EDUARDO GUTIERREZ
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Juan Moreira
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Fotografía de Juan Moreira real
|
Juan
Moreira es una exitosa novela del escritor argentino Eduardo Gutiérrez escrita
como folletín entre 1878 y 1880. La misma se encuentra inspirada en una
crónica policial real protagonizada por un gaucho bonaerense muerto por
la policía en 1874. Se trata de uno de los textos más importantes de la
literatura argentina y del romanticismo hispanoamericano.
En 1884, Gutiérrez reescribió la novela como "mimodrama" para ser representado
en el circo, convirtiéndose en la pieza fundadora del teatro rioplatense.
En 1886 José Podestá le puso letra a la obra, tomándola de la novela y la
representó durante varias décadas, convirtiéndola en uno de los éxitos históricos
más importantes del teatro argentino. La obra fue llevada dos veces al cine,
en 1948, con dirección de Luis José Moglia Barth y en 1973 con dirección
de Leonardo Favio.
La novela fue publicada a modo de folletín, en el diario La Patria Argentina,
en entregas parciales, entre el 28 de noviembre de 1879 y el 8 de enero
de 1880.
"Juan Moreira" anticipa la literatura de masas de la sociedad urbana moderna,
impulsada por el proceso de alfabetización general. Estuvo dirigido a un
público amplio, de raigambre popular, que se agolpaba en la puerta del diario
para esperar y leer cada entrega. Esa misma característica le valió una
crítica muy negativa por parte de las élites literarias, que cuestionaban
el relato, calificado de "horripilante" y acusado de "estragar el gusto".

El autor,
Eduardo Gutiérrrez
|
Eduardo Gutiérrez
continuaría esta línea de personajes heroicos complicados en crónicas policiales,
en otros relatos como "Juan Cuello", "Hormiga Negra", y varios más.
La novela está
compuesta de 17 capítulos, más un prólogo y un epílogo:
1. Prólogo
2. Los amores de Moreira
3. Un castigo terrible
4. El Cacique
5. La pendiente del crimen
6. Un gaucho flojo
7. Un encuentro fatal
8. El nido de desventuras
9. El último asilo
10. La vuelta al hogar
11. La fuerza del destino
12. La soberbia del valor
13. El guapo Juan Blanco
14. La policía en jaque
15. El Cuerudo
16. Jaque mate
17. El epitafio de Moreira
18. La daga de Moreira
19. Epílogo
Personajes
• Juan Moreira: el protagonista. Es un gaucho tomado de la vida real. Habitante
rural del partido de Las Matanzas (actual La Matanza, cordón industrial
de Buenos Aires). Pequeño propietario y ex guardaespalda de Adolfo Alsina.
Trabajador, guitarrero, y respetado en su zona. Está casado con la Vicenta
Andrea y tiene un hijo pequeño, llamado como él. Su gran amigo es Julián,
otro gaucho. Tiene un perro, el Cacique, y un caballo overo bayo, ambos
regalos de Alsina.
•
Vicenta Andrea: esposa de Juan Moreira. Considerada como la joven más bonita
de la zona. Pretendida por el teniente alcalde de la zona, es la razón de
la persecución de la que es objeto Juan Moreira. Cuando éste debe huir,
es encarcelada y luego queda reducida a la pobreza y sóla con su bebé. Se
vio obligada a amancebarse con Gimenez, un gaucho amigo de Moreira.
• Julián: el amigo leal de Moreira. Es quien le lleva noticias de la Vicenta.
• Juancito: su hijo pequeño.
• Don Francisco: teniente alcalde de la zona. Abusa de su poder contra Juan
Moreira debido a que éste está con la Vicenta. Luego de que destruyera su
rancho y encarcelara a la Vicenta, Juan Moreira fue a enfrentarlo, matándolo
en la lucha.
• Giménez: supuesto amigo de Juan Moreira. Es quien le regala sus pistolas,
antes de huir. Se aprovecha de la pobreza de Vicenta, le miente que Juan
Moreira está muerto, y se amanceba con ella. Juan Moreira intenta vengarse
dos veces pero no lo logra.
• Marañón: político alsinista, hombre fuerte de Navarro. Protector de Juan
Moreira.
• Eulogio Varela: comandante de la partida enviada por el gobernador para
atrapar a Juan Moreira. Hombre valiente. Moreira lo respeta y no lo mata,
cuando pudo hacerlo, luego de herirlo en el combate final.
• El Sargento Chirino: es quién hiere de muerte a Juan Moreira. Lo hace
a traición. Antes de morir, Moreira lo mata.
JUAN MOREIRA


Juan Moreira protagonizado
en el teatro por Podestá
|
Como fiera
perseguida
piso una senda de abrojos,
sin sueño para mis ojos,
ni venda para mi herida;
sin descanso ni guarida,
ni esperanza, ni piedad,
y en fúnebre soledad
a mi dolor amarrado,
voy a la muerte arrastrado
por mi propia tempestad.
R. Gutiérrez,
Lázaro.
Juan Moreira
Juan Moreira
es uno de esos seres que pisan el teatro de la vida con el destino de la
celebridad; es de aquellos hombres que, cualquiera que sea la senda social
por donde el destino encamine sus pisadas, vienen a la vida poderosamente
tallados en bronce.
Moreira no ha sido el gaucho cobarde encenagado en el crimen, con el sentido
moral completamente pervertido.
No ha sido el gaucho asesino que se complace en dar una puñalada y que goza
de una manera inmensa viendo saltar la entraña ajena desgarrada por el puñal.
No; Moreira era como la generalidad de nuestros gauchos; dotado de un alma
fuerte y un corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por
ejemplo, al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria
patria; y que empujado a la pendiente del crimen, no reconoció límites a
sus instintos salvajes despertados por el odio y la saña con que se le persiguió.
Moreira sabía que peleando defendía su vida amenazada de muerte, y peleaba
de una manera frenética, y haciendo lujo de un valor casi sobrehumano.
Moreira tenía los sentimientos tiernos e hidalgos que acompañan siempre
al hombre realmente bravo.
Educado y bien dirigido, cultivadas con esmero su propensión guerrera y
su astucia, inherente a la mayor parte de nuestros gauchos, ya lo hemos
dicho, hubiera hecho una figura gloriosa.
Hasta la edad de treinta años fue un hombre trabajador y generalmente apreciado
en el partido de Matanzas, donde habitó hasta aquella edad, cuidando unas
ovejas y unos animales vacunos, que constituían su pequeña fortuna.
Domador consumado, se ocupaba en amansar aquellos potros que, por indomables,
llevaban a su puesto con aquel objeto.
No concurría a las pulperías sino en los días de carreras en que iba a ellas
montado sobre un magnífico caballo parejero, aperado con ese lujo del gaucho
que reconcentra toda su vanidad en las prendas con que adorna su caballo
en los días de paseo.
Nunca se le había visto beber con exceso, ni andando en aquellas fatales
parrandas de los gauchos donde nacen las peleas que terminan generalmente
enterrando un cadáver más en el cementerio y proporcionando una nueva alta
a los cuerpos de caballería que guarnecen las fronteras, cuerpos de línea
que guardan las leyendas más tristes de pobres gauchos enviados allí con
el pretexto de ser vagos y no tener hogar conocido.
Pero dejemos aquellas fúnebres historias, de que algún día nos ocuparemos,
y volvamos a Juan Moreira.
Si alguna vez se le vio desnudar su daga y guardarla en la cintura sucia
de sangre, era cuando mezclado a la guardia nacional salía en persecución
de alguna invasión de indios que hubiera venido a los partidos vecinos.
En esos días
en que los buenos guardias nacionales abandonaban el lazo y la marca para
seguir al comandante militar del partido, Moreira se presentaba montado
en su mejor caballo, llevando de tiro a su soberbio parejero.
En el combate se lucía, en la persecución siempre salía adelante en alas
de su caballo que parecía volar, y concluido el combate y derrotada la indiada,
regresaba a su puesto sin pedir la menor recompensa, apreciando lo que acababa
de hacer como el cumplimiento de una obligación ineludible.
