El guardián
entre el centeno (fragmento)


Capítulo
12
Era un taxi viejísimo que olía como si acabara de vomitar alguien
dentro. Siempre me toca uno de ésos cuando voy a algún sitio de
noche. Pero más deprimente aún era que las calles estuvieran tan
tristes y solitarias a pesar de ser sábado. Apenas se veía a nadie.
De vez en cuando cruzaban un hombre y una mujer cogidos por la cintura,
o una pandilla de tíos riéndose como hienas de algo que apuesto
la cabeza a que no tenía la menor gracia. Nueva York es terrible
cuando alguien se ríe de noche. La carcajada se oye a millas y millas
de distancia y le hace sentirse a uno aún más triste y deprimido.
En el fondo, lo que me hubiera gustado habría sido ir a casa un
rato y charlar con Phoebe. Pero, en fin, como les iba diciendo,
al poco de subir al taxi, el taxista empezó a darme un poco de conversación.
Se llamaba Howitz y era mucho más simpático que el anterior. Por
eso se me ocurrió que a lo mejor él sabía lo de los patos.
-Oiga, Howitz -le dije-. ¿Pasa usted mucho junto al lago de Central
Park?
-¿Qué?
-El lago, ya sabe. Ese lago pequeño que hay cerca de Central South
Park. Donde están los patos. Ya sabe.
-Sí. ¿Qué pasa con ese lago?
-¿Se acuerda de esos patos que hay siempre nadando allí? Sobre todo
en la primavera. ¿Sabe usted por casualidad adonde van en invierno?
-Adonde va, ¿quién?
-Los patos. ¿Lo sabe usted por casualidad? ¿Viene alguien a llevárselos
a alguna parte en un camión, o se van ellos por su cuenta al sur,
o qué hacen?
El tal Howitz volvió la cabeza en redondo para mirarme. Tenía muy
poca paciencia, pero no era mala persona.
-¿Cómo quiere que lo sepa? -me dijo-. ¿Cómo quiere que sepa yo una
estupidez semejante?
-Bueno, no se enfade usted por eso -le dije.
-¿Quién se enfada? Nadie se enfada.
Decidí que si iba a tomarse las cosas tan a pecho, mejor era no
hablar. Pero fue él quien sacó de nuevo la conversación. Volvió
otra vez la cabeza en redondo y me dijo:
-Los peces son los que no se van a ninguna parte. Los peces se quedan
en el lago. Esos sí que no se mueven.
-Pero los peces son diferentes. Lo de los peces es distinto. Yo
hablaba de los patos -le dije.
-¿Cómo que es distinto? No veo por qué tiene que ser distinto -dijo
Howitz. Hablaba siempre como si estuviera muy enfadado por algo-
No irá usted a decirme que el invierno es mejor para los peces que
para los patos, ¿no? A ver si pensamos un poco...
Me callé durante un buen rato. Luego le dije:
-Bueno, ¿y qué hacen los peces cuando el lago se hiela y la gente
se pone a patinar encima y todo?
Se volvió otra vez a mirarme:
-¿Cómo que qué hacen? Se quedan donde están. ¿No te fastidia?
-No pueden seguir como si nada. Es imposible.
-¿Quién sigue como si nada? Nadie sigue como si nada -dijo Howitz.
El tío estaba tan enfadado que me dio miedo de que estrellara el
taxi contra una farola-. Viven dentro del hielo, ¿no te fastidia?
Es por la naturaleza que tienen ellos. Se quedan helados en la postura
que sea para todo el invierno.
-Sí, ¿eh? Y, ¿cómo comen entonces? Si el lago está helado no pueden
andar buscando comida ni nada.
-¿Que cómo comen? Pues por el cuerpo. Pero, vamos, parece mentira...
Se alimentan a través del cuerpo, de algas y todas esas mierdas
que hay en el hielo. Tienen los poros esos abiertos todo el tiempo.
Es la naturaleza que tienen ellos. ¿No entiende? -se volvió ciento
ochenta grados para mirarme.
-Ya -le dije. Estaba seguro de que íbamos a pegarnos el trastazo.
Además se lo tomaba de un modo que así no había forma de discutir
con él-. ¿Quiere usted parar en alguna parte y tomar una copa conmigo?
-le dije.
No me contestó. Supongo que seguía pensando en los peces, así que
le repetí la pregunta. Era un tío bastante decente. La verdad es
que era la mar de divertido hablar con él.
-No tengo tiempo para copitas, amigo -me dijo-. Además, ¿cuántos
años tiene usted? ¿No debería estar ya en la cama?
-No estoy cansado.
Cuando me dejó a la puerta de Ernie y le pagué, aún insistió en
lo de los peces. Se notaba que se le había quedado grabado:
-Oiga -me dijo-, si fuéramos peces, la madre naturaleza cuidaría
de nosotros. No creerá usted que se mueren todos en cuanto llega
el invierno, ¿no?
-No, pero...
-¡Pues entonces! -dijo Howitz, y se largó como un murciélago huyendo
del infierno. Era el tío más susceptible que he conocido en mi vida.
A lo más mínimo se ponía hecho un energúmeno.
A pesar de ser tan tarde, Ernie estaba de bote en bote. Casi todos
los que había allí eran chicos de los últimos cursos de secundaria
y primeros de universidad. Todos los colegios del mundo dan las
vacaciones antes que los colegios adonde voy yo. Estaba tan lleno
que apenas pude dejar el abrigo en el guardarropa, pero nadie hablaba
porque estaba tocando Ernie. Cuando el tío ponía las manos encima
del teclado se callaba todo el mundo como si estuvieran en misa.
Tampoco era para tanto. Había tres parejas esperando a que les dieran
mesa y los seis se mataban por ponerse de puntillas y estirar el
cuello para poder ver a Ernie. Habían colocado un enorme espejo
delante del piano y un gran foco dirigido a él para que todo el
mundo pudiera verle la cara mientras tocaba. Los dedos no se le
veían, pero la cara, eso sí. ¿A quién le importaría la cara? No
estoy seguro de qué canción era la que tocaba cuando entré, pero
fuera la que fuese la estaba destrozando. En cuanto llegaba a una
nota alta empezaba a hacer unos arpegios y unas florituras que daban
asco. No se imaginan cómo le aplaudieron cuando acabó. Entraban
ganas de vomitar. Se volvían locos. Eran el mismo tipo de cretinos
que en el cine se ríen como condenados por cosas que no tienen la
menor gracia. Les aseguro que si fuera pianista o actor de cine
o algo así, me reventaría que esos imbéciles me consideraran maravilloso.
Hasta me molestaría que me aplaudiesen. La gente siempre aplaude
cuando no debe. Si yo fuera pianista, creo que tocaría dentro de
un armario. Pero, como iba diciendo, cuando acabó de tocar y todos
se pusieron a aplaudirle como locos, Ernie se volvió y, sin levantarse
del taburete, hizo una reverencia falsísima, como muy humilde. Como
si además de tocar el piano como nadie fuera un tío sensacional.
Tratándose como se trataba de un snob de primera categoría, la cosa
resultaba bastante hipócrita. Pero, en cierto modo, hasta me dio
lástima porque creo que él ya no sabe siquiera cuándo toca bien
y cuándo no. Y me parece que no es culpa suya del todo. En parte
es culpa de esos cretinos que le aplauden como energúmenos. Esa
gente es capaz de confundir a cualquiera. Pero, como les iba diciendo,
aquello me deprimió tanto que estuve a punto de recoger mi abrigo
y volverme al hotel, pero era pronto y no tenía ganas de estar solo.
Al final me dieron una mesa infame pegada a la pared y justo detrás
de un poste tremendo que no dejaba ver nada. Era una de esas mesitas
tan arrinconadas que si la gente de la mesa de al lado no se levanta
para dejarte pasar -y nunca lo hacen- tienes que trepar prácticamente
a la silla. Pedí un whisky con soda, que es mi bebida favorita además
de los daiquiris bien helados. En Ernie está siempre tan oscuro
que serían capaces de servir un whisky a un niño de seis años. Además,
allí a nadie le importa un comino la edad que tengas. Puedes inyectarte
heroína si te da la gana sin que nadie te diga una palabra.
Estaba rodeado de cretinos. En serio. En la mesa de la izquierda,
casi encima de mis rodillas, había una pareja con una pinta un poco
rara. Eran de mi edad o quizá un poco mayores. Tenía gracia. Se
les notaba en seguida que bebían muy despacio la consumición mínima
para no tener que pedir otra cosa. Como no tenía nada que hacer,
escuché un rato lo que decían. El le hablaba a la chica de un partido
de fútbol que había visto aquella misma tarde. Se lo contó con pelos
y señales, hasta la última jugada, de verdad. Era el tío más plomo
que he oído en mi vida. A su pareja se le notaba que le importaba
un rábano el partido, pero como la pobre era tan fea no le quedaba
más remedio que tragárselo quieras que no. Las chicas feas de verdad
las pasan moradas, las pobres. Me dan mucha pena. A veces no puedo
ni mirarlas, sobre todo cuando están con un cretino que les está
encajando el rollo de un partido de fútbol. A mi derecha, la conversación
era peor todavía. Había un tío al que se le notaba en seguida que
era de Yale, vestido con un traje de franela gris y un chaleco de
esos amariconados con muchos cuadritos. Todos los cabrones esos
de las universidades buenas del Este se parecen unos a otros como
gotas de agua. Mi padre quiere que vaya a Yale o a Princeton, pero
les juro que prefiero morirme antes que ir a un antro de ésos. Lo
que me faltaba. Pero, como les decía, el tipo de Yale iba con una
chica guapísima. ¡Jo! ¡Qué guapa era la tía! Pero no se imaginan
la conversación que se traían. Para empezar, estaban los dos un
poco curdas. El la metía mano por debajo de la mesa al mismo tiempo
que le hablaba de un chico de su residencia que se había tomado
un frasco entero de aspirinas y casi se había suicidado. La chica
repetía: "¡Qué horror! ¡Qué terrible! No, aquí no, cariño. Aquí
no, por favor... ¡Qué horror!" ¿Se imaginan a alguien metiendo mano
a una chica y contándole un suicidio al mismo tiempo? Era para morirse
de risa. De pronto empecé a sentirme como un imbécil sentado allí
solo en medio de todo el mundo. No había otra cosa que hacer que
fumar y beber. Luego llamé al camarero para que le dijera a Ernie
que si quería tomar una copa conmigo, que no se olvidara de decirle
que era hermano de D.B. No creo que le dijera nada. Los camareros
nunca dan ningún recado a nadie.
De repente se me acercó una chica y me dijo: -¡Holden Caulfield!-.
Se llamaba Lillian Simmons y mi hermano D.B. había salido con ella
una temporada. Tenía unas tetas de aquí a Lima.
-Hola -le dije. Naturalmente traté de ponerme en pie, pero en aquella
mesa no había forma de levantarse. Iba con un oficial de marina
que parecía que se había tragado el sable.
-¡Qué maravilloso verte! -dijo Lillian. ¡Qué tía más falsa!- ¿Cómo
está tu hermano? -eso era lo que en realidad quería saber.
-Muy bien. Está en Hollywood.
-¿En Hollywood? ¡Qué maravilla! ¿Y qué hace?
-No sé. Escribir -le dije. No tenía ganas de hablarle de eso. Se
le notaba que le parecía el no va más eso de que D.B. estuviera
en Hollywood. A todo el mundo se lo parece. Sobre todo a la gente
que no ha leído sus cuentos. A mí en cambio me pone negro.
-¡Qué maravilla! -dijo Lillian. Luego me presentó al oficial de
marina. Se llamaba Comandante Blop o algo así, y era uno de esos
tíos que consideran una mariconada no partirle a uno hasta el último
dedo cuando le dan la mano. ¡Dios mío, cómo me revientan esas cosas!
-¿Estás solo, cariño? -me preguntó la tal Lillian. Había cortado
el paso por ese pasillo, pero se le notaba que era de las que les
gusta bloquear el tráfico. Había un camarero esperando a que se
apartara, pero ella no se dio ni cuenta. Se notaba que al camarero
le caía gorda, que al oficial de marina le caía gorda, que a mí
me caía gorda, a todos. En el fondo daba un poco de lástima.
-¿Estás solo? -volvió a preguntarme. Yo seguía de pie y ni siquiera
se molestó en decirme que me sentara. Era de las que les gusta tenerle
a uno de pie horas enteras-. ¿Verdad que es guapísimo? -le dijo
al oficial de marina-. Holden, cada día estás más guapo.
El oficial de marina le dijo que a ver si acababa de una vez, que
estaba bloqueando el tráfico.
-Vente con nosotros, Holden -dijo Lillian-. Tráete tu vaso.
-Me iba en este momento -le dije-. He quedado con un amigo.
Se le notaba que quería quedar bien conmigo para que luego yo se
lo contara a D.B.
-Está bien, desagradecido. Como tú quieras. Cuando veas a tu hermano,
dile que le odio.
Al final se fue. El oficial de marina y yo nos dijimos que estábamos
encantados de habernos conocido, que es una cosa que me fastidia
muchísimo. Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de
haberlas conocido a personas que me importan un comino. Pero supongo
que si uno quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de
esas.
Después de repetirle a Lillian que tenía que ver a un amigo, no
me quedaba más remedio que largarme. No podía quedarme a ver si,
por alguna casualidad, Ernie tocaba algo pasablemente. Pero cualquier
cosa antes que quedarme allí en la mesa de la tal Lillian y el comandante
de marina a aburrirme como una ostra. Así que me fui. Mientras me
ponía el abrigo sentí una rabia terrible. La gente siempre le fastidia
a uno las cosas.

Capítulo
13
Volví al hotel andando. Cuarenta manzanas como cuarenta soles. No
lo hice porque me apeteciera caminar, sino porque no quería pasarme
la noche entera entrando y saliendo de taxis. A veces se cansa uno
de ir en taxi tanto como de ir en ascensor. De pronto te entra una
necesidad enorme de utilizar las piernas, sea cual sea la distancia
o el número de escalones. Cuando era pequeño, subía andando a nuestro
apartamento muy a menudo. Y son doce pisos.
No se notaba nada que había nevado. Apenas quedaba nieve en las
aceras, pero en cambio hacía un frío de espanto, así que saqué del
bolsillo la gorra de caza roja y me la puse. No me importaba tener
un aspecto rarísimo. Hasta bajé las orejeras. No saben cómo me acordé
en aquel momento del tío que me había birlado los guantes en Pencey,
porque las manos se me helaban de frío. Aunque estoy seguro de que
si hubiera sabido quién era el ladrón no le habría hecho nada tampoco.
Soy un tipo bastante cobarde. Trato de que no se me note, pero la
verdad es que lo soy. Por ejemplo, si hubiera sabido quién me había
robado los guantes, probablemente habría ido a la habitación del
ladrón y le habría dicho: "¡Venga! ¿Me das mis guantes, o qué?".,
El otro me hubiera preguntado con una voz muy inocente: "¿Qué guantes?".
Yo habría ido entonces al armario y habría encontrado los guantes
escondidos en alguna parte, dentro de unas botas de lluvia por ejemplo.
Los hubiera sacado, se los habría enseñado, y le habría dicho: "Supongo
que éstos son tuyos, ¿no?" El ladrón me habría mirado otra vez con
una expresión muy inocente y me habría dicho: "No los he visto en
mi vida. Si son tuyos puedes llevártelos. Yo no los quiero para
nada." Probablemente me habría quedado allí como cinco minutos con
los guantes en la mano sabiendo que lo que tenía que hacer era romperle
al tío la cara. Hasta el último hueso, vamos. Sólo que no habría
tenido agallas para hacerlo. Me habría quedado de pie, mirándole
con cara de duro de película y luego le habría dicho algo muy ingenioso,
muy agudo. Lo malo es que, si le hubiera dicho algo así, el ladrón
seguramente se habría levantado y me habría dicho: "Oye, Caulfield,
¿me estás llamando ladrón?", y yo, en lugar de responderle: "Naturalmente",
probablemente le habría dicho: "Todo lo que sé es que tenías mis
guantes dentro de tus botas de lluvia." El chico habría pensado
que no iba a atizarle y se me habría encarado: "Oye, pongamos las
cosas en claro. ¿Me estás llamando ladrón?", y yo probablemente
le habría contestado: "Nadie te llama nada. Todo lo que sé es que
mis guantes estaban dentro de tus botas de lluvia", y así podría
haber repetido lo mismo durante horas. Al final habría salido de
la habitación sin pegarle un puñetazo siquiera. Habría bajado a
los lavabos, habría encendido un cigarrillo y luego me habría mirado
al espejo poniendo cara de duro. Esto es lo que iba pensando camino
del hotel. De verdad que no tiene ninguna gracia ser cobarde. Aunque
quizá yo no sea tan cobarde. No lo sé. Creo que además de ser un
poco cobarde, en el fondo lo que me pasa es que me importa un pimiento
que me roben los guantes.
Una de las cosas malas que tengo es que nunca me ha importado perder
nada. Cuando era niño, mi madre se enfadaba mucho conmigo. Hay tíos
que se pasan días enteros buscando todo lo que pierden. A mí nada
me importa lo bastante como para pasarme una hora buscándolo. Quizá
por eso sea un poco cobarde. Aunque no es excusa, de verdad. No
se debe ser cobarde en absoluto, ni poco ni mucho. Si llega el momento
de romperle a uno la cara, hay que hacerlo. Lo que me pasa es que
yo no sirvo para esas cosas. Prefiero tirar a un tío por la ventana
o cortarle la cabeza a hachazos, que pegarle un puñetazo en la mandíbula.
Me revientan los puñetazos. No me importa que me aticen de vez en
cuando -aunque, naturalmente, tampoco me vuelve loco-, pero si se
trata de una pelea a puñetazos lo que más me asusta es ver la cara
del otro tío. Eso es lo malo. No me importaría pelear si tuviera
los ojos vendados. Sé que es un tipo de cobardía bastante raro,
la verdad, pero aun así es cobardía. No crean que me engaño.
