"EL CAZADOR OCULTO" O "EL
GUARDIAN ENTRE EL CENTENO" (fragmento)
NOTAS EN ESTA SECCION
Murió J. D. Salinger |
El rastro oculto en la obra
de Salinger, Gonzalo Garcés |
Entrevista 1974 |
Salinger, el autor que
enseño a no creer
El escritor de la brevedad
sustancial | La iniciación, por Luis
Gusmán |
El maestro oscuro y sutil, por Pablo De
Santis
Veleidades de un escritor de
clausura | El guardián
entre el centeno
ENLACE RELACIONADO
Las máscaras de Salinger
LECTURA RECOMENDADA
La vida de un escritor que prefirió
vovlerse anónimo, Silvina Friera, Página|12, 29/01/10



Salinger por Robert Vickery
(témpera sobre madera). Instituto Smithsoniano de Washington. Tapa de Time en
1961.
|
 28
de enero 2010: murió J.D. Salinger, autor de "El guardián entre el centeno"
Jerome David Salinger, el legendario escritor, héroe de los jóvenes y fugitivo
de la fama cuyo libro "The Catcher in the Rye" (El cazador oculto o El guardián
entre el centeno) y conmocionó e inspiró a un mundo del cual se apartó, ha
muerto. Tenía 91 años.
Salinger murió de causas naturales en su hogar el miércoles, dijo su hijo en un
comunicado difundido por su representante literario, reseña AP. Desde hacía
décadas vivía aislado por propia voluntad en su casa de la localidad de Cornish,
Nueva Hampshire.
"The Catcher in the Rye", con su inmortal protagonista adolescente, el rebelde y
atormentado Holden Caulfield, apareció en 1951, en plena Guerra Fría, una época
de conformismo y angustias. El Club del Libro del Mes, que incluyó "The Catcher"
entre sus selecciones, recomendó a "cualquiera que haya criado un hijo" la
novela como "una fuente de asombro y deleite y preocupación".
Enfurecido por todos los "falsos" que "me deprimen al punto de enloquecerme",
Holden pronto se convirtió en el más famoso antihéroe de la literatura
estadounidense desde Huckleberry Finn. Las ventas de la novela son asombrosas,
más de 60 millones de ejemplares alrededor del mundo, y su impacto incalculable.
Décadas después de su publicación, el libro sigue siendo una expresión que
define el sueño más americano: no crecer nunca.
Salinger escribía para adultos, pero adolescentes en todo el mundo se
identificaron con los temas de alienación, inocencia y fantasía de la novela, ni
qué hablar de la suerte de tener la última palabra. "Catcher" presenta el mundo
como una lucha muy injusta entre la bondad de la juventud y la corrupción de los
mayores, un mensaje que sólo se intensificó con la inminente brecha
generacional.
El culto de "Catcher" se tornó trágico en 1980 cuando el enloquecido fanático de
los Beatles Mark David Chapman asesinó a John Lennon, citando la novela de
Salinger como una inspiración y declarando que "este extraordinario libro posee
muchas respuestas".
Para el siglo XXI, Holden parecía relativamente blando, pero el libro de
Salinger siguió apareciendo en los currículos escolares y discutido en
incontables sitios de internet y una página de Facebook.
Otros libros de Salinger no igualan la influencia ni las ventas de "Catcher",
pero aún se leen, una y otra vez, con gran afecto e intensidad. Los críticos, al
menos por un tiempo, consideraron a Salinger un consumado y atrevido cuentista,
con títulos como el clásico "A Perfect Day for Bananafish" de la colección "Nine
Stories". La novela "Franny and Zooey", al igual que "Catcher", es una búsqueda
juvenil de redención obsesivamente articulada, que incluye una memorable
discusión entre Zooey y su madre mientras el protagonista intenta leer en el
baño.
El
rastro oculto en la obra de Salinger
Por Gonzalo Garcés
Uno
aprende que Rabelais es divertido y excesivo y loco, para descubrir que es
metódico y aburrido. Uno oye decir que Flaubert es impersonal, cuando hay pocos
escritores cuya personalidad y opiniones invadan tanto sus novelas. Crece con la
idea de que Cortázar es cálido y juguetón, aunque un poco sentimental, y
descubre que es frío, cerebral, atento sólo al concepto abstracto de las cosas.
Hay escritores así: por diversas razones, su renombre es justo lo opuesto de lo
que son realmente. Para mí, J.D. Salinger es de ésos.
De Salinger, en estos días, se han escrito muchas veces unas pocas cosas. Una de
las más repetidas es que lo preocupaba la autenticidad. La inefable crítica
literaria Michiko Kakutani, del New York Times, siempre dispuesta a decir cosas
chirles con tono severo, escribió que los lectores de varias generaciones han
quedado cautivados con El cazador oculto (1951) debido a la voz
"maravillosamente inmediata" de su narrador, Holden Caulfield, que juzga con
escepticismo al mundo y denuncia a sus farsantes y sus hipócritas.
Disiento. Siempre encontré que El cazador oculto –The Catcher in the Rye,
traducido "oficialmente" en español como El guardián entre el centeno– era un
libro opresivo, sin rastro del efecto liberador que habría debido tener una voz
que "juzga con escepticismo". Había algo enfermizo en Holden Caulfield, pero
recién ahora que lo releo empiezo a discernir qué es. La verdad es que Holden,
con todo su celebrado coloquialismo, es un personaje imposible, un ideal que no
puede confundirse con un ser vivo. Le falta algo para ser humano; se siente
desde los primeros episodios, cuando lo acaban de echar del colegio y cada
persona con la que se cruza quiere algo –impresionarlo, aleccionarlo,
engatusarlo– y él sólo parece compadecerlos a todos, salvo cuando los encuentra
irritantes, justamente por querer todas esas cosas. La cuestión se vuelve
manifiesta en uno de los episodios más memorables, cuando Holden está en un
hotel y el botones le propone mandarle una prostituta a su habitación. Holden
acepta, pero cuando la chica llega, se deprime y pierde las ganas. Al final, el
botones-cafishio le da una paliza y le cobra el doble de lo que habían acordado.
La obra en una escena
Casi todo Salinger está en esa escena: un protagonista que se mete por propia
voluntad en una situación, pero una vez ahí se pone melancólico y ya no quiere
llevar las cosas a cabo; esa abstención invariablemente es castigada, mediante
la violencia o de otra forma. En el cuento "Para Esmé, con amor y sordidez", el
soldado coquetea con una menor de edad, pero no tarda en mirarla con tierna
ironía y la deja intacta, para marchar enseguida a la guerra y quedar
traumatizado. En "Un día perfecto para el pez banana", Seymour Glass flirtea del
modo más ligero (pero de todas formas inquietante) con una niña, y a
continuación se pega un tiro. En "Franny y Zooey", Franny acude a una cita con
su novio, pero una vez ahí se siente triste y asqueada, y acaba por desmayarse.
Algo hay de remilgado en toda esa abstención.
En particular, en el episodio con la prostituta de El cazador oculto, algo no
termina de cerrarse; las razones de Holden para perder las ganas de sexo parecen
inconcluyentes. Termina haciendo pensar en esa gente que, frente a una película
pornográfica, y para no admitir que se sienten turbados, se llenan la boca con
la compasión que les causan las actrices, lo mala que está la música, etcétera.
En cualquier caso, eso es lo que le falta a Holden Caulfield, como a todos los
protagonistas de Salinger: deseo. Holden no parece querer nada. Y si los demás
parecen ridículos a su lado, es porque cualquier deseo y cualquier esfuerzo
parecen ridículos puestos al lado de la abstención. Pero la falta de deseo casi
siempre oculta de todas maneras un deseo, aunque sea más tortuoso, más
soterrado, más histérico.
El miedo al ridículo
¿Y por qué no quieren nada los protagonistas de Salinger? Ahí está la cuestión.
Salinger, se sabe, fue uno de los precursores de la manía orientalista de los
años sesenta. Antes de que los Beatles se fueran a meditar con el Mahairishi,
antes incluso de Jack Kerouac y Allen Ginsberg, Salinger habló en sus ficciones
de Gautama, Ramakrishna, Lao-Tsé, el Zen, los bodhisattvas, los arhats, los
jivanmuktas, sin olvidar a Jesucristo y a los demás santos. Si algo se puede
sacar en limpio, es una fuerte atracción del autor de Nueve cuentos por el
nirvana, en el sentido de la destrucción de la conciencia y en definitiva la
muerte. Franny, la hiperintelectual hija menor de los Glass, murmura una oración
con la esperanza de vaciar su mente. Hay también un cuento, "Teddy",
probablemente la cosa más repulsiva que Salinger escribió, donde un niño habla
como si se hubiera dado un enema con las obras completas de Paulo Coelho. Esto
significa que está en una encarnación muy avanzada y listo para salir del mundo
material. Y dicho y hecho, al final se suicida. Es lícito decir que por la
ficción de Salinger corre una desaprobación por el mundanal ruido, los vanos
afanes, la ciega ambición. Y por el motivo que tradicionalmente han argüido las
religiones orientales: que el mundo material es una ilusión. Podría decirse que
para Salinger la realidad es la muerte, y desde ese punto de vista los afanes
del ego deben combatirse por ser máscaras, mentiras. ¿Cierto?
No: falso. Buddy Glass podrá asegurar que es eso, Franny podrá decir que la
desespera un mundo donde todos quieren ser algo. Pero el terreno en el que
realmente se juega la ética de Salinger es en aquellas escenas en las que se
contrapone a uno de sus portavoces con un personaje "equivocado". Y ahí el error
es siempre el mismo. Esmé, la nena inglesa del famoso cuento, conversa con el
narrador. De principio a fin trata de impresionarlo: con su vocabulario, su
título nobiliario, su reloj, su mundanidad. El mira con amable ironía a esta
chica pretenciosa. Pero la ironía no está dirigida al intento de impresionar en
sí mismo; si Esmé es objeto de risa, es porque nos damos perfecta cuenta de que
su vocabulario es una veleidad infantil, su título de nobleza un verso, su
mundanidad un chiste. Es decir, porque su intento es fallido. Algo similar pasa
en Franny y Zooey: Lane, el novio universitario de Franny, perora. Franny
escucha. A través de sus ojos vemos que Lane se cree todo un intelectual, pero
es un tipo de pocas luces. Anuncia que le han puesto una calificación alta por
un trabajo sobre Flaubert. Está considerando publicarlo. "De hecho", dice, "creo
que no se ha hecho ningún trabajo verdaderamente incisivo sobre él en los
últimos..." "Estás hablando como un suplente", lo interrumpe Franny. La escena
es muy vívida –Salinger es un maestro del diálogo, de sus balbuceos, sus
repeticiones, sus vueltas en espiral–, pero padece de una deshonestidad
fundamental: de un solo pedante se deduce el error existencial de todas las
aspiraciones, de todos los egos.
Más tarde, todo hay que decirlo, Zooey le hará a Franny este mismo reproche. ¿De
verdad le molesta el ego, o sólo el ego de los cretinos universitarios? El
argumento es de peso: para demostrar la nulidad del ego haría falta mostrar, no
a un imbécil, sino a un gran artista o un gran científico, digamos, vuelto
risible por sus ambiciones. Y es una lástima que el mismo Salinger no acepte el
desafío. Porque sus representantes del "ego" son invariablemente despreciables.
Nicholson, el profesor que interroga al niño kármico en "Teddy", está cortado de
la misma tela que Lane. Y después está la otra clase de hombres de paja que
Salinger pone en escena sólo para burlarse de ellos: el palurdo. En El cazador
oculto es Ackley, el sucio condiscípulo de Holden, que eructa como un cerdo y se
corta las uñas dejando los restos en cualquier lugar. En "Para Esmé, con amor y
sordidez" es Clay, el soldado semianalfabeto que no entiende ironías, se
entusiasma como sólo puede hacerlo un tipo pobre por las camperas que regalan en
el ejército, y para horror del narrador apoya sus pies sucios arriba de su cama.
En total, las manifestaciones del error existencial, en Salinger, son bastante
selectivas. Aunque en teoría aborrecen la ambición, lo que realmente detestan
sus protagonistas es el ridículo. Y no cualquier ridículo, sino uno de marcadas
connotaciones sociales. El mal gusto, el arribismo, la suciedad, la grosería, no
son las cosas que reprueba de preferencia el bodhisattva; son las cosas que
tradicionalmente teme y detesta la clase alta.
Linda boca
Visto así, Jerome David Salinger aparece como un personaje bastante
desagradable: puntilloso, puritano, remilgado, anal; obsesionado con el ridículo
ajeno, engolosinado con el desprecio, movido por ideales bizarros de pureza. Lo
peor que se puede decir de su obra es que es un espejo halagador en el que la
clase alta puede ver sus prejuicios elevados a sublimidades espirituales. Pero
Salinger acaba de morir; es un gesto piadoso, por inconsecuente que sea, cerrar
evocando lo mejor de su obra. En el cuento "Pretty mouth and green my eyes" está
toda la maestría hiperrealista de Salinger, pero nada de su desprecio ni sus
juicios de monaguillo. Y por eso, total no cuesta nada, cabe soñar que, si en
sus cajones va a aparecer una obra inédita, sea más bien de esta veta. El
teléfono suena en un dormitorio; el hombre de pelo gris le pregunta a la chica
si preferiría que no conteste. El que llama es Arthur. Quiere saber si sabe algo
de su mujer. No, dice el hombre de pelo gris, de hecho no la vio. De hecho, no
vio nada en toda la fiesta. Y que se relaje, Arthur. ¿Por qué no se relaja?
Arthur no se puede relajar. Está harto. Ella se emborracha y se va con cualquier
hijo de puta. No tiene cabeza. Es un animal. El hombre de pelo gris inspira
profundamente: básicamente, todos somos animales, Arthur. Y así, de repetición
en repetición, de balbuceo en balbuceo –esa música que elige Salinger para
mostrar nuestra medida y nuestros límites– se hace claro que la chica que está
en la cama con el hombre de pelo gris es la mujer de Arthur. Después, Arthur
vuelve a llamar; inventa que su mujer acaba de llegar y todo está bien. Una vez
más, alguien miente. Pero esta vez no es ridículo, sino patético y trágico.
Revista Eñe, 06/02/10

Entrevista
(1974)
Por Lacey Forburgh
Molesto por la publicación no autorizada de sus primeros y tempranos trabajos,
el reclusivo autor J. D Salinger rompió la semana pasada un silencio público de
más de veinte años, denunciando y revelando lo difícil que le es lidiar con
trabajos que nunca debieron ser publicados en vida.
Hablando por teléfono desde Cornish, N. H, en donde reside, el autor de 55 años
cuyo último trabajo publicado ha sido “Raise high, carpenter the roof bean” y
“Seymour: an introduction” en 1962, refirió:
“Hay una paz maravillosa en no publicar. Es una tranquilidad. Una calma.
Publicar es una terrible invasión a mi privacidad. Me gusta escribir. Amo
escribir. Pero sólo para mí y para mi propio placer.”
Aunque acusó querer hablar “sólo unos minutos”, el autor que alcanzó renombre
literario y el culto de una enorme devoción a causa de su inaccesibilidad luego
de la publicación de “The Catcher in the Rye” en 1951, habló durante más de
media hora de su trabajo, su obsesión por la privacidad y su incierta visión
sobre la publicación.
Este encuentro con Mr. Salinger, por momentos cálido y encantador y por otros
bastante tenso y escabroso, se cree el primero desde 1953, cuando le concedió
una entrevista a un muchacho para la publicación estudiantil del Colegio de
Cornish.
Lo que mueve a Salinger a hablar en la que describió como ”una noche lluviosa,
fría y ventosa en Cornish,” es su visión acerca de las últimas y más severas
invasiones a su mundo privado: la publicación de “The Complete Uncollected Short
Stories of J.D Salinger Volumen 1 and 2”
Durante los últimos dos meses, unas 25000 copias de estos libros, a un precio de
entre 3 a 5 dólares cada volumen, se vendieron primero aquí en San Francisco,
luego en Nueva York, Chicago y algunos sitios más, según refirieron Salinger,
sus abogados y algunos libreros del país.
“Algunas historias de mi propiedad fueron robadas,” dijo Salinger. “Alguien se
las apropió. Es un acto ilícito. Es injusto. Suponte que tienes un abrigo que te
gusta y alguien entra a tu armario y te lo roba. Así es cómo me siento.”
Entre 1940 y 1948 Salinger escribió relatos para diferentes revistas, Saturday
Evening Post, Esquire y Colliers, incluso dos acerca del turbulento y sensible
héroe de “The Catcher in the Rye”.
Prefigurando lo que serían sus escritos posteriores, los relatos conciernen a
jóvenes soldados, muchachos que comen yemas de huevos, chicas con “encantadoras,
incómodas” sonrisas y niños que nunca reciben cartas.
Se venden como pan caliente
“Se venden como pan caliente,” dijo un librero de San Francisco. “Todo el mundo
quiere un ejemplar.”
Mientras que “The Catcher in the Rye” aún sigue vendiéndose a un promedio de
25000 copias al año, el contenido de estas publicaciones no autorizadas sólo ha
estado disponible en las revistas de algunas librerías.
“Los escribí hace un tiempo ya,” dijo Salinger en relación a los relatos, “y
nunca tuve intención de publicarlos. Quisiera que murieran de muerte natural.”
“No intento esconder mis pecados de juventud. Es sólo que no creo que merezcan
ser publicados.”
Desde abril, copias de “The Complete Uncollected Short Stories of J. D. Salinger
Vols, 1 and 2” han sido reportadas de tráfico en persona por las librerías a
1,50 cada pieza, por hombres que siempre decían llamarse John Greenberg y venir
de Berkeley, Calif. Las descripciones varían de ciudad en ciudad.
Uno de estos traficantes le dijo a Andreas Brown, director de Gotham Book Mart
en Nueva York, que ni él ni sus asociados pensaban meterse en problemas por esta
empresa ya que, como cuenta Mr. Brown, “siempre estamos a tiempo de negociar con
los abogados de Salinger y no volver a hacerlo.”
Mr. Brown, que describió al joven como un “hippie, del tipo intelectual, típico
estudiante de Berkeley,” contó que al preguntarle al chico por qué lo hacía,
éste le respondió que ”era un fan de Salinger y que creía que los relatos debían
estar al alcance del público.”
“Le pregunté cómo creía que podría sentirse Salinger” y me dijo que “pensamos en
hacer los libros lo suficientemente atractivos, así que no deberían importarle.”
Gotham se rehusó a vender los libros y alertó a Salinger del hecho.
“Es irritante,” opinó Salinger, quien dice aún poseer los derechos de autor de
los relatos. “Es verdaderamente irritante. Estoy muy enfadado.”
Según Neil. L. Shapiro, uno de los abogados de Salinger, la publicación o venta
de los relatos sin el permiso de Salinger viola la Ley Federal de derechos de
autor.
Un juicio civil en nombre de Mr. Salinger contra “John Greenberg” y 17 librerías
de largo alcance -entre ellas, Brentano’s- fue abierto el último mes en la Corte
del Distrito Federal alegando violación a la ley de derechos de autor.
El autor busca un mínimo de 250000 dólares por daños y perjuicios y desagravio
personal.
Desde entonces, los relatos gozaron de la venta no autorizada y según Mr.
Shapiro, aún cabe la posibilidad de un pago de 4500 a 90000 dólares por libro
vendido. La acción legal posterior fue llevada a cabo contra las librerías de
todas las ciudades.
El misterioso editor continúa prófugo.
“Es asombroso que ni las leyes o las órdenes puedan hacer algo al respecto,”
dijo Salinger. “¿Por qué, si te roban un viejo colchón de tu ático, en seguida
encuentran al culpable? En este caso ni siquiera lo buscan.”
El debate
Al argumentar su oposición a la republicación de sus primeros trabajos, Salinger
acusa que fueron el fruto de un período en el que intentaba empezar a ser
escritor, escritos febriles, “destinados a las revistas.”
De pronto, se interrumpe.
“Esto no tiene nada que ver con este tipo Greenberg,” dice, “Sólo intento
proteger la privacidad que he perdido.”
Desde hace años, muchos periódicos y revistas envían corresponsales a su casa de
campo en Cornish, pero el autor da la vuelta y se aleja si alguien se le acerca
en la calle, y se dice que se enemistó con algunos amigos porque haber hablado
con los reporteros. Ha habido artículos acerca de su correspondencia, sus
compras y su vida reclusiva, pero nunca entrevistas.
Pero la semana pasada respondió a un cuestionario de preguntas que temprano en
la mañana le acercó su agente literario en Nueva York, Dorothy Holding.
¿Espera volver a publicar pronto?
Se hace una pausa.
“No sé qué tan pronto lo haga.” Vuelve a hacerse otra pausa y luego Salinger
empieza a hablar rápidamente acerca de lo mucho que está escribiendo, largas
horas, todos los días. Dice no tener compromisos con nadie para un próximo
libro.
“No es que necesariamente quiera publicar póstumamente,” dice, “pero me gusta
escribir para mí mismo.”
“Pago por esta actitud, Soy conocido como un extraño, un tipo distante. Pero
todo lo que hago es tratar de protegerme a mí y a mí trabajo.”
“Sólo quiero que esto acabe. Es intrusivo. He sobrevivido a muchas cosas,” dice
en lo que sería el fin de la conversación, “y probablemente sobreviva a ésta
también.”
En The New York Times, 3 de Noviembre de 1974
Fuente: www.laperiodicarevisiondominical.wordpress.com | Traducción:
Martín Abadía
 Salinger,
el autor que enseñó a no creer
El escritor J.D. Salinger fue considerado por los jóvenes como un héroe, el cual
busco siempre huir de la fama, se alejó del mundo que inspiró y conmocionó
J.D. Salinger, el legendario escritor, héroe de los jóvenes y fugitivo de la
fama cuyo libro ''The Catcher in the Rye'' (El cazador oculto) conmocionó e
inspiró a un mundo del cual se apartó, ha muerto. Tenía 91 años.
''The Catcher in the Rye'', con su inmortal protagonista adolescente, el rebelde
y atormentado Holden Caulfield, apareció en 1951, en plena Guerra Fría, una
época de conformismo y angustias.
El Club del Libro del Mes, que incluyó ''The Catcher'' entre sus selecciones,
recomendó a ''cualquiera que haya criado un hijo'' la novela como ''una fuente
de asombro y deleite y preocupación''.
Enfurecido por todos los ''falsos'' que ''me deprimen al punto de
enloquecerme'', Holden pronto se convirtió en el más famoso antihéroe de la
literatura estadounidense desde Huckleberry Finn.
Las ventas de la novela son asombrosas -más de 60 millones de ejemplares
alrededor del mundo- y su impacto incalculable. Décadas después de su
publicación, el libro sigue siendo una expresión que define el sueño más
americano: no crecer nunca.
Salinger escribía para adultos, pero adolescentes en todo el mundo se
identificaron con los temas de alienación, inocencia y fantasía de la novela, ni
qué hablar de la suerte de tener la última palabra. ''Catcher'' presenta el
mundo como una lucha muy injusta entre la bondad de la juventud y la corrupción
de los mayores, un mensaje que sólo se intensificó con la inminente brecha
generacional.
El culto de ''Catcher'' se tornó trágico en 1980 cuando el enloquecido fanático
de los Beatles Mark David Chapman asesinó a John Lennon, citando la novela de
Salinger como una inspiración y declarando que ''este extraordinario libro posee
muchas respuestas''.
Para el siglo XXI, Holden parecía relativamente blando, pero el libro de
Salinger siguió apareciendo en los currículos escolares y discutido en
incontables sitios de internet y una página de Facebook.
Otros libros de Salinger no igualan la influencia ni las ventas de ''Catcher'',
pero aún se leen, una y otra vez, con gran afecto e intensidad. Los críticos, al
menos por un tiempo, consideraron a Salinger un consumado y atrevido cuentista,
con títulos como el clásico ''A Perfect Day for Bananafish'' de la colección
''Nine Stories''.
La novela ''Franny and Zooey'', al igual que ''Catcher'', es una búsqueda
juvenil de redención obsesivamente articulada, que incluye una memorable
discusión entre Zooey y su madre mientras el protagonista intenta leer en el
baño.
''Catcher'', narrada desde un hospicio psiquiátrico, comienza con Holden
recordando su expulsión de una escuela en Pensilvania por reprobar cuatro clases
y por su apatía en general.
Regresa a su casa en Manhattan, donde sus correrías lo llevan a todos lados,
desde un hotel en Times Square hasta un carrusel bajo la lluvia con su hermana
Phoebe en Central Park. Decide que quiere escapar a una cabaña en el oeste, pero
desdeña preguntas sobre su futuro por hipócritas
''The Catcher in the Rye'' llegó a ser una lectura tanto obligatoria como
limitada, prohibida periódicamente por una junta escolar o por padres
preocupados por su lenguaje franco y el irresistible rencor de Holden.
''Estoy consciente de que algunos de mis amigos estarán tristes, o
conmocionados, o conmocionados y tristes, por algunos de los capítulos de 'The
Catcher in the Rye'. Algunos de mis mejores amigos son niños. De hecho, todos
mis mejores amigos son niños'', escribió Salinger en 1955, en una breve nota
para ''20th Century Authors''.
''Me resulta casi insoportable darme cuenta de que mi libro se mantendrá en un
estante fuera de su alcance'', añadió.
