Horacio Sacco

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"Historias de Humanidad. La
iniciación sexual, los años de la dictadura, la guerra de Malvinas, la muerte
inesperada, el amor, la locura, la esperanza, conjugados en una serie de breves
y cautivantes relatos sobre el escenario de la marginalidad, la injusticia o la
muerte. Un apretado racimo de historias de la vida real donde emerge la
dimensión puramente humana y existencial de sus personajes. No ya como
personajes literarios sino como seres arrojados a la hostilidad de un mundo que
no los necesitó, o que los rechazó. En un lenguaje sin distancias y
sencillamente conmovedor que rescata el simple y prodigioso milagro de la
existencia." [Reseña de la edición digital autoejecutable de Libro de Alabanzas,
Editorial Libros en Red, 2000, www.librosenred.com]. 2º edición digital: Ayesha
Libros, 2006, www.ayeshalibros.com.ar -
Horacio
Sacco blog |
LIBRO
DE ALABANZAS
a vos, amor; a ustedes, amigos.
CONTENIDO
Innecesaria introducción
Alabanza de los
que sufren mortificación por amor
Alabanza del Tumba o las inverosímiles y postreras revanchas de los desposeídos
Alabanza de la
poesía rural y del amor por la tierra
Alabanza de Gervasio o la inusitada intrepidez de la locura
Alabanza de Pedro Hallado o el triste destino de los angelitos
Alabanza de Gustavo o las insólitas materias utilizadas en el arte de la pintura
Alabanza de la Jose y de la Tere o el hallazgo del amor
Alabanza del boxeador que
tenía pie plano
Alabanza de los albañiles y de los vendedores de broches
Alabanza de Dámaso
Espinosa y de los lobizones
Alabanza de Oscar o la fragilidad de vidrio de la cordura expuesta a las guerras
Alabanza de Mariana
y de los pequeñísimos seres
Alabanza de
Mariel y de los que buscan la justicia
Alabanza de la Chichila o la increíble paciencia de esperar
Alabanza de los
desesperados llamados de amor
Alabanza de Abel y de los
árboles rojos
Alabanza de Ignacio o la
rabia de morir

Innecesaria
introducción
Según el diccionario, alabanza es el ejercicio del elogio, el encomio, el
ensalzamiento o la celebración con palabras. Y aunque a veces pareciera que
hemos perdido de vista la dimensión de estar encaramados sobre la materia
inerte, y apenas si nos damos cuenta del prodigio de estar sobre esta tierra, la
vida merece celebrarse. Cualquier vida merece ensalzamiento y alabanzas. Pero
más la vida diminuta, y quizás por eso. Pero más la vida despreciada, y quizás
por eso. Pero más la vida deshonrada, y quizás por eso. La vida mancillada, y
quizás por eso. La vida de mierda. Y quizás por eso. H. S.


Alabanza
de los que sufren mortificación por amor
Serían las dos de la mañana. Venía
por Sarandí y dobló en Independencia. La escalera del Hotel Carlitos olía a
acaroína. Hacía frío y las lágrimas le colgaban como hilos helados y mordientes.
Ensayó un suspiro contenido y sacó del bolsillo dos llaveros. Uno era suyo, el
otro se lo habían devuelto apenas hacía un rato. Uno sonaba como campanita de
cristal, con una ligera musiquita que lo envolvía como un pañuelo de gasa
perfumado de azahares. El otro, en cambio, como un tren lejano cortando un valle
de opacas oquedades.
Y fue en esta misma pieza -pensó-, con estas dos tacitas, dos vasos, dos
almohadas. A él le gustaba poner a Pimpinela fuerte y el turboventilador a todo
lo que da para tomar mate, o para hacer el amor, desesperadamente. A él, en
cambio, le gustaba Julio Iglesias y la ventana abierta de par en par, por donde
entraba sin permiso la luz del cartel de la farmacia de enfrente: verde, blanco,
amarillo. Verde, para sus ojos de melaza. Blanco, para su espalda salvaje y
transpirada. Amarillo, para sus manos fuertes y su apetecible piel de animal
escurridizo de las profundidades oceánicas.
Vio entonces su chomba impertinente encima de la silla, y se sentó a llorar
sobre la cama, la estrujó en sus manos, se sonó los mocos y se secó las
lágrimas. Se abrazó él solo a su dolor. Ustedes, quizás, no sabrán como se hace:
hay que poner los brazos en cruz (mientras tanto se debe llorar) y hacer que
cada mano repose en el hombro opuesto; los codos, pegados, deber comprimir
fuertemente el pecho; la cabeza deberá estar gacha y los ojos apretadísimos, lo
que posibilitará una mueca de los labios parecida a la risa, pero nada más
lejos: se sufre intensamente. No lo ensayen porque es inútil, cuando llegue el
momento (y ojalá no les llegue nunca) les va a salir solito.
-Te devuelvo la llave -le había dicho él.
-¿Así nomás? -le preguntó.
-Así nomás, conocí una persona, lo nuestro ya fue -le contestó-. Olió
profundamente la chomba celestita, se desnudó y atravesó cada meridiano y cada
paralelo de su cuerpo, enardecido de ansiedad, con la chomba embebida de ése
olor a él, a brisa salada, a turbulencia marina. Quería volver atrás el tiempo y
contestarle ahora. Ahora que le brotaban todas las palabras y todas las broncas,
unas tras otras desde una inagotable fuente de pretéritos maltratos. Decirle sos
un monstruo; decirle me usaste, decirle me mentiste, decirle sos adorable,
decirle, una vez más, animal acuático, axolote albino, como antes, gimiendo,
gozando, riendo, llorando, la espalda esmeralda, las manos turquesa, la boca
aguamarina verdemar.
-Me engañaste, me mentiste, gritaban los Pimpinela; destrozó la foto donde
estaban juntos, abrió la ventana, se masturbó en un llanto colapsado de
expiaciones. Subió el volumen, qué carajo le importaba ahora; el encargado subía
por la escalera y los vecinos gritaban: "¡Son las tres de la mañana!" siempre
exageraban-, pero qué mierda le importaba ahora, que justo estaba prendido el
cartel de la farmacia, y el furtivo verde dibujaba duendes volátiles en la pared
baldía de la galanura de su sombra. En la misma pared donde se esbozaba su
perfil umbrío en cada orilla que miraron sus ojos y en cada margen que rozaron
sus manos. El encargado del hotel ya golpeaba la puerta:
-"¡Qué carajo pasa ahí!" -gritó el encargado-. Me engañaste, me mentiste,
gritaban aún más los Pimpinela. Se asomó a la ventana, miró el cartel, miró las
estrellas, las lágrimas latían bajo una luz venida del principio de los tiempos
-como su amor por él- y brillaban, también, deslumbradas por la impalpable
fugacidad oriunda del neón verdoso, blanquecino y amarillento del cartel de la
farmacia.
Las baldosas, desde un abajo gris y retraído, incomparable con ese arriba
apacible y sempiterno, le hinchaban que se tire; el encargado meta golpear la
puerta; las baldosas, indolentes: ¡Dale de una vez, boluda!
Y él no se negó.

Alabanza
del Tumba o las inverosímiles y postreras revanchas de los desposeídos
(La teoría nos dice que las ondas de
radio y televisión viajan a la velocidad de la luz y que cualquier receptor, aún
a a cientos, miles o millones de años luz de distancia, podría captar las
señales emitidas desde la Tierra.)
El día que el Tumba faltó a la vida sin aviso dejando un rastro de sangre
deshilvanada de las venas, el día aquel que nunca más se levantó de un revoltijo
de trapos mugrientos, ése día había un sol abrasador. Era viernes santo y los
panaderos bocetaban caracoles trenzados en el aire. Él, que de vivo nunca había
llamado la atención de nadie, ahora que era finado tenía a su alrededor a la
prensa, las fuerzas de seguridad, el aparato judicial y el sistema de salud
contemplando el desmedrado patrimonio del Tumba: su cadáver sumergido en una
nube avariciosa de insectos gordos, verdosos y zumbones.
El Tumba no fue feliz, aunque a veces estuvo un poco contento. Como era
borrachín varias veces amagó, sin alcanzar, ese invento de novios que se llama
alegría. No tuvo mujer ni tuvo hijos. En cambio fueron traducidos sus días en un
idioma que alambicadamente fabularon y escribieron otros: vagancia, pequeños
hurtos, mendicidad, bienes mal habidos, reincidencia, dejadez, lumpenaje, mala
vida. Sí, mala vida la del Tumba. Reformatorio. Instituto de menores. Privación
legítima de su libertad. Privación ilegítima de su dignidad. Limpió letrinas y
cloacas repletas de la mierda maloliente de los otros. Se trepó a vagones
colmados de vacas, sumido el sueño en la tibieza de la bosta. Esquiló ovejas en
los campos del Chubut, es claro, no le faltó ocasión para robarse algunas: las
malvendió y lo metieron preso. Alzó un número infinito de baldes de material al
oficial albañil y acarreó toneladas de arena en carretilla; siempre se mantuvo
en la categoría de peón, o ayudante eventual, o changarín. Juntó cartones, latas
de gaseosas, botellas vacías, restos de los restos de los otros. Sobró, aquí o
en otra parte, el Tumba sobró. Robar, en serio, solamente se robó unos pocos
pesos. Y lo pagó muy caro. El Tumba le decían, por la carne guisada de las
cárceles, carne magra y oscura, carne de muerto. Una vez, mirando una mujer
venturosa y apacible, se acordó vagamente de su infancia. Entonces se llamaba
Robertito, Roberto Eduardo De los Santos. Alguna vez, como todos los niños,
almorzó solamente alfajores, tuvo varicela, soñó con fantasmas y jugó a la
pelota. Tuvo un desprolijo árbol genealógico. No tuvo viaje de egresados. A
quién le importa.
Tenía recorrido un río de vino de mala muerte y una acumulación atroz de palizas
y calabozos. No fue alcanzado por ningún plan de alfabetización ni aprehendido
por ningún programa asistencial, ni por ninguna rehabilitación, ni nada. El
mundo le pasó por encima como una manada de rinocerontes, como una inundación
enloquecida. No era viejo, aunque nadie puede decir a ciencia cierta la edad que
tuvieron sus miserias ni contar verazmente el itinerario de su calvario. Pero
era fuerte. Cuatro puntazos le dieron una vez, dicen que sangró vino tinto y al
otro día ya estaba borracho de nuevo. Otra vez le bajaron dos dientes a
trompadas y se curó con buches de ginebra y salmuera.
Pero esta vez fue un politraumatismo por elemento contundente, como dijeron los
diarios. Un flor de fierrazo en el marote, como diría el Tumba, por un entrevero
irrisorio con el chileno por un cartón de vino. Murió sin haber escuchado nunca
el andante molto mosso de la sinfonía Pastoral de Beethoven, sin leer a Proust y
sin siquiera imaginar que existe un pequeño café en una callecita jubilosa y
perfumada de París, con mesitas de hierro fundido y manteles de lino bordado con
rosas frescas en floreritos rococó, y que si uno se sienta a saborear un borgoña
en una copa de cristal finísimo puede ver pasar a una bella muchacha cuyos ojos
tremendamente azules harán pensar que vivir vale la pena. Un amasijo de piojos,
pelo duro y sangre negra y coagulada arrancaba muecas de repugnancia a los
presentes.
Aparte de los curiosos de siempre había una ambulancia inmaculada, un camión de
exteriores, dos patrulleros, el secretario del juzgado interviniente, muchos
policías y algunos periodistas. El oficial del procedimiento -un muchacho joven-
dijo con voz nerviosa cuando lo enfocó la cámara:
-El occiso caminó cincuenta metros desde el lugar de los hechos, aquella casilla
lindante a las vías del ferrocarril, donde fue la riña, y la autopsia va a
determinar las causales reales de la muerte. El agresor, que tiene antecedentes,
ya ha declarado que bajo los efectos del alcohol atacó a la víctima con un
elemento contundente, que ya también tenemos secuestrado; es un hecho
esclarecido y todo estará en orden en el despacho del juez, quien va a
determinar la carátula definitiva del caso.
-¿Gente marginal, señor? -preguntó el periodista -otro muchacho joven-, mientras
la cámara hacía tiempo en un lento paneo, tomando los yuyos del fondo, la tapera
vencida, la pila de basura, los cartones manchados de sangre, las vías a lo
lejos, y se detuvo donde estaban levantando el cuerpo. El micrófono abierto
captaba los murmullos, las voces entrecortadas, el silbido del último tren, el
golpeteo de las rueditas de la camilla plegable. Entonces el Tumba, o su
cadáver, descomprimiendo tantas y tantas presiones acumuladas, tantos y tantos
silencios aprisionados, se rajó el último, tremendo, estrepitoso y olorosísimo
pedo que lo sobrevivió como una desvergüenza. Que no solamente ultrajó con
descaro narices y oídos de los presentes -que se abrieron en desbandada
turbulenta-, sino que a horcajadas de la onda radiofónica y de la señal
televisiva cruzó de cabo a rabo todo el éter, metiéndose como una violenta e
inesperada bofetada en millones de perfectos hogares con vahos de bacalao y
empanadas de vigilia, en los limpísimos sanatorios con TV y baño privado, en las
lúgubres parroquias por la doliente espera de la resurrección, en las pulcras
oficinas deshabitadas, en cuarteles, juzgados, fábricas y escuelas, vacías por
el feriado largo. Y desde las antenas transmisoras la descomunal flatulencia del
Tumba brincó hacia las capas superiores de la atmósfera, y siguió de largo,
libre, libre, hacia la ausencia de todas las ausencias de lo infinito del
espacio cósmico.
Y quizás todavía navegue por esas desolaciones interestelares de un Universo
hostil y refractario. Y ojalá encuentre alguna vez -aunque sea dentro de mil o
cien mil años- algún destino, alguien responsable que reciba quejas, alguien a
quien echarle en cara sus tribulaciones y todos los infortunios padecidos.
-Gente muy marginal -respondió el oficial, presionando sus fosas nasales con el
índice y el pulgar atenazados, y enfatizando -gangosamente- la palabra muy.


Alabanza
de la poesía rural y del amor por la tierra
En las tardes de otoño salía a las quintas -las afueras-, se postraba sin
grandes ceremonias y besaba la tierra, como el Papa el asfalto caliente de los
aeropuertos. Después apoyaba la oreja en el suelo como en el vientre sembrado de
futuro de la mujer que uno ama. Decía que escuchaba el antiguo galope de zainos
sin herrar. El susurro de una brisa de hace mucho, pero no de arriba sino de los
cimientos del mundo, con vapores de ácido sulfúrico y fuegos pavorosos. El ruido
de tripa de los campos. La queja de una fatigada horqueta de encina despareja
bisagreando a la suerte del viento, y que se parecía al quejido de un nonato
inmolado en los confines de la historia. Decía que la llanura es dilatada como
el agua del mar que nunca conoció, y que una red inmaterial va juntando esencias
de cardos florecidos y brotes de totoras, alfombras de alfalfas y maizales
crepitantes, horizontes de cobre pulido y bullaranga de urracas y chorlitos,
humos de lejanísimos hornos de ladrillos y néctar de retamas, ojos alumbrados de
lechuzones y nidos escondidos de silbones. Y que ése es el olor maravilloso de
esta tierra. Decía que a la tierra hay que escucharla, no mirarla. Que hay que
amarla. Y que solo después se puede escribir sobre la tierra. No como algunos
-se apuraba a redondear- que escriben tratados del amor sin haberse enamorado
nunca.
Pero él no se refería a la Tierra con mayúscula, a la esfera celeste, al globo
terráqueo, sino a la tierra mineral y orgánica, a la tierra química, al humus,
al barro, a la tierra minúscula, al polvo del camino, a los terrones pastosos de
los surcos, a la madre tierra, a las raíces.
Ha venido a parar a un gigantesco hospital metropolitano, a suplicar que le
abran la ventana, le acomoden la silla para que no se le caigan los papeles, que
le compren masitas con azúcar -"Acá se llaman galletitas dulces, don"- y le
alcancen la chata y la birome. Porque a veces se pone a escribir o corregir. Y
corrige y corrige unos poemas camperos escritos en el pueblo, los pasa en hoja
nueva, los obsequia a las chicas que limpian y a las dicharacheras enfermeras.
El médico le ha prohibido fumar, pero de noche se escapa al baño -dice
imprudentemente que ya está bien-; piensa en una próxima colaboración para el
suplemento cultural de "La Verdad", que le han prometido publicar. Piensa
también en otro libro: "Un poeta en el hospital", para después del alta. Pide a
Doña Remigia que no se olvide de llevarle al correo algunas cartas. Pide a las
voluntarias chupavelas que lo dejen en paz. Se queja del pollo hervido sin sal,
del agua mineral (¿a quién se le ocurre comprar agua?), del suero de mierda, de
las paredes blancas, del efluvio a miasmas de hospital. Cuenta a cada uno que se
le pone a tiro las bondades del agua de aljibe, las historias chiquitas de su
pueblo chiquito, las vicisitudes de un corazón abanicado a versos, su orgullo de
paisano ilustrado, de hombre de letras, de colaborador Ad-Honorem de "La Verdad"
y mate y Olivetti manual, no de biblioteca. Y de paso aprovecha y manguea unos
puchos para la oreja y para las noches.
"Ha fallecido en la Capital Federal el eximio colaborador de estas páginas...",
publicó "La Verdad" el día siguiente a su defunción. Justo el día que había
escrito que soñaba morir a la sombra de un caldén. Su último poema, de comedidos
endecasílabos, fue dedicado al anestesista, un muchacho aplicado y simpático de
Trenque Lauquen, y la bolsita amarilla, que guardaba sin celo gran parte de su
obra, fue olvidada por Doña Remigia en el 86, al bajarse en Liniers. La mujer
que lo encontró y subrepticiamente se lo llevó a su casa -esperanzada que en
tanto enredo de papeles, cajitas de remedios, cartas y biromes baratas,
apareciera un billetito ajado, unas monedas- se sorprendió cuando sacó del fondo
de todo una bolsita de polietileno hecha un bollito, apretadita, sucia.
Adentro había un puñado de la renegrida tierra de la pampa húmeda: la más rica,
la más verde, la más hermosa llanura del planeta.


Alabanza
de Gervasio o la inusitada intrepidez de la locura
Sumido en el brote del delirio Gervasio desmentía la realidad a cada rato. Decía
que los árboles no atajan el viento sino que dan el viento. Que las manzanas
verdes se ponen rojas si se las frota rápido y fuerte con un trapo oscuro. Que
el mate amargo con tomillo cura el cáncer. Que los de la guardia nocturna de los
viernes son los seres más desalmados del planeta. "Ya sé no me digás, tenés
razón, la vida es una herida asúrda", cantaba a veces, desafinando por la
avenida Montes de Oca, el Parque Ameguino o la calle San José. Otras veces
lloraba sin parar y sin por qué, entonces lo consolaban los artesanos y los
militantes del amor dominguero, los tacheros ociosos, los desocupados pobres y
los extravagantes evangelistas extrañados. Lloraba sin consuelo, pero después de
un rato y unas cuantas manos sobre su hombro urgido de un abrazo, volvía a
sonreír apaciguado. A Gervasio le bastaba el sucedáneo retazo de un verdadero
abrazo.
Desde el 75 lo dejaban salir los fines de semana -de todas formas se escapaba- y
deambulaba al bardo por Barracas, La Boca, Constitución, San Telmo, Parque
Patricios, todo lo lejos que alcanzaban sus pies de viejo y veterano internado
sin familia, y a fuerza de desidias y de olvidos, aquerenciado al hospicio. En
muy raras ocasiones el patrullero policial lo levantaba y lo colocaba
puntualmente en la guardia hospitalaria, pero sólo cuando era algún oficial
nuevito: todo el mundo conocía a Gervasio. Era lo que se dice un loco
inofensivo, un loco lindo. Y le gustaba que lo conocieran y reconocieran.
Simpático la mayoría de las veces, contaba cuentos de manicomio donde inexorable
y previsiblemente el director es loco y los internos cuerdos y pletóricos de
astucia; donde los locos son locos pero no boludos. Después soplaba una armónica
sencilla y ensalivada y cantaba unos tangos con la letra cambiada. La gente se
aglomeraba a su alrededor, le daban cigarrillos, monedas, o un pequeño aplauso
sin convencimiento. Pero a él le sobraba.
La última vez que se lo vio fue por las escalinatas del Parque Lezama alrededor
del 79, tenía los ojos volcados hacia atrás, blancos como una hoja de papel
donde se podría haber escrito cualquier historia y jamás pudo escribirse nada,
raros y conmovedores como un mundo donde los árboles trabajan de abanicos y las
manzanas requieren de caricias. Se estaba babeando, gritando cosas en un habla
lunática y exótica (quizás poseía el don de lenguas y nadie se dio cuenta);
mostrando un culo enjuto, peludo y colorado. Deshecho en un sudor de lástima. Y
entonces los novios soltaron, presurosos, las tetitas tibiecitas de sus novias;
los pibes escupieron el pochoclo; los viejos dijeron vamos vieja; los artesanos
guardaron prudentemente sus artesanías; los transeúntes apuraron el paso y el
vigilante pidió calma, circulación y refuerzos. Mientras Gervasio, con el
miembro tumescente apuntando hacia un cielo escandalosamente azul, y rezumando
una supuración de esperma de mil años, gritaba bien clarito: "¡Chupámela Videla
hijo de puta!".
Nunca volvimos a verlo por la calle.

