Eduardo Galeano
El fútbol a sol y sombra y otros escritos
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“A Vargas Llosa no hay que hacerle el favor de atacarlo
ni de tirarle huevos podridos”, entrevista por Tomás Forster (06/03/11)
  Eduardo
Hughes Galeano nació en 1940, en Montevideo, Uruguay. A los 14 años
entró en el mundo del periodismo, publicando dibujos que firmaba «Gius»,
para la dificultosa pronunciación castellana de su primer apellido.
Algún tiempo después empezó a publicar artículos. Se firmó Galeano y
así se le conoce. Ha hecho de todo: fue mensajero y dibujante, peón
en una fábrica de insecticidas, cobrador, taquígrafo, cajero de banco,
diagramador, editor y peregrino por los caminos de América. En su ciudad
natal fue colaborador y posteriormente redactor jefe (1960 -1964) del
semanario «Marcha» y director del diario «Época». En Buenos Aires, Argentina,
fundó y dirigió la revista «Crisis». Estuvo exiliado en Argentina y
España desde 1973; a principios de 1985 regresó al Uruguay; desde entonces
reside en Montevideo.
Ha escrito varios libros, entre ellos Las venas abiertas de América
Latina (1971), Vagamundo (1973), La canción de nosotros (1975), Días
y noches de amor y de guerra (1978) y los tres tomos de Memoria del
fuego: Los nacimientos (1982), Las caras y las máscaras (1984) y El
siglo del viento (1986). El libro de los abrazos apareció en 1989. En
1993, Las palabras andantes, [1995] El fútbol a sol y sombra; [1995]
Las aventuras de los dioses; [1998] Patas arriba. La escuela del mundo
al revés. También publicó recopilaciones de artículos y ensayos: [1989]
Nosotros decimos no; [1992] Ser como ellos; [1994] Úselo y tírelo.
En dos ocasiones, en 1975 y 1978, Galeano obtuvo el premio Casa de las
Américas. En 1989, recibió en los Estados Unidos el American Book Award
por Memoria del fuego. En 1999, Galeano fue el primer escritor galardonado
por la Fundación Lannan (Santa
Fe, USA) con el premio a la libertad cultural.
Sus obras han sido traducidas a más de veinte lenguas.
© Eduardo Galeano Siglo XXI Editores, Editorial Catálogos, Bs. As.,
1995.
EL FUTBOL A SOL Y SOMBRA Y OTROS
ESCRITOS
CONTENIDO:
Prólogo-El fútbol-¿El opio de los
pueblos?-La pelota como bandera-El estadio-El hincha-El fanático-El
jugador-El arquero-El gol-El ídolo-El mejor negocio del planeta-El director
técnico-El árbitro-El fútbol criollo-El lenguaje de los doctores del
fútbol-El Mundial del 30-Las fuerzas ocultas-El Mundial del 34-El Mundial
del 38-Gol de Atilio-El Mundial del 50-Moacir Barbosa-Obdulio-El Mundial
del 54-Gol de Di Stéfano-El Mundial del 58-Garrincha-El Mundial del
62-El Mundial del 66-Pelé-El Mundial del 70-Gol de Maradona-El Mundial
del 78-El Mundial del 86-Romario-Maradona-Los dueños de la pelota-Se
venden piernas (Mundial del 90)-Enseñanzas del Mundial 98-Fútbol en
pedacitos-Modelos (Mundial del 2002)-El fútbol a sol y sombra.
El fútbol a sol y sombra y otros escritos
 Prólogo
«Todos los uruguayos nacemos gritando gol y por eso hay
tanto ruido en las maternidades, hay un estrépito tremendo. Yo quise
ser jugador de fútbol como todos los niños uruguayos. Jugaba de ocho
y me fue muy mal porque siempre fui un "pata dura" terrible. La pelota
y yo nunca pudimos entendernos, fue un caso de amor no correspondido.
También era un desastre en otro sentido: cuando los rivales hacían una
linda jugada yo iba y los felicitaba, lo cual es un pecado imperdonable
para las reglas del fútbol moderno.» Eduardo Galeano
Este libro rinde homenaje al fútbol, música en el cuerpo, fiesta de
los ojos, y también denuncia las estructuras de poder de uno de los
negocios más lucrativos del mundo. Hace unos meses en alguno de los grupos de interés que suelo frecuentar,
un profesor dedicado al fútbol solicitó colaboración porque quería saber
el el origen de «la Chilena». Estamos hablando de una habilidad futbolística
que consiste en arquearse hacia atrás y en el aire pegarle a la pelota
con el pié. Se suele utilizar tanto para rechazar una pelota cuanto
para sorprender en un remate al arco desde una posición inesperada.
Recuerdo un gol de Enzo Franchescoli en un Torneo de Verano jugando
para River y contra alguna selección europea. Y también un gol de chilena
del Tano Novello contra San Lorenzo. Y un rechazo de Mouzo de chilena
en plena área rodeado de atacantes.
Mientras consultaba el libro de Eduardo Galeano para contestar -con
esa solidaridad por compartir el conocimiento que nos caracteriza a
los adictos al correo electrónico-se me ocurrió cuántas cuestiones nos
dedicamos a enseñar y de las cuales pareciera ser que sabemos muy poco. El libro de Galeano permite acercarse a una mirada sobre el fútbol:
sus mitos, su historia, sus personajes. En una galería que va desde
Maradona a Pelé, pasando por Garrincha y Sanfilippo; desde los viejos
enfrentamientos del fútbol rioplatense hasta los clásicos Fla y Flu,
pasando por los Mundiales. Es posible enterarse sobre el origen del fútbol mismo, de la pelota,
de los manejos del fútbol-negocio de la FIFA y Havelange, del gol «olímpico»,
de la gambeta y del creador de la mismísima «chilena». Y hay mucho más... Un libro escrito por un «mendigo del buen fútbol», que recorre los estadios
y pide una linda jugadita, por amor de Dios.
El fútbol a sol
y sombra y otros escritos
El fútbol
La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida
que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza
que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que
es inútil, y es inútil lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un
rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con
el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo
que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega,
sin motivo y sin reloj y sin juez. El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y
muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido
en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza
para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte
profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza,
que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohíbe la osadía. Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en
cuando, algún descarado carasucia que sale del libreto y comete el disparate
de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las
tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura
de la libertad.
¿El opio de los pueblos?
¿En qué se parece el fútbol a Dios?. En la devoción que le tienen muchos
creyentes y en la desconfianza que el tienen muchos intelectuales. En 1880, en Londres, Rudyard Kipling se burló del fútbol y de «las almas
pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan».
Un siglo después, en Buenos Aires, Jorge Luis Borges fue más que sutil:
dictó una conferencias sobre le tema de la inmortalidad el mismo día,
y a la misma hora, en la selección argentina estaba disputando su primer
partido en el Mundial del '78. El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la en
la certeza de que la idolatría de la pelota es la superstición que el
pueblo merece. Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies,
que es lo suyo, y en ese goce subalterno se realiza. El instinto animal
se impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura, y así
la chusma tiene lo que quiere. En cambio, muchos intelectuales de izquierda descalifican al fútbol
porque castra a las masas y desvía su energía revolucionaria. Pan y
circo, circo sin pan: hipnotizados por la pelota, que ejerce una perversa
fascinación, los obreros atrofian su conciencia y se dejan llevar como
un rebaño por sus enemigos de clase. Cuando el fútbol dejó de ser cosas de ingleses y de ricos, en el Río
de la Plata nacieron los primeros clubes populares, organizados en los
talleres de los ferrocarriles y en los astilleros de los puertos. En
aquel entonces, algunos dirigentes anarquistas y socialistas denunciaron
esta maquinación de la burguesía destinada a evitar la huelgas y enmascarar
las contradicciones sociales. La difusión del fútbol en el mundo era el resultado de una maniobra
imperialista para mantener en la edad infantil a los pueblos oprimidos. Sin embargo, el club Argentinos Juniors nació llamándose Mártires de
Chicago, en homenaje a los obreros anarquistas ahorcados un primero
de mayo, y fue un primero de mayo el día elegido para dar nacimiento
al club Chacarita, bautizado en una biblioteca anarquista de Buenos
Aires. En aquellos primeros años del siglo, no faltaron intelectuales
de izquierda que celebraron al fútbol en lugar de repudiarlo como anestesia
de la conciencia. Entre ellos, el marxista italiano Antonio Gramsci, que elogió «este
reino de la lealtad humana ejercida al aire libre».
La pelota como bandera
En el verano de 1916, en plena guerra mundial, un capitán inglés se
lanzó al asalto pateando una pelota. El capitán Nevill saltó del parapeto
que lo protegía, y corriendo tras la pelota encabezó el asalto contra
las trincheras alemanas. Su regimiento, que vacilaba, lo siguió. El capitán murió de un cañonazo, pero Inglaterra conquistó aquella tierra
de nadie y pudo celebrar la batalla como la primera victoria del fútbol
inglés en el frente de guerra. Muchos años después, ya en los fines del siglo, el dueño del club Milan
ganó las elecciones italianas con una consigna, Forza Italia!, que provenía
de las tribunas de los estadios. Silvio Berlusconi prometió que salvaría
a Italia como había salvado al Milan, el superequipo campeón de todo,
y los electores olvidaron que algunas de sus empresas estaban a la orilla
de la ruina. El fútbol y la patria están siempre atados; y con frecuencia los políticos
y los dictadores especulan con esos vínculos de identidad. La escuadra
italiana ganó los mundiales del '34 y del '38 en nombre de la patria
y de Mussolini, y sus jugadores empezaban y terminaban cada partido
vivando a Italia y saludando al público con la palma de la mano extendida.
"Como todos los bebés
del Uruguay yo nací gritando "¡Gol!", por eso las maternidades aquí
son insoportablemente ruidosas, porque todos los bebés gritan
"¡Gol!" al nacer.
No pude realizar mi
vocación, y entonces, lo que no pude hacer con las piernas, porque
era un "patadura" irremediable, lo hice con las manos.
Escribí un libro de fútbol, que se llama "El fútbol a sol y sombra".
Y no me fue nada mal con el libro, por suerte.
En las canchas fui
una desdicha de la patria, pero escribiendo no me fue tan mal." |
También para los nazis,
el fútbol era una cuestión de Estado. Un monumento recuerda, en Ucrania,
a los jugadores del Dínamo de Kiev de 1942. En plena ocupación alemana,
ellos cometieron la locura de derrotar a una selección de Hitler en
el estadio local. Le habían advertido: -Si ganan mueren. Entraron resignados a perder, temblando de miedo y de hambre, pero no
pudieron aguantarse las ganas de ser dignos. Los once fueron fusilados
con las camisetas puestas, en lo alto de un barranco, cuando terminó
el partido. Fútbol y patria, fútbol y pueblo: en 1934, mientras Bolivia y Paraguay
se aniquilaban mutuamente en la guerra del Chaco, disputando un desierto
pedazo de mapa, la Cruz Roja paraguaya formó un equipo de fútbol, que
jugó en varias ciudades de Argentina y Uruguay y juntó bastante dinero
para atender a los heridos de ambos bandos en el campo de batalla.
Tres años después, durante la guerra de España, dos equipos peregrinos
fueron símbolos de la resistencia democrática. Mientras el general Franco,
del brazo de Hitler y Mussolini, bombardeaba a la república española,
una selección vasca recorría Europa y el club Barcelona disputaba partidos
en Estados Unidos y en México. El gobierno vasco envió al equipo Euzkadi a Francia y a otros países
con la misión de hacer propaganda y recaudar fondos para la defensa.
Simultáneamente, el club Barcelona se embarcó hacia América. Corría
el año 1937, y ya el presidente del club Barcelona había caído bajo
las balas franquistas. Ambos equipos encarnaron, en los campos de fútbol
y también fuera de ellos, a la democracia acosada.
Sólo cuatro jugadores catalanes regresaron a España durante la guerra.
De los vascos, apenas uno. Cuando la República fue vencida, la FIFA
declaró en rebeldía a los jugadores exiliados, y los amenazó con la
inhabilitación definitiva, pero unos cuantos consiguieron incorporarse
al fútbol latinoamericano. Con varios vascos se formó, en México, el
club España, que resultó imbatible en sus primeros tiempos. El delantero
del equipo Euzkadi, Isidro Lángara, debutó en el fútbol argentino en
1939. En el primer partido metió cuatro goles. Fue en el club San Lorenzo,
donde también brilló Angel Zubieta, que había jugado en la línea media
de Euzkadi. Después, en México, Lángara encabezó la tabla de goleadores de 1945
en el campeonato local.
El club modelo de la España de Franco, el Real Madrid, reinó en el mundo
entre 1956 y 1960. Este equipo deslumbrante ganó al hilo cuatro copas
de la Liga española, cinco copas de Europa y una intercontinental. El
Real Madrid andaba por todas partes y siempre dejaba a la gente con
la boca abierta. La dictadura de Franco había encontrado una insuperable
embajada ambulante. Los goles que la radio transmitía eran clarinadas
de triunfo más eficaces que el himno Cara al sol. En 1959, uno de los
jefes del régimen, José Solís, pronunció un discurso de gratitud ante
los jugadores, «porque gente que antes nos odiaba, ahora nos comprende
gracias a vosotros».
Como el Cid Campeador, el Real Madrid reunía la virtudes de la Raza,
aunque su famosa línea de ataque se parecía más bien a la Legión Extranjera.
En ella brillaba un francés, Kopa, dos argentinos, Di Stéfano y Rial,
el uruguayo Santamaría y el húngaro Puskas. A Ferenk Puskas lo llamaban Cañoncito Pum, por las virtudes demoledoras
de su pierna izquierda, que tambi én sabía ser un guante. Otros húngaros,
Ladislao Kubala, Zoltan Czibor y Sandor Kocsis, se lucían en el club
Barcelona en esos años. En 1954 se colocó la primera piedra del Camp
Nou, el gran estadio que nació de Kubala: el gentío que iba a verlo
jugar, pases al milímetro, remates mortíferos, no cabía en el estadio
anterior. Czibor, mientras tanto, sacaba chispas de los zapatos.
El otro húngaro del Barcelona, Kocsis, era un gran cabeceador.
Cabeza de oro, lo llamaban, y un mar de pañuelos celebraba sus goles.
Dicen que Kocsis fue la mejor cabeza de Europa, después de Churchill. En 1950, Kubala había integrado un equipo húngaro en el exilio, lo que
le valió una suspensión de dos años, decretada por la FIFA. Después,
la FIFA sancionó con más de un año de suspensión a Puskas, Czibor, Kocsis
y otros húngaros que habían jugado en otro equipo en el exilio desde
fines de 1956, cuando la invasión soviética aplastó la resurrección
popular.
