Mario "Pacho" O'Donnell

FALUCHO


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Pacho O’Donnell: del cuento a la historia

Hay una faceta de Pacho O’Donnell que ha permanecido casi en las penumbras, ya que sus trabajos como historiador supieron eclipsar su obra de ficción que, ahora, con la edición de sus Cuentos completos está al alcance de todos.

“Casi todos mis libros de ficción tuvieron una vida bastante negra, porque fueron publicados cuando estaba prohibido o exiliado. Como con La seducción de la hija del portero (1975), que levantó tal alboroto que al otro día fue allanada la editorial porque al entender de los militares era pornográfico. Dijeron que si publicaban otro más le cortaban la cadena de distribución”, comentó O’Donnell en la sala Jorge Luis Borges de la Feria del Libro (5 de mayo 2010).

“Lo gracioso, o no tanto, es que hace unos años quise afiliarme a un club y para no rechazarme me pidieron que desistiese. Cuando pregunté el porqué me respondieron que era por ‘izquierdista y pornógrafo’. Una vez le preguntaron a Borges sobre el cuento y dijo: ‘Es un muchacho audaz porque llama portero a quien debería llamar encargado…’, como dando a entender que le gustaba”.

El médico especializado en psiquiatría y psicoanálisis sostuvo que fue abandonando la ficción debido a que necesitaba nuevos retos.

“Si me hubiera dedicado a una sola cosa quizá hubiese llegado a algo, no lo sé. Mi vida, como mi obra, está desparramada. Nunca estoy satisfecho con lo que hago por eso sigo buscando nuevos desafíos”.

Luego de leer fragmentos de sus cuentos Falucho y Los mayas argentinos, O’Donnell reflexionó sobre sus otras pasiones: el teatro y la historia.

“El teatro desnuda muchas cosas, revela aspectos de las personas. Cada vez que presenté una obra en el fondo tenía un deseo profundo de que nadie se hubiese dado cuenta qué es lo que mostré de mí”.

Además, comentó que en su próximo libro La batalla de la Vuelta de Obligado, buscará “reivindicar una epopeya” que ha sido desvalorizada por las corrientes ideológicas del momento.

“(José de) San Martín decía que este combate estaba a la altura de las guerras de la independencia porque se derrotó a las potencias de aquel entonces, Inglaterra y Francia. Por esto, San Martín decidió legarle su sable a (Juan Manuel de) Rosas.”
Cristina Mucci y Pacho O'Donnell - Feria del Libro de Buenos Aires

“En cambio, la bacanería argentina no entendía cómo ese gaucho bruto había disparado sus cañones a esos que ellos tanto admiraban. Vivimos presos de un mito ajeno, que nos fue impuesto. La ideología del elitismo, de una sociedad que confundía civilización con Europa y la barbarie con lo nuestro. Esta es una de las razones por las que Rosas está descalificado, ni siquiera hay calles con su nombre”.

Finalmente, opinó acerca de los nuevos enfoques que está teniendo la historia argentina: “Mi idea no es humanizar ni mostrar sentimientos. Si esto sucede es porque estos personajes son hombres, como todos. No me interesa mostrar la cama de los próceres. Eso es una patología del revisionismo contemporáneo, es convertirse en un paparazzi”.

Blog de la Feria del Libro, 6 de mayo de 2010.

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Falucho

Por Mario Pacho O'Donnell

Ruiz forcejeó con la puerta atascada hasta hacerla ceder con un crujido y el picaporte quedó vibrando en su mano mientras miraba el cielo con los ojos entrecerrados por la miopía y por el sueño. Algunas nubes, desteñidas por el amanecer, se desplazaban empujadas por el viento que también arrastraba hojas secas y papeles haciéndoles hacer piruetas entre la tierra que se alzaba de la calle. "Son nubes de viento, no de lluvia", diagnosticó, ensordecido por la costumbre al concierto de sapos y grillos. Una cua­dra más allá se hamacaba el único farol del barrio arrojan­do baldazos de luz sobre las casas humildes desparramadas anárquicamente, sin otra ley urbanística que la necesidad.

Con movimientos pausados pero sólidos Ruiz volvió a cerrar la puerta tirando del picaporte hacia arriba para encajarla en su marco. "Revisar las bisagras", volvió a pensar como si ese pensamiento no fuera más que el último paso de la maniobra porque sabía, estaba seguro, de que no se trataba de un simple tornillo flojo sino que la madera barata había terminado por hincharse y arquearse desigualmente. Como también se había curvado el techo, amenazando con derrumbarse en cada lluvia. Es que las casas prefabricadas, sobre todo las muy económicas, terminan por arruinarse. Como los pantalones o los ventiladores. Les pasa como a las de los chanchitos haraganes del cuento de Juan Carlitos, viene el lobo y de un soplido las echa abajo. Aunque el cuento de la realidad es distinto.

Porque Ruiz no era haragán. Él trabajaba igual que todos. Igual que la mayoría. No podía decirse que su trabajo lo entusiasmaba pero tampoco le sacaba el bulto. Nunca ha­bía sido flojo para eso, ni de chico.

No iba a llover y eso lo alegraba. Pero en esto no te­nía nada que ver el techo abombado porque Ruiz nunca lo miraba. Había aprendido a no levantar la vista y enton­ces las manchas de humedad y las junturas desplegadas no existían. Cuando el techo se derrumbara, si se derrumba­ba, porque hacía ya varios años que amenazaba inofensi­vamente, entonces habría que ocuparse de eso. Porque no hay forma de reparar el cartón prensado. Solamente es cuestión de esperar y confiar en que no pase nada. O en que dure lo más posible.

Lo de la lluvia, mejor dicho lo de la no lluvia, era bueno porque entonces no habría peligro de que el parti­do se suspendiera. La noche anterior se había acostado con alguna preocupación porque la luna mostraba a su al­rededor ese halo claro que es presagio de tormenta. Pero no, hoy el día despuntaba promisoriamente.

Ruiz abrió la boca y los pulmones se le llenaron del aire que después expulsó en un bostezo que fue agonizan­do en una especie de quejido. Puso la pava sobre el fuego y dejó la yerba sobre la mesa. Después se sentó a esperar, con la mirada fija en las llamas, pensando. Pensaba en Juan Carlitos porque el viento empujaba la casa, hacién­dola crujir y entonces se acordó del lobo y los chanchitos que a Juan Carlitos le gustaban tanto. Antes, porque aho­ra había crecido y ya no lo perseguía con el librito.

A Ruiz le hubiera gustado haberle dicho menos veces que no tenía tiempo, que estaba cansado, que se lo pidiera a la madre. ¿Dónde estaría el librito? Hacía mu­cho que no lo veía y lo entristeció pensar que se habría roto o perdido. Ojalá que estuviera en el fondo del rope­ro. Se prometió buscarlo. No sabía para qué, a lo mejor para guardarlo de recuerdo. Porque Juan Carlitos ya no leía esas cosas. Ahora Juan Carlitos se encerraba en el baño.

—Tenés que hablarle —le había dicho su esposa. O su compañera. O su concubina. Nunca supo cómo lla­marla. Yolanda. Que ahora dormía con esos resoplidos que le llegaban de la pieza de al Iado. En cambio a Juan Carlitos no se lo escuchaba. Los chicos no hacen ruido al dormir. Respiran mejor. Cuando uno envejece se va po­niendo feo y hace ruido al dormir.

Cuentos del fútbol argentino

Antología de una pasión nacional

Selección y prólogo de Roberto Fontanarrosa

Es probable que esta antología haya comenzado a gestarse en su antecedente inmediato, que con selección y prólogo de Jorge Valdano reunió hace dos años a escritores de España y América latina tras una tapa con el mismo título de este libro (sin las restricciones del gentilicio, por supuesto). O quizá todo haya empezado en los pies de los jugadores que pasaron por el inolvidable Alumni, allá cuando el siglo actual nacía, para, después de décadas, crecer con las gambetas y los goles de Sarlanga, Di Stéfano, Bianchi, Kempes o Maradona; los relatos de Fioravanti o Muñoz, y los anhelos de cualquier chico que en un potrero soñó con llegar a primera... Quién sabe. Tampoco interesa demasiado. Lo realmente importante es que este deporte plástico y viril para unos, violento e insensato para otros, ya forma parte, a su modo, de nuestra historia literaria. Y, para demostrarlo, Roberto Fontanarrosa seleccionó textos que van desde la anécdota chispeante y el relato ingenioso hasta la pintura del drama social y humano que a veces envuelve tanto al ídolo como al más miserable de los hinchas.

Dentro de esta variada gama, las aguafuertes más logradas corresponden a Osvaldo Soriano, Alejandro Dolina y el propio Fontanarrosa, quienes, conocedores de los códigos barriales, recrean satíricamente y con envidiable ingenio la magia del picado, los amistosos y las sacrificadas ligas regionales.

Por su parte, Guillermo Saccomano, Juan Sasturain y Marcos Mayer se ajustan a las reglas del cuento creando obras que se despegan de lo anecdótico y alcanzan la dimensión artística necesaria para bucear en el fracaso, el resentimiento, la locura y los sueños que habitan en el fútbol como fenómeno social. A los trabajos de ellos se suman dos obras maestras del género: "Falucho", de Pacho O`Donnell, que desnuda con crudeza el mundo anónimo de un hincha y sus absurdas ansias de heroísmo, e "Insai izquierdo", de Humberto Costantini, que narra magistralmente la inestable relación entre un gran jugador venido a menos y sus simpatizantes.