Alabanza
de Pedro Hallado o el triste destino de los angelitos*
Su currículum es tan corto que cabría en un pañuelo para el llanto, y podría
escribirse más o menos así:
NOMBRE: Pedro.
APELLIDO: Hallado.
FECHA DE NACIMIENTO: 28/06/48, a la tardecita.
ANTECEDENTES COMPROBABLES: Hora 23,00: Soy abandonado en un cementerio de
Tucumán.
Hora 23,30: Sirvo de alimento a las hormigas.
Hora 06,30: Ceso en dichas funciones al ser hallado (de ahí mi apellido) por el
sereno. Soy trasladado a la capilla y bautizado de inmediato. Me quieren
alimentar pero carezco de boca. Agonizo y fallezco.
Hora 17,00: Soy enterrado en el mismo establecimiento, a la tardecita.
Hora 17,30 a la actualidad: ¡Hago milagros!
REFERENCIAS: A) El sereno.
B) El cura de la capilla.
C) Cientos de fieles que pueden acreditar fehacientemente mis gestiones
celestiales.
Lo escuchó lloriquear toda la noche, era menos que un llanto: un gemido ronco y
desparejo. Un clamor de fatiga y desaliento. Venía del lado de la tumba de los
Lucas, dos gemelos anónimos recién nacidos, aparecidos muertos y enterrados
hacía algunos años. El pobre sereno de la noche creyó que aquel quejido, salido
de una sombra de sepulcros fantasmales, era el almita en pena de los hermanos
Lucas, e hizo oídos sordos hasta el amanecer. Toda la noche soportó la tortura
de aquel gemido exhausto taladrándole el alma. Entiéndanlo, era un hombre
simple, solo y aterrado.
Con las primeras luces se animó y se dejó guiar por el hilito angosto del
lamento. Llegó hasta el montículo de tierra helada y esponjosa de un inmenso
hormiguero. Se persignó. Estaba sobre una frazadita apelmazada de rocío.
Seguramente quien lo dejó allí no lo hizo por maldad, debió estar tan nerviosa,
tan asustada. Y quizás después tan arrepentida. Lo cubría un manto pardo y
tenebroso de cientos, miles, millones de hormigas de mandíbulas metálicas, que
disputaban voraz y ferozmente cada palmo de blandura de su piel recién nacida,
ajada; desgranando y desmontando cada célula, cada pedacito de su cuerpo
extenuado, comiéndoselo en vida. Le habían arrancado la nariz, la boca y las
orejas. Aún tenía un hálito de vida, pero el vagido ya no era ni siquiera una
queja: era un desconsuelo.
Ningún auxilio sanitario o religioso pudo reparar los estragos causados por las
hormigas y la helada de junio. Fue bautizado en plena agonía y al ratito nomás
hizo las valijas y levantó vuelo. Espantado del mundo.
Multitud de fieles, sobre todo chicos y mamás, visitan su pequeña sepultura cada
28 de junio y 1º de noviembre. Le solicitan suerte para los exámenes, protección
contra la envidia y las enfermedades, y le dejan chupetes, sonajeros y juguetes
de plástico.
Dicen que hace milagros, y tal vez tengan razón. Veinticuatro horas vivió Pedro,
ni un minuto de paz.
Angelitos a este mundo, margaritas a los chanchos.
* Ver historia:
http://www.cuco.com.ar/angelitos_pedrito_hallao.htm


Alabanza
de Gustavo o las insólitas materias utilizadas en el arte de la pintura
Era un artista. Trataba de pensar como artista, de vivir como artista, o como se
imaginaba a los artistas. Su obra aún tiene un trasfondo, ¿cómo les diría?, de
rojiza antipsiquiatría, de Laing y Cooper, algo de tufillo de un orgullo
exultante, un perceptible halo de dulzona marihuana. La nostalgia de los años
plomizos se metió en sus pinturas como un animal preñado en la cocina. Gustavo
era petiso, morocho, de gorra vasca ladeada a lo paracaidista, tan blando por
fuera, si lo hubieran visto. ¡Tan blando por fuera!
Adicto desde los catorce años, tuvo dos hijos, pesaba setenta y cinco kilos.
Pintor de autos y de cuadros. Era de River.
Y como paracaidista había aterrizado en la vida de la villa (estaba por decir en
la villana vida), en una urgencia de vino barato sobre un previsible proscenio
para gustavitos morochitos: padre fajador, madre mezquina de caricias, pero no
quiero conmoverlos. Cuando niño no sabía, como todos los niños, que le faltaban
el Toddy calentito, las cloacas, unas desestresantes vacaciones y un buen par de
Hush Puppies para ir al colegio. No los codició. Codició, sí, conocer. Saber por
ejemplo por qué existen chicos de porcelana viva e irremediablemente rosados y
tiernos, cuyos ojos de aguas transparentes no serán jamás perturbados por la luz
amanecida sobre el cuerpo del padre, hecho un ovillo, sobre el charco de su
propio vómito. Saber por qué el frío quema cuando hace tanto frío. Entender los
distintos marrones acaecidos a lo largo de los ojos: el áspero marrón en la
chapa oxidada, el filigranado de la corteza vieja de los eucaliptos, el marrón
alborotado de la mierda. Percibir la exacta diferencia de la sombra móvil de una
rama de glicina y la sombra de un hombre colgado a la intemperie, como la del
padrino que se ahorcó borracho al amanecer.
De los amores de Gustavo habidos en el doble cuenco de su alma prevaleció una
profunda pasión por las superficies y otra idéntica por el vino blanco. Sus
dibujos, más que resaltar o sobresalir, saltan frenéticamente del papel;
empecinados en la dimensión de lo táctil apuntan directo hacia el centro del ojo
del observador, salpican con la fuerza de lo concreto, de lo carnal y pedregoso,
de lo viviente y tibio, de la tripa palpitante. A veces una tosca tipografía
bordea los pétalos de una flor que al descuido muta en llamarada, pero lo que
ahí diga no interesa, el artista hace valer la letra como ángulo o doblez, como
serpiente al acecho, como espiral galáctica, como cosa concreta, no como
símbolo. Sus dibujos pueden ser pasteles suaves o acuarelas desleídas, pero lo
que vale y prima son los trazos violentos del final, los chán-chán a lo Pugliese
que le otorgan sentido. Esos trazos enérgicos, parduscos, castaños o rojizos.
Gustavo, justificado en la carencia, mezclaba deliberadamente materiales: papel
de diario, pinturitas escolares, tempera, recortes de cartón, lápiz labial,
carbonilla fabricada con ramitas de sauce quemado.
Otro de sus grandes amores -ya lo dije- fue el vino, tanto el de jolgorios y
bohemia como el triste de recelosas soledades. La junta militar comulgaba
pomposamente, ¿se acuerdan?, nosotros mirábamos para otro lado, quizás por temor
o incertidumbre de enfrentar esas terribles y augustas miradas fulminantes.
Gustavo ya se hundía en un acre río de vino hacia el lecho de la cocaína. Apenas
unos meses después sobrevendría la primera internación psiquiátrica.
Sí, es verdad, no era esforzado, ni menos pacifista, más bien vago, rebeldón y
borrachín, como su padre. Pero también es cierto que lloró a moco tendido cuando
nació su hijo. Concebido a tontas y locas, me dirán, no deseado, no esperado, no
nada, pero créanme: muchos de ustedes desean y aguardan a sus hijos, pero no
lloran de agradecimiento a la vida como lo hizo Gustavo. Pocos son capaces de
emborracharse de puro contento como él lo hizo.
Van a decir que no tenía proyectos de vida, y es verdad; van a decir que tuvo
algunas oportunidades que no supo aprovechar, y eso también es -pero a medias-
verdad. Pero estaba haciendo lo posible. Estaba ocupado agrupando esperanzas por
su color y no por su posibilidad de concreción. Estaba recolectando experiencias
por puro afán de coleccionista y no especulando con ensayo y error. Él era un
artista, no un proyecto de vida. Estaba avivando el fuego de su inhóspita isla,
sólo por si acaso alguno de nosotros se atreviera a desviarse un poquito de su
ruta y alcanzara los bordes de coral donde moraba él y su deseo. Él era un
artista, señores: no sabía que había que adaptarse a lo real. Creía que bastaba
con vivir. Segunda internación.
Con su incipiente barbita a lo Lenin salía a los pasillos de la villa a ofrecer
en canasta unos panes redondos, olorosos y tiernos que su abuelo amasaba y
doraba en un hornito de barro, con su gorra ladeada entre un estrépito de
cumbias y bailantas. Su ojo imaginaba un remolino marrón que sube y se enrosca
en el humo algodonoso de la basura quemada, y baja nuevamente mezclándose ahora
en el barullo erosionado del piberío y alguna que otra desganada queja de
borracho, surgida, como corresponde, del fondo de un viejo y trucho desaliento.
Y Gustavo entonces se sentía feliz y emprendedor, como si esa sola sensación
bastara para vencer todos los pesares y espantara de un soplo el rebaño de sus
inquietudes quebrantadas por el porro y la merca. Y ya camino a casa todavía se
daba tiempo para tomar un vinito, jugar un picado, encontrarse con la buena
gente, acalorarse en el centro vecinal adonde está la gente que me gusta, papá,
no como yo que estoy solo y cansado de este surtidor de brasas que sopla y anega
mis venas de un fuego líquido, como culebra ardiente que se deshace en
calenturas que ya nadie me entiende, papá, ni siquiera la Claudia, que no me lo
deja ver al Maxi, me lo prohíbe la hija de mil putas, me lo niega, si yo no robé
la garrafa ni apreté al ferretero, apenas me traje unas latas de pintura que al
final no me sirvieron para nada, porque no hay colores que alcancen para pintar
esta tristeza marrón que me doblega, y todos me dan explicaciones, como vos,
papá, pero yo no necesito ninguna explicación: necesito una satisfacción.
Tercera internación
Cuando Gustavo se vio acorralado y tuvo que elegir un oficio para vivir fue
bastante lógico y sensato: chapista y pintor de autos. Compró a crédito sopletes
y herramientas, un compresor usado - nunca preguntó su origen-puso un cartel en
la puerta y se sentó a esperar. Porque así se trabaja en algunas partes donde no
hay calles, cordones ni veredas: se trabaja en un pedazo de espacio al aire
libre. Fue la época que más recordaría Gustavo: la droga atrás, la Claudia lo
dejaba ver al Maxi, y a veces hasta charlaba un ratito con él; sus amigotes
caían como bandada de ángeles rotosos y ayudaban acercando alguna puerta o algún
guardabarros. Vaya uno a saber de dónde lo sacaban. Y levantaban murallas de
cartones de vino el sábado a la noche para protegerse del hedor del mundo. Caían
militantes en busca de partido, desocupados del ahora me está por salir algo,
artistas de pala y pico, pastilleros, drogones sin remedio y el Omar, que
después lo levantaron porque era de la comisión, y tantos y tantos compañeros
chupados y nosotros leyendo poemas, malparidos, leyendo versitos. Cuarta
internación
"Los sesos se me escapan revueltos en una pasta marmolada y los boludos dicen
tengo ganas de volar, pero yo vuelo de verdad, vuelo como si nadara en una
viscosidad de azul de Prusia y blanco de cobalto, como una bandera flameante en
una penumbra de niebla, donde hileras de soldaditos marrones desfilan hacia un
despeñadero, y se tiran, mientras cuchillos filosos zigzaguean por el aire y
tengo que agacharme porque sino me cortan... Todo se me hace claro y
transparente, todo se me vuelve manso, todo se hace marroncito..."
Y por ahí andaba Gustavo últimamente, llevando su benevolencia y su diagnóstico
a cuestas, la medicación en el bolsillo, la psicosis agazapada, el HIV positivo,
su adicción indomable, sus cuadernos repletos de poesía libre, sus carpetas
rebosantes de originales sobre cartón sin enmarcar, y un petitorio a Jesús que,
aún, clama por todos los niños que no tienen madre. Los datos de una posible
biografía podrán rastrearlos en la seca historia clínica que seguramente
aguarda, junto a otras mil, en algún estante de una estantería de mil estantes y
en algún archivo de mil estanterías. En los burdos prontuarios policiales. En
los ingratos y ridículos informes socio-ambientales. En los estériles legajos y
causas judiciales; en fin, en las fútiles notas de los psicólogos que tomaron
nota. Todo cubierto por el helado polvo del olvido.
Miren sus pinturas, señores, palpen sus texturas, asómbrense, él se fabricaba
sus propios materiales, él solito, con escamas de óxido de hierro, partículas de
sulfato de cobre, bromuro de plata, polvillo de cal viva, limaduras de bronce,
hebras de azafrán, ácido muriático, cristales de berilio, hojas de azucenas y
azaleas bien desmenuzadas, pétalos de siemprevivas y alas de sutiles mariposa
pulverizadas. Todo lo mixturaba en una base de aceites naturales y pigmentos que
amalgamaba y machacaba en un mortero de piedra, junto a otros secretos
ingredientes que jamás nos quiso revelar.
Solo en un rapto de fugaz sinceramiento me relató una vez en voz baja que
raspaba delicadamente con una chapita filosa los cascarones de pintura añeja de
los viejos galpones de La Boca, para reproducir exactamente ese tono gris marfil
del abandono de los pabellones del Borda a las seis de la tarde. Y que con una
plumita de lechuza pichona barría y juntaba en un dedal de oro las huellas de
los faisanes del zoológico. Y -esto con la mayor de las reservas- que recogía en
un espejo mágico la luz de la luna llena. Y que ése era el secreto del matiz
lechoso y fulgurante de sus blancos. Y que sobre todo usaba mierda en sus
trabajos. Mierda de psiquiatras. Mierda de curas. Mierda de vigilantes. Mierda
de locos. Mierda de niños. Mierda de enfermeros. Mierda de padres. Mierda de
novias. Mierda de psicólogos. Mierda de mierda.


