Por Hugo Chumbita
NOTA
RELACIONADA
Entrevista a Hugo Chumbita, por Pedro
Pesatti

(Revista Unidos
N° 11/12, octubre de 1986). Desde la toma de la Bastilla a la
revolución del software tecnotrónico media una época donde la
revolución ha sido el eje de las energías sociales y la suprema
síntesis de una visión del mundo. El autor de la nota inscribe
en este marco las desventuras y convulsiones de la trayectoria
argentina y nuestras perplejidades generacionales frente al
prodigioso cambio de sociedad con que amenazan los profetas
del posindustrialismo. Más que haber caducado, la revolución
parece seguir en el orden del día con nuevos significados que
exigen –una vez más– encontrar nuestra propia acepción desde
la periferia de la historia.
Somos contemporáneos de la revolución. Amigos o enemigos, partidarios
o no, críticos, militantes u observadores, casi nunca indiferentes.
Nuestro universo político, la conciencia histórica occidental,
la cultura que nos explica, están atravesados por la idea dominante
de la revolución: la vuelta del eje, la abolición de una era
y la fundación de otra realidad donde nada volverá a ser como
antes.
La revolución de Estado, la gran insurrección triunfante, es
la marca de nacimiento del mundo moderno. Lo es también de nuestro
sueño irrenunciable de construir una nación a lo largo de todo
el sur de América. Un momento histórico cumplido, cristalizado
en efemérides, para la mentalidad conservadora. Un desafío pendiente,
memoria viva, desde el pensamiento inconformista. Fue el modelo
de acción política para abatir un régimen caduco, irreductible
al cambio, la discusión de fondo es si en otra época o situación
–la nuestra, por ejemplo– se reiteran esas condiciones.
Es posible llamar revolución política a cualquier episodio de
asalto al poder. Pero la revolución social se concibe, sobre
todo, como una profunda transformación cultural y económica.
Esta mudanza integral de las relaciones de propiedad, formas
productivas, régimen legal, clases dominantes, valores, creencias,
organización de gobierno, ha de ser forzosamente un proceso.
La conquista de la cúpula del Estado, con ser decisiva, no agota
el problema. La teoría de la "revolución permanente" de Trotsky
reclamaba, a partir de la toma del poder, una dinámica ininterrumpida
de cambios. Perón hablaba de la revolución como resultado de
un curso evolutivo, y cifraba su proyecto revolucionario en
un conjunto de reformas incruentas1. Se trata, en definitiva,
de la idea de una aceleración del progreso histórico, que es
posible o necesario forzar en alguna medida.
Una tercera acepción del fenómeno se centra en la revolución
técnica, el salto cualitativo en la esfera de la producción
o el trabajo humano, causa de otras mutaciones en la sociedad
y el Estado. Así como la primera revolución industrial abrió
las puertas al capitalismo liberal (y al "socialismo real"),
la actual revolución tecnológica anuncia la era posindustrial.
He aquí un tema insistente en el debate y la literatura política,
que tiende en cierto modo a eclipsar los anteriores enfoques.
¿Una forma de evadirlos, o una profundización de los dilemas?
El inventario de otras así llamadas "revoluciones" de que se
habla hoy día, se refiere a diversos ámbitos sociales, la vida
cotidiana, las ciencias, la educación, la sexualidad, etc.,
lo cual podría resumirse en la expresión "revolución cultural".
Generalmente se alude así a problemas entrelazados con la mutación
tecnológica, que sería su condición o factor determinante. ¿Es
esa terminología algo más que una moda intelectual? ¿Es esta
nueva épica intersticial el camino de la vieja y gran revolución?
Siguiendo el planteo esbozado, parece evidente que no sería
posible pensar nuestro presente sin la idea de revolución (de
alguna de ellas) y que, a la vez, ejercitar una reflexión sobre
el asunto puede aclararnos ciertas opciones actuales para quienes
venimos de la "cultura de la revolución".
Una historia en pie de guerra
La cultura (incultura, para algunos) política argentina se fundó,
obviamente en la revolución burguesa mundial, en tanto nuestra
causa de la independencia fue proyección de aquélla. Pero la
particularidad de la situación colonial, la tremenda violencia
latente en la sociedad estratificada por castas raciales, sus
contradicciones regionales y sociales, convirtieron el espíritu
insurgente inicial en una caldera explosiva. La guerra de la
independencia se prolongó en las guerras internas entre federales
y unitarios; en ellas, los diversos sectores que aspiraban a
usufructuar el nuevo poder estatal, dirimieron sus oposiciones
movilizando la furia de las masas defraudadas por las promesas
incumplidas de la revolución. La rebelión, la represión y la
violencia fueron los cánones para resolver los conflictos internos,
con la lógica despiadada de la guerra.
