PRIMER CONGRESO
NACIONAL DE FILOSOFÍA
Mendoza, Argentina,
30 marzo al 9 abril de 1949
|
En diciembre de 1947 la
Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina) convocó
el Primer Congreso Argentino de Filosofía, "con participación
de todos los países hispanohablantes". Pero el 20 de
abril de 1948 el Poder Ejecutivo decretó la nacionalización
del Congreso, otorgándole carácter nacional. El Presidente
de la Nación Argentina, general Juan Domingo Perón (1895-1974),
dispuso que el Congreso pasara a denominarse Primer
Congreso Nacional de Filosofía, y el Estado puso a disposición
de los organizadores hasta trescientos mil pesos moneda
nacional. El decreto de nacionalización, firmado por
Perón, fue refrendado con su firma por el Ministro de
Justicia (Belisario Gache Pirán) y por el Ministro de
Educación (Oscar Ivanissevich). El Congreso se celebró
en Mendoza entre el miércoles 30 de marzo y el sábado
9 de abril de 1949. El propio Perón intervino con una
larga conferencia pronunciada como cierre durante la
sesión de clausura, ceremonia celebrada en el Teatro
Independencia de Mendoza en la tarde del sábado 9 de
abril de 1949, con la presencia de María Eva Duarte
de Perón, todos los Ministros que integraban el Gabinete
Nacional, los rectores de las universidades argentinas,
otras autoridades y los congresistas. Perón ofreció
en esa intervención, plena de referencias histórico-filosóficas,
las principales posiciones ideológicas del justicialismo.
Este texto sería difundido profusamente durante los
años cincuenta en forma de un libro titulado La comunidad
organizada. |
NOTAS EN ESTA SECCIÓN
En 1949 Perón lanzó su
concepto de Comunidad Organizada |
Discurso de cierre del General Perón
ENLACES RELACIONADOS
Actas del Primer Congreso Nacional de Filosofía
LECTURAS RECOMENDADAS
Roberto
Baschetti - El primer Congreso Nacional de Filosofía Argentina
|
Discurso
del Presidente Juan Domingo Peron
 En
1949, Perón lanzó en Mendoza su concepto de la “comunidad organizada”
“El destino me ha convertido en hombre público. En este nuevo oficio,
agradezco cuanto nos ha sido posible incursionar en el campo de
la filosofía”.
“Nuestra acción de gobierno no representa un partido político sino
un gran movimiento nacional, con una doctrina propia, nueva en el
campo político mundial”.
“He querido entonces ofrecer a los señores que nos honran con su
visita, una idea sintética de base filosófica, sobre lo que representa
ideológicamente nuestra tercera posición”.
“El movimiento nacional argentino, que llamamos justicialismo en
su concepción integral, tiene una doctrina nacional que encarna
los grandes principios éticos de que os hablaré enseguida y constituye
a la vez la escala de realizaciones, hoy ya felizmente cumplidas
en la comunidad argentina”.
Tras esas palabras, el entonces presidente Juan Domingo Perón hizo
un paréntesis y abordó luego el tema de su disertación en el acto
de clausura del Primer Congreso Nacional de Filosofía, el 9 de abril
de 1949, que se desarrolló en el teatro Independencia con la organización
de la Universidad Nacional de Cuyo, durante el rectorado del doctor
Irineo Cruz.
El Congreso se había iniciado en ese recinto el 30 de marzo, con
la presencia del ministro de Educación de la Nación, doctor Oscar
Ivanisevich, y los discursos del doctor Coriolano Alberini, por
los congresales argentinos; el doctor Angel González habló en nombre
de los filósofos españoles; el doctor Francisco Miró Quesada por
los sudamericanos, y por los filósofos europeos, el doctor Gastón
Burger (Francia) y el profesor Hans Gadaner (Alemania).
Aunque existía expectativa por la presencia de Martin Heidegger,
sólo unos pocos días antes del Congreso se conoció que no concurriría:
el filósofo alemán sufría ya los primeros embates de quienes lo
consideraban simpatizante del nacional-socialismo hitleriano.
Para el acto de clausura, Perón llegó ese mismo 9 por ferrocarril,
acompañado por el vicepresidente Quijano; todos los miembros de
su gabinete y su esposa María Eva Duarte. La comitiva recibió expresivas
muestras de simpatía en su recorrido hasta el Plaza Hotel, donde
se alojó.
El marco general
Apenas habían pasado
cuatro años de la terminación de la Segunda Guerra Mundial, y el
mundo se enfrentaba a un profundo replanteo de su existencia.
Así lo consideraba Perón en el comienzo de su disertación: “Está
en nuestro ánimo la absoluta conciencia del momento trascendental
que vivimos. Si la historia de la humanidad es una limitada serie
de instantes decisivos, no cabe duda de que gran parte de lo que
en el futuro se decida hacer, dependerá de los hechos que estamos
presenciando. No puede existir a este respecto divorcio alguno entre
el pensamiento y la acción, mientras la sociedad y el hombre se
enfrentan con la crisis de valores más profundos acaso de cuantas
su devolución ha registrado”.
Este último concepto -“El hombre y la sociedad se enfrentan con
la más profunda crisis de valores que registra su evolución”- es
precisamente el título primero de su discurso, seguido de los siguientes
enunciados: “El hombre puede desafiar cualquier mudanza si se halla
armado de una sólida verdad”. “Si la crisis medieval condujo al
Renacimiento, la de hoy, con el hombre más libre y la conciencia
más capaz, puede llevar a un renacer más esplendoroso”.
“La
preocupación teológica”, “La formación del espíritu americano y
las bases de la evolución ideológica universal”. “El reconocimiento
de las esencias de la persona humana como base de la dignificación
y del bienestar del hombre”. “La realización perfecta de la vida”.
“Los valores morales han de compensar las euforias de las luchas
y las conquistas y oponer un muro infranqueable al desorden”. “El
amor entre los hombres habría conseguido mejores frutos en menos
tiempo del que ha costado a la humanidad la siembra del rencor”.
“El grado ético alcanzado por el pueblo imprime rumbo al progreso,
crea el orden y asegura el uso feliz de la libertad” y “El sentido
último de la Ética consiste en la corrección del egoísmo”.
Con citas de numerosos teólogos y filósofos clásicos, Perón aborda
a continuación los siguientes temas: “La Humanidad y el yo”. “Las
inquietudes de la masa”. “Superación de la lucha de clases por la
colaboración social y la dignificación humana”. “Revisión de las
jerarquías”. “Espíritu y materia: dos polos de la Filosofía”. “Cuerpo
y alma: el ‘Cosmos’ del hombre”.
Y se pregunta: “¿La felicidad que el hombre anhela pertenecerá al
reino de lo material o lograrán las aspiraciones anímicas del hombre
el camino de perfección?”.
La comunidad organizada
Los congresales escuchan las definiciones de Perón acerca de “El
hombre como portador de valores máximos y célula del ‘bien general’,
seguido del tema: “Hay que devolver al hombre la fe en su misión”,
tras lo cual el presidente desarrolla el núcleo de su teoría: “La
comunidad organizada, sentido de la norma”.
Cita a Aristóteles en el comienzo de este apartado -como lo ha hecho
varias veces-: “El hombre es un ser ordenado para la convivencia
social; el bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida
individual humana, sino en el organismo superindividual del Estado;
la Ética culmina en la Política”.
Y después de un examen histórico del Estado y los individuos convoca
a Rousseau, que llama pueblo “al conjunto de hombres que mediante
la conciencia de su condición de ciudadanos y mediante las obligaciones
derivadas de esta conciencia, y provistos de las virtudes del verdadero
ciudadano, aceptan congregarse en una comunidad para cumplir sus
fines”.
Perón abordó luego “La terrible anulación del hombre por el Estado
y el problema del pensamiento democrático del futuro”, en que sostiene
que “...lo trascendental del pensamiento democrático, tal como nosotros
lo entendemos, está todavía en pie, como una enorme posibilidad
en orden al perfeccionamiento de la vida. En varias ocasiones ha
sido comparado el hombre al centauro, medio hombre, medio bruto,
víctima de deseos opuestos y enemigos; mirando al cielo y galopando
a la vez entre nubes de polvo.
La evolución del pensamiento humano recuerda también la imagen del
centauro: sometido a altísimas tensiones ideales en largos períodos
de su historia, condenado a profundas oscuridades en otros, esclavo
de sordos apetitos materiales a menudo. La crisis de nuestro tiempo
es materialista. Hay demasiados deseos insatisfechos, porque la
primera luz de la cultura moderna se ha esparcido sobre los derechos
y no sobre las obligaciones; ha descubierto lo que es bueno poseer
mejor que el buen uso que se ha de dar a lo poseído o a las propias
facultades”.
Y agregó Perón: “Ni
la justicia social ni la libertad, motores de nuestro tiempo, son
comprensibles en una comunidad montada sobre seres insectificados,
a menos que a modo de dolorosa solución el ideal se concentre en
el mecanismo omnipotente del Estado. Nuestra comunidad, a la que
debemos aspirar, es aquella donde la libertad y la responsabilidad
son causa y efecto, en que exista una alegría de ser, fundada en
la persuasión de la dignidad propia. Una comunidad donde el individuo
tenga realmente algo que ofrecer al bien general, algo que integrar
y no sólo su presencia muda y temerosa”.
Perón cerró su último tema, “Sentido de proporción. Anhelo de armonía.
Necesidad de equilibrio”, expresando que “lo que nuestra filosofía
intenta restablecer al emplear el término armonía es, cabalmente,
el sentido de plenitud de la existencia. Al principio hegeliano
de realización del yo en el nosotros, apuntamos la necesidad de
que ese nosotros se realice y perfeccione por el yo. Nuestra comunidad
tenderá a ser de hombres y no de bestias.
Nuestra disciplina tiende a ser conocimiento, busca ser cultura.
Nuestra libertad, coexistencia de las libertades que procede de
una ética para la que el bien general se halla siempre vivo, presente,
indeclinable. El progreso social no debe mendigar ni asesinar, sino
realizarse por la conciencia plena de su inexorabilidad. La náusea
está desterrada de este mundo, que podrá parecer ideal, pero que
es en nosotros un convencimiento de cosa realizable.
Esta comunidad que persigue fines espirituales y materiales, que
tiende a superarse, que anhela mejorar y ser más justa, más buena
y más feliz, en la que el individuo puede realizarse y realizarla
simultáneamente, dará al hombre futuro la bienvenida desde su alta
torre con la noble convicción de Spinoza: ‘Sentimos, experimentamos,
que somos eternos’”. Por Jorge Enrique Oviedo - Especial para Los
Andes
[Imagen: Juan Domingo
Perón y Eva Perón en Mendoza, durante la clausura del histórico
Congreso de Filosofía]
 Conferencia
del Excmo. Señor Presidente de la Nación General Juan D. Perón
Mendoza, 9 de abril
de 1949
Señores Miembros extranjeros del Primer Congreso Nacional de Filosofía:
Deseo, señores, que al pisar esta tierra os hayáis sentido un poco
argentinos y con ello nos habréis hecho un gran honor y brindado
una inmensa satisfacción.
Para el corazón argentino, en nuestra tierra, nadie es extranjero,
si viene animado del deseo de sentirse hermano nuestro. Ese corazón
y esa hermandad es lo que os ofrecemos como más sincero y como más
precioso.
Que os sintáis en vuestra casa será nuestro orgullo. En ella nadie
os preguntará quién sois y os ofrecerá, con el pan y la sal de la
amistad, esta heredad de nuestros mayores, que queremos honrar como
la honraron ellos.
Señores Congresales:
Alejandro, el más grande general, tuvo por maestro a Aristóteles.
Siempre he pensado entonces que mi oficio tenía algo que ver con
la filosofía.
El destino me ha convertido en hombre público. En este nuevo oficio,
agradezco cuanto nos ha sido posible incursionar en el campo de
la filosofía.
Nuestra acción de gobierno no representa un partido político, sino
un gran movimiento nacional, con una doctrina propia, nueva en el
campo político mundial.
He querido entonces ofrecer a los señores que nos honran con su
visita, una idea sintética de base filosófica, sobre lo que representa
sociológicamente nuestra tercera posición.
No tendría jamás la pretensión de hacer filosofía pura, frente a
los maestros del mundo en tal disciplina científica. Pero, cuanto
he de [132] afirmar, se encuentra en la República en plena realización.
La dificultad del hombre de Estado responsable, consiste casualmente
en que está obligado a realizar cuanto afirma.
Por eso, señores, en mi disertación no ataco a otros sistemas, señalo
solamente opiniones propias hoy compartidas por una inmensa mayoría
de nuestro pueblo e incorporadas a la Constitución de la Nación
Argentina.
