
le dije a mi analista:
–Yo no sé qué me pasa. Ando con ganas de patear montañistas con la calle.
Mi analista se acomodó en su sillón y preguntó:
–¿En qué sentido?

Santuario
El "endiosamiento" de Cobos por parte de los grandes medios hace pensar
en un Dios que no se cansa de desairar a Carrió.
Por Sandra Russo
Tengo que hablar con mi diariero, porque este sábado, sin que nadie se lo
pidiera, tiró abajo de mi puerta La Nación y me amargó la mañana. De no
haber sido por eso, me hubiese ahorrado leer, en la página 18, un título
increíble: "La gente transformó la casa de Cobos en un virtual santuario".
La bajada decía: "Como a un ídolo, le dejan regalos, le tocan el timbre
y lo acosan por teléfono". Eso es lo que hace "la gente". Abajo, pequeña,
muy pequeña, otra nota: "Ruidosa protesta kirchnerista", cuya bajada indicaba:
"Un grupo oficialista hizo pintadas y le pidió que renunciara". Los kirchneristas
no son gente, sino parte, supongo, del zoológico al que hizo mención Llambías
la semana pasada, sin que ningún analista de los diarios de mayor circulación
ni de los programas periodísticos del cable considerara esa expresión racista,
al menos, de poco feliz. Cobos tampoco. Su corazón parece que no le dictó
nada al respecto.
Esto de hablar de "santuario" es, además
de exagerado, una muestra del destino que prevén para el mendocino esos
medios que hoy articulan la política argentina de acuerdo a sus propios
intereses. Si la libertad de prensa puede ser excusa para estas operaciones
es una cuestión que merece un debate abierto que implique a toda la sociedad.
Mientras tanto, un par de consideraciones. Que el hombre haya complacido
a los factores de poder pisando fuera del plato del gobierno con el que
adquirió un compromiso, es una cosa. Pero eso es algo en todo caso más humano
que divino, y eso que, como decía Bertrand Russell, en este caso "divino"
puede asociarse con Dios pero también con Júpiter o Isis, cuya inexistencia
es tan indemostrable como la existencia de otros dioses. Qué cosa, Dios.
Dijo Carrió que Cobos fue Su Instrumento en la madrugada del último jueves,
cuando la iniciativa del Gobierno fue derrotada en el Senado. Será un Dios
que no echa a los fariseos del templo, sino algún Otro, que se complace
en que los ricos pasen cómodamente por la cerradura y detenten el poder.
Y qué pena para Carrió, que su Dios le impidió a ella congratularse en el
escenario, junto a Miguens y Llambías, en su caso no por la vía abierta
a la renta extraordinaria, sino por el debilitamiento de un Gobierno que
le inspira un odio que, vaya, ¿aprobará Dios?
El punto es que Cobos está siendo endiosado por quienes a Cobos le importan.
La misma nota lo explicitaba: firmada por Juan Pablo Morales, decía que
"Cobos vivió ayer el día de máximo esplendor mediático de su carrera política".
Qué ingenuo sería creer que dejándose llevar por su corazón su voto le deparara
el estrellato que de otro modo nunca había experimentado. Sería una fenomenal
coincidencia que un vicepresidente que sólo escucha a su corazón y vota
contra su propio gobierno recogiera las mieles del aplauso y la consideración
de los factores de poder así, sin haberlo previsto, sin haber especulado,
sin hacer cálculos políticos, en fin, siendo sencillamente fiel a su conciencia,
aunque infiel a otro buen número de cosas.
Cuando Cobos habló de pasar el problema al Congreso, y la presidenta lo
escuchó, parecía todavía que el hombre quería aportar lo suyo bienintencionadamente.
Pero cuando un par de días más tarde el vicepresidente convocó por su cuenta
a los gobernadores sin consultar con su jefa política –que dicho sea de
paso es quien ganó las elecciones–, pues bien, era el momento, entonces
sí, de hablar de la intención de un "doble comando". Qué extraño que a ningún
periodista de los grandes medios esto se le pasara por la cabeza. Así, la
crítica principal a la resolución 125 era que fue "inconsulta". Pero qué
bien le cayó a la derecha, política y periodística, un vicepresidente que
actuó inconsultamente con la principal autoridad del Poder Ejecutivo.
Cobos, que imposta un bajo perfil pero desborda de ambición política, ya
se puso a hablar de que se debe a su público, o más bien, a "sus votantes".
"Tuve los mismos votos que la Presidenta", dijo textual para detener lo
que el sentido común indicaba y el honor sugería, la renuncia. Nadie votó
un cogobierno. Que haya dicho eso hace prever que Cobos tiene en mente un
doble comando que esta vez sí sería perverso, imposible, degenerado e ilegítimo.
No se vota a una presidenta y a un vicepresidente para que una y otro actúen
"de acuerdo a sus corazones", sino para poner en marcha un proyecto político.
Si Cobos no entendió cuál era el modelo que país que impulsaría Cristina
Fernández y que consecuentemente ha defendido, debería irse sin esperar
que nadie se lo pida. Si espera a que se lo pidan, y nada hace pensar que
el Gobierno caerá tan pronto en otra trampa cazabobos, lo que espera es
una crisis que lo deje en el lugar que no le corresponde y para el que nadie
lo votó. Nadie. Una fórmula con Cobos a la cabeza hubiese tenido menos votos
que la de Vilma Ripoll.
Ya antes había sido celebrado y cebado, cuando declaró que había que buscar
consenso y no votos. Los que lo celebraron y lo cebaron son hipócritas que
dicen defender el "consenso" cuando en realidad defienden otras cosas. La
política que se desmarca del "sí, bwana" ante cada uno de los factores de
poder debe presuponer conflictos, porque no hay cambio importante sin conflicto,
y esto lo sabe cualquier trabajador que pelea por su aumento de sueldo.
Pero como viene sucediendo, ahora el "doble comando" será celebrado, impulsado,
festejado, porque no se critica lo que se dice criticar ni se defiende lo
que se dice defender. Son eufemismos, máscaras. Nunca molestó realmente
lo del "doble comando" entre la Presidenta y su marido, a la sazón presidente
del partido de gobierno: lo que irritan son las ideas de ambos. Lo que irrita
fue, es y seguirá siendo que el zoológico queda tan cerca de casa, ¿viste?
Las ideas de Cobos no irritarán a las señoras gordas porque Cobos tiene
aptitud para dejar tranquilas a las señoras gordas. ¿Cuánto falta para que
lo invite a comer Mirtha Legrand? Pero la gloria en estos términos no es
gratis. Sobre esa conciencia límpida que dice exhibir Cobos pesará para
siempre la herida abierta en el corazón y los sueños de muchos argentinos
y argentinas que evalúan su conducta como una clara traición a la boleta
que pusieron en las urnas de octubre.
(Página|12)

El
cuentito
La "prensa independiente" y los intereses de los medios. El avance de la
derecha ante la fractura del campo popular.
Por Sandra Russo
Barack Obama fue caricaturizado agresivamente por The New Yorker y tanto
demócratas como republicanos pusieron el grito en el cielo. The New Yorker
se sintió en la obligación de aclarar el espíritu de la caricatura, a modo
de disculpa. El turbante musulmán de Obama y el fusil que cargaba su esposa
revolvieron el estómago norteamericano. Ese estómago será imperial pero,
en materia de política interna, funciona con reglas claras. A las bananas
las dejan crecer prolijamente fuera de su territorio. A nadie se le pasó
por la cabeza que la crítica a una caricatura semejante sobre un candidato
presidencial rozara la libertad de prensa. Hubiese sido ridículo. Tan ridículo
como fue que aquí sí se hablara, en estos meses, de atentados a la libertad
de prensa. Desde que comenzó este conflicto, los grandes medios no sólo
han caricaturizado agresivamente a la Presidenta –y no me refiero sólo a
aquella casi anecdótica caricatura de Sábat sino también a clips presuntamente
chistosos que siguieron entreteniendo a la audiencia–, limando la institucionalidad
del lugar que ocupa legítimamente. Confunden la libertad de prensa con el
derecho al agravio. Los grandes medios han funcionado prácticamente como
órganos de prensa y difusión de los sectores del campo afectados por las
retenciones móviles. En ese sentido, esos medios han violado sistemáticamente
el derecho a la información de los ciudadanos. Lamentablemente, y por su
parte, la televisión pública se comportó como la televisión pública de cualquier
otro país, menos de éste. Fue revulsivo ver esa pantalla el último sábado,
cuando en un homenaje a Favaloro se exhibió en primer plano, atendiendo
teléfonos, a Noemí Alan, cuya foto más recordada fue tomada en la ESMA,
brindando con el Tigre Acosta.
Así las cosas, una capa de mugre se interpuso entre la opinión pública y
los hechos. No por casualidad, en este mismo momento y en las pausas del
debate en el Senado, TN pone en sus volantas "El campo" y, por el otro lado,
"Militantes K". Esa línea se estira y da por cierto que "la gente" va por
su cuenta a Palermo y obligada al Congreso, y que quienes respaldan al Gobierno
son sólo "militantes K": serlo, en el universo de esos medios, equivale
a tener medio cerebro funcionando. El tejido semántico elaborado desde el
discurso hegemónico rural ata al militante peronista con lo bajo de la política
y también con lo más bajo de todo lo demás. Da repugnancia escuchar a Llambías
golpearse el pecho y decir: "Yo, pueblo". Pocas veces como ahora hubo que
cuidarse de las noticias como si fueran trampas cazabobos y nunca como ahora
eso que se autodenomina "prensa independiente" fue tan dependiente de los
intereses de esos medios.
Esto que empezó por las retenciones móviles ya no las tiene por eje. Hay
hilachas lamentables, como la escena de la CCC o del MST poniéndole el toque
pobre a la masiva reacción de la derecha. Y digo lamentables, sobre todo,
porque uno las lamenta. La fractura del campo popular, en parte, explica
por qué tenemos la historia que tenemos y por qué nunca hemos logrado que
esta democracia, al viejo decir radical, sirva para comer, para curar y
para educar a los más débiles. Cuando Alfonsín dijo aquello, los pechos
se abrían porque quedaba atrás la larga noche de la dictadura, y todo era
promesa. Pero no funcionó. Ni Alfonsín, ni Menem, ni De la Rúa, ni Duhalde
se pusieron al frente de un giro democrático con contenidos populares. Lo
hemos escuchado y dicho miles de veces: democracia formal no equivale a
democracia real.
Hay quienes legítimamente creen que con Kirchner comenzó una etapa de depuración
del peronismo y también hay quienes creen que, a pesar de innumerables errores
(tal vez sean numerables, pero gruesos), los grandes trazos de los últimos
años son los mejores que hemos vivido desde que terminó la dictadura. Esa
gente, que es mucha y que no es necesariamente "militante K", entrevió desde
el origen de esta crisis que el paquete del reclamo agroexportador venía
con premio de derecha. Pero no de derecha democrática, porque ésa es todavía
una materia pendiente en la política argentina. Aunque esté posiblemente
en construcción por la fuerza de los hechos, los argentinos ignoramos cómo
se autolimitará la derecha cuando no están los tanques a los que recurrieron
siempre, para imponer, por la vía neoliberal o la neoconservadora, sus deseos.
Si algo ha caracterizado siempre a la derecha, ahora engordada como un pollo
de criadero con las hormonas de algunos ex progresistas, es que no respeta
límites de convivencia. Sus exabruptos nos han deparado las mayores tragedias
argentinas, aunque ellos se hayan ocupado de que los adjetivos "soberbio"
y "autoritario" recaigan en un gobierno que se abstuvo obstinadamente de
reprimir. Estamos todos grandes y bastante golpeados como para creernos
el cuentito que narran a coro tantas voces desafinadas y de triste color.
(Página|12, 17/07/08)

Un
límite
Por Sandra Russo
El antikirchnerismo es una cosa; el golpismo es otra. Se puede ser antikirchnerista
en democracia, se puede hacerle un lockout patronal salvaje a un gobierno
kirchnerista, se puede desparramar recelo, sospecha e injurias sobre la
figura presidencial democrática y popular sin mayor riesgo. Todo eso se
puede y está a la vista. La supuesta tiranía de De Angeli no usó una sola
bala de goma a lo largo de este conflicto ni tuvo en ningún medio electrónico
importante ni la mitad, ni la tercera, ni la cuarta parte no de la difusión,
sino de la más burda propaganda que tuvieron gratis las entidades agropecuarias.
Pero las cosas transcurrieron como un show desnudista, en el que a muchos
de sus participantes ya se les cayeron los pantalones y ahora exponen sus
partes íntimas.
En esa intimidad del reclamo original no hay, como no hubo nunca, voluntad
de diálogo. ¿Se acuerdan cuando semana tras semana los periodistas de los
canales de noticias repetían cada cinco minutos que el problema era que
el Gobierno no se prestaba al diálogo? Sanata tras sanata hemos tenido,
como espectadores, que escuchar una y otra vez los eufemismos evidentes
de quienes se presentaron como víctimas de la confiscación.
Ya está a la vista que lo que
hubo y hay es resistencia a vivir en una democracia que supone reglas de
juego. Que hay resistencia a aceptar que hay límites para la ganancia extraordinaria.
Ahora de eso se trata todo. Los ruralistas no van a respetar las reglas
de juego democráticas. No lo están haciendo. Y no se detendrían si para
deshacerse de la resolución maldita debieran deshacerse de la democracia.
Pueden decir lo que quieran. Ya han dicho demasiado. Ahora estamos en acto.
Y lo que importa es lo que hacen, no lo que dicen. Más sopa, no. Más sapos,
no. Llaman a desconocer la ley que saldrá del Parlamento. Ni importa cuál
sea esa ley. No será la que ellos reclaman, porque hay un Estado decidido
a intervenir en la redistribución de la renta. Están dadas las condiciones,
según dijo De Angeli, para que se vuelvan a escuchar las cacerolas.
De Angeli, Buzzi, Llambías, Miguens, Biolcatti, Bullrich, Carrió, Aguad,
en fin, del campo propio al despacho, ya conocemos las voces y las imágenes
de quienes si hay cacerolas saldrán por la televisión de cable y aire a
declarar que qué pena que no hubo diálogo. ¿Somos todos idiotas? No hay
más hilo.
El antikirchnerismo es una cosa; el golpismo en la Argentina es otra. Limar
las instituciones, desconocer leyes, correr todos los días las propias condiciones,
volver a amenazar con cortes de rutas, volver a amenazar en consecuencia
con el conflicto y el caos social que crearon ellos, a esta altura es actuar
aquello que se desprendía, desde un primer momento, del "clima destituyente".
Están, repito, en acto.
Acá deberían bifurcarse los caminos entre el antikirchnerismo y el golpismo.
Nadie que no haya votado a este gobierno está obligado a coincidir con sus
políticas, y todos pueden criticarlas. Pero plegarse ahora, que pasamos
al acto, a difundir las ideas desestabilizadoras de algunos ruralistas y
algunos penosos dirigentes opositores equivaldrá a pasar un límite que,
como argentinos y con nuestra historia doliéndonos en los huesos, puede
no ser un error más. Puede ser el error imperdonable.
(Página|12)