La República constitucional –y la integración de la provincia
bonaerense a la misma, en las condiciones de preeminencia que
imponía el proyecto de integración al mercado mundial capitalista–
fue el desenlace de las guerras que culminaron en Caseros, Cepeda
y Pavón. La capitalización de Buenos Aires, que coronó la "organización
nacional" en 1880, exigió a su vez aplastar la sublevación mitrista.
De la frustrada "revolución del 90" emergió el radicalismo,
que forzó al régimen a dar elecciones limpias mediante la práctica
reiterada de la conspiración y el golpe cívico–militar. El golpismo
no se inventó precisamente en 1930, aunque sea verdad que allí
comenzó un ciclo recurrente de intervenciones militares2. Por
otra parte, la década peronista fue algo (mucho) más que un
intervalo entre los golpes de 1943 y 1955. Fue una revolución,
en el sentido (limitado, ciertamente) que le asignó Perón, constreñida
por las circunstancias de un país atrasado y periférico. Tan
trascendente, no obstante, como para transformar la situación
relativa de las clases, cambiar la inserción del Estado en la
economía, consumar un ciclo de industrialización y modernizar
la legislación, la tecnología y la conciencia social.
El resto es historia conocida y vivida por los argentinos de
hoy: el acoso del poder gubernamental por la conspiración permanente
y la sedición institucionalizada, que desvirtuó la credibilidad
del sistema republicano. Ello generó a la vez, como réplica,
el insurreccionalismo y el foquismo revolucionario. Réplica
quiere decir respuesta, y también copia.
El modelo del golpe cívico–militar se fue "perfeccionando",
y condujo a una profesionalización del método: las FF.AA. lograron
ya en 1966 y 1976 dar el golpe como institución, manteniendo
la "cadena de mandos naturales". Onganía pretendió presidir
nada menos que la "Revolución Argentina", Videla & Cía. ya no
podían seguir con la parodia "revolucionaria", y se sinceraron
autodesignándose "proceso" de reorganización nacional. Por su
lado, la pueblada y la insurrección produjeron también su especialización
profesional, cuando las organizaciones guerrilleras formaron
sus aparatos celulares militarizados. Se subordinan o minimizan
así los recursos civiles y las apelaciones al pueblo. Es, a
fin de cuentas, el modelo de la guerra. Se retrotrae simbólicamente
la política a las gestas sangrientas del pasado, como un eco
patético, a veces caricaturesco. El ERP reivindica en sus manuales
la estrategia de San Martín y la guerra de zapa. Los montoneros
se proclaman epígonos de los últimos combatientes federales.
En la "guerra sucia" para batirlos, los militares reivindican
los galones de la "represión civilizadora", ganados exterminando
a los bárbaros de las pampas del siglo pasado.
La revolución indeseable
Haciendo una retrospectiva de corto plazo –una segmentación
arbitraria de la historia, que se usa con alegre frecuencia–,
parece absurdo que la utopía revolucionaria de horizonte socialista
haya prendido tan hondo en Argentina (y Latinoamérica) en los
años 60, que resultaban ser los más prósperos y brillantes en
mucho tiempo, particularmente en lo económico y cultural. Esto
tiene sin embargo su lógica: cuando aquel momento ascendente
abrió expectativas de cambio, removió anteriores inhibiciones
y otorgó un espacio social a los jóvenes, se encendió la rebelión
colectiva contra la vergüenza de un régimen de dependencia y
desigualdad, viciado en el plano político por la exclusión de
las mayorías.
Otra aparente paradoja es que hoy, cuando el sistema económico
evidencia toda su corrupción, su esencial obsolescencia en aspectos
centrales, cuando nos agobia una profunda frustración cultural,
no sólo ello no provoca el estado de ánimo revolucionario, sino
que prevalece una actitud prudente, conservadora, o cuanto más
reformista. También tiene explicación lógica: el Proceso, que
arrasó toda efervescencia revolucionaria, ha suscitado por contrapartida
una nueva credibilidad del modelo constitucional, como alternativa
de vida o muerte a la dictadura3.