Alabanza
de la Jose y de la Tere o el hallazgo del amor
Medía un metro cincuenta y seis, pesaba casi cuarenta kilos, tenía trece años y
siete meses, la piel aceitunada y unos enormes ojos color canela. Era la mayor
de cinco hermanos: dos de cuatro y cinco, una de ocho y otro de diez. Papá no
tenía. La mamá trabajaba todo el día. Vivían en un barrio donde las calles
carecen de veredas y tienen una estrecha y desprolija mano única. Hacía más de
tres años que no iba más a la escuela, había repetido quinto grado por segunda
vez y no quiso volver, ni nadie le insistió. Los hermanos más grandes iban a
jornada completa, así que la misión fundamental en la vida de la Jose era la
limpieza de la casa, llevar y traer a los más chiquitos de la escuela
-preescolar y salita-, darles de comer y cuidarlos mientras mamá se iba a
trabajar, que era casi siempre. También, con cinco chicos, y sola.
Casi todos los días la Jose les preparaba el mate cocido, los llevaba y los
traía, jugaba bastante tiempo con ellos, hacía las cosas de la casa, les
dibujaba monstruos cabezones con lápices de cera y les enseñaba a pintar,
siempre entre grandes risotadas, bigotes, cuernos y colmillos a las fotos de los
señores de los diarios y las revistas. Después hacía las camas, preparaba alguna
cosa fácil o recalentaba la comida que quedó de anoche, lavaba la ropa y bañaba
a los chicos. Y entonces sí, los enchufaba con los dibujos de la tele y se
cruzaba a lo de la Tere, la amiga de enfrente.
En realidad, antes que pasara aquello, la Tere no era su gran, gran amiga; era
un poco mayor, le llevaba más de media cabeza y ya estaba bastante bien
desarrollada, usaba minifaldas y remeras cortitas que dejaban grandes porciones
de su piel traslúcida y cautivante liberada al disfrute visual de los muchachos
y de los no tan muchachos. Salía con el Juanjo y desde hacía dos años la dejaban
pintarse y usar taquitos. Tampoco tenía papá, pero sí hermanos más grandes. Lo
que hacía fascinante a la Tere para la Jose, avergonzada a veces de sus
zapatillas gastadas y ese bigotito de pelusita suave que no se podía erradicar,
era esa cancha incuestionable, esa forma de reír, de hablar con la gente, de
mover el cuerpo. Y la buscaba para mirarla como se extendía el maquillaje, para
aprender a elegir el color de uñas que más vaya con la personalidad de una, para
instruirse sobre los secretos femeninos vedados a los hombres, para saber como
hay que depilarse las axilas y enterarse cuáles son los ejercicios y las
flexiones que levantan la cola.
Para la Tere la Jose era solo la chica de enfrente, la pendeja que hasta no hace
mucho se comía los mocos y tenía cascarones en las rodillas, pero le gustaba ese
lugar en que la había colocado y la trataba con cierta simpatía. Atendía a todas
sus preguntas, dejaba que le use sus sombras, el lápiz de labios y el
maquillaje, le prestaba sus cremas humectantes y las revistas nuevas. Un día,
creyendo que ya la Jose estaba lista, entre risitas y cuchicheos la llevó a la
pieza, sacó de atrás de todo del ropero un paquete bien envuelto, y le mostró
unas revistas que, ¡bueno, bueno!, era algo que la Jose ya sabía que se hacía,
pero que jamás había imaginado en forma tan brutal, escandalosa y asquerosa.
Sobre todo asquerosa. "¿Y vos hacés estas cosas con el Juanjo?", le preguntó
azorada y con el corazón al galope. "Y mucho más", le respondió la Tere, en tono
risueño y la postura desenfadada de quien está de vuelta, peinándose frente al
espejo, meneándose al compás de "Los Auténticos Decadentes".
A partir de ese día su dedicación, su interés y su expectativa por la Tere
fueron creciendo hasta convertirse en obsesión. Quería conocer cada pormenor,
cada particularidad, cada detalle de su vida pasada y presente. Quería enterarse
no sólo cómo sino por qué, cuántas veces, con quien y en dónde había hecho esas
chanchadas. Quería desmenuzar cada minucia de los cuerpos que se buscan y se
ligan por un ignoto propósito, por un misterio todavía velado, opaco, nebuloso.
Quería desmembrar y desarticular -para entenderlo- cada abrazo y cada beso de la
Tere, tan grandota y altiva acá, y allá conjeturada tan vencida, embelesada y
doblegada por un poder que no podía reducirse al órgano asqueroso de los
hombres, a ese pito de mierda. No la carcomían la envidia ni el desprecio, ni
tampoco el asco: la carcomían los celos. Y la abrumaba con tantas preguntas y
cuestionamientos, que si no fuera porque la Tere se sentía ufana y halagada ante
tamaño esmero preguntón -después de todo era apenas un poquito mayor y bastante
ingenuota- el interrogatorio podía tornarse exasperante.
Se había llevado prestadas esas revistas chanchas a su casa, y ahora la jodían
los hermanitos pidiendo cualquier cosa, peleándose por un chicle desaparecido de
golpe, o llorando porque sí. Porque son chicos y no entienden de la vida. No
saben lo que siento. Lo que me pasa recorriendo con los ojos y con el dedo esos
cuerpos palpitantes de hembras jugosas. Esas miradas de mujer, solícitas de
arrumacos y mimos. Esas pancitas lisas y tibias, esos ombliguitos adorables que
-ya francamente inmersa en fogosa ensoñación- ahora lamía blandamente,
peregrinando al sur, más abajo, más, más, hasta alcanzar el canto del papel
ajado, y dejando descolgada una baba viscosa de irrefrenable ardor de borrega
caliente. Y más abajo de la hoja: nada. Nada más que la remembranza del cuerpo
felino de la Tere y sus kilométricos y rosadotes muslos, provocando a todo el
mundo. Y ahora ese caldero ardiente en que se transmutaba el centro de sus
entrañas. Y que no halló consuelo hasta que, apremiada por la urgencia de un
sopor de fuegos recónditos y viejos, se precipitó en el baño y se desahogó en
una paja tan furiosa y pletórica de ayes y de lágrimas, que por un instante el
mundo y todo lo que alberga quedó en suspenso, colgado de un hilito.
Fue durante ese destello, efímero y glorioso, donde le fue revelado su destino.
Donde encontró respuesta a casi todas sus preguntas. Donde decidió jugarse, y
para siempre. El resto de la historia podría saltearse o describirse sin esmero,
poco importa, pero ustedes no lo entenderían.
No dudó en arrearla poco a poco al terreno de su anhelo, no escatimó regalitos
bobos, ni alusiones elípticas y ambiguas, ni corpiños olvidados azarosamente, ni
"¿Me dejás usar la ducha porque en casa no sale agua?" Ni excusas pueriles como
"Alcanzame el champú", y entornando desvergonzadamente la puerta, ofrecerle al
trasluz su chata y empapada desnudez de renacuajito escuálido. No ahorró
esfuerzos ni paciencia, pero también es cierto que no se demoró demasiado en
seducirla y engatusarla con espontáneas mañas de mujercita astuta. Quiso
transformarla en su mujer. Y lo logró. Logró que la Tere acabara prefiriendo sus
convexas suavidades de breva primeriza a la pétrea rutina del amor varonil.
Logró que saboreara con lengua itinerante, y con mayor fruición y aplicación,
sus vallecitos dulzones, sus tetitas cachorras, su núbil y virginal fruta
madura, su almíbar nacarado, antes que esa aberración diabólica y turgente que
poseían los pavotes muchachos. Logró, en fin, hacerse un lugarcito en el
deslumbrado corazón de la Tere, que la esperaba con ansias y prisa adolescente
para rendirse presta a sus lozanas caricias, para someterse dócil al huracán
revoltoso de sus besos, y capitular -hechizada y jubilosa- ante esa quemante
mirada de deseo que la derretía y desarmaba, y que ya no iría a esquivar hasta
la muerte. Y hasta se dejó embobar por las palabras compradoras, pícaras y
tiernas que la Jose le susurraba al oído, mientras con delicadezas y zalamerías
le hurgaba la lívida floración de la pubescencia con dedos de uñas comidas.
Palabras que la pequeña Jose no sabía que sabía, y que la Tere jamás había
escuchado, ni iba a escuchar nunca.
Cualquier ocasión era buena para arrastrarla al lecho, si entre mate y mate se
daba la ocasión de aprisionar entre sus manitas fuertes los róseos y carmines
mofletes de querubín de la Tere. Hundir la lengua íntegra en su boca en un
insolente beso ensalivado, imposible de rehuir. Desabrocharle torpemente el
vaquero y deslizar la mano temblorosa tras la bombacha rosa de puntillas -que
había comprado para ella juntando moneda tras moneda-. Juguetear con los pelitos
duros y rizados de su pubis candoroso. Capturar las tersas redondeces de esas
nalgas suculentas en el cuenco de sus palmas puberales. Sorprender la
bienaventuranza de sus tetas en el tibio hueco de su boca acolchada.
Persuadirla osadamente a arrodillarse ante el desamparo de su cuerpo de ramita
de naranjo y obsequiarle a su trémula avidez el aguamiel de sus dones
incipientes. Bañarla como a los hermanitos, secarla, peinarla y perfumarla con
agua de espliego. Transportarla, al fin, hacia un frenético y liberador orgasmo
con la impericia y la desfachatez de los descubridores.
Pero tales desmedidas habían de pagarse. Y los más chicos pagaron. Solitos se
las arreglaron para rascar las salchichas quemadas y pegadas al fondo de la
olla. Para esconder el pantaloncito cagado porque sino la Jose se enoja. Para
pelearse sin gritar por los programas de la tele. La Jose en cambio no tenía más
pensamientos que para su amada. Tampoco le sobraba tiempo para pensar en otra
cosa, porque el día y la noche entera se los embolsaba ella y sus recuerdos, con
sus gemiditos solicitantes, su vocecita suplicante, su olorcito a lavanda, sus
lágrimas de hembrita satisfecha cuando la Jose estrenaba inéditas y
desgarradoras herramientas de un dolor insobornable, de un placer insoportable.
Y no podía defraudarla. Horita que los chicos dormían, o no jodían demasiado,
horita que la Jose se cruzaba como un rayo. Pero a veces había gente en la otra
casa, y entonces el amor se convertía en otra complicación. Pero no siempre eran
carnales los encuentros: a veces, recostadas en la cama, la Jose la apretaba
contra la blandura de sus costillas, acariciaba su pelo revuelto y la besaba
dulcemente en las sienes. Entonces la Tere, sumisamente, encogía sus larguísimas
piernas, apoyaba la cabeza en su pecho y se hacía un bollito de paloma
aliquebrada en su regazo. Chiquita para ella. Y en un letargo de amorosa paz
dormitaban un rato. Todo estaba bien, así. Todo estaba bien en esa tierra de
leche y miel donde arribaron conducidas por el puro deseo, por el más puro de
los deseos. Sin embargo, en esos momentos nunca se animaron a decirse cuánto se
necesitaban. Y que se amaban con toda las fuerzas del alma.
La víspera de aquello le compró en el quiosco una colita para el pelo que tenía
cosida una mariposa de plástico con las alas pintadas de azul, con el vuelto de
los fideos.
Aquel día -28 de octubre-lo tenía todo pensado: Mamá vuelve a las siete y media,
a las once se va la hermana de la Tere, así que a las once menos cinco pongo la
comida en el fuego, a las once y cinco me cruzo, a las doce vuelvo y les doy de
comer, me baño y vuelvo a cruzarme hasta que llegue la vieja. Era el plan
perfecto. La Tere estaba mimosa, radiante y depilada. Dejó que la desnudara
entre monerías y mohines, que la rociara con agua de espliego, que la peinara y
le pusiera la colita de la mariposa. Dejó conducirse grácilmente de la mano
hacia el lecho, fingiendo un poquitín de vergüenza. Solita se puso en cuatro
patas y se ofreció, abierta y gustosa, al retozo impetuoso de su dueña y todo su
arsenal de sufrimiento y de goce. Con la subyugación natural del animal
domesticado que reconoce el poderío del amo. Del amo que se ama. "Ama", como le
decía a ella: "¡Soy tuya mi ama!", cuando fuera de sí la pequeña Jose le mordía
las tetas y los muslos hasta sangrarla; cuando con furioso placer la cruzaba a
cintazos, dejando sus blanquísimas nalgas erosionadas y ardidas; cuando la
penetraba por doquier con estilizados penes primorosamente esculpidos en
zanahorias inmensas. Todo en una danza de pasos, giros y compases regulados y
perfectos donde cada uno sabe de antemano lo que corresponde y lo que tiene que
hacer.
Adormitada de placer, arrebolada, los ojos vueltos hacia dentro y los pezones de
sus teticas duros como el mármol, la Jose no escuchó la explosión de la garrafa
de su casa. Creyó que ese ligero temblor de la Tere, atenazada entre sus
flacuchas piernas y empapada en sudores tibios, se debía a la conquista de
alguna extasiada cima, como decían las revistas. Pero no.
Raudamente entró, rajando las angostas paredes de madera, un repentino
resplandor de fuego purificante, como después diría -a los gritos y con porte de
extraviado- el ridículo pastor evangelista. Justo cuando la turbulenta lengua de
la Tere hendía deliciosamente los pliegues abisales de su ama, esa mocosa
prodigiosa que la había hecho mujer de verdad, ésa otra mujer ante cuya lumbre
toda otra piel, todo otro se deseo se hacía baladí. Justo cuando las alitas
azules de la mariposa de plástico ensayaban volar. Justito cuando La Jose le
declaraba con voz entrecortada "Te quiero, mi amor, y te querré y cuidaré para
siempre con todas las fuerzas de mi alma." No solamente porque sentía que,
maravilladas y al unísono, se vaciaban en un orgasmo arrollador que se
enseñoreaba en todos y cada uno de sus poros, electrizando cada fibra, cada
líquido, cada órgano, cada flujo, cada continente y cada contenido. Si no porque
ahora entendía -entendían las dos- que para resguardar y conservar la magia de
ese abracadabrante amor iban a tener que construir fuertes y altísimas murallas.
Para que ninguna arbitrariedad de un mundo malicioso y hostil, envidioso y
ablativo, lograra desalentarlas. Y ya se sabe que las murallas más sólidas son
las del amor. Que al amor se lo protege con más amor.
Las brutales llamaradas que envolvían las casillas lindantes las arrollaron por
los cuatro flancos sin misericordia. Fundidas en un bloque de gozoso espasmo no
pudieron discernir el momento preciso en que el fuego se alzó con sus verdores.
Se consumieron instantáneamente en un despojo retorcido, pero no macabro, que no
exhaló el picante y nauseabundo olor de los cuerpos calcinados, sino una
purísima fragancia de lavanda quemada. Las hallaron amuchadas en una amalgama
carbonizada, que ni en la morgue pudieron colegir dónde terminaba una y dónde
comenzaba la otra, ni menos se animaron a desunir. Así como las encontraron las
enterraron juntas en una fosa común. Quizás nunca se lo habían figurado, pero
seguramente era lo que hubieran preferido. Los hermanitos de la Jose y otros dos
vecinos, adultos, llevaron parecida suerte. Algunos más sufrieron quemaduras de
distinto grado. La mamá de la Jose -perdió tres hijos en el mismo día- se
desplomó en una profunda depresión, de la que nunca emergió. La familia de la
Tere se trasladó a Santa Fe, de donde eran oriundos, y jamás se supo de ellos.
En el solar de la desgracia se levantó una verdulería. Alguien -no se sabe
quién- deja en la esquina cada mes una botella de plástico descartable llena de
agua con dos inmaculados lirios. Los más supersticiosos dicen que las gotitas de
rocío, que perennemente se descuelgan de sus pétalos, son las lágrimas de las
difuntas. A veces llegan desde lejos chicas solas y parejitas de chicas
enamoradas, preguntan dónde fue el incendio y sin remilgos se detienen a hacer
una promesa o a pedir una gracia. Dejan papelitos con nombres y corazones
dibujados, exvotos, mechones de pelo, fotos de otras chicas y poemas pinchados
con chinches en las paredes; otras prenden velas o sahumerios de lavanda. Las
fuerzas vivas del barrio creen que el paso del tiempo y el fervor popular
terminarán canonizando por su cuenta a las chiquilinas, convirtiéndolas en
objeto de una hereje liturgia, en santas y mártires de las degeneradas. Algunos
vecinos, malvados, destruyen rápidamente lo que les dejan o directamente, cuando
les preguntan dónde vivían la Jose y la Tere, las mandan para otro lado, o les
sugieren que vayan al cementerio. No se dan cuenta que lo que desean las
visitantes no es recordar la muerte y el dolor sino exaltar la vida, el goce y
el amor. Pero ellos temen que la esquina de la verdulería se transforme en un
espontáneo santuario profano, y en lugar de levante y reunión de tortilleras.
Cada día 28, misteriosamente, sigue apareciendo la botella de agua con dos
espléndidos lirios blancos salpicados de rocío.
Una mariposa, con las alas azules, a veces revolotea por ahí.


Alabanza
del boxeador que tenía pie plano
No tenía la mirada apacible, su hablar no era sereno ni su sombra reposada. Más
bien era desvergonzado, picapleitos, machista y fanfarrón. Tampoco era lo que se
dice comedido y serio. Más bien chiquilín y prepotente. Pero era bueno. Con todo
lo que implica la palabra bondad. Un reo inculto. Un mersa. Un self-made-man. Un
alborotador. Un impuro. Pero bueno. Y buen boxeador, quizás como pocos o
ninguno. No sé si el mejor, porque tenía pié plano. No fue campeón del mundo por
poco, pero estuvo cerca.
Había nacido bajo la luz de Virgo en mil novecientos cuarenta y dos, en La
Quema. Dicen que murió como vivió: espectacularmente. Y tal vez así sea: su
joven corazón de treinta y tres años -alguien dirá rápida y estúpidamente "¡La
edad de Cristo!"- fue partido en dos por la bala rimbombante de un fusil
treinta-cero-seis, disparada desde treinta metros por un matón a sueldo, allá
por Nevada, América del Norte.
Amaba a su madre con un desmedido amor, para regocijo de los buenos
intelectuales y de los malos (de maldad) psicoanalistas. Su familia solía vivir
en conventillos, y había otros siete hermanos con quienes compartir vestimentas,
comidas y un cacho de mamá. Una vez -él mismo se lo recordó al periodismo- se le
vino abajo el depósito de agua del baño cuando fue a tirar la cadena, de puro
podrido que estaba. Muchos años después instalaría cuatro baños a todo trapo en
su casa nueva. Compartió su fortuna con todos sus hermanos, con todos sus
parientes y con todos los amigos que el oro no compra ni corrompe: los que lo
siguen llorando después de desaparecida la orgía de titulares del periodismo
amarillo, después de achicharradas y secas todas las palmas y todas las coronas
de todos sus triunfos y de su único velorio. Después de vendidos y olvidados
todos los libritos, todas las reseñas, todas las separatas, todos los homenajes,
todas las estampas. Y si alguno les pregunta a ésos, sus amigos, qué tenía de
especial, qué había en él, cuyo discurso era un golpe bajo para la inteligencia,
ellos dirán "No sé, pero era bueno".
Su madre acostumbraba a disfrazarlo de boxeador cuando era niño, el disfraz más
fácil y barato de los carnavales. Él ponía la cara y el cuerpo: todo un
boxeador. Los guantes y el pantaloncito eran de otro. A los once años se quebró
una pierna -pesaba ya sesenta kilos- y su mamá lo alzó y llevó en brazos al
hospital, que no quedaba justamente a la vuelta. Jamás se olvidaría de eso.
Aquel siete de diciembre de mil novecientos setenta tiró dos veces el negro a la
lona, pero al final perdería por nock out. Igual fue inolvidable, la hora
suprema, la excelsa, la grandiosa. Casi igual que Firpo. Muchas veces quiso
repetirlo: apeló, luchó, peleó, pero no le dieron otra chance.
No quería hacerle mal a nadie. Todo su poder estaba respaldado por noventa kilos
de carne mal repartida y bastante bien desarrollada a fuerza de polenta y guisos
de fideos. Muy tardíamente llegarían los mariscos chilenos de los restaurantes
finolis donde sentaba a toda la parentela -mamá, obviamente, en el medio-
mientras le hacía chistes ridículos a un mozo condescendiente. "Reíte vieja, que
ya sufriste mucho lavando ropa pa’ afuera", susurraba al oído de su mayor amor
en este mundo. Habrá dicho pavadas en su vida, pero por estas diez palabras
entraría al Reino de los Cielos. Era bueno. Y aunque fumaba Partagás y consumía
champán francés -quizás para mandarse un poco la parte y no porque le gustaran
de verdad- y podía contar decenas de trajes ingleses, jamás se avergonzó ni
ocultó sus humildes orígenes (otro lugar común, pero qué quieren que haga).
Tenía una bocaza clara y transparente, hasta se animó a cantar el "Pío-pío" en
la televisión. ¿Pero era él? Un poco era nosotros, o cachitos de nosotros, de
los que no pudimos salir de Parque Patricios, de los que nunca pudimos pechearle
a los de arriba, de los que jamás pudimos salvarnos para ninguna cosecha por más
que hicimos fuerza. Por más que lo deseamos, no pudimos ni podremos.
Contra todo lo previsible no era peronista, pero se hizo bordar en su bata de
campeón "Las Malvinas son argentinas" bajo un amarillo sol amanecido, mucho
antes que sobreviniera la onda patriotera y sangrienta del ochenta y dos. Le
gustaba coleccionar armas e ir de safaris de caza mayor, pero nunca olvidó la
gomera colgada del bolsillo de atrás. Su vida fue una fugaz y estentórea
risotada y -para su bien-su madre lo sobrevivió. En el fondo ella era más
fuerte. No pudo ser buen padre ni buen marido, quizás porque nunca dejó de ser
el mejor de todos los hijos de todas las madres de todas las quemas: el que
pudo, el que llegó, el que triunfó. Quería ser canchero y la mayoría de las
veces alzó palmas de ridículo; juntaba objetos colosales, lustrosos e inútiles
con la misma intensidad y asombro desmesurado que los chicos de barrio juntan
figuritas. Fue un solitario adelantado de la plata dulce. ¿Pero no es un poco el
deseo nuestro: tener la exclusividad de otra plata dulce? Hasta escribió, a
pedido, para la revista Satiricón. Anoten: a pedido. Pero jugaba mucho,
perdiendo fortunas en casinos y mesas clandestinas, dicen.
Al final tuvo que hacer de payaso para los millonarios yanquis, con otros
grandulones en desgracia con quienes se cruzaba a golpes con efluvio a tongo y a
camelo en los monumentales adefesios palaciegos de las Vegas. "Esos hoteles
tienen alfombras que te llegan hasta los tobillos, tenés que verlo, ustedes no
se lo imaginan", diría deslumbrado el muchacho de Parque Patricios. Lo más
parecido a un sueño cuando el mayor capital que uno tiene es justamente un
sueño. Sobre todo si uno tiene once años y ha nacido en la irrealidad de La
Quema. Quizáss él tenía once años, y todavía disfrazado nos hizo creer a todos
que era grande. Pero igual allá en el norte se rebajó y perdió rango. Todo por
unos dólares mugrientos. Pero ahí está, seguro que ahora cerquita del buen Dios.
Porque era inocente de toda inocencia y puro como un ángel irredento. Y fuerte.
Y tan temerario y osado como para llamarlo a Don King "racista al revés", porque
el negro no quería que su pupilo negro peleara otra vez con otro blanco. Y
aparte sudaca. Así era él.
También diría, y esto lo sacamos de sus declaraciones: "En mi casa mando yo y
mis hijos no van a ir nunca al psicólogo", y otras cosas semejantes y del mismo
tenor. Yo creo que si para tanta gente ingrata somos capaces de engordar
graciosamente la vista, quizás él más que nadie merezca esa concesión, esa
delicadeza que se llama olvido. Olvidemos esto.
Era sagaz y astuto. En un programa acartonado de la televisión de los setenta,
no viene al caso, le preguntaron una vez:
-¿Pero para usted todo se reduce a dinero, a comprar y vender?
-A ver si no, esperá un cachito y a ver si no me vas a cortar para pasar las
propagandas, respondió sin perfidia.
No era, lo que se dice, ningún careta. Fresca y nueva palabreja para un concepto
vetusto y refinado: hipocresía. El no era un hipócrita, quizás por eso murió
joven -alguien dirá rápida y estúpidamente "¡Como Cristo!"- para no crecer, para
no perder la frescura del desprejuicio, del se puede, del no me jodan; para no
madurar y aposentarse en la achanchada adustez de los caretas. Los que compramos
y vendemos y todo lo reducimos a dinero, pero nos tenemos que inventar excusas y
mentiras para no pensarlo, para no creerlo ni sentirlo, para no acordarnos de
los conventillos, de La Quema, de los depósitos de agua podridos, de las madres
que alzan y llevan a sus hijos -si pudieran y si se lo pidieran- hasta el
mismísimo cielo o el mismísimo infierno. Para no darnos cuenta de lo maravilloso
que podría ser este mismo mundo si tuviéramos las ganas y los huevos que él
tenía para cambiarlo. A su manera, claro.
Seguro que cuando llegó allá arriba, con el pecho anegado de claveles rojos, San
Pedro habrá querido sacarse una foto de recuerdo antes de llenarle la ficha
celestial y hacerlo pasar a la bienaventuranza de un Paraíso lo más parecido a
Las Vegas. Porque San Pedro -según dicen los chismosos serafines- es un poco
cholulo y se desvive por los pescados grandes que de vez en cuando le manda La
Parca. Y él, seguro, habrá bajado alardeando de la cupé Torino, no se habrá
sacado los descomunales anteojos espejados ni el mersón sombrero texano, y le
habrá gritado desenfadadamente, abriendo sus enormes brazotes de buenazo:
"¡Pedrito viejo y peludo nomás!" Para estupor de la gilada que no nació en La
Quema ni lo esperó el avión presidencial, por si ganaba.
Y después en la foto, seguro que para joder nomás, le hizo los cuernitos.