En ese género de correrías se había conquistado el nombre de El Guapo, con
que lo distinguían aun fuera de su pago, llegando sus compañeros hasta no
considerar eficaz una persecución a los indios si en ella no había tomado
parte el amigo Moreira.
Moreira vivía casado con una paisanita, hija de un honrado vecino de su
mismo partido, y tenía de ella un hijito que constituía toda su aspiración
y todo su haber en el mundo, fuera de su mujer, a quien quería con idolatría.
Jamás se alejaba a las persecuciones de indios, sin estrechar en sus brazos
al pequeño Juan Moreira, a quien llamaba mi crédito, y últimamente lo llevaba
consigo a todos sus paseos, ya a las cabezadas de su lujoso apero, ya a
su lado, gauchamente montado sobre un peticito que domara expresamente para
él y en cuyas prendas figuraban los más bellos trenzados de tiento de potro
que salían de sus manos primorosas para este género de trabajos.
Moreira poseía una tropa de carretas, que era su capital más productivo
y en la que traía a la estación del tren inmediata grandes acopios de frutos
del país, que se le confiaban conociendo su honradez acrisolada.
Allá en sus pagos y años atrás, él había sido también una especie de trovador
romancesco.
Dotado de una hermosa voz, solía templar su guitarra, llena de incrustaciones
de nácar, en algún baile de amigos, y echar un par de tiernas y amorosas
décimas, con ese sentimiento delicado de que está dotado nuestro gaucho
payador, sentimiento que se ve rebosar en su cara inteligente y que da a
su canto una modulación rara y quejumbrosa y que llega hasta el fondo del
alma.
Cuando un gaucho canta un triste parece que vertiera él todo un compendio
de desventuras.
Su rostro moreno se baña de una intensa palidez; su voz tiembla; brilla
su pupila humedecida por una lágrima; los dedos con que oprime la cuerda
sobre el diapasón parece que quisieran encarnar en ella todo lo que siente;
la guitarra gime de un modo particular, y el que escucha se siente dominado
por un éxtasis arrobador.
El gaucho trovador de nuestra pampa, el verdadero trovador, el Santos Vega,
en fin, cantando una décima amorosa, es algo sublime, algo de otro mundo,
que arrastra en su canto, completamente dominado, a nuestro espíritu.
¡Es una gran raza la raza de nuestros gauchos!
Todos ellos están dotados de un poderoso sentimiento artístico.
Tocan la guitarra por intuición, sin tener la más remota idea de lo que
es la música, y cantan con la misma ternura que improvisan sus huellas,
llegando, como Santos Vega, a construir esta sublimidad:
De terciopelo negro
tengo cortinas,
para enlutar mi cama
si tú me olvidas.
Y el sentimiento artístico estaba poderosamente desarrollado en Moreira.
Cuando preludiaba la guitarra, la asamblea enmudecía, y cuando de su poderosa
garganta partía, como un quejido, una trova, las paisanas se sentían atraídas
y los hombres se conmovían.
Hemos hablado una sola vez con Moreira, el año 74, y el timbre de su voz
ha quedado grabado en nuestra memoria.
Cuando hablamos con él, entonces Moreira estaba tachado de bandido y su
fama recorría los pueblos de nuestra campaña.
Y había sin embargo en el conjunto de su arrogante apostura tanta nobleza,
tal sello de simpática bravura, que uno se hacía en su pensamiento esta
fuerte conclusión: es imposible que este hombre sea un bandido.
No había en su semblante una sola línea innoble, su continente era marcial
y esbelto, y hablaba con un acento profundo de ternura, bañando, por decirlo
así, el semblante de su interlocutor con la intensa y suavísima mirada que
brotaba de su pupila de terciopelo.
Era una cabeza estatuaria colocada en un tronco escultural.
Entonces Moreira tenía apenas treinta y cuatro años.
Era alto y regularmente grueso, vestía con lujo pintoresco el traje nacional,
que llevaba con una desenvoltura y una arrogancia notable.
Su hermosa cabeza estaba adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos
rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera, barba magnífica
y sedosa que descendía hasta el pecho, sombreando graciosamente una boca
algo gruesa donde se hallaba eternamente dibujada una sonrisa de suprema
amargura.
Sus más hermosas facciones eran los ojos y la nariz: los primeros iluminaban
su semblante atrayente, dándole una expresión inteligente y altiva; la segunda,
ligeramente aguileña, contribuía a aquella expresión de simpática bravura
que dominaba en aquel semblante.
Vestía entonces un chiripá de paño negro sujeto a la cintura por un tirador
cubierto de monedas de plata, que le servía para oprimir su estómago algo
saliente.
De este tirador pendían por la parte de adelante dos brillantes trabucos
de bronce, y sujetaba sobre el vacío, al alcance de la mano derecha, una
daga lujosamente engastada.
El aseo de su ropa, que se veía en su blanquísima camisa y en el prolijo
cribo del calzoncillo, era notable.
Su traje estaba completado por una bota militar flamante, adornada con espuelas
de plata, un saco de paño negro, un pañuelo de seda graciosamente enrollado
al cuello, y un sombrero de anchas alas.
En su mano derecha, pendiente de la muñeca, se veía un látigo de plata,
de los llamados brasileros; en el dedo meñique usaba un brillante de gran
valor, y sobre su pecho, cayendo hasta uno de los bolsillitos del tirador,
brillaba una gruesa cadena de oro que sujetaba un reloj remontoir.
Este era Juan Moreira, cuyos hechos han pasado a ser el tema de las canciones
gauchas, y cuyas acciones nobles se cantan tristemente al melancólico acompañamiento
de la guitarra.
¿Qué motivo poderoso, qué fuerza fatal fue la que empujó por la pendiente
del crimen a un hombre nacido con todas las condiciones de un bello espíritu,
y que hasta la edad de treinta años fue un ejemplo de moral y de virtudes?
Tomemos su vida diez años atrás y encontraremos la razón de la conducta
que observó Moreira en el último tercio de su vida.
Hemos hecho un viaje expreso a recoger datos en los partidos que este gaucho
habitó primero y aterrorizó después, sin encontrar en su vida una acción
cobarde que arroje una sola sombra sobre lo atrayente de la relación que
emprendemos.
Era
una especie de judío errante que combatía eternamente, disputando a la justicia
su cabeza, porque sabía que entregarse era morir irremediablemente y porque
en su insolente orgullo había dicho y repetido que no existía una partida
de policía suficientemente fuerte para prenderlo.
Tomemos, pues, como punto de partida aquella época de su vida, que llamaremos
Los amores de Moreira.
La gran causa de la inmensa criminalidad en la campaña está en nuestras
autoridades excepcionales.
El gaucho habitante de nuestra pampa tiene dos caminos forzosos para elegir:
uno es el camino del crimen, por las razones que expondremos; otro es el
camino de los cuerpos de línea, que le ofrecen su puesto de carne de cañón.
El gaucho, en el estado de criminal abandono en que vive, está privado de
todos los derechos del ciudadano y del hombre; sobre su cabeza está eternamente
levantado el sable del comandante militar y de la partida de plaza a quien
no puede resistirse, porque entonces, para castigarlo, habrá siempre un
cuerpo de línea.
Ve para sí cerrados todos los caminos del honor y del trabajo, porque lleva
sobre su frente este terrible anatema: hijo del país.
En la estancia, como en el puesto, prefieren al suyo el trabajo del extranjero,
porque el hacendado que tiene peones del país está expuesto a quedarse sin
ellos cuando se moviliza la guardia nacional, o cuando son arriados como
carneros a una campaña electoral.
El gaucho viene a ser un paria en su propia tierra, que no sirve para otra
cosa que para votar en las elecciones con el juez de paz o el comandante,
o para engrosar las filas de los regimientos de línea, a que tiene horror.
¡Y que tiene razón de sentir aquel horror a los cuerpos de línea!
El gaucho marcha a la frontera, enviado por vago (no encuentra trabajo),
por falta de papeleta (no votó con el comandante, sino con su patrón), o
simplemente porque su mujer es una paisanita hermosa y codiciada.
