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La ambición del forastero
LECTURA RECOMENDADA
Nathaniel Hawthorne Historias
breves

  Hawthorne,
Nathaniel (1804-1864), novelista estadounidense, cuyos trabajos muestran una
profunda conciencia de los problemas éticos del pecado, el castigo y la
expiación.
Nació el 4 de julio de 1804, en Salem (Massachussets) en el seno de una familia
puritana. Tras graduarse en el Bowdoin College en 1825, retornó a su ciudad
natal y allí, en semirretiro, se dedicó a la literatura. Su obra, sin embargo,
recibió muy poco reconocimiento por parte del público, por lo que intentó
destruir toda las copias de su novela gótica Fanshawe (1828), cuya publicación
había financiado él mismo. Durante este periodo escribió también artículos y
cuentos breves en distintos periódicos. Algunos de los cuentos se recogieron en
Historias dos veces contadas (1837), un libro que, a pesar de no proporcionarle
unos excesivos ingresos económicos, le creó un nombre entre la crítica. Estas
primeras obras son, en su mayoría, apuntes históricos y cuentos alegóricos,
centrados en conflictos morales y en los efectos del puritanismo en las colonias
de Nueva Inglaterra.
Incapaz de vivir con los ingresos que le producían sus obras, en 1839 comenzó a
trabajar como tasador en la Aduana de Boston. Dos años más tarde retomó la
escritura y publicó una serie de apuntes sobre la historia de Nueva Inglaterra,
destinada al público infantil, que llevaba como título La silla del abuelo:
relatos para los jóvenes (1841). Ese mismo año se unió a la sociedad comunal de
la Granja Brook, cerca de Boston, albergando la esperanza de conseguir una
estabilidad económica que le permitiera casarse y dedicarse al mismo tiempo a la
literatura. Pero el trabajo en la granja era excesivo, y no podía encontrar
tiempo para escribir, por lo que a los seis meses abandonó la comunidad. En 1842
se casó con Sophia Amelia Peabody, de Salem, y la pareja se estableció en
Concord (Massachussets) en una casa llamada Old Manse (la vieja rectoría).
Durante los cuatro años que vivieron allí, el autor escribió numerosos cuentos
que, más tarde, fueron publicados bajo el título de Musgos de una vieja rectoría
(1846). Entre ellos se encuentran El entierro de Roger Malvin, La hija de
Rappacini y El joven Goodman Brown, en los que muestra su preocupación por los
efectos del orgullo y el pecado, por medio de la alegoría y el simbolismo.
Con el fin de subsistir, Hawthorne volvió a trabajar para el gobierno en 1846,
como supervisor de la Casa de Aduanas de Boston, aunque en 1849 fue despedido,
debido a una reestructuración política. Por entonces ya había comenzado a
escribir La letra escarlata (1850), una historia sobre una puritana adúltera,
Hester Prynne, que, dando muestras de gran lealtad, se niega a revelar el nombre
de su amante. Considerada como su obra maestra, y como uno de los clásicos de la
literatura estadounidense, pone de manifiesto tanto la maestría narrativa de su
autor como su profundidad psicológica a la hora de describir los sentimientos de
culpa que se crean en los seres humanos y la angustia que les producen.
En 1850 se trasladó a Lenox (Massachussets), donde gozó de la amistad de uno de
sus admiradores, el novelista Herman Melville. Allí escribió La casa de los
siete tejados (1851), novela en la cual rastreó la decadencia del puritanismo en
el seno de una antigua familia de Nueva Inglaterra, y el Libro de las maravillas
para chicas y chicos (1852), en los cuales reelabora leyendas clásicas. Durante
una corta estancia en West Newton (Massachussets) escribió La estatua de nieve y
otros cuentos contados dos veces (1852), que muestran su constante preocupación
por los temas del orgullo y la culpa, y La granja de Blithedale (1852), una
novela inspirada en su estancia en la granja Brook.
En 1852, regresó a Concord, donde escribió una biografía en compañía de su
amigo, el también escritor Franklin Pierce, que llegaría a ser presidente de los
Estados Unidos. Tras su elección, Pierce recompensó a Hawthorne con el cargo de
cónsul en Liverpool, que mantuvo hasta 1857. Durante los dos años siguientes,
vivió en Italia, donde recogió materiales para su novela El fauno de mármol
(1860), obra profundamente simbólica.
En 1860, en vísperas de la Guerra Civil estadounidense, regresó a su país. Su
aislamiento político queda de manifiesto en la dedicatoria de Nuestro viejo
hogar (1863) a Pierce, que había perdido popularidad por su apoyo a los
propietarios de los esclavos sureños. Hawthorne murió el 19 de mayo de 1864 en
Plymouth (New Hampshire) mientras se encontraba de viaje con Pierce, y fue
enterrado en Concord. Entre sus libros publicados póstumamente, destacan
Septimius Felton o el elixir de la vida (1872), El romance de Dolliver (1876),
El secreto del doctor Grimshawe (1883) y sus Cuadernos americanos (1868),
Cuadernos ingleses (1870) y Cuadernos franceses e italianos (1871).
A través de sus profundas exploraciones psicológicas, Hawthorne descubrió las
motivaciones secretas de la conducta humana, y los sentimientos de culpa y
angustia que él achacó a los pecados cometidos contra la humanidad,
especialmente los debidos al orgullo. Por su preocupación por el pecado, es
continuador de sus antepasados puritanos, pero por su concepto de las
consecuencias del pecado, así como de los castigos derivados de la falta de
humildad y del exceso de orgullo, o de la regeneración a través del amor y la
expiación de las culpas, se alejó radicalmente de la idea de destino que
mantenían sus hermanos de religión. La utilización frecuente que hace de la
alegoría y la simbología presenta a sus personajes, con cierta frecuencia, un
tanto difuminados e irreales, aunque manifiestan la ambivalencia emocional y
espiritual que el autor consideraba inseparable de la herencia puritana de su
país. El escritor Henry James publicó en 1879 un estudio acerca de su vida y
obra dentro de la serie 'Hombres de letras ingleses'.
 Wakefield
Recuerdo haber leído
en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un
hombre llamémoslo Wakefield que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El
hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco sin una
adecuada discriminación de las circunstancias debe ser censurado por díscolo o
absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el
caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la
más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de
las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido,
bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle
siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que
hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de
veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y
con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis
en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia
había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía
tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal una noche
él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo
durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.
Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque
manifiesta una absoluta originalidad sin precedentes y es probable que jamás se
repita, es de esos que despiertan las simpatías del género humano. Cada uno de
nosotros sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejante locura; y, sin
embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo
menos, este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre
acompañado por la sensación de que la historia tiene que ser verídica y por una
idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quiera que un tema afecta la
mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él.
A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias
meditaciones. Mas si prefiere divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte
años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un
sentido latente y una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazados
pulcramente y condensados en la frase final. El pensamiento posee siempre su
eficacia; y todo incidente llamativo, su enseñanza.
¿Qué clase de hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia
idea y darle su apellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la
vida. Sus sentimientos conyugales, nunca violentos, se habían ido serenando
hasta tomar la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. De todos los
maridos, es posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza
mantenía en reposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era
intelectual, pero no en forma activa. Su mente se perdía en largas y ociosas
especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario para alcanzarlo.
Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para plasmarse en
palabras. La imaginación, en el sentido correcto del vocablo, no figuraba entre
las dotes de Wakefield. Dueño de un corazón frío, pero no depravado o errabundo,
y de una mente jamás afectada por la calentura de ideas turbulentas ni aturdida
por la originalidad, ¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría de
ganarse un lugar prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se
hubiera preguntado a sus conocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría
hoy nada digno de recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su
esposa del alma podría haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter,
era medio consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su
mente inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta
tendencia a la astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos
que el mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y,
finalmente, de lo que ella llamaba "algo raro" en el buen hombre. Esta última
cualidad es indefinible y puede que no exista.
Ahora imaginémonos a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en
un día de octubre. Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero
cubierto con un hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la
otra. Le ha comunicado a la señora de Wakefield que debe partir en el coche
nocturno para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y
objetivo del viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su
inofensivo amor por el misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. Él le
dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme si
tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena el
viernes por la noche. El propio Wakefield, tengámoslo presente, no sospecha lo
que se viene. Le ofrece ambas manos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de
partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diez años. Y parte el señor
Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a confundir a su mujer mediante
una semana completa de ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la
entreabre de nuevo y percibe la cara del marido sonriendo a través de la
abertura antes de esfumarse en un instante. De momento no le presta atención a
este detalle. Pero, tiempo después, cuando lleva más años de viuda que de
esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos
del semblante de Wakefield. En sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa
original en una multitud de fantasías que la hacen extraña y horrible. Por
ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel gesto de despedida aparece helado
en sus facciones; o si lo sueña en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa
serena y astuta. Empero, gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a
darlo ya por muerto, ella a veces duda que de veras sea viuda.
Pero quien nos incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles,
antes de que pierda la individualidad y se confunda en la gran masa de la vida
londinense. En vano lo buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus
talones hasta que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo
tengamos cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento
alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al final
de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber llegado
allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo detuvo
precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió pasos que
parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el multitudinario
pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le
pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna una docena de fisgones lo
habían estado espiando y habían corrido a contárselo todo a su mujer. ¡Pobre
Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso!
Ningún ojo mortal fuera del mío te ha seguido las huellas. Acuéstate tranquilo,
hombre necio; y en la mañana, si eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a
la buena señora de Wakefield. No te alejes, ni siquiera por una corta semana,
del lugar que ocupas en su casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o
perdido, o definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio
irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos
humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran con
mucha rapidez.
Casi arrepentido de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield
se acuesta temprano. Y, despertando después de un primer sueño, extiende los
brazos en el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho.
No piensa, mientras se arropa en las cobijas, no dormiré otra noche solo.
Por la mañana madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en
realidad quiere hacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha
dado este paso con un propósito en mente, claro está, pero sin ser capaz de
definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. La vaguedad del
proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son
igualmente típicos de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield
escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y descubre que está curioso
por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará su mujer ejemplar
la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su ausencia la
reducida esfera de criaturas y de acontecimientos en la que él era objeto
central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy cerca del fondo del asunto.
Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego, quedándose encerrado en
este confortable alojamiento donde, aunque durmió y despertó en la calle
siguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si hubiera rodado toda la
noche en la diligencia. Sin embargo, si reapareciera echaría a perder todo el
proyecto. Con el pobre cerebro embrollado sin remedio por este dilema, al fin se
atreve a salir, resuelto en parte a cruzar la bocacalle y echarle una mirada
presurosa al domicilio desertado. La costumbre pues es un hombre de costumbres
lo toma de la mano y lo conduce, sin que él se percate en lo más mínimo, hasta
su propia puerta; y allí, en el momento decisivo, el roce de su pie contra el
peldaño lo hace volver en sí. ¡Wakefield! ¿Adónde vas?
En ese preciso instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en
la fatalidad a la que lo condena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando
en una agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a
mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán un
alboroto todos los de la casa la recatada señora de Wakefield, la avispada
sirvienta y el sucio pajecito persiguiendo por las calles de Londres a su
fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra coraje para detenerse y mirar a
la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio en aquel edificio
familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de una separación de meses
o años, volvemos a ver una colina o un lago o una obra de arte de los cuales
éramos viejos amigos. ¡En los casos ordinarios esta impresión indescriptible se
debe a la comparación y al contraste entre nuestros recuerdos imperfectos y la
realidad. En Wakefield, la magia de una sola noche ha operado una transformación
similar, puesto que en este breve lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque
él no lo sabe. Antes de marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana
de su esposa, que pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la
calle. El marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo
hayan distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le
pone el corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las
brasas de la chimenea en su nuevo aposento.
Eso en cuanto al comienzo de este largo capricho. Después de la concepción
inicial y de haberse activado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en
práctica, todo el asunto sigue un curso natural. Podemos suponerlo, como
resultado de profundas reflexiones, comprando una nueva peluca de pelo rojizo y
escogiendo diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo
distinto al de su habitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro
hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el
antiguo sería casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta situación sin
paralelo. Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que
adolece a veces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta
que, a su parecer, se ha producido en el corazón de la señora de Wakefield. No
piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo. Bueno, ella ha
pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado, las
mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera semana de
su desaparición, divisa un heraldo del mal que entra en la casa bajo el perfil
de un boticario. Al día siguiente la aldaba aparece envuelta en trapos que
amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un médico y deposita
su empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa de Wakefield, de la
cual emerge después de una visita de un cuarto de hora, anuncio acaso de un
funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas alturas Wakefield se ha excitado
hasta provocarse algo así como una efervescencia de los sentimientos, pero se
mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose ante su conciencia con
el argumento de que no debe ser molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo
detiene, él no lo sabe. En el transcurso de unas cuantas semanas ella se va
recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se siente triste, acaso, pero está
tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás.
Estas ideas fulguran cual relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y
le hacen entrever que una brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento
de alquiler y su antiguo hogar.
¡Pero si sólo está en la calle del lado! se dice a veces.
¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día
en particular a otro. En adelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no...
probablemente la semana que viene... muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos
tienen casi tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestres como
el autodesterrado Wakefield.
¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de
páginas! Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro
control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus
consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado. Tenemos
que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar el umbral ni
una vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que es capaz su
corazón, mientras él poco a poco se va apagando en el de ella. Hace mucho,
debemos subrayarlo, que perdió la noción de singularidad de su conducta.
Ahora contemplemos una escena. Entre el gentío de una calle de Londres
distinguimos a un hombre entrado en años, con pocos rasgos característicos que
atraigan la atención de un transeúnte descuidado, pero cuya figura ostenta, para
quienes posean la destreza de leerla, la escritura de un destino poco común. Su
frente estrecha y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos
apagados a veces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar
adentro. Agacha la cabeza y se mueve con un indescriptible sesgo en el andar,
como si no quisiera mostrarse de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo
suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo con que las
circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de la obra
ordinaria de la naturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación,
dejando que prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en dirección opuesta,
por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida, se dirige a la
iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la
viudez establecida. Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan
indispensables para su corazón que sería un mal trato cambiarlos por la dicha.
Precisamente cuando el hombre enjuto y la mujer robusta van a cruzarse, se
presenta un embotellamiento momentáneo que pone a las dos figuras en contacto
directo. Sus manos se tocan. El empuje de la muchedumbre presiona el pecho de
ella contra el hombro del otro. Se encuentran cara a cara. Se miran a los ojos.
Tras diez años de separación, es así como Wakefield tropieza con su esposa.
Vuelve a fluir el río humano y se los lleva a cada uno por su lado. La grave
viuda recupera el paso y sigue hacia la iglesia, pero en el atrio se detiene y
lanza una mirada atónita a la calle. Sin embargo, pasa al interior mientras va
abriendo el libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con el rostro tan descompuesto que
el Londres atareado y egoísta se detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones,
cierra la puerta con cerrojo y se tira en la cama. Los sentimientos que por años
estuvieron latentes se desbordan y le confieren un vigor efímero a su mente
endeble. La miserable anomalía de su vida se le revela de golpe. Y grita
exaltado:
¡Wakefield, Wakefield, estás loco!
Quizás lo estaba. De tal modo debía de haberse amoldado a la singularidad de su
situación que, examinándolo con referencia a sus semejantes y a las tareas de la
vida, no se podría afirmar que estuviera en su sano juicio. Se las había
ingeniado (o, más bien, las cosas habían venido a parar en esto) para separarse
del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin
que fuera admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo
con la suya. Seguía inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos
tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba
digámoslo en sentido figurado a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego,
y sin embargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El
insólito destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de afectos
humanos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres, mientras
que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería un
ejercicio muy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre su
corazón y su intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante,
cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba
el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la realidad,
pero sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir "pronto regresaré", sin
darse cuenta de que había pasado veinte años diciéndose lo mismo.
Imagino también que, mirando hacia el pasado, estos veinte años le parecerían
apenas más largos que la semana por la que en un principio había proyectado su
ausencia. Wakefield consideraría la aventura como poco más que un interludio en
el tema principal de su existencia. Cuando, pasado otro ratito, juzgara que ya
era hora de volver a entrar a su salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al
veterano señor Wakefield. ¡Qué triste equivocación! Si el tiempo esperara hasta
el final de nuestras locuras favoritas, todos seríamos jóvenes hasta el día del
juicio.
Cierta vez, pasados veinte años desde su desaparición, Wakefield se encuentra
dando el paseo habitual hasta la residencia que sigue llamando suya. Es una
borrascosa noche de otoño. Caen chubascos que golpetean en el pavimento y que
escampan antes de que uno tenga tiempo de abrir el paraguas. Deteniéndose cerca
de la casa, Wakefield distingue a través de las ventanas de la sala del segundo
piso el resplandor rojizo y oscilante y los destellos caprichosos de un
confortable fuego. En el techo aparece la sombra grotesca de la buena señora de
Wakefield. La gorra, la nariz, la barbilla y la gruesa cintura dibujan una
caricatura admirable que, además, baila al ritmo ascendiente y decreciente de
las llamas, de un modo casi en exceso alegre para la sombra de una viuda entrada
en años. En ese instante cae otro chaparrón que, dirigido por el viento inculto,
pega de lleno contra el pecho y la cara de Wakefield. El frío otoñal le cala
hasta la médula. ¿Va a quedarse parado en ese sitio, mojado y tiritando, cuando
en su propio hogar arde un buen fuego que puede calentarlo, cuando su propia
esposa correría a buscarle la chaqueta gris y los calzones que con seguridad
conserva con esmero en el armario de la alcoba? ¡No! Wakefield no es tan tonto.
Sube los escalones, con trabajo. Los veinte años pasados desde que los bajó le
han entumecido las piernas, pero él no se da cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a
ir al único hogar que te queda? Pisa tu tumba, entonces. La puerta se abre.
Mientras entra, alcanzamos a echarle una mirada de despedida a su semblante y
reconocemos la sonrisa de astucia que fuera precursora de la pequeña broma que
desde entonces ha estado jugando a costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se
ha burlado de la pobre mujer! En fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.
El suceso feliz suponiendo que lo fuera sólo puede haber ocurrido en un momento
impremeditado. No seguiremos a nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado
ya bastante sustento para la reflexión, una porción del cual puede prestar su
sabiduría para una moraleja y tomar la forma de una imagen. En la aparente
confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta
perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo
que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo
de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así
decirlo, en el Paria del Universo.
 El
joven Goodman Brown
El joven Goodman Brown salió a la calle de la aldea de Salem cuando el sol se
ponía. Pero después de cruzar el umbral introdujo de nuevo la cabeza para
cambiar besos de despedida con su reciente esposa. Y Fe, como tan apropiadamente
se llamaba, sacó a su vez su linda cabecita, permitiendo que el viento jugara
con las cintas rosadas de la cofia mientras llamaba a Goodman Brown.
—Corazón mío—susurró suavemente y con un dejo de tristeza cuando sus labios le
rozaron la oreja—, te suplico que postergues el viaje hasta la madrugada y que
esta noche duermas en tu cama. A una mujer cuando se queda sola la perturban
tales sueños y tales pensamientos, que a veces tiene miedo de sí misma. Te lo
ruego, quédate conmigo esta noche, entre todas las noches del año.
—Mi amor y mi Fe —replicó el joven Goodman Brown—, entre todas las noches del
año, tengo que pasar esta única noche lejos de ti. Mi viaje, como tú lo llamas,
sin falta debe hacerse de ida y vuelta de aquí al amanecer. ¡Cómo! Mi dulce,
bella esposa, ¿dudas tú ya de mí, cuando apenas llevamos tres meses de casados?