El movimiento nacional argentino, que llamamos justicialismo en
su concepción integral, tiene una doctrina nacional que encarna
los grandes principios teóricos de que os hablaré en seguida y constituye
a la vez la escala de realizaciones, hoy ya felizmente cumplidas
en la comunidad argentina.
He querido exponer personalmente ante los señores congresales tales
concepciones, en la seguridad de que las interpretarán como un esfuerzo
personal de contribución a este Congreso, y en el deseo de expresar
personalmente también a nuestros gratos huéspedes toda nuestra consideración
y todo nuestro afecto. [133]
Índice sumario
I. El hombre y la sociedad se enfrentan con la más profunda crisis
de valores que registra su evolución II. El hombre puede desafiar cualquier mudanza si se halla armado
de una sólida verdad III. Si la crisis medieval condujo al Renacimiento, la de hoy, con
el hombre más libre y la conciencia más capaz, puede llevar a un
renacer más esplendoroso IV. La preocupación teológica V. La formación del espíritu americano y las bases de la evolución
ideológica universal VI. El reconocimiento de las esencias de la persona humana como
base de la dignificación y del bienestar del hombre VII. La realización perfecta de la vida
VIII. Los valores morales han de compensar las euforias de las luchas
y las conquistas y oponer un muro infranqueable al desorden IX. El amor entre los hombres habría conseguido mejores frutos en
menos tiempo del que ha costado a la humanidad la siembra del rencor
X. El grado ético alcanzado por un pueblo imprime rumbo al progreso,
crea el orden y asegura el uso feliz de la libertad XI. El sentido último de la ética consiste en la corrección del
egoísmo XII. La humanidad y el yo. Las inquietudes de la masa XIII. Superación de la lucha de clases por la colaboración social
y la dignificación humana XIV. Revisión de las jerarquías XV. Espíritu y materia: dos polos de la filosofía
XVI. Cuerpo y alma: el "cosmos" del "hombre" [134] XVII. ¿La felicidad que el hombre anhela pertenecerá al reino de
lo material o lograrán las aspiraciones anímicas del hombre el camino
de perfección? XVIII. El hombre como portador de valores máximos y célula del "bien
general" XIX. Hay que devolver al hombre la fe en su misión XX. La comunidad organizada, sentido de la norma
XXI. La terrible anulación del hombre por el Estado y el problema
del pensamiento democrático del futuro XXII. Sentido de proporción. Anhelo de armonía. Necesidad de equilibrio
[135]
I

Invitados especiales: Argentina: Roberto Walton, Alberto Buela Lamas España: Juan M. Navarro Cordón Italia: Evandro Agazzi, Lourdes Velazquez, Gianni Vattimo Perú: David Sobrevilla
Presentación de Resúmenes: nuevo plazo 30 de junio de
2009 / Máximo 250 palabras Recepción de Trabajos: nuevo plazo 31 de julio de 2009
/ hoja A4, máximo 2500 palabras, fuente Times New Roman,
tamaño 12. Especificar: autor/es, título, filiación
institucional. Informes: Universidad Nacional de Cuyo - Facultad de
Filosofía y Letras Teléfono: 0261 - 449 4097 Correo:
congresodefilosofia@logos.uncu.edu.ar Comité Organizador: Daniel von Matuschka Coordinación,
Oscar Santilli Secretaría, Adriana Arpini, Santiago
Gelonch Villarino, Mirtha Grzona, Viviana Martínez,
Matilde Tejedor (Extensión Universitaria) y Gustavo
Zonana (Extensión Universitaria) Más información:
http://www.filosofia.org/bol/reu/bre0034.htm
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El hombre y la sociedad
se enfrentan con la más profunda crisis de valores que registra su evolución
Está en nuestro ánimo la absoluta conciencia del momento trascendental
que vivimos. Si la Historia de la humanidad es una limitada serie
de instantes decisivos, no cabe duda de que, gran parte de lo que
en el futuro se decida a ser, dependerá de los hechos que estamos
presenciando. No puede existir a este respecto divorcio alguno entre
el pensamiento y la acción, mientras la sociedad y el hombre se
enfrentan con la crisis de valores más profunda acaso de cuantas
su evolución ha registrado.
Las conclusiones de los congresos últimamente celebrados en el mundo
prueban en cierto modo la universalidad de esta persuasión. El Congreso
Internacional de Roma de 1946, el III Congreso de las Sociedades
de Filosofía de Lengua Francesa de Bruselas en 1947, el de Edimburgo
de 1948 y el de Amsterdam, evidencian que la inquietud intelectual
ha llegado a un momento activo.
Es posible que la acción del pensamiento haya perdido en los últimos
tiempos contacto directo con las realidades de la vida de los pueblos.
También es posible que el cultivo de las grandes verdades, la persecución
infatigable de las razones últimas, hayan convertido a una ciencia
abstracta y docente por su naturaleza en un virtuosismo técnico,
con el consiguiente distanciamiento de las perspectivas en que el
hombre suele desenvolverse.
Acaso sobre el gran fondo filosófico que es la verdad, haya prevalecido
una cuestión de tendencias, ajenas al ansia de conocimiento a cuya
satisfacción debería consagrarse toda fuerza creadora. En ausencia
de tesis fundamentales defendidas con la perseverancia debida, surgen
las pequeñas tesis, muy capaces de sembrar el desconcierto. [136]
II El hombre puede desafiar cualquier mudanza si se halla armado de una sólida verdad
Los problemas sustantivos no han sido resueltos en el tiempo, tal
vez porque existe un problema y una verdad demostrable para cada
generación. Quizá, para cada generación sean siempre los mismos
tal problema y tal verdad.
Los griegos de Sócrates se formulaban grandes preguntas: el ser,
el principio, la virtud, la belleza, la finalidad, y trataron de
formular debidamente sus tablas de Moral y sus principios de Etica.
No es lícito dar tales problemas por juzgados para permitirnos después
extraviar al hombre –que ignora las viejas verdades centrales– con
nuevas verdades superficiales o con simples sofismas. El hombre
está hoy tan necesitado de una explicación como aquellos para quienes
Sócrates, tantos siglos atrás, forzaba sus problemas.
A los pueblos han sido descubiertos hechos de asimilación no enteramente
sencilla. Se ha persuadido al hombre de la conveniencia de saltar
sin gradaciones de un idealismo riguroso a un materialismo utilitario;
de la fe a la opinión, de la obediencia a la incondición.
La libertad, conquista máxima de las modernas edades, no se produjo
acompañada de una previa reestructuración de sus corolarios. Es
posible que hubiese cierta improvisación en tal victoria, porque
siempre resulta difícil establecer el orden entre las tropas que
se apoderan de una ciudad largamente asediada.
La edad del materialismo práctico, por otra parte, ha correspondido
con un gigantesco progreso económico. Una de sus características
ha sido la de reducir las perspectivas íntimas del hombre. Este
no posee la misma medida de su personalidad a la sombra del olmo
bucólico que junto al poderío estruendoso de la máquina. Debemos
preguntarnos si, al sobrevenir las radicales modificaciones de la
vida moderna, se produjeron las oportunas orientaciones llamadas
a equilibrar al hombre conmovido por la violenta transición al espíritu
colectivo.
Preclaros cerebros han intentado advertir al mundo del peligro que
supone que el hecho no haya tenido un prólogo ni una preparación;
de que no se haya adaptado previamente el espíritu humano [137]
a lo que había de sobrevenir. El hombre puede desafiar cualquier
contingencia, cualquier mudanza, favorable o adversa, si se halla
armado de una verdad sólida para toda la vida. Pero si ésta no le
ha sido descubierta al compás de los avances materiales, es de temer
que no consiga establecer la debida relación entre su yo, medida
de todas las cosas, y el mundo circundante, objeto de cambios fundamentales.
En tal coyuntura la filosofía recupera el claro sentido de sus orígenes.
Como misión pedagógica halla su nobleza en la síntesis de la verdad,
y su proyección consiste en un "iluminar", en un llevar al campo
visible formas y objetos antes inadvertidos; y, sobre todo, relaciones.
Relaciones directas del hombre con su principio, con sus fines,
con sus semejantes y con sus realidades mediatas.
De los elevados espacios donde las razones últimas resplandecen,
procede la norma que articula al cuerpo social y corrige sus desviaciones.
III Si la crisis medieval condujo al Renacimiento, la de hoy, con el
hombre más libre y la conciencia más capaz, puede llevar a un renacer
más esplendoroso
Entra en lo posible que las tradiciones muertas no resuciten. Si
el pensamiento humano, considerado como tesoro de conceptos, se
mira a través del ritmo vertiginoso y febril de la vida actual,
puede que aparezca como un campo desolado, escenario de patéticas
batallas. Es posible también que muchas tradiciones caídas no sean
adaptables al signo de la presente evolución y que otras hayan perdido
incluso su objeto. En cierto modo era éste el panorama de la humanidad
en los albores de la Edad Media: se consideraban suficientemente
definidas algunas verdades, pero aun éstas aparecían cerradas y
custodiadas, y el pueblo se alimentaba sólo de fe. La verdad socrática,
la platónica y la aristotélica, no fueron textos prácticos para
el medievo, que habían perdido, en el fragor de una terrible crisis,
todo contacto con la continuidad intelectual del pasado. Es cierto
que no resucitaron entonces muchas tradiciones, pero con los restos
del naufragio, el pensamiento humano elaboró, a la luz de la fe,
que es indeclinable, una nueva mística, con un nuevo contenido.
[138]
El Renacimiento prueba que el camino es un factor asequible al hombre
en todo momento. No es el rigor de nuestra crisis el que debieron
arrostrar las islas pensantes de la Edad Media: el nuestro es, simplemente,
un rigor de otra clase. No tiene ante sí, o no cree tenerlo, un
infinito. No da la sensación de producirse para el tiempo, sino
para el momento.
Se diría de algunos, que les preocupan menos las verdades que las
apariencias, y menos la visión de lo último y lo general que lo
inmediato y personal. La marcha fatigosa y rápida de la evolución
social, como de la económica, han trastornado los habituales paisajes
de la conciencia.
No es frecuente hallar seres que posean una perspectiva completa
de su jerarquía. La conquista de derechos colectivos ha producido
un resultado ciertamente inesperado: no ha mejorado en el hombre
la persuasión de su propio valer. Esa miopía para la nobleza de
los valores procede, posiblemente, de una deficiente pedagogía.
Caracteriza a las grandes crisis la enorme trascendencia de su opción.
Si la actual es comparable con la del Medievo, es presumible que
dependa de nosotros un Renacimiento más luminoso todavía que el
anterior, porque el nuestro, contando con la misma fe en los destinos,
cuenta con un hombre más libre y, por lo tanto, con una conciencia
más capaz.
El gran menester del pensamiento filosófico puede consistir, por
consiguiente, en desbrozar ese camino, en acompasar ante la expectación
del hombre el progreso material con el espiritual.
IV La preocupación teológica
La primera preocupación fue necesariamente la teológica. El conocimiento
precisaba luz con que enfocar los objetivos, o un espacio iluminado
donde situarlos para su examen posterior. El Origen era el factor
supremo y natural de este proceso previo. Las inquietudes teológicas
satisfacían en parte una necesidad primaria y, después, condicionaban
categóricamente toda otra traslación de juicio sobre el existir.
[139]
La cultura condujo a distinguir con mayor claridad las relaciones
existentes entre lo sobrenatural y el conocimiento; pero el carácter
de aquella necesidad era consustancial al alma humana, como vocación
de explicaciones últimas o como una conciencia de hallarse encuadrada
en un orden superior. Las comunidades más avanzadas razonaban sobre
el problema y, a su modo, llegaron a humanizar en una mitología
su presentimiento, mientras que las atrasadas, necesitadas igualmente
de una explicación, adoraron al Ser Supremo en las cosas y objetos
inanimados. Respecto a la explicación de ese estado de necesidad,
unido a la razón teológica por impalpables vínculos, y por lo que
toca a señalar su vigencia, es indiferente la visión especificada
de las razas o grupos superiores o la tendencia primitiva y panteísta
de las tribus; ambas prueban, por igual, el carácter de esa necesidad.
Lo inexplicado residía sobre objetos distintos, porque antes de
que otras tradiciones estableciesen conceptos terminantes sobre
una inquietud universal, se optaba sólo sobre el objeto de veneración.
Así los eleatas ensayaban un principio de adoración en torno a su
ser sustancial e inmutable y, en el mecanismo de Demócrito, opera
en la teoría sobre el movimiento de los átomos actuantes lo que
él creía una explicación material plausible a un problema formulado
de un modo general. Para Parménides hay ya un solo Dios, el mayor
entre los dioses y los hombres, que ni en su figura ni en su pensar
se parece a los mortales.
