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Comandos
en acción
Por Marcos Taire. Periodista
sociedad@miradasalsur.com
Los comandos –Fuerzas de Adiestramiento Especial en la jerga militar– se jactan
de haber tenido su “bautismo de fuego” durante la Operación Independencia en
Tucumán. Aquí se demuestra que los obreros del azúcar fueron sus víctimas.
La militarización del territorio tucumano fue total a partir del inicio de la
Operación Independencia. En San Miguel de Tucumán y en las ciudades y pueblos
del interior de la provincia se instalaron fuerzas de tareas, bases de combate,
retenes, controles camineros, etc. Donde más se notó la presencia militar fue en
los poblados pequeños, cercanos a la supuesta zona de combate. Allí había
patrullajes diurnos y nocturnos, fichaje de los ciudadanos, operativos de ataque
y defensa, etc. Los allanamientos (controles poblacionales, en la jerga militar)
y verificaciones de identidad y controles de mercaderías en almacenes y
carnicerías, eran cosa de todos los días.
Las poblaciones de las ciudades del interior y los habitantes de los caseríos
más alejados sufrieron todo tipo de acciones represivas. Casi no hubo tucumanos
que no hayan sido demorados, detenidos, secuestrados. Algunos vivieron para
contarlo, otros enmudecieron para siempre víctimas del terror impuesto por los
uniformados o por los encapuchados. Y otros desaparecieron, asesinados en sus
casas, en los caminos o en los campos de concentración, llamados
eufemísticamente LRD (Lugar de Reunión de Detenidos).
Las acciones de las fuerzas militares fueron casi siempre combinadas. Operaban
uniformados del Ejército –en muchos casos incluían conscriptos– de la
Gendarmería y de las policías Federal y Provincial. Nunca faltaban los comandos
disfrazados con ropa oscura, poleras de cuello alto, capuchas o pañuelos
ocultando sus rostros, aunque a veces lo hacían a cara descubierta, seguros de
su impunidad.
Comandos en acción atacando al enemigo. Una acción conjunta ejecutada en el
ingenio Aguilares, a mediados de octubre de 1976, pinta de cuerpo entero el
estado de indefensión en que se encontraba la población, víctima de estas
acciones de comandos, soldados y policías.
A las 3 de mañana del viernes 16 de octubre estalló un artefacto explosivo en la
residencia del administrador del ingenio. Probablemente la hayan colocado los
militares para justificar las acciones que emprendieron posteriormente. Tenían
una larga experiencia en eso de colocar bombas y adjudicarlas al “terrorismo” y
a la “delincuencia subversiva”. (Para esa época, los grupos guerrilleros estaban
diezmados, no tenían capacidad operativa, sus militantes eran casi inexistentes
y las organizaciones populares se encontraban paralizadas por el terror impuesto
por la Operación).
En los minutos que siguieron a la explosión, una caravana de vehículos militares
llegó al ingenio Aguilares, ubicado en la población del mismo nombre, cien
kilómetros al sur de San Miguel de Tucumán. Como en las escenas de las películas
de guerra, tomaron posiciones estratégicas y dominaron todo el ámbito de la
fábrica. Los soldados, con ropa de combate y cascos de acero, se ubicaron con
sus armas listas como si previeran algún ataque armado. Entonces entró en escena
un grupo comando vestido con ropas oscuras y borceguíes negros, con sus caras
descubiertas pero embadurnadas con pomada oscura. Tenían pañuelos blancos atados
en sus brazos y de sus cuellos colgaban rosarios católicos. Portaban fusiles y
ametralladoras.
En la Oficina Técnica del ingenio estaba el jefe de fábrica, don Felipe Alberto
Álvarez, que cumplía el turno de 21 a 4 de la mañana. Los comandos se dirigieron
allí y preguntaron por un obrero de la fábrica, de apellido Pereyra. Querían
saber si estaba en ese momento trabajando y en qué sección del ingenio se
encontraba. Al no obtener respuesta, ingresaron violentamente a la Oficina de
Personal, donde consiguieron la información.
Los comandos salieron disparados hacia las dependencias donde estaban los
trabajadores, próximos a cumplir su turno. Se desplazaban en diagonal,
cubriéndose unos a otros, parapetándose en las salientes de los edificios,
detrás de los marcos de las puertas, en los vehículos estacionados en el
interior de la fábrica. Se comunicaban por radio, a través de las cuales daban y
recibían instrucciones para la acción. Si no hubiera sido por el clima de terror
que vivía la población de Aguilares, que a esa altura de los acontecimientos ya
había sufrido las detenciones y secuestros de muchos de sus habitantes, las
escenas protagonizadas por los comandos hubieran provocado risas y comentarios
sarcásticos, cualidades muy tucumanas.