Cuanto más pensaba en los guantes y en lo cobarde que era, más deprimido
me sentía, así que decidí parar a beber algo en cualquier parte.
En Ernie sólo había tomado tres copas, y la última ni la había terminado.
Para eso del alcohol tengo un aguante bárbaro. Puedo beber toda
la noche si me da la gana sin que se me note absolutamente nada.
Una vez, cuando estaba en el Colegio Whooton, un chico que se llamaba
Raymond Goldfarb y yo nos compramos una pinta de whisky un sábado
por la noche y nos la bebimos en la capilla para que no nos vieran.
El acabó como una cuba, pero a mí ni se me notaba. Sólo estaba así
como muy despegado de todo, muy frío. Antes de irme a la cama vomité,
pero no porque tuviera que hacerlo. Me forcé un poco.
Pero, como iba diciendo, antes de volver al hotel pensé entrar en
un bar que encontré en el camino y que era bastante cochambroso,
pero en el momento en que abría la puerta salieron un par de tíos
completamente curdas y me preguntaron si sabía dónde estaba el metro.
Uno de ellos que tenía pinta de cubano, me echó un alientazo apestoso
en la cara mientras les daba las indicaciones. Decidí no entrar
en aquel tugurio y me volví al hotel.
El vestíbulo estaba completamente vacío y olía como a cincuenta
millones de colillas. En serio. No tenía sueño pero me sentía muy
mal. De lo más deprimido. Casi deseaba estar muerto. Y, de pronto,
sin comerlo ni beberlo, me metí en un lío horroroso.
No hago más que entrar en el ascensor, y el ascensorista va y me
pregunta:
-¿Le interesa pasar un buen rato, jefe? ¿O es demasiado tarde para
usted?
-¿A qué se refiere? -le dije. No sabía adonde iba a ir a parar.
-¿Le interesa, o no?
-¿A quién? ¿A mí? -reconozco que fue una respuesta bastante estúpida,
pero es que da vergüenza que un tío le pregunte a uno a bocajarro
una cosa así.
-¿Cuántos años tiene, jefe? -dijo el ascensorista.
-¿Por qué? -le dije-. Veintidós.
-Entonces, ¿qué dice? ¿Le interesa? Cinco dólares por un polvo y
quince por toda la noche -dijo mirando su reloj de pulsera-. Hasta
el mediodía. Cinco dólares por un polvo, quince toda la noche.
-Bueno -le dije. Iba en contra de mis principios, pero me sentía
tan deprimido que no lo pensé. Eso es lo malo de estar tan deprimido.
Que no puede uno ni pensar.
-Bueno, ¿qué? ¿Un polvo o hasta el mediodía? Tiene que decidirlo
ahora.
-Un polvo.
-De acuerdo. ¿Cuál es el número de su habitación?
Miré la placa roja que colgaba de la llave.
-Mil doscientos veintidós -le dije. Empezaba a arrepentirme de haberle
dicho que sí, pero ya era tarde para volverse atrás.
-Bien. Le mandaré a una chica dentro de un cuarto de hora.
Abrió las puertas del ascensor y salí.
-Oiga, ¿es guapa? -le pregunté-. No quiero ningún vejestorio.
-No es ningún vejestorio. Por eso no se preocupe, jefe.
-¿A quién le pago?
-A ella -dijo-. Hasta la vista, jefe.
Y me cerró la puerta en las narices.
Me fui a mi habitación y me mojé un poco el pelo, pero no hay forma
de peinarlo cuando lo lleva uno cortado al cepillo. Luego miré a
ver si me olía mal la boca por todos los cigarrillos que había fumado
aquel día y por las copas que me había tomado en "Ernie". No hay
más que ponerse la mano debajo de la barbilla y echarse el aliento
hacia la nariz. No me olía muy mal, pero de todas formas me lavé
los dientes. Luego me puse una camisa limpia. Ya sé que no hace
falta ponerse de punta en blanco para acostarse con una prostituta,
pero así tenía algo que hacer para entretenerme. Estaba un poco
nervioso. Empezaba también a excitarme, pero sobre todo tenía los
nervios de punta. Si he de serles sincero les diré que soy virgen.
De verdad. He tenido unas cuantas ocasiones de perder la virginidad,
pero nunca he llegado a conseguirlo. Siempre en el último momento,
ocurría alguna cosa. Por ejemplo, los padres de la chica volvían
a casa, o me entraba miedo de que lo hicieran. Si iba en el asiento
posterior de un coche, siempre tenía que ir en el delantero alguien
que no hacía más que volverse a ver qué pasaba. En fin, que siempre
ocurría alguna cosa. Un par de veces estuve a punto de conseguirlo.
Recuerdo una vez en particular, pero pasó algo también, no me acuerdo
qué. Casi siempre, cuando ya estás a punto, la chica, que no es
prostituta ni nada, te dice que no. Y yo soy tan tonto que la hago
caso. La mayoría de los chicos hacen como si no oyeran, pero yo
no puedo evitar hacerles caso. Nunca se sabe si es verdad que quieren
que pares, o si es que tienen miedo, o si te lo dicen para que si
lo haces la culpa luego sea tuya y no de ellas. No sé, pero el caso
es que yo me paro. Lo que pasa es que me dan pena. La mayoría son
tan tontas, las pobres... En cuanto se pasa un rato con ellas, empiezan
a perder pie. Y cuando una chica se excita de verdad pierde completamente
la cabeza. No sé, pero a mí me dicen que pare, y paro. Después,
cuando las llevo a su casa, me arrepiento de haberlo hecho, pero
a la próxima vez hago lo mismo.
Pero, como les iba diciendo, mientras me abrochaba la camisa pensé
que aquella vez era mi oportunidad. Se me ocurrió que estaba muy
bien eso de practicar con una prostituta por si luego me casaba
y todo ese rollo. A veces me preocupan mucho esas cosas. En el Colegio
Whooton leí una vez un libro sobre un tío muy elegante y muy sexy.
Se llamaba Monsieur Blanchard. Todavía me acuerdo. El libro era
horrible, pero el tal Monsieur Blanchard me caía muy bien. Tenía
un castillo en la Riviera y en sus ratos libres se dedicaba a sacudirse
a las mujeres de encima con una porra. Era lo que se dice un libertino,
pero todas se volvían locas por él. En un capítulo del libro decía
que el cuerpo de la mujer es como un violín y que hay que ser muy
buen músico para arrancarle las mejores notas. Era un libro cursilísimo,
pero tengo que confesar que lo del violín se me quedó grabado. Por
eso quería tener un poco de práctica por si luego me casaba. ¡Caulfield
y su violín mágico! ¡Jo! ¡Es una chorrada, lo admito, pero no tanto
como parece! No me importaría nada ser muy bueno para esas cosas.
La verdad es que la mitad de las veces cuando estoy con una chica
no se imaginan lo que tardo en encontrar lo que busco. No sé si
me entienden. Por ejemplo, esa chica de que acabo de hablarles,
ésa que por poco me acuesto con ella. Tardé como una hora en quitarle
el sostén. Cuando al fin lo conseguí, ella estaba a punto de escupirme
en un ojo.
Pero, como les iba diciendo, me puse a pasear por toda la habitación
esperando a que apareciera la tal prostituta. Ojalá fuera guapa.
Aunque la verdad es que en el fondo me daba igual. Lo importante
era pasar el trago cuanto antes. Por fin llamaron a la puerta y
cuando iba a abrir tropecé con la maleta que tenía en medio del
cuarto y por poco me rompo la crisma. Siempre elijo el momento más
oportuno para tropezar con las maletas.
Cuando abrí la puerta vi a la prostituta de pie en el pasillo. Llevaba
un chaquetón muy largo y no se había puesto sombrero. Tenía el pelo
medio rubio, pero se le notaba que era teñido. Era muy joven.
-¿Cómo está usted? -le dije con un tono muy fino. ¡Jo!
-¿Eres tú el tipo de que me ha hablado Maurice? -me preguntó. No
parecía muy simpática.
-¿El ascensorista?
-Sí -dijo.
-Sí, soy yo. Pase, ¿quiere? -le dije. Conforme pasaba el tiempo
me iba tranquilizando un poco.
Entró, se quitó el chaquetón y lo tiró sobre la cama. Llevaba un
vestido verde. Luego se sentó en una silla que había delante del
escritorio y empezó a balancear el pie en el aire. Cruzó las piernas
y siguió moviendo el pie. Para ser prostituta estaba la mar de nerviosa.
De verdad. Creo que porque era jovencísima. Tenía más o menos mi
edad. Me senté en un sillón a su lado y le ofrecí un cigarrillo.
-No fumo -me dijo. Tenía un hilito de voz. Apenas se le oía. Nunca
daba las gracias cuando uno le ofrecía alguna cosa. La pobre no
sabía. Era una ignorante.
-Permítame que me presente. Me llamo Jim Steele -le dije.
-¿Llevas reloj? -me contestó. Naturalmente le importaba un cuerno
cómo me llamara-. Oye, ¿cuántos años tienes?
-¿Yo? Veintidós.
-¡Menuda trola!
Me hizo gracia. Hablaba como una cría. Yo esperaba que una prostituta
diría algo así como "¡Menos guasas!" o "¡Déjate de leches!", pero
eso de "¡Menuda trola!"...
-Y tú, ¿cuántos años tienes? -le pregunté.
-Los suficientes para no chuparme el dedo -me dijo. Era ingeniosísima
la tía-. ¿Llevas reloj? -me preguntó de nuevo. Luego se puso de
pie y empezó a sacarse el vestido por la cabeza.
De pronto empecé a notar una sensación rara. Iba todo demasiado
rápido. Supongo que cuando una mujer se pone de pie y empieza a
desnudarse, uno tiene que sentirse de golpe de lo más cachondo.
Pues yo no. Lo que sentí fue una depresión horrible.
-¿Llevas reloj?
-No, no llevo -le dije. ¡Jo! ¡No me sentía poco raro!
-¿Cómo te llamas? -le pregunté. No llevaba más que una combinación
de color rosa. Aquello era de lo más desairado. De verdad.
-Sunny -me dijo-. Venga, a ver si acabamos.
-¿No te apetece hablar un rato? -le pregunté. Comprendo que fue
una tontería, pero es que me sentía rarísimo-. ¿Tienes mucha prisa?
Me miró como si estuviera loco de remate.
-¿De qué demonios quieres que hablemos? -me dijo.
-De nada. De nada en especial. Sólo que pensé que a lo mejor te
apetecía charlar un ratito.
Volvió a sentarse en la silla que había junto al escritorio. Se
le notaba que estaba furiosa. Volvió también a balancear el pie
en el aire. ¡Jo! ¡No era poco nerviosa la tía!
-¿Te apetece un cigarrillo ahora? -le dije. Me había olvidado de
que no fumaba.
-No fumo. Oye, si quieres hablar, date prisa. Tengo mucho que hacer.
De pronto no se me ocurrió nada que decirle. Lo que me apetecía
saber era por qué se había metido a prostituta y todas esas cosas,
pero me dio miedo preguntárselo. Probablemente no me lo hubiera
dicho.
-No eres de Nueva York, ¿verdad? -le pregunté finalmente. No se
me ocurrió nada mejor.
-Soy de Hollywood -me dijo. Luego se acercó adonde había dejado
el vestido-. ¿Tienes una percha? No quiero que se me arrugue. Acabo
de recogerlo del tinte.
-Claro -le dije. Estaba encantado de poder hacer algo. Llevé el
vestido al armario y se lo colgué. Tuvo gracia porque cuando lo
hice me entró una pena tremenda. Me la imaginé yendo a la tienda
y comprándose el vestido sin que nadie supiera que era prostituta
ni nada. El dependiente probablemente pensaría que era una chica
como las demás. Me dio una tristeza horrible, no sé por qué.
Volví a sentarme y traté de animar un poco la conversación. La verdad
es que aquella mujer era una tumba:
-¿Trabajas todas las noches? -le dije. Sonaba horrible, pero no
me di cuenta hasta que se lo pregunté.
-Sí.
Había empezado a pasearse por la habitación. Cogió el menú del escritorio
y lo leyó.
-¿Qué haces durante el día?
Se encogió de hombros. Estaba muy delgada:
-Duermo. O voy al cine -dejó el menú y me miró-. Bueno, ¿qué? No
tengo toda la...
-Verás -le dije-. No me encuentro bien. He pasado muy mala noche.
De verdad. Te pagaré pero no te importará si no lo hacemos, ¿no?
¿Te molesta?
La verdad es que no tenía ninguna gana de acostarme con ella. Estaba
mucho más triste que excitado. Era todo deprimentísimo, sobre todo
ese vestido verde colgando de su percha. Además no creo que pueda
acostarme nunca con una chica que se pasa el día entero en el cine.
No creo que pueda jamás.
Se me acercó con una expresión muy rara en la cara, como si no me
creyera.
-¿Qué te pasa? -me dijo.
-No me pasa nada. -¡Jo! ¡No me estaba poniendo poco nervioso!-.
Es sólo que me han operado hace poco.
-Sí, ¿eh? ¿De qué?
-Del... ¿cómo se llama? Del clavicordio.
-¿Sí? ¿Y qué es eso?
-¿El clavicordio? -le dije-. Verás, es como si fuera la espina dorsal.
Está al final de la columna vertebral.
-¡Vaya! -me dijo-. ¡Qué mala suerte!
Luego se me sentó en las rodillas:
-Eres muy guapo -me dijo.
Me puse tan nervioso que seguí mintiendo como loco.
-Todavía no me he recuperado de la operación -le dije.
-Te pareces a un actor de cine. ¿Sabes cuál digo? ¿Cómo se llama?
-No lo sé -le dije. No había forma humana de que se levantara.
-Claro que lo sabes. Salía en una película de Melvin Douglas. El
que hacía de hermano pequeño. El que se cae de la barca. Seguro
que sabes cuál es.
-No. Voy al cine lo menos posible.
De pronto se puso a hacer unas cosas muy raras, unas groserías horrorosas.
-¿Te importaría dejarme en paz? -le dije-. No tengo ganas. Acabo
de decírtelo. Me han operado hace poco.
No se levantó, pero me echó una mirada asesina.
-Oye -me dijo-. Estaba durmiendo cuando ese cretino de Maurice me
despertó para que viniera. Si crees que voy a...
-Te he dicho que te pagaré y voy a hacerlo. Tengo mucho dinero.
Pero es que me estoy recuperando de una operación y...
-Entonces, ¿para qué le dijiste a Maurice que te mandara una chica
a tu habitación si te acababan de operar del...? ¿Cómo se llama
eso?
-Creí que estaba mejor de lo que estoy. Me equivoqué en mis cálculos.
Me he precipitado, de verdad. Lo siento. Si te levantas un momento,
iré a buscar mi cartera.
Estaba furiosísima, pero se levantó para dejarme ir a coger el dinero.
Saqué de la cartera un billete de cinco dólares y se lo di.
-Gracias -le dije-. Un millón de gracias.
-Me has dado cinco y son diez.
Iba a ponerse pesada. La veía venir. Me lo estaba temiendo hacía
rato, de verdad.
-Maurice dijo cinco -le contesté-. Dijo que quince hasta el mediodía
y cinco por un polvo.
-Diez por un polvo.
-Dijo cinco. Lo siento muchísimo, pero no pienso soltar un céntimo
más.
Se encogió de hombros como había hecho antes y luego dijo muy fríamente:
-¿Te importaría darme mi vestido, o es demasiada molestia?
Daba miedo la tía. A pesar de la vocecita que tenía. Si hubiera
sido una prostituta vieja con dos dedos de maquillaje en la cara,
no habría dado tanto miedo.
Me levanté y le di el vestido. Se lo puso y luego recogió el chaquetón
que había dejado sobre la cama.
-Adiós, pelagatos -dijo.
-Adiós -le contesté. No le di las gracias ni nada. Y luego me alegré
de no habérselas dado.

Capítulo
14
Cuando Sunny se fue me quedé sentado un rato en el sillón mientras
me fumaba un par de cigarrillos. Empezaba a amanecer. ¡Jo! ¡Qué
triste me sentía! No se imaginan lo deprimido que estaba. De pronto
empecé a hablar con Allie en voz alta. Es una cosa que suelo hacer
cuando me encuentro muy deprimido. Le digo que vaya a casa a recoger
su bicicleta y que me espere delante del jardín de Bobby Fallón.
Bobby era un chico que vivía muy cerca de nuestro chalet en Maine,
pero de eso hace ya muchos años. Una vez, Bobby y yo íbamos a ir
al Lago Sedebego en bicicleta. Pensábamos llevarnos la comida y
una escopeta de aire comprimido. Éramos unos críos y pensábamos
que con eso podríamos cazar algo. Allie nos oyó y quiso venir con
nosotros, pero yo le dije que era muy pequeño. Así que ahora, cuando
me siento muy deprimido, le digo: "Bueno, anda. Ve a recoger la
bici y espérame delante de la casa de Bobby. Date prisa." No crean
que no le dejaba venir nunca conmigo. Casi siempre nos acompañaba.
Pero aquel día no le dejé. El no se enfadó -nunca se enfadaba por
nada-, pero siempre me viene ese recuerdo a la memoria cuando me
da la depresión.
Al final me desnudé y me metí en la cama. Tenía ganas de rezar o
algo así, pero no pude hacerlo. Nunca puedo rezar cuando quiero.
En primer lugar porque soy un poco ateo. Jesucristo me cae bien,
pero con el resto de la Biblia no puedo. Esos discípulos, por ejemplo.
Si quieren que les diga la verdad no les tengo ninguna simpatía.
Cuando Jesucristo murió no se portaron tan mal, pero lo que es mientras
estuvo vivo, le ayudaron como un tiro en la cabeza. Siempre le dejaban
más solo que la una. Creo que son los que menos trago de toda la
Biblia. Si quieren que les diga la verdad, el tío que me cae mejor
de todo el Evangelio, además de Jesucristo, es ese lunático que
vivía entre las tumbas y se hacía heridas con las piedras. Me cae
mil veces mejor que los discípulos. Cuando estaba en el Colegio
Whooton solía hablar mucho de todo esto con un chico que tenía su
habitación en el mismo pasillo que yo y que se llamaba Arthur Childs.