La humanidad empezaba a escrutar ambiciosamente el silencio de los
cielos. El pensamiento no se conformó con la alegre orgía de los
dioses mitológicos. Lo que el hombre no podía hallar en la corte
de Zeus, ejemplaridad y principios absolutos, debía buscarlo por
otros caminos. Platón, en el Eutifrón, concretará más tarde ese
"estar alerta" de Sócrates ante la máxima virtud, considerada como
resplandor de un Ser fuente del orden cósmico. El abismo de la Teogonía
de Hesíodo y el apeiron, lo ilimitado, de Anaximandro, empezaban
a poblarse de luz ante la inquieta pupila humana. La fuerza que
genera en lo infinito será al principio el Amor, símbolo inmediato
de la acción de crear asequible a nuestros sentidos, y más tarde
su representación última en la Omnipotencia.
¿Quién es Dios para que le ofrezcamos sacrificios?, pregunta el
Rig-Veda. Padre del Universo, Prajapati llama a este ser, al que
todo parece subordinado. Idéntica preocupación se nos formula en
el lógoV [140] griego, la palabra primera, la primera voz, fuerza
que encabeza posteriormente el Antiguo Testamento. Era necesario
ese "verbo" para diferenciar a su luz el bien del mal, como era
necesario Prajapati para reconocer luego en su poder el atman hindú,
el alma, el "yo mismo".
Cuando Platón afirma que Dios es la medida de todas las cosas, cobra
altura el hombre medida de todas las cosas de Protágoras, porque
entre ellas se hallan muchas a las que el hombre no halla en la
Naturaleza una explicación razonable. Muchos siglos después, un
ilustre cerebro había de explicar con admirable sencillez el proceso
de esa inquietud. No tenía necesidad por cierto de apoyarse Víctor
Hugo en la teoría de los druidas, dos mil años antes de Jesucristo,
según los cuales "las almas pasan la eternidad recorriendo la inmensidad"
para preguntar, sobre la necesidad de un orden supremo, lo siguiente:
¿Y no hay Dios? ¿Cómo el hombre, perecedero, enfermo y vil, tendría
lo que le falta al universo? ¡La criatura llena de miserias tendría
más ventajas que la creación llena de soles! ¡Tendríamos un alma
y el mundo no! El hombre sería un ojo abierto en medio del universo
ciego. ¡El único ojo abierto! ¿Y para ver qué? ¡La nada!
No es imposible distinguir en esas frases la enunciación feliz del
problema del pensamiento antiguo.
V La formación del espíritu americano y las bases de la evolución ideológica universal
Cuando el Renacimiento lucha por levantar de las ruinas los valores
sustantivos, no se apoya sólo en la Revelación ni en la disposición
religiosa congénita del hombre. El camino abierto por los griegos
será método para los escolásticos y punto de referencia para la
reacción posterior. El credo ut intelligam de Santo Tomás informa
toda una Edad humana.
Centra sobre un fin la esencia y el existir; condiciona una ética
y una moral y, acaso, por primera vez, se relacione con ésta, en
jerarquía de necesidad, el libre albedrío, la libertad de la voluntad,
como requisito de la Moral. La tomística, cualquiera sea el curso
ulterior del pensamiento, centró al hombre en un momento decisivo
ante un [141] panorama hasta entonces confuso. Lo centró con poder
suficiente para negar los propios principios de que esta situación
procedía. En cierto modo, los adversarios del tomismo, por lo que
a la definición de los valores humanos respecta, son fruto suyo.
Cuando el romanticismo de Spinoza califica a lo Supremo de sustancia
del Universo, se halla estructurado ya un mundo de valores, que
servirá a la humanidad para lanzarse a uno de sus más tremendos
y eficaces esfuerzos. Lo planteado habrá sido la crisis del espíritu
europeo, la formación del espíritu americano y la evolución ideológica
universal posterior. A través de las ideas religiosas del Renacimiento
y de principios de la Edad Moderna el hombre recibe del pensamiento
helénico, como Israel desde el Sinaí, una tabla de valores. Pero
observemos que el resultado indirecto de tales valores, al situar
al ser humano ante Dios, fue definir la jerarquía del hombre.
Poco después, Descartes habrá desviado el ancho y ambicioso cauce
con sentido vertical, para ofrendar a una ciencia naciente y progresista
la preocupación inicial del mundo antiguo. El "pienso, luego existo",
dará como supuesto previo un orden, una naturaleza establecida,
un hombre. Y será indiferente a esta enunciación la pertinaz pregunta
última del hombre.
La filosofía empezará a fragmentarse; aparecerá una alta especulación
científica, consumada en especialidades, dorada por los profundos
intentos del racionalismo kantiano, y otra de matices más prácticos,
más directos, pero de contenido inferior. En adelante, las preocupaciones
serán inmediatas o específicas.
No existe punto ninguno de contacto entre los problemas de Sócrates
y los de Voltaire. La tendencia ha cambiado de dirección. Lo que
era movimiento vertical es ahora traslación horizontal.
Comte verifica un hábil escamoteo de objetivos: sustituye el culto
de Dios por el culto de la humanidad. Será, rigurosamente, el principio
de una edad distinta, pero, entendámonos, de una mutación históricamente
necesaria y útil.
Se opera una revolución total, grandiosa en sus aspectos materiales,
pero tal vez mal acompañada de una visión correcta de las perspectivas
de fondo. Estas empiezan a esfumarse de las operaciones intelectuales
y con ellas se esfuma insensible y progresivamente también la medida
del hombre; la que éste poseía de su situación y de las cosas, a
través de sí, como reflejo de fuerzas superiores. El progreso se
acentúa en la [142] técnica y en el movimiento social, pero no se
puede decir que vigorice por sí solo parcelas íntimas antaño regadas
por la intuición de las magnitudes cósmicas.
VI El reconocimiento de las esencias de la persona humana como base
de la dignificación y del bienestar del hombre
Cuando llegamos a Darwin y a sus conexiones con la filosofía, advertimos
de pronto que estamos ya muy lejos del mundo de Sócrates y sus figuras
pensantes. La evolución se nos ofrece como una teoría biológica
que no desease sostener trato de ninguna especie con otro linaje
de cuestiones. Y por debajo del mundo científico, se plantea el
problema de si el alma humana puede digerir la sustitución de su
culto elemental y tradicional, por una exégesis puramente científica.
En último término esta orientación no nos produce resultados positivos
en orden a la organización de la vida común. No podemos deducir
de ella el clima de una nueva Etica y mucho menos el de una nueva
Moral. Es un problema biológico lo preferido; un suceso de orden
físico, del que es más difícil extraer consecuencias para la vida
espiritual de los pueblos. No es posible fundar sobre una ley técnica,
desconectada de las razones últimas, una ley positiva, ni siquiera
un tratado de buenas costumbres.
Elevada una explicación semejante a lo general, el hombre, la sociedad
o el Estado, se ven obligados a inventar de pronto una escala nueva
de valores, una nueva Moral. En el apogeo de una edad de ambiciones
materiales, después de un largo espacio, casi siglo y medio, de
desechar todo razonamiento metafísico, el pensamiento no sabe permanecer
indefinidamente refugiado en criterios marginales, ni gusta de trasladar
sus cultos para proveerse de los mismos resultados.
Desde una esfera rectora, al considerar la posibilidad de proveer
a los pueblos de buenas condiciones materiales de vida, el problema
deja de ser abstracto para convertirse en una necesidad apremiante.
El hombre que ha de ser dignificado y puesto en camino de obtener
su bienestar, debe ser ante todo calificado y reconocido en sus
esencias. [143]
VII La realización perfecta de la vida
Entendemos en la virtud socrática la realización perfecta de la
vida. Esto es: comprensión de la propia personalidad y del medio
circundante que define sus relaciones y sus obligaciones privadas
y públicas.
Cuando Leibniz nos dice: Quien lo hubiera contemplado todo, lo lejano
y lo cercano, lo propio y lo extraño, lo pasado y lo futuro, con
la misma claridad y distinción, con lo cual por supuesto desaparecería
la diferencia de cercano y lejano, propio y extraño, pasado y futuro,
ese tal, libre de pecado, sólo querría y realizaría el bien, alude
al arquetipo de virtud que puede producir el desdén ante lo perecedero.
No sería una actitud, sino una escéptica o una apostólica inhibición.
La virtud socrática era actuante, tan batalladora como había de
ser después la cristiana; contemplaba el mundo práctico y lo sabía
lleno de tentaciones y dificultades.
Virtuoso para Sócrates era el obrero que entiende en su trabajo,
por oposición al demagogo o a la masa inconsciente. Virtuoso era
el sabedor de que el trabajo jamás deshonra, frente al ocioso y
al politiquero.
En el Eutifrón nos dice Platón que no hay una virtud específica,
un ideal específico para cada cual, sino un ideal del hombre que
no es acaso más que una disposición para resolver las ecuaciones
vitales con arreglo a una estimativa ética.
VIII Los valores morales han de compensar las euforias de las luchas y las conquistas y oponer un muro infranqueable al desorden
El bien y el mal obran sobre el hombre como sobre la sociedad. De
lo individual a lo colectivo sus momentos oscilan entre arrebatos
místicos y paroxismos pavorosos. Una postura moral procedente de
un fondo religioso sólido o de una refinada educación ética intenta
[144] estipular los límites entre posibles y tentadores extremos.
El hombre, en la desgracia, tiende a la introversión como tiende
la extraversión en la prepotencia. La duda y la soberbia, son los
extremos máximos de esa oscilación, producida en ausencia de medidas
suficientes.
La ciencia puede resolver en la abstracción los problemas, partiendo
de premisas igualmente abstractas, pero en la vida de las comunidades
los efectos de esas oscilaciones suelen ser muy otros. Cuando un
pueblo se aproxima a un momento grave, sus cerebros de primera fila
se preguntan si el ánimo estará debidamente preparado para las horas
que se avecinan.
Pues bien; es forzoso plantearse la misma pregunta cuando se trata
de llevar a la humanidad a una edad mejor. Incumbe a la política
ganar derechos, ganar justicia y elevar los niveles de la existencia,
pero es menester de otras fuerzas. Es preciso que los valores morales
creen un clima de virtud humana apto para compensar en todo momento,
junto a lo conquistado, lo debido. En ese aspecto la virtud reafirma
su sentido de eficacia. No será sólo el heroísmo continuo de las
prescripciones litúrgicas; es un estilo de vida que nos permite
decir de un hombre que ha cumplido virilmente los imperativos personales
y públicos: dio quien estaba obligado a dar y podía hacerlo, y cumplió
el que estaba obligado a cumplir.
Esa virtud no ciega los caminos de la lucha, no obstaculiza el avance
del progreso, no condena las sagradas rebeldías, pero opone un muro
infranqueable al desorden.
IX El amor entre los hombres habría conseguido mejores frutos en menos
tiempo del que ha costado a la humanidad la siembra del rencor
Necesariamente ha debido ser larga la época de la revolución social,
a la que caracterizó un adusto ceño. Todavía no puede considerársela
realizada, pero es preciso que aquella interpretación de la virtud
socrática esparza, junto a la conciencia de la dignidad humana,
otra clase de valores. Junto al imperativo categórico kantiano se
ofrece al mundo un campo ilimitado. Obra en todo momento como si
las [145] máximas de tu conducta particular debieran convertirse
en leyes generales. Kant proclamó ante la expectación de la humanidad
un credo que sólo podría hallar precedentes en los principios cristianos
del amor mutuo, con la diferencia de que en este caso la enunciación
afecta el rigor de la disciplina.
El trasladar a lo colectivo lo que se desea en lo íntimo, es insinuar
la superación de cuanto hubo de aislamiento y desdén en una época
de gloriosos intentos.
Leemos en Empédocles que las alternativas en el predominio del amor
y del odio engendran los diversos períodos en el mundo. Puede muy
bien ser cierto, aunque Empédocles no buscase la misma conclusión,
porque la humanidad ha conocido entre épocas de odio otras de un
vivir con los brazos abiertos hacia todas las posibilidades de la
humana naturaleza. Bajo ese imperio de místicos frutos se vislumbran
mundos nuevos, se educan nacientes nacionalidades, se destruyen
las barreras.
Pero es sintomático que tales resultados se hayan obtenido sólo
ante la presencia de un enemigo común y de un modo poco duradero:
una desolada experiencia armó la tesis del pesimismo.
Algo falla en la naturaleza cuando es posible concebir, como Hobbes
en el Leviathan, al homo hominis lupus, el estado del hombre contra
el hombre, todos contra todos, y la existencia como un palenque
donde la hombría puede identificarse con las proezas del ave rapaz.
Hobbes pertenece a ese momento en que las luces socráticas y la
esperanza evangélica empiezan a desvanecerse ante los fríos resplandores
de la Razón, que a su vez no tardará en abrazar al materialismo.
Cuando Marx nos dice que de las relaciones económicas depende la
estructura social y su división en clases y que por consiguiente
la Historia de la humanidad es tan sólo historia de las luchas de
clases, empezamos a divisar con claridad, en sus efectos, el panorama
del Leviathan.