El Proceso derrotó la revolución haciendo desaparecer a los
revolucionarios (y a cualquier sospechoso de llegar a serlo).
Pero también la desacreditaron los métodos terroristas de las
organizaciones armadas (¿cuántos de los que sobrevivimos al
terrorismo de Estado nos preguntamos alguna vez qué trato hubiéramos
recibido de los jefes de la guerrilla en el supuesto de que
tomaran el poder?) La experiencia reciente de ese poder total
orwelliano, fue un exponente aleccionador de la perversión y
locura que puede generar la autoridad omnímoda, producto casi
inevitable de la imposición armada de un "gobierno". Hemos conocido
de cerca la cara bestial, desnuda, de la dictadura más atroz
que pueda imaginarse (tan cruel como el nazismo, mucho más hipócrita).
¿Quién quiere oír hablar hoy de "dictadura del proletariado"
o de cualquier clase que sea?
Sería lamentable escribir frase alguna que pudiera ser suscripta
por los ideólogos de la guerra sucia, o por esos impolutos demócratas
que se lavan las manos condenando demasiado fácilmente las "violencias
simétricas". Pero hay que decir que este pueblo ya no puede
soportar el discurso mesiánico de la derecha ni de la izquierda.
Si la revolución ha de ser un gobierno de fuerza, si ha de implicar
de algún modo el incremento de la coacción estatal sobre la
gente, ya no es deseable aquí y ahora.
La primera obvia constatación de sentido común, indica que en
este país, convaleciente de la violencia y la dictadura, la
revolución política –en su variante insurreccional y en la otra,
más o menos duradera– no sólo es inviable sino francamente indeseable.
La revolución soft
Entonces, aparece en escena la nueva profecía: pisamos el umbral
de otra era, que traen de la mano los ordenadores y la informática.
Mirémonos en el espejo del mundo desarrollado, que prefigura
(?) nuestro destino. Europa, EE.UU., Japón, ya están de vuelta
de la sociedad industrial (la URSS, quizá, también). La época
de la revolución política se ha cerrado. Los cambios son ahora
procesados por el sistema democrático parlamentario (o por la
"democracia popular"), y todo brote revolucionario interno que
no encaje en esa institucionalidad es aplastado. Paralelamente,
se ejerce una contundente policía externa contra cualquier intento
revolucionario en otros países que pretendan salirse de órbita
(Nicaragua, Polonia, etc.). No es pequeña la paradoja de estas
potencias, impidiendo hacer a los demás lo que ellas hicieron;
nadie parece demasiado perplejo por ello.
Hay cierta coincidencia en ubicar el comienzo de la nueva era
alrededor de la segunda guerra mundial. Si pensamos la sociedad
a escala universal, no sería incoherente considerar aquel estallido
como una especie de revolución, a tono con la dimensión internacional
del presente estadio civilizatorio. Pero lo fundamental sería
el factor revolucionario tecnológico, que los primeros análisis
centraban en la energía atómica; como decía Darcy Ribeiro, la
"revolución termonuclear"4. Sin embargo, mucho menos espectacularmente
que la bomba, en 1946 había comenzado a producirse la "primera
generación" de ordenadores.5 Era una invención destinada a transformar
la producción social no ya a partir de la fuerza motriz –como
ocurrió con la máquina de vapor, y como se esperaba de la energía
nuclear–, sino incorporando una formidable capacidad de obtener
y tratar la información. No ya sustituir la energía física del
hombre, sino su capacidad mental. No una herramienta dirigida
a aumentar la producción y el consumo material, sino a potenciar
la actividad intelectual humana, que sustenta todo lo demás.
En los países desarrollados, estas innovaciones ya han comenzado
a operar sobre la realidad. La informatización, combinando la
computadora y las técnicas de comunicación, se impone velozmente
en la administración pública y privada, posibilita la automatización
de las industrias, se introduce en los sistemas educativos.
El sector informatizado de la economía se expande con mucho
mayor rapidez que los demás. Todo indica que el complejo de
actividades vinculado a la comunicación–información–educación
pasaría a ser no sólo el que ocupa más personal, sino el más
dinámico, en posición dominante o directriz.