Era cuáquero y leía constantemente la Biblia, Aunque era muy buena
persona nunca estábamos de acuerdo sobre esas cosas, especialmente
sobre los discípulos. Me decía que si no me gustaban es que tampoco
me gustaba Jesucristo. Decía que como El los había elegido, tenían
que caerte bien por fuerza. Yo le contestaba que claro que El los
había elegido, pero que los había elegido al aliguí, que Cristo
no tenía tiempo de ir por ahí analizando a la gente. Le decía que
no era culpa de Jesucristo, que no era culpa suya si no tenía tiempo
para nada. Recuerdo que una vez le pregunté a Childs si creía que
Judas, el traidor, había ido al infierno. Childs me dijo que naturalmente
que lo creía. Ese era exactamente el tipo de cosas sobre el que
nunca coincidía con él. Le dije que apostaría mil dólares a que
Cristo no había mandado a Judas al infierno, y hoy los seguiría
apostando si los tuviera. Estoy seguro de que cualquiera de los
discípulos hubiera mandado a Judas al infierno -y a todo correr-,
pero Cristo no. Childs me dijo que lo que me pasaba es que nunca
iba a la iglesia ni nada. Y en eso tenía razón. Nunca voy. En primer
lugar porque mis padres son de religiones diferentes y todos sus
hijos somos ateos. Si quieren que les diga la verdad, no aguanto
a los curas. Todos los capellanes de los colegios donde he estudiado
sacaban unas vocecitas de lo más hipócrita cuando nos echaban un
sermón. No veo por qué no pueden predicar con una voz corriente
y normal. Suena de lo más falso.
Pero, como les iba diciendo, cuando me metí en la cama se me ocurrió
rezar, pero no pude. Cada vez que empezaba se me venía a la cabeza
la cara de Sunny llamándome pelagatos. Al final me senté en la cama
y me fumé otro cigarrillo. Sabía a demonios. Desde que había salido
de Pencey debía haberme liquidado como dos cajetillas.
De pronto, mientras estaba allí fumando, llamaron a la puerta. Pensé
que a lo mejor se habían equivocado, pero en el fondo estaba seguro
de que no. No sé por qué, pero lo sabía. Y además sabía quién era.
Soy adivino.
-¿Quién es? -pregunté. Tenía bastante miedo. Para esas cosas soy
muy cobarde.
Volvieron a llamar. Más fuerte.
Al final me levanté de la cama y tal como estaba, sólo con el pijama,
entreabrí la puerta. No tuve que dar la luz porque ya era de día.
En el pasillo esperaban Sunny y Maurice, el chulo del ascensor.
-¿Qué pasa? ¿Qué quieren? -dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba la voz!
-Nada de importancia -dijo Maurice-. Sólo cinco dólares.
El hablaba por los dos. La tal Sunny se limitaba a estar allí, a
su lado, con la boca entreabierta.
-Ya le he pagado. Le he dado cinco dólares. Pregúnteselo a ella
-le dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba la voz!
-Son diez dólares, jefe. Ya se lo dije. Diez por un polvo, quince
hasta el mediodía. Se lo dije bien clarito.
-No es verdad. Cinco por un polvo. Dijo que quince hasta el mediodía,
pero...
-Abra, jefe.
-¿Para qué? -le dije. ¡Dios mío! Me latía el corazón como si fuera
a escapárseme del pecho. Al menos me habría gustado estar vestido.
Es horrible estar en pijama en medio de una cosa así.
-¡Vamos, jefe! -dijo Maurice. Luego me dio un empujón con toda la
manaza. Tenía tanta fuerza el muy hijoputa que por poco me caigo
sentado. Cuando quise darme cuenta, él y la tal Sunny se habían
colado en mi habitación. Andaban por allí como Pedro por su casa.
Sunny se sentó en el alféizar de la ventana. Maurice se hundió en
un sillón y se desabrochó el botón del cuello -aún llevaba el uniforme
de ascensorista-. ¡Jo, yo estaba con los nervios desatados!
-¡Venga, jefe! Suelte ya la tela que tengo que volver al trabajo.
-Ya se lo he dicho diez veces. No le debo nada. Le pagué los cinco
dólares...
-¡Déjese de historias! ¡Vamos, largue la pasta!
-¿Por qué tengo que darles otros cinco dólares? -le dije. Apenas
podía hablar-. Lo que quieren es timarme.
El tal Maurice se desabrochó la librea. Debajo no llevaba más que
un cuello postizo. Tenía un estómago enorme y muy peludo.
-Nadie está tratando de timarle -dijo-. Vamos, la pasta, jefe.
-No.
Cuando lo dije se levantó del sillón y se acercó a mí. Parecía como
muy cansado o muy aburrido. ¡Jo! ¡No me llegaba la camisa al cuerpo!
Recuerdo que tenía los brazos cruzados. Si no me hubieran pillado
en pijama, no me habría sentido tan mal.
-La tela, jefe.
Se acercó aún más. Parecía un disco rayado, el tío.
-La tela, jefe -era un tarado.
-No.
-Va a obligarme a forzar las cosas, jefe. No quería, pero me parece
que no va a quedarme otro remedio -me dijo-. Nos debe cinco dólares.
-No les debo nada -le dije-. Y si me atiza gritaré como un demonio.
Despertaré a todo el hotel. Incluida la policía -¡cómo me temblaba
la voz!
-Adelante. Por mí puede gritar hasta desgañitarse. Haga lo que usted
quiera -dijo Maurice-. Pero, ¿quiere que se enteren sus padres de
que ha pasado la noche con una puta? ¿Un niño bien como usted? -el
tío no era tonto. Cabrón, sí, pero lo que es de tonto no tenía un
pelo.
-Déjeme en paz. Si me hubiera dicho diez desde el principio, se
los daría, pero usted dijo claramente...
-¿Nos lo da o no? -Me tenía acorralado contra la puerta y estaba
prácticamente echado encima de mí, con estómago peludo y todo.
-Déjenme en paz y lárguense de mi habitación -les dije. Seguía como
un imbécil con los brazos cruzados.
De pronto Sunny habló por primera vez:
-Oye, Maurice. ¿Quieres que le coja la cartera? -le preguntó-. La
tiene encima del mueble ése.
-Sí, cógela.
-¡No toque esa cartera!
-Ya la tengo -dijo Sunny. Me paseó cinco dólares por delante de
las narices-. ¿Lo ves? No he sacado más que los cinco que me debes.
No soy una ladrona.
De repente me eché a llorar. Hubiera dado cualquier cosa por no
hacerlo, pero lo hice.
-No, no son ladrones. Sólo roban cinco dólares.
-¡Cállate! -dijo Maurice y me dio un empujón.
-¡Déjale en paz! -dijo Sunny-. ¡Vámonos! Ya tenemos lo que me debía.
Venga, vámonos.
-Ya voy -dijo Maurice, pero el caso es que no se iba.
-Vamos, Maurice, déjale ya.
-¿Quién le está haciendo nada? -dijo con una voz tan inocente como
un niño. Lo que hizo después fue pegarme bien fuerte en el pijama.
No les diré dónde me dio, pero me dolió muchísimo. Le dije que era
un cerdo y un tarado.
-¿Cómo has dicho? -dijo. Luego se puso una mano detrás de la oreja
como si estuviera sordo-. ¿Cómo has dicho? ¿Qué has dicho que soy?
Yo seguía medio llorando de furia y de lo nervioso que estaba.
-Que es un cerdo y un tarado -le grité-. Un cretino, un timador
y un tarado, y en un par de años será uno de esos pordioseros que
se le acercan a uno en la calle para pedirle para un café. Llevará
un abrigo raído y estará más...
Entonces fue cuando me atizó de verdad. No traté siquiera de esquivarle,
ni de agacharme, ni de nada. Sólo sentí un tremendo puñetazo en
el estómago.
Sé que no perdí el sentido porque recuerdo que levanté la vista,
y les vi salir a los dos de la habitación y cerrar la puerta tras
ellos. Luego me quedé un rato en el suelo, más o menos como había
hecho cuando lo de Stradlater. Sólo que esta vez de verdad creí
que me moría. En serio. Era como si fuera a ahogarme. No podía ni
respirar. Cuando al fin me levanté, tuve que ir al baño doblado
por la cintura y sujetándome el estómago.
Pero les juro que estoy completamente loco. A medio camino, empecé
a hacer como si me hubieran encajado un disparo en el vientre. Mauricio
me había pegado un tiro. Y yo iba al baño a atizarme un lingotazo
de whisky para calmarme los nervios y entrar en acción. Me imaginé
saliendo de la habitación con paso vacilante, completamente vestido
y con el revólver en el bolsillo. Bajaría por las escaleras en vez
de tomar el ascensor. Iría bien aferrado al pasamanos, con un hilillo
de sangre chorreando de la comisura de los labios. Bajaría unos
cuantos pisos -abrazado a mi estómago y dejando un horrible rastro
de sangre-, y luego llamaría al ascensor. Cuando Maurice abriera
las puertas me encontraría esperándole, con el revólver en la mano.
Comenzaría a suplicarme con voz temblorosa, de cobarde, para que
le perdonara. Pero yo dispararía sin piedad. Seis tiros directos
al estómago gordo y peludo. Luego arrojaría el arma al hueco del
ascensor -una vez limpias las huellas- y volvería arrastrándome
hasta mi habitación. Llamaría a Jane para que viniera a vendarme
las heridas. Me la imaginé perfectamente, sosteniendo entre los
dedos un cigarrillo para que yo fumara mientras sangraba como un
valiente.
¡Maldito cine! Puede amargarle a uno la vida. De verdad.
Me di un baño como de una hora, y luego volví a la cama. Me costó
mucho dormirme porque ni siquiera estaba cansado, pero al fin lo
conseguí. Lo único que de verdad tenía ganas de hacer era suicidarme.
Me hubiera gustado tirarme por la ventana, y creo que lo habría
hecho de haber estado seguro de que iban a cubrir mi cadáver en
seguida. Me habría reventado que un montón de imbéciles se pararan
allí a mirarme mientras yo estaba hecho un Cristo.

Capítulo
15
No debí dormir mucho porque eran como las diez cuando me desperté.
En cuanto me fumé un cigarrillo sentí hambre. No había tomado nada
desde las hamburguesas que había comido con Brossard y con Ackley
cuando fuimos a Agerstown para ir al cine. Y desde entonces había
pasado mucho tiempo. Como cincuenta años. Había un teléfono en la
mesilla y estuve a punto de llamar para que me subieran el desayuno,
pero de pronto se me ocurrió que a lo mejor me lo mandaban con el
tal Maurice. Como no me seducía la idea de verle de nuevo, me quedé
en la cama un rato más y fumé otro cigarrillo. Pensé en llamar a
Jane para ver si estaba ya en casa, pero no me encontraba muy en
vena.
Lo que hice en cambio fue llamar a Sally Hayes. Sabía que estaba
de vacaciones porque iba al colegio Mary Woodruff y porque me lo
había dicho en una carta. No es que me volviera loco, pero la conocía
hacía años. Antes yo era tan tonto que la consideraba inteligente
porque sabía bastante de literatura y de teatro, y cuando alguien
sabe de esas cosas cuesta mucho trabajo llegar a averiguar si es
estúpido o no. En el caso de Sally me llevó años enteros darme cuenta
de que lo era: Creo que lo hubiera sabido mucho antes si no hubiéramos
pasado tanto tiempo besándonos y metiéndonos mano. Lo malo que yo
tengo es que siempre tengo que pensar que la chica a la que estoy
besando es inteligente. Ya sé que no tiene nada que ver una cosa
con otra, pero no puedo evitarlo. No hay manera.
Pero como les iba diciendo, al final me decidí a llamarla. Primero
contestó la criada. Luego su padre. Al final se puso ella.
-¿Sally? -le dije.
-Sí. ¿Quién es? -preguntó. ¡Qué falsa era la tía! Sabía perfectamente
que era yo porque acababa de decírselo su padre.
-Holden Caulfield. ¿Cómo estás?
-Hola, Holden. Muy bien, ¿y tú?
-Bien también. Pero, dime, ¿cómo te va? ¿Qué tal por el colegio?
-Muy bien -me dijo-. Como siempre, ya sabes...
-Estupendo. Oye, ¿tienes algo que hacer hoy? Es domingo, pero siempre
habrá alguna función de teatro por la tarde. De esas benéficas,
ya sabes. ¿Te gustaría que fuéramos?
-Muchísimo. Es una idea encantadora.
Encantadora. Si hay una palabra que odio, es ésa. Suena de lo más
hipócrita. Se me pasó por la cabeza decirle que se olvidara del
asunto, pero seguimos hablando un poco. Mejor dicho, siguió hablando
ella. No había forma de encajar una palabra ni de canto. Primero
me habló de un tipo de Harvard que, según ella, no la dejaba ni
a sol ni a sombra. Seguro que era del primer curso, pero eso se
lo calló, claro. Me dijo que la llamaba día y noche. ¡Día y noche!
¡Menuda cursilería! Luego me habló de otro, un cadete de West Point,
que también estaba loco por ella. ¡El rollazo que me dio! Le dije
que estaría debajo del reloj del Biltmore a las dos en punto y que
no llegara tarde porque la función empezaría seguramente a las dos
y media. Siempre llegaba con una hora de retraso. Luego colgué.
La tal Sally me daba cien patadas pero había que reconocer que era
muy guapa.
Después de hablar por teléfono, me levanté, me vestí y cerré la
maleta. Antes de salir miré por la ventana a ver qué hacían los
pervertidos, pero tenían todas las persianas echadas. Se ve que
durante el día les daba por lo decente. Luego bajé al vestíbulo
en ascensor y pagué la cuenta. El Maurice de marras había desaparecido
el muy cerdo. Naturalmente tampoco me maté a buscarle.
Al salir del hotel cogí un taxi, aunque no tenía ni la más remota
idea de adonde ir. La verdad es que no sabía qué hacer. Era domingo
y no podía volver a casa hasta el miércoles, o, por lo menos, hasta
el martes. No tenía ninguna gana de meterme en otro hotel a que
me machacaran los sesos, así que le dije al taxista que me llevara
a la estación Grand Central, que estaba muy cerca del Biltmore,
donde había quedado con Sally. Pensé que lo mejor sería dejar las
maletas en la consigna y después ir a desayunar. Estaba hambriento.
En el taxi saqué la cartera y conté el dinero que me quedaba. No
recuerdo cuánto era exactamente, pero, desde luego, no una fortuna.
En dos semanas me había gastado un dineral. De verdad. Soy un manirroto
horrible. Y lo que no gasto, lo pierdo. Muchísimas veces hasta me
olvido de recoger el cambio en los restaurantes, y en las salas
de fiestas, y sitios así. A mis padres les saca de quicio y con
razón. Pero papá tiene mucho dinero. No sé cuánto gana -nunca me
lo ha dicho-, pero me imagino que mucho. Es abogado de empresa y
los tíos que se dedican a eso se forran. Además, debe tener bastante
pasta porque siempre está interviniendo en obras de teatro de Broadway.
Todas acaban en unos fracasos horribles y mi madre se lleva unos
disgustos de miedo. Desde que murió Allie no anda muy bien de salud.
Está siempre muy nerviosa. Por eso me preocupaba que me hubieran
echado otra vez.
Después de dejar las maletas en la estación, entré en un bar a desayunar.
En comparación con lo que suelo tomar por las mañanas, aquel día
comí muchísimo: zumo de naranja, huevos con jamón, tostada y café.
Por lo general sólo tomo un zumo. Como muy poco. De verdad. Por
eso estoy tan delgado. El médico me había dicho que tenía que hacer
un régimen especial de mucho carbohidrato y porquerías de esas para
engordar, pero yo nunca le hacía caso. Cuando no como en casa, generalmente
tomo a mediodía un sandwich de queso y un batido. No es mucho, ya
sé, pero el batido tiene un montón de vitaminas. H. V. Caulfield,
así deberían llamarme. Holden Vitaminas Caulfield.
Mientras me comía los huevos, entraron dos monjas y se sentaron
en la barra a mi lado. Supongo que se mudaban de un convento a otro
y estaban esperando el tren. No sabían dónde dejar sus maletas que
eran de esas baratas como de cartón. Ya sé que no hay que dar importancia
a esas cosas, pero no aguanto las maletas baratas. Reconozco que
es horrible, pero puedo llegar a odiar a una persona sólo porque
lleve una maleta de ésas. Una vez, cuando estaba en Elkton Hills,
tuve por compañero de cuarto una temporada a un tal Dick Slagle.
Tenía unas maletas horribles y las escondía debajo de la cama en
vez de ponerlas encima de la red para que nadie las comparara con
las mías. Aquello me deprimía tanto que hubiera preferido tirar
mis maletas o hasta cambiarlas por las suyas. Me las había comprado
mi madre en Mark Cross; eran de piel auténtica y supongo que le
habían costado una fortuna. Pero la cosa tuvo gracia. No se imaginan
lo que ocurrió. Un día las metí debajo de la cama para que no le
dieran a Slagle complejo de inferioridad. Pues verán lo que hizo
él. Al día siguiente las sacó y volvió a ponerlas en la red. Al
final caí en la cuenta de que lo había hecho para que todos creyeran
que eran las suyas. De verdad. Para todo ese tipo de cosas Slagle
era un tipo rarísimo. Por ejemplo, siempre se estaba metiendo conmigo
y diciéndome que tenía unas maletas muy burguesas. Esa era su palabra
favorita. Se ve que la había oído o leído en algún sitio. Todo lo
que yo tenía era burgués. Hasta la pluma estilográfica. Me la pedía
prestada todo el tiempo, pero decía que era burguesa. Sólo fuimos
compañeros de cuarto dos meses. Los dos pedimos que nos cambiaran.
