Pablo Neruda y Gabriel García Márquez, con
30 años de diferencia, escribieron sobre Salvador Allende
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Pablo
Neruda y Raúl González Tuñón
Transcripcion
de las comunicaciones golpistas el 11/09/73

"Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo"
Por Pablo Neruda
[Desde Isla negra, su residencia
en Chile, el 14 de septiembre de 1973, Pablo Neruda escribió su dramático
testimonio del 11-S latinoamericano. Luego, el 23, fallece de cáncer. Todos
dicen que murió de pena.]
De los desiertos del salitre, de las minas submarinas del carbón, de las
alturas terribles donde yace el cobre y lo extraen con trabajos inhumanos
las manos de mi pueblo, surgió un movimiento liberador de magnitud grandiosa.
Ese movimiento llevó a la presidencia de Chile a un hombre llamado Salvador
Allende, para que realizara reformas y medidas de justicia inaplazables,
para que rescatara nuestras riquezas nacionales de las garras extranjeras.
Donde estuvo, en los países más lejanos, los pueblos admiraron al presidente
Allende y elogiaron el extraordinario pluralismo de nuestro gobierno. Jamás
en la historia de la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, se escuchó
una ovación como la que le brindaron al presidente de Chile los delegados
de todo el mundo.
Aquí en Chile se estaba construyendo, entre inmensas dificultades, una sociedad
verdaderamente justa, elevada sobre la base de nuestra soberanía, de nuestro
orgullo nacional, del heroísmo de los mejores habitantes de Chile. De nuestro
lado, del lado de la revolución chilena, estaban la Constitución y la ley,
la democracia y la esperanza. Del otro lado no faltaba nada. Tenían arlequines
y polichinelas, payasos a granel, terroristas de pistola y cadena, monjes
falsos y militares degradados.
Unos u otros daban vueltas en el carrusel del despecho. Iban tomados de
la mano el fascista Jarpa con sus sobrinos de "Patria y Libertad", dispuestos
a romperles la cabeza y el alma a cuanto existe, con tal de recuperar la
gran hacienda que ellos llamaban Chile. Junto con ellos, para amenizar la
farándula, danzaba un gran banquero y bailarín, algo manchado de sangre;
era el campeón de rumba González Videla, que rumbeando entregó hace tiempo
su partido a los enemigos del pueblo. Ahora era Frei quien ofrecía su partido
demócrata - cristiano a los mismos enemigos del pueblo, y bailaba además
con el ex coronel Viaux, de cuya fechoría fue cómplice.
Estos eran los principales artistas de la comedia. Tenían preparados los
viveros del acaparamiento, los "miguelitos”, los garrotes y las mismas balas
que ayer hicieron de muerte a nuestro pueblo en Iquique, en Ranquil, en
Salvador, en Puerto Montt, en la José Maria Caro, en Frutillar, en Puente
Alto y en tantos otros lugares. Los asesinos de Hernán Mery bailaban con
naturalidad santurronamente. Se sentían ofendidos de que les reprocharan
esos "pequeños detalles".
Chile tiene una larga historia civil con pocas revoluciones y muchos gobiernos
estables, conservadores y mediocres. Muchos presidentes chicos y sólo dos
presidentes grandes: Balmaceda y Allende. Es curioso que los dos provinieran
del mismo medio, de la burguesía adinerada, que aquí se hace llamar aristocracia.
Como hombres de principios, empeñados en engrandecer un país empequeñecido
por la mediocre oligarquía, los dos fueron conducidos a la muerte de la
misma manera.
Balmaceda fue llevado al suicidio
por resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías extranjeras.
Allende fue asesinado por haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo
chileno, el cobre. En ambos casos la oligarquía chilena organizó revoluciones
sangrientas. En ambos casos los militares hicieron jauría. Las compañías
inglesas en la ocasión de Balmaceda, las norteamericanas en la ocasión de
Allende, fomentaron y sufragaron estos movimientos militares.
En ambos casos las casas de los presidentes fueron desvalijadas por órdenes
de nuestros distinguidos "aristócratas". Los salones de Balmaceda fueron
destruidos a hachazos. La casa de Allende, gracias al progreso del mundo,
fue bombardeada desde el aire por nuestros heroicos aviadores.
Sin embargo, estos dos hombres fueron muy diferentes. Balmaceda fue un orador
cautivante. Tenía una complexión imperiosa que lo acercaba más al mando
unipersonal. Estaba seguro de la elevación de sus propósitos. En todo instante
sé vio rodeado de enemigos. Su superioridad sobre el medio en que vivía
era tan grande, y tan grande su soledad, que concluyó por reconcentrarse
en sí mismo.
El
pueblo que debía ayudarle no existía como fuerza, es decir, no estaba organizado.
Aquel presidente estaba condenado a conducirse como iluminado, como un soñador:
un sueño de grandeza se quedó en sueño. Después de su asesinato, los rapaces
mercaderes extranjeros y los parlamentarios criollos entraron en posesión
del salitre: para los extranjeros, la propiedad y las concesiones; para
los criollos las coimas.
Recibidos los treinta dineros todo volvió a su normalidad. La sangre de
unos cuantos miles de hombres del pueblo se secó pronto en los campos de
batalla. Los obreros más explotados del mundo, los de las regiones del norte
de Chile, no cesaron de producir inmensas cantidades de libras esterlinas
para la City de Londres.