Salinger también escribió las novelas ''Raise High the Roof Beam, Carpenters'' y
''Seymour _ An Introduction''. Su último cuento publicado, ''Hapworth 16,
1928'', apareció en la revista The New Yorker en 1965. Para entonces era
ampliamente considerado un niño precoz cuya actitud se tornó de tierno a
insufrible. ''Salinger fue la mente más grande que se haya quedado en la escuela
secundaria'', comentó alguna vez Norman Mailer.
En 1997, se anunció que ''Hapworth'' se reeditaría como libro, lo que incitó una
reseña negativa del New York Times. El libro, en el típico estilo de Salinger,
no se publicó. En 1999, el vecino de New Hampshire Jerry Burt dijo que el
escritor le dijo años atrás que tenía por lo menos 15 libros escritos inéditos
que guardaba en una caja fuerte en su casa.
''Me encanta escribir y les aseguro que escribo con regularidad'', dijo Salinger
en una breve entrevista con Baton Rouge (Luisiana) Advocate en 1980. ''Pero
escribo para mí mismo, por placer. Y quiero estar solo para hacerlo''.
Jerome David Salinger nació el 1 de enero de 1919 en la ciudad de Nueva York. Su
padre era un acaudalado importador de quesos y carnes y la familia vivió por
años en Park Avenue.
Como Holden, Salinger era un estudiante indiferente con un historial de
problemas en varias escuelas. A los 15 años fue enviado a la Academia Militar de
Valley Forge, donde escribía por la noche a luz de linterna bajo las sábanas y
con el tiempo consiguió su diploma. En 1940, publicó su primer relato de
ficción, ''The Young Folks'', en la revista Story.
Fuente: El Universal, México

 El
escritor de la brevedad sustancial
El sello Edhasa reeditará la breve pero intensa obra que J.D. Salinger escribió
hasta que decidió retirarse a su ermita de New Hampshire, en 1963. A los 85
años, dispara su fusil a quien ose molestarlo. Pero, dicen, todavía escribe
todos los días.
Por Flavio Costa
Si queda aún algún aficionado a la lectura, de ésos que leen y siguen. Y ese
aficionado está dispuesto a tomar en serio a un escritor, acaso su escritor
favorito, y a sus escritos. Y si ese escritor se llama J.D. Salinger, y desde
1953 no quiere aparecer por nada del mundo en ninguna parte, ni en las solapas
de sus libros, ni en fotografías, ni en entrevistas, y defiende esa intimidad a
punta de fusil desde una cabaña inexpugnable del inexpugnable estado de New
Hampshire, Estados Unidos. Y si finalmente el lector supiera -es un lector casi
fanático- que la obra de su escritor favorito tiene relación directa con su
biografía, y por lo tanto desentrañar una y la otra son parte de una misma trama
narrativa, moral y metafísica, para decirlo con palabras quizá pomposas pero
verdaderas, decía, ese lector incondicional, ¿se atrevería a escribir una
biografía de cierta densidad sobre su escritor sin sentirse un patán, un traidor
imperdonable? Y más importante: ¿podría responder por qué, a cuarenta años de
que su escritor no publica una línea (se dice que tiene quince títulos
escondidos), sigue siendo idolatrado por sus lectores, en quienes provoca la
hipnótica y difusa esperanza de que aquellos textos inéditos vean la luz?
Primera prueba del encantamiento: su novela El guardián entre el centeno lleva
vendidos desde entonces más de 60 millones de ejemplares en todo el mundo desde
su publicación en 1951. En 2002, sólo en los Estados Unidos, vendió 521 mil, y
es en su país el segundo best-seller de calidad de un escritor del siglo XX.
Famosa es, por otro lado, la anécdota de que Mark Chapman llevaba consigo un
ejemplar de este libro cuando asesinó a John Lennon en diciembre de 1980. En su
momento hubo un largo y sesudo debate sobre el caso: la novela llegó a asociarse
con el satanismo y está prohibida en algunas escuelas norteamericanas; en el
resto es lectura obligatoria.
 El
maestro oscuro y sutil
Por Pablo De Santis, escritor
Recuerdo que el primer libro que compré de Salinger fue Levantad, carpinteros,
la viga maestra. Tenía 16 años y lo encontré en una librería escondida en una
galería de Primera Junta. No sabía quién era Salinger; el título me llamó la
atención, y también que no tuviera texto en la contratapa (más tarde me
enteraría de que ésa era una de las tantas manías del escritor). "Aunque parezca
muy desordenado, creo que debería insertar aquí un párrafo para responder a un
par de preguntas embarazosas. En primer lugar ¿por qué seguía sentado en el
auto?" Esa fue la frase que leí y me conquistó, al punto de que aún la recuerdo.
Ese ligero desacomodamiento con respecto al mundo se extiende a todos sus
protagonistas. El secreto de su escritura tal vez esté en la absoluta
familiaridad con la que trata la absoluta extrañeza.
Aunque su personaje más conocido es Holden Caufield, protagonista de El guardián
en el centeno, es Seymour Glass quien ocupa el centro de su narrativa. Tiene la
misión de unir a través de su investidura de enigma regiones distantes, y su
delicado fantasma pasa de Levantad, carpinteros a Un día perfecto para el pez
banana y a Franny y Zooey, los relatos dedicados a la familia Glass. Seymour es
el maestro pero también el suicida; el que vive la historia pero también el que
introduce la atemporalidad de los relatos zen; el hermano mayor pero también el
niño eterno. Buena parte de la obra de Salinger es una meditación sobre los
mensajes que deja este maestro oscuro: inscripciones en el vidrio de un baño,
cartas interminables o parábolas orientales.
La constante apelación de Salinger al lector es quizá lo que más ha envejecido,
y lo que más estragos ha hecho en el campo de la imitación involuntaria. Por
detrás de esta facilidad de comunicación, queda el Salinger más sutil. Prefiero,
entre sus páginas, Levantad, carpinteros (el regreso de Buddy Glass de la
frustrada boda de su hermano Seymour, que dejó plantada a la novia) y su
extraordinario cuento El hombre que ríe, una melancólica reflexión sobre el arte
de narrar y sobre el gobierno absoluto que algunos cuentos ejercen en la
infancia. . [Revista Eñe]
|
Semejante interés no
es sólo un fenómeno estadounidense. De hecho en estos días, el sello Edhasa
anunció que en el primer semestre de 2004 editará la obra completa de Salinger
(la ya conocida en castellano). La idea es devolver a las librerías cuatro
clásicos hoy agotados que, según la percepción del más sereno de los editores,
no deberían faltar en una librería razonable.
Con respecto a la pregunta que formulábamos al principio, la de quién se atreve
a biografiar a J.D., cabe decir que en estos años se enfrentaron a ella cientos
de lectores devenidos escritores gracias, entre otras cosas, al impulso de
Salinger; a su contagiosa, casi virósica religión de la literatura. Sin embargo
no son tantos los que se atrevieron desafiar al jefe de los Comanches. Lo
intentó hace diez años un autor llamado Ian Hamilton, pero Salinger le hizo dos
veces juicio, y los ganó. Para poder publicar su libro, el hombre tuvo que
reescribirlo en dos oportunidades. ¿La razón? Unas cartas que Hamilton encontró
en el archivo de la universidad de Texas. Salinger logró impedir que las citara
y luego que siquiera las parafraseara.
También lo había intentado mucho antes Warren French y años después Peter
Alexander. Los tres cuentan casi lo mismo: que Salinger era hijo de un próspero
importador de quesos del Upper East Side de Manhattan, que estudió en una
escuela militar, obtuvo calificaciones famélicas y se negó a trabajar en la
empresa familiar. Quería ser actor, o escritor. Estuvo en la Segunda Guerra,
participó en el desembarco en Normandía y, según su hija, fue uno de los
primeros soldados estadounidenses en llegar a los campos de exterminio nazi.
Cuando regresó de Europa siguió escribiendo. En 1951, después de varios años de
esfuerzos visibles para ser famoso, y cuando estaba comenzando a serlo en
grande, de pronto decidió recluirse y ya nadie más lo vio.
El mayor misterio del eremita sigue estando, no obstante, en sus libros. Un
rasgo destacado de la obra de Salinger es su lacónica economía, y -en un cómodo
segundo lugar, aunque tiene su importancia- su potencial carácter de punta de
iceberg de "algo mayor" que quizá nunca conoceremos. Cuando se habla de la obra
de Salinger, se habla sólo de aquella parte de su producción que él legitimó en
la edición y las constantes reediciones, y que consiste, básicamente, en cuatro
volúmenes de historias publicadas en The New Yorker: El guardián entre el
centeno (traducida al castellano también como El cazador oculto), su novela más
extensa; los Nueve cuentos, editados en 1953; Franny y Zooey, de 1962, compuesto
por dos novelas breves que The New Yorker publicó en 1955 y 1957
respectivamente; y Levantad carpinteros la viga maestra que, junto a "Seymour:
Una Introducción", apareció como libro en 1963.
Tenemos hasta aquí (a) la gran novela de iniciación norteamericana de la
posguerra: la historia de Holden Caulfield, protagonista de El guardián. Y
tenemos también el ciclo de los siete hermanos Glass, que se cuenta en Franny
and Zooey (ellos son los dos hermanos menores), en Levantad carpinteros (contado
por Buddy, segundo hermano y alter ego de Salinger), y en dos, acaso tres, de
los Nueve cuentos: "Un día perfecto para el pez banana" (donde se narra el
suicidio del hermano mayor, esa especie de genio asesor y santo portátil de la
familia llamado Seymour), "En el bote" (protagonizado por la tercera hermana,
Beatrice o Boo Boo) y "El hombre que ríe", posiblemente protagonizado por Buddy
a la edad de ocho años.
Existe un quinto texto, Hapworth 16, 1924, que fue publicado en The New Yorker
en 1965; su narrador es Seymour a los siete años. Se hicieron dos ediciones
piratas que fueron rápidamente sacadas de circulación por orden del juez. Varias
veces en los últimos años se anunció que al fin saldría en volumen, autorizado
por J.D., pero hasta ahora, nada.
Existen otros relatos sueltos, nunca traducidos al castellano (Salinger controla
como mastín aun los derechos de traducción), que tienen cierta restringida
circulación gracias a las hemerotecas universitarias de los EE.UU.. Si vale la
pena mencionarlos es porque agregan una tercera serie: la saga del soldado Babe
Gladwaller. Este personaje, apenas modificado, reaparece como el Sargento X de
"Para Esmé, con amor y sordidez", uno de los más conmovedores y autobiográficos
de los Nueve cuentos. Es probable que haya sido el mismo Salinger quien no
regresó de la guerra con "todas sus fa-cul-ta-des intactas". Y están los otros,
los textos fantasmales que J.D. habría escrito en estas décadas de ermitaño,
cuya existencia se desea más que se deduce.
Esto es todo. En conjunto, un corpus breve pero sustancioso. El caso más o menos
típico del autor de una obra concisa pero de enorme impacto, que tiene el poco
frecuente mérito de haber fundado en pocos cientos de páginas una voz, un mundo
propio, una entera cultura. Como destaca Rodrigo Fresán, salingeriano
irredimible y uno de sus principales fogoneros en la Argentina en los 80 y 90:
"Un rasgo importante de sus textos, lo que en su momento fue novedoso para mí,
fue el desafío de crear todo un mundo propio a partir de los Glass. La idea de
que una de las responsabilidades del escritor es inventar todo un ecosistema que
lo contenga tanto a él como a sus criaturas y a su lector ideal. Como también el
que su literatura exista más en función de sus lectores que de sus colegas.
Salinger 'ataca' al lector y lo ilumina y, cuando quiere darse cuenta, en muchos
casos, ese lector está terminalmente enfermo: ahora quiere escribir para
transmitir el mandato y propagar la plaga".
La de Salinger es una prosa impecable, zumbona sin ser arrogante, tersamente
coloquial. El suyo es un universo de tópicos y personajes más o menos
intercambiables; un elenco restringido de caracteres que transmigran de relato
en relato, cambiando a veces de nombre pero no de atributos: el hermano mayor,
el sabio protector y maestro, puede llamarse Vincent Caulfield o Seymour Glass.
La niña encantadora y maravillosamente cuerda puede ser Franny, Esmé o Mattie
(la hermanita de Gladwaller). El artista mártir, el hermano muerto, la belleza
perversa también bailotean entre las páginas como miembros de un clan invisible
pero de maneras rigurosas.
Veleidades
de un escritor de clausura
Por Flavio Costa
Es un poco desconcertante, pero prueben imaginarlo: si Holden Caulfield viviera
hoy, tendría 69 años. Tanto o más desconcertante es evocar el misterio alrededor
de Jerome David Salinger, su autor y alter ego, a quien la fama -una fama
buscada, según han podido reconstruir sus laboriosos y sufridos biógrafos- que
le deparó ese primer libro le provocó semejante náusea que hoy, 51 años después,
todavía le dura.
Pero empecemos desde el principio. Salinger nació el primer día del año 1919,
hijo de madre irlandesa llamada María que había sido actriz y que cambió su
nombre por el de Miriam cuando se casó con Solomon. Sol era un judío importador
de quesos. La familia vivía en un hermoso apatamento del Upper East Side de
Manhattan, y recibían cada tanto la visita de los Hermanos Marx.
El joven Jerry no era un gran estudiante, pero sí seguramente precoz. Quizá para
diciplinarlo -si bien Jerry tenía clara inclinación al teatro y la literatura-,
sus padres lo mandaron a un colegio militar, el Valley Forge, donde obtuvo
calificaciones famélicas. Pero no perdió el tiempo y aprovechó para tomar notas
mentales (Valley Forge es el modelo de Pencey, el colegio de Holden Caulfield).
Cuando terminó, Sol le propuso a su hijo trabajar en la empresa familiar y lo
mandó de viaje a Austria y Polonia para aprender el negocio. Jerry fue, pasó
cinco meses en Europa, pero se negó a trabajar con Sol. De regreso, en 1938,
coqueteó un tiempo con el teatro pero se inclinó definitivamente por la
literatura. Según la descripción de su biógrafo Ian Hamilton, J.D. era entonces
un muchacho con aire de indulgente superioridad, enteramente convencido de su
destino de escritor. Empezó a publicar en "Esquire" y "The New Yorker"
esporádicamente y se anotó en Ursinus College, de Pennsylvania, esperando ganar
tiempo ante su familia. En la revista del campus escribía críticas de cine
(detestaba a Shirley Temple; admiraba a Mickey Roonie), y practicaba el tono
Caulfield: "Cuando haces una cosa demasiado bien, al cabo de un tiempo si te
descuidas, empiezas a alardear de ello". Por esa época salió con Oona O'Neill,
la hija del dramaturgo Eugene O'Neill y una belleza famosa (con su amiga Gloria
Vanderbilt, hacían un dúo de beldades brillantes). Cuando la chica, poco
después, contrajo matrimonio con Charles Chaplin (entonces, de 54 años), J.D. se
deprimió. Se alistó voluntariamente en el ejército durante la Segunda Guerra, en
inteligencia. Participó en el desembarco en Normandía y, según comenta su hija
Peggy en "Dream Catcher" (su libro de memorias, bastante amargas, sobre la vida
con su padre), J.D. tuvo que interrogar a agentes de la Gestapo. La experiencia
de la guerra lo afectó mucho. Contrajo matrimonio con una médica francesa, con
quien -aseguraba- tenía una fuerte relación telepática-. Duraron 8 meses.
De regreso a los Estados Unidos, al fin llegó su hora. Empezó a publicar
regularmente relatos en "The New Yorker" (pagaban ¡dos mil dólares! por relato),
e integraba el núcelo de los escritores relevantes de su generación. En 1951,
sus esfuerzos por ser un profesional de la escritura daban resultados visibles.
Se publicó en libro "El guardián entre el centeno" y en seguida fue un suceso.
Al año siguiente, J.D. confesó en una entrevista que estaba muy contento porque
el éxito de la historia de Caulfield empezara a decrecer. Error: el suceso de la
novela se sostuvo en un promedio de 250 mil ejemplares anuales. En 1968 fue
proclamado uno de los 25 libros más vendidos desde 1895.
Algo de todo esto hizo explosión en Salinger, quien a fines de ese mismo año se
llamó a silencio. Síndrome de Rimbaud, impulso Bartleby y también política del
éxodo, como dirían hoy los militantes autonomistas; sólo que la defección no es
del Estado sino, primero y sobre todo, del mercado y los medios de comunicación,
de la fama, la mediocracia y el star system. El discurso espiritualista es sólo
el color más bien ocasional del antídoto contra el sinsentido, la falsedad y la
siniestra "normalidad" que debe haber sentido Salinger en la pax americana de
los años 50.
Veamos la secuencia de cerca. Corre 1952. Salinger le recomienda a su editor
británico que trate de editar a Sri Ramakrishna. Falta una década para la
explosión orientalista de la Costa Oeste y hace apenas cuatro años que el primer
texto de Suzuki se tradujo al inglés. Cuando Salinger abraza la religión de
Oriente, por llamarla de algún modo, aún no era moda. Desde su regreso de la
guerra, él estaba buscando "poder decir algo de verdad". En el invierno de
1952-53, estaba trabajando en "Teddy", un relato de los "Nueve cuentos" sobre un
niño "iluminado" de fe reencarnacionista. Esa misma temporada se buscó un
refugio en Nueva Inglaterra. Lo encontró en Cornish, New Hampshire y se mudó el
día de su cumpleaños de 1953. Había encontrado un hogar.
Desde aquí en más, la historia es brevísima y se conoce apenas por dichos. Jerry
permanece oculto y dispara perdigones a quien se quiera meter en su pequeño
mundo privado. Vegetariano, fanático de la medicina homeopática, se dice que fue
un esporádico adepto de la iglesia de la cientología. Le gustan las jovencitas.
A una de ellas, una estudiante de 19 años que había publicado un buen cuento, le
escribió en 1970 una carta aconsejándole no ceder a los atractivos peligros de
la fama. Ella -se llamaba Joyce Maynard- se fue a vivir con él, y permaneció
nueve meses. Treinta y pocos años después, juzgó que la vida podía convertirse
también en dinero y escribió sus memorias, y vendió sus cartas, y obtuvo el
dinero que necesitaba para mandar a sus tres hijos a la universidad. Jerry, en
tanto, sigue allí, inexpugnable: se dice que es un televidente entusiasta (era
fan de Dinastía) y que escribe todos los días. Que tiene una quincena de novelas
sobre la saga de los Glass sin publicar y que no piensa darlas a conocer.
Curioso: desde los 44 y hasta los 85 años recién cumplidos el pasado 1ø de
enero, Salinger devino el más afamado literato de clausura que conoció la
sociedad del espectáculo. No el más esquivo. Thomas Pynchon le gana, porque no
se dejó fotografiar jamás y porque en vez de retirarse a un refugio en la
agreste colina -y convertirse así en un blanco más atrayente que una taza de
miel para las moscas-, decidió no salir jamás del laberinto intrincado de Nueva
York y se volvió inhallable. Aun así, alguna fibra íntima de Jerry Salinger debe
sonreír por su doble triunfo. [Revista Eñe]
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De todos los
relatos, El guardián entre el centeno representa -lo dice Luis Gusmán en estas
páginas- el nombre propio, la peculiar experiencia de la intimidad literaria en
medio de (y gracias a) la sociedad de consumo y la cultura de masas. Inaugura un
"yo" que habla en secreto a un "vos" y establece, entre ambos, una complicidad
indestructible. Aquella primera frase: "Si en serio querés que te cuente, lo
primero que vas a querer saber es dónde nací, y cómo fue mi jodida infancia, y
qué hacían mis padres antes de tenerme y todo, toda esa mierda bien David
Copperfield, pero la verdad es que no tengo ganas de entrar a hablar de eso", es
una declaración de principios: nosotros, vos y yo, lector y escritor, somos -se
diría aquí- del mismo palo. Ellos, los phony, los vulgares, truchos, insinceros,
hipócritas, snob y artificiales, son el otro radical e intolerable. No importa
que esa intimidad sea compartida por millones de lectores que se creen todos
apelados como seres únicos: al contrario, ése es el truco. Efecto paradojal y
calculado de la mass-culture: el primerísimo primer plano, la mirada a cámara
del conductor de TV, la caída de ojos de la estrella de cine, el susurro
sibilante de la voz del galán radiofónico son la retórica erotizante que permite
hablar a un ustedes masivo y anónimo como si fuera un vos íntimo y singular.
Con Holden Caulfield, ese muchacho que se fuga un fin de semana en busca de la
iluminación en Nueva York, Salinger obró ese milagro. Quizá no es un hecho menor
que, tal como el propio J.D. admite en 1941 en una carta a su amiga Elizabeth
Murray, el chico Caulfield es un retrato de él mismo cuando tenía esa edad. (Esa
carta, una de las que Hamilton no pudo publicar pero que sí cuenta con detalle,
muestra a un Salinger inmaduro y ambicioso: según su biógrafo, es un muchacho
callado, tímido, solitario, pero también fanfarrón y "convencido de haber sido
ordenado para un alto sacerdocio literario").
Pero así como hay varios Salinger (Fresán dice que hay al menos tres: el
Salinger 'para todos', el de El guardián; el Salinger para fans y adoradores: el
de "Un día perfecto para el pez banana"; y el Salinger para Salinger: el
solipsista de "Seymour: Una Introducción"), también hay varios lectores. Al
menos, claramente dos: el adorador de Holden Caulfield, el adolescente rebelde
que denuncia el universo falso de los adultos. Y el devoto de los Glass, los
siete niños adultizados que tratan a la humanidad toda como si se tratara de sus
propios hijos.
No es impensable que la de los Glass sea la posición espiritual que adopta
Salinger-Caulfield una vez que se decide a atravesar ese "mundo falso" de los
adultos y, mediante un tránsito literario, místico e intelectual, se coloca más
allá de la línea del peligro. Por complexión anímica, digamos, siempre está un
poco al costado del mundo, pero poco a poco se humaniza: el sarcasmo ingenioso y
burlón deja paso a una combinación paternal de escatología zen y pietismo
cristiano. La parábola que los textos trazan en conjunto es la de una iniciación
interior para sabelotodos.
De allí que la familia Glass resulta, en cierta medida, la más intensa y
salingeriana de las criaturas de J.D.. Los Glass encarnan creencias y lecturas
del autor: una mezcla de Uspanisads del hinduismo, Maester Eckhart, Max Müller,
Lao Tsé combinado con Kafka, Kierkegaard, Tolstoi y Dostoievski. Un vitalismo
trascendental, una doctrina ética y estética que se sintetiza en las palabras
que Buddy le escribe a Zooey, el niño que ha "nacido para actuar" pero debe
enfrentar para eso el deseo de su madre, ella misma ex artista de vodevil:
"Actúa, Zachary Martin Glass, cuando y donde quieras -escribe Buddy-, puesto que
crees que debes hacerlo, pero hazlo con todas las fuerzas. Si haces cualquier
cosa que sea hermosa en un escenario, algo indefinible que produzca un goce,
algo que esté por encima y más allá del ingenio y la técnica teatral, S. y yo
alquilaremos smokings y sombreros de copa y te esperaremos solemnemente en la
salida de actores con ramilletes de boca de dragón".
Los cuentos de Salinger fueron bien saludados en Estados Unidos desde sus
comienzos. A fines de los años 30, publicar en Esquire o The New Yorker era,
inclusive para un muchacho cultivado como Jerry Salinger, el súmum de la
sofisticación. Y pasada la guerra, a comienzos de los 50, su nombre fue
rápidamente integrado al equipo de los narradores sobrios, elegantes y un poco
cáusticos del New Yorker. William Faulkner lo señaló como uno de los mejores de
su generación y Scott Fitzgerald lo celebró públicamente como su sucesor (así
como Norman Mailer estaba llamado a reemplazar a Hemingway y Gore Vidal, a John
Marquand).
También en la Argentina tuvo una entusiasta y casi simultánea recepción: varios
autores de la generación de los 60 recuerdan la importancia que tuvo en algún
momento la historia de Holden Caulfield en la formación literaria de Miguel
Briante, Ricardo Piglia, Luis Gusmán o Germán García, entre muchos otros. Se lo
consideraba, junto a Updike, Vidal, Truman Capote, el continuador natural de
Faulkner, Dos Passos, Fitzgerald o Hemingway.
Pero algo misterioso sucedió a partir de un momento. Quiero decir, además de su
misantropía, que en definitiva no era un hecho tan misterioso como estrafalario,
tal vez un poco demasiado histérico. De un momento a otro, pasó de niño mimado a
ser un escritor "dentro de sus límites, interesante", como lo juzgó John Updike
en su crítica a Franny y Zooey. Truman Capote dejó correr la voz de que
realmente había escrito ya unos cuantos otros libros, pero que habían sido
rechazados por su editor. "Es un muerto literario", afirmó.
El mayor golpe lo asestó Mary McCarthy, en un conocido artículo para Harper's.
Lo comparó con Hemingway pero no por una buena razón: dijo que ambos "miran el
mundo en términos de aliados y enemigos (.) El guardián entre el centeno está
basado en un esquema de exclusiones: los personajes se dividen entre quienes
pertenecen al club y quienes no". En general, caracterizó la obra de Salinger
como "narcicista y conservadora".