—Siendo así, que Dios te bendiga dijo Fe, la de las cintas rosas—; y ojalá
encuentres todo bien a tu regreso.
—Amén —respondió Goodman Brown—. Reza tus oraciones, querida Fe, acuéstate
temprano y nada malo va a ocurrirte.
Así se despidieron. Y el joven prosiguió su camino hasta que, a punto de doblar
la esquina del templo, miró hacia atrás y vio la cabeza de Fe todavía asomada,
contemplándolo con aire melancólico a pesar de las cintas rosadas.
—Pobrecita Fe —pensó, puesto que el corazón lo castigaba—. ¡Soy un canalla,
dejarla para embarcarme en semejante cometido! Ella también habla de sueños.
Mientras lo hacía me pareció ver angustia en su rostro, como si un sueño la
hubiera prevenido sobre la clase de tarea que esta noche ha de llevarse a cabo.
¡Pero no, no; la mataría el solo pensarlo! En fin, ella es un ángel bendito en
este mundo; y después de esta única noche me coseré a sus faldas y la seguiré
hasta el cielo.
Con esta excelente decisión para el futuro Goodman Brown se sintió justificado
para apurarse todavía más en su presente propósito maligno. Había cogido por un
camino lúgubre, oscurecido por los árboles más siniestros del bosque, que apenas
si se hacían a un lado para dejar que la trocha se escurriera entre ellos,
cerrándose en el acto por detrás. La ruta no podía ser más despoblada; y en
tales soledades se presenta la particularidad de que el viajero ignora si hay
alguien escondido tras los innumerables troncos y arriba en el ramaje, de modo
que al andar a solas puede así y todo estar pasando en medio de una multitud
invisible.
—Detrás de cada árbol puede haber un indio endemoniado —se dijo Goodman Brown,
mirando para atrás mientras añadía—: ¡Hasta el diablo en persona me puede estar
pisando los talones!
Así, con la cabeza vuelta, dobló un recodo del camino. Cuando volvió a mirar de
frente avistó la silueta de un hombre trajeado de modo sobrio y digno, que
esperaba sentado al pie de un árbol añoso y que se levantó cuando él estuvo
cerca para seguirle el paso hombro a hombro.
—Llegas tarde, Goodman Brown —le dijo—. El reloj de la iglesia de Old South daba
la hora cuando pasé por Boston y eso fue hace quince minutos cumplidos.
—Fe me detuvo un rato —replicó el joven, con la voz temblorosa por la súbita
aparición del compañero, aunque no era del todo inesperada.
El bosque estaba ya sumido en las sombras, más intensas en el paraje por el que
transitaban. Hasta donde podía discernirse, el segundo viajero aparentaba unos
cincuenta años, por lo visto ocupaba un rango social similar al de Goodman Brown
y se le parecía bastante, quizás más en el porte que en los rasgos. Con todo,
podrían pasar por padre e hijo. No obstante, aunque el mayor vestía de modo tan
sencillo como el joven e igualmente sencillo era su comportamiento, tema el aire
indescriptible de alguien que conocía el mundo y que no se habría sentido
apocado en la mesa de banquetes del Gobernador o en la corte del rey Guillermo2,
de ser posible que hasta allá lo hubieran conducido sus asuntos. Pero la única
cosa en su persona que se podría señalar como extraordinaria era su bastón, que
tenía la apariencia de una gran culebra negra y estaba labrado de modo tan
curioso que parecía enroscarse y retorcerse por sí solo, como una serpiente
viva. Esto, por supuesto, debía de ser una ilusión óptica, favorecida por la luz
incierta.
—Vamos, Goodman Brown —lo llamó el compañero de jornada—, este paso es muy lento
para empezar un viaje. Toma mi bastón, si es que tan pronto te has cansado.
—Amigo —dijo el otro, que de la marcha lenta pasó a parar del todo—, ya cumplí
con el pacto encontrándonos aquí; y ahora mi intención es devolverme al punto de
partida. Tengo escrúpulos respecto del asunto que sabemos.
—¿Conque eso dices? —respondió el de la serpiente, riendo para sí—. De todos
modos sigamos caminando mientras lo discutimos; y si no te convenzo, te
devuelves. Todavía no hemos recorrido más que un corto trecho.
—¡Demasiado lejos, demasiado! —exclamó el joven esposo, reanudando la marcha sin
darse cuenta—. Mi padre nunca se adentró en el bosque para emprender semejante
aventura, ni antes su padre. Desde los tiempos de los mártires hemos sido un
linaje de hombres honrados y buenos cristianos; y yo sería el primer Brown en
tomar por este camino y andar...
—En semejante compañía, ibas a decir —observo el personaje mayor, interpretando
la pausa—. ¡Bien dicho, Goodman Brown! Conozco a tu familia tan bien como a
ninguna otra entre los puritanos. Le ayudé a tu abuelo el alguacil cuando con
tantos bríos azotó a la cuáquera por las calles de Salem; y fui yo el que le
procuró a tu padre la tea de pino embreado, encendida en mi propio hogar, para
que le prendiera fuego al poblado de indios durante la guerra del jefe
Metacomet. Ambos fueron buenos amigos míos; y dimos más de un paseo agradable
por este mismo camino y regresábamos llenos de alegría pasada la medianoche. Por
consideración a ellos me gustaría ser tu amigo.
—Si es como usted dice —respondió Goodman Brown—, me sorprende que jamás
hablaran de estas cosas; o, en realidad, no me sorprende, en vista de que el
menor rumor al respecto los habría expulsado de Nueva Inglaterra. Somos gente de
oración y, por si fuera poco, gente de buenas obras, y no practicamos semejantes
maldades.
—Maldades o no —dijo el caminante del bastón retorcido—, gozo de un trato muy
amplio aquí en Nueva Inglaterra. Los diáconos de más de una parroquia han bebido
conmigo el vino de la comunión; los administradores de diversos pueblos
consideran que soy su presidente; y en la Asamblea Legislativa la mayoría de los
miembros apoya firmemente mis intereses. Además, el Gobernador y yo... Pero esos
son secretos de Estado.
—¿Podrá ser cierto? —exclamó Goodman Brown, lanzando una mirada de estupor a su
desaprensivo acompañante—. Sea como sea, no tengo nada que ver con el Gobernador
o la Asamblea. Ellos hacen lo que les parece y no tienen autoridad sobre un
simple granjero como yo. Pero, si yo siguiera con usted, ¿cómo podría darle
después la cara a ese buen anciano, a mi pastor en la aldea de Salem? El mero
sonido de su voz me pondría a temblar en los días de fiesta y en los días de
prédica.
Hasta entonces el caminante de mayor edad había escuchado con la circunspección
debida, pero ahora echó a reír de modo incontenible, sacudiéndose con tal
violencia que el sinuoso bastón de veras pareció culebrear en concordancia.
—¡Ja, ja, ja! —rió una y otra vez hasta que, recobrando la compostura, dijo—:
está bien, continúa Goodman Brown, pero por favor no hagas que me muera de risa.
—Bien, entonces, para que terminemos de una vez con el asunto —dijo Goodman
Brown, bastante picado—, está mi esposa, Fe. Le partiría su frágil y tierno
corazón; y yo más bien me partiría el mío.
—No, si ese es el caso —respondió el otro—, es mejor que hagas como te parezca,
Goodman Brown. Ni por veinte viejas como la que va rengueando allá adelante
querría yo que tu Fe sufriera daño alguno.
Al decir esto apuntó con el bastón hacia la silueta de una mujer en el camino,
que Goodman Brown reconoció como la de una señora devota y ejemplar que le había
enseñado el catecismo en la infancia y que seguía siendo su consejera moral y
espiritual, conjuntamente con el pastor y el diácono Gookin.
—Un prodigio, de veras, que la tía Closse ande de noche tan lejos en el bosque
—dijo Brown—. Pero con su permiso, amigo, voy a tomar un atajo por el monte
hasta que hayamos dejado atrás a esa cristiana. Como no se conocen, podría
preguntarme con quién ando asociado y adónde me dirijo..
—Así sea —dijo el acompañante—. Métete por el monte y deja que yo siga por el
camino.
Por consiguiente, el joven se desvió. Pero se daba maña para ir observando al
compañero, que prosiguió tranquilamente hasta que estuvo a pocos pasos de la
vieja señora. Mientras tanto, ella avanzaba como mejor podía, con inusitada
rapidez para tratarse de una mujer de tanta edad y mascullando palabras
indistintas—una oración, sin duda—al andar. El caminante levantó el bastón y le
tocó la nuca marchita con lo que parecía la cola de la serpiente.
—¡El demonio! —chilló la vieja beata.
—¿De modo que la tía Cloyse reconoce a su viejo amigo? —inquirió el viajero,
poniéndosele enfrente y apoyándose en el palo retorcido.
—¡Ah, cómo no! ¿Pero efectivamente se trata de su señoría? —exclamó la buena
mujer—. Sí, claro, y a imagen y semejanza de mi viejo compinche Goodman Brown,
el abuelo del tonto que ahora lleva el nombre. Pero, ¿lo creería su señoría?, mi
escoba desapareció como por ensalmo, sospecho que robada por esa bruja sin
colgar de la tía Cory, y eso cuando además yo andaba toda ungida de jugo de
cañarejo, y de cincoenrama, y de acónito...
—Majado todo con trigo menudo y con la grasa de un recién nacido—dijo la
aparición del viejo Goodman Brown.
—¡Ah, su señoría conoce la receta! —exclamó la anciana, soltando un cacareo—.
Así que, como venía diciendo, estando lista para la reunión, y sin caballo, me
decidí a recorrer a pie todo el camino. Porque me dicen que esta noche vamos a
admitir en comunión a un agradable jovencito. Pero ahora su atenta señoría me va
a dar el brazo y estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos.
—A duras penas puede ser —contestó su amigo—. No puedo ofrecerle mi brazo, tía
Cloyse. Pero aquí tiene mi bastón si lo desea.
Diciendo esto lo arrojó a los pies de la vieja; en donde acaso cobró vida, pues
se trataba de uno de los báculos que en tiempos pasados el dueño les facilitara
a los magos de Egipto. Sin embargo, Goodman Brown no pudo tomar conocimiento de
este hecho. La sorpresa lo había hecho alzar la vista al cielo. Y cuando otra
vez bajó los ojos no vio a la tía Cloyse ni al bastón serpentino, sino a su
compañero, solo y esperándolo tan tranquilo como si nada hubiera sucedido.
—Esa anciana me enseñó el catecismo —dijo el joven.
Y había todo un mundo de significación en este escueto comentario.
Siguieron andando mientras el mayor exhortaba al otro a que fuera más rápido y a
que perseverara en el camino, arguyendo con tanta habilidad que sus
razonamientos parecían brotar del pecho de su oyente más bien que sugeridos por
él mismo. Arrancó de pasada una rama de arce que le sirviera de bastón y comenzó
a despojarla de tallos y retoños, humedecidos por el rocío vespertino. Cuando
sus dedos los tocaban, se ajaban de modo singular y se secaban como si hubieran
recibido una semana de sol. Y así, a buen paso y sin obstáculos, prosiguió la
pareja hasta que, de pronto, en una oscura hondonada del camino, Goodman Brown
se sentó en el tocón de un árbol y se negó a seguir adelante.
—Amigo —dijo tercamente— , ya lo he decidido: no voy a dar un paso más en estas
andanzas. Qué importa que una vieja desgraciada prefiera irse al diablo cuando
yo pensaba que iba a ir al cielo. ¿Es esa una razón para que yo abandone a mi
querida Fe y la siga a ella?
—Con el tiempo vas a pensar mejor sobre todo esto —dijo serenamente el
conocido—. Quédate aquí sentado y descansa un rato. Y cuando tengas ganas de
moverte otra vez, aquí está mi bastón para ayudarte en el camino.
Sin más palabras le arrojó al compañero el palo de arce y se perdió de vista
velozmente, como si se hubiera esfumado en las tinieblas cada vez mas densas. El
joven permaneció sentado un rato a la vera del camino, felicitándose
fervorosamente y pensando en la limpia conciencia con que le haría frente al
pastor en su paseo matinal y en que no tendría que rehuir la mirada del buen
diácono Gookin. ¡Y qué sueño apacible sería el suyo aquella misma noche, que
antes iba a emplear malignamente, pero tan pura y dulcemente ahora en los brazos
de Fe! Estando absorto en tan placenteras y encomiables meditaciones, Goodman
Brown escuchó trancos de caballos por el camino y consideró prudente esconderse
en la orilla del bosque, sabedor del culpable propósito que lo había traído
hasta ese lugar, aunque ya lo había abandonado felizmente.
Hasta él llegaron el ruido de los cascos y el de las graves y cascadas voces de
dos jinetes que charlaban despreocupadamente mientras se iban acercando. Estos
sonidos varios parecieron pasar a unos cuantos pasos del escondite del joven.
Pero, sin duda debido a la espesura de la oscuridad en aquel paraje singular, no
se vieron los viajeros ni sus bestias. Si bien rozaron con el cuerpo las bajas
frondas que bordeaban el camino, no pudo verse que interceptaran ni por un
instante el tenue resplandor que provenía de la franja de cielo contra la cual
habían debido recortarse. Goodman Brown se acurrucó y se empinó por turnos,
apartando las ramas y asomando la cabeza hasta donde se atrevió, sin discernir
una sombra siquiera. Esto lo inquietó aún más, porque podría haber jurado que,
si tal cosa fuera posible, había reconocido las voces del pastor y el diácono
Gookin, quienes cabalgaban a trote corto, en calma, como solían hacer cuando
iban rumbo a una ordenación o un concilio de iglesias. Mientras estaban todavía
al alcance del oído, uno de los jinetes se detuvo a sacar una fusta.
—De las dos, su reverencia —dijo la voz parecida a la del diácono—, preferiría
perderme la cena de ordenación y no la reunión de esta noche. Dicen que algunos
miembros de nuestra comunidad van a venir de Falmouth y más lejos, y otros de
Connecticut y Rhode Island, aparte de varios indios hechiceros que, a su manera,
saben tanto de artes diabólicas como los mejores de los nuestros. Además, hay
una joven de buenas aptitudes que vamos a admitir en comunión .
—¡Excelente, diácono Gookin! —respondió el timbre solemne y cascado del pastor—.
Piquemos las espuelas o llegaremos tarde. No puede hacerse nada, ya lo sabes,
hasta que yo no esté sobre el terreno.
Se escuchó otra vez el ruido de los cascos. Y las voces que tan extrañamente
conversaban en el aire vacío siguieron bosque adentro, en donde nunca se había
congregado iglesia alguna o había rezado ningún cristiano solitario. ¿Adónde
entonces podían dirigirse estos hombres de Dios, en las entrañas de la selva
pagana?
A punto de irse al suelo, desfalleciente y agobiado por un infinito malestar del
corazón, el joven Goodman Brown tuvo que agarrarse a un árbol para sostenerse.
Alzó la vista al firmamento, dudando si en realidad había un cielo sobre su
cabeza. Sin embargo, allá estaba la bóveda azul; y los luceros titilando en
ella.
—Con el cielo arriba y con Fe en la tierra seguiré firme contra el demonio!
—gritó Goodman Brown.
En tanto que miraba fijamente la profunda bóveda celeste con las manos
levantadas para orar, una nube, a pesar de que el viento no soplaba, cubrió el
cenit rápidamente y ocultó las estrellas que lo iluminaban. Todavía se veía el
cielo azul, excepto en la zona que quedaba directamente arriba, por donde la
masa nubosa surcaba veloz con dirección al norte. Desde los aires, como viniendo
de las profundidades de la nube, descendía un sonido de voces equívoco y
confuso. Por un instante él creyó distinguir los acentos de gentes de su pueblo,
hombres y mujeres, unos píos y otros profanos, con muchos de los cuales se había
encontrado en la mesa de la santa cena mientras a otros los había visto de farra
en la taberna. Tan indistintos eran los sonidos, que al momento dudó haber oído
otra cosa que el murmullo del viejo bosque, susurrando sin viento. Pero otra vez
cobraron fuerza aquellos tonos familiares que escuchaba a diario bajo el sol de
la aldea de Salem, mas nunca hasta el presente procedentes de una nube de
sombras. Había una voz, la de una joven, que profería lamentos, aunque lo hacía
con una pena incierta, y que imploraba alguna merced que acaso le afligiría
obtener; mientras la turba invisible, justos y pecadores, parecía alentarla a
que siguiera adelante.
—¡Fe! —exclamó Goodman Brown, con un grito de agonía y desesperación; y los ecos
del bosque lo imitaron, gritando "¡Fe, Fe!" como si un coro de infelices
anduviera perplejo buscándola por todos los rincones de la espesura.
El alarido de terror, furia y congoja hendía la noche mientras el desdichado
esposo contenía el aliento esperando respuesta. Se escuchó un grito, de
inmediato ahogado por un recrudecer del vocerío, que se fue apagando en medio de
remotas carcajadas a medida que la nube se perdía en lontananza, dejando el
cielo claro y silencioso sobre Goodman Brown. Pero algo liviano cayó
revoloteando por el aire y se enganchó en la rama de un árbol. El joven lo tomó
y se encontró con una cinta rosa.
—¡Mi Fe se ha ido! —gimió, tras un momento de estupefacción—. No existe el bien
sobre la tierra. Y el pecado es sólo un nombre. Ven pues, demonio; ya que este
mundo a ti te ha sido adjudicado.
Y enloquecido de desesperación, de tal manera que estuvo riendo en voz alta un
largo rato, Goodman Brown agarró el bastón y partió otra vez, con tal velocidad
que parecía volar sobre el camino más bien que andar o que correr. La senda se
fue haciendo cada vez más agreste y más tétrica y su trazo cada vez más borroso,
hasta que desapareció del todo, abandonándolo en las entrañas de la selva
oscura. Pero él siguió adelante, propulsado vertiginosamente por el instinto que
guía a los hombres hacia el mal. El bosque todo estaba poblado de sonidos
horrísonos: crujidos de los árboles, aullidos de fieras, ululares de indios;
mientras que a ratos el viento tañía como la campana de una iglesia lejana y a
ratos envolvía al viajero en un rugido penetrante, como si la naturaleza en
pleno se burlara de él. Pero él mismo era el horror principal de esta escena y
no se amilanaba con los demás horrores.
—¡Ja, ja ja! —estallaba estrepitosamente Goodman Brown cuando el viento se reía
de él—. Vamos a ver quién ríe más fuerte. No creas que vas a asustarme con tus
artes satánicas. ¡Vengan brujas, vengan magos, vengan indios hechiceros, venga
hasta el diablo mismo, que aquí viene Goodman Brown! ¡No hay razón para que no
le teman tanto cómo él les teme a ustedes!
Ciertamente, en todo el bosque encantado no podía haber nada más aterrador que
el espectáculo de Goodman Brown. Volaba entre los negros pinos blandiendo el
bastón con ademanes de locura, ya dando rienda suelta a una andanada de
blasfemias horribles, ya profiriendo risotadas que hacían que todos los ecos de
la selva rompieran a reír como demonios a su alrededor. El Maligno en persona es
menos espantoso que cuando rabia en el pecho de un hombre. Y así el endemoniado
siguió su veloz curso, hasta que, temblorosa a través del follaje, divisó al
frente una luz roja, como cuando los troncos y las ramazones de los árboles
talados de un desmonte son pasto de las llamas y arrojan contra el cielo un
fulgor espectral a la hora de la medianoche. Se detuvo, aprovechando que
amainaba la tormenta que lo había impelido, y escuchó elevarse el canto de lo
que parecía ser un himno, cuyas cadencias majestuosas venían desde lejos con el
peso de numerosas voces. El conocía la música; el coro del templo de la aldea la
entonaba con frecuencia. Los ecos de la letra se iban extinguiendo con cierta
pesadez y fueron prolongados por otro coro, no de voces humanas, sino de todos
los sonidos de la naturaleza anochecida, que tronaron a un tiempo en atroz
armonía. Goodman Brown lanzó un grito que se perdió para su propio oído, pues lo
hizo al unísono con este grito de la selva.
