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De
aquellos golpes a esta repatriación
Por Tomás Eliaschev
Represión. Los que salieron de las facultades a punta de pistola en 1966.
La “Noche de los Bastones Largos” en la óptica de
los científicos que volvieron al país. Hace 43 años la dictadura de Onganía
provocaba una fuga de cerebros y la decadencia académica de la Argentina.
Desde hace cinco, el Estado promueve el retorno de investigadores radicados
en el exterior. Similitudes y contrastes de dos momentos en la historia.
Pasaron más de cuatro décadas de la “Noche de los Bastones Largos” y todavía
se sienten los efectos de ese 29 de julio de 1966 que inició el ciclo
histórico de destrucción del sistema universitario y científico argentino. A
un mes de derrocar al gobierno constitucional de Arturo Illia, el general
Juan Carlos Onganía ordenó a la Dirección General de Orden Urbano de la
Policía Federal desalojar a estudiantes, graduados y profesores que habían
ocupado cinco facultades en oposición a la intervención y la anulación del
cogobierno. Defendían la autonomía y la libertad de cátedra, es decir, la
posibilidad de desarrollar conocimiento sin restricciones. La furia
oscurantista se descargó tanto sobre personas como sobre bibliotecas y
laboratorios que fueron aniquilados, como el Instituto de Cálculo de
Ciencias Exactas y el Instituto de Radiación Cósmica. La consecuencia fue
fatal para las aspiraciones nacionales de ser un gran país. La imagen de
Jorge Sánchez, con los anteojos rotos y la cara llena de sangre, copó las
tapas de diarios y revistas y funcionó como una síntesis de la consideración
que tenía el gobierno militar sobre los intelectuales.
En los meses siguientes a la noche de los bastonazos, renunciaron 1.378
docentes de la UBA, cientos fueron despedidos y otros tantos abandonaron el
país. En total emigraron 301 profesores universitarios, de los que 215 eran
científicos; 166 se insertaron en universidades de Chile, Venezuela y otros
países latinoamericanos; 94 partieron hacia instituciones de Estados Unidos,
Canadá y Puerto Rico, y los 41 restantes se instalaron en Europa. Así
comenzó la fuga de cerebros que alejó de estas tierras a pensadores como
Manuel Sadosky o Gregorio Klimovsky, entre otros (ver aparte). Desde
entonces, mucha agua ha corrido bajo el puente de la investigación
científica en el país. La “primavera camporista” fue apenas un suspiro ante
tanto odio al conocimiento y luego pasaron dictaduras genocidas que
siguieron atentando contra el desarrollo de la ciencia. Después de la larga
noche dictatorial, vino el amanecer democrático que posibilitó nuevamente la
libertad para investigar, aunque la ola privatizadora menemista llegó con un
ministro plenipotenciario de Economía que mandaba a los científicos del
Conicet a lavar los platos.
En los últimos años, esta tendencia parece haber comenzado a revertirse. Tal
vez, un síntoma de esta nueva situación es el retorno de más de 600
científicos de la mano del Programa Raíces del Ministerio de Ciencia,
Tecnología e Innovación Productiva que dirige Lino Barañao, que se basa en
el pago de los pasajes y garantizar un puesto en centros de investigación.
Veintitrés dialogó con seis investigadores que volvieron al país en ese
marco luego de especializarse en el primer mundo y que coincidieron en
elogiar la novedosa política de Estado que busca repatriar a los cerebros
argentinos. Remarcaron como positivo que la sociedad empieza a asumir a la
ciencia como parte de la agenda pública. Sin embargo, señalaron las
múltiples asignaturas pendientes: saben que se necesitan muchos años de
políticas continuas para que se sientan los efectos de invertir en el saber.
Esta camada de científicos repatriados marca las diferencias con los que
tuvieron que irse por las dictaduras. Con una edad promedio de 35 años, los
académicos entrevistados sufrieron más de la incertidumbre económica y
social que de la represión estatal. “Nuestra salida al exterior no tiene que
ver con cuestiones políticas, sino con la continuación de nuestras carreras.
No está relacionada con un exilio ni con una frustración”, precisa el
historiador Mario Ranalletti, recibido en la UBA, doctorado en París y
actual docente de la Universidad de Tres de Febrero. De la mano del
programa, que le costeó el pasaje desde Francia, retornó hace unos años al
país. Es uno de los académicos que regresaron desde que la por entonces
Secretaría de Ciencia lanzó el Programa Raíces, política de Estado desde el
año pasado con la promulgación de la Ley 26.421, que además incluye el
Programa de Recursos Humanos de la Agencia Nacional de Promoción Científica
y Tecnológica y las becas de reinserción del Conicet.
Sergio Szajnman, doctorado en Ciencias Químicas en la Facultad de Ciencias
Exactas y Naturales de la UBA y becado en Munich, Alemania, aporta una
visión sobre los momentos previos a la “Noche de los Bastones Largos”. “Hay
que tener en cuenta que en los diez años anteriores al ’66, la Argentina era
centro de referencia para el mundo. En ese período se creó el Conicet.