En la Argentina, el papel del desacralizador estuvo a cargo de Jaime Rest. En el
número 5 de Punto de vista (1979), el que fuera profesor adjunto de Borges
escribió una crítica pequeña y desarmante donde decía que en los textos de
Salinger "ninguna palabra está fuera de lugar, como tampoco lo está ninguno de
los atuendos que exhiben los modelos en los anuncios comerciales". Rest
desconfiaba del espiritualismo "a la moda" y los ataques neurasténicos de sus
personajes. Y finalizaba su artículo diciendo que sus admiradores "exageran
estrepitosamente sus méritos comparándolo al excepcional e incorporable Mark
Twain, y al más modesto pero sin duda notable Fitzgerald".
Quizá fue un efecto de saturación: demasiado éxito para demasiados pocos textos.
Quizá fue su carencia completa de créditos académicos. Quizá no le perdonaron su
"juvenilismo" ni su falta de compromiso en causas sociales y políticas como la
guerra de Vietnam, o tal vez fue el precio que Jerry Salinger pagó por su propia
educación espiritual. Sea como sea, hubo que esperar a los 90 para que se lo
volviera a reconocer entre los verdaderamente buenos del siglo XX. Cuando
cumplió 80 años, The New York Times y The New York Review of Books le dedicaron
sendos homenajes y la rueda volvió a comenzar.
El escritor Juan Forn, él también un lector ávido y un difusor generoso de
Salinger en las últimas dos décadas, comenta que "ciertos libros, leídos en
cierto momento, convierten a sus lectores en miembros de una suerte de secta
secreta. Eso pasa con los libros de Salinger, como con los de Julio Cortázar o
Henry Miller. Mucho más cuando el personaje está rodeado de un mito tan potente.
Ahora, cuando se desmigaja el mito, queda la literatura. En este caso, una
mezcla artesanal, bien controlada, de pathos, emoción, dominio endemoniado de la
técnica y una emocionalidad descarada que, por su sola falta de escrúpulos, es
simplemente asombrosa".
Dicen que Jerry sigue escribiendo todos los días, inclusive hoy, a sus 85 años
recién cumplidos. Debe ser algo digno de leerse, si no le perdió la mano.
Imagen: Salinger
saliendo de un supermercado junto a su pareja Colleen O'Neill, cincuenta años
más joven, y que lo acompaña desde los 80. Su anterior mujer, Claire Douglas,
con quien tuvo dos hijos -Margaret Ann y Matthew- vivió con él hasta 1967, y aún
hoy habita en un predio cercano a la casa.
Fuente: Revista Eñe

La
iniciación
Por Luis Gusmán, escritor
En una época, la literatura le daba nombre a las personas. Basta citar Cien años
de soledad, que nos permitió distinguir a los aurelianos y las amarantas. Es
probable que los lectores extrañen esos personajes que con su nombre propio
decidían no sólo un modo de vivir, sino de morir. Ante determinado acto, alguien
podía decir: "me siento un Raskolnikov". La literatura argentina no abunda en
ejemplos así, aunque están Erdosain y, forzando el argumento, Funes. En los 60,
la Maga de Cortázar se inscribía en un modo de vivir. Este breve recordatorio
cumple la función de introducir a Holden Caulfield, protagonista de El Cazador
oculto. Sin duda, la experiencia de Holden es una visión del mundo.
Es posible que El Cazador atrape siempre a los jóvenes lectores por su carácter
de novela de iniciación. Holden tiene un aire de héroe tragicómico sin perder
por ello cierto tono épico. Sólo los jóvenes conocen momentos así. Y el humor
ácido del personaje registra esos momentos exagerados tanto en el entusiasmo
como en el desencanto. El libro está en la tradición de esas novelas de
iniciación donde la educación del adolescente es un tema a tener en cuenta por
la sociedad, por la familia y por él mismo. En esa línea se inscriben las
vicisitudes de Jakob Von Gunten, de Walser, y las Tribulaciones del estudiante
Törless, de Musil, donde un interno se suicida.
En El cazador, el drama se desarrolla en el colegio Pencey, de Pennsylvania, que
desde 1888 viene moldeando jóvenes y los convierte en hombres brillantes. Holden
se burla de las bondades de una institución que busca garantizar un porvenir. En
la novelística norteamericana se podría armar un circuito que va desde Gatsby a
Quentin Compson a partir de la influencia que ejerce "la vida claustral".
Holden nos sumerge en un mundo donde el misterio es iniciación. Nos recuerda que
también para los hombres perder la virginidad es algo dramático. Y que con la
sexualidad comienzan los malentendidos. "El sexo es lo que no se entiende",
exclama perplejo Holden. Y ese malentendido produce su modo de hablar, hacer
chistes y cuestionar el mundo adulto hasta la injuria.

  El
guardián entre el centeno (fragmento)
J.D. Salinger
Título original: The Catcher in the Rye Traductor: Carmen Criado
Capítulo 1
Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber
es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres
antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo
ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a
mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida
privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena
gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no
crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a
hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes
de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco.
A D.B. tampoco le he contado más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood.
Como no está muy lejos de este antro, suele venir a verme casi todos los fines
de semana. El será quien me lleve a casa cuando salga de aquí, quizá el mes
próximo. Acaba de comprarse un "Jaguar", uno de esos cacharros ingleses que se
ponen en las doscientas millas por hora como si nada. Cerca de cuatro mil
dólares le ha costado. Ahora está forrado el tío. Antes no. Cuando vivía en casa
era sólo un escritor corriente y normal. Por si no saben quién es, les diré que
ha escrito El pececillo secreto, que es un libro de cuentos fenomenal. El mejor
de todos es el que se llama igual que el libro. Trata de un niño que tiene un
pez y no se lo deja ver a nadie porque se lo ha comprado con su dinero. Es una
historia estupenda. Ahora D.B. está en Hollywood prostituyéndose. Si hay algo
que odio en el mundo es el cine. Ni me lo nombren.
Empezaré por el día en que salí de Pencey, que es un colegio que hay en
Agerstown, Pennsylvania. Habrán oído hablar de él. En todo caso, seguro que han
visto la propaganda. Se anuncia en miles de revistas siempre con un tío de muy
buena facha montado en un caballo y saltando una valla. Como si en Pencey no se
hiciera otra cosa que jugar todo el santo día al polo. Por mi parte, en todo el
tiempo que estuve allí no vi un caballo ni por casualidad. Debajo de la foto del
tío montando siempre dice lo mismo: "Desde 1888 moldeamos muchachos
transformándolos en hombres espléndidos y de mente clara." Tontadas. En Pencey
se moldea tan poco como en cualquier otro colegio. Y allí no había un solo tío
ni espléndido, ni de mente clara. Bueno, sí. Quizá dos. Eso como mucho. Y
probablemente ya eran así de nacimiento.
Pero como les iba diciendo, era el sábado del partido de fútbol contra Saxon
Hall. A ese partido se le tenía en Pencey por una cosa muy seria. Era el último
del año y había que suicidarse o -poco menos si no ganaba el equipo del colegio.
Me acuerdo que hacia las tres, de aquella tarde estaba yo en lo más alto de
Thomsen Hill junto a un cañón absurdo de esos de la Guerra de la Independencia y
todo ese follón. No se veían muy bien los graderíos, pero sí se oían los gritos,
fuertes y sonoros los del lado de Pencey, porque estaban allí prácticamente
todos los alumnos menos yo, y débiles y como apagados los del lado de Saxon
Hall, porque el equipo visitante por lo general nunca se traía muchos
partidarios.
A los encuentros no solían ir muchas chicas. Sólo los más mayores podían traer
invitadas. Por donde se le mirase era un asco de colegio. A mí los que me gustan
son esos sitios donde, al menos de vez en cuando, se ven unas cuantas chavalas
aunque sólo estén rascándose un brazo, o sonándose la nariz, o riéndose, o
haciendo lo que les dé la gana. Selma Thurner, la hija del director, sí iba con
bastante frecuencia, pero, vamos, no era exactamente el tipo de chica como para
volverle a uno loco de deseo. Aunque simpática sí era. Una vez fui sentado a su
lado en el autobús desde Agerstown al colegio y nos pusimos a hablar un rato. Me
cayó muy bien. Tenía una nariz muy larga, las uñas todas comidas y como
sanguinolentas, y llevaba en el pecho unos postizos de esos que parece que van a
pincharle a uno, pero en el fondo daba un poco de pena. Lo que más me gustaba de
ella es que nunca te venía con el rollo de lo fenomenal que era su padre.
Probablemente sabía que era un gilipollas.
Si yo estaba en lo alto de Thomsen Hill en vez de en el campo de fútbol, era
porque acababa de volver de Nueva York con el equipo de esgrima. Yo era el jefe.
Menuda cretinada. Habíamos ido a Nueva York aquella mañana para enfrentarnos con
los del colegio McBurney. Sólo que el encuentro no se celebró. Me dejé los
floretes, el equipo y todos los demás trastos en el metro. No fue del todo culpa
mía. Lo que pasó es que tuve que ir mirando el plano todo el tiempo para saber
dónde teníamos que bajarnos. Así que volvimos a Pencey a las dos y media en vez
de a la hora de la cena. Los tíos del equipo me hicieron el vacío durante todo
el viaje de vuelta. La verdad es que dentro de todo tuvo gracia.
La otra razón por la que no había ido al partido era porque quería despedirme de
Spencer, mi profesor de historia. Estaba con gripe y pensé que probablemente no
se pondría bien hasta ya entradas las vacaciones de Navidad. Me había escrito
una nota para que fuera a verlo antes de irme a casa. Sabía que no volvería a
Pencey.
Es que no les he dicho que me habían echado. No me dejaban volver después de las
vacaciones porque me habían suspendido en cuatro asignaturas y no estudiaba
nada. Me advirtieron varias veces para que me aplicara, sobre todo antes de los
exámenes parciales cuando mis padres fueron a hablar con el director, pero yo no
hice caso. Así que me expulsaron. En Pencey expulsan a los chicos por menos de
nada. Tienen un nivel académico muy alto. De verdad.
Pues, como iba diciendo, era diciembre y hacía un frío que pelaba en lo alto de
aquella dichosa montañita. Yo sólo llevaba la gabardina y ni guantes ni nada. La
semana anterior alguien se había llevado directamente de mi cuarto mi abrigo de
pelo de camello con los guantes forrados de piel metidos en los bolsillos y
todo. Pencey era una cueva de ladrones. La mayoría de los chicos eran de
familias de mucho dinero, pero aun así era una auténtica cueva de ladrones.
Cuanto más caro el colegio más te roban, palabra. Total, que ahí estaba yo junto
a ese cañón absurdo mirando el campo de fútbol y pasando un frío de mil
demonios. Sólo que no me fijaba mucho en el partido. Si seguía clavado al suelo,
era por ver si me entraba una sensación de despedida. Lo que quiero decir es que
me he ido de un montón de colegios y de sitios sin darme cuenta siquiera de que
me marchaba. Y eso me revienta. No importa que la sensación sea triste o hasta
desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta darme cuenta de que me
marcho. Si no luego da más pena todavía.
Tuve suerte. De pronto pensé en una cosa que me ayudó a sentir que me marchaba.
Me acordé de un día en octubre o por ahí en que yo, Robert Tichener y Paul
Campbell estábamos jugando al fútbol delante del edificio de la administración.
Eran unos tíos estupendos, sobre todo Tichener. Faltaban pocos minutos para la
cena y había anochecido bastante, pero nosotros seguíamos dale que te pego
metiéndole puntapiés a la pelota. Estaba ya tan oscuro que casi no se veía ni el
balón, pero ninguno queríamos dejar de hacer lo que estábamos haciendo. Al final
no tuvimos más remedio. El profesor de biología, el señor Zambesi, se asomó a la
ventana del edificio y nos dijo que volviéramos al dormitorio y nos arregláramos
para la cena. Pero, a lo que iba, si consigo recordar una cosa de ese estilo,
enseguida me entra la sensación de despedida. Por lo menos la mayoría de las
veces. En cuanto la noté me di la vuelta y eché a correr cuesta abajo por la
ladera opuesta de la colina en dirección a la casa de Spencer. No vivía dentro
del recinto del colegio. Vivía en la Avenida Anthony Wayne.
Corrí hasta la puerta de la verja y allí me detuve a cobrar aliento. La verdad
es que en cuanto corro un poco se me corta la respiración. Por una parte, porque
fumo como una chimenea, o, mejor dicho, fumaba, porque me obligaron a dejarlo. Y
por otra, porque el año pasado crecí seis pulgadas y media. Por eso también
estuve a punto de pescar una tuberculosis y tuvieron que mandarme aquí a que me
hicieran un montón de análisis y cosas de ésas. A pesar de todo, soy un tío
bastante sano, no crean.
Pero, como decía, en cuanto recobré el aliento crucé a todo correr la carretera
204. Estaba completamente helada y no me rompí la crisma de milagro. Ni siquiera
sé por qué corría. Supongo que porque me apetecía. De pronto me sentí como si
estuviera desapareciendo. Era una de esas tardes extrañas, horriblemente frías y
sin sol ni nada, y uno se sentía como si fuera a esfumarse cada vez que cruzaba
la carretera.
¡Jo! ¡No me di prisa ni nada a tocar el timbre de la puerta en cuanto llegué a
casa de Spencer! Estaba completamente helado. Me dolían las orejas y apenas
podía mover los dedos de las manos.
- ¡Vamos, vamos! -dije casi en voz alta-. ¡A ver si abren de una vez!
Al fin apareció la señora Spencer. No tenían criada ni nada y siempre salían
ellos mismos a abrir la puerta. No debían andar muy bien de pasta.
-¡Holden! -dijo la señora Spencer-. ¡Qué alegría verte! Entra, hijo, entra. Te
habrás quedado heladito.
Me parece que se alegró de verme. Le caía simpático. Al menos eso creo.
Se imaginarán la velocidad a que entré en aquella casa.
-¿Cómo está usted, señora Spencer? -le pregunté-. ¿Cómo está el señor Spencer?
-Dame el abrigo -me dijo. No me había oído preguntar por su marido. Estaba un
poco sorda.
Colgó mi abrigo en el armario del recibidor y, mientras, me eché el pelo hacia
atrás con la mano. Por lo general, lo llevo cortado al cepillo y no tengo que
preocuparme mucho de peinármelo.
-¿Cómo está usted, señora Spencer? -volví a decirle, sólo que esta vez más alto
para que me oyera.
-Muy bien, Holden -Cerró la puerta del armario-. Y tú, ¿cómo estás?
Por el tono de la pregunta supe inmediatamente que Spencer le había contado lo
de mi expulsión.
-Muy bien -le dije-. Y, ¿cómo está el señor Spencer? ¿Se le ha pasado ya la
gripe?
-¡Qué va! Holden, se está portando como un perfecto... yo que sé qué... Está en
su habitación, hijo. Pasa.
 Capítulo
2
Dormían en habitaciones separadas y todo. Debían tener como setenta años cada
uno y hasta puede que más, y, sin embargo, aún seguían disfrutando con sus
cosas. Un poco a lo tonto, claro. Pensarán que tengo mala idea, pero de verdad
no lo digo con esa intención. Lo que quiero decir es que solía pensar en Spencer
a menudo, y que cuando uno pensaba mucho en él, empezaba a preguntarse para qué
demonios querría seguir viviendo. Estaba todo encorvado en una postura terrible,
y en clase, cuando se le caía una tiza al suelo, siempre tenía que levantarse un
tío de la primera fila a recogérsela. A mí eso me parece horrible. Pero si se
pensaba en él sólo un poco, no mucho, resultaba que dentro de todo no lo pasaba
tan mal. Por ejemplo, un domingo que nos había invitado a mí y a otros cuantos
chicos a tomar chocolate, nos enseñó una manta toda raída que él y su mujer le
habían comprado a un navajo en el parque de Yellowstone. Se notaba que Spencer
lo había pasado de miedo comprándola. A eso me refería. Ahí tienen a un tío como
Spencer, más viejo que Matusalén, y resulta que se lo pasa bárbaro comprándose
una manta.
Tenía la puerta abierta, pero aun así llamé un poco con los nudillos para no
parecer mal educado. Se le veía desde fuera. Estaba sentado en un gran sillón de
cuero envuelto en la manta de que acabo de hablarles. Cuando llamé, me miró.
-¿Quién es? -gritó-. ¡Caulfield! ¡Entra, muchacho!
Fuera de clase estaba siempre gritando. A veces le ponía a uno nervioso.
En cuanto entré, me arrepentí de haber ido. Estaba leyendo el Atlantic Monthly,
tenía la habitación llena de pastillas y medicinas, y olía a Vicks Vaporub. Todo
bastante deprimente. Confieso que no me vuelven loco los enfermos, pero lo que
hacía la cosa aún peor era que llevaba puesto un batín tristísimo todo
zarrapastroso, que debía tener desde que nació. Nunca me ha gustado ver a viejos
ni en pijama, ni en batín ni en nada de eso. Van enseñando el pecho todo lleno
de bultos, y las piernas, esas piernas de viejo que se ven en las playas, muy
blancas y sin nada de pelo.
-Buenas tardes, señor -le dije-. Me han dado su recado. Muchas gracias.
Me había escrito una nota para decirme que fuera a despedirme de él antes del
comienzo de las vacaciones.
-No tenía que haberse molestado. Habría venido a verle de todos modos.
-Siéntate ahí, muchacho dijo Spencer.
Se refería a la cama. Me senté.
--¿Cómo está de la gripe?
-Si me sintiera un poco mejor, tendría que llamar al médico -dijo Spencer.
Se hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un loco, medio ahogándose.
Al final se enderezó en el asiento y me dijo:
-¿Cómo no estás en el campo de fútbol? Creí que hoy era el día del partido.
-Lo es. Y pensaba ir. Pero es que acabo de volver de Nueva York con el equipo de
esgrima -le dije.
¡Vaya cama que tenía el tío! Dura como una piedra. De pronto le dio por ponerse
serio. Me lo estaba temiendo.
-Así que nos dejas, ¿eh?
-Sí, señor, eso parece.
Empezó a mover la cabeza como tenía por costumbre. Nunca he visto a nadie mover
tanto la cabeza como a Spencer. Y nunca llegué a saber si lo hacía porque estaba
pensando mucho, o porque no era más que un vejete que ya no distinguía el culo
de las témporas.
-¿Qué te dijo el señor Thurmer, muchacho? He sabido que tuvisteis una
conversación.
-Sí. Es verdad. Me pasé en su oficina como dos horas, creo.
-Y, ¿qué te dijo?
-Pues eso de que la vida es como una partida y hay que vivirla de acuerdo con
las reglas del juego. Estuvo muy bien. Vamos, que no se puso como una fiera ni
nada. Sólo me dijo que la vida era una partida y todo eso... Ya sabe.
-La vida es una partida, muchacho. La vida es una partida y hay que vivirla de
acuerdo con las reglas del juego.
-Sí, señor. Ya lo sé. Ya lo sé.
De partida un cuerno. Menuda partida. Si te toca del lado de los que cortan el
bacalao, desde luego que es una partida, eso lo reconozco. Pero si te toca del
otro lado, no veo dónde está la partida. En ninguna parte. Lo que es de partida,
nada.
-¿Ha escrito ya el señor Thurner a tus padres? -me preguntó Spencer.
-Me dijo que iba a escribirles el lunes.
-¿Te has comunicado ya con ellos?
-No señor, aún no me he comunicado con ellos porque, seguramente, les veré el
miércoles por la noche cuando vuelva a casa.
-Y, ¿cómo crees que tomarán la noticia?
-Pues... se enfadarán bastante -le dije-. Se enfadarán. He ido ya como a cuatro
colegios.
Meneé la cabeza. Meneo mucho la cabeza.
-¡Jo! -dije luego. También digo "¡jo!" muchas veces. En parte porque tengo un
vocabulario pobrísimo, y en parte porque a veces hablo y actúo como si fuera más
joven de lo que soy. Entonces tenía dieciséis años. Ahora tengo diecisiete y, a
veces, parece que tuviera trece, lo cual es bastante irónico porque mido seis
pies y dos pulgadas y tengo un montón de canas. De verdad. Todo un lado de la
cabeza, el derecho, lo tengo lleno de millones de pelos grises. Desde pequeño. Y
aun así hago cosas de crío de doce años. Lo dice todo el mundo, especialmente mi
padre, y en parte es verdad, aunque sólo en parte. Pero la gente se cree que las
cosas tienen que ser verdad del todo. No es que me importe mucho, pero también
es un rollo que le estén diciendo a uno todo el tiempo que a ver si se porta
como corresponde a su edad. A veces hago cosas de persona mayor, en serio, pero
de eso nadie se da cuenta. La gente nunca se da cuenta de nada.
Spencer empezó a mover otra vez la cabeza. Empezó también a meterse el dedo en
la nariz. Hacía como si sólo se la estuviera rascando, pero la verdad es que se
metía el dedazo hasta los sesos. Supongo que pensaba que no importaba porque al
fin y al cabo estaba solo conmigo en la habitación. Y no es que me molestara
mucho, pero tienen que reconocer que da bastante asco ver a un tío hurgándose
las napias.
Luego dijo:
-Tuve el placer de conocer a tus padres hace unas semanas, cuando vinieron a ver
al señor Thurner. Son encantadores.
-Sí. Son buena gente.
"Encantadores". Esa sí que es una palabra que no aguanto. Suena tan falsa que me
dan ganas de vomitar cada vez que la oigo.
De pronto pareció como si Spencer fuera a decir algo muy importante, una frase
lapidaria aguda como un estilete. Se arrellanó en el asiento y se removió un
poco. Pero fue una falsa alarma. Todo lo que hizo fue coger el Atlantic Monthly
que tenía sobre las rodillas y tirarlo encima de la cama. Erró el tiro. Estaba
sólo a dos pulgadas de distancia, pero falló. Me levanté, lo recogí del suelo y
lo puse sobre la cama. De pronto me entraron unas ganas horrorosas de salir de
allí pitando. Sentía que se me venía encima un sermón y no es que la idea en sí
me molestara, pero me sentía incapaz de aguantar una filípica, oler a Vicks
Vaporub, y ver a Spencer con su pijama y su batín todo al mismo tiempo. De
verdad que era superior a mis fuerzas.
Pero, tal como me lo estaba temiendo, empezó.
-¿Qué te pasa, muchacho? -me preguntó. Y para su modo de ser lo dijo con
bastante mala leche-. ¿Cuántas asignaturas llevas este semestre?
-Cinco, señor.
-Cinco. Y, ¿en cuántas te han suspendido?
-En cuatro.
Removí un poco el trasero en el asiento. En mi vida había visto cama más dura.
-En Lengua y Literatura me han aprobado -le dije-, porque todo eso de Beowulf y
Lord Randal, mi hijo, lo había dado ya en el otro colegio. La verdad es que para
esa clase no he tenido que estudiar casi nada. Sólo escribir una composición de
vez en cuando.
Ni me escuchaba. Nunca escuchaba cuando uno le hablaba.
-Te he suspendido en historia sencillamente porque no sabes una palabra.
-Lo sé, señor. ¡Jo! ¡Que si lo sé! No ha sido culpa suya.
-Ni una sola palabra -repitió.
Eso sí que me pone negro. Que alguien te diga una cosa dos veces cuando tú ya la
has admitido a la primera. Pues aún lo dijo otra vez:
-Ni una sola palabra. Dudo que hayas abierto el libro en todo el semestre. ¿Lo
has abierto? Dime la verdad, muchacho.
-Verá, le eché una ojeada un par de veces -le dije.
No quería herirle. Le volvía loco la historia.
-Conque lo ojeaste, ¿eh? -dijo, y con un tono de lo más sarcástico-. Tu examen
está ahí, sobre la cómoda. Encima de ese montón. Tráemelo, por favor.
Aquello sí que era una puñalada trapera, pero me levanté a cogerlo y se lo
llevé. No tenía otro remedio. Luego volví a sentarme en aquella cama de cemento.
¡Jo! ¡No saben lo arrepentido que estaba de haber ido a despedirme de él!
Manoseaba el examen con verdadero asco, como si fuera una plasta de vaca o algo
así.
-Estudiamos los egipcios desde el cuatro de noviembre hasta el dos de diciembre
-dijo-. Fue el tema que tú elegiste. ¿Quieres oír lo que dice aquí?
-No, señor. La verdad es que no -le dije.
Pero lo leyó de todos modos. No hay quien pare a un profesor cuando se empeña en
una cosa. Lo hacen por encima de todo.
-"Los egipcios fueron una antigua raza caucásica que habitó una de las regiones
del norte de África. África, como todos sabemos, es el continente mayor del
hemisferio oriental".
Tuve que quedarme allí sentado escuchando todas aquellas idioteces. Me la jugó
buena el tío.
-"Los egipcios revisten hoy especial interés para nosotros por diversas razones.
La ciencia moderna no ha podido aún descubrir cuál era el ingrediente secreto
con que envolvían a sus muertos para que la cara no se les pudriera durante
innumerables siglos. Ese interesante misterio continúa acaparando el interés de
la ciencia moderna del siglo XX".
Dejó de leer. Yo sentía que empezaba a odiarle vagamente.
-Tu ensayo, por llamarlo de alguna manera, acaba ahí -dijo en un tono de lo más
desagradable. Parecía mentira que un vejete así pudiera ponerse tan sarcástico-.
Por lo menos, te molestaste en escribir una nota a pie de página.
-Ya lo sé -le dije. Y lo dije muy deprisa para ver si le paraba antes de que se
pusiera a leer aquello en voz alta. Pero a ése ya no había quien le frenara. Se
había disparado.