Enseguida, durante la pausa de silencio, se adelantó furtivamente hasta que el
resplandor pego de lleno en sus ojos. En un extremo del claro, enmarcado por la
negra muralla del bosque, se levantaba una roca que tenía cierto parecido tosco
y natural con un altar o un púlpito. Estaba rodeada por cuatro pinos llameantes,
los copos encendidos, los troncos intactos, como los cirios de un oficio
nocturno. La fronda que cubría la cima de la roca ardía toda, hiriendo la noche
con altas llamaradas y alumbrando caprichosamente el descampado entero. Cada
gajo colgante, cada festón de hojas estaba envuelto en llamas. Al ritmo que
crecía o se atenuaba la refulgencia roja, una nutrida congregación se iluminaba,
desaparecía entre las sombras y resurgía, por así decirlo, de las tinieblas,
poblando en el acto el corazón del bosque solitario.
—Solemne compañía ataviada de negro —se dijo Goodman Brown.
Esto era cierto. Allí, fluctuando ya más cerca, ya más lejos, entre el
resplandor y la penumbra, aparecían rostros que al día siguiente se verían en el
Consejo Provincial y otros que, domingo tras domingo, desde los más sagrados
púlpitos de la comarca dirigían con devoción la vista al cielo y con benignidad
a los bancos atestados de fieles. Hay quienes aseguran que la señora del
Gobernador estuvo allí. Al menos vinieron altas damas muy cercanas a ella; y las
mujeres de maridos ilustres; y viudas, en gran cantidad; y vetustas solteronas,
todas de intachable reputación; y bellas jovencitas que temblaban por miedo a
que sus madres alcanzaran a verlas. O bien los súbitos relámpagos que cintilaban
sobre el campo oscuro deslumbraron a Goodman Brown, o él reconoció a una
veintena de miembros de la Iglesia de la aldea de Salem famosos por su
extraordinaria santidad. El viejo y bueno del diácono Gookin había llegado y
aguardaba al lado de ese santo venerable, su pastor respetado. Pero en
asociación irreverente con estas personas graves, honestas y devotas, estos
patriarcas de la Iglesia, estas castas damas y estas vírgenes puras, había
hombres de vida disoluta y mujeres de honra mancillada, desdichados entregados a
todo vicio ruin e inmundo, e incluso sospechosos de crímenes horrendos. Era
extraño ver cómo los buenos no esquivaban a los malos, cómo los pecadores no
sentían vergüenza de los santos. Dispersos entre sus enemigos carapálidas
estaban también los sacerdotes indios o chamanes, que tantas veces habían
sembrado el pánico en su bosque nativo con conjuros más terribles que cualquiera
de los conocidos por la brujería de Inglaterra.
—¿Pero dónde está Fe? —pensaba Goodman Brown, estremeciéndose a medida que el
corazón se le llenaba de esperanza.
Se elevó otro verso del himno, una melodía lenta y pesarosa, de esas que aman
los beatos, pero acoplada a palabras que expresaban todo lo que nuestra
naturaleza puede concebir sobre el pecado y que insinuaban turbiamente mucho
más. Insondable para los simples mortales es el saber de los espíritus del mal.
Se cantaba un verso tras otro y el coro de la selva seguía elevándose en las
pausas como la nota más profunda de un poderoso órgano. Y con la última cadencia
de aquel himno horripilante se elevó un estridor, como si el viento que rugía,
las aguas que corrían a chorros, las fieras que aullaban y todas las voces del
desconcierto de la selva se mezclaran y armonizaran con la voz del hombre
culpable en homenaje al Príncipe de todos. Los cuatro pinos encendidos
despidieron una llama más alta y alumbraron vagos rostros y figuras monstruosas
remontadas en las espirales de humo que se cernían sobre la sacrílega asamblea.
En el mismo momento el fuego de la roca se avivó con rojos estallidos y formó un
arco incandescente sobre su superficie, en donde ahora aparecía una silueta.
Dicho sea con la debida reverencia, ésta tenía un parecido no muy leve, tanto en
las vestiduras como en el porte, con la de algún importante clérigo de las
iglesias de Nueva Inglaterra.
—¡Traed a los conversos! —gritó un vozarrón que retumbó en el claro y cuyos ecos
se perdieron en el bosque.
Al escuchar la orden, Goodman Brown abandonó las sombras y se acercó a la
congregación, hacia la cual sentía una repugnante fraternidad, por concordancia
de todo lo que en su corazón era perverso. Casi podría haber jurado que la
aparición de su difunto padre le hacía señas para que avanzara, mirándolo desde
una vedija de humo, mientras que una mujer con desvaído gesto de desesperación
extendía la mano para prevenirlo. ¿Era su madre? Pero él no tuvo fuerzas para
retroceder un solo paso, ni para resistirse, aun de pensamiento, cuando el
pastor y el buen diácono Gookin lo tomaron de los brazos y lo condujeron a la
roca incendiada. Allí llegó también la esbelta figura de una mujer cubierta con
un velo, arrastrada entre la tía Cloyse, aquella pía maestra de catecismo, y
Martha Carrier, a quien el diablo le había prometido el trono del infierno,
bruja desvergonzada como era. Los prosélitos fueron ubicados bajo la cúpula de
fuego.
—Bienvenidos, hijos míos —dijo la aparición misteriosa—, a la comunión de
vuestra raza. Habéis descubierto, así tan jóvenes, vuestra naturaleza y vuestro
destino. Hijos míos, mirad tras de vosotros.
Se volvieron y contemplaron a los adoradores del demonio, que con un fogonazo,
por así decirlo, aparecieron retratados contra una cortina de candela.
En cada rostro fulguraba una siniestra sonrisa de saludo.
—Allí —prosiguió la figura renegrida— están todos los que habéis venerado desde
niños. Los consideráis más santos que vosotros y aborrecéis vuestro pecado,
poniéndolo en contraste con sus vidas de rectitud y de devotas aspiraciones
celestiales. Sin embargo, aquí están todos en mi asamblea de adoradores. Esta
noche os será permitido conocer sus actos secretos: cómo han susurrado los
ancianos de la Iglesia, tras sus barbas blanquecinas, palabras de lujuria a las
doncellas de sus casas; cómo, ávida de luto, más de una mujer le ha dado a su
marido un bebedizo a la hora de acostarse y ha dejado que duerma el postrer
sueño en su regazo; cómo se han dado prisa algunos jóvenes imberbes para heredar
las fortunas de sus padres; y cómo las lindas damiselas—no os ruborecéis, dulces
muchachas—han cavado pequeñas tumbas en el jardín y me han convidado, como único
invitado, al funeral de una criatura. Por la simpatía que hacia el pecado
sienten vuestros corazones humanos, rastrearéis todos los lugares, bien sea la
iglesia, la alcoba, la calle, el campo o el bosque, en donde el crimen ha sido
perpetrado; y os regocijaréis al ver que el mundo entero es una mácula de culpa,
una descomunal mancha de sangre. Mucho más que esto: os será dado columbrar en
cada pecho el profundo misterio del pecado, la fuente de todas las artes
malignas, la cual genera de modo inagotable tal cantidad de malvados impulsos,
que ni el poder humano ni mi suma potencia serían capaces de convertirlos en
acciones. Y ahora, hijos míos, miraos uno a otro.
Así lo hicieron. Y bajo el resplandor de las antorchas infernales el desgraciado
joven descubrió a su Fe, y ella a su marido, estremecidos ante aquel altar
profano.
—¡Mirad! Ahí estáis, hijos míos —dijo la aparición con tonos hondos y solemnes,
casi tristes en su desconsolada atrocidad, como si su antigua naturaleza
angélica todavía pudiera llorar por nuestra raza abyecta—. Confiando en vuestros
respectivos corazones, todavía esperabais que la virtud no fuera sólo un sueño.
Ahora habéis salido del engaño. El mal es la naturaleza de la humanidad. El mal
ha de ser vuestra única dicha. Otra vez bienvenidos, hijos míos, a la comunión
de vuestra raza.
—¡Bienvenidos! —Corearon los adoradores del Maligno, con un grito de
desesperación y de victoria.
Y allí seguían ellos, los dos únicos, según parecía, que todavía vacilaban al
borde de la perversidad en este mundo tenebroso. Labrada en la roca había una
pila natural. ¿Contenía agua, enrojecida por la luz espectral? ¿O sangre? ¿O
acaso fuego líquido? Allí introdujo la mano la aparición del mal, preparándose
para imponerles en la frente la señal del bautismo de modo que pudieran
compartir el misterio del pecado y fueran más conscientes de la culpa secreta de
los otros, tanto de obra como de pensamiento más de lo que por su propia cuenta
podían ser ahora. El marido dirigió una mirada a la pálida esposa; y Fe lo miró
a él. Otra mirada, y se verían como corruptos infelices, temblando tanto por lo
que revelaban como por lo que descubrían.
—¡Fe, Fe! —gritó el esposo—. ¡Mira hacia el cielo y repudia al maligno!
No supo si Fe obedeció. Acabando de hablar se encontró en medio de la noche
tranquila y de la soledad, escuchando el bramido del viento que se iba
extinguiendo por el bosque. Tambaleándose, tropezó con la roca, que estaba fría
y húmeda. Una ramita que colgaba y que había estado ardiendo le salpicó la
mejilla con el rocío más helado.
Al otro día el joven Goodman Brown entró despacio por la calle de la aldea de
Salem, mirando con asombro en derredor como un hombre perplejo. El anciano
pastor, que daba un paseo por el cementerio haciendo apetito para el desayuno y
preparando el sermón, le concedió una bendición cuando lo vio pasar. Goodman
Brown huyó del venerable santo como evitando un anatema. El viejo diácono Gookin
se encontraba enfrascado en el culto doméstico y las sagradas palabras de sus
rezos se escuchaban salir por la ventana.
—¿A qué deidad rezará el brujo? —se preguntó Goodman Brown.
La tía Cloyse, esa eximia cristiana de antaño, disfrutaba del sol tempranero
ante la verja de su casa, catequizando a una niñita que le había traído una
pinta de leche ordeñada esa mañana. Goodman Brown arrebató a la niña de su sitio
como si la librara de las garras del Maligno. Al doblar la esquina del templo
divisó la cabeza de Fe, con las cintas rosadas, que atisbaba de lejos con
ansiedad y que prorrumpió en tal alegría de verlo, que salió disparada por la
calle y casi besa a su marido frente a toda la aldea. Pero Goodman Brown la miró
a la cara con severidad y con tristeza y pasó de largo, sin siquiera un saludo.
¿Se había quedado dormido Goodman Brown en el bosque y tan sólo tuvo un sueño
turbulento sobre un aquelarre?
Que así sea, si usted quiere. Pero ¡ay! fue un sueño de mal augurio para el
joven Goodman Brown. En efecto, a partir de esa noche del sueño pavoroso se
convirtió en un hombre inflexible, triste, meditabundo y desconfiado, si no
desesperado. En el día domingo, cuando la congregación entonaba un salmo
sagrado, no podía escuchar porque un ensordecedor himno de pecado se agolpaba en
sus oídos y sofocaba por completo los acordes benditos. Cuando el pastor
predicaba desde el púlpito con vigor y febril elocuencia y, con la mano en la
Biblia abierta, hablaba de las verdades sagradas de nuestra religión, de vidas
santas y de muertes triunfantes, de la dicha futura o la infelicidad
inexpresable, entonces Goodman Brown se ponía lívido, temeroso de que el techo
se fuera a desplomar sobre el viejo blasfemo y sus oyentes. Con frecuencia,
despertando de pronto a medianoche, se apartaba del regazo de Fe. Y de mañana o
al atardecer cuando la familia se arrodillaba en oración, fruncía el ceño y
murmuraba para sí, miraba con severidad a su mujer y volvía la cabeza. Y cuando
hubo vivido largos años y su blanco cadáver fue llevado a la tumba, seguido por
Fe, una mujer envejecida, y por hijos y nietos, un cortejo nutrido sin contar
los vecinos, que no eran pocos, no esculpieron en su lápida ningún versículo de
esperanza, ya que la hora de su muerte fue sombría.

 El
entierro de Roger Malvin
Uno de los pocos sucesos de las guerras contra los indios susceptibles de
recibir la luz de luna de lo novelesco, fue la expedición emprendida en defensa
de las fronteras en el año de 1725, que terminó con la célebre "batalla de
Lovell". La imaginación, si tiene el juicio de dejar en la sombra ciertos
incidentes, encuentra mucho que admirar en el heroísmo de la pequeña tropa que
combatió en proporción de dos a uno en las entrañas del territorio enemigo. La
evidente valentía desplegada por ambos bandos se ajustó a la concepción
civilizada del coraje; y los propios anales de la caballería podrían sin
bochorno registrar las hazañas de uno o dos individuos. La batalla, fatal para
quienes lucharon, no tuvo consecuencias tan infortunadas para el país; pues
dispersó las fuerzas de una tribu y condujo a la paz que reinó en los años
siguientes. La historia y la tradición son extraordinariamente detalladas en sus
recuentos de este suceso; y el capitán de una avanzada de colonizadores adquirió
tanta fama militar como los victoriosos caudillos de legiones. Pese al empleo de
nombres ficticios, algunos hechos contenidos en las páginas siguientes serán
reconocidos por quienes han oído, de labios de los viejos, acerca de la suerte
de los pocos combatientes que quedaron en condiciones de replegarse tras la
"batalla de Lovell".
Los primeros rayos del sol bañaban con su luz alegre las copas de los árboles,
bajo los cuales se habían dejado caer aquella víspera un par de hombres heridos
y agotados. Su lecho de hojas secas de roble se esparcía sobre el pequeño
espacio llano al pie de una roca, situada cerca de la cima de uno de los suaves
promontorios que moldean los contornos de esa parte del país. La mole de
granito, que levantaba su lisa superficie unos seis u ocho metros sobre sus
cabezas, no dejaba de asemejarse a una enorme lápida, sobre la cual las vetas
parecían componer una inscripción en caracteres olvidados. En un trecho de
varios acres a la redonda, los robles y otros árboles de madera dura tomaban el
lugar de los pinos que poblaban aquella zona. Cerca de nuestros caminantes se
erguía un robusto roblecillo.
La grave herida del hombre mayor probablemente lo había privado de sueño, ya que
se enderezó penosamente hasta quedar sentado tan pronto dio el primer rayo de
sol en la copa del árbol más alto. Las hondas líneas de su rostro y sus cabellos
entrecanos denotaban que había pasado de la edad madura; pero su musculatura,
salvo por los efectos de la herida, habría sido tan capaz de soportar fatigas
como en el vigor temprano de la vida. La debilidad y el agotamiento marcaban
ahora sus rasgos; y la mirada desesperanzada que dirigió a las profundidades del
bosque probaba su convencimiento de que se aproximaba el fin de su peregrinaje.
A continuación volvió los ojos hacia el compañero recostado a su lado. El joven
—pues escasamente era un hombre crecido—reposaba con la cabeza sobre el brazo,
inmerso en un sueño agitado que a cada momento parecía estar a punto de romperse
debido a las punzadas de sus heridas. Con la mano derecha agarraba un mosquete
y, a juzgar por la violenta expresión de su semblante, en su sopor volvía a
presenciar el conflicto del cual era uno de los pocos sobrevivientes. Un
grito—potente y penetrante en el delirio de su sueño—se abrió camino como un
murmullo imperfecto entre sus labios y, sobresaltándose hasta de oír el delgado
sonido de su propia voz, despertó súbitamente. El primer acto de revivir
recuerdos fue preguntar lleno de ansiedad por el estado del compañero herido.
Este último sacudió la cabeza.
—Reuben, mi chico—dijo—, la roca a cuya sombra nos sentamos será la lápida de un
viejo cazador. Todavía nos faltan leguas y leguas de monte desolado; y de nada
me serviría que el humo de mi propia chimenea estuviera al otro lado de aquel
cerro. La bala india era más mortífera de lo que yo creía.
—Está cansado por estas tres jornadas—replicó el joven—, y otro poco de descanso
lo recuperará. Quédese aquí sentado mientras busco en el bosque las hierbas y
raíces que tienen que servirnos de sustento. Cuando hayamos comido se apoyará en
mí y enderezaremos nuestras caras rumbo a casa. No dudo que con mi ayuda podrá
aguantar hasta algún fuerte fronterizo.
—No me quedan dos días de vida, Reuben—dijo con calma el otro—, y no pienso
agobiarte más con mi inútil cuerpo, cuando a duras penas puedes con el tuyo. Tus
heridas son hondas y vas con rapidez perdiendo fuerzas. Sin embargo, si te
apresuras solo, puedes salvarte. Para mí no hay esperanza. Voy a aguardar la
muerte aquí.
—Si ha de ser así, me quedo entonces a cuidarlo —dijo Reuben, resuelto.
—No, hijo mío, no—objetó su compañero—. Deja que el deseo de un moribundo tenga
influencia en ti. Dame una vez la mano y ándate. ¿Piensas que aliviará mis
últimos momentos la idea de que te abandono a una muerte más lenta? Te he amado
como un padre, Reuben; y en una ocasión como ésta debo tener algo de la
autoridad de un padre. Te ordeno que te vayas, para poder morir en paz.
—¿Y porque ha sido un padre para mí debo entonces dejarlo que perezca y quede
sin enterrar en la espesura?—exclamó el joven—. No. Si es verdad que se acerca
su fin, voy a cuidar de usted y voy a recibir sus últimas palabras. Cavaré cerca
de esta roca una tumba en la que, si la debilidad me rinde, yaceremos los dos;
o, si el cielo me da fuerzas, me abriré camino a casa.
—En las ciudades y dondequiera que residen los hombres —respondió el otro—,
entierran a los muertos; los esconden de la vista de los vivos. Pero aquí, donde
quizás no va a oírse un paso en cien años, ¿por qué no descansar a cielo
abierto, cubierto sólo por las hojas de roble cuando el viento de otoño las
esparza? En cuanto a un monumento, aquí está esta roca gris, en la que labraré
con mano moribunda el nombre de Roger Malvin; y el caminante en días futuros
sabrá que duerme aquí un cazador y un guerrero. No tardes, pues, por este
despropósito; y apresúrate, si no por tu bien, por el de la que se sentirá
desconsolada.
Malvin pronunció estas últimas palabras con voz quebrada y su efecto sobre el
compañero fue más que evidente. Le recordaban que había otros deberes menos
cuestionables que compartir la suerte de un hombre a quien de nada beneficiaría
con su muerte. Tampoco puede aseverarse que ningún sentimiento egoísta pugnó por
penetrar al corazón de Reuben, aunque la conciencia lo hacía resistirse con
mayor ahínco a los ruegos de su compañero.
—¡Qué horrible es esperar el lento paso de la muerte en estas soledades!
exclamó—. El bravo no se acobarda en la batalla; y, cuando hay amigos alrededor
del lecho, incluso una mujer puede morir sin perder el aplomo; pero aquí...