Va a la frontera con una barra de grillos en los pies, como si fuera un
criminal miserable; allí sufre durante dos años de desnudez, el hambre y
los horribles tratos de un cuerpo de línea, pudiéndose dar por feliz si
al cabo de este tiempo puede obtener su cédula de baja.
El gaucho vuelve a su pago, creyendo olvidar sus sufrimientos en la tranquilidad
de su rancho y al lado de su mujer y sus hijos, pero es precisamente allí,
en su rancho, donde le espera la desventura, el dolor y la vergüenza.
Sus caballos y sus animalitos se los han repartido como botín de guerra
los que han saqueado su rancho; su mujer, sitiada por hambre, vive con el
mismo alcalde o teniente alcalde que lo envió a la frontera, engrillado,
con este solo objeto, y sus hijitos, sus pobres hijitos, han sido regalados
a diferentes familias a quienes servirán de criados sabe Dios hasta cuándo.
El dolor rebosa en su alma al contemplar este cuadro de desolación y dolor
supremo, su corazón absorbe todo el veneno que tanta maldad ha derramado
en él, y el gaucho se lanza al camino lleno de odio y ansioso de venganza.
Entonces es puesto fuera de la ley que para él no existió nunca, y condenado
a pelear en el campo para defender su cabeza que codicia la partida de plaza,
con la que pelea hasta morir, porque sabe que una vez rendido será inmediatamente
muerto por haberse resistido a la autoridad, o por cualquier otro pretexto.
El alcalde teme que el gaucho venga una noche a cobrarle con su puñal la
cuenta de sus desventuras, y quiere deshacerse de él a todo trance para
librarse de aquella venganza, tardía a veces, pero segura siempre.
Aquel hombre tiene que vivir huyendo como un bandido; tiene que robar para
llenar las necesidades de la vida; empieza por matar defendiendo su cabeza
y concluye por matar por costumbre y por placer, porque la vida errante
le ha hecho contraer el vicio de la bebida y los que acompañan a este o
son engendradas por él.
He aquí por qué este hombre de hermosísimas prendas de carácter, dotado
de una inteligencia natural y de un corazón de raro temple, se lanza a la
senda del crimen, que recorre paso a paso, hasta sucumbir como Moreira,
combatiendo contra una partida de gendarmes ayudados por la tropa, que ha
ido directamente a matarlo, o caer entre las manos de la justicia, cuando
el sueño y la fatiga lo han rendido, como Julián Andrade.
¿Tenemos nosotros derecho para condenar a este criminal con todo el peso
de la ley?
Y sin embargo nuestros presidios están llenos de estos tipos que habían
nacido para todo, menos para asesinos y bandidos, a quienes se aplica la
última pena, que sufren con una serenidad hermosa y un valor inquebrantable.
He aquí la existencia de nuestro gaucho, narrada a grandes rasgos, pero
con una exactitud innegable.
Volvamos ahora al protagonista del drama policial que nos ocupa, tomándolo
años antes de su primera puñalada.

Los
amores de Moreira
Moreira vivía en el partido de Matanzas, donde se había criado desde pequeñito,
sin haber conocido a su padre, que era aquel tremendo Moreira que hizo fusilar
Rosas, dándole una carta para Cuitiño, en cuya carta le daba orden de fusilarlo
y que la víctima creía ser una orden para que le entregase un dinero que
le había prometido.
Muchos de nuestros lectores que vivieron en aquellas épocas luctuosas, tal
vez hayan conocido al padre de nuestro héroe.
Ya hemos dicho que Juan Moreira, como la mayoría de nuestros gauchos, tocaba
la guitarra con ese sentimiento artístico que nace del corazón y que no
se puede imitar, acompañándose con tiernas décimas y tristes, que gemían
melancólicamente al poder sentido de su hermosa voz.
En aquellas plácidas noches de luna, en que se ve el campo plateado por
la luz suavísima del astro de la noche, Moreira ensillaba su caballo con
esa coquetería cariñosa que tiene siempre para su pingo el gaucho de buena
ley, y colgando la guitarra a los tientos del recado, se iba a algún rancho
amigo, donde era siempre bien recibido, porque con él iban la alegría y
la perspectiva de una noche de baile.
La jarana se armaba entonces en toda regla: al rancho empezaban a caer los
amigos de los alrededores, el cimarrón circulaba de boca en boca, alternando
con un traguito de ginebra, y el baile seguía a la décima y al triste, baile
alegre e inocente que duraba hasta las doce de la noche o la una de la madrugada.
En estas correrías y jaranas Moreira conoció a Vicenta, joven paisanita
cuya hermosura era proverbial en el pago, y entonces el rancho de Vicenta
fue el preferido por Moreira para sus noches de baile y alegría.
Generalmente querido por su extremada bondad y mansedumbre, en los bailes
que improvisaba Moreira no había el menor disgusto, pues a la par que se
le quería, se le respetaba, y ninguno hubiese querido granjearse su enemistad.
Este género de bailes pasa siempre en el mayor orden, porque a ellos concurre
sólo la buena gente trabajadora y alguno que otro forastero que es invitado
a desensillar, porque la hospitalidad para el gaucho es una especie de religión
que practica con placer.
Los gauchos alzados y vagos no concurren nunca a este género de bailes,
porque siempre andan huyendo de los centros de población, frecuentados por
la autoridad.
Su teatro es la pulpería, donde se apea de noche y de donde sale de día
a vagar hasta la vecina, con el ojo siempre avizor y la daga al alcance
de su mano.
A los bailes que Moreira improvisaba en casa de Vicenta, asistían, además
del paisanaje, el teniente alcalde del cuartel que habitaba y uno que otro
comerciante amigo del paisano o de la familia.
Moreira
amaba a Vicenta como ama el gaucho en su inocencia primitiva, sin hablarle
una palabra, pero revelándole el amor de su alma virgen con la mirada de
sus magníficos ojos y el proverbial "dispense, doña Vicenta", con que le
dedicaba sus más sentidas décimas y amorosas trovas.
Vicenta comprendía este amor y callaba, correspondiéndolo con una mirada
expresiva y el mate especial que le servía, ligeramente espolvoreado con
canela.
Moreira era un joven sumamente arrogante y de los más acreditados en el
partido como valiente y como el mejor cantor, prendas que en la campaña,
para la mujer, son estimadas con preferencia.
El padre de Vicenta veía estos amores con cierta vanidad, pues a más de
todo esto, Moreira era un hombre trabajador, honrado y dueño de una fortunita
que, trabajada, podía ser algún día una riqueza.
El buen paisano alentó los amores de Moreira, para provocar entre los dos
jóvenes un honesto casamiento.
El teniente alcalde, que frecuentaba las reuniones a que aludimos, hacía
tiempo que andaba enamorado de la gentil Vicenta, pero con distintas intenciones
de las de Moreira.
Quería emprender la seducción de Vicenta, y no podía mirar con tranquilidad
aquellos amores; primero, porque ellos desbarataban sus planes, y segundo,
porque Moreira era un paisano sagaz, con quien no se podía jugar sucio.
El teniente alcalde empezó entonces a fraguar la trama eterna que da por
resultado la frontera y los grillos para el que se persigue con cualquier
pretexto, aunque la trama iba esta vez a hacerse difícil, pues se estrellaba
en un hombre intachable por su conducta.
Moreira no malició la perfidia que le reservaba el teniente alcalde; tranquilo
y servidor como siempre, siguió en sus bailes y en sus amores con Vicenta,
amores ya aceptados por el padre.
Fue en estos días que Moreira facilitó al almacenero Sardetti la suma de
diez mil pesos que éste le pidió para hacer una compra de frutos del país,
préstamo que fue hecho sin recibo ni documento alguno y completamente a
la buena fe de ambos.
Moreira se había decidido por fin a hablar y había concertado su casamiento
para un mes después.
Fue aquella una fiesta memorable, en la que hubo licor de rosa y tortas
fritas, en que se bailó hasta destabarse y se tocó la guitarra hasta "sol
alto".
Y fue también en esa noche que tuvo lugar el primer acto de hostilidad del
teniente alcalde, que no concurrió al baile y al otro día mandó a sacar
a Moreira una multa de quinientos pesos por haber dado baile público "sin
permiso de la autoridad".