-"Estimado señor Spencer" -leyó en voz alta- "Esto es todo lo que sé sobre los
egipcios. La verdad es que no he logrado interesarme mucho por ellos aunque sus
clases han sido muy interesantes. No le importe suspenderme porque de todos
modos van a catearme en todo menos en lengua. Respetuosamente, Holden
Caulfield".
Dejó de leer y me miró como si acabara de ganarme en una partida de ping-pong o
algo así. Creo que no le perdonaré nunca que me leyera aquellas gilipolleces en
voz alta. Yo no se las habría leído si las hubiera escrito él, palabra. Para
empezar, sólo le había escrito aquella nota para que no le diera pena
suspenderme.
-¿Crees que he sido injusto contigo, muchacho? -dijo.
-No, señor, claro que no -le contesté. ¡A ver si dejaba ya de llamarme
"muchacho" todo el tiempo!
Cuando acabó con mi examen quiso tirarlo también sobre la cama. Sólo que,
naturalmente, tampoco acertó. Otra vez tuve que levantarme para recogerlo del
suelo y ponerlo encima del Atlantic Monthly. Es un aburrimiento tener que hacer
lo mismo cada dos minutos.
-¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? -me dijo-. Dímelo sinceramente, muchacho.
La verdad es que se le notaba que le daba lástima suspenderme, así que me puse a
hablar como un descosido. Le dije que yo era un imbécil, que en su lugar habría
hecho lo mismo, y que muy poca gente se daba cuenta de lo difícil que es ser
profesor. En fin, el rollo habitual. Las tonterías de siempre.
Lo gracioso es que mientras hablaba estaba pensando en otra cosa. Vivo en Nueva
York y de pronto me acordé del lago que hay en Central Park, cerca de Central
Park South. Me pregunté si estaría ya helado y, si lo estaba, adonde habrían ido
los patos. Me pregunté dónde se meterían los patos cuando venía el frío y se
helaba la superficie del agua, si vendría un hombre a recogerlos en un camión
para llevarlos al zoológico, o si se irían ellos a algún sitio por su cuenta.
Tuve suerte. Pude estar diciéndole a Spencer un montón de estupideces y al mismo
tiempo pensar en los patos del Central Park. Es curioso, pero cuando se habla
con un profesor no hace falta concentrarse mucho. Pero de pronto me interrumpió.
Siempre le estaba interrumpiendo a uno.
-¿Qué piensas de todo esto, muchacho? Me interesa mucho saberlo. Mucho.
-¿Se refiere a que me hayan expulsado de Pencey? -le dije. Hubiera dado
cualquier cosa porque se tapara el pecho. No era un panorama nada agradable.
-Si no me equivoco creo que también tuviste problemas en el Colegio Whooton y en
Elkton Hills.
Esto no lo dijo sólo con sarcasmo. Creo que lo dijo también con bastante mala
intención.
-En Elkton Hills no tuve ningún problema -le dije-. No me suspendieron ni nada
de eso. Me fui porque quise... más o menos.
-Y, ¿puedo saber por qué quisiste?
-¿Por qué? Verá. Es una historia muy larga de contar. Y muy complicada.
No tenía ganas de explicarle lo que me había pasado. De todos modos no lo habría
entendido. No encajaba con su mentalidad. Uno de los motivos principales por los
que me fui de Elkton Hills fue porque aquel colegio estaba lleno de hipócritas.
Eso es todo. Los había a patadas. El director, el señor Haas, era el tío más
falso que he conocido en toda mi vida, diez veces peor que Thurmer. Los
domingos, por ejemplo, se dedicaba a saludar a todos los padres que venían a
visitar a. los chicos. Se derretía con todos menos con los que tenían una pinta
un poco rara. Había que ver cómo trataba a los padres de mi compañero de cuarto.
Vamos, que si una madre era gorda o cursi, o si un padre llevaba zapatos blancos
y negros, o un traje de esos con muchas hombreras, Haas les daba la mano a toda
prisa, les echaba una sonrisita de conejo, y se largaba a hablar por lo menos
media hora con los padres de otro chico. No aguanto ese tipo de cosas. Me sacan
de quicio. Me deprimen tanto que me pongo enfermo. Odiaba Elkton Hills.
Spencer me preguntó algo, pero no le oí porque estaba pensando en Haas.
-¿Qué? -le dije.
-¿No sientes remordimientos por tener que dejar Pencey?
-Claro que sí, claro que siento remordimientos. Pero muchos no. Por lo menos
todavía. Creo que aún no lo he asimilado. Tardo mucho en asimilar las cosas. Por
ahora sólo pienso en que me voy a casa el miércoles. Soy un tarado.
-¿No te preocupa en absoluto el futuro, muchacho?
-Claro que me preocupa. Naturalmente que me preocupa -medité unos momentos-.
Pero no mucho supongo. Creo que mucho, no.
-Te preocupará -dijo Spencer-. Ya lo verás, muchacho. Te preocupará cuando sea
demasiado tarde.
No me gustó oírle decir eso. Sonaba como si ya me hubiera muerto. De lo más
deprimente.
-Supongo que sí -le dije.
-Me gustaría imbuir un poco de juicio en esa cabeza, muchacho. Estoy tratando de
ayudarte. Quiero ayudarte si puedo.
Y era verdad. Se le notaba. Lo que pasaba es que estábamos en campos opuestos.
Eso es todo.
-Ya lo sé, señor -le dije-. Muchas gracias. Se lo agradezco mucho. De verdad.
Me levanté de la cama. ¡Jo! ¡No hubiera aguantado allí ni diez minutos más
aunque me hubiera ido la vida en ello!
-Lo malo es que tengo que irme. He de ir al gimnasio a recoger mis cosas. De
verdad.
Me miró y empezó a mover de nuevo la cabeza con una expresión muy seria. De
pronto me dio una pena terrible, pero no podía quedarme más rato por eso de que
estábamos en campos opuestos, y porque fallaba cada vez que echaba una cosa
sobre la cama, y porque llevaba esa bata tan triste que le dejaba al descubierto
todo el pecho, y porque apestaba a Vicks Vaporub en toda la habitación.
-Verá, señor, no se preocupe por mí -le dije-. De verdad. Ya verá como todo se
me arregla. Estoy pasando una mala racha. Todos tenemos nuestras malas rachas,
¿no?
-No sé, muchacho. No sé.
Me revienta que me contesten cosas así.
-Ya lo verá -le dije-. De verdad, señor. Por favor, no se preocupe por mí.
Le puse la mano en el hombro. -¿De acuerdo?- le dije.
-¿No quieres tomar una taza de chocolate? La señora Spencer...
-Me gustaría. Me gustaría mucho, pero tengo que irme. Tengo que pasar por el
gimnasio. Gracias de todos modos. Muchas gracias.
Nos dimos la mano y todo eso. Sentí que me daba una pena terrible.
-Le escribiré, señor. Y que se mejore de la gripe.
-Adiós, muchacho.
Cuando ya había cerrado la puerta y volvía hacia el salón me gritó algo, pero no
le oí muy bien. Creo que dijo "buena suerte". Ojalá me equivoque. Ojalá. Yo
nunca le diré a nadie "buena suerte". Si lo piensa uno bien, suena horrible.
 Capítulo
3
Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terrible. Si voy
camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta que adonde voy,
soy capaz de decirle que voy a la ópera. Es una cosa seria. Así que eso que le
dije a Spencer de que tenía que ir a recoger mi equipo era pura mentira. Ni
siquiera lo dejo en el gimnasio.
En Pencey vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva. Era para los
chicos de los dos últimos cursos. Yo era del penúltimo y mi compañero de cuarto
del último. Se llamaba así por un tal Ossenburger que había sido alumno de
Pencey. Cuando salió del colegio ganó un montón de dinero con el negocio de
pompas fúnebres. Abrió por todo el país miles de funerarias donde le entierran a
uno a cualquier pariente por sólo cinco dólares. ¡Bueno es el tal Ossenburger!
Probablemente los mete en un saco y los tira al río. Pero donó a Pencey un
montón de pasta y le pusieron su nombre a esa ala de la residencia. Cuando se
celebró el primer partido del año, vino al colegio en un enorme Cadillac y todos
tuvimos que ponernos en pie en los graderíos y recibirle con una gran ovación. A
la mañana siguiente nos echó un discurso en la capilla que duró unas diez horas.
Empezó contando como cincuenta chistes, todos malísimos, sólo para demostrarnos
lo campechanote que era. Menudo rollazo. Luego nos dijo que cuando tenía alguna
dificultad, nunca se avergonzaba de ponerse de rodillas y rezar. Nos dijo que
debíamos rezar siempre, vamos, hablar con Dios y todo eso, estuviéramos donde
estuviésemos. Nos dijo que debíamos considerar a Dios como un amigo y que él le
hablaba todo el tiempo, hasta cuando iba conduciendo. ¡Qué valor! Me lo
imaginaba al muy hipócrita metiendo la primera y pidiendo a Dios que le mandara
unos cuantos fiambres más. Pero hacia la mitad del discurso pasó algo muy
divertido. Nos estaba contando lo fenomenal y lo importante que era, cuando de
pronto un chico que estaba sentado delante de mí, Edgard Marsala, se tiró un
pedo tremendo. Fue una grosería horrible, sobre todo porque estábamos en la
capilla, pero la verdad es que tuvo muchísima gracia. ¡Qué tío el tal Marsala!
No voló el techo de milagro. Casi nadie se atrevió a reírse en voz alta y
Ossenburger hizo como si no se hubiera enterado de nada, pero el director, que
estaba sentado a su lado, se quedó pálido al oírlo. ¡Jo! ¡No se puso furioso ni
nada! En aquel momento se calló, pero en cuanto pudo nos reunió a todos en el
paraninfo para una sesión de estudio obligatoria y vino a echarnos un discurso.
Nos dijo que el responsable de lo que había ocurrido en la capilla no era digno
de asistir a Pencey Tratamos de convencer a Marsala de que se tirara otro
mientras Thurmer hablaba, pero se ve que no estaba en vena. Pero, como les
decía, vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva.
Encontré mi habitación de lo más acogedora al volver de casa de Spencer porque
todo el mundo estaba viendo el partido y porque, por una vez, habían encendido
la calefacción. Daba gusto entrar. Me quité la chaqueta y la corbata, me
desabroché el cuello de la camisa y me puse una gorra que me había comprado en
Nueva York aquella misma mañana. Era una gorra de caza roja, de esas que tienen
una visera muy grande. La vi en el escaparate de una tienda de deportes al salir
del metro, justo después de perder los floretes, y me la compré. Me costó sólo
un dólar. Así que me la puse y le di la vuelta para que la visera quedara por la
parte de atrás. Una horterada, lo reconozco, pero me gustaba así. La verdad es
que me sentaba la mar de bien. Luego cogí el libro que estaba leyendo y me senté
en mi sillón. Había dos en cada habitación. Yo tenía el mío, y mi compañero de
cuarto, Ward Stradlater, el suyo. Tenían los brazos hechos una pena porque todo
el mundo se sentaba en ellos, pero eran bastante cómodos.
Estaba leyendo un libro que había sacado de la biblioteca por error. Se habían
equivocado al dármelo y yo no me di cuenta hasta que estuve de vuelta en mi
habitación. Era Fuera de África, de Isak Dinesen. Creí que sería un plomo, pero
no. Estaba muy bien. Soy un completo analfabeto, pero leo muchísimo. Mi autor
preferido es D.B. y luego Ring Lardner. Mi hermano me regaló un libro de Lardner
el día de mi cumpleaños, poco antes de que saliera para Pencey. Tenía unas
cuantas obras de teatro muy divertidas, completamente absurdas, y una historia
de un guardia de la porra que se enamora de una chica muy mona a la que siempre
está poniendo multas por pasarse del límite de velocidad. Sólo que el guardia no
puede casarse con ella porque ya está casado. Luego la chica tiene un accidente
y se mata. Es una historia estupenda. Lo que más me gusta de un libro es que te
haga reír un poco de vez en cuando. Leo un montón de clásicos como La vuelta del
indígena y no están mal, y leo también muchos libros de guerra y de misterio,
pero no me vuelven loco. Los que de verdad me gustan son esos que cuando acabas
de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle
por teléfono cuando quisieras. No hay muchos libros de esos. Por ejemplo, no me
importaría nada llamar a Isak Dinesen, ni tampoco a Ring Lardner, sólo que D.B.
me ha dicho que ya ha muerto. Luego hay otro tipo de libros como La condición
humana, de Somerset Maugham, por ejemplo. Lo leí el verano pasado. Es muy bueno,
pero nunca se me ocurriría llamar a Somerset Maugham por teléfono. No sé, no me
apetecería hablar con él. Preferiría llamar a Thomas Hardy. Esa protagonista
suya, Eustacia Vye, me encanta.
Pero, volviendo a lo que les iba diciendo, me puse mi gorra nueva y me senté a
leer Fuera de África. Ya lo había terminado, pero quería releer algunas partes.
No habría leído más de tres páginas cuando oí salir a alguien de la ducha. No
tuve necesidad de mirar para saber de quién se trataba. Era Robert Ackley, el
tío de la habitación de al lado. En esa residencia había entre cada dos
habitaciones una ducha que comunicaba directamente con ellas, y Ackley se colaba
en mi cuarto unas ochenta y cinco veces al día. Era probablemente el único de
todo el dormitorio, excluido yo, que no había ido al partido. Apenas iba a
ningún sitio. Era un tipo muy raro. Estaba en el último curso y había estudiado
ya cuatro años enteros en Pencey, pero todo el mundo seguía llamándole Ackley.
Ni Herb Gale, su compañero de cuarto, le llamaba nunca Bob o Ack. Si alguna vez
llega a casarse, estoy seguro de que su mujer le llamará también Ackley. Era un
tío de esos muy altos (medía como seis pies y cuatro pulgadas), con los hombros
un poco caídos y una dentadura horrenda. En todo el tiempo que fuimos vecinos de
Habitación, no le vi lavarse los dientes ni una sola vez. Los tenía feísimos,
como mohosos, y cuando se le veía en el comedor con la boca llena de puré de
patata o de guisantes o algo así, daba gana de devolver. Además tenía un montón
de granos, no sólo en la frente o en la barbilla como la mayoría de los chicos,
sino por toda la cara. Para colmo tenía un carácter horrible. Era un tipo
bastante atravesado. Vamos, que no me caía muy bien.
Le sentí en el borde de la ducha, justo detrás de mi sillón. Miraba a ver si
estaba Stradlater. Le odiaba a muerte y nunca entraba en el cuarto si él andaba
por allí. La verdad es que odiaba a muerte a casi todo el mundo.
Bajó del borde de la ducha y entró en mi habitación.
-Hola -dijo. Siempre lo decía como si estuviera muy aburrido o muy cansado. No
quería que uno pensara que venía a hacerle una visita o algo así. Quería que uno
creyera que venía por equivocación. Tenía gracia.
-Hola -le dije sin levantar la vista del libro. Con un tío como Ackley uno
estaba perdido si levantaba la vista de lo que leía. La verdad es que estaba
perdido de todos modos, pero si no se le miraba en seguida, al menos se
retrasaba un poco la cosa.
Empezó a pasearse por el cuarto muy despacio como hacía siempre, tocando todo lo
que había encima del escritorio y de la cómoda. Siempre te cogía las cosas más
personales que tuvieras para fisgonearlas. ¡Jo! A veces le ponía a uno nervioso.
-¿Cómo fue el encuentro de esgrima? -me dijo. Quería obligarme a que dejara de
leer y de estar a gusto. Lo de la esgrima le importaba un rábano-. ¿Ganamos o
qué?
-No ganó nadie -le dije sin levantar la vista del libro.
-¿Qué? -dijo. Siempre le hacía a uno repetir las cosas.
-Que no ganó nadie.
Le miré de reojo para ver qué había cogido de mi cómoda. Estaba mirando la foto
de una chica con la que solía salir yo en Nueva York, Sally Hayes. Debía haber
visto ya esa fotografía como cinco mil veces. Y, para colmo, cuando la dejaba,
nunca volvía a ponerla en su sitio. Lo hacía a propósito. Se le notaba.
-¿Que no ganó nadie? -dijo-. ¿Y cómo es eso?
-Me olvidé los floretes en el metro -contesté sin mirarle.
-¿En el metro? ¡No me digas! ¿Quieres decir que los perdiste?
-Nos metimos en la línea que no era. Tuve que ir mirando todo el tiempo un plano
que había en la pared.
Se acercó y fue a instalarse donde me tapaba toda la luz.
-Oye -le dije-, desde que has entrado he leído la misma frase veinte veces.
Otro cualquiera hubiera pescado al vuelo la indirecta. Pero él no.
-¿Crees que te obligarán a pagarlos? -dijo.
-No lo sé y además no me importa. ¿Por qué no te sientas un poquito, Ackley,
tesoro? Me estás tapando la luz.
No le gustaba que le llamara "tesoro". Siempre me estaba diciendo que yo era un
crío porque tenía dieciséis y él dieciocho.
Siguió de pie. Era de esos tíos que le oyen a uno como quien oye llover. Al
final hacía lo que le decías, pero bastaba que se lo dijeras para que tardara
mucho más en hacerlo.
-¿Qué demonios estás leyendo? -dijo.
-Un libro.
Lo echó hacia atrás con la mano para ver el título.
-¿Es bueno? -dijo.
-Esta frase que estoy leyendo es formidable.
Cuando me pongo puedo ser bastante sarcástico, pero él ni se enteró. Empezó a
pasearse otra vez por toda la habitación manoseando todas mis cosas y las de
Stradlater. Al fin dejé el libro en el suelo. Con un tío como Ackley no había
forma de leer. Era imposible.
Me repantigué todo lo que pude en el sillón y le miré pasearse por la habitación
como Pedro por su casa. Estaba cansado del viaje a Nueva York y empecé a
bostezar. Luego me puse a hacer el ganso. A veces me da por ahí para no
aburrirme. Me corrí la visera hacia delante y me la eché sobre los ojos. No veía
nada.
-Creo que me estoy quedando ciego -dije con una voz muy ronca-. Mamita, ¿por qué
está tan oscuro aquí?
-Estás como una cabra, te lo aseguro -dijo Ackley.
-Mami, dame la mano. ¿Por qué no me das la mano?
-¡Mira que eres pesado! ¿Cuándo vas a crecer de una vez?
Empecé a tantear el aire con las manos como un ciego, pero sin levantarme del
sillón y sin dejar de decir:
-Mamita, ¿por qué no me das la mano?
Estaba haciendo el indio, claro. A veces lo paso bárbaro con eso. Además sabía
que a Ackley le sacaba de quicio. Tiene la particularidad de despertar en mí
todo el sadismo que llevo dentro y con él me ponía sádico muchas veces. Al final
me cansé. Me eché otra vez hacia atrás la visera y dejé de hacer el payaso.
-¿De quién es esto? -dijo Ackley. Había cogido la venda de la rodilla de
Stradlater para enseñármela. Ese Ackley tenía que sobarlo todo. Por tocar era
capaz hasta de coger un slip o cualquier cosa así. Cuando le dije que era de
Stradlater la tiró sobre la cama. Como la había cogido del suelo, tuvo que
dejarla sobre la cama.
Se acercó y se sentó en el brazo del sillón de Stradlater. Nunca se sentaba en
el asiento, siempre en los brazos.
-¿Dónde te has comprado esa gorra?
-En Nueva York.
-¿Cuánto?
-Un dólar.
-Te han timado.
Empezó a limpiarse las uñas con una cerilla. Siempre estaba haciendo lo mismo.
En cierto modo tenía gracia. Llevaba los dientes todos mohosos y las orejas más
negras que un demonio, pero en cambio se pasaba el día entero limpiándose las
uñas. Supongo que con eso se consideraba un tío aseadísimo. Mientras se las
limpiaba echó un vistazo a mi gorra.
-Allá en el Norte llevamos gorras de esas para cazar ciervos -dijo-. Esa es una
gorra para la caza del ciervo.
-Que te lo has creído -me la quité y la miré con un ojo medio guiñado, como si
estuviera afinando la puntería-. Es una gorra para cazar gente -le dije-. Yo me
la pongo para matar gente.
-¿Saben ya tus padres que te han echado?
-No.
-Bueno, ¿y dónde demonios está Stradlater?
-En el partido. Ha ido con una chica.
Bostecé. No podía parar de bostezar, creo que porque en aquella habitación hacía
un calor horroroso y eso da mucho sueño. En Pencey una de dos, o te helabas o te
achicharrabas.
-¡El gran Stradlater! -dijo Ackley-. Oye, déjame tus tijeras un segundo,
¿quieres? ¿Las tienes a mano?
-No. Las he metido ya en la maleta. Están en lo más alto del armario.
-Déjamelas un segundo, ¿quieres? -dijo Ackley-. Quiero cortarme un padrastro.
Le tenía sin cuidado que uno las tuviera en la maleta y en lo más alto del
armario. Fui a dárselas y al hacerlo por poco me mato. En el momento en que abrí
la puerta del armario se me cayó en plena cabeza la raqueta de tenis de
Stradlater con su prensa y todo. Sonó un golpe seco y además me hizo un daño
horroroso. Pero a Ackley le hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un
loco, con esa risa de falsete que sacaba a veces. No paró de reírse todo el
tiempo que tardé en bajar la maleta y sacar las tijeras. Ese tipo de cosas como
que a un tío le pegaran una pedrada en la cabeza, le hacían desternillarse de
risa.
-Tienes un sentido del humor finísimo, Ackley, tesoro -le dije-. ¿Lo sabías? -le
di las tijeras-. Si me dejaras ser tu agente, te metería de locutor en la radio.
Volví a sentarme en el sillón y él empezó a cortarse esas uñas enormes que
tenía, duras como garras.
-¿Y si lo hicieras encima de la mesa? -le dije-. Córtatelas sobre la mesa,
¿quieres? No tengo ganas de clavármelas esta noche cuando ande por ahí descalzo.
Pero él siguió dejándolas caer al suelo. ¡Vaya modales que tenía el tío! Era un
caso.
-¿Con quién ha salido Stradlater? -dijo. Aunque le odiaba a muerte siempre
estaba llevándole la cuenta de con quién salía y con quién no.
-No lo sé. ¿Por qué?
-Por nada. ¡Jo! No aguanto a ese cabrón. Es que no le trago.
-Pues él en cambio te adora. Me ha dicho que eres un encanto.
Cuando me da por hacer el indio, llamo "encanto" a todo el mundo. Lo hago por no
aburrirme.
-Siempre con esos aires de superioridad... -dijo Ackley-. No le soporto.
Cualquiera diría...
-¿Te importaría cortarte las uñas encima de la mesa, oye? Te lo he dicho ya como
cincuenta...
-Y siempre dándoselas de listo -siguió Ackley-. Yo creo que ni siquiera es
inteligente. Pero él se lo tiene creído. Se cree el tío más listo de...
-¡Ackley! ¡Por Dios vivo! ¿Quieres cortarte las uñas encima de la mesa? Te lo he
dicho ya como cincuenta veces.
Por fin me hizo caso. La única forma de que hiciera lo que uno le decía era
gritarle.
Me quedé mirándole un rato. Luego le dije:
-Estás furioso con Stradlater porque te dijo que deberías lavarte los dientes de
vez en cuando. Pero si quieres saber la verdad, no lo hizo por afán de
molestarte. Puede que no lo dijera de muy buenos modos, pero no quiso ofenderte.
Lo que quiso decir es que estarías mejor y te sentirías mejor si te lavaras los
dientes alguna vez.
-Ya me los lavo. No me vengas con esas.
-No es verdad. Te he visto y sé que no es cierto -le dije, pero sin mala
intención. En cierto modo me daba lástima. No debe ser nada agradable que le
digan a uno que no se lava los dientes-. Stradlater es un tío muy decente. No es
mala persona. Lo que pasa es que no le conoces.
-Te digo que es un cabrón. Un cabrón y un creído.
-Creído sí, pero en muchas cosas es muy generoso. De verdad -le dije-. Mira,
supongamos que Stradlater lleva una corbata que a ti te gusta. Supón que lleva
una corbata que te gusta muchísimo, es sólo un ejemplo. ¿Sabes lo que haría?
Pues probablemente se la quitaría y te la regalaría. De verdad. O si no, ¿sabes
qué? Te la dejaría encima de tu cama, pero el caso es que te la daría. No hay
muchos tíos que...
-¡Qué gracia! -dijo Ackley-. Yo también lo haría si tuviera la pasta que tiene
él.
-No, tú no lo harías. Tú no lo harías, Ackley, tesoro. Si tuvieras tanto dinero
como él, serías el tío más...
-¡Deja ya de llamarme "tesoro"! ¡Maldita sea! Con la edad que tengo podría ser
tu padre.
-No, no es verdad -le dije. ¡Jo! ¡Qué pesado se ponía a veces! No perdía
oportunidad de recordarme que él tenía dieciocho años y yo dieciséis-. Para
empezar, no te admitiría en mi familia.
-Lo que quiero es que dejes de llamarme...
De pronto se abrió la puerta y entró Stradlater con muchas prisas. Siempre iba
corriendo y a todo le daba una importancia tremenda. Se acercó en plan gracioso
y me dio un par de cachetes en las mejillas, que es una cosa que puede resultar
molestísima.
-Oye -me dijo-, ¿vas a algún sitio especial esta noche?
