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Ramón
Páez, Constructor
Por Julio Carreras
Llegó una tarde junto a un compañero de Córdoba, quien me lo presentó.
Inmediatamente simpatizamos: Ramón Páez tenía una personalidad chispeante, sus
ojitos oscuros brillaban saltando de aquí para allá, cada una de sus
intervenciones en los diálogos era oportuna, ingeniosa.
-El compañero trabaja como albañil aquí, él te va a servir de nexo con otros
compañeros del area sindical-, dijo su presentador.
En realidad Ramón era Constructor. Pues comandaba un equipo de albañiles, con
quienes tomaba trabajos medianos o pequeños, a veces desechados por las empresas
más grandes. Pero además, era Constructor de Sueños.
Desde lo alto de los andamios, predicaba la Patria Socialista. Contaba a sus
obreros la epopeya de Fidel y el Ché, en Cuba. Y como santiagueño que era -de
Frías-, lanzaba extensas proclamas en contra de la superexplotación, a que eran
sometidos los hacheros y los obreros rurales en su añorado Santiago del Estero.
La figura de Ramón recordaba a Cantinflas. Su bigotito pequeño -apenas dos
pinceladas negras terminadas en punta-, la forma pícara de pronunciar sus
palabras y hasta el conjunto de su cuerpo, se asemajaban notablemente a los del
gran actor mexicano. Por cierto ayudaba su tonada particular, distinta al más
bien santafesino que cordobés modo de hablar sanfrancisqueño.
Desde noviembre de 1974 comenzamos a vernos cotidianamente con Ramón. Primero,
porque debíamos reorganizar el PRT-ERP en San Justo. Y él era quien conocía a la
gente y a la zona. Viajamos a Porteña y a Brinckmann, que por jurisdicción,
asimismo, nos habían sido asignados.
Luego, porque comencé a trabajar con él, como albañil. Mi esposa estudiaba
medicina, por entonces. Y yo había perdido mi trabajo como periodista, en
Córdoba, acosado por la represión. En La Voz de San Justo me habían asignado un
pequeño espacio, en la sección cultural. Pero aquél ingreso esporádico era
insuficiente -además que ponía en riesgo nuestra seguridad, al exponerme otra
vez en una vidriera periodística. Una tarde Ramón me dijo:
-¿Y no te animas a trabajar como albañil?
-Y... como animarme, me animo... pero jamás trabajé en otra cosa que no fueran
oficinas...
-¡Lo vas a aprender rápido!-aseguró. Y con sonrisa pícara: -Además, eso va a
completar tu formación revolucionaria.
La mañana siguiente, a las siete, comenzaría mi formación como albañil. El
equipo de Ramón construía un gigantesco galpón en la fábrica de Plásticos
Magnasco. Con paciencia y entre algunas chanzas, me enseñaron a preparar mezcla,
subir y bajar los baldes a través de las poleas, no temerle a las alturas en los
andamios, y tirar pilas de ladrillos hasta a cuatro metros de altura, de a seis
por vez.
Por entonces ya habíamos decidido priorizar la actividad social y política en
San Francisco. Dejando de lado cualquier acción armada. Teníamos muy buena
relación con el padre Pedro González, de la capilla Nuestra Señora del Pilar.
Este era un cura obrero, que trabajaba 8 horas por día en un taller metalúrgico.
Luego se quitaba el mameluco, se daba un baño y celebraba las misas de cada día.
Él nos había casado, a mi esposa Gloria y a mí.
Dado que estábamos en período del comienzo de clases, le propusimos organizar,
en conjunto, una Feria de Libros. El propósito era recorrer la ciudad, pidiendo
casa por casa donaciones de libros de texto escolares, a las familias de clases
medias y altas. Y cambiárselos a los niños más humildes, por sus libros del año
anterior (o simplemente entregárselos gratis, si los necesitaban).
El padre González estuvo de acuerdo: sus jovenes -mayormente simpatizantes de
Montoneros, como él-, colaborarían con entusiamo. El lugar: un amplio patio que
precedía a la casa de Ramón Páez, en el barrio La Milka.