No
voy en tren, voy en avión
Por Sandra Russo
Los medios de transporte argentinos también han caído bajo la oleada resemantizadora
de las derechas campestre y urbana. No conviene ir en bondi a ningún lado,
toda vez que el bondi en sí mismo está estigmatizado, y es, de la clase
media reacia al peronismo para arriba, el medio de transporte por excelencia
de los sobornados.
Antes de cada acto peronista o gubernamental, ahora los grandes medios,
que no quieren retacear ninguna información que importe a sus lectores,
indican cuántos micros se esperan. El anuncio de la cantidad de micros funciona
como un aguafiestas por anticipado, como un desautorizador de presencias,
como un prejuicio hecho juicio. Desde la publicación del dato, el dato mismo
comienza su recorrido por bocas opositoras que, agarradas con uñas y dientes
a la idea de que si el Gobierno tiene apoyo es porque paga, machacan con
la representatividad de "los sueltos".
El micro es el emblema del acto de afirmación comprado a fuerza de viático
y chori. Los representantes de las entidades de propietarios campestres
se ufanan muy seguido de que "su gente" es la que va gratis a todas partes.
Vaya paradoja, cuando "su gente" y ellos mismos han desatado este vendaval
institucional de proporciones para impedirle al Estado que regule la renta.
Irán a los actos gratis, pero por todo lo demás vienen cobrando y mucho
desde hace tiempo. Es más: podría decirse que se constituyeron en quienes
son gracias a unas ganancias con las que ni sueñan ni soñaron nunca ni los
desarrapados que antes cortaban rutas y para quienes se pedía represión
(recuerdo un entredicho público con Joaquín Morales Solá, en tiempos del
Puente Pueyrredón cortado, a raíz de su pedido de "orden" desde La Nación;
un "orden" que sólo podía implicar en ese entonces represión).
Uno no va a negar el modo clientelista de gobierno, típicamente peronista
de derecha, pero de ahí a extender la idea de que Los Micros, esos vehículos
fantasmáticos que transportan aluviones zoológicos, son el único apoyo en
el que se respalda el gobierno democrático, hay por lo menos varios errores
de evaluación e interpretación. El Micro, enviado por el sindicato o el
puntero, es señalado hoy como la prueba de que de un lado están los que
enarbolan sentimientos y del otro los muertos de hambre.
Tiremos de esa sospecha, tiremos del hilo que nos dice que Los Micros llevan
gente que no vale la pena de ser tenida en cuenta, y nos encontraremos muy
pronto con aquellos que no hace mucho volvían a soñar con el voto calificado.
Cuando Buzzi dijo que el obstáculo en la Argentina son los Kirchner, lo
hizo con la brutalidad de quien decide obviar una victoria electoral o lo
hace descansar en el voto comprado, en el voto vacío de contenido porque
el que votó K lo hizo apurado para no perderse el choripán correspondiente.
Sólo esa lectura de la realidad, subestimadora en un grado inefable de la
voluntad popular, guiada por la idea de la vanguardia iluminada que no sólo
derrotará al Gobierno, sino que también, después, derrotará a la Sociedad
Rural y a todo escollo que se interponga entre "los gringos" y su paraíso
de soja liberada, puede explicar un dislate semejante. Ayer pidió disculpas;
es de esperar que sean sinceras, no porque de repente tenga mejor opinión
de la Presidenta, que eso no se le pide, sino por un elemental respeto institucional.
Pero los muchachos del "campo" actúan como si este gobierno no hubiera tenido
votos, apoyo, cariño, confianza. Como si no los tuviera. Actúan como si
estuvieran solos en un país, y alguien osara regularles algo. No cualquiera.
Los regularon, los apretaron, los hicieron pelota, pero los muchachos fueron
mansos en el menemato. El menemato tenía a la clase media de su lado, acaso
porque los que más pagaron sus políticas fueron los débiles. Si Menem fue
alguna vez rubio y de ojos celestes para muchos, esos muchos eran los que,
como siempre, desde el principio de esta historia argentina, no tenían nada
que agregar cuando los aplastados eran de tez mate. (Página|12)

La
parte por el todo
Por Sandra Russo
Si este país fuera un pizarrón, se vería una flecha salir de la escarapela
y llegar a aquello que en la dictadura se llamaba "el ser nacional". Gracias
a las Ciencias de la Comunicación, y a saberes relacionados con ellas que
han tenido un extraordinario desarrollo en las últimas décadas, hoy es posible,
claro (¡Acá siempre es posible casi todo!), pero mucho más difícil que un
sector pretenda hacer pasar sus intereses por los de "todos", o que se embandere
impunemente con "la argentinidad", sin que nadie pegue el grito.
Ha pasado. Ha pasado y no se gritaba. Los sectores financiero y militar
hicieron en su momento un atroz merchandising con los colores patrios, hicieron
de la escarapela un packaging del argentino modelo, o del argentino tipo,
o del argentino promedio: quiero decir, de alguien que no existe. No importaba.
O mejor dicho: invocando al que no existía, hicieron y deshicieron biografías
de gente real, de carne y hueso, con nombre y apellido. Usaron los símbolos
para tragarse a los opositores.
Pero es como el truco de un mago que uno ya conoce. El espectador no se
concentra en la paloma que sale del sombrero: deja fijos los ojos en la
manga del mago. A propósito, hace ya un tiempo hubo un reality show que
no llegó a prosperar por la protesta, precisamente, de los magos. Sin el
secreto del truco, su oficio no tiene chance. Un reality que expusiera en
detalle cada truco era pura ganancia para el reality, y un pasaporte a la
muerte para el oficio del mago. Los magos se defendieron. Se dio por válido
el razonamiento.
Hay saberes vinculados a la Comunicación, como la Semiología, por ejemplo,
cuya esencia radica en mostrar los trucos del lenguaje. Desarticularlos.
Antes no los había. Antes estábamos inermes. Vestir una ciudad de celeste
y blanco o repartir escarapelas es un ardid más bien sencillo y burdo, toda
vez que no es el patriotismo lo que impulsa esos actos, sino una pretensión
de representación inexacta, desproporcionada, voraz, falaz, cretina.
Varias generaciones fueron rehenes del truco montado ya a principios del
siglo pasado, cuando se estableció que algunos eran más argentinos que otros,
y cuando se decidió que algunos iban a formatear la idiosincrasia nacional
sin la participación del pueblo. Así, resultó que el modo de vida "occidental
y cristiano" era el inequívocamente argentino, y dentro de ese modo de vida
tabulado, pautado, controlado, la política era basura.
Hoy que los chacareros le han tomado el gusto a la política, enhorabuena
si se agrupan y dan forma a un partido político que pueda competir en elecciones.
Pero no es ésa la ruta que avizoran por el momento, ya que hasta ahora persisten,
sus representantes, en pretender representar más que los intereses de su
sector. En una nota que pasó TVR hace una semana, un ruralista, al principio
del conflicto, era interpelado por un cronista. "Bajan las retenciones o
se van", decía el hombre, refiriéndose al Gobierno. Los presidentes de las
entidades agropecuarias han recurrido, desde que la crisis se les fue de
las manos y desde que comprobaron que no era tan fácil como a ellos les
parecía hacer retroceder al gobierno que lidera una mujer, al otro viejo
truco: "Las bases nos desbordan".
Bueno, aquí y en todas partes cuando algo álgido estalla, las bases desbordan.
"Las bases", aisladas en su microclima, enamoradas de su propia épica, tienden
a creer que la pelea por sus ganancias es una "patriada". Pero esos presidentes
de entidades sectarias deberían revisar de qué modo y con qué argumentos
fogonearon durante todo el conflicto a "sus bases". Cómo les calentaron
las orejas. Cómo dibujaron, hacia afuera pero también hacia adentro, un
poder de maniobra que necesariamente es acotado, y está bien y es democrático
que así sea, ya que acá nunca hubo, como rezó cierto relato "pro-campo",
dos partes en conflicto. Hay un Estado nacional que actúa y regula, y un
sector que reacciona y se defiende. Pero incluso en esa presentación del
panorama, heredamos del pasado teorías dípticas y simplistas, teorías mentirosas,
que prefieren suprimir diferenciaciones sustanciales y, haciéndolo, avivan
los fuegos.
Ni la bandera ni la escarapela son de nadie y ni la bandera ni la escarapela
hacen más argentino a nadie, ni mejor, ni más honesto, ni más sincero. ¿Insistirán
mucho más con este tipo de trucos desgastados? ¿Seguirán mezclando soja
con nobleza, tractor con fuerza de voluntad, pollo con valentía y lácteos
con coraje?
Probablemente las cosas tendrían una solución más rápida y más sencilla
si dejaran los símbolos en el lugar que les corresponde, que es un lugar
colectivo, y se abocaran a ver cómo siguen trabajando dignamente en un país
en el que hay muchos otros que aspiran a lo mismo. (Página|12,
25/05/08)

"Ver
morir" y "regalar"
Por Sandra Russo
"Prefiero ver morir a las vacas antes que regalarlas", dijo Alfredo De Angeli.
Ya no hace ninguna falta decir quién es De Angeli ni describir sus modos.
La frase es de barricada, ya que uno tiende a creer que De Angeli, como
cualquier ganadero, como cualquier persona con dos dedos de frente, preferiría
vender barata una vaca antes que verla morir. ¿O no? ¿Pero y si fuera cierto?
¿Qué pasa por la cabeza de una persona que de verdad, y no en forma figurada,
prefiere ver morir a una vaca antes que venderla barata? En esta última
pregunta fue necesario reemplazar el "regalarla" por el "venderla barata",
porque inequívocamente lo que quiso decir De Angeli fue eso. Pero el uso
de "regalarlas" también merecerá, más adelante, un comentario.
"Prefiero ver morir a las vacas antes que regalarlas" indica antes que nada
que se es dueño de vacas que están a la venta.
En rigor, es un eufemismo que
refiere el valor de mercado que se le trata de imponer a una mercancía,
la vaca, y el extremismo con el que se pretende defenderlo. No deja de ser,
claro, una metáfora que nadie tomará por literal, pero por el hecho mismo
de ser una metáfora que se interna en territorios semánticos con connotaciones
que nada tienen que ver con el mercado, también es un acto nudista del lenguaje.
Está sellado a fuego, para la opinión pública acrítica que se informa a
través de los grandes grupos periodísticos, que las medidas del Gobierno
obligarían a los ruralistas a "regalar" sus mercaderías. Las coberturas
periodísticas de las asambleas de De Angeli nunca se alejan de su persona.
Es lo que provoca a su alrededor De Angeli lo que les ha regalado, y sin
comillas, la posibilidad de espectacularizar una protesta que esos medios
siguen definiendo como "protesta", sólo porque a esos mismos medios no se
les ocurre irse un poco más allá, informativamente, del escenario en el
habla De Angeli.
¿No es raro que en semejante crisis que ya superó hace rato el conflicto
con "el campo", jamás hayan aparecido, en los grandes medios, notas sobre
los campesinos? ¿Vivimos en un país sin campesinos? ¿"El campo" estalla
sin campesinos? ¿Y eso no es un hecho insólito en un país tan extenso? La
Federación Agraria, vaciada de todo su contenido original, degenerada en
su naturaleza de actor social con intereses y lectura propia, fagocitada
por la melena canosa y patricia de Miguens, debería hablar de campesinos,
no sólo de propietarios. La Sociedad Rural no ha necesitado exhibir ninguno
de sus costados salvajes. Ahí los tiene a los muchachos de la Federación,
que manejan mejor que ellos la barricada, para darle épica a la epopeya
de las camperas de carpincho.
"Prefiero ver morir a las vacas
antes que regalarlas" es una frase que contiene al De Angeli básico, y es
otra prueba del inmenso poder simbólico que la Federación Agraria está poniendo
al servicio de sus explotadores históricos. Como es improbable que esta
crisis termine con una reforma agraria, como a veces parece esperar el otro,
Buzzi, y algunas agrupaciones troskas, se diría que ese poder simbólico
está siendo no sólo desvirtuado, sino además regalado.
La palabra "regalar" es curiosa. Me imaginaba a Jesús, a Gandhi, a San Francisco,
a San Bernardo, al Che, a la Madre Teresa, qué sé yo, a cualquier líder
humanista o cristiano, diciendo "prefiero ver morir a las vacas antes que
regalarlas". ¿No parece un blooper semántico? ¿No se le traspapela, a la
frase, su costado siniestro?
Pero no hay que exagerar. No es una frase religiosa, ni siquiera política.
Es apenas la chicana del dueño de la vaca. Pero a propósito, para revisar
también esa última instancia, la muerte, aplicada a slogans y discursos
políticos, arrimo aquí una reflexión de Bertrand Russell, tomada de un reportaje
que le hizo en 1965 el periodista desaparecido Enrique Raab: "En 1782, el
patriota norteamericano Patrick Henry pergeñó la frase que dio rienda suelta
a todos los nacionalismos. Dijo: ‘prefiero morir que seguir dependiendo
de la Corona Británica’. Ahí comenzó el desastre; la fórmula hizo carrera.
El día en que algún norteamericano diga ‘prefiero ser comunista antes que
morir’, o que algún soviético grite ‘prefiero ser capitalista y no cadáver’,
bueno, ese día se habrá producido una revolución en el pensamiento humano".
(Página|12, 19/05/08)