Alabanza
de los albañiles y de los vendedores de broches
Anda por ahí, como pidiendo prestada la vereda, el vendedor de broches de la
calle Caracas. Un pedazo de hilo le cuelga del zapato. La pobreza lo sigue -lo
siguió toda la vida-como un perro callejero sin dueño. La caja de broches le
sobra de las manos, porque él era albañil, no le hicieron aportes y ahora
sobrevive con una pensión graciable que lastima. La ofrece a la altura de los
ojos y dice afablemente: "¿Quiere broches?". Y si uno tarda en responder se da
vuelta y sigue su camino, malgastando candores.
Una obra en construcción, olores familiares, humedades, cemento amontonado,
maderas polvorientas. El vendedor de broches no resiste y se mete; es tan poco
lo que lo ata a este mundo, tan precario el corral de la cordura.
-Despacio viejo, que hoy hace calor -le dice un albañil lavando las
herramientas, a punto de comer, jodiéndolo. No sorprendido: siempre se le meten
vendedores de peines y de rifas, de medicina prepaga y de lotes muy baratos. Les
enseñaron que en este mundo todo se vende y todo se compra: objetos, servicios,
amores; que la calle es una selva y que solo ganan los leones, que no hay que
desperdiciar las oportunidades, que donde uno menos lo piensa ahí está una
impredecible operación, una afortunada venta, una jugosa comisión, un dinerito
fácil. Ellos no tienen la culpa, son quienes los instruyen los perversos. El
vendedor de broches, en cambio, ya no quiere luchar, quiere comer. Y si fuera
posible evitarlo, solo querría vivir.
Se para frente al albañil y mudo le sonríe.
-Bueno, vamos -le dice de nuevo el albañil, para sacárselo de encima. El le
sigue sonriendo. Acomoda suavemente los broches de madera, como recién nacidos
en la cuna, y hasta éstos parecen refinados entre sus dedos callosos y
agrietados por la inclemencia de la cal que quiso y de los calendarios que no
quiso, pero que igual vinieron.
-Yo también lavaba la cuchara y el balde y el fratacho antes de comer, yo
cuidaba las herramientas como usté, y ahora vendo broches y como saltiado
-confiesa el vendedor de broches. Pero el albañil ya no contesta. Arrepentido de
haberle dado charla.
-¿Y Sanabria, y el capataz, y mi ropa, y mi banquito? -enumera el vendedor en su
cuenta de pérdidas y sus tiempos surtidos, eclipsado en la aurora boreal de los
recuerdos revueltos. Entonces el albañil se cansa: "¡Vamos, vamos!", lo echa sin
violencia, con la excusa de que es la hora del descanso. Y el vendedor se va.
Como un niño acostumbrado a órdenes y retos.
Camino hacia la calle, encima de una pila ordenada de ladrillos -es
extraordinario lo prolijo que son los albañiles para apilar ladrillos- está el
paquete pequeño y oloroso del almuerzo. Un sánguche de milanesa. Había que
levantar el brazo solamente, sin detenerse, al vuelo. Seguir disimulando, doblar
en la esquina, esconderse en el baño de la estación de servicio, sentarse en el
inodoro, desandar los pliegues del papel inmaculadamente blanco -con algunos
goterones de grasa- y disfrutar, comer. Lo hizo.
Pero no pudo comer. Tomó el paquetito entre sus manos, olió profundamente ese
olor a fritura de fonda, que sabe tan especial cuando el hambre es de siglos.
"¡Hacerle esto a un trabajador, hacerle esto a un albañil, por más hambre que
tengás, carajo!", se dijo. O se escuchó que dijo. Lo cierto es que dijo no, con
la cabeza. Lo cierto es que lloró. Lo cierto es que tiró el paquete sin abrir
hacia el rincón del mingitorio con bolitas de naftalina, y se entregó a un dolor
de esos que no duelen: que reduelen. Eso que llaman remordimiento. Pateó la
pared hasta lastimarse, pisoteó el paquetito hasta hacerlo miñangos, como si él
fuera el culpable, se enjuagó la cara y se fue ayunado. A seguir luchando, a
seguir vendiendo broches.
En la otra escena, la de atrás, el albañil después de un rato se sintió
atormentado. Qué bien que le vendría al viejo comerse un sanguchito, pensó con
amargura. Salió a la vereda por no lo vio. Entró como un rayo, subió al último
piso de la pequeña obra en construcción, se encaramó como un gato al encofrado
que, de lejos, parece tan frágil. Parecen tan chiquitos los albañiles, allá en
esos altísimos andamios siempre enclenques, o abajo, en la fosa recién abierta
del subsuelo, con sus casquitos amarillos, entre maquinaria gigantesca, con sus
ropajes terrosos y sus bolsitos azules en las paradas de los colectivos
suburbanos, siempre a las seis de la mañana. Tan chiquitos. El albañil oteó
hacia los cuatro puntos cardinales, pero no lo vio. ¡Es que los vendedores son
tan apurados! Y ya no comerá tampoco.
Es que, señores, los albañiles son gente buena.
Sigue andando por los timbres sin costumbre. Los broches, a veces, se aburren y
se le duermen en las manos. Y sueñan sueños de terrazas inmensas y pañales al
viento, y una tarde que traiga del campo mariposas y bichitos chiquitos, muy
chiquitos, que aniden en sus brazos, que entibien con su aliento sus costillas
de alambre.
Con incontrolable ternura saluda desde enfrente a los vecinos. Como diciendo las
cosas de la vida.


Alabanza
de Dámaso Espinosa y de los lobizones
A Dámaso Espinosa le pasó Perón, como a otros le pasan fatalidades o se sacan la
grande. Bombeaba en el fondo un agua fresca y clara, entre un revoltijo de
bichitos de luz, porque era enero. Entonces sobrevolando los techos pasó él,
montado en el manchado. De su mano salían brillitos de colores. Le gritó
"¡Espinooosa!" Y le hizo así con la cabeza. En ancas iba Eva, abrazada
tiernamente al general. Demás está decir que su pelo rubio flotaba como livianos
hilitos de oro, y una púrpura aureola bordeaba su sonrisa buena. Pasaron como
cañita voladora, y eso Dámaso jamás lo olvidaría.
Serían como las siete de la mañana -siete, siete y cuarto- nueve meses después,
cuando el Bedford pasó por el Puente la Noria. El bolsito esperaba en la parada,
y atrás Espinosa. Apenas alcanzó a oír al turco Husein, que algo le gritó, pero
Espinosa no escuchó, porque de inmediato fue alzado por docenas de brazos y
metido en un tropel de sudores secos y calientes. Alguien desconocido lo abrazó
con alegría de borracho, pero estaba bien fresco. Espinosa se rió, no entendía.
La calle era un mar de gente y por todos lados de escuchaba y vitoreaba un solo
nombre: Perón.
Lo que sigue es historia conocida: el turco lo sacó de las changas y lo hizo
entrar al frigorífico. Espinosa era bueno para aprender, y aprendía. Cuatro
varones y dos nenas tuvo. La carta de la Fundación. Delegado de sección.
Delegado general. Sindicalista. Espinosa de traje. ¡De traje Espinosa,
imagínenselo!
Cuando Evita se marchó a los cielos fundiéndose en la gloria de Dios Padre,
secundada por un río de antorchas y de lágrimas, Espinosa andaba por el sexto
varón, y no sentía vergüenza por amar a un hombre. Amar a Perón y llorar por Eva
también era de macho en la nueva Argentina. Un día el general le dio la mano en
la apertura de la escuela sindical. Eran como doscientos delegados en hilera, y
a Espinosa le latía cada vez más fuerte el corazón en tanto el general se iba
acercando. Su mano era suave pero fuerte. Sus ojos vivarachos y tiernos. Pero
sobre todo su voz. Una voz de toro viejo, de fierro agazapado, de estar por
encima de las cosas, como aquella noche que lo vio montado en el manchado. Una
voz de patria. Esa misma patria que andaba gateando por el patio con sombra de
pañales, esos seis críos rozagantes que comían chocolate y reventaban globos en
los cumpleaños mientras Hugo del Carril desgranaba la marcha. El vientre de la
Elvira era la patria. Las piezas nuevas revocadas eran la patria. Los paquetes
del sindicato eran la patria. Los cuadritos de Eva y los floreros eran la
patria. El baño azulejado también era la patria.
A veces venían sus amigos, a hablar de política o a joder nomás, a tomarse unos
vinitos con cachitos de queso sentados en el patio, mientras la Elvira iba y
venía tendiendo pañales o cosiendo medias mientras cantaba "Por qué me dejaste
mi lindo Julián". Entonces los muchachos se reían, y Espinosa sabía, lo sabía
muy bien, que la patria vivía ahí nomás, al costado de la vía de donde nunca se
iría, como él, que jamás se iría de ése barrio. Y que también la patria vivía en
las bolsitas de celofán donde la Elvira guardaba la bandera nueva del partido y
el pabellón nacional bordado en oro, vivía en los dobleces perfumados, en los
primeros escarpines, en la medalla de plata del sindicato y en la bomba del
fondo. Pero ahora tenían agua corriente y dentro de poco el asfalto y las
cloacas. La patria vivía en los libros nuevos con la cara de Eva, en la Unidad
Básica de donde Espinosa volvía con las orejas inflamadas de bombo y con unas
ganas locas de hacerle otro hijo a la Elvira para ir a decirle al general: "¡A
este me lo apadrina usté, mi general, porque es el séptimo varón, y aparte va a
ser peronista como yo!"
Pero el séptimo vino bien entrada la Libertadora. Ya habían despojado al barrio
de la patria y la habían extirpado de los gremios, y otra vez estaba en otro
lado. La azul y blanca que Perón le había enseñado a querer con toda la fuerza
que puede querer el corazón de un argentino, macho y peronista, flameaba de
vuelta en la aspereza de las cornisas de los ministerios, vacíos del corazón de
Evita; otra vez en las escuelas grises; en los cuarteles áridos y umbríos; en
los desolados páramos ajenos. El general andaba por Centroamérica cuando vio la
luz el Juan Domingo, el séptimo varón. Pero ya no tuvo cuna nueva. Algunas
noches, antes de acostarse, Espinosa desplegaba la bandera sobre la colcha
arratonada, y si nadie lo veía la besaba con algo que ignoraba que se llama
ternura. Y a veces tenía que sacarse una basurita del ojo. A los machos a veces
se les meten basuritas en los ojos, y dicen ¡Laputamadrequelospariócarajo!, y
miran para el techo. Mientras tanto la Elvira colgaba los guardapolvos,
amarillentos de tanta lavandina, uno en cada silla y en silencio. La directora
de la escuela había dicho -dicen-: "A los hijos del peronista ése ténganmelos
cortitos."
-Y mire usted, me lo iba a apadrinar el general -diría en el velorio Espinosa,
muchos años después, cuando se le ponía a tiro algún periodista. Y lo repetía a
cada rato ante cualquiera que se acercara a la salita de la unidad básica "Evita
Capitana."
-Están todos los hermanos, menos la Nelly que me la llevó la pulmonía en el
sesenta y dos, están todos y también mis nietitos, señor, todos peronistas
-decía Espinosa-. Ni de derecha ni de izquierda, señor, era peronista como yo el
muchacho. ¿Y vio señor?, no le quisimos lavar las manos llenas de cal, para que
se las muestre al general cuando lo vea y le diga: "¿Vio mi general lo que me
hicieron por hacer una pintada?" Tampoco les vamos a blanquear la pared, que
quede así llena de sangre, sí señor, para que vean. "Vuelven los compañeros"
iban a pintar, señor. Les tiraron con una Itaka desde un Falcon. Iban por la
eñe, señor.


Alabanza
de Oscar o la fragilidad de vidrio de la cordura expuesta a las guerras
"¡Era largo el finado!", le decían los muchachos, y se reían sin maldad.
Entonces Oscarcito hacía así con la cabeza, como rabiando sin rabiar, jodiendo
sin joder, y seguía de largo, con sus pantalones de otro, sus zapatos de otro y
sus cigarrillos de otro. A las nueve de la mañana ya se había fumado una columna
de humo incrementada hasta el delirio. Escalaba las veredas como un dibujito
animado, dando grandes zancadas y apurado no se sabe adónde. Daba vueltas nomás,
pecheando puchos en las paradas de los colectivos, pidiendo ropa usada a los
vecinos, mirando a las chicas del Misericordia. "Tás linda che", les decía con
un aire de vacío entusiasmo. Y las chicas jí, jí, jí, reían nerviosamente entre
ellas, y rápida y discretamente lo evitaban, como debe ser.
Alguien a veces paraba el auto y le preguntaba por alguna calle, pero Oscarcito
miraba nomás sin responder, como tomándoles el pelo. Entonces los tipos lo
puteaban un poco y arrancaban. Oscarcito a veces se quedaba así, mirando
hondamente, lejano y en silencio. Todo el barrio lo sabía. Que las palabras le
llovían como babas del diablo, y que él las arrastraba sin notarlo. Que a veces
una cortina de imprevista congoja caía pesadamente sobre su abrumado corazón.
Que tal vez ensayaba un lenguaje quimérico de pensamientos cuya gramática
desconocemos.
-Antes hacía los mandados -dice su madre-, ahora anda ahí por las achiras del
fondo, haciendo pocitos y enterrando papelitos, lleno de barro, arrastrándose
con un palito como un chico y haciendo pum, pum, por lo menos me lo hubieran
dado muerto-. Y se sume en un llanto que nos avergüenza. Esos llantos que uno no
sabe qué carajo hacer, y hasta preferiríamos huir a escondernos como niños. Pero
somos adultos y tenemos que quedarnos, como debe ser. Antes de juzgar traten
ustedes de ponerse, un ratito nomás, en sus zapatos: Hijo único, fuerte,
inteligente, sano, trabajador. Marido cardíaco. Servicio militar, 1982.
Situación económica desastrosa. Guerra. Insania permanente e irreversible de
Oscar. Muerte del marido. Pobre mujer.
A veces se hace encima, se caga, se mea, no se baña, no come, no nada,
Oscarcito. Si no le dan la medicación no la toma, y a veces la escupe. Se babea.
No mastica y se atraganta. No se ata los cordones. Pero hay algunos días que
está bien: charla, conversa, se ríe, mira a las chicas, sale a la calle y no
habla solo, no hace el amor consigo mismo de forma compulsiva. "Ya estaba por
entrar a la facultad, es una desgracia señor, qué quiere que le diga", sigue la
cantinela extenuada de mamá.
Y Oscarcito -imagínenselo- pum, pum, entre los yuyos del fondo, lleno de barro,
cagado, meado. Pum, pum por el pibe de Saladillo que me mandó una bufanda de
Racing y una carta que decía Gracias por Ofrendar tu Vida por la Patria; pum,
pum por Miranda, Stronatti, el flaco Mario y el correntino Argüello, todos
muertos en combate; pum, pum por la viuda que me regaló los pantalones del
finado; pum, pum por el kiosquero que me empezó a decir Oscarcito y ahora nadie
se acuerda que me llamo Oscar; pum, pum por el viejo que tuvo que ir a morirse
justo dos meses después que yo volví; pum, pum por el cabo Romero, que nos
negaba el chocolate; y pum, pum por vos, mamá, que me enseñaste a hacerle caso a
los que mandan.