No les llevó mucho tiempo encontrar y detener al obrero Pereyra. Dice el jefe
Álvarez: “Sacaron a Pereyra a punta de bayoneta, con sus ojos tapados con una
venda y las manos atadas a la espalda y lo introdujeron en un automóvil Torino
color blanco”.
Desoyendo las órdenes impartidas por los comandos, de que nadie hablara ni se
moviera, Álvarez se dirigió a quien parecía comandar el grupo: “Los increpé,
preguntándoles por qué me llevaban al obrero. Me amenazaron, me apuntaron con
las armas, me empujaron y me llevaron a mi oficina, donde me encerraron junto al
personal a mi cargo. Por la ventana pude ver cómo se llevaban secuestrado a
Pereyra”.
A las 4 sonó la sirena del ingenio, cambió el turno y se renovaron los planteles
de trabajadores de las distintas secciones de la fábrica azucarera. Álvarez
partió hacia su casa, ubicada en la ciudad de Concepción, a pocos kilómetros de
Aguilares. Al llegar, aproximadamente una hora y media después, comentó con su
esposa lo ocurrido: “Me sentía muy impresionado por el maltrato y la violencia
del operativo”. Después apagaron las luces de la casa y se dispusieron a
descansar.
Al rato de acostarse, Álvarez y su esposa escucharon el rechinar de neumáticos,
puertas de automóviles que se abrían y cerraban y gritos de personas que querían
ingresar al domicilio. Álvarez se vistió lo más rápido que pudo y corrió a abrir
la puerta, que estaba a punto de ser derribada. El grupo estaba integrado por
más de 15 hombres, todos muy jóvenes. Álvarez intentó hablar: “Pasen muchachos,
en esta casa solo hay gente de trabajo”. Como respuesta lo golpearon, le ataron
las manos a la espalda y le vendaron los ojos, mientras le decían “preparate,
que te vamos a llevar”.
La esposa de Álvarez fue conducida a una habitación donde estaban sus
aterrorizados hijos. Cuando lo llevaban, el hombre le dijo a su mujer: “Yo no
hice nada malo”. Atemorizada, pero serena, ella le respondió “yo creo y confío
en vos”, y dirigiéndose al jefe de los secuestradores le dijo: “¿Por qué lo
llevan? Es un espejo de hombre y vive solo para nosotros”. Uno de los
integrantes del grupo le respondió: “Se lo vamos a devolver dentro de las 24
horas, creo que nos equivocamos”.
Mientras tanto, la patota recorría la casa destruyendo lo que encontraba a su
paso y robándose todo lo que podía tener algún valor.
Al salir el grupo de la casa llevando secuestrado a Álvarez, un vecino atinó a
enfrentarlos y preguntarles quiénes eran. Lo rodearon, lo amenazaron y lo
introdujeron de nuevo a su vivienda. Era el señor Abdala Fiad, en ese entonces
comisario interino de la policía en Alto Verde, un poblado cercano a Aguilares,
que nada pudo hacer para impedir el secuestro de Álvarez.
Otros vecinos, alarmados por los ruidos y la violencia del grupo incursor,
atinaron a salir a la vereda a ver qué pasaba. Un comando los amenazó: “¿Qué
miran? Métanse adentro porque si no lo hacen les pasará lo mismo”.
Aves de rapiña. El jefe Álvarez fue introducido a los golpes y empujones en el
asiento de atrás de un vehículo particular. A sus lados se sentaron dos hombres.
Viajó un tiempo que él calculó el suficiente como para llegar a la zona de
Famaillá. Al llegar lo metieron en un salón donde fue requisado. “Parecían aves
de rapiña”, dice. Y agrega: “Me sacaron el dinero, mientras me revisaban para
ver si tenía algún objeto de valor. Solo me dejaron el DNI, que colocaron en el
bolsillo de mi camisa. Así estuve un buen rato. Cada uno que llegaba me
revisaba”.
