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1930:
Y me río de Janeiro
Por Crónicas
cultura@miradasalsur.com
Las aguafuertes cariocas (ADRIANA HIDALGO EDITORA). Roberto Arlt acababa de
publicar Los siete locos, eran los primeros días de marzo de 1930, año fatídico
para la democracia. Carlos Muzio Sáenz Peña, director del diario El Mundo,
fascinado con el éxito semanal de las aguafuertes porteñas de Arlt, lo envía a
Brasil para que escriba crónicas de viaje. Arlt llega a Río de Janeiro, donde
pasará dos meses y escribirá textos de antología, tanto de la crónica
periodística como de la incorreción política.
Voy por el desierto del Sahara. Quiero decir, por la Avenida Rio Branco a las
nueve y cuarenta de la noche. Si la hubieran barrido con una ametralladora, no
estaría más limpia de gente. En un bar llamado Casa Simphatia (con h y todo) se
esgunfian mirando el asfaltado. Sólo una pareja, en dos sillones cestas, se da
ósculos inflamatorios. El encargado del bodegón mira alarmado y ha tomado el
apaga incendios automático. Se ve que está dispuesto a proceder.
Yo pienso. Pienso lo siguiente, en un soliloquio que me creo con derecho a
transmitirles:
¡Cha digo! Desde que he llegado a este país no he visto un sólo entierro. ¿Aquí
no se muere nadie? Por el contrario, esta pareja que se está arrullando tiene
aspecto a todas luces de regalarle al Estado dos mellizos dentro de poco tiempo.
No se muere nadie y yo no sé, todavía, cómo son los carros fúnebres. ¿Pero hay
funerarias en el Brasil? Aún no he visto una, y eso que he ido a todas las
islas, al Pan de Azúcar y la Praia Vermeia y al diablo. No hay enterradores, ni
corredores de muertos, ni cajones, ni nada. Creo que ni cementerios. Mirando a
la rua de Buenos Aires hay un mercado de flores, flores con olor a cadaverina y
unos truculentos bagayos de coronas. A menos que la Municipalidad espere una
peste fulminante, este mercado de coronas no se justifica. Un crosta, con barba
portuguesa, hace la guardia rechupando aburrido un mal cigarro. Y el mundo
emperrado en vivir. No se muere nadie, está visto; y el Brasil tiene treinta y
seis millones de habitantes. Y como siga así, en breve tiempo tendrá setenta y
dos millones.
También. También. ¡Cómo para no tener treinta y seis millones! Fíjense. No se
escolaza, no se bebe, no se va al teatro porque de los tres teatros, uno está
cerrado, el otro sin compañía y el tercero en refacción. No se pierde el tiempo
en el café porque en los cafés no hay tolerancia para los vagos. No se juega
porque todos los cabarets donde había timba fueron clausurados. No se pierde el
tiempo con malas mujeres porque las malas mujeres dispararon aburridas de tanta
moralidad. No se lee porque los libros cuestan caro y con darles una ojeada a
los periódicos el asunto está liquidado. No se va a los comités porque aquí no
hay comités. No se va a las bibliotecas obreras porque los obreros no tienen
bibliotecas. Alguna que otra sección de biógrafo y dese usted por servido. Y las
cintas de cinematógrafo pasan previamente por una comisión de censura que las
expurga de cuanto elemento revolucionario pudieran encerrar.
¿Qué hace la gente?, me dirá usted.
Trabajar. Aquí trabaja todo el mundo. Ya lo dije en otra nota y lo repito en
esta, para que no se olvide. Trabajan blancos y negros, mujeres y hombres. En
las boleterías de las compañías de navegación encuentra mujeres. Casi todas las
cigarrerías están atendidas por mujeres. La mujer trabaja a la par que el varón;
se gana el feyon, es decir, los porotos.
“Aquí toda a gente a grama” (Aquí toda la gente trabaja). Y luego a casita.
En algo hay que entretenerse. Ustedes comprenderán que en algo un cristiano
tiene que entretenerse y estos cristianos que falan portugués se divierten todos
los años encargando un nene a París. Cuanto más crosta es un desdichado, más
purretes tiene su facenda. Un grone de paseo es un espectáculo; dos negras con
los chicos a cuestas constituyen una brigada que ocupa íntegramente un bondi.