En este mismo sentido, el de las relaciones humanas (pues qué es si no esa suerte de rechazos y adhesiones entre la hinchada y el deportista), se expresan los trabajos de Juan Pablo Feinman, Liliana Heker y Marcelo Cohen. Es de lamentar que el cuento de este último narrador, aunque excelente, esté ambientado en España y que el lector deba realizar una forzada conversión de términos como chutar, portería y carrerilla, más cuando de fútbol argentino se trata. Del resto de los autores, Rodrigo Fresán, Luisa Valenzuela, Elvio Gandolfo y Héctor Libertella no consiguen despegarse de lo meramente anecdótico y, al respecto, cabe mencionar que varios de los trabajos son inéditos, lo que mueve a la sospecha de que fueron realizados especialmente para esta antología y, por ende, no alcanzan el vuelo de lo escrito sin la imposición del tema. Aunque nunca falta la excepción, y en este caso se trata de Inés Fernández Moreno, quien, sorprendiendo desde su condición de mujer, compone un breve y formidable cuento en el que se rinde homenaje a los relatores radiales y se pone de manifiesto la ilusión colectiva que genera la camiseta albiceleste.

Por último, y para demostrar que nadie podía permanecer ajeno a esta pasión de multitudes, Fontanarrosa incluyó en su selección una aguafuerte "lunfarda" del recordado periodista Luis Sciutto, quien con el seudónimo de Diego Lucero dejó unas inolvidables crónicas deportivas, y un cuento de Bioy Casares y Borges, que por medio del célebre Bustos Domecq asisten al extraño caso de la desaparición de los estadios de fútbol. En fin, una antología para todos los gustos y para todos los aficionados, no importa cuál sea el cuadro de sus amores.

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Se alzó dándose un suave envión con las manos so­bre las rodillas y caminó hasta la ventana para observar el reflejo de su cara pintada de celeste por la claridad del sol a punto de aparecer. "El sol de Mayo" pensó sin darse cuenta recorriéndose la cara con la yema de los dedos.

Su cara siempre le había parecido ajena, como si no le perteneciera. O como si nunca la hubiera tenido en cuenta. En realidad pocas veces había podido ocuparse de su cuerpo. Ni siquiera cuando hundía el miembro en la cavidad que Yolanda le ofrecía de vez en cuando. Como la noche anterior, en que una vez más se habían abrazado con esa violencia que sólo era una desesperanzada bús­queda del verdadero placer que sus cuerpos no estaban entrenados para alcanzar. Algunas veces, al principio.

La pava comenzó a soplar y Ruiz apagó la hornalla. Cebó el mate y lo probó cuidando de no quemarse. Después buscó la tijera y la radio portátil y por fin cargó con alguna dificultad la pila de diarios que, como todas las se­manas, había ido creciendo en un rincón. Eran varios los que lo ayudaban a juntarlos: algunos en el ministerio, el panadero del cruce, el zapatero que vivía en el fondo. An­tes Juan Carlitos también lo ayudaba, pidiéndoles diarios a sus compañeros de escuela o recorriendo el barrio y gol­peando las puertas. Antes. Últimamente Juan Carlitos se interesaba menos por sus cosas. Ya no lo acompañaba tampoco al ministerio para meterse en el ascensor y que­darse muy serio, casi solemne, observando cómo el padre accionaba la palanca, abría y cerraba las puertas, numera­ba los pisos, respondía a las consultas.

—Al fondo del pasillo, izquierda, oficina doscientos diecisiete.

Era lindo darse importancia comentándole en voz baja que ese señor que acababa de bajar en el cuarto tenía un vagón de guita o guiñarle el ojo para hacerlo cómplice de su trato confianzudo con la rubia medio puta y des­pués guiñárselo otra vez con una sonrisa dándole a enten­der lo que nunca había sucedido. A veces se hacía el gra­cioso y gritaba los pisos con voz aflautada y entonces se reían juntos. Sí, era lindo que Juan Carlitos lo admirara como cuando le contó que Zubeldía había subido en el ascensor y que habían charlado de fútbol.

—Se ve que es un tipo macanudo.

Después le prometía:

—La próxima vez que suba le voy a pedir un autó­grafo para vos, ¿querés?

Y Juan Carlitos sacudía la cabeza esperanzado, los ojos brillantes. Pero Zubeldía nunca más volvió a viajar en su ascensor, y de haberlo hecho Ruiz quizás no se hu­biera animado a ir más allá del "chau Zubeldía" intimida­do de la primera vez, apenas correspondido con una son­risa rápida y dos o tres dedos levantados.

Juan Carlitos tampoco volvió a subir al ascensor porque fue creciendo y ahora se pasaba la mayor parte del día con esos amigos que a Yolanda no le gustaban.

—A mí no me gustan y no me gustan. Juan Carlitos es muy bueno y se deja convencer por cualquiera. El pa­dre del rubio gordito ése está preso por chorro.

Yolanda iba aumentando la presión y se encrespaba como gallina enfurecida.

—Tenés que hacer algo, Ruiz, antes de que sea de­masiado tarde. Vos sos el padre, ¿no?

Pero a Ruiz no le era fácil conversar con Juan Carlitos. Las cosas ya no eran como antes, cuando Juan Carlitos es­cuchaba en un silencio admirado lo que ocurría dentro del ascensor. Ahora no, ahora el hijo estiraba irónicamente o bostezaba demostrándoles aburrimiento. También decía, a veces tranquilo, otras furioso, otras entusiasmado:

—Yo no voy a ser un boludo como ustedes que se cagaron la vida por pobres. Yo voy a tener guita.

Ruiz había dejado el mate vacío sobre la mesa y con la tijera cortaba tiritas de uno de los diarios. Después tomaba un ramillete de las tiritas para seccionarlas trans­versalmente haciendo que los papelitos cayeran dentro de una bolsa de polietileno que había ubicado entre sus pies. La radio transmitía música y avisos y de vez en cuando los locutores se referían a la fecha patria, a la jor­nada en que nuestros antepasados sellaron la argentini­dad dándonos la libertad que ahora gozamos, ese día llu­vioso en que a la faz de la tierra surgió una nueva y gloriosa nación.

Ruiz recordó desvaídamente aquel cuello alto que había dibujado en la escuela. ¿De quién era? Lleno de fi­ruletes que había que pintar con el lápiz amarillo y des­pués rellenar los espacios de azul. Juan Carlitos había di­cho que no quería ir más a la escuela y a Yolanda se le ha­bían llenado los ojos de lágrimas. "Vos no querés ser un boludo como nosotros", le había dicho él, "para eso tenés que estudiar". Juan Carlitos ni siquiera los había mirado, como quien escucha a locos o a idiotas para enseguida ir a juntarse con la barra, a desaparecer durante la mayor par­te del día, a esconder sus descubrimientos, sus secretos, sus proyectos. Para Juan Carlitos crecer era maltratarlos, a él y a Yolanda, enrostrarles su fracaso, demostrarles que eran unos boludos, buscar una manera distinta de vivir. Les mostraba lo que ellos no querían ver, en un acuerdo mudo y viejo. El techo vencido, los malvones que no po­dían crecer en la tierra gredosa, las cuadras de tierra o ba­rro hasta el único colectivo de la zona, el fastidio de bus­car agua en la bomba.

—Banderas argentinas, distintivos, compre en Lon­gobardi —decía la radio. Después:

—Pase las fiestas patrias con su familia en restau­rante "Savoy". Juegos, cotillón y mucha alegría. Precios familiares.

Los papelitos seguían lloviendo dentro de la bolsa. Ruiz alzó los ojos y miró el cielo encuadrado por la venta­na, sin curiosidad, sabiendo que ya había amanecido y que el azul estaría emblanquecido por las nubes. "No va a llover", insistió inútilmente.

El azul y blanco de nuestra bandera, de nuestra na­cionalidad, de nuestra fecha patria que servía para que los locutores invitaran a comprar, viajar, festejar, bailar, todas esas cosas que ni él ni Yolanda podían permitirse porque con lo que él ganaba durante las doce horas diarias que se pasaba en el ascensor, y gracias que le habían dado cuatro horas extras, y con las changas de costura y lavado que Yolanda conseguía en el barrio, apenas les alcanzaba para vivir.

Juan Carlitos tenía razón, era un boludo, pero él había vivido como le enseñaron, él siempre creyó que eso era lo que había que hacer. Trabajar para progresar, for­mar una familia, tener una casa, criar hijos. Eso era la vi­da. Pero a lo mejor Juan Carlitos tenía razón, a lo mejor ellos eran unos boludos porque no podían pagar nada de lo que la fecha patria les ofrecía. Solamente esa escarapela que todavía estaría prendida del uniforme.


90 minutos. Relatos de fútbol

Empezó el partido. Arde el fuego de la pasión entre todos los hinchas. Esa pasión que inflama sus corazones con el mismo entusiasmo que al pibe que va con el padre por primera vez a la cancha, a conocer en persona al equipo que será dueño de su amor por el resto de su vida. Este libro homenajea esa pasión con cuentos sobre padres e hijos, hinchas, relatores y jugadores de ayer, que dejaban la piel en el césped más allá de los premios y los sueldos, se peinaban con gomina por respeto y se bancaban todos los guadañazos, descosiendo los hilos gruesos de las pelotas de tiento y salían a la cancha aún con fiebre o resaca, haciendo de su profesión un culto al amor por la camiseta.