No existe probabilidad de virtud, ni siquiera asomo de dignidad
individual, donde se proclama el estado de necesidad de esa lucha
que, es por esencia, abierta disociación de los elementos naturales
de la comunidad. Al pensamiento le toca definir que existe, eso
sí, diferencia de intereses y diferencia de necesidades, que corresponde
al hombre disminuirlas gradualmente, persuadiendo a ceder a quienes
pueden hacerlo y estimulando el progreso de los rezagados. [146]
Pero esa operación –en la que la sociedad lleva ocupada con dolorosas
vicisitudes más de un siglo– no necesita del grito ronco y de la
amenaza y mucho menos de la sangre, para rendir los apetecidos resultados.
El amor entre los hombres habría conseguido mejores frutos en menos
tiempo, y si halló cerradas las puertas del egoísmo, se debió a
que no fue tan intensa la educación moral para desvanecer estos
defectos, cuanto lo fue la siembra de rencores.
X El grado ético alcanzado por un pueblo imprime rumbo al progreso, crea el orden y asegura el uso feliz de la libertad
Esa virtud nos sitúa de plano en el campo de lo ético. La actitud
se enfrenta con el mundo exterior. Se trata de ver hasta qué punto
es susceptible de perfeccionar los módulos de la propia existencia.
Aristóteles nos dice: El hombre es un ser ordenado para la convivencia
social; el bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida
individual humana, sino en el organismo super-individual del Estado;
la ética culmina en la política. El proceso aristotélico nos lleva
un punto más lejos del proyectado. Deseamos referirnos sólo a la
imposición de la convivencia sobre las proyecciones de la actitud
individual. Nuestra virtud no será perfecta hasta ser completada
por esa ética, que mide los valores personales.
La vida de relación aparece como una eficaz medida para la honestidad
con que cada hombre acepta su propio papel. De ese sentido ante
la vida, que en parte muy importante procederá de la educación recibida
y del clima imperante en la comunidad, depende la suerte de la comunidad
misma.
Habrá pueblos con sentido ético y pueblos desprovistos de él; políticas
civilizadas y salvajes; proyección de progreso ordenado o delirantes
irrupciones de masas. La diferencia que media entre extraer provechosos
resultados de una victoria social o anegarla en el desorden, corresponde
a las dosis de ética poseídas.
Tales dosis caracterizan los diversos períodos de la Historia. Hacen
glorioso el triunfo y soportable el fracaso; atenúan las calamidades;
prestan fuerzas de reserva. [147]
El progreso está, por lo demás, en absoluta relación de dependencia
con el grado ético alcanzado: establece la moral de las leyes y
puede interpretarlas sabiamente. Para la vida pública esto significa
el orden, la acción y el uso feliz de la libertad.
Permítaseme decir que la libertad posee carta de naturaleza en los
pueblos que poseen una ética, y es transeúnte ocasional donde esa
ética falta. Santo Tomás dice: La libertad de la voluntad es un
supuesto de toda moral; solamente las acciones libres, derivadas
de una reflexión racional, son morales. Es cierto que sólo esas
acciones pueden alcanzar el calificativo de morales cuando se han
producido con arreglo a ciertos requisitos.
La libertad fue primariamente sustancia del contenido ético de la
vida. Pero, por lo mismo, nos es imposible imaginar una vida libre
sin principios éticos, como tampoco pueden darse por supuestas acciones
morales en un régimen de irreflexión o de inconsciencia.
XI El sentido último de la ética consiste en la corrección del egoísmo
Spencer nos dice que el sentido último de la Etica consiste en la
corrección del egoísmo.
El egoísmo, que forjó la lucha de clases e inspiró los más encendidos
anatemas del materialismo, es al mismo tiempo sujeto último del
proceder ético. Corresponde seguramente una actitud ante esa disposición
cerrada que produce la sobrestimación de los intereses propios.
La enunciación de tal cosa corresponde en la Historia a una sangrienta
y dura evolución, cuyo fin no podemos decir que se haya alcanzado
aún.
Si la felicidad es el objetivo máximo, y su maximación una de las
finalidades centrales del afán general, se hace visible que unos
han hallado medios y recursos para procurársela y que otros no la
han poseído nunca. Aquéllos han tratado de retener indefinidamente
esa condición privilegiada, y ello ha conducido al desquiciamiento
motivado por la acción reivindicativa, no siempre pacífica, de los
peor dotados. El egoísmo estaba destinado, acaso por designio providencial,
[148] a transformarse en motor de una agitada edad humana. Pero
el egoísmo es, antes que otra cosa, un valor-negación, es la ausencia
de otros valores; es como el frío, que nada significa sino ausencia
de todo calor. Combatir el egoísmo no supone una actitud armada
frente al vicio, sino más bien una actitud positiva destinada a
fortalecer las virtudes contrarias; a sustituirlo por una amplia
y generosa visión ética.
Difundir la virtud inherente a la justicia y alcanzar el placer,
no sobre el disfrute privado del bienestar, sino por la difusión
de ese disfrute, abriendo sus posibilidades a sectores cada vez
mayores de la humanidad: he aquí el camino.
XII La humanidad y el yo. Las inquietudes de la masa
Cuando Eurípides pone junto al yo clamante la masa que, desde el
coro, expone las inquietudes y pareceres colectivos, extiende junto
al yo la dilatada llanura de la humanidad. Descubre en ella un elemento
perfecto de medición. El ser individual halla su proporción vertical
y horizontalmente.
Al exponer Humboldt el ideal de humanidad, se gesta, en el campo
histórico, el ideal del hombre universal, erigido en representante
supremo de la civilización. Comte lo cimentó al afirmar que la Sociología
es la base necesaria de la Política. Hegel llevó a sus últimas consecuencias
filosóficas esa certera intuición. Afirmó del espíritu, que existe
por sí mismo, que sólo podrá llegar el pleno ser en sí en la medida
en que el yo se eleve al nosotros o, con sus palabras, al yo de
la humanidad. El racionalismo postkantiano había trasladado asimismo
su campo visual desde el individuo a la sociedad, desde el hombre
a la humanidad.
Los chispazos de una revolución político-económica, con la erección
del industrialismo y el capitalismo, generados por el Progreso en
las entrañas de la Revolución liberal, provocaron la expansión de
los valores individuales hacia los contornos públicos, o mejor dicho,
el contorno filosófico del ser empezó a apreciarse mejor en su dintorno.
El individuo se hace interesante en función de su participación
en el movimiento social, y son las características evolutivas de
éste las [149] que reclaman atención preferente. Para derribar las
defectuosas concepciones de la etapa de los privilegios fue necesario
un implacable desdoblamiento de la fortaleza-unidad del individuo.
Pero apresurémonos a reconocer que tal mutación debe considerarse
precedida de una larga etapa teórica. La práctica corresponde a
nuestro siglo y está en sus comienzos.
Ello tiene una explicación hasta cierto punto sencilla. Cuando decimos
que el tránsito efectuado derivó del viejo estado histórico de necesidad
al moderno de libertad, pensando mejor en el individuo que en la
comunidad, enunciamos una visión oblicua de la evolución. La etapa
preparatoria, o teórica de realización del yo en el nosotros, fue,
cabalmente, una fase apta para permitir la cesión de los principios
rectores que, sin caer todavía sobre la masa, facilitaba a los nuevos
grupos dirigentes al suspirado desplazamiento del poder.
La libertad entonces proclamada precisa un esclarecimiento si ha
de considerarse su vigencia. Si por sentido de libertad entendemos
el acervo palpitante de la humanidad, frente al estado de necesidad
dictado por el imperio indiscutido de una fracción electoral, deberemos
plantearnos inmediatamente su problema máximo: su incondición, y,
sobre todo, su posibilidad de opción.
Libre no es un obrar según la propia gana, sino una elección entre
varias posibilidades profundamente conocidas. Y tal vez, en consecuencia,
observaremos que la promulgación jubilosa de ese estado de libertad
no fue precedida por el dispositivo social, que no disminuyó las
desigualdades sociales en los medios de lucha y defensa ni, mucho
menos, por la acción cultural necesaria para que las posibilidades
selectivas inherentes a todo acto verdaderamente libre pudiesen
ser objeto de conciencia. El fondo consciente que presta contenido
a la libertad, la autodeterminación popular, sobreviene a muy larga
distancia en el tiempo del prólogo político de la cuestión. Cuando
el ideal de humanidad empieza a abrirse paso, cuando las crisis
de los hechos produce la revolución de las ideas, advertimos que
los antiguos enunciados no ensamblan de un modo perfecto con el
signo de la evolución. Son esbozos, o reflejos imperfectísimos,
de un ideal mucho más antiguo: el griego. [150]
XIII Superación de la lucha de clases por la colaboración social y la dignificación humana
La lucha de clases no puede ser considerada hoy en ese aspecto que
ensombrece toda esperanza de fraternidad humana. En el mundo, sin
llegar a soluciones de violencia, gana terreno la persuasión de
que la colaboración social y la dignificación de la humanidad constituyen
hechos, no tanto deseables cuanto inexorables. La llamada lucha
de clases, como tal, se encuentra en trance de superación. Esto
en parte era un hecho presumible. La situación de lucha es inestable,
vive de su propio calor, consumiéndose hasta obtener una decisión.
Las llamadas clases dirigentes de épocas anteriores no podían sustraerse
al hecho poco dudoso de sus crisis. La humanidad tenía que evolucionar
forzosamente hacia nuevas convenciones vitales y lo ha hecho. La
subsistencia de móviles de violenta inducción ofrece el espectáculo
de un avance hacia la descomposición por el desgaste o hacia la
adopción de fórmulas estériles. La aspiración de progreso social
ni tiene que ver con su bulliciosa explotación proselitista, ni
puede producirse rebajando o envileciendo los tipos humanos. La
humanidad necesita fe en sus destinos y acción, y posee la clarividencia
suficiente para entrever que el tránsito del yo al nosotros, no
se opera meteóricamente como un exterminio de las individualidades,
sino como una reafirmación de éstas en su función colectiva. El
fenómeno, así, es ordenado y lo sitúa en el tiempo una evolución
necesaria que tiene más fisonomía de Edad que de Motín. La confirmación
hegeliana del yo en la humanidad es, a este respecto, de una aplastante
evidencia.
XIV Revisión de las jerarquías
Importa, seguramente, no perder de vista al hombre en esta nueva
contemplación revisionista de las jerarquías. No es perfectamente
imposible disociar el todo de las partes o acentuar exclusivamente
sobre [151] lo colectivo, como si fuese por entero diferente a la
condición de los elementos formativos. La sublimización de la humanidad
no depende de su consideración preferente como del hecho de que
el individuo que la integra alcance un grado que la justifique.
La senda hegeliana condujo a ciertos grupos al desvarío de subordinar
tan por entero la individualidad a la organización ideal, que automáticamente
el concepto de humanidad quedaba reducido a una palabra vacía: la
omnipotencia del Estado sobre una infinita suma de ceros.
Como podemos entender al hombre, o divisarle mejor, en el marco
de esa humanidad que lo realiza, será, en su jerarquía propia, atento
a sus propios fines y consciente de su participación en lo general.
Sólo así podremos hablar del problema de la redención como de una
perfección realizable por elevación, en la vida en común.
Puede que D’Alembert acertase al pronosticar la subordinación del
pensamiento-luz a la técnica y hemos visto que los problemas inmediatos,
sociales, políticos y económicos, produjeron un grado de obnubilación
suficiente para desvanecer en la zozobra colectiva los sagrados
fines del individuo.
En el seno de la humanidad que soñamos, el hombre es una dignidad
en continuo forcejeo y una vocación indeclinable hacia formas superiores
de vida. Tales factores no operan, por cierto, en una consideración
simplemente masiva de la biología social. De su ignorancia o de
su sojuzgamiento depende precisamente el éxito de nuestra época.
Sólo en ese punto podemos examinar con mejores garantías de acierto
la gran posibilidad de ese ideal de humanidad. Si no lo buscamos
a través de esta misma, como una expresión de bloque con necesidades
de bloque, sino a través del individuo, hallaremos enseguida sus
dos características esenciales: humanidad como crisol de la dignidad
y como atmósfera de libertad.
Si recordamos a Antístenes, veremos que su ideal de libertad no
era en absoluto compatible con ningún ideal razonado de humanidad.
Hay una libertad irrespetuosa ante el interés común, enemiga natural
del bien social. No vigoriza al yo sino en la medida que niega al
nosotros, y ni siquiera se es útil a sí misma para proyectar sobre
su actividad una noble calificación. Kant insinúa cuál podrá ser
el alto sentido de la libertad al situarla en el campo de la ley
moral y en el espacio del destino. Nada nos impide considerar como
destino no sólo [152] la finalidad individual, o la suma de sus
probabilidades, sino la suma de las probabilidades generales. La
misma ley moral no será considerada como ente aislado, como principio
personal, sino como visión máxima del ideal de conducta universal.