—No voy a amilanarme, ni aun aquí, Reuben Bourne—lo interrumpió Malvin—. No soy
un hombre de débil corazón y, si lo fuera, existe un soporte más seguro que el
de los amigos terrenales. Eres joven y amas la vida. Vas a necesitar más
consuelo que yo en tu lance postrero. Y cuando me hayas depositado en la tierra
y estés solo, y la noche descienda sobre el bosque, vas a sentir toda la
amargura de mi muerte, que ahora puedes esquivar. Pero no quiero incitar un
motivo egoísta en tu naturaleza generosa. Déjame por mi bien, de modo que, tras
rezar una oración por tu seguridad, me quede tiempo para rendir cuentas sin que
me perturben las penas de este mundo.
—Y su hija, ¿cómo me atreveré a mirarla a los ojos?—inquirió Reuben—. Va a
preguntarme por la suerte de su padre, cuya vida juré defender con la mía. ¿Debo
decirle que marché con él tres días desde el campo de batalla y que lo abandoné
para que pereciera en la espesura? ¿No sería mejor recostarme y morir a su lado
que regresar a salvo y contarle esto a Dorcas?
—Dile a mi hija —dijo Roger Malvin— que aunque tú mismo estabas gravemente
herido, y débil, y agotado, por varias leguas dirigiste mis pasos vacilantes y
que me abandonaste sólo a instancias de mis sinceras súplicas, porque yo no
quería que tu sangre me manchara el alma. Dile que fuiste leal en el dolor y en
el peligro y que si tu flujo vital hubiera podido salvarme, se habría derramado
hasta la última gota. Y dile que serás algo más preciado que un padre, que mi
bendición cae sobre ambos y que mis ojos moribundos columbran un camino largo y
placentero que habrán de recorrer en compañía.
Mientras hablaba, Malvin casi se levantó; y el vigor de sus palabras finales
pareció colmar el bosque agreste y desolado con una visión de felicidad. Pero
cuando se desplomó, exhausto, en el lecho de hojarasca, se extinguió la luz que
se había encendido en los ojos de Reuben. Este sentía que era pecaminoso y era
necio pensar en la felicidad en aquellos momentos. Su compañero observaba cómo
cambiaba de expresión y trató, con generosa maña, de inducirlo a su propio bien.
—Tal vez me equivoco respecto al tiempo que tengo por vivir—continuó—. Puede ser
que, con pronta ayuda, me recupere de mi herida. Los fugitivos delanteros ya
deben de haber llevado noticias del combate fatal a las fronteras y van a enviar
partidas de socorro para quienes estamos en estas condiciones. Si te encuentras
con una de éstas y los traes aquí, ¿quién quita que pueda sentarme otra vez
frente a la chimenea?
Una sonrisa lastimera cruzó el rostro del moribundo al insinuar aquella
esperanza infundada; la cual, empero, no dejó de producir efecto en Reuben. Ni
el mero egoísmo ni la afligida situación de Dorcas lo habrían impelido a
abandonar al compañero en esa coyuntura; pero sus deseos se apresuraron a
adoptar la idea de que podía salvarse la vida de Malvin y su temperamento
optimista elevó casi hasta ser certeza la remota posibilidad de conseguir ayuda
humana.
—Ciertamente hay razones, poderosas razones, para esperar que haya amigos no muy
lejos—dijo a media voz—. A las primeras escaramuzas salió huyendo un cobarde,
ileso y de seguro a muy buen paso. Todo hombre recto en las fronteras se
terciaría el mosquete al oír la noticia; y, aunque ningún grupo va a adentrarse
tanto en los bosques, tal vez me los encuentre a un día de camino.
—Aconséjeme con sinceridad—dijo, dirigiéndose a Malvin, dudoso de sus propios
motivos—. ¿Si se encontrara en mi lugar, me abandonaría mientras hubiera vida?
—Hace ya veinte años—replicó Roger Malvin suspirando, pues era consciente de la
gran diferencia entre ambos casos—, hace veinte años que escapé junto con un
amigo del cautiverio de los indios cerca de Montreal. Caminamos muchos días por
el bosque hasta que al fin, rendido por el hambre y el cansancio, mi amigo se
echó al suelo y me rogó que lo dejara, pues sabía que si yo me quedaba ambos
pereceríamos. Y, con pocas esperanzas de obtener socorro, hice una almohada de
hojas secas bajo su cabeza y partí apretando el paso.
—¿Y volvió a tiempo para salvarlo?—preguntó Reuben, pendiente de las palabras de
Malvin como si fueran a profetizarle éxito.
—Sí —respondió el otro—. Llegué al campamento de unos cazadores antes del
anochecer de ese mismo día. Los conduje al lugar donde mi camarada esperaba la
muerte; y ahora vive sano y vigoroso en su granja, en tierras colonizadas,
mientras yo estoy herido aquí en las profundidades del territorio inexplorado.
Este ejemplo, de mucho peso sobre la decisión de Reuben, venía robustecido, sin
que él lo supiera, por la fuerza oculta de muchos otros motivos. Roger Malvin se
daba cuenta de que estaba a punto de obtener la victoria.
—Ahora vete, hijo mío, y que el cielo te ayude —dijo—. No te regreses con tus
compañeros cuando te los encuentres, sino que manda aquí a tres o cuatro que
estén disponibles para buscarme; y créeme, Reuben, mi corazón estará más alegre
con cada paso que des con dirección a casa.
Pero se dio, tal vez, un cambio en su expresión y en su voz mientras decía esto;
puesto que, después de todo, era un sino espantoso quedarse agonizando en la
espesura.
Reuben Bourne, apenas medio convencido de estar obrando correctamente, se
levantó por fin y se dispuso a partir. Pero antes, contra la voluntad de Malvin,
recogió una provisión de hierbas y raíces, lo único que habían comido en los dos
últimos días.
Colocó estas inútiles raciones al alcance del moribundo, para quien igualmente
apiló un lecho de hojas secas de roble. Luego, subiendo a la cima de la roca,
que por un lado era áspera y escabrosa, arqueó el roblecillo y amarró su pañuelo
de la rama más alta. Tal precaución no era innecesaria para guiar a quien
viniera en busca de Malvin, pues ningún flanco de la roca, excepto el amplio y
liso frente, se podía ver desde cierta distancia debido a la tupida broza del
bosque. El pañuelo había servido para vendar una herida en el brazo de Reuben.
Cuando lo ató al árbol juró por la sangre que lo manchaba que iba a regresar,
bien a salvar la vida de su compañero, bien a depositar su cadáver en la tumba.
Bajó después y esperó cabizbajo las palabras de despedida de Malvin.
La veteranía de este último le dictó prolijos consejos acerca del viaje del
joven por el bosque no hollado. Hablaba sobre el tema con calmosa seriedad, como
si enviara a Reuben al combate o de caza mientras él se quedaba en la seguridad
del hogar, y no como si el rostro humano que pronto iba a desampararlo fuera el
último que jamás contemplara. Pero antes de terminar flaqueó su entereza.
—Lleva mi bendición a Dorcas y dile que mi última oración será por ella y por
ti. Pídele que no guarde aversión porque me dejaste, pues la vida no te habría
pesado si con su sacrificio me hubieras hecho un bien. Se casará contigo después
de haber llorado un rato por su padre. ¡Que el cielo les conceda largos años
felices y que los hijos de sus hijos estén al pie de su lecho mortuorio! Y,
Reuben—añadió, mientras por fin se abría paso el desaliento de la mortalidad—,
regresa, cuando hayan sanado tus heridas y otra vez tengas bríos, regresa a esta
roca agreste, entierra mis huesos en una sepultura y reza una oración por ellos.
Los colonos de aquellas fronteras guardaban un respeto casi supersticioso por
los ritos de entierro, proveniente tal vez de las costumbres de los indios, que
guerreaban con los muertos igual que con los vivos. Y hay muchos casos de
sacrificio de la vida en un intento por sepultar a quienes habían sido
derribados por la "espada de la selva". Reuben, por tanto, reconocía la enorme
importancia de la promesa que con toda solemnidad hizo de regresar y efectuar
las exequias de Roger Malvin. Era patente que este último, al expresarse de todo
corazón en el adiós, ya ni siquiera trataba de convencer al joven de que la
ayuda más rápida serviría para preservar su vida. Reuben sabía en su fuero
interno que nunca más vería la cara viva de Malvin. Su generosidad lo habría
constreñido a demorarse, hasta pasar la escena de la muerte; pero las ganas de
vivir y la esperanza de la dicha le habían animado el corazón y era incapaz de
resistirlas.
—Es suficiente—dijo Roger Malvin tras escuchar la promesa de Reuben—. Andate, y
que Dios te dé alas.
Sin decir nada el joven le apretó la mano, dio media vuelta y se alejó. Empero,
cuando con paso lento y vacilante había recorrido un corto trecho, lo hizo
volver la voz de Malvin.
—Reuben, Reuben—llamaba débilmente.
Reuben se arrodilló junto al agonizante.
—Levántame y recuéstame en la roca—fue su último ruego—. Así mi cara queda
mirando a casa y podré verte por un momento más mientras te pierdes entre los
árboles.
Habiendo hecho la deseada modificación en la postura de su compañero, Reuben
reemprendió el solitario peregrinaje. Al principio caminó más rápido de lo que
era compatible con sus fuerzas, pues una especie de sentimiento de culpa, que en
ocasiones atormenta a los hombres en sus acciones más justificadas, lo impelía a
ocultarse de los ojos de Malvin. Pero después de haber pisado un largo rato la
crujiente hojarasca regresó a hurtadillas, movido por una curiosidad
desenfrenada y lancinante y, escondido tras la raíz terrosa de un árbol
descuajado, acechó atentamente al hombre abandonado. No se nublaba el sol de la
mañana y árboles y arbustos inhalaban el dulce aire del mes de mayo. Sin
embargo, la faz de la naturaleza parecía ensombrecida, como si se compadeciera
de la agonía mortal y del dolor. Roger Malvin levantaba las manos en fervorosa
oración, algunas de cuyas frases se deslizaban por la quietud del bosque y
penetraban en el corazón de Reuben, atormentándolo con ramalazos indecibles.
Pedían, con acentos quebrantados, por la felicidad de éste y la de Dorcas. Al
oír esto el joven, la conciencia, ó algo parecido, lo urgía fuertemente a
regresar y otra vez reclinarse al pie de la roca. Sentía cuán duro era el
destino de aquel ser bueno y generoso que había abandonado en la adversidad. La
muerte llegaría como un cadáver que se acercara lentamente, reptando por el
bosque y asomando de árbol en árbol, cada vez más cerca, sus espantosos y
congelados rasgos. Pero igual suerte habría corrido Reuben de haberse demorado
otro crepúsculo. ¿Quién puede reprocharle que rehuyera tan inútil sacrificio?
Mientras lanzaba una mirada de despedida, un soplo de brisa agitó el pequeño
pendón que colgaba del roblecillo y le hizo recordar a Reuben su promesa.
Varias circunstancias se aunaron para retardar al caminante herido en su regreso
a la frontera. Al segundo día las nubes, encapotando el cielo, le hicieron
imposible ajustar el rumbo según la posición del sol. Sólo sabía que cada
impulso de sus ya casi extintas fuerzas lo alejaba aún más del hogar que
buscaba. Las bayas y otros frutos silvestres le suministraban el escaso
sustento. Es cierto, a veces pasaban saltando frente a él manadas de venados y
las perdices al oír sus pisadas batían las alas y volaban, pero había agotado
sus municiones en la batalla y no tenía con qué derribarlos. Las heridas,
inflamadas por el constante esfuerzo del que dependían sus esperanzas de
sobrevivir, corroían su fibra y a ratos le confundían la razón. Pero, incluso en
los extravíos de la mente, el joven corazón de Reuben se aferraba a la
existencia; y sólo cuando por fin fue incapaz de dar un paso más, se desplomó
bajo un árbol, obligado a esperar allí la muerte.
En esta situación fue descubierto por una partida que a las primeras nuevas del
combate fue despachada a socorrer a los sobrevivientes. Lo condujeron a la
colonia más cercana, que resultó ser su lugar de residencia.
Dorcas, con la sencillez característica de antaño, veló al pie del lecho del
pretendiente herido y administró ese bálsamo que es don exclusivo de la mano y
del corazón de la mujer. Por varios días la memoria de Reuben vagó soñolienta
entre los peligros y fatigas que había atravesado y no pudo dar respuestas
claras a las preguntas con que muchos estuvieron prontos a importunarlo. No
habían circulado detalles de primera mano sobre la batalla, ni tampoco sabían
las madres, las esposas y los hijos si los seres queridos estaban retenidos en
cautiverio o bajo la más firme cadena de la muerte. Dorcas abrigó sus temores en
silencio, hasta una tarde en que Reuben despertó de un sueño agitado y pareció
reconocerla más conscientemente que en ningún momento previo. Percibió ella que
su mente se había aclarado y no pudo seguir reprimiendo la ansiedad filial.
—¿Y mi padre, Reuben?—comenzó a decir; pero un cambio en la expresión de su
enamorado la detuvo.
El joven se crispó como por un dolor agudo y la sangre fluyó violentamente a sus
mejillas macilentas. Su primer impulso fue cubrirse la cara; pero, al parecer
con un esfuerzo extremo, se enderezó a medias y habló con vehemencia,
defendiéndose de una acusación imaginaria.
—Tu padre fue herido de gravedad en el combate, Dorcas; y me pidió que no
cargara con él, únicamente que lo llevara a la orilla del lago para poder calmar
la sed y allí morir. Pero yo no quería abandonarlo en ese trance y, aunque yo
también sangraba, le dí apoyo. Le presté la mitad de mis fuerzas y partí con él.
Caminamos juntos tres días y tu padre aguantó más de lo que yo esperaba; pero,
cuando desperté al amanecer del cuarto día, lo encontré débil y agotado. No
podía seguir. Su vida se escapaba rápidamente
—¡Murió!—gimió Dorcas desmayadamente.
A Reuben le pareció imposible admitir que su egoísta amor a la vida lo había
hecho alzar el vuelo antes de que se consumara el destino del padre. No habló
más. Se limitó a agachar la cabeza y, entre la vergüenza y el agotamiento, se
recostó de nuevo y hundió la cara en la almohada. Dorcas lloró al ver
confirmados sus temores; pero, habiéndolo previsto tanto tiempo, el golpe no fue
tan violento.
—¿Cavaste en la espesura una tumba para mi pobre padre, Reuben?—fue la pregunta
con que manifestó su devoción filial.
—Mis manos estaban débiles, pero hice lo que pude—contestó el joven con acento
apagado—. Sobre su cabeza se levanta una noble lápida. ¡Quisiera el cielo que mi
sueño fuera tan profundo como el suyo!
Dorcas, notando el extravío de las últimas palabras, por el momento no hizo más
preguntas; pero su corazón encontró alivio pensando que a Roger Malvin no le
faltaron los ritos funerales que fue posible conferirle. La historia del coraje
y la lealtad de Reuben no perdió nada cuando ella la repitió a sus amigos; y el
infeliz muchacho, cuando salía tambaleándose a tomar el aire, recibía de todas
las bocas la miserable y humillante tortura del elogio inmerecido. Todos
convenían en que se había ganado el derecho de pedir la mano de la doncella a
cuyo padre le había sido "fiel hasta la muerte"; y, como mi relato no es de
amor, baste decir que en unos pocos meses Reuben se convirtió en el esposo de
Dorcas Malvin. Durante la boda la novia se cubría de rubores, pero el rostro del
novio estaba pálido.
En el pecho de Reuben Bourne había ahora un reato inconfesable, algo que había
de ocultar con suma cautela a la mujer que más quería y en quien más confiaba.
Deploraba honda y amargamente la cobardía moral que había refrenado sus palabras
cuando estuvo a punto de revelarle la verdad a Dorcas. Pero el orgullo, el temor
de perder su cariño, el miedo del desprecio general, le prohibían enmendar su
falsedad. No creía merecer censura alguna por haber abandonado a Roger Malvin.
Su presencia, el vano sacrificio de su vida, sólo habría añadido otra agonía
innecesaria a la hora final del moribundo; pero el encubrimiento le había
impartido a un acto justificable muchos de los efectos de la culpa. Así, Reuben,
mientras que la razón le decía que había obrado bien, padecía en alto grado los
horrores mentales que castigan al autor de un crimen secreto. Ciertas
asociaciones de ideas a veces lo llevaban a imaginarse casi que era un asesino.
También, durante años, lo rondó un pensamiento que, aunque se daba cuenta de
cuán insensato y extravagante era, no estaba en su poder desterrar de su mente.
Era la obsesiva y atormentadora fantasía de que su suegro todavía esperaba, al
pie de la roca, sobre las hojas secas, vivo, la ayuda prometida. Estos
espejismos, sin embargo, se iban como venían y él nunca los tomaba por
realidades; pero en los estados de ánimo más tranquilos y lúcidos era consciente
de tener una promesa por cumplir y de que un cadáver insepulto lo llamaba desde
la espesura. No obstante, las consecuencias de su engaño eran tales que le
impedían obedecer aquel llamado. Ahora era demasiado tarde, no podía pedir la
ayuda de los amigos de Roger Malvin para efectuar la postergada inhumación; y
los temores supersticiosos, de los que nadie era más susceptible que las gentes
de los poblados fronterizos, le impedían ir solo. Tampoco sabía cómo buscar en
el ilimitado bosque virgen la piedra lisa y con una inscripción en cuya base
reposaba el cadáver: los recuerdos de cada etapa de su trayectoria eran confusos
y del último tramo no quedó en su mente impresión alguna. Había, sin embargo, un
impulso continuo, una voz que sólo él oía, que le ordenaba ir a cumplir con su
promesa; y tenía la impresión de que, en caso de decidirse a abrir trocha, sería
conducido derecho hasta los huesos de Malvin. Pero año tras año, sin oírlo pero
sí sintiéndolo, pasaba sin atender el llamamiento. Su obsesión secreta llegó a
ser como una cadena que le agarrotaba el alma y como una serpiente que le roía
el corazón. Se convirtió en un hombre triste, desalentado e irritable.
Pasados unos años tras su boda, comenzaron a hacerse visibles ciertos cambios en
la prosperidad material de Reuben y Dorcas. Las únicas riquezas del primero
habían sido su recio corazón y su potente brazo; pero ella, única heredera de su
padre, hizo a su marido amo de una granja, cultivada por más tiempo, más grande
y más bien surtida que la mayoría de las de la frontera. Reuben Bourne, sin
embargo, era un negligente labrador. Y mientras las tierras de los otros colonos
cada año eran más productivas, las suyas se deterioraban al mismo ritmo. Los
obstáculos para la agricultura habían disminuido grandemente con el cese de las
hostilidades de los indios, durante las cuales los hombres sostenían el arado en
una mano y el mosquete en la otra, y corrían con suerte si el salvaje enemigo no
arruinaba, en el campo o en el granero, los frutos de su labor riesgosa. Pero
Reuben no se benefició de la cambiada situación del país. Tampoco puede negarse
que las ocasiones en que atendió con diligencia sus asuntos fueron recompensadas
con muy poco éxito. La irritabilidad que últimamente lo había distinguido fue
otra causa de la mengua de su prosperidad, pues daba pie a frecuentes disputas
en el inevitable roce con los colonos vecinos. El resultado fueron incontables
litigios, ya que las gentes de Nueva Inglaterra, en las primeras etapas y en las
circunstancias más incivilizadas del país, recurrían, cuando podían, a las vías
legales para dirimir sus pleitos. En resumen, el mundo no la iba bien con Reuben
Bourne; y, aunque no fue sino muchos años después del matrimonio, por fin llegó
a arruinarse. Contaba sólo con un último recurso contra el mal sino que lo
perseguía. Desnudaría al sol algún rincón profundo de los bosques y buscaría la
subsistencia en el regazo virgen de la tierra.