En 1958, en plena guerra de la independencia, Argelia formó una selección
de fútbol que por primera vez vistió los colores patrios. Integraban
su plantel Makhloufi, Ben Tifour y otros argelinos que jugaban profesionalmente
en el fútbol francés.
Bloqueada por la potencia colonial, Argelia sólo consigui ó jugar con
Marruecos, país que por semejante pecado fue desafiliado de la FIFA
durante algunos años, y además disputó unos pocos partidos sin trascendencia,
organizados por los sindicatos deportivos de ciertos países árabes y
del este de Europa. La FIFA cerró todas las puertas a la selección argelina
y el fútbol francés castigó a esos jugadores decretando su muerte civil.
Presos por contrato, ellos nunca más podrían volver a la actividad profesional.
Pero después Argelia conquistó la independencia, el fútbol francés no
tuvo más remedio que volver a llamar a los jugadores que sus tribunas
añoraban.
El estadio
¿Ha
entrado usted, alguna vez, a un estadio vacío? Haga la prueba. Párese
en medio de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio
vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie. En Wembley suena
todavía el griterío del Mundial del 66, que ganó Inglaterra, pero aguzando
el oído puede usted escuchar gemidos que vienen del 53, cuando los húngaros
golearon a la selección inglesa. El Estadio Centenario, de Montevideo,
suspira de nostalgia por las glorias del fútbol uruguayo. Maracaná sigue llorando la derrota brasileña en el Mundial del 50. En
la Bombonera de Buenos Aires, trepidan tambores de hace medio siglo.
Desde las profundidades del estadio Azteca, resuenan los ecos de los
cánticos ceremoniales del antiguo juego mexicano de pelota. Habla en
catalán el cemento del Camp Nou, en Barcelona, y en euskera conversan
las gradas de San Mamés, en Bilbao. En Milán, el fantasma de Giuseppe
Meazza mete goles que hacen vibrar al estadio que lleva su nombre. La
final del Mundial del 74, que ganó Alemania, se juega día tras día y
noche tras noche en el Estadio Olímpico de Munich. El estadio del rey
Fahd, en Arabia Saudita, tiene palco de mármol y oro y tribunas alfombradas,
pero no tiene memoria ni gran cosa que decir.
El hincha
Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio. Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores,
llueven las serpientes y el papel picado; la ciudad desaparece, la rutina
se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única
religión que no tiene ateos exibe a sus divinidades. Aunque el hincha
puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele,
prefiere emprender la peregrinaci ón hacia este lugar donde puede ver
en carne y hueso a sus ángeles, batiéndose a duelo contra los demonios
de turno. Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno,
se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe
la garganta en una ovaci ón y salta como pulga abrazando al desconocido
que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha
es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los
mejores, todos los árbitros est án vendidos, todos los rivales son tramposos. Rara vez el hincha dice: «hoy juega mi club». Más bien dice: «Hoy jugamos
nosotros». Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla
los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como
bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar
sin música. Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna,
celebra su victoria; qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos,
o llora su derrota; otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces
el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que
se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras
de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio
se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido
nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es
melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval.
El fanático es el hincha en el manicomio.
La manía de negar la evidencia ha terminado por echar a pique a la razón
y a cuanta cosa se le parezca, y a la deriva navegan los restos del
naufragio en estas aguas hirvientes, siempre alborotadas por la furia
sin tregua. El fanático llega al estadio envuelto en la bandera del club, la cara
pintada con los colores de la adorada camiseta, erizado de objetos estridentes
y contundentes, y ya por el camino viene armando mucho ruido y mucho
lío. Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado
se hace humillante y da miedo el miedoso. La omnipotencia del domingo
conjura la vida obediente del resto de la semana, la cama sin deseo,
el empleo sin vocación o el ningún empleo: liberado por un día, el fanático
tiene mucho que vengar. En estado de epilepsia mira el partido, pero no lo ve. Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La sola existencia
del hincha del otro club constituye una provocación inadmisible. El
Bien no es violento, pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable,
merece que le retuerzan el pescuezo. El fanático no puede distraerse,
porque el enemigo acecha por todas partes. También está dentro del espectador
callado, que en cualquier momento puede llegar a opinar que el rival
está jugando correctamente, y entonces tendrá su merecido.

90 minutos. Relatos de fútbol
Empezó el partido. Arde el fuego de la pasión entre todos los
hinchas. Esa pasión que inflama sus corazones con el mismo
entusiasmo que al pibe que va con el padre por primera vez a la
cancha, a conocer en persona al equipo que será dueño de su amor
por el resto de su vida. Este libro homenajea esa pasión con
cuentos sobre padres e hijos, hinchas, relatores y jugadores de
ayer, que dejaban la piel en el césped más allá de los premios y
los sueldos, se peinaban con gomina por respeto y se bancaban
todos los guadañazos, descosiendo los hilos gruesos de las
pelotas de tiento y salían a la cancha aún con fiebre o resaca,
haciendo de su profesión un culto al amor por la camiseta.
Para ustedes, fieles amantes del deporte más popular, son estas
historias.
Fuente: Programa Libros y Casas,
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El jugador
Corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos de la
gloria; al otro, los abismos de la ruina. El barrio lo envidia: el jugador profesional se ha salvado de la fábrica
o de la oficina, le pagan por divertirse, se sacó la lotería. Y aunque
tenga que sudar como una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse,
él sale en los diarios y en la tele, las radios dicen su nombre, las
mujeres suspiran por él y los niños quieren imitarlo. Pero él, que había empezado jugando por el placer de jugar, en las calles
de tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber
de trabajar y tiene la obligación de ganar o ganar. Los empresarios lo compran, lo venden, lo prestan; y él se deja llevar
a cambio de la promesa de más fama y más dinero. Cuanto más éxito tiene,
y más dinero gana, más preso está. Sometido a disciplina militar, sufre
cada día el castigo de los entrenamientos feroces y se somete a los
bombardeos de analgésicos y las infiltraciones de cortisona que olvidan
el dolor y mienten la salud. Y en las vísperas de los partidos importantes,
lo encierran en un campo de concentración donde cumple trabajos forzados,
come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo. En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador
de fútbol puede ser viejo a los treinta años. Los músculos se cansan
temprano: -Éste no hace un gol ni con la cancha en bajada. -¿Éste? Ni aunque le aten las manos al arquero. O antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera, o
la mala suerte le revienta un músculo, o una patada le rompe un hueso
de esos que no tienen arreglo. Y algún mal día el jugador descubre que
se ha jugado la vida a una sola baraja y que el dinero se ha volado
y la fama también. La fama, señora fugaz, no le ha dejado ni una cartita
de consuelo.
El arquero
También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas,
pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de
las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped. Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento.
Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está
disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías
de colores. Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta,
el aguafiestas, las deshace. Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete
un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo,
en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala
tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando
los pecados ajenos. Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero
se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo
certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de
acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde
un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas
y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá
la maldición.
El gol
El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez
menos frecuente en la vida moderna. Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0,
dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan
todo el partido colgados del travesaño, dedicados a evitar los goles
y sin tiempo para hacerlos. El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude la red
puede parecer misterio o locura, pero hay que tener en cuenta que el
milagro se da poco. El gol, aunque sea un golecito, resulta siempre gooooooooooooooooooooooool
en la garganta de los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar
a Caruso mudo para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida
de que es de cemento y se desprende de la tierra y se va al aire.
El ídolo
Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado,
el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol. Nace en
cuna de paja y choza de lata y viene al mundo abrazado a una pelota. Desde que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años tempranos alegra
los potreros, juega que te juega en los andurriales de los suburbios
hasta que cae la noche y ya no se ve la pelota, y en sus años mozos
vuela y hace volar en los estadios. Sus artes malabares convocan multitudes,
domingo tras domingo, de victoria en victoria, de ovación en ovación. La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de su pie,
ella descansa y se hamaca. Él le saca lustre y la hace hablar, y en
esa charla de dos conversan millones de mudos. Los nadies, los condenados
a ser por siempre nadies, pueden sentirse álguienes por un rato, por
obra y gracia de esos pases devueltos al toque, esas gambetas que dibujan
zetas en el césped, esos golazos de taquito o de chilena: cuando juega
él, el cuadro tiene doce jugadores. -¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte! La pelota ríe, radiante, en el aire. Él la baja, la duerme, la piropea,
la baila, y viendo esas cosas jamás vistas sus adoradores sienten piedad
por sus nietos aún no nacidos, que no las verán. Pero el ídolo es ídolo por un rato nomás, humana eternidad, cosa de
nada; y cuando al pie de oro le llega la hora de la mala pata, la estrella
ha concluido su viaje desde el fulgor hasta el apagón. Está ese cuerpo
con más remiendos que traje de payaso, y ya el acróbata es un paralítico,
el artista una bestia: -¡Con la herradura no! La fuente de la felicidad pública se convierte en el pararrayos del
público rencor: -¡Momia! A veces el ídolo no cae entero. Y a veces, cuando se rompe, la gente
le devora los pedazos.
El mejor negocio del planeta
Al sur del mundo, éste es el itinerario del jugador con buenas piernas
y buena suerte: de su pueblo pasa a una ciudad del interior; de la ciudad
del interior pasa a un club chico de la capital del país; en la capital,
el club chico no tiene más remedio que venderlo a un club grande; el
club grande, asfixiado por las deudas, lo vende a otro club más grande
de un país más grande; y finalmente el jugador corona su carrera en
Europa.
El director técnico
Antes existía el entrenador, y nadie le prestaba mayor atención. El
entrenador murió, calladito la boca, cuando el juego dejó de ser juego
y el fútbol profesional necesitó una tecnocracia del orden. Entonces
nació el director técnico, con la misión de evitar la improvisación,
controlar la libertad y elevar al máximo el rendimiento de los jugadores,
obligados a convertirse en disciplinados atletas. El entrenador decía: Vamos a jugar. El técnico dice: Vamos a trabajar. Ahora se habla en números. El viaje desde la osadía hacia el miedo,
historia del fútbol en el siglo veinte, es un tránsito desde el 2-3-5
hacia el 5-4-1. pasando por el 4-3-3 y el 4-4-2. Cualquier profano es
capaz de traducir eso, con un poco de ayuda, pero después, no hay quien
pueda. A partir de allí, el director técnico desarrolla fórmulas misteriosas
como la sagrada concepción de Jes ús, y con ellas elabora esquemas tácticos
más indescifrables que la Santísima Trinidad. Del viejo pizarrón a las pantallas electrónicas; ahora las jugadas magistrales
se dibujan en una computadora y se enseñan en video. Esas perfecciones
rara vez se ven, después, en los partidos que la televisión transmite. Más bien la televisión se complace exhibiendo la crispación en el rostro
del técnico, y lo muestra mordiéndose los puños o gritando orientaciones
que darían vuelta al partido si alguien pudiera entenderlas. Los periodistas lo acribillan en la conferencia de prensa, cuando el
encuentro termina. El técnico jamás cuenta el secreto de sus victorias,
aunque formula admirables explicaciones de sus derrotas: Las instrucciones
eran claras, pero no fueron escuchadas, dice, cuando el equipo pierde
por goleada ante un cuadrito de morondanga. O ratifica la confianza
en sí mismo, hablando en tercera persona más o menos así: «Los reveses
sufridos no empañan la conquista de una claridad conceptual que el técnico
ha caracterizado como una síntesis de muchos sacrificios necesarios
para llegar a la eficacia». La maquinaria del espectáculo tritura todo, todo dura poco, y el director
técnico es tan desechable como cualquier otro producto de la sociedad
de consumo. Hoy el público le grita: ¡No te mueras nunca! Y el Domingo que viene lo invita a morirse. El cree que el futbol es una ciencia y la cancha un laboratorio, pero
los dirigentes y la hinchada no sólo le exigen la genialidad de Einstein
y la sutileza de Freud, sino también la capacidad milagrera de la Virgen
de Lourdes y el aguante de Gandhi.
El árbitro
El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano
que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo
que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca,
el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o
anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenaci ón:
el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento,
y el rojo, que lo arroja al exilio. Los jueces de línea, que ayudan pero no mandan, miran de afuera. Sólo
el árbitro entra al campo de juego; y con toda razón se persigna al
entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge. Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fútbol: todos
lo odian. Lo silban siempre, jamás lo aplauden. Nadie corre más que
él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el
tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea
sin descanso entre los veintidós jugadores; y en recompensa de tanto
sacrificio, la multitud aúlla exigiendo su cabeza. Desde el principio
hasta el fin de cada partido, sudando a mares, el árbitro está obligado
a perseguir la blanca pelota que va y viene entre los pies ajenos. Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero jamás esa gracia
le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo,
todo el público recuerda a su madre. Y sin embargo, con tal de estar
ahí, en el sagrado espacio verde donde la pelota rueda y vuela, él aguanta
insultos, abucheos, pedradas y maldiciones. A veces, raras veces, alguna decisión del arbitro coincide con la voluntad
del hincha, pero ni así consigue probar su inocencia. Los derrotados
pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos
los errores, explicación de todas las desgracias. Los hinchas tendrían
que inventarlo si él no existiera. Cuánto más lo odian, más lo necesitan. Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por
él. Ahora disimula con colores.
El Fútbol Criollo Fue un proceso imparable. Como el tango, el futbol crecio desde los
suburbios... Lindo viaje habia hecho el futbol: habia sido organizado
en los colegios y universidades inglesas, y en America del Sur alegraba
la vida de gente que nunca habia pisado una escuela. En las canchas de Buenos Aires y de Montevideo, nacia un estilo. Una
manera propia de jugar al futbol iba abriendose paso, mientras una manera
propia de bailar se afirmaba en los patios milongueros. Los bailarines
dibujaban filigranas, floreandose en una sola baldoza, y los futbolistas
inventaban su lenguaje en el minusculo espacio donde la pelota no era
pateada sino retenida y poseida, como si los pies fueran manos trenzando
el cuero. Y en los pies de los primeros virtuosos criollos, nacio el
toque: la pelota tocada como si fuera guitarra, fuente de musica. Simultaneamente, el futbol se tropicalizaba en Rio de Janeiro y San
Pablo. Eran los pobres quienes lo enriquecian, mientras lo expropiaban.
Este deporte extranjero se hacia brasileno a medida que dejaba de ser
el privilegio de unos pocos jovenes acomodados, que lo jugaban copiando,
y era fecundado por la energia creadora del pueblo que lo descubria.
Y asi nacia el futbol mas hermoso del mundo, hecho de quiebres de cintura,
ondulaciones de cuerpo y vuelos de piernas que venian de la capoeira,
danza guerrera de los esclavos negros, y de los bailongos alegres de
los arrabales de las grandes ciudades.