Le cambiaron la venda de los ojos, colocándole una cinta adhesiva que le
apretaba de tal forma que las pestañas lo lastimaban, produciéndole un gran
dolor. Después lo arrojaron al piso. En esa situación se dio cuenta, “por mi
especialidad profesional, que estaba en una fábrica azucarera, un ingenio”.
Álvarez no lo sabía, pero estaba secuestrado en el ex ingenio Nueva Baviera, en
las afueras de Famaillá. Allí había sido instalado el puesto táctico de comando
de la Operación Independencia después del golpe de Estado del 24 de marzo, al
ser desmontado el de Famaillá, donde había sido amo y señor Adel Vilas. Ahora,
en Nueva Baviera, el dueño de la vida de las personas era el teniente coronel
Antonio Arrechea, un secuaz del comandante de la Operación en esos tiempos,
Antonio Domingo Bussi. Arrechea había sido el jefe de Policía en tiempos de
Vilas. Cruel, sádico, se ensañaba con las mujeres, a las que odiaba. Se había
hecho famoso por una razia en la que detuvo a decenas de parejas que se
encontraban en los hoteles alojamiento de San Miguel de Tucumán.
Los días de Álvarez en el campo de concentración fueron similares a los de todos
los secuestrados. Era maltratado por cualquier circunstancia, comía poco la
inmundicia que le daban, los custodios se ensañaban con él cuando lo trasladaban
de un lugar a otro: “Cuando teníamos que ir al baño nos bajaban por escaleras,
el guía nos desorientaba, nos hacía chocar con los fierros”.
Álvarez no se explicaba su situación: “No era afiliado al sindicato, nunca había
tenido militancia política. Mi cabeza era una locura, no encontraba respuesta a
mis preguntas sobre los motivos de mi secuestro”.
La respuesta la tuvo varios días después. Atado y con los ojos vendados, un día
se le acercó otro cautivo. Era Pereyra, el obrero por el cual él había intentado
vanamente interceder cuando era secuestrado en el ingenio. Cuando se
reconocieron por las voces, Pereyra, casi llorando, le dijo: “Jefe, usted está
aquí por culpa mía, perdóneme”. Y pasó a explicarle: “A mí me matan esta noche,
yo no vuelvo más, jefe. Es tremendo, cuando me interrogaron apenas me bajaron
del auto, dándome golpes y culatazos me preguntaban quién era mi jefe. Yo les
dije el jefe Álvarez, pero porque yo creía que me preguntaban por mi trabajo en
el ingenio. Perdóneme jefe, ya nunca nos veremos”.
Álvarez pasaba los días y las noches en medio de ayes de dolor y gritos
espantosos. La sala de tortura estaba al lado y él escuchaba los alaridos que
producía la tortura, las amenazas de los interrogadores: “¿Vas a cantar o no vas
a cantar? Vos estás al servicio de los guerrilleros”. Ahora recuerda que los
llantos eran interminables, a su alrededor escuchaba voces de ancianos, de
niños, familias completas que habían sido secuestradas y no sabían por qué.
Bussi “en combate”. Antes y después del interrogatorio, Álvarez era presionado
psicológicamente. Le decían que primero matarían a su esposa, después a sus
hijos y más tarde a sus padres. Así llegó un día en que fue llevado a la sala de
interrogatorios. Lo hicieron sentar y le sacaron las vendas de los ojos. A pesar
del tiempo transcurrido y de los reflectores que lo cegaban, después de un rato
pudo distinguir que había varias personas. “Entre las sombras estaba Bussi”,
dice Álvarez. Trajeron a un muchacho joven, aparentemente un prisionero que
estaba quebrado. Le preguntaron si lo conocía y el muchacho dijo que no. Eso le
salvó la vida.
Esa noche Álvarez, junto a Guillermo Villagra, otro obrero del ingenio Aguilares
que había sido secuestrado un día después que él, fueron subidos a un camión
para ser liberados. Villagra había sido sometido a la tortura por sus vínculos
con el sindicato y lo habían acusado de ser un elemento subversivo. “Trajeron
varias personas para identificarme”, dice. Y agrega: “No me conocía ninguno,
pero recuerdo la voz de otro detenido, el señor Mori Amaya, quien les dijo a los
militares que yo no tenía nada que ver con las actividades de las que me
acusaban”. Amaya está desaparecido. Su hermano es el actual intendente de San
Miguel de Tucumán.