Allende nunca fue un gran orador. Y como estadista era un gobernante que
consultaba todas sus medidas. Fue el antidictador, el demócrata principista
hasta en los detalles. Le tocó un país que ya no era el pueblo bisoño de
Balmaceda; encontró una clase obrera poderosa que sabia de que se trataba.
Allende era dirigente colectivo; un hombre que, sin salir de las clases
populares, era un producto de la lucha de esas clases contra el estancamiento
y la corrupción de sus explotadores. Por tales causas y razones, la obra
de que realizó en tan corto tiempo es superior a la de Balmaceda; más aun,
es la más importante en la historia de Chile.
Sólo la nacionalización del cobre fue una empresa titánica, y muchos objetivos
más se cumplieron bajo su gobierno de esencia colectiva. Las obras y los
hechos de Allende, de imborrable valor nacional, enfurecieron a los enemigos
de nuestra liberación.
El simbolismo trágico de esta crisis se revela en el bombardeo del Palacio
de Gobierno; uno evoca la Blitz Krieg de la aviación nazi contra indefensas
ciudades extranjeras, españolas, inglesas, rusas; ahora sucedía el mismo
crimen en Chile; pilotos chilenos atacaban en picada el palacio que durante
siglos fue el centro de la vida civil del país.
Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos
incalificables que llevaron a la muerte de mi gran compañero el presidente
Allende. Su asesinato se mantuvo en silencio; fue enterrado secretamente;
sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel inmortal cadáver.
La versión de los agresores es que hallaron su cuerpo inerte, con muestras
de visible suicidio. La versión que ha sido publicada en el extranjero es
diferente. A reglón seguido del bombardeo aéreo entraron en acción los tanques,
muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un solo hombre: el Presidente
de la Republica de Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su gabinete,
sin más compañía que su corazón, envuelto en humo y llamas.
Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque
nunca renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en
un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la sepultura acompañado
por una sola mujer que llevaba en si misma todo el dolor del mundo, aquella
gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las
metralletas de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a
Chile."
Fuente: Causa Popular

Imágenes: 1) Afiche de campaña de la Unidad Popular;
2) Con amigos en Isla Negra, Neruda luce un viejo Colt de colección en la
cintura;
3) Salvador Allende y Pablo Neruda.

Chile,
el golpe y los gringos
Por Gabriel García Márquez
A fines de 1969, tres generales del Pentágono cenaron con cuatro militares
chilenos en una casa de los suburbios de Washington. El anfitrión era el
entonces coronel Gerardo López Angulo, agregado aéreo de la misión militar
de Chile en los Estados Unidos, y los invitados chilenos eran sus colegas
de las otras armas. La cena era en honor del Director de la escuela de Aviación
de Chile, general Toro Mazote, quien había llegado el día anterior para
una visita de estudio. Los siete militares comieron ensalada de frutas y
asado de ternera con guisantes, bebieron los vinos de corazón tibio de la
remota patria del sur donde había pájaros luminosos en las playas mientras
Washington naufragaba en la nieve, y hablaron en inglés de l único que parecía
interesar a los chilenos en aquellos tiempo: las elecciones presidenciales
del próximo septiembre. A los postres, uno de los generales del Pentágono
preguntó qué haría el ejército de Chile si el candidato de la izquierda
Salvador Allende ganaba las elecciones. El general Toro Mazote contestó:
"Nos tomaremos el palacio de la Moneda en media hora, aunque tengamos que
incendiarlo"
Uno de los invitados era el general Ernesto Baeza, actual director de la
Seguridad Nacional de Chile, que fue quien dirigió el asalto al palacio
presidencial en el golpe reciente, y quien dio la orden de incendiarlo.
Dos de sus subalternos de aquellos días se hicieron célebres en la misma
jornada: el general Augusto Pinochet, presidente de la Junta Militar, y
el general Javier Palacios, que participó en la refriega final contra Salvador
Allende. También se encontraba en la mesa el general de brigada aérea Sergio
Figueroa Gutiérrez, actual ministro de obras públicas, y amigo íntimo de
otro miembro de la Junta Militar el general del aire Gustavo Leigh, que
dio la orden de bombardear con cohetes el palacio presidencial. El último
invitado era el actual almirante Arturo Troncoso, ahora gobernador naval
de Valparaíso, que hizo la purga sangrienta de la oficialidad progresista
de la marina de guerra, e inició el alzamiento militar en la madrugada del
once de septiembre.
Aquella cena histórica fue el primer contacto del Pentágono con oficiales
de las cuatro armas chilenas. En otras reuniones sucesivas, tanto en Washington
como en Santiago, se llegó al acuerdo final de que los militares chilenos
más adictos al alma y a los intereses de los Estados Unidos se tomarían
el poder en caso de que la Unidad Popular ganara las elecciones. Lo planearon
en frío, como una simple operación de guerra, y sin tomar en cuenta las
condiciones reales de Chile.
Historia
de una metralleta
agosto de 2006
Un cubano llamado Fidel
viajó al extremo austral de América,
a un país de larga y estrecha geografía.
En su isla tropical había sido el vencedor de las batallas,
el hombre que llegó al poder por la violencia,
el tumbador de la tiranía.