Trabajan y tienen hijos. Siguen en el más amplio sentido de la palabra el
bíblico precepto.
Treinta y seis millones. Es brutal la suma. Si vivieran de otro modo, pero al
paso que van, algún día constituirán el Estado más importante de la América del
Sud.
¿Ciudades? En todo el interior del Brasil se improvisan, al margen de pésimos
ramales de ferrocarril, ciudades que algún día serán centros de población
importantes. Los negros desaparecen, me dicen, y yo los encuentro hasta en la
sopa. Desaparecen porque se fusionan con la clase blanca, de manera que cuando
nos acordemos, Brasil tendrá cien millones de habitantes. Y no pasarán muchos
años. Cuando la gente labura y no bebe y no juega y se queda en su casa...
Elogio de la triple amistad. El domingo a las siete y treinta de la tarde, este
servidor de ustedes, mal comido y bien aburrido, merodeaba desde hacía una hora
por la Avenida Rio Branco, masticando su pésimo mal humor. Y de pronto todo su
fastidio se derritió como la nieve al sol, y aunque andaba solo, comenzó a
sonreír graciosamente.
Yo sé que ustedes supondrán: “¿Habrá visto pasar un señor en salida de baño por
la rua?”. No. Los que tienen inverosímiles salidas de baño, deshilachadas y
mugrientas, las lucen por la calle y se pavonean con ellas a las once de la
mañana y a las cinco de la tarde.
“¿Habrá visto algún negro de frac, algún mulato de alpargatas y monóculo, algún
dependiente de panadería con cuello palomita y bastón forrado de piel de
víbora?” ¡No!
“¿Habrá observado algún matrimonio bien vestido meditar media hora frente a un
café, si entrarían o no a tomar algo... e irse luego sin resolverse a entrar?”
¡No!
“¿Detendría sus ojos en alguna dama de cincuenta años con el vestido hasta las
rodillas y bucles sueltos por las espaldas?” ¡No!
“¿Se habrá fijado en la inquilina de algún inquilinato, fajada en seda y que,
para mirar a sus prójimos ha adquirido un ‘impertinente’?” ¡No!
“Entonces, ¿qué diablos es lo que ha visto?”
Lo único que sé es que este servidor sonrió graciosamente, dulcemente,
melíficamente...
¡Explíquese hombre!
–Caminando en dirección contraria a la mía venía un matrimonio en compañía de su
fiel e inseparable amigo, no aquel matrimonio que va al restaurante Labarthe,
sino otro matrimonio.
Descripción. Él, cien años. Si no los representa, merece tenerlos. Alto, flaco,
cascado: la dentadura, pura encía, la piel con más arrugas que un acordeón.
Ella, cuarenta y cinco a cincuenta otoños: un crepúsculo magnífico; ojos
pirotécnicos, curvas como para dedicarse a estudiar de inmediato la
trigonometría e investigar de qué modo matemático es posible tirar una
cotangente a un seno sin tocar el coseno, en fin, ríanse ustedes de la
Pompadour, de Recamier y de todas las grandes madamas de que habla la historia.
Mujer para ser vista a la luz artificial, como diría un cronista social.
Él (el otro él), treinta y cinco abriles, barbilindo, al decir de los clásicos
españoles; pura línea de caballero galgo, bien fajado de gomina, empolvado,
ceñido, uñas a la manicura y pies a lo bailarina, y aquí tienen ustedes al
terceto que derritió mi mal humor.
Y es que donde va el anciano, allí encuentra usted a su amigo, y ella ¿cómo lo
va a dejar sólo al esposo? ¿No sería una crueldad, una acción incalificable? Y
he aquí entonces que momia, barbilindo y dona, hacen un conjunto delicioso.
Pero no vayamos por mal camino. No. Lo que ocurre es que ese joven está ansioso
de ilustrar su espíritu con las verdades y conocimientos que atesora el anciano.