Álvarez cuenta el operativo militar para liberarlos: “El camión donde íbamos
llevaba dos camiones adelante y otros dos atrás, cargados de hombres armados:
era una caravana para dos personas inocentes”. Los prisioneros fueron bajados y
liberados después de un rato de marcha por la ruta 38 rumbo al sur. Les dijeron
que se sacaran las vendas media hora después. Cuando lo hicieron, Álvarez
reconoció la zona: “Era un lugar muy oscuro, cerca del ingenio Santa Rosa. Yo
había trabajado siete años en ese ingenio. La alegría por la liberación nos duró
poco: corrimos por la calle principal en busca de alguien que nos llevara hasta
Concepción, pero nos interceptó una patrulla del Ejército y nos detuvo
nuevamente”.
El Ejército tenía una base en el pueblo, que funcionaba en el Club de
Palitroque. Hacia allí fueron llevados Álvarez y Villagra. Suplicaron, rogaron
que se comunicaran con el jefe de la base de Nueva Baviera, para comprobar que
habían sido liberados allí y que no pesaba sobre ellos ningún cargo. Fueron
alojados en una pieza, él en un catre y su compañero de infortunio en el piso.
No podían creer lo que les estaba ocurriendo.
Simulacro de fusilamiento. Al segundo día de cautiverio en Santa Rosa los
cargaron en un camión, tirados en la caja y tapados con una colcha y los
llevaron de vuelta al ingenio Nueva Baviera, al norte de donde habían sido
apresados por segunda vez. Apenas llegados, los subieron a otro camión y
nuevamente enfilaron hacia el sur. Al llegar al puente sobre el río Pueblo Viejo
el camión se detuvo y bajaron a los dos prisioneros. En ese momento les
anunciaron que los fusilarían. Los hicieron parar junto a los pilares del
puente, remontaron las armas y dispararon. Dice Álvarez: “Me encomendé a Dios,
dijeron preparen, apunten, ¡ fuego! Sonó la descarga y no sentí nada en mi
cuerpo. ¡Estaba vivo! Solo éramos dos personas inocentes a quienes agredieron y
con quienes se ensañaron hasta el último instante”.
Pasado un largo rato del simulacro de fusilamiento, Álvarez y Villagra fueron
cargados en una ambulancia y transportados hasta la comisaría del poblado más
cercano, León Rougés. Allí fueron liberados. Salieron caminando de la comisaría
y se dirigieron hacia la parada del ómnibus. “En ese momento pasó una camioneta
del ingenio Santa Rosa, donde yo había trabajado siete años, manejada por el
chofer Gerez, que pese a mi aspecto me reconoció y me preguntó: ‘Jefe, ¿qué anda
haciendo?’. Como había mucha gente y se aproximaba una patrulla militar le dije
que andaba montando un cargadero. Nos hizo subir a la camioneta y nos llevó
hasta Concepción”.
Álvarez se hizo llevar a la casa de sus padres, porque no quería que su mujer y
sus hijos lo vieran en el estado en que lo habían dejado los militares. No lo
reconocieron. Pasó a su casa, donde su hijo mayor tampoco lo reconoció. Tenía
varios kilos menos, barba, bigote y pelo largo. Estaba inmundo, olía mal. Se
bañó por más de una hora, mientras lloraba a los gritos, desconsolado.
El padre de Álvarez le dio unos pesos a Villagra y con eso pudo viajar hasta su
casa en Aguilares y reintegrarse a su hogar.
El jefe Álvarez recuerda ahora: “Había terminado mi pesadilla. Nunca más
dormimos tranquilos. La puerta de casa, que nos rompieron, permanece ahí como un
símbolo y para tener memoria. La ventana estuvo cerrada hasta que volvió la
democracia. Tuve propuestas para ir a trabajar al extranjero pero opté por
quedarme en mi patria. Llevo a cuestas, como una cruz, un mal de Parkinson que
es secuela de los sufrimientos padecidos. Mi cuerpo está deteriorado, pero no
pudieron matar mi mente”.
Casos como los de Álvarez, Villagra, Amaya, Pereyra, se cuentan por cientos a lo
largo y lo ancho de la provincia de Tucumán. Eran trabajadores de la industria
azucarera, operarios especializados, obreros, jornaleros. Sobre ellos recayó el
peso de la represión militar. Ellos fueron las mayores víctimas de la “guerra”
de los afiebrados militares argentinos.