Ahora era el huésped de un chileno llamado Salvador,
de un hombre que llegó al poder con el sufragio popular,
con el mandato que el pueblo le entregó,
con un mandato que juró defender hasta la muerte.
Y el cubano, el combatiente de los cañaverales,
regaló al chileno una metralleta,
un arma ofrecida al guardián de los códigos,
al protector de la Constitución,
al parlamentario, al director de asambleas y sesiones.
Los mandatarios se estrecharon las manos.
Salvador agradeció el obsequio.
- Una metralleta para usted, presidente.
- Sabré usarla, comandante.
Luego Fidel regresó a su isla.
En el sur la tormenta se avecinaba.
A la tierra chilena llegó el golpe de la infamia
apoyado en las alas imperiales.
Traidores nacionales y extranjeros
hicieron que el palacio de gobierno ardiera en llamas
mientras dentro moría un puñado de valientes.
El que mantuvo hasta el último momento el respeto de la ley,
el que nunca permitió la injusticia de la fuerza
Tuvo que empuñar las armas.
¿Vale la pena defender los códigos
frente a la furia de los asesinos?
¿Es posible mantener la ley
ante las serpientes y las hienas?
Con la metralleta Salvador logró detener un tanque.
Los aviones volvían a pasar lanzando su carga siniestra. Después
de combatir durante horas
el Presidente de la República de Chile,
el compañero Allende,
se alejó en un momento de los otros combatientes.
Conocía la maldad de los enemigos,
El siempre defendió la dignidad de su país y su persona.
No quiso que las águilas sedientas bebieran su sangre,
que los verdugos del Imperio quebraran sus huesos,
que lo hundieran en un sótano antes de envenenarlo.
Vivió por el pueblo y para el pueblo.
Este día moría por el pueblo y para el pueblo.
Moría sabiendo que mas allá de las balas,
más allá de la derrota momentánea y las heridas del odio
se abrirían las anchas alamedas.
Apoyó el canon de la metralleta contra su barbilla y disparó.
Desde la isla tropical Fidel había llevado un regalo,
un arma que paso de héroe a héroe,
un arma para defender la paz del pueblo y su grandeza
y que ahora disparaba una ráfaga inmortal
sobre el corazón de América.
Fernando Lamberg, poeta chileno nacido en 1928, ganador del
premio “Casa de las Américas” en 1973. |
El plan estaba elaborado desde
antes, y no sólo como consecuencia de las presiones de la International
Telegraph & Telephone (I.T.T), sino por razones mucho más profundas de política
mundial. Su nombre era "Contingency Plan". El organismo que la puso en marcha
fue la Defense Intelligence Agency del Pentágono, pero la encargada de su
ejecución fue la Naval Intelligency Agency, que centralizó y procesó los
datos de las otras agencias, inclusive la CIA, bajo la dirección política
superior del Consejo Nacional de Seguridad. Era normal que el proyecto se
encomendara a la marina, y no al ejército, porque el golpe de Chile debía
coincidir con la Operación Unitas, que son las maniobras conjuntas de unidades
norteamericanas y chilenas en el Pacífico. Estas maniobras se llevaban a
cabo en septiembre, el mismo mes de las elecciones y resultaba natural que
hubiera en la tierra y en el cielo chilenos toda clase de aparatos de guerra
y de hombres adiestrados en las artes y las ciencias de la muerte.
Por esa época, Henry Kissinger dijo en privado a un grupo de chilenos: "No
me interesa ni sé nada del Sur del Mundo, desde los Pirineos hacia abajo.
El Contingency Plan estaba entonces terminado hasta su último detalle, y
es imposible pensar que Kissinger no estuviera al corriente de eso, y que
no lo estuviera el propio presidente Nixon.
Chile es un país angosto, con 4.270 kilómetros de largo y 190 de ancho,
y con 10 millones de habitantes efusivos, dos de los cuales viven en Santiago,
la capital. La grandeza del país no se funda en la cantidad de sus virtudes,
sino el tamaño de sus excepciones. Lo único que produce con absoluta seriedad
es mineral de cobre, pero es el mejor del mundo, y su volumen de producción
es apenas inferior al de Estados Unidos y la Unión Soviética. También produce
vinos tan buenos como los europeos, pero exportan poco porque casi todos
se los beben los chilenos. Su ingreso per cápita, 600 dólares, es de los
más elevados de América Latina, pero casi la mitad del producto nacional
bruto se lo reparten solamente 300.000 personas. En 1932, Chile fue la primera
república socialista del continente, y se intentó la nacionalización del
cobre y el carbón con el apoyo entusiasta de los trabajadores, pero la experiencia
sólo duró 13 días. Tiene un promedio de un temblor de tierra cada dos días
y un terremoto devastador cada tres años. Los geólogos menos apocalípticos
consideran que Chile no es un país de tierra firme sino una cornisa de los
Andes en una océano de brumas, y que todo el territorio nacional, con sus
praderas de salitre y sus mujeres tiernas, está condenado a desaparecer
en un cataclismo.