Y no puede resistir a su desmedido afán de acumular experiencia. Ella, a su vez,
amorosa y diligente, tampoco puede resignarse a perder la compañía del hombre
que tanto adora. ¿Y si lo pisa un carro? (A los ómnibus los llaman “carros” en
este país. A los carros, no sé cómo los llaman.)
¿Cuál es la consecuencia de dichas dos solicitudes que llevan una dirección
contraria, es decir, la del joven que quiere enriquecer su intelecto con la
experiencia del carcamal y la de la esposa en cuidar a su museo andante? Que
siempre donde está uno puede usted encontrar a los tres. Y luego San Agustín se
rompía la cabeza para comprender el misterio de la Santa Trinidad.
Mal haría en suponer alguien que los tres se aburren. Por el contrario; se
llevan que da gusto verlos. El joven no hace nada más que abrir la boca de
admiración y respeto, escuchando todo lo que dice el anciano. Y a ella el ver
este tipo de armonía la pone tan contenta que va bailando casi de feliz. Y es
lógico: ama tanto a su esposo, que ¿cómo no le van a agradar esas muestras de
admiración que el joven barbilindo produce con su boca, nariz, orejas y oídos? Y
tanto la alegran que a veces, dejándose llevar de su entusiasmo, le da unas
palmaditas en las espaldas al joven, y el joven comprende que son como las
palmadas de una hermana. El anciano se da cuenta de que son puras caricias
fraternales... y aquí no pasó nada.
¿Qué corazón, por duro que sea, no se enternecería frente a dicho espectáculo?
¿Qué alma, por insensible y malvada, no se emocionaría de dulzura al contemplar
al anciano que desparrama su sabiduría caudalosa como un río de leche y de miel,
en los oídos de un joven ansioso de conocimiento y de una mujer que rabia por
enterrarlo... quiero decir, por cuidarlo? (Freud tiene razón cuando estudia las
palabras equivocadas.)
¿Se dan cuenta, ahora, por qué mi mal humor perrero se derritió, como la nieve
al sol, o como la melancolía de un L.C. (ladrón conocido) al que le notifican
que la portación de armas quedó sin efecto y puede salir del cuadro 5º para ir a
robar otra vez?
Vento fresco. Nada hay más emocionante para un viajero en tierra extraña que la
llegada de fin de mes y la entrada del primero, si el treinta y el quince hay un
alma perfecta que se acuerda que debe girarle vento fresco.
¡Con qué solicitud amorosa y conmovedora hace, entonces, acto de presencia en la
casilla de Poste restante para indagar si ha llegado o no el aviso del banco, la
notificación de que hay un buen paco de reís esperando su respetable visita, la
chimentería reveladora de que no lo han olvidado, por más que a veces la gente
no tenga motivo para recordarlo bien a un emigrado!
Tierra extraña. Estar en tierra extraña es estar completamente solo. La
amabilidad de la gente es de dientes para afuera. Rápidamente lo comprende el
viajero, que no es un otario ni un caído del catre.
Cuando se hace esta composición de lugar, así como el marino en tiempos de
tempestad pone su alma y pellejo en su brújula, y el aviador en el sextante,
usted pone sus sentidos, sus pies y su cuerpo, en el banco con el cual opera. Y
el banco, que en otros tiempos era para usted una institución vaga e irreal, con
la cual no había tenido, ni aún queriéndolo ardientemente, nada que ver; el
banco, que en su imaginación de pato crónico se representaba como una casa donde
los que amarrocan llevan su vento para que no se lo volatilicen los ladros; el
banco, del día a la noche, en el extranjero, se convierte en su “amigo” y usted
en su “cliente y amigo”. ¿No ha leído, acaso, los avisos en que hacen sus
propagandas las instituciones bancarias: “Nuestros clientes son nuestros
amigos”?
En consecuencia, yo soy amigo del Banco Portugués do Brasil, situado en la Rua
de Candelaria 24. Este banco, quiero decir “mi amigo”, todos los primeros y los
quince de cada mes, me dirige la carta, cuyo texto reproduzco: “Ilustríssimo
senhor... (¿se dan cuenta? ¡me tratan de ilustrísimo!) Temos a vosa disposicao o
equivalente de pesos argentinos, por orden do Banco de la Provincia de Buenos
Aires. Va. Mt. Ats e Vrs.”.
