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La
Tablada: más silencios que certezas
Por Eduardo Anguita
eanguita@miradasalsur.com
Pasados 22 años, poco se sabe sobre el copamiento al Regimiento III de
La
Tablada y la brutal represión que se desató sobre sus atacantes. Un par de días
antes de ese fatídico lunes 23 de enero de 1989, Enrique Gorriarán Merlo habló
ante unos 50 militantes en un sitio que se convirtió en el lugar de
concentración principal de salida. La mayoría iba a participar del copamiento
del cuartel mientras que otros debían repartir panfletos en la zona destinados a
alertar sobre un levantamiento carapintada. Lo que en la jerga se conoce como
una maniobra de diversión. Entre los asistentes había viejos militantes del
Ejército Revolucionario del Pueblo, algunos de ellos curtidos en las luchas
sandinistas y otros que no tenían la más mínima preparación militar. El cuartel
había sido estudiado durante meses por parte de los atacantes. Gorriarán habló
de las circunstancias políticas que atravesaba el mundo, Centroamérica y también
sobre su caballito de batalla: la democracia estaba amenazada por los
carapintadas y era preciso tomar la iniciativa para generar una suerte de
insurrección popular para frenar en seco a los enemigos de la convivencia dentro
de la vida constitucional. Gorriarán llevaba más de veinte años en la lucha
revolucionaria, había escapado de la cárcel de Rawson, había sobrevivido a la
dictadura, había formado parte de la revolución sandinista. Era una figura con
un predicamento en algunos sectores de la militancia latinoamericana y, sin
embargo, ese fin de semana previo al copamiento de La Tablada, estaba en la
antesala de un desastre que costó muchísimas vidas humanas. Hasta el día de hoy,
hay una serie de misterios que Gorriarán se llevó a la tumba y que probablemente
no sepan siquiera algunos de quienes pasaron más de diez años en la cárcel por
esa acción.
¿Qué sentido tiene indagar sobre los hilos secretos que llevaron a ese episodio
que no dejó ningún saldo positivo ni para la democracia ni para quienes quieren
ideales y militancia por un cambio profundo? Nelson Mandela escribió en prisión
una serie de cuadernos que vieron la luz hace poco en un libro llamado
Conversaciones conmigo mismo. Allí dice: “Sólo los políticos de sofá son inmunes
a cometer errores. Las equivocaciones son intrínsecas a la actividad política. A
aquellos que están en medio de la lucha política, que tienen que afrontar
problemas prácticos y apremiantes, se les deja poco tiempo de reflexión, crecen
de precedentes que los guíen y están destinados a equivocarse muchas veces.
Pero, con el tiempo, y siempre que sean flexibles y estén dispuestos a analizar
su labor de un modo autocrítico, adquirirán la experiencia y la previsión
necesarias para ser capaces de evitar los peligros habituales e identificar su
camino en medio del bullicio de los acontecimientos”.
Gorriarán fue un misterio en muchos aspectos pese a haber sido, de modo
indudable, un exponente sobresaliente del intento revolucionario de los años
setenta en la Argentina. En sus memorias relata algunos pasajes del ataque del
23 de enero que remiten más a la valentía de quienes quedaron encerrados durante
36 horas y muchos de los cuales murieron. No aclara dónde estaba él. Se da por
supuesto que dirigía el operativo desde afuera. Algunos de los atacantes suponen
que la inteligencia del Ejército –o del Estado– podría haber tenido información
previa. Pero tampoco lo pueden certificar porque los primeros movimientos
contaron con la sorpresa suficiente como para tomar las posiciones principales.
Una resistencia muy intensa surgió desde donde estaban los carriers artillados,
con los cuales tenían previsto salir si la acción salía bien. Esa resistencia no
habría sido de grupos especiales que estaban escondidos sino de efectivos de la
propia guarnición, muchos de ellos soldados conscriptos.
Algunos de los que cayeron presos y tenían casi nula experiencia militar,
durante las primeras horas, y ante la imposibilidad de concretar los objetivos,
no entendían por qué no llegaba la orden de retirada. La lista de interrogantes
operativos, después del fracaso y la cantidad de víctimas, resultó demasiado
amarga. El Movimiento Todos por la Patria, el último año, había sufrido la
deserción de muchísimos cuadros políticos que habían formado parte del PRT-ERP.
Algunos sabían que Gorriarán tenía previsto tomar las armas bajo la explicación
del peligro carapintada. Otros viejos militantes no se fueron de ese movimiento,
pero mantenían diferencias con Gorriarán. Tal fue el caso, por ejemplo, de
Floreal Canalis, quien había formado parte del Comité Central del PRT y había
caído preso en 1974 en la provincia de Buenos Aires.