Moreira, a pesar de la opinión de su suegro, preocupado por su reciente
felicidad, pagó la multa, diciendo que, sin duda alguna, aquélla era el
remojo que cobraba el amigo don Francisco.
Pero las multas empezaron a repetirse con frecuencia, lo que empezó a alarmar
al pacífico vecindario que comprendía la injusticia de ellas.
Un día Moreira era citado a casa del teniente alcalde, porque se había encontrado
un animal de su propiedad haciendo daño en los sembrados y era preciso abonar
la multa, que el paisano pagaba humildemente, aunque sin ninguna voluntad
y protestando de la injusticia.
Otro día era una multa por no haberse presentado a un supuesto llamado de
la autoridad, y otro, en fin, por haber molestado al vecindario a deshora
con su acto.
Estas multas empezaron a agriar poco a poco a Moreira, hasta que un día
se presentó en casa del amigo Francisco, decidido a saber el porqué de esta
persecución.
El amigo Francisco escuchó agriamente el justo y humilde reclamo y le respondió
con aspereza que no tenía que darle cuenta de sus acciones y que si no pisaba
más derecho le iba a remachar una barra de grillos.
Ante esta amenaza Moreira palideció, pero dominándose rápidamente, le dijo:
-Yo no he ofendido a nadie, don Francisco: usted me persigue de puro vicio
y esto va a acabar mal.
-Parece que me amenazas -respondió don Francisco alzando la voz-; pues ahora
mismo irás al cepo.
Moreira fue puesto en el cepo, donde permaneció cuarenta y ocho horas, sin
que se le oyera pronunciar una sola queja.
Es preciso saber lo que es un cepo de justicia de paz, en los lejanos y
abandonados pueblos de nuestra campaña.
Un cepo de esta clase es siempre una gruesa viga de ñandubay u otra madera
dura, llena de agujeros y aserrada a lo largo, tomando por centro la mitad
de los agujeros; la parte baja de este aparato está asegurada en el suelo,
a la vez que va adherida por medio de grandes bisagras a un extremo, la
parte alta que se cierra al otro por un gran candado.
Aquel aparato inquisitorial está colocado siempre a campo y bajo un árbol,
que es la única protección que el paciente tiene contra los soles y las
heladas y adonde es puesto del pescuezo, de las piernas o de donde se le
ocurre al teniente alcalde que manda ejecutar el martirio.
Allí fue puesto Moreira de las piernas y allí permaneció cuarenta y ocho
horas sin que se le oyera la menor protesta contra aquel proceder arbitrario,
mansedumbre que irritó al amigo Francisco, hasta el extremo de mandar echar
de allí a Vicenta, que vino a pasar la noche al lado de su marido.
Igual proceder se mandó observar con el suegro y los numerosos amigos que
fueron a visitar al preso, única protesta muda que les era permitida de
aquella acción cobarde.
Cuando Moreira
fue puesto en libertad, se dirigió a su rancho, donde ensilló su caballo,
y se fue a casa de su compadre Giménez, padrino de su casamiento, a quien
relató lo que sucedía y pidió consejo, pues no quería desgraciarse por aquel
hombre que tan sin motivo se había puesto a perseguirlo.
Giménez aconsejó a Moreira se fuese al Juzgado de Paz y contase lo que sucedía,
pidiendo se evitase que aquel hombre siguiera cometiendo estos abusos.
Pero a Moreira se había anticipado el amigo Francisco, imponiendo al juez
de que aquel diablo había empezado a echarse a perder y que había tenido
que ponerlo en el cepo porque había llevado su insolencia hasta amenazarlo.
El gaucho invocó sus derechos ¿pero qué gaucho tiene derechos? Invocó la
justicia, palabra hueca para él, y no fue escuchado; ofreció acreditar su
conducta con los vecinos de su cuartel, y fue expulsado del juzgado con
la amenaza de que si no se corregía sería enviado a la frontera con el primer
contingente.
El gaucho salió del juzgado con la primera semilla de venganza en el corazón,
y convencido de que para él no había más derecho que el que le proporcionara
el filo de su puñal, ni más justicia que la que él mismo se hiciera.
Regresó a su rancho, sombrío y con la frente oscurecida por la resolución
inquebrantable que había adoptado.
Los paisanos estaban asombrados de la mansedumbre de Moreira, llegando alguno
de ellos a decirle que no fuera tonto, que no soportara las porquerías del
amigo Francisco callado la boca, pues entonces aquél lo agarraría como hijo.
Moreira sonrió y comunicó a los paisanos que había resuelto desde ese día
no tolerar nada.
Así pasaron algunos meses, sin que el gaucho fuese molestado de nuevo; parecía
que se hubiera olvidado lo pasado, y la alegría había vuelto a renacer en
el rancho de Moreira.
Sin embargo, desde aquel día en que fue expulsado del Juzgado de Paz, Moreira
cambió su cuchillo de trabajo por una lujosa daga, que sólo usaba en los
días de combate con los indios y a la que había afilado con sumo esmero.
Así pasó el tiempo; se cambió el juez de paz, que no removió a la mayor
parte de alcaldes y teniente alcaldes, entre los que quedó el amigo Francisco;
pero Moreira no fue molestado.
Parece que el amigo Francisco había cambiado de táctica o había sabido lo
que para el porvenir debía esperar de Moreira, y tuvo miedo.
El gaucho tuvo un hijo, que vino a absorber su cariño y todo su tiempo;
la lujosa daga cayó de su cintura para dejar sitio a la cuchilla de trabajo,
y la antigua alegría volvió a sentar sus reales en el humilde rancho.
Los bailes renacieron, la guitarra volvió a sonar y la magnífica voz del
gaucho volvió a escucharse cantando hermosas décimas y picarescos pies de
gato.
El amigo Francisco no volvió a aparecer por el rancho de Moreira, pero mandó
emisarios que dijeron a Moreira que sentía infinito lo que había sucedido
y que quería olvidar lo pasado.
Ya hemos dicho que Moreira tenía bellísimas prendas de carácter: su corazón
era incapaz de guardar por tanto tiempo la idea de una venganza y fue él
mismo a estrechar la mano del amigo Francisco y a convidarlo para el bautismo
de Juancito, que debía celebrarse el próximo sábado.
Ese día llegó, alegre para todo el sencillo vecindario del apreciable gaucho;
hubo carne con cuero y baile de noche; se echó la casa por la ventana y
la ginebra y el licor anduvieron por alto, alternados con el mate y las
guitarras, pues cada amigo había caído con la suya, para amenizar el baile
del amigo Moreira
A la cara hermosa del paisano asomaba toda la felicidad que aquel hijo había
derramado en su alma, haciéndolo renacer: cantó toda la noche, y en medio
de los más frenéticos aplausos cepilló un malambo que daba mil gustos, según
la expresión característica.
Moreira se excedió en la bebida un tanto, lo que fue motivo de mayor alegría
y algazara; pues según los que lo han tratado, cuando estaba divertido,
era cuando se le veía más alegre y accesible a todo género de bromas.
Aquel baile hizo época en el partido, porque duró dos noches y el día que
a éstas separara.
Fue siempre en medio de la más franca y cordial alegría, pues cuando algún
invitado se mamaba, era conducido al pequeño bosque donde dormía a su gusto
y de donde regresaba al baile.
Así fue bautizado el pequeño Juan Moreira, abriendo una nueva faz al espíritu
del padre, que se había vuelto más contraído aún en el trabajo, pues ya
tenía un porvenir que labrar.
Las hostilidades, suspendidas por el teniente alcalde, volvieron a hacerse
sentir con pequeñas miserias.
Un día fue llamado por el amigo Francisco, quien le notificó que tenía que
pagar cuatrocientos pesos de multa, porque dos vacas de su propiedad habían
andado haciendo daño en los sembrados de trigo.
Moreira palideció de ira, buscó en la cintura el sitio de la daga, pero
la silueta de su hijito cruzó por su imaginación y se contuvo.