La
costra
Por Sandra Russo
Durante un año vinieron a mi taller de escritura dos vecinas de Zárate.
Dos audaces. Se venían todos los jueves a la Capital por dos horas, aunque
me imagino que por lo menos en la mitad de la medida disfrutaban las charlas
de los viajes de ida y vuelta. Recuerdo muy bien la cara de una, la de la
otra no tanto. Pero si tengo que hacer algo parecido a la memoria emotiva
que hacen los actores, lo que me trae el recuerdo de aquellas dos mujeres
es el de un constante estado de alerta.
Las dos estaban vinculadas a los derechos humanos. O por lo menos ésa era
la perspectiva desde la que escribían todos sus textos. Los de ficción y
no ficción. Las dos, por distintas razones personales y con diferentes grados
de intensidad, necesitaban escribir sobre su estado de alerta. La escritura
era en ese sentido, para ellas, de-sinflamatoria, igual que algunos vínculos
de toda la vida, vínculos barriales que cultivaban con dedicación. Creo
que en este caso se entiende perfectamente la expresión "desahogarse". Zárate
tuvo un número record de desaparecidos. Algo había quedado crudo en Zárate.
- - -
Zárate volvió esta semana y lo hizo como un latigazo.
Pero es un latigazo que recae en una parte del lomo de esta sociedad. Increíblemente.
Ya pasó con Julio López. De acá para allá son todos setentistas. La indiferencia
general (esto es: el secuestro de Puthod no fue tema de conversación ni
en ascensores ni en verdulerías, como sí "el campo", como sí el humo) está
diciendo que a más de treinta años de la peor masacre política de la historia
argentina, todavía hace pie, en las profundidades más sórdidas de la conciencia
colectiva, aquel "algo habrán hecho". Todavía, en el pozo ciego de esta
idiosincrasia, sigue vigente la materia prima ideológica y emocional que
admite, llegado el caso, el asesinato. Para decirlo claramente: "Algo habrán
hecho" es una frase con la que se disculpa el asesinato.
No estamos hablando de otra cosa. Es el modo de terminar con algo.
Es un permiso. Es un umbral muy bajo de tolerancia a la política. Es una
desviación. La tortura, la intimidación, la amenaza, el robo de niños, el
mal en todas sus formas, desplegado en todas sus estrategias. Esta sociedad
lo anidó, lo dejó madurar, lo concibió. Concibió a esos hombres que concibieron
ese plan de exterminio. Los está juzgando a regañadientes.
Los condenados y los procesados tuvieron sobradas razones, durante décadas,
para creer que jamás iban a pagar sus culpas. Ni siquiera las admiten. No
se ven constreñidos a admitirlo, ni siquiera a defender sus ideas. Y eso
es crucial. Los genocidas nunca defendieron sus ideas públicamente. Han
desaparecido a sus ideas, como a sus víctimas. Y cuando hablo de ideas,
no me refiero ni a política ni a economía, sino a algo anterior a todo eso.
¿Qué ideas soportan el crimen como herramienta? ¿Qué ideas valen la vida
de uno o de tantos? ¿Cómo se justifica lo que hicieron? No lo justifican.
Lo niegan.
Esa ruta que tomó el impulso asesino de los mentores y ejecutores del genocidio,
el más completo silencio, encuentra su contraparte en varios sectores sociales
que ahora responden con silencio a la prueba fehaciente de que lo que llamaban
"pasado" no pasó. La misma prueba sirve para constatar una vez más que en
eso que en relación a los derechos humanos se llama "pasado" hubo prácticas
inexcusables y aberrantes, como la que lo tuvo por víctima ahora a Puthod.
Y sin embargo... ningún escalofrío parece recorrer el clima general, como
sí las retenciones móviles y la pelea del Gobierno con Clarín. Si el espanto
no espanta, estamos en problemas mucho más graves que los que provocan las
peleas por intereses sectoriales. Esas peleas son la moneda corriente de
una democracia, sobre todo cuando hay piezas avanzando y retrocediendo.
Pero ésas y decenas de otras peleas políticas por venir pisan en falso si
una sociedad que se pretende democrática, que se declama tolerante, que
se asume occidental, cristiana para más detalles, no ha tomado entera, toda,
la íntima conciencia de que absolutamente ninguna idea –y ningún interés–
vale una vida.
- - -
El que viene de Zárate es un latigazo tan fuerte, tan espeluznante, que
no cabe menos que dar cuenta del sonido del golpe sobre los cuerpos y los
miedos de miles y miles de personas. Pero algo de eso hay: la noticia del
secuestro del presidente de la Casa de la Memoria de Zárate es, desde el
jueves pasado, el sonido de un latigazo, el relato de un latigazo, algo
referido, diferido, vago, lejano, es hasta impreciso cuando esta vez, y
no como sucedió con López, los responsables de las áreas respectivas estaban
como aquellas dos vecinas que conocí, en estado de alerta.
En su momento se habló de la "desprotección" de López, testigo clave contra
Etchecolatz. Ahora también se habló de la "desprotección" de Puthod. Pero
nadie está protegido de verdad, aunque tenga custodia, si vive en un país
que no grita de indignación ante el esbozo de un crimen como hubo miles.
Miles y miles. Asesinaron a miles y miles de personas. Lo digo, lo escribo,
y sin embargo logro apenas el sonido del teclado y el dibujo de las letras
en la pantalla. Este país tiene una costra que no deja pasar el peso específico
de los huesos sin tumba. Todavía. (Página|12, 02/05/07)

Una
inquietud
Por Sandra Russo
Dicho así, puede parecer una pregunta. "Perdón, una inquietud", es un tipo
de interrupción que se usa mucho. Es previsible que hoy haya muchísima gente
con ganas de decirles a la Presidenta y al ex presidente, desde ayer la
cabeza del PJ, "perdón, una inquietud". Porque hay cosas que inquietan,
sin ir más lejos la salida de Lousteau. ¿Qué explicación se le atribuye
a esa salida? ¿La que uno decida creerle al columnista político cuya versión
elija o le toque en el diario de la mesa del bar?
Y es de esperar, en virtud del vendaval desatado, que en Gobierno se comprenda
que si hay vendaval es porque no están solos, que son acompañados en la
neblina simbólica y violenta que en estos días en parte reflejan y en parte
generan los medios. Pero que la energía para enfrentar momentos difíciles
debe encontrar su flujo constante y rítmico hacia arriba y hacia abajo.
Y que no hay otra manera de que esa savia fluya que no sea a través de la
comunicación. El Gobierno es responsable de cómo comunica sus medidas, sus
diagnósticos y sus políticas. El Gobierno es responsable de generar, como
dice la Presidenta cuando usa una palabra que irrita sobremanera a los dueños
de los medios, su propio "relato". Si no hay relato propio, hay ajeno.
La situación política nacional, con los ruralistas y los medios apantallando
todo el día versiones e interpretaciones dramáticas, incluso con relojitos
que hacen parecer la "tregua" como un acuerdo entre dos partes de iguales,
y que le dan incluso al relojito el sonido de una bomba, se enrareció de
un modo tan vertiginoso y tan beligerante que es necesario dar herramientas
discursivas y argumentales a los ciudadanos. Ese lugar no se puede dejar
vacío, porque por definición se llena. Así como a esos ciudadanos les habría
gustado que el discernimiento entre pequeños productores y pools de siembra
hubiera quedado expuesto desde un primerísimo momento, para ahorrarse días
de malestar e incertidumbre, hoy también necesitan saber por qué se fue
Martín Lousteau. Es imprescindible pensar este escenario con alguna lógica
que nos salve de repetir como idiotas la cantidad considerable de idioteces
que se escuchan todo el día.
Al Gobierno hoy se lo ataca y se lo defiende. Pero así las cosas, hoy, inermes
frente a una información dirigida no a informar sino a generar sucesos,
tampoco los ciudadanos que interpretan este momento como el de una puja
decisiva pueden quedarse sin palabras ante hechos que no comprenden o los
sorprenden o los inquietan.
Esa es la inquietud que provoca el alejamiento de Martín Lousteau. Hoy hay
en danza muchas versiones; los ciudadanos críticos con los críticos se han
vuelto buzos expertos en sumergirse entre líneas. Decodificar cansa. No
cuenten con semejante inversión de energía ni a corto plazo. Es obvio que
cuando la Presidenta habla de "relato" no se refiere a un "cuento" ni a
una ficción sino a la acepción que "relato" tiene desde hace ya décadas
en las ciencias sociales. Una construcción de sentido a partir de datos
reales. Nadie puede escaparle al relato en ese sentido. Ni en lo privado
ni en lo público. Pero cuando se le pide la renuncia a un ministro de Economía
y hay zumbidos de modales jacobinos por parte de otro funcionario flotante,
y hay embestidas por los cuatro costados, el Gobierno debe admitir que la
comunicación es un área oficial descuidada, desértica. Hay una inercia peronista,
se diría, que se cree capaz de prolongar la magia más allá de donde lo aconseja
la razón. (Página|12, 27/04/08)

Una
flor
Por Sandra Russo
Se trata de una mujer común, ni linda ni fea, una mujer entre tantas. Peronista,
debe ser de familia peronista. Militaba en los ’90 cerca de Ernesto Landau,
un caudillo bonaerense que en ese preciso momento era el apoderado del PJ.
El de los ’90 era un PJ vergonzoso. Hubo una alianza en Escobar, con Patti,
que asumía su primera intendencia. Esa mujer, Claudia Achu, fue designada
encargada del cementerio de Escobar, sin tener ninguna experiencia en gestiones
de ese tipo. Y aquí empieza a fisurarse el hueso de la historia.
En el reportaje que le hizo en este diario Adriana Meyer, Achu relata su
historia con una pasmosa naturalidad. Y en el verosímil de esa historia,
es importante que Achu, en aquel momento, haya sido una mujer casada, con
dos hijos, auxiliar de enfermería de profesión, quizá de vocación. Se tiró
a medicina, pero llegó a segundo año. Pero fue asistente social y trabajó
en los barrios y en los hospitales. Quién le hubiese dicho que iba a terminar
encargándose de los muertos.
Esta historia, cuyo hueso quedó expuesto en el juicio a Luis Patti, también
habla de las vocaciones profundas, las que vienen sopladas por alguna interior.
Las vocaciones que se realizan más allá de cualquier circunstancia. En ese
sentido, la historia de Claudia Achu es asombrosa.
Achu necesitaba remover tumbas y no podía. Y necesitaba habilitar más tierra
en el cementerio y no podía. Como el cementerio de Escobar era una de las
cajas del intendente, esta señora Achu, con una rara mezcla de inocencia
pejotista y obstinación femenina, fue a verlo a Patti. Achu sabía quién
era Patti. Se presume en el relato que en aquella entrevista puso por delante
su deber de recaudar para el intendente por encima de la sospecha de que
ese mismo intendente era el que había sembrado el cementerio local de muertos
sin identificación.
La orden fue no tocar, no hablar, no remover, olvidar. Aquí la figura de
Achu comienza a recortarse de las que la rodean. Aquí empieza a latir en
la historia la pulsión de la verdad, que encuentra en su camino a Achu.
Ella en ese preciso momento destinaba un sector recién removido del cementerio
a una empresa de sepelios. Pero cuando se iba a hacer la inhumación, el
encargado corrió a avisarle que abajo del cuerpo reducido esa mañana había
otro, sin cajón, con zapatillas.
Pese a que la orden ya había venido y que el intendente era Patti y que
Achu no tenía ni apoyos políticos ni otro trabajo, la mujer prohibió tirar
ese cuerpo NN al osario. Al día siguiente la echaron. Y pese a todo lo que
ya se dijo, pero que conviene tener presente todo el tiempo, como Achu lo
debe haber tenido, la mujer decidió no irse a su casa sin antes hacer una
denuncia en un juzgado de Campana.
Descubrieron más de cien cuerpos sin identificar. Entre ellos el de Gonçalvez,
cuya causa fue clave para la detención de Patti. La denuncia y la declaración
de Achu también. La denuncia, radicada en 1996, ya había pasado al olvido
después de la ley de Punto Final. Achu no sólo se había quedado sin trabajo.
Se divorció y se tuvo que ir de Maschwitz con sus dos hijos, para los que
tuvo que pedir protección.
En el reportaje del lunes, Achu dijo en un momento: "Yo no lo enfrenté desde
la ideología, sino porque era lo que tenía que hacer". Me permito, por la
presente, pasarle resaltador a esa frase. Pese a su inserción partidaria,
pese a las intimidaciones que siguieron, pese a que esos NN se pusieron
accidentalmente en su camino, la historia de Achu es la que alguien, como
ha habido siempre, como es de esperar que siempre habrá, sencillamente se
planta ante lo que considera inaceptable. Alguien que de pronto sabe algo
y se ve compelido a actuar en consecuencia. Las personas como Claudia Achu
son las que nos devuelven, cada tanto, el mejor rastro de la condición humana.
A ella la invitaron los hermanos Gonçalvez cuando enterraron a su padre
ya identificado, y ellos ya estaban juntos gracias a esa identificación.
Achu no fue. Sí los había conocido, dice que cuando se vieron se abrazaron
como si se conocieran de toda la vida. Pero Achu no fue al entierro porque,
dice, "no quise que esto se politizara". Ella quería simplemente "que esa
gente tenga una flor en su tumba".
Achu es un ejemplo de los escasos. El de los que hacen lo que tienen que
hacer. (Página|12, 15/04/08)