Los chilenos, en cierto modo, se parecen mucho al país. Son la gente más
simpática del continente, les gusta estar vivos y saben estarlo lo mejor
posible, y hasta un poco más, pero tienen una peligrosa tendencia al escepticismo
y a la especulación intelectual. "Ningún chileno cree que mañana es martes",
me dijo alguna vez otro chileno, y tampoco él lo creía. Sin embargo, aún
con esa incredulidad de fondo, o tal vez gracias a ella, los chilenos han
conseguido un grado de civilización natural, una madurez política y un nivel
de cultura que son sus mejores excepciones. De tres premios Nobel de literatura
que ha obtenido América Latina, dos fueron chilenos. Uno de ellos, Pablo
Neruda, era el poeta más grande de este siglo.
Todo esto debía saberlo Kissinger cuando contestó que no sabía nada del
sur del mundo, porque el gobierno de los Estados Unidos conocía entonces
hasta los pensamientos más recónditos de los chilenos. Los había averiguado
en 1965, sin permiso de Chile, en una inconcebible operación de espionaje
social y político: el Plan Camelot. Fue una investigación subrepticia mediante
cuestionarios muy precisos, sometidos a todos los niveles sociales, a todas
las profesiones y oficios, hasta en los últimos rincones del país, para
establecer de un modo científico el grado de desarrollo político y las tendencias
sociales de los chilenos. En el cuestionario que se destinó a los cuarteles,
figuraba la pregunta que cinco años después volvieron a oír los militares
chilenos en la cena de Washington: "¿Cuál será la actitud en caso de que
el comunismo llegue al poder? - La pregunta era capciosa. Después de la
operación Camelot, los Estados Unidos sabían a cierta que Salvador Allende
sería elegido presidente de la república.
Chile no fue escogido por casualidad para este escrutinio. La antigüedad
y la fuerza de su movimiento popular, la tenacidad y la inteligencia de
sus dirigentes, y las propias condiciones económicas y sociales del país
permitían vislumbrar su destino. El análisis de la operación Camelot lo
confirmó: Chile iba a ser la segunda república socialista del continente
después de Cuba. De modo que el propósito de los Estados Unidos no era simplemente
impedir el gobierno de Salvador Allende para preservar las inversiones norteamericanas.
El propósito grande era repetir la experiencia más atroz y fructífera que
ha hecho jamás el imperialismo en América Latina: Brasil.
El 4 de septiembre de 1970, como estaba previsto, el médico socialista y
masón Salvador Allende fue elegido presidente de la república. Sin embargo,
el Contingency Plan no se puso en práctica. La explicación más corrientes
es también la más divertida: alguien se equivocó en el Pentágono, y solicitó
200 visas para un supuesto orfeón naval que en realidad estaba compuesto
por especialistas en derrocar gobiernos, y entre ellos varios almirantes
que ni siquiera sabían cantar. El gobierno chileno descubrió la maniobra
y negó las visas. Este percance, se supone, determinó el aplazamiento de
la aventura. Pero la verdad es que el proyecto había sido evaluado a fondo:
otras agencias norteamericanas, en especial la CIA y el propio embajador
de los Estados Unidos en Chile, Edward Korry, consideraron que el Contingency
Plan era sólo una operación militar que no tomaba en cuenta las condiciones
actuales de Chile.
En efecto, el triunfo de la Unidad Popular no ocasionó el pánico social
que esperaba el Pentágono. Al contrario, la independencia del nuevo gobierno
en política internacional, y su decisión en materia económica, crearon de
inmediato un ambiente de fiesta social. En el curso del primer año se habían
nacionalizado 47 empresas industriales, y más de la mitad del sistema de
créditos. La reforma agraria expropió e incorporó a la propiedad social
2.400.000 hectáreas de tierras activas. El proceso inflacionario se moderó:
se consiguió el pleno empleo y los salarios tuvieron un aumento efectivo
de un 40 por ciento.
El gobierno anterior, presidido por el demócrata cristiano Eduardo Frei,
había iniciado un proceso de chilenización del cobre. Lo único que hizo
fue comprar el 51 por ciento de las minas, y sólo por la mina de El Teniente
pagó una suma superior al precio total de la empresa. La Unidad Popular
recuperó para la nación con un solo acto legal todos los yacimientos de
cobre explotados por las filiales de compañías norteamericanas, la Anaconda
y la Kennecott. Sin indemnización: el gobierno calculaba que las dos compañías
habían hecho en 15 años una ganancia excesiva de 80.000 millones de dólares.
La pequeña burguesía y los estratos sociales intermedios, dos grandes fuerzas
que hubieran podido respaldar un golpe militar en aquél momento, empezaban
a disfrutar de ventajas imprevistas, y no a expensas del proletariado, como
había ocurrido siempre, sino a expensas de la oligarquía financiera y el
capital extranjero. Las fuerzas armadas, como grupo social, tienen la misma
edad, el mismo origen y las mismas ambiciones de la clase media y no tenían
motivo, ni siquiera una coartada, para respaldar a un grupo exiguo de oficiales
golpistas. Consciente de esa realidad, la Democracia Cristiana no solo no
patrocinó entonces la conspiración de cuartel, sino que se opuso resueltamente
porque la sabía impopular dentro de su propia clientela.
Su
objetivo era otro: perjudicar por cualquier medio la buena salud del gobierno
para ganarse las dos terceras partes del Congreso en las elecciones de marzo
de 1973. Con esa proporción podía decidir la destitución constitucional
del presidente de la república.