-No lo sé. Quizá. ¿Qué pasa fuera? ¿Está nevando? -Llevaba el abrigo cubierto de
nieve.
-Sí. Oye, si no vas a hacer nada especial, ¿me prestas tu chaqueta de pata de
gallo?
-¿Quién ha ganado el partido?
-Aún no ha terminado. Nosotros nos vamos -dijo Stradlater-. Venga, en serio,
¿vas a llevar la chaqueta de pata de gallo, o no? Me he puesto el traje de
franela gris perdido de manchas.
-No, pero no quiero que me la des toda de sí con esos hombros que tienes -le
dije. Éramos casi de la misma altura, pero él pesaba el doble que yo. Tenía unos
hombros anchísimos.
-Te prometo que no te la daré de sí.
Se acercó al armario a todo correr.
-¿Cómo va esa vida? -le dijo a Ackley. Stradlater era un tío bastante simpático.
Tenía una simpatía un poco falsa, pero al menos era capaz de saludar a Ackley.
Cuando éste oyó lo de "¿Cómo va esa vida?" soltó un gruñido. No quería
contestarle, pero tampoco tenía suficientes agallas como para no darse por
enterado. Luego me dijo: -Me voy. Te veré luego.
-Bueno -le contesté. La verdad es que no se le partía a uno el corazón al verle
salir por la puerta.
Stradlater empezó a quitarse la chaqueta y la corbata.
-Creo que voy a darme un afeitado rápido -dijo. Tenía una barba muy cerrada, de
verdad.
-¿Dónde has dejado a la chica con que salías hoy? -le pregunté.
-Me está esperando en el anejo.
Salió de la habitación con el neceser y la toalla debajo del brazo. No llevaba
camisa ni nada. Siempre iba con el pecho al aire porque se creía que tenía un
físico estupendo. Y lo tenía. Eso hay que reconocerlo.
 Capítulo
4
Como no tenía nada que hacer me fui a los lavabos con él y, para matar el
tiempo, me puse a darle conversación mientras se afeitaba. Estábamos solos
porque todos los demás seguían en el campo de fútbol. El calor era infernal y
los cristales de las ventanas estaban cubiertos de vaho. Había como diez
lavabos, todos en fila contra la pared. Stradlater se había instalado en el de
en medio y yo me senté en el de al lado y me puse a abrir y cerrar el grifo del
agua fría, un tic nervioso que tengo. Stradlater se puso a silbar Song of India
mientras se afeitaba. Tenía un silbido de esos que le atraviesan a uno el
tímpano. Desafinaba muchísimo y, para colmo, siempre elegía canciones como Song
of India o Slaughter on Tentb Avenue que ya son difíciles de por sí hasta para
los que saben silbar. El tío era capaz de asesinar lo que le echaran.
¿Se acuerdan de que les dije que Ackley era un marrano en eso del aseo personal?
Pues Stradlater también lo era, pero de un modo distinto. El era un marrano en
secreto. Parecía limpio, pero había que ver, por ejemplo, la maquinilla con que
se afeitaba. Estaba toda oxidada y llena de espuma, de pelos y de porquería.
Nunca la limpiaba. Cuando acababa de arreglarse daba el pego, pero los que le
conocíamos bien sabíamos que ocultamente era un guarro. Si se cuidaba tanto de
su aspecto era porque estaba locamente enamorado de sí mismo. Se creía el tío
más maravilloso del hemisferio occidental. La verdad es que era guapo, eso tengo
que reconocerlo, pero era un guapo de esos que cuando tus padres lo ven en el
catálogo del colegio en seguida preguntan: -¿Quién es ese chico?- Vamos, que era
el tipo de guapo de calendario. En Pencey había un montón de tíos que a mí me
parecían mucho más guapos que él, pero que luego, cuando los veías en
fotografía, siempre parecía que tenían orejas de soplillo o una nariz enorme.
Eso me ha pasado un montón de veces.
Pero, como decía, me senté en el lavabo y me puse a abrir y cerrar el grifo.
Todavía llevaba puesta la gorra de caza roja con la visera echada para atrás y
todo. Me chiflaba aquella gorra.
-Oye -dijo Stradlater-, ¿quieres hacerme un gran favor?
-¿Cuál? -le dije sin excesivo entusiasmo. Siempre estaba pidiendo favores a todo
el mundo. Todos esos tíos que se creen muy guapos o muy importantes son iguales.
Como se consideran el no va más, piensan que todos les admiramos muchísimo y que
nos morimos por hacer algo por ellos. En cierto modo tiene gracia.
-¿Sales esta noche? -me dijo.
-Puede. No lo sé. ¿Por qué?
-Tengo que leer unas cien páginas del libro de historia para el lunes -dijo-.
¿Podrías escribirme una composición para la clase de lengua? Si no la presento
el lunes, me la cargo. Por eso te lo digo. ¿Me la haces?
La cosa tenía gracia, de verdad.
-Resulta que a quien echan es a mí y encima tengo que escribirte una
composición.
-Ya lo sé. Pero es que si no la entrego, me las voy a ver moradas. Échame una
mano, anda. Échame una manita, ¿eh?
Tardé un poco en contestarle. A ese tipo de cabrones les conviene un poco de
suspense.
-¿Sobre qué? -le dije.
-Lo mismo da con tal de que sea descripción. Sobre una habitación, o una casa, o
un pueblo donde hayas vivido. No importa. El caso es que describas como loco.
Mientras lo decía soltó un bostezo tremendo. Eso sí que me saca de quicio. Que
encima que te están pidiendo un favor, bostecen.
-Pero no la hagas demasiado bien -dijo-. Ese hijoputa de Hartzell te considera
un genio en composición y sabe que somos compañeros de cuarto. Así que ya sabes,
no pongas todos los puntos y comas en su sitio.
Otra cosa que me pone negro. Que se te dé bien escribir y que te salga un tío
hablando de puntos y comas. Y Stradlater lo hacía siempre. Lo que pasaba es que
quería que uno creyera que si escribía unas composiciones horribles era porque
no sabía dónde poner las comas. En eso se parecía un poco a Ackley. Una vez fui
con él a un partido de baloncesto. Teníamos en el equipo a un tío fenomenal,
Howie Coyle, que era capaz de encestar desde el centro del campo y sin que la
pelota tocara la madera siquiera. Pues Ackley se pasó todo el tiempo diciendo
que Coyle tenía una constitución perfecta para el baloncesto. ¡Jo! ¡Cómo me
fastidian esas cosas!
Al rato de estar sentado empecé a aburrirme. Me levanté, me alejé unos pasos y
me puse a bailar claquet para pasar el rato. Lo hacía sólo por divertirme un
poco. No tengo ni idea de claquet, pero en los lavabos había un suelo de piedra
que ni pintado para eso, así que me puse a imitar a uno de esos que salen en las
películas musicales. Odio el cine con verdadera pasión, pero me encanta imitar a
los artistas. Stradlater me miraba a través del espejo mientras se afeitaba y yo
lo único que necesito es público. Soy un exhibicionista nato.
-Soy el hijo del gobernador -le dije mientras zapateaba como un loco por todo el
cuarto-. Mi padre no / quiere que me dedique a bailar. Quiere que vaya a Oxford.
Pero yo llevo el baile en la sangre.
Stradlater se rió. Tenía un sentido del humor bastante pasable.
-Es la noche del estreno de la Revista Ziegfeld -me estaba quedando casi sin
aliento. No podía ni respirar-. El primer bailarín no puede salir a escena.
Tiene una curda monumental. ¿A quién llaman para reemplazarle? A mí. Al hijo del
gobernador.
-¿De dónde has sacado eso? -dijo Stradlater. Se refería a mi gorra de caza.
Hasta entonces no se había dado cuenta de que la llevaba.
Como ya no podía respirar, decidí dejar de hacer el indio. Me quité la gorra y
la miré por milésima vez.
-Me la he comprado esta mañana en Nueva York por un dólar. ¿Te gusta?
Stradlater afirmó con la cabeza.
-Está muy bien.
Lo dijo sólo por darme coba porque a renglón seguido me preguntó: -¿Vas a
hacerme esa composición o no? Tengo que saberlo.
-Si me sobra tiempo te la haré. Si no, no.
Me acerqué y volví a sentarme en el lavabo.
-¿Con quién sales hoy? ¿Con la Fitzgerald?
-¡No fastidies! Ya te he dicho que he roto con esa cerda.
-¿Ah, sí? Pues pásamela, hombre. En serio. Es mi tipo.
-Puedes quedártela, pero es muy mayor para ti.
De pronto y sin ningún motivo, excepto que tenía ganas de hacer el ganso, se me
ocurrió saltar del lavabo y hacerle a Stradlater un medio-nelson, una llave de
lucha libre que consiste en agarrar al otro tío por el cuello con un brazo y
apretar hasta asfixiarle si te da la gana. Así que lo hice. Me lancé sobre él
como una pantera.
-¡No jorobes, Holden! -dijo Stradlater. No tenía ganas de bromas porque estaba
afeitándose-. ¿Quieres que me corte la cabeza, o qué?
Pero no le solté. Le tenía bien agarrado.
-¿A que no te libras de mi brazo de hierro? -le dije.
-¡Mira que eres pesado!
Dejó la máquina de afeitar. De pronto levantó los brazos y me obligó a soltarle.
Tenía muchísima fuerza y yo soy la mar de débil.
-¡A ver si dejas ya de jorobar! -dijo.
Empezó a afeitarse otra vez. Siempre lo hacía dos veces para estar guapísimo. Y
con la misma cuchilla asquerosa.
-Y si no has salido con la Fitzgerald, ¿con quién entonces? -le pregunté. Había
vuelto a sentarme en el lavabo-. ¿Con Phyllis Smith?
-No, iba a salir con ella, pero se complicaron las cosas. Ha venido la compañera
de cuarto de Bud Thaw. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! Te conoce.
-¿Quién? -pregunté.
-Esa chica.
-¿Sí? -le dije-. ¿Cómo se llama?
Aquello me interesaba muchísimo.
-Espera. ¡Ah, sí! Jean Gallaher.
¡Atiza! Cuando lo oí por poco me desmayo.
-¡Jane Gallaher! -le dije. Hasta me levanté del lavabo. No me morí de milagro-.
¡Claro que la conozco! Vivía muy cerca de la casa donde pasamos el verano el año
antepasado. Tenía un Dobberman Pinscher. Por eso la conocí. El perro venía todo
el tiempo a nuestra...
-Me estás tapando la luz, Holden -dijo Stradlater-. ¿Tienes que ponerte
precisamente ahí?
¡Jo! ¡Qué nervioso me había puesto! De verdad.
-¿Dónde está? -le pregunté-. Debería bajar a decirle hola. ¿Está en el anejo?
-Sí.
-¿Cómo es que habéis hablado de mí? ¿Va a B. M. ahora? Me dijo que iba a ir o
allí o a Shipley. Creí que al final había decidido ir a Shipley. Pero, ¿cómo es
que habéis hablado de mí?
Estaba excitadísimo, de verdad.
-No lo sé. Levántate, ¿quieres? Te has sentado encima de mi toalla -me había
sentado en su toalla.
¡Jane Gallaher! ¡No podía creerlo! ¡Quién lo iba a decir! Stradlater se estaba
poniendo Vitalis en el pelo. Mi Vitalis.
-Sabe bailar muy bien -le dije-. Baila ballet. Practicaba siempre dos horas al
día aunque hiciera un calor horroroso. Tenía mucho miedo de que se le
estropearan las piernas con eso, vamos, de que se le pusieran gordas. Jugábamos
a las damas todo el tiempo.
-¿A qué?
-A las damas.
-¿A las damas? ¡No fastidies!
-Sí. Ella nunca las movía. Cuando tenía una dama nunca la movía. La dejaba en la
fila de atrás. Le gustaba verlas así, todas alineadas. No las movía.
Stradlater no dijo nada. Esas cosas nunca le interesan a casi nadie.
-Su madre era socia del mismo club que nosotros. Yo recogía las pelotas de vez
en cuando para ganarme unas perras. Un par de veces me tocó con ella. No le daba
a la bola ni por casualidad.
Stradlater ni siquiera me escuchaba. Se estaba peinando sus maravillosos bucles.
-Voy a bajar a decirle hola.
-Anda sí, ve.
-Bajaré dentro de un momento.
Volvió a hacerse la raya. Tardaba en peinarse como media hora.
-Sus padres estaban divorciados y su madre se había casado por segunda vez con
un tío que bebía de lo lindo. Un hombre muy flaco con unas piernas todas
peludas. Me acuerdo estupendamente. Llevaba shorts todo el tiempo. Jane me dijo
que escribía para el teatro o algo así, pero yo siempre le veía bebiendo y
escuchando todos los programas de misterio que daban por la radio. Y se paseaba
en pelota por toda la casa. Delante de Jane y todo.
-¿Sí? -dijo Stradlater. Aquello sí que le interesó. Lo del borracho que se
paseaba desnudo por delante de Jane. Todo lo que tuviera que ver con el sexo, le
encantaba al muy hijoputa.
-Ha tenido una infancia terrible. De verdad.
Pero eso a Stradlater ya no le interesaba. Lo que le gustaba era lo otro.
-¡Jane Gallaher! ¡Qué gracia! -no podía dejar de pensar en ella.
-Tengo que bajar a saludarla.
-¿Por qué no vas de una vez en vez de dar tanto la lata? -dijo Stradlater.
Me acerqué a la ventana pero no pude ver nada porque estaba toda empañada.
-En este momento no tengo ganas -le dije. Y era verdad. Hay que estar en vena
para esas cosas-. Creí que estudiaba en Shipley. Lo hubiera jurado.
Me paseé un rato por los lavabos. No tenía otra cosa que hacer.
-¿Le ha gustado el partido? -dije.
-Sí. Supongo que sí. No lo sé.
-¿Te ha dicho que jugábamos a las damas todo el tiempo?
-Yo qué sé. ¡Y no jorobes más, por Dios! Sólo acabo de conocerla.
Había terminado de peinarse su hermosa mata de pelo y estaba guardando todas sus
marranadas en el neceser.
-Oye, dale recuerdos míos, ¿quieres?
-Bueno -dijo Stradlater, pero me quedé convencido de que no lo haría. Esos tíos
nunca dan recuerdos a nadie. Se fue, y yo aún seguí un rato en los lavabos
pensando en Jane. Luego volví también a la habitación.
-Oye -le dije-, no le digas que me han echado, ¿eh?
-Bueno.
Eso era lo que me gustaba de Stradlater. Nunca tenía uno que darle cientos de
explicaciones como había que hacer con Ackley. Supongo que en el fondo era
porque no le importaba un pito. Se puso mi chaqueta de pata de gallo.
-No me la estires por todas partes -le dije. Sólo me la había puesto dos veces.
-No. ¿Dónde habré dejado mis cigarrillos?
-Están en el escritorio- le dije. Nunca se acordaba de dónde ponía nada-. Debajo
de la bufanda.
Los cogió y se los metió en el bolsillo de la chaqueta. De mi chaqueta.
Me puse la visera de la gorra hacia delante para variar. De repente me entraron
unos nervios horrorosos. Soy un tipo muy nervioso.
-Oye, ¿adonde vais a ir? ¿Lo sabes ya? -le pregunté.
-No. Si nos da tiempo iremos a Nueva York. Pero no creo. No ha pedido permiso
más que hasta las nueve y media.
No me gustó el tono en que lo dijo y le contesté:
-Será porque no sabía lo guapo y lo fascinante que eres. Si lo hubiera sabido
habría pedido permiso hasta las nueve y media de la mañana.
-Desde luego - dijo Stradlater. No había forma de hacerle enfadar. Se lo tenía
demasiado creído.
-Ahora en serio. Escríbeme esa composición -dijo.
Se había puesto el abrigo y estaba a punto de salir.
-No hace falta que te mates. Pero eso sí, ya sabes, que sea de muchísima
descripción, ¿eh?
No le contesté. No tenía ganas. Sólo le dije:
-Pregúntale si sigue dejando todas las damas en la línea de atrás.
-Bueno -dijo Stradlater, pero estaba seguro de que no se lo iba a preguntar.
-¡Que te diviertas! -dijo. Y luego salió dando un portazo.
Cuando se fue, me quedé sentado en el sillón como media hora. Quiero decir sólo
sentado, sin hacer nada más, excepto pensar en Jane y en que había salido con
Stradlater. Me puse tan nervioso que por poco me vuelvo loco. Ya les he dicho lo
obsesionado que estaba Stradlater con eso del sexo.
De pronto Ackley se coló en mi habitación a través de la ducha, como hacía
siempre. Por una vez me alegré de verle. Así dejaba de pensar en otras cosas. Se
quedó allí hasta la hora de cenar hablando de todos los tíos de Pencey a quienes
odiaba a muerte y reventándose un grano muy gordo que tenía en la barbilla. Ni
siquiera sacó el pañuelo para hacerlo. Yo creo que el muy cabrón ni siquiera
tenía pañuelos. Yo nunca le vi ninguno.
 Capítulo
5
Los sábados por la noche siempre cenábamos lo mismo en Pencey. Lo consideraban
una gran cosa porque nos daban un filete. Apostaría la cabeza a que lo hacían
porque como el domingo era día de visita, Thurmer pensaba que todas las madres
preguntarían a sus hijos qué habían cenado la noche anterior y el niño
contestaría: "Un filete." ¡Menudo timo! Había que ver el tal filete. Un pedazo
de suela seca y dura que no había por dónde meterle mano. Para acompañarlo, nos
daban un puré de patata lleno de grumos y, de postre, un bizcocho negruzco que
sólo se comían los de la elemental, que a los pobres lo mismo les daba, y tipos
como Ackley que se zampaban lo que les echaran.
Pero cuando salimos del comedor tengo que reconocer que fue muy bonito. Habían
caído como tres pulgadas de nieve y seguía nevando a manta. Estaba todo
precioso. Empezamos a tirarnos bolas unos a otros y a hacer el indio como locos.
Fue un poco cosa de críos, pero nos divertimos muchísimo.
Como no tenía plan con ninguna chica, yo y un amigo mío, un tal Mal Brossard que
estaba en el equipo de lucha libre, decidimos irnos en autobús a Agerstown a
comer una hamburguesa y ver alguna porquería de película. Ninguno de los dos
tenía ninguna gana de pasarse la noche mano sobre mano. Le pregunté a Mal si le
importaba que viniera Ackley con nosotros. Se me ocurrió decírselo porque Ackley
nunca hacía nada los sábados por la noche. Se quedaba en su habitación a
reventarse granos. Mal dijo que no le importaba, pero que tampoco le volvía loco
la idea. La verdad es que Ackley no le caía muy bien. Nos fuimos a nuestras
respectivas habitaciones a arreglarnos un poco y mientras me ponía los chanclos
le grité a Ackley que si quería venirse al cine con nosotros. Me oyó
perfectamente a través de las cortinas de la ducha, pero no dijo nada. Era de
esos tíos que tardan una hora en contestar. Al final vino y me preguntó con
quién iba. Les juro que si un día naufragara y fueran a rescatarle en una barca,
antes de dejarse salvar preguntaría quién iba remando. Le dije que iba con Mal
Brossard.
-Ese cabrón... Bueno. Espera un segundo.
Cualquiera diría que le estaba haciendo a uno un favor. Tardó en arreglarse como
cinco horas. Mientras esperaba me fui a la ventana, la abrí e hice una bola de
nieve directamente con las manos, sin guantes ni nada. La nieve estaba perfecta
para hacer bolas. Iba a tirarla a un coche que había aparcado al otro lado de la
calle, pero al final me arrepentí. Daba pena con lo blanco y limpio que estaba.
Luego pensé en tirarla a una boca de agua de esas que usan los bomberos, pero
también estaba muy bonita tan nevada. Al final no la tiré. Cerré la ventana y me
puse a pasear por la habitación apelmazando la bola entre las manos. Todavía la
llevaba cuando subimos al autobús. El conductor abrió la puerta y me obligó a
tirarla. Le dije que no pensaba echársela a nadie, pero no me creyó. La gente
nunca se cree nada.
Brossard y Ackley habían visto ya la película que ponían aquella noche, así que
nos comimos un par de hamburguesas, jugamos un poco a la máquina de las bolitas,
y volvimos a Pencey en el autobús. No me importó nada no ir al cine. Ponían una
comedia de Cary Grant, de esas que son un rollazo. Además no me gustaba ir al
cine con Brossard ni con Ackley. Los dos se reían como hienas de cosas que no
tenían ninguna gracia. No había quien lo aguantara.
Cuando volvimos al colegio eran las nueve menos cuarto. Brossard era un
maniático del bridge y empezó a buscar a alguien con quien jugar por toda la
residencia. Ackley, para variar, aparcó en mi habitación, sólo que esta vez en
lugar de sentarse en el sillón de Stradlater se tiró en mi cama y el muy marrano
hundió la cara en mi almohada. Luego empezó a hablar con una voz de lo más
monótona y a reventarse todos sus granos. Le eché con mil indirectas, pero el
tío no se largaba. Siguió, dale que te pego, hablando de esa chica con la que
decía que se había acostado durante el verano. Me lo había contado ya cien
veces, y cada vez de un modo distinto. Una te decía que se la había tirado en el
Buick de su primo, y a la siguiente que en un muelle. Naturalmente todo era puro
cuento. Era el tío más virgen que he conocido. Hasta dudo que hubiera metido
mano a ninguna. Al final le dije por las buenas que tenía que escribir una
composición para Stradlater y que a ver si se iba para que pudiera concentrarme
un poco. Por fin se largó, pero al cabo de remolonear horas y horas. Cuando se
fue me puse el pijama, la bata y la gorra de caza y me senté a escribir la
composición.
Lo malo es que no podía acordarme de ninguna habitación ni de ninguna casa como
me había dicho Stradlater. Pero como de todas formas no me gusta escribir sobre
cuartos ni edificios ni nada de eso, lo que hice fue describir el guante de
béisbol de mi hermano Allie, que era un tema estupendo para una redacción. De
verdad. Era un guante para la mano izquierda porque mi hermano era zurdo. Lo
bonito es que tenía poemas escritos en tinta verde en los dedos y por todas
partes. Allie los escribió para tener algo que leer cuando estaba en el campo
esperando. Ahora Allie está muerto. Murió de leucemia el 18 de julio de 1946
mientras pasábamos el verano en Maine. Les hubiera gustado conocerle. Tenía dos
años menos que yo y era cincuenta veces más inteligente. Era enormemente
inteligente. Sus profesores escribían continuamente a mi madre para decirle que
era un placer tener en su clase a un niño como mi hermano. Y no lo decían porque
sí. Lo decían de verdad. Pero no era sólo el más listo de la familia. Era
también el mejor en muchos otros aspectos. Nunca se enfadaba con nadie. Dicen
que los pelirrojos tienen mal genio, pero Allie era una excepción, y eso que
tenía el pelo más rojo que nadie. Les contaré un caso para que se hagan una
idea. Empecé a jugar al golf cuando tenía sólo diez años. Recuerdo una vez, el
verano en que cumplí los doce años, que estaba jugando y de repente tuve el
presentimiento de que si me volvía vería a Allie. Me volví y allí estaba mi
hermano, montado en su bicicleta, al otro lado de la cerca que rodeaba el campo
de golf. Estaba nada menos que a unas ciento cincuenta yardas de distancia, pero
le vi claramente. Tan rojo tenía el pelo. ¡Dios, qué buen chico era! A veces en
la mesa se ponía a pensar en alguna cosa y se reía tanto que poco le faltaba
para caerse de la silla. Cuando murió tenía sólo trece años y pensaron en
llevarme a un siquiatra y todo porque hice añicos todas las ventanas del garaje.
Comprendo que se asustaran. De verdad. La noche que murió dormí en el garaje y
rompí todos los cristales con el puño sólo de la rabia que me dio. Hasta quise
romper las ventanillas del coche que teníamos aquel verano, pero me había roto
la mano y no pude hacerlo. Pensarán que fue una estupidez pero es que no me daba
cuenta de lo que hacía y además ustedes no conocían a Allie. Todavía me duele la
mano algunas veces cuando llueve y no puedo cerrar muy bien el puño, pero no me
importa mucho porque no pienso dedicarme a cirujano, ni a violinista, ni a
ninguna de esas cosas.
Pero, como les decía, escribí la redacción sobre el guante de béisbol de Allie.
Daba la casualidad de que lo tenía en la maleta así que copié directamente los
poemas que tenía escritos. Sólo que cambié el nombre de Allie para que nadie se
diera cuenta de que era mi hermano y pensaran que era el de Stradlater. No me
gustó mucho usar el guante para una composición, pero no se me ocurría otra
cosa. Además, como tema me gustaba. Tardé como una hora porque tuve que utilizar
la máquina de escribir de Stradlater, que se atascaba continuamente. La mía se
la había prestado a un tío del mismo pasillo.
Cuando acabé eran como las diez y media. Como no estaba cansado, me puse a mirar
por la ventana. Había dejado de nevar, pero de vez en cuando se oía el motor de
un coche que no acababa de arrancar. También se oía roncar a Ackley. Los
ronquidos pasaban a través de las cortinas de la ducha. Tenía sinusitis y no
podía respirar muy bien cuando dormía. Lo que es el tío tenía de todo:
sinusitis, granos, una dentadura horrible, halitosis y unas uñas espantosas. El
muy cabrón daba hasta un poco de lástima.