Alabanza
de Mariana y de los pequeñísimos seres
Iba a nacer bajo el signo de Piscis en la madrugada de un miércoles nublado y
ceniciento, pero al mediodía -casi mágicamente- la saludaría un jubiloso sol.
Iba a llamarse Mariana. Le iban a poner un osito de pañolenci con diminutos
patitos estampados y escarpines de lana rosa. A los cuatro años le comprarían
una muñeca negra con pollerita de organdí, como ella iba a querer. Iba tener el
pelo espumoso y rizado de color castaño rojizo como la tía Luisa. Iba a andar
durante un mes con una pierna enyesada por haberse caído de una hamaca altísima.
Su abuelo la llevaría a babuchas a una calesita con caballitos de ojos pintados
y corazones de madera limpia, como los de aquel poema. Le inventaría mil cuentos
con finales distintos cada vez y le compraría helados de chocolate con almendras
y crema del cielo. Chocho y embobado. Se agarraría un montón de anginas todos
los inviernos. Iba a ser inquieta, revoltosa y un poco vaga, pero muy
inteligente. Tendría dos hermanos, una letra chiquita y redondita y un gato
barcino que llamaría Kriptón y dormiría enroscado a sus pies. La mamá no estaría
de acuerdo. Le encantarían los niños, desde que ella misma era casi una niña.
Descubriría el amor "A las nueve y cuarto de la noche, el día cinco de mayo en
el hotel de la calle Condarco, y me hizo doler", como escribiría en su diario.
Su amiga pacata no estaría de acuerdo. Después de grandes dudas y cavilaciones
(su padre, severo, diría pérdidas de tiempo) encontraría su vocación.
Disfrutaría plenamente y con alegría del sexo. Iba a guardar celosamente los
diarios adolescentes forrados en papel araña azul. "Alguna vez, toda arrugada y
vieja, voy a sentarme a releerlos en una reposera bajo la pálida luz de un
candil" diría. Iba a tener veintidós años, una blusa de bambula clara y un
vestido de algodón estampado con ribetes verdecitos, nada por adelante y poco
por atrás. Pero en cambio tendría unos inmensos ojos color miel, una sonrisa
dulce y compradora y una descomunal y agudísima inteligencia. Obviamente le
dirían "la flaca". Iba a tardar un poco en recibirse, porque desatinadamente
perdería la cabeza por un tal Alejandro. Racional y sensata casi siempre, a
veces dejaría mansamente que la guíe el corazón. "¿Por qué tiene que ser ya,
ya?", Diría su padre. "Porque estoy enamorada" diría melindrosa y muy suelta de
cuerpo. Sus padres la respetarían, pero no estarían de acuerdo con esa
convivencia. Iban a durar poco, dos años. Después conocería a Rubén, y sus
padres, de nuevo, no estarían de acuerdo. Como suele suceder Rubén sentaría
cabeza. Iba a ser muy mal hablada, su madre diría que parecía un camionero. Su
hijo se llamaría Carlos, como el abuelo, al que iría a visitar al geriátrico
todos los domingos a la tardecita. Solo para sentarse a su lado a leer novelas
policiales a la sombra de los pinos del jardín, porque el Alzheimer avanzado no
le permitiría siquiera reconocerla. Ella lo iría a visitar igual -hasta el
final- porque jamás olvidaría los helados de crema del cielo y la calesita con
caballos de ojito pintado y el corazón de madera limpia. Pero sobre todo los
cuentos que inventaba para ella (su marido, a veces, pondría mala cara los
domingos a la noche). Leería el diario empezando siempre por el horóscopo, como
casi todas las piscianas. Rechazaría la violencia y todos los excesos, no las
exaltaciones y el libre frenesí de la emoción. La apasionarían su trabajo, la
amistad, la política, la puntualidad, las novelas policiales, los boleros y el
sexo con amor. Le iba a encantar leer en el baño y ver películas viejas. Y que
Rubén la despertara con el desayuno y el diario en la cama todos los domingos.
Pero quienes le arrebatarían todos los desvelos iban a ser los chicos. Tendría
una capacidad especial para entender, una serenidad ilimitada para explicar y
una paciencia a toda prueba para aguantarlos. Iba a discutir mucho con todos los
que serían sus superiores, sus jefes, sus supervisores y sus coordinadores. Su
marido no estaría de acuerdo. Así como exigiría respeto por sus elecciones iba a
respetar y alentar las ajenas, desde las más chiquitas a las trascendentes.
Sería justa sin ser justiciera, orgullosa sin ser soberbia, obstinada sin ser
testaruda. La iban a enloquecer los felinos, la opalina, Piazzolla y el amanecer
en Santa Teresita. Sufriría, ya mayor, de los riñones. Vería crecer, madurar y
levantar vuelo a sus hijos, no sin dificultades, no sin mala sangre, pero al
final con ese extraño regocijo de la tarea cumplida. Llegarían los nietos con su
reedición de olores de talco, pañales, sarampión, pochoclo pringoso y calesitas.
Iba a perder, a los sesenta y ocho años, a su amado Rubén. Leería muchísimo en
su vejez (no usaría anteojos hasta los cincuenta) y se apasionaría con las
computadoras e Internet. A los setenta y cinco se iba a quebrar estúpidamente la
cadera en la terraza, jugando con sus nietos. Iba a dedicar días enteros a
ordenar fotos viejas comiendo chocolate duro con almendras. Su médico y amigo no
estaría de acuerdo. Iba a colocar en su regazo los cuadernos de sus diarios
forrados en papel araña azul y los hojearía despacio, enternecida con sus
propios sueños de decidida y flacucha adolescente. A los setenta y seis le iba a
dar el primer ataque. Dormiría con tres gatos a los pies, callejeros y reos, y
la cama inundada de libros abiertos, papelitos de golosinas y dibujos
infantiles. Sus hijos y nueras no estarían de acuerdo. Su nieto mayor la
sorprendería con una reposera de nogal lustrado para el cumpleaños, y aunque le
iba a faltar el candil, daría por cumplido su sueño. Sus amigas ("las chicas")
todavía le llamarían "la flaca". Se pasarían el parte semanal de recientes
achaques y amigos que se han ido, y se confidenciarían con jovial hilaridad
novísimos chistes de políticos y vetustos cuentos verdes por correo electrónico.
Defendería con uñas y dientes su privacidad y su apacible y sereno otoño, en un
pacto honroso con la soledad. Todavía seguiría firmando con la misma letra
chiquita y redondita y el mismo garabato arrebolado debajo de la M como a los
trece años. Y seguiría siendo tan mal hablada como cuando tenía veinte y parecía
un camionero. Y a veces, todavía, seguiría soñando con Rubén. A los ochenta y
cuatro años moriría insatisfecha: muchas cosas le quedarían todavía por hacer.
Pero iba a estar lúcida, tranquila, en paz consigo mismo y con la vida. Rodeada
-si la hubieran dejado nacer- de todos aquellos que la iban a amar.


Alabanza
de Mariel y de los que buscan la justicia
No era, hasta entonces, lo que se dice una militante "dura". Apenas una chica
enamorada. Pero es como si un Dios chiquito y travieso hubiera inventado un
mundo patas para arriba. Y justo le tocó a Mariel. Un mundo donde las cosas no
son lo que parecen: A las seis llaman las sirenas y los obreros entran a las
fábricas; a las ocho abren las oficinas; a las diez los bancos; a las once
llegan los directivos y los dueños; a las doce alguno hace el amor o se suicida;
a la tarde fusilan a un rebelde; a la noche los poetas ya no escriben. Mariel
escribía. Estudiaba Letras. Amaba. Tenía un papá y una mamá y dos hermanos.
Trabajaba en una oficina rodeada de una pastosa promiscuidad de biblioratos y
vetustos ficheros repletos de cifras repetidas y órdenes de compras triplicadas.
Mientras sumaba o restaba y tildaba renglones y fumaba -fumaba mucho-, volaba
por las chispas de aquellos ojos verdecitos y ese aliento de beso perfumado de
tabaco negro. Volaba por él, por el Bicho, como le decía a Mario. "Por tu
inagotable abrazo, por la alegría de verte, de tocarte, de mirarte, de soñarte,
de esperarte", escribiría en pleno vuelo. "Yo no voy a ser un sociólogo poeta,
voy a ser un poeta sociólogo" insistiría él, con la bufanda rojinegra
cubriéndole la barba y esos dientes y esa seguridad y esa alegría. El también
escribía, trabajaba en una firma gráfica y estudiaba sociología.
Todavía el mundo no era tan atroz. ¿Cómo saberlo entonces? "¿Cómo bancarse
tantas injusticias sin hacer absolutamente nada? ¿Escribiendo? ¿Sumándote a la
paja intelectual del centro de estudiantes? ¿Quedándote en una oficina de mierda
para ganar un sueldo de mierda y llevar una vida de mierda? ¿Tocando el bombo y
esperando que tu general te haga la revolución que vos no te animás a hacer?",
le explicaba Mario, con esa lucidez y esa todopoderosa inocencia veinteañera,
cuando se tiene el corazón y la bragueta abierta por costumbre. Todavía el mundo
no era tan atroz, y él andaba por esas calles de Dios con su estropeada Zanella
de baja cilindrada, la bufanda rojinegra al viento y las misiones. Es que
siempre los poetas tratan de hacer "algo que se le parezca", y son entonces
periodistas, locutores, bibliotecarios, venden libros o trabajan en imprentas. Y
a veces también cargan paquetes de folletos, mariposas, volantes, de acá para
allá, del corazón a la cabeza, de San Isidro a Filo, de Pompeya a tu casa.
Buscan hacer algo que se parezca, aunque sea de refilón, a la poesía. Y en los
setenta poesía era el hombre nuevo, poesía se escribía con S de socialismo y no
con C de cagarse. Poesía era Mariel, esclarecida y con los ojos claros,
enamorada de sus dientes blanquísimos. "Bicho: me encanta el gusto a cigarrillo
negro de tu boca, ese andar de linotipia de tu voz, repetidora, suave y
decidida, esa esperanza de mundo nuevo que se desparrama por la toda la casa
apenas escucho el ruido de tu moto, a las dos cuadras..." le escribía en sus
cartas sobre el papel membreteado de oficina, y que él llevaba siempre en sus
bolsillos. "Mirá, esta es del 6 de octubre, ese día estabas caliente", le decía
él, con esa risa estremecida y jubilosa que todavía se recuerda cuando todas las
cartas, todos los escritos y todas las palabras se desvanecen en la pátina seca
del olvido, y solo queda el tintinear de aquella risa como lo más cerquita de la
felicidad.
Mariel no se andaba con chiquitas. Hasta cambió de ideas. De "Con los güesos de
Aramburu vamo’ a ser una escalera para que baje del cielo nuestra Evita
montonera" pasó a "Ya van a ver cuando venguemos los muertos de Trelew."
Imagínense. Rotar el marco conceptual. Abrir la cabeza. Concientizarse. Sumarse
a la vanguardia. Tragarse toda la "Crítica a la teoría de la transición" en una
noche y "Amanecer acurrucada entre tus brazos con olor a tinta de mimeógrafo, y
soñando un sueño donde nunca termina tu presencia y reina la justicia y estamos
vos y yo", escribiría Mariel. Había que tener orígenes obreros para entender a
la clase obrera y pelear por su causa. "Lo demás es farsa intelectual de
pequeños burgueses seudo esclarecidos". Pero igual servía, siempre y cuando uno
se esmerara lo
suficiente y se identificara.
Las misiones de Mario no dejaban de ser -casi casi- tareas irrelevantes,
transporte al menudeo, correo privado, cadete de lujo de esto va para acá y eso
va para allá. Pero que sabe tan magnificente cuando lo que se juegan son los
ideales. Ideales. Palabra cuyo solo nombre endurece y acongoja de pompa,
solemnidad y gravedad. Precioso bien por el cual somos capaces de dar lo que no
tenemos. Palabra con la cual Mariel podía rellenar todos los casilleros vacíos
del entuerto. Podía poner a su hermano mayor, militante de base, el tilde
"ideales", porque para ella estaba equivocado, como antes lo había estado ella,
pero estaba comprometido en una noble causa. A su papá -viejo empleado
administrativo de la aduana- "ideales" al revés, porque agregaría: "Buena
persona, pero alienado en la estúpida seudo seguridad burguesa de los que no
pueden o no quieren ver". A la mamá -recalcitrante ama de casa- también
"ideales" al revés. Al tío sindicalista, a ése sí, grandote, "ideales", aunque
no pateara para el mismo lado, aunque todavía siguiera creyendo en la charca de
la política del voto y la palabra vacía de los dirigentes, aunque se llenara la
boca de esos términos altisonantes -que hoy, a un cuarto de siglo, le sonarían a
Mariel del paleolítico-: vendepatrias, cipayos y traidores. Se pondría a sí
misma "ideales", porque por suerte se había dado cuenta que una vida sin toma de
conciencia ni compromiso no es una vida en serio, es un vivir nomás. Y a él le
pondría "ideales", todo con mayúsculas. Porque sí. Y no es que le faltaran
palabras a Mariel: es que para hablar del Bicho las palabras sobraban.
Ambos eran oscuros y recontra segundones militantes de una pequeña organización
política con ejército y todo, un ejército con rangos, disciplina y pesada
burocracia como cualquier vulgar ejército de cualquier parte. La misión más
importante encomendada a Mario fue el traslado de un sobre de tamaño oficio (con
el original de un parte de guerra o la receta de los riñoncitos a la provenzal,
no interesa, pues él no tenía por qué enterarse) con la expresa consigna de
entregarlo en mano a un legendario oficial. Era otro muchacho como él, apenas un
poquito mayor, pero de quien lo separaban tantos títulos, tantas experiencias,
tantas glorias y tantos honores que lo trató de usted, mereciendo obviamente
recíproco trato. Mario se lo contaría hasta el cansancio a Mariel. "Quien iba a
decir que en esa casita de barrio y con un crío en brazos fuera él, tenías que
verlo, flaca, esos tipos sí que se la juegan". A ella, en cambio, le fue
confiado el resguardo y protección de una vieja máquina de escribir, que
supuestamente habían usado ciertos heresiarcas que cortaron lanzas y se
descolgaron en la iniquidad de la herejía. Había que guardarla desarmada y con
todas sus piezas protegidas contra el óxido del descrédito y de todas las
calamidades venideras.
Y por ahí andaba el poeta que sería sociólogo, con la Zanella traqueteando
caminos y el corazón ansioso de epopeyas y heroísmo, llevando recados, paquetes
de impresos, gacetillas. Y Mariel cada día más convencida de que los tiempos
adversos advenían. Si él tardaba mucho, y si nadie la oía -ni ella misma-, la
Mariel que ya no creía en esas cosas, la Mariel que había dado un empinado salto
dialéctico hacia la toma de conciencia, balbuceaba desde la hondura de su
desamparo fundamental y antiguo, el único sortilegio de nigromante que conocía
contra el miedo visceral a la pérdida: "...Ruega por nosotros santa madre de
Dios..." Como a los ocho años en la escuela de monjas. "No se siente nada,
flaca, menos que un dolor de muelas", la consolaba Mario.
Todavía el mundo no eran tan atroz, pero ya se empezaba a cometer atrocidades.
Tiempos de armas cargar y de desgracias. Tiempos de indignaciones. Mario murió
una noche de llovizna sobre un charco de aceite, reventándose el cráneo sobre el
asfalto mojado. Un accidente de tránsito común y corriente que ni siquiera
mereció una línea en ningún diario. Ese día llevaba solamente un cuaderno de
apuntes, unas fichas de la facultad y la última carta de Mariel en el bolsillo.
A las seis horas de los trámites pertinentes ya lo estaban velando en una
lóbrega salita rodeado de palmas y con un inmenso crucifijo plateado en la
cabecera. Quizás nadie lo recuerde porque era un aspirante subalterno de
penúltima fila, sin historia. Los destrozos de su cabeza los cubría un vendaje,
pero sus manos seguían siendo sus manos. Y a ellas de aferró Mariel para vaciar
sin pudor las aguas de su corazón desbordado. Esa noche no solamente se mató un
muchacho en una moto: murió la ilusión de una novia. ¿Cómo entender un mundo
dado vuelta, un mundo que se movía por puro sentir, por puro esperar el
porvenir, y que ahora no podía ofrecer más que dolor, desolación y tal vez -con
muchísimo esmero- el consuelo de olvidar? ¿Cómo entender y aceptar un mundo sin
el Bicho?
Entonces se inventó el artilugio. ¿Qué querría Mario de mí? ¿Qué esperaría de
mí? Ella lo sabía. "¿Cómo bancarse las injusticias sin hacer nada de nada,
quedándote en esa oficina de mierda para ganar un sueldo de mierda y tener una
vida de mierda?" Decidió que su vida no sería de mierda. No se desesperaría,
militaría a fondo; no se deprimiría, se jugaría a fondo; no se dejaría estar,
estudiaría a fondo; no se callaría la boca, discutiría a fondo; no se aislaría,
se entregaría segura a los pliegues seguros de una segura organización de fierro
que jamás dejaba en banda a ningún compañero. "Solos no hacemos nada, flaca, hay
que sumarse a una organización" le decía le siempre Mario. Y Mariel siguió esa
voz de muerto retumbando en sus adentros como una profecía. Conseguiría, con un
esfuerzo obstinado, la aquiescencia de su deseo más allá del recuerdo. A partir
de ese día se refugió en un permanente estado de exaltación de su memoria. Y se
juró y rejuró que lo redimiría de esa muerte estúpida, pavota y absurda.
No fue más segundona.
Murió en el monte, junto a otros tres compañeros mal armados y menos preparados
en una fácil y fatal emboscada del otro ejército. Dejó este mundo sin
sufrimiento -ni siquiera algo semejante a un dolor de muelas- por un certero
disparo de fusil en la sien. Como el que hubiera deseado Mario para sí. Los
otros dos del pelotón de seis lograron huir internándose en la escarpada
espesura, con la cual, después de un año, empezaban a familiarizarse un poco.
Mariel solo hacía seis meses que cumplía tareas sanitarias, y solo en segunda
instancia militares. Si bien tuvo formación de tiro jamás había disparado a
ningún enemigo. Los había delatado una humilde campesina a la que dos semanas
antes curaron de una infección en el pié y le dejaron leche en polvo para los
chicos y antibióticos. Ese día estaban tratando de tomar contacto con un pequeño
grupo de combatientes, aislados después de una incruenta escaramuza con el otro
ejército. En el bolsillito de la roñosa y ensangrentada chaqueta verde oliva
-como la de cualquier vulgar y silvestre ejército de cualquier parte- tenía una
fotito de él con un poema. En la mochila un libro de Vallejo y un montón de
cartas para el Bicho.