Con arreglo a ambas fuerzas presupone Kant la capacidad de autodeterminación
y la llama casualidad libre. La existencia de esa personalidad es
un postulado de la razón práctica. Pero Fichte va más lejos todavía:
El grado supremo sólo llega a lograrse –nos dice– cuando sobre ese
ciego deseo de poder y sobre la arbitrariedad del individuo se sobrepone
en uno la voluntad de libertad, de soberanía del hombre, la voluntad
racional. El hombre no es una personalidad libre hasta que aprende
a respetar al prójimo.
La conclusión de que sólo en el dilatado marco de la convivencia
puede producirse la personalidad libre, y no en el aislamiento,
puede ser el agregado indispensable al ideal filosófico de sociología,
cuya expresión más simple sería la de que nos es grato llegar a
la humanidad por el individuo y a éste por la dignificación y acentuación
de sus valores permanentes.
XV Espíritu y materia: dos polos de la filosofía
Desde los primeros tiempos el tema magno de las tareas filosóficas
fue una cuestión de acentuación. Su campo ofrecía las distintas
y aun opuestas probabilidades según que el acento, la visión preferente,
recayese sobre el espíritu o sobre la materia. La disociación se
caracterizó por un conflicto con la esencia religiosa, paladín de
la inmortalidad del alma y consecuentemente de su primacía. El problema
de los valores individuales y de los sociales dependió en todo momento
de esa acentuación, no debida, por cierto, a caprichosas veleidades.
En la larga y laboriosa investigación en que el pensamiento mundial
ha consumido sus mejores energías, se han producido, como chispazos
inesperados, revelaciones que sostienen hoy el eterno templo del
saber. Pero en el orden de sus consecuencias importa sobremanera
comprender que del hecho de subrayar, quiero decir, del lado en
que decidamos situarnos para contemplar las cuestiones propuestas,
depende nuestra calificación ulterior de lo vital. [153]
Inclinarse hacia lo espiritual o hacia lo material pudo ser una
actividad selectiva de índole pensante o de génesis científica cuando
aparecía pura en un grado anterior de la evolución. No es ésa la
situación del mundo actual, ciertamente. Los problemas presentes,
la superpoblación, la presencia de las masas en la vida pública,
la traducción política de las doctrinas, confieren aguda responsabilidad
al hecho, en apariencia intrascendente, de tomar partido en la suprema
disputa.
XVI Cuerpo y alma: el "cosmos" del "hombre"
Acaso corresponda el mérito de su iniciación al pensamiento oriental.
Cuando hallamos en los Vedas la severa afirmación de que, con carácter
sustancial, se hallan en abierta oposición alma y cuerpo o, dicho
con propiedad, espíritu y naturaleza, experimentamos la sensación
de haber chocado con una duda larvada desde el Génesis. La pugna
por reprimir la rebeldía de la materia y subordinarla por entero
al espíritu que supone la práctica del Yoga, y su tendencia por
liberar el alma de la apetencias y dolores del cuerpo, nos advierte
que la cuestión había sido enérgicamente planteada en los albores
mismos de la civilización.
Para Aristóteles el universo constituye una serie, en uno de cuyos
extremos se encuentra la pura materia y en otro la pura forma. Claro
está que en su pensamiento la forma, la causa formal del ser, su
contenido, no era otro que el alma. Pero esa polaridad enuncia con
la necesaria evidencia el carácter distinto de ambas fuerzas. Importa
no perder de vista la visión aristotélica, sobre la que descansa
en lo sucesivo la visión espiritualista mundial que ha de sucederle.
Para Platón, el problema consiste en el vencimiento por el alma
de las potencias inferiores. El cristianismo agrega a la visión
helénica la fe. El temor a la disociación, en el supuesto de la
inmortalidad, desaparece en él por la purificación.
En la escuela tomista se opera la fusión del pensamiento cristiano
con la dualidad aristotélica. Descartes, primero en encaminar a
la filosofía por una senda nueva, ignorada hasta entonces, parte
también de las bases tradicionales. Su exposición del proceso partiendo
de la [154] existencia de Dios, el cuerpo y el alma, constituye
el prólogo de una posterior explicación mecánica del universo. Fue
ésta y no su prólogo lo que la disputa general recogió. Sólo en
Pitágoras podríamos hallar una preocupación, o una tendencia, de
parecido carácter, pero la influencia cartesiana gravitó con enormes
fuerzas en el desarrollo de las investigaciones.
Berkeley y D’Alembert parecen situados, aunque la imagen no sea
perfecta, en los dos extremos de esa serie aristotélica. La vigorosa
acentuación se convertirá en un hecho de hondas repercusiones. Descartes
dejó abandonada, como al azar sobre el tapete, su teoría de la casualidad
y ésta, en otras manos, proliferó la conversión de las jerarquías
espirituales en extrañas opacidades.
Parece incomprensible que la indiferencia de un hombre dotado de
tan grave desprecio hacia la masa como Voltaire, ejerciese tan demoledora
influencia sobre los principios en que aquélla podría sustentar
su línea de valores.
La disciplina científica nos aleja ya de la visión de las esencias
centrales. Kant nos situará ante los conceptos, el espacio y el
tiempo, que Bergson convertirá en materia y memoria. Para el romanticismo
de Schelling la serie aristotélica se sostiene en el dualismo, pero
sobre el pensamiento alemán gravita ya la época. Esas fuerzas, además,
se hallan en permanente tensión. El marxismo convertirá en materia
política la discusión filosófica y hará de ella una bandera para
la interpretación materialista de la Historia.
Hemos pasado de la comunión de materia y espíritu al imperio pleno
del alma, a su disociación y a su anulación final. Ciertamente,
pese al flujo y reflujo de las teorías, el hombre, compuesto de
alma y cuerpo, de vocaciones, esperanzas, necesidades y tendencias,
sigue siendo el mismo. Lo que ha variado es el sentido de su existencia,
sujeta a corrientes superiores.
Esa acentuación oscilante lo mismo puede someterle como ente explotable
al despotismo de individualidades egoístas, que condenarle a la
extinción progresiva de su personalidad en una masa gobernada en
bloque.
En los hegelianos existió una derecha y una izquierda. Tan pronto
como esa escuela se reflejó en el poder asistimos a la formación
de sociedades de índole diversa: el hombre apareció anulado en unas,
frente a los imperativos estatales, o con vagas posibilidades de
redención [155] en otras, condicionadas por el equilibrio entre
el interés común y la jerarquía individual. En ambos casos no nos
está permitido dudar de la trascendencia de Hegel en la liquidación
de la disputa. Si la derecha hegeliana puede derivar hacia un teísmo
conservador, la izquierda se desliza necesariamente a un materialismo
no filosófico y, me atrevería a sostenerlo, no humano. Por distintos
caminos, se alcanza la pendiente marxista.
Cuando este forcejeo por la interpretación de la verdad produjo
un estado de hecho, ocasionando la crisis de los valores sociales,
surge una nueva explicación. Acaso resulte prudente considerarla.
En Heidegger y en Kierkegaard observamos un cierto esfuerzo por
retomar la vía de la antigua comunión. Obligados a sacrificar algunos
principios para caracterizarla, intentan sin embargo la rectificación.
Cuando Heidegger expone la necesidad de que éste llegue a realizarse,
a lograr una plenitud, establece su divorcio con la corriente que
bajo la arquitectura del bloque amenazaba aniquilar al hombre. Kierkegaard
proporcionó un sentido igualmente elevado a la exposición de tales
ideas restituyendo a la controversia su sentido vertical, al relacionar
nuevamente espíritu y alma con su causa y su finalidad.
Keyserling había observado el fondo del problema atentamente al
decir que el esfuerzo de los siglos XVIII y XIX fue unilateral,
pues habían dejado el alma al margen del progreso. Klages llegó
a decir que bajo la influencia destructora del espíritu llegara
a su ocaso, en un día no lejano, la vida terrenal oponiéndole en
su esencia el alma. En semejantes tiempos ya no resultaba popular
el hombre de Vico, un conocer, un querer y un poder que tiende al
infinito. Víctor Hugo, otra vez, el genial pensador francés, lanzará
en la plaza pública, frente al monumento de Setiembre unas frases
imperecederas: "...Si no hay en el hombre algo más que en la bestia
pronunciad sin reír estas palabras: Derechos del hombre y del ciudadano,
derecho del buey, derecho del asno, derecho de la ostra: producirán
el mismo sonido. Reducir el hombre al tamaño de la bestia, disminuirle
en toda la altura del alma que se le ha quitado, hacer de él una
cosa como otra cualquiera; eso suprime de un golpe muchas declaraciones
acerca de la dignidad humana, de la libertad humana, de la inviolabilidad
humana, del espíritu humano y convierte todo ese montón de materia
en cosa manejable. La autoridad de abajo, la falsa, gana todo cuanto
pierde la autoridad de arriba, la verdadera. Sin infinito no hay
ideal, sin ideal no hay [156] progreso; sin progreso no hay movimiento;
inmovilidad, pues, statu quo, estancamiento: Este es el orden. Hay
putrefacción en ese orden. Preguntad a la jaula lo que piensa del
ala. Os contestará: el ala es la rebelión..."
Semejante desafío no está dirigido a la conciencia filosófica, sino
al mundo político, pero estamos lejos de permitirnos afirmar que
en estos momentos, de tan fina sensibilidad, resulta factible una
sólida disciplina intelectual sin repercusiones en el desarrollo
de la vida social... ¿No debemos, acaso, formularnos el problema,
con ambición de eficacia, de si esa acentuación no deberá ser objeto
de una cuidadosa definición antes de referirla a los fines comunes?
Un pensador moderno ha escrito lo siguiente: Hay un trabajo sin
alegría, un placer sin risa, una virtud sin gracia, una juventud
sin suavidad, un amor sin misterio, un arte sin irradiación... ¿por
qué?...
Esa pregunta terrible acaso está todavía pendiente sobre la vida
actual. Pero puede gravitar sobre nuestro futuro si no llegamos
a relacionar y defender debidamente las categorías y valores de
ese sujeto de la vida toda, de nuestras preocupaciones y nuestros
desvelos, que es el Hombre.
Sin el Hombre no podemos comprender en modo alguno los fines de
la naturaleza, el concepto de la humanidad ni la eficacia del pensamiento...
XVII ¿La felicidad que el hombre anhela pertenecerá al reino de lo material
o lograrán las aspiraciones anímicas del hombre el camino de perfección?
De que importa activar la génesis de un pensamiento susceptible
de contemplar la futura evolución humana da pruebas el sentido de
la vida actual.
Existe una laboriosa tarea en pleno desarrollo, encaminada a modificar
sustancialmente las condiciones de vida en pro de la felicidad general.
Es importante saber si esta felicidad pertenece al reino de lo material,
o si cabe pensar que se trata de realizar las aspiraciones anímicas
del hombre y el camino de perfección para el cuerpo social. Pero
cuando volvemos a preguntarnos si la dirección de ese pensamiento
[157] ha de ser ejercida en un sentido horizontal, o si cabrá imprimirle
al mismo tiempo verticalidad, debemos antes examinar, siquiera en
busca de indicios, el panorama que se ofrece a nuestros ojos.
Advertimos en seguida un síntoma inquietante en el campo universal.
Voces de alerta señalan con frecuencia el peligro de que el progreso
técnico no vaya seguido por un proporcional adelanto en la educación
de los pueblos. La complejidad del avance técnico requiere pupilas
sensibles y recio temperamento. Si tomamos como símbolo de la vida
moderna el rascacielos o el transatlántico, deberemos enseguida
prefigurarnos la estatura espiritual del ser que ha de morar o viajar
en ellos. Ante esta cuestión no caben retóricas de fuga, porque
lo que en ella se ventila es, ni más ni menos, la escala de magnitudes
con arreglo a la cual puede el hombre rectificar adecuadamente su
propia proporción ante el bullicio creciente de lo circundante.
La vida que se acumula en las grandes ciudades nos ofrece con desoladora
frecuencia el espectáculo de ese peligro al que unos cerebros despiertos
han dado el terrorífico nombre de "insectificación". Es cierto que
lo físico no mengua ni aumenta la proporción intima, porque ésta
consiste justamente en la estimación de sí mismo que el hombre posee;
pero puede suceder que, en ausencia de categorías morales, acontezca
en su ánimo una progresiva pérdida de confianza y un progreso paulatino
del sentimiento de inferioridad ante el gigante exterior.
Frente a un complejo semejante –que en último término es un problema
de cultura y de espíritu–, son contados los medios de autodefensa.
La civilización tiende a complicarse y no parece que por el camino
de lo exterior pueda resolverse esta incógnita íntima.