 Capítulo
6
Hay cosas que cuesta un poco recordarlas. Estoy pensando en cuando Stradlater
volvió aquella noche después de salir con Jane. Quiero decir que no sé qué
estaba haciendo yo exactamente cuando oí sus pasos acercarse por el pasillo.
Probablemente seguía mirando por la ventana, pero la verdad es que no me
acuerdo. Quizá porque estaba muy preocupado, y cuando me preocupo mucho me pongo
tan mal que hasta me dan ganas de ir al baño. Sólo que no voy porque no puedo
dejar de preocuparme para ir. Si ustedes hubieran conocido a Stradlater les
habría pasado lo mismo. He salido con él en plan de parejas un par de veces, y
sé perfectamente por qué lo digo. No tenía el menor escrúpulo. De verdad.
El pasillo tenía piso de linóleum y se oían perfectamente las pisadas
acercándose a la habitación. Ni siquiera sé dónde estaba sentado cuando entró,
si en la repisa de la ventana, en mi sillón, o en el suyo. Les juro que no me
acuerdo.
Entró quejándose del frío que hacía. Luego dijo:
-¿Dónde se ha metido todo el mundo? Esto parece el depósito de cadáveres.
Ni me molesté en contestarle. Si era tan imbécil que no se daba cuenta de que
todos estaban durmiendo o pasando el fin de semana en casa, no iba a molestarme
yo en explicárselo. Empezó a desnudarse. No dijo nada de Jane. Ni una palabra.
Yo sólo le miraba. Todo lo que hizo fue darme las gracias por haberle prestado
la chaqueta de pata de gallo. La colgó en una percha y la metió en el armario.
Luego, mientras se quitaba la corbata, me preguntó si había escrito la
redacción. Le dije que la tenía encima de la cama. La cogió y se puso a leerla
mientras se desabrochaba la camisa. Ahí se quedó, leyéndola, mientras se
acariciaba el pecho y el estómago con una expresión de estupidez supina en la
cara. Siempre estaba acariciándose el pecho y la cara. Se quería con locura, el
tío. De pronto dijo:
-Pero, ¿a quién se le ocurre, Holden? ¡Has escrito sobre un guante de béisbol!
-¿Y qué? -le contesté más frío que un témpano.
-¿Cómo que y qué? Te dije que describieras un cuarto o algo así.
-Dijiste que no importaba con tal que fuera descripción. ¿Qué más da que sea
sobre un guante de béisbol?
-¡Maldita sea! -estaba negro el tío. Furiosísimo-. Todo tienes que hacerlo al
revés -me miró-. No me extraña que te echen de aquí. Nunca haces nada a
derechas. Nada.
-Muy bien. Entonces devuélvemela -le dije. Se la arranqué de la mano y la rompí.
-¿Por qué has hecho eso? -dijo.
Ni siquiera le contesté. Eché los trozos de papel a la papelera, y luego me
tumbé en la cama. Los dos guardamos silencio un buen rato. El se desnudó hasta
quedarse en calzoncillos y yo encendí un cigarrillo. Estaba prohibido fumar en
la residencia, pero a veces lo hacíamos cuando todos estaban dormidos o en sus
casas y nadie podía oler el humo. Además lo hice a propósito para molestar a
Stradlater. Le sacaba de quicio que alguien hiciera algo contra el reglamento.
El jamás fumaba en la habitación. Sólo yo.
Seguía sin decir una palabra sobre Jane, así que al final le pregunté:
-¿Cómo es que vuelves a esta hora si ella sólo había pedido permiso hasta las
nueve y media? ¿La hiciste llegar tarde?
Estaba sentado al borde de su cama cortándose las uñas de los pies.
-Sólo un par de minutos -dijo-. ¿A quién se le ocurre pedir permiso hasta esa
hora un sábado por la noche?
¡Dios mío! ¡Cómo le odiaba!
-¿Fuisteis a Nueva York? -le dije.
-¿Estás loco? ¿Cómo íbamos a ir a Nueva York si sólo teníamos hasta las nueve y
media?
-Mala suerte -me miró.
-Oye, si no tienes más remedio que fumar, ¿te importaría hacerlo en los lavabos?
Tú te largas de aquí, pero yo me quedo hasta que me gradúe.
No le hice caso. Seguí fumando como una chimenea. Me di la vuelta, me quedé
apoyado sobre un codo y le miré mientras se cortaba las uñas. ¡Menudo colegio!
Adonde uno mirase, siempre veía a un tío o cortándose las uñas o reventándose
granos.
-¿Le diste recuerdos míos?
-Sí.
El muy cabrón mentía como un cosaco.
-¿Qué dijo? ¿Sigue dejando todas las damas en la fila de atrás?
-No se lo pregunté. No pensarás que nos hemos pasado la noche jugando a las
damas, ¿no?
No le contesté. ¡Jo! ¡Cómo le odiaba!
-Si no fuisteis a Nueva York, ¿qué hicisteis?
No podía controlarme. La voz me temblaba de una manera horrorosa. ¡Qué nervioso
estaba! Tenía el presentimiento de que había pasado algo.
Estaba acabando de cortarse las uñas de los píes. Se levantó de la cama en
calzoncillos, tal como estaba, y empezó a hacer el idiota. Se acercó a mi cama
y, de broma, me dio una serie de puñetazos en el hombro.
-¡Deja ya de hacer el indio! -le dije-. ¿Adonde la has llevado?
-A ninguna parte. No bajamos del coche.
Volvió a darme otro puñetazo en el hombro.
-¡Venga, no jorobes! -le dije-. ¿Del coche de quién?
-De Ed Banky.
Ed Banky era el entrenador de baloncesto. Protegía mucho a Stradlater porque era
el centro del equipo. Por eso le prestaba su coche cuando quería. Estaba
prohibido que los alumnos usaran los coches de los profesores, pero esos
cabrones deportistas siempre se protegían unos a otros. En todos los colegios
donde he estado pasaba lo mismo.
Stradlater siguió atizándome en el hombro. Llevaba el cepillo de dientes en la
mano y se lo metió en la boca.
-¿Qué hiciste? ¿Tirártela en el coche de Ed Banky? -¡cómo me temblaba la voz!
-¡Vaya manera de hablar! ¿Quieres que te lave la boca con jabón?
-Eso es lo que hiciste, ¿no?
-Secreto profesional, amigo.
No me acuerdo muy bien de qué pasó después. Lo único que recuerdo es que salté
de la cama como si tuviera que ir al baño o algo así y que quise pegar con todas
mis fuerzas en el cepillo de dientes para clavárselo en la garganta. Sólo que
fallé. No sabía ni lo que hacía. Le alcancé en la sien. Probablemente le hice
daño, pero no tanto como quería. Podría haberle hecho mucho más, pero le pegué
con la derecha y con esa mano no puedo cerrar muy bien el puño por lo de aquella
fractura de que les hablé.
Pero, como iba diciendo, cuando me quise dar cuenta estaba tumbado en el suelo y
tenía encima a Stradlater con la cara roja de furia. Se me había puesto de
rodillas sobre el pecho y pesaba como una tonelada. Me sujetaba las muñecas para
que no pudiera pegarle. Le habría matado.
-¿Qué te ha dado? -repetía una y otra vez con la cara cada vez más colorada.
-¡Quítame esas cochinas rodillas de encima! -le dije casi gritando-. ¡Quítate de
encima, cabrón!
No me hizo caso. Siguió sujetándome las muñecas mientras yo le gritaba hijoputa
como cinco mil veces seguidas. No recuerdo exactamente lo que le dije después,
pero fue algo así como que creía que podía tirarse a todas las tías que le diera
la gana y que no le importaba que una chica dejara todas las damas en la última
fila ni nada, porque era un tarado. Le ponía negro que le llamara "tarado". No
sé por qué, pero a todos los tarados les revienta que se lo digan.
-¡Cállate, Holden! -me gritó con la cara como la grana-. Te lo aviso. ¡Si no te
callas, te parto la cara!
Estaba hecho una fiera.
-¡Quítame esas cochinas rodillas de encima! -le dije.
-Si lo hago, ¿te callarás?
No le contesté.
-Holden, si te dejo en paz, ¿te callarás? -.repitió.
-Sí.
Me dejó y me levanté. Me dolía el pecho horriblemente porque me lo había
aplastado con las rodillas.
-¡Eres un cochino, un tarado y un hijoputa! -le dije.
Aquello fue la puntilla. Me plantó la manaza delante de la cara.
-¡Ándate con ojo, Holden! ¡Te lo digo por última vez! Si no te callas te voy
a...
-¿Por qué tengo que callarme? -le dije casi a gritos-. Eso es lo malo que tenéis
todos vosotros los tarados. Que nunca queréis admitir nada. Por eso se os
reconoce en seguida. No podéis hablar normalmente de...
Se lanzó sobre mí y en un abrir y cerrar de ojos me encontré de nuevo en el
suelo. No sé si llegó a dejarme K.O. o no. Creo que no. Me parece que eso sólo
pasa en las películas. Pero la nariz me sangraba a chorros. Cuando abrí los ojos
lo tenía encima de mí. Llevaba su neceser debajo del brazo.
-¿Por qué no has de callarte cuando te lo digo? -me dijo.
Estaba muy nervioso. Creo que tenía miedo de haberme fracturado el cráneo cuando
me pegó contra el suelo. ¡Ojalá me lo hubiera roto!
-¡Tú te lo has buscado, qué leches!
¡Jo! ¡No estaba poco preocupado el tío!
-Ve a lavarte la cara, ¿quieres? -me dijo.
Le contesté que por qué no iba a lavársela él, lo cual fue una estupidez, lo
reconozco, pero estaba tan furioso que no se me ocurrió nada mejor. Le dije que
camino del baño no dejara de cepillarse a la señora Schmidt, que era la mujer
del portero y tenía sesenta y cinco años.
Me quedé sentado en el suelo hasta que oí a Stradlater cerrar la puerta y
alejarse por el pasillo hacia los lavabos. Luego me levanté. Me puse a buscar mi
gorra de caza pero no podía dar con ella. Al fin la encontré. Estaba debajo de
la cama. Me la puse con la visera para atrás como a mí me gustaba, y me fui a
mirar al espejo. Estaba hecho un Cristo. Tenía sangre por toda la boca, por la
barbilla y hasta por el batín y el pijama. En parte me asustó y en parte me
fascinó. Me daba un aspecto de duro de película impresionante. Sólo he tenido
dos peleas en mi vida y las he perdido las dos. La verdad es que de duro no
tengo mucho. Si quieren que les diga la verdad, soy pacifista.
Pensé que Ackley habría oído todo el escándalo y estaría despierto, así que
crucé por la ducha y me metí en su habitación para ver qué estaba haciendo. No
solía ir mucho a su cuarto. Siempre se respiraba allí un tufillo raro por lo
descuidado que era en eso del aseo personal.
 Capítulo
7
Por entre las cortinas de la ducha se filtraba en su cuarto un poco de luz.
Estaba en la cama, pero se le notaba que no dormía.
-Ackley -le pregunté-. ¿Estás despierto?
-Sí.
Había tan poca luz que tropecé con un zapato y por poco me rompo la crisma.
Ackley se incorporó en la cama y se quedó apoyado sobre un brazo. Se había
puesto por toda la cara una pomada blanca para los granos. Daba miedo verle así
en medio de aquella oscuridad.
-¿Qué haces?
-¿Cómo que qué hago? Estaba a punto de dormirme cuando os pusisteis a armar ese
escándalo. ¿Por qué os peleabais?
-¿Dónde está la llave de la luz? -tanteé la pared con la mano.
-¿Para qué quieres luz? Está ahí, a la derecha.
Al fin la encontré. Ackley se puso la mano a modo de visera para que el
resplandor no le hiciera daño a los ojos.
-¡Qué barbaridad! -dijo-. ¿Qué te ha pasado?
Se refería a la sangre.
-Me peleé con Stradlater -le dije. Luego me senté en el suelo. Nunca tenían
sillas en esa habitación. No sé qué hacían con ellas-. Oye -le dije-, ¿jugamos
un poco a la canasta? -era un adicto a la canasta.
-Estás sangrando. Yo que tú me pondría algo ahí.
-Déjalo, ya parará. Bueno, ¿qué dices? ¿Jugamos a la canasta o no?
-¿A la canasta ahora? ¿Tienes idea de la hora que es?
-No es tarde. Deben ser sólo como las once y media.
-¿Y te parece pronto? -dijo Ackley-. Mañana tengo que levantarme temprano para
ir a misa y a vosotros no se os ocurre más que pelearos a media noche. ¿Quieres
decirme que os pasaba?
-Es una historia muy larga y no quiero aburrirte. Lo hago por tu bien, Ackley
-le dije.
Nunca le contaba mis cosas, sobre todo porque era un estúpido. Stradlater
comparado con él era un verdadero genio.
-Oye -le dije-, ¿puedo dormir en la cama de Ely esta noche? No va a volver hasta
mañana, ¿no?
Ackley sabía muy bien que su compañero de cuarto pasaba en su casa todos los
fines de semana.
-¡Yo qué sé cuándo piensa volver! -contestó. ¡Jo! ¡Qué mal me sentó aquello!
-¿Cómo que no sabes cuándo piensa volver? Nunca vuelve antes del domingo por la
noche.
-Pero yo no puedo dar permiso para dormir en su cama a todo el que se presente
aquí por las buenas.
Aquello era el colmo. Sin moverme de donde estaba, le di unas palmaditas en el
hombro.
-Eres un verdadero encanto, Ackley, tesoro. Lo sabes, ¿verdad?
-No, te lo digo en serio. No puedo decirle a todo el que...
-Un encanto. Y un caballero de los que ya no quedan -le dije. Y era verdad.
-¿Tienes por casualidad un cigarrillo? Dime que no, o me desmayaré del susto.
-Pues la verdad es que no tengo. Oye, ¿por qué os habéis peleado?
No le contesté. Me levanté y me acerqué a la ventana. De pronto sentía una
soledad espantosa. Casi me entraron ganas de estar muerto.
-Venga, dime, ¿por qué os peleabais? -me preguntó por centésima vez. ¡Qué
rollazo era el tío!
-Por ti -le dije.
-¿Por mí? ¡No fastidies!
-Sí. Salí en defensa de tu honor. Stradlater dijo que tenías un carácter
horroroso y yo no podía consentir que dijera eso.
El asunto le interesó muchísimo.
-¿De verdad? ¡No me digas! ¿Ha sido por eso?
Le dije que era una broma y me tumbé en la cama de Ely. ¡Jo! ¡Estaba hecho
polvo! En mi vida me había sentido tan solo.
-En esta habitación apesta -le dije-. Hasta aquí llega el olor de tus
calcetines. ¿Es que no los mandas nunca a la lavandería?
-Si no te gusta cómo huele, ya sabes lo que tienes que hacer -dijo Ackley. Era
la mar de ingenioso-. ¿Y si apagaras la luz?
No le hice caso. Seguía tumbado en la cama de Ely pensando en Jane. Me volvía
loco imaginármela con Stradlater en el coche de ese cretino de Ed Banky aparcado
en alguna parte. Cada vez que lo pensaba me entraban ganas de tirarme por la
ventana. Claro, ustedes no conocen a Stradlater, pero yo sí le conocía. Los
chicos de Pencey -Ackley por ejemplo- se pasaban el día hablando de que se
habían acostado con tal o cual chica, pero Stradlater era uno de los pocos que
lo hacía de verdad. Yo conocía por lo menos a dos que él se había cepillado. En
serio.
-Cuéntame la fascinante historia de tu vida, Ackley, tesoro.
-¿Por qué no apagas la luz? Mañana tengo que levantarme temprano para ir a misa.
Me levanté y la apagué para ver si con eso se callaba. Luego volví a tumbarme.
-¿Qué vas a hacer? ¿Dormir en la cama de Ely?
¡Jo! ¡Era el perfecto anfitrión!
-Puede que sí, puede que no. Tú no te preocupes.
-No, si no me preocupo. Sólo que si aparece Ely y se encuentra a un tío acostado
en...
-Tranquilo. No tengas miedo que no voy a dormir aquí. No quiero abusar de tu
exquisita hospitalidad.
A los dos minutos Ackley roncaba como un energúmeno. Yo seguía acostado en medio
de la oscuridad tratando de no pensar en Jane, ni en Stradlater, ni en el
puñetero coche de Ed Banky. Pero era casi imposible. Lo malo es que me sabía de
memoria la técnica de mi compañero de cuarto, y eso empeoraba mucho la cosa. Una
vez salí con él y con dos chicas. Fuimos en coche. Stradlater iba detrás y yo
delante. ¡Vaya escuela que tenía! Empezó por largarle a su pareja un rollo
larguísimo en una voz muy baja y así como muy sincera, como si además de ser muy
guapo fuera muy buena persona, un tío de lo más íntegro. Sólo oírle daban ganas
de vomitar. La chica no hacía más que decir: "No, por favor. Por favor, no. Por
favor..." Pero Stradlater siguió dale que te pego con esa voz de Abraham Lincoln
que sacaba el muy cabrón, y al final se hizo un silencio espantoso. No sabía uno
ni adonde mirar. Creo que aquella noche no llegó a tirarse a la chica, pero por
poco. Por poquísimo.
Mientras seguía allí tumbado tratando de no pensar, oí a Stradlater que volvía
de los lavabos y entraba en nuestra habitación. Le oí guardar los trastos de
aseo y abrir la ventana. Tenía una manía horrorosa con eso del aire fresco. Al
poco rato apagó la luz. Ni se molestó en averiguar qué había sido de mí.
Hasta la calle estaba deprimente. Ya no se oía pasar ningún coche ni nada. Me
sentí tan triste y tan solo que de pronto me entraron ganas de despertar a
Ackley.
-Oye, Ackley -le dije en voz muy baja para que Stradlater no me oyera a través
de las cortinas de la ducha. Pero Ackley siguió durmiendo.
-¡Oye, Ackley!
Nada. Dormía como un tronco.
-¡Eh! ¡Ackley!
Aquella vez sí me oyó.
-¿Qué te pasa ahora? ¿No ves que estoy durmiendo?
-Oye, ¿qué hay que hacer para entrar en un monasterio? -se me acababa de ocurrir
la idea de hacerme monje-. ¿Hay que ser católico y todo eso?
-¡Claro que hay que ser católico! ¡Cabrón! ¿Y me despiertas para preguntarme esa
estupidez?
-Vuélvete a dormir. De todas formas acabo de decidir que no quiero ir a ningún
monasterio. Con la suerte que tengo iría a dar con los monjes más hijoputas de
todo el país. Por lo menos con los más estúpidos...
Cuando me oyó decir eso, Ackley se sentó en la cama de un salto.
-¡Óyeme bien! -me dijo-. No me importa lo que digas de mí ni de nadie. Pero si
te metes con mi religión te juro que...
-No te sulfures -le dije-. Nadie se mete con tu religión.
Me levanté de la cama y me dirigí a la puerta. En el camino me paré, le cogí una
mano, y le di un fuerte apretón. El la retiró de un golpe.
-¿Qué te ha dado ahora? -me dijo.
-Nada. Sólo quería darte las gracias por ser un tío tan fenomenal. Eres todo
corazón. ¿Lo sabes, verdad Ackley, tesoro?
-¡Imbécil! Un día te vas a encontrar con...
No me molesté en esperar a oír el final de la frase. Cerré la puerta y salí al
pasillo. Todos estaban durmiendo o en sus casas, y aquel corredor estaba de lo
más solitario y deprimente.
Junto a la puerta del cuarto de Leahy y de Hoffman había una caja vacía de pasta
dentífrica y fui dándole patadas hasta las escaleras con las zapatillas forradas
de piel que llevaba puestas. Iba a bajar para ver qué hacía Mal Brossard, pero
de pronto cambié de idea. Decidí irme de Pencey aquella misma noche sin esperar
hasta el miércoles. Me iría a un hotel de Nueva York, un hotel barato, y me
dedicaría a pasarlo bien un par de días. Luego, el miércoles, me presentaría en
casa descansado y de buen humor. Suponía que mis padres no recibirían la carta
de Thurmer con la noticia de mi expulsión hasta el martes o el miércoles, y no
quería llegar antes de que la hubieran leído y digerido. No quería estar delante
cuando la recibieran. Mi madre con esas cosas se pone totalmente histérica.
Luego, una vez que se ha hecho a la idea, se le pasa un poco. Además, necesitaba
unas vacaciones. Tenía los nervios hechos polvo. De verdad.
Así que decidí hacer eso. Volví a mi cuarto, encendí la luz y empecé a recoger
mis cosas. Tenía una maleta casi hecha. Stradlater ni siquiera se despertó.
Encendí un cigarrillo, me vestí, bajé las dos maletas que tenía, y me puse a
guardar lo que me quedaba por recoger. Acabé en dos minutos. Para todo eso soy
la mar de rápido.
Una cosa me deprimió un poco mientras hacía el equipaje. Tuve que guardar unos
patines completamente nuevos que me había mandado mi madre hacía unos pocos
días. De pronto me dio mucha pena. Me la imaginé yendo a Spauldings y haciéndole
al dependiente un millón de preguntas absurdas. Y todo para que me expulsaran
otra vez. Me había comprado los patines que no eran; yo le había pedido de
carreras y ella me los había mandado de hockey, pero aun así me dio lástima.
Casi siempre que me hacen un regalo acaban por dejarme hecho polvo.
Cuando cerré las maletas me puse a contar el dinero que tenía. No me acordaba
exactamente de cuánto era, pero debía ser bastante. Mi abuela acababa de
mandarme un fajo de billetes. La pobre está ya bastante ida -tiene más años que
un camello- y me manda dinero para mi cumpleaños como cuatro veces al año.
Aunque la verdad es que tenía bastante, decidí que no me vendrían mal unos
cuantos dólares más. Nunca se sabe lo que puede pasar. Así que me fui a ver a
Frederick Woodruff, el tío a quien había prestado la máquina de escribir, y le
pregunté cuánto me daría por ella. El tal Frederick tenía más dinero que pesaba.
Me dijo que no sabía, que la verdad era que no le interesaba mucho la máquina,
pero al final me la compró. Había costado noventa dólares y no quiso darme más
de veinte. Estaba furioso porque le había despertado.
Cuando me iba, ya con maletas y todo, me paré un momento junto a las escaleras y
miré hacia el pasillo. Estaba a punto de llorar. No sabía por qué. Me calé la
gorra de caza roja con la visera echada hacia atrás, y grité a pleno pulmón:
"¡Que durmáis bien, tarados!" Apuesto a que desperté hasta al último cabrón del
piso. Luego me fui. Algún imbécil había ido tirando cáscaras de cacahuetes por
todas las escaleras y no me rompí una pierna de milagro.
 Capítulo
8
Como era ya muy tarde para llamar a un taxi, decidí ir andando hasta la
estación. No estaba muy lejos, pero hacía un frío de mil demonios y las maletas
me iban chocando contra las piernas todo el rato. Aun así daba gusto respirar
ese aire tan limpio. Lo único malo era que con el frío empezó a dolerme la nariz
y también el labio de arriba por dentro, justo en el lugar en que Stradlater me
había pegado un puñetazo. Me había clavado un diente en la carne y me dolía
muchísimo. La gorra que me había comprado tenía orejeras, así que me las bajé
sin importarme el aspecto que pudiera darme ni nada. De todos modos las calles
estaban desiertas. Todo el mundo dormía a pierna suelta.
Por suerte cuando llegué a la estación sólo tuve que esperar como diez minutos.
Mientras llegaba el tren cogí un poco de nieve del suelo y me lavé con ella la
cara. Aún tenía bastante sangre.
Por lo general me gusta mucho ir en tren por la noche, cuando va todo encendido
por dentro y las ventanillas parecen muy negras, y pasan por el pasillo esos
hombres que van vendiendo café, bocadillos y periódicos. Yo suelo comprarme un
bocadillo de jamón y algo para leer. No sé por qué, pero en el tren y de noche
soy capaz hasta de tragarme sin vomitar una de esas novelas idiotas que publican
las revistas. Ya saben, esas que tienen por protagonista un tío muy cursi, de
mentón muy masculino, que siempre se llama David, y una tía de la misma calaña
que se llama Linda o Marcia y que se pasa el día encendiéndole la pipa al David
de marras. Hasta eso puedo tragarme cuando voy en tren por la noche. Pero esa
vez no sé qué me pasaba que no tenía ganas de leer, y me quedé allí sentado sin
hacer nada. Todo lo que hice fue quitarme la gorra y metérmela en el bolsillo.
Cuando llegamos a Trenton, subió al tren una señora y se sentó a mi lado. El
vagón iba prácticamente vacío porque era ya muy tarde, pero ella se sentó al
lado mío porque llevaba una bolsa muy grande y yo iba en el primer asiento. No
se le ocurrió más que plantar la bolsa en medio del pasillo, donde el revisor y
todos los pasajeros pudieran tropezar con ella. Llevaba en el abrigo un prendido
de orquídeas como si volviera de una fiesta. Debía tener como cuarenta o
cuarenta y cinco años y era muy guapa. Me encantan las mujeres. De verdad. No es
que esté obsesionado por el sexo, aunque claro que me gusta todo eso. Lo que
quiero decir es que las mujeres me hacen muchísima gracia. Siempre van y plantan
sus cosas justo en medio del pasillo.
Pero, como decía, íbamos sentados uno al lado del otro, cuando de pronto me
dijo:
-Perdona, pero eso, ¿no es una etiqueta de Pencey? -iba mirando las maletas que
había colocado en la red.