El lenguaje de los doctores del fútbol
Vamos a sintetizar nuestro punto de vista, formulando una primera aproximación
a la problemática táctica, técnica y física del cotejo que se ha disputado
esta tarde en el campo del Unidos Venceremos Fútbol Club, sin caer en
simplificaciones incompatibles con un tema que sin duda nos está exigiendo
análisis más profundos y detallados y sin incurrir en ambigüedades que
han sido, son y serán ajenas a nuestra prédica de toda una vida al servicio
de la afición deportiva. Nos resultaría cómodo eludir nuestra responsabilidad atribuyendo el
revés del once locatario a la discreta performance de sus jugadores,
pero la excesiva lentitud que indudablemente mostraron en la jornada
de hoy a la hora de devolucionar cada esférico recepcionado no justifica
de ninguna manera, entiéndase bien, señoras y señores, de ninguna manera,
semejante descalificación generalizada y por lo tanto injusta. No, no
y no. El conformismo no es nuestro estilo, como bien saben quienes nos
han seguido a lo largo de nuestra trayectoria de tantos años, aquí en
nuestro querido país y en los escenarios del deporte internacional e
incluso mundial, donde hemos sido convocados a cumplir nuestra modesta
función. Así que vamos a decirlo con todas las letras, como es nuestra costumbre:
el éxito no ha coronado la potencialidad orgánica del esquema de juego
de este esforzado equipo porque lisa y llanamente sigue siendo incapaz
de canalizar adecuadamente sus espectativas de una mayor proyección
ofensiva hacia el ámbito de la valla rival. Ya lo decíamos el Domingo próximo pasado y así lo afirmamos hoy, con
la frente alta y sin pelos en la lengua, porque siempre hemos llamado
al pan pan y al vino vino y continuaremos denunciando la verdad, aunque
a muchos les duela, caiga quien caiga y cueste lo que cueste.
El Mundial del 30
Un terremoto sacudía el sur de Italia enterrando a mil quinientos napolitanos,
Marlene Dietrich interpretaba El ángel azul, Stalin culminaba su usurpación
de la revoluci ón rusa, se suicidaba el poeta Vladimir Maiakovski. Los ingleses arrojaban a la cárcel a Mahatma Gandhi, que exigía la independencia
y queriendo patria había paralizado a la India, mientras bajo las mismas
banderas AUGUSTO CESAR SANDINO alzaba a los campesinos de Nicaragua
en las otras Indias, las nuestras, y los marines norteamericanos intentaban
vencerlo por hambre incendiando las siembras. En los Estados Unidos había quien bailaba el reciente boogie-woogie,
pero la euforia de los locos años 20 había sido noqueada por los feroces
golpes de la crisis del 29. La bolsa de Nueva York había caído a pique y en derrumbe había volteado
los precios internacionales y estaba arrastrando al abismo a varios
gobiernos latinoamericanos. En el despeñadero de la crisis mundial, la ruina del precio del estaño
tumbaba al presidente Hernando Siles, en Bolivia, y colocaba en su lugar
a un general, mientras el desplome de los precios de la carne y el trigo
derribaban al presidente Hipólito Yrigoyen, en la Argentina, y en su
lugar instalaba a otro general. En la República Dominicana, la caída
del precio de la azúcar habría el largo ciclo de la dictadura del también
general Rafael Leónidas Trujillo, que inauguraba su poder bautizando
con su nombre a la capital y al puerto. En el Uruguay, el Golpe de Estado iba a estallar tres años después.
En 1930, el país sólo tenía ojos y oídos para el primer Campeonato Mundial
de Fútbol. Las victorias uruguayas en las dos últimas olimpíadas, disputadas
en Europa, habían convertido al Uruguay en el inevitable anfitrión del
primer torneo. Doce naciones llegaron al puerto de Montevideo. Toda Europa estaba invitada,
pero sólo cuatro seleccionados europeos atravesaron el océano hacia
estas playas del sur: "Eso está muy lejos de todo", decían en Europa
y el pasaje sale caro. Un barco trajo desde Francia el trofeo Jules Rimet, acompañado por el
propio don Jules, presidente de la FIFA, y por la selección francesa
de fútbol, que vino a regañadientes Uruguay estrenó con bombos y platillos
un monumental escenario construido en ocho meses. El estadio se llamó
Centenario, para celebrar el cumpleaños de la Constitución que un siglo
antes había negado los derechos civiles a las mujeres, a los analfabetos
y a los pobres. En las tribunas no cabía un alfiler cuando Uruguay y Argentina disputaron
la final del campeonato. El estadio era un mar de sombreros de paja.
También los fotógrafos usaban sombreros, y cámaras con trípode. Los
arqueros llevaban gorras y el juez lucía un bombachudo negro que le
cubría las rodillas. La final del Mundial del 30 no mereció más que una columna de veinte
líneas en el diario italiano La Gazzetta dello Sport. Al fin y al cabo,
se estaba repitiendo la historia de las Olimpíadas de Amsterdam, en
1928; los dos países del río de la Plata ofendían a Europa mostrando
dónde estaba el mejor fútbol del mundo. Como en el 28, Argentina quedó en segundo lugar. Uruguay, que iba perdiendo 2 a 1 en el primer tiempo, acabó ganando
4 a 2 y de consagró campeón. Para arbitra la final, el belga John Langenus
había exigido un seguro de vida, pero no ocurrió nada más grave que
algunas trifulcas en las gradas. Después, un gentío apedre ó el consulado
uruguayo en Buenos Aires. El tercer lugar del campeonato correspondió a los Estados unidos, que
contaban en sus filas con unos cuantos jugadores escoceses recién nacionalizados,
y el cuarto puesto fue para Yugoslavia. Ni un solo partido terminó empatado. El argentino Stábile encabezó la
lista de goleadores, con ocho tantos, seguido por el uruguayo Cea, con
cinco. El francés Louis Laurent hizo el primer gol de las historia de
los mundiales, jugando contra México.
Las Fuerzas Ocultas
«Un jugador uruguayo, Adhemar Canavessi, se sacrifico para conjurar
el daño de su propia presencia en la final de la Olimpiada del 28, en
Amsterdam. Uruguay iba a disputar esa final contra Argentina. Canavessi
decidio quedarse en el hotel y se bajo del autobus que llevaba a los
jugadores al estadio. Todas las veces que el habia enfrentado a los
argentinos, la seleccion uruguaya habia perdido, y en la ultima ocasion
el habia tenido la mala pata de hacerse un gol en contra. En el partido
de Amsterdam, sin Canavessi, Uruguay gano. El dia anterior, Carlos Gardel habia cantado para los jugadores argentinos
en el hotel donde se hospedaban. Para darles suerte, habia estrenado un tango llamado Dandy. Dos anos
despues, se repitio la historia: Gardel volvio a cantar Dandy deseando
exito a la seleccion argentina. Esa segunda vez fue en visperas de la final del Mundial del 30, que
tambien gano Uruguay. Muchos juran que la intencion estaba fuera de toda sospecha, pero mas
de uno cree que ahi tenemos la prueba de que Gardel era uruguayo».
El Mundial del 34
Johnny Weissmüller lanzaba su primer aullido de Tarzán, el primer desodorante
industrial aparecía en el mercado, la policía de Louisiana acribillaba
a balazos a Bonnie and Clyde. Bolivia y Paraguay, los dos países más
pobres de América del Sur, se desangraban disputando el petróleo del
Chaco en nombre de la Standard Oil y la Shell. Sandino, que había vencido
a los marines en Nicaragua, caía acribillado en una emboscada y Somoza,
el asesino, iniciaba su dinastía. Mao desataba la larga marcha de la
revolución en los campos de China. En Alemania, Hitler se consagraba Führer del Tercer Reich y promulgaba
la ley en defensa de la raza aria, que obligaba a esterilizar a los
enfermos hereditarios y a los criminales, mientras que Mussolini inauguraba,
en Italia, el segundo Campeonato Mundial de Fútbol. Los carteles del
campeonato mostraban un hércules que hacía el saludo fascista con una
pelota a sus pies. El Mundial del 34 en Roma fue, para il Duce, una
gran operaci ón de propaganda. Mussolini asistió a todos los partidos
desde el palco de honor, el mentón alzado hacia las tribunas repletas
de camisas negras, y los once jugadores del equipo italiano le dedicaron
sus victorias con la palma extendida. Pero el camino hacia el título no resultó fácil. El partido entre Italia
y España fue el más triturador de la historia de los mundiales: la batalla
duró 210 minutos y terminó al día siguiente, cuando varios jugadores
hab ían quedado fuera de combate por las heridas de guerra o porque
ya no daban más. Ganó Italia, sin cuatro de sus jugadores titulares.
España terminó con siete titulares menos. Entre los españoles lastimados,
estaban los dos mejores: el atacante Lángara y el arquero Zamora, el
que hipnotizaba en el área. En el estadio del partido Nacional Fascista, Italia disputó contra Checoslovaquia
la final del campeonato. Ganó en el alargue, 2 a 1. Dos jugadores argentinos, recién nacionalizados
italianos, aportaron lo suyo: Orsi metió el primer gol, gambeteando
al arquero, y otro argentino, Guaita, sirvió el pase del gol de Schiavio
que brindó a Italia su primera Copa mundial. En el 34, participaron dieciséis países: doce europeos, tres americanos
y Egipto, solitario representante del resto del mundo. El campeón, Uruguay,
se negó a viajar, porque Italia no había venido al primer Mundial en
Montevideo. Detrás de Italia y Checoslovaquia, Alemania y Austria ganaron el tercer
y cuarto puesto. El jugador checoslovaco Nejedly fue el goleador, con
cinco tantos, seguido por Conen, de Alemania, y Schiavio, de Italia,
con cuatro.
El Mundial del 38
Max Theiler descubría la vacuna contra la fiebre amarilla, nacía la
fotografía en colores, Walt Disney estrenaba Blancanieves, Einsestein
filmaba Alejandro Nevski. El nailon, recién inventado por un profesor de Harvard, empezaba a convertirse
en paracaídas y medias de mujer. Se suicidaban los poetas argentinos Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones.
Lázaro Cárdenas nacionalizaba el petróleo en México y enfrentaba el
bloqueo y otras furias de las potencias occidentales. Orson Welles inventaba
una invasión de los marcianos a los Estados Unidos y la transmitía por
radio, para asustar incautos, mientras la Standard Oil exigía que los
Estados Unidos invadieran México de verdad, para castigar el sacrilegio
de Cárdenas y prevenir el mal ejemplo. En Italia se redactaba el Manifiesto sobre la raza, empezaban los atentados
antisemitas, Alemania ocupaba Austria, Hitler se dedicaba a cazar judíos
y a devorar territorios. El gobierno inglés enseñaba a los ciudadanos
a defenderse de los gases asfixiantes y mandaba acopiar alimentos. Franco
acorralaba los últimos bastiones de la república española y el Vaticano
reconocía su gobierno. Cesar Vallejo moría en París, quizás con aguacero,
mientras Sartre publicaba La náusea. Y ahí, en París, donde Picasso
exhibía su Guernica denunciando el tiempo de la infamia, se inauguraba
el tercer Campeonato Mundial de Fútbol bajo la sombra acechante de la
guerra que se venía. En el estadio de Colombes, el presidente de Francia,
Albert Lebrun, dio el puntapié inicial: apuntó a la pelota, pero pegó
en el suelo. Como el anterior, éste fue un campeonato de Europa, Sólo dos países
americanos, y once europeos, participaron en el Mundial del 38. La selección
de Indonesia, que todavía se llamaba Indias Holandesas, llegó a París
en solitaria representación de todo el resto del planeta. Alemania incorporó cinco jugadores de la recién anexada Austria. La
escuadra alemana así reforzada irrumpió dándose aires de muy imbatible,
con la cruz esvástica en el pecho y toda la simbología nazi del poder,
pero tropez ó y cayó ante la modesta Suiza. La derrota alemana ocurrió
pocos días antes de que la supremacía aria sufriera un duro golpe en
Nueva York, cuando el boxeador negro Joe Louis pulverizó al campeón
germano Max Schmeling. Italia, en cambio, repitió su campaña de la Copa anterior. En las semifinales, los azzurri derrotaron al Brasil. Hubo un penal dudoso, los brasileños protestaron en vano. Como en el
34, todos los arbitros eran europeos. Después llegó la final, que Italia disputó contra Hungr ía. Para Mussolini,
este triunfo era una cuestión de Estado. En la víspera, los jugadores
italianos recibieron, desde Roma, un telegrama de tres palabras, firmado
por el jefe del fascismo: Vencer o morir. No hubo necesidad de morir,
porque Italia ganó 4 a 2. Al día siguiente, los vencedores vistieron
uniforme militar en la ceremonia de celebración, que el Duce presidió. El diario La Gazzetta dello Sport exaltó entonces «la apoteosis del
deporte fascista en esta victoria de la raza». Poco antes, la prensa oficial italiana había celebrado así la derrota
de la selección brasileña: «Saludamos el triunfo de la itálica inteligencia
sobre la fuerza bruta de los negros». La prensa internacional eligió, mientras tanto, a los mejores jugadores
del torneo. Entre ellos, dos negros, Leônidas y Domingos da Guia. Leônidas
fue, además, el goleador, con ocho tantos, seguido por el húngaro Zsengeller,
con siete. De los goles de Leônidas, el más hermoso fue hecho contra
Polonia, a pie descalzo. Leónidas había perdido el zapato, en el barro del área, bajo la lluvia
torrencial. Gol de Atilio Fue en 1939, Nacional de Montevideo y Boca Juniors de
Buenos Aires iban empatados en dos goles, y el partido estaba llegando
a su fin. Los de Nacional atacaban; los de Boca, replegados, aguantaban,
Entoncés Atilio García recibió la pelota, enfrentó una jungla de piernas,
abrió espacio por la derecha y se tragó la cancha comiendo rivales. Atilio estaba acostumbrado a los hachazos. Le daban con todo, sus piernas
eran un mapa de cicatrices. Aquelle tarde, en el camino al gol, recibió
trancazos duros de Angeletti y Suarez, y el se dio el lujo de eludirlos
dos veces. Valussi le desgarró la camisa, lo agarró de un brazo y le
tiró una patada y el corpulento Ibañez se le planto delante en plena
carrera, pero la pelota formaba parte del cuerpo de Atilio y nadie podía
parar esa tromba que volteaba jugadores como si fueran muñecos de trapo,
hasta que por fin Atilio se desprendió de la pelota y su disparo tremebundo
sacudió la red. El aire olía a pólvora. Los jugadores de Boca rodearon al árbitro: le
exigían que anulara el gol por las faltas que ELLOS habían cometido.
Como el árbitro no les hizo caso, los jugadores se retiraron, indignados,
de la cancha.
El Mundial del 50
Nacía la televisión en colores, las computadoras hacían mil sumas por
segundo, Marilyn Monroe asomaba en Hollywood. Una película de Buñuel,
Los olvidados, se imponía en Cannes. El automóvil de Fangio triunfaba
en Francia. Bertrand Russell ganaba el Nobel. Neruda publicaba su Canto
general y aparecían las primeras ediciones de La vida breve, de Onetti,
y de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. Albizu Campos, que mucho había peleado por la independencia de Puerto
Rico, era condenado en Estados Unidos a setenta y nueve años de prisión.