El materialismo intransigente contaba sin duda con el signo mecánico
e implacable del progreso, sospechando que privado de su sombra
cósmica el hombre acabaría por sentirse minúsculo y víctima de la
monstruosa trepidación vital. Seguro de ello, proveyó a su individuo
de un sustitutivo de la proporción espiritual: el resentimiento.
Previamente había sustituido también las tendencias supremas por
fuerzas inferiores, por es "gana" que ayer integraba el cuerpo de
una teoría sumamente interesante y que hoy, defraudada y desencantada,
han convertido sus discípulos en la "nausea". Nausea ante la moral,
ante la herencia de la vida en común, nausea ante las leyes y los
procesos inexorables de la Historia, nausea biológica. [158]
Es hasta cierto punto poco comprensible que hayamos pasado con tan
peligrosa brevedad intelectual de la decepción del ser insectificado
a esa náusea con que, a espaldas de sagradas leyes, se pretende
orientar la comprensión de la existencia colectiva. Lo sintomático
de ese modo de pensar está en que no es una abstracción, como tampoco
lo era, pongo por ejemplo, el marxismo. Este operaba sobre un descontento
social. La náusea –como entelequia– opera sobre el desencanto individual.
Es la "angustia" abstracta de Heidegger en el terreno práctico:
corresponde a una sociedad desmoralizada que ni siquiera busca una
certidumbre para reclinar la cabeza. No es por tanto la teoría lo
deplorable, sino la realidad, la deformación postrera de aquella
"insectificación", sólo que esta vez el individuo insectificado
ha querido aislarse de la catástrofe con una mueca cínica.
Reconozcamos que ésta era la consecuencia necesaria y obligada del
doloroso extravío de la escala de magnitudes. Armado con ella podía
el hombre enfrentarse no sólo con la áspera y poco piadosa vicisitud
de su existencia sino con la crisis que una evolución tan terminante
había de suscitar en su intimidad. Saberse ligado a reinos superiores
a las leyes materiales del contorno, le facilitaban una generosa
concentración de fuerzas para entrar con biológica alegría en un
ciclo en que todos los fenómenos parecen desbordarse. En una célebre
fábula de Goethe le acontece a un hombre desdichado verse compelido
a una elección extraordinaria. Melusina, reina de país de los enanos,
le invita a reducir su tamaño y compartir con ella su elevada jerarquía.
Le ofrece amor, poder, riquezas, sólo que en un grado inferior:
será rey, pero entre enanos. Trasladado al país donde las briznas
de hierbas son árboles gigantescos, este hombre, el más mísero de
los mortales, añora su forma anterior. Y la añora, supongamos, porque
su escala de magnitudes le advierte que en la prosperidad o en el
infortunio su estado anterior era inimitable. En el hecho complejo
del existir el hombre es, sin más, una entidad superior.
La fábula de Melusina puede ser igualmente trasladada a otros paisajes,
y preferentemente a esos donde la desintegración y la heterogeneidad
de la vida moderna han reducido principios absolutos e ideales en
provecho del esplendor material. Se ha producido el milagro de la
fábula, pero a la inversa: al hombre no le ha sido dado elegir con
arreglo a su proporción, y aquel que no poseía un grado de fe en
sus valores espirituales, sustituyó la altiva reacción por la [159]
resignación o por el descontento, la difuminación gradual de las
perspectivas que padece quien no posee una conciencia justa de su
jerarquía, la "insectificación".
Pero semejante desviación no es consecuencia del auge de los ideales
colectivos. Que el individuo acepte pacíficamente su eliminación
como un sacrificio en aras de la comunidad, no redunda en beneficio
de ésta. Una suma de ceros es cero siempre; una jerarquización estructurada
sobre la abdicación personal es productiva sólo para aquellas formas
de vida en que se producen asociados el materialismo más intolerante,
la deificación del Estado, el Estado Mito y una secreta e inconfesada
vocación de despotismo.
Lo que caracteriza a las comunidades sanas y vigorosas es el grado
de sus individualidades y el sentido con que se disponen a engendrar
en lo colectivo. A este sentido de comunidad se llega desde abajo,
no desde arriba; se alcanza por el equilibrio, no por la imposición.
Su diferencia es que así como una comunidad saludable, formada por
el ascenso de las individualidades conscientes, posee hondas razones
de supervivencia, las otras llevan en sí el estigma de la provisionalidad,
no son formas naturales de la evolución, sino paréntesis cuyo valor
histórico es, justamente, su cancelación.
En la consideración de los supremos valores que dan forma a nuestra
contemplación del ideal, advertimos dos grandes posibilidades de
adulteración: una es el individualismo amoral, predispuesto a la
subversión, al egoísmo, al retorno a estados inferiores de la evolución
de la especie; otra reside en esa interpretación de la vida que
intenta despersonalizar al hombre en un colectivismo atomizador.
En realidad operan las dos un escamoteo. Los factores negativos
de la primera, han sido derivados, en la segunda, a una organización
superior. El desdén aparatoso ante la razón ajena, la intolerancia,
ha pasado solamente de unas manos a otras. Bajo una libertad no
universal en sus medios ni en sus fines, sin ética ni moral, le
es imposible al individuo realizar sus valores últimos, por la presión
de los egoísmos potenciados de unas minorías. Del mismo modo, bajo
el colectivismo materialista llevado a sus últimas consecuencias,
le es arrebatada esa probabilidad –la gran probabilidad del existir–,
por una imposición mecánica en continua expansión y siempre hipócritamente
razonada.
El idealismo hegeliano y el materialismo marxista, operando sobre
[160] necesidades y calamidades universales que han influido profundamente
en el ánimo general, constituyen direcciones cuya resultante será
prudente establecer. De la Historia, y aun de sus excesos, extraeremos
preciosas enseñanzas ante las que en modo alguno podemos ni debemos
permanecer insensibles. Mientras el pensamiento creía poder sostenerse
en lo fundamental, en espacios puramente teóricos, el mundo obraba
por su cuenta; pero, si lo fundamental declinó, la fijación práctica
de lo abstracto puede ejercer una influencia perniciosa en la existencia
común. Resulta entonces necesario detenernos de nuevo a examinar
nuestros absolutos y a limpiar de excrecencias y añadiduras superfluas
un ideal apto para servir de polo al sentido lógico de la vida.
XVIII El hombre como portador de valores máximos y célula del "bien general"
En esta labor se nos antoja primordial la recuperación de la escala
de magnitudes, esto es, devolver al hombre su proporción, para que
posea plena conciencia de que, ante las formas tumultuosas del progreso,
sigue siendo portador de valores máximos; pero para que sea humanamente,
es decir: sin ignorancia.
Sólo así podremos partir de ese "yo" vertical, a un ideal de humanidad
mejor, suma de individualidades con tendencia un continuo perfeccionamiento.
Sugerir que la humanidad es imperfecta, que el individuo es un experimento
fracasado, que la vida que nosotros comprendemos y tratamos de encauzar
es, en sí y en sus formas presentes, algo irremediablemente condenado
a la frustración, nos hace experimentar la dolorosa sensación de
que se ha perdido todo contacto con la realidad. Lo mismo tememos
cuando se fía a la abdicación de las individualidades en poderes
extremos una imposible realización social.
Si hay algo que ilumine nuestro pensamiento, que haga perseverar
en nuestra alma la alegría de vivir y de actuar, es nuestra fe en
los valores individuales como base de redención y, al mismo tiempo,
nuestra confianza de que no está lejano el día en que sea una persuasión
vital el principio filosófico de que la plena realización del "yo",
[161] el cumplimiento de sus fines más sustantivos, se halla en
el bien general.
XIX Hay que devolver al hombre la fe en su misión
Hoy, cuando la "angustia" de Heidegger ha sido llevada al extremo
de fundar la teoría sobre la "náusea" y se ha llegado a situar al
hombre en actitud de defenderse de la cosa, puede hacerse de ello
polémica simple, pero es conveniente repetir que no han sido teorías
fundadas en sugestiones sino en un parcial relajamiento biológico.
Del desastre brota el heroísmo, pero brota también la desesperación,
cuando se han perdido dos cosas: la finalidad y la norma. Lo que
produce la náusea es el desencanto, y lo que puede devolver al hombre
la actitud combativa es la fe en su misión, en lo individual, en
lo familiar y en lo colectivo.
Ahora bien: va anexo al sentido de norma el sentido de cultura.
Nuestra norma, la que tratamos de insinuar aquí, no es un cuadro
de imposiciones jurídicas, sino una visión individual de la perfección
propia, de la propia vida ideal... En ese aspecto no cabe duda de
que su eficacia depende enormemente de nuestra comprensión del mundo
circundante como de nuestra aceptación de las obligaciones propias.
El solo intento de trazar un cuadro comparativo entre las posibilidades
culturales de la antigüedad y las actuales resultaría descabellado.
El progreso, el incremento de relaciones, la complejidad de las
costumbres, han ampliado el paisaje en términos indescriptibles.
Es lógico pensar, por consiguiente, que la dilatación del panorama
haya redundado en limitación proporcional de la conciencia de situación.
Cuando nuestro tiempo se plantea cuestiones de Moral o de Etica
–acaso las más sustantivas e inaplazables que debemos formularnos
hoy–, no ignora que en la confusión de muchos valores desempeña
un activo papel el signo vertiginoso de progreso. La evolución humana
se ha caracterizado, entre otras cosas, por lanzar al hombre fuera
de sí sin proveerle previamente de una conciencia plena de sí mismo.
A ese estar fuera de sí puede atender mediante leyes la comunidad
organizada políticamente, y tendremos entonces un aspecto de la
norma ética. Pero para su reino interior y para el [162] gobierno
de su personalidad, no existe otra norma que aquella que se puede
alcanzar por el conocimiento, por la educación, que afirma en nosotros
una actitud conforme a moral.
De que esta norma llegue a constituir un sistema ordenado de límites
e inducciones depende absolutamente el porvenir de la sociedad.
Ni siquiera nos es posible comprender ese porvenir como suma de
libertad y de seguridad si no podemos prefigurar en él la existencia
de normas. Y no somos de los que pensamos que es preferible resolver
quirúrgicamente el problema encomendando la libertad irresponsable
al imperio vigilante de la ley. Las colectividades que hoy deseen
presentir el futuro, en las que la autodeterminación y la plena
conciencia de ser y de existir integren una vocación de progreso,
precisan, como requisito sustancial, el hallazgo de ese camino,
de esa "teoría", que iluminen ante las pupilas humanas los parajes
oscuros de su geografía.
XX La comunidad organizada, sentido de la norma
Así como en el examen que nos está permitido aparece la voluntad
transfigurada en su posibilidad de libertad, aparece el "nosotros"
en su ordenación suprema, la comunidad organizada. El pensamiento
puesto al servicio de la Verdad, esparce una radiante luz, de la
que, como en un manantial, beben las disciplinas de carácter práctico.
Pero por otra parte nos es imposible comprender los motivos fundamentales
de la evolución filosófica prescindiendo de su circunstancia.
Desde Platón a Hegel la civilización ha consumado su azarosa marcha
por todos los caminos. Las circunstancias han variado sin tregua
y, en ciertos dilatados plazos se diría que volvían y vuelven a
producirse con desconcertante semejanza. La sustitución de las viejas
formas de vida por otras nuevas son factores sustanciales de las
mutaciones, pero debemos preguntarnos si, en el fondo, la tendencia,
el objetivo último, no seguirán siendo los mismos, al menos en aquello
que constituye nuestro objeto necesario: el Hombre y su Verdad.
Cuando advertimos en Platón el Estado ideal, un Estado abstracto,
comprendemos que su mundo, en relación con el nuestro y en su apariencia
política, era infinitamente apto para una abstracción semejante.
[163] Las ideas puras y los absolutos podían fijarse en el panorama,
aprehender y configurar éste, cuando menos en su eficacia intelectual.
Podía crearse un mundo en que valores ideales y representaciones
prácticas eran susceptibles de producirse con cierta familiaridad.
Platón afirmaba: el Bien es orden, armonía, proporción; de aquí
que la virtud suprema sea la justicia. En tal virtud advertimos
la primera norma de la antigüedad convertida en disciplina política.
Sócrates había tratado de definir al hombre, en quien Aristóteles
subrayaría una terminante vocación política, es decir, según el
lenguaje de entonces, un sentido de orden en la vida común. La idea
platoniana de que el hombre y la colectividad a que pertenece se
hallan en una integración recíproca irresistible se nos antoja fundamental.
La ciudad griega, llevada en sus esencias al imperio por Roma, contenía
en fenómeno de larvación todos los caminos evolutivos.