Para ustedes, fieles amantes del deporte más popular, son estas historias.

Fuente: Programa Libros y Casas,

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—Mañana todos traigan escarapela —había indicado Martucci—. Orden de arriba así que nadie se olvide.

Ruiz la había comprado en la estación. La más ba­rata. Siempre compraba lo más barato. Lo que podía comprar un hombre que se pasaba doce horas subiendo y bajando por la médula del ministerio encerrado en esa ca­ja metálica que conocía más que su propio cuerpo. Como si fuera su propio cuerpo. Ruidos, latidos, cansancios. En el tercero siempre se pasaba así que había que tirar de la puerta un segundo antes. El picaporte del sexto estaba duro y había que aceitarlo. Las lamparitas de los indica­dores del segundo, cuarto y sexto estaban quemadas des­de hacía meses. El cartel en planta baja decía que el ascen­sor no paraba en el primero pero estaba tan despintado que la gente aprovechaba para no hacerle caso y Ruiz no se animaba a seguir hasta el segundo, conformándose con la idea de que lo hacía porque era un buen tipo.

—Lo que pasa es que ustedes son unos cagones, nunca se animaron a progresar, porque para triunfar en la vida hace falta tener bolas. Y yo voy a triunfar aunque tenga que hacer cualquier cosa.

El padre del rubio gordito estaba en cana por cho­rro. Un año y chau, libre. La guita nunca la encontraron. Después iba a poder viajar a Carmelo, aproveche las fies­tas patrias, el Uruguay lo espera, un verdadero crucero de placer o ir al match de polo que se jugará esta tarde en conmemoración de la gesta de Mayo enfrentándose los conjuntos de Coronel Suárez y Santa Ana, reeditando una vez más la clásica confrontación con la presencia de altas autoridades nacionales.

Ruiz movió la mano en el aire, bruscamente, como ahuyentando las moscas que volaban más allá, atraídas por la luz, describiendo trayectorias perezosas. Y desde­ñándolo. El insecticida más barato por favor. El Raid es muy caro. Total son iguales. Pero las moscas seguían dibu­jando curvas y contracurvas haciéndose invisibles al en­trar en la penumbra de los rincones o al aterrizar sobre el piso oscuro.

Se estiró para tomar una Crónica vieja y antes de cortajearla leyó el título de enormes letras: "Perón enfer­mo". En ese momento Yolanda entró en el cuarto y Ruiz se dio cuenta de que hacía ya un rato que se escuchaban ruidos desde la habitación vecina. No se miraron. Hacía mucho que no se miraban. Como si no hubiera nada que ver en ellos. Como si no hiciera falta mirarla para saber que Yolanda tendría la cara hinchada y surcada por las marcas de la almohada, algún mechón balanceándose de­lante de su frente, el batón descolorido atado con una piola, ese cuerpo gordo que se hundía gelatinosamente debajo de sus manos cuando trataban de inventar el amor, sus pies arrastrando los mocasines viejos.

Durante un rato sólo se escuchó la radio, el tijere­teo y los preparativos de Yolanda para el café con leche.

—¿A qué hora llegó Juan Carlitos?

Ruiz alzó los hombros y estiró la boca aunque Yo­landa le diera la espalda.

—Cada día llega más tarde —insistió ella mientras Ruiz levantaba la bolsa transparente para constatar el ni­vel de los papelitos. Iba por la mitad. Yolanda miró en de­rredor y después apagó la luz. Para ahorrar. Hornear pan viejo, secar cuidadosamente la hojita de afeitar, usar la ro­pa hasta deshacerla, no tomar jamás un taxi, tener sola­mente un hijo y abortar los demás.

—Mejor criar uno bien y no muchos mal —habían sollozado juntos, la piel de Yolanda hirviendo por la fie­bre, aterrorizados por el castigo divino.

Pero a Juan Carlitos no le bastaba lo que ellos le daban.

—Los demás pibes tienen muchas pilchas y yo, mi­rá, parezco un atorrante, parezco.

Entonces Yolanda bajaba la mirada, con vergüen­za, dándole la razón y Ruiz gritaba, enfurecido, y lo co­rría para pegarle, al único hijo que no habían abortado para darle todo, para que no le faltara nada, no le queda­ba otra alternativa que ésa, aullar fuera de sí, esquivando las sillas que Juan Carlitos volteaba a su paso, forcejear con Yolanda que lo puteaba, que lo atajaba con esa fuer­za que siempre lo sorprendía, que le gritaba que también era hijo de ella, que si le tocaba un solo pelo se iban a ir de una vez por todas y lo iban a dejar solo. Solo como un perro. Después venían esos días terribles, angustiantes, en que tampoco le quedaba otra alternativa que estar en silencio, inventando una cara de severo, de padre enoja­do, porque a un padre no se le falta el respeto, no debía permitirlo, el suyo jamás lo había permitido, mientras por dentro se derretía en ganas de que lo mimaran, de que Yolanda y Juan Carlitos le sonrieran y lo tomaran en broma. Pero Juan Carlitos, hamacándose en la silla, escon­diendo tristeza detrás de esa voz displicente, fría, anunciaba que iba a dejar de estudiar para trabajar.

—En algo bueno, que dé guita.

—Hacé lo que quieras —decía entonces Ruiz, como si no le importara, porque un padre no afloja, un padre se tiene que hacer respetar.

—Sos muy blando vos, este chico va a terminar mal—. Entonces él:

—Mirá quien habla, si vos lo estás defendiendo siempre.

Ella:

—A golpes no se arreglan las cosas. Vos siempre querés arreglar las cosas a golpes. Lo que Juan Carlitos ne­cesita es que le hables, que le expliques.

Como si Ruiz supiera cómo eran las cosas. A lo mejor Juan Carlitos tenía razón. Qué podía explicarle él. Boludos.

Se alzó de su silla y caminó hasta la puerta del dor­mitorio, se asomó y vio el bulto sobre la cama. Retuvo la respiración para escuchar la de Juan Carlitos y después volvió a sentarse, aliviado. Siempre había sido igual. Cuando Juan Carlitos era chiquito se sobresaltaba y corría hasta la cunita para constatar que respiraba. Lo acariciaba a lo mejor tratando de que se despertara y así estar con él un rato, por lo menos un rato, arrojarlo al aire y abarajar­lo entre las risas exaltadas del pibe, que no dudaba en confiar en esos brazos.

Porque entonces Juan Carlitos confiaba en él. No lo juzgaba. Y a Ruiz le gustaba agacharse sobre la cuna y besarlo en el cuello aspirando ese olor a bebé, mezcla de transpiración, talco y pis, taparlo cuidadosamente para que no tuviera frío y desear que llegaran el sábado y el do­mingo para estar con él. Porque durante la semana su hi­jo dormía cuando se iba al ministerio y al regresar ya esta­ba durmiendo otra vez y el día de Juan Carlitos se reducía a los relatos de Yolanda a veces entusiastas y a veces can­sados de acuerdo a su estado de ánimo. "Y qué más", pre­guntaba Ruiz, insaciable.

Casi sin darse cuenta había recortado la palabra "Perón" y la había dejado a un lado, indemne. Después se estiró para recoger otro diario. Yolanda se sentó a su lado y Ruiz sin necesidad de mirarla supo que sus ojos se per­dían en el vacío mientras revolvía el café distraídamente. Tuvo la impresión de que iba a decir algo pero también supo que iba a seguir en silencio. Como de costumbre, como si ya no hubiera nada de qué conversar. También era habitual esa sensación de desagrado, esas ganas de que Yolanda no estuviera tan cerca, de que no tuviera esa ba­rriga que lo avergonzaba cuando salían juntos, que el la­bio superior no terminara en esos pelos absurdos, que no se succionara la saliva tan seguido. Pero su rechazo se en­roscaba indisolublemente con la ternura, con el no poder imaginarse sin Yolanda, agradeciéndole que lo salvara de la soledad total, del no poder compartir ese absurdo de lo cotidiano.

—...constitución de los equipos —estaba diciendo el locutor y Ruiz hizo un movimiento veloz para elevar el volumen. Escuchó varios avisos intercalados, jabones; la­varropas, muebles, vinos, la mayoría referidos al glorioso 25 de Mayo. Después siguieron los nombres de los juga­dores, con las pausas al final del arquero, backs, línea me­dia y delantera. Escuchaba con atención, con verdadero interés, esperando a Vélez.

Porque el fútbol, su pasión por Vélez, era lo único que insuflaba algún entusiasmo en la vida de Ruiz.

Antes del Prode él era el encargado de organizar la polla en el ministerio y durante años recolectó los papelitos y las apuestas con una prolijidad y una honestidad obsesivas. El fútbol y Vélez eran sus temas de conversación inevitables.

—¿Y Ruiz, qué les pasó el domingo? —le decían con expresión sobradora cuando perdían y otras era él el que se hacía cargadas eufóricas, con esa brevedad de los viajes en ascensor. De fútbol también conversaba en el bar, intercalando sorbitos de grapa. El fútbol era lo único capaz de ha­cerle mover los brazos cuando hablaba, alzar la voz con én­fasis, dar golpes sonrientes en espaldas ajenas, y recibirlos.

—Vélez Sarsfield formará de la siguiente manera —la puta madre, otra vez lo ponían a Asad en vez del pibe de la tercera.