Un delator entregaba a Salvatore Giuliano, el legendario bandido del
sur de Italia, que caía acribillado por la policía. En China, el gobierno
de Mao daba sus primeros pasos prohibiendo la poligamia y la venta de
niños. Las tropas norteamericanas entraban a sangre y fuego en la península
de Corea, envueltas en la bandera de las Naciones Unidas, mientras los
jugadores de fútbol aterrizaban en Río de Janeiro para disputar la cuarta
Copa Rimet, después del largo paréntesis de los años de la guerra mundial. Siete países americanos y seis naciones europeas, reci én resurgidas
de los escombros, participaron en el torneo brasileño del 50. La FIFA
prohibió que jugara Alemania. Por primera vez, Inglaterra se hizo presente en el campeonato mundial.
Hasta entonces, los ingleses no habían creído que tales escaramuzas
fueran dignas de sus desvelos. El combinado inglés cayó derrotado ante
los Estados Unidos, créase o no, y el gol de la victoria norteamericana
no fue obra del general George Washington sino de un centrodelantero
haitiano y negro llamado Larry Gaetjens. Brasil y Uruguay disputaron la final en Maracaná. El dueño de casa estrenaba
el estadio más grande del mundo. Brasil era una fija, la final era una fiesta. Los jugadores brasileños,
que venían aplastando a todos sus rivales de goleada en goleada, recibieron
en la víspera, relojes de oro que al dorso decían: Para los campeones
del mundo. Las primeras páginas de los diarios se habían impreso por
anticipado, ya estaba armado el inmenso carruaje de carnaval que iba
a encabezar los festejos, ya se había vendido medio millón de camisetas
con grandes letreros que celebraban la victoria inevitable. Cuando el brasileño Friaça convirtió el primer gol, un trueno de doscientos
mil gritos y muchos cohetes sacudi ó al monumental estadio. Pero después
Schiaffino clav ó el gol del empate y un tiro cruzado de Ghiggia otorgó
el campeonato a Uruguay, que acabó ganando2a1. Cuando llegó el gol de
Ghiggia, estalló el silencio en Maracaná, el más estrepitoso silencio
de la historia del fútbol, y Ary Barroso, el músico autor de Aquarela
do Brasil, que estaba transmitiendo el partido a todo el país, decidió
abandonar para siempre el oficio de relator de fútbol. Después del pitazo final, los comentaristas brasileños definieron la
derrota como la peor tragedia de la historia de Brasil. Jules Rimet
deambulaba por el campo, perdido, abrazado a la copa que llevaba su
nombre: "Me encontré solo, con la copa en mis brazos y sin saber qué
hacer. Terminé por descubrir al capitán uruguayo, Obdulio Varela, y
se la entregué casi a escondidas". Le estreché la mano sin decir ni
una palabra. En el bolsillo, Rimet tenía el discurso que había escrito
en homenaje al campeón brasileño. Uruguay se había impuesto limpiamente: la selección uruguaya cometió
once faltas y la brasileña. El tercer puesto fue para Suecia. El cuarto,
para España. El brasileño Ademir encabezó la tabla de goleadores, con
nueve tantos, seguido por el uruguayo Schiaffino, con seis, y el español
Zarra, con cinco.
Moacir Barbosa
A la hora de elegir el arquero del campeonato, los periodistas del Mundial
del 50 votaron, por unanimidad, al brasileño Moacir Barbosa. Barbosa
era también, sin duda, el mejor arquero de su país, piernas con resortes,
hombre sereno y seguro que transmitía confianza al equipo, y siguió
siendo el mejor hasta que se retiró de las canchas, tiempo después,
con más de cuarenta años de edad. En tantos años de fútbol, Barbosa
evitó quién sabe cuántos goles, sin lesionar jamás a ningún delantero. Pero en aquella final del 50, el atacante uruguayo Ghiggia lo había
sorprendido con un certero disparo desde la punta derecha. Barbosa,
que estaba adelantado, pegó un salto hacia atrás, rozó la pelota y cayó.
Cuando se levantó, seguro de que había desviado el tiro, encontró la
pelota al fondo de la red. Y ése fue el gol que apabulló al estadio
de Maracaná y consagró campeón al Uruguay. Pasaron los años y Barbosa nunca fue perdonado. En 1993, durante las
eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos, él quiso dar aliento
a los jugadores de la selección brasileña. Fue a visitarlos a la concentración,
pero las autoridades le prohibieron la entrada. Por entonces, vivía
de favor en casa de una cuñada, sin más ingresos que una jubilación
miserable. Barbosa coment ó: ? «En Brasil, la pena mayor por un crimen
es de treinta años de cárcel. Hace 43 años que yo pago por un crimen
que no cometí.» 35
Obdulio
Yo era chiquilín y futbolero, y como todos los uruguayos estaba prendido
a la radio, escuchando la final de la Copa del Mundo. Cuando la voz
de Carlos Solé me transmiti ó la triste noticia del gol brasileño, se
me cayó el alma al piso. Entonces recurrí al más poderoso de mis amigos.
Prometí a Dios una cantidad de sacrificios a cambió de que Él se apareciera
en Maracaná y diera vuelta el partido. Nunca conseguí recordar las muchas cosas que había prometido, y por
eso nunca pude cumplirlas. Además, la victoria de Uruguay ante la mayor
multitud jamás reunida en un partido de fútbol había sido sin duda un
milagro, pero el milagro había sido más bien obra de un mortal de carne
y hueso llamado Obdulio Varela. Obdulio había enfriado el partido, cuando
se nos venía encima la avalancha, y después se había echado el cuadro
entero al hombro y a puro coraje había empujado contra viento y marea. Al fin de aquella jornada, los periodistas acosaron al héroe. Y él no
se golpeó el pecho proclamando que somos los mejores y no hay quien
pueda con la garra charrúa: "Fue casualidad" murmuró Obdulio, meneando
la cabeza. Y cuando quisieron fotografiarlo, se puso de espaldas. Pasó esa noche bebiendo cerveza, de bar en bar, abrazado a los vencidos,
en los mostradores de Río de Janeiro. Los brasileños lloraban. Nadie lo reconoció. Al día siguiente, huyó
del gentío que lo esperaba en el aeropuerto de Montevideo, donde su
nombre brillaba en un enorme letrero luminoso. En medio de la euforia,
se escabulló disfrazado de Humphrey Bogart, con un sombrero metido hasta
la nariz y un impermeable de solapas levantadas. En recompensa por la hazaña, los dirigentes del fútbol uruguayo se otorgaron
a sí mismos medallas de oro. A los jugadores les dieron medallas de plata y algún dinero. El premio que recibió Obdulio le alcanzó para comprar un Ford del año
31, que fue robado a la semana.
El Mundial del 54
Gelsomina y Zampanó brotaban de la mano mágica de Fellini y se echaban
a payasear por La strada, sin apuro, mientras a toda velocidad Fangio
se consagraba campeón mundial de automovilismo por segunda vez. Jonas Salk preparaba la vacuna contra la poliomelitis. En el Pacífico estallaba la primera bomba de hidrógeno. En Vietnam, el general Giap noqueaba al ejército franc és en la fulminante
batalla de Dien Bien Phu. En Argelia, otra colonia francesa, nacía la
guerra de la independencia. El general Stroessner era elegido presidente del Paraguay, en reñida
competencia contra ningún candidato. En Brasil, se estrechaba el cerco de los militares y empresario, armas
y dineros, contra el presidente Getulio Vargas, que poco después se
rompería el corazón de un balazo. Aviones norteamericanos bombardeaban
Guatemala, con la bendición de la OEA, y un ejército fabricado en el
norte invadía, mataba y vencía. Mientras en Suiza se cantaban los himnos
de dieciséis países, inaugurando el quinto Campeonato Mundial de Fútbol,
en Guatemala los vencedores cantaban el himno de los Estados Unidos
celebrando la caída del presidente Arbenz, cuya ideología marxistaleninista
estaba fuera de toda duda porque se había metido con las tierras de
la United Fruit. En el Mundial del 54, participaron once equipos europeos, tres americanos,
Turquía y Corea del Sur. Brasil estrenó la camiseta amarilla con cuello
verde, en vista de que la anterior camiseta, blanca, le había dado mala
suerte en Maracaná. Pero el color canarito no tuvo efecto inmediato:
Brasil fue derrotado por Hungría en un partido violento, y no pudo llegar
ni a las semifinales. La delegación brasileña denunció ante la FIFA
al árbitro inglés, que había actuado «al servicio del comunismo internacional,
contra la Civilización Occidental y Cristiana». Hungría era la gran favorita de esta Copa. El demoledor equipo de Puskas,
Kocsis y Hidegkuti llevaba cuatro años invicto, y poco antes del Mundial
había goleado a Inglaterra 7 a 1. Pero éste fue un campeonato extenuante. Tras el duro enfrentamiento con los brasileños, los húngaros exprimieron
sus energías contra los uruguayos. Hungría y Uruguay jugaron a muerte, sin darse tregua, y se agotaron
mutuamente hasta que dos goles de Kocsis definieron el partido en el
alargue. La final fue contra Alemania. Hungría ya la había derrotado por paliza,
8 a 3, al comienzo del Mundial, y en aquel partido había quedado fuera
de combate el capit án Puskas. En la final, Puskas reapareció, jugando
a duras penas en una sola pierna, al frente de un equipo brillante pero
gastado. Hungría, que iba ganando 2 a 0, acabó perdiendo 3 a 2, y Alemania
conquistó su primer título mundial. Austria obtuvo el tercer lugar.
Uruguay, el cuarto. El húngaro Kocsis fue el goleador de la Copa, con once tantos, seguido
por el alemán Morlock, con ocho, y el austríaco Probst, con seis. De
los once goles de Kocsis, el más golazo fue hecho contra Brasil. Kocsis
se lanzó como un avión, voló un buen rato en el aire y cabeceó al ángulo.
Gol de Di Stéfano
Fue en 1957. España jugaba contra Bélgica. Miguel madrugó a la defensa
belga, se infiltró por la derecha y lanzó un centro. Di Stéfano se arrojó
en plancha y desde el aire remató, de taco, al gol. Alfredo Di Stéfano,
el astro argentino que se había nacionalizado español, tenía la costumbre
de meter goles así. Toda valla abierta era una crimen imperdonable,
que exigía de inmediato castigo, y él ejecutaba la pena metiendo estocadas
de duende bandido.
El Mundial del 58
Los Estados Unidos lanzaban un satélite a los altos cielos: la nueva
lunita giraba en torno a la tierra, se cruzaba con los sputniks soviéticos
y no los saludaba. Y mientras las grandes potencias competían en el
más allá, en el más acá comenzaba la guerra civil de el Líbano, Argelia
ardía, se incendiaba Francia y el general De Gaulle alzaba sus dos metros
de altura sobre las llamas y promet ía la salvación. En Cuba fracasaba
la huelga general de Fidel Castro contra la dictadura de Fulgencio Batista,
pero en Venezuela otra huelga general volteaba la dictadura de Pérez
Jiménez. En Colombia, conservadores y liberales bendecían con elecciones
su reparto del poder, al cabo de una década de guerra de exterminio
mutuo, mientras Richard Nixon era recibido a pedradas en su gira latinoamericana.
José María Arguedas publicaba Los ríos profundos. Aparecían La región
más transparente, de Carlos Fuentes, y los Poemas de amor de Idea Vilariño. En Hungría, caían fusilados Imre Nagy y otros rebeldes del 56, que habían
querido democracia en lugar de burocracia, y en Haití morían los rebeldes
que se habían alzado al asalto del palacio donde Papa Doc Duvalier reinaba
rodeado de brujos y verdugos. Juan XXIII, Juan el Bueno, era el nuevo
Papa de Roma, el príncipe Carlos era el futuro monarca de Inglaterra,
Barbie era la nueva reina de las muñecas, João Havelange conquistaba
la corona brasileña en el negocio del fútbol, mientras en el arte del
fútbol un muchacho de diecisiete años, llamado Pelé, se consagraba rey
del mundo. La consagración de Pelé tuvo lugar en Suecia, durante el sexto Campeonato
Mundial. Participaron del torneo doce equipos europeos, cuatro americanos
y ninguno de otras latitudes. Los suecos pudieron ver los partidos en las canchas y también en sus
casas. Ésta fue la primera vez que la Copa se transmitió por televisión,
aunque sólo llegó en vivo y en directo al ámbito nacional y el resto
del mundo la recibió después. Ésta fue, también, primera vez que un país ganó la Copa jugando fuera
de su continente. En el Mundial del 58, la selección brasileña empezó
más o menos, pero fue arrolladora a partir del momento en que los jugadores
se sublevaron y pudieron imponer al director técnico el equipo que ellos
querían. Entonces, cinco suplentes se hicieron titulares. Entre ellos,
Pelé, un adolescente desconocido, y Garrincha, que ya traía mucha fama
desde Brasil y mucho se había lucido en los juegos previos, pero había
sido excluido del Mundial porque los estudios psicotéc-nicos le habían
diagnosticado debilidad mental. Ellos, suplentes negros de jugadores
blancos, brillaron con luz propia en el nuevo equipo de estrellas, junto
a otro negro de juego deslumbrante, Didí, que desde atrás les organizaba
las magias.
Juego y fuego: el periódico World Sports, de Londres, dijo que había
que restregarse los ojos para creer que aquello era cosa de este planeta.
En las semifinales, contra la Francia de Kopa y Fontaine, los brasileños
ganaron 5 a 2, y otra vez 5 a 2 en la final contra el dueño de casa.
El capitán de Suecia, Liedholm, uno de los jugadores más limpios y elegantes
de la historia del fútbol, convirtió el primer gol del partido, pero
después Vavá, Pelé y Zagalo pusieron las cosas en su lugar, ante la
atónita mirada del rey Gustavo Adolfo. Brasil fue campeón invicto. Cuando terminó el partido, los jugadores regalaron la pelota a su hincha
más devoto, el negro Américo, masajista. Francia ocupó el tercer lugar y Alemania Federal, el cuarto. El francés Fontaine encabezó la tabla de goleadores, con una lluvia
de trece tantos, ocho de pierna derecha, cuatro de izquierda y uno de
cabeza, seguido por Pelé y el alemán Helmut Rahn, que metieron seis.
Garrincha
Alguno de sus muchos hermanos lo bautizó Garrincha, que es el nombre
de un pajarito inútil y feo. Cuando empezó a jugar al futbol, los médicos
le hicieron la cruz, diagnosticaron que nunca llegará a ser un deportista
este anormal, este pobre resto del hambre y de la poliomelitis, burro
y cojo, con un cerebro infantil, una columna vertebral hecha una S y
las dos piernas torcidas para el mismo lado. Nunca hubo un puntero derecho como él. En el Mundial del 58 fue el mejor
de su puesto. En el Mundial del 62, el mejor jugador del campeonato.