La Democracia Cristiana era una grande formación inter-clasista, con una
base popular auténtica en el proletariado de la industria moderna, en la
pequeña y media industria moderna, en la pequeña y media propiedad campesina,
y en la burguesía y la clase media de las ciudades. La Unidad Popular expresaba
al proletariado obrero menos favorecido, al proletariado agrícola, a la
baja clase media de las ciudades.
La Democracia Cristiana, aliada con el Partido Nacional de extrema derecha,
controlaba el Congreso. La Unidad Popular controlaba el poder ejecutivo.
La polarización de esas dos fuerzas iba a ser, de hecho, la polarización
del país. Curiosamente, el católico Eduardo Frei, que no cree en el marxismo,
fue quien aprovechó mejor la lucha de clases, quien la estimuló y exacerbó;
con el propósito de sacar de quicio al gobierno y precipitar al país por
la pendiente de la desmoralización y el desastre económico.
El bloqueo económico de los Estados Unidos por la expropiaciones sin indemnización
y el sabotaje interno de la burguesía hicieron el resto. En Chile se produce
todo, desde automóviles hasta pasta dentífrica, pero la industria tiene
una identidad falsa: en las 160 empresas más importantes, el 60 por ciento
era capital extranjero, y el 80 por ciento de sus elementos básicos importados.
Además, el país necesitaba 300 millones de dólares anuales para importar
artículos de consumo, y otros 450 millones para pagar los servicios de la
deuda externa. Los créditos de los países socialistas no remediaban la carencia
fundamental de repuestos, pues toda industria chilena, la agricultura y
el transporte, estaban sustentados por equipo norteamericano. La Unión Soviética
tuvo que comprar trigo de Australia para mandarlo a Chile, porque ella misma
no tenía y a través del Banco de la Europa del Norte, de París, le hizo
varios empréstitos sustanciosos en dólares efectivos. Cuba, en un gesto
que fue más ejemplar que decisivo, mandó un barco cargado de azúcar regalada.
Pero las urgencias de Chile eran descomunales. Las alegres señoras de la
burguesía, con el pretexto del racionamiento y de las pretensiones excesivas
de los pobres, salieron a la plaza pública haciendo sonar sus cacerolas
vacías. No era casual, sino al contrario, muy significativo, que aquel espectáculo
callejero de zorros plateados y sombreros de flores ocurriera la misma tarde
que Fidel Castro terminaba una visita de treinta días que había sido un
terremoto de agitación social.
LA
ÚLTIMA CUECA FELIZ DE SALVADOR ALLENDE
El Presidente Salvador Allende comprendió entonces, y lo dijo, que el pueblo
tenía el gobierno pero no tenía el poder. La frase más alarmante, porque
Allende llevaba dentro una almendra legalista que era el germen de su propia
destrucción: un hombre que peleó hasta la muerte en defensa de la legalidad,
hubiera sido capaz de salir por la puerta mayor de la Moneda, con la frente
en alto, si lo hubiera destituido el congreso dentro del marco de la constitución.
La periodista y política Rossana Rossanda, que visitó a Allende por aquella
época, lo encontró envejecido, tenso y lleno de premoniciones lúgubres,
en el diván de cretona amarilla donde había de reposar el cadáver acribillado
y con la cara destrozada por un culatazo de fusil. Hasta los sectores más
comprensivos de la Democracia Cristiana estaban entonces contra él. "¿Inclusive
Tomic?" - le preguntó Rossana. -"Todos", contestó, Allende.
En vísperas de las elecciones de marzo de 1973, en las cuales se jugaba
su destino, se hubiera conformado con que la Unidad Popular obtuviera el
36 por ciento. Sin embargo, a pesar de la inflación desbocada, del racionamiento
feroz, del concierto de olla de las cacerolinas alborotadas, obtuvo el 44
por ciento. Era una victoria tan espectacular y decisiva, que cuando Allende
se quedó en el despacho, sin más testigos que su amigo y confidente, Augusto
Olivares, hizo cerrar la puerta y bailó solo una cueca.
Para la Democracia Cristiana, aquella era la prueba de que el proceso democrático
promovido por la Unidad Popular no podía ser contrariado con recursos legales,
pero careció de visión para medir las consecuencias de su aventura: es un
caso imperdonable de irresponsabilidad histórica. Para los Estados Unidos
era una advertencia mucho más importante que los intereses de las empresas
expropiadas; era un precedente inadmisible en el progreso pacífico de los
pueblos del mundo, pero en especial para los de Francia e Italia, cuyas
condiciones actuales hacen posible la tentativa de experiencias semejantes
a las de Chile: Todas las fuerzas de la reacción interna y externa se concentraron
en un bloque compacto.
En cambio los Partidos de la Unidad Popular cuyas grietas internas era mucho
más profundas de lo que se admite, no lograron ponerse de acuerdo con el
análisis de la votación de marzo. El gobierno se encontró sin recursos,
reclamado desde un extremo por los partidarios de aprovechar la evidente
radicalización de las masas para dar un salto decisivo en el cambio social,
y los más moderados que temían al espectro de la guerra civil y confiaban
en llegar a un acuerdo regresivo con la Democracia Cristiana. Ahora se ve
con mucha claridad que esos contactos, por parte de la oposición no eran
más que un recurso de distracción para ganar tiempo.