La
zona gris
Por Sandra Russo
A una chica de Zona Norte las compañeras le pegaron porque era muy linda.
Vaya razones, criaturas. Están pasando algunas cosas raras con las púberes,
de las que conviene tomar nota. Hay explotando una nueva sexualidad adolescente,
que incluye la ambientación mental del porno. Un amplio sector de las niñas
de vidas amables se da permisos insólitos. Pero tratándose de un giro de
época, marcado a fuego por el mercado, habría que preguntarse o invitarlas
a preguntarse si esos permisos se los toman, o si se sienten obligadas a
tomárselos, para estar a tono unas con otras, y así sucesivamente.
Los estudios de algún remoto instituto de sexualidad norteamericano, si
uno se tomara el trabajo de buscarlos, seguramente tendrán alguna estadística
sobre adolescentes peteras o algún trabajo sobre la incidencia del pete
en la satisfacción con la que algunos varones de hoy sobrellevan las relaciones
estables. (El solo y simple hecho de que a la fellatio se le pase a decir
"pete" implica necesariamente la domesticación de lo exótico: ese mismo
movimiento vuelve trivial lo excitante. Por una fellatio un varón tenía
que esperar. Hoy, la cultura popular indica que un "pete" no se le niega
a nadie. Si hay onda, se entiende.)
La revista Cosmopolitan, biblia de nuevos usos y costumbres que en general
suelen ser siempre los mismos, filtraba sin embargo en octubre del año pasado
otra nueva escena de la sexualidad adolescente. Cosmo lo titulaba "Un nuevo
tipo de violación".
El fenómeno pertenece al mismo reino que las peteras, los cócteles de alcohol
y tranquilizantes, los boliches donde se admite sexo en los sillones, el
valor en alza de la puta sobre el de la chica new romantic, los sitios porno
dedicados exclusivamente a adolescentes borrachas. La nota habla de "una
zona gris", un límite borroneado entre la relación sexual ocasional consentida
y la relación forzada.
En rigor, de lo que está hablando es de un límite borroneado, no por el
varón de la escena, sino por el alcohol que tomó la chica, y que no le permite
recordar exactamente si pasó o cómo pasó. Uno de los sueltos de la nota
informa que "tres de cada cuatro de las víctimas están borrachas cuando
ocurre el ataque".
Es interesante el planteo de si esto constituye o no una nueva forma de
violación. Todos recordamos a la joven y fumada Jodie Foster en aquel bar
de la película, coqueteando en la máquina de música. Y experimentamos el
sentimiento asqueante de aquella violación múltiple, una escena que tuvo
por víctima a la chica que no por fumar ni coquetear indujo a nadie. Pero
no se trata de una historia así, en singular. Se trata más bien de una tendencia
a depositar en "la zona gris" las decisiones, las elecciones, las convicciones
que debe hacer una mujer en cada etapa de su vida. Se trata de estar conscientemente
(esto es: públicamente) a favor o en contra de determinadas actitudes, pero
sin necesidad de sostener lo que se cree, porque a "la zona gris" se llega
después de la pastilla, las gotas, los tragos, en fin, se llega vulnerable.
Y sobre todo, ya institucionalizada, codificada, descripta, a "la zona gris"
se llega queriendo desentenderse de la responsabilidad sobre el propio cuerpo.
(Página|12, 09/04/08)

La
plaza de las Trillizas
Por Sandra Russo
Hace rato que el campo seduce a la ciudad, tanto como la ciudad seduce al
campo. "Yo estoy con el campo", se leía ayer en las pancartas cuadraditas
que exhibían jóvenes de look Cardon, una marca que, dicho sea de paso, tiene
en Palermo su "torre rural". Parece una bizarrada argentina, y acaso lo
sea, pero en el sitio web de la marca que impuso la ropa de estancia entre
jóvenes y adultos que de estancieros tienen poco, se indica que sus emprendimientos
inmobiliarios se originaron en el deseo de que la gente del campo "se sienta
en la ciudad como en su casa".
Algunos barrios de esta ciudad, anoche, estuvieron con el campo, aunque
no se sepa muy bien cuál es el lazo que se estrecha, más allá del espanto
que los une, y que es el gobierno kirchnerista. Iba a pasar tarde o temprano,
pero seguro iba a pasar ante alguna señal concreta de que había llegado
la hora de redistribuir un poco, un poquito, algo de lo que tienen y nunca
en la historia han cedido de buena fe o buena gana.
Las Trillizas de Oro lo supieron antes que muchos, y por eso hicieron buenos
matrimonios: acabado hace rato su cuarto de hora, las chicas fueron noticia
solamente porque las tres eligieron casarse con polistas. Hay un glamour
polista que recoge cierta muchachada bilingüe, un toque de distinción en
alpargatas, un manierismo de mate con la peonada, un aire de familia numerosa
y divina que aunque argentina, es rubia y fina. La base social y cultural
del nicho citadino que no tiene empacho en arrebatarles a los piqueteros
sus piquetes y que desembarcó en las calles con entusiasmo de debutante,
encanto del polista.
A propósito, el lunes 24 me equivoqué de marcha, y en lugar de ir a la de
los organismos de derechos humanos aterricé en la de las agrupaciones de
izquierda. Quien se atuviera a lo que allí se megafoneaba, jamás hubiese
comprendido este país, que un día después, un solo día, ofreció en el mismo
escenario el espectáculo del sector agropecuario forzando rebelión en la
granja.
A pesar del arrebato con el que estas líneas están siendo escritas, hay
al menos un par de cosas claras. Quien votó a Cristina Kirchner se presume
que votó algo parecido a lo que pasa. Medidas que redistribuyan riqueza.
¿Por qué hasta ahora no se tomaron medidas como éstas? Porque medidas como
éstas no son gratis. Porque la riqueza no se suelta. Porque no hay lógica
ni ideología capaces de arrancarle a un sector privilegiado algo de lo que
tiene. Porque a la redistribución de la riqueza hay que acompañarla y sostenerla
y defenderla de la reacción que provoca. Porque para acompañar un proceso
de redistribución de recursos y de asignación de torta hay que hablar claro,
tener coraje y poner el cuerpo y la cabeza a favor de ese cambio. Porque
es más fácil, desde un progresismo previsible, rancio y fofo, seguir boludeando
con el bótox o las carteras de la Presidenta.
Hoy hay miles de personas en las calles con pancartitas que dicen "Yo estoy
con el campo", sin que eso signifique otra cosa que estar en contra de este
gobierno y de las medidas que pueden rozarles las ganancias. Así ha sido
siempre. Siempre han estado a favor de quien les done favores y en contra
de quien se los recorte. No los mueve nada más que el bolsillo. No hay otra
ideología que el bolsillo, aunque usen alpargatas y salgan de padrinos del
hijo de un peón. (26/03/08)

Ser
siervos, y prosperar
Discípulo de Billy Graham, encontró un nicho envidiable, el de predicarles
a los hispanos de EE.UU. ese evangelismo de la prosperidad capitalista,
el del ascenso espiritual y material. Sus festivales en el Obelisco permitieron
observar en funcionamiento a sus "células" de "doce siervos" y el espectacular
merchandising.
Por Sandra Russo
El sol todavía cae en picada sobre el enorme escenario montado en la 9 de
Julio cuando Luis Palau, un rato antes de lo anunciado y con apenas una
cuadra y media de audiencia acalorada, sale al escenario a hablarle al público
infantil. Como todo el mundo sabe, el público infantil es más difícil de
conquistar que el adulto. "¿Quién es el rey más superpoderoso de todo el
mundo?", pregunta Palau ante un auditorio que parece preferir seguir viendo
payasos y bailarines y que no vitoreó su salida escénica. "¿Quién es el
rey más todopoderoso de todo el mundo?", repite. Si hay algo de lo que Luis
Palau no se cansa, es de repetir las cosas. El público infantil y hasta
los padres del público infantil titubean ante la pregunta. "Jesús", dicen
algunos. "Dios", dicen otros. "¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Es Dios!" despliega
su técnica el predicador. "¿A ver, los varones? ¡Dios! ¿A ver las nenas?
¡Dios!" No hay mucho entusiasmo. Es que al entusiasmo de Palau cuesta empardarlo.
Parece conectado a un motor de energía permanente, autoseducido por sus
dotes de orador multitudinario.
Palau tuvo el viernes y ayer en el corazón
de Buenos Aires, que le fue incomprensiblemente concedido, a la otra cara
de la sociedad que lo mima y le compra rifas en cenas en las que los políticos
se rinden ante el poder de convocatoria del pastor. El, que abiertamente
busca y recibe la complacencia de los poderosos, tuvo en el centro porteño
a los clásicos fieles evangelistas. Pobres que buscan calma y consuelo.
"Aquí, esta misma tarde, hoy, 14 de marzo, en Buenos Aires, puede presentarse
Jesús en tu vida y cambiarla", repitió varias veces. "¿Quién quiere que
Jesús entre en su corazón?" Esa pregunta es más fácil, y se levantan unas
cuantas manos y manitos.
Así, a modo de formulario para ser completado
entre Palau y la gente, el pastor habló de Dios, de su hijo Jesús, de la
cruz, del pecado. "¡Jesús vino a pagar nuestros pecados! ¿De cuánto pecado
nos libró Jesús?" Otra vez el neutro lo traiciona. La pregunta es rebuscada.
"¡De todo pecado!" se apura a completar él mismo, para que no decaiga.
Los pibitos de cuatro o cinco años que tienen vinchas de "Jesús te ama"
piden helado y Coca. Las púberes andan con remeras de Vico C, el puertorriqueño
que desde hace unos años acerca al público del reaggetón al culto. Tremendo
desafío. Asexuar el reaggetón.
–¿Por qué le dicen "el filósofo" a Vico C? –le pregunto a Nancy, de dieciséis,
que está con una amiga y tiene puesta una remera con la cara del cantante.
–No sé –me dice.
–Por las letras –contesta la amiga.
–¿Cómo son las letras?
–Habla de Jesús. No dice suciedades.
Sobre Carlos Pellegrini, un grupito de adolescentes hip hoperos se amucha
para rapear casi en secreto. Uno lleva el ritmo y otro improvisa. Hay que
agacharse junto a ellos para alcanzar a escuchar algo. Lo que se escucha
no es estrictamente religioso. "Me voy a fumar un porrazo." Se ríen. Vinieron
con su iglesia, como todos. Hace poco que forman parte. Aunque ya está Palau
hablando en el escenario, ellos siguen en la suya. Miriam, que lleva puesto
un chaleco naranja que reza "Amigos del Festival", comenta: "Son chicos.
Todavía no son siervos".
La célula
Miriam me acerca un folleto del festival. En él se lee, en tipografía bien
grande, un incoherente "Entrada gratis", tratándose de un acto callejero.
El folleto guarda la gran promesa de Palau. "Tu vida puede cambiar hoy mismo."
El pastor sabe que en las cenas en las que vende rifas a precio de oro o
cosecha relaciones con actuales o futuros líderes políticos están los pocos.
Y que los muchos son estos otros, éstos a los que les gustaría "cambiar
la vida, salir de este enredo, huir de todos, alejarse, viajar a otro país,
empezar de nuevo". El trae la solución, que obviamente no es ni huir ni
viajar ni alejarse, sino "recibir a Jesús ¡ahora mismo!"
–Yo prosperé –dice Miriam.
Esa es la primera razón que enuncia para explicar su condición de líder
en su iglesia evangélica de La Matanza. Como todos los que forman parte
de la organización esta tarde, Miriam fue designada por su propio pastor
para hacer su tarea. Cada pastor interesado en vincularse con el festival
se contactó con la gente de Palau y así, a través del aporte de decenas
de Iglesias, bajaron las directivas primero a los pastores, después a los
líderes y por último a los miembros de las células.
–¿Las células?
–Cada líder tiene a cargo doce personas. Eso es su célula.
–¿Por qué doce?
–Como los apóstoles.
–Ah. ¿Y qué hace falta para ser líder?
–Que te elija tu pastor.
–¿Y a vos por qué te eligió?
–Porque soy siervo.
La historia de Miriam es aproximativa a muchas historias más surgidas del
malestar y la pobreza. Se acercó a una Iglesia evangélica hace quince años,
cuando estaba pensando en suicidarse. Un mal matrimonio y una constante
melancolía no le daban ganas de vivir. Dice que encontró a Jesús y fue un
consuelo, pero que recién hace cinco años que es "siervo". Debe entenderse
por "siervo" la entrega acrítica a Jesús, intermediada por su pastor.
Miriam convenció a su marido para que la acompañara, con la esperanza de
que dejara de pegarle. Dios la escuchó, dice. Su marido hoy no está en el
Obelisco. Hace mucho calor. El no es siervo. Pero ya no le pega.
–Y prosperé –dice ella.
Y esto es muy importante, explica, porque antes la plata no rendía. El pastor
los ayuda a organizarse con los gastos mensuales. Los embarca en sueños
compartidos, como comprarse una heladera nueva a fin de año. Me despido
de Miriam comprendiendo perfectamente la diferencia entre estar pensando
en suicidarse y estar planeando la compra de una heladera. Por eso Miriam
es sierva. Su vida cambió.
Fidelidad, clase, pecado
Palau ahora está en el escenario gritando que recibió a Jesús a los doce
años. Ahora tiene 71. Entre sus doce y sus 71, pasó una vida entera construyendo
este enorme edificio religioso y virtual que lo propone como el pastor evangélico
del spanglish. Discípulo de Billy Graham, ha esquivado los escándalos sexuales
que derribaron a los más importantes pastores electrónicos norteamericanos
y ha hecho, como ellos, de la fidelidad conyugal un estandarte básico.
Palau ve en el divorcio un pecado. Palau ve el pecado, en rigor, en cualquier
parte que se aleje del núcleo fundamental que propone a sus seguidores:
sexo matrimonial, y matrimonio a toda costa y cualquier precio (en uno de
los micros de radio que vende a emisoras evangélicas de todo el mundo, el
pastor le habla a la "mujer maltratada" y le pide que aguante).
En la página oficial de su Iglesia, cada integrante caracterizado de la
organización es presentado con su foto y sus principales datos. Uno de ellos
es con quién está casado y cuántos hijos tiene. Son fichas sin posibilidad
de cambios. Otro de los rubros repetidos de los micros de radio es "¿Con
quién me caso?" o "¿Cómo sé con quién casarme?" Un joven feligrés le pedía
consejo, porque quería casarse con una chica a la que sus padres consideraban
por debajo de su nivel. Palau le contestaba que analizara, antes de enojarse
con sus padres, si estar con ella en público no le daría vergüenza.
Porque en el mundo de Palau se trata de ir siempre para arriba y nunca para
abajo, y eso no sólo incluye lo espiritual, qué va, sino además lo material.
El pastor tiene prédica capitalista. Parece que el Jesús que recibió no
es exactamente el que echaba a los mercaderes de los templos, sino otro,
que celebra la riqueza si sopla en su dirección, y que ataja con la promesa
de la vida eterna a los que en ésta no les ha tocado casi nada.
En el mundo de Palau hay números, muchos números. Se presenta a sí mismo
como alguien que "entra en la historia moderna como uno de los contados
hombres que le hablaron a más personas en todo el mundo". Es escuchado,
dice, por unos 800 millones de personas en 112 países a través de sus micros
de radio y televisión. Ha reunido, dice, a 22 millones de personas en sus
festivales. Ha escrito decenas de libros electrónicos y decenas de libros
"disponibles en tu kiosco más cercano", finaliza el folleto. No sin enfatizar
con signos de admiración: "Adquirilo hoy". (Página|12)