Reuben y Dorcas tenían un hijo único de quince años cumplidos, bello en la
juventud y promesa de una espléndida hombría. Estaba especialmente dotado, y ya
empezaba a sobresalir en ellas, para las bravías faenas de la vida de frontera.
Su pie era ligero, su puntería certera, alerta su sentido, alegre y noble el
corazón; y todos los que esperaban un regreso de las guerras de los indios
hablaban de Cyrus Bourne como un futuro caudillo del país. Su padre lo quería
con un fervor profundo y silencioso, como si todo lo que fuera bueno y dichoso
en su persona hubiese sido traspasado al hijo, llevándose consigo su cariño.
Incluso Dorcas, amorosa y amada, le era asaz menos querida; ya que los
pensamientos secretos de Reuben y sus emociones retraídas lo habían ido
convirtiendo en un hombre egoísta. Ya no podía amar intensamente, excepto cuando
percibía o imaginaba un reflejo o parecido de su propia mente. Reconocía en
Cyrus lo que él había sido en otros tiempos; y de vez en cuando parecía
compartir el espíritu del muchacho y reanimarse con una vida lozana y festiva.
Reuben partió en compañía de su hijo en una expedición que tenía el propósito de
escoger una extensión de tierra y de talar y quemar la broza, condición
necesaria para el trasteo le los enseres domésticos. En estas estuvieron dos
meses de otoño, tras los cuales Reuben Bourne y el joven cazador regresaron para
pasar el último invierno en el asentamiento.
Corrían los primeros días del mes de mayo cuando la reducida familia partió en
dos los lazos afectivos que los ligaban a las cosas y se despidió de los pocos
que en el infortunio decían llamarse sus amigos. La tristeza del adiós tuvo para
cada uno de los peregrinos mitigaciones particulares. Reuben, taciturno y huraño
por la infelicidad, arrancó a paso largo, con su habitual ceño fruncido,
cabizbajo, lamentando muy poco y sin dignarse a reconocerlo. Dorcas, aunque
lloró profusamente el rompimiento de los vínculos con que su espíritu sencillo y
afectuoso se aferraba de todo, sentía que los habitantes de las entrañas de su
corazón se mudaban con ella y que lo demás se repondría donde quiera que fuese.
Y el muchacho, tras derramar una lágrima, pensaba en los azarosos placeres del
bosque inexplorado.
¿Quién, en el fervor de la ilusión, no ha deseado ser un nómada en un mundo
silvestre y soleado, con un ser tierno y puro que se apoye liviano en su brazo?
Para la marcha libre y jubilosa de la juventud no habría más barreras que el
agitado océano y las montañas coronadas de nieve. La más serena madurez
escogería una morada donde la naturaleza hubiera derramado sus riquezas por
partida doble en el valle de un arroyo transparente. Y cuando la vejez, tras
largos años de vida sana, se arrimara furtiva y allí lo sorprendiera,
encontraría al padre de una raza, al patriarca de un pueblo, al fundador de una
nación en ciernes. Al sobrevenir la muerte, como el dulce sueño que nos embarga
tras un día de dicha, sus lejanos descendientes llorarían ante el polvo
venerable. Revestido de misteriosos atributos por la tradición, los hombres de
las generaciones venideras lo mirarían como a un dios y la remota posteridad
vería su figura, vagamente gloriosa, erguida en las lejanías del valle de cien
siglos.
El enmarañado y lóbrego bosque que atravesaban los personajes de mi relato era
harto distinto de la tierra de fantasía del soñador. Pero en el modo de vivir de
éstos había algo que la naturaleza reclamaba como suyo y los atenazantes
cuidados que habían traído del mundo eran los únicos estorbos de su felicidad.
El alentado y brioso caballo que cargaba todos sus haberes no se plantaba bajo
el peso añadido de Dorcas, aunque la recia crianza la sostenía a ella, en el
último tramo de cada jornada, al lado del marido. Reuben y el hijo, mosquetes al
hombro y hachas a las espaldas, marchaban a paso vigoroso, cada uno a la mira de
la caza que les proporcionaba alimento. Al dictado del hambre hacían un alto y
preparaban la comida a la orilla de alguna corriente cristalina que, cuando se
arrodillaban a beber con labios sedientos, murmuraba con dulce renuencia como
una doncella ante el primer beso de amor. Dormían bajo una enramada y
despertaban al despuntar el alba, repuestos para las faenas de otro día. Dorcas
y el muchacho avanzaban llenos de alborozo; y hasta el ánimo de Reuben reflejaba
a ratos alegría exterior, aunque adentro había una helada pesadumbre que él
comparaba con los ventisqueros en las hoyas y vegas de los riachuelos mientras
la fronda arriba era de un verde claro.
Cyrus Bourne era tan buen baquiano de los bosques como para saber que su padre
no se ceñía a la ruta que habían seguido en la expedición del otoño anterior.
Ahora caminaban más hacia el norte, alejándose directamente de los poblados y
penetrando en una región cuyos únicos dueños seguían siendo las bestias salvajes
y los hombres salvajes. El muchacho a veces insinuaba sus opiniones al respecto
y Reuben escuchaba con atención, llegando a cambiar de rumbo en una o dos
ocasiones, según el consejo del hijo. Pero después de hacerlo parecía incómodo.
Lanzaba vistazos rápidos y erráticos, como al acecho de enemigos ocultos tras
los árboles; y, al no descubrir nada, miraba atrás como con miedo de que alguien
lo siguiera. Cyrus, dándose cuenta de que el padre poco a poco retomaba la
antigua dirección, dejó de intervenir; y, aunque algo empezó a pesarle en el
pecho, su temple aventurero le impedía lamentar que el camino se hiciera más
largo y misterioso.
Hicieron alto en la tarde del quinto día y organizaron el sencillo campamento
casi una hora antes de la puesta del sol. En las últimas leguas el territorio se
había ido diversificando con suaves ondulaciones que parecían las enormes olas
de un mar petrificado; y en una de las correspondientes hondonadas, en un lugar
agreste y romántico, la familia levantó el cobertizo y encendió la hoguera. Algo
nos hace estremecer —y sin embargo nos caldea el corazón—cuando pensamos en los
tres, unidos por los fuertes lazos del amor y separados de todos los que vivían
por fuera de este vínculo. Los negros pinos los miraban desde
arriba y cuando el viento soplaba entre sus copas se escuchaba por el bosque un
sonido compasivo. ¿O gemían esos añosos árboles por miedo a que por fin hubieran
venido los hombres a hundir el hacha en su corteza? Mientras Dorcas alistaba la
cena, Reuben y el hijo se proponían dar una vuelta en busca de la caza que no
habían podido conseguir durante la jornada. El chico, luego de prometer que no
se alejaría del campamento, partió con paso tan ligero y elástico como el del
venado que pensaba derribar; en tanto que su padre, sintiendo una dicha pasajera
al seguirlo con la vista, se dispuso a tomar el rumbo opuesto. Dorcas, mientras
tanto, se había acomodado cerca de la fogata de chamizas, sobre el musgoso y
carcomido tronco de un árbol desarraigado años atrás. Su ocupación, interrumpida
por un vistazo ocasional a la olla que empezaba a hervir en las llamas, era la
lectura del Almanaque de Massachusetts de ese año, el cual, con la excepción de
una vieja Biblia en letra gótica, componía el acervo literario de la familia.
Nadie presta más atención a las divisiones arbitrarias del tiempo que quienes
están apartados de la sociedad; y Dorcas comentó, como si el dato tuviera
importancia, que ese día era doce de mayo. Su marido dio un bote.
—¡El doce de mayo! y bien que debería recordarlo —murmuró, mientras numerosos
pensamientos le confundían momentáneamente el cerebro—. ¿Dónde estoy? ¿Adónde me
dirijo? ¿En dónde lo dejé?
Dorcas, demasiado acostumbrada a los accesos caprichosos del marido como para
notar alguna rareza en su conducta, puso a un lado el almanaque y le habló con
el tono compungido que los de tierno corazón asignan a las penas que hace tiempo
se enfriaron y murieron.
—Fue por estas fechas, hace dieciocho años, que mi padre dejó este mundo por uno
mejor. Contó con un brazo amable que le sostuviera la cabeza y una voz bondadosa
que lo animara, Reuben, en la hora final. Y el pensamiento del fiel cuidado que
le prestaste me ha consolado en muchas ocasiones desde entonces. ¡Oh, morir
sería horrible para un hombre solo en un lugar salvaje como este!
—Pídele al cielo, Dorcas—dijo Reuben con voz entrecortada—, pídele al cielo que
ninguno de nosotros muera solo y quede sin enterrar en este bosque lúgubre.
Y se alejó de prisa, dejándola que vigilara el fuego bajo los tristes pinos.
Reuben Bourne aflojaba el paso a medida que se hacía menos aguda la punzada que
sin intención le habían causado las palabras de Dorcas. Sin embargo, lo
abrumaban numerosas y extrañas reflexiones; y, caminando más como sonámbulo que
como cazador, no puede atribuirse a sus designios el hecho de que su tortuosa
orientación lo hubiera mantenido en las cercanías del campamento. De modo
imperceptible sus pasos fueron trazando un círculo; tampoco se dio cuenta de que
estaba en los límites de un terreno muy poblado de vegetación, pero no de pinos.
En lugar de estos últimos había robles y otras maderas duras; y rodeaban sus
raíces tupidos matorrales que dejaban, empero, claros entre los árboles,
cubiertos por una gruesa capa de inojarasca. Cuando se oía el susurro de las
ramas o el crujir de los troncos, como si el bosque despertara de un sueño,
Reuben alzaba por instinto el mosquete que descansaba en su brazo y echaba una
mirada rápida y aguda a cada lado; pero, convencido en su atención parcial de
que allí no había animal alguno, volvía a sumirse en sus cavilaciones. Meditaba
en la extraña influencia que lo había desviado del curso prefijado hasta este
recóndito paraje. Incapaz de penetrar en el rincón secreto del alma donde yacían
escondidos sus motivos, creía que una voz sobrenatural lo había llamado y que
una fuerza sobrenatural le había impedido retroceder. Confiaba en que el
propósito del cielo fuera darle la oportunidad de expiar su pecado; tenía la
esperanza de encontrar los huesos insepultos hacía tanto tiempo y de que, tras
cubrirlos de tierra, la paz bañaría con su luz el sepulcro de su corazón. Fue
despertado de estos pensamientos por un chasquido en la maleza, a cierta
distancia del sitio por donde vagaba. Percibiendo que algo se movía tras las
espesas frondas, disparó con el instinto de un montero y con la puntería de un
tirador. Un gemido apagado, prueba de que había dado en el blanco, y mediante el
cual hasta los animales expresan la agonía de la muerte, pasó inadvertido para
Reuben Bourne. ¿Qué recuerdos lo asaltaban ahora?
El matorral hacia donde Reuben había disparado quedaba cerca de la cima de un
promontorio y se enmarañaba al pie de una roca que, por la forma y lisura de uno
de sus flancos, no dejaba de asemejarse a una enorme lápida. Su imagen persistía
en la memoria de Reuben como reproducida en un espejo. Incluso reconoció las
vetas que parecían componer una inscripción en caracteres olvidados. Todo seguía
igual, con la excepción de que un espeso monte bajo envolvía la parte inferior
de la roca y habría ocultado a Roger Malvin de haber estado aún recostado en
ella. Pero a continuación Reuben echó de ver otro cambio efectuado por el tiempo
desde que estuvo allí escondido en ese mismo sitio, tras la raíz terrosa del
árbol descuajado. El roblecillo en el que había atado el símbolo ensangrentado
de su promesa había crecido bastante, convirtiéndose en un árbol ciertamente
distante del pleno desarrollo, pero con una nada exigua extensión del umbroso
ramaje. Exhibía una peculiaridad que hizo temblar a Reuben. Las ramas del medio
para abajo eran de una vitalidad exuberante y el follaje excesivo orlaba el
tronco casi hasta el suelo; pero una plaga al parecer había atacado la parte
superior del roble y la rama más alta aparecía marchita, privada de savia y por
completo muerta. Reuben recordó cómo ondeaba la pequeña bandera en esa última
rama, verde y lozana dieciocho años atrás. ¿De quién era la culpa que la había
maldecido?
Dorcas, tras la partida de los dos cazadores, continuó preparando la comida de
esa noche. La rústica mesa era el tronco invadido de musgo de un gran árbol
derribado. En la parte más ancha había extendido un mantel de blancura
inmaculada y había dispuesto lo que quedaba de los relucientes cubiertos de
peltre que habían sido su orgullo en el asentamiento. Extraña vista la de aquel
limitado rincón de solaz hogareño en la desierta entraña de la naturaleza. El
sol se demoraba todavía en las ramas más altas de los árboles que crecían en las
lomas; pero las sombras de la noche se hacían más oscuras en la hondonada donde
habían instalado el campamento y la lumbre se ponía más roja mientras
reverberaba en los altos troncos de los pinos y oscilaba en los negros
matorrales que bordeaban el paraje. El corazón de Dorcas no se sentía triste,
puesto que presentía que era mejor viajar por la espesura con dos seres queridos
que ser una mujer desamparada en medio de un gentío indiferente. Mientras se
ocupaba en componer asientos de madera carcomida cubriéndolos con hojas para
Reuben y el hijo, su voz danzaba por el sombrío bosque al compás de una tonada
que había aprendido en la juventud. La tosca melodía, creación de un bardo que
no alcanzó la fama, se refería a una noche de invierno en una cabaña en la
frontera, en la que, protegida de incursiones salvajes por la nieve apilada, la
familia se reunía llena de contento junto al fuego. La canción poseía el anónimo
encanto del pensamiento que no se tomó en préstamo, pero en particular había
tres o cuatro versos repetidos que fulguraban aparte de los otros como las
llamas del hogar cuyos placeres celebraban. En ellos, con la magia de unas pocas
y sencillas palabras, el poeta había infundido la mismísima esencia del amor
doméstico y la dicha hogareña. Eran al mismo tiempo poesía y retrato. Mientras
Dorcas cantaba, las paredes del hogar abandonando volvían a rodearla; ya no veía
más los tristes pinos ni escuchaba el viento que, al iniciarse cada verso,
soplaba gravemente entre las ramas y que se extinguía con un sordo quejido por
el peso de aquella tonada. La espabiló el estallido de un arma en las cercanías;
y el sonido repentino, o bien su soledad junto a la hoguera, la hizo temblar
violentamente. Al momento siguiente echó a reír con el orgullo de un corazón
materno.
—¡Mi hermoso cazador! ¡Mi niño ha matado un venado! —exclamó, recordando que
Cyrus había salido en la dirección de donde procedió el disparo.
Esperó un rato prudente a que se oyeran los ligeros pasos de su hijo, saltando
por la crujiente hojarasca para contarle de su éxito. Pero él no aparecía, de
modo que envió en su busca un alegre llamado entre los árboles.
—¡Cyrus, Cyrus!
Todavía demoraba en llegar, así que, puesto que la detonación parecía haber
venido de muy cerca, decidió ir a buscarlo en persona. Además, podría necesitar
su ayuda para traer la carne de venado que, en su ilusión, había conseguido.
Partió pues, dirigiendo los pasos por el sonido recordado y cantando al andar
para que el muchacho se percatara de su aproximación y corriera a su encuentro.
Detrás de cada árbol y en cada escondrijo entre los matorrales esperaba toparse
el rostro de su hijo, riendo con la malicia juguetona que nace del cariño. El
sol ahora se había puesto tras el horizonte y la luz mortecina que se filtraba
entre las hojas bastaba para conjurar múltiples espejismos en su acuciosa
fantasía. Varias veces le pareció ver su cara borrosa atisbando entre el
follaje; y en una ocasión le pareció que él le hacía señas al pie de un peñasco.
Pero al fijar la mirada en aquella figura descubrió que no era más que el tronco
de un roble orlado hasta el suelo de ramitas, una de las cuales sobresalía entre
las otras y era mecida por la brisa. Bordeando la base de la roca se encontró de
pronto al lado de su esposo, que había llegado por otro lado. Apoyado en la
culata del mosquete, cuya boca apuntaba contra las hojas secas, parecía absorto
en la contemplación de un objeto a sus pies.
—¿Qué es esto, Reuben? ¿Mataste un venado y te dormiste sobre él? exclamó
Dorcas, riendo con alegría tras dar una ojeada superficial a su postura y su
semblante.
El no se movió ni volvió sus ojos hacia ella; y un temor escalofriante, vago en
su origen y en su objeto, comenzó a helarle la sangre en las venas. Entonces se
dio cuenta de que la cara de su esposo mostraba una palidez cadavérica y de que
sus rasgos estaban tiesos, como si no pudieran asumir una expresión distinta del
terrible desespero que había cuajado en ellos. No daba la menor muestra de haber
notado su llegada.
—¡Por amor al cielo, Reuben, háblame!—gritó Dorcas; y el extraño sonido de su
propia voz le asustó más que el silencio total.
Su marido reaccionó, la miró a la cara, la condujo al frente de la roca y señaló
con el dedo.
¡Ay, allí yacía el muchacho, dormido, pero no soñando, sobre las hojas secas del
bosque! La mejilla descansando en el brazo; los rizos echados hacia atrás,
despejada la frente; los miembros levemente relajados. ¿Lo había rendido un
súbito cansancio? ¿Lo iría a despertar la voz de la madre? Pero ella sabía que
se trataba de la muerte.
—Esta piedra anchurosa es la lápida de tu sangre cercana, Dorcas—dijo su
esposo—. Verterás tus lágrimas al mismo tiempo por tu padre y tu hijo.
Ella no lo escuchó. Profiriendo un alarido desgarrado que parecía venir de las
profundidades de su alma doliente, perdió el sentido y se desplomó al lado de su
muchacho muerto. En ese instante la rama marchita del roble se desprendió en el
aire quieto y cayó hecha pedazos en la roca, en las hojas, en Reuben, en la
mujer y el hijo, en los huesos de Roger Malvin. Y fue así que se abrió el
corazón de Reuben y brotaron las lágrimas como agua de una piedra. El desdichado
adulto vino a pagar la promesa hecha por el joven herido. Reparó su pecado... se
había levantado la maldición que pesaba sobre él. En la misma hora en que
derramó sangre más preciada que la propia, una oración, la primera en años,
subió al cielo salida de los labios de Reuben Bourne.

 Ethan
Brand
(Capítulo de una novela malograda)
Bartram el calero, un hombre rudo, corpulento y tiznado de carbón, vigilaba el
horno a la caída de la noche y su pequeño hijo jugaba a hacer casas con trozos
sueltos de mármol, cuando escucharon falda abajo una risa estentórea, no
jubilosa sino lenta e inclusive solemne, como si el viento sacudiera las ramas
del bosque.
—¿Qué es eso, padre?—preguntó el niño, dejando el fuego para buscar refugio en
las rodillas de su progenitor.
—Oh, algún borracho, me figuro—respondió el calero—. Algún achispado que no se
atrevió a reírse bien duro dentro de la taberna por miedo de ir a volar el
techo. De modo que ahí está, feliz desternillándose al pie del Graylock.
—Pero, padre—insistió el niño, más sensible que el obtuso y no tan joven
bromista—, él no se ríe como alguien contento. Ese ruido me asusta.