LA CIA Y EL PARO PATRONAL
La huelga de camioneros fue el detonante final. Por su geografía fragorosa,
la economía chilena está a merced de su transporte rodado. Paralizarlo es
paralizar el país. Para la oposición era muy fácil hacerlo, porque el gremio
del transporte era de los más afectados por la escasez de repuestos, y se
encontraba además amenazado por la disposición del gobierno de nacionalizar
el transporte con equipos soviéticos. El paro se sostuvo hasta el final,
sin un solo instante de desaliento, porque estaba financiado desde el exterior
con dinero efectivo. La CIA inundó de dólares el país para apoyar el Paro
Patronal, y esa divisa bajó en la bolsa negra, escribió Pablo Neruda a un
amigo en Europa. Una semana antes del golpe se había acabado el aceite,
la leche y el pan.
En los últimos días de la Unidad Popular, con la economía desquiciada y
el país al borde de la guerra civil, las maniobras del gobierno y de la
oposición se centraron en la esperanza de modificar, cada quien a su favor,
el equilibrio de fuerzas dentro del ejército. La jugada final fue perfecta:
cuarenta y ocho horas antes del golpe, la oposición había logrado descalificar
a los mandos superiores que respaldaban a Salvador Allende, y habían ascendido
en su lugar, uno por uno, en una serie de enroques y gambitos magistrales
a todos los oficiales que habían asistido a la cena de Washington.
Sin embargo, en aquel momento el ajedrez político había escapado a la voluntad
de sus protagonistas. Arrastrados por una dialéctica irreversible, ellos
mismos terminaron convertidos en ficha de un ajedrez mayor, mucho más complejo
y políticamente mucho más importante que una confabulación consciente entre
el imperialismo y la reacción contra el gobierno del pueblo. Era una terrible
confrontación de clases que la habían provocado, una encarnizada rebatiña
de intereses contrapuestos cuya culminación final tenía que ser un cataclismo
social sin precedentes en la historia de América.
EL EJÉRCITO MÁS SANGUINARIO DEL MUNDO
Un golpe militar, dentro de las condiciones chilenas, no podía ser incruento.
Allende lo sabía. No se juega con fuego, le había dicho a la periodista
italiana Rossana Rossanda. Si alguien cree que en Chile un golpe militar
será como en otros países de América, como un simple cambio de guardia en
la Moneda, se equivoca de plano. Aquí, si el ejército se sale de la legalidad.
habrá un baño de sangre. Será Indonesia. Esa certidumbre tenía un fundamento
histórico.
Las fuerzas armadas de Chile, el contrario de lo que se nos ha hecho creer,
han intervenido en la política cada vez que se han visto amenazados sus
intereses de clase y lo han hecho con un tremenda ferocidad represiva. Las
dos constituciones que ha tenido el país en un siglo fueron impuestas por
las armas y el reciente golpe militar era la sexta tentativa de los últimos
cincuenta años.
El ímpetu sangriento del ejército chileno le viene de su nacimiento, en
la terrible escuela de la guerra cuerpo a cuerpo contra los araucanos, que
duró 300 años. Uno de los precursores se vanagloriaba, en 1620, de haber
matado con su propia mano, en una sola acción, a más de 2.000 personas.
Joaquín Edwards Bello cuenta en sus crónicas que durante una epidemia de
tifo exantemático, el ejército sacaba a los enfermos de sus casas y los
mataba con un baño de veneno para acabar con la peste. Durante una guerra
civil de siete meses en 1891, hubo 10.000 muertos en una sola batalla. Los
peruanos aseguran que durante la ocupación de Lima, en la guerra del Pacífico,
los militares chilenos saquearon la biblioteca de don Ricardo Palma, pero
que no usaban los libros para leerlos, sino para limpiarse el trasero.
Con mayor brutalidad han sido reprimidos los movimientos populares. Después
del terremoto de Valparaíso, en 1906, las fuerzas navales liquidaron la
organización de los trabajadores portuarios con una masacre de 8.000 obreros.
En Iquique, a principios del siglo, una manifestación de huelguistas se
refugió en la teatro municipal, huyendo de la tropa y fue ametrallada: hubo
2.000 muertos. El 2 de abril de 1957 el ejército reprimió una asonada civil
en el centro de Santiago causando un número de víctimas que nunca se pudo
establecer, porque el gobierno escamoteó los cuerpos en entierros clandestinos.
Durante una huelga en la mina de El Salvador, bajo el gobierno de Eduardo
Frei, una patrulla militar dispersó a bala una manifestación y mató a seis
personas, entre ellas varios niños y una mujer encinta. El comandante de
la plaza era un oscuro general de 52 años, padre de cinco niños, profesor
de geografía y autor de varios libros sobre asuntos militares: Augusto Pinochet.
El mito del legalismo y la mansedumbre de aquel ejército carnicero había
sido inventado en interés propio de la burguesía chilena. La Unidad Popular
lo mantuvo con la esperanza de cambiar a su favor la composición de clase
de los cuadros superiores. Pero Salvador Allende se sentía más seguro entre
los carabineros, un cuerpo armado de origen popular y campesino que estaba
bajo el mando directo del presidente de la república. En efecto, sólo los
oficiales más antiguos de los Carabineros secundaron el golpe. Los oficiales
jóvenes se atrincheraron en la escuela de Sub-oficiales de Santiago y resistieron
durante cuatro día, hasta que fueron aniquilados desde el aire con bombas
de guerra.
Esa fue la batalla más conocida de la contienda secreta que se libró en
el interior de los cuarteles la víspera del golpe. Los golpistas asesinaron
a los oficiales que se negaron a secundarlos y a los que no cumplieron las
órdenes de represión. Hubo sublevaciones de regimientos enteros, tanto en
Santiago como en la provincia que fueron reprimidas sin clemencia y sus
promotores fueron fusilados para escarmiento de la tropa. El comandante
de los coraceros de Viña del Mar, coronel Cantuarias, fue ametrallado por
sus subalternos. El gobierno actual ha hecho creer que muchos de esos soldados
leales fueron víctimas de la resistencia popular. Pasará tiempo antes de
que se conozcan las proporciones reales de esa carnicería interna, porque
los cadáveres eran sacados de los cuarteles en camiones de basura y sepultados
en secreto. En definitiva, sólo medio centenar de oficiales de confianza,
al frente de tropas depuradas de antemano, se hicieron cargo de la represión.
Numerosos agentes extranjeros tomaron parte en el drama. El bombardeo del
palacio de la Moneda, cuya precisión técnica asombró a los expertos, fue
hecho por un grupo de acróbatas aéreos norteamericanos que habían entrado
con la pantalla de la operación Unitas, para ofrecer un espectáculos de
circo volador el próximo 18 de septiembre, día de la independencia nacional.
Numerosos policías secretos de los gobiernos vecinos, infiltrados por la
frontera de Bolivia, permanecieron escondidos hasta el día del golpe y desataron
una persecución encarnizada contra unos 7.000 refugiados políticos de otros
países de América Latina.
Brasil, patria de los gorilas mayores, se había encargado de ese servicio.
Había promovido , dos años antes, el golpe reaccionario en Bolivia que quitó
a Chile un respaldo sustancial y facilitó la infiltración de toda clase
de recursos para la subversión. Algunos de los empréstitos que han hecho
los Estados Unidos al Brasil han sido transferidos en secreto a Bolivia
para financiar la subversión en Chile. En 1972, el general William Westmoreland
hizo un viaje secreto a La Paz, cuya finalidad no se ha revelado. No parece
casual, sin embargo, que poco después de aquella visita sigilosa, se iniciaran
movimientos de tropa y material de guerra en la frontera con Chile y esto
dio a los militares chilenos una oportunidad más de afianzar su posición
interna y de hacer desplazamientos de personal y promociones jerárquicas
favorables al golpe inminente.
Por fin, el 11 de septiembre, mientras se adelantaba la operación Unitas,
se llevó a cabo el plan original de la cena de Washington, con tres años
de retraso, pero tal como se había concebido: no como un golpe de cuartel
convencional, sino como una devastadora operación de guerra.
Tenía que ser así, porque no se trataba de tumbar a un gobierno, sino de
implantar la tenebrosa simiente del Brasil, con sus terribles máquinas de
terror, de tortura y de muerte, hasta que no quedara en Chile ningún rastro
de las condiciones políticas y sociales que hicieron posible la Unidad Popular.
Cuatro meses después del golpe, el balance era atroz: casi 20.000 personas
asesinadas; 30.000 prisioneros políticos sometidos a torturas salvajes,
25.000 estudiantes expulsados y más 200.000 obreros licenciados. La etapa
más dura, sin embargo; aún no había terminado.
LA VERDADERA MUERTE DE UN PRESIDENTE
A la hora de la batalla fina, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas
de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad. La
contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo
congénito de la violencia y revolucionario apasionado y él creía haberla
resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una
evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa.
La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema
desde el gobierno sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta
la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la
suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica
de dinero y terminó convertida en le refugio de un presidente sin poder.
Resistió durante seis horas, con una metralleta que le había regalado Fidel
Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás.
El periodista Augusto Olivares, que resistió a su lado hasta el final, fue
herido varias veces y murió desangrándose en la Asistencia Pública.
Hacia las cuatro de la tarde, el general de división Javier Palacios logró
llegar al segundo piso, con su ayudante, el capitán Gallardo y un grupo
de oficiales. Allí, entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de
dragones chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador Allende
los estaba esperando, estaba en mangas de camisa, sin corbata, y con la
ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía bien al general Palacios. Pocos días antes, le había dicho
a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso que mantenía contactos
estrechos con la Embajada de los Estados Unidos. Tan pronto como lo vio
aparecer en la escalera, Allende le gritó: "Traidor" y lo hirió en una mano.
Allende murió en un intercambio de disparos con esta patrulla. Luego, todos
los oficiales, en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último,
un suboficial le destrozó la cara con la culata del fusil. La foto existe:
la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único
a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que a la
señora Hortensia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd,
pero no permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 años en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz,
decidido e imprevisible. Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me
había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los
perros y era de una galantería un poco a la antigua, con esquelas perfumadas
y encuentros furtivos. Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino
le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho
anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia
que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos, defendiendo
un Congreso miserable que los había declarado ilegítimo pero que había de
sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la
libertad de los partidos de oposición que habían vendido su alma al fascismo,
defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que
él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro. El drama ocurrió en
Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo
que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que se
quedó en nuestras vidas para siempre.
Gabriel García Márquez, 2003

11 de septiembre de 1973, Salvador Allende armado y con casco
militar, al momento del ataque fascista a La Moneda

La
verdadera muerte de un presidente
Por Gabriel García Márquez
La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo
congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberla
resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una
evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa. La
experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde
el gobierno, sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la
muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una
mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y
terminó convertida en el refugio de un Presidente sin poder.
Resistió durante seis horas con una metralleta que le había regalado Fidel
Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás.
El periodista Augusto Olivares que resistió a su lado hasta el final, fue herido
varias veces y murió desangrándose en la asistencia pública.
Hacia las cuatro de la tarde el general de división Javier Palacios, logró
llegar hasta el segundo piso, con su ayudante el capitán Gallardo y un grupo de
oficiales. Allí entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de Dragones
Chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador Allende los estaba
esperando. Llevaba en la cabeza un casco de minero y estaba en mangas de camisa,
sin corbata y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía al general Palacios. Pocos días antes le había dicho a Augusto
Olivares que aquel era un hombre peligroso, que mantenía contactos estrechos con
la Embajada de los EE.UU. Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera,
Allende le gritó: Traidor y lo hirió en la mano.
Allende murió en un intercambio de disparos con esa patrulla. Luego todos los
oficiales en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último un oficial
le destrozó la cara con la culata del fusil.
La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El
Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan
desfigurado, que la Sra. Hortencia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en
el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e
imprevisible.
Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros.
Amaba la vida, amaba las flores y los perros, y era de una galantería un poco a
la antigua, con esquela perfumadas y encuentros furtivos.
Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica
grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho
burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y
había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que lo
había declarado ilegítimo pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad
de los usurpadores, defendiendo la voluntad de los partidos de la oposición que
habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada
de un sistema de mierda que el se había propuesto aniquilar sin disparar un
tiro.
El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la
historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este
tiempo, que se quedó en nuestras vidas para siempre.
Septiembre de 2003, al cumplirse 30 años del
golpe militar de 1973 en Chile.

Eduardo
Galeano
La trampa
Por valija diplomática llegan los verdes billetes que financian huelgas y
sabotajes y cataratas de mentiras. Los empresarios paralizan a Chile y le niegan
alimentos. No hay más mercado que el mercado negro. Largas colas hace la gente
en busca de un paquete de cigarrillos o un kilo de azúcar; conseguir carne o
aceite requiere un milagro de la Virgen María Santísima.
La Democracia Cristiana y el diario «El Mercurio» dicen pestes del gobierno y
exigen a gritos el cuartelazo redentor, que ya es hora de acabar con esta
tiranía roja; les hacen eco otros diarios y revistas y radios y canales de
televisión. Al gobierno le cuesta moverse; jueces y parlamentarios le ponen
palos en las ruedas, mientras conspiran en los cuarteles los jefes militares que
Allende cree leales.
En estos tiempos difíciles, los trabajadores están descubriendo los secretos de
la economía. Están aprendiendo que no es imposible producir sin patrones, ni
abastecerse sin mercaderes. Pero la multitud obrera marcha sin armas, vacías las
manos, por este camino de su libertad. Desde el horizonte vienen unos cuantos
buques de guerra de los Estados Unidos, y se exhiben ante las costas chilenas. Y
el golpe militar, tan anunciado, ocurre.
Allende
Le gusta la buena vida. Varias veces ha dicho que no tiene pasta de apóstol ni
condiciones para mártir. Pero también ha dicho que vale la pena morir por todo
aquello sin lo cual no vale la pena vivir.
Los generales alzados le exigen la renuncia. Le ofrecen un avión para que se
vaya de Chile. Le advierten que el palacio presidencial será bombardeado por
tierra y aire. Junto a un puñado de hombres, Salvador Allende escucha las
noticias. Los militares se han apoderado de todo el país. Allende se pone un
casco y prepara su fusil. Resuena el estruendo de las primeras bombas. El
presidente habla por radio, por última vez: —Yo no voy a renunciar...
La reconquista de Chile
Una gran nube negra se eleva desde el palacio en llamas. El presidente Allende
muere en su sitio. Los militares matan de a miles por todo Chile. El Registro
Civil no anota las defunciones, porque no caben en los libros, pero el general
Tomás Opazo Santander afirma que las víctimas no suman más que el 0,01 por 100
de la población, lo que no es un alto costo social, y el director de la CIA,
William Colby, explica en Washington que gracias a los fusilamientos Chile está
evitando una guerra civil. La señora Pinochet declara que el llanto de las
madres redimirá al país. Ocupa el poder, todo el poder, una Junta Militar de
cuatro miembros, formados en la Escuela de las Américas en Panamá. Los encabeza
el general Augusto Pinochet, profesor de Geopolítica. Suena música marcial sobre
un fondo de explosiones y metralla: las radios emiten bandos y proclamas que
prometen más sangre, mientras el precio del cobre se multiplica por tres,
súbitamente, en el mercado mundial.
El poeta Pablo Neruda, moribundo, pide noticias del terror. De a ratos consigue
dormir y dormido delira. La vigilia y el sueño son una única pesadilla. Desde
que escuchó por radio las palabras de Salvador Allende, su digno adiós, el poeta
ha entrado en agonía.
[De Memoria del fuego]