-Sí -le dije. Y era verdad. En una de las maletas llevaba una etiqueta del
colegio. Una gilipollez, lo reconozco.
-¿Eres alumno de Pencey? -me preguntó. Tenía una voz muy bonita, de esas que
suenan estupendamente por teléfono. Debería llevar siempre un teléfono a mano.
-Sí -le dije.
-¡Qué casualidad! Entonces tienes que conocer a mi hijo. Se llama Ernest Morrow
y estudia en Pencey.
-Sí, claro que le conozco. Está en mi clase.
Su hijo era sin lugar a dudas el hijoputa mayor que había pasado jamás por el
colegio. Cuando volvía de los lavabos a su habitación iba siempre pegando a
todos en el trasero con la toalla mojada. Eso da la medida de lo hijoputa que
era.
-¡Cuánto me alegro! -dijo la señora, pero sin cursilería ni nada. Al contrario,
muy simpática-. Le diré a Ernest que nos hemos conocido. ¿Cómo te llamas?
-Rudolph Schmidt -le dije. No tenía ninguna gana de contarle la historia de mi
vida. Rudolph Schmidt era el nombre del portero de la residencia.
-¿Te gusta Pencey? -me preguntó.
-¿Pencey? No está mal. No es un paraíso, pero tampoco es peor que la mayoría de
los colegios. Algunos de los profesores son muy buenos.
-A Ernest le encanta.
-Ya lo sé -le dije. De pronto me dio por meterle cuentos-. Pero es que Ernest se
hace muy bien a todo. De verdad. Tiene una enorme capacidad de adaptación.
-¿Tú crees? -me preguntó. Se le notaba que estaba interesadísima en el asunto.
-¿Ernest? Desde luego -le dije. La miré mientras se quitaba los guantes. ¡Jo!
¡No llevaba pocos pedruscos!
-Acabo de romperme una uña al bajar del taxi -me dijo mientras me miraba
sonriendo. Tenía una sonrisa fantástica. De verdad. La mayoría de la gente, o
nunca sonríe, o tiene una sonrisa horrible-. A su padre y a mí nos preocupa
mucho -dijo-. A veces nos parece que no es muy sociable.
-No la entiendo...
-Verás, es que es un chico muy sensible. Nunca le ha resultado fácil hacer
amigos. Quizá porque se toma las cosas demasiado en serio para su edad.
¡Sensible! ¿No te fastidia? El tal Morrow tenía la sensibilidad de una tabla de
retrete. La miré con atención. No parecía tonta. A lo mejor hasta sabía qué
clase de cabrón tenía por hijo. Pero con eso de las madres nunca se sabe. Están
todas un poco locas. Aun así la de Morrow me gustaba. Estaba la mar de bien la
señora.
-¿Quiere un cigarrillo? -le pregunté.
Miró a su alrededor.
-Creo que en este vagón no se puede fumar, Rudolph -me dijo.
¡Rudolph! ¡Qué gracia me hizo!
-No importa. Cuando empiecen a chillarnos lo apagaremos -le dije.
Cogió un cigarrillo y le di fuego. Daba gusto verla fumar. Aspiraba el humo,
claro, pero no lo tragaba con ansia como suelen hacer las mujeres de su edad. La
verdad es que era de lo más agradable y tenía un montón de sex-appeal.
Me miró con una expresión rara.
-Quizá me equivoque, pero creo que te está sangrando la nariz -dijo de pronto.
Asentí y saqué el pañuelo. Le dije:
-Es que me han tirado una bola de nieve. De esas muy apelmazadas.
No me hubiera importado contarle lo que había pasado, pero habría tardado
muchísimo. Estaba empezando a arrepentirme de haberle dicho que me llamaba
Rudolph Schmidt.
-Con que Ernie, ¿eh? Es uno de los chicos más queridos en Pencey, ¿lo sabía?
-No. No lo sabía.
Afirmé:
-A todos nos llevó bastante tiempo conocerle. Es un tío muy especial. Bastante
raro en muchos aspectos, ¿entiende lo que quiero decir? Por ejemplo, cuando le
conocí le tomé por un snob. Pero no lo es. Es sólo que tiene un carácter
bastante original y cuesta llegar a conocerle bien.
La señora Morrow no dijo nada. Pero, ¡jo! ¡Había que verla! La tenía pegada al
asiento. Todas las madres son iguales. Les encanta que les cuenten lo
maravilloso que es su hijo.
Entonces fue cuando de verdad me puse a mentir como un loco.
-¿Le ha contado lo de las elecciones? -le pregunté-. ¿Las elecciones que tuvimos
en la clase?
Negó con la cabeza. La tenía como hipnotizada.
-Verá, todos queríamos que Ernie saliera presidente de la clase. Le habíamos
elegido como candidato unánimemente. La verdad es que era el único tío que podía
hacerse cargo de la situación -le dije. ¡Jo! ¡Vaya bolas que le estaba
metiendo!-. Pero salió elegido otro chico, Harry Fencer, y por una razón muy
sencilla y evidente: que Ernie es tan humilde y tan modesto que no nos permitió
que presentáramos su candidatura. Se negó en redondo. ¡Es tan tímido! Deberían
ayudarle a superar eso -la miré-. ¿Se lo ha contado?
-No. No me ha dicho nada.
-¡Claro! ¡Típico de Ernie! Eso es lo malo, que es demasiado tímido. Debería
ayudarle a salir de su cascarón.
En ese momento llegó el revisor a pedir el billete a la señora Morrow y
aproveché la ocasión para callarme. Esos tíos como Morrow que se pasan el día
atizándole a uno con la sana intención de romperle el culo, resulta que no se
limitan a ser cabrones de niños. Luego lo siguen siendo toda su vida. Pero
apuesto la cabeza a que después de todo lo que le dije aquella noche, la señora
Morrow verá ya siempre en su hijo a un tío tímido y modesto que no se deja ni
proponer como candidato a unas elecciones. Vamos, eso creo. Luego nunca se sabe.
Aunque las madres no suelen ser unos linces para esas cosas.
-¿Le gustaría tomar una copa? -le pregunté. Me apetecía tomar algo-. Podemos ir
al vagón restaurante.
-¿No eres muy joven todavía para tomar bebidas alcohólicas? -me preguntó, pero
sin tono de superioridad. Era demasiado simpática para dárselas de superior.
-Sí, pero se creen que soy mayor porque soy muy alto -le dije-, y porque tengo
mucho pelo gris.
Me volví y le enseñé todas las canas que tengo. Eso le fascinó.
-Vamos, la invito. ¿No quiere? -le dije-. La verdad es que me habría gustado
mucho que aceptara.
-Creo que no. Muchas gracias de todos modos -me dijo-. Además el restaurante
debe estar ya cerrado. Es muy tarde, ¿sabes?
Tenía razón. Se me había olvidado la hora que era. Luego me miró y me dijo lo
que desde un principio temía que acabaría preguntándome:
-Ernest me escribió hace unos días para decirme que no os darían las vacaciones
hasta el miércoles. Espero que no te hayan llamado urgentemente porque se haya
puesto enfermo alguien de tu familia -no lo preguntaba por fisgonear, estoy
seguro.
-No, en casa están todos bien -le dije-. Yo soy quien está enfermo. Tienen que
operarme.
-¡Cuánto lo siento! -dijo. Y se notaba que era verdad. En cuanto cerré la boca
me arrepentí de haberlo dicho, pero ya era demasiado tarde.
-Nada grave. Es sólo un tumor en el cerebro.
-¡Oh, no! -se llevó una mano a la boca y todo.
-No crea que voy a morirme ni nada. Está por la parte de fuera y es muy
pequeñito. Me lo quitarán en un dos por tres.
Luego saqué del bolsillo un horario de trenes que llevaba y me puse a leerlo
para no seguir mintiendo. Una vez que me disparo puedo seguir horas enteras si
me da la gana. De verdad. Horas y horas.
Después de aquello ya no hablamos mucho. Ella empezó a leer un Vogue que
llevaba, y yo me puse a mirar por la ventanilla. En Newark se bajó. Me deseó
mucha suerte en la operación. Seguía llamándome Rudolph. Luego me dijo que no
dejara de ir a visitar a Ernie durante el verano, que tenían una casa en la
playa con pista de tenis y todo en Gloucester, Massachusetts, pero yo le di las
gracias y le dije que me iba de viaje a Sudamérica con mi abuela. Esa sí que era
una trola de las buenas, porque mi abuela no sale ni a la puerta de su casa si
no es para ir a una sesión de cine o algo así. Pero ni por todo el oro del mundo
hubiera ido a visitar a ese hijo de puta de Morrow. Por muy desesperado que
estuviera.
 Capítulo
9
Lo primero que hice al llegar a la Estación de Pennsylvania fue meterme en una
cabina telefónica. Tenía ganas de llamar a alguien. Dejé las maletas a la puerta
para poder vigilarlas y entré, pero tan pronto como estuve dentro no supe a
quién llamar. Mi hermano D.B. estaba en Hollywood y mi hermana pequeña, Phoebe,
se acuesta alrededor de las nueve. No le habría importado nada que la
despertara, pero lo malo es que no hubiera cogido ella el teléfono. Habrían
contestado mis padres, así que tuve que olvidarme del asunto. Luego, se me
ocurrió llamar a la madre de Jane Gallaher para preguntarle cuándo llegaba su
hija a Nueva York, pero de pronto se me quitaron las ganas. Además, era ya muy
tarde para telefonear a una señora. Después pensé en llamar a una chica con la
que solía salir bastante a menudo. Sally Hayes. Sabía que ya estaba de
vacaciones porque me había escrito una carta muy larga y muy cursi invitándome a
decorar el árbol con ella el día de Nochebuena, pero me dio miedo de que se
pusiera su madre al teléfono. Era amiga de la mía y una de esas tías que son
capaces de romperse una pierna con tal de correr al teléfono para contarle a mi
madre que yo estaba en Nueva York. Además no me atraía la idea de hablar con la
señora Hayes. Una vez le dijo a Sally que yo estaba loco de remate y que no
tenía ningún propósito en la vida. Al final pensé en llamar a un tío que había
conocido en Whooton, un tal Carl Luce, pero la verdad es que era un poco
imbécil. Así que acabé por no llamar a nadie.
Después de pasarme como veinte minutos en aquella cabina, salí a la calle, cogí
mis maletas, me acerqué al túnel donde está la parada de taxis, y cogí uno.
Soy tan distraído que, por la fuerza de la costumbre, le di al taxista mi
verdadera dirección. Me olvidé totalmente de que iba a refugiarme un par de días
en un hotel y de que no iba a aparecer por casa hasta que empezaran oficialmente
las vacaciones. No me di cuenta hasta que habíamos cruzado ya medio parque.
Entonces le dije muy deprisa:
-¿Le importaría dar la vuelta cuando pueda? Me equivoqué al darle la dirección.
Quiero volver al centro.
El taxista era un listo.
-Aquí no puedo dar la vuelta, amigo. Esta calle es de dirección única. Tendremos
que seguir hasta la Diecinueve.
No tenía ganas de discutir:
-Está bien - le dije. De pronto se me ocurrió preguntarle si sabía una cosa-.
¡Oiga! -le dije-. Esos patos del lago que hay cerca de Central Park South...
Sabe qué lago le digo, ¿verdad? ¿Sabe usted por casualidad adonde van cuando el
agua se hiela? ¿Tiene usted alguna idea de dónde se meten?
Sabía perfectamente que cabía una posibilidad entre un millón. Se volvió y me
miró como si yo estuviera completamente loco.
-¿Qué se ha propuesto, amigo? -me dijo-. ¿Tomarme un poco el pelo?
-No. Sólo quería saberlo, de verdad.
No me contestó, así que yo me callé también hasta que salimos de Central Park en
la calle Diecinueve. Entonces me dijo:
-Usted dirá, amigo. ¿Adonde vamos?
-Verá, la cosa es que no quiero ir a ningún hotel del Este donde pueda
tropezarme con cualquier amigo. Viajo de incógnito -le dije. Me revienta decir
horteradas como "viajo de incógnito", pero cuando estoy con alguien que dice ese
tipo de cosas procuro hablar igual que él-. ¿Sabe usted quién toca hoy en la
Sala de Fiestas del Taft o del New Yorker?
-Ni la menor idea, amigo.
-Entonces lléveme al Edmont -le dije-. ¿Quiere parar en el camino y tomarse una
copa conmigo? Le invito. Estoy forrado.
-No puedo. Lo siento -el tío era unas castañuelas. Vaya carácter que tenía.
Llegamos al Edmont y me inscribí en el registro. En el taxi me había puesto la
gorra de caza, pero me la quité antes de entrar al hotel. No quería parecer un
tipo estrafalario lo cual resultó después bastante gracioso. Pero entonces aún
no sabía que ese hotel estaba lleno de tarados y maníacos sexuales. Los había a
cientos.
Me dieron una habitación inmunda con una ventana que daba a un patio interior,
pero no me importó mucho. Estaba demasiado deprimido para preocuparme por la
vista. El botones que me subió el equipaje al cuarto debía tener unos sesenta y
cinco años. Resultaba aún más deprimente que la habitación. Era uno de esos
viejos que se peinan echándose todo el pelo a un lado para que no se note que
están calvos. Yo preferiría que todo el mundo lo supiera antes que tener que
hacer eso. Pero, en cualquier caso, ¡vaya carrerón que llevaba el tío! Tenía un
trabajo envidiable. Transportar maletas todo el día de un lado para otro y
tender la mano para que le dieran una propina. Supongo que no sería ningún
Einstein, pero aun así el panorama era bastante horrible.
Cuando se fue me puse a mirar por la ventana sin quitarme el abrigo ni nada. Al
fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer. No se imaginan ustedes las cosas
que pasaban al otro lado de aquel patio. Y ni siquiera se molestaba nadie en
bajar las persianas. Por ejemplo, vi a un tío en calzoncillos, que tenía el pelo
gris y una facha de lo más elegante, hacer una cosa que cuando se la cuente no
van a creérsela siquiera. Primero puso la maleta sobre la cama. Luego la abrió,
sacó un montón de ropa de mujer, y se la puso. De verdad que era toda de mujer:
medias de seda, zapatos de tacón, un sostén y uno de esos corsés con las ligas
colgando y todo. Luego se puso un traje de noche negro, se lo juro, y empezó a
pasearse por toda la habitación dando unos pasitos muy cortos, muy femeninos, y
fumando un cigarrillo mientras se miraba al espejo. Lo más gracioso es que
estaba solo, a menos que hubiera alguien en el baño, que desde donde yo estaba
no se veía. Justo en la habitación de encima, había un hombre y una mujer
echándose agua el uno al otro a la cara. Quizá se tratara de alguna bebida, pero
a esa distancia era imposible distinguir lo que tenían en los vasos. Primero él
se llenaba la boca de líquido y se lo echaba a ella a la cara, y luego ella se
lo echaba a él. Se lo crean o no, lo hacían por riguroso turno. ¡No se imaginan
qué espectáculo! Y, mientras, se reían todo el tiempo como si fuera la cosa más
divertida del mundo. En serio. Ese hotel estaba lleno de maníacos sexuales. Yo
era probablemente la persona más normal de todo el edificio, lo que les dará una
idea aproximada de la jaula de grillos que era aquello. Estuve a punto de
mandarle a Stradlater un telegrama diciéndole que cogiera el primer tren a Nueva
York. Se lo habría pasado de miedo.
Lo malo de ese tipo de cosas es que, por mucho que uno no quiera, resultan
fascinantes. Por ejemplo, la chica que tenía la cara chorreando, era la mar de
guapa. Creo que ése es el problema que tengo. Por dentro debo ser el peor
pervertido que han visto en su vida. A veces pienso en un montón de cosas raras
que no me importaría nada hacer si se me presentara la oportunidad. Hasta puedo
entender que, en cierto modo, resulte divertido, si se está lo bastante bebido,
echarse agua a la cara con una chica. Pero lo que me pasa es que no me gusta la
idea. Si se analiza bien, es bastante absurda. Si la chica no te gusta, entonces
no tiene sentido hacer nada con ella, y si te gusta de verdad, te gusta su cara
y no quieres llenársela de agua. Es una lástima que ese tipo de cosas resulten a
veces tan divertidas. Y la verdad es que las mujeres no le ayudan nada a uno a
procurar no estropear algo realmente bueno. Hace un par de años conocí a una
chica que era aún peor que yo. ¡Jo! ¡No hacía pocas cosas raras! Pero durante
una temporada nos divertíamos muchísimo. Eso del sexo es algo que no acabo de
entender del todo. Nunca se sabe exactamente por dónde va uno a tirar. Por
ejemplo, yo me paso el día imponiéndome límites que luego cruzo todo el tiempo.
El año pasado me propuse no salir con ninguna chica que en el fondo no me
gustara de verdad. Pues aquella misma semana salí con una que me daba cien
patadas. La misma noche, si quieren saber la verdad. Me pasé horas enteras
besando y metiendo mano a una cursi horrorosa que se llamaba Arme Louise
Sherman. Eso del sexo no lo entiendo. Se lo juro.
Mientras estaba mirando por la ventana se me ocurrió llamar directamente a Jane.
Pensé en ponerle una conferencia a BM, en vez de hablar con su madre, para
preguntarle cuándo llegaría a Nueva York. Las alumnas tenían prohibido recibir
llamadas telefónicas por la noche, pero me preparé todo el plan. Diría a la
persona que contestara que era el tío de Jane, que su tía había muerto en un
accidente de coche, y que tenía que hablar con ella inmediatamente. Se lo
habrían creído. Pero al final no lo hice porque no estaba en vena y cuando uno
no está en vena no hay forma de hacer cosas así.
Al cabo de un rato me senté en un sillón y me fumé un par de cigarrillos. Me
sentía bastante cachondo, tengo que confesarlo. De pronto se me ocurrió una
idea. Saqué la cartera y busqué una dirección que me había dado el verano
anterior un tío de Princeton. Al final la encontré. El papel estaba todo
amarillento, pero todavía se leía. No es que la chica fuera una puta ni nada de
eso, pero, según me había dicho el tío aquél, no le importaba hacerlo de vez en
cuando. El la llevó un día a un baile de la universidad y por poco le echan de
Princeton. Había sido bailarina de strip-tease o algo así. Pues, como iba
diciendo, me acerqué a donde estaba el teléfono y llamé. La chica se llamaba
Faith Cavendish y vivía en el Hotel Stanford Arms, en la esquina de las calles
65 y Broadway. Un tugurio, sin la menor duda.
Sonó el timbre bastante rato. Cuando ya pensaba que no había nadie, descolgaron
el teléfono.
-¿Oiga? -dije. Hablaba con un tono muy bajo para que no sospechara la edad que
tenía. De todas formas tengo una voz bastante profunda.
-Diga -contestó una mujer. Y no muy amable por cierto.
-¿Es Faith Cavendish?
-¿Quién es? ¿A qué imbécil se le ocurre llamarme a esta hora?
Aquello me acobardó un poco.
-Verás, ya sé que es un poco tarde -dije con una voz como muy adulta-. Tienes
que perdonarme, pero es que ardía en deseos de hablar contigo -se lo dije de la
manera más fina posible. De verdad.
-Pero, ¿quién es?
-No me conoces. Soy un amigo de Birdsell. Me dijo que si algún día pasaba por
Nueva York no dejara de tomar una copa contigo.
-¿Qué dices? ¿Que eres amigo de quién?
¡Jo! ¡Esa mujer era una fiera corrupia! Me hablaba casi a gritos.
-Edmund Birdsell. Eddie Birdsell -le dije. No me acordaba si se llamaba Edmund o
Edward. Le había visto sólo una vez en una fiesta aburridísima.
-No conozco a nadie que se llame así. Y si crees que tiene gracia despertarme a
media noche para... -Eddie Birdsell... De Princeton -le dije.
Se notaba que le estaba dando vueltas al nombre en la cabeza.
-Birdsell, Birdsell... ¿De Princeton, dices? ¿De la , universidad?
-¿Estás tú en Princeton?
-Más o menos
-Eso -le dije.
-Y, ¿cómo está Eddie? -dijo-. Oye, vaya horitas que tienes tú de llamar, ¿eh?
¡Qué barbaridad!
-Está muy bien. Me dijo que te diera recuerdos.
-Gracias. Dale también recuerdos de mi parte cuando le veas -dijo-. Es un chico
encantador. ¿Qué es de su vida?
De repente estaba simpatiquísima.
-Pues nada. Lo de siempre -le dije. ¡Yo qué sabía lo que andaría haciendo ese
tío! Apenas le conocía. Ni siquiera sabía si seguiría en Princeton-. Oye,
¿podríamos vernos para tomar una copa juntos?
-¿Tienes ni la más remota idea de la hora que es? -dijo-. ¿Cómo te llamas? ¿Te
importaría decirme cómo te llamas? -de pronto sacaba acento británico-. Por
teléfono pareces un poco joven.
Me reí.
-Gracias por el cumplido -le dije, así como con mucho mundo-. Me llamo Holden
Caulfield.
Debí darle un nombre falso, pero no se me ocurrió.
-Verás, Holden. Nunca salgo a estas horas de la noche. Soy una pobre
trabajadora.
-Pero mañana es domingo -le dije.
-No importa. Tengo que dormir mucho. El sueño es un tratamiento de belleza. Ya
lo sabes.
-Creí que aún podríamos tomar una copa juntos. No es demasiado tarde.
-Eres muy amable -me dijo-. Por cierto, ¿desde dónde me llamas? ¿Dónde estás?
-¿Yo? En una cabina telefónica.
-¡Ah! -dijo. Hubo una pausa interminable-. Me gustaría muchísimo verte. Debes
ser muy atractivo.
Por la voz me parece que tienes que ser muy atractivo. Pero es muy tarde.
-Puedo subir yo.
-En otra ocasión me habría parecido estupendo que subieras a tomar algo, pero mi
compañera de cuarto está enferma. No ha pegado ojo la pobre en toda la tarde y
acaba de dormirse hace un minuto.
-Vaya, lo siento...
-¿Dónde te alojas? Quizá podamos vernos mañana.
-Mañana no puedo -le dije-. La única posibilidad era esta noche.
¡Soy un cretino! ¡Nunca debí decir aquello!
-Vaya, entonces lo siento muchísimo...
-Le daré recuerdos a Eddie de tu parte.
-No te olvides, por favor. Que lo pases muy bien en Nueva York. Es una ciudad
maravillosa.
-Ya lo sé. Gracias. Buenas noches -le dije. Y colgué.
¡Jo! ¡Vaya ocasión que había perdido! Al menos podía haber quedado con ella para
el día siguiente.
 Capítulo
10
Era aún bastante temprano. No estoy seguro de qué hora sería, pero desde luego
no muy tarde. Me revienta irme a la cama cuando ni siquiera estoy cansado, así
que abrí las maletas, saqué una camisa limpia, me fui al baño, me lavé y me
cambié. Había decidido bajar a ver qué pasaba en el Salón Malva. Así se llamaba
la sala de fiestas del hotel, el Salón Malva.
Mientras me cambiaba de camisa se me ocurrió llamar a mi hermana Phoebe. Tenía
muchas ganas de hablar con ella por teléfono. Necesitaba hablar con alguien que
tuviera un poco de sentido común. Pero no podía arriesgarme porque, como era muy
pequeña, no podía estar levantada a esa hora y, menos aún, cerca del teléfono.
Pensé que podía colgar en seguida si contestaban mis padres, pero no hubiera
dado resultado. Se habrían dado cuenta de que era yo. A mi madre no se le escapa
una. Es de las que te adivina el pensamiento. Una pena, porque me habría gustado
charlar un buen rato con mi hermana.
No se imaginan ustedes lo guapa y lo lista que es. Les juro que es listísima.
Desde que empezó a ir al colegio no ha sacado más que sobresalientes. La verdad
es que el único torpe de la familia soy yo. Mi hermano D.B. es escritor, ya
saben, y mi hermano Allie, el que les he dicho que murió, era un genio. Yo soy
el único tonto. Pero no saben cuánto me gustaría que conocieran a Phoebe. Es
pelirroja, un poco como era Allie, y en el verano se corta el pelo muy cortito y
se lo remete por detrás de las orejas. Tiene unas orejitas muy monas, muy
pequeñitas. En el invierno lo lleva largo. Unas veces mi madre le hace trenzas y
otras se lo deja suelto, pero siempre le queda muy bien. Tiene sólo diez años.
Es muy delgada, como yo, pero de esas delgadas graciosas, de las que parece que
han nacido para patinar. Una vez la vi desde la ventana cruzar la Quinta Avenida
para ir al parque y pensé que tenía el tipo exacto de patinadora. Les gustaría
mucho conocerla. En el momento en que uno le habla, Phoebe entiende
perfectamente lo que se le quiere decir. Y se la puede llevar a cualquier parte.
Si se la lleva a ver una película mala, en seguida se da cuenta de que es mala.