Los
derechos de los niños cuatri
El lugar es Cariló. Un lugar que, como casi todos, soporta sobre sus seis
letras varios mundos paralelos. En todos ellos naturalmente hay plata, porque
Cariló es muy caro. Pero es distinto tener la plata para pagarse una semana
en un apart, que la que se tiene para alquilar una casa todo un mes, y ambas
cosas están a una distancia más que considerable de la plata que tienen
los dueños de algunas casas, los cuatris estacionados como al descuido en
la puerta junto con los demás vehículos, a la sazón un par de Audis o Toyotas.
También tienen el lote de al lado para no perder perspectiva y carpa fija
en algunos de los balnearios, preferentemente Cozumel. Casi no van al centro
porque no quieren tener contacto con los advenedizos de los últimos años
ni con los aún más repelidos visitantes ocasionales que llegan desde Pinamar
o Gesell.
Diría incluso más, para que no me acusen de clasista, que después de todo
no sé por qué suena a insulto, cuando es usada casi siempre para marcar
diferencias de clase. Como si las clases no existieran o hubieran sido reemplazadas
por alguna otra cosa más que subclases. Diría entonces que incluso hay gente
que tiene mucha plata y aun así comparte una zona de su mundo no sólo con
el que alquila su semanita en el bosque sino con el que veranea en Valeria
o San Bernardo.
Más no me puedo esforzar: estoy dando tanto ejemplo para abrir el paraguas,
ok. Después me llegan un montón de mails de gente que últimamente se hizo
lectora de este diario (uno conoce bien, después de veinte años, a los lectores
del medio en el que trabaja). Desde hace unos meses me bombardean a mails
que me insultan o me acusan de no ser pluralista, de tener prejuicios ¡de
clase! contra Macri, de odiar a los ricos y de evidenciar ciertas faltas
privadas o la pobre ejecución de esas prácticas sexuales que presuntamente
hacen dóciles y pro a las mujeres. Por suerte no es el caso.
A mí me encanta Cariló. Vengo desde hace más de una docena de años, porque
cuando vine por primera vez una herida profunda que tenía se curó. Y quedó
el lazo con el bosque, aunque es una estupidez decir que uno viene a Cariló
por el bosque. Nadie viene a Cariló por el bosque. El bosque es magnífico,
pero no deja ni por un centímetro de ser el marco perfecto para ser salpicado
por casas que muchas veces son deliciosas, pero también por otras que lo
único que hacen, con sus volúmenes y sus diseños dinastíacos, es gritar
que ahí hay alguien que la supo hacer. No, no, uno no viene por el bosque.
Los habitués que graduamos nuestras estadías de acuerdo con cómo nos haya
ido puntualmente cada año venimos a descansar sobre nuestro costado más
burgués.
Los progres, por identificarlos pronto, que venimos a Cariló, nos pasamos
todo el año intentando aplastar esa parte nuestra. Es necesario aplastarla
porque, al menos a mi entender, es la parte que no nos permitiría sostener
algunas ideas fuerza que no tienen nada que ver con nuestros intereses individuales.
Pero la gente no nace de un repollo, ni alcanza con explicar qué tipo de
hombre puso la semillita en qué tipo de mujer para traernos al mundo. Caray,
tanta parrafada para decir que veraneo en Cariló porque el bosque está bueno,
pero además me provocan descanso las playas limpias, el silencio, la prolijidad,
lo que se ve se mire hacia donde se mire. Todo es lindo. Perdón, perdón,
no puedo evitarlo. Lo lindo me atrae.
Además estar en Cariló permite, en un día nublado, estar sentado con una
computadora en un bar, con una enorme mesa a lado, ocupada por dos de esas
tremendas familias numerosas que hay por aquí. A Cariló parecen venir todas
las mujeres iguales o parecidas a Maru Botana. Todas tienen pilas de hijos,
son rubias, manejan camionetas importadas, dan marcha atrás sin mirar si
vienen peatones, tienen dientes superblancos, les dan delicadas pero firmes
órdenes a las mucamas o niñeras que van con ellas a todas partes, y han
perdido entre sus sucesivas maternidades alguna chispa que les encendería
un poco más las caras.
Decía que en la mesa de al lado los padres y las madres estaban enfrascados
en una conversación y algunos de los niños, en otra. Los de la punta, que
estaban justo dentro de mi campo auditivo, tenían entre 6 y 8 años y eran
compañeros de colegio.
Primero hablaron sobre algo deportivo que no llegué a escuchar y no me importaba.
Después empezaron a preguntarse por otros compañeros. Ema está en Punta
del Este con los abuelos, el Alemán manda mails desde Nueva York (sus padres
están separados; se fue a Nueva York con el padre; un capo, el padre), Nico
llega mañana. Y Manu... Pobre Manu, se tuvo que quedar en Buenos Aires.
Se armó un kilombo terrible en la familia de Manu, porque al padre lo acusaron
por estafa. Dijo uno, y ahhh, dijo el otro.
Después de un silencio tan corto que no sé si podría llamarse silencio o
más bien pausa obligada para tragar y respirar, volvieron brevemente sobre
el tema deportivo, como si lo último que dijo uno perturbara al otro. El
otro, entonces, volvió rápidamente sobre el tema del que se había escapado.
Quién sabe por qué. Eso es lo que tienen los chicos de todas las clases
sociales: tratan de entender. "¿Qué es estafa?", preguntó de pronto. "Es
como robar, pero con empleados, oficinas, con todo legal." Ahhh, dijo el
más chico. Después volvieron otra vez al deporte.
Más allá de los encantadores bares del centro, el bosque seguía y sigue
siendo magnífico. El problema en esta playa tan encantadora son las ideas
que caen como paracaídas obscenos, disparados a veces por ricachones pintorescos
y a veces por niños de 6 o 7 años. Todos son lindos y tendrán todas las
oportunidades. No se los puede culpar por ello. Como no se puede juzgar
a un nene de Lugano por haber nacido en Lugano. Tienen 6 o 7 años y ya se
podría hacer un trazado tentativo de las vidas que tendrán estos chicos,
y sus contemporáneos que no están aquí y que tal vez ni pronunciaron nunca
la palabra vacaciones.
Esta nota no tiene por objeto señalar la evidencia tan obvia de que hay
chicos ricos y chicos pobres, ni que todos los chicos deberían tener las
mismas oportunidades, como marca la Constitución argentina y la Convención
de los Derechos del Niño. Estos de Cariló no eran los remanidos niños ricos
que tienen tristeza, esa figura tarada que forma parte del legado discursivo
de Carlos Menem.
Pero me quedé pensando si esos chicos que tomaban su licuado en un bar de
Cariló no tendrían también derecho a saber, ya a su edad, qué significa
realmente la palabra estafa. (Página/12, 12/01/08)

Tener
huevos
El team Macri-Michetti, esas caras renovadoras de la política argentina,
tan sucia, tan corrupta, salió a mostrar el estilo de gobierno que tiene
en mente con un puñado de acciones altamente impopulares. A esto la derecha
le llama tener huevos.
Si uno tuviera que hacer una distinción tajante entre una corriente política
de centroizquierda o peronista y una corriente de cepa elitista, liberal
o conservadora, podría simplemente guiarse por la relación entre un gobierno
y los trabajadores. No hay demasiadas vueltas: cuando se habla del "costo
político" de una medida cualquiera, eso necesariamente implica que se trata
de una medida impopular, que atenta contra los intereses de la mayoría,
en beneficio de una elite social, económica o religiosa.
Los gremios estatales provocaron a los sucesivos gobiernos democráticos
dolores de cabeza y la obligación de permanentes negociaciones. Los sucesivos
gobiernos municipales, provinciales y nacionales debieron soportarlos. Los
gobiernos y las patronales siempre deben soportar a los trabajadores. Hay
una inercia capitalista que casi por definición, o si se quiere, por una
relación dialéctica, lleva la riqueza hacia arriba. A esa inercia capitalista,
cuando no es autoritaria, le corresponde el derecho de los trabajadores
a defender sus intereses.
Es su pan, su dignidad y su pertenencia a esta sociedad lo que reclama un
trabajador despedido. Si hasta ahora nadie tomó medidas tan brutales como
las que tomaron Macri-Michetti, no fue porque las respectivas administraciones
no chocaran contra los gremios estatales, sino porque evaluaron ese "costo
político".
Para considerar que una medida
higiénica del Estado implica un "costo político", es necesaria también la
conciencia de lo que implican los despidos masivos. No sólo manifestaciones
y paros: provocan manifestaciones y paros porque está en juego la supervivencia
de cada despedido.
En el modelo que Macri-Michetti tienen por lo visto en mente, esa ecuación,
si fue contemplada, también fue minimizada. La derecha se excita cuando
ve que se aplastan las conquistas gremiales. La derecha no quiere sindicatos.
Así como en las fábricas repelen a las comisiones internas, se agrandan
cuando el viento sopla a su favor, y despiden en masa y sin anestesia cuando
merman las ganancias. Así como echa sospechas y decide la suspensión de
un bien escaso para los pobres, los medicamentos, y en un mismo movimiento
perjudica a los ciudadanos y beneficia a los laboratorios. A este tipo de
cosas la derecha le llama tener huevos. A los que acusan a los nuevos líderes
latinoamericanos de populistas, simplemente porque reparten la riqueza y
privilegian su relación con el pueblo por sobre su relación con lobbies
empresarios. Toda esa gente, que quiso a Macri jefe de Gobierno, la gente
que adhirió al discurso prefabricado según el cual no despedir y no reprimir
es "no hacer nada", piensa que para tomar estas medidas hay que tener huevos.
Yo rescataría aquí los huevos que, por el contrario, y a mi entender, hay
que tener para abstenerse de despedir y reprimir. Como se recordará, fue
en los últimos años que volvió la actividad sindical después de mucho tiempo
en el que la problemática general era la desocupación. Como conviene también
recordar, esta ciudad rica cercada por cordones de extrema pobreza fue de
pronto inundada por piqueteros y cartoneros. Hubo incidentes, claro, como
los presos de la Legislatura. Pero la política nacional y porteña en los
últimos años fue evidentemente contraria a la represión tanto de los desocupados
como de los trabajadores.
También rescataría los huevos extraordinarios que tuvieron siempre los organismos
de derechos humanos, que se atuvieron a la Justicia incluso cuando esa Justicia
estuvo al servicio aberrante de los que cometieron crímenes aberrantes.
Rescataría, también, los huevos de quienes salieron a las calles en el 2001,
muchos defendiendo sus intereses individuales y muchísimos otros por la
dignidad colectiva. Rescataría por último los cortes de calles que hubo
por protestas justas, porque está bueno tener un tránsito ordenado, pero
pretender orden cuando hay miseria es tentar a la muerte. Para la derecha,
hay vidas que pueden ser sacrificadas en pos del orden. El orden es la utopía
del capital. Muertos en vida que trabajen y que resuciten para volver a
trabajar.
Cualquier sociedad civilizada, como las europeas, acepta que es parte de
la lógica capitalista que los trabajadores reclamen. En Francia o en Italia
hay muchos ciudadanos perjudicados por los paros y las manifestaciones,
por los incendios de autos y los conflictos raciales. La violencia de la
globalización marca ese escenario. Y los gobiernos globalizados buscan soluciones
consensuadas para aplacar el mal humor social. Cualquier sociedad civilizada
se reserva el derecho hasta de la xenofobia, pero evalúa el "costo político"
de las soluciones brutales. Desde el nazismo, es de rigor democrático evaluar
"costos políticos".
Macri dijo que "no se dejará extorsionar". A que 21.000 personas que ven
tambalear sus fuentes de trabajo protesten, Macri le llama "extorsión".
Es interesante ver las coberturas del acto de los municipales. Este diario
lo publicó en su tapa. La Nación también, pero con bocadillos como "La movilización
sindical frente al palacio municipal y los trastornos provocados a los particulares
no doblegaron a Macri". O sea: el tipo tiene huevos. Clarín sólo hizo una
pequeña mención en tapa a los miles de personas que salieron a la calle.
Propongo que repasemos colectivamente a qué le llamamos coraje, y a qué
le llamamos desvergüenza. (Página|12)