Pero a lo largo de sus años en las canchas, Garrincha fue mas: él fue
el hombre que dio mas alegrias en toda la historia del futbol. Cuando él estaba allí, el campo de juego era un picadero de circo, la
pelota un bicho amaestrado, el partido, una invitacion a la fiesta.
Garrincha no se dejaba sacar la pelota, niño defendiendo su mascota,
y la pelota y él cometían diabluras que mataban de risa a la gente;
él saltaba sobre ella, ella brincaba sobre él, ella se escondía, él
se escapaba, ella lo corría. Garrincha ejerc ía sus picardías de malandra
a la orilla de la cancha, sobre el borde derecho, lejos del centro;
criado en los suburbios, en los suburbios jugaba. Jugaba para un club
llamado Botafogo, que significa prendefuego, y ése era él; el botafogo
que encendía los estadios, loco por el aguardiente y por todo lo ardiente,
el que huía de las concentraciones, escapándose por la ventana, porque
desde los lejanos andurriales lo llamaba alguna pelota que pedía ser
jugada, alguna música que exigía ser bailada, alguna mujer que quería
ser besada. ¿Un ganador? Un perdedor con buena suerte. Y la buena suerte no dura.
Bien dicen en Brasil que si la mierda tuviera valor, los pobres nacerían
sin culo. Garrincha murió de su muerte: pobre, borracho y solo.
El Mundial del 62
Unos astrólogos hindúes y malayos habían anunciado el fin del mundo
pero el mundo seguía girando, y entre vuelta y vuelta nacía una organización
que se bautizaba con el nombre de Amnistía Internacional y Argelia daba
sus primeros pasos de vida independiente, al cabo de más de siete años
de guerra contra Francia. En Israel ahorcaban al criminal nazi Adolf
Eichmann, los mineros de Asturias se alzaban en huelga, el para Juan
quería cambiar la Iglesia y devolverla a los pobres. Se fabricaban los
primeros disquetes para computadoras, se realizaban las primeras operaciones
con rayo láser, Marilyn Monroe perdía las ganas de vivir. ¿En cuánto se cotizaba el voto internacional de un país? Haití vendía
su voto a cambio de quince millones de dólares, una carretera, una represa
y un hospital y así otorgaba a la OEA la mayoría necesaria para expulsar
a Cuba, la oveja negra del panamericanismo. Fuentes bien informadas
de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro, que iba a desplomarse
en cuesti ón de horas. Setenta y cinco demandas de prohibición se presentaban
ante los tribunales norteamericanos contra la novela Trópico de Cáncer,
de Henry Miller, que por primera vez se había publicado sin censura.
Linus Pauling, que estaba por recibir su segundo premio Nobel, caminaba
ante la Casa Blanca portando un cartel de protesta contra las explosiones
nucleares, mientras Benny Kid Paret, cubano, negro, analfabeto, caía
muerto, aniquilado por los golpes, en el ring del Madison Square Garden. En Memphis, Elvis Presley anunciaba su retiro, despu és de vender trescientos
millones de discos, pero se arrepentía al ratito, y en Londres una empresa
de discos, la Decca, se negaba a grabar canciones de unos músicos peludos
que se llamaban los Beatles. Carpentier publicaba El siglo de las luces,
Gelman publicaba Gotán, los militares argentinos volteaban al presidente
Frondizi, moría el pintor brasileño Cándido Portinari. Aparecían las
Primeras estórias, de Guimaraes Rosa, y los poemas que Vinícius de Moraes
escribió para vivir um grande amor. João Gilberto susurraba el samba
de uma nota só, en el Carnegie Hall, mientras los jugadores de Brasil
aterrizaban en Chile, dispuestos a conquistar el séptimo Campeonato
Mundial de Fútbol ante cinco países americanos y diez europeos. En el Mundial del 62, Di Stéfano no tuvo buena suerte. Iba a jugar en la selección de España, su país de adopción. A los 36
años de edad, era su última oportunidad. En vísperas del estreno, se lastimó la rodilla derecha, y no hubo caso.
Di Stéfano, la Saeta Rubia, uno de los mejores jugadores de la historia
del fútbol, nunca pudo jugar un Mundial. Pelé, otra estrella de todos
los tiempos, no llegó muy lejos en el Mundial de Chile: sufrió de entrada
un desgarramiento muscular y quedó fuera. Y otro monstruo sagrado del
fútbol, el ruso Yashin, anduvo también con mala pata: el mejor arquero
del mundo se comió cuatro goles ante Colombia, porque parece que se
le fue la mano con los traguitos que lo entonaban en el vestuario. Brasil ganó el torneo. Sin Pelé, y bajo la batuta de Didí. Amarildo
se lució en el difícil lugar de Pelé, atrás Djalma Santos fue una muralla
y adelante Garrincha deliraba y hacía delirar. «¿De qué planeta procede
Garrincha?», se preguntaba el diario El Mercurio, mientras Brasil liquidaba
a los dueños de casa. Los chilenos se habían impuesto a Italia, en un
partido que fue una batalla campal, y también habían vencido a Suiza
y a la Unión Soviética. Se habían servido spaguettis, chocolate y vodka,
pero se les atragantó el café: los brasileños ganaron 4 a 2. En la final, Brasil derrotó a Checoslovaquia 3 a 1 y fue, como en el
58, campeón invicto. Por primera vez, la final de un campeonato mundial
se pudo ver en directo por la televisión en transmisión internacional,
aunque fue en blanco y negro y llegó a pocos países. Chile conquistó el tercer lugar, la mejor clasificación de su historia,
y Yugoslavia ganó el cuarto puesto gracias a un pájaro llamado Dragoslav
Sekularac, que ninguna defensa pudo atrapar. El campeonato no tuvo un goleador, pero varios jugadores convirtieron
cuatro tantos: los brasileños Garrincha y Vavá, el chileno Sánchez,
el yugoslavo Jerkovic, el húngaro Albert y el soviético Ivanov.
El Mundial del 66
Los militares bañaban a Indonesia en sangre, medio millón de muertos,
un millón, quién sabe, y el general Suharto iniciaba su larga dictadura
asesinando a los pocos rojos, rosados o dudosos que quedaban vivos.
Otros militares volteaban a N?Krumah, presidente de Guinea y profeta
de la unidad africana, mientras sus colegas de Argentina desalojaban
al presidente Illia por golpe de Estado. Por primera vez en la historia, una mujer, Indira Gandhi, gobernaba
la India. Los estudiantes echaban abajo a la dictadura militar del Ecuador.
La aviación de los Estados Unidos bombardeaba Hanoi, en una nueva ofensiva,
pero en la opinión pública norteamericana crec ía la certeza de que
nunca debían haber entrado en Vietnam, que no debían haberse quedado
y que debían salir cuanto antes. Truman Capote publicaba A sangre fría. Aparecían Cien años de soledad,
de García Márquez, y Paradiso, de Lezama Lima. El cura Camilo Torres
caía peleando en las montañas de Colombia, el Che Guevara cabalgaba
su flaco Rocinante por los campos de Bolivia, Mao desataba la revolución
cultural en China. Varias bombas atómicas caían en la costa española
de Almería, y aunque no estallaban, sembraban el pánico. Fuentes bien
informadas de Miami anunciaban la inminente caída deFidel Castro, que
iba a desplomarse en cuestión de horas. En Londres, Harold Wilson mascaba su pipa y celebraba la victoria en
las elecciones, las muchachas andaban en minifalda, Carnaby Street dictaba
la moda y todo el mundo tarareaba las canciones de los Beatles, mientras
se inauguraba el octavo Campeonato Mundial de Fútbol. Éste fue el último Mundial de Garrincha, y también fue la despedida
del arquero mexicano Antonio Carbajal, el único jugador que había estado
cinco veces en el torneo. Participaron dieciséis equipos: diez europeos, cinco americanos y, cosa
rara, Corea del Norte. Asombrosamente, la selección coreana eliminó
a Italia con gol de Pak, un dentista de la ciudad de Pyongyang que practicaba
el fútbol en sus ratos libres. En la selección italiana jugaban nada
menos que Gianni Rivera y Sandro Mazzola. Pier Paolo Pasolini decía
que ellos jugaban al fútbol en buena prosa interrumpida por versos fulgurantes,
pero el dentista los dejó mudos. Por primera vez se transmitió todo el campeonato en directo, vía satélite,
y el mundo entero pudo ver, todavía en blanco y negro, el show de los
jueces. En el mundial anterior, los jueces europeos habían arbitrado
26 partidos; en éste, dirigieron 24 de los 32 partidos disputados. Un juez alemán obsequió a Inglaterra el partido contra Argentina, mientras
un juez inglés regalaba a Alemania el partido contra Uruguay. Brasil
no tuvo mejor suerte: Pelé fue impunemente cazado a patadas por Bulgaria
y Portugal, que lo desalojaron del campeonato. La reina Isabel asistió a la final. No gritó ningún gol, pero aplaudió
discretamente. El Mundial se definió entre la Inglaterra de Bobby Charlton,
hombre de temible empuje y puntería, y la Alemania de Beckenbauer, que
recién empezaba su carrera y ya jugaba de galera, guantes y bastón.
Alguien había robado la copa Rimet, pero un perro llamado Pickles la
encontró tirada en un jardín de Londres. Así, el trofeo pudo llegar
a tiempo a manos del vencedor. Inglaterra se impuso 4 a 2. Portugal
entró tercero. En cuarto lugar, la Unión Soviética. La reina Isabel
otorgó título de nobleza a Alf Ramsey, el director técnico de la selección
triunfante, y el perro Pickles se convirtió en héroe nacional. El Mundial del 66 fue usurpado por las tácticas defensivas. Todos los equipos practicaban el cerrojo y dejaban un jugador escoba
barriendo la línea final detrás de los zagueros. Sin embargo, Eusebio, el artillero africano de Portugal, pudo atravesar
nueve veces esas impenetrables murallas en las retaguardias rivales.
Tras él, en la lista de goleadores, figuró el alemán Haller, con seis
tantos.
Pelé
Cien canciones lo nombran. A los diecisiete años fue campeón del mundo
y rey del fútbol. No había cumplido veinte cuando el gobierno de Brasil
lo declaró tesoro nacional y prohibió su exportación. Ganó tres campeonatos
mundiales con la selección brasileña y dos con el club Santos. Después
de su gol número mil, siguió sumando. Jugó más de mil trescientos partidos, en ochenta países, un partido
tras otro a ritmo de paliza, y convirti ó casi mil trescientos goles.
Una vez, detuvo una guerra: Nigeria y Biafra hicieron una tregua para
verlo jugar. Verlo jugar, bien valía una tregua y mucho más. Cuando Pelé iba a la
carrera, pasaba a través de los rivales, como un cuchillo. Cuando se
detenía, los rivales se perd ían en los laberintos que sus piernas dibujaban.
Cuando saltaba, subía en el aire como si el aire fuera una escalera. Cuando ejecutaba un tiro libre, los rivales que formaban la barrera
querían ponerse al revés, de cara a la meta, para no perderse el golazo. Había nacido en casa pobre, en un pueblito remoto, y llegó a las cumbres
del poder y la fortuna, donde los negros tienen prohibida la entrada.
Fuera de las canchas, nunca regaló un minuto de su tiempo y jamás una
moneda se le cayó del bolsillo. Pero quienes tuvimos la suerte de verlo
jugar, hemos recibido ofrendas de rara belleza: momentos esos tan dignos
de inmortalidad que nos permiten creer que la inmortalidad existe. Gol de Pelé Fue en 1969. El club Santos jugaba contra el Vasco da Gama
en el estadio Maracaná. Pelé atravesó la cancha en ráfaga, esquivando a los rivales en el aire,
sin tocar el suelo, y cuando ya se metía en el arco con pelota y todo,
fue derribado. El árbtro pitó penal. Pelé no quiso tirarlo. Cien mil
personas lo obligaron, gritando su nombre. Pelé había hecho muchos goles en Maracaná. Goles prodigiosos, como aquel
en 1961, contra el club Fluminense, cuando había gambeteado a siete
jugadores y al arquero también. Pero este penal era diferente: la gente
sitió que algo tenía de sagrado. Y por eso hizo silencio el pueblo más
bullanguero del mundo. El clamor de la multitud calló de pronto, como
obedeciendo una orden: nadie hablaba, nadie respiraba, nadie estaba
allí. Súbitamente en las tribunas no hubo nadie, y en la cancha tampoco.
Pelé y el arquero, Andrada, estaban solos. A solas, esperaban. Pelé,
parado junto a la pelota en el punto blanco del penal. Doce pasos más
allá, Andrada, encogido, al acecho, entre los palos. El guardamenta alcanzó a rozarla, pero Pelé clavó la pelota en la red.
Era su gol número mil. Ningún otro jugador había hecho mil goles en
la historia del fútbol profesional. Entonces la multitud volvió a existir, y saltó como un niño loco de
alegría, iluminando la noche.»
El Mundial del 70
En Praga moría Jiri Trnka, maestro del cine de marionetas, y en Londres
moría Bertrand Russell, tras casi un siglo de vida muy viva. A los veinte
años de edad, el poeta Rugama caía en Managua, peleando solito contra
un batallón de la dictadura de Somoza. El mundo perd ía su música: se
desintegraban los Beatles, por sobredosis de éxito, y por sobredosis
de drogas se nos iban el guitarrista Jimi Hendrix y la cantante Janis
Joplin. Un ciclón arrasaba Pakistán y un terremoto borraba quince ciudades de
los Andes peruanos. En Washington ya nadie creía en la guerra de Vietnam
pero la guerra seguía, según el Pentágono los muertos sumaban un millón,
mientras los generales norteamericanos huían hacia adelante invadiendo
Camboya. Allende iniciaba su campaña hacia la presidencia de Chile,
después de tres derrotas, y prometía dar leche a todos los niños y nacionalizar
el cobre. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída
de Fidel Castro que iba a desplomarse en cuestión de horas. Comenzaba
la primera huelga en la historia del Vaticano, en Roma se cruzaban de
bra-zos los funcionarios del Santo Padre, mientras en México movían
las piernas los jugadores de dieciséis países y comenzaba el noveno
Campeonato Mundial de Fútbol. Participaron nueve equipos europeos, cinco americanos, Israel y Marruecos.
En el partido inaugural, el juez alzó por primera vez una tarjeta amarilla.
La tarjeta amarilla, señal de amonestación, y la tarjeta roja, señal
de expulsión, no fueron las únicas novedades del Mundial de México.
El reglamento autorizó a cambiar dos jugadores en el curso de cada partido.
