Palabras más, palabras menos…

(Las cosas que hay que escuchar)

Por Claudio Díaz*

El discurso del poder económico, inyectado en la sociedad a través de la Mediocracia, está logrando narcotizar al hombre de manera tan despiadada que, en esa humareda de ideas y pensamientos que aquel propaga, no logra darse cuenta de que queda esclavizado a una serie de pautas que lo condicionan a pensar que “la vida es así”, y que el bienestar y cualquier episodio que lo reivindique como persona han de irrumpir cuando entienda que debe aceptar las reglas de juego que impone el sistema dominante.

El objetivo de enfatizar ese “estado natural” de las cosas tiene que hacerse por sobre toda crítica o cuestionamiento que denuncie que, más allá de las palabras de los líderes mundiales y los organismos internacionales que les sirven, las condiciones de producción en el mundo actual no han logrado superar las relaciones de explotación y dependencia existentes entre las logias dominantes y las comunidades dominadas.

Para los intelectuales ventrílocuos del poder, “chirolizados” cabría decir, los pueblos deben aceptar, inexorablemente, los designios impuestos por “la realidad”, por el mundo que se hizo así, injusto y ciertamente reprochable, pero al que hay que aceptar con todo lo malo que tiene porque no queda otra, porque ya llegará el momento (ahora no, más adelante tal vez…) de corregirlo, aunque pasen décadas, décadas y más décadas.

La imagen simbólica de la copa que debe llenarse para que sea posible darle un poco de beber a los sedientos, aparece entonces como la única explicación racional de ese poder que tiene en sus manos casi todas las botellas de agua del mundo, mientras millones de desesperados no pueden acceder ni siquiera a un traguito de ese vital elemento. Los intelectuales elaborarán, en este caso, el discurso que dirá que aguanten un poco más la sed que tienen, porque el agua que va llevando para su molino el poder económico todavía no alcanza para abrir la canilla de todos.

El trabajo más abyecto de quienes forman parte de la Mediocracia es esconder la identidad de quienes financian, dirigen y promueven este sistema; enmascarados de la banca, de la gran empresa, de la tecnocracia, presentados (aunque no tengan cara) como respetables personas preocupadas por el destino de la humanidad. Seres despojados de historicidad y de intereses particulares y que al igual que los sacerdotes de un rito difunden sus fórmulas mágicas con el aplomo y la seguridad de quienes se sienten inspirados por la divinidad.

En pleno chantaje de las patronales agrofinancieras contra el gobierno argentino, cuando Magdalena Ruiz Guiñazú entrevista con candor de virgen al estanciero Luciano Miguens, por entonces presidente de la Sociedad Rural, la comunidad queda de testigo presencial de alguien que trabaja en pos del bien común y que jamás ha encarado su actividad con el ánimo de aprovecharse de un semejante. No hay búsqueda de beneficios personales, individualistas, ni mucho menos codicia en las relaciones laborales existentes entre ese detentador de la riqueza y los peones que en sus 2.230 hectáreas de Salto, en la provincia de Buenos Aires, se desloman por 900 pesos al mes para producir precisamente esa riqueza.

En los artículos periodísticos o en las semblanzas pergeñadas por aquellos “comunicadores” que insertan en la vida cotidiana a esos personajes, también se recurre a conceptos abarcadores muy rimbombantes pero para nada precisos y (es más) vacíos de contenido, como Progreso, Desarrollo, Modernización, Globalización, Futuro. Términos, todos ellos, que se utilizan para describir una perspectiva de ilusión, de falsa ilusión, que enseguida nutre los discursos de determinados dirigentes políticos.

El futuro es presentado, en forma permanente, como una acción progresiva y positiva del hoy, un escenario superador de las necesidades y carencias que angustiosamente soportan las mayorías populares, a las que seguramente se les pedirá un “nuevo” esfuerzo, normalmente el último y por única vez. Sí, porque las corporaciones del Gran Capital ya están trabajando, ahora sí, para darles cabida en la vida. A ninguna logia del poder liberal-imperial, y mucho menos a ninguno de esos voceros periodísticos o intelectuales que se tiran a sus pies, se le ocurriría prometer que el futuro va ser igual o peor al presente.

Ganar siempre y ganar mucho, muchísimo (dinero, se entiende) es lógico, natural, porque esa búsqueda frenética de las corporaciones no tiene límites morales (no tiene por qué tenerlos dicen sus defensores), aunque debajo de la pila de billetes el hombre quede aplastado como una hormiga. Porque en definitiva, para la filosofía del poder capitalista, ese hombre es al fin y al cabo un numerito, una estadística, un porcentaje, una variable de ajuste, un tipo más en la calle, otra familia sin techo, un barrio sin agua potable ni cloacas, un pueblo sometido al látigo de los que deciden quién entra y quién no al gran banquete de los ricos, una consecuencia no deseada (“perdonen ustedes”), un efecto que “nunca buscamos”, una postal triste que aunque muestre a seres humanos, a personas, sólo definirá su destino cuando se sepa si representa ganancia o pérdida.

Vendrán entonces los sumos pontífices de la comunicación para distribuir como hostias las teorías que explican por qué unos alcanzan el éxito (el consumo) y otros son un fracaso (la miseria). Se escuchará, se leerá que los que primero descubrieron el valor del capitalismo nos llevan ventaja porque se educaron y fueron persistentes. Pero además, y sobre todo, porque surgieron del mundo avanzado del protestantismo, que prohijó al liberalismo. Porque la libertad individual de cada uno es lo más sagrado. Que uno solo (o 200 tipos) tengan la absoluta libertad para hacer lo que se les canta sobre 100, 500 ó 1000 millones de semejantes está bien. Es la libertad de uno contra la libertad de los pueblos o las naciones, eso que se llama soberanía.

Y como también nos demostraron a lo largo de la historia, esa superioridad tendrá que ver con los genes, el clima y la cultura de los avanzados. Que son superiores a la de los débiles que vivimos en la periferia, en los suburbios del planeta. Aparecerán entonces, desde las pantallas de la televisión, los ilustrados que nos dirán que para acercarnos un poco a lo que los otros, los fuertes, consiguieron, tenemos que aceptar los consejos que ellos nos dictan desde el pedestal en que viven, desde el poder de los que “la tienen más larga”.

Claro que los pueblos aprenden por su propia experiencia y adquieren una intuición infalible para distinguir amigos y enemigos. Esta es otra ley del drama de las elites a las que ya no les alcanza el coro de sus encumbrados portavoces mediáticos, pues las masas explotadas y humilladas participan en la creación de su propio destino. Con su sabiduría profunda, los pueblos comprenden al fin que si los filósofos se han preocupado por interpretar al mundo, a ellos les corresponde ahora cambiarlo.

* Periodista, profesor de historia y escritor. Entre sus títulos se encuentran el “Manual del antiperonismo ilustrado”, “La ultraderecha argentina” y “La prensa canalla” (compilador). Obtuvo tres Martín Fierro (1992, 1993 y 1995) al mejor servicio informativo por el noticiero de Radio Mitre, del cual fue productor entre 1991 y 1997. Trabajó en La Razón, El Periodista, El Porteño, Línea y Clarín. En 1988 le otorgaron el Premio Latinoamericano de periodismo José Martí.

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