Guardar
y tirar
Creo que era Carmen la que estaba hablando sobre un texto, decía algo sobre
raspar el fondo de la olla, y ahí saltó Rodolfo, que tiene 22 años y ya
es sociólogo, y gritó: "¡Sí, eso cambió! ¡Nosotros no soportamos los culitos
de las botellas de Coca!". Lo que siguió fue una sucesión de asociaciones
entre todos, como si algo se nos hubiese revelado, y eso pasa cuando se
descubre algo que es percibido colateralmente y no ha sido nombrado.
Esta vez el tema sería: ¿qué pasó entre aquellos hijos de inmigrantes polacos
que habían adquirido el hábito y el gusto de masticar la grasa de la carne,
marcados genealógicamente por el frío y el hambre, y estos consumidores
ávidos de un primer trago y un primer bocado, estos aparentes hijos de la
abundancia urbana, o acaso habría que invertir los términos y decir estos
hijos de la aparente abundancia urbana? Creo que valen las dos expresiones.
Lo de los inmigrantes polacos es un ejemplo fuerte de aquella vieja inercia
de conservar, almacenar y resistir. Esos tres verbos ejemplifican bastante
bien la actitud de la gente en épocas de hambrunas o pestes. La Segunda
Guerra fue una de esas pestes. Y aquellos que vinieron para acá pero que
allá habían experimentado lo que se siente cuando hasta el pan se trafica,
trajeron con ellos esa actitud. Conservar, almacenar, resistir.
Raspar el fondo de la olla. Masticar hasta la grasa. Ponerles cueritos a
los pulóveres y rodilleras a los pantalones. Destejer algo para volver a
tejer otra cosa. Cortar los envases de dentífrico, mayonesa, crema hidratante
con tijera, cortarlos por el extremo opuesto a los picos, para arrasar con
el dedo con absolutamente todo lo que resta. Guardar el papel de aluminio
de la manteca para untar con su cara interna una olla. Emparchar. Buscarle
el repuesto al tocadiscos. Mandar a arreglar el reloj. Llevar a la modista
un vestido para que lo reforme. En fin. Aquella actitud.
Como todo el mundo que vive con o sin adolescentes, cada tanto abro la heladera
y veo un par de botellas de Coca-Cola casi vacías. A veces no están ni siquiera
tan vacías. Pero hay otra recién abierta. Abrir un envase es una actitud
históricamente reciente. Podría decirse que como sujetos históricos somos
abridores de envases. Porque no sólo consumimos gaseosas o mayonesa, ésa
que descartamos cuando en el envase va quedando menos de la mitad y el borde
se empieza a poner duro. También somos abridores de envases culturales,
de envases políticos y de envases éticos. La vida nos llega envasada. La
vida de la sociedad de mercado nos empuja a consumir ideas seriadas que
en la serie encuentran su peso: a eso se le llama opinión pública o "termómetro
del ambiente".
No hay caso. El dentífrico se seca. Las tapitas modernas cierran perfectamente
unos días. Después, irremediable, fatalmente, quedan abiertas. Y el dentífrico
se seca. Arrasamos con él. O desearíamos arrasar. Con el poder adquisitivo
necesario para vivir como degustadores de primeros tragos y primeros bocados,
pero incluso sin él, está instalado en nuestras subjetividades el deseo
de abrir envases. Está la inercia, al menos. Porque el deseo de consumo
es un deseo de segunda clase. No puede ser un deseo profundo. No puede serlo
en tanto no sale del fondo oscuro de nosotros, sino todo lo contrario: nos
es lanzado como una flecha, o como una descarga eléctrica infinitesimal
y continua. El malestar posmoderno deviene, acaso, de la maldición de abrir
envases y no tolerar verlos vacíos.
Fuente: (Página|12, 22/11/07)

A
la derecha con Moria
En la final de "Bailando por un sueño", Moria Casán dijo que el resultado
de la votación del público entre Paula Robles y Celina Rucci le importaba
a la gente mucho más que el resultado de las elecciones. Yo no vi la final,
pero ese fragmento fue repetido en varios programas. Subrayado, entonces,
por el recorte en seco que provoca la repetición de ese momento, me asaltó
una indignación atroz, un ataque de ovarios contra esa mujer que cuando
yo era adolescente, encarnaba en las ficciones con Olmedo y Porcel –-ella
y Susana Giménez fueron las dos grandes sex symbols de los años de plomo–
una picaresca reaccionaria, acorde con la época.
Es un personaje muy complejo Moria Casán, tan complejo que hay quienes ven
en ella un icono de liberación y transgresión. Esos dos atributos, que en
política en general van acompañados por pensamientos del centro a la izquierda,
aparecen agitados por una mujer de derecha o derechas, porque Moria Casán
ha adherido, en diferentes épocas, a derechas de estilo burocrático autoritario
y a derechas de manteca al techo y el vuelto en el bolsillo.
Cuando recuerdo que Roland Barthes dice que "el sentido común trafica ideología",
me pregunto cuánto contribuyó Moria Casán, más allá de su voluntad, a la
constitución del sentido común reaccionario argentino. Ella misma fue la
transgresión de esos hombres que no dejan que sus mujeres usen minifalda
porque así se visten las putas. Ignoro por el contrario qué les pasa a las
mujeres que admiran a Moria Casán. Su misoginia es tal, que sólo identificándose
con ella es soportable. Su mundo de gays la dispensa y explica por qué su
nombre está ligado a la palabra liberación. Moria Casán es una mujer liberada
en tanto se sirve de padrillos y tiene amigos gays. Acaso ésa, la liberación
burguesa del ama de casa que espera al marido planchando, sea la que ella
represente.
Por lo demás, Moria Casán no quiere a los hombres ni a las mujeres. No quiere
a los hombres porque los ejemplares que la acompañan son motivo suficiente
para odiar al género masculino entero. Pero por qué se los elige así, es
un misterio. Pusilánimes, babosos, cortesanos, vividores. Andá a querer
a los hombres.
En Moria Casán resiste, además, un modelo de mujer fálica que está en vías
de extinguirse. Ella declara que tiene un hombre adentro, o se jacta de
su falo, y es aquella vagina dentada en la que entra sólo el que quiere
ser devorado. Las mujeres fálicas han mutado en estos últimos años. Ahora
son mujeres que desean un falo intercambiable. Hemos descubierto la ventaja
de la falta. Estamos amigándonos con ella. Ser una mujer fálica da réditos
en el trabajo, en la batalla cotidiana, pero en la cama... es bueno sacarse
todo, el falo también. Se lo pasa mejor.
Moria Casán diciendo en la final de "Bailando por un sueño" eso que dijo,
es Moria Casán esencialmente. Es esa mujer madura, tetona, un poco pasada
de rosca con el colágeno, que desprecia hoy como ha despreciado siempre
la democracia. (Página|12)

Cuentos
para leer con rimmel
Resulta casi imposible separar
la biografía de la nueva presidenta de la de su marido, el actual. Algo
que no debería sorprender si se tiene en cuenta la construcción que llevó
del 22 por ciento alcanzado por Kirchner a lo logrado por ella ayer. Desde
los lejanos y gloriosos días de La Plata a la larga estadía en la Quinta
de Olivos, pasando por ese inhóspito paraje llamado Santa Cruz. Historia
de una mujer que no se deja encasillar solo como mujer.
De adolescente en La Plata, desde entonces con maquillaje.
Por Sandra Russo
El chiste alguna vez le causó gracia a Cristina Fernández: Bill Clinton
y Hillary paran con su auto en una estación de servicio, y el empleado que
los atiende resulta ser el primer novio de ella. Cuando se van, Bill le
dice a Hillary: "¿Qué serías vos, hoy, si te hubieras casado con éste?"
Y ella, displicente y sin mirarlo, contesta: "Naturalmente, Primera Dama".
Parejas como los Clinton o los Kirchner hacen emerger este tipo de chistes.
Simbióticos, obsesivos, recíprocamente
leales; capaces de ampararse mutuamente en público hasta las últimas consecuencias,
y de mantener sus evidentes terremotos en reserva; mentes que manejan al
unísono eso tan difícil de reconciliar entre dos seres humanos: los planes
a largo plazo. Tratándose éste de un perfil de la primera presidenta electa
en la Argentina, debería haber comenzado, ya lo sé, hablando directamente
de Cristina Fernández de Kirchner. De su biografía. Pero del nombre con
el que ella ha llegado a la presidencia sale la sustancia de Cristina K.
(piénsese además que ese lugar, la presidencia, ocupado por una mujer, merece
un paréntesis de celebración por pura conciencia de género). Pero los hombres
y las mujeres que forman extrañas parejas como los Kirchner o los Clinton
no se dejan leer por separado. No se los puede pensar por separado. Son
personas que han encontrado al cómplice justo para hacer planes a largo
plazo, y eso imbrica, mezcla, refunda.
Tan difícil es amarrar en la
figura de Cristina K, que en las notas, en los libros escritos sobre ella,
en los elogios y las críticas que más arrecian a su alrededor, van a parar
al rimmel (el corrector de Windows me corrige y castellaniza "rimel", pero
el que usa Cristina K. es rimmel, el de Cuentos para leer sin rimmel, el
título con el que Poldy Bird dejó colgando esa palabra de una época). Muy
lejos del universo sensiblero de cualquier especie, Cristina K., en esa
misma época, era una chica que quería ser psicóloga y que sin embargo, después,
nunca en su vida hizo terapia. Era una chica que después decidió estudiar
Derecho, y a juzgar por todos los que la conocieron en esa época, era todavía
un volcán sin erupciones. Su inteligencia y su tenacidad estaban todavía
a la espera de alguna convicción muy fuerte, de ésas que pueden marcar una
vida. Eso llegó con Kirchner.
La Plata en llamas
Hasta entonces, la hija mayor de Eduardo Fernández y de Ofelia Wilhelm había
sido siempre una chica, según los cánones de la época, demasiado linda como
para ser inteligente. Escuela primaria pública, escuela secundaria en colegio
de monjas, vida de clase media (éste es un punto notable: en el archivo,
los que la quieren dicen que el padre era "un mediano empresario de colectivos"
y los que no la quieren dicen que era "colectivero": esto habla más de esta
sociedad que del padre de Cristina K.). Padre radical, madre peronista y
encima, sindicalista del Ministerio de Economía platense. Infancia y adolescencia
en La Plata y en Tolosa, un par de novios y, sobre todo, antes que nada,
la efervescencia de esa ciudad en la que a Cristina K. le tocó vivir y estudiar.
La Plata en los ’70 era una fiesta que lentamente se iría convirtiendo en
un infierno. Un micromundo hiperpolitizado en el que a los jóvenes muy jóvenes
se les había dado por ser actores políticos e históricos. Ese micromundo
tan difícil de pensar hoy, en el que hacer política daba chapa y no vergüenza.
Aquella fue una generación que fue marcada por un valor crucial, que se
llevó con ella cuando la desaparecieron: el status intelectual. Había una
vez en la Argentina una generación que despreciaba profundamente los símbolos
de status económico, y que estaba muy lejos de estas generaciones de jóvenes
limados por el mercado, que creen en lo que dice la publicidad de cualquier
marca deportiva. Muy, muy, muy lejos del mundo en el que billetera mata
galán, en aquel mundo platense de los ’70 el atractivo de un pibe era político.
Los levantes se hacían en las asambleas. La política estaba erotizada. Y
esa generación se abrazó a la política como no hubo otra que lo hiciera
en muchos años de historia argentina. Era un fenómeno mundial. Los jóvenes
pedían cancha. A veces no la pedían, la tomaban.
Lindero con ese mundo estaba, naturalmente, el de las organizaciones armadas,
pero el matrimonio K. no se alejó nunca de la ruta política: quienes los
conocieron por entonces indican que ya en ese momento, después del golpe,
cuando los recién casados se fueron a Río Gallegos, Kirchner empezó a fantasear
con un camino que lo llevara de una intendencia a una gobernación, y de
una gobernación a la presidencia. Y también se refiere que usó los años
de la dictadura en el estudio jurídico-inmobiliario que llevaba adelante
con su esposa –rematando casas de deudores–, para acumular dinero que le
permitiera financiarse alguna vez políticamente. ¿Cómo saberlo? Ellos no
hablan. Dejan hablar.
Cuando Cristina K. accedió con 18 o 20 años a ese mundo hiperpolitizado
de los universitarios platenses, el rimmel ya estaba puesto. El pelo ya
estaba domesticado. Las uñas ya eran largas y estaban pintadas. Hay una
autoimagen que parece necesitar y a la que se aferra la flamante presidenta
electa. Su maquillaje setentista podría ser leído, creo, como un pacto con
una versión de sí misma que floreció en aquella época. La época de las grandes
convicciones. Miro la tapa del libro Cristina K. La dama rebelde, que escribió
José Angel Di Mauro, un periodista parlamentario. Es un primerísimo plano
en blanco y negro apenas sepiado en el que los ojos y la boca de Cristina
parecen tatuajes de esa época. Las pestañas están apelmazadas y separadas
en líneas que se levantan desde la línea segura y finita del delineador
líquido. Hace falta mucho pulso para eso. La boca está desbordada por el
brillo. Las cejas están reforzadas con lápiz. Esta mujer que no apela a
"lo femenino" para actuar políticamente ha elegido, probablemente sin quererlo
o sin saberlo, el tatuaje de aquellas chicas platenses que se enamoraban
de los buenos oradores, para llevarlo inscripto en la cara.
El cliché de los medios ha intentado sin éxito apropiarse de su personalidad,
de su carácter, de sus declaraciones y los rebotes de sus declaraciones.
Pero Cristina K. no se ha dejado. En su estrategia para llegar al poder,
no se ha dejado interpretar. La decisión de no hablar con la prensa la ha
privado de una comunicación blanda y emocional con la gente, que después
de todo es el tipo de comunicación que uno espera de una candidata mujer.
Pero ahí tampoco Cristina K. se ha dejado. Puso fichas en otro casillero,
hizo una apuesta más alta, casi soberbia. No usó "lo presuntamente femenino"
en su campaña. Ni en su campaña ni nunca. Se desmarca. Le han llovido escupitajos
por su debilidad por las carteras. Este tipo de consistencia han tenido
la mayoría de las críticas que se le hicieron. Pero ella, furtivamente,
en diálogo con alguien, deja escapar un "Me pierden las carteras". Y con
esa frase cortita y tan sencilla desarticula el mecanismo que se había puesto
en marcha: la peronista-sin-conciencia-de-clase-loca-por-el-shopping dice
"Me pierden las carteras" y es una mina como cualquier otra. ¿A qué mina
no la pierden las carteras?
A la política
La vida pública de Cristina K. comenzó en el sur, cuando todo estalló. Cuando
La Plata ya no era una fiesta y era en cambio una fuente de noticias desgraciadas.
Cuando ya era madre de Máximo, antes de recibirse de abogada. Cuando faltaban
todavía trece años para que naciera Florencia, la hija menor, con quien
Cristina parece no poder imponer toda la fuerza que le atribuyen a su carácter.
La chica tiene un fotolog y sube fotos familiares. Cristina intentó hacerla
desistir de la idea porque va completamente a contramano de la política
oficial de comunicación. La chica le contestó que iba a seguir haciendo
lo que tenía ganas de hacer. Su madre le dijo: "Ma’sí, hacé lo que quieras".
En 1987, Néstor Kirchner ganó la intendencia de Río Gallegos, y allí emergió
Cristina para la vida pública. Pero emergió como un monstruo del lago Ness
a la inversa: se asomó y nunca más volvió a meter la cabeza abajo del agua.
Fue legisladora electa y reelecta antes de la Ley de Cupo. A veces ese detalle
pasa como un detalle. No lo es. Antes de la Ley de Cupo circulaban en política
pocas mujeres. Las que se habían abierto espacio a los codazos.
Mientras el plan a largo plazo iba cumpliéndose lentamente, Cristina fue
diputada provincial, reelecta dos veces, senadora nacional, miembro de la
Convención Constituyente, punta de lanza del bloque peronista cuando el
menemato se agrietó y, todavía con la opinión pública de su lado, debió
empezar a enfrentar un peronismo que quería un poco de Perón. Un poco de
lo otro de Perón. Eso que el menemato borró, despintó, basureó. En el Poder
Legislativo, a lo largo de todos estos años, mientras Kirchner era gobernador
una vez y otra vez, y mantenía en reserva sus aspiraciones con algo de samurai
paciente, ella sola, por sí misma, cada vez más, iba no sólo a integrar
las comisiones clave de la Cámara en la que estuviera, sino a impregnar
el apellido en común en Buenos Aires.
El plan a largo plazo del matrimonio, y por esto se entiende hasta aquí
solamente que Kirchner llegara a la presidencia, supuso decisiones familiares
difíciles. Florencia creció en Santa Cruz con su abuela paterna –y con su
padre gobernador–, mientras su madre hacía su carrera legislativa en la
Capital. Esas decisiones suelen traer consecuencias inevitables para una
madre, todavía. Las mujeres siguen pagando costos emocionales extra para
pagar el peaje a la vida pública.
Su Eva
El plan a largo plazo les quedó chico a los K. Quién sabe cuándo empezaron
a percibir que podían ir por más. La carta astral de alguno de los dos debe
ser fabulosa: aquel 22 por ciento de los votos se convirtió en Cristina
K. presidenta cuatro años más tarde. El usó su presidencia para sentar bases,
principios, acumular poder, imponerle autoridad al aparato, negociar, ceder
y ganar, ganar y ceder con los sectores más reacios a un cambio estructural.
Lo hizo de una manera inesperada, como esos muñecos con resortes que salen
sorpresivamente de una caja, por no decir como esas chicas que salen sorpresivamente
de una torta. Pero así fue. El escenario político sin precedentes mundiales
que han creado los K. en estos últimos años –se trata de la primera mujer
que es elegida presidenta en una elección general para suceder a su esposo–
era absolutamente impensable hace muy poco. El poder económico se ha lanzado
a la política, acaso porque la política ya no es la yegua dócil que se dejaba
acariciar el lomo. A la derecha tradicional se le ha sumado una nueva versión
del gorilaje, y que posiblemente en los próximos años recicle su resentimiento
con esta nueva mujer fuerte del peronismo. Sin duda, y casi descriptivamente,
la mujer más importante en la historia del peronismo después de Eva. Alguna
vez Cristina K. dijo: "Mi Eva es crispada, combativa, sin concesiones".
Deberá recordarlo, si de verdad la suya será la etapa de la redistribución
de la riqueza. (Página|12)