Hasta entonces, sólo el arquero podía ser sustituido, en caso de lesión;
y no resultaba muy difícil reducir a patadas al elenco adversario. Imágenes de la Copa del 70: la estampa de Beckenbauer, con un brazo
atado, batiéndose hasta el último minuto; fervor de Tostão, recién operado
de un ojo y aguantándose a pie firme todos los partidos; las volanderías
de Pelé en su último Mundial: «Saltamos juntos», contó Burgnich, el
defensa italiano que lo marcaba, «pero cuando volví a tierra, ví que
Pelé se mantenía suspendido en la altura». Cuatro campeones del mundo, Brasil, Italia, Alemania y Uruguay, disputaron
las semifinales. Alemania ocupó el tercer lugar, Uruguay el cuarto.
En la final, Brasil apabulló a Italia 4 a 1. La prensa inglesa coment
ó: «Debería estar prohibido un fútbol tan bello». El último gol se recuerda
de pie: la pelota pasó por todo Brasil, la tocaron los once, y por fin
Pelé la puso en bandeja, sin mirar, para que rematara Carlos Alberto,
que venía en tromba. El Torpedo Müller, de Alemania, encabezó la tabla de goleadores, con
diez tantos, seguido por el brasileño Jairzinho, con siete. Campeón invicto por tercera vez, Brasil se quedó con la copa Rimet en
propiedad. A fines de 1983, la copa fue robada y vendida, después de
ser reducida a casi dos quilos de oro puro. Una copia ocupa su lugar
en las vitrinas.
Gol de Maradona
Fue en 1973. Se medían los equipos infantiles de Argentina Juniors y
River Plate, en Buenos Aires. El número 10 de Argentinos recibió la pelota de su arquero, esquivó
al delantero centro del River y emprendi ó la carrera. Varios jugadores
le salieron al encuentro: a uno se la pasó por el jopo, a otro entre
las piernas y al otro lo engañó de taquito. Después, sin detenerse,
dejó paralíticos a los zagueros y al arquero tumbado en el suelo, y
se metió caminando con la pelota en la valla rival. En la cancha habían
quedado siete niños fritos y cuatro que no podían cerrar la boca. Aquel equipo de chiquilines, los Cebollitas, llevaba cien partidos invicto
y había llamado la atención de los periodistas. Uno de los jugadores, El Veneno, que tenía trece años, declaró: -Nosotros
jugamos por divertirnos. Nunca vamos a jugar por plata. Cuando entra
la plata, todos se matan por ser estrellas, y entonces vienen la envidia
y el egoísmo. Habló abrazado al jugador más querido de todos, que también era el más
alegre y el más bajito: Diego Armando Maradona, que tenía doce años
y acababa de meter ese gol increíble. Maradona tenía la costumbre de sacar la lengua cuando estaba en pleno
envión. Todos sus goles habían sido hechos con la lengua fuera. De noche
dormía abrazado a la pelota y de día hacía prodigios con ella. Vivía
en una casa pobre de un barrio pobre y quería ser técnico industrial.»
El Mundial del 78
En Alemania moría el popular escarabajo de la Volkswagen, el Inglaterra
nacía el primer bebé de probeta, en Italia se legalizaba el aborto.
Sucumbían las primeras víctimas del sida, una maldición que todavía
no se llamaba así. Las Brigadas Rojas asesinaban a Aldo Moro, los Estados
Unidos se comprometían a devolver a Panam á el canal usurpado a principios
de siglo. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída
de Fidel Castro, que iba a desplomarse en cuestión de horas. En Nicaragua tambaleaba la dinastía de Somoza, en Irán tambaleaba la
dinastía del Sha, los militares de Guatemala ametrallaban una multitud
de campesinos en el pueblo de Panzós. Domitila Barrios y otras cuatro
mujeres de las minas de estaño iniciaban una huelga de hambre contra
la dictadura militar de Bolivia, al rato toda Bolivia estaba en huelga
de hambre, la dictadura caía. La dictadura militar argentina, en cambio,
gozaba de buena salud, y para probarlo organizaba el undécimo Campeonato
Mundial de Fútbol. Participaron diez países europeos, cuatro americanos, Irán y Túnez.
EL Papa de Roma envió su bendición. Al son de una marcha militar, el
general Videla condecoró a Havelange en la ceremonia de la inauguración,
en el estadio Monumental de Buenos Aires. A unos pasos de allí, estaba
en pleno funcionamiento el Auschwitz argentino, el centro de tormento
y exterminio de la Escuela de Mecánica de la Armada. Y algunos kilómetros
más allá, los aviones arrojaban a los prisioneros vivos al fondo de
la mar. «Por fin el mundo puede ver la verdadera imagen de la Argentina», celebró
el presidente de la FIFA ante las cámaras de la televisión. Henry Kissinger,
invitado especial, anunció: "Este país tiene un gran futuro a todo nivel." Y el capitán del equipo alemán, Berti Vogts, que dio la patada inicial,
declaró unos días después: "Argentina es un país donde reina el orden.
Yo no he visto a ningún preso político." Los dueños de casa vencieron algunos partidos, pero perdieron ante Italia
y empataron con Brasil. Para llegar a la final contra Holanda, debían
ahogar a Perú bajo una lluvia de goles. Argentina obtuvo con creces
el resultado que necesitaba, pero la goleada, 6 a 0, llenó de dudas
a lo malpensados, y a los bienpensados también. Los peruanos fueron apedreados al regresar a Lima. La final entre Argentina y Holanda se definió por alargue. Ganaron los argentinos 3 a 1, y en cierta medida la victoria fue posible
gracias al patriotismo del palo que salvó al arco argentino en el último
minuto del tiempo reglamentario. Ese palo, que detuvo un pelotazo de
Rensenbrink, nunca fue objeto de honores militares, por esas cosas de
la ingratitud humana. De todos modos, más decisivos que el palo resultaron
los goles de Mario Kempes, un potro imparable que se lució galopando,
con la pelambre al viento, sobre el césped nevado de papelitos. A la hora de recibir los trofeos, los jugadores holandeses se negaron
a saludar a los jefes de la dictadura argentina. El tercer puesto fue para Brasil. El cuarto, para Italia. Kempes fue el mejor jugador de la Copa y también el goleador, con seis
tantos. Detrás figuraron el peruano Cubillas y el holandés Rensenbrink,
con cinco goles cada uno.
El Mundial del 86
Baby Doc Duvalier huía de Haití, robándose todo, y robándose todo huía
Ferdinand Marcos de Filipinas, mientras los archivos norteamericanos
revelaban, más vale tarde que nunca, que Marcos, el alabado héroe filipino
de la segunda guerra mundial, había sido en realidad un desertor. El cometa Halley visitaba nuestro cielo después de mucha ausencia, se
descubrían nueve lunas en torno al planeta Urano, aparecía el primer
agujero en la capa de ozono que nos protege del sol. Se difundía una
nueva droga, hija de la ingeniería genética, contra la leucemia. En el Japón se suicidaba una cantante de moda y tras ella elegían la
muerte veintitrés de sus devotos. Un terremoto dejaba sin casa a doscientos
mil salvadoreños y la catástrofe nuclear soviética de Chernobyl desataba
una lluvia de veneno radioactivo, imposible de medir y de parar, sobre
quién sabe cuántas leguas y gentes. Felipe González decía sí a la OTAN, la alianza militar atlántica, después
de haber gritado no, y un plebiscito bendecía el viraje mientras España
y Portugal entraban al mercado común europeo. El mundo lloraba la muerte
de Olof Palme, el primer ministro de Suecia, asesinado en la calle.
Tiempos de luto para las artes y las letras: se nos iban el escultor
Henry Moore y los escritores Simone de Beauvoir, Jean Genet, Juan Rulfo
y Jorge Luis Borges. Estallaba el escándalo Irangate, que implicaba al presidente Reagan,
a la CIA y a los contras de Nicaragua en el tráfico de armas y de drogas,
y estallaba la nave espacial Challenger, al despegar de Cabo Cañaveral,
con siete tripulantes a bordo. La aviación norteamericana bombardeaba
Libia y mataba a una hija del coronel Gaddafi, para castigar un atentado
que años después se atribuyó a Irán. En una cárcel de Lima morían ametrallados cuatrocientos presos. Fuentes
bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro,
que iba a desplomarse en cuestión de horas. Se habían desplomado muchos
edificios sin cimientos, con toda la gente adentro, cuando un terremoto
había sacudido a la ciudad de México, el año anterior, y buena parte
de la ciudad estaba todavía en ruinas mientras se inauguraba allí el
decimotercer Campeonato Mundial de Fútbol. En la Copa del 86, participaron catorce países europeos y seis americanos,
además de Marruecos, Corea del Sur, Irak y Argelia. En México nació
la ola en las tribunas, que a partir de entonces suele mover a las hinchadas
del mundo al ritmo de la mar bravía. Hubo partidos de esos que ponen
los pelos de punta, como el de Francia contra Brasil, donde los jugadores
infalibles, Platini, Zico, Sócrates, fracasaron en los penales; y hubo
dos goleadas espectaculares de Dinamarca, que propinó seis tantos a
Uruguay y recibió cinco de España. Pero éste fue el Mundial de Maradona. Contra Inglaterra, Maradona vengó
con dos goles de zurda al orgullo patrio malherido en las Malvinas:
hizo uno con la mano izquierda, que él llamó mano de Dios, y el otro
con la pierna izquierda, después de haber tumbado por los suelos a la
defensa inglesa. Argentina disputó la final contra Alemania. Fue de Maradona el pase
decisivo, que dejó solo a Burruchaga para que Argentina se impusiera
3 a 2 y ganara el campeonato cuando ya el reloj señalaba el fin del
partido, pero antes había ocurrido otro gol memorable: Valdano arrancó
con la pelota desde el arco argentino, cruzó toda la cancha y cuando
Schumacher le salió al cruce, la coloc ó contra el poste derecho. Valdano
venía hablando con la pelota, le venía rogando: Por favor, entrá. Francia se clasificó en tercer lugar, seguida por Bélgica. El inglés Lineker encabezó la tabla de goleadores, con seis tantos.
Maradona hizo cinco goles, como el brasileño Careca y el español Butragueño.
Romario
Venido desde quién sabe qué región del aire, el tigre aparece, pega
su zarpazo y se esfuma. El arquero, atrapado en su jaula, no tiene tiempo
ni de pestañear. En un fogonazo, Romario asesta sus goles de media vuelta,
de chilena, de volea, de chanfle, de taco, de punta, o de perfil. Romario nació en la miseria, en la favela de Jacarezinho, pero desde
niño ensayaba la firma para los muchos autógrafos que iba a firmar en
la vida. Trepó a la fama sin pagar los impuestos de la mentira obligatoria:
este hombre muy pobre se dio siempre el lujo de hacer lo que quería,
disfrutón de la noche, parrandero, y siempre dijo lo que pensaba sin
pensar lo que decía. Ahora tiene una colección de Mercedes Benz y doscientos cincuenta pares
de zapatos, pero sus mejores amigos siguen siendo aquellos impresentables
buscavidas que en la infancia le enseñaron el secreto del zarpazo.
Maradona
Jugó, venció, meó, perdió. El análisis delató efedrina y Maradona acabó
de mala manera su Mundial del 94. La efedrina, que no se considera droga estimulante en el deporte profesional
de los Estados Unidos y de muchos otros países, está prohibida en las
competencias internacionales. Hubo estupor y escándalo. Los truenos de la condenaci ón moral dejaron
sordo al mundo entero, pero mal que bien se hicieron oír algunas voces
de apoyo al ídolo caído. Y no sólo en su dolorida y atónita Argentina,
sino en lugares tan lejanos como Bangladesh, donde una manifestación
numerosa rugió en las calles repudiando a la FIFA y exigiendo el retorno
del expulsado. Al fin y cabo, juzgarlo era fácil, y era fácil condenarlo,
pero no resultaba tan fácil olvidar que Maradona venía cometiendo desde
hacía años el pecado dc ser el mejor, el delito de denunciar a viva
voz las cosas que el poder manda callar y cl crimen de jugar con la
zurda, lo cual, según el Pequeño Larousse Ilustrado, significa «con
la izquierda» y también significa «al contrario de como se debe hacer». Diego Armando Maradona nunca había usado estimulantes, en vísperas dc
los partidos, para multiplicarse el cuerpo. Es verdad que había estado
metido en la cocaína, pero se dopaba en las fiestas tristes, para olvidar
o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado por la gloria y no podía
vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a pesar
de la cocaína, y no por ella. Él estaba agobiado por el peso de su propio personaje. Tenía problemas en la columna vertebral, desde el lejano día en que
la multitud había gritado su nombre por primera vez. Maradona llevaba
una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda. El cuerpo
como metáfora: le dolían las piernas, no podía dormir sin pastillas. No había demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad
de trabajar de dios en los estadios, pero desde el principio supo que
era imposible dejar de hacerlo. «Necesito que me necesiten», confes
ó, cuando ya llevaba muchos años con el halo sobre la cabeza, sometido
a la tiranía del rendimiento sobrehumano, empachado de cortisona y analgésicos
y ovaciones, acosado por las exigencias de sus devotos y por el odio
de sus ofendidos. El placer de derribar ídolos es directamente proporcional a la necesidad
de tenerlos. En España, cuando Goicoechea le pegó de atrás y sin la
pelota y lo dejó fuera de las canchas por varios meses, no faltaron
fanáticos que llevaron en andas al culpable de este homicidio premeditado,
y en todo el mundo sobraron gentes dispuestas a celebrar la caída del
arrogante sudaca intruso en las cumbres, el nuevo rico ése que se había
fugado del hambre y se daba el lujo de la insolencia y la fanfarronería. Después, en Nápoles, Maradona fue santa Maradonna y san Gennaro se convirtió
en san Gennarmando. En las calles se vendían imágenes de la divinidad
de pantal ón corto, iluminada por la corona de la Virgen o envuelta
en el manto sagrado del santo que sangra cada seis meses, y también
se vendían ataúdes de los clubes del norte de Italia y botellitas con
lágrimas de Silvio Berlusconi. Los niños y los perros lucían pelucas
de Maradona. Había una pelota bajo el pie de la estatua del Dante y
el tritón de la fuente vestía la camiseta azul del club Nápoles. Hacía
más de medio siglo que el equipo de la ciudad no ganaba un campeonato,
ciudad condenada a las furias del Vesubio y a la derrota eterna en los
campos de fútbol, y gracias a Maradona el sur oscuro había logrado,
por fin, humillar al norte blanco que lo despreciaba. Copa tras copa, en los estadios italianos y europeos, el club Nápoles
vencía, y cada gol era una profanaci ón del orden establecido y una
revancha contra la historia. En Milán odiaban al culpable de esta afrenta
de los pobres salidos de su lugar, lo llamaban jamón con rulos. Y no
sólo en Milán: en el Mundial del 90, la mayor ía del público castigaba
a Maradona con furiosas silbatinas cada vez que tocaba la pelota, y
la derrota argentina ante Alemania fue celebrada como una victoria italiana. Cuando Maradona dijo que quería irse de Nápoles, hubo quienes le echaron
por la ventana muñecos de cera atravesados de alfileres. Prisionero
de la ciudad que lo adoraba y de la camorra, la mafia dueña de la ciudad,
él ya estaba jugando a contracorazón, a contrapié; y entonces, estalló
el escándalo de la cocaína. Maradona se convirtió súbitamente en Maracoca,
un delincuente que se había hecho pasar por héroe. Más tarde, en Buenos Aires, la televisión trasmitió el segundo ajuste
de cuentas: detención en vivo y en directo, como si fuera un partido,
para deleite de quienes disfrutaron el espectáculo del rey desnudo que
la policía se llevaba preso. «Es un enfermo», dijeron. Dijeron: «Está acabado». El mesías convocado
para redimir la maldición histórica de los italianos del sur había sido,
también, el vengador de la derrota argentina en la guerra de las Malvinas,
mediante un gol tramposo y otro gol fabuloso, que dejó a los ingleses
girando como trompos durante algunos años; pero a la hora de la caída,
el Pibe de Oro no fue más que un farsante pichicatero y putañero. Maradona
había traicionado a los niños y había deshonrado al deporte. Lo dieron
por muerto. Pero el cadáver se levantó de un brinco. Cumplida la penitencia de la
cocaína, Maradona fue el bombero de la selección argentina, que estaba
quemando sus últimas posibilidades de llegar al Mundial 94. Gracias
a Maradona, llegó. Y en el Mundial, Maradona estaba siendo otra vez,
como en los viejos tiempos, el mejor de todos, cuando estalló el escándalo
de la efedrina. La máquina del poder se la tenía jurada. Él le cantaba las cuarenta,
eso tiene su precio, cl precio se cobra al contado y sin descuentos.