No se veían muchos pobres en San Francisco, hacia 1975. Más bien familias
humildes en pro de afianzarse económicamente. Pues había trabajo de sobra para
quien lo buscase, y los salarios que se pagaban eran siempre en blanco.
Recientemente los sindicatos habían logrado un importante incremento salarial,
por lo que cualquier obrero mantenía holgadamente a su familia con su ingreso
individual.
Para los poquitos que aún no habían logrado estabilidad laboral, o acababan de
llegar como inmigrantes de otras provincias o regiones menos favorecidas, pues,
hicimos la Feria del Libro en la casa de Ramón. Qué más bien fue una nueva
oportunidad de encontrarnos todos, muchas familias de la Milka (el barrio más
humilde de la ciudad), los jóvenes de la Acción Católica y Montoneros, nuestros
compañeros del PRT-ERP. Fue un día nublado, lo recuerdo, por la tarde, hacía un
poco de frío: pero todo salió bien.
La debilidad de Ramón -que por momentos me alarmaba-, desde mi punto de vista
era su excesivo fervor revolucionario. Que lo llevaba a hablar de la guerrilla,
el marxismo -y abiertamente, del PRT-ERP-, con cualquier persona que se le
pusiera delante, incluso desconocidos. No valían nuestras advertencias, él era
un poco mayor que nosotros -supongo que por entonces tendría, quizás, 35 años,
mientras que el promedio de edad entre los militantes del PRT sanfrancisqueños
era 23-24... Además, era uno de los pocos obreros "genuinos", lo cual era
extremadamente valorado dentro del partido. Eso le daba cierta autosuficiencia,
unido a su carácter sumamente audaz y emprendedor.
Con mi esposa Gloria veníamos de Córdoba, donde durante los dos años anteriores
sucedían enfrentamientos armados cada día. Veníamos de despertarnos cada mañana
con la noticia de algún compañero muerto, en el noticiero de la radio. O a veces
tres o cuatro. Las Tres A -que en Córdoba se hacía llamar "Comando Libertadores
de América"-, cada noche practicaba razzias en las que secuestraba, torturaba y
asesinaba a personas que habían sido detectadas previamente por el espionaje
policial. Entonces habíamos desarrollado una actitud de suma prudencia, casi de
paranoia constante, dada la presión mortal que sobre la militancia ejercía el
ámbito cordobés.
Pero en San Francisco se vivía entonces con soberana placidez. Era una ciudad
cordial, cada mañana un ejército de rubios y prolijos obreros en mameluco acudía
ordenadamente a trabajar en sus pequeñas motos o bicicletas. Saludándose al
cruzarse por las calles, chanceando a veces rápidamente, para no llegar tarde al
trabajo. La mayor parte de ellos tenía un auto, que solían exhibir los sábados
por la noche en "la vuelta del perro" por el boulevard. Eso inspiraba en los
militantes locales una falsa seguridad, como se vería al sobrevenir la
dictadura. Pues los asesinos y secuestradores profesionales, generalmente
vinieron de afuera, pero contando con los datos pacientemente recogidos por sus
espías policiales o infiltrados en los movimientos revolucionarios. Entonces, no
ser detectado como guerrillero, debió ser una norma que intentáramos respetar.
Quizá nos confiábamos, también, en que como no practicábamos acciones armadas en
la zona, nos iban a respetar. No fue así.
Las únicas acciones armadas que efectuamos en San Francisco durante nuestra
estadía allí -entre noviembre de 1974 y enero de 1976-, fueron dos. En ambas
participaría Ramón. También yo.
Desechamos un proyecto sugerido por dos compañeras, de capturar un camión de la
Sancor para repartir la leche a los más pobres. Temíamos que el camionero se
resistiera y terminara lastimado -o lo que hubiera sido peor aún, muerto. Por
todos los medios queríamos evitar que corriera sangre, en San Francisco. El
segundo proyecto, del "Negro" Páez, era la recuperación de armamento en la finca
de un militar. (En el PRT llamábamos "recuperación" al sustraer armamentos o
dinero que considerábamos propiedad del pueblo.)
Durante un trabajo con su equipo de albañiles, había detectado Ramón que un
teniente coronel, directivo de la Fábrica Militar de San Francisco, tenía
bastante armamento en su finca. Decidimos, entonces, recuperarlo.