Alabanza
de la Chichila o la increíble paciencia de esperar
Tenía el pelo largo, lacio y renegrido, la piel del color del pan tostado y los
labios carnosos y húmedos. Emanaba una rara mezcla de sensualidad y tristeza
reflejada en una profunda y melancólica mirada. Vestía remeritas baratas de
algodón, zapatillas de basquet, pulseras de cintas y mostacillas, y casi siempre
el mismo apretado pantaloncito de jean que no daba abasto para contener las
encantadoras turgencias que lo desbordaban. Le decían la Chichila. El otro
sobrenombre, más íntimo, era La Serenísima, y su real y verdadero nombre nunca
lo llegué a saber. Tendría no más de dieciséis años y vivía con otras tres
mujeres en las afueras del pueblo, en una casita mitad de material y mitad de
madera, con techo a dos aguas y hundida en una letanía de sombras de paraísos y
aromada de jazmines en latas de pintura. Tampoco supe nunca los orígenes ni la
relación de parentesco entre esa gente. Nosotros, dicharacheros y arrogantes
estudiantes del bachillerato, les decíamos "las putas". Algunos creían que eran
gitanas desclasadas o expulsadas de su tribu, pero no usaban polleras de colores
brillantes, ni aros dorados, ni tiraban las cartas ni adivinaban la suerte,
aunque había en ellas un aura de misterio, y tenían en la piel un abundante olor
a humo de caminos, a carromato trashumante. Otros afirmaban que eran
contrabandistas paraguayas exiliadas, o mecheras cordobesas que habían perdido
la tonada. Había también quien aseveraba que todas, menos la Chichila, habían
pasado largos períodos de cárcel purgando oscuros delitos.
La casita de las putas era el destino manifiesto de toda iniciación sexual
estudiantil; más tarde o más temprano todos acabaríamos en los brazos de la
Chichila, como sacaríamos la libreta de enrolamiento o terminaríamos -al fin- el
secundario. Las otras tres mujeres se nos hacían distantes e inaccesibles -con
sus veinticinco, treinta y pico o quizás cuarenta años- para nuestra
indisimulable e imberbe impericia. Directamente nos desconocían. "¡Chichila, es
para vos!", gritaban sin dejar de retorcer y colgar la ropa en el alambre cuando
veían llegar algún estudiante -hasta de uniforme y con los libros en la mano-
con cinco pesos en el bolsillo y esas impostergables ganas primerizas. Y a veces
nos saludaban con un beso de tía solterona, nos pasaban los dedos por el pelo
como a los niños o nos sacudían las pelusitas del bleizer. En la casita todo era
familiar y de entrecasa, con olor a guiso recalentado y manteles de hule
gastado, cortinas de tiritas multicolores y la radio eternamente prendida. Había
algo que entonces no entendíamos, algo que nuestra desfachatez de criaturas
omnipotentes y desenfadadas no nos permitía ver, y que ahora, después de tantos
años, se me abre como esos secretos que solo la experiencia de la vida puede
destripar. Ellas eran las únicas que captaban la real dimensión de lo que nos
pasaba, la ansiedad que nos agitaba, los pudores que nos inundaban, los miedos
que teníamos. La Chichila, en cambio, apenas parecía darse cuenta, y nosotros
escondíamos todo hasta para nosotros mismos atrás de una fachada de presumida
autosuficiencia
Sabíamos que existían otros lugares "más profesionales", con cortinas de
terciopelo escarlata y espejos en el cirelorraso, otras mujeres portentosas y
audaces parecidas a las de las manoseadas revistas con fotos en blanco y negro
que circulaban de mano en mano, y que eran el summum pornográfico que podía
soportar un pueblo dormido en la llanura. Pero nosotros preferíamos la casita de
las putas y la Chichila porque, años más o años menos, se parecía a nosotros, y
si bien no era el colmo de la perfecta belleza tenía un hermoso par de tetas y
un culo de no creer. Porque sabíamos que no nos podía avergonzar con aires de
instructora veterana ni condescendencias de puta vieja. Porque a lo que más le
teme un adolescente no es a la adversidad o la desgracia (para eso se es
adolescente). A lo que más le teme es al papelón. Y con la Chichila no podíamos
hacer papelones, aunque los hiciéramos.
La otras mujeres nos hacían esperar en un corredorcito angosto y lleno de
cretonas, jazmines del país y geranios lozanos, y teníamos que pagarle a la más
vieja antes de pasar por la cortina de tiritas al interior. Allí nos hacían
sentar en sillas de caña alrededor de una destartalada mesa de cocina, con
miguitas de la comida anterior, un mazo de cartas españolas y vasos vacíos con
borras de vino tinto. A veces La Chichila venía del baño oliendo a agua de
colonia, con un turbante de toalla en la cabeza, una bata raída demasiado grande
sobre su piel tostada y todavía mojada, y en ojotas descuajaringadas. Decía
lacónicamente "Vení vos", y nos guiaba a un cuartito estrecho y sin ventanas
donde de inmediato se descubría que ahí vivía otro adolescente. No era
precisamente un cuarto destinado al negocio del amor. Como cualquier chica la
Chichila tenía las paredes repletas de fotos de revistas y carteles, papelitos
de caramelos sobre la mesa de luz, medias ovilladas por el piso y el legendario
Winco con discos de Javier Solís, Roberto Carlos y Raphael. Todo descuidado y
pobre, pero no miserable ni promiscuo. Cerraba la puerta despacio,
ceremoniosamente. Preguntaba a qué colegio íbamos, dejaba deslizar al piso la
bata raída, se sacaba la toalla de la cabeza y terminaba de secarse el pelo
desnuda, friccionándolo lentamente en mechones retorcidos. Húmeda y brillante
bajo de luz de una lamparita huérfana y en una intimidad casi familiar. Sin
conversaciones banales, sin música, con algún que otro parco comentario sobre el
calor o las moscas, o si sabíamos algo del colorado, que hacía rato no se
aparecía. "Dale, desvestite, no te quedés ahí como un tonto", nos decía para
sacarnos del aletargado asombro. Sin decir palabra acercaba desde un rincón una
silla con asiento de paja para que dejemos la ropa colgada. Arrastraba desde la
cabecera hasta el centro exacto de la cama un almohadoncito apelmazado de roces
antiguos y jugos históricos, y lo acomodaba con golpes suaves en los bordes para
darle forma. Se acostaba con una tranquilidad pasmosa, exhalando un suspirito de
fatiga mientras, arqueada, acomodaba el almohadoncito bajo sus doradas nalgas.
Levantaba las rodillas encogiendo las interminables piernas, y para nuestro
ardoroso deleite las abría en toda su amplitud. Nos enfocaba con sus ojos
tristones y con los brazos extendidos convocaba al abrazo con un simple "Dale
vení". Todavía parados a un costado de la cama, con los ojos desorbitados,
momificados por la emoción y el asombro, el corazón retumbando y aún en
calzoncillos, recién caíamos en cuenta que ése era el preciso, el exacto y el
soñado momento que habíamos esperando la vida entera. El contacto con su piel,
fresquita, suave, producía un escozor de hoguera ardiendo sobre un témpano. Su
aliento tenía sabor de almendras y su pelo fragancia de lejanía. Tiesa como una
tabla sondeaba en la entrepierna con sus dedos de gelatina y guiaba el paso
cuando desesperados no acertábamos el camino correcto. Y dejaba hacer, sin
hablar, sin murmurar, sin acalorarse, sin otra actividad que el regalo de un
acompasado movimiento de su cuerpo, que felizmente disimulaba nuestra torpeza
para desaguar la represa de aguas hirvientes, que sólo sabían del sucedáneo
alivio de las manos. "Despacito que te va a doler", reprochaba casi con dulzura
a nuestras embestidas de búfalo enloquecido, acompañando el consolador regaño
con cordiales y leves contracciones. Nunca supimos si el colorado aquel era de
otro pueblo, o si alguna vez existió.
Después me enteré que habían sido los estudiantes de otro colegio los que la
habían bautizado La Serenísima. Obviamente con mayor vuelo poético que nosotros,
que creíamos con procacidad desprejuiciada que el sobrenombre se debía a las
connotaciones soeces que nos despertaba la asociación de ideas con la firma
láctea. Pero no. Podíamos habernos dado cuenta cualquiera de nosotros apenas la
Chichila extendía su dorada desnudez sobre la camita de pino y ofrecía el
socorro de sus aguas frescas y calmas para las devoradoras llamas del deseo, y
nos dejaba hacer. Apoyaba las manos sobre uno más por comodidad que por deseo de
contacto o complacencia. Rutinariamente cerraba los ojos, pero cualquiera se
daba cuenta que no lo hacía por sentir o fingir placer -nada más lejos de la
Chichila-. Lo hacía nada más que por costumbre. Era como una profesora
repitiendo siempre y siempre la misma clase, día tras día, año tras año. No con
fastidio sino con aburrimiento. Serena. Serenísima. No se dejaba sobornar o
conmover por urgencias irrefrenables o solicitudes desvergonzadas que fueran más
allá de una simple y natural penetración, como Dios manda. "Nadita de eso, no
seas degenerado", nos decía con decisión inapelable. Nos inauguraba en el placer
de la comunión de los cuerpos aplomada y serena, como el guía de turismo que no
le cabe la sorpresa del turista. Ella, mujer, se convertía entonces en La Mujer,
en todas las mujeres, y para siempre en la primera, la iniciadora, la
desvirgadora, la lejana, la perdida.
Después que la inundábamos con el torrente desesperado de nuestro fuego interior
abría sus tristones ojos, como venida de un pozo de pachorra, preguntaba "¿Ya
acabaste?", y nos separaba con la punta de los dedos, con firme delicadeza. Nos
dejaba desparramados, transpirados y jadeando después de esos breves minutos de
gloria, preguntaba con cierta deferencia: "¿Te gustó?", mientras deslizaba
tranquilamente el almohadoncito, húmedo y chorreado, otra vez hacia la cabecera;
se ponía la bata, nos acercaba la silla con nuestra ropa para darnos a entender
que ya estábamos de más ahí, y se iba al baño con un desconcertante "Bueno,
chau". Una ligera ablución de sus intimidades bastaba para recibir al próximo,
si es que había. Cuando caíamos de a dos o tres, las otras mujeres ofrecían mate
y limonada a los impacientes que esperábamos, o nos desafiaban a un chinchón sin
demasiado entusiasmo, mientras nosotros parábamos la oreja a las risitas y los
resoplos jubilosos de la pieza de la Chichila, pero jamás la escuchamos a ella.
Fuera de su habitación la Serenísima era extremadamente recatada, no aceptaba el
más mínimo chiste y se escandalizaba ante la más menuda obscenidad verbal.
"Nadita de malas palabras", nos recriminaba sin entender la alegría que nos
embargaba. Una vez calzado el pantaloncito y dentro de la remera no aceptaba el
toqueteo confianzudo, los pellizcones pícaros o los piropos babosos. "Nadita de
portarse mal", nos decía. Jamás festejó nuestro jolgorio ni la escuchamos
reírse.
No eran aún tiempos de SIDA, pero sí de antiguas, clásicas y temidas
enfermedades venéreas, pero nunca me enteré de nada que tuviera que ver con ello
en la casita.
Desvirgarse con la Serenísima implicaba semanas y meses de planeamientos, de
suplicar y andarle atrás -sin que se diera cuenta- a otro compañero más grande y
ya estrenado en esas lides, para que nos acompañara y presentara. Había que
juntar los cinco pesos, que no era mucho pero que sí contaban. Pero una vez
superado el primer encuentro, el repechaje y la revancha, La Serenísima nos
quedaba chica. Buscábamos algo distinto, algo más exótico, queríamos algo más
zafado, más refinado, más loco, como cualquier puta. O buscábamos la anhelada e
infrecuente novia que se deje cuantas veces uno quiera. Seguir visitando a la
Serenísima, si uno ya estaba en quinto, era señal de cretinismo, inmadurez o
boludismo. Las otras mujeres que convivían en la casita -a una la Chichila le
decía tía y a otra madrina- no nos daban bolilla a los estudiantes. Sabíamos que
a veces trabajaban por horas en casas de familias o en los extraños cafetines
que bordeaban la estación de trenes, que las visitaban hombres grandes de poncho
al hombro, viajantes de comercio, changarines golondrinas, chacareros con botas
de fuelle o tímidos escribientes de otros pueblos que llegaban puntualmente en
el tren de las diez y cuarto. Sabíamos que algunas veces se las habían llevado
presas por causas que desconocíamos, y que nuestra enardecida imaginación
relacionaba con relajadas fiestas negras y estrepitosas orgías.
Solo una vez vi a la Chichila fuera de la casita, por el centro, con su aire de
gitana, sus labios carnosos y húmedos, los pantaloncitos de jean y una bolsa de
compras. Y no me animé a saludarla. Pero ya no era nuestra sino de los pendejos
que nos pisaban los talones: los de segundo que pasaron a tercero y los de
tercero que pasaron a cuarto, que ya estarían en plena invención de nuevos
chistes sobre el almohadoncito. Para el estudiantado masculino de muchos
kilómetros a la redonda en aquellos años, la Chichila era toda una institución.
Fantasía de los eternos pajeros. Deseo de los vírgenes. Jactancia de los
desvirgados. Sujeto pernicioso para los padres. Ponzoña satánica para los
confesores. Inconfesable objeto de la envidia para muchas chicas de la escuela
de monjas.
Muchísimos años después de haber doblado el codo del bachillerato seguía
evocando aquellos brazos flojos y livianos sobre mi espalda temblorosa, ese irse
en ausencias, su silencio. Mientras uno se deshacía en ardores y tocaba las
puertas de las maravillas. Recordaba sus frases secas y compactas. "¿Ya está?",
"¿Te gustó?", "¿Sabés algo del colorado?" Montones de maduros padres de familia,
de chochos abuelos tal vez hoy, todavía deben guardar en su memoria la casita
entre los paraísos, la urgencia del incendio, la húmeda y dorada piel de La
Serenísima. Quizás entre ellos se encuentre el colorado. Quizás exista. Quizás
haya sido el único entre decenas -entre cientos me atrevería a decir- que se
jugó por todos nosotros y tuvo la delicadeza de mentirle al oído una palabra de
amor.
Pero una vez volví a percibir esa vaga sensualidad melancólica, muchos
almanaques después de la Chichila y en una clínica de salud mental. Era una
mujer joven y agraciada y teñida de todas las amarguras imaginables. Tenía un
hablar cortante y preciso y aquella parsimonia de los gestos de La Serenísima.
Toleraba las largas esperas sin sobresaltos ni ansiedad y soportaba las
entrevistas con pasividad asombrosa. No parecía sentir satisfacción,
contrariedad o disgustos, ni pequeños ni grandes, sino una profunda e
insondable, una insípida y agobiante tristeza de vivir. Hacía muchos años que
sufría los síntomas de una declarada psicosis melancólica, y su apariencia
taciturna me reflejó y me devolvió a La Serenísima. La distancia y los años me
retornaron con añoranza a la casita de las putas. Busqué y rebusqué entre mis
memorias y encontré olores de guisos y piel mojada, plantas en latas descamadas
por el óxido y olores de semen y agua de colonia en un revoltijo de sábanas
grises. Encontré la imagen de su pelo recién lavado, renegrido y brillante
desparramado sobre la almohada, sus tetas temblorosas, sus ojos tristones y
lejanos buscando no sé qué en el fondo de los míos. Salvo una molesta extrañeza
y una empalagosa nostalgia por mi propia inocencia, adentro mío no encontré más
sentimientos que aquellas calenturas pretéritas y una naciente y ahogante y
turbia compasión de mierda. Nada, nadita de amor.
Tiempo después pasé por el pueblo tratando de indagar entre los antiguos
compañeros alguna noticia, alguna referencia sobre la casita y La Chichila. Lo
logré no sin esfuerzo, porque cuando uno se viene grande y serio, y el agua de
tantas distancias separa a los que se fueron de los que se quedaron o volvieron
al pueblo, cualquier charla intrascendente termina naufragando en veleidades, en
la importancia desmedida de todo lo de Buenos Aires y en la desvalorización de
todo lo del pueblo. Refunfuñando recuerdos que quisieran olvidarse, el antiguo
compañero -pelado, puntilloso y solemne escribano, pero con el corazón repleto
de envidiables afectos- me contó que muchos años después de mi partida los
terrenos donde se asentaba la casita y los alrededores fueron expropiados por la
administración municipal para construir un polideportivo. Que las putas se
instalaron en la otra punta del pueblo y abrieron una herboristería. Que la
Chichila seguía firme con su vocación de iniciadora de estudiantes, y que no
aceptaba bajo ningún pretexto hombres mayores. Que las viejas ya no recibían
clientes, ni se les conoció pareja, ni nunca más se las llevó la policía. Que
una se murió y que las otras dos vivieron al amparo de la Chichila, porque el
negocio de las hierbas no daba. Que una noche de sábado estrellada y calurosa
encontraron a La Serenísima paseando en bicicleta por la plaza de la vuelta del
perro, con el mismo pelo renegrido y larguísimo sobre sus espaldas, con los
mismos ojos melancólicos y la misma sonrisa opaca, saludando lo más pancha a
todo el mundo y preguntando por el colorado, recién bañada, fresca, oliendo a
agua de colonia. Y totalmente en bolas. Y que de ahí nomás se dejó llevar sin
resistencia, primero a la comisaría, después al hospital público y finalmente al
neuropsiquiátrico de mujeres, de donde nunca más salió. "Nos cogíamos a una
loquita sin saberlo, che", me dijo abatido, acomodándose los anteojos y
disimulando -como yo- la verdadera, la profunda pena.
El antiguo compañero terminó de relatarme que para unas lluviosas Navidades las
dos viejas que quedaban remataron todo y desaparecieron para siempre, sin dejar
rastros ni noticias. Un viajante dijo haberlas visto por Cochabamba o Tartagal,
y un camionero en Bahía Blanca. Que un médico del pueblo, en su antigua
adolescencia iniciado con La Serenísima, recibía de vez en cuando algún dato de
sus colegas del hospicio. Que sigue serena como siempre. Que siendo actualmente
una psicótica crónica, estabilizada y autoválida no habría razón alguna para
mantenerla hospitalizada, pero que salvo aquellas curiosas mujeres que convivían
con ella -y que se esfumaron misteriosamente de la faz de la tierra- no pudo
rastrearse a pariente alguno, cercano o lejano, que se hiciera cargo de su mansa
locura. Que, en fin, no tiene donde caerse muerta ni familia, y que más que una
paciente psiquiátrica sigue siendo, hoy como ayer, una inocente víctima del más
puro, del más simple, del más mundano desamparo.
Y que todavía sigue sin reír, y preguntando por el colorado.


Alabanza
de los desesperados llamados de amor
Se recostó blandamente, como siempre, con un pequeño suspiro. Ciento ochenta y
seis veces desde la primer entrevista. Veinticuatro veces le abrió su corazón en
cuatro y le mostró, como un anatomista, las fibras heladas de la desilusión, los
surcos polvorientos del olvido, los torrentes de lava jaspeada del deseo.
Treinta y seis veces dejó que su angustia desatara tormentas sobre los
espejismos de la palabra. Ciento cuatro días desandó el camino de su piel
viajera por todas las huellas y los rastros guardados en su sangre. Cinco veces
lloró amargamente. Una vez creyó morirse de tristeza sin que a él se le moviera
un pelo. Desmontó una a una las pulidas piedras de su fortaleza hasta quedar
baldía. Desplegó sus recuerdos con el afán de un coleccionista avaro. Pataleó
como un niño sin que él lo notara. Amasó amargamente la salobre venganza del
silencio. Otras veces habló hasta por los codos. Se le erizó la piel como
cabezas de alfileres. Envileció su honor con juramentos vanos. Se miró en
espejos torcidos, en esferas bruñidas, en superficies convexas, en ondulaciones
espejadas. Se deshizo en el engañoso azúcar de una esperanza huérfana. Rumió sus
sueños como un equilibrista demente. Navegó las tempestades de antiguas y
olvidadas batallas en el mar de su alma. Se perdió en un laberinto de amenazas
repetidas hasta el cansancio. Transitó la dispersa geografía esfumada de sus
memorias.
Él siempre lo mismo: "La seguimos en la próxima."
Mientras bajaba por el ascensor lo decidió: la próxima sería la última. Limpió y
dejó la casa en orden. Tiró libros que jamás leyó, los perfumes, el maquillaje,
las cremas, las cosas viejas y toda su ropa menos dos trajecitos, el vestido
negro, un par de pantalones, dos pares de zapatos y algo de ropa interior.
Separó los pinceles, el papel vegetal, las tintas, los picadores, las cintitas
bebé y todos los materiales de las tarjetas españolas, lo único que en los
últimos años había ocupado con alguna pequeña gratificación sus manos y su
mente. Escribió varias cartas y para cada una confeccionó una tarjeta de
elaborado diseño: duendecillos dorados suspendidos en un campo azulíneo, un ramo
de anémonas color sepia rodeadas por un moño esmeralda, dos pajaritos
confundidos en un beso sobre un cielo en óleo pastel celeste claro. Se miró al
espejo y se dio la razón: esos ojos ya no eran sus ojos, esa piel cerosa, esas
venas verdosas, ese rictus de amargura de sus labios ya no eran los suyos. Eran
un aburrido y burdo disfraz de muerto en la fiesta de los vivos. Juntó del
botiquín, del cajoncito de la mesa de luz, de la alacena de la cocina, de su
cartera, del bolsillo del tapado y de su corazón enmudecido todos los remedios,
todas las pastillas de todos los colores, todas las recetas, todos los
frasquitos, los metió en una bolsa de residuos y salió a caminar. Tenía ganas de
llamar a su hija, tomar un cafecito, contarle su tristeza. Pero se imaginó la
charla y desistió. "¿Qué necesitás?" Tantas veces lo había escuchado. Tantas
veces reprochó y escuchó reproches. Su otro hijo, ingeniero químico, en Estados
Unidos, "lejos de esa familia de locos", como le escribió la última vez. Su ex
marido de novio con una pendeja que podría ser su hija. "Si necesitás algo me
llamás", le dijo el último día que hablaron por teléfono. Su hermana Clara,
siempre tan buena, tan solícita para acudir presurosa a los llamados del
terapeuta familiar, también diría "¿Qué precisás ahora?" Cuántos años habían
pasado de su primera internación, del hospital de día, de sentirse que estaba
acompañada y comprendida en su incomprensión. Y como poco a poco se fue quedando
sola. Tres intentos de suicidio y toneladas de antidepresivos cabalgando por su
sangre cansada. Sola en esa casa muerta de su madre muerta, a veces con la
engañosa compañía de la acompañante terapéutica -una chica encantadora
estudiante de psicología- cuando el terapeuta consideraba que su estado de ánimo
constituía una amenaza para su integridad. "¡Integridad, si yo estoy rota de
hace tiempo!", le contestó una vez, y él le subió la medicación. Dio una vuelta
a la placita, cruzó a mirar la vidriera de una zapatería, sólo por mirar. Buscó
un recipiente de residuos y sintió cierto alivio cuando dejó caer la bolsa.
Recordó la letra de una viejísima canción de la época del Club del Clan, cuando
era casi joven y casi, casi feliz: "Adiós mundo cruel..." Y sonrió para sí misma
por primera vez en muchos meses.
Creyó que durante el fin de semana, sola y sin pastillas, moriría de
desesperación, pero no. Hasta se sintió mejor. Corrigió y corrigió las mismas
cartas, las repasó, las pasó en limpio, las volvió a pasar, tenía todo el tiempo
y toda la paz del mundo. Se alimentó con caldo de gallina, té de boldo y algunas
galletitas de agua. Escribió a su hija, a su ex marido, a su hermana Clara y al
último terapeuta de una serie infinita. "¿Qué necesita ahora?", le contestaba
él, sin disimular el malestar, cuando lo llamaba a las dos de la mañana
desbordada de angustia y a punto de cortarse las venas con un cúter. A él le
había hecho la tarjeta más linda: la de los duendecillos de cabellos y barba
repujada de mirada muy dulce, con trajecitos rojos de apliques dorados y unas
inmensas alas coloreadas con lápices acuarelables. Se tomaban de la mano en una
ronda aérea inmersos en una profunda transparencia salpicada de givré plateado.
Le ocupó muchísimo tiempo y escribió la dedicatoria con exquisita caligrafía en
tinta china blanca. Escuchó cuatro veces el concierto en re menor para violín y
orquesta de cuerdas de Mendelssohn. Guardó todos los materiales en una caja de
cartón duro que había forrado con arpillera cruda y le había pegado caracolitos
pintados con esmalte perlado. En la tapa pegó con cinta scotch una escueta
notita: "Esto es para Elisa", la hija adolescente de una prima segunda que vivía
en el sur, esa chica de risa desbordante que en algún lugar de su corazón ella
hubiera querido como hija suya. La única de todos que en los últimos años le
había dicho que las tarjetas y todo lo que ella hacía con sus manos era lo más
lindo que había visto en el mundo.
Puso orden a sus papeles, los documentos, la escritura de la casa, las facturas
de los servicios ordenadas por empresa y por año. Separó lo poco de valor que
disponía, mucha bijouterie y algún anillito con perlas naturales, la alianza
matrimonial, el colgante peruano y los prendedores y collares de la madre y de
la abuela. El lunes fue a un negocio de la calle Libertad y no discutió la
irrisoria suma que le dieron por esos amados objetos que durante tanto tiempo
guardó como valiosos. Pasó por el banco, cerró la caja de ahorro y donó todos
sus escasos recursos a una desconocida asociación para la defensa de los
derechos del niño, simplemente porque una semana atrás la había conmovido un
reportaje que les hicieron en la radio. Se quedó con una pequeña suma para
comprar algunas cositas en el supermercado y para el antidepresivo, por si la
espera llegara a convertirse en insoportable. Pero no lo necesitó.
El lunes a la tarde fue a caminar un rato bajo la bellísima arboleda de la
avenida Pedro Goyena, una lugar donde siempre había soñado vivir alguna vez. La
última noche releyó las últimas páginas de "El amor en los tiempos del cólera"
de García Márquez, una de las pocas novelas que la hizo llorar. Antes de
dormirse dejó el libro en la caja para Elisa, se secó las lágrimas con las
sábanas y tomó media taza de té.
El martes saludó como siempre, se sentó sin recostarse en el diván y de
inmediato pidió permiso para entrar al baño. La ventanita estaba alta, pero era
perfectamente accesible, asomó su cabeza al exterior y sintió una brisita fresca
en su pálida piel. Siempre había odiado el viento, en el sur se le hacía
intolerable, pero ahora sentía como algo de la vida misma que de nada valía
protegerse, encerrarse y evitarlo. Pensó que el viento es aire que vacila, como
esos campos traslúcidos de sus dibujos, el viento se mete por la piel, provoca a
los poros, raspa los vasos capilares, huele los huesos, nos recorre de vida,
exige una respuesta del organismo, y uno puede enfrentarlo, mezclarse,
confundirse,
saborearlo o beberlo. O puede sumergirse en uno mismo como el caracol en su
casita sin chimenea ni ventanas, como las que ella dibujaba bajo un árbol seco
de ramas violáceas.
Sobre la tapa del inodoro dejó la cartera, y sobre ella un sobrecito con los
honorarios de todo el mes y la tarjeta española con la dedicatoria "Gracias",
rodeada de traviesos firuletes y delicadas volutas a plumín. A todo el mundo le
costaba creer que esas mismas manos temblorosas que retorcían las cajitas de
chicles y con las yemas de los dedos amarillas por la nicotina, pudieran
realizar esas maravillas.
El se dio cuenta recién a los diez minutos. Ni los gritos, ni las corridas del
pasillo, ni el ruido de las ventanas abiertas de golpe lograron perturbarlo.
Solo cuando el portero del edificio golpeó su puerta para preguntarle
nerviosamente si esa mujer tenía algo que ver con él se dio cuenta que contaba
con una paciente menos.
Dicen que cayó gritando "¡Necesito amor!", y que esas palabras se desovillaron
como una livianísima serpentina por los doce pisos. Y que rebotaron en un eco
que todavía retumba y repica en el pozo de luz, todos los días, a las siete y
diez de la tarde. Hora en que los asustados vecinos cierran herméticamente todas
las ventanas, porque ese desesperado llamado hace doler a sus oídos.