Y el propio Maradona regaló la justificación, por su tendencia suicida
a servirse en bandeja en boca de sus muchos enemigos y esa irresponsabilidad
infantil que lo empuja a precipitarse en cuanta trampa se abre en su
camino. Los mismos periodistas que lo acosan con los micrófonos, lc reprochan
su arrogancia y sus rabietas, y lo acusan de hablar demasiado. No les
falta razón; pero no es eso lo que no pueden perdonarle: en realidad,
no les gusta lo que a veces dice. Este petiso respondón y calent ón
tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba. En el 86 y en el 94,
en México y en Estados Unidos, denunció a la omnipotente dictadura de
la televisión, que estaba obligando a los jugadores a deslomarse al
mediodía, achicharrándose al sol, y en mil y una ocasiones más, todo
a lo largo de su accidentada carrera, Maradona ha dicho cosas que han
sacudido el avispero. Él no ha sido el único jugador desobediente, pero
ha sido su voz la que ha dado resonancia universal a las preguntas más
insoportables: ¿Por qué no rigen en el fútbol las normas universales
del derecho laboral? Si es normal que cualquier artista conozca las
utilidades del show que ofrece, ¿por qué los jugadores no pueden conocer
las cuentas secretas de la opulenta multinacional del fútbol? Havelange calla, ocupado en otros menesteres, y Joseph Blatter, burócrata
de la FIFA que jamás ha pateado una pelota pero anda en limusinas de
ocho metros y con chófer negro, se limita a comentar: ?El último astro
argentino fue Di Stéfano. Cuando Maradona fue, por fin, expulsado del Mundial del 94, las canchas
de fútbol perdieron a su rebelde más clamoroso. Y también perdieron
a un jugador fant ástico. Maradona es incontrolable cuando habla, pero
mucho más cuando juega: no hay quien pueda prever las diabluras de este
inventor de sorpresas, que jamás se repite y que disfruta desconcertando
a las computadoras. No es un jugador veloz, torito corto de piernas, pero lleva la pelota
cosida al pie y tiene ojos en todo el cuerpo. Sus artes malabares encienden
la cancha. El puede resolver un partido disparando un tiro fulminante
de espaldas al arco o sirviendo un pase imposible, a lo lejos, cuando
está cercado por miles de piernas enemigas; y no hay quien lo pare cuando
se lanza a gambetear rivales. En el frígido fútbol de fin de siglo, que exige ganar y prohibe gozar,
este hombre es uno de los pocos que demuestra que la fantasía puede
también ser eficaz.
Los dueños de la pelota
La FIFA, que tiene trono y corte en Zurich, el Comité Olímpico Internacional,
que reina desde Lausana, y la empresa ISL Marketing, que en Lucerna
teje sus negocios, manejan los campeonatos mundiales de fútbol y la
olimpíadas. Como se ve, las tres poderosas organizaciones tienen su
sede en Suiza, un país que se ha hecho famoso por la punterías de Guillermo
Tell, la precisión de sus relojes y su religiosa devoción por el secreto
bancario. Casualmente, las tres tienen un extraordinario sentido del pudor en
todo lo que se refiere al dinero que pasa por sus manos y al que en
sus manos queda. La ISL Marketing posee, al menos hasta fin de siglo, los derechos exclusivos
de venta de la publicidad en los estadios, los filmes y videocasetes,
las insignias, banderines y mascotas de las competencias internacionales. Este negocio pertenece a los herederos de Adolph Dassler, el fundador
de la empresa Adidas, hermano y enemigo del fundador de la competidora
Puma. Cuando otorgaron el monopolio de esos derechos a la familia Dassler,
Havelange y Samaranch estaban ejerciendo el noble deber de la gratitud.
La empresa Adidas, la mayor fabricante de artículos deportivos en el
mundo, había contribuido muy generosamente a edificarles el poder. En
1990, los Dassler vendieron Adidas al empresario francés Bernard Tapie,
pero se quedaron con la ISL, que la familia sigue controlando en sociedad
con la agencia publicitaria japonesa Dentsu. El poder sobre el deporte mundial no es moco de pavo. A fines de 1994, hablando en Nueva York ante un círculo de hombres de
negocios, Havelange confesó algunos números, lo que en él no es nada
frecuente: -Puedo afirmar que el movimiento financiero del fútbol en
el mundo alcanza, anualmente, la suma de 225 mil millones de dólares. Y se vanaglorió comparando esa fortuna con los 136 mil millones de dólares
facturados en 1993 por la General Motors, que figura a la cabeza de
las mayores corporaciones multinacionales. En ese mismo discurso, Havelange advirtió que «el fútbol es un producto
comercial que debe venderse lo más sabiamente posible», y recordó la
ley primera de la sabiduría en el mundo contemporáneo: -Hay que tener
mucho cuidado con el envoltorio. La venta de los derechos para televisión es la veta que más rinde, dentro
de la pródiga mina de las competencias internacionales, y la FIFA y
el Comité Olímpico Internacional reciben la parte del león de lo que
paga la pantalla chica. El dinero se ha multiplicado espectacularmente
desde que la tele empezó a trasmitir en directo, para todos los países,
los torneos mundiales. Las Olimpíadas de Barcelona recibieron de la
televisión en 1993, seiscientas treinta veces más dinero que las Olimíadas
de Roma en 1960, cuando la transmisión sólo llegaba al ámbito nacional. Y a la hora de decidir cuáles serán las empresas anunciantes de cada
torneo, tanto Havelange y Samaranch como la familia Dassler lo tienen
claro: hay que elegir a las que pagan más. La máquina que convierte
toda pasión en dinero no puede darse el lujo de promover los productos
más sanos y más aconsejables para la vida deportiva: lisa y llanamente
se pone siempre al servicio de la mejor oferta, y sólo le interesa saber
si Mastercard paga mejor o peor que Visa y si Fujifilm pone o no pone
sobre la mesa más dinero que Kodak. La Coca-Cola, nutritivo elixir que
no puede faltar en el cuerpo de ningún atleta, encabeza siempre la lista.
Sus millonarias virtudes la ponen fuera de discusión. En este fútbol de fin de siglo, tan pendiente del marketing y de los
sponsors, nada tiene de sorprendente que algunos de los clubes más importantes
de Europa sean empresas que pertenecen a otras empresas. La Juventus
de Turín forma parte, como la Fiat, del grupo Agnelli. El Milan integra
la constelación de trescientas empresas del grupo Berlusconi. El Parma
es de Parmalat. La Sampdoria, del grupo petrolero Mantovani. La Fiorentina,
del productor de cine Cecchi Gori. El Olympique de Marsella fue lanzado
al primer plano del fútbol europeo cuando se convirtió en una de las
empresas de Bernard Tapie, hasta que un escándalo de sobornos arruinó
al exitoso empresario. El París Saint-Germain pertenece al Canal Plus
de la televisión. La peugeot, sponsor del club Sochaux, es también dueña
de su estadio. La Philips es la dueña del club holandés PSV de Eindhoven.
Se llaman Bayer los dos clubes de la primera división alemana que la
empresa financia: el Bayer Leverkusen y el Bayer Uerdingen. El inventor
y dueño de las computadoras Astrad es también propietario del club británico
Tottenham Hotspur, cuyas acciones se cotizan en bolsa, y el Blackburn
Rover pertenece al grupo Walker. En Japón, donde el fútbol profesional
tiene poco tiempo de vida, las principales empresas han fundado clubes
y han contratado estrellas internacionales, a partir de la certeza de
que el fútbol es un idioma universal que puede contribuir a la proyección
de sus negocios en el mundo entero. La empresa eléctrica Furukawa fundó
el club Nagoya Grampus, que contó en sus filas con el goleador inglés
Gary Lineker. El veterano pero siempre brillante Zico jugó para el Kashima,
que pertenece al grupo industrial y financiero Sumitomo. Las empresas
Mazda, Mitsubishi, Nissan, Panasonic y Japan Airlines también tienen
sus propios clubes de fútbol. El club puede perder dinero, pero este detalle carece de importancia
si brinda buena imagen a la constelaci ón de negocios que integra. Por
eso la propiedad no es secreta: el fútbol sirve a la publicidad de las
empresas y en el mundo no existe un instrumento de mayor alcance popular
para las relaciones públicas. Cuando Silvio Berlusconi compró el club
Milan, que estaba en bancarrota, inició su nueva era desplegando toda
la coreograf ía de un gran lanzamiento publicitario. Una tarde de 1987,
los once jugadores del Milan descendieron lentamente en helicóptero
hacia el centro del estadio, mientras en los altavoces cabalgaban las
Walkirias de Wagner. Bernard Tapie, otro especialista en su propio protagonismo, solía celebrar
las victorias del Olympique con grandes fiestas, fulgurantes de fuegos
artificiales y rayos láser, donde trepidaban las mejores bandas de música
rock. El fútbol, fuente de emociones populares, genera fama y poder. Los clubes
que tienen cierta autonomía, y que no dependen directamente de otras
empresas, están habitualmente dirigidos por opacos hombres de negocios
y políticos de segunda que utilizan el fútbol como una catapulta de
prestigio para lanzarse al primer plano de la popularidad. Hay, también,
raros casos al revés: hombres que ponen su bien ganada fama al servicio
del fútbol, como el cantante inglés Elton John, que fue presidente del
Watford, el club de sus amores, o el director de cine Francisco Lombardi,
que preside el Sporting Cristal de Perú.
OTROS ESCRITOS
El Mundial del '90 Se venden piernas (Para Ángel Ruocco) Hasta el Papa
de Roma ha suspendido sus viajes por un mes. Por un mes, mientras dure
el Mundial de Italia, estaré yo también cerrado por fútbol, al igual
que muchos otros millones de simples mortales. Nada tiene de raro. Como todos los uruguayos, de niño quise ser jugador
de fútbol. Por mi absoluta falta de talento, no tuve más remedio que
hacerme escritor. Y ojal á pudiera yo, en algún imposible día de gloria,
escribir con el coraje de Obdulio, la gracia de Garrincha, la belleza
de Pelé y la penetración de Maradona. En mi país, el fútbol es la única religión sin ateos; y me consta que
también la profesan, en secreto, a escondidas, cuando nadie los ve,
los raros uruguayos que públicamente desprecian al fútbol o lo acusan
de todo. La furia de los fiscales enmascara un amor inconfesable. El fútbol tiene la culpa, toda la culpa, y si el fútbol no existiera,
seguramente los pobres harían la revoluci ón social y todos los analfabetos
serían doctores; pero en el fondo de su alma, todo uruguayo que se respete
termina sucumbiendo, tarde o temprano, a la irresistible tentación del
opio de los pueblos. Y la verdad sea dicha este hermoso espectáculo, esta fiesta de los ojos,
es también un cochino negocio. No hay droga que mueva fortunas tan inmensas
en los cuatro puntos cardinales del mundo. Un buen jugador es una muy
valiosa mercancía, que se cotiza y se compra y se vende y se presta,
según la ley del mercado y la voluntad de los mercaderes. Ley del mercado, ley del éxito. Hay cada vez menos espacio para la improvisación
y la espontaneidad creadora. Importa el resultado, cada vez más, y cada vez menos el arte, y el resultado
es enemigo del riesgo y la aventura. Se juega para ganar, o para no
perder, y no para gozar la alegría de dar alegría. Año tras año, el
fútbol se va enfriando; y el agua en las venas garantiza la eficacia.
La pasión de jugar por jugar, la libertad de divertirse y divertir,
la diablura inútil y genial, se van convirtiendo en temas de evocación
nostalgiosa. El fútbol sudamericano, el que más comete todavía estos pecados de leso
eficiencia, parece condenado por las reglas universales del cálculo
económico. Ley del mercado, ley del más fuerte. En la organización desigual
del mundo, el fútbol sudamericano es una industria de exportación produce
para otros. Nuestra región cumple funciones de sirvienta del mercado
internacional. En el fútbol, como en todo lo demás, nuestros paises
han perdido el derecho de desarrollarse hacia adentro. No hay más que
ver los seleccionados de Argentina, Brasil y Uruguay en este mundial
del 90. Los jugadores se conocen en el avión. Solamente un tercio juega
en el propio país; los dos tercios restantes han emigrado y pertenecen,
casi todos, a los equipos europeos. El Sur no sólo vende brazos, sino
también piernas, piernas de oro, a los grandes centros extranjeros de
la sociedad de consumo; y al fin y al cabo, los buenos jugadores son
los únicos inmigrantes que Europa acoge sin tormentos burocráticos ni
fobias racistas. Parece que muy pronto cambiará la reglamentación internacional. Los
clubes europeos podrían, de aquí a poco, contratar a cuatro, o quizá
cinco, jugadores extranjeros. En ese caso, me pregunto qué será del fútbol sudamericano. No nos van
a quedar ni los masajistas. En estos tiempos de tanta duda, uno sigue creyendo que la tierra es
redonda por lo mucho que se parece al balón que gira, mágicamente, sobre
el césped de los estadios. Pero también el fútbol demuestra que esta tierra no es muy redonda,
que digamos. (1990)
El mundial del '98
Enseñanzas del Mundial Gracias a la reciente Copa del Mundo, hemos podido
aprender, o confirmar -Que las tarjetas MasterCard tonifican los músculos,
y que la Coca-Cola y las hamburguesas McDonald?s no pueden faltar en
el menú de un buen atleta -Que en la final, Francia apabulló a Brasil,
y que eso también significa; Adidas se impuso sobre Nike. El amor de
Nike por el fútbol brasileño hizo que la empresa pagara cuatrocientos
millones de dólares a su selección, y otra millonada a su estrella,
Ronaldo. Denuncias bien fundadas revelan que Nike impuso la presencia
de Ronaldo en el partido último; son numerosos los indicios de que así
Ronaldo fue arrancado del hospital. Gravemente afectado por una convulsión,
jugó pero no jugó. -Que la selección triunfante fue un equipo de inmigrantes. Según las
encuestas, la mitad de los franceses cree que hay que echar a los inmigrantes,
pero todos los franceses celebraron el triunfo como si los negros y
los árabes fueran hijos de Juana de Arco. -Que el fútbol sigue teniendo, milagrosamente, capacidad de sorpresa.