—¡No seas tonto, niño!—gritó con aspereza el padre—. Nunca serás un hombre, ya
lo creo. Has salido a tu madre en muchas cosas; he visto cómo te hace dar un
bote el roce de una hoja. ¡Escucha! Ahí viene el borrachín. Ya vas a ver que no
hace daño.
Bartram y el niño hablaban frente al mismo horno que fuera el escenario de la
solitaria y meditativa vida de Ethan Brand antes de que partiera en busca del
pecado imperdonable. Como hemos visto, habían pasado muchos años desde la
ominosa noche cuando por vez primera concibió la idea. Sin embargo, el horno
seguía incólume en la ladera y en nada había cambiado desde que éste arrojara
sus negros pensamientos en las candentes ascuas del crisol, fundiéndolos, por
así decirlo, en la sola noción que se adueñó de su existencia. Se trataba de una
estructura burda, redonda y semejante a una pesada torre de unos siete metros de
altura, edificada con pedruscos y rodeada por un terraplén en casi toda su
circunferencia, de modo que los bloques y pedazos de mármol se pudieran traer a
carretadas para ser arrojados desde arriba. En la base había una abertura,
similar a la boca de una estufa pero lo suficientemente alta como para que
entrara un hombre agachado y dotada de una puerta de hierro macizo que parecía
dar ingreso al interior del cerro. Con el humo y los chorros de fuego que
escapaban por sus grietas y hendiduras, se asemejaba más que nada a la entrada
secreta de las regiones infernales que los pastores de las Montañas Deleitosas
(1) solían enseñar al peregrino.
En aquella comarca hay muchas de estas caleras, levantadas con el fin de
calcinar el mármol blanco que compone gran parte del material de las montañas.
Algunas, construidas hace años y hace tiempo abandonadas, plagadas de malezas
que crecen en el ruedo vacío del interior y de hierbas y flores silvestres que
hunden las raíces en las grietas de las piedras, parecen ya reliquias de la
antigüedad; y aún así podrá cubrirlas el liquen de siglos por venir. Otras, cuyo
fuego el calero todavía alimenta día y noche, proporcionan lugares de interés al
visitante de estos cerros, quien se sienta en un leño o en un trozo de mármol a
charlar con aquel personaje apartado. Esta es una ocupación solitaria y, cuando
el individuo es propenso a pensar, puede mover a intensas reflexiones; como se
comprobó en el caso de Ethan Brand, quien meditara con tan raro propósito, en
días ya pasados, mientras ardía el fuego en este mismo horno.
El hombre que a la sazón cuidaba el fuego era de otra índole y no se apuraba con
ningún pensamiento, salvo con los poquísimos indispensables en su oficio. A
intervalos frecuentes abría de golpe la pesada y sonora puerta de hierro y,
apartando la cara del resplandor intolerable, arrojaba adentro enormes leños de
roble o removía con una pértiga los inmensos tizones. En el interior del horno
se veían las llamas encrespadas y tumultuosas y el mármol en cocción, casi
fundido por la violencia del calor; mientras afuera el reflejo del fuego
reverberaba en la oscura maraña del bosque y presentaba en primer plano, ante
una clara y rojiza miniatura de la cabaña y el manantial junto a la puerta, la
figura atlética y tiznada del calero y la del niño medio aminalado que se
encogía bajo la protección de la sombra paterna. Cuando otra vez se cerraba la
puerta de hierro, entonces resurgía la blanda luz de la media luna, que en vano
porfiaba por delinear los perfiles borrosos de las montañas circundantes. Alto
en el cielo se veía una fugaz congregación de nubes, aún teñida levemente del
rosado crepúsculo, aunque aquí abajo cerca del valle la luz del sol se había
disipado hacía ratos.
El niño se arrimó más al padre cuando se oyeron pasos subiendo la cuesta. Una
figura humana apartó el tupido matorral bajo los árboles.
—¡Eh, quién vive!—llamó el calero, irritado con la timidez del hijo pero en
parte contagiado de ella—. ¡Salga y déjese ver como un hombre, si no desea que
le tire a la cabeza este trozo de mármol!
—Me ofrece usted una ruda bienvenida—dijo una voz lóbrega a medida que el
desconocido se acercaba—. Sin embargo, no pido ni deseo una más amable, aun
junto a mi propio fuego.
Para verlo con más claridad Bartram abrió la puerta de la calera. Brotó al
instante una violenta ráfaga de luz que dio de lleno contra el rostro y la
figura del forastero. Para un observador descuidado no habría nada notable en su
aspecto, que era el de un hombre alto y delgado en un terno marrón, burdo y de
hechura rústica, con el bastón y los gruesos zapatos de los caminantes. Al
avanzar no apartaba los ojos, que eran muy brillantes, del fulgor del horno,
como si viera o esperara ver allí dentro algún objeto digno de atención.
—Buenas noches, forastero —dijo Bartram—. ¿De dónde viene, ya tan tarde?
—Regreso de mi búsqueda—respondió el caminante—; ya que, por fin, ha concluido.
—Borracho o loco —murmuró el calero para sí—. Voy a tener problemas con este
sujeto. Tanto mejor cuanto más rápido lo aleje.
El niño, todo tembloroso, le rogaba al padre entre susurros que cerrara la
puerta del horno para que no saliera tanta luz; porque en el rostro de ese
hombre había algo que lo asustaba pero que no podía dejar de mirar. En efecto,
hasta el lerdo entendimiento del calero empezó a sentirse impresionado por algo
indescriptible en aquel semblante enjuto, áspero y pensativo, el pelo encanecido
colgando desgreñado alrededor, y esos ojos hundidos muy adentro que destellaban
como hogueras a la entrada de una cueva misteriosa. Sin embargo, cuando Bartram
fue a cerrar la puerta el forastero se dirigió a él y le habló en un tono
tranquilo y natural que le hizo pensar que al fin y al cabo se trataba de una
persona cuerda y razonable.
—Veo que ya termina su tarea—dijo—. Este mármol lleva cociéndose tres días. En
pocas horas la piedra será cal.
—¿Cómo? ¿Quién es usted? —exclamó el calero—. Parece que conoce mi oficio tanto
como yo.
—Tengo por qué hacerlo—contestó el forastero—, pues yo me dedicaba a lo mismo
hace bastantes años; y aquí, además, en este mismo sitio. Pero usted es nuevo
por estos lados. ¿Alguna vez oyó hablar de Ethan Brand?
—¿El hombre que partió en busca del pecado imperdonable?—preguntó Bartram, con
una carcajada.
—El mismo—contestó el forastero—. Encontró ya lo que buscaba y por lo tanto ha
vuelto.
—¡Qué! ¿Entonces usted es Ethan Brand en persona? —exclamó el calero con
sorpresa . Como dice, soy nuevo aquí y cuentan que han pasado ya dieciocho años
desde que usted dejó las faldas del Graylock. Pero, se lo aseguro, allá en el
pueblo las buenas gentes todavía hablan de Ethan Brand y del curioso empeño que
lo alejó de la calera.
Bueno, ¿de modo que encontró el pecado imperdonable?
—Cómo no—dijo serenamente el forastero.
—Si no es mucha imprudencia—prosiguió Bartram—, ¿en dónde sería?
—Aquí—respondió Ethan Brand, poniéndose el dedo en el corazón.
Entonces, sin alegría en la expresión, más bien como si se sintiera conmovido
por un reconocimiento involuntario del infinito absurdo que fue buscar por todo
el mundo la cosa más cercana y escudriñar todos los corazones, salvo el suyo,
tras de lo que no estaba oculto en otro pecho, soltó una risotada desdeñosa. Era
la misma risa lenta y grave que casi había pasmado al calero cuando anunció el
arribo del caminante.
La desierta ladera se entristeció con ella. La risa, cuando está fuera de tiempo
o de lugar, bien puede ser la más terrible inflexión de la voz humana. La risa
de un durmiente, así sea la de un niño, la risa de un loco, la risa descompuesta
y estridente de un idiota de nacimiento, son sonidos que a veces nos ponen a
temblar y que siempre olvidaríamos de buen grado. Los poetas no han imaginado
para los demonios o los duendes una expresión más atrozmente propia que la risa.
Hasta al rudo calero se le crisparon los nervios al ver cómo este hombre se
examinaba el corazón y prorrumpía en una risa que se fue extinguiendo entre las
sombras y que repercutió confusamente en las colinas.
—Joe—le dijo a su pequeño hijo—, corre a la taberna del pueblo y cuéntales a los
juerguistas que Ethan Brand que encontró el pecado imperdonable.
El niño voló a llevar el recado, a lo que Ethan Brand no hizo objeción. Ni
siquiera pareció notarlo. Se sentó en un leño, mirando con fijeza la puerta del
horno. Cuando el niño se perdió de vista y dejaron de oírse sus veloces y
livianos pasos, que pisaron primero las hojas caídas y luego el sendero
pedregoso que bajaba la montaña, el calero empezó a lamentar su partida. Se dio
cuenta de que la presencia del niño servía de barrera entre el huésped y él y de
que ahora tendría que habérselas de corazón a corazón con un hombre que, según
su propia confesión, había cometido el único crimen hacia el cual el cielo no
puede mostrar clemencia alguna. Aquel crimen, en su vaga negrura, parecía
ensombrecerlo. Los propios pecados del calero resucitaron en su fuero interno y
alborotaron su memoria con un tropel de imágenes malignas emparentadas con el
pecado primordial, fuera este lo que fuera, cuya ambición y concepción estaban
al alcance de la corrupta naturaleza humana. Todos componían una misma familia;
iban y venían entre su pecho y el de Ethan Brand y llevaban siniestros saludos
de uno a otro.
Entonces Bartram recordó las anécdotas, tradicionales ya, respecto a este hombre
que se le había aparecido por sorpresa como una sombra de la noche y que ahora
se ponía cómodo en su antigua morada, después de una ausencia tan prolongada que
los muertos, muertos y enterrados hacía tiempo, habrían tenido más derecho que
él a estar en casa en cualquier paraje frecuentado en vida. Ethan Brand, decían,
había departido con el propio Satanás bajo el grotesco resplandor de ese horno.
Hasta aquí la leyenda había sido causa de regocijo, pero ahora parecía
espeluznante. Según la fábula, antes de partir en su cometido Ethan Brand
acostumbraba invocar noche tras noche a un demonio del ígneo crisol de la
calera, para tratar con él acerca del pecado imperdonable; empeñados el hombre y
el demonio en formular la idea de algún tipo de culpa que no pudiera ser expiada
o perdonada. Cuando el primer rayo de sol alumbraba la cumbre del monte, el
demonio se escurría por la puerta de hierro para esperar allí, en el vivísimo
elemento del fuego, mientras era llamado a tomar parte en la espantosa empresa
de extender la posible culpa del hombre más allá del alcance de la por lo demás
infinita clemencia celestial.
Mientras el calero luchaba contra el horror de estos pensamientos, Ethan Brand
se levantó del leño y abrió la puerta del horno. Tan concordante era esta acción
con la idea que Bartram tenía en mente, que éste casi esperó ver salir al
Maligno, al rojo vivo, del horno crepitante.
—¡Espere, espere! —gritó, emitiendo una risa entrecortada, pues sentía vergüenza
de sus miedos, aunque lo dominaban—. ¡Por favor, no haga salir su diablo ahora!
—¡Hombre! —le respondió severamente Ethan Brand—¿Qué necesidad tengo yo del
diablo? Lo dejé atrás, sobre mi pista. El se ocupa con los que pecan a medias,
como usted. No tema que abra la puerta. Obro impulsado por la vieja costumbre y
apenas voy a avivar el fuego, como el calero que una vez fui.
Atizó las enormes brasas, echó más leña y se inclinó para asomarse a la hueca
prisión de la candela, a pesar del feroz reverbero que le teñía de rojo el
rostro. El calero lo observaba y medio sospechaba que el raro huésped tenía el
propósito, si no de invocar a un demonio, al menos de lanzarse a las llamas en
persona y así esfumarse de la vista de la humanidad. Ethan Brand, sin embargo,
retrocedió con calma y cerró la puerta.
—He escrutado —dijo— más de un corazón humano que ardía de pasiones pecadoras
siete veces más recio que este crisol de fuego. Pero no encontré allí lo que
buscaba. No, al menos no el pecado imperdonable.
—¿Qué es el pecado imperdonable?—preguntó el calero, aunque alejándose aún más
de su interlocutor por miedo a que respondiera la pregunta.
—Es un pecado que creció en mi propio pecho —respondió Ethan Brand, irguiéndose
con el orgullo que distingue a los entusiastas de su laya—; un pecado que no
germinó en ningún otro sitio. El pecado de una inteligencia que triunfó sobre
los sentimientos de hermandad con los hombres y de respeto a Dios, y que lo
sacrificó todo en aras de sus poderosas exigencias. El único pecado que merece
la recompensa del tormento eterno. Si fuera a cometerlo otra vez, incurriría en
la culpa con plena libertad; y acepto el justo castigo sin vacilaciones.
—El hombre ha perdido la cabeza—murmuró entre dientes el calero—. Puede ser
pecador como todos nosotros, nada más probable. Pero, lo juro, es un loco
también.
Con todo, se sentía incómodo en esta situación, a solas con Ethan Brand en la
montaña agreste. Y se puso feliz de oír el ronco murmullo de las voces y las
pisadas de lo que parecía ser una partida bastante numerosa, cuyos integrantes
tropezaban con las piedras y hacían crujir la maleza a su paso. Pronto apareció
el regimiento de holgazanes que solía infestar la taberna del pueblo, incluyendo
tres o cuatro individuos que desde la partida de Ethan Brand habían pasado todos
los inviernos bebiendo ponche de ron junto a la chimenea del bar y todos los
veranos fumando pipa bajo el porche. Soltando carcajadas y mezclando las voces
en una cháchara informal, de pronto aparecieron a la luz de la luna y de los
delgados rayos de lumbre que iluminaban el espacio despejado frente al horno.
Bartram entreabrió la puerta, inundando el lugar de claridad, de modo que el
grupo tuviera una vista adecuada de Ethan Brand y él de ellos.
Allí, entre otros viejos conocidos, se hallaba un personaje, anteriormente
ubicuo y ahora casi extinto, con quien en otros tiempos de seguro nos habríamos
tropezado en el hotel de cada población floreciente del país: un empresario de
teatro. El presente ejemplar era un hombre marchito, como curado al humo, la
nariz roja en el rostro arrugado, vestido con una chaqueta parda de elegante
factura, cola corta y botones de cobre. Quién sabe cuánto hacía que la cantina
le servía de despacho y refugio; y todavía chupaba lo que parecía ser el cigarro
que encendiera veinte años atrás. Gozaba de gran fama por sus chistes secos,
aunque tal vez menos debido a su humor intrínseco que a cierto aroma de brandy y
de humo de tabaco que impregnaba todas sus ideas y expresiones, además de su
persona. Otro rostro, claro en el recuerdo aunque ahora cambiado en forma
extraña, era el del abogado Giles, como por cortesía seguía llamándolo la gente;
un pelagatos entrado en años, en mangas de camisa—por lo demás mugrosas—y
calzones de estopa. Este pobre sujeto había sido abogado en los que él llamaba
sus mejores años, un diestro picapleitos de mucha acogida entre los litigantes
del pueblo. Pero el ron, la ginebra, el brandy y los cócteles, que ingería a
todas horas, mañana, tarde y noche, lo habían hecho rodar del trabajo
intelectual a varias clases y grados de trabajo corporal, hasta que al fin, para
adoptar su propia expresión, resbaló en una cuba de jabón. En otras palabras,
Giles era ahora un jabonero en pequeña escala. Llegó a ser el mero recorte de un
ser humano, habiéndose cercenado parte de un pie con un hacha y arrancado una
mano entera por causa del agarrón endemoniado de una máquina de vapor. No
obstante, aunque la mano material se había ido, le quedó un miembro espiritual;
ya que, extendiendo el muñón, Giles no dejaba de afirmar que sentía un pulgar y
unos dedos fantasmas con una sensación tan viva como antes de que le fueran
amputados los reales. Sería un miserable lisiado, pero, a pesar de todo, uno que
el mundo no podía pisotear y no tenía derecho a despreciar, tanto en esta como
en cualquier etapa previa de sus desventuras, puesto que conservó el coraje y
los ánimos de un hombre, no pedía nada por caridad y con la única mano—la
izquierda por añadidura—libraba una batalla decidida contra la necesidad y las
adversidades.
Entre el gentío venía también otro personaje que, si bien se parecía en ciertos
puntos al abogado Giles, exhibía muchos más de diferencia. Se trataba del médico
del pueblo, un hombre de unos cincuenta años a quien ya presentamos haciendo una
visita profesional a Ethan Brand durante la supuesta locura de este último. Se
había convertido en un sujeto de rostro purpurino, grosero y brutal y, sin
embargo, medio caballeroso. En su hablar y en todos sus gestos y modales había
algo de arrebato, ruina y desesperación. El brandy poseía a este hombre como un
espíritu maligno y lo ponía tan arisco y salvaje como una fiera montaraz y tan
miserable como un ánima en pena; pero se suponía que estaba dotado de una
destreza tan maravillosa, de tales poderes naturales de curación, superiores a
los que podía impartir la ciencia médica, que la sociedad le echó mano y no
permitía que se hundiera fuera de su alcance. Así pues, balanceándose en el
caballo y gruñendo con acentos espesos al pie del lecho, recorría leguas a la
redonda visitando cada cuarto de enfermo en las poblaciones de aquellas
montañas. A veces, como por milagro, levantaba a un moribundo. Y con igual
frecuencia, no cabe duda, enviaba al paciente a una tumba cavada muchos años
antes de lo debido. El doctor mordía una pipa perpetua que, como decía alguien
aludiendo a su hábito de anclar soltando juramentos, mantenía prendida con
chispas del infierno.
Los tres prohombres se adelantaron y cada uno a su manera saludó a Ethan Brand,
brindándole con toda seriedad el contenido de una botella negra en la que,
aseguraban, encontraría algo mucho más digno de buscarse que el pecado
imperdonable. Ningún intelecto, elevado a un alto grado de entusiasmo por medio
de la meditación intensa y solitaria, puede soportar la clase de contacto con
modos vulgares y rastreros de pensar y sentir que se le presentaba a Ethan
Brand. Lo hacía dudar—y, cosa rara, era una duda dolorosa— si de veras había
encontrado el pecado imperdonable y si lo había encontrado en su interior. La
cuestión por la que había agotado su vida entera, y aún más que la vida, parecía
ser cosa de ilusión.
—Déjenme en paz—dijo con amargura—, bestias, que en eso se han convertido
consumiendo sus almas con licores ardientes. Ya acabé con ustedes. Hace años de
años que hurgué en sus corazones y no encontré allí nada para mi propósito.
Ahora lárguense.
—¡Cómo, pícaro descortés!—bufó iracundo el médico—¿Es ese el modo de
corresponder la gentileza de sus mejores amigos? Permita entonces que le diga la
verdad.
Usted no ha encontrado el pecado imperdonable más que aquel niño allí, Joe.
Usted no es más que un loco, se lo dictaminé hace veinte años ni mejor ni peor
que cualquier loco y digna compañía del viejo Humphrey, aquí presente.
Señaló con el dedo a un anciano zarrapastroso de pelo largo y blanco, rostro
macilento y mirada insegura. Hacía algunos años que vagaba por los montes,
preguntando por su hija a todos los viandantes que encontraba. La muchacha al
parecer se había fugado con una compañía circense. De cuando en cuando llegaban
al pueblo noticias de ella. Corrían bonitas historias sobre su rutilante
aparición a lomo de caballo por la pista o ejecutando fantásticas proezas en la
cuerda floja. El padre encanecido se acercó a Ethan Brand y lo escrutó con ojos
vacilantes.