Científicos de otros países venían a este lugar de prestigio a
especializarse, cosa que hoy no ocurre. Por el contrario, el argentino se va
al exterior para perfeccionarse”, puntualiza el químico, a quien también el
Estado le pagó la vuelta al país. Alejandro Colman Lerner, especialista en
biología celular doctorado en Exactas y perfeccionado en Berkeley, Estados
Unidos, señala que aquel 29 de julio fue “el comienzo de un proceso de
decadencia, con secuelas que perduraron”. Por ejemplo, “en la época de
Domingo Cavallo los sueldos eran bajísimos y hasta bajaron las becas”,
recuerda el físico Diego Arbo, que se especializó en Estados Unidos y en
Austria.
“No sé si la sociedad defendía a los científicos y Cavallo era el único
loco. Hay que tener en cuenta que formó parte de varios gobiernos –agrega
Arbo, que en esa época era becario–. Y Ricardo López Murphy quiso bajar el
presupuesto de la universidad para pagar la deuda externa. Por suerte, duró
dos semanas.” Lo cierto es que pese a los ataques, las universidades
públicas son las más prestigiosas de la Argentina. “Sigue siendo gratuita y
de excelencia”, destaca el profesor Adrián Turjanski, que se doctoró en
Química en la UBA y se desarrolló como investigador en Washington. “Es
inaudito que en la Argentina se haya discutido si la ciencia era necesaria o
no, en Estados Unidos ni se les ocurre eso”, remarca, y grafica: “Si se hace
una encuesta en la Argentina, la gente pide seguridad, que bajen los
impuestos o se habla del Indec, pero sería raro que alguien diga que se
debería invertir más en ciencia e investigación”. Sin embargo, destaca que
se comienza a dar un “cambio radical” que consiste en “tratar de poner a la
ciencia en la mente de los argentinos”.
La comparación con los países ricos no es la única posible. Alejandro
Wolosiuk, químico perfeccionado también en los Estados Unidos y actualmente
investigador de la Comisión Nacional de Energía Atómica, sostiene que en
Brasil “hay políticas de Estado, independientemente del gobierno”, lo que
constituye “una diferencia notable con el sistema científico argentino”,
algo con lo que coinciden los demás entrevistados. “Está bien repatriar
gente, pero si después se corta, es estéril”, reflexiona Wolosiuk.
Los científicos coinciden en que la situación actual es mejor si se la
compara con las cuatro décadas que siguieron a los bastonazos contra la
comunidad universitaria y la libertad de pensamiento, base de cualquier
progreso científico. Pero no dejan de remarcar todo lo que falta. En ese
sentido, su paso por institutos y universidades del más alto nivel de países
que apuestan por el conocimiento desde hace mucho tiempo les abrió
irreversiblemente la cabeza. “Uno vuelve con otro panorama, sabiendo cómo es
el sistema argentino pero también cómo funciona en el primer mundo, lo que
lleva a otras ideas”, explica Arbo. Y a continuación se queja por las
deficiencias edilicias: “No hay suficientes oficinas y laboratorios para
investigar”.
Szajnman destaca que “todavía falta que la sociedad reconozca la necesidad
de formar una planta científica”, para lo que recomienda analizar “cuánto se
destina del Producto Bruto Interno para la investigación en los países
desarrollados y cuánto aquí, o comparar el 1,5 por ciento que destina Brasil
con el 0,8 de la Argentina”. En esa línea, y sin dejar de reconocer que a
partir del 2003 “hay una perspectiva diferente”, el académico señala que “si
no se acompaña con mayores subsidios y con nuevos edificios, este intento va
a ser en vano”. Como ejemplo, razona que si se trajese a cien médicos y no
hubiera un hospital, no serviría para nada: “Con los científicos pasa lo
mismo. No hay espacios para oficinas, menos para laboratorios o equipamiento
mayor. La verdad es que estamos atrasados”.
Ranalletti, el único de los entrevistados dedicado a las humanidades, aporta
su visión histórica y señala los desafíos pendientes: “Antes, las puertas se
abrían para irse, ahora para volver. Hay un cierto desarrollo de una
estructura de acogida y reinserción de los científicos en general. Hay
instancias que se pueden mejorar. Cada vez hay más hay oportunidades.
Todavía hay limitaciones, errores y burocracia, pero viéndolo en
perspectiva, hay un cambio significativo”.
Los seis investigadores tienen una expectativa común: creen que se tardará
décadas en alcanzar un nivel científico y educativo similar al que tenía el
país antes de la Revolución Argentina que encabezó Onganía. Pero confían en
que si se mantienen, y se profundizan, las políticas impulsadas en los
últimos años, el panorama es alentador. Y reconocen que el saber está
condicionado por las decisiones de los sucesivos gobiernos. “El país tiene
dos opciones: el capitalismo voraz en donde se depende del desarrollo
científico de los países centrales, o un proyecto más progresista, con un
Estado más presente y una industria nacional. Hay mucho por hacer para que
esa industria necesite de científicos argentinos. Va mucho más allá de un
gobierno, se necesitan procesos a largo plazo”, explica Turjanski.
A 43 años de la noche en la que la Federal apaleaba a los científicos y sus
aprendices, la situación sin duda ha cambiado. Los investigadores que en ese
entonces tuvieron que irse son quienes posibilitaron, pese a todo, la
continuidad del conocimiento y que las nuevas generaciones accedieran a una
universidad pública de excelencia. Entre ellos, estos jóvenes científicos
que tienen ahora la posibilidad de reinsertarse con ayuda del Estado. Los
que recién vuelven apuestan por un futuro en la Argentina.
Informe: Franco Mizrahi
Veintitres