—¿Me planchaste la bandera? —preguntó casi con sadismo, vengándose del director técnico, descontando en la boca de Yolanda esa mueca crispada de todos los domingos. O de ese 25 de mayo en que también había partido. Fomentándole la envidia por ese pedazo de su vida que ella trataba de equilibrar infructuosamente con los fatigosos viajes hasta Garín para visitar a su prima Gladys, dejando pasar el tiempo hasta que él volviera des­pués del partido y de los comentarios en el bar. Haciendo de cuenta que ella también tenía cosas que hacer, escenas donde incluirse.

Las manos redondas y opacas que aparecían a un costado del campo visual de Ruiz, sus arrugas dibujando un follaje tupido y tenue, más allá de la tijera incesante y de esas tiritas de los diarios, desgarraron un pedazo de pan con torpeza y sin brusquedad mientras la voz rumoreaba esa protesta invisible que Ruiz hacía ya mucho que no oía. Como no se escuchan los ruidos sin sorpresa que ter­minan por parecerse al silencio. Que si se creía que no te­nía nada que hacer, que ya estaba harta de lavar esa por­quería, qué se creía, que en vez de ocuparse de Juan Carlitos, que el único día que tenían para estar juntos, que si por lo menos volviera enseguida en vez de quedar­se en el bar, que eso no era vida. Todo dicho en un susu­rro, sin entusiasmo, como un episodio de una liturgia sin contenido.

Ruiz miró la bolsa. Ya faltaba poco. Dejó la tijera y el diario mutilado sobre la mesa y volvió a forcejear con la puerta hasta abrirla. Dio unos pasos y respiró hondo. Sa­bía que a pocos centímetros de sus pies desnudos estaban los palos secos y amarillentos de los malvones pero no los miró.

—Ni las plantas crecen en este lugar de mierda —ha­bía dicho Juan Carlitos con un tono afilado que lastimaba más por la decepción que escondía que por la agresividad que demostraba. Confusamente, pero con la suficiente claridad como para no poder defenderse con la acusación o el despecho, Ruiz descifraba en Juan Carlitos la necesi­dad de atacarlos, de destruidos en su interior, de no que­rerlos por miedo a quedarse él también enredado en esa vida que no deseaba como futuro. Ruiz sólo podía escu­darse detrás de ese tono de padre severo que esgrimía de­sesperadamente, como la silla del domador, para que los zarpazos de Juan Carlitos no lo alcanzaran. Que no lo destrozaran. Por Dios, que no lo destrozaran tanto.

—Si querés irte te vas, podés irte cuando quieras, pendejo de mierda, insolente.

De vuelta venía el zarpazo inevitable, eficaz, des­piadado.

—Cuando pueda me voy, claro que me voy a ir.

Y se iba a ir, Ruiz sabía que se iba a ir. Otra vez miró hacia arriba. Un pajarito cruzó su visión con un vuelo des­parejo. El viento traía el olor a azafrán de la fábrica vecina. A lo lejos un vecino alzó el brazo para saludarlo y él le con­testó. Era Medina el paraguayo, estibador, hincha de Boca. Con Boca habían empatado en la primera fecha. Si no hu­biera sido porque Benito se erró ese gol en el último minu­to. Los cadáveres de los geranios al lado de sus pies. No iba a hacer mucho frío. Más o menos. La bufanda y listo. Era brava la hinchada de Chacarita, medio cabreros eran. Abrió y cerró la mano para desentumecerla, para espantar esa fa­tiga dolorosa de la base del pulgar. Un poco más y la bolsa estaría llena y sus dedos podrían descansar. Toda llena has­ta el tope. Los papelitos y la bandera. Mucho más chica que la de la barra brava, ésa que habían tardado dos meses en coser, quince metros tenía. Pero la suya era linda también. Era lindo que fuera suya. Ruiz respiró hondo y el frío le ocupó el tórax. También era lindo que fuera jueves y él ahí en la puerta de su casa, lejos del ministerio, lejos del ascen­sor de mierda, sintiendo el aire frío que entraba y salía de su cuerpo. Sin que el turro de Martucci se paseara frente a los ascensores con la pinta de un general, como si fuera el due­ño del ministerio. Todo porque lo habían puesto en la cate­goría superior y eso lo hacía sentirse con derecho a tratarlos como si fueran no sé qué, sus esclavos. Algún día lo iba a hacer cagar al Martucci ese. Ruiz no se dio cuenta de que de inmediato había suspirado con resignación, como sabiendo que jamás lo iba a hacer cagar a Martucci. A Mar­tucci ni a nadie. Porque para hacer cagar a alguien había que tener algún poder, alguna fuerza, como las treinta lucas más de sueldo de Martucci o la juventud de Juan Carlitos o la hijaputez del bigotudo sonriente que les había vendido la casa. Garantizada por veinte años.

Pero era lindo que ese jueves fuera feriado, gracias a los próceres que hacía un montón de tiempo habían de­clarado la independencia. No, la independencia no. La li­bertad. Dado la libertad. Se acordó: Saavedra, aquel tipo serio con el cuello alto que había que pasarse largo rato pintando de amarillo y azul. Cualquier cantidad de firule­tes. Un día lluvioso y paraguas. Si ese 25 de mayo hubie­ra habido fútbol a lo mejor la fecha se suspendía. El cabil­do, no, con mayúsculas, el Cabildo. Palomas. ¿Habría palomas entonces? A lo mejor habrían cagado encima de alguno de los próceres. Decidió guardar el chiste en su memoria por si se daba la oportunidad.

Ruiz había vuelto a empuñar la tijera y cortaba la última Razón. Los papelitos caían en infinitas trayecto­rias. Algunos girando sobre sí mismos, otros hamacándo­se en el aire, otros a plomo, otros esquivando la boca de la bolsa para aterrizar sobre las baldosas. En los fondos de su conciencia, Yolanda evolucionaba por la habitación, qui­zás preparándose para visitar a la prima de Garín y ha­ciendo con la boca ese ruido de succión que se parecía tanto a un permanente chasquido de fastidio.

—Aprovechen las fiestas mayas para visitar el túnel subfluvial. Agencia Calcos. Planes a crédito.

—Revista Anteojito trae de regalo un Cabildo tro­quelado para armar, una reproducción del Acta del 25 de Mayo y otros obsequios. No dejes de comprarlo.

—Fiesta de la argentinidad en Bragado. Doma, yerra, fiesta campera. Bragado lo espera.





Ruiz ató la boca de la bolsa con un piolín, cuidadosamente. Después estiró los brazos e hizo crujir sus dedos contento de haber terminado. En ese momento sintió los ojos de Yolanda fijos en su nuca. Sin saber por qué, como violando él también una consigna, se dio vuelta para mirarla y entonces la vio allí de pie, con el cable del enchufe en una mano, gorda, avejentada, fea, arruinada, como si la muerte le asomara ya en los ojos opacos, como si un llanto muy viejo y contenido le hubiera arrugado la piel alrededor de los ojos, como si nada en ella pudiera despertar sino lástima, pena, dolor, Yolanda allí parada, diciendo algo sobre el cable, que era una vergüenza que todavía siguiera así, que era nada más que un minuto, que por favor Ruiz qué te cuesta, y diciéndolo suavemente, casi con ternura, como gritando socorro Ruiz salváme, envuelta en ese batón tan viejo y descolorido como ese gesto que se parecía o quería parecerse a una sonrisa, un espejo despiadado y cruel de su vida, boludos, sos un boludo, Ruiz, la vida no consistía en esforzarse pintando cuellos de Saavedra, la vida no es, no debe ser esa miseria que rezuma de cada pestaña, de cada gesto, de cada olor de Yolanda, tu mujer, de vos mismo, Ruiz, que también sos como esos mocasines aplastados y esos pies hinchados, ese cable suelto y esa grampa que nunca se clava, un clavito que se dobla y ya está, Yolanda, para no gastar en una grampa, después lo hago, ahora no, por favor, Yolanda.

—Me voy —dijo Ruiz poniéndose de pie bruscamente, como si un mecanismo de alarma se hubiera disparado haciendo que el banco se deslizara sobre las baldosas arrancándoles un alarido de terror. Ese terror de que Juan Carlitos se despertara y los viera a los dos con los mismos ojos con que él había reconocido a Yolanda. Juan Carli­tos, con su cuerpo sin grasa, sus movimientos ágiles, su futuro sin usar—. Me voy —volvió a decir recogiendo la bolsa, la bandera, el saco, deseando que Yolanda no dije­ra, no hubiera ya dicho ese "¿Cómo ya te vas?" tan desam­parado, tan triste. Ojalá hubiera gritado, ojalá se hubiera enojado así se podía ir dando un portazo, puteando.

—Quiero ver un pibe de las inferiores —susurró con una voz tajeada por los crujidos de la puerta al desatascar­se—. Chau, Yolanda —volvió a decir inútilmente mientras caminaba hasta la parada del cuarenta a paso rápido, tra­tando de escapar de ese malestar que lo envolvía como el viento frío que hacía flamear su bufanda.