Fuimos tres compañeros: Ramón, yo y un tercero de quien me reservo su nombre
pues aún habita en San Francisco, según creo. En el auto de este último, nos
acercamos hasta el borde mismo del alambrado, en la finca del militar, por junto
a una acequia, a las tres de la madrugada. Era una noche serena y de luna. La
finca tenía muchos árboles alrededor. Aún antes de sortear una alambrada de púas
que la circundaba, Ramón le tiró un jugoso bife de lomo, como de un kilo, que
habiamos comprado por la tarde, al perro dogo que merodeaba suelto por el ancho
patio. Dejándolo ocupado con eso, y con el compañero y su auto esperando fuera,
ingresamos tranquilamente Ramón y yo. La única arma del grupo la llevaba yo, un
revolver 32 bajo el cinto. Ramón portaba una gran tijera para metales, con las
que fácilmente cortó la cadena que trababa el portoncito de un pequeño depósito
de chapas. Allí, entre numerosas herramientas, había dos carabinas, un fusil y
una pistola 45. Cuando volvimos con las armas el perro aún degustaba su bife.
Salimos y nos fuimos tranquilamente.
La otra acción fue custodiar, por algunos días del médico Pedro Luis Pratto,
quien había sido amenazado telefónicamente, desde Córdoba, por las Tres A. Para
lo cual nos turnábamos por las noches con Ramón, dentro de la casa de Pratto,
con las armas que le habíamos secuestrado al teniente coronel.
Y prácticas de tiro. Una de las carabinas del militar tenía fallado el guión de
la mira, por lo cual ninguno de nosotros solía acertar en los tarritos que
usábamos como blancos. Practicábamos en la finca de un compañero, algunos
kilómetros al norte, por el camino que lleva a Morteros.
Un día Ramón me dijo: "Los invito a vos y a tu compañera a mi casa para comer
una cabeza guateada".
-¿Qué es una "cabeza guateada"?, pregunté, asombrado.
-Venite a casa este sábado, como a las siete de la tarde y vas a saber -replicó.
Con mi esposa embarazada fuimos a la linda casita que Ramón había construido con
sus propias manos, o más bien a su inmenso patio, donde se congregaban ya,
cuando llegamos, una siete u ocho personas. Todos desconocidos para nosotros,
familiares o amigos de Ramón, hombres de piel trigueña, emigrantes obreros como
él, chaqueños o santafesinos, creo que algún tucumano.
Fue una noche mágica. En determinado momento, como dos horas más tarde y ayudado
por sus amigos, Ramón extrajo con pala, de bajo la tierra, un gran envoltorio
brillante. ¡Era una cabeza de vaca! Lo supimos cuando la colocaron sobre la mesa
de madera, en el centro del patio, y fueron abriendo cuidadosamente su
envoltorio de papel metálico... Para preparar el manjar, Ramón se había
levantado a las cinco de la mañana. Se cavaba un hoyo, luego se hacía un fuego
intenso, se trituraban las brasas esparciéndolas regularmente por el fondo del
hoyo, se colocaba la cabeza de vaca envuelta en varias capas de papel
metalizado, y se la dejaba allí, tapada con tierra, hasta el atardecer. Eso era
la "cabeza guateada". Por lo demás, una equiparación criolla de la "baña-cauda".
Pues del mismo modo que la olla con crema de los piamonteses, donde sopan
comunitariamente los participantes, aquí la cabeza en el medio quedaba abierta,
con la mandíbula hacia arriba. Y nosotros debíamos tomar, con un tenedor y un
cuchillo, de entre sus huesos, los deliciosos filamentos de carne, que habían
quedado blandísimos por el extenso proceso de cocción a que fuesen sometidos.
El rostro de Ramón sonriente, como un demiurgo, junto al fuego, entre mates y
vino tinto, es la figura que me devuelve la memoria cada vez que recuerdo a este
gran compañero y amigo.
Muchos años más tarde, ya en la década de los 80, me enteré de que había sido
secuestrado, por una banda de asesinos, durante la dictadura militar. Y de que,
desde aquella vez, no se iba a saber más nada de él.
Julio 2011