Y lo más gracioso es que cuando lo hicieron me arrepentí, porque
Slagle tenía un sentido del humor estupendo y a veces lo pasábamos
muy bien. Y no me sorprendería saber que él también me echó de menos.
Al principio cuando me llamaba burgués y todas esas cosas se notaba
que lo decía en broma y no me molestaba. Hasta lo encontraba gracioso.
Pero después me di cuenta de que empezaba a decirlo en serio. Lo
cierto es que resulta muy difícil compartir la habitación con un
tío que tiene unas maletas mucho peores que las tuyas. Lo natural
sería que a una persona inteligente y con sentido del humor le importaran
un rábano ese tipo de cosas, pero resulta que no es así. Resulta
que sí importa. Por eso prefería compartir el cuarto con un cabrón
como Stradlater que al menos tenía unas maletas tan caras como las
mías.
Pero, como les iba diciendo, las dos monjas se sentaron a desayunar
en la barra y charlamos un rato. Llevaban unas cestas de paja como
las que sacan en Navidad las mujeres del Ejército de Salvación cuando
se ponen a pedir dinero por las esquinas y delante de los grandes
almacenes, sobre todo por la Quinta Avenida. A la que estaba al
lado mío se le cayó la cesta al suelo y yo me agaché a recogérsela.
Le pregunté si iban pidiendo para los pobres o algo así. Me dijo
que no, que es que no les habían cabido en la maleta cuando hicieron
el equipaje y por eso tenían que llevarlas en la mano. Cuando te
miraba sonreía con una expresión muy simpática. Tenía una nariz
muy grande y llevaba unas gafas de esas con montura de metal que
no favorecen nada, pero parecía la mar de amable.
-Se lo decía porque si estaban haciendo una colecta -le dije-, iba
a hacer una pequeña contribución. Si quiere le doy el dinero y usted
lo guarda hasta que lo necesiten.
-¡Qué amable es usted! -me dijo. La otra, su amiga, me miró. Leía
un librito negro mientras se tomaba el café. Por las pastas parecía
una Biblia, pero era más delgadito. Desde luego, debía ser un libro
religioso. No tomaban más que un café y una tostada. Eso me deprimió
muchísimo. No puedo comerme un par de huevos con jamón cuando a
mi lado hay una persona que no puede tomar más que un café y una
tostada. No querían aceptar los diez dólares que les di. Me preguntaron
si estaba seguro de que podía deshacerme de tanto dinero. Les dije
que llevaba muchísimo encima, pero me parece que no me creyeron.
Al final lo cogieron. Me dieron las gracias tantas veces que me
dio vergüenza. Para cambiar de conversación les pregunté adonde
iban. Me dijeron que eran maestras, que acababan de llegar de Chicago
y que iban a enseñar en un convento de la Calle 168 ó 186, no sé,
una calle de esas que están en el quinto infierno. La que se había
sentado a mi lado, la de las gafas de montura de metal, me dijo
que ella daba Literatura y su amiga Historia. De pronto, como un
imbécil que soy, se me ocurrió qué pensaría siendo monja de algunos
de los libros que tendrían que leer en clase. No precisamente verdes,
pero sí de esos que son de amor y de cosas de ésas. Me pregunté
qué pensaría de Eustacia Vye, por ejemplo, la protagonista de La
vuelta del indígena, de Thomas Hardy. No es que fuera un libro muy
fuerte, pero sentí curiosidad por saber qué le parecería a una monja
Eustacia Vye. Claro, no se lo pregunté. Sólo les dije que la literatura
era lo que se me daba mejor.
-¿De verdad? ¡Cuánto me alegro! -dijo la de las gafas-. ¿Y qué han
leído este curso? Me interesa mucho saberlo.
La verdad es que era muy simpática.
-Pues verá, hemos pasado casi todo el semestre con literatura medieval,
Beowulf, y Grendel, y Lord Randal... todas esas cosas. Pero fuera
de clase teníamos que leer otros libros para mejorar la nota. Yo
he leído, por ejemplo, La vuelta del indígena, de Thomas Hardy,
y Romeo y Julieta, y...
-¡Romeo y Julieta! ¡Qué bonito! ¿Verdad que es precioso? -la verdad
es que no parecía una monja.
-Sí, claro. Me gustó muchísimo. Algunas cosas no me convencieron
del todo, pero en general me emocionó mucho.
-¿Qué es lo que no le gustó? ¿Se acuerda?
La verdad es que me daba un poco de vergüenza hablar de Romeo y
Julieta con ella. Hay partes en que la obra se pone un poco verde
y, después de todo, era una monja, pero en fin, al fin y al cabo
la que lo había preguntado era ella, así que hablamos de eso un
rato.
-Verá, los que no me acaban de gustar son Romeo y Julieta -le dije-,
bueno, me gustan, pero no sé... A veces se ponen un poco pesados.
Me da mucha más pena cuando matan a Mercucio que cuando los matan
a ellos. La verdad es que Romeo empezó a caerme mal desde que mata
a Mercucio ese otro hombre, el primo de Julieta, ¿cómo se llama?
-Tibaldo.
-Eso, Tibaldo -siempre se me olvida ese nombre-. Se muere por culpa
de Romeo. Mercucio es el que me cae mejor de toda la obra. No sé,
todos esos Montescos y Capuletos son buena gente, sobre todo Julieta,
pero Mercucio... no sé cómo explicárselo... Es listísimo y además
muy gracioso. La verdad es que siempre me revienta que maten a alguien
por culpa de otra persona, sobre todo cuando ese alguien es tan
listo como él. Ya sé que también mueren al final Romeo y Julieta,
pero en su caso fue por culpa suya. Sabían muy bien lo que se hacían.
-¿A qué colegio va? -me preguntó. Probablemente quería cambiar de
tema.
Le conteste que a Pencey y me dijo que había oído hablar de él y
que decían que era muy bueno. Yo lo dejé correr. De pronto, la otra,
la que daba Historia, le dijo que tenían que darse prisa. Cogí el
ticket para invitarlas, pero no me dejaron. La de las gafas me obligó
a devolvérselo.
-Ha sido muy generoso con nosotras -me dijo-. Es usted muy amable.
Era una mujer simpatiquísima. Me recordaba un poco a la madre de
Ernest Morrow, la que conocí en el tren. Sobre todo cuando sonreía.
-Hemos pasado un rato muy agradable -me dijo.
Le contesté que yo también lo había pasado muy bien y era verdad.
Y lo habría pasado mucho mejor si no me hubiera estado temiendo
todo el rato que de pronto me preguntaran si era católico. Los católicos
siempre quieren enterarse de si los demás lo son también o no. A
mí me lo preguntan todo el tiempo porque mi apellido es irlandés,
y la mayoría de los americanos de origen irlandés son católicos.
La verdad es que mi padre lo fue hasta que se casó con mi madre.
Pero hay gente que te lo pregunta aunque no sepa siquiera cómo te
llamas. Cuando estaba en el Colegio Whooton conocí a un chico que
se llamaba Louis Gorman. Fue el primero con quien hablé allí. Estábamos
sentados uno junto al otro en la puerta de la enfermería esperando
para el reconocimiento médico y nos pusimos a hablar de tenis. Nos
gustaba muchísimo a los dos. Me dijo que todos los veranos iba a
ver los campeonatos nacionales de Forest Hills. Como yo también
los veía siempre, nos pasamos un buen rato hablando de jugadores
famosos. Para la edad que tenía sabía mucho de tenis. De pronto,
en medio de la conversación, me preguntó:
-¿Sabes por casualidad dónde está la iglesia católica de este pueblo?
Por el tono de la pregunta se le notaba que lo que quería era averiguar
si yo era católico o no. De verdad. No es que fuera un fanático
ni nada, pero quería saberlo. Lo estaba pasando muy bien hablando
de tenis, pero se le notaba que lo habría pasado mucho mejor si
yo hubiera sido de la misma religión que él. Todo eso me fastidia
muchísimo. Y no es que la pregunta acabara con la conversación,
claro que no, pero tampoco contribuyó a animarla, desde luego. Por
eso me alegré de que aquellas dos monjas no me hicieran lo mismo.
No habría pasado nada, pero probablemente hubiera sido distinto.
No crean que critico a los católicos. Estoy casi seguro de que si
yo lo fuera haría exactamente lo mismo. En cierto modo, es como
lo que les decía antes sobre las maletas baratas. Todo lo que quiero
decir es que la pregunta de aquel chico no contribuyó precisamente
a animar la charla. Y nada más.
Cuando las dos monjas se levantaron, hice una cosa muy estúpida
que luego me dio mucha vergüenza. Como estaba fumando, cuando me
despedí de ellas me hice un lío y les eché todo el humo en la cara.
No fue a propósito, claro, pero el caso es que lo hice. Me disculpé
muchas veces y ellas estuvieron simpatiquísimas, pero aun así no
saben la vergüenza que pasé.
Cuando se fueron me dio pena no haberles dado más que diez dólares,
pero había quedado en llevar a Sally al teatro y aún tenía que sacar
las entradas y todo. De todos modos lo sentí. ¡Maldito dinero! Siempre
acaba amargándole a uno la vida.

Capítulo
16
Cuando terminé de desayunar eran sólo las doce. Como no había quedado
con Sally hasta las dos, me fui a dar un paseo. No se me iban de
la cabeza aquellas dos monjas. No podía dejar de pensar en aquella
cesta tan vieja con la que iban pidiendo por las calles cuando no
estaban enseñando. Traté de imaginar a mi madre, o a mi tía, o a
la madre de Sally Hayes -que está completamente loca- recogiendo
dinero para los pobres a la puerta de unos grandes almacenes con
una de aquellas cestas. Era casi imposible imaginárselo. Mi madre
no tanto, pero lo que es las otras dos... Mi tía hace muchas obras
de caridad -trabaja de voluntaria para la Cruz Roja y todo eso-,
pero va siempre muy bien vestida, y cuando tiene que ir a alguna
cosa así se pone de punta en blanco y con un montón de maquillaje.
No creo que quisiera pedir para una institución de caridad si tuviera
que ponerse un traje negro y llevar la cara lavada. Y en cuanto
a la madre de Sally, ¡Dios mío!, sólo saldría por ahí con una cesta
si cada tío que hiciera una contribución se comprometiera a besarle
primero los pies.
Si se limitaran a echar el dinero en la cesta y largarse sin decir
palabra, no duraría ni un minuto. Se aburriría como una ostra. Le
encajaría la cestita a otra y ella se iría a comer a un restaurante
de moda. Eso es lo que me gustaba de esas monjas. Se veía que nunca
iban a comer a un restaurante caro. De pronto me dio mucha pena
pensar que jamás pisaban un sitio elegante. Ya sé que la cosa no
es como para suicidarse, pero, aun así, me dio lástima.
Decidí ir hacia Broadway porque sí y porque hacía años que no pasaba
por allí. Además quería ver si encontraba una tienda de discos abierta.
Quería comprarle a Phoebe uno que se llamaba Litíle Shirley Beans.
Era muy difícil de encontrar. Tenía una canción de una niña que
no quiere salir de casa porque se le han caído dos dientes de delante
y le da vergüenza que la vean. Lo había oído en Pencey. Lo tenía
un compañero mío y quise comprárselo porque sabía que a mi hermana
le gustaría muchísimo, pero el tío no quiso vendérmelo. Era una
grabación formidable que había hecho hacía como veinte años esa
cantante negra que se llamaba Estelle Fletcher. Lo cantaba con ritmo
de jazz y un poco a lo puta. Cantado por una blanca habría resultado
empalagosísimo, pero la tal Estelle Fletcher sabía muy bien lo que
se hacía. Era uno de los mejores discos que había oído en mi vida.
Decidí comprarlo en cualquier tienda que abriera los domingos y
llevármelo después a Central Park. Phoebe suele ir a patinar al
parque casi todos los días de fiesta y sabía más o menos dónde podía
encontrarla.
No hacía tanto frío como el día anterior, pero seguía nublado y
no apetecía mucho andar. Por suerte había una cosa agradable. Delante
de mí iba una familia que se notaba que acaba de salir de la iglesia.
Eran el padre, la madre, y un niño como de seis años. Se veía que
no tenían mucho dinero. El padre llevaba un sombrero de esos color
gris perla que se encasquetan los pobres cuando quieren dar el golpe.
El y la mujer iban hablando mientras andaban sin hacer ni caso del
niño. El crío era graciosísimo. Iba por la calzada en vez de por
la acera, pero siguiendo el bordillo. Trataba de andar en línea
recta como suelen hacer los niños, y tarareaba y cantaba todo el
tiempo. Me acerqué a ver qué decía y era esa canción que va: "Si
un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno." Tenía
una voz muy bonita y cantaba porque le salía del alma, se le notaba.
Los coches pasaban rozándole a toda velocidad, los frenos chirriaban
a su alrededor, pero sus padres seguían hablando como si tal cosa.
Y él seguía caminando junto al bordillo y cantando: "Si un cuerpo
coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno." Aquel niño me
hizo sentirme mucho mejor. Se me fue toda la depresión.
Broadway estaba atestado de gente y había una confusión horrorosa.
Era domingo y sólo las doce del mediodía, pero ya estaba de bote
en bote. Iban todos al cine, al Paramount, o al Strand, o al Capitol,
a cualquiera de esos sitios absurdos. Se habían puesto de punta
en blanco porque era domingo y eso lo hacía todo aún peor. Pero
lo que ya no aguantaba es que se les notaba que estaban deseando
llegar al cine. No podía ni mirarlos. Comprendo que alguien vaya
al cine cuando no tiene nada mejor que hacer, pero cuando veo a
la gente deseando ir y hasta andando más deprisa para llegar cuanto
antes, me deprimo muchísimo. Sobre todo cuando hay millones y millones
de personas haciendo colas larguísimas que dan la vuelta a toda
la manzana, esperando con una paciencia infinita a que les den una
butaca. ¡Jo! ¡No me di poca prisa en salir de Broadway! Tuve suerte.
En la primera tienda que entré tenían el disco que buscaba. Me cobraron
cinco dólares por él, porque era una grabación muy difícil de encontrar,
pero no me importó. ¡Jo! ¡Qué contento me puse de repente! Estaba
deseando llegar al parque para dárselo a Phoebe.
Cuando salí de la tienda de discos, pasé por delante de una cafetería.
Se me ocurrió llamar a Jane para ver si había llegado ya a Nueva
York, y entré a ver si tenían teléfono público. Lo malo es que contestó
su madre y tuve que colgar. No quería tener que hablar con ella
media hora. No me vuelve loco la idea de hablar con las madres de
mis amigas, pero reconozco que debí preguntarle al menos si Jane
estaba ya de vacaciones. No me habría pasado nada por eso, pero
es que no tenía ganas. Para esas cosas hay que estar en vena.
Aún no había sacado las entradas, así que compré un periódico y
me puse a leer la cartelera. Como era domingo sólo había tres teatros
abiertos. Me decidí por una obra que se llamaba Conozco a mi amor
y compré dos butacas. Era una función benéfica o algo así. Yo no
tenía el menor interés en verla, pero como conocía a Sally y sabía
que se moría por esas cosas, pensé que se derretiría cuando le dijera
que íbamos a ver eso, sobre todo porque trabajaban los Lunt. Le
encantan ese tipo de comedias irónicas y como muy finas. El tipo
de obra que hacen siempre los Lunt. A mí no. Si quieren que les
diga la verdad, para empezar no me gusta mucho el teatro. Lo prefiero
al cine, desde luego, pero tampoco me vuelve loco. Los actores me
revientan. Nunca actúan como gente de verdad, aunque ellos se creen
que sí. Los buenos a veces parecen un poco personas reales, pero
nunca lo pasa uno bien del todo mirándoles. En cuanto un actor es
bueno, en seguida se le nota que lo sabe y eso lo estropea todo.
Es lo que pasa con Sir Lawrence Olivier, por ejemplo. El año pasado
D.B. nos llevó a Phoebe y a mí a que le viéramos en Hamlet. Nos
invitó a comer y luego al cine. El había visto ya la película y,
por lo que nos dijo durante la comida, se le notaba que estaba deseando
volver a verla. Pero a mí no me gustó. Yo no encuentro a Lawrence
Olivier tan maravilloso, de verdad. Reconozco que es muy guapo,
que tiene una voz muy bonita y que da gusto verle cuando se bate
con alguien o algo así, pero no se parecía en nada a Hamlet tal
como D.B. me lo había descrito siempre. En vez de un loco melancólico
parecía un general de división. Lo que más me gustó de toda la película
fue cuando el hermano de Ofelia -el que al final se bate con Hamlet-
va a irse, y su padre le da un montón de consejos mientras Ofelia
se pone a hacer el payaso y a sacarle la daga de la funda mientras
el pobre chico trata de concentrarse en las tontadas que le está
diciendo su padre. Esa parte sí que está bien. Pero dura sólo un
ratito. Lo que más le gustó a Phoebe es cuando Hamlet le da unas
palmaditas al perro en la cabeza. Le pareció muy gracioso y tenía
razón. Lo que tengo que hacer es leer Hamlet. Es un rollo tenerse
que leer las obras uno mismo, pero es que en cuanto un actor empieza
a representar, ya no puedo ni escucharlo. Me obsesiona la idea de
que de pronto va a salir con un gesto falsísimo.
Después de sacar las entradas tomé un taxi hasta el parque. Debí
coger el metro porque se me estaba acabando la pasta, pero quería
salir de Broadway lo antes posible.
El parque estaba que daba asco. No es que hiciera mucho frío pero
estaba muy nublado. No se veían más que plastas de perro, y escupitajos,
y colillas que habían tirado los viejos. Los bancos estaban tan
mojados que no se podía sentar uno en ellos. Era tan deprimente
que de vez en cuando se le ponía a uno la carne de gallina. No parecía
que Navidad estuviera tan cerca. En realidad no parecía que estuviera
cerca nada. Pero seguí andando en dirección al Mall porque allí
es donde suele ir Phoebe los domingos. Le gusta patinar cerca del
quiosco de la música. Tiene gracia porque allí era también donde
me gustaba patinar a mí cuando era chico.