Sintió un alivio absurdo al ver el colectivo esqui­vando con dificultad los baches al fondo de la calle. En­contró lugar junto a una ventanilla porque el recorrido se iniciaba apenas unas cuadras más allá y apoyó la cabeza contra el vidrio como si le interesara ver a través de su su­perficie empañada. Pero Ruiz estaba frente a sus propios ojos fantasmales, implacables, que lo observaban desde el reflejo borroso. La angustia iba siendo reemplazada por una serenidad honda, esa lucidez que sólo puede dar una tristeza que ha tardado muchos años, quizás toda una vida, en echar raíces. Pensamientos tallados nítidamente sobre el fondo de la actividad cerebral. Una idea atrayendo la siguiente, los recuerdos enlazándose en el orden natu­ral, ese orden habitualmente fracturado por la rutina, el tedio, las obligaciones, el cine, la televisión, los relojes.

Ruiz pensaba. No tenía escapatoria. Intentó cerrar los ojos y dormir, engañándose con que era sueño lo que hacía pesar sus párpados y abanicaba esa niebla en la nuca.

Se rascó atrás de la oreja ahuyentando una de las moscas que habitaban el colectivo. Una mosca dentro de un avión, ¿pesa o no pesa? Alguna vez, hacía muchos años, alguien le había hecho la pregunta y él no supo contestarla. Todavía hoy no conocía la respuesta. Eran tantas las respuestas que no conocía, tantos los problemas a los que no les había en­contrado solución. Se revolvió en el asiento y abrió los ojos. En ese momento una mujer subía con un bebito en sus brazos. No pudo evitar sumergirse en esa mirada de dolor endurecido que le provocó una sensación física vaga­mente ubicable a la altura de su estómago. Como si algo se hubiera dilatado de pronto. Se alegró de que la mujer si­guiera de largo por el pasillo, hacia algún asiento posterior, saliendo de su visual. A duras penas había logrado no mi­rar la carita que asomaba entre la manta sucia y desflecada que lo abrigaba. Se pasó las manos por ambos lados de su cara como si se quitara algo o como registrándose, sin darse cuenta de que reproducía la misma línea que esa manta trazaba sobre la cabeza del chico. Lo que sí advirtió con extrañeza fue la aspereza del contacto entre ambas superficies de su piel. Como el roce entre dos superficies de cartón. De cartón seco. Uno se va secando hasta...

Volvió a cerrar los ojos y en su retina quedó iluminada la lámina de una vidriera, quizás arrancada de algún Billiken, donde se veía a varias personas, los próceres, arriba de un balcón, las manos sobre el pecho o los brazos extendidos, mientras abajo en la plaza muchas más personas alzaban sus cabezas para mirarlos, pendientes de lo que aquéllos hacían o decían. Siempre había gente en los balcones y gente abajo. A él siempre le había tocado estar abajo. Hasta abajo de Martucci que no era más que un infeliz con esos ojos siempre inyectados y esas manos amarillas. De pronto sintió rabia contra esa mujer que se había ido al asiento de atrás. Rabia por el pendejito. No tenía que acostumbrarlo a estar siempre en la parte de atrás. O de abajo. Se dio vuelta y le hizo una seña para que se co­rriera hasta un asiento libre en la segunda fila pero la mu­jer se hizo la distraída fingiendo ocuparse del chico. Ruiz no insistió sabiendo que a alguien con esa mirada debían de haberle contado muchas cosas, tantas como para des­contar que nadie se ocuparía de ella para ayudarla. Mu­cho menos un desconocido, tan poca cosa como ella, que le hacía señas en un colectivo semivacío.

Ruiz suspiró y al darse vuelta advirtió los ojos del chofer clavados en el espejo, mirándolo con desconfianza. Desvió los suyos maquinalmente y eso le produjo una oleada de bronca contra sí mismo. Volvió a buscar esos ojos al lado de la cabeza de indio que identificaba a la fá­brica de carrocerías pero el chofer estaba ya ocupado en cortar un boleto para dos muchachos alegres y ruidosos, parecidos a Juan Carlitos. Desechó esa línea de asociacio­nes mentales y regresó a los héroes de Mayo. ¿Qué le ha­brían contado a sus mujeres al volver a los hogares? Saave­dra y los demás. No estaba seguro pero le parecía que Belgrano era uno de ellos. San Martín, no. A lo mejor ha­bía estado en la plaza sosteniendo un paraguas y com­prando escarapelas. No, un tipo como San Martín nunca está en la plaza. Ésos no se bajan nunca del balcón. Se ba­jan para ser calles, nada más. En cambio él hubiera estado en la plaza. Candidato seguro, fija nacional. A un costado y contando las monedas a ver si podía comprar una esca­rapela, la más barata por favor. Mañana todos con escara­pela, orden de arriba. De arriba del balcón. ¿Dónde hu­biera estado Martucci? Más hacia el centro de la plaza, quizás vendiendo escarapelas. Ruiz festejó para sus aden­tros el chiste de que él hubiera estado charlando sobre Vé­lez y los goles de Santillán. Él entendía de fóbal. De pró­ceres, escarapelas y balcones muy poco. Sólo recuerdos descoloridos por el tiempo.

Estrechó los ojos para distinguir las letras en una cartulina pegada sobre la puerta. Gran baile en el Club Atlético Tigre, 25 de mayo, alta tensión, los bárbaros, ro­sana falasca, sensacional, no dejes de venir. Él iba a dejar de ir porque tenía que ir al partido. No jugaba Benito. Desgarro muscular. Belgrano tampoco iba a ir al club Ti­gre porque estaba muerto. Aunque antes de morirse le ha­bían pasado un montón de cosas históricas. Estaba casi seguro de que era uno de ésos que aparecían en el balcón. Además fue milico, luchó en unas cuantas batallas. Salta y Tucumán, Jujuy no, algo se acordaba, la maestra había di­cho que podía rendir bien. Pero había que laburar y ade­más no le gustaba el estudio. Igual que Juan Carlitos, de tal palo. Pero Juan Carlitos no se podía equivocar como él. ¿Cómo se hacía para no equivocarse? Un hijo no debe faltarle el respeto al padre, aunque tenga razón porque en­tonces... Chau Juan Carlitos, Ruiz no quería pensar en él y ese día sus pensamientos le obedecían. Mejor seguir con Belgrano.

¿Habría estado contento Belgrano con su vida? A lo mejor también él se escapaba de su casa corriendo, in­ventándose un entusiasmo. No, Vélez no era un invento: el fóbal lo entusiasmaba en serio, qué joder. De eso sabía mucho. De repente se dio cuenta de que las últimas frases de su pensamiento le habían arrastrado los labios, accio­nándolos mudamente. El hombre sentado del otro lado del pasillo lo espiaba por el rabillo del ojo. Al advertirlo Ruiz se sintió molesto. Los que subían a los balcones no se sentían molestos porque los miraran. Al contrario, para eso estiraban los brazos como si señalaran algo mandándose la parte delante de los que estaban en la plaza. Ruiz recordó que había una calle que se llamaba La Plaza. ¿Sería por los que estaban debajo del balcón? Belgrano en cambio tenía una calle para él solo. Una avenida. ¿Cómo había muerto Belgrano? En el mar. Tuberculoso. De un balazo. A lo mejor morirse era el precio de tener una avenida. Yo también me voy a morir pero nadie le va a poner mi nombre a una avenida, ni siquiera a una cortadita, pensó Ruiz a mitad de camino entre la alegría y la depresión. Negro Ruiz 684,6° piso, departamento "D". La dirección de Juan Carlitos, donde viviría con su esposa y sus hijos. Muy contentos y orgullosos.

Pero la cosa no era morirse solamente, sino crepar como un héroe. Ser un prócer. Ahora era muy difícil ser un prócer. Antes era más fácil, en la época de Belgrano, Saavedra, San Martín y todos ésos. Había batallas donde uno podía ser muy valiente y hacerse famoso. Este Ruiz es una fiera, unas pelotas bárbaras, se despanzurró a cincuenta. ¿Cincuenta qué? Cincuenta españoles. Siempre le llamó la atención que los próceres hubieran peleado contra los gallegos. Si la Argentina estaba llena de gallegos. Su abuela era española y por parte de su padre, su bisabuelo. No era fácil imaginarse a los españoles como enemigos. Y sin embargo los próceres lo eran por haberles ganado. Al fóbal también perdían los españoles y Distéfano fue argentino. Y Bianchi se había ido de Vélez para jugar a Francia, que no era España pero más o menos. Una lástima, era bueno el Bianchi ése. ¿Le pondrían Bianchi a alguna calle? Ahora no había próceres. No se podía ser prócer encerrado todo el día en un ascensor de mierda sin ni siquiera tener enemigos. Porque él le tenía bronca a Mar­tucci pero Martucci no era un enemigo. Enemigos son los que avanzan al paso redoblado su rojo pabellón. ¿De dón­de había salido esa frase? Ruiz recordó vagamente algún canto escolar. Cabral soldado heroico. Si lo liquidaba a Martucci lo único que podía suceder era que lo metieran en cana por asesino. Ya no había balcones donde subirse por prócer. Perón sí, pero antes. Ahora hacía mucho que no aparecía en ningún balcón. Recordó el recorte intacto del diario. Perón enfermo. ¿Dónde había dejado el peda­zo de papel? Seguramente Yolanda lo habría tirado a la basura. La niebla de la parte de atrás, por momentos, amenazaba con desparramarse por toda su cabeza.