Las dichas iniciales corresponden a una multitud de saludos que me hacen los que
incluyen el tratamiento de “vueselencia”, etc. ¿Se dan cuenta? ¡Ilustrísimo y
vueselencia!
Así se trata a la gente en este país. Vean si no da gusto vivir y tener que
codearse con semejantes “amigos”.
Bueno; hay que ver la emoción con que cualquier fulano ausente de su bendita
tierra acoge la susodicha chimentería.
Porque... Porque el veintinueve o catorce de cada mes, el ciudadano emigrado o
expulsado de su país empieza a hacerse la pasada al Poste restante, saluda con
amabilidad a los carteros que son dueños de su destino; aunque le duelan las
muelas le sonríe al funcionario grane que barre los escupitajos en torno de la
casilla; se informa con tono melifluo de las horas de distribución de la
correspondencia y una dulce pavura penetra en su alma.
¿Y si el aviso no ha llegado? ¿Y si el barco que lo traía equivocó la ruta y en
vez de embicar para el Brasil, agarró para el lado de África? ¿Y si se fue a
pique? ¿O si se robaron la correspondencia? Eso sin contar que el encargado de
girarle puede haberse muerto de un síncope cardíaco, de una angina pectoral, de
cualquier cosa...
El asunto es grave y bravo porque aunque el banco lo llame “ilustrísimo señor” y
se titule, amplia y pomposamente, amigo suyo, mientras que no haya aviso de que
puede y debe palmar, lo dejará en el estuario sin consideración alguna. Además
que usted no descuenta la posibilidad de que los encargados de girarle, si no se
les ha ocurrido morirse, pueden, en cambio, haberse olvidado de hacerlo por
exceso de fiaca.
Y su espíritu se estremece cuando medita la infinidad de causas, motivos,
accidentes imprevistos e inesperados que pueden hacer que la plata no llegue a
sus ansiosas manos. Y el día veintinueve usted se acerca a la Poste restante,
diciéndose:
–Es una fija que no llegó el aviso.
Y no se equivoca. Le queda la inmensa satisfacción de no haberse equivocado y de
salir a la calle, diciéndose:
–El corazón me lo decía.
Al día siguiente vuelve. ¡Allí está el aviso! ¡Una mano misteriosa lo ha echado
al buzón, otra lo ha recogido y... Usted tiene el infinito placer de enterarse
que el Banco X, “su amigo”, por intermedio del Banco XX, su “otro amigo”, le
ruega (aunque no le rogaran usted iría lo mismo) pasar por las oficinas de la
institución a retirar el vento.
También es otra fija que el día treinta usted tiene por todo capital algunas
chirolas, reis, pfennigs o liras. No importa: ha llegado el aviso. Y entonces,
magnánimo, opulento, se sienta en cualquier café y pide. El mal momento ha
pasado. El Banco, al fin y al cabo “su amigo”, tiene en sus monumentales cajas
de acero escrupulosamente guardados, los billetes indispensables para que la
gente no tenga inconveniente en continuar siendo amable con usted.
O jornal. Todas las noches vengo a escribir mi nota a la redacción del diario O
Jornal, uno de los principales rotativos de Río de Janeiro, que ocupa
actualmente una antigua casona.
Cuando las rotativas funcionan, el piso trepida y la Redacción se llena de un
infernal ruido que todos los periodistas hechos al oficio no oímos sino de tarde
en tarde, como los marineros que acostumbrados al balanceo del barco no lo
perciben sino cuando este se zarandea demasiado.
La redacción. En un rincón está el escritorio del secretario de redacción,
Figueiredo de Piementel, que es un muy buen muchacho. Luego, las mesas de los
otros redactores. En el centro, un mesón como para preparar tallarines para un
regimiento, sirve al personal para esos trabajos que nosotros los periodistas
denominamos “recocido y recorte”; la cocina, en síntesis, donde se recortan
telegramas, se engrudan y se hace todo el trabajo cuyo único fin es evitar
escribir.