Pero cuando llegué, no la vi por ninguna parte. Había unos cuantos
críos patinando y otros dos jugando a la pelota, pero de Phoebe
ni rastro. En un banco vi a una niña de su edad ajustándose los
patines. Pensé que a lo mejor la conocía y podía decirme dónde estaba,
así que me senté a su lado y le pregunté:
-¿Conoces a Phoebe Caulfield?
-¿A quién? -dijo. Llevaba unos pantalones vaqueros y como veinte
jerseys. Se notaba que se los había hecho su madre porque estaban
todos llenos de bollos y con el punto desigual.
-Phoebe Caulfield. Vive en la calle 71. Está en el cuarto grado...
-¿Tú la conoces?
-Soy su hermano. ¿Sabes dónde está?
-Es de la clase de la señorita Calloun, ¿verdad?
-No lo sé. Sí, creo que sí.
-Entonces debe estar en el museo. Nosotros fuimos el sábado pasado.
-¿Qué museo?
Se encogió de hombros
-No lo sé -dijo-. El museo.
-Pero, ¿el museo de cuadros o el museo donde están los indios?
-El de los indios.
-Gracias -le dije. Me levanté y estaba a punto de irme cuando recordé
que era domingo.
-Es domingo -le dije a la niña.
Me miró y me dijo:
-Es verdad. Entonces no.
No podía ajustarse el patín. No llevaba guantes ni nada y tenía
las manos rojas y heladas. La ayudé. ¡Jo! Hacía años que no cogía
una llave de ajustar patines. No saben lo que sudé. Si hace algo
así como un siglo me hubieran puesto un cacharro de esos en la mano
en medio de la oscuridad, habría sabido perfectamente qué hacer
con él. Cuando acabé de ajustárselo me dio las gracias. Era una
niña muy mona y muy bien educada. Da gusto ayudar a una niña así.
Y la mayoría son como ella. De verdad. Le pregunté si quería tomar
una taza de chocolate conmigo y me dijo que no. Que muchas gracias,
pero que había quedado con una amiga. Los críos siempre quedan a
todas horas con sus amigos. Son un caso.
A pesar de la lluvia, y a pesar de que era domingo y sabía que no
iba a encontrar a Phoebe allí, atravesé todo el parque para ir al
Museo de Historia Natural. Sabía que era ése al que se refería la
niña del patín. Me lo sabía de memoria. De pequeño había ido al
mismo colegio que Phoebe y nos llevaban a verlo todo el tiempo.
Teníamos una profesora que se llamaba la señorita Aigletinger y
que nos hacía ir allí todos los sábados. Unas veces íbamos a ver
los animales y otras las cosas que habían hecho los indios. Cacharros
de cerámica, cestos y cosas así. Cuando me acuerdo de todo aquello
me animo muchísimo. Después de visitar las salas, solíamos ver una
película en el auditorio. Una de Colón. Siempre nos lo enseñaban
descubriendo América y sudando tinta para convencer a la tal Isabel
y al tal Fernando de que le prestaran la pasta para comprar los
barcos. Luego venía lo de los marineros amotinándose y todo eso.
A nadie le importaba un pito Colón, pero siempre llevábamos en los
bolsillos un montón de caramelos y de chicles, y además dentro del
auditorio olía muy bien. Olía siempre como si en la calle estuviera
lloviendo y aquél fuera el único sitio seco y acogedor del mundo
entero. ¡Cuánto me gustaba aquel museo! Para ir al auditorio había
que atravesar la Sala India. Era muy, muy larga y allí había que
hablar siempre en voz baja. La profesora entraba la primera y luego
la clase entera. Íbamos en fila doble, cada uno con su compañero.
Yo solía ir de pareja con una niña que se llamaba Gertrude Lavine.
Se empeñaba en darle a uno la mano y siempre la tenía toda sudada
o pegajosa. El suelo era de piedra y si llevabas canicas en la mano
y las soltabas todas de golpe, botaban todas armando un escándalo
horroroso. La profesora paraba entonces a toda la clase y se acercaba
a ver qué pasaba. Pero la señorita Aigletinger nunca se enfadaba.
Luego pasábamos junto a una canoa india que era tan larga como tres
Cadillacs puestos uno detrás de otro, con sus veinte indios a bordo,
unos remando y otros sólo de pie, con cara de muy pocos amigos toda
llena de pinturas de guerra. Al final de la canoa había un tío con
una máscara que daba la mar de miedo. Era el hechicero. Se me ponían
los pelos de punta, pero aun así me gustaba. Si al pasar tocabas
un remo o cualquier cosa, uno de los celadores te decía: "No toquéis,
niños", pero muy amable, no como un policía ni nada. Luego venía
una vitrina muy grande con unos indios dentro que estaban frotando
palitos para hacer fuego y una squaw tejiendo una manta. La india
estaba inclinada hacia adelante y se la veía el pecho. Todos mirábamos
al pasar, hasta las chicas, porque éramos todos muy críos y ellas
eran tan lisas como nosotros. Luego, justo antes de llegar al auditorio,
había un esquimal. Estaba pescando en un lago a través de un agujero
que había hecho en el hielo. Junto al agujero había dos peces que
ya había pescado. ¡Jo! Ese museo estaba lleno de vitrinas. En el
piso de arriba había muchas más, con ciervos que bebían en charcas
y pájaros que emigraban al sur para pasar allí el invierno. Los
que había más cerca del cristal estaban disecados y colgaban de
alambres, y los de atrás estaban pintados en la pared, pero parecía
que todos iban volando de verdad y si te agachabas y les mirabas
desde abajo, creías que iban muy deprisa. Pero lo que más me gustaba
de aquel museo era que todo estaba siempre en el mismo sitio. No
cambiaba nada. Podías ir cien mil veces distintas y el esquimal
seguía pescando, y los pájaros seguían volando hacia el sur, y los
ciervos seguían bebiendo en las charcas con esas patas tan finas
y tan bonitas que tenían, y la india del pecho al aire seguía tejiendo
su manta. Nada cambiaba. Lo único que cambiaba era uno mismo. No
es que fueras mucho mayor. No era exactamente eso. Sólo que eras
diferente. Eso es todo. Llevabas un abrigo distinto, o tu compañera
tenía escarlatina, o la señorita Aigletinger no había podido venir
y nos llevaba una sustituta, o aquella mañana habías oído a tus
padres pelearse en el baño, o acababas de pasar en la calle junto
a uno de esos charcos llenos del arco iris de la gasolina. Vamos,
que siempre pasaba algo que te hacía diferente. No puedo explicar
muy bien lo que quiero decir. Y aunque pudiera, creo que no querría.
Saqué la gorra de casa del bolsillo y me la puse. Sabía que no iba
a encontrarme con nadie conocido y la humedad era terrible. Mientras
seguía andando pensé que Phoebe iba a ese museo todos los sábados
como había ido yo. Pensé que vería las mismas cosas que yo había
visto, y que sería distinta cada vez que fuera. Y no es que la idea
me deprimiera, pero tampoco me puso como unas castañuelas. Hay cosas
que no deberían cambiar, cosas que uno debería poder meter en una
de esas vitrinas de cristal y dejarlas allí tranquilas. Sé que es
imposible, pero es una pena. En fin, eso es lo que pensaba mientras
andaba.
Pasé por un rincón del parque en que había juegos para niños y me
paré a mirar a un par de críos subidos en un balancín. Uno de ellos
estaba muy gordo y puse la mano en el extremo donde estaba el delgado
para equilibrar un poco el peso, pero como noté que no les hacía
ninguna gracia, me fui y les dejé en paz.
Luego me pasó una cosa muy curiosa. Cuando llegué a la puerta del
museo, de pronto sentí que no habría entrado allí ni por un millón
de dólares. Después de haber atravesado todo el parque pensando
en él, no me apetecía nada entrar. Probablemente lo habría hecho
si hubiera estado seguro de que iba a encontrar a Phoebe dentro,
pero sabía que no estaba. Así que tomé un taxi y me fui al Biltmore.
La verdad es que no tenía ninguna gana de ir, pero como había hecho
la estupidez de invitar a Sally, no me quedaba más remedio.

Capítulo
17
Era aún muy pronto cuando llegué, así que decidí sentarme debajo
del reloj en uno de aquellos sillones de cuero que había en el vestíbulo.
En muchos colegios estaban ya de vacaciones y había como un millón
de chicas esperando a su pareja: chicas con las piernas cruzadas,
chicas con las piernas sin cruzar, chicas con piernas preciosas,
chicas con piernas horrorosas, chicas que parecían estupendas, y
chicas que debían ser unas brujas si de verdad se las llegaba a
conocer bien. Era un bonito panorama, pero no sé si me entenderán
lo que quiero decir. Aunque por otra parte era también bastante
deprimente porque uno no podía dejar de preguntarse qué sería de
todas ellas. Me refiero a cuando salieran del colegio y la universidad.
La mayoría se casarían con cretinos, tipos de esos que se pasan
el día hablando de cuántos kilómetros pueden sacarle a un litro
de gasolina, tipos que se enfadan como niños cuando pierden al golf
o a algún juego tan estúpido como el ping-pong, tipos mala gente
de verdad, tipos que en su vida han leído un libro, tipos aburridos...
Pero con eso de los aburridos hay que tener mucho cuidado. Es mucho
más complejo de lo que parece. De verdad. Cuando estaba en Elkton
Hills tuve durante dos meses como compañero de cuarto a un chico
que se llamaba Harris Macklin. Era muy inteligente, pero también
el tío más plomo que he conocido en mi vida. Tenía una voz chillona
y se pasaba el día hablando. No paraba, y lo peor era que nunca
decía nada que pudiera interesarle a uno. Sólo sabía hacer una cosa.
Silbaba estupendamente. Mientras hacía la cama o colgaba sus cosas
en el armario -cosa que hacía continuamente-, si no hablaba como
una máquina, siempre se ponía a silbar. A veces le daba por lo clásico,
pero por lo general era algo de jazz. Cogía una canción como por
ejemplo Tin Roof Blues y la silbaba tan bien y tan suavecito -mientras
colgaba sus cosas en el armario-, que daba gusto oírle. Naturalmente
nunca se lo dije. Uno no se acerca a un tío de sopetón para decirle,
"silbas estupendamente". Pero si le aguanté como compañero de cuarto
durante dos meses a pesar del latazo que era, fue porque silbaba
tan bien, mejor que ninguna otra persona que haya conocido jamás.
Así que hay que tener un poco de cuidado con eso. Quizá no haya
que tener tanta lástima a las chicas que se casan con tipos aburridos.
Por lo general no hacen daño a nadie y puede que hasta silben estupendamente.
Quién sabe. Yo desde luego no.
Al fin vi a Sally que bajaba por las escaleras y me acerqué a recibirla.
Estaba guapísima. De verdad. Llevaba un abrigo negro y una especie
de boina del mismo color. No solía ponerse nunca sombrero pero aquella
gorra le sentaba estupendamente. En el momento en que la vi me entraron
ganas de casarme con ella. Estoy loco de remate. Ni siquiera me
gustaba mucho, pero nada más verla me enamoré locamente. Les juro
que estoy chiflado. Lo reconozco.
-¡Holden! -me dijo-. ¡Qué alegría! Hace siglos que no nos veíamos
-tenía una de esas voces atipladas que le dan a uno mucha vergüenza.
Podía permitírselo porque era muy guapa, pero aun así daba cien
patadas.
-Yo también me alegro de verte -le dije. Y era verdad-. ¿Cómo estás?
-Maravillosamente. ¿Llego tarde?
Le dije que no, aunque la verdad es que se había retrasado diez
minutos. Pero no me importaba. Todos esos chistes del Saturday Evening
Post en que aparecen unos tíos esperando en las esquinas furiosos
porque no llega su novia, son tonterías. Si la chica es guapa, ¿a
quién le importa que llegue tarde? Cuando aparece se le olvida a
uno en seguida.
-Tenemos que darnos prisa -le dije-. La función empieza a las dos
cuarenta.
Bajamos en dirección a la parada de taxis.
-¿Qué vamos a ver? -me dijo.
-No sé. A los Lunt. No he podido conseguir entradas para otra cosa.
-¡Qué maravilla!
Ya les dije que se volvería loca cuando supiera que íbamos a ver
a los Lunt.
En el taxi que nos llevaba al teatro nos besamos un poco. Al principio
ella no quería porque llevaba los labios pintados, pero estuve tan
seductor que al final no le quedó más remedio. Dos veces el imbécil
del taxista frenó en seco en un semáforo y por poco me caigo del
asiento. Podían fijarse un poco en lo que hacen, esos tíos. Luego
-y eso les demostrará lo chiflado que estoy-, en el momento en que
acabábamos de darnos un largo abrazo, le dije que la quería. Era
mentira, desde luego, pero en aquel momento estaba convencido de
que era verdad. Se lo juro.
-Yo también te quiero -me dijo ella. Y luego, sin interrupción-.
Prométeme que te dejarás crecer el pelo. Al cepillo ya es hortera.
Lo tienes tan bonito...
¿Bonito mi pelo? ¡Un cuerno!
La representación no estuvo tan mal como yo esperaba, pero tampoco
fue ninguna maravilla. La comedia trataba de unos quinientos mil
años en la vida de una pareja. Empieza cuando son jóvenes y los
padres de la chica no quieren que se case con el chico, pero ella
no les hace caso. Luego se van haciendo cada vez más mayores. El
marido se va a la guerra y la mujer tiene un hermano que es un borracho.
No lograba compenetrarme con ellos. Quiero decir que no sentía nada
cuando se moría uno de la familia. Se notaba que eran sólo actores
representando. El marido y la mujer eran bastante simpáticos -muy
ingeniosos y eso-, pero no había forma de interesarse por ellos.
En parte porque se pasaban la obra entera bebiendo té. Cada vez
que salían a escena, venía un mayordomo y les plantaba la bandeja
delante, o la mujer le servía una taza a alguien. Y a cada momento
entraba o salía alguien en escena. Se mareaba uno de tanto ver a
los actores sentarse y levantarse. Alfred Lunt y Lynn Fontanne eran
el matrimonio y lo hacían muy bien, pero a mí no me gustaron. Aunque
tengo que reconocer que no eran como los demás. No actuaban como
actores ni como gente normal. Es difícil de explicar. Actuaban como
si supieran que eran muy famosos. Vamos, que lo hacían demasiado
bien. Cuando uno de ellos terminaba de decir una parrafada, el otro
decía algo en seguida. Querían hacer como la gente normal, cuando
se interrumpen unos a otros, pero les salía demasiado bien. Actuaban
un poco como toca el piano Ernie en el Village. Cuando uno sabe
hacer una cosa muy bien, si no se anda con cuidado empieza a pasarse,
y entonces ya no es bueno. A pesar de todo tengo que reconocer que
los Lunt eran los únicos en todo el reparto que demostraban tener
algo de materia gris.
Al final del primer acto salimos con todos los cretinos del público
a fumar un cigarrillo. ¡Vaya colección! En mi vida había visto tanto
farsante junto, todos fumando como cosacos y comentando la obra
en voz muy alta para que los que estaban a su alrededor se dieran
cuenta de lo listos que eran. Al lado nuestro había un actor de
cine. No sé cómo se llama, pero era ése que en las películas de
guerra hace siempre del tío que en el momento del ataque final le
entra el canguelo. Estaba con una rubia muy llamativa y los dos
se hacían los muy naturales, como si no supieran que la gente los
miraba. Como si fueran muy modestos, vamos. No saben la risa que
me dio. Sally se limitó a comentar lo maravillosos que eran los
Lunt porque estaba ocupadísima demostrando lo guapa que era. De
pronto vio al otro lado del vestíbulo a un chico que conocía, un
tipo de esos con traje de franela gris oscuro y chaleco de cuadros.
El uniforme de Harvard o de Yale. Cualquiera diría. Estaba junto
a la pared fumando como una chimenea y con aspecto de estar aburridísimo.
Sally decía cada dos minutos: "A ese chico lo conozco de algo."
Siempre que la llevaba a algún sitio, resulta que conocía a alguien
de algo, o por lo menos eso decía. Me lo repitió como mil veces
hasta que al fin me harté y le dije: "Si le conoces tanto, ¿por
qué no te acercas y le das un beso bien fuerte? Le encantará." Cuando
se lo dije se enfadó. Al final él la vio y se acercó a decirle hola.
No se imaginan cómo se saludaron. Como si no se hubieran visto en
veinte años. Cualquiera hubiera dicho que de niños se bañaban juntos
en la misma bañera. Compañeritos del alma eran. Daba ganas de vomitar.
Y lo más gracioso era que probablemente se habían visto sólo una
vez en alguna fiesta. Luego, cuando terminó de caérseles la baba,
Sally nos presentó. Se llamaba George algo -no me acuerdo-, y estudiaba
en Andover. Tampoco era para tanto, vamos. No se imaginan cuando
Sally le preguntó si le gustaba la obra... Era uno de esos tíos
que para perorar necesitan unos cuantos metros cuadrados. Dio un
paso hacia atrás y aterrizó en el pie de una señora que tenía a
su espalda. Probablemente le rompió hasta el último dedo que tenía
en el cuerpo. Dijo que la comedia en sí no era una obra maestra,
pero que los Lunt eran unos perfectos ángeles. ¡Ángeles! ¿No te
fastidia? Luego se pusieron a hablar de gente que conocían. La conversación
más falsa que he oído en mi vida. Los dos pensaban en algún sitio
a la mayor velocidad posible y cuando se les ocurría el nombre de
alguien que vivía allí, lo soltaban. Cuando volvimos a sentarnos
en nuestras butacas tenía unas náuseas horrorosas. De verdad. En
el segundo entreacto continuaron la conversación. Siguieron pensando
en más sitios y en más nombres. Lo peor era que aquel imbécil tenía
una de esas voces típicas de Universidad del Este, como muy cansada,
muy snob. Parecía una chica. Al muy cabrón le importaba un rábano
que Sally fuera mi pareja. Cuando acabó la función creí que iba
a meterse con nosotros en el taxi porque nos acompañó como dos manzanas,
pero por suerte dijo que había quedado con unos amigos para ir a
tomar unas copas. Me los imaginé a todos sentados en un bar con
sus chalecos de cuadros hablando de teatro, libros y mujeres con
esa voz de snob que sacan. Me revientan esos tipos.