Recordó aquel juguete que había ido a buscar un día de Reyes, con Juan Carlitos, a aquella casa del Bajo que después del cincuenta y cinco tiraron abajo. Una casa hermosa. Lástima de casa. La señora ya había muerto. Una pelota les dieron, de cuero, reglamentaria, con el car­telito de la Fundación. Los dos tenían los ojos llenos de lágrimas, él y Juan Carlitos, la primera vez que les daban algo. Fueron a tomar una coca-cola en un bar y Ruiz le hi­zo prometer a Juan Carlitos que iba a ser jugador de fút­bol, que iba a empezar a entrenarse con esa pelota y que él iba a ayudar a hacerse famoso. Fueron varias veces a un baldío y pateaban cuidando de no arruinar la pelota. Des­pués dejaron de ir porque no había caso, Juan Carlitos no quería ser jugador. ­

Ruiz cabeceó con fuerza en una frenada brusca del colectivo. Chasqueó la lengua sin darse cuenta, protestan­do contra nadie y contra todos, quizás contagiado por Yo­landa. Contra Juan Carlitos porque no había querido ha­cerse famoso. Contra esa pelota que había terminado des­panzurrada en un baldío lleno de cardos. Porque todo se gasta, todo se va arruinando. También los negros ruices. Se sobresaltó al descubrir otra vez los ojos al Iado de la ca­beza del indio. Ahora el chofer lo estaba mirando con bronca y Ruiz tardó algunos segundos en descubrir el mo­tivo. El chasquido, el tipo había creído que protestaba por su maniobra. Un malentendido. Dos millones cuatro­cientos mil malentendidos. Otra vez Ruiz había desviado la mirada pero esta vez lo aceptó con mayor resignación. A lo mejor los de abajo, los de la plaza, se dividían en los que aguantaban las miradas fieras y los que no.

Qué se le iba a hacer. Él no había nacido prócer. Tampoco ayudaba a serIo ese colectivo mugriento, esa ventanilla sonando como una castañuela al lado de su oreja, esa paraguaya o boliviana dándole de mamar al pendejito en el asiento de atrás, todas esas caras que lo ro­deaban con tanto atractivo como las cortinitas desflecadas o los pasamanos pringosos. A lo mejor todo colectivo sa­lía de fábrica con sus caras. Le divirtió esa idea y se insta­ló en ella: habría caras de colectivo, de almacén, de ascen­sor, en este punto la diversión se disipó. ¿Cómo se podía ser un prócer de Mayo habiendo pasado la mayor parte de su vida rodeado de caras de ascensor? Caras metidas para adentro, pendientes de lo que iban a hacer en el piso nue­ve o de lo que acababan de hacer en el tercero. Todos de paso, como si él fuera invisible, o un cacho de puerta, los más amables con tiempo apenas para saludarlo o hacerle alguna broma sobre Vélez. Ninguna bandera que crear, ningún gallego que ensartar con la bayoneta, ningún ca­ballo que ensillar. Abrir y cerrar la puerta. Abrirla y ce­rrarIa. Abrirla y cerrarla hasta...

Descendió en un impulso, boludeándose porque casi había seguido de largo, dándole la espalda al conductor para que no lo volviera a mirar fiero. Arrancó hacia la otra parada pero al acordarse que tenía mucho tiempo de sobra decidió ir caminando. Despacio. "Nadie te corre, che, caminá despacio", protestaba Yolanda, bamboleándose por el esfuerzo de arrastrar su gordura, cuando a veces, tan pocas veces, salían juntos para ir a hacer un trámite o visitar un pariente. Una ternura tibia llevó a Ruiz a decidir que volvería temprano, no se demoraría en el bar y trataría de arreglar algo en la casa. El cable de la heladera. O la luz del fondo. Ni siquiera pudo proponerse abrazarla y besarla o sonreírle. Eso ya era inimaginable. Simple y cruelmente porque habían institucionalizado su convivencia como un ritual de frustraciones recíprocas, alternándose en los roles de víctima y victimario, utilizándose para ejercitar la única venganza que la vida les permitía aunque fuera a costillas de lo más amado. Entonces se equivocaban al creer que esa ternura no les hacía falta, que bastaba con lavar desganadamente una camisa o arreglar después de demasiados reclamos un enchufe. Como si darse cuenta de lo que no se daban, de lo que se amarreteaban afectivamente significara el riesgo de abrir esa compuerta de todas las pérdidas. Reproduciéndose así en la pareja el mecanismo básico de sus vidas: pudiendo tomar mucho, bastante, había que confor­marse con poco. Poco tiempo libre y poca plata, poco campo, poco cielo, poco descubrir, poco pensar, poco elegir, poco desear. Mucho poco y poco mucho. Poco darse cuenta de que lo poco es realmente poco. Poca al­ternativa de reclamar. Mucha necesidad de convencerse de que lo poco es bastante.

Ese día la mente de Ruiz se había desbocado y se aventuraba más allá de la valla que marcaba el límite exac­to entre lo permitido y la audacia, entre lo que era pru­dente aceptar y lo que era peligroso conocer para seguir desempeñándose dentro de los márgenes de sus propias posibilidades y las que le proponía el mundo. El sorbo de mate que se enfriaba en el hueco entre la lengua y el pala­dar, los puchos tirados por la mitad, el placer fugaz de so­narse la nariz ruidosamente, el cosquilleo y la risa especial de los chistes verdes, aquel pasillo oscuro del abuelo san­tiagueño atornillado férreamente en su memoria, el rostro de su madre, en cambio, diluyéndose sin remedio en el de dos o tres vecinas, esa dificultad de sincronizar los "basta" y los "yo deseo", las velas asomándose siempre en todas las pesadillas, los mármoles del ministerio y la sombra de Martucci sobre sus baldosas, baldosas blancas y negras co­mo las de aquel patio de la infancia, esa tos terca de todas las mañanas, la panza que esquivaba ante los espejos y las vidrieras, esa forma de pisar torcido que gastaba los tacos a pesar de la chapita de metal, el aburrimiento desespera­do de la última hora en el ascensor contando los minutos y los segundos, los olores tan conocidos de Yolanda. Eran los postes que sostenían su existencia, un andamiaje pre­ciso, desgraciado. Pero ese día el pensamiento de Ruiz se animaba a ir un poco más allá. Apenas un poco más allá.

Encajó la bandera en su axila y la apretó bajo el an­tebrazo derecho mientras con esa misma mano sostenía la bolsa de los papelitos. Caminaba despacio, con tiempo para mirar y escuchar, sin apuro, como no lo hacía desde mucho tiempo atrás, quizás desde siempre. Se detuvo frente a una vidriera a mirar esa cara adusta de ojos pene­trantes y pelo canoso que lo observaba mezclado entre za­patillas, peines y frascos de perfume. Así era la cara de los próceres. Una cara de ésas no anda por la calle. A su lado, quizás intrigado por la atención de Ruiz, un hombre pa­recía buscar algo de interés en esa vidriera descolorida. El tipo tenía cara de oficinista o de mozo o de ordenanza pe­ro no de prócer. Ruiz se divirtió con la idea de que hubie­ra criadores de próceres para evitar su extinción. Como los lobos marinos, eso que había leído en la Crónica. Algo así como asociación pro conservación del lobo marino. Asociación por conservación del prócer.

El hombre se había alejado después de saludarlo con un cabezazo incómodo porque Ruiz lo miraba con una sonrisa. A lo mejor el que imprimía esas láminas de Saavedra se parecía al tipo ése. O a él mismo. Porque el ti­po ése con pinta de infeliz se le parecía. O él al tipo: de pronto había descubierto que la mayoría de las personas, las de la plaza, las de abajo, tienen la piel rosada mezclada con un pomito de marrón. Un pomito Alba de ésos que se diluyen en los tachos para pintar la cocina cuando Yo­landa chantajeaba con no coser la bandera que ahora había que apretar fuerte en el sobaco para que no se desarmara. Tres metros de largo con los colores azul y blanco de Vé­lez. Allá en el cielo un águila. ¿Un águila? ¿Un águila qué? Heroica o guerrera. Los chicos no tienen todavía disuelto el pomito marrón. Juan Carlitos no. Todavía no. Después viene lo marrón. Cuando uno crece, cuando uno se mete en un ascensor, cuando a Yolanda le empiezan a crecer los bigotes, cuando las placas del techo se arquean.