Pagó la multa y se alejó de aquella "casa de justicia", sintiendo en su
corazón que la misma idea de venganza que lo hiciera latir aquel día que
estuvo en el juzgado, volvía a renacer más poderosa.
Volvió sombrío a su rancho y se ocupó esa noche en concluir un par de lujosas
riendas trenzadas, verdadero primor gaucho, que hacía días fabricaba para
su Juancito que, aunque recién caminaba, ya lo acompañaba en sus paseos,
a las cabezadas de su recado.
Vicenta había engrosado.
La felicidad había corregido las suaves líneas de su cara oval y bondadosa,
y era una hermosa paisanita, cuyo más inmenso placer consistía en peinar
los negros rulos y la sedosa barba de Moreira.
Por aquellos tiempos Moreira tuvo necesidad de dinero para efectuar una
compra de haciendas baratas, y pidió al amigo Sardetti los diez mil pesos
que le prestara hacía más de un año.
Sardetti pidió espera porque los negocios no andaban muy católicos, y Moreira
accedió sin vacilación, suplicando que le efectuara el pago lo más pronto
posible, por aquello de que "la necesidad tiene cara de hereje".
Así pasaron dos meses.
Moreira siempre cobrando y el almacenero siempre pidiendo esperas y alegando
que no tenía ni aun mil pesos que poderle dar a cuenta.
Moreira fue perdiendo la paciencia poco a poco, hasta que un día hizo presente
al deudor que si no le pagaba los diez mil pesos se iba a ver en la necesidad
de demandarlo.
El pago no se efectuó, y Moreira entabló su demanda ante el amigo Francisco,
que mandó buscar a Sardetti.
Fuera que éste se hubiera entendido con el teniente alcalde, fuera simplemente
obra de su mala fe, Sardetti negó la deuda, asegurando que no debía a Moreira
un solo peso.
-¿Y a qué viene entonces tanta mentira? -preguntó hostilmente el teniente
alcalde-. ¿Por qué vienes a cobrar un dinero que no es tuyo?
-Cobro mi plata que he prestado -replicó Moreira trémulo de ira-, y la cobro
porque la necesito; este hombre quiere robarme si dice que no me debe y
yo entonces vengo a pedir justicia.
-La justicia que te he de dar es una barra de grillos, ladrón, que vienes
a contar bolazos.
Al sentirse tratar así, Moreira tembló, miró a aquellos hombres de una manera
feroz y llevó la mano a la espalda, mano que retiró vacía porque conociéndose
se había tenido miedo a sí mismo y había dejado en su casa las armas.
-¿Quieres decir que no me debes nada? -preguntó trémulo a Sardetti, que
palideció, pero que contestó secamente:
-¡Nada!
-¿Y usted no quiere hacer que me pague? -preguntó, dirigiéndose al teniente
alcalde.
-Es claro, puesto que nada te debe, y que tú has venido a "jugar sucio".
A la anterior alteración de Moreira se sucedió una de aquellas calmas que
son más temibles aún que la explosión de la cólera, pues ellas son hijas
de una resolución suprema y de un carácter poderoso.
-Está bueno, amigo -dijo Moreira, dejando caer la mirada de sus negros ojos
sobre Sardetti-. Usted me ha negado la deuda para cuyo pago le di tantas
esperas, pero yo me la he de cobrar dándole una puñalada por cada mil pesos.
Y usted, don Francisco, que me ha "echado al medio" de puro vicio, guárdese
de mí, porque usted ha de ser mi perdición en esta vida.
Moreira iba a retirarse, pero fue detenido por don Francisco, que, llamando
al soldado de la partida que con él representaba allí la justicia (rara
justicia), lo hizo meter en el cepo, esta vez de cabeza, por desacato a
la autoridad.
Moreira se dejó poner en el cepo sonriendo, porque sabía que pronto había
de llegar la hora de su desquite, y sufrió las insolencias y aun los golpes
del amigo Francisco, sin pronunciar una sola palabra.
Al día siguiente fue puesto en libertad, y oyó de boca del amigo Francisco
estas palabras:
-La tercera es la vencida, y si vuelves a las andadas te remitiré a la frontera
con una buena barra de grillos.
Moreira escuchó estas palabras sin apagar de sus labios la sonrisa que los
orlaba y se retiró, replicando sencillamente: "hasta la vista entonces,
don Francisco".
Moreira se fue a su casa, donde permaneció todo el día prodigando a su hijo
y a su mujer un mundo de tiernas caricias; estuvo tocando en la guitarra
una serie de tristes, hasta la hora de cenar, en que asistió a la mesa por
pura fórmula.
Llegada la noche, Moreira se vistió cambiándose la ropa interior, y poniéndose
a la cintura su daga de combate, ensilló su caballo parejero con esa prolijidad
que usa el gaucho cuando ha de hacer una larga jornada.
Sus ojos brillaban de una manera particular y su fisonomía había tomado
una expresión de fúnebre amenaza.
-¿Adónde vas a estas horas? -preguntó Vicenta cuidadosa, al ver los preparativos
que había estado haciendo.
-Voy a lo de mi compadre Giménez -respondió este saltando sobre su caballo-;
no tardaré en volver.
El suegro, que estaba en el rancho acompañando a la hija y ayudándola a
sobrellevar la pena que le causaba la prisión del marido, trató de averiguar
a Moreira dónde iba a aquellas horas.
-Ya vuelvo, tata viejo -contestó el paisano y, oprimiendo los ijares de
su overo bayo, se perdió en las sombras de la noche.
¿Adónde iba Moreira, que así precipitaba la marcha del inteligente animal,
que parecía comprender el apuro del jinete?
Moreira corría como quien huye entre las sombras de la noche de un peligro
imaginario.
El viento agitaba su largo cabello, que iba a azotar su espalda; y su sedosa
barba, dividida por el mismo viento, cubría sus hombros como un manto de
crespón.
Y animaba la marcha del caballo con la palabra, queriéndole imprimir el
ardor que sentía por llegar al punto de su destino.
A los veinte minutos de marcha, sujetó el caballo en una de esas características
pulperías de campaña, echó pie a tierra, ató con un nudo fácil el maneador
en el palenque y penetró en la pulpería, concurridísima a esa hora.
Era ésta la pulpería de Sardetti, y Moreira iba allí a cobrar sus diez mil
pesos y a tomar cuenta del proceder del pulpero.
En la trastienda de la pulpería, sentados sobre alguna silla milagrosa y
cajones vacíos, había una media docenas de paisanos que se ocupaban de comentar
el proceder del teniente alcalde y la desgracia en que había caído Moreira.
Cuando éste entró, los paisanos se pararon, contestando a su comedido saludo;
unos se contentaron con decirle: "Dios lo guarde, amigo Moreira", mientras
otros le estrechaban afectuosamente la mano.
Sardetti había visto entrar al gaucho y había palidecido mortalmente: su
corazón tembló anunciándole la causa de aquella visita y tendió la vista
por la trastienda interrogando el semblante de los concurrentes.
Moreira estaba allí, sereno, altivo, recibía de los amigos calurosas felicitaciones
por su libertad y sonreía dejando ver por la abertura de sus labios la doble
fila de sus blanquísimos dientes, que formaban un hermoso contraste con
su negra barba.
-Una copa, pulpero -dijo tranquilamente, dirigiéndose a Sardetti-. Amigos
-dijo a los paisanos-, yo pago la vuelta.
Sardetti se apresuró a obedecer, y llenó los vasos que los paisanos enjuagaron
a la salud de Moreira.
-¡Han creído que soy vaca que se ordeña sin manear -prosiguió diciendo-,
y así va a ser la cornada! Me han agarrado por bueno y se me hace que esta
vez no la han de sacar por tarja.
Moreira pidió otra vuelta y con una tranquilidad aterradora siguió hablando
así, dirigiéndose a los paisanos:
-La paciencia se gasta, porque no es oro, y siento que la mía ha ido a parar
a la loma del diablo; anoche me ha hecho su blanco el teniente alcalde y
me ha tenido en el cepo, pero hoy la vaca se ha vuelto toro y no hay que
hacerle al dolor.