—Dicen que usted ha recorrido el orbe entero —dijo, retorciéndose con ansiedad
las manos—. Tiene que haber visto a mi hija, porque ha logrado descollar en el
mundo y todos van a verla. ¿Le envió a su viejo padre algún mensaje o dijo
cuándo pensaba regresar?
Ethan Brand no pudo sostenerle la mirada. Aquella hija, de quien con tanta
avidez anhelaba un saludo, era la Esther de nuestra historia, la misma joven que
con intención tan fría y despiadada él había sometido a un experimento
sicológico y cuya alma había devastado, absorbido y acaso aniquilado en el
proceso.
Mientras ocurrían estas cosas, una animada escena tenía lugar en el área de la
luz alegre, cerca del manantial y frente a la puerta de la cabaña. Un buen
número de jóvenes del pueblo, muchachos y muchachas, habían subido la cuesta a
toda prisa, impulsados por la curiosidad de ver a Ethan Brand, el héroe de
tantas leyendas conocidas desde la infancia. Ahora bien, no habiendo encontrado
nada notable en su persona—tan sólo un caminante tostado por el sol, de traje
sencillo y zapatos polvorientos, que estaba sentado mirando al fuego como si
viera imágenes entre los carbones—los muchachos pronto se cansaron de
observarlo. Dio la casualidad de que había a mano otra diversión. Un viejo judío
alemán, que viajaba con un diorama a la espalda, pasaba rumbo al pueblo justo
cuando el grupo se desvió del camino; y, con miras a ajustar las ganancias del
día, el presentador los había seguido hasta la calera.
—¡Venga acá, viejo alemán!—llamó uno de los jóvenes—Muéstrenos sus vistas, si es
que puede jurar que valen la pena.
—Claro, capitán—contestó el judío, quien, fuera por cuestión de cortesía o de
marrulla, llamaba "capitán" a todo el mundo—. Voy a mostrarles, ya lo creo,
algunas vistas excelentes.
Así que, colocando la caja en posición correcta, invitó a los jóvenes a que
miraran por los orificios del aparato y procedió a exhibir, como modelos de las
bellas artes, una sucesión de los más chocantes garabatos y pintarrajos con los
que nunca un artista itinerante tuviera el descaro de embaucar al corro de sus
espectadores. Es más, los lienzos estaban raídos, deshilachados, llenos de
quiebres y arrugas, manchados de humo de tabaco y, aparte de eso, en la más
deplorable condición.
Algunos pretendían representar ciudades, edificios públicos y ruinosos castillos
europeos. Otros reproducían las batallas de Napoleón y los combates navales de
Nelson. En medio de estos aparecía una mano gigantesca, morena y velluda—que
podría haber sido tomada por la Mano del Destino, pero que en realidad
pertenecía al presentador—señalando con el índice las variadas escenas del
conflicto mientras su dueño aportaba explicaciones históricas. Cuando, tras
mucho regocijo por la abominable ausencia de méritos, la exhibición se dio por
terminada, el alemán le pidió al pequeño Joe que metiera la cabeza en la caja.
Visto a través de los lentes de aumento el semblante redondo y sonrojado del
niño asumía el más extraño aspecto que quepa imaginarse, el de un niño titánico,
con la boca sonriendo ampliamente y los ojos y todas las facciones colmadas de
alegría por la broma. De repente, empero, aquel rostro feliz palideció y su
expresión pasó a ser de terror. Pues este niño fácilmente excitable se dio
cuenta de que Ethan Brand le había clavado la mirada a través del vidrio.
—Asusta al niño, capitán—dijo el judío, enderezando el oscuro y anguloso
perfil—. Pero mire otra vez que, por casualidad, tengo para mostrarle algo muy
lindo, le doy mi palabra.
Ethan Brand se asomó a la caja por un instante y luego, retrocediendo
bruscamente, se quedó mirando al alemán. ¿Qué vio? Nada, parece; pues un joven
curioso que echó un vistazo casi al mismo tiempo sólo atisbó un pedazo de lienzo
sin pintar.
—Ahora lo recuerdo a usted—murmuró Ethan Brand al artista.
—Ah, capitán—dijo en un cuchicheo el judío de Nuremberg, esbozando una sonrisa
siniestra—, encuentro que este asunto pesa mucho en mi caja de espectáculos, el
tal pecado imperdonable. A fe mía, capitán, que me molió la espalda atravesar el
monte con él a cuestas todo el santo día.
—¡Silencio—lo conminó Ethan Brand secamente—, si no quiere que lo meta en el
horno que ve allá!
Apenas concluía la exhibición del judío cuando un mastín grande y viejo, que
parecía ser su propio amo puesto que nadie entre los asistentes lo reclamaba,
tuvo a bien ser objeto de la atención pública. Hasta entonces se había
comportado como un perro manso y apacible, rondando de una persona a otra y,
para ser sociable, ofreciendo la cabeza rasposa para que le diera palmaditas
cualquier mano amable que se tomara la molestia. Pero ahora, de súbito, el grave
y venerable cuadrúpedo, por su propia cuenta y sin la más leve sugerencia de
parte de nadie más, empezó a perseguirse la cola, que, para subrayar lo absurdo
del acto, era harto más corta de lo que debería. No se vio nunca empeño más
tozudo en pos de un objeto imposible de alcanzar; no se oyó nunca tan tremenda
explosión de gruñidos, resuellos, ladridos y mordiscos, como si un extremo del
cuerpo del ridículo animal mantuviera un antagonismo mortal e imperdonable con
el otro. Más y más rápido corría en redondo el can, más y todavía más rápido
huía la inaccesible brevedad de la cola, y más y más fuertes eran los aullidos
de rabia y de rencor. Hasta que, completamente exhausto y tan distante de la
meta como siempre, el necio perro terminó su actuación tan repentinamente como
la había iniciado. Al momento siguiente era tan dócil, sosegado, sensato y
respetable en su comportamiento como cuando trabó conocimiento con la
concurrencia.
Como es de suponerse, la exhibición fue recibida con risas generales, aplausos y
gritos de "otra vez", a los que respondió el acróbata canino meneando lo que
tenía para menear de cola. No obstante, parecía por completo incapaz de repetir
el exitoso intento de divertir a los espectadores.
Mientras tanto Ethan Brand había vuelto a tomar asiento en el leño.
Impresionado, podría ser, por haber percibido una remota analogía entre su
propio caso y el del perro a la caza de sí mismo, de nuevo prorrumpió en esa
risa atroz que más que cualquier otra señal expresaba el estado de su ser
interior. A partir del momento el regocijo de los presentes tocó a su fin.
Quedaron espantados, temerosos de que el nefasto sonido repercutiera por todo el
horizonte y que tronara de montaña en montaña, prolongándose así el horror en
sus oídos. Entonces, susurrándose que se había hecho tarde, que la luna casi se
había puesto, que la noche de agosto se hacía fría, se marcharon veloces a sus
casas, dejando que el calero y el pequeño Joe se las hubieran como fuera posible
con el huésped indeseable. Salvo por estos tres seres humanos, el claro en la
ladera era un desierto engastado en la vasta penumbra del bosque. Más allá del
límite sombrío, la lumbre proyectaba su luz tenue sobre los majestuosos troncos
y el follaje casi negro de los pinos, entreverado con el verdor de robles, arces
y álamos más jóvenes, mientras aquí y allá yacían los colosales cadáveres de
árboles que se pudrían en el suelo cubierto de hojarasca. Al pequeño Joe, niño
imaginativo y tímido, le parecía que el bosque silencioso contenía el aliento
hasta que sucediera alguna cosa horrible.
Ethan Brand arrojó más leña al fuego, cerró la puerta del horno y, mirando por
encima del hombro al calero y el niño, les ordenó, más bien que aconsejarles,
que fueran a dormir.
—En cuanto a mí, no puedo hacerlo—dijo—. Tengo asuntos que me incumbe meditar.
Voy a cuidar el fuego como en los viejos tiempos.
—Y a llamar al diablo a que salga del horno y le haga compañía, me
figuro—murmuró Bartram, que había entablado relaciones íntimas con la botella
negra arriba mencionada—. Pero cuide si quiere y llame cuantos demonios guste.
Por mi parte, me caería muy bien un sueñecito. Vamos, Joe.
Mientras seguía al padre a la cabaña, el niño se volvió a mirar al viajero. Los
ojos se le llenaron de lagrimas, pues su alma tierna intuía la inconsolable y
terrible soledad en la que este hombre se había emparedado.
Ethan Brand se quedó escuchando los chasquidos de la leña encendida y observando
los menudos espíritus de fuego que salían por las hendiduras de la puerta. Sin
embargo, estas fruslerías, antes tan familiares, retenían su atención del modo
más superficial, mientras en las profundidades de la mente repasaba el cambio
gradual pero maravilloso que la búsqueda a la cual se consagró había operado en
su persona. Recordaba cómo lo salpicaba el rocío de la noche, cómo le susurraba
el bosque, cómo rielaban las estrellas sobre él, un hombre sencillo y henchido
de amor, mientras vigilaba el fuego en años idos, embargado en sus meditaciones.
Recordaba con cuánta ternura, con cuánto amor y conmiseración por la humanidad y
compasión por la culpa y el infortunio ajenos había comenzado a contemplar las
ideas que después fueron la inspiración de su existencia; con cuánta reverencia
escrutaba entonces el corazón del hombre, considerándolo como un templo de
origen divino que, por más que fuese profanado, todo hermano debía siempre
valorar como algo sagrado; con qué imponente miedo condenaba un eventual triunfo
de su búsqueda e imploraba para que el pecado imperdonable jamás le fuera
revelado. Más tarde vino el vasto progreso intelectual que en su transcurso
perturbó el equilibrio de mente y corazón. La idea que se adueñó de su
existencia obró como aliciente para su educación; cultivó sus facultades hasta
el más alto grado de que eran susceptibles; lo encumbró del nivel de un
trabajador analfabeta hasta una eminencia que iluminaban las estrellas, adonde
los filósofos de la tierra, agobiados por el saber de las universidades, en vano
tratarían de subir para alcanzarlo. Eso en cuanto al intelecto. Pero, ¿en dónde
quedaba el corazón? Este, a decir verdad, se había marchitado, se había
endurecido, se había encogido, ¡había perecido! Ya no participaba en el latido
universal. Ethan Brand se había desprendido de la cadena imantada de la
humanidad. Dejó de ser un hermano del hombre, que abre las cámaras o los
calabozos de nuestra común naturaleza con la llave de la sagrada compasión, la
cual le confería el derecho de compartir todos sus secretos. Ahora era un frío
espectador que consideraba a la humanidad como el objeto de su experimento y que
a la postre convirtió en marionetas a hombres y mujeres, tirando de los hilos
para conducirlos a los extremos criminales que precisaba su investigación.
Fue así como Ethan Brand llegó a ser un desalmado. Comenzó a serlo desde que su
carácter moral dejó de seguirle el paso al perfeccionamiento de su intelecto. Y
ahora, como máximo esfuerzo y consecuencia inevitable, como la flor colorida y
espléndida, como el suculento fruto de sus trabajos, había engendrado el pecado
imperdonable.
—¿Qué más puedo buscar? ¿Qué más puedo alcanzar? —se decía Ethan Brand—. Está
cumplida mi tarea. Y bien cumplida.
Se levantó del leño y, con cierta presteza en el andar, escaló el terraplén que
se apoyaba contra el círculo de piedra del horno, alcanzando así la parte
superior de la estructura. Esta abarcaba un vacío de unos tres metros de borde a
borde, que permitía ver la superficie de la enorme masa de mármol quebrado que
atestaba la calera. Los innumerables bloques y fragmentos de este material
ardían al rojo, expeliendo altas llamaradas azulosas que flameaban en el aire y
danzaban locamente, como en el interior de un círculo mágico, y se hundían para
alzarse de nuevo en una agitación profusa e incesante. Cuando aquel hombre
solitario se inclinó sobre el terrible mar de fuego, el calor sofocante pegó
contra su cuerpo, en una bocanada que, era de suponerse, debería haberlo
chamuscado y abrasado en el instante.
Ethan Brand se enderezó y levantó los brazos al cielo. Las llamas azuladas le
retozaban en la cara y lo bañaban con la única luz, salvaje y espectral, que se
ajustaba a su expresión. Esta era la de un demonio a punto de precipitarse en
este golfo del más vivo tormento.
—¡Oh, madre tierra—exclamó—, que no es más mi madre y en cuyas entrañas este
cuerpo no ha de descomponerse! ¡Oh, raza humana, a cuyo parentesco he renunciado
y cuyo excelso corazón pisoteé! ¡Oh, estrellas de los cielos, que arrojaban
antaño su luz sobre mi ruta como para alumbrarla adelante y arriba! ¡Adiós a
todos, para siempre! ¡Ven, elemento mortífero del fuego, en lo futuro amigo
inseparable! ¡Abrázame, igual que yo a ti!
Aquella noche el eco de un espeluznante estampido de risa cruzó pesadamente por
los sueños del calero y su hijo. Y los rondaron opacas sombras de horror y de
angustia que parecían seguir presentes en el tosco cobertizo cuando abrieron los
ojos a la luz del día.
—¡Levántate niño, levántate!—gritó el calero, mirando en derredor—. Gracias al
cielo se terminó por fin la noche. En vez de pasar otra igual, preferiría cuidar
la calera todo un año sin pegar el ojo. El tal Ethan Brand, con el embuste del
pecado imperdonable, no es que me hiciera tamaño favor reemplazándome.
Salió de la cabaña seguido por el pequeño Joe, que le apretaba con fuerza la
mano. La luz del alba ya vertía su oro en las cumbres. Y los valles, aunque
seguían en sombras, sonreían alegremente ante la promesa del claro día que se
avecinaba. El pueblo, rodeado por completo de colinas que se iban elevando
gradualmente hacia la lejanía, parecía como si hubiera dormido un sueño plácido
en el hueco de la mano de la Providencia. Cada vivienda se distinguía con
claridad; las torrecillas de las dos iglesias apuntaban hacia arriba, atrapando
en las veletas de metal visos anticipados del brillo de los cielos dorados por
el sol. La taberna estaba en pleno movimiento y la figura del curtido empresario
teatral, cigarro en boca, se veía en el porche. Una nube áurea glorificaba la
cabeza del viejo monte Graylock. Esparcidos también por los estribos de los
montes circundantes se veían blancos rimeros de neblina de fantásticas formas,
algunos bajos cerca del valle y otros altos cerca de las cimas; y otros más, del
mismo, linaje de neblina o nube, flotando en la dorada resplandecencia de la
atmósfera. Parecía como si, saltando de una a otra de las nubes que reposaban en
las pendientes y de allí a la más elevada cofradía que surcaba por los aires,
cualquier mortal podría ascender a las regiones celestiales. Era un ensueño ver
cómo la tierra se confundía con el cielo.
Para suministrar el encanto de lo familiar y doméstico que la naturaleza
fácilmente asimila en una escena como ésta, la diligencia bajaba traqueteando
por la cuesta cuando el cochero sonó el cuerno, cuyas notas fueron arrebatadas
por el eco, que las conjugó en una armonía rica, variada y compleja, en la que
el ejecutante original podía reclamar escasos méritos. Los montes tocaban entre
ellos un concierto, contribuyendo cada uno con un acorde de dulzura etérea. La
cara del pequeño Joe se iluminó de inmediato.
—Querido padre—exclamaba, brincando de un lado a otro—, el forastero se marchó y
parece que el cielo y las montañas se alegraron por eso.
—Sí—gruñó el calero, soltando un juramento—, pero dejó que se apagara el fuego y
no hay por qué agradecerle si no se echaron a perder quinientas cargas de cal.
Si pillo al tipo rondando otra vez por estos lados, voy a tener ganas de
arrojarlo a la candela.
Con la pértiga en la mano se encaramó al horno. Tras una breve pausa llamó al
hijo.
—Sube acá, Joe—dijo.
Así que Joe escaló el terraplén y se paró al lado de su padre. Todo el mármol se
había incinerado y era ya cal, pura y blanca como la nieve. Pero en la
superficie, en medio del ruedo, de igual manera blanco como la nieve y por
completo reducido a cal, reposaba un esqueleto humano.
Tenía la postura de alguien que tras arduos trabajos se recuesta a tomar un
largo descanso. Entre las costillas, cosa extraña se distinguía el contorno de
un corazón humano.
—¿Era de mármol el corazón de este sujeto? —exclamó Bartram, algo perplejo ante
el fenómeno—. En todo caso, se ha convertido en lo que tal parece es una cal
especialmente buena. Y, considerando los huesos en conjunto, mi horno es media
carga más rico, todo gracias a él.
Diciendo esto, el rudo calero levantó la pértiga, la descargó sobre el esqueleto
y los despojos de Ethan Brand se hicieron trizas.
NOTA: Las obras de Nathaniel Hawthorne (18041864) se encuentran bajo dominio
público
Traducción: Marcelo Cohen

La
ambición del forastero
Este suceso se inició al caer la tarde de un día de
septiembre. En aquel momento se hallaba la familia congregada alrededor de la
lumbre del hogar, mantenido con piñas secas, maderos robados por las torrenteras
de las montañas y troncos de los árboles tronchados por el viento. Los padres de
aquella familia reflejaban en sus rostros una alegría serena; los niños reían;
la hija mayor, a los diecisiete años, era una imagen viva de la felicidad, y la
abuela, acomodada en el mejor lugar, y aplicada a su calceta, era, como la hija
mayor, una imagen repetida de la felicidad, sólo que en el invierno de la vida.
Todos los allí reunidos habían llegado a puerto de reposo en el lugar más
horrible de Nueva Inglaterra. La familia vivía en el Tajo de las Montañas
Blancas, donde el viento corría con violencia los 365 días del año y llevaban en
su entraña, en el invierno, un frío de acero que descargaba despiadado sobre la
casa de madera en su paso al valle del Saco. El lugar donde la familia había
construido su hogar era frío, y, además de frío, amenazado por un constante
peligro. Por encima de sus cabezas se alzaba, en efecto, una enorme montaña tan
escarpada y agreste, que las piedras se desprendían con frecuencia, y rodando
con estrépito desde lo alto, los sobresaltaban en la noche.
La muchacha acababa de decir algo chistoso, que había provocado la risa de toda
la familia, cuando el viento que corría a través del Tajo pareció detenerse ante
la casa, sacudiendo la puerta con un lamento infinito antes de continuar hacia
el valle. Aunque nada extraordinario representaba aquella violencia, la familia
se sintió un momento sobrecogida. Ya volvía a resurgir la alegría en sus
rostros, cuando pudieron oír que el picaporte de la puerta de entrada era alzado
desde fuera, tal vez por algún transeúnte, cuyos pasos hubieran sido ahogados
por el bramido del viento coincidente con su llegada.
Aunque vivían en aquella soledad, los miembros de la familia tenían ocasión de
relacionarse a diario con el mundo exterior. El romántico paso del Tajo es una
gran arteria a través de la cual discurre constantemente la sangre y la vida del
comercio interior entre Maine, por un lado, y las Montañas Verdes y las orillas
del San Lorenzo por el otro. La diligencia pasaba habitualmente por la puerta de
la casa, y los caminantes, sin más compañía que su bastón, se detenían aquí para
cambiar algunas palabras, a fin de que el sentimiento de la soledad no les
acobardase antes de atravesar el desfiladero o alcanzar la primera casa del
valle. También el tratante en camino hacia el mercado de Portland hacía un alto
allí para pernoctar, y se sentaba al calor de la lumbre algún rato más de lo
corriente, si era soltero, con la esperanza de robar un beso a la hija de la
casa al partir. La morada de la familia era, en efecto, una de aquellas posadas
primitivas en las que el viajero pagaba sólo por la comida y la cama,
recibiendo, a cambio, una acogida imposible de pagar con todo el oro del mundo.