Ruiz seguía frente a la vidriera invaginado hacia sus pensamientos, sin darse cuenta de que la dueña del nego­cio había descorrido un ángulo de la cortina para espiarlo, recelosa, incrédula de que alguien pudiera interesarse en lo que exhibía. Pero Ruiz estaba ocupado en descubrir si ese Saavedra también tenía marrón y sólo descubrió el marrón del que había impreso la lámina. ¿Cuántos años haría que trabajaba en esa imprenta? Trató de leer el nombre de la imprenta pero su miopía se lo impidió. Quizás fuera simplemente el avance del marrón infiltrándose en sus ojos. Un marrón mierda catalogó echando a caminar nuevamente. O marrón madera de cajón o de puerta, en última instancia el ataúd también era una puerta. Marrón ascensor. Mañana le diría a Martucci bromeando que había que pintar los ascensores de colorado. Colorado peligro. ¿De qué había peligro? Peligro del marrón. Casi con un estremecimiento se dio cuenta de que su bufanda y el pantalón eran marrones. También la tierra y el barro. De polvo eres y de polvo no sé qué. ¿Por qué se llamaría polvo al garche? Quizás por lo marrón. Aunque había polvos luminosos, coloridos. Pobre Yolanda, con ella nunca, siempre marrones. Antes marrón clarito, ahora marrón mierda. Fuera Yolanda no quiero pensar en vos, después te arreglo el cable. Ningún club de fútbol tenía el color marrón en su camiseta. Al menos no se acordaba. Ni San Lorenzo, ni River, ni Boca, ni Racing, ni Independiente, ni Ferro, ninguno. De los clubes del interior no estaba seguro. Los de Vélez eran limpios, chillones, porque Yolanda le lavaba siempre la bandera. Con mufa pero se la lavaba. Otra vez esa tibieza. Le iba a decir hola vieja, cómo te va, voy a arreglar el enchufe. O lo que vos quieras, a lo mejor ella hacía un chiste, era difícil pero a lo mejor, cuando quería la gorda era chistosa, quizás iba a correrse hasta la ventana diciendo hoy va a llover o iba a hacerse la desmayada, esperá que me siente. La pobre Yolanda. El pobre Ruiz. Fóbal, había que pensar en fóbal, toma la pelota Tagliani se la pasa a Asad, él el pobre, los años y el ascensor, envía centro, rechaza un defen­sor, ya no hay nada que defender, sólo la posibilidad de morirse, toma Fornari, gambetea a Frassoldati, también a Gómez, no hay forma de evitar irse muriendo de a poco, haciendo de cuenta como que no, como que todo está bien, es cuestión de no pensar, de pensar en el fóbal, en que sigue avanzando, amaga tirar, pasa a Benito, Benito no porque está lesionado, a Santillán, Santillán está frente al arquero, shotea y goooooolllll de Vélez, goooooollllll de Vélez. Ojalá que ganaran esa tarde. Había que apurarse, ya no faltaba tanto.

El hombre con el bulto abajo del brazo y la extraña bolsa de polietileno en su mano miró otra vez hacia arriba con el ceño fruncido confirmando que su pronóstico ha­bía sido correcto. Algo nublado y frío. Ventoso. Los juga­dores ya estarían llegando al estadio. A lo mejor. Caminó a mayor velocidad empujando su cuerpo inhábil, pisando con las puntas de los pies hacia afuera, como si marcaran las diez y diez. Había que diluir el marrón con el celeste y blanco de la camiseta y el verde del pasto. Pero la mul­titud también era marrón. Un marco marrón. Un marco marrón para lo que pasaba adentro. Curioso, en la cancha se daba al revés que en el Cabildo, los que miran desde arriba son los que no, y los que se mueven abajo son los que sí. O los que más o menos. Basta con los marrones, el balcón y toda esa bosta que se le había metido en la cabe­za, la bosta también es marrón. No, si va a ser rojo berme­llón. Qué carajos tiene que ver que sea marrón. Martucci ­tenía razón, usted Ruiz siempre el mismo boludo, y vos Martucci siempre el mismo marrón. La gente a medida que vive, o que se va muriendo, porque uno se va murien­do desde que nace, se va salpicando de marrón bosta. O lo van salpicando. A lo mejor lo salpican desde el balcón del Cabildo. Esos tipos con los cuellos tan difíciles de pin­tar, con tantos firuletes. Fenoy, Avanzi y Correa, ojalá que Fenoy jugara mejor que el domingo pasado. Carajo.

Ruiz, como siempre, se había ubicado en la perife­ria de la barra brava y buscaba a Orietti. Éste, oscuro y trágico, lo saludó agitando una mano flácida.

—¿Trajo todo? —Ruiz asintió con la cabeza. Siempre se sentaban juntos. Ruiz ampuloso y Orietti restringido, mientras transcurrían los partidos de tercera y reserva se preguntaban y se contestaban sobre fóbal y Vélez. Sólo fóbal y Vélez. Jamás Ruiz supo nada de la vida de Orietti ni éste se enteró de la existencia de Yolanda y de Juan Carlitos. Como un pacto mudo de mantener aséptica la evocación de aquella delantera Sansone, Conde, Ferraro, Zubeldía y Mendiburu y su acuerdo de que el wing iz­quierdo había sido el más patadura aunque pocos, quizás nadie, lo igualaran en su maestría para los tiros libres. "Un genio", afirmaba uno u otro. Enseguida Ruiz insistía en la lentitud de Ferraro ante el seguro meneo de Orietti quien a lo mejor se limitaba a eso, quizás limpiando los anteojos, como si estuviera sopesando el esfuerzo de expli­car algo tan obvio, que Ferraro parecía lento físicamente pero que era muy veloz mentalmente. "Mucha repentiza­ción", susurraba con la cabeza gacha como si le hablara al escalón o a algún vasito arrugado, y agregaba un ademán displicente.

No se ponían de acuerdo en Ferraro y tampoco en Zubeldía. Con una sonrisa Ruiz festejaba aquella vez en que había sido testigo del gargajo en el ojo del arquero de Boca, Mussimessi creía. Orietti no, a Orietti no le gustaba ese fó­bal, tipos como Zubeldía habían arruinado el fóbal.

—Porque usted estará de acuerdo que el fóbal de ahora no tiene nada que hacer con el de antes —y lo mira­ba a Ruiz desde el fondo de los vidrios de aumento, sin pestañear, alerta, como si de esa respuesta dependiera su amistad.

Pero Ruiz, infalible y sinceramente le daba la razón y entonces la charla podía deslizarse hacia algún jugador de los treinta a quien rescataban como el mejor fulbá de la ve azulada. La ve azulada, porque habían deglutido proli­jamente la terminología de la radio y de las revistas, metabolizando las palabras a su antojo, adjudicándoles un lu­gar en el código propio que había sido edificado domingo tras domingo. Un código en el que los silencios o las infle­xiones solían tener más significados que las frases. O en el que alguna contraseña, como "cuando lo de la Bombone­ra" o "el domingo en que usted tuvo aquel ataque de vesí­cula" bastaba para evocar y no repetir opciones ya decidi­das o dudas ya resueltas o argumentos ya desarrollados.

Charlaban muy juntos, casi en secreto, convidán­dose un Particulares de vez en cuando y llamando al cafe­tero para después dividir por dos lo pagado sin que sobra­ra o faltara ninguna moneda, o se arremangaban los pantalones de manera que el sol pudiera desparramarse sobre alguna lonja de sus pieles pálidas. Así construían y protegían ese escenario minúsculo en el que sus opiniones eran increíbles y generosamenre escuchadas, rebatidas, in­corporadas, desmenuzadas, festejadas. Una burbuja den­tro de la que, increíble y generosamente, podían sentirse valiosos.

Cuando terminó el preliminar se pusieron de pie.

—Los de Chaca están jodidos hoy... —había dicho Orietti mirando hacia la otra tribuna por debajo de sus anteojos con un aspecto solemne de husmear alzando la nariz, una actitud que se volvía disparatada porque a su la­do los de la barra brava de Vélez saltaban y cantaban y porque Ruiz ya se les había unido desplegando la bandera, su bandera, a la que enseguida se aferraron otras manos también para sacudirla y agitarla mientras Ruiz, el dueño de la bandera, sentía crecer, como si rezumaran de su co­lumna vertebral, esas cosquillas o vibraciones que le aga­rrotaban el cuerpo tensándolo como la cuerda de una gui­tarra. Alzaba la cabeza para aullar tan fuerte como los de la barra, aunque fueran más jóvenes y menos marrones, y más fuerte que los de Chaca, también animado por el contraste con esa prudencia de Orietti que sólo se permi­tía sonreír desteñidamente y tirarle de la manga de vez en cuando para comentar algo innecesario. Mientras la ban­dera que Yolanda había cosido con puntadas rabiosas o re­signadas y que Ruiz guardaba encima del ropero como si alguna arruga pudiera provocar una hecatombe, "ojalá a mí me trataras como a la bandera" había murmurado la mujer alguna vez, esa misma bandera se contorsionaba co­mo el culo de la más famosa de las bataclanas, aunque pa­reciera increíble porque era su bandera, la del negro Ruiz, la de quien en otros lugares no era nadie y en cambio allí todos los domingos y algunos feriados era el dueño de esa bandera refulgente, idolatrada, esplendorosa, que estalla­ba y se contraía para volver a estallar otra vez en blanco y celeste, como catapultando sus colores hacia el cielo.

Y aún no había llegado el momento de la bolsa. Todos los domingos Orietti mantenía la vista clavada en la boca del túnel, expectante, acelerando cada pestañeo, los dos respirando finito, y cuando aparecía la cabeza del capitán de la ve azulada Orietti latigaba un "ya" filoso pa­ra que Ruiz alzara la bolsa y la sacudiera con todas sus fuerzas dando libertad a una nube de papelitos, miles y miles de ellos, millones, infinitos, que se desparramaban como un puñado de polvo en cámara lenta, dóciles al viento, remontando vuelo y juntándose con los de otras bolsas y otros ruices, y después de flotar y hamacarse em­pañando la visual de las otras tribunas, haciendo cente­llear reflejos de sol y salpicando cabezas y espaldas final­mente aterrizaran con pereza sobre el pasto.

—Muy bueno, che, estuvo muy bueno...

La euforia inquietaba a Ruiz, lo hacía reír con fuerza, despilfarrando movimientos, contento, muchos de esos papeles eran suyos, él los había cortado desde tem­prano, eran pedacitos de los diarios que había apilado junto al horno, varios le palmearon la espalda, felicitán­dolo, repetían "estuvo bárbaro, che, muy bueno" y tam­bién era lindo ese brillo en los ojos de Orietti, ese orgullo de ser su amigo.