El pulpero tragaba saliva, dejando ver en su palidez el espanto que le dominaba:
la calma de Moreira le hacía prever una desgracia, desgracia inevitable,
pues sabía que las palabras de Moreira no eran hijas de una mera compadrada,
sino que ellas eran dictadas por una resolución inquebrantable; la amenaza
que le había hecho el paisano no se había borrado de su memoria y veía que
el momento de cumplirla había llegado fatalmente.
-Todos ustedes saben que yo presté a este hombre diez mil pesos -continuó,
señalando a Sardetti con el cabo del rebenque-; he tenido que demandarlo
porque no había podido conseguir que me pagara, ¿y saben lo que me ha contestado?
Pues ha dicho que yo era un ladrón, y que no me debía un medio.
Y al decir esto, la voz del paisano se había vuelto trémula y sus ojos estaban
empañados por las lágrimas que de ellos hacía brotar el coraje.
-Es verdad, amigo Moreira -respondió humildemente el pulpero-, yo he negado
la deuda porque no tenía plata y si la confesaba me iban a vender el negocio;
pero yo sé que le debo y algún día le he de pagar.
Moreira no hizo caso de las palabras del pulpero y siguió hablando de esta
manera a los paisanos, que ya habían comprendido las intenciones con que
había ido allí el gaucho, y que adivinaban la escena tremenda que iba a
pasar.
-Me han puesto en el cepo de cabeza, como a un ladrón, me han golpeado cuando
me han visto indefenso -y mostraba sobre su altiva frente una ligera cicatriz
que recibió al ser metido en el cepo-, y por último, me han largado con
el calor de la marca, diciéndome que me habían de mandar a la frontera.
Y los ojos del gaucho se dilataban de una manera feroz, dejando ver un brillo
frío y siniestro que hacía la impresión de una puñalada.
Uno de los paisanos que lo escuchaba, más viejo y más amigo de Moreira que
los otros, le dijo que tenía mucha razón, pero que un perro de aquella especie,
no merecía que un hombre de bien se perdiera haciendo una hombrada.
-Tú tienes un hijo -concluyó aquel gaucho bondadoso-, y va a padecer las
consecuencias de lo que hagas. Si no lo haces por mí, hazlo por esa prenda
de tu cariño, y vámonos tomando la copa del estribo.
Una inmensa agonía cruzó como un relámpago el hermoso semblante de Moreira,
y mirando tristemente al hombre que le había recordado su hijo, le replicó:
-Yo no me voy sin haber cumplido mi palabra y sin terminar lo que voy a
hacer, y no tomo la copa del estribo, porque no quiero que mañana digan
que lo que yo he hecho lo hice divertido, porque no tuve entrañas para hacerlo
fresco.
El paisano viejo trató de persuadirlo de nuevo, haciéndole oír razones sencillas
y tocantes, pero todo fue inútil.
Moreira estaba decidido a cumplir su palabra a pesar de todo, y no hubo
razón que lo hiciera ceder.
-Concluyamos que es tarde -dijo levantándose de pronto-: Amigo Sardetti,
vengo a que me pague los diez mil pesos o a cumplir mi palabra empeñada.
El pulpero vaciló, miró con espanto a Moreira, y dirigiendo una mirada de
suprema súplica al paisano que había tratado de disuadir a aquel terrible
acreedor, respondió de una manera humilde y quejumbrosa:
-Yo no tengo plata, amigo Moreira; espérese unos días, y le juro por Dios
que le he de pagar hasta el último peso.
-No espero más -contestó el paisano con suprema altivez-, vengan los diez
mil pesos o te abro diez bocas en el cuerpo, para que por ellas puedas contar
que Juan Moreira cumple lo que promete, aunque lo lleve el diablo.
Y con mano segura desnudó su daga que brilló con un fulgor siniestro.
Los paisanos habían quedado helados, Sardetti estaba más muerto que vivo,
y Moreira, arrogante y altivo, con la daga en la mano y la manta de vicuña
volcada sobre el brazo izquierdo, estaba allí como el ángel del exterminio.
-O pagas sobre el acto -dijo imperiosamente Moreira-, o te abro como un
peludo.
-No tengo plata -balbuceó el pulpero en una especie de estertor, mientras
el paisano que desde un principio había tratado de evitar el lance se cruzaba
delante de la daga de Moreira, diciéndole:
-No te pierdas, hermano, el gringo no vale la pena y vas a tener que huir
del pago.
Moreira apartó al paisano con un ademán vigoroso, y, saltando al otro lado
del mostrador, se lanzó sobre Sardetti con el brazo encogido y en ademán
de tirar una puñalada.
Los paisanos cerraron los ojos para no ver aquello.
Cuando los paisanos abrieron los ojos creyendo que todo había concluido,
encontraron a Moreira todavía frente al pulpero.
¿Qué extraño pensamiento había detenido su daga con la fuerza de un brazo
humano?
¿Qué lo había hecho hacer un paso atrás en el momento de herir?, ¿había
tenido miedo?, ¿se había arrepentido?
No, Moreira había cedido a un sentimiento de hidalguía; había visto al pulpero
desarmado y no se había atrevido a herir, porque no había ido allí a cometer
un asesinato ni a dar muerte a un hombre indefenso.
Cuatro o cinco segundos duró apenas la vacilación de Moreira, que viendo
inmóvil aún al pulpero, le dijo de la manera más natural del mundo:
-¿Qué haces que no te defiendes?, ¿o quieres que te degüelle como a un peludo?
-No tengo armas -respondió Sardetti-, y aunque las tuviera, esto será siempre
un asesinato.
Moreira arrebató a uno de los paisanos el puñal de la cintura, y arrojándolo
a los pies del pulpero, se preparó a herir.
Sea que la cobardía de Sardetti fuera porque no tenía armas realmente, fuera
que comprendiese que sólo matando al gaucho podía escapar a aquel peligro
de muerte, al verse dueño de un cuchillo sus ojos brillaron y desapareció
por completo su aspecto de terror y de víctima resignada.
Empuñó la daga y esperó alerta el ataque, que debía ser impetuoso.
En la trastienda no había más gente que Moreira, los paisanos que allí se
encontraban a su llegada, el pulpero y un dependiente de catorce a quince
años, que estaba dominado por el espanto.
Una sola lámpara de querosene, colgada del techo por un alambre, alumbraba
aquella escena fuertemente dramática.
Los paisanos, cuando vieron que se trataba de un duelo, se apartaron y sólo
quedaron al lado del mostrador los dos combatientes, midiéndose con la mirada.
Cuando Moreira vio la nueva actitud que asumía el pulpero, cuando lo vio
apoderarse de la daga y esperar sereno el ataque, le dijo estas palabras:
-¡Así te quería ver, maula! -y lo acometió tirándole un hachazo a la cabeza,
que Sardetti evitó volcando el cuello, y respondió con una puñalada tremenda
que Moreira adivinó con su vista de lince y que evitó fácilmente con el
poncho que pendía del brazo izquierdo.
El combate era formidable: las puñaladas se dirigían rápidas y mortales
por una y otra parte, y aunque la lucha llevaba ya más de dos minutos, ninguno
de ellos se había podido herir.
Por fin Sardetti, comprendiendo que la duración del combate podía ser fatal
para él, porque su enemigo era poderoso y firme, hizo un poderoso esfuerzo
y se tendió a fondo en una terrible puñalada.
Aunque Moreira metió el poncho, aunque quebró su cuerpo como una vara de
mimbre, la punta del puñal de Sardetti, pasando a través de los pliegues
del poncho, fue a herirlo levemente en la tetilla izquierda.
-Ahora ya no te tengo asco -gritó Moreira al sentir sobre su pecho el frío
de la daga, y, bajando la cabeza y subiendo hasta la altura de sus ojos
el antebrazo izquierdo de que colgaba su poncho, entró a Sardetti por el
costado izquierdo con tal ímpetu, que le sepultó allí la daga por completo.
Sardetti lanzó una especie de quejido sordo, dejó caer la daga de su mano,
y vaciló sobre sus pies.
Entonces, como un relámpago, como una máquina de muerte, Moreira le dio
nueve puñaladas más: tres en el pecho, cuatro en el vientre y dos en el
costado, arriba de la primera.