Apenas unas horas después del shock que vivía la Argentina por el ataque,
Gorriarán hizo llegar a algunos diarios una versión venenosa: que Canalis era,
en realidad, un agente encubierto de la Policía Bonaerense, a la que se había
rendido en la tortura 15 años atrás. Era una fabulación de Gorriarán, destinada
a dar una pista falsa sobre los motivos por los cuales la acción había
fracasado.
La Penca y La Tablada. Roberto Vital Gaguine murió en La Tablada. Tal como lo
cuenta Gorriarán en sus memorias, había sido un joven militante de la Juventud
Guevarista que se exilió en 1977 y luego se sumó al grupo de argentinos que
Gorriarán comandó en Nicaragua, muchos de los cuales tenían una bravura tan
grande como su disciplina al jefe. En 1993, cuando Gaguine había muerto, surgió
la primera pista que vinculaba a Gorriarán con el atentado de La Penca, ocurrido
en 1984, donde el contra nicaragüense Edén Pastora salvó su vida de una bomba
colocada durante una conferencia de prensa en plena selva (ver notas de R.
Ragendorfer y de W. Goobar). Hasta ese momento, 1993, las hipótesis se
orientaban a que la autoría debía ser de la CIA. Pero en ese momento, surgió
otra línea investigativa que señalaba a Gorriarán y al entonces ministro del
Interior de Nicaragua, Tomás Borge, vinculados al atentado a Pastora. Decían,
tal como se señala en el informe, que Roberto Gaguine había sido el autor
material del atentado. Cuando esto tomó estado público, los que habían sido
detenidos en el cuartel y las inmediaciones estaban presos, mientras que
Gorriarán estaba en libertad. En Buenos Aires, quienes todavía reportaban al MTP
ofrecieron una conferencia de prensa para refutar esa versión. Tres años
después, Gorriarán era detenido en México y luego trasladado a Buenos Aires,
donde estuvo preso hasta que, a principios de 2003, y tras una interminable
huelga de hambre, el entonces presidente Eduardo Duhalde lo indultó. En 2006,
apenas después de lanzar un partido político (Partido para el Trabajo y el
Desarrollo), Gorriarán murió de un paro cardíaco. Nunca explicó lo que pasó en
La Penca y mucho menos cómo había sido la trama que lo llevó a planear y
comandar el ataque a La Tablada, entre otras cosas.
Pasados 22 años de La Tablada y 28 de La Penca, hay que ceder a la tentación de
mirar con los ojos de hoy aquellos dos hechos. Hay contextos distintos y
horizontes distintos. Quizá, como le dijeron a Andrés Campos, Roberto Gaguine no
contaba con que una colaboradora de Edén Pastora corriera de lugar el maletín
que tenía la bomba (ver nota de R. Ragendorfer) y que en vez de orientar las
esquirlas al enemigo de la revolución sandinista lo hizo contra los periodistas
que estaban en esa conferencia de prensa. Pero lo que está en tela de juicio va
mucho más allá de la participación individual de quien, se supone, llevó el
explosivo y años después murió en La Tablada.
Los procesos de lucha popular muchas veces se forjan en la clandestinidad. Sus
dirigentes y militantes son objeto no sólo de persecución y sus organizaciones
son infiltradas. Hay otros aspectos muy complejos que tienen que ver con los
contactos y maniobras que los propios jefes pueden hacer por iniciativa propia y
que quedan en secreto. Así queda vedado el acceso a la autocrítica de la que
habla Mandela. Así, la interpretación de los hechos queda limitada a
valoraciones subjetivas, a justificaciones emocionales y no a los datos fríos de
los hechos, sobre los cuales sí es posible construir ideas y convicciones
firmes.
Hay dos cosas que los procesos revolucionarios no deben permitirse si quieren
dejar una huella positiva en la historia. La primera es que el relato de esos
hechos quede en manos de los agentes de la reacción que sí tienen acceso a los
archivos de los servicios secretos y agencias de inteligencia. La segunda es,
precisamente, desestimar el papel que juegan los espías profesionales
(profesionales de Estados poderosos que custodian el orden establecido más allá
de los gobiernos de turno). Los grupos y organizaciones revolucionarias suelen
crear sus propios equipos de inteligencia y contrainteligencia. Algunos hacen
del secreto o de las maniobras distractivas una forma de hacer política. Quizás
en algunos momentos haya motivos para que esos comportamientos sean aceptables y
hasta imprescindibles. No parece justificable el silencio sobre los hechos
mencionados. Finalmente, el testimonio de Peter Torbiornsson puede ser tomado
con pinzas por alguien. No faltará quien ponga la hipótesis de que lo suyo
también puede ser manipulado. Bienvenidos sean los descargos y las réplicas si
es que las merece. De lo que se trata es de desentrañar la verdad de la
historia.
Miradas al Sur
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