Alabanza
de Abel y de los árboles rojos
Cuando Abel nació era más hermoso que un ángel. Su piel parecía emanar una
luminosidad sobrenatural y abrió sus ojitos de inmediato. Olía a nube algodonosa
y sus movimientos eran graciosos y muy lentos. Parecía moverse en un mundo de
globos invisibles y escuchar una música inventada sólo para él. Tenía algo
singular, su madre decía "Un no sé qué", su padre: "No es igual a los otros."
Tenían ya tres hijos y otros dos vendrían después. Los papás eran tan jóvenes,
fuertes y felices como se puede ser este tiempo. Él era un chico bárbaro:
vivaracho e inquieto, y no lloraba ni jodía demasiado. Hablaba en el idioma
celestial que solo las mamás y los bebés entienden -pero que después olvidan- y
sus gorgoritos eran más dulces que los de una propaganda de pañales. Tenía una
extraña manera de mirar, como eludiendo el aire, como si lo importante estuviera
siempre más allá, más lejos, más alto. Algunas veces se prendía con fuerza a su
mamá y otras parecía ignorarla y no necesitarla. Al año y medio empezó a perder
esa vivacidad, sus sonidos siguieron siendo tan dulces como antes, pero no
aprendía cosas nuevas ni tenía la curiosidad de otros bebés. Los papás empezaron
a preocuparse. No agarraba los chiches ni se llevaba cosas a la boca: miraba
todo casi con extrañeza. El pediatra primero y el neurólogo después no
escondieron el desconcierto, pero ninguna prueba reflejó nada relevante. Alguien
dedujo que si nada había en el chico el problema debía radicarse afuera. Un
especialista por ahí indagó en la relación del grupo familiar y dijo que todo
podía ser emocional, y que vieran a un psiquiatra o un psicólogo. Una señora de
González Catán, que tiraba el tarot y tenía poderes, dijo que ese niño no
pertenecía a este mundo. Al final un oscuro psiquiatra de un hospital público
dio con la clave: autismo.
El mundo pareció derrumbarse de repente. Al final de un triste asado de domingo
el papá habló con los chicos. Mejor dicho escuchó. Mejor dicho lloró. Mejor
dicho trató de convencerse que al final de cuentas nadie de esa familia merecía
una injusticia semejante, y que había que ponerle el pecho a la desgracia.
Comenzaron a leer cuanto artículo, revista o libro encontraron, empezaron a
recorrer instituciones, asociaciones y profesionales: de la noche a la mañana
Abel se convirtió en el eje de todas de todas las preocupaciones, de todas las
expectativas, de todos los desatinos de una familia que hasta ayer nomás parecía
sacada del mismo corazón de la normalidad, esa palabra que antes parecía tan de
uno y que ahora empezaba a ser exclusiva para el uso de los otros.
A los tres años contrajo una seria neumonía que asustó a sus padres, a los
cuatro se cayó de la escalera y por último se tiró encima una pava de agua
hirviendo. La mamá cayó presa de una crisis de pánico y uno de los hermanitos,
de siete años, empezó a presentar problemas de conducta en el colegio, el otro
bajó las notas. El padre se estancó en su puesto de trabajo y terminó fumando
tres paquetes de cigarrillos diarios. Por sugerencia de otros padres consultaron
a un terapeuta de familia, que al menos logró que pudieran replantearse ciertos
aspectos de su relación que habían estado congelados casi desde el noviazgo:
todo lo que tenía que ver con sus promesas, con lo que esperaban cada uno del
otro y de sí mismos. ¡La vida parecía ir tan bien hasta que llegó esa criatura
adorable pero enferma! En el fondo, y por alguna razón que no entendían ni se
animaban a decirse, se reprochaban a Abel recíprocamente.
A los siete años el lenguaje de Abel no era distinto al de un chico de cuatro,
sus hermanos mayores ya hacía rato que habían perdido toda expectativa de
incluirlo en sus juegos, de compartir un secreto, una travesura o el álbum de
figuritas, Abel jugaba solito, más que entretenerse o divertirse parecía hacer
algo muy serio abriendo cuanto envase, caja, frasco o cajón de los muebles y
desparramando todo por el piso.
Cualquier recriminación ocasionaba un llanto tan profundo que conmovía a
cualquiera. "Ponerle límites a Abel es como querer ponerle límites al viento",
se quejaba la mamá, que ya parecía tener diez años más de lo que en realidad
tenía. El papá ya no investigaba ni leía con aquella fruición esperanzada del
principio, se recluyó en la rutina de un trabajo tedioso y solo arrastrado por
su mujer asistía irregularmente a los encuentros del hospital de día, a las
charlas del taller terapéutico donde concurría Abel y a las reuniones de
reflexión de los padres de autistas. Total siempre era lo mismo: alguien se
quejaría de la aberrante indiferencia de los médicos, otro de la situación
caótica de su familia,
o alguien trataría de poner unas gotas de fanático optimismo. El empezaba a
sentir el agobio de una esperanza gastada y sin remedio. "El autismo no se cura,
no se hagan ilusiones". Cuántas veces ya lo había escuchado. Pero ellos, en el
fondo de su corazón, todavía esperaban el milagro.
Una tarde de marzo Abel se paró frente a la ventana, como casi siempre, con la
mirada perdida, los brazos en T como un equilibrista, las manos lacias, el pelo
en los ojos. "Va a llover", dijo, y se fue a acostar. No había un sol radiante
pero tampoco negros nubarrones, ni el aire olía a tierra mojada, tampoco habían
escuchado el pronóstico meteorológico ni había estado prendida la televisión. A
las cuatro horas sopló una sudestada que inundó toda La Boca y cayeron tantos
milímetros como hacía muchísimos años. Otro mañana, sentado al lado de su madre
mientras ella ordenaba los cajones del placard, dijo con pausada voz de viejo
sabio oriental: "Hay viento en alguna parte", al otro día el diario trajo la
noticia de un terrible tornado en la provincia de la Pampa. Solía acostarse boca
abajo y taparse las orejas como protegiéndose de un sonido que solo él escuchaba
en medio de un llanto interminable. Nadie podía hacer nada entonces, sólo
abrazarlo y esperar que se le pase. A los nueve años se mordía los labios hasta
sangrarse y a los diez lastimaba sus manos friccionándolas hasta desgajarse la
piel en la corteza de un añoso árbol del fondo. Tuvieron que talarlo y comenzar
a vigilarlo constantemente para que no se arrancara las uñas arañando el
cemento, para que no se comiera las plantas, para que no se hiciera torniquetes
en tobillos y muñecas con cualquier hilo o alambre que encontraba.
"Automutilaciones, esto es usual en los autistas, se tendrán que acostumbrar",
les decían los otros, los otros padres, los psiquiatras, los curas, los amigos,
los neurólogos, los compañeros, los psicólogos.
Si durante el día era movedizo e inquieto de noche se volvía insoportable, de
pronto buscaba algo sin saber lo que era por toda la casa, investigaba
minuciosamente por horas cada costura de un zapato y los imperceptibles relieves
de una silla, o repetía hasta el cansancio monótonamente las tabla del 11 al 20.
Eso era bueno, y los hermanitos lo aprovechaban. ¿Abel cuánto es 234 por 16? Era
como tener una calculadora viviente y siempre prendida. Dormía muy poco y solo
cuando los demás estaban despiertos. Caminaba simplemente, y a veces se
entregaba a un contínuo e incoordinado movimiento de brazos, piernas y cabeza,
como una marioneta descosida. Parecía ensimismarse por alguna razón que a sus
padres se les escapaba, que sus hermanos ignoraban y que el mundo no comprendía.
Ese mismo mundo que solapadamente machacaba una sentencia inapelable a esos
padres desesperados: "Ustedes tienen la culpa".
Abel parecía poseer una insensibilidad especial a las automutilaciones que se
infringía, ya se sabe que lo que más duele no es el dolor mismo sino la
conciencia del dolor, y él, precisamente, no la tenía. Pero el mayor sufrimiento
y la mayor angustia no los sufría él sino los otros. Sus padres hicieron una
segunda terapia de pareja, y con fuertes razones para considerarla como último
intento de salvar una pareja que hacía agua por todas partes. Los hermanitos
fueron creciendo con la atención menguada y con la brutal sensación que alguien
monopolizaba la mirada de sus padres. Ellos, sin embargo, siguieron trayendo
hijos al mundo. Los dos que vinieron después de él, una nena y otro varón,
recibieron inconscientemente la marca y la ingrata misión de compensar el
déficit de Abel. Para ellos los hijos eran una apuesta por la vida, un retruco a
la mala suerte, un cagarse en la muerte. Pero las amaban con un amor que no
merece comparación alguna.
Y también comenzaron a asistir a un grupo de autoayuda. Sin levantar banderas
redentoras, sin proyectos, sin ilusiones, sin Abel. Lo hicieron por ellos. Y
fueron interiorizándose en serio de los padecimientos ajenos, tan graves y tan
de mierda como los de casa. Se miraron en las mismas rutinas repetidas, en los
mismos sinsabores, en las mismas locuras. Fueron reflejándose en los otros como
en espejos de sí mismos y se encontraron avejentados, amargados y malditos. Pero
también se sintieron fuertes frente a otras debilidades, unidos frente a otras
disgregaciones, y sobre todo curtidos en el dolor frente a las desesperaciones
primerizas. Y sintieron cierto alivio y hasta cierta paz al transmitir sus
experiencias a otros papás tan jóvenes, fuertes y dolidos como ellos trece años
atrás. Y pudieron repasar y sincerar las noches en que después de tantas horas
de hacer frente a la vida con un aplomo de adultos resignados y la contracción
de padres responsables frente a sus otros hijos, se encerraban en el dormitorio
para abrazarse y llorar como chiquitos huérfanos, y confesarse que se sentían
tan desamparados, tan asustados y tan solos. Y que solo después podían hacer el
amor nada más que para comprobar que no estaban tan secos y talados como el
árbol del jardín.
En el grupo se enteraron que Abel era de hablar un poco, porque supieron que
había otros que prácticamente no hablaban; que muchos recibieron tratamiento de
sordomudos de pequeños hasta descubrir que simplemente no querían escuchar. Se
enteraron que sobre el autismo muchísimas veces se monta una epilepsia y otros
desórdenes neurológicos que ensombrecen aun más la pesadumbre de ser padres de
un discapacitado mental. Aprendieron del sabor a hiel de las disimuladas y
sutiles discriminaciones, de las crueles compasiones y de las inentendibles
indiferencias de lo que se llama "la sociedad", esa suma de gente igual a uno,
miedosos y asustados, soberbios e inseguros. Valoraron la paciencia de sus hijos
y familiares, no hacia Abel porque eso lo esperaban, sino hacia ellos, hacia su
desesperación y su tristeza.
Midieron sin arrogancia la solidaridad de algunos pocos profesionales,
rescataron esa creciente necesidad de estar con otros, que poco a poco se
transformó en agradable y casi gratificante. Se alimentaron de las depresiones
pero también de las iniciativas ajenas; devolvieron sin mezquindad sus
conocimientos de primera mano y todo lo que habían aprendido a costa del dolor.
Supieron de las distintas maneras que tiene la gente de mirar lo mismo: unos se
arrojan como cachorros confiados a los paternalistas brazos de la ciencia, otros
buscan el cobijo y el alivio de una religión o de una mística, algunos se rinden
desahuciados a una depresión devastadora. Supieron que todos los autistas poseen
la rara condición de habitar un mundo impenetrable y misterioso cuyas leyes y
códigos nadie entiende. Y que tal vez entre nosotros sean eternos sapos de otro
pozo, a los cuales después de todo habrá que hacerles un lugarcito, porque su
pozo quedó muy lejos y ya no es posible el regreso.
Empezaron a mirarlo de otro modo, a tratarlo de otro modo. Cuando todos los
chicos de su edad empezaban el colegio secundario, escuchaban música estridente
y daban esas respuestas desconcertantes de la edad del pavo, Abel era un pavo en
serio y seguía escuchando esa música de él solo y rumiando sus cuitas
solitarias. Se dieron cuenta que le encantaba dibujar árboles rojos con los
dedos, pero ya no le insistieron en el uso de los pinceles o los lápices. Se
dieron cuenta que había que dejarlo enchastrarse con las plastilinas y las
temperas sin ponerle objetivos claros y limitados como en el taller de arte. Su
arte no era terminar un trabajo, Abel disfrutaba haciéndolo, y por ahí lo dejaba
por la mitad o hacía mil pedazos un trabajo que le había llevado medio día. Se
dieron cuenta que le gustaban las cumbias y el jazz, pero solo hasta el momento
en que empezaba a gustarle el silencio. Y aprendieron cuál era ese preciso, ese
exacto momento. Aprendieron que él percibía cosas que ellos jamás percibirían.
Que sentía en su alma el malestar de los otros como uno siente lo pesado que
está el día o la humedad que hay. Que olía la ansiedad del ambiente como uno
huele la lavandina. Aprendieron a no asombrarse de sus percepciones
extrasensoriales ni de sus extravagancias de extraterrestre: la señora de
González Catán había sido muy clarita: "Este chico no es de este mundo".
Aprendieron a aceptarlo. Y solo a partir de ese momento -que no fue un momento,
ni un golpe iluminado, ni un insight, ni un Eureka glorioso, sino una larga
transición cargada de idas y vueltas y dubitaciones empezaron a apreciar un poco
su presencia. Apreciar y comprender. Justo ellos, que esperaban y requerían
comprensión de los demás, tuvieron que empezar a comprender a los demás.
Comprender esa compasión, esa indiferencia, esa sutil e inconsciente
discriminación. Y cuando comprendieron ya no esperaron ninguna comprensión de
nadie. Cuando ya no esperaron de Abel nada más que lo que él quería dar y
empezaron a entender que los necesitaba como papás vivientes y felices, como lo
habían sido antes que él, empezaron a desempolvar sus ganas de sonreír. De
alegrarse y compartir sus travesuras infantiles, sus interminables abrazos de
oso salvaje y sus llantos de niño pequeñito que les abrazos de oso salvaje y sus
llantos de niño pequeñito que les permitía conservar la ternura y la eterna
lozanía de tener siempre, siempre, pero siempre, un bebé en la casa, un cachorro
que no crece, una eterna semana de puros domingos. Y se dieron cuenta de lo
espectaculares y profundos que eran sus árboles rojos, de lo simple y sin
vueltas que eran sus mensajes, de la ausencia absoluta de vergüenza, de
picardía, de inseguridad y de mañas. Se dieron cuanta de lo bello y grandioso
que es convivir con un ser sin maldad ni hipocresía. Con un ser purísimo y
transparente. Con un ser sin pecado, que justamente son los únicos que no tiran
piedras. Y sintieron vergüenza de sí mismos. Y abrieron otra vez los ojos a esa
luz que irradiaba su cuerpo cuando cayó a este mundo de su maravillosa galaxia
de plasticola, lápices de cera, brillantina y papel glasé.
Y ya no esperaron más, porque el milagro tenía catorce años.