Sardetti cayó pesadamente, sin pronunciar una palabra, sin proferir un acento
de dolor; parecía que la primera puñalada le había dado muerte y que las
otras las había recibido en el intervalo que tardó en caer.
Moreira contempló un segundo el cadáver de Sardetti, miró a los paisanos
que no habían vuelto de su estupor y salió de la pulpería diciendo:
-Ahora, que se cumpla mi destino.
Fue hasta el palenque, desató su caballo y se le sintió alejarse al trotecito,
como si quisiera aclarar sus ideas antes de llegar al paraje a que se encaminaba.
Así llegó a su rancho, donde era esperado con una ansiedad profunda.
Su suegro, hombre práctico en la vida, había adivinado con esa mirada clara
del paisano que su yerno salía para algo grave; lo comprendía por los sucesos
anteriores y por los aprestos que hizo aquél antes de dejar su rancho.
-No se hacen estas cosas con un hombre de su temple -había dicho el buen
viejo-, tanto se baraja el naipe que al fin se gasta, y mi Juan va a hacer
uno de estos días una hombrada que los va a dejar fritos.
Vicenta interrogaba a su padre, llorosa y espantada, al ver el triste ademán
con que el paisano trataba de consolarla.
-Vaya usted a buscarlo, tata -decía agarrando las manos del paisano-, vaya
a buscarlo, porque se me ha puesto que Juan ha ido a matar al amigo Francisco,
que así se ha puesto a perseguirlo.
-Lo que Juan haya ido a hacer -replicaba éste-, lo hará aunque se mezcle
el diablo. Cuando él ha salido así, es que no ha de tardar en venir -y el
viejo sonreía tristemente, porque estaba persuadido de que Moreira se había
ido a matar a media justicia, empezando por don Francisco.
-¿Y si lo matan, tata? -había preguntado Vicenta en el colmo de la desesperación.
-No hay quien haga esa gauchada -contestó el paisano-; para matar a Juan
tendrán que juntarse dos partidas.
Y era tal la profunda seguridad que tenía el viejo en el coraje y en la
vista de Moreira, a quien amaba con toda la sencillez del gaucho, que al
decir aquello había infundido valor al decaído espíritu de Vicenta.
En esta conversación estaban padre e hija, cuando relinchó el overo bayo,
relincho que arrancó un grito de placer a Vicenta, y que despidió al buen
viejo de la silla en que se hallaba sentado.
Cuando se asomaron al alero del rancho, ya Moreira había atado su parejero
al palenque, y se sentían en dirección al rancho sus conocidas pisadas,
acompañadas del metálico ruido que produce la rodaja de la espuela.
El paisano abrazó tiernamente a Vicenta y estrechó la mano tosca de su suegro,
en un apretón que fue la narración de todo lo que hiciera.
Su suegro lo comprendió así y guardó silencio; bajó la cabeza y quedó en
actitud pensativa.
Moreira estaba sereno, pero en su mirada hermosa se podía ver la tempestad
que cruzaba su espíritu varonil.
Hemos hablado con los empleados de policía que han combatido con Moreira,
inválidos todos, y que figurarán a su tiempo en esta narración, y hemos
conversado largamente con el capitán de las partidas de plaza de Lobos y
Navarro, inválidos también, y todos ellos nos han relatado la honda impresión
que producía la mirada de Moreira en el combate.
Su pupila se dilataba poderosamente sombreada por la larga pestaña; a sus
ojos afluía e irradiaba su espíritu varonil, dominándolo como la soberbia
mirada del león.
Pidió a su mujer un mate y cuando ésta se alejó a prepararlo, Moreira tomó
de nuevo entre las suyas la mano de su suegro, y con una expresión de infinita
melancolía le dijo:
-Me he desgraciado, tata viejo, he muerto a un hombre.
El viejo levantó la cabeza, miró a Moreira a través de un velo de lágrimas
y le preguntó sencillamente:
-¿En buena ley?
El paisano guardó silencio, pero abrió su saco y mostró coagulada sobre
la camisa la sangre de la herida recibida.
-¿Qué piensas hacer ahora, Juan? -preguntó el paisano, envolviendo en mirada
sagaz a su yerno.
-Me voy del pago, tata viejo, por unos días, mientras pasa el alboroto.
He matado sólo a Sardetti porque no encontré en su casa a don Francisco,
pero no por mucho madrugar amanece más temprano; ya le llegará su turno.
Y era verdad; antes de ir a su rancho, Moreira había estado en casa del
amigo Francisco; pero éste no estaba allí, había ido al juzgado a dar cuenta
de la cepiada, anticipándose al paisano como la vez primera.
-Es preciso, tata viejo, que usted me cuide a Vicenta y a Juancito, que
son prendas suyas también; sabe Dios cuándo pegaré yo la vuelta y no es
justo que ellos pasen trabajos por mí. Yo me voy, así como a la madrugada,
y antes de rumbiar el camino hablaré con mi compadre Giménez.
Moreira pasó la noche en su rancho, conversando indiferente de los trabajos
del campo y tratando siempre de ocultar a Vicenta lo sucedido, que ya lo
adivinaba por haber visto la empuñadura de su daga con sangre y su poncho
de vicuña desgarrado en varias partes y manchado también de sangre.
Al rayar el alba, Moreira se mudó de ropa, sujetó en el tirador una pistola
de dos cañones y revisó con una prolijidad asombrosa la montura de su overo
bayo, a cuyos tientos ató una cantidad de "vicios", como cuando salía con
la guardia nacional en persecución de indios.
Volvió a las casas, besó a su mujer en la boca, estuvo mirando largo rato
a su hijito que dormía, y oprimiendo la mano de tata viejo, saltó sobre
el overo bayo, que se perdió un instante después por entre los alfalfares
y alambrados.
Moreira caminó así un cuarto de hora, con la cabeza inclinada sobre el pecho,
el brazo derecho caído sobre las vueltas del lazo trenzado, y la mano izquierda
con las riendas llevadas al acaso, apoyadas sobre las cabezas del recado.
¡Sabe Dios el mundo de angustias que en esos momentos cruzaba por su espíritu!
La vida de martirio había empezado para él; sabía que el resultado de su
acción era la frontera, como sabía explicárselo en su rudo pensamiento,
que la frontera era su muerte civil, aprendizaje que había hecho con el
ejemplo de mil gauchos desgraciados que habían hecho igual suerte.
Y lo que Moreira había hecho aquella noche no era sino la mínima parte de
su sangriento plan.
La muerte de Sardetti, su cadáver, era el reto de muerte que dejaba allí
a la justicia de paz, cuyas partidas saldrían en su persecución a disputarle
sus pies para una barra de grillos y su cuerpo para engrosar un contingente.
Este último pensamiento fue sin duda lo que iluminó entonces su soberbia
cabeza, que irguió con una altanería imponderable; sujetó la marcha del
magnífico animal, divisó el campo con su vista de águila y, no percibiendo
persona alguna, hizo cambiar de frente al caballo, se empinó sobre los estribos
y permaneció inmóvil.
¿Qué miraba el paisano que lo hacía palidecer tan intensamente?
¿Por qué en la punta de sus negras pestañas se veían relucir gotas de llanto,
semejantes a las gotas de rocío que a esa hora se podían ver en cada hoja
de las flores y pastos silvestres?
El hundía su mirada en el horizonte, hasta llegar con ella a su rancho,
que hubiera parecido un pequeño punto blanco para cualquier otra mirada
que no fuera la mirada escudriñadora de un paisano.
Miraba su rancho, que era todo su mundo, pensando que tal vez lo dejaba
para siempre, sin volver a ver aquellos seres queridos de su corazón, o
para verlos de nuevo en una situación vergonzosa.
El gaucho cayó a plomo sobre el recado, como cediendo al peso de su pensamiento;
dos lágrimas rodaron sobre su barba, quedando allí brillantes y temblorosas;
arrojó con la punta de sus dedos, en dirección al rancho, un beso de despedida,
y bajó la rienda sobre el cuero del overo bayo cerrando sus flancos con
las espuelas.