Preparación para “el combate”
Hace pocos años, el descubrimiento de fotografías de torturas en los cursos de
comandos confirmaron las denuncias sobre la metodología empleada en la represión
ilegal contra el pueblo argentino. Esos comandos fueron instruídos en las
escuelas norteamericanas de contrainsurgencia y aplicaron sus conocimientos en
detenciones, secuestros y desapariciones. Un ejemplo de ellos fue la Operación
Independencia, en Tucumán.
Los cursos de comandos comenzaron a dictarse en el Centro de Instrucción de
Infantería, en Córdoba, en el año 1964, bajo el asesoramiento del mayor
norteamericano W. Coll, un ex ranger de la guerra de Corea. Al mismo tiempo,
oficiales argentinos realizaron instrucción especial en Fort Gulik, Fort Bragg y
Fort Benning. Estos cursos duraban 30 días y se desarrollaron en medio de una
polémica entre quienes apoyaban la existencia de la especialidad y quienes se
resistían a la creación de una elite cuya conducta futura temían.
La dictadura de Onganía, con su adscripción desembozada a la doctrina de la
seguridad nacional, dio un impulso significativo a los comandos y al papel que
se les asignaría en el futuro argentino. Los cursos se prolongaron entonces a 45
días y se incluyó como instrucción central la capacidad antiguerrillera. Las
clases teóricas y prácticas se realizaron en Campo de Mayo, Córdoba, Mazaruca,
Tartagal, Bariloche y Mar del Plata.
La “obtención de inteligencia en ambiente subversivo” pasó a ser materia
fundamental de los cursos, que se prolongaron hasta el año 1973. Obviamente,
para obtener esa información no se deja de lado ningún método. Para entonces sus
participantes tenían ya la aptitud especial y usaban un emblema que los
identificaba. También aumentaron considerablemente las misiones de oficiales que
viajaron al extranjero para ser instruidos por los norteamericanos,
fundamentalmente veteranos de Vietnam.
La instrucción que recibieron los participantes en los cursos, tanto en el país
como en el exterior, incluyó materias tales como “Operaciones de
contrainsurgencia”, “Contrainsurgencia urbana”, “Interrogador militar”, “Oficial
de inteligencia militar”, etc.
Un participante de esos cursos dictados por oficiales yanquis reveló su
experiencia en clases tales como “Métodos de interrogatorio”: “Te aplastan los
dedos, te meten palos de fósforos bajo las uñas, te queman en el estómago y en
la zona genital, te cuelgan de los dedos atados a una viga, etc”. El objetivo es
que el comando no hable. El mismo oficial contó de qué se trata la “Inteligencia
militar”: “Estaba basada en no entregar información y recibir información. Esto
último es mediante el interrogatorio. O sea, capturar un tipo sin que se enteren
los otros, interrogarlo, matarlo, eliminarlo, enterrarlo. O sea, interrogarlo
mientras pueda hablar y una vez que el tipo se muere, hacerlo desaparecer para
que los rojos no se enteren que hemos captado información. Eso es inteligencia
militar”.
En 1974, los cursos ya tenían una duración de cuatro meses y se realizaron en el
marco ideológico y doctrina militar que caracterizó a la represión ilegal en los
años siguientes. No es casual que los comandos consideren que la Operación
Independencia en Tucumán fue su bautismo de fuego. Ponen como ejemplo que uno de
sus hombres murió en la primera acción armada de dicha Operación, pomposamente
llamada “combate de Pueblo Viejo”, en realidad una simple escaramuza, tal como
lo definen todos los diccionarios militares.
Los testimonios de los detenidos que sobrevivieron a la Operación Independencia
y las denuncias formuladas ante la Comisión Bicameral que investigó las
violaciones a los derechos humanos en ese período, dan cuenta de la
participación de estos comandos en los brutales allanamientos que sembraron el
terror en el pueblo tucumano. Amparados en la impunidad estatal, las sombras de
la noche, la desproporcionada composición de las fuerzas –siempre 15 o 20
hombres para allanar, golpear, humillar a un grupo familiar sorprendido en mitad
del sueño–, los comandos impusieron el terror en los poblados tucumanos.
Después, sus “combates” se desarrollaron en las salas de torturas de la
Escuelita de Famaillá o en el campo de exterminio del Arsenal Miguel de
Azcuénaga. El “enemigo” al que había que “extraerle inteligencia” eran hombres y
mujeres atados a un elástico de cama para aplicarles la picana eléctrica o
enterrarlos hasta el cuelo o atarlos con alambres de púas.
01/12/13 Miradas al Sur