En una mesa frente a la del secretario está la del encargado del concurso de
bellezas femeninas para elegir a Miss Brasil, el caballero Nobrega de Acuña, un
infatigable laburador, encargado de recibir a las meninas que los departamentos
del interior delegan para el concurso. Está siempre terriblemente atareado; yo
le digo si no quiere que lo acompañen en ese trabajo de seleccionar meninas y me
contesta que no, que es un asunto muy delicado y así lo creo yo también. Lo
único que no me explico es cómo hace para dar abasto a tanta pebeta aspiranta a
Miss Brasil. Tiene pasta para nuncio apostólico, es sutil y diplomático, yo creo
que las larga contentas a todas con sólo conversación.
Tiene además cuatro cargos distintos. Esto hace que una hilera de personas
desfile de continuo frente a su escritorio; insisto, tienen para nuncio
apostólico o delegado de Su Santidad, y gana doscientos pesos por tanta
actividad.
Los otros. Luego hay una misteriosa cantidad de redactores que deben tener sus
secciones fijas; gente que trabaja en sus escritorios sin decir oste ni moste. A
veces llega un mozo apurado, se saca el saco, se sienta al mesón y
apresuradamente escribe sin levantar la cabeza. Trae noticias, informes, la
sección, la eterna sección que en todos los diarios se escribe rabiando de apuro
porque las linotipos no esperan y la rotativa tiene que andar.
A veces se forma un grupo, los cigarros humean, el que escribe apurado levanta
la cabeza, en el círculo se ríe y charla, el hombre de la sección que se escribe
rabiando tiene unas ganas bárbaras de largar la lapicera e integrarse al grupo,
pero es imposible, escucha tres palabras y se sumerge nuevamente en el yugo. Las
cuartillas entran blancas y salen rápidamente llenas de renglones negros de
entre sus manos. El hombre escribe a todo vapor.
Tres personajes en coloquio imperceptible conversan con el secretario de
Redacción. Son asuntos graves, pero a la muchachada no le importa un pepino;
están acostumbrados a tantos asuntos graves, que ya ninguno por su gravedad vale
la pena de dejar que se apague un cigarro. Es curioso cómo en las redacciones de
los periódicos se acostumbra el individuo a los “asuntos graves”. Treinta
muertos. ¡Bah!... no es mucho... podrían haber sido muchos más. ¿Se incendió
media ciudad? Bueno, podría haberse incendiado toda. ¿Se desmoronó un puente de
ferrocarril con un expreso arriba? Para eso están los puentes, para
desmoronarse. Si no, ¿de qué vivirían los fabricantes de puentes? Ha llegado el
inventor del movimiento continuo. ¡Que invente el movimiento alternado! El
subsecretario charla con un señor de riguroso luto que le ha llevado un libro.
Los muchachos miran de reojo al damnificado. En estas circunstancias el
damnificado es el subsecretario.
Yo oigo conversar, pero como no entiendo ni medio, miro; sonrío a los que me
sonríen y luego sigo en la máquina. Laburo. Oigo que alguien dice:
–Un jornalista aryentino.
Vuelvo la cabeza y digo:
–Muyto obrigado.
Y le meto a la Underwood. Lo que ocurre es que a veces a la Underwood no se le
ocurre nada que escribir y yo me veo en un apuro, se me acerca el secretario y
me da una palmada en la espalda, miro en rededor y me digo: “Todas las
redacciones de todos los diarios del mundo son iguales. Muchachos que escriben
con una insuficiencia maravillosa y que disertan fumando un mal cigarro sobre el
futuro del universo. Todas las redacciones del mundo son iguales. Gente que mira
de mala manera la carilla que para terminarse exige diez minutos más de
escritura y redactores que sonríen semiaburridos escuchando a un señor patilludo
que trata de complicarles la vida con la revelación de un asunto sensacional. Y,
sin embargo, se divierte uno en la maldita profesión. Se divierte porque sólo lo
que en los confesionarios se puede escuchar se escucha también en la redacción”.
23/02/14 Miradas al Sur