El animal dio un brinco poderoso que hubiera dado en tierra con cualquier
otro jinete, y esta vez se perdió por completo, a impulsos de la carrera
vertiginosa.
Moreira fue a detener la marcha de su caballo en casa de su compadre Giménez,
con quien habló sin apearse.
-Compadre, anoche me desgracié -dijo Moreira así que se le acercó Giménez-;
allí en mi rancho queda todo lo que tengo en el mundo, que vengo a ponerlo
bajo su amparo, porque usted entiende esas cosas de la justicia y los podrá
proteger contra toda desgracia que allí quiera sentar reales. Una desgracia
nunca viene sola, y con usted he contado en la ocasión.
Giménez preguntó a Moreira cómo había sido aquello y el paisano narró el
drama de la pulpería, según su expresión, con todos sus pelos y señales.
Giménez lamentó lo sucedido, mostrando los inconvenientes que tenía aquel
proceder, pero Moreira lo interrumpió y le dijo:
-Ya está hecho eso, compadre, y es en vano lamentarse; ahora no hay más
que poner el hombro y hacer espalda ancha: el que hizo el perjuicio que
sufra el daño. Y ya que tanto me han pinchado y se han cebado en mí porque
me veían humilde, haciéndoseles bueno el partido, paciencia y barajar, compadre,
no hay que quejarse de lo que yo haga. Ahí le dejo eso, compadre -prosiguió
enterneciéndose por grados-, cuídemelos y cuente conmigo para todo en esta
vida.
Concluyó de hablar así, apretó las espuelas al caballo y tomó la dirección
del partido del Saladillo sin volver la cara.
Eran ya las cinco de la mañana y el sol, "el poncho de los pobres", empezaba
a dorar la mañanita.
Giménez, cruzado de brazos, se quedó contemplando cómo se alejaba aquel
hombre extraordinario.
Cuando lo hubo perdido de vista volvió a su casa, sacó las prendas de ensillar
y, aperando lindamente un magnífico oscuro tapado que le regalara Moreira
la noche de su casamiento, tomó el camino del cuartel que habitaba el fugitivo,
a enterarse bien de lo que había sucedido la noche anterior y de las medidas
que contra Moreira hubiera tomado la justicia de paz.
Cuando Giménez llegó a las primeras casas, fue recibido con la sangrienta
novedad.
Todos comentaban la muerte de Sardetti, de manera más o menos favorable
a Moreira.
El teniente alcalde se había puesto en campaña con cuatro soldados de la
partida y habían empezado las tropelías y desastres.
Los paisanos que presenciaron el hecho fueron reducidos a prisión y puestos
en cepo algunos de ellos.
El rancho de Moreira fue invadido por completo, como malón de indios, y
Vicenta y el suegro de Moreira fueron también conducidos a prisión.
Era necesario vengar la muerte del pulpero, y a falta del criminal, ahí
estaban su esposa y su hijo para satisfacer a la justicia de paz, que necesitaba
una víctima.
Giménez se impuso de lo que sucedía, y se trasladó al juzgado para obtener
la libertad de Vicenta y su padre, pero su pedido fue despreciado y desoído.
Su mujer, según el teniente alcalde, como su padre, debían saber dónde se
hallaba el bandido , y era preciso que lo confesaran para que la justicia
lo redujera a prisión.
Con ese objeto, y para costear los gastos del proceso, se había embargado
todo lo que a Moreira pertenecía, y ya se sabe lo que es un embargo de bienes
de un paisano.
Los animales se carnean por los depositarios y sus sembrados son destruidos
enteramente por el completo abandono en que quedan.
Moreira había caído en desgracia, y envueltos en ella habían caído también
su hijo y su mujer.
¿Quién podía defender a aquellos seres de los avances de aquella justicia
sui generis ?, ¿quién defendería aquellos intereses embargados para costear
un sumario que aún no se había principiado?
Sólo quedaba el puñal de Moreira, y sabe Dios dónde había sujetado éste
el vértigo de la carrera del overo bayo.
El cadáver de Sardetti fue recogido y sepultado de la mejor manera que se
pudo, y la partida de plaza salió en demanda del gaucho, con la orden de
reducirlo a prisión o matarlo si se resistía, última parte que se cumple
rigurosamente, aunque el gaucho a quien se persigue sea sorprendido durmiendo.
Y el gaucho que conoce esto, pelea con el ardor del que sabe que entregarse
es morir.
¿Qué había sido entretanto de Moreira?
Moreira se fue al partido del Saladillo y allí pidió hospedaje a unos amigos
que habían sido sus compañeros en tiempos más felices.
¿Qué gaucho niega su hospitalidad a un paisano en desgracia?
¿Quién niega un amparo al que ha caído en la enemistad de la justicia?
Ninguno, seguramente, porque la hospitalidad es una religión en el gaucho,
religión que no han podido extirpar de su alma los castigos, las fronteras,
y ese otro azote que el paisano llama sardónicamente la justicia, porque
justicia es para él la privación de todo derecho, la altanería del alcalde,
el sable de la partida de plaza, y el regimiento de línea, que es el último
tramo de su vía crucis.
La justicia para él es la causa de que le falte trabajo, pues el estanciero
lo rechaza temiendo que una leva lo deje sin peones; justicia es la palabra
que invocan para ponerle una barra de grillos porque en las elecciones no
votó con el comandante militar; y justicia, por fin, es la palabra que se
oye sonar siempre en pos de una aventura o de una tropelía.
Si tiene algún pingo lindo, la autoridad se lo quiere comprar, y si no se
lo vende se lo quita; y si reclama ya puede ganar el campo.
Por eso es que el paisano detesta todo lo que lleva el nombre de justicia,
y de ahí nace el amparo que presta al que viene huyendo de ella.
Así Moreira encontró asilo seguro en casa de sus amigos, a quienes narró
su desventura, con ese colorido lánguido y melancólico que imprime el paisano
en desgracia a todos sus actos y palabras.
Profunda impresión produjo en el espíritu de aquella gente sencilla la desgracia
del amigo Moreira y la narración de la escena de la pulpería, que sería
la causa de que a aquellas horas lo anduvieran buscando para prenderlo y
remacharle una barra de grillos.
-Y todavía estoy en el principio -había dicho amargamente el gaucho-, aquella
muerte es el principio de mi obra, y don Francisco es el fin con que tengo
que estrellarme. Ese hombre me ha humillado, sin que yo le haya dado motivo;
él me ha hecho banco y me ha echado al medio, haciéndosele bueno el partido,
y es la causa de que me halle como me veo. Ese hombre ha de morir a mis
manos, aunque después tenga que ganar la pampa para huir de las partidas.
-No se aflija, compañero -le replicó el amigazo que le había abierto su
rancho y el corazón-. Sólo la muerte no tiene remedio en esta vida.
-¿Y mi hijo? ¿Qué será de mi hijo y de Vicenta? -preguntó Moreira con una
indefinible expresión de dolor-. Tata viejo está ya achacoso y son capaces
de matarlo en el cepo para que confiese dónde estoy. ¡Ah, don Francisco!
-concluyó el paisano, abatiendo su hermosa cabeza en la palma de la mano-,
¡no tiene suficiente vida para pagarme el mal que me ha hecho!
Moreira guardó silencio, silencio que no se atrevieron a interrumpir ni
el dueño de casa ni las personas que con él estaban.
Las palabras del gaucho eran para ellos el reflejo de sus propias desventuras,
y cada cual pensaba en las suyas, recordadas por Moreira.
De repente, uno de los gauchos, el amigo Julián, abandonó su poyo y avanzando
hasta Moreira, le golpeó familiarmente el hombro, obligándole a levantar
la abatida frente.
Era éste un paisano pobremente empilchado, pero de rostro enérgico, iluminado
por una expresión de suma inteligencia.
Su nariz, aguileña y afilada, indicaba la firmeza de su carácter, y a su
pupila parda, suavemente humedecida por el enternecimiento que lo dominaba,
asomaban los relámpagos de un espíritu fuerte y bien templado.
Cuando Moreira sintió sobre su hombro el peso de aquella mano, levantó la
cabeza y miró al amigo Julián con