Cada país del centro ha producido sus profetas de la nueva revolución:
en el hemisferio de influencia que nos toca, ya ha venido Alvin
Toffler a explicar su concepción de la Tercera Ola6. Esta imagen
de marketing puede sugerir muchas cosas; tal vez un golpe de
mar arrollador, tal vez un suave avance de las aguas para sumergir
o llevar los detritus del pasado (¿permitirá flotar aún al bergantín
de la modernidad?). Los gerentes de empresa, a quienes James
Burnham halagó, ofendió o escandalizó hace 40 años pronosticando
una "revolución de los managers" que señalaba sutiles coincidencias
entre el nazismo, el New Deal y el comunismo soviético7, prefieren
la ambigua metáfora de Toffler, suponiendo que les augura una
marea favorable sin necesidad de tomar ninguna Bastilla. La
seducción de la teoría, no obstante, se apoya en la clásica
noción revolucionaria; menos nítida, más compleja en sus alcances,
pero revolución al fin. En todo caso, lo único que están dispuestas
a aceptar las clases dirigentes occidentales (¿y las otras?),
es el poder informatizado, económico y estatal que refuerce
su preeminencia.
La fe de Masuda en un desenlace feliz y espiritual, no deja
de señalar la amenaza del Estado policial automatizado8. Toffler
conjetura que la sociedad posindustrial traerá profundos trastocamientos
en el terreno de la organización política, sin atreverse aún
a responder sobre los riesgos de la tecnologización del poder9.
Perplejidades
Intentando reflexionar sobre las consecuencias que puede depararnos
la ola informática, en los países subdesarrollados o semidesarrollados
de la periferia, es inevitable plantear la analogía con el impacto
del industrialismo capitalista. En tal experiencia, hace más
de un siglo fuimos arrastrados a la dependencia inestable del
mercado mundial, y se injertaron en nuestra economía los sectores
"modernos" que distorsionaron el sistema productivo en beneficio
del capital externo y los intereses de los países centrales.
Las contradicciones de un espacio nacional invertebrado se resolvieron
en función de la extraversión de sus posibilidades. Se erigió
en clase dirigente una oligarquía de privilegiados, intermediarios
y clientes de los grandes negocios internacionales.
Ante estas prevenciones, ¿es lógico cerrarnos, negarnos a la
adopción del modelo o las innovaciones tecnológicas que nos
proponen las economías más avanzadas? ¿Es lo que debíamos haber
hecho el siglo pasado en análogas circunstancias? No parece
sensato postular el rechazo de la informatización, como no lo
era ignorar el reto industrial. Sí lo es convertirnos en receptores
pasivos de lo que quieran vendernos o traernos, tanto en tecnología
como en ideología. Sí lo es adquirir los hábitos estúpidos de
los juegos electrónicos y no asumir la prioridad que ellos otorgan
a la investigación y el desarrollo tecnológico –tal como antes
nos convertimos en consumidores de sus manufacturas, en lugar
de producirlas; en vez de imitarlos, seguimos sus consejos.
Sería otra necedad ignorar las teorías sobre la sociedad posindustrial.
Pero más torpe aún traspolar servilmente sus proposiciones a
nuestro medio social. Algunas observaciones de los nuevos profetas
apuntan a cierta descalificación del sindicalismo, y propugnan
la descentralización estatal (es lo que más destacan ciertos
divulgadores, que nos recuerdan las manipulaciones de que fueron
objeto los clásicos del liberalismo o el marxismo). Sin incurrir
en la justificación de las alarmantes insuficiencias de nuestro
vapuleado Estado y el no menos castigado sindicalismo, hay que
enfrentar la ofensiva que apunta a desarmar al movimiento obrero
y las empresas estatales, justamente los pilares desde donde
es posible articular la política nacional en un país dependiente.
En todo caso, el Estado y nuestros sindicatos afrontan el desafío
de romper la esclerosis a que han sido reducidos y actualizar
una estrategia de futuro, dando respuesta a las acuciantes oportunidades
de este momento histórico10.
Sospechamos que la visible inactualidad de nuestra cultura política,
no es ajena a las vertiginosas transiciones de la historia:
ella fluye con mayor celeridad que nuestras inercias mentales.
La nueva tecnología social de la informatización ¿nos permitirá
pensar mejor el destino que buscamos? No es probable que la
computadora haga de un imbécil otra cosa que un imbécil con
computadora. Pero, quizá, si sabemos cómo defender nuestra libertad,
la máquina nos descargue de agobios, nos provea mayores elementos
de juicio, nos deje tiempo para pensar lo esencial. Todo dependerá,
como siempre, de la propia inteligencia.