Si se la lleva a ver una película buena, en seguida se da cuenta de que es
buena. D.B. y yo la llevamos una vez a ver una película francesa de Raimu que se
llamaba La mujer del panadero. Le gustó muchísimo. Pero su preferida es Los
treinta y nueve escalones, de Robert Donat. Se la sabe de memoria porque la ha
visto como diez veces. Por ejemplo, cuando Donat llega a Escocia huyendo de la
policía y se refugia en una granja y un escocés le pregunta: "¿Va a comerse ese
arenque, o no?", Phoebe va y lo dice en voz alta al mismo tiempo. Se sabe todo
el diálogo de memoria. Y cuando el profesor, que luego resulta ser un espía
alemán, saca un dedo mutilado que tiene para enseñárselo a Donat, Phoebe se le
adelanta y me planta un dedo ante las narices en medio de la oscuridad. Es
estupenda, de verdad. Les gustaría mucho. Lo único es que a veces se pasa de
cariñosa. Para lo pequeña que es, es muy sensible.
Otra cosa que tiene es que siempre está escribiendo libros que luego nunca
termina: La protagonista es una niña detective que se llama Hazel Weatherfield,
sólo que Phoebe escribe su nombre Hazle. Al principio parece que es huérfana,
pero luego aparece su padre todo el tiempo. El padre es "un caballero alto y
atractivo de unos veinte años de edad". Es graciosísima la tal Phoebe. Les
encantaría. Ha sido muy lista desde pequeñita. Cuando era sólo una cría, Allie y
yo solíamos llevarla al parque con nosotros, especialmente los domingos. Allie
tenía un barquito de vela con el que le gustaba jugar en el lago y Phoebe se
venía con nosotros. Se ponía unos guantes blancos y caminaba entre los dos muy
seria, como una auténtica señora. Cada vez que Allie y yo nos poníamos a hablar
sobre cualquier cosa, Phoebe nos escuchaba muy atentamente. En ocasiones, como
era tan chica, se nos olvidaba que estaba delante, pero ella se encargaba de
recordárnoslo porque nos interrumpía todo el tiempo. Por ejemplo, le daba un
empujón a Allie y le decía: "Pero, ¿quién dijo eso, Bobby o la señora?" Nosotros
le explicábamos quién lo había dicho y ella decía: "¡Ah!", y seguía escuchando.
A Allie le traía loco. Quiero decir que la quería muchísimo también. Ahora tiene
ya diez años, o sea que no es tan cría, pero sigue haciendo mucha gracia a todo
el mundo. A todo el mundo que tiene un poco de sentido, claro.
Como decía, es una de esas personas con las que da gusto hablar por teléfono,
pero me dio miedo llamarla, que contestaran mis padres, y que se dieran cuenta
de que estaba en Nueva York y me habían echado de Pencey. Así que me puse la
camisa, acabé de arreglarme y bajé al vestíbulo en el ascensor para echar un
vistazo al panorama.
El vestíbulo estaba casi vacío a excepción de unos cuantos hombres con pinta de
chulos y unas cuantas mujeres con pinta de putas. Pero se oía tocar a la
orquesta en el Salón Malva y entré a ver cómo estaba el ambiente por allí. No
había mucha gente, pero aun así me dieron una mesa de lo peor, detrás de todo.
Debí plantarle un dólar delante de las narices al camarero. ¡Jo! ¡Les digo que
en Nueva York sólo cuenta el dinero! De verdad.
La orquesta era pútrida. Aquella noche tocaba Buddy Singer. Mucho metal, pero no
del bueno sino del tirando a cursi. Por otra parte, había muy poca gente de mi
edad. Bueno, la verdad es que no había absolutamente nadie de mi edad. Estaba
lleno de unos tipos viejísimos y afectadísimos con sus parejas, menos en la mesa
de al lado mío en que había tres chicas de unos treinta años o así. Las tres
eran bastante feas y llevaban unos sombreros que anunciaban a gritos que ninguna
era de Nueva York. Una de ellas, la rubia, no estaba mal del todo. Tenía cierta
gracia, así que empecé a echarle unas cuantas miradas insinuantes; pero en ese
momento llegó el camarero a preguntarme qué quería tomar. Le dije que me trajera
un whisky con soda sin mezclar y lo dije muy deprisa porque como empieces a
titubear en seguida se dan cuenta de que eres menor de edad y no te traen nada
que tenga alcohol. Pero aun así se dio cuenta.
-Lo siento mucho -me dijo-, ¿pero tiene algún documento que acredite que es
mayor de edad? ¿El permiso de conducir, por ejemplo?
Le lancé una mirada gélida, como si me hubiera ofendido en lo más vivo y le
pregunté:
-¿Es que parezco menor de veinte años?
-Lo siento, señor, pero tenemos nuestras...
-Bueno, bueno -le dije. Había decidido no meterme en honduras-. Tráigame una
coca-cola.
Ya se iba cuando le llamé:
-¿No puede ponerle al menos un chorrito de ron? -se lo dije de muy buenos
modos-. Aquí no hay quien aguante sobrio. Ande, échele un chorrito de algo...
-Lo siento, señor -dijo. Y se largó.
La verdad es que él no tenía la culpa. Si les pillan sirviendo bebidas
alcohólicas a un menor, les ponen de patitas en la calle. Y yo, ¡qué puñeta!,
era menor de edad.
Volví a mirar a las tres brujas que tenía al lado, mejor dicho, a la rubia. Para
mirar a las otras dos había que echarle al asunto mucho valor. La verdad es que
lo hice muy bien, como el que no quiere la cosa, muy frío y con mucho mundo,
pero en cuanto ellas lo notaron empezaron a reírse las tres como idiotas.
Probablemente me consideraban demasiado joven para ligar. ¿No te fastidia? Ni
que hubiera querido casarme con ellas. Debía haberlas mandado a freír
espárragos, pero no lo hice porque tenía muchas ganas de bailar. Hay veces que
no puedo resistir la tentación y ésa era una de ellas. Me incliné hacia las tres
chicas y les dije:
-¿Os gustaría bailar?
No lo pregunté de malos modos ni nada, al contrario, estuve finísimo, pero no sé
por qué aquello les hizo un efecto increíble. Empezaron a reírse como locas, de
verdad. Eran las tres unas cretinas integrales.
-Venga -les dije-, bailaré con las tres una detrás de otra, ¿de acuerdo? ¿Qué os
parece? Decid que sí.
Me moría de ganas de bailar. Al final, como se notaba que a quien me dirigía era
a ella, la rubia se levantó para bailar conmigo y salimos a la pista. Mientras
tanto, los otros dos esperpentos siguieron riéndose como histéricas. Debía estar
loco para molestarme siquiera por ellas.
Pero valió la pena. La rubia aquélla bailaba de miedo. He conocido a pocas
mujeres que bailaran tan bien. A veces esas estúpidas resultan unas bailarinas
estupendas, mientras que las chicas inteligentes, la mitad de las veces, o se
empeñan en llevarte, o bailan tan mal que lo mejor que puedes hacer es quedarte
sentado en la mesa y emborracharte con ellas.
-Lo haces muy bien -le dije a la rubia aquélla-. Deberías dedicarte a bailarina,
de verdad. Una vez bailé con una profesional y no era ni la mitad de buena que
tú. ¿Has oído hablar de Marco y Miranda?
-¿Qué?
Ni siquiera me escuchaba. Estaba mirando a las mesas.
-He dicho que si has oído hablar de Marco y Miranda.
-No sé. No. No sé quiénes son.
-Son una pareja de bailarines. Ella no me gusta nada. Se sabe todos los pasos
perfectamente, pero no baila nada bien. ¿Quieres que te diga en qué se nota
cuándo una mujer es una bailarina estupenda?
-¿Qué?
No me escuchaba. No hacía más que mirar por toda la habitación.
-He dicho que si sabes en qué se nota cuándo una mujer es una bailarina
estupenda.
-No...
-Verás, yo pongo la mano en la espalda de mi pareja, ¿no? Pues si me da la
sensación de que más abajo de la mano no hay nada, ni trasero, ni piernas, ni
pies, ni nada, entonces es que la chica es una bailarina fenomenal.
Nada, ni caso, así que dejé de hablarle un buen rato y me limité a bailar. ¡Jo!
¡Qué bien lo hacía aquella idiota! Buddy Singer y su orquesta tocaban esa
canción que se llama Just one of those things, y por muchos esfuerzos que hacían
no lograban destrozarla del todo. Es una canción preciosa. No intenté hacer
ninguna exhibición ni nada porque me revientan esos tíos que se ponen a hacer
fiorituras en la pista, pero me moví todo lo que quise y la rubia me seguía
perfectamente. Lo más gracioso es que me creía que ella se lo estaba pasando
igual de bien que yo hasta que se descolgó con una estupidez:
-Anoche mis amigas y yo vimos a Peter Lorre en persona. El actor de cine. Estaba
comprando el periódico. Es un sol.
-Tuvisteis suerte -le dije-. Mucha suerte, ¿sabes?
Era una estúpida, pero qué bien bailaba. Por mucho que traté de contenerme no
pude evitar darle un beso en aquella cabeza de chorlito, justo en la coronilla.
Cuando lo hice se enfadó.
-¡Oye! Pero, ¿qué te has creído?
-Nada, no me he creído nada. Es que bailas muy bien -le dije-. Tengo una hermana
pequeña que está en el cuarto grado. Tú bailas casi tan bien como ella y eso que
mi hermana lo hace como Dios.
-Mucho cuidado con lo que dices.
¡Jo! ¡Vaya tía! Era lo que se dice una malva.
-¿De dónde sois?
-¿Qué? -dijo.
-Que de dónde sois. Pero no me contestes si no quieres. No tienes que hacer tal
esfuerzo.
-Seattle, Washington -dijo como si me estuviera haciendo un gran favor.
-Tienes una conversación estupenda -le dije-, ¿sabes?
-¿Qué?
Me di por vencido. De todas formas no hubiera entendido la indirecta.
-¿Quieres que hagamos un poco de jitterbug? Nada de saltar a lo hortera.
Tranquilo y suavecito. Cuando tocan algo rápido, se sientan todos menos los
viejos y los gordos, o sea que nos quedará la pista entera. ¿Qué te parece?
-Lo mismo me da -contestó-. Oye, y tú ¿cuántos años tienes?
No sé por qué pero aquella pregunta me molestó muchísimo.
-¡Venga, mujer! ¡No jorobes! Tengo doce años, pero ya sé que represento un poco
más.
-Oye. Ya te lo he dicho antes. No me gusta esa forma de hablar. Si sigues
diciendo palabrotas, voy a sentarme con mis amigas y asunto concluido.
Me disculpé a toda prisa porque la orquesta empezaba a tocar una pieza rápida.
Bailamos el jitterbug, pero sin nada de cursiladas. Ella lo hacía
estupendamente. No había más que darle un toquecito ligero en la espalda de vez
en cuando. Y cuando se daba la vuelta movía el trasero a saltitos de una manera
graciosísima. Me encantaba. De verdad. Para cuando volvimos a la mesa ya estaba
medio loco por ella. Eso es lo que tienen las chicas. En cuanto hacen algo
gracioso, por feas o estúpidas que sean, uno se enamora de ellas y ya no sabe ni
por dónde se anda. Las mujeres. ¡Dios mío! Le vuelven a uno loco. De verdad.
No me invitaron siquiera a sentarme con ellas, creo que sólo porque eran unas
ignorantes, pero me senté de todos modos. La rubia, la que había bailado
conmigo, se llamaba Bernice Crabs o Krebes o algo por el estilo. Las dos feas se
llamaban Marty y Láveme. Les dije que me llamaba Jim Steele. Me dio por ahí.
Luego traté de mantener con ellas una conversación inteligente, pero era
prácticamente imposible. Costaba un esfuerzo ímprobo. No podía decidir cuál era
más estúpida de las tres. Miraban constantemente a su alrededor como esperando
que de un momento a otro fuera a aparecer por la puerta un ejército de actores
de cine. Las muy tontas se creían que cuando los artistas van a Nueva York no
tienen nada mejor que hacer que ir al Salón Malva en vez de al Club de la
Cigüeña, o al Morocco, o a sitios así. Trabajaban en una compañía de seguros.
Les pregunté si les gustaba lo que hacían, pero me fue absolutamente imposible
extraer una respuesta inteligente de aquellas tres idiotas. Pensé que las dos
feas, Marty y Láveme, eran hermanas, pero cuando se lo pregunté se ofendieron
muchísimo. Se veía que ninguna quería parecerse a la otra, lo cual era
comprensible pero no dejaba de tener cierta gracia.
Bailé con las tres, una detrás de otra. La más fea, Láveme, no lo hacía mal del
todo, pero lo que es la otra, era criminal. Bailar con la tal Marty era como
arrastrar la estatua de la Libertad por toda la pista. No tuve más remedio que
inventarme algo para pasar el rato, así que le dije que acababa de ver a Gary
Cooper.
-¿Dónde? -me preguntó nerviosísima-. ¿Dónde?
-Te lo has perdido. Acaba de salir. ¿Por qué no miraste cuando te lo dije?
Dejó de bailar y se puso a mirar a todas partes a ver si le veía.
-¡Qué rabia! -dijo.
Le había partido el corazón, de verdad. Me dio pena. Hay personas a quienes no
se debe tomar el pelo aunque se lo merezcan.
Lo más gracioso fue cuando volvimos a la mesa y Marty les dijo a las otras dos
que Gary Cooper acababa de salir. ¡Jo! Láveme y Bernice por poco se suicidan
cuando lo oyeron. Se pusieron nerviosísimas y le preguntaron a Marty si ella le
había visto. Les contestó que sólo de refilón. Por poco suelto la carcajada.
Ya casi iban a cerrar, así que les invité a un par de copas y pedí para mí otras
dos coca-colas. La mesa estaba atestada de vasos. La fea, Láveme, no paraba de
tomarme el pelo porque bebía coca-cola. Tenía un sentido del humor realmente
exquisito. Ella y Marty tomaban Tom Collins. ¡Jo! ¡Nada menos que en pleno
diciembre! ¡Vaya despiste que tenían las tías! La rubia, Bernice, bebía bourbon
con agua -tenía buen saque para el alcohol-, y las tres miraban continuamente a
su alrededor buscando actores de cine. Apenas hablaban, ni siquiera entre ellas.
La tal Marty era un poco más locuaz que las otras dos, pero decía unas
cursiladas horrorosas. Llamaba a los servicios "el cuarto de baño de las niñas"
y cuando el pobre carcamal de la orquesta de Buddy Singer se levantó y le atizó
al clarinete un par de arremetidas que resultaron heladoras, comentó que aquello
sí que era el no va más del jazz caliente. Al clarinete lo llamaba "el palulú".
No había por dónde cogerla. La otra fea, Laverne, se creía graciosísima. Me
repitió como cincuenta veces que llamara a mi papá para ver qué hacía esa noche
y me preguntó también otras cincuenta que si mi padre tenía novia o no. Era
ingeniosísima. La tal Bernice, la rubia, apenas despegó los labios. Cada vez que
le preguntaba una cosa, contestaba: "¿Qué?" Al final le ponía a uno negro.
En cuanto acabaron de beberse sus copas se levantaron y me dijeron que se iban a
la cama, que a la mañana siguiente tenían que levantarse temprano para ir a la
primera sesión del Music Hall de Radio City. Traté de convencerlas de que se
quedaran un rato más, pero no quisieron. Así que nos despedimos con todas las
historias habituales. Les prometí que no dejaría de ir a verlas si alguna vez
iba a Seattle, pero dudo mucho que lo haga. Ir a verlas, no ir a Seattle.
Incluidos los cigarrillos, la cuenta ascendía a trece dólares. Creo que por lo
menos debían haberse ofrecido a pagar las copas que habían tomado antes de que
yo llegara; no les habría dejado hacerlo, naturalmente, pero hubiera sido un
detalle. La verdad es que no me importó. Eran tan ignorantes y llevaban unos
sombreros tan cursis y tan tristes, que me dieron pena. Eso de que quisieran
levantarse temprano para ver la primera sesión de Radio City me deprimió más
todavía. Que una pobre chica con un sombrero cursilísimo venga desde Seattle,
Washington, hasta Nueva York, para terminar levantándose temprano y asistir a la
primera sesión del Music Hall, es como para deprimir a cualquiera. Les habría
invitado a cien copas por cabeza a cambio de que no me hubieran dicho nada.
Me fui del Salón Malva poco después de que ellas salieran. De todos modos
estaban cerrando y hacía rato que la orquesta había dejado de tocar. La verdad
es que era uno de esos sitios donde no hay quien aguante a menos que vaya con
una chica que baile muy bien, o que el camarero le deje a uno tomar alcohol en
vez de coca-cola. No hay sala de fiestas en el mundo entero que se pueda
soportar mucho tiempo a no ser que pueda uno emborracharse o que vaya con una
mujer que le vuelva loco de verdad.
 Capítulo
11
De pronto, mientras andaba hacia el vestíbulo, me volvió a la cabeza la imagen
de Jane Gallaher. La tenía dentro y no podía sacármela. Me senté en un sillón
vomitivo que había en el vestíbulo y me puse a pensar en ella y en Stradlater
metidos en ese maldito coche de Ed Banky. Aunque estaba seguro de que Stradlater
no se la había cepillado -conozco a Jane como la palma de la mano-, no podía
dejar de pensar en ella. Era para mí un libro abierto. De verdad. Además de las
damas, le gustaban todos los deportes y aquel verano jugamos al tenis casi todas
las mañanas y al golf casi todas las tardes. Llegamos a tener bastante
intimidad. No me refiero a nada físico -de eso no hubo nada. Lo que quiero decir
es que nos veíamos todo el tiempo. Para conocer a una chica no hace falta
acostarse con ella.
Nos hicimos amigos porque tenía un Dobermann Pinscher que venía a hacer todos
los días sus necesidades a nuestro jardín y a mi madre le ponía furiosa. Un día
llamó a la madre de Jane y le armó un escándalo tremendo. Es de esas mujeres que
arman escándalos tremendos por cosas así. A los pocos días vi a Jane en el club,
tumbada boca abajo junto a la piscina, y le dije hola. Sabía que vivía en la
casa de al lado aunque nunca había hablado con ella. Pero cuando aquel día la
saludé, ni me contestó siquiera. Me costó un trabajo terrible convencerla de que
me importaba un rábano dónde hiciera su perro sus necesidades. Por mi parte
podía hacerlas en medio del salón si le daba la gana. Bueno, pues después de
aquella conversación, Jane y yo nos hicimos amigos. Aquella misma tarde jugamos
al golf. Recuerdo que perdió ocho bolas. Ocho. Me costó un trabajo horroroso
conseguir que no cerrara los ojos cuando le golpeaba a la pelota. Conmigo mejoró
muchísimo, de verdad. No es porque yo lo diga, pero juego al golf
estupendamente. Si les dijera los puntos que hago ni se lo creerían. Una vez iba
a salir en un documental, pero en el último momento me arrepentí. Pensé que si
odiaba el cine tanto como creía, era una hipocresía por mi parte dejarles que me
sacaran en una película.
Era una chica rara, Jane. No puedo decir que fuera exactamente guapa, pero me
volvía loco. Tenía una boca divertidísima, como con vida propia. Quiero decir
que cuando estaba hablando y de repente se emocionaba, los labios se le
disparaban como en cincuenta direcciones diferentes. Me encantaba. Y nunca la
cerraba del todo. Siempre dejaba los labios un poco entreabiertos, especialmente
cuando se concentraba en el golf o cuando leía algo que le interesaba. Leía
continuamente y siempre libros muy buenos. Le gustaba mucho la poesía. Es a la
única persona, aparte de mi familia, a quien he enseñado el guante de Allie con
los poemas escritos y todo. No había conocido a Allie porque era el primer
verano que pasaban en Maine -antes habían ido a Cape Cod-, pero yo le hablé
mucho de él. Le encantaban ese tipo de cosas.
A mi madre no le caía muy bien. No tragaba ni a Jane ni a su madre porque nunca
la saludaban. Las veía bastante en el pueblo cuando iban al mercado en un
Lasalle descapotable que tenían. No la encontraba guapa siquiera. Yo sí. Vamos,
que me gustaba muchísimo, eso es todo.
Recuerdo una tarde perfectamente. Fue la única vez que estuvo a punto de pasar
algo más serio. Era sábado y llovía a mares. Yo había ido a verla y estábamos en
un porche cubierto que tenían a la entrada. Jugábamos a las damas. Yo la tomaba
el pelo porque nunca las movía de la fila de atrás. Pero no me metía mucho con
ella porque a Jane no podía tomarle el pelo. Me encanta hacerlo con las chicas,
pero es curioso que con las que me gustan de verdad, no puedo. A veces me parece
que a ellas les gustaría que les tomara el pelo, de hecho lo sé con seguridad,
pero es difícil empezar una vez que se las conoce hace tiempo y hasta entonces
no se ha hecho. Pero, como iba diciendo, aquella tarde Jane y yo estuvimos a
punto de pasar a algo más serio. Estábamos en el porche porque llovía a
cántaros, y, de pronto, esa cuba que tenía por padrastro salió a preguntar a
Jane si había algún cigarrillo en la casa. No le conocía mucho, pero siempre me
había parecido uno de esos tíos que no te dirigen la palabra a menos que te
necesiten para algo. Tenía un carácter horroroso. Pero, como iba diciendo,
cuando él preguntó si había cigarrillos en la casa, Jane no le contestó
siquiera. El tío repitió la pregunta y ella siguió sin contestarle. Ni siquiera
levantó la vista del tablero. Al final el padrastro volvió a meterse en la casa.
Cuando desapareció le pregunté a Jane qué pasaba. No quiso contestarme tampoco.
Hizo como si se estuviera concentrando en el juego y de pronto cayó sobre el
tablero una lágrima. En una de las casillas rojas. ¡Jo! ¡Aún me parece que la
estoy viendo! Ella la secó con el dedo. No sé por qué, pero me dio una pena
terrible. Me senté en el columpio con ella y la obligué a ponerse a mi lado.
Prácticamente me senté en sus rodillas. Entonces fue cuando se echó a llorar de
verdad, y cuando quise darme cuenta la estaba besando toda la cara, donde fuera,
en los ojos, en la nariz, en la frente, en las cejas, en las orejas... en todas
partes menos en la boca. No me dejó. Pero aun así aquella fue la vez que
estuvimos más cerca de hacer el amor. Al cabo del rato se levantó, se puso un
jersey blanco y rojo que me gustaba muchísimo, y nos fuimos a ver una porquería
de película. En el camino le pregunté si el señor Cudahy (así era como se
llamaba la esponja) había tratado de aprovecharse de ella. Jane era muy joven,
pero tenía un tipo estupendo y yo no hubiera puesto la mano en el fuego por
aquel hombre. Pero ella me dijo que no. Nunca llegué a saber a ciencia cierta
qué puñetas pasaba en aquella casa. Con algunas chicas no hay modo de enterarse
de nada.
Pero no quiero que se hagan ustedes la idea de que Jane era una especie de
témpano o algo así sólo porque nunca nos besábamos ni nada. Por ejemplo hacíamos
manitas todo el tiempo. Comprendo que no parece gran cosa, pero para eso de
hacer manitas era estupenda. La mayoría de las chicas, o dejan la mano
completamente muerta, o se creen que tienen que moverla todo el rato porque si
no vas a aburrirte como una ostra. Con Jane era distinto. En cuanto entrábamos
en el cine, empezábamos a hacer manitas y no parábamos hasta que se terminaba la
película. Y todo el rato sin cambiar de posición ni darle una importancia
tremenda. Con Jane no tenías que preocuparte de si te sudaba la mano o no. Sólo
te dabas cuenta de que estabas muy a gusto. De verdad.
De pronto recordé una cosa. Un día, en el cine, Jane hizo algo que me encantó.
Estaban poniendo un noticiario o algo así. Sentí una mano en la nuca y era ella.
Me hizo muchísima gracia porque era muy joven. La mayoría de las mujeres que
hacen eso tienen como veinticinco o treinta años, y generalmente se lo hacen a
su marido o a sus hijos. Por ejemplo, yo le acaricio la nuca a mi hermana Phoebe
de vez en cuando. Pero cuando lo hace una chica de la edad de Jane, resulta tan
gracioso que le deja a uno sin respiración.
En todo eso pensaba mientras seguía sentado en aquel sillón vomitivo del
vestíbulo. ¡Jane! Cada vez que me la imaginaba con Stradlater en el coche de Ed
Banky me ponía negro. Sabría que no le habría dejado que la tocara, pero, aun
así, sólo de pensarlo me volvía loco. No quiero ni hablar del asunto.
El vestíbulo estaba ya casi vacío. Hasta las rubias con pinta de putas habían
desaparecido y, de pronto, me entraron unas ganas terribles de largarme de allí
a toda prisa. Aquello estaba de lo más deprimente. Como, por otra parte, no
estaba cansado, subí a la habitación y me puse el abrigo. Me asomé a la ventana
para ver si seguían en acción los pervertidos de antes, pero estaban todas las
luces apagadas. Así que volví a bajar en el ascensor, cogí un taxi, y le dije al
taxista que me llevara a Ernie. Es una sala de fiestas adonde solía ir mi
hermano D.B. antes de ir a Hollywood a prostituirse. A veces me llevaba con él.
Ernie es un negro enorme que toca el piano. Es un snob horroroso y no te dirige
la palabra a menos que seas un tipo famoso, o muy importante, o algo así, pero
la verdad es que toca el piano como quiere. Es tan bueno que casi no hay quien
le aguante. No sé si me entienden lo que quiero decir, pero es la verdad. Me
gusta muchísimo oírle, pero a veces le entran a uno ganas de romperle el piano
en la cabeza. Debe ser porque sólo por la forma de tocar se le nota que es de
esos tíos que no te dirige la palabra a menos que seas un pez gordo.


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