López
Esta semana se cumplió un año de la desaparición de Julio López, y aunque
los diarios reseñaron el aniversario del secuestro, y la televisión y la
radio amplificaron la noticia, el caso López es un ejemplo de cómo los medios
no siempre imponen la agenda de la sociedad, esto es, para aquellos que
nunca cursaron Comunicación, los temas circulantes entre la gente: la gente
habla de lo que hablan los medios. Pues bien, nadie habló de Julio López.
Nadie habla de Julio López. Entre los casos resonantes que atraen y capturan
la atención de la opinión pública, no podría incluirse el caso López. Es
un desaparecido en democracia también desaparecido de la conciencia colectiva.
Se dice por ahí que el recuerdo es siempre el recuerdo de un recuerdo. Que
la memoria actúa no sólo como reactivadora del pasado, sino que la evocación
de un suceso se replica en el próximo recuerdo, con sus pequeñas desviaciones
y sus agregados y sus recortes, y finalmente del hecho original queda poco,
pero es eso la memoria: siempre reactualiza nuestros sentimientos, porque
esas desviaciones y esos recortes se van adaptando a los que vamos siendo;
es la estrategia de la memoria contra el olvido. El olvido corta lazos.
La memoria los reconstruye.
No es de ahora, que se cumple un año. Desde hace mucho me pregunto, y escribí
un par de notas al respecto, por qué el caso López escandalizaba tan poco.
Por qué parecía haber una costra entre la sensibilidad de un/a argentino/a
común y corriente, y el hecho de que haya desaparecido un testigo clave
en un juicio cuyo acusado fue luego condenado a prisión perpetua por genocidio.
La gente no quiere oír hablar de genocidio. La gente está harta. Vaya gente.
La gente antes no se enteraba de nada. Un patrullero estacionaba en la cuadra,
se escuchaban tiros, desaparecía un vecino, y nadie sabía lo que pasaba.
Ok. Después la gente, cuando vino el juicio a las Juntas y se leyó el Nunca
Más, lo hizo best seller. Allí se detallaba cómo, por ejemplo, se picaneaba
a mujeres embarazadas delante de sus maridos, o se violaba por el ano a
las prisioneras con la culata de un revólver. Y los tiraban al mar. Dios
mío, decía la gente. Los tiraban vivos al mar. Y especialmente tiraban al
mar a las mujeres que habían parido en los campos clandestinos. Las tiraban
al río y se apropiaban de sus bebés. La gente no podía creer lo que había
pasado en este país. Dios mío, repetían las señoras allá por el ’85, cuando
la Justicia estaba todavía muy lejos, pero los hechos estaban claros. La
gente no podía no decir Dios mío, porque no existía ningún discurso circulante
para defender un exterminio como el que se había llevado a cabo. Lo clandestino
de los asesinatos refrendó el pacto de silencio entre el poder y la gente.
Y por gente, que ya va siendo hora de definir la palabra, entiendo en esta
nota a todos aquellos y aquellas que carecen del mínimo sentido crítico
de la realidad, y políticamente son el rociador de ideología favorito de
todos: izquierda y derecha quieren germinar ahí, en lo que cualquiera entiende,
en lo que cualquiera cree, porque ése es el único camino hacia la Meca.
Pero cuando la Meca estuvo en manos de asesinos, la gente no se dio cuenta.
Después no hubo más gente y hubo ciudadanos. Eran los flamantes habitantes
de un país democrático, que se proponía, como una quinceañera, tener un
vestido de tul rosa para su fiesta, y poco después se desilusionó, porque
la fiesta era en un pelotero y el vestido era alquilado.
Cuando se fueron los ciudadanos vinieron los clientes y los usuarios. Esos
consumían a lo loco. Deliveries, viajes, plasmas en cuotas, heladeras que
babean hielo, home theatres, pochoclo. Ellos mismos, con cada dólar que
gastaban, estaban definiendo la suerte de muchos otros, algunos de los cuales
después los asaltarían, y así son las cosas, amigos, circulares.
Tengo la sensación de que ha vuelto la gente. La gente que no cree que la
desaparición de Julio López la involucre. Después de todo, ese albañil estuvo
preso. Por algo la gente, cuando se puede dar un gusto, lee Gente. (Página/12)

Carver
y Ramos
El lunes pasado, a la noche, vino Pablo Ramos a mi taller de escritura para
hablar sobre el proceso de La ley de la ferocidad, su última novela. Habíamos
leído todos El origen de la tristeza, ese hilvanado de cuentos que hizo
despegar el nombre de Pablo del resto de los nombres de su generación y
lo ubicó junto a los "innegablemente escritores". Hace mucho tiempo que
la publicación dejó de ser el hito que convertía a una persona que escribía
en escritor. Las editoriales han entrado de lleno en las leyes del mercado
y publican cualquier cosa que se venda. Pero el autor... ah, el autor, como
rezan los contratos básicos, sigue no obstante siendo el que les recuerda
a los editores por qué se dedicaron a ese trabajo; el autor les trae a los
editores noticias de su pasado, de sus antiguos amores, porque no son ellos,
después de todo, quienes deciden qué publica la editorial, sino las "políticas
editoriales".
En el medio de todo ese entuerto que aleja muchas veces a la buena literatura
de sus lectores naturales, es milagroso que emerja un Pablo Ramos. Pertenece
a ese tipo de escritores animales, como Carver, a ese tipo de extraños seres
humanos que no podrían sobrevivir si no trasladaran a formas narrativas
la energía interna que los carcome. También como Carver, Pablo empezó a
dedicarse a "escribir en serio" a los 35 años, y también como para Carver,
"dedicarse a escribir en serio" significó dos cosas: el intento de deslizar
el alcoholismo hacia un lugar creativo, y la disposición, la entrega, cierto
fanatismo para abandonarse en el universo de la ficción. Tanto Carver como
Pablo escribieron más de veinte versiones de sus cuentos.
Y así como Carver se enternecía cuando describía el aspecto de agente del
FBI de su maestro, John Gardner, Pablo se sonríe desde algún núcleo duro
cuando habla de Liliana Hecker, su maestra. Durante mucho tiempo Pablo fue
becado al taller de Hecker. Hace muy poco, charlando con ella, le pregunté
por Pablo y su experiencia de tenerlo en el taller. Se llevó la mano al
corazón.
El lunes, Pablo habló de la importancia de tener un maestro, una maestra:
alguien que te lea y en quien vos confíes. Y me pareció que así como en
narrativa forma y fondo son la misma cosa, hay un instante en la vida en
el que algunas coordenadas permiten la redención de cualquiera. Que en ese
instante que no se anuncia y sucede, hay que estar listo y con el proceso
de limpieza ya empezado. Que cuando estamos atrapados en algún laberinto,
no debemos dejar de buscar la salida, aunque el mismo nombre del laberinto
nos desaliente. Que en eso, en definitiva, consiste la lógica de la esperanza:
en estar listo cuando llegue ese instante en el que alguien o algo nos abra
mejores. Pablo se encontró con la ficción. Y con Liliana Hecker.
La pasión loca y desmedida que Pablo transfiere a la escritura es, según
él mismo explica moviendo las manos como quien sostiene una enorme palangana,
la misma que estaba puesta en el alcohol. Transmutación. Parece no tener
que hacer en la vida más que escribir. Vivir para escribir. No es el resultado
de un contrato, como efectivamente podría ser, ya que ha habido algún ofrecimiento
rechazado. Es el fruto de una decisión vital fuera de época. Una consagración
laica o hasta profana pero profundamente espiritual. Quizá a Pablo lo acompañen
las almas que rodeaban el cementerio de Avellaneda y el de la Chacarita.
Al lado de uno creció y sobre el otro escribió. La escritura de Pablo es
así: arrancada. Pero arrancada a la muerte.
El origen de la tristeza fue escrita en máquina de escribir, y las o terminaron
agujereadas. Los originales estaban llenos de agujeros negros. Signos de
una desesperación por desprenderse de o que había que escribir. Una escritura
hija del éxito de las coordenadas, cuando en la vida de Pablo no estaba
previsto ningún éxito interno.
A mí me gustan los escritores como Carver o Ramos porque lo que escriben
me interesa y les creo, les creo la sordidez, la rugosidad, la sequedad,
el patetismo, lo triste y lo feroz de la vida. Entreví varias veces lo triste
y lo feroz de la vida, y cuando leo a Carver o a Ramos lo que percibo es
que nuestras partes heridas no son errores, son constancias de quienes somos.
Pero también me gustan porque los dos son escritores socialmente testigos
de un lado desarreglado de la condición humana. Porque ven la hendidura
por la que sale pus, y la escriben. Porque no usan fórceps para contar historias
simples y en las que, sin embargo, algo horrible o algo hermoso se cuela.
Y porque no provienen de escuelas de lujo ni de universidades prestigiosas,
contra las que no tengo nada. Pero tanto Carver como Pablo son la prueba
de que la escritura es un síntoma y no un ejercicio diplomado. Que el que
tiene que escribir escribe. Que no hay problemas de horario ni cansancio
de cervicales cuando estos animales narrativos tienen que hacerlo. Que quien
ha trabajado de cualquier cosa y no ha terminado el secundario y ha dormido
en la calle puede estar listo cuando llegue ese instante en el que rigen
algunas coordenadas, y puede también y en consecuencia parir una escritura
que nos hable mientras nos dice. Y el talento, finalmente, es el cisne que
tantas veces hace vida de pato.
(Página|12, 08/09/07)