Cuando entramos en el taxi, odiaba tanto a Sally después de haberla
oído hablar diez horas con el imbécil de Andover, que estuve a punto
de llevarla directamente a su casa, de verdad, pero de pronto me
dijo:
-Tengo una idea maravillosa.
Siempre tenía unas ideas maravillosas.
-Oye, ¿a qué hora tienes que estar en casa? ¿Tienes que volver a
una hora fija?
-¿Yo? No. Puedo volver cuando me dé la gana -le dije. ¡Jo! ¡En mi
vida había dicho verdad mayor!-. ¿Por qué?
-Vamos a patinar a Radio City.
Ese tipo de cosas eran las que se le ocurrían siempre.
-¿A patinar a Radio City? ¿Ahora?
-Sólo una hora o así. ¿No quieres? Bueno, si no quieres...
-No he dicho que no quiera -le dije-. Si tienes muchas ganas, iremos.
-¿De verdad? Pero no quiero que lo hagas sólo porque yo quiero.
No me importa no ir.
¡No le importaba! ¡Poco!
-Se pueden alquilar unas falditas preciosas para patinar -dijo Sally-.
Jeanette Cultz alquiló una la semana pasada.
Claro, por eso estaba empeñada en ir. Quería verse con una de esas
falditas que apenas tapan el trasero.
Así que fuimos a Radio City y después de recoger los patines alquilé
para Sally una pizca de falda azul. La verdad es que estaba graciosísima
con ella. Y Sally lo sabía. Echó a andar delante de mí para que
no dejara de ver lo mona que estaba. Yo también estaba muy mono.
Hay que reconocerlo.
Lo más gracioso es que éramos los peores patinadores de toda la
pista. Los peores de verdad y eso que había algunos que batían el
récord. A Sally se le torcían tanto los tobillos que daba con ellos
en el hielo. No sólo hacía el ridículo, sino que además debían dolerle
muchísimo. A mí desde luego me dolían. Y cómo. Debíamos hacer una
pareja formidable. Y para colmo había como doscientos mirones que
no tenían más que hacer que mirar a los que se rompían las narices
contra el suelo.
-¿Quieres que nos sentemos a tomar algo dentro? -le pregunté.
-Es la idea más maravillosa que has tenido en todo el día.
Aquello era cruel. Se estaba matando y me dio pena. Nos quitamos
los patines y entramos en ese bar donde se puede tomar algo en calcetines
mientras se ve toda la pista. En cuanto nos sentamos, Sally se quitó
los guantes y le ofrecí un cigarrillo. No parecía nada contenta.
Vino el camarero y le pedí una Coca-Cola para ella -no bebía- y
un whisky con soda para mí, pero el muy hijoputa se negó a traérmelo
o sea que tuve que tomar Coca-Cola yo también. Luego me puse a encender
cerillas una tras otra, que es una cosa que suelo hacer cuando estoy
de un humor determinado. Las dejo arder hasta que casi me quemo
los dedos y luego las echo en el cenicero. Es un tic nervioso que
tengo.
De pronto, sin venir a cuento, me dijo Sally:
-Oye, tengo que saberlo. ¿Vas a venir a ayudarme a adornar el árbol
de Navidad, o no? Necesito que me lo digas ya.
Estaba furiosa porque aún le dolían los tobillos.
-Ya te dije que iría. Me lo has preguntado como veinte veces. Claro
que iré.
-Bueno. Es que necesitaba saberlo -dijo. Luego se puso a mirar a
su alrededor.
De pronto dejé de encender cerillas y me incliné hacia ella por
encima de la mesa. Estaba preocupado por unas cuantas cosas:
-Oye Sally -le dije.
-¿Qué?
Estaba mirando a una chica que había al otro lado del bar.
-¿Te has hartado alguna vez de todo? -le dije-. ¿Has pensado alguna
vez que a menos que hicieras algo en seguida el mundo se te venía
encima? ¿Te gusta el colegio?
-Es un aburrimiento mortal.
-Lo que quiero decir es si lo odias de verdad -le dije- Pero no
es sólo el colegio. Es todo. Odio vivir en Nueva York, odio los
taxis y los autobuses de Madison Avenue, con esos conductores que
siempre te están gritando que te bajes por la puerta de atrás, y
odio que me presenten a tíos que dicen que los Lunt son unos ángeles,
y odio subir y bajar siempre en ascensor, y odio a los tipos que
me arreglan los pantalones en Brooks, y que la gente no pare de
decir...
-No grites, por favor -dijo Sally. Tuvo gracia porque yo ni siquiera
gritaba.
-Los coches, por ejemplo -le dije en voz más baja-. La gente se
vuelve loca por ellos. Se mueren si les hacen un arañazo en la carrocería
y siempre están hablando de cuántos kilómetros hacen por litro de
gasolina. No han acabado de comprarse uno y ya están pensando en
cambiarlo por otro nuevo. A mí ni siquiera me gustan los viejos.
No me interesan nada. Preferiría tener un caballo. Al menos un caballo
es más humano. Con un caballo puedes...
-No entiendo una palabra de lo que dices -dijo Sally-. Pasas de
un...
-¿Sabes una cosa? -continué-. Tú eres probablemente la única razón
por la que estoy ahora en Nueva York. Si no fuera por ti no sé ni
dónde estaría. Supongo que en algún bosque perdido o algo así. Tú
eres lo único que me retiene aquí.
-Eres un encanto -me dijo, pero se le notaba que estaba deseando
cambiar de conversación.
-Deberías ir a un colegio de chicos. Pruébalo alguna vez -le dije-.
Están llenos de farsantes. Tienes que estudiar justo lo suficiente
para poder comprarte un Cadillac algún día, tienes que fingir que
te importa si gana o pierde el equipo del colegio, y tienes que
hablar todo el día de chicas, alcohol y sexo. Todos forman grupitos
cerrados en los que no puede entrar nadie. Los de el equipo de baloncesto
por un lado, los católicos por otro, los cretinos de los intelectuales
por otro, y los que juegan al bridge por otro. Hasta los socios
del Libro del Mes tienen su grupito. El que trata de hacer algo
con inteligencia...
-Oye, oye -dijo Sally-, hay muchos que ven más que eso en el colegio...
-De acuerdo. Habrá algunos que sí. Pero yo no, ¿comprendes? Eso
es precisamente lo que quiero decir. Que yo nunca saco nada en limpio
de ninguna parte. La verdad es que estoy en baja forma. En muy baja
forma.
-Se te nota.
De pronto se me ocurrió una idea.
-Oye -le dije-. ¿Qué te parece si nos fuéramos de aquí? Te diré
lo que se me ha ocurrido. Tengo un amigo en Grenwich Village que
nos prestaría un coche un par de semanas, íbamos al mismo colegio
y todavía me debe diez dólares. Mañana por la mañana podríamos ir
a Massachusetts, y a Vermont, y todos esos sitios de por ahí. Es
precioso, ya verás. De verdad.
Cuanto más lo pensaba, más me gustaba la idea. Me incliné hacia
ella y le cogí la mano. ¡Qué manera de hacer el imbécil! No se imaginan.
-Tengo unos ciento ochenta dólares -le dije-. Puedo sacarlos del
banco mañana en cuanto abran y luego ir a buscar el coche de ese
tío. De verdad. Viviremos en cabañas y sitios así hasta que se nos
acabe el dinero. Luego buscaré trabajo en alguna parte y viviremos
cerca de un río. Nos casaremos y en el invierno yo cortaré la leña
y todo eso. Ya verás. Lo pasaremos formidable. ¿Qué dices? Vamos,
¿qué dices? ¿Te vienes conmigo? ¡Por favor!
-No se puede hacer una cosa así sin pensarlo primero -dijo Sally.
Parecía enfadadísima.
-¿Por qué no? A ver. Dime ¿por qué no?
-Deja de gritarme, por favor -me dijo. Lo cual fue una idiotez porque
yo ni la gritaba.
-¿Por qué no se puede? A ver. ¿Por qué no?
-Porque no, eso es todo. En primer lugar porque somos prácticamente
unos críos. ¿Qué harías si no encontraras trabajo cuando se te acabara
el dinero? Nos moriríamos de hambre. Lo que dices es absurdo, ni
siquiera...
-No es absurdo. Encontraré trabajo, no te preocupes. Por eso sí
que no tienes que preocuparte. ¿Qué pasa? ¿Es que no quieres venir
conmigo? Si no quieres, no tienes más que decírmelo.
-No es eso. Te equivocas de medio a medio -dijo Sally. Empezaba
a odiarla vagamente-. Ya tendremos tiempo de hacer cosas así cuando
salgas de la universidad si nos casamos y todo eso. Hay miles de
sitios maravillosos adonde podemos ir. Estás...
-No. No es verdad. No habrá miles de sitios donde podamos ir porque
entonces será diferente -le dije. Otra vez me estaba entrando una
depresión horrorosa.
-¿Qué dices? -preguntó-. No te oigo. Primero gritas como un loco
y luego, de pronto...
-He dicho que no, que no habrá sitios maravillosos donde podamos
ir una vez que salgamos de la universidad. Y a ver si me oyes. Entonces
todo será distinto. Tendremos que bajar en el ascensor rodeados
de maletas y de trastos, tendremos que telefonear a medio mundo
para despedirnos, y mandarles postales desde cada hotel donde estemos.
Y yo estaré trabajando en una oficina ganando un montón de pasta.
Iré a mi despacho en taxi o en el autobús de Madison Avenue, y me
pasaré el día entero leyendo el periódico, y jugando al bridge,
y yendo al cine, y viendo un montón de noticiarios estúpidos y documentales
y trailers. ¡Esos noticiarios del cine! ¡Dios mío! Siempre sacando
carreras de caballos, y una tía muy elegante rompiendo una botella
de champán en el casco de un barco, y un chimpancé con pantalón
corto montando en bicicleta. No será lo mismo. Pero, claro, no entiendes
una palabra de lo que te digo.
-Quizá no. Pero a lo mejor eres tú el que no entiende nada -dijo
Sally. Para entonces ya nos odiábamos cordialmente. Era inútil tratar
de mantener con ella una conversación inteligente. Estaba arrepentidísimo
de haber empezado siquiera.
-Vámonos de aquí -le dije-. Si quieres que te diga la verdad, me
das cien patadas.
¡Jo! ¡Cómo se puso cuando le dije aquello! Sé que no debí decirlo
y en circunstancias normales no lo habría hecho, pero es que estaba
deprimidísimo. Por lo general nunca digo groserías a las chicas.
¡Jo! ¡Cómo se puso! Me disculpé como cincuenta mil veces, pero no
quiso ni oírme. Hasta se echó a llorar, lo cual me asustó un poco
porque me dio miedo que se fuera a su casa y se lo contara a su
padre que era un hijo de puta de esos que no aguantan una palabra
más alta que otra. Además yo le caía bastante mal. Una vez le dijo
a Sally que siempre estaba escandalizando.
-Lo siento mucho, de verdad -le dije un montón de veces.
-¡Lo sientes, lo sientes! ¡Qué gracia! -me dijo. Seguía medio llorando
y, de pronto, me di cuenta de que lo sentía de verdad.
-Vamos, te llevaré a casa. En serio.
-Puedo ir yo sólita, muchas gracias. Si crees que te voy a dejar
que me acompañes, estás listo. Nadie me había dicho una cosa así
en toda mi vida.
Como, dentro de todo, la cosa tenía bastante gracia, de pronto hice
algo que no debí hacer. Me eché a reír. Fue una carcajada de lo
más inoportuna. Si hubiera estado en el cine sentado detrás de mí
mismo, probablemente me hubiera dicho que me callara. Sally se puso
aún más furiosa.
Seguí diciéndole que me perdonara, pero no quiso hacerme caso. Me
repitió mil veces que me largara y la dejara en paz, así que al
final lo hice. Sé que no estuvo bien, pero es que no podía más.
Si quieren que les diga la verdad, lo cierto es que no sé siquiera
por qué monté aquel numerito. Vamos, que no sé por qué tuve que
decirle lo de Massachusetts y todo eso, porque muy probablemente,
aunque ella hubiera querido venir conmigo, yo no la habría llevado.
Habría sido una lata. Pero lo más terrible es que cuando se lo dije,
lo hice con toda sinceridad. Eso es lo malo. Les juro que estoy
como una regadera.

Capítulo
18
Cuando me fui de la pista de patinar sentí un poco de hambre, así
que me metí en una cafetería y me tomé un sandwich de queso y un
batido. Luego entré en una cabina telefónica. Pensaba llamar a Jane
para ver si había llegado ya de vacaciones. No tenía nada que hacer
aquella noche, o sea que se me ocurrió hablar con ella y llevarla
a bailar a algún sitio por ahí. Desde que la conocía no había ido
con ella a ninguna sala de fiestas. Pero una vez la vi bailar y
me pareció que lo hacía muy bien. Fue en una de esas fiestas que
daba el Club el día de la Independencia. Aún no la conocía bien
y no me atreví a separarla de su pareja. Salía entonces con un imbécil
que se llamaba Al Pike y estudiaba en Choate. Andaba siempre merodeando
por la piscina. Llevaba un calzón de baño de esos elásticos de color
blanco y se tiraba continuamente de lo más alto del trampolín. El
muy plomo hacía el ángel todo el día. Era el único salto que sabía
hacer y lo consideraba el no va más. El tío era todo músculo sin
una pizca de cerebro. Pero, como les iba diciendo, Jane iba con
él aquella noche. No podía entenderlo, se lo juro. Cuando empezamos
a salir juntos, le pregunté cómo podía aguantar a un tío como Al
Pike. Jane me dijo que no era un creído, que lo que le pasaba es
que tenía complejo de inferioridad. En mi opinión eso no impide
que uno pueda ser también un cabrón. Pero ya saben cómo son las
chicas. Nunca se sabe por dónde van a salir. Una vez presenté a
un amigo mío a la compañera de cuarto de una tal Roberta Walsh.
Se llamaba Bob Robinson y ése sí que tenía complejo de inferioridad.
Se le notaba que se avergonzaba de sus padres porque decían "haiga"
y "oyes" y porque no tenían mucho dinero. Pero no era un cabrón.
Era un buen chico. Pues a la compañera de cuarto de Roberta Walsh
no le gustó nada. Le dijo a Roberta que era un creído, y sólo porque
le había dicho que era capitán del equipo de debate. Nada más que
por una tontería así. Lo malo de las chicas es que si un tío les
gusta, por muy cabrón que sea te dicen que tiene complejo de inferioridad,
y si no les gusta, ya puede ser buena persona y creerse lo peor
del universo, que le consideran un creído. Hasta las más inteligentes,
en eso son iguales.
Pero, como les iba diciendo, llamé a Jane, pero no cogió nadie el
teléfono, así que colgué. Luego miré la agenda para ver con quién
demonios podría salir esa noche. Lo malo es que sólo tengo apuntados
tres números. El de Jane, el del señor Antolini, que fue profesor
mío en Elkton Hills, y el de la oficina de mi padre. Siempre se
me olvida apuntar los teléfonos de la gente. Así que al final llamé
a Carl Luce. Se había graduado en el Colegio Whooton después que
me echaron a mí. Era tres años mayor que yo y me caía muy bien.
Tenía el índice de inteligencia más alto de todo el colegio y una
cultura enorme. Se me ocurrió que podíamos cenar juntos y hablar
de algo un poco intelectual. A veces era la mar de informativo.
Así que le llamé. Estudiaba en Columbia y vivía en la Calle 65.
Me imaginé que ya estaría de vacaciones. Cuando se puso al teléfono,
me dijo que cenar le era imposible, pero que podíamos tomar una
copa juntos a las diez en el Wicker Bar de la Calle 54. Creo que
se sorprendió bastante de que le llamara. Una vez le había dicho
que era un fantasma. Como aún tenía muchas horas que matar antes
de las diez, me metí en el cine de Radio City. Era lo peor que podía
hacer, pero me venía muy a mano y no se me ocurrió otra cosa. Entré
cuando aún no había terminado el espectáculo que daban antes de
la película. Las Rockettes pateaban al aire como posesas, todas
puestas en fila y cogidas por la cintura. El público aplaudía como
loco y un tío que tenía al lado no hacía más que decirle a su mujer:
"¿Te das cuenta? ¡Eso es lo que yo llamo precisión!" ¡Menudo cretino!
Cuando acabaron las Rockettes salió al escenario un tío con frac
y se puso a patinar por debajo de unas mesitas muy bajas mientras
decía miles de chistes uno tras otro. Lo hacía la mar de bien, pero
no acababa de gustarme porque no podía dejar de imaginármelo practicando
todo el tiempo para luego hacerlo en el escenario, y eso me pareció
una estupidez. Se ve que no era mi día. Después hicieron eso que
ponen todas las Navidades en Radio City, cuando empiezan a salir
ángeles de cajas y de todas partes, y aparecen unos tíos que se
pasean con cruces por todo el escenario y al final se ponen a cantar
todos ellos, que son miles, el Adeste Fideles a voz en grito. No
había quien lo aguantara. Ya sé que todo el mundo lo considera muy
religioso y muy artístico, pero yo no veo nada de religioso ni de
artístico en un montón de actores paseándose con cruces por un escenario.
