Por
Rodolfo Alonso*
Lo esencial de esta nota se escribió el 11 de marzo de 2016, en prevención de lo
que vino, pero no llegó a publicarse merced al cada vez más estrecho y asediado
cerco en que el cesarismo oficialista busca acorralar a la opinión crítica. Por
desgracia, tanto la vergonzosa claudicación en ambas Cámaras que nos sometió a
los fondos buitres, como la no menos ominosa votación “a mano alzada” (es decir
sin identificarse) que enterró en Diputados a la dignísima Ley de Medios. junto
con otros imperiales DNU del presidente, volvieron a dar actualidad a estas
palabras. Actualizadas el 7 de abril pero a cuya lista de desdichadas
motivaciones se continuaron sumando, posteriormente, nuevas y parece que
incontables injurias.
Hace apenas siete meses que asistimos, desde el primer día del nuevo gobierno
---que aunque logrado por escaso margen resultó más bien un cambio de régimen---
a tan inesperados como drásticos pases de trinchera. Los fieles de anteayer
devienen los conversos de hoy. Y lo lacerante no es sólo el ineludible juicio
ético sino que, por tratarse de cargos electivos obtenidos con banderas
absolutamente opuestas, va mucho más allá de la conciencia individual para
alcanzar la dimensión de un auténtico drama colectivo.
Que tiene sus raíces, pero que también podría engendrar nuevas y efectivas
soluciones. Ya en tiempos de autoritarismo, fraude o dictadura se pretendía
encubrir con la palabra “democracia” a lo que era exactamente su contrario. Y
desde 1983 venimos aceptando, y es bueno que se haga, que estamos viviendo “en
democracia”. Pero la democracia no se agota con las bienvenidas elecciones.
Porque la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
No obstante, desde 1853 y hasta las últimas reformas constitucionales (que sólo
ocultaban un deseo latente: la reelección), nuestra ley de leyes sigue
reiterando que “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus
representantes”. Lo cual escamotea esta contradicción: la democracia es el
gobierno del pueblo, pero el pueblo no puede ejercerlo.
El tema, por desdicha evidente, de que “representantes” del pueblo traicionen o
malvendan su mandato, da acusado relieve a esta cuestión. Que se agrava por
provocar desencanto y desánimo. Pero por ello mismo es oportuno recordar que se
encuentran a disposición del pueblo los siguientes recursos profundamente
democráticos:
Derecho al referendum popular para decidir sobre todos los temas que afecten su
vida, su libertad, sus derechos o su destino.
Derecho a la revocación de mandato, para quienes hayan traicionado sus promesas
de campaña o deshonren su ejercicio, a cuyo efecto se debe reunir previamente
determinada cantidad de firmas.
Derecho al voto nominal de sus representantes, es decir que cada voto sea
identificado ineludiblemente con nombre y apellido.
Y estos son sólo algunos de los medios al alcance. Porque, como ya enunció
Esteban Echeverría hacia 1837: “Queremos la democracia como tradición, como
principio y como institución. La democracia como principio: la fraternidad, la
igualdad y la libertad. Queremos la democracia en la enseñanza, y por medio de
ella, en la familia, la democracia en la industria y en la propiedad, en la
distribución y retribución del trabajo, en el asiento y repartición del
impuesto, en la organización de la milicia nacional, en el orden jerárquico, en
suma todo el movimiento intelectual, moral de la sociedad argentina.
Queremos descentralizar el poder, arrancarlo a los tiranos usurpadores para
entregárselo a su verdadero dueño, al pueblo.”
Así sea.
*
Rodolfo Alonso es poeta, traductor, ensayista, ex editor. Ha publicado más de 25
libros, la mayoría de poemas, pero también de ensayo y narrativa. Primer
traductor de Fernando Pessoa en América Latina, tradujo a Giuseppe Ungaretti,
Marguerite Duras, Cesare Pavese, Paul Eluard, Carlos Drummond de Andrade,
Eugenio Montale y Jacques Prévert, entre otros.
Entrevista por Rodolfo Revagliatti