Alabanza
de Ignacio o la rabia de morir
"Hay que tener huevos", pensó, y se miró de arriba a abajo el uniforme. Le
quedaba bastante bien, si no fuera por el detalle de la marca de la percha en el
pantalón, de estar tanto tiempo colgado en el placard. No hubiera pasado una
minuciosa revista en cualquier unidad militar. Por lo demás era un militar con
todas sus letras: pelo bien cortito, mirada dura, barba bien afeitada,
movimientos rápidos y seguros. Golpeó con fuerza los tacos, pegó los brazos al
cuerpo y se congeló en la posición de firme. El espejo le devolvía la imagen de
su espalda: una inmensa bandera con el sol incaico radiante ocupando todo el
ancho de la habitación, arriba del sol un pequeño crucifijo de madera clara, al
costado de la puerta el cartel con la insignia de una brigada de paracaidistas
de la marina de los Estados Unidos, más allá un estante revestido en formica
imitación roble oscuro con unos pocos libros de Menéndez Pelayo, Barrés, Maurras
y Jordán Bruno Genta, sobre la mesita de luz una antigua edición del Nuevo
Testamento, el osito de peluche de Graciela y el portarretratos de plata con la
foto de papá y mamá en el día de su compromiso: mamá con un ajustado vestido
rosa viejo hasta las rodillas y el cabello suelto volcado hacia un costado, como
se usaba en los sesenta; papá metido dentro del flamante uniforme de subteniente
del Ejército Argentino, con la misma mirada azul y dura que había heredado de su
abuelo vasco francés y una sonrisa limpia y clara bajo sus inmensos y espesos
bigotes. Esa sonrisa que Ignacio nunca había logrado repetir espontáneamente en
sus propios labios a pesar de los muchos intentos, a pesar de la dulzura de
Graciela y de los chistes pesados del gordo Padovani. A su izquierda la ventana
entreabierta dejaba entrar un poco de aire de aquel once de mayo, día de San
Mamerto.
"Mamerto como yo", se había dicho a la mañana, cuando leyó la completísima
agenda encuadernada en cuero de Rusia que le había traído la tía Agustina de
Roma. Esas cosas que él pensaba y cuando las comentaba todos le decían que tenía
que conversarlas con alguien. "A mi me sobra con mi confesor, los psicoanalistas
son todos unos zurdos ateos", contestaba invariablemente; más que un consejo
Ignacio sentía esas sugerencias como provocaciones.
Zurdos y putas, judíos, liberales, homosexuales, rockeros, travestis y
últimamente inmigrantes bolivianos y coreanos -bolitas y ponjas como él
decía-integraban el índice de sus seres prohibidos, índice que el paso del
tiempo engordaba con gula de fanatismo forzado. Forzado porque una vez había
llorado recordando la cara ensangrentada del pibito aquel clamando piedad
mientras los cuatro lo pateaban en el piso. Tenían doce años y el pibito no más
de diez, pero se había animado a decirle pelotudo justo al gordo Padovani,
cuando lo empujó sin querer a la salida del club. Pero no lo hicieron por eso
sino por ser judío. Ignacio agradeció toda la vida que el tío del flaco
Tiscornia, uno de los cuatro, fuera un conocido juez de instrucción, que el papá
del chico agredido aceptara las disculpas colectivas del grupo de padres y una
mediana suma de dinero en un sobrecito discretamente dejado, y que no se hiciera
ninguna denuncia policial. "Después de todo son cosas de chicos", lo había
consolado su confesor. Pero para Ignacio no eran cosas de chicos, todo era
tremendamente importante y trascendente, como a los ocho años cuando Luciano
Bianchetti le buchoneó a la maestra que había sido él quien había vaciado el
pote de tempera verde en la mochila de otro compañero. Jamás se lo perdonó, a
pesar del perdón que le solicitó Luciano entre llantos y de rodillas, a pesar de
la íntima amistad de su madre con la mamá de Luciano, a pesar de ser ambos hijos
de militares, a pesar de que vivían en el mismo edificio y a pesar de que varias
veces las familias veranearon juntas. "La traición se entiende pero no se
perdona", respondía reiteradamente a las súplicas de su madre y al "Dejate de
joder" de su hermano mayor, ya entonces tenía dieciséis años y se veían con
Luciano en todos los cumpleaños y fiestas de quince de las amigas y relaciones
en común. Tampoco olvidó nunca que lo habían echado del grupo juvenil de la
parroquia por haberse presentado a una reunión con aliento a cerveza, ni que su
hermano preparaba machetes para los parciales de química. Ignacio no entendía de
esas cosas: "Siempre hay que dar la cara y bancarse las consecuencias", repetía.
Pero no eran palabras suyas, integraban la tabla de valores de su lógica simple,
de su monolítica moral y de su ética sin dobleces, las había recogido de aquí y
de allá, de los clásicos latinos, de los padres de la Iglesia, de la vida de los
santos y de algunos pensadores no modernos, porque la sola palabra modernidad le
producía escalofríos. Pero sobre todo las había recogido de su padre. De lo poco
que habían hablado solos y de lo mucho que lo había escuchado hablando con los
otros: "Mejor morirse que vivir de rodillas"; "Cuando todo está perdido queda el
honor"; "Las órdenes no se discuten, se obedecen". Y encabezando la lista la
famosa admonición de San Pablo: "A los tibios los vomitaré de mi boca".
El nunca había sido un tibio, como tampoco su padre, que ni siquiera se
desesperó cuando le comunicaron que su madre estaba agonizando y al mismo tiempo
lo llamaron a presentarse urgente en el Comando. Primero asistió a una reunión
de dos horas y media de mediana importancia, y recién después tomó el avión para
Rosario. Llevaba el Ejército pegado a los huesos y el deber reinaba entre sus
virtudes por sobre todas las demás cosas. Era meticuloso y sufrido, Ignacio no
podía recordarlo pero había viajado en el vientre de su madre desde la Patagonia
a Formosa, donde nació mientras su padre cumplía funciones todavía subalternas
en la más austeras de las condiciones, viviendo en una casita del barrio militar
lindante con lo precario, sufriendo un clima insoportable que acentuó el asma de
su mujer y con un sueldo de lástima. Después lo trasladaron a Entre Ríos y luego
a Buenos Aires, ya para entonces capitán con una brillante foja de servicios.
Ignacio todavía se acordaba de los campos ondulados y el cielo transparente de
Entre Ríos, de la petisita con aparatos en los dientes, flequillo y trencitas
doradas, de las lecturas del padre Castellani y la biografía de Santo Domingo
Savio por la que casi decide hacerse seminarista apenas terminara la escuela
primaria, de sus intrincadas divagaciones durante aquellas soporíferas e
interminables siestas, de los largos meses de ausencia de su padre en Panamá y
las innumerables tarjetas de salutación en inglés que les enviaba por correo
expreso y que su madre atesoraba. Todavía sentía ese agrio olor a loción
americana que emanaba su cara, el uniforme y todo su equipaje cuando lo fueron a
recibir al aeropuerto. Recordaba el largo e indigno beso que se dieron con su
madre, y se recordaba a sí mismo y a su hermano deslumbrados por el primer
jueguito electrónico con muñequitos que hermano deslumbrados por el primer
jueguito electrónico con muñequitos que se movían como locos. Recordaba las
largas y entusiastas descripciones de su padre de los militares norteamericanos,
colorados, grandotes y brutos como bestias, de los encuentros de camaradería
internacional y fervorosa militancia anticomunista, del afeminado portorriqueño
que coordinaba las clases de inglés y de los chistes y cargadas que inventaban
los argentinos para bolitas, paraguas y latinoamericanos en general. Pero cuando
regresó era distinto. Aparecía y desaparecía a cualquier hora, se trasladaba en
auto oficial con un soldado de chofer y aún vestido de civil o los fines de
semana, mientras comían un asado en la quinta de los Bemúdez o jugaba un truco
con señas en el campito de Cañuelas jamás dejaba de estar armado. Recordó las
lágrimas de dolor de su madre y de su hermano mayor en el solemne acto de
homenaje que le brindó el ejército y la seria descompostura de su abuelo aquel
día. Ignacio no lloró. Sintió aquello como un paso más de su padre en el camino
del deber que se había trazado, como una consecuencia esperada y casi necesaria.
Hasta se molestó cuando el viejo general, frente al público y fuera de todo
ceremonial, le dio la mano a su lloroso hermano mayor, a él, en cambio, un beso
baboso y unas palmaditas en los mofletes, dirigiéndose luego a los dos: "Ahora
ustedes son los hombres de la casa y tienen que ayudar a su madre, el Ejército
nos los va a olvidar". Si bien él tenía cara de niño, ya tenía doce años y esas
palmaditas estaban de más. Aparte no tenía los ojos colorados ni la corbata
torcida como su hermano de quince, algún día él también sería militar y quizás
se repetiría la misma escena y seguramente no querría que sus hijos lo lloraran
sino que lo recordaran con orgullo y altivez.
Todo lo demás fue una larga excusa para no desmentir aquello que se propuso ese
día: no sufrir ni llorar como mujer la muerte de su padre. Pero tampoco pudo
nunca dar rienda suelta a la alegría. Ni aún durante las vacaciones
"terapéuticas" -como decía la tía Agustina- en Miami y Disneylandia, ni con su
anhelado ingreso en el equipo de regata de competencia, ni cuando cumplió los
dieciocho y sus tíos le regalaron un tour de ensueño por toda Europa (menos la
URSS y los países del este, claro) que al final no realizó. Sólo despuntaba un
cierto alivio después del cuarto chop de cerveza con chizitos y palitos salados
junto a sus amigos y compañeros de colegio en la quinta del gordo Padovani,
cuando se quedaban solos por la noche bajo el quincho y entre risotadas se
mandaban la parte de épicas hazañas sexuales, para terminar confesándose en
grupo a las dos de la madrugada -ya melancólicos y totalmente borrachos- que aún
eran vírgenes y que ninguna chica les daba bola, ni siquiera la hija de la
sirvienta, que estaba rebuena la guacha.
Ni siquiera Graciela le insufló el bienestar del amor. La conoció en la
parroquia antes que lo echaran del grupo de acción juvenil, y se le acercó
porque la vio llevando bajo el brazo un librito de Scalabrini Ortiz. Ella muchas
veces lo consoló en las profundas y ácidas secuelas del alcohol desmedido,
cuando ya no recordaba que la noche anterior se había reído un poco borrando ese
eterno rictus de amargura. Era también hija de militar, pero de un suboficial
que estaba vivo y que los domingos ayudaba a la mujer a preparar el tuco para la
raviolada y luego se iba con el hijo varón a la cancha. Graciela sentía al igual
que Ignacio un profundo desprecio por la izquierda en general y por el
liberalismo anticlerical, aunque no iba a un prestigioso colegio católico como
Ignacio sino a una escuela común y laica del Estado. El le perdonaba que ella
simpatizara un poco con los curas obreros y le gustaran algunas cosas, no todo,
de Charly García y de los Rolling Stones. En algunos aspectos se parecía a la
petisita de Entre Ríos y le había dado el sí con la expresa condición de que le
respetara su ilusión de llegar virgen al altar. Ignacio casi se ofende como con
el general, pues para los solteros creyentes la santa castidad no era ninguna
virtud sino una obligación, un deber no discutible ni negociable, como para una
madre cuidar bien a sus hijos o para un militar llegar a dar la vida por la
Patria. Sólo que Ignacio no recordaba que después de un par de buenas cervezas
esos principios se le olvidaban pronto. "Por lo menos chupemelá" era lo menos
que podía escuchar Graciela, luego aquella risa de loco desaforado, luego el
inconsolable y conmovedor llanto de arrepentimiento de los borrachos. Ella
entonces, mientras rogaba a Dios que pusiera un poco de orden en esa alma
atormentada, se decía a sí misma: "No es él, él no es así, está así por la
muerte de su padre". Hasta tanto llega el amor. Aparte Ignacio era un buen
partido para cualquier hija de un simple sargento mayor. Graciela era la que más
le insistía para que confiara en alguien que lo escuchara y lo pudiera ayudar,
más allá de ella misma, más allá del confesor y de su guía espiritual. Pero
superada la borrachera Ignacio no recordaba absolutamente nada.
La cerveza era su talón de Aquiles, su evasión, su libertad. "Por lo menos se le
dio por esto y no por la droga", decía su hermano mayor, ya para entonces
cansado de hablar y dar los buenos consejos de un padre sustituto, para lo que
no estaba capacitado, y aún preparando su ingreso al Colegio Militar. Borracho,
Ignacio lloraba por su padre, le recriminaba sus larguísimas ausencias, la
poquísima confianza que le tenía, el distante abrazo que le dio cuando terminó
séptimo grado, la bofetada que recibió su madre luego de una violenta discusión.
Jamás quiso enterarse que esa discusión la originó una canita al aire que su
madre pesquisó, averiguó y amargamente comprobó. Tampoco quiso enterarse nunca
de cuáles eran las verdaderas funciones que cumplía su padre como oficial de
inteligencia durante los últimos años, ni por qué él, que siempre se había
mofado de los militares de escritorio, últimamente su ritmo de vida parecía más
el de un ejecutivo de gran empresa que el de un militar profesional de tropa.
Sólo borracho Ignacio intuía, puteaba, lloraba y sentía. Pero después olvidaba.
Ser hijo de un militar asesinado tenía sus ventajas y sus desventajas, en el
colegio le aprobaron séptimo grado casi sin cursar ni dar ningún examen, los
amigos que tenían padres militares lo miraban con respeto y algunos hasta con
una extraña e inconfesable mezcla de envidia y admiración, las chicas se le
acercaban, lo llamaban por teléfono y a cada rato le preguntaban "¿Cómo estás?",
los curas les regalaban rosarios y medallitas y les decían que rezaban
constantemente por el eterno descanso de ese digno patriota, los propios
militares y funcionarios los recibían con reverencias y trato preferencial
cuando los hermanos acompañaban a la mamá a hacer los engorrosos trámites
legales y jurídicos, y las señoras nunca dejaban de reiterarles incondicional
cariño y expresarles que ellas, como argentinas, se sentían muy orgullosas del
padre que ellos habían perdido. Sobre todo después de las misas y los primeros
aniversarios, cuando su madre y su hermano volvían a llorar y la casa se
inundaba de cartas, telegramas y llamados de condolencia de los compañeros de
promoción, camaradas y amigos de su padre. Por otro lado tener un hermano mayor
que asumiera toda la entera responsabilidad de ser "el hombre de la casa", que
no podía ser más que uno -no como había dicho el general-, le daba a Ignacio la
perfecta coartada para permitirse sus excesos, para acumular incontables aplazos
y agarrarse a trompadas por cualquier pavada. Solo Graciela logró apaciguar un
poco ese ímpetu guerrero y desmenuzar poco a poco su cáscara de alardeada
brutalidad viril, abajo no solamente había un chico sin padre, había otro chico
con hondísimas y desconocidas necesidades. Ella se dio cuenta enseguida de la
exacta proporción de inmadurez, inocencia y conflictos emocionales irresueltos
que convivían en la atribulada alma de Ignacio, de cuanta inseguridad y cuanto
miedo expresaban esos ataques de ira exaltada. Se dio cuenta que sus
discriminaciones no eran producto de sus odios sino resultado de los amores que
le habían prohibido, y eso la ayudó a comprenderlo. Lo ayudaba pacientemente a
preparar los exámenes de diciembre y de marzo, y una vez hasta suspendió sus
propias vacaciones. Lo amaba profundamente. Pero también tenía sus límites, e
Ignacio los conoció el día que le dio la primera y última cachetada, por una
pavada: "Yo no soy ni voy a ser una mujer cagada a palos como tu madre, y aparte
cornuda consciente por las apariencias, estoy cansada de soportarte en pedo y
prepotente y encima me pegás estando sobrio". Y el mundo de Ignacio, de papel
pintado y atado con alambres, se vino abajo.
Justo en esos meses estaba preparando el ingreso al Colegio Militar. Solo la
esperanza de vestir el uniforme de los cadetes no doblegó su ánimo. Nunca había
sido brillante ni se había esmerado en el estudio, y salvo las maestras de la
escuela primaria nadie -creía él- tenía en cuenta que era el hijo de un militar
asesinado al corregir los exámenes. Se esforzó tanto como nunca lo había hecho
en su vida. Fue uno de los más aplicados en el instituto preparatorio y no tomó
una gota de alcohol durante cinco o seis meses. La memoria de su padre y el
hermano mayor, ya en el tercer año, no significaban nada para Ignacio. Así como
muchísimas veces aceptó y prefirió el aplazo antes que copiarse entendió que el
ingreso se lo tenía que ganar él solo.
Pero no tuvo en cuenta un pequeñísimo, insignificante y desconocido problema
cardíaco: un soplo en el corazón del cual no tenía conocimiento y que le cortó
de cuajo toda su carrera, toda su esperanza, toda su vida.
Se miró profundo. Los huesos de la mandíbula se le habían pegado a la piel,
había bajado nueve kilos de golpe, en la última semana había vuelto a tomar
cerveza y en lo hondo de su desamparo había aspirado una delgada línea de
cocaína con sus relajados amigotes. Graciela lo había escuchado por teléfono
durante dos horas y lo había tratado con distancia. Con ella se comportó
dignamente: "No te llamo para darte lástima sino para que me escuchés", le dijo,
y le contó uno a uno todos los pormenores de su expectativa trunca, de su
ilusión tronchada, de su brutal fracaso. Del otro lado ella se moría por
escuchar un emocionado perdón, por sentirlo llorar de dolor sin una sola gota de
alcohol en la sangre, por oírle clamar un "Te necesito" que lo hiciera humano.
Como cuando estaba borracho y puteaba contra los comunistas, la partidocracia y
el hijo de mil putas del profesor de matemáticas. Pero no. Ignacio no había
llorado por su padre y tampoco lo iba a hacer por ella, por más que se
deshiciera en una ciénaga de angustia. Simplemente porque no podía. Y se dijeron
adiós para siempre.
Recordó entonces la última vez que vio a su padre, la mañana de su muerte,
cuando ya no usaba esas lociones agrias sino una fresca colonia de aroma dulzón
que a Ignacio le recordaba sus años felices en Entre Ríos. Mientras todos
tomaban café al hermano mayor lo había acostumbrado al mate Joselina, la señora
paraguaya con cama adentro que los había visto nacer y criarse. Hasta ella se
permitió hacerle una pequeña broma al señor esa mañana, y la risa franca de su
madre desbordó la mesa de alegría y vitalidad. El padre no hojeó La Nación como
lo hacía siempre -tan entusiasmado estaba- y lo hizo esperar quince minutos al
soldado chofer, que lo vino a buscar como todos los días a las ocho y veinte,
dando vueltas nomás, como no queriendo irse. A las diez de la mañana recibieron
el fatal llamado con la noticia del asesinato. A las once y cuarto la tía
Agustina pasó llorando a retirarlo del colegio. Un comunicado de una
organización armada clandestina, enviado a una agencia de noticias a las seis de
la tarde, cerró el círculo de ese día de tragedias: lo habían ajusticiado, junto
al soldadito, en un cruce de la Panamericana.
Pese a los nueve kilos menos el uniforme le sentaba bastante bien, su padre
había sido tanto o más flaco que él. Las insignias y jinetas resaltaban sobre el
verde oliva inmaculado, ese uniforme solo lo había usado un par de veces antes
de que fuera a dormir al placard durante años. Salvo la sonrisa canchera y los
inmensos bigotes, Ignacio se encontró muy parecido al muchacho de la foto. La
casa estaba sola y silenciosa, el día de San Mamerto se esfumaba y las primeras
luces de la noche comenzaban a reflejarse en los vidrios de la ventana. "Hay que
tener huevos, carajo" reconoció, con justísima rabia, un instante antes de
ajustar el ángulo de caída del sable corvo, centrarse la gorra con obsesión de
militar, y apoyar la boca del cañón de la 11,25 en la base de la mandíbula,
apuntando exactamente entre el tubérculo faríngeo y la espina nasal posterior.
Como Tiscornia y el gordo Padovani contaban que lo hacían los honorables
oficiales prusianos antes de rendir la espada al enemigo o enfrentar la
humillación del consejo de guerra. Decían que no se sufre absolutamente nada de
nada. El frío del metal sobre la piel lo remitió a su infancia y al pasto helado
por el rocío del invierno entrerriano, donde el papá lo hacía caminar descalzo
cuando tenía cinco o seis años. "¡Para que te hagás un hombre, carajo!",
recordaría con una sola, última, temida, tibia y esperada lágrima que nadie más
que él vería nunca más.
Tenía diecinueve años recién cumplidos. Nunca había hecho el amor.

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