Hacia el final se les notaba que estaban deseando acabar para poder
fumarse un cigarrillo. Lo había visto el año anterior con Sally
Hayes, que no dejó de repetirme lo bonito que le parecía y lo preciosos
que eran los vestidos. Le dije que estaba seguro de que Cristo habría
vomitado si hubiera visto todos esos trajes tan elegantes. Sally
me contestó que era un ateo sacrílego y probablemente tenía razón.
Pero de verdad que creo que el que le habría gustado a Jesucristo
habría sido el que tocaba los timbales en la orquesta. Siempre me
ha gustado mirarle, desde que tenía ocho años. Cuando íbamos a Radio
City con mis padres, mi hermano y yo nos cambiábamos de sitio para
poder verle mejor. No he visto a nadie tocar los timbales como él.
El pobre sólo puede atizarles un par de veces durante toda la sesión,
pero mientras está mano sobre mano no parece que se aburra ni nada.
Y cuando al final le toca el turno, lo hace tan bien, con tanto
gusto y con una expresión tan decidida en la cara, que es un placer
mirarle. Una vez que fuimos a Washington con mi padre, Allie le
mandó una postal, pero estoy seguro de que no la recibió. No sabíamos
a quién dirigirla.
Cuando acabó la cosa esa de Navidad, empezó una porquería de película.
Era tan horrible que no podía apartar la vista de la pantalla. Trataba
de un inglés que se llamaba Alec o algo así, y que había estado
en la guerra y había perdido la memoria. Cuando sale del hospital,
se patea todo Londres cojeando sin tener ni idea de quién es. La
verdad es que es duque, pero no lo sabe. Luego conoce a una chica
muy hogareña y muy buena que se está subiendo al autobús. El viento
le vuela el sombrero y él se lo recoge. Luego va con ella a su casa
y se ponen a hablar de Dickens. Es el autor que más les gusta a
los dos. El lleva siempre un ejemplar de Oliver Twist en el bolsillo
y ella también. Sólo oírlos hablar ya daba arcadas. Se enamoran
en seguida y él la ayuda a administrar una editorial que tiene la
chica y que va la mar de mal porque el hermano es un borracho y
se gasta toda la pasta. Está muy amargado porque era cirujano antes
de ir a la guerra y ahora no puede operar porque tiene los nervios
hechos polvo, así que el tío le da a la botella que es un gusto,
pero es la mar de ingenioso. El tal Alec escribe un libro y la chica
lo publica y se vende como rosquillas. Van a casarse cuando aparece
la otra, que se llama Marcia y era novia de Alec antes de que perdiera
la memoria. Un día le ve en una librería firmando ejemplares y le
reconoce. Le dice que es duque y todo eso, pero él no se lo cree
y no quiere ir con ella a ver a su madre ni nada. La madre no ve
ni gorda. Luego la otra chica, la buena, le obliga a ir. Es la mar
de noble. Pero él no recobra la memoria ni cuando el perro danés
se le tira encima a lamerle, ni cuando la madre le pasa los dedazos
por toda la cara y le trae el osito de peluche que arrastraba él
de pequeño por toda la casa. Al final unos niños que están jugando
al crickett le atizan en la cabeza con una pelota. Recupera de golpe
la memoria y entonces le da un beso a su madre en la frente y todas
esas gilipolleces. Pero entonces empieza a hacer de duque de verdad
y se olvida de la buena y de la editorial. Podría contarles el resto
de la historia, pero no quiero hacerles vomitar. No crean que me
lo callo por no estropearles la película. Sería imposible estropearla
más. Pero, bueno, al final Alec y la buena se casan, el borracho
se pone bien y opera a la madre de Alec que ve otra vez, y Marcia
y él empiezan a gustarse. Terminan todos sentados a la mesa desternillándose
de risa porque el perro danés entra con un montón de cachorros.
Supongo que es que no sabían que era perra. Sólo les digo que si
no quieren vomitar no vayan a verla.
Lo más gracioso es que tenía al lado a una señora que no dejó de
llorar en todo el tiempo. Cuanto más cursi se ponía la película,
más lagrimones echaba. Pensarán que lloraba porque era muy buena
persona, pero yo estaba sentado al lado suyo y les digo que no.
Iba con un niño que se pasó las dos horas diciendo que tenía que
ir al baño, y ella no le hizo ni caso. Sólo se volvía para decirle
que a ver si se callaba y se estaba quieto de una vez. Lo que es
ésa, tenía el corazón de una hiena. Todos los que lloran como cosacos
con esa imbecilidad de películas suelen ser luego unos cabrones
de mucho cuidado. De verdad.
Cuando salí del cine me fui andando hacia el Wicker Bar donde iba
a ver a Carl Luce y, mientras, me puse a pensar en la guerra. Siempre
me pasa lo mismo cuando veo una película de esas. Yo creo que no
podría ir a la guerra. No me importaría tanto si todo consistiera
en que te sacaran a un patio y te largaran un disparo por las buenas,
lo que no aguanto es que haya que estar tanto tiempo en el ejército.
Eso es lo que no me gusta. Mi hermano D.B. se pasó en el servicio
cuatro años enteros. Estuvo en el desembarco de Normandía y todo,
pero creo que odiaba el ejército más que la guerra. Yo era un crío
en aquel tiempo, pero recuerdo que cuando venía a casa de permiso,
se pasaba el día entero tumbado en la cama. Apenas salía de su cuarto.
Cuando le mandaron a Europa no le hirieron ni tuvo que matar a nadie.
Estaba de chofer de un general que parecía un vaquero. No tenía
que hacer más que pasearle todo el día en un coche blindado. Una
vez le dijo a Allie que si le obligaran a matar a alguien no sabría
adonde disparar. Le dijo también que en el ejército aliado había
tantos cabrones como en el nazi. Recuerdo que Allie le preguntó
si no le venía bien ir a la guerra siendo escritor porque de eso
podía sacar un montón de temas. D.B. le dijo que se fuera a buscar
su guante de béisbol y le preguntó quién escribía mejores poemas
bélicos, si Rupert Brooke o Emily Dickinson. Allie dijo que Emily
Dickinson. Yo entiendo bastante poco de todo eso porque no leo mucha
poesía, pero sé que me volvería loco de atar si tuviera que estar
en el ejército con tipos como Ackley y Stradlater y Maurice, marchando
con ellos todo el tiempo. Una vez pasé con los Boy Scouts una semana
y no pude aguantarlo. Todo el tiempo te decían que tenías que mirar
fijo al cogote del tío que llevabas delante. Les juro que si hay
otra guerra, prefiero que me saquen a un patio y que me pongan frente
a un pelotón de ejecución. No protestaría nada. Lo que no comprendo
es por qué D.B. me hizo leer Adiós a las armas si odiaba tanto la
guerra. Decía que era una novela estupenda. Es la historia de un
tal teniente Harry que todo el mundo considera un tío fenómeno.
No entiendo cómo D.B. podía odiar la guerra y decir que ese libro
era buenísimo al mismo tiempo. Tampoco comprendo cómo a una misma
persona le pueden gustar Adiós a las armas y El gran Gatsby D.B.
se enfadó mucho cuando se lo dije y me contestó que era demasiado
pequeño para juzgar libros como ésos. Le dije que a mí me gustaban
Ring Lardner y El gran Gatsby. Y es verdad. Me encantan. ¡Qué tío
ese Gatsby! ¡Qué bárbaro! Me chifla la novela. Pero, como les decía,
me alegro muchísimo de que hayan inventado la bomba atómica. Si
hay otra guerra me sentaré justo encima de ella. Me presentaré voluntario,
se lo juro.

Capítulo
19
Por si no viven en Nueva York, les diré que el Wicker Bar está en
un hotel muy elegante, el Seton. Antes me gustaba mucho, pero poco
a poco fui dejando de ir. Es uno de esos sitios que se consideran
muy finos y donde se ven farsantes a patadas. Había dos chicas francesas,
Tina y Janine, que actuaban tres veces por noche. Una de ellas tocaba
el piano -lo asesinaba-, y la otra cantaba, siempre unas canciones
o muy verdes o en francés. La tal Janine se ponía delante del micrófono
y antes de empezar la actuación, decía como susurrando: "Y ahoja
les pjesentamos nuestja vejsión de Vulé vú fjansé. Es la histojia
de una fjansesita que llega a una gjan siudad como Nueva Yojk y
se enamoja de un muchachito de Bjooklyn. Espejo que les guste."
Cuando acababa de susurrar y de demostrar lo graciosa que era, cantaba
medio en francés medio en inglés una canción tontísima que volvía
locos a todos los imbéciles del bar. Si te pasabas allí un buen
rato oyendo aplaudir a ese hatajo de idiotas, acababas odiando a
todo el mundo. De verdad. El barman era también insoportable, un
snob de muchísimo cuidado. No hablaba a nadie a menos que fuera
un tío muy importante o un artista famoso o algo así, y cuando lo
hacía era horroroso. Se acercaba a quien fuera con una sonrisa amabilísima,
como si fuera una persona estupenda, y le decía: "¿Qué tal por Connecticut?",
o "¿Qué tal por Florida?". Era un sitio horrible, de verdad. Como
les digo, poco a poco fui dejando de ir.
Cuando llegué aún era muy temprano. Estaba llenísimo. Me acerqué
a la barra y pedí un par de whiskis con soda. Los pedí de pie para
que vieran que era alto y no me tomaran por menor de edad. Luego
me puse a mirar a todos los cretinos que había por allí. A mi lado
tenía a un tío metiéndole un montón de cuentos a la chica con que
estaba. Le decía por ejemplo que tenía unas manos muy aristocráticas.
¡Menudo imbécil! El otro extremo de la barra estaba lleno de maricas.
No es que hicieran alarde de ello -no llevaban el pelo largo ni
nada-, pero aun así se les notaba. Al final apareció mi amigo.
¡Bueno era el tal Luce! Se las traía. Cuando estaba en Whooton era
mi consejero de estudios. Lo único que hacía era que por las noches,
cuando se reunían unos cuantos chicos en su habitación, se ponía
a hablarnos de cuestiones sexuales. Sabía un montón de todo eso,
sobre todo de pervertidos. Siempre nos hablaba de esos tíos que
se lían con ovejas, o de esos otros que van por ahí con unas bragas
de mujer cosidas al forro del sombrero. Y de maricones y lesbianas.
Sabía quien lo era y quien no en todo Estados Unidos. No tenías
más que mencionar a una persona cualquiera, y Luce te decía en seguida
si era invertida o no. A veces costaba trabajo creer que fueran
maricas o lesbianas los que él decía que eran, actores de cine o
cosas así. Algunos hasta estaban casados. Le preguntábamos, por
ejemplo: "¿Dices que Joe Blow es marica? ¿Joe Blow? ¿Ese tío tan
grande y tan bárbaro que hace siempre de gángster o de vaquero?"
Y Luce contestaba: "En efecto." Siempre decía "en efecto". Según
él no importaba que un tío estuviera casado o no. Aseguraba que
la mitad de los casados del mundo eran maricas y ni siquiera lo
sabían. Decía que si habías nacido así, podías volverte maricón
en cualquier momento, de la noche a la mañana. Nos metía un miedo
horroroso. Yo llegué a convencerme de que el día menos pensado me
pasaría a la acera de enfrente. Lo gracioso es que en el fondo siempre
tuve la sensación de que el tal Luce era un poco amariconado. Todo
el tiempo nos decía: "¡A ver cómo encajas ésta!", mientras nos daba
una palmada en el trasero. Y cuando iba al baño dejaba la puerta
abierta y seguía hablando contigo mientras te lavabas los dientes
o lo que fuera. Todo eso es de marica. De verdad. Había conocido
ya a varios y siempre hacían cosas así. Por eso tenía yo mis sospechas.
Pero era muy inteligente, eso sí.
Jamás te saludaba al llegar. Aquella noche lo primero que hizo en
cuanto se sentó fue decir que sólo podía quedarse un par de minutos.
Que tenía una cita. Luego pidió un Martini. Le dijo al barman que
se lo sirviera muy seco y sin aceituna.
-Oye, te he buscado un maricón. Está al final de la barra. No mires.
Te lo he estado reservando.
-Muy gracioso -contestó-, ya veo que no has cambiado. ¿Cuándo vas
a crecer?
Le aburría a muerte. De verdad. Pero él a mí me divertía mucho.
-¿Cómo va tu vida sexual? -le dije. Le ponía negro que le preguntaran
cosas así.
-Tranquilo -me dijo-. Cálmate, por favor.
-Ya estoy tranquilo -le contesté-. Oye, ¿qué tal por Columbia? ¿Cómo
te va? ¿Te gusta?
-En efecto, me gusta. Si no me gustara no estudiaría allí.
A veces se ponía insoportable.
-¿En qué vas a especializarte? -le pregunté-. ¿En pervertidos?
Tenía ganas de broma.
-¿Qué quieres? ¿Hacerte el gracioso?
-Te lo decía en broma -le dije-. Luce, tú que eres la mar de intelectual,
necesito un consejo. Me he metido en un lío terrible...
Me soltó un bufido:
-Escucha Caulfield. Si quieres que nos sentemos a charlar tranquilamente
y a tomar una copa...
-Está bien. Está bien. No te excites.
Se le veía que no tenía ninguna gana de hablar de nada serio conmigo.
Eso es lo malo de los intelectuales. Sólo quieren hablar de cosas
serias cuando a ellos les apetece.
-De verdad, ¿qué tal tu vida sexual? ¿Sigues saliendo con la chica
que veías cuando estabas en Whooton? La que tenía esas enormes...
-¡No, por Dios! -me dijo.
-¿Por qué? ¿Qué ha sido de ella?
-No tengo ni la más ligera idea. Pero ya que lo preguntas, probablemente
por estas fechas será la puta más grande de todo New Hampshire.
-No está bien que digas eso. Si fue lo bastante decente como para
dejarte que la metieras mano, al menos podías hablar de ella de
otra manera.
-¡Dios mío! -dijo Luce-. Dime si va a ser una de tus conversaciones
típicas. Prefiero saberlo cuanto antes.
-No -le contesté-, pero sigo creyendo que no está bien. Si fue contigo
lo bastante...
-¿Hemos de seguir necesariamente esa línea de pensamiento?
Me callé. Temí que se levantara y se largara de pronto si seguía
por ese camino. Pedí otra copa. Tenía ganas de coger una buena curda.
-¿Con quién sales ahora? -le pregunté-. ¿No quieres decírmelo?
-Con nadie que tú conozcas.
-¿Quién es? A lo mejor sí la conozco.
-Vive en el Village. Es escultora. Ahora ya lo sabes.
-¿Sí? ¿De verdad? ¿Cuántos años tiene?
-Nunca se lo he preguntado.
-Pero, ¿como cuántos más o menos?
-Debe andar por los cuarenta -dijo Luce.
-¿Por los cuarenta? ¿En serio? ¿Y te gusta? -le pregunté-. ¿Te gustan
tan mayores? -se lo dije porque de verdad sabía muchísimo sobre
sexo y cosas de esas. Era uno de los pocos tíos que he conocido
que de verdad sabían lo que se decían. Había dejado de ser virgen
a los catorce años, en Nantucket. Y no era cuento.
-Me gustan las mujeres maduras, si es eso a lo que te refieres.
-¿De verdad? ¿Por qué? Dime, ¿es que hacen el amor mejor o qué?
-Oye, antes de proseguir vamos a poner las cosas en claro. Esta
noche me niego a responder a tus preguntas habituales. ¿Cuándo demonios
vas a crecer de una vez?
Durante un buen rato no dije nada. Luego Luce pidió otro Martini
y le insistió al camarero en que se lo hiciera aún más seco.
-Oye, ¿cuánto tiempo hace que sales con esa escultora? -le pregunté.
El tema me interesaba de verdad-. ¿La conocías ya cuando estabas
en Whooton?
-¿Cómo iba a conocerla? Acaba de llegar a este país hace pocos meses.
-¿Sí? ¿De dónde es?
-Se da la circunstancia de que ha nacido en Shangai.
-¡No me digas! ¿Es china?
-Evidentemente.
-¡No me digas! ¿Y te gusta eso? ¿Que sea china?
-Evidentemente.
-¿Por qué? Dímelo. De verdad me gustaría saberlo.
-Porque se da la circunstancia de que la filosofía oriental me resulta
más satisfactoria que la occidental.
-¿Sí? ¿Qué quieres decir cuando dices "filosofía"? ¿La cosa del
sexo? ¿Acostarte con ella? ¿Quieres decir que lo hacen mejor en
China? ¿Es eso?
-No necesariamente en China. He dicho Oriente. ¿Tenemos que proseguir
con esta conversación inane?
-Oye, de verdad, Te lo pregunto en serio -le dije-. ¿Por qué es
mejor en Oriente?
-Es demasiado complejo para explicártelo ahora. Sencillamente consideran
el acto sexual una experiencia tanto física como espiritual. Pero
si crees que...
-¡Yo también! Yo también lo considero lo que has dicho, una experiencia
física y espiritual y todo eso. De verdad. Pero depende muchísimo
de con quién estoy. Si estoy con una chica a quien ni siquiera...
-No grites, Caulfield, por Dios. Si no sabes hablar en voz baja,
será mejor que dejemos...
-Sí, sí, pero oye -le dije. Estaba nerviosísimo y es verdad que
hablaba muy fuerte. A veces cuando me excito levanto mucho la voz-.
Ya sé que debe ser una experiencia física, y espiritual, y artística
y todo eso, pero lo que quiero decir es si puedes conseguir que
sea así con cualquier chica, sea como sea. ¿Puedes?
-Cambiemos de conversación, ¿te importa?
-Sólo una cosa más. Escucha. Por ejemplo, tú y esa señora, ¿qué
hacéis para que os salga tan bien?
-Ya vale, te he dicho.
Me estaba metiendo en sus asuntos personales. Lo reconozco. Pero
eso era una de las cosas que más me molestaban de Luce. Cuando estábamos
en el colegio te obligaba a que le contaras las cosas más íntimas,
pero en cuanto le hacías a él una pregunta personal, se enfadaba.