Cuando los hechos se producían en fases simples y en estadios relativamente
reducidos, era factible representarse la sociedad política como
un cuerpo humano regido por las leyes inalterables de la armonía:
corazón, aparato digestivo, músculo, voluntad, cerebro, son en el
símil de Platón, órganos felizmente trasladados por sus funciones
y sus fines a la biología colectiva: un Estado de justicia, en donde
cada clase ejercita sus funciones en servicio del todo, se aplique
a su virtud especial, sea educada de conformidad con su destino
y sirva a la armonía del todo. El Todo, con una proposición central
de justicia, con una ley de armonía, la del cuerpo humano, predominando
sobre las singularidades, aparece en el horizonte político helénico,
que es también el primer horizonte político de nuestra civilización.
Todavía en el crepúsculo de la mitología pagana, no aparecen claros
los fines últimos del hombre. Se le concibe adscripto a la ciudad,
y más interesante quizá que su persona, es la virtud abstracta que
es susceptible de representar. No existe, por cierto, un ideal de
humanidad, aun para la clara visión de los filósofos.
El Cefiso y el Eurotas no son límites geográficos o militares, sino
también intelectuales. Al otro lado del Ponto existen la barbarie
y las sombras que Alejandro rasgará años después. El sol es un globo
de fuego un poco mayor que el Peloponeso.
La certera inteligencia de Aristóteles, que proporcionará el método
cuando los espacios nos hayan revelado gran parte de sus misterios,
se desenvuelve también en esa concepción de la jerarquía humana.
[164] Hay hombres libres y esclavos y no parece que todos se rijan
por leyes idénticas. Hay mundos en luz y mundos en sombra.
Nada de particular tiene que en tal situación, la ciudad, objetivada
y armónica, predomine con carácter irreductible sobre las desigualdades
humanas, que son desigualdades sin vocación reivindicativa. Ello
nos permitirá observar que cuando al hombre se le priva de su rango
supremo, o desconoce sus altos fines, el sacrificio se realiza siempre
en beneficio de entidades superiores petrificadas. El hombre es
un ser ordenado para la convivencia social –leemos en Aristóteles–;
el bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida individual
humana, sino en el organismo superindividual del Estado; la Etica
culmina en la Política.
Los pensamientos citados definen con carácter suficiente la fisonomía
del mundo helénico, y es preciso tener en cuenta que eran filósofos
idealistas los que la habían trazado. Sócrates intuyó la inmortalidad,
pero sobre ella no pudo fundar un sistema. Platón y Aristóteles
debían encargarse de situar a ese hombre, que divisaba con angustiada
preocupación el problema último, ante la vida en común.
Nacía el Estado, aunque la comunidad cuya vida trataba de organizar
adolecía de una insuficiente revelación de la trascendencia de los
valores individuales. La idea griega necesitaba para ser completada
una nueva contemplación de la unidad humana desde un punto de vista
más elevado. Estaba reservada al cristianismo esa aportación. El
Estado griego alcanzó en Roma su cúspide. La ciudad, hecha imperio,
convertida en mundo, transfigurada en forma de civilización, pudo
cumplir históricamente todas las premisas filosóficas. Se basaba
en el principio de clases, en el servicio de un "todo" y, lógicamente,
en la indiferencia o el desconocimiento helénicos de las razones
últimas del individuo.
Una fuerza que clavase en la plaza pública como una lanza de bronce
las máximas de que no existe la desigualdad innata entre los seres
humanos, que la esclavitud es una institución oprobiosa y que emancipase
a la mujer; una fuerza capaz de atribuir al hombre la posesión de
un alma sujeta al cumplimiento de fines específicos superiores a
la vida material, estaba llamada a revolucionar la existencia de
la humanidad. El Cristianismo, que constituyó la primera gran revolución,
la primera liberación humana, podría rectificar felizmente [165]
las concepciones griegas. Pero esa rectificación se parecía mejor
a una aportación.
Enriqueció la personalidad del hombre e hizo de la libertad, teórica
y limitada hasta entonces, una posibilidad universal. En evolución
ordenada, el pensamiento cristiano, que perfeccionó la visión genial
de los griegos, podría más tarde apoyar sus empresas filosóficas
en el método de éstos, y aceptar como propias muchas de sus disciplinas.
Lo que le faltó a Grecia para la definición perfecta de la comunidad
y del Estado fue precisamente lo aportado por el Cristianismo: su
hombre vertical, eterno, imagen de Dios. De él pasa ya a la familia,
al hogar; su unidad se convierte en plasma que a través de los municipios
integrará los estados, y sobre la que descansarán las modernas colectividades.
Roma no era la Grecia cerrada, atenta sólo al fenómeno exterior
de la barbarie persa. Ha integrado en su existencia la de otros
pueblos de costumbres, pensamientos y creencias distintas. Las necesidades
de su comunidad fueron muy superiores también. Le fue sumamente
difícil proporcionarse una idea abstracta sobre la concepción del
Estado, porque éste se había tornado proporcionalmente complejo.
Su historia es un continuo proceso de crecimiento y asimilación
que, cuando alcanza la cúspide, se interrumpe por la violencia.
Lega al mundo sus instituciones, su gloria, su civilización. Antes
del ocaso, añade a esta herencia colosal la confirmación de la dignidad
humana.
La libertad, expropiable por la fuerza antes de saberse el hombre
poseedor de un alma libre e inmortal, no será nunca más susceptible
de completa extinción. Los tiranos podrán reducirla o apagarla momentáneamente,
pero nunca más se podrá prescindir de ella: será en el hombre una
"conciencia" de la relación profunda de su espíritu con lo sobrehumano.
Lo que fue privilegio de la República servida por los esclavos,
será más adelante un carácter para la humanidad, poseedora de una
feliz revelación.
Al sobrevenir la crisis la civilización conoció siglos amargos.
El derrumbamiento del imperio, sin parangón en la historia, devuelve
el mundo a la oscuridad. Pero ésta habría sido espantosa si el crepúsculo
romano no hubiese prendido en la noche siguiente la llama inextinguible
de aquella revelación. Lo que permitirá que el hilo de oro del pensamiento
continúe a través del abismo de hogueras y sangre, es el milagro
magnífico de que el puente de las ideas religiosas no [166] sucumbiese
al chocar el hierro de los bárbaros con el agrietado mármol de Roma.
Las nuevas monarquías aparecidas al galope poseían ciertamente una
notable capacidad de asimilación, pero su proyección cultural era
sumamente reducida y el imperio de la fuerza en que debían apoyarse
hizo todavía más limitada esa posibilidad. Europa se convirtió en
una necesidad armada: así como las zonas habitadas se polarizaban
en torno a los puntos estratégicos y a los fosos de los castillos,
la humanidad se distribuyó en torno a jefes militares, caudillos
y señores. Poco o nada subsistirá de cuanto había impreso su fisonomía
a la existencia general. El principio de autoridad cae en manos
de la fuerza, en razón de ese estado de necesidad aludido. Los mismos
reyes ven menguar sus atribuciones y privilegios a medida que se
ven obligados a recurrir al poder de sus ricos señores y a solicitar
su alianza para sus empresas militares.
El saber se refugia junto a los altares. En las abadías y en los
conventos se conserva inextinguible la llama que más tarde volverá
a iluminar al mundo. Y lo que preserva de la gigantesca crisis el
acervo de los valores espirituales humanos es, con precisión, un
sentido místico: la dirección vertical, hacia las alturas, que unos
hombres de fe habían atribuido a todas las cosas, empezando por
la naturaleza humana.
La Edad Media es de Dios, se ha dicho, y en este hecho, en este
paciente y laborioso mantenerse al margen de sus tinieblas, debemos
ver la lenta y difícil gestación del Renacimiento. Fue una Edad
caracterizada por la violencia desmedida. No nos es posible hallar
en ella las formas del Estado ni contemplar al hombre. Gracias sólo
al hecho de acentuar sus desgracias, y aun su brutalidad a veces,
sobre fines e ideales remotos, pudo resultar factible la evolución
resolutiva. En el individuo, no es fácil diferenciar la conciencia
de su proporción en el ideal religioso de cuanto fue simplemente
ignorancia o superstición.
La Edad Media produjo santos y demonios, pero en su desolación,
en su pobreza, con el horizonte teñido siempre por los resplandores
de los incendios, no le quedaban al hombre otro escape que poner
sus ojos y su esperanza en mundos superiores y lejanos. La fe se
vio fortalecida por la desgracia.
El Renacimiento halló diseminados los restos de una cultura y trató
de reconstruir con ellos un nuevo clasicismo. Sobre las ruinas [167]
de los castillos feudales edificaron su trono las nuevas monarquías.
A la idea de aventura sucedió la empresa. Cuando los primeros concejos
acuden al servicio del rey con pendón al frente, y se distinguen
en las batallas, se consuma en la práctica el final de un largo
período histórico. El Estado tardará todavía en sobrevenir, pero
en torno a los monarcas, depositarios de un mandato ideal, representantes
de lo que siglos después será el concepto de nacionalidad, empieza
a gestarse la vida de los pueblos modernos. Los nobles ingleses
arrancarán a un Juan Sin Tierra la Carta Magna, los castellanos
harán jurar al trono en Santa Gadea, y los aragoneses arrancarán
a su rey los "Usajes", demostrativos de que la constitución del
Estado está en trance de ensayarse. Habrá Cámaras, rudimentarias
al principio, y los estamentos harán oír en los concejos la voz
de los gremios y de los municipios.
Esta evolución se produce bajo un signo idealista, cualquiera que
sea su realización práctica o su signo político, y en la elevada
temperatura de la Fe popular. El hombre tenía fe en sí, en sus destinos,
y una fe inmarcesible en su subordinación a lo Providencial. Tal
fe justifica en parte las titánicas andanzas de la época. Era necesaria
para lanzarse a las sombras atlánticas y sacar las Américas a la
luz del sol romano, para detener la invasión tártara en las puertas
de Europa y para levantar un mundo nuevo de la desolación. Lo conquistado
y descubierto en esa edad constituye un himno sonoro a la vocación
por el ideal. Pero es importante no perder de vista que, prescindiendo
del rigor práctico de la organización política, el clima intelectual
de la época conservó el acento sobre los valores supremos del individuo.
Cuando la escuela tomista nos dice que el fin del Estado es la educación
del hombre para una vida virtuosa, presentimos la enorme importancia
que tuvo ese puente tendido sobre las sombras de la Edad Media.
Ese hombre a cuyo servicio, el de su perfeccionamiento, estaba dedicado
el Estado, no era por cierto el germen de un individualismo anárquico.
Para que degenerase había que trasladar el acento de sus valores
espirituales a los materiales. El hombre era sólo algo que debía
perfeccionarse, para Dios y para la comunidad. La virtud a que Santo
Tomás se refería no será enteramente indiferente a la "virtud" griega,
el patrón de valores ideales para la realización de la vida propia.
Frente al humanismo, la inteligencia humana intenta divisar nuevos
caminos y orientaciones. Maquiavelo cubrirá la vida con el [168]
imperativo político, y sacrificará al poder real o a las necesidades
del mundo cualquier otra ley, principio o valor.
Grocio llamará al Estado a erigirse en administrador supremo de
la felicidad del hombre y abrirá nuevos cauces al principio de autoridad.
Los pueblos han vivido décadas y siglos intensos, han proyectado
sus fuerzas hacia espacios desconocidos, se han desdoblado, difundido
en mundos nuevos, en empresas fantásticas y costosas. Para que esto
fuese posible se precisaba un poder enorme de los recursos espirituales.
El apogeo de los absolutos iba a despertar, como consecuencia necesaria,
el desprecio a los absolutos. La intensa espiritualidad de la obra
gestaba, por reacción, el desencanto y el materialismo que iban
a producirse después. En la evolución, por primera vez acaso, se
derivaría de un extremo a otro, de un polo al opuesto, y el objetivo
a suprimir era, inevitablemente, la temperatura ideal.
Hobbes predica el absolutismo del Estado en la corriente armada
de la época, pero predica ya a un hombre desalentado. La unidad
social no parece imaginada por él como el indestructible depósito
de valores, sino como víctima. Fue el primero en definir al Estado
como un contrato entre los individuos, pero importa observar que
esos individuos eran lobos entre sí, eran seres desprovistos de
virtud y, seguramente, de esperanzas supremas; la larga cabalgada
les había rendido.
En la crisis de las monarquías absolutas, vierte su mordacidad el
genio de Voltaire. Ciertamente no necesitaba ya la sociedad su corrosivo
para fragmentarse bajo el trono. Montesquieu advirtió a la monarquía
que sería heredada en la República y Rousseau coronó el pórtico
de la naciente época. Se caracterizó por el cambio radical del acento.
Acentuó sobre lo material, y esto se produjo indistintamente, lo
mismo si el sujeto del pensamiento era el individuo, en cuyo caso
se insinuaba la democracia liberal, que si lo era la comunidad,
en cuyo caso se avistaba el marxismo.