Algunos de nosotros nos creímos revolucionarios, intentamos
serlo. La revolución se ha desdibujado como un paisaje en la
niebla. No sabemos si aquellas ideas que daban sentido a nuestro
mundo han pasado a la historia, o son una historia distinta
que nos espera a la vuelta de los años. Ser revolucionario sin
revolución es como nadar fuera del agua: un error, una ironía
grotesca. Sin embargo, el mundo sigue siendo tan injusto y cruel
como siempre. ¿Cómo conciliar la moral de la revolución, el
sentido heroico de la vida, con las realidades en las que tenemos
la sensación de estar empantanados? ¿Cómo conciliar el espíritu
de aventura, el reto de vivir una vida plenamente humana, con
la miseria política de hoy? ¿Cómo recuperar el derecho a la
imaginación en el desencanto de nuestra mediocre convalecencia
democrática? En este pueblo que deambula en la confusión de
sus contradicciones, hay una esperanza no articulada todavía.
No es sólo una intuición poética: la historia enseña que los
pueblos no se suicidan. La revolución nos ha abandonado. ¿Ha
cambiado, también ella? Quizás ha madurado, como nosotros. Sigamos
buscando.
NOTAS
1 J. D. Perón, La hora de los pueblos, Ed. Volver, Bs. Aires
1984, p. 160
2 Salvador Ferla, El drama político de la Argentina contemporánea,
Lugar Ed. Bs. Aires 1985, cap. 4, pág. 73–98, realiza una síntesis
muy sugerente de la presencia política de las Fuerzas Armadas,
señalando cómo Yrigoyen y el partido radical contribuyen a la
aparición del poder militar.
3 Juan C. Portantiero, De la crisis del país popular a la reorganización
del país burgués, en Cuadernos de Marcha N° 2, México, julio–agosto
1979, p. 11–19 señalaba ya cómo el tema de la democracia aparecía
ahora para las izquierdas cargado de "sentido sustancial": "Frente
a una realidad trágica que dejó atrás el optimismo de 1970,
que no coloca en la agenda de las próximas horas la 'actualidad
de la revolución', el pensamiento tiende a hacerse más prudente...."
4 D. Ribeiro, El proceso civilizatorio (ECB, Río de Janeiro
1968; CEAL, Bs. Aires 1971).
5 El primer ordenador de válvulas lo desarrollaron Eckert y
Mauchly; Yoneji Masuda, La sociedad informatizada como sociedad
post–industrial, Tecnos, Madrid 1984, p. 61–63, resume las etapas
de la "revolución de la información".
6 A. Toffler, La Tercera Ola, Plaza & Janes, Barcelona 1980;
el autor visitó Buenos Aires en abril y agosto de 1985, exponiendo
sus ideas en el IV Congreso Panamericano de Transferencia Electrónica
de Fondos y en el I Foro Argentino de Marketing. Los otros "profetas"
serían Masuda, en Japón, J. Servan–Schreiber en Francia (El
desafío mundial, Plaza & Janes, Barcelona 1981), Z. Brzezinski
en EE.UU. (La era tecnotrópica, Paidós, Bs. As. 1979), etc.
7 J. Burnham, La revolución de los directores, Sudamericana,
Bs. As. 1967 (The managerial revolution, 1941). Toffler admite
la tesis de la nueva elite gerencial o de "integradores", que
J. K. Galbraith designa como "tecnoestructura" (Toffler, op.
cit. p. 75 y ss.).
8 Y. Masuda, op. cit., p. 175.
9 Toffler comentó en Buenos Aires que ha decidido escribir un
libro sobre el tema con su mujer Heidi, pero "aún no tenemos
una respuesta precisa" (cfr. El Despertador, N° 1, Bs. As. junio
1985, p. 19).
10 En esta dirección son destacables los ensayos de Alcira Argumedo,
Los laberintos de la crisis, Folios, Bs. As. 1984: Gabriel Rodríguez,
comp., La era teleinformática, Folios, Bs. As. 1985 y otros
trabajos auspiciados por el Instituto Latinoamericano de Estudios
Transnacionales ILET).
Texto: Revista Unidos N° 11/12, octubre de 1986
Foto: Miradas al Sur, 13/12/09