A esos tipos tan intelectuales no les gusta mantener una conversación
a menos que sean ellos los que lleven la batuta. Siempre quieren
que te calles cuando ellos se callan y que vuelvas a tu habitación
cuando ellos quieren volver a su habitación. Cuando estábamos en
Whooton, a Luce le reventaba -se le notaba- que cuando él acababa
de echarnos una conferencia, nosotros siguiéramos hablando por nuestra
cuenta. Le ponía negro. Lo que quería era que cada uno volviera
a su habitación y se callara en el momento en que él acababa de
perorar. Creo que en el fondo tenía miedo de que alguien dijera
algo más inteligente. Me divertía mucho.
-Puede que me vaya a China. Tengo una vida sexual asquerosa -le
dije.
-Naturalmente. Tu cerebro aún no ha madurado.
-Sí. Tienes razón. Lo sé. ¿Sabes lo que me pasa? -le dije-. Que
nunca puedo excitarme de verdad, vamos, del todo, con una chica
que no acaba de gustarme. Tiene que gustarme muchísimo. Si no, no
hay manera. ¡Jo! ¡No sabes cómo me fastidia eso! Mi vida sexual
es un asco.
-Pues claro. La última vez que nos vimos ya te dije lo que te hacía
falta.
-¿Te refieres a lo del sicoanálisis? -le dije. Eso era lo que me
había aconsejado. Su padre era siquiatra.
-Tú eres quien tiene que decidir. Lo que hagas con tu vida no es
asunto mío.
Durante unos momentos no dije nada porque estaba pensando.
-Supongamos que fuera a ver a tu padre y que me sicoanalizara y
todo eso -le dije-. ¿Qué me pasaría? ¿Qué me haría?
-Nada. Absolutamente nada. ¡Mira que eres pesado! Sólo hablaría
contigo y tú le hablarías a él. Para empezar te ayudaría a reconocer
tus esquemas mentales.
-¿Qué?
-Tus esquemas mentales. La mente humana está... Oye, no creas que
voy a darte aquí un curso elemental de sicoanálisis. Si te interesa
verle, llámale y pide hora. Si no, olvídate del asunto. Francamente,
no puede importarme menos.
Le puse la mano en el hombro. ¡Jo! ¡Cómo me divertía!
-¡Eres un cabrón de lo más simpático! -le dije-. ¿Lo sabías?
Estaba mirando la hora.
-Tengo que largarme -dijo, y se levantó-. Me alegro de haberte visto.
Llamó al barman y le dijo que le cobrara lo suyo.
-Oye -le dije antes de que se fuera-. Tu padre, ¿te ha sicoanalizado
a ti alguna vez?
-¿A mí? ¿Por qué lo preguntas?
-Por nada. Di, ¿te ha sicoanalizado?
-No exactamente. Me ha ayudado hasta cierto punto a adaptarme, pero
no ha considerado necesario llevar a cabo un análisis en profundidad.
¿Por qué lo preguntas?
-Por nada. Sólo por curiosidad.
-Bueno. Que te diviertas -dijo. Estaba dejando la propina y se disponía
a marcharse.
-Toma una copa más -le dije-. Por favor. Tengo una depresión horrible.
Me siento muy solo, de verdad.
Me contestó que no podía quedarse porque era muy tarde, y se fue.
¡Qué tío el tal Luce! No había quien le aguantara, pero la verdad
es que se expresaba estupendamente. Cuando estábamos en Whooton
él era el que tenía mejor vocabulario de todo el colegio. De verdad.
Nos hicieron un examen y todo.

Capítulo
20
Me quedé sentado en la barra emborrachándome y esperando a ver si
salían Tina y Janine a hacer sus tontadas, pero ya no trabajaban
allí. Salieron en cambio un tipo con el pelo ondulado y pinta de
maricón que tocaba el piano, y una chica nueva que se llamaba Valencia
y que cantaba. No es que fuera una diva, pero lo hacía mejor que
Janine y por lo menos había elegido unas canciones muy bonitas.
El piano estaba junto a la barra y yo tenía a Valencia prácticamente
a mi lado. Le eché unas cuantas miradas insinuantes, pero no me
hizo ni caso. En circunstancias normales no me habría atrevido a
hacerlo, pero aquella noche me estaba emborrachando a base de bien.
Cuando acabó, se largó a tal velocidad que no me dio tiempo siquiera
a invitarla, así que llamé al camarero y le dije que le preguntara
si quería tomar una copa conmigo. Me dijo que bueno, pero estoy
seguro de que no le dio el recado. La gente nunca da recados a nadie.
¡Jo! Seguí sentado en aquella barra al menos hasta la una, emborrachándome
como un imbécil. Apenas veía nada. Me anduve con mucho cuidado,
eso sí, de no meterme con nadie. No quería que el barman se fijara
en mí y se le ocurriera preguntarme qué edad tenía. Pero, ¡jo!,
de verdad que no veía nada. Cuando me emborraché del todo empecé
otra vez a hacer el indio, como si me hubieran encajado un disparo.
Era el único tío en todo el bar que tenía una bala alojada en el
estómago. Me puse una mano bajo la chaqueta para impedir que la
sangre cayera por el suelo. No quería que nadie se diera cuenta
de que estaba herido. Quería ocultar que era un pobre diablo destinado
a morir. Al final me entraron ganas de llamar a Jane para ver si
estaba en casa, así que pagué y me fui adonde estaban los teléfonos.
Seguía con la mano puesta debajo de la chaqueta para retener la
sangre. ¡Jo! ¡Vaya tranca que llevaba encima!
No sé qué pasó, pero en cuanto entré en la cabina se me pasaron
las ganas de llamar a Jane. Supongo que estaba demasiado borracho.
Así que decidí llamar a Sally Hayes. Tuve que marcar como veinte
veces para acertar con el número. ¡Jo! ¡No veía nada!
-Oiga -dije cuando contestaron al teléfono. Creo que hablaba a gritos
de lo borracho que estaba.
-¿Quién es? -dijo una voz de mujer en un tono la mar de frío.
-Soy Holden Caulfield. Quiero hablar con Sally, por favor.
-Sally está durmiendo. Soy su abuela. ¿Por qué llamas a estas horas,
Holden? ¿Tienes idea de lo tarde que es?
-Sí, pero quiero hablar con Sally. Es muy importante. Dígale que
se ponga.
-Sally está durmiendo, jovencito. Llámala mañana. Buenas noches.
-Despiértela. Despiértela. Ande, sea buena.
Luego sonó una voz diferente.
-Hola, Holden -era Sally-. ¿Qué te ha dado?
-¿Sally? ¿Eres tú?
-Sí. Y deja de gritar. ¿Estás borracho?
-Sí. Escucha. Iré en Nochebuena, ¿me oyes? Te ayudaré a adornar
el árbol, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo, Sally?
-Sí. Estás borracho. Ahora vete a la cama. ¿Dónde estás? No estarás
solo, ¿no?
-Sally, iré a ayudarte a poner el árbol, ¿de acuerdo?
-Sí. Ahora vete a la cama. ¿Dónde estás? ¿Estás con alguien?
-No, estoy solo.
¡Jo! ¡Qué borrachera tenía! Seguía sujetándome el estómago.
-Me han herido. Han sido los de la banda de Rock, ¿sabes? Sally,
¿me oyes?
-No te oigo. Vete a la cama. Tengo que dejarte. Llámame mañana.
-Oye Sally, ¿quieres que te ayude a adornar el árbol? ¿Quieres,
o no?
-Sí. Ahora, buenas noches. Vete a casa y métete en la cama.
Y me colgó.
-Buenas noches. Buenas noches, Sally, cariño, amor mío- le dije.
¿Se dan cuenta de lo borracho que estaba? Colgué yo también. Me
imaginé que había salido con algún tío y acababa de volver a casa.
Me la imaginé con los Lunt y ese cretino de Andover, nadando todos
ellos en una tetera, diciendo unas cosas ingeniosísimas, y actuando
todos de una manera falsísima. Ojalá no la hubiera llamado. Cuando
me emborracho no sé ni lo que hago.
Me quedé un buen rato en aquella cabina. Seguía aferrado al teléfono
para no caer al suelo. Si quieren que les diga la verdad no me sentía
muy bien. Al final me fui dando traspiés hasta el servicio. Llené
uno de los lavabos y hundí en él la cabeza hasta las orejas. Cuando
la saqué no me molesté siquiera en secarme el agua. Dejé que la
muy puñetera me chorreara por el cuello. Luego me acerqué a un radiador
que había junto a la ventana y me senté. Estaba calentito. Me vino
muy bien porque yo tiritaba como un condenado. Tiene gracia, cada
vez que me emborracho me da por tiritar.
Como no tenía nada mejor que hacer, me quedé sentado en el radiador
contando las baldosas blancas del suelo. Estaba empapado. El agua
me chorreaba a litros por el cuello mojándome la camisa y la corbata,
pero no me importaba. Estaba tan borracho que me daba igual. Al
poco rato entró el tío que tocaba el piano, el maricón de las ondas.
Mientras se peinaba sus rizos dorados, hablamos un poco, pero no
estuvo muy amable que digamos.
-Oiga, ¿va a ver a Valencia cuando vuelva al bar? -le dije.
-Es altamente probable -me contestó. Era la mar de ingenioso. Siempre
me tengo que tropezar con tíos así.
-Dígale que me ha gustado mucho. Y pregúntele si el imbécil del
camarero le ha dado mi recado, ¿quiere?
-¿Por qué no se va a casita, amigo? ¿Cuántos años tiene?
-Ochenta y seis. Oiga, no se olvide de decirle que me gusta mucho,
¿eh?
-¿Por qué no se va a casa?
-Porque no. ¡Jo! ¡Qué bien toca usted el piano! -le dije. Era pura
coba porque la verdad es que lo aporreaba-. Debería tocar en la
radio. Un tío tan guapo como usted... con esos bucles de oro. ¿No
necesita un agente?
-Váyase a casa, amigo, como un niño bueno. Váyase a casa y métase
en la cama.
-No tengo adonde ir. Se lo digo en serio, ¿necesita un agente?
No me contestó. Acabó de acicalarse y se fue. Como Stradlater. Todos
esos tíos guapos son iguales. En cuanto acaban de peinarse sus rizos
se van y te dejan en la estacada.
Cuando al final me levanté para ir al guardarropa, estaba llorando.
No sé por qué. Supongo que porque me sentía muy solo y muy deprimido.
Cuando llegué al guardarropa no pude encontrar mi ficha, pero la
empleada estuvo muy simpática y me dio mi abrigo y mi disco de Litile
Shirley Beans que aún llevaba conmigo. Le di un dólar por ser tan
amable, pero no quiso aceptarlo. Me dijo que me fuera a casa y me
metiera en la cama. Quise esperarla hasta que saliera de trabajar,
pero no me dejó. Me aseguró que tenía edad suficiente para ser mi
madre. Le enseñé todo el pelo gris que tengo en el lado derecho
de la cabeza y le dije que tenía cuarenta y dos años. Naturalmente
era todo en broma, pero ella estuvo muy amable. Luego le mostré
la gorra de caza roja y le gustó mucho. Me obligó a ponérmela antes
de salir porque tenía todavía el pelo empapado. Parecía muy buena
persona.
Cuando salí me despejé un poco, pero hacía mucho frío y empecé a
tiritar. No podía parar. Me fui hasta Madison Avenue y me puse a
esperar el autobús porque me quedaba muy poco dinero y quería empezar
a economizar. Pero de pronto me di cuenta de que no quería ir en
autobús. Además, no sabía hacia dónde tirar. Al final eché a andar
en dirección al parque. Se me ocurrió acercarme al lago para ver
si los patos seguían allí o no. Aún no había podido averiguarlo,
así que como no estaba muy lejos y no tenía adonde ir, decidí darme
una vuelta por ese lugar. Ni siquiera sabía dónde iba a dormir.
No estaba cansado ni nada. Sólo estaba muy deprimido.
Al entrar en el parque me pasó una cosa horrible. Se me cayó al
suelo el disco de Phoebe y se hizo mil pedazos. Estaba dentro de
su funda, pero se rompió igual. Me dio tanta pena que estuve a punto
de echarme a llorar. Recogí todos los pedazos y me los metí en el
bolsillo del abrigo. Ya no servían para nada pero no quise tirarlos.
Luego entré en el parque. ¡Jo! ¡Qué oscuro estaba!
He vivido en Nueva York toda mi vida y me conozco el Central Park
como la palma de la mano porque de pequeño iba allí todos los días
a patinar y a montar en bicicleta, pero aquella noche me costó un
trabajo horrible dar con el lago. Sabía perfectamente dónde estaba
-muy cerca de Central Park South-, pero no acertaba a encontrarlo.
Debía estar más borracho de lo que pensaba. Seguí andando sin parar.
Cada vez se iba poniendo más oscuro y cada vez me daba más miedo.
En todo el tiempo que estuve en el parque no vi ni un alma. Por
suerte, porque les confieso que si me hubiera topado con alguien,
habría corrido como una milla entera sin parar. Al final encontré
el lago. Estaba helado sólo a medias, pero no vi ningún pato. Di
toda la vuelta alrededor -por cierto casi me caigo al agua-, pero
de patos ni uno. A lo mejor, pensé, estaban durmiendo en la hierba
al borde del agua. Por eso casi me caigo adentro, por mirar. Pero,
como les digo, no vi ni uno.
Al final me senté en un banco en un sitio donde no estaba tan oscuro.
¡Jo! Seguía tiritando como un imbécil y, a pesar de la gorra de
caza, tenía el pelo lleno de trozos de hielo. Aquello me preocupó.
Probablemente cogería una pulmonía y me moriría. Empecé a imaginarme
muerto y a todos los millones de cretinos que acudirían a mi entierro.
Vendrían mi abuelo, el que vive en Detroit y va leyendo en voz alta
los nombres de todas las calles cuando vas con él en el autobús,
y mis tías -tengo como cincuenta-, y los idiotas de mis primos.
Cuando murió Allie vinieron todos y había que ver qué hatajo de
imbéciles eran. Según me contó D.B., una de mis tías, la que tiene
una halitosis que tira de espaldas, se pasó todo el tiempo diciendo
que daba gusto la paz que respiraba el cuerpo de Allie. Yo no fui.
Estaba en el hospital por eso que les conté de lo que me había hecho
en la mano. Pero, volviendo a lo del parque, me pasé un buen rato
sentado en aquel banco preocupado por los trocitos de hielo y pensando
que iba a morirme. Lo sentía muchísimo por mis padres, sobre todo
por mi madre, que aún no se ha recuperado de la muerte de Allie.
Me la imaginé sin saber qué hacer con mi ropa, y mi equipo de deporte,
y todas mis cosas. Lo único que me consolaba es que no dejarían
a Phoebe venir a mi entierro porque aún era una cría. Esa fue la
única cosa que me animó. Después me los imaginé metiéndome en una
tumba horrible con mi nombre escrito en la lápida y todo. Me dejarían
allí rodeado de muertos. ¡Jo! ¡Buena te la hacen cuando te mueres!
Espero que cuando me llegue el momento, alguien tendrá el sentido
suficiente como para tirarme al río o algo así. Cualquier cosa menos
que me dejen en un cementerio. Eso de que vengan todos los domingos
a ponerte ramos de flores en el estómago y todas esas puñetas...
¿Quién necesita flores cuando ya se ha muerto? Nadie.
Cuando hace buen tiempo, mis padres suelen ir a dejar flores en
la tumba de Allie. Yo fui con ellos unas cuantas veces pero después
no quise volver más. No me gusta verle en el cementerio rodeado
de muertos y de losas. Cuando hace sol aún lo aguanto, pero dos
veces empezó a llover mientras estábamos allí. Fue horrible. El
agua empezó a caer sobre su tumba empapando la hierba que tiene
sobre el estómago. Llovía muchísimo y la gente que había en el cementerio
empezó a correr hacia los coches. Aquello fue lo que más me reventó.
Todos podían meterse en su automóvil, y poner la radio, y después
irse a cenar a un restaurante menos Allie. No pude soportarlo. Ya
sé que lo que está en el cementerio es sólo su cuerpo y que su espíritu
está en el Cielo y todo eso, pero no pude aguantarlo. Daría cualquier
cosa porque no estuviera allí. Claro, ustedes no le conocían. Si
le hubieran conocido entenderían lo que quiero decir. Cuando hace
sol puede pasar, pero el sol no sale más que cuando le da la gana.
Al cabo de un rato, para dejar de pensar en pulmonías y cosas de
esas, saqué el dinero que me quedaba y me puse a contarlo a la poca
luz que daba la farola. No me quedaban más que tres billetes de
un dólar, cinco monedas de veinticinco centavos, y una de cinco.
¡Jo! Desde que había salido de Pencey había gastado una verdadera
fortuna. Me acerqué al lago y tiré las monedas en la parte que no
estaba helada. No sé por qué lo hice. Supongo que para dejar de
pensar en que me iba a morir. Pero no me sirvió de nada.
De pronto se me ocurrió qué haría la pobre Phoebe si me diera una
pulmonía y la diñara. Era una tontería, pero no podía sacármelo
de la cabeza. Supongo que se llevaría un disgusto terrible. Me quiere
mucho. De verdad. No podía dejar de pensar en ello, así que decidí
colarme en casa sin que nadie me viera y verla por si acaso luego
me moría. Tenía la llave de la puerta. Podía entrar a escondidas
y hablar un rato con ella. Lo único que me preocupaba era que la
puerta principal chirría como loca. Es una casa de pisos bastante
vieja. El administrador es un vago y todo cruje y rechina que es
un gusto. Pero aun así, me decidí a intentarlo.
Salí del parque y me fui a casa. Anduve todo el camino. No estaba
muy lejos y además no me sentía ni cansado ni borracho. Sólo hacía
un frío terrible y no se veía un alma.
[EN
PROTECCION DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE EL
GUARDIAN ENTRE EL CENTENO]


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