Es muy posible que las edades Media y Moderna hayan verificado su
elección con un exclusivismo parcial en beneficio del espíritu,
pero es innegable que el siglo XVIII y el XIX lo hicieron, con mayor
parcialidad, a favor de la materia. El estado de la cultura en esos
siglos pudo prever las consecuencias, pero debemos estimar necesario
en toda evolución lo mismo lo que nos parece dudoso que lo acertado.
Rousseau cree en el individuo, hace de él una capacidad de virtud,
[169] lo integra en una comunidad y suma su poder en el poder de
todos para organizar, por la voluntad general, la existencia de
las naciones. Para Kant, lo vital en lo político era el principio
de "libertad como hombre", el de "dependencia como súbditos" y el
de "igualdad como ciudadanos". Rousseau llamará pueblo al conjunto
de hombres que mediante la conciencia de su condición de ciudadanos
y mediante las obligaciones derivadas de esta conciencia, y provistos
de las virtudes del verdadero ciudadano, acepten congregarse en
una comunidad para cumplir sus fines.
La Revolución Francesa fue un estruendoso prólogo al libro, entonces
en blanco, de la evolución contemporánea. Hallamos en Rousseau una
evolución constructiva de la comunidad y la identificación del individuo
en su seno, como base de la nueva estructuración democrática. Esta
concepción servirá de punto de partida para la interpretación práctica
de los ideales en las nuevas democracias. Pero resulta hasta cierto
punto conveniente examinar si en la concepción originaria no se
produjo, por la dinámica misma de la reacción, la supresión innecesaria
de toda una escala de valores. Podemos preguntarnos, por ejemplo,
si fue decididamente imprescindible para derivar el poder absoluto
a la voluntad del ciudadano, cegar antes en ésta toda posibilidad
espiritual. En segundo lugar es preciso tener en cuenta el largo
paréntesis que el Imperio abrió entre el prólogo y la continuación
del libro de la evolución política.
XXI La terrible anulación del hombre por el Estado y el problema del
pensamiento democrático del futuro
En ese paréntesis, el ideal que el pensamiento había abandonado
a la intemperie, es rescatado del arroyo por fuerzas opuestas, que
combatirán con extremada violencia en el futuro. No tratarán de
fijar sus absolutos en la jerarquía del hombre, en sus valores ni
en sus posibilidades de virtud; los fijaran en el Estado, o en organizaciones
de un característico materialismo.
Todavía Fichte crea un amplio espacio donde el individuo, subordinado
al todo social, puede realizarse. Hegel convertirá en Dios al [170]
Estado. La vida ideal y el mundo espiritual que halló abandonados
los recogió para sacrificarlos a la Providencia estatal, convertida
en serie de absolutos. De esta concepción filosófica derivará la
traslación posterior: el materialismo conducirá al marxismo, y el
idealismo, que ya no acentúa sobre el hombre, será en los sucesores
y en los intérpretes de Hegel, la deificación del Estado ideal con
su consecuencia necesaria, la insectificación del individuo.
El individuo está sometido en éstos a un destino histórico a través
del Estado, al que pertenece. Los marxistas lo convertirán a su
vez en una pieza, sin paisajes ni techo celeste, de una comunidad
tiranizada donde todo ha desaparecido bajo la mampostería. Lo que
en ambas formas se hace patente es la anulación del hombre como
tal, su desaparición progresiva frente al aparato externo del progreso,
el Estado fáustico o la comunidad mecanizada.
El individuo hegeliano, que cree poseer fines propios, vive en estado
de ilusión, pues sólo sirve los fines del Estado. En los seguidores
de Marx esos fines son más oscuros todavía, pues sólo se vive para
una esencia privilegiada de la comunidad y no en ella ni con ella.
El individuo marxista es, por necesidad, una abdicación.
En medio se alza la fidelidad a los principios democráticos liberales
que llena el siglo pasado y parte del presente. Pero con defectos
sustanciales, porque no ha sido posible hermanar puntos de vista
distintos, que condujeron a dos guerras mundiales y que aún hoy
someten la conciencia civilizada a durísimas presiones. El problema
del pensamiento democrático futuro está en resolvernos a dar cabida
en su paisaje a la comunidad, sin distraer la atención de los valores
supremos del individuo; acentuando sobre sus esencias espirituales,
pero con las esperanzas puestas en el bien común.
En lo político parte muy importante de tal crisis de las ideas democráticas
se debe al tiempo de su aparición. La democracia como hecho trascendental
estaba llamado a suceder ipso facto a los absolutismos. Sin embargo,
sufrió un largo compás de espera impuesto por la persistencia de
monarquías templadas y repúblicas estacionarias que, para subsistir,
creyeron necesario aplicar en leves dosis principios propios de
la democracia pura, preferentemente aquellos que podían ser adaptados
sin peligro. Tal operación dulcificó la evolución, pero sustrajo
partes muy importantes de personalidad al nuevo orden de ideas,
que a su advenimiento pleno halló, frente a colosales enemigos,
[171] muy disminuida su novedad. Sucedió así que los pueblos que
pudieron establecerla en su momento han alcanzado con ella los caminos
de perfección necesarios, y los que no lo consiguieron, han optado
por el empleo de sustitutivos, los extremismos, con tal de hacer
efectivo por cualquier vía, el carácter trascendental.
Y sin embargo lo trascendental del pensamiento democrático, tal
como nosotros lo entendemos, está todavía en pie, como una enorme
posibilidad en orden al perfeccionamiento de la vida.
En varias ocasiones ha sido comparado el hombre al centauro, medio
hombre, medio bruto, víctima de deseos opuestos y enemigos; mirando
al cielo y galopando a la vez entre nubes de polvo.
La evolución del pensamiento humano recuerda también la imagen del
centauro: sometido a altísimas tensiones ideales en largos períodos
de su historia, condenado a profundas oscuridades en otros, esclavo
de sordos apetitos materiales a menudo. La crisis de nuestro tiempo
es materialista. Hay demasiados deseos insatisfechos, porque la
primera luz de la cultura moderna se ha esparcido sobre los derechos
y no sobre las obligaciones; ha descubierto lo que es bueno poseer
mejor que el buen uso que se ha de dar a lo poseído o a las propias
facultades.
El fenómeno era necesario, de una necesidad histórica, porque el
mundo debía salir de una etapa egoísta y pensar más en las necesidades
y las esperanzas de la comunidad. Lo que importa hoy es persistir
en ese principio de justicia, pero recuperar el sentido de la vida,
para devolver al hombre su absoluto.
Ni la justicia social ni la libertad, motores de nuestro tiempo,
son comprensibles en una comunidad montada sobre seres insectificados,
a menos que a modo de dolorosa solución el ideal se concentre en
el mecanismo omnipotente del Estado. Nuestra comunidad, a la que
debemos aspirar, es aquella donde la libertad y la responsabilidad
son causa y efecto, en que exista una alegría de ser, fundada en
la persuasión de la dignidad propia. Una comunidad donde el individuo
tenga realmente algo que ofrecer al bien general, algo que integrar
y no sólo su presencia muda y temerosa.
En cierto modo, siguiendo el símil, equivale a liberar al centauro
restableciendo el equilibrio entre sus dos tendencias naturales.
Si hubo épocas de exclusiva acentuación ideal y otras de acentuación
material, la nuestra debe realizar sus ambiciosos fines nobles por
la [172] armonía. No podemos restablecer una Edad-centauro sólo
sobre el músculo bestial ni sobre su sólo cerebro, sino una "edad-suma-de-valores",
por la armonía de aquellas fuerzas simplemente físicas y aquellas
que obran el milagro de que los cielos nos resulten familiares.
Los monjes de la Edad Media borraron el contenido de los libros
paganos para cubrirlos con los salmos. La Edad Contemporánea trató
de borrar los salmos, pero no añadió nada más que la promesa de
una vaga libertad a la sed de verdades del hombre. En 1500 la humanidad
concentró sus dispersas energías para empresas gigantescas y nos
dio nuevos mundos y formas de civilización. En 1800 reprodujo el
intento y creó febrilmente, generosamente, una época. ¿No será el
nuestro, acaso, el momento de hacer acopio de las energías humanas
para conformar el período supremo de la evolución? Cuando pensamos
en el hombre, en el yo y en el nosotros, aparece claro ante nuestra
vista que nuestra elección debe ser objeto de profundas meditaciones.
La sociedad tendrá que ser una armonía en la que no se produzca
disonancia ninguna, ni predominio de la materia ni estado de fantasía.
En esa armonía que preside la norma puede hablarse de un colectivismo
logrado por la superación, por la cultura, por el equilibrio. En
tal régimen no es la libertad una palabra vacía, porque viene determinada
su incondición por la suma de libertades y por el estado ético y
la moral.
La justicia no es un término insinuador de violencia, sino una persuasión
general; y existe entonces un régimen de alegría, porque donde lo
democrático puede robustecerse en la comprensión universal de la
libertad y el bien general, es donde, con precisión, puede el individuo
realizarse a sí mismo, hallar de un modo pleno su euforia espiritual
y la justificación de su existencia.
XXII Sentido de proporción. Anhelo de armonía. Necesidad de equilibrio
Para el mundo existe todavía, y existirá mientras al hombre le sea
dado elegir, la posibilidad de alcanzar lo que la filosofía hindú
llama la mansión de la paz. En ella posee el hombre, frente a su
[173] Creador, la escala de magnitudes, es decir, su proporción.
Desde esa mansión es factible realizar el mundo de la cultura, el
camino de perfección.
De Rabindranath Tagore son estas frases: el mundo moderno empuja
incesantemente a sus víctimas, pero sin conducirlas a ninguna parte.
Que la medida de la grandeza humana esté en sus recursos materiales
es un insulto al hombre.
No nos está permitido dudar de la trascendencia de los momentos
que aguardan a la humanidad. El pensamiento noble, espoleado por
su vocación de verdad, trata de ajustar un nuevo paisaje. Las incógnitas
históricas son ciertamente considerables, pero no retrasarán un
solo día la marcha de los pueblos por grande que su incertidumbre
nos parezca.
Importa, por tanto, conciliar nuestro sentido de la perfección con
la naturaleza de los hechos, restablecer la armonía entre el progreso
material y los valores espirituales y proporcionar nuevamente al
hombre una visión certera de su realidad. Nosotros somos colectivistas,
pero la base de ese colectivismo es de signo individualista, y su
raíz es una suprema fe en el tesoro que el hombre, por el hecho
de existir, representa.
En esta fase de la evolución lo colectivo, el "nosotros", está cegando
en sus fuentes al individualismo egoísta. Es justo que tratemos
de resolver si ha de acentuarse la vida de la comunidad sobre la
materia solamente o si será prudente que impere la libertad del
individuo solo, ciega para los intereses y las necesidades comunes,
provista de una irrefrenable ambición, material también.
No creemos que ninguna de esas formas posea condiciones de redención.
Están ausentes de ellas el milagro del amor, el estímulo de la esperanza
y la perfección de la justicia.
Son atentatorios por igual al desmedido derecho de uno o la pasiva
impersonalidad de todos a la razonable y elevada idea del hombre
y de la humanidad.
En los cataclismos la pupila del hombre ha vuelto a ver a Dios y,
de reflejo, ha vuelto a divisarse a sí mismo. Si debemos predicar
y realizar un evangelio de justicia y de progreso, es preciso que
fundemos su verificación en la superación individual como premisa
de la superación colectiva. Los rencores y los odios que hoy soplan
en el mundo, desatados entre los pueblos y entre los hermanos, son
el [174] resultado lógico, no de un itinerario cósmico de carácter
fatal, sino de una larga prédica contra el amor. Ese amor que procede
del conocimiento de sí mismo e, inmediatamente, de la comprensión
y la aceptación de los motivos ajenos.
Lo que nuestra filosofía intenta restablecer al emplear el término
armonía es, cabalmente, el sentido de plenitud de la existencia.
Al principio hegeliano de realización del yo en el nosotros, apuntamos
la necesidad de que ese "nosotros" se realice y perfecccione por
el yo.
Nuestra comunidad tenderá a ser de hombres y no de bestias. Nuestra
disciplina tiende a ser conocimiento, buscar ser cultura. Nuestra
libertad, coexistencia de las libertades que procede de una ética
para la que el bien general se halla siempre vivo, presente indeclinable.
El progreso social no debe mendigar ni asesinar, sino realizarse
por la conciencia plena de su inexorabilidad. La náusea está desterrada
de este mundo, que podrá parecer ideal, pero que es en nosotros
un convencimiento de cosa realizable. Esta comunidad que persigue
fines espirituales y materiales, que tiende a superarse, que anhela
mejorar y ser más justa, más buena y más feliz, en la que el individuo
puede realizarse y realizarla simultáneamente, dará al hombre futuro
la bienvenida desde su alta torre con la noble convicción de Spinoza:
"Sentimos, experimentamos, que somos eternos."
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