Hubo otras cosas lindas ese día, gritar el gol de Asad como sólo se grita en esa selva imaginaria de cada infancia o en el límite entre el dolor y la muerte, sintien­do las venas del cuello hinchadas de vida (tan pocas ale­grías para gritar, y además, prohibido gritar, sólo a algu­nos les está permitido gritar "prohibido"), insultar al referí porque anuló el cabezazo de Fornari (tantos insultos ahogados, tanto poner el lomo a las arbitrariedades, como si el coraje residiera en aguantar, no en rebelarse), abrazar­se a desconocidos y besarlos y volverlos a abrazar porque Giachello erró el penal (si hubiera podido hacer lo mismo con sus vivos y sus muertos, saldar tantos afectos adeuda­dos, tantos diálogos dolorosos quistificados en malenten­didos, besar y abrazar a los otros hasta conseguir besarse y abrazarse consigo mismo), hacer gestos obscenos hacia la tribuna contraria abriendo y cerrando los brazos en una vagina monumental, hasta casi dislocárselos (si hubiera podido, osado, sabido, faltarle el respeto a lo respetable y desear una y mil veces, incansablemente, deseo lubricado en sangre, lágrimas y semen, lo indeseable), todos juntos cantar, saltar, gritar, todos juntos (si hubiera sido, carajo, igual en el laburo, en los trenes, en la vida, pudiendo así masacrar, hacer pomada la certeza conocida pero casi nunca reconocida de tener que arreglársela siempre solo, despiadadamente solo, los otros, como obstáculos o como espectadores indiferentes, que todo lo propio, lo poco propio, se tuviera que construir a expensas de los demás. Que hubiera gente en los balcones gracias a que otros se amasijaban en la plaza, y también gracias a que otros construyeron el balcón. O esa baldosa que ni siquiera aparecía en la lámina de Billiken).

Sí, era lindo ir al fóbal. Mucho más en un día feria­do. Mayo veinticinco. Habían izado la bandera, la enseña que Belgrano nos legó, alta en el cielo, los calzones de mi abuela son de acero. Ahora no había próceres, ahora los soldados estaban para soplar cornetas o golpear en sus tambores mientras la azul y blanca iba subiendo espasmó­dicamente porque el cable se enredaba. Hacía mucho que el mecanismo fallaba pero los de Vélez no lo habían arre­glado. A Ruiz se le ocurrió que Panzeri podría protestar contra los inicuos cuidadores del estadio don Pepe Amalfi­tani. Inicuo e inefable. Andá a cagar, Panzeri. El flaco del bombo y el paraguas pintado aprovechó la muchedumbre silenciosa para gritar una guarangada, y muchos se rieron. Hasta en la tribuna de Chaca se rieron. A Ruiz no le pare­ció bien. A Orietti se veía que tampoco porque lo miraba al flaco con los labios apretados y acomodándose los an­teojos como cuando sacaba alguna conclusión, el mismo gesto de un rato después al repetir "los de Chaca están jo­didos" ahora limpiando los anteojos con un pañuelo arru­gado. Orietti tenía la particularidad de registrar y estar siempre pendiente de lo periférico, de aquello que enmar­caba los sucesos. Era de esas personas que en el teatro es­tán atentas a la linterna del acomodador o a los pliegues del telón. Era cierto que los otros estaban bravos, in­dignados por un evidente penal no cobrado y azuzados por esa bandera de Chacarita que los de Vélez enarbola­ban desafiantes refregándoles el trofeo conquistado en la primera rueda.

Pero el fóbal es así, no era para tipos como Orietti que decían "me voy" cuando faltaban cinco minutos para terminar y Ruiz sacudía su pañuelo entre tantos otros, co­mo una bandada de palomas iba a decir El Gráfico. Palo­mas felices, eufóricas, que anticipaban la cargada para el ascensor, para Juan Carlitos, que a veces decía que era de River aunque el fóbal no le interesaba, ya no, y River ha­bía perdido en su cancha, y la bandera, la suya, la suya, sa­cudida con fervor porque le ganaban a Chaca y "chau, Orietti, adiós", un cagón este Orietti, siempre el mismo, mentira que tenía que volver temprano, lo que pasaba era que no podía gritar ni saltar, parecía una fruta seca con esos anteojos y esa piel tan blanca, en cambio él sí, él todavía saltaba y gritaba, todavía estaba vivo, y lo abrazaban y lo palmeaban y era suya la bandera que muchos al­zaban y mostraban, no era la más larga, seguro que tam­poco la mejor hecha, Yolanda la había cosido con bronca, pero igual era linda, de la tribuna de enfrente se la debía ver linda, algún día Ruiz cruzaría del otro lado a mirada.

Después el partido terminó, chau, hasta el domin­go, buena suerte, chau, Ruiz dejándose llevar por la mul­titud que al final de la escalera de cemento, vadeando charcos de pis, lo parió a su vida de siempre.

Suspiró volviendo a sentir ese cansancio laxo que lo hacía caminar con un paso blando. El sol estaba a pun­to de esconderse detrás de las nubes que encapotaban el cielo y el viento le provocó un escalofrío. Se echó la ban­dera sobre los hombros para abrigarse. Otra vez estaba so­lo aunque otras personas caminaban a su lado, algunos demorando el regreso como él, otros apurándose hacia las colas de los colectivos. Un auto pasó rozándolo, el motor rugiendo para abrirse paso, prepotente, y contuvo la pu­teada porque supo que le iba a salir marrón. Ya no era co­mo en la tribuna. Otra vez el pomito se había disuelto en su mente y en su cuerpo. Lindo gol el de Santillán, Avan­zi se la pasa a Santillán, éste a Fornari, nuevamente a Santillán que elude a no sé quién, va a shotear, no, ama­ga, ahora sí, patea y goooollll, goooooollll.

Supo que algo iba a suceder en el mismo instante en que sucedía. Quizás una fracción de segundo antes. Se lo confirmó el tipo que caminaba delante de él al darse vuelta y pegar un saltito y susurrar en un grito estrangulado por el terror:

—¡Los de Chaca, vienen los de Chaca!...

Ruiz giró su cabeza para descubrir treinta o cua­renta siluetas borrosas que habían surgido de una bocaca­lle gritando amenazas y puteadas roncas, con palos en sus manos, ¿eran palos?, palos y botellas y fierros y cadenas, Ruiz corría, todos corrían, había que escapar, los de Cha­ca atacaban, eran jóvenes y los jóvenes corren mejor que los ascensoristas de más de cuarenta, la panza pesaba y las piernas no tenían fuerza, Orietti hijo de puta, el anteoju­do de mierda había tenido razón, ojo con los de Chaca que están jodidos, había que escapar, no muestren la ban­dera, muchachos, no los provoquen, eso debería haber di­cho alguien pero nadie lo dijo porque eso era de marica y en la barra brava nadie es marica, nadie aunque ahora hu­biera que correr con el pavor arrancando gemidos y en­sanchando los ojos. .

—¡Al de la bandera, al de la bandera!

Al de la bandera, eso no se grita, muchachos, por­que él era el de la bandera, había que rajar, pero los gritos sonaban mucho más cerca, correr, palos cadenas botellas, ¿hacia dónde?, todos los negocios cerrados culpa de los turros de mayo, las casas con las puertas cerradas, correr, mamá, los vecinos de Liniers ya estaban acostumbrados, cuando había lío cerraban la puerta y chau, que esos ne­gros de mierda se arreglen entre ellos, socorro, corren rá­pido los de Chaca, son bravos, mamá, tienen cadenas y fierros, quieren la bandera, ojo por ojo y diente por dien­te, si tiraba la bandera a lo mejor lo dejaban tranquilo, se­guro, pero Ruiz corría sin soltar la bandera, agarrándola más fuerte, apretándola, la bandera no, mamá, mamá, mamá, tenía miedo, se tiraba pedos por el miedo y el es­fuerzo pera la bandera no, él no era un gallina, la bandera flameaba a sus espaldas, como una capa, como una capa, si hubiera podido volar como Superman, Superman era viejo, como Astroboy, como en las revistas de Juan Carli­tos, pero no, él era Ruiz, un ascensorista con panza, una panza que no lo dejaba correr rápido, con várices en esas piernas que lo movían más despacio que los de Chaca que ya estaban atrás, tanto tiempo parado, mamá, que ya esti­raban la mano para agarrarlo, mamá, por favor mamá, que ya alzaban el palo para pegarle.

De pronto, en el mismo instante en que su mente se expandía hacia el infinito, pulverizando rostros y re­cuerdos, proyectos y sensaciones, varones, palabras y nú­meros, lágrimas y espasmos, nubes grises y ojos asesinos, Ruiz giraba envuelto en la bandera y gritando hacia el cielo.

—Viva Ve...

Pero su voz se quebró con la patada, la primera, que lo alcanzó en el medio del abdomen, como si su om­bligo hubiera sido el blanco, doblándolo como un muñe­co y ofreciendo su nuca al cadenazo que ya surcaba el aire con un zumbido casi musical. Al Iado del poste de alum­brado en el que alguien, festejando la gloriosa gesta de Mayo, alguien, un empleado municipal seguramente, ha­bía fijado una escarapela de lata que chirriaba hamacán­dose en el viento.

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