Por eso, cuando se oyeron los pasos del desconocido entre la puerta de fuera y
la de la habitación, toda la familia se puso en pie, la abuela, los niños y
todos los demás, como si se dispusieran a dar la bienvenida a alguien de la
familia, a cuyo destino se hallara vinculado el suyo propio.
La puerta se abrió y dio paso a un hombre joven. Al principio, su rostro se
hallaba cubierto por la expresión de melancolía y casi desesperación del que
camina solo y al oscurecer por un lugar abrupto y siniestro, pero pronto sus
rasgos cobraron brillo y serenidad al comprobar la cordial acogida con que se le
recibía. Su corazón parecía querer saltarle del pecho hacia todos los allí
reunidos, desde la anciana que secaba una silla con su delantal, hasta el niño
que le tendía los brazos. Una mirada y una sonrisa colocaron en seguida al
desconocido en un pie de inocente familiaridad con la mayor de las hijas.
-¡No hay nada mejor que un fuego así! -exclamó-. ¡Sobre todo cuando se forma a
su alrededor un círculo tan amable! Estoy completamente aterido. El Tajo es algo
así como un tubo por el que soplan dos fuelles gigantescos; desde Barlett me
viene azotando la cara un viento huracanado.
-¿Se dirige usted a Vermont? -preguntó el dueño de la casa, mientras ayudaba al
joven a descargarse del morral que llevaba a las espaldas.
-Sí, voy a Burlington, y aún más allá -replicó éste-. Mi intención hubiese sido
haber llegado esta noche a la casa de Ethan Crawford, pero en una ruta como ésta
un hombre a pie tarda siempre más de lo calculado. Pero mi decisión está ya
tomada, porque cuando veo arder esta lumbre y contemplo los rostros alegres de
todos ustedes, me parece que lo han encendido precisamente para mí, y que la
familia entera estaba esperando mi llegada. Así, pues, me sentaré, si me lo
permiten, entre ustedes y me instalaré aquí por esta noche.
El recién llegado acababa de aproximar su silla al fuego, cuando se oyó afuera
algo así como un pisar de gigante que se repetía por la escarpadura de la
montaña acercándose con estrépito y pasando a grandes zancadas al lado de la
casa. La familia entera detuvo el aliento mientras duró el ruido, conociendo
como conocían lo que significaba, y el forastero hizo lo mismo instintivamente.
-La vieja montaña nos ha lanzado una piedra, para recordarnos que la tenemos
aquí, sobre nuestras cabezas -dijo el padre serenándose en seguida-. Algunas
veces mueve la cabeza y nos amenaza con desplomarse sobre nosotros, pero somos
antiguos vecinos y, en el fondo, mantenemos buenas relaciones. Además,
disponemos de un refugio seguro aquí, al lado de la casa, para el caso de que
decidiera llevar a efecto sus amenazas.
Y ahora observemos que el viajero ha terminado su cena de carne de oso, y que
sus maneras francas y abiertas lo han llevado a un plano de amistad con la
familia, de suerte que la conversación entre todos se ha hecho tan sincera como
si el recién llegado perteneciera a aquel hogar agreste. El joven a quien el
azar había traído aquella noche a la casa era de carácter altivo aunque dúctil y
amable; altanero y reservado entre los ricos y poderosos, pero siempre dispuesto
a bajar su cabeza en la puerta de una choza y a sentarse al fuego con los
desposeídos como un hermano o un hijo. En el hogar del Tajo encontró cordialidad
y sencillez de ánimo, la penetrante y aguda inteligencia de Nueva Inglaterra y
una poesía originaria y auténtica que los habitantes de la casa habían aprendido
de los picachos y las quebradas y del mismo umbral de su pobre morada. El
forastero había viajado mucho y siempre solo; su vida entera había sido, podía
asegurarse, un sendero solitario, pues la altiva reserva de su naturaleza la
había hecho apartarse siempre de aquellos que, de otra suerte, hubieran sido sus
camaradas. También la familia, tan amable y hospitalaria como era, llevaba en sí
esa conciencia de unidad entre todos sus miembros y de separación del resto del
mundo, que convierte el hogar en un recinto sagrado en el que no tiene cabida
ningún extraño. Aquella noche, no obstante, una simpatía profética llevó al
joven instruido y de hábitos refinados a descubrir su corazón a aquellos rudos
habitantes de las montañas, y su franqueza hizo que éstos se confiaran a él con
la misma espontaneidad. ¿No es más fuerte, en efecto, el lazo de un destino
común, que los que crea el mismo nacimiento?
El secreto del carácter del joven era una ambición altísima y abstracta. Era
posible que hubiera nacido para vivir una vida oscura, pero no para ser olvidado
en la tumba. Su ardiente anhelo se había transformado en esperanza, y esta
esperanza, largo tiempo mantenida, se había convertido en la certeza de que, por
insignificante que fuese su vida en el presente, el brillo de la gloria
iluminaría su camino para la posteridad, aunque tal vez no mientras él lo
recorriera. Cuando las generaciones venideras dirigiesen la mirada hacia la
oscuridad que era entonces su presente, echarían de ver claramente el resplandor
de sus pisadas, y se confesarían que un hombre de altas dotes había ido de la
cuna a la tumba, sin que nadie hubiera sabido comprenderlo.
-Y, sin embargo -exclamó el forastero, con las mejillas ardientes y los ojos
radiantes de luz-, todavía no he realizado nada. Si mañana desapareciera de la
tierra, nadie sabría más de mí que ustedes: que un joven desconocido llegó un
día al anochecer, procedente del Valle del Saco, que les abrió el corazón por la
noche y que se marchó al amanecer del día siguiente por el Tajo, sin que
volvieran a verlo. Ni una sola persona les preguntaría quién era este joven ni
de dónde venía... ¡Pero no! ¡Yo no puedo morir hasta que haya cumplido mi
destino! Después, sí; después, puede ya venir la muerte. ¡Yo mismo me habré
edificado mi monumento para la posteridad!
Había un impulso tal de emoción espontánea bullendo constante en medio de
fantasías abstractas, que la familia llegó a comprender los sentimientos del
joven forastero, aun siendo como eran tan lejanos a los suyos propios. Dándose
rápidamente cuenta de lo ridículo de su actitud, el joven enrojeció de la
vehemencia hacia la que había sido arrastrado por sus mismas palabras.
-Ustedes se reirán de mí sin duda -dijo, cogiendo la mano de la hija mayor y
riéndose él mismo-. Seguramente piensan que mi ambición es tan absurda como si
subiera al Monte Washington y me dejara convertir allí en un trozo de hielo,
sólo para que la gente de la comarca pudiera admirarme desde el llano... Y, sin
embargo, doy fe de que querría un noble pedestal para la estatua de un hombre...
-A mí me parece -respondió la hija mayor, enrojeciendo- que es mejor estar
sentados aquí al calor de la lumbre, contentos y serenos, aunque nadie piense en
nosotros.
-Yo creo, sin embargo -dijo su padre, tras unos momentos de meditación-, que hay
algo natural en lo que el joven ha dicho: y es posible que, si mi cerebro
hubiera seguido este camino, yo también habría pensado lo mismo. Es raro, hasta
qué punto sus palabras han despertado en mi pobre cabeza cosas que es bien
seguro que no han de ocurrir nunca.
-¿Cómo sabes tú que no han de suceder? -respondió el ama de la casa-. ¿Puede el
hombre saber lo que hará si llega a enviudar?
-¡No, no! -exclamó el padre, rechazando la idea con un tono de cariñosa
protesta-. Cuando pienso en tu muerte, Ester, pienso siempre a la vez en la mía.
Lo que estaba imaginando era otra cosa. Pensaba que teníamos una bonita granja
en Barlett, en Betlehem, en Littleton o en cualquier otra ciudad en las
vertientes de las Montañas Blancas, pero no donde éstas estuvieran
constantemente amenazando derrumbarse sobre nuestras cabezas. Me hallaría en
buenas relaciones con mis convecinos, y sería nombrado juez municipal del lugar
y enviado a la Asamblea General por una o dos legislaturas, pues aquí hay mucho
que hacer para un hombre sencillo y honrado. Y cuando llegara a viejo, y tú
también, podría morir tranquilo dejándolos a todos llorando en torno a mí. Una
sencilla lápida de pizarra me bastaría tanto como una de mármol, sobre la cual
se grabaría simplemente mi nombre, mi edad y un versículo de los salmos, y quizá
algunas palabras que dijeran a la gente que había vivido como un hombre honrado
y había muerto como un cristiano.
-¿Lo ven ustedes? -dijo el forastero-. Es consustancial a la naturaleza humana
ambicionar un monumento, ya sea de pizarra, o de mármol, o un pilar de granito o
sólo un recuerdo glorioso en el corazón de las gentes.
-¡Qué cosas más especiales nos vienen esta noche a la imaginación! -dijo la
esposa, con lágrimas en los ojos-. Suele creerse que es señal de que va a
ocurrir algo cuando los hombres empiezan a pensar y a hablar así. ¡Escuchen a
los niños!
Todos los reunidos prestaron, en silencio, atención. Los niños más pequeños se
hallaban acostados en otro cuarto, pero la puerta medianera permanecía
entreabierta, de suerte que se les podía oír hablar afanosamente entre sí.
También ellos parecían afectados por las fantasmagorías que habían hecho presa
en el círculo de personas mayores sentadas al fuego, y disputaban acaloradamente
sobrepujándose los unos a los otros en deseos y ambiciones infantiles para
cuando fueran hombres. Por fin, uno de los pequeños, en lugar de dirigirse a sus
hermanos, llamó a su madre.
-Voy a decirte, mamá -dijo- lo que yo deseo. Quiero que tú y papá, y la abuela,
y todos nosotros, sin prescindir del forastero, nos levantemos y nos dirijamos a
beber un trago de agua en el Flume.
Ninguno de los presentes pudo reprimir una sonrisa al oír que el mayor deseo del
niño era abandonar su cama bien caliente y arrancar a los demás del calor del
fuego para visitar el Flume, una torrentera que se precipitaba desde lo alto de
la montaña a las profundidades del Tajo. Apenas había acabado el niño de
pronunciar sus últimas palabras, cuando se oyó el ruido intermitente de un
carruaje que se acercaba y que, al fin, se detuvo de pronto delante de la puerta
de la casa. En él parecían ir dos o tres hombres, que alegraban el camino con
una canción cantada a coro, el eco de cuyas notas rebotaba entre las peñas,
mientras que los viajeros dudaban de si proseguir su viaje o detenerse en la
casa para pasar la noche.
-Padre -dijo la muchacha-, lo están llamando por su nombre.
Pero el dueño de la casa no estaba seguro de que efectivamente lo hubieran
llamado, y no quería mostrarse demasiado ansioso por la ganancia invitando a los
viajeros a pernoctar bajo su techo. Por eso, no se apresuró a acudir a la
puerta, y, mientras tanto, se oyó restallar el látigo y los viajeros siguieron
camino por el Tajo, siempre cantando y riendo, aunque su música y su alegría
parecía provenir del corazón de la montaña.
-¡Mira, mira, mamá! -insistió el niño que había hablado antes-; también ellos se
van hacia el Flume.
De nuevo los reunidos rompieron a reír ante la manía del niño de hacer una
excursión en plena noche. De repente. sin embargo una nube pasó sobre el
espíritu de la hija mayor; durante unos instantes sus ojos se fijaron
persistentemente en el fuego, y respiró con tal intensidad que su aliento se
convirtió casi en un suspiro. Sobresaltada y con rubor en el rostro, la joven
miró rápidamente en derredor suyo, como si temiera que todos los que allí se
hallaban hubieran penetrado con la mirada en el interior de su pecho. El
forastero le preguntó qué era lo que había estado pensando.
-Nada -respondió-; solamente que precisamente en estos momentos me he sentido
infinitamente sola.
-Yo siempre he tenido un don especial para percibir lo que otras personas llevan
en el corazón -dijo el desconocido, medio en broma y medio en serio-. ¿Quiere
usted que le adivine también los secretos del suyo? Sé perfectamente, sobre
todo, lo que hay que pensar cuando una muchacha tirita, sentada al lado de la
lumbre, y se queja de soledad estando presente su madre. ¿He de expresar todo
ello en palabras?
-No serían ya sentimientos de una muchacha, si, efectivamente. pudieran ser
expresados en palabras -dijo la ninfa de los montes riéndose, pero apartando los
ojos.
Todas estas frases habían sido cruzadas en un aparte de los dos jóvenes. Acaso
comenzaba a brotar en sus corazones un germen de amor, tan puro, como más acorde
para florecer en el paraíso que en el polvo de este mundo. Las mujeres, en
efecto, amaban la noble dignidad que distinguía al forastero, y el alma
arrogante y contemplativa se siente siempre atraída por una simplicidad de
espíritu pareja a la suya propia. Mientras ambos hablaban quedamente, y mientras
el desconocido observaba la dulce melancolía, las sombras luminosas y los
tímidos anhelos de una naturaleza de mujer, el viento que soplaba encajonado en
el Tajo aumentaba por momentos su tono profundo y fragoroso. Como decía el
imaginativo forastero, parecía una melodía cantada a coro por los espíritus del
viento, los cuales, según el mito de los indios, habitaban en aquellas montañas,
haciendo de sus cimas y de sus precipicios una región sagrada. También a lo
largo del camino resonaba un lamento agudo, como si pasara por él un cortejo
fúnebre. Para espantar la melancolía que se había apoderado de todos, la familia
arrojó al fuego un montón de ramas de pino, hasta que las hojas secas comenzaron
a crepitar y pronto surgieron vivas llamas iluminando de nuevo una escena de paz
y de dicha humilde. La luz extendía su claridad sobre las cabezas de todos los
allí reunidos, acariciándolos suavemente. Podían verse los rostros menudos de
los niños husmeando desde el cuarto vecino, y, al lado del hogar, la silueta
enérgica del padre, la fisonomía dulce y fatigada de la madre, el perfil altivo
de los jóvenes, y la figura encorvada de la abuela, que seguía haciendo calceta
en el lugar más recogido de toda la habitación. La anciana levantó un momento
los ojos de su labor, y, mientras sus dedos continuaban moviéndose sin descanso,
comenzó a hablar lentamente.
-Los viejos tienen sus ideas, de igual manera que también los jóvenes tienen las
suyas. Han estado trazando deseos y proyectos, y haciendo correr la fantasía de
una cosa a la otra, hasta que han logrado empujar mi pobre cabeza lanzándola por
los mismos derroteros. ¿Qué puede, sin embargo, desear una vieja, que se halla a
escasos pasos de la tumba? No obstante, voy a decirlo, porque me temo que si no
lo hago así la idea me va a perseguir día y noche sin descanso.
-Sí, sí, dínoslo- exclamaron a la vez el marido y la mujer.
La anciana adoptó un aire de misterio, que hizo que el círculo de personas se
estrechara más en torno al fuego, y comenzó a hablar, diciendo que, desde hacía
años, venía preocupándose por las vestiduras con las que deseaba ser enterrada:
una mortaja muy simple de hilo y una cofia de muselina. Esta noche, sin embargo,
una extraña superstición la apresaba. En su juventud había oído contar que si,
al enterrar a una persona, algo de su atavío quedaba desordenado, aunque fuera
una simple arruga en el cuello de la mortaja o una mala colocación de la cofia,
el cadáver se revolvía en el ataúd bajo tierra tratando de disponer de sus frías
manos, para arreglar con ellas lo que no lo estuviera. La simple suposición de
que pudiera acontecerle algo semejante a ella, la ponía nerviosa.
-¡Por Dios, abuela! -exclamó la nieta estremeciéndose-. ¡No creas esas cosas!
-Pues bien -prosiguió la abuela sin hacer caso, y con gran seriedad, aunque
iluminado el rostro por una sonrisa-. Lo que deseo de ustedes, hijos míos, es
que cuando me encuentre en el ataúd, me coloquen ante el rostro un espejo.
¿Quién sabe? Quizá me sea posible echar una mirada y ver si no está desarreglado
nada de lo que llevo puesto.
-Todos, lo mismo jóvenes que viejos, no acertamos a hablar más que de tumbas y
monumentos -observó el forastero-. Me gustaría saber qué es lo que sienten los
marineros cuando el barco se hunde y todos se hallan en trance de ser sepultados
a una en la inmensa y anónima sepultura del mar.
La fúnebre ocurrencia de la anciana había impresionado de tal forma durante unos
momentos el cerebro de los allí reunidos, que nadie se había percatado de que
afuera, en las tinieblas de la noche, un ruido semejante al bramar de cien
gigantes había ido creciendo hasta alcanzar tonos profundos y terribles. La casa
y todo lo que en ella había se estremeció; los mismos cimientos de la tierra
parecían hallarse sacudidos como si el estruendo cada vez más próximo fuera el
aviso de las trompetas del juicio final. Jóvenes y viejos cruzaron entre sí una
mirada instintiva de pavor, y permanecieron inmóviles, lívidos, aterrorizados,
sin fuerza para pronunciar una palabra ni para hacer un movimiento. Después un
solo grito sonó en todas las gargantas.
-¡El alud!, ¡el alud!
Las palabras más elocuentes pueden sugerir, pero no describir el horror
inexpresable de la catástrofe. Las víctimas se precipitaron fuera de la casa,
buscando amparo en lo que ellas tenían por un lugar seguro, allí donde, pensando
en aquella posibilidad, se había construido un muro de contención o barrera.
¡Ay! Los desgraciados habían renunciado a su salvación al hacerlo así,
lanzándose inconscientemente en el seno del más fatal de todos los destinos.
Toda una ladera de la montaña se vino abajo en una verdadera catarata de piedras
y ruinas. Y precisamente pocos metros antes de llegar a la casa, aquella
avalancha de muerte y destrucción se abrió en dos brazos, dejando en medio, casi
intacta, la casa y arrasando en sus alrededores cuanto se oponía a su paso.
Mucho antes de que se hubiera extinguido entre las montañas el estruendo del
alud, había terminado ya la agonía de las víctimas y todas ellas gozaban de la
paz. Sus cuerpos no fueron hallados jamás.
Al día siguiente una tenue columna de humo se elevaba todavía de la chimenea de
la casa. Dentro el fuego ardía, a medio apagar, en el hogar, y las sillas se
hallaban colocadas a su alrededor, como si los allí reunidos hubieran salido un
momento a examinar los destrozos causados por el alud, y fueran a volver de un
momento a otro para dar gracias a Dios por su milagrosa salvación. La historia
recorrió todos los rincones de la comarca, y perdura eternizada en estas
montañas como una leyenda. También los poetas han cantado el triste fin de la
familia del Tajo.
Ciertos detalles parecían delatar que en la noche fatal un forastero se había
acogido a la casa y había resultado víctima de la catástrofe con toda la
familia. Otros negaban, en cambio, que hubiera indicios concluyentes para llegar
a tal afirmación. ¡Triste fin para aquella juventud exaltada, con sus sueños de
inmortalidad terrena! Su nombre y su persona han quedado absolutamente
desconocidos; su historia, su camino en la vida y sus planes y proyectos
permanecerán siempre perdidos en el misterio. Su misma muerte y su previa
existencia son hechos que han quedado en duda...

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