Imágenes
En la contratapa del sábado 11, "María en el bosque", escribí sobre los
trastornos alimentarios de mi hija de quince años, acompañando, creo, un
interés de ella por testimoniar públicamente sobre este nuevo tipo de dolor
que ataca a las adolescentes. Hasta ahora mi trabajo como periodista me
había puesto muchas otras veces frente a personas de todas las edades que
querían testimoniar sobre sus diversos tipos de dolor. Hablar es una manera
de descargar, y en este caso de vomitar, pero con un mundo simbólico ya
acolchando el síntoma, con el Yo a salvo entre los símbolos que ordenan
nuestra relación con el mundo y los demás.
Una de las mayores dificultades de las chicas con estos trastornos, como
con otros en los que la ansiedad es un motor monstruoso que acelera enloquecidamente
los ritmos naturales, es encontrar la manera de hablar de su dolor. La obsesión
por la propia imagen, y la distorsión de la mirada de la propia imagen,
que las hace verse gordas horribles, vacas, cuando lo que hay del otro lado
es alguien que mide 1,50 y pesa 44 kilos, es a su vez una trampa mental
para encarrilar el lenguaje sólo en lo referente a la comida. Las chicas
hablan de comer. Las irrita comer. No saben si comer una tabla de cereales
o un yogur. Lo piensan durante una hora. Esa decisión encubre algún otro
dilema, pero el sinsentido de la enfermedad vacía esas mentes de otras herramientas
para pensarse a sí mismas. Quedan en pie sólo los recursos discursivos para
enunciar las miles de variantes de adversidades y obstáculos que puede presentar
la alimentación cotidiana.
Testimoniar sobre el propio dolor es también una forma de denuncia. Es relatar
secretos que se han mantenido en reserva para engañar o mentir. Es exponer
la parte quemada del alma que todavía en esa instancia arde. Y finalmente,
además de otras cosas, es buscar maneras de decir. Hablar siempre implica
una posible fuga.
Pero la presión descomunal que sienten las mujeres jóvenes sobre sus propias
imágenes ha ido sedimentando en otro sitio, en un infierno, en el que la
noción de placer se estalla cada dos o tres horas contra una orden interna
que hay que obedecer. Esa orden viene de muy adentro. No es propia, pero
parece. Indica que hay que rechazar con todos los ejércitos hormonales y
gástricos cualquier soporte de placer. Una anoréxica no rechaza solamente
la comida. Básicamente, rechaza la naturaleza física de su cuerpo, su tridimensionalidad,
y busca infructuosamente su ser plano, su ser fotografía, su ser impenetrable.
Algunas, demasiadas de nuestras niñas expresan a través de esos síntomas
un dolor difícil de rastrear, pero que seguro que no encontró, para ser
tramitado, otra vía menos autodestructiva. Muchas otras no se enferman,
pero a la sobredosis de grasa de su alimentación infantil, salen directamente
disparadas a las dietas: hacen dieta desde los trece o catorce, y no llaman
mucho la atención. Incluso hay padres que las estimulan para que bajen esos
cuatro o cinco kilos que traen de más de la etapa redondeada de la vida,
que es la infancia, y se empiecen a convertir en adolescentes atractivas
de acuerdo al canon de la imagen plana.
Esta época de políticas globalizadas se caracteriza por los huesos marcados
en los cuerpos de las zonas sacrificables del mundo, en esos esternones
sobresalientes, en esas rodillas elefantiásicas, en esas pieles engrosadas,
en esas dentaduras podridas. Y replica, la época, esas marcas corporales
en las niñas que se ven en la punta del iceberg: cuerpos de líneas rectas
escritas con llanto. En la base del iceberg, millones de mujeres incorporan
productos desgrasados a sus dietas, y usan edulcorante. Toman bebidas light
y mastican chicles sin azúcar. Obedecen una orden, la misma de siempre,
exactamente la misma: no gozarás.
(Página|12, 22/08/07)

Ideología
y mensajes de texto
Me llega un mensaje de texto de un número que no reconozco: "¿Pediste fugaZ?"
Lo específico del mensaje y su origen desconocido hacen que conteste: "¿Quién
sos?", sin abrir signo de interrogación ni poner el acento sobre la e. Alguien
que seguirá siendo para mí un enigma me retruca: "Juas! No era para vos!"
¿Quién de todos mis conocidos estaría por comerse una fugaZ con quién? ¿Por
qué no se tomó la molestia de decirme quién era? ¿Será alguien tan cercano
que descuenta que sé de memoria su número? ¿Qué tipo de equívoco o malentendido
es éste? ¿Qué hace que esto, que fue un equívoco o un malentendido, sea
tan perturbador cuando acaba de ocurrir y se convierta en casi nada a los
cinco minutos?
Primero fueron los muy jóvenes los que vertebraron su necesidad de comunicación
de acuerdo con las limitaciones del nuevo soporte. Y por un tiempo hubo
un dique generacional.
Los mayores de 40 nos quedamos
adheridos al correo electrónico, que ya era bastante, y nos resistimos con
obstinación al mensaje de texto. Pero fue cuestión de empezar, quizá con
nuestros hijos, que nos reclamaban que aprendiéramos pronto porque el crédito
del abono les duraba tres días. Y comenzamos a percibir y a incorporar otro
tipo de comunicación, una que hasta que llegó el mensaje de texto no existía,
y que consiste en ráfagas de contacto, en una breve catarata de caracteres
que nunca pretenderán la emoción o la profundidad si no es en la pura especificidad
del mensaje, en su esqueleto. Los golpes de efecto del soporte hacen que
sea posible generar, eventualmente, un clima entre nosotros y otra persona
a través de un monosílabo.
Por ejemplo, el que dice que usó Gabriela Cerruti contestándole "Gracias"
a Jorge Telerman, después de que él le informara por mensaje de texto que
había otro ministro ya designado. En este caso, en el que dos mensajes de
texto trepan de la banalidad o el arrebato de los millones de mensajes anónimos
a la esfera pública, ¿cómo se leen esos mensajes? ¿Como hilachas privadas
de la política o como un recurso novedoso para hacer política, con ese "Gracias"
que cuelga de un sentido ambiguo, o cínico, o literal? McLuhan* cada vez
goza de más admiración por mi parte. Fue el primer nombre ligado a la Comunicación
que escuché. Porque cuando yo era chica, o más precisamente cuando estaba
en edad de estudiar, no existía esto que se llama Comunicación. Es increíble.
Hace muy poco tiempo, unos veinte años, cuando salió (Página|12), era flamante
la carrera de Comunicación. Y eso, la comunicación, ha inundado nuestra
noción de lo que somos y de cómo entramos en contacto con los otros. A veces
olvidamos que el proceso de globalización fue avistado por McLuhan ya en
los sesenta, en pleno pop, antes de las guerrillas, antes de las masacres.
La Aldea Global era un libro de Comunicación.
"El medio es el mensaje" es una frase que encierra algo de parábola, como
si McLuhan se hubiera imaginado este mundo en el que las personas andan
con su teléfono móvil como si se tratara de un centro mental y emocional
de operaciones internas y externas. Aunque ni Gabriela Cerruti ni Jorge
Telerman adhieran al estilo paraideológico de Macri, la noticia del cambio
de ministra fue también paraideológica. El mensaje de texto no admite explicaciones,
ni argumentos, ni fundamentos, lo cual quiere decir que el paso de tragicomedia
de Cerruti y Telerman los dispensó a ambos de exponer públicamente sus diferencias.
A mí personalmente me hubiera gustado saber cuáles eran esas diferencias,
si eran ideológicas, tácticas o estratégicas.
Hay mucha gente que cree, y Macri ha dado en la tecla al tocar justo ésa,
que la ideología consiste, simplemente, en complicar las cosas o lo que
es peor, en mentir. Que la ideología es poco menos que una excusa para robar.
En insistir en un mundo complejo de palabras vacuas que no derivan más que
en el beneficio de los políticos que portan ideología. Es un razonamiento
bobo, completamente agujereable, pero es el que permite a gran parte de
los porteños tener esperanzas en la "gestión pura".
Lo cierto es que la dirigencia política argentina no se ha dedicado nunca,
y ése es uno de sus mayores pecados, a discutir públicamente ideología.
La dirigencia política tradicional ha enmascarado siempre las discusiones
ideológicas traduciéndolas en internas que no le interesan a nadie salvo
a sus protagonistas. A veces, incluso, no enmascaró nada, porque las internas
no tenían que ver con nada ideológico, y eran puras canalladas, peleas por
repartijas.
Bueno, amigos, la dialéctica histórica tiene un no sé qué de apasionante.
No queda más remedio. Macri y su troupe de políticos apolíticos nos pusieron
entre la espada y la pared, hay que admitirlo. A partir de ahora, con una
derecha en uso de todas sus facultades, los que no somos de derecha bien
haríamos en hablar de ideología todo lo que sea necesario. No vamos a comprar,
nosotros, el buzón de la gestión inocente. Habrá que hablar claramente,
con huevos, con franqueza, acerca de qué creemos que es verdad, y qué es
mentira.
Habrá que hacerlo para recuperar del lenguaje que usamos una palabra que
ahora está manchada con mugre propia y ajena. Si en lugar de tratar de decir
las cosas clara y profundamente nos mandamos mensajes de texto, ellos ganan.
Deberíamos hacer un esfuerzo para rehacernos de esa palabra, ideología,
porque ella explica conductas, abre puertas mentales, traza ejes de acción,
prioriza lo urgente y posterga lo accesorio. Y porque la ideología que al
menos tengo yo, postula que la ideología es la herramienta más apropiada
para organizar nuestra mente ante el mundo y los otros. Prefiero la ideología
que el interés.
* Herbert Marshall McLuhan (21 de julio de 1911-31 de diciembre de 1980)
fue un educador, filósofo y estudioso canadiense. Profesor de literatura
inglesa, crítica literaria y teoría de las comunicaciones, McLuhan es reverenciado
como uno de los fundadores de los estudios sobre los medios y ha pasado
a la posteridad como uno de los grandes visionarios de la presente y futura
sociedad de la información. Durante el final de los años ’60 y principios
de los ’70, McLuhan acuñó el término "aldea global" para describir la interconectividad
humana a escala global generada por los medios electrónicos de comunicación.Fuente:
(Página|12), 14/07/07
imágen: Marshall McLuhan. (Página|12)

García
Belsunce
Ella se llamaba María Marta García Belsunce y él se
llama Carlos Carrascosa. Desde que a ella la mataron, el caso se conoce
como "García Belsunce", y a lo mejor ese detalle revela algo de esta historia.
Mejor dicho: no de la historia en sí misma, sino en cómo ese crimen capturó
la atención de la opinión pública en los últimos años, y recién pudo competir
con el caso Dalmasso, en el que hay otros datos mucho más inquietantes,
pero un solo apellido.
Tampoco es casual que siempre los García Belsunce y nunca los Carrascosa
tuvieran una casa espectacular en el country El Carmel, uno de los primeros
y más espléndidos nuevos castillos posmodernos, y que los Dalmasso vivieran
en una provincia, y en un barrio que no es del todo cerrado: no hay posibilidad
de mujeres de estilos tan antagónicos como María Marta García Belsunce y
Nora Dalmasso. A Nora la muestran cincuentona, sonriente, divertida, teñida,
siliconada, a tono con su historia, en la que el sexo deambula como el fantasma
del padre de Hamlet, presente y omnipresente. A María Marta, en cambio,
la muestran con esa feminidad borrada de las mujeres de su clase. Hay una
tribu de mujeres como ella, que pertenecen a familias que les han dado seguridad
de base, y desprecian la ostentación, la banalidad, y sobre todo, más que
a los pobres, a los nuevos ricos. Sus mujeres son un poco andróginas, no
se pintan, usan taco bajo, ropa deportiva, tal vez unos pequeños aros de
oro.
Las otras, las Noritas, son frescas y pícaras, son infieles, tramposas,
les gusta mucho el sexo y tienen tiempo y dinero para invertirlo en alguna
ligera perversión. Norita también es Dalmasso, es cierto, pero la aberrante
insistencia de los medios la hacen Norita sobre todo, como Lolita, como
Naná, como Lulú, como tantas cortesanas de tan diferentes estilos que a
lo largo de la historia han satisfecho, con sus biografías, el morbo de
aquellos a los que escandalizaban. (Página|12)

Galaxia
Galeano
Galeano es conocido como Galeano, y rara vez se pronuncia su nombre de pila.
No hay otros Galeano en la vida pública, así que uno no debe estar aclarando
que se trata de Eduardo y no de otro. Y ese accidente de la realidad hace
que Galeano sea nombrado sólo por su apellido que, yo creo, para muchos
suena como el nombre de un planeta.
Leí hace poco que decía John Berger que cuando un escritor tiene un estilo
fuerte y depurado, lo que dice y cómo lo dice no pueden separarse. Hay una
cópula entre forma y sentido cuando el escritor hace del estilo lo mejor
y lo más difícil que se puede hacer con él: construir un mundo.
Si uno menciona el estilo de Galeano, los interlocutores, y ni siquiera
hace falta que lo hayan leído, comprenden que uno habla de textos transparentes
y oscuros al mismo tiempo, muy cortos, casi sin músculo: Galeano trabaja
con las palabras como huesos. Las elige quizá sin elegirlas, no sé cómo
es su método de trabajo, pero probablemente Galeano se haya ido conociendo
a sí mismo a medida que les sacaba palabras a los textos después de haberlos
escrito. Probablemente ese ejercicio de desmalezamiento en sus textos le
haya venido de una necesidad estética y al mismo tiempo ética. Dejar el
hueso de la palabra, el hueso chupado y lavado, el hueso con el sentido
último de la palabra, aquello que la palabra no puede dejar de ser: es a
través de esa operación de máxima limpieza que la prosa de Galeano es generosa;
muestra hueso de palabra para que en los ojos de quien lo lee florezca espléndida
la carne. Galeano no busca lectores: busca con quién tomar su comunión.
Y estoy segura de que aunque ésta sea una palabra que tiene enagua católica,
Galeano comprenderá a qué me refiero. Del hueso de la palabra comunión necesitamos
todos agarrarnos, antes que nada, para entrar en el universo Galeano.
En ese universo hay olores y climas y conversaciones a veces sin sentido,
como de parábola china, que lo dejan a uno desacomodado. Hay viejos y mendigos,
pobre gente que sin embargo no se autocompadece y es protagonista, muchas
veces, de historias mágicas, aunque la magia del universo Galeano tiene
poco que ver con magos que convocan palomas. Esta magia que sobrevuela a
las criaturas vulnerables de Galeano es de otro orden. Quizá del orden de
la justicia. O de la libertad.
Su mirada concentrada en la América pre o poscolombina, su mirada concentrada
en la guerra de Irak. Dos escenarios y tiempos completamente distintos,
y no obstante qué placer encontrar esa misma mirada, atenta siempre a los
detalles que nos narran la verdadera historia.
Sus textos breves, o sus textos brevísimos, no hacen más que profundizar
el estilo que nombra su apellido. Los huesos de las palabras pesan mucho,
y a veces no le hacen falta más que tres o cuatro líneas para crear una
situación completa, con pasado, presente y futuro, con perspectiva y foco,
con ideología, con piedad o con rabia.
Si algo puede afirmarse de Galeano es que de los escritores de su generación
y de varias otras, es el que más ha esculpido la palabra. Las ha tomado
de a una. Homeopáticamente, quizá para devolverles, con muchos anticuerpos,
el sentido que les fue arrebatado por el tiempo, claro, pero sobre todo
por el poder.
En ese sentido, el trabajo político que ha hecho Galeano con las palabras
todavía está por reconocerse. Alguna vez se tendrá en cuenta, al hablar
de él, que además de ser un escritor magnífico, Galeano jamás ha dejado
de escribir una línea sin operar sobre el lenguaje y desenmascararlo, sin
liberar para sus lectores las palabras que eran rehenes de otros significados.
(Página|12)