Por Croacia nadie daba dos vintenes, y a punta de coraje conquistó el
tercer lugar. -Que el fútbol sigue teniendo, milagrosamente, capacidad de belleza.
Ví todos los partidos, y no me arrepiento. El fútbol de fin de siglo, calculador, defensivo, es amarrete en hermosura;
pero que lo hubo, lo hubo.
[Aparecido en La Jornada miércoles 22 de julio de 1998. México.]
Después del Mundial '98
FÚTBOL EN PEDACITOS Campeones Brasil no pudo ser pentacampeón. Adidas,
sí. Desde la Copa del 54, que Adidas ganó cuando ganó Alemania, ésta
es la quinta consagración de los seleccionados que representan la marca
de las tres barras. Adidas levantó, con Francia, el trofeo mundial de
oro macizo y conquist ó, con Zinedine Zidane, el premio al mejor jugador
del campeonato. La empresa rival, Nike, tuvo que conformarse con el
segundo y el cuarto lugar, que obtuvieron sus selecciones de Brasil
y Holanda. La estrella de Nike, Ronaldo, no se lució demasiado. Una
empresa menor, Lotto, dio el batacazo con la sorprendente Croacia, que
entró tercera. Según un reciente estudio científico publicado por el Daily Telegraph
de Londres, los hinchas segregan, durante los partidos, casi tanta testosterona
como los jugadores. Pero hay que reconocer que también las empresas multinacionales transpiran
la camisa como si fuera camiseta. Estrellas Los jugadores de fútbol más famosos son productos que venden
productos. En tiempos de Pelé, el jugador jugaba, y eso era todo, o
casi todo. En tiempos de Maradona, ya en pleno auge de la televisión
y de la publicidad masiva, las cosas habían cambiado. Maradona cobró
mucho, y mucho pagó cobró con las piernas, pagó con el alma. Cuando
ya llevaba algunos años en las canchas, la crisis lo rompió, y enfermó
gravemente por sobredosis de éxito. El éxito espectacular de Ronaldo le permite facturar mil dólares por
hora, incluyendo las horas que duerme. En el Mundial del 98, a los veintipoquitos años de edad, Ronaldo sufrió
una crisis temprana convulsiones, ataque de nervios. Dicen que la presión
de Nike lo metió a prepo en la final contra Francia. El hecho es que
jugó enfermo, y no pudo exhibir como debía las virtudes del nuevo modelo
de botines, el R-9, que Nike estaba lanzando al mercado por medio de
sus pies. Precios Al fin del siglo, los periodistas especializados hablan cada
vez menos de las habilidades de los jugadores y cada vez más de sus
cotizaciones. Los dirigentes, los empresarios, los contratistas y demás
cortadores del bacalao ocupan un espacio creciente en las crónicas futboleras.
Antes, los «pases» se referían al viaje de la pelota de un jugador al
otro; ahora, los «pases» aluden más bien al viaje del jugador de uno
a otro club o de un país a otro. ¿Cuánto están rindiendo los famosos
en relaci ón a la inversión? Los especialistas nos bombardean con el
vocabulario de los tiempos oferta, compra, opción de compra, venta,
cesión en préstamo, valorización, desvalorizaci ón. El año pasado, un aviso de televisión de Fox Sports exhortaba a mirar
fútbol prometiendo «Sea testigo de cómo el pez grande se come al pez
chico». Era una invitaci ón al aburrimiento. Afortunadamente, en el
Mundial 98, en más de una ocasión el pez chico se comió al pez grande,
con espinas y todo. Eso es lo bueno que tienen, a veces, el fútbol y
la vida.
Sudamericanos
De los equipos sudamericanos, el que más me gustó fue Holanda. La selección naranja ofreció un fútbol vistoso, de buen toque y pases
cortos, gozador de la pelota. Este estilo sudamericano se debió, en
gran medida, al aporte de sus jugadores venidos de América del Sur descendientes
de esclavos, nacidos en Surinam. No había negros entre los diez mil
hinchas que viajaron a Francia desde Holanda, pero en la cancha sí que
los había. Fue una fiesta verlos Seedorf, Reiziger, Winter, Bogarde,
Kluivert, Davids. Kluivert es sutil como Francescoli, y cabecea como
él. Davids, motor del equipo, juega y crea juego mete pierna y mete
líos, porque no acepta que los negros cobren menos que los blancos en
los clubes de Holanda. Africanos Njanka, jugador de Camerún, arrancó de atrás, dejó por el
camino a toda la población de Austria y clavó el golazo más lindo del
Mundial. Pero Camerún no llegó lejos. Cuando Nigeria derrotó, con su fútbol divertido, a la selección española,
y Paraguay empató, el presidente Aznar comentó que «hasta un nigeriano
o un paraguayo pueden ponerte en tu lugar». Después, cuando Nigeria
se fue de Francia, un comentarista argentino sentenció «Son todos albañiles,
ninguno usa la cabeza para pensar». La Fifa, que otorga los premios
fair play, no jugó limpio con Nigeria le impidió ser cabeza de serie,
aunque el fútbol nigeriano venía de conquistar el trofeo olímpico. Las selecciones del Africa negra se fueron temprano del campeonato mundial,
pero algunos jugadores africanos o nietos de africanos deslumbraron
en Holanda, Francia, Brasil y otros equipos. Hubo locutores y comentaristas
que los llamaban «negritos», aunque nunca llamaron «blanquitos» a los
demás. Mundial del 98, las pantallas de la televisión brindaron espacio a la
emoción colectiva, la más colectiva de las emociones, y también fueron
vidrieras de exhibición mercantil Franceses El padre de Zidane fue uno
de los albañiles que levantaron el estadio donde su hijo se consagró
como el mejor de todos. Zidane es de familia argelina. Thuram, elevado
a la categoría de héroe nacional por dos golazos, nació en el Caribe,
en la isla Guadalupe, y de allí llegaron a Francia los padres de Henry.
Desailly vino de Ghana, Viera de Senegal, Karembeu de Nueva Caledonia. Djorkaeff es de origen ruso y armenio. Trezeguet se crió en Argentina. Eran inmigrantes casi todos los jugadores que vest ían la camiseta azul
y cantaban La Marsellesa antes de cada partido. Una encuesta, publicada
en esos días por Le Figaro Magazine, reveló que la mitad de los franceses
quería la expulsión de los inmigrantes, pero el doble discurso racista
permite ovacionar a los héroes y maldecir a los demás. El trofeo mundial
fue celebrado por una multitud sólo comparable a la que desbordó las
calles, hace más de medio siglo, cuando llegó a su fin la ocupaci ón
alemana. Hubo alzas y caídas en la bolsa de piernas.
[Aparecido en el semanario uruguayo Brecha]
El Mundial del 2002
Modelos. Son dos los campeonatos mundiales de fútbol. En uno juegan
los deportistas de carne y hueso. En el otro, al mismo tiempo, juegan
los robots. Las selecciones humanoides disputan la RoboCup 2002 en el
puerto japon és de Fukuoka, frente a la costa coreana. Los torneos de robots ocurren, cada año, en un lugar diferente. Este
es el sexto. Sus organizadores tienen la esperanza de competir, de aquí
a algún tiempo, contra las selecciones de verdad. Al fin y al cabo,
dicen, ya una computadora ha derrotado al campeón Gary Kasparov en un
tablero de ajedrez, y no les cuesta tanto imaginar que los atletas mecánicos
lleguen a lograr una hazaña semejante en una cancha de fútbol. Los robots, programados por ingenieros, son fuertes en defensa y rápidos
y cañoneros en el ataque. Jamás se entretienen con la pelota. Cumplen
sin chistar las órdenes del director técnico y ni por un instante cometen
la locura de creer que los jugadores juegan. ¿Cuál es el sueño más frecuente de los empresarios, los tecnócratas,
los burócratas y los ideólogos de la industria del fútbol? En el sueño,
cada vez más parecido a la realidad, los jugadores imitan a los robots. Triste signo de los tiempos, el siglo XXI sacraliza la mediocridad en
nombre de la eficiencia y sacrifica la libertad en los altares del éxito.
«Uno no gana porque vale sino que vale porque gana», había comprobado,
hace ya algunos años, Cornelius Castoriadis. El no se refería al fútbol,
pero era como si.
Prohibido perder tiempo, prohibido perder convertido en trabajo, sometido
a las leyes de la rentabilidad, el juego deja de jugar. Cada vez más,
como todo lo demás, el fútbol profesional parece regido por la Uenbe
(Unión de Enemigos de la Belleza), poderosa organización que no existe,
pero manda. Ignacio Salvatierra, un árbitro injustamente desconocido, merece la
canonización. El dio testimonio de la nueva fe. Hace seis años exorcizó
al demonio de la fantas ía en la ciudad boliviana de Trinidad. El árbitro
Salvatierra expulsó de la cancha al jugador Abel Vacca Saucedo. Le sacó
tarjeta roja «para que aprenda a tomarse el fútbol en serio». Vaca Saucedo
había cometido un gol imperdonable. Eludió a todo el equipo rival, en
un desenfreno de gambetas, túneles, sombreros y taquitos y culminó su
orgía de espaldas al arco, con un certero culazo que clavó la pelota
en el ángulo.
Obediencia, velocidad, fuerza, y nada de firuletes éste es el molde
que la globalización impone. Se fabrica en serie un fútbol más frío que una heladera. Y más implacable que una máquina trituradora. Según los datos publicados hace un par de años por France Football,
el tiempo de vida útil de los jugadores profesionales ha bajado a la
mitad en los últimos veinte años. El promedio, que era de doce años,
se ha reducido a seis. Los obreros del fútbol rinden cada vez más y
duran cada vez menos. Para responder a las exigencias del ritmo de trabajo,
muchos no tienen más remedio que recurrir a la ayuda química, inyecciones
y pastillas que les aceleran el desgaste, las drogas tienen mil nombres,
pero todas nacen de la obligación de ganar y merecen llamarse exitoína.
Las comunidades indígenas disputan en Brasil su propio campeonato de
fútbol. En la Copa del año 2000, el equipo de los indios makuxis llegó
a la final después de jugar tres partidos seguidos a lo largo de ocho
horas. La proeza se explica por los prodigiosos poderes de otra droga, que
el fútbol profesional no puede pagar. Esa pócima mágica, que no tiene
precio, se llama entusiasmo. La palabra no viene de la lengua de los makuxis sino del idioma de la
Grecia antigua y significa "tener a los dioses adentro".
Dos mil quinientos años antes de Blatter, los atletas competían desnudos
y sin ningún tatuaje publicitario en el cuerpo. Los griegos, fragmentados
en muchas ciudades, cada cual con sus propias leyes y sus propios ejércitos,
se juntaban en los Juegos Olímpicos. Haciendo deporte, aquellos pueblos
dispersos decían «Nosotros somos griegos», como si recitaran con sus
cuerpos los versos de La Ilíada que habían fundado su conciencia de
nación. Mucho después, durante buena parte del siglo XX, el fútbol fue el deporte
que mejor expresó y afirmó la identidad nacional. Las diversas maneras
de jugar han revelado, y celebrado, las diversas maneras de ser. Pero
la diversidad del mundo está sucumbiendo a la uniformizaci ón obligatoria.
El fútbol industrial, que la televisión ha convertido en el más lucrativo
espectáculo de masas, impone un modelo único, que borra los perfiles
propios, como ocurre con esas caras que se vuelven máscaras, todas iguales,
al cabo de continuas operaciones de cirug ía plástica. Se supone que este aburrimiento es el progreso, pero el historiador
Arnold Toynbee había pasado por muchos pasados cuando comprobó «La más
consistente característica de las civilizaciones en decadencia es la
tendencia a la estandarización y la uniformidad».
Desde hace ya un buen tiempo, la selección brasileña parece dedicada
a dejar de ser brasileña. «Aquel fútbol de gambetas espectaculares ha
pasado a la historia», sentencia el director técnico de la selección,
Luiz Felipe Scolari. Mientras emite su certificado de defunción al fútbol
más hermoso del mundo, este fervoroso de la mediocridad practica la
disciplina militar. Scolari admira al general Pinochet, adora el orden
y desconfía del talento. Condena al exilio a los desobedientes Romario
y Djalminha, como en otros tiempos hubiera fusilado a aquel ingobernable
rey del circo llamado Garrincha.
El fútbol profesional practica la dictadura. Los jugadores no pueden
decir ni pío en el despótico señorío de los dueños de la pelota, que
desde su castillo de la FIFA reinan y roban. El poder absoluto se justifica
por la costumbre así es porque así debe ser, y así debe ser porque así
es. Pero, ¿ha sido siempre así? Vale la pena recordar, ahora, una experiencia
que ocurrió en el país de Scolari, hace no más que veinte años, todavía
en tiempos de la dictadura militar. Los jugadores conquistaron la direcci
ón del club Corinthians, uno de los clubes más poderosos del Brasil,
y ejercieron el poder durante 1982 y 1983. Insólito, jamás visto los
jugadores decidían todo entre todos, por mayoría. Democráticamente discutían
y votaban el método de trabajo, el sistema de juego, la distribución
del dinero y todo lo demás. En sus camisetas, se leía Democracia Corinthiana.
Al cabo de dos años, los dirigentes desplazados recuperaron la manija
y mandaron a parar. Pero mientras duró la democracia, el Corinthians,
gobernado por sus jugadores, ofreció el fútbol más audaz y vistoso de
todo el país, atrajo las mayores multitudes a los estadios y ganó dos
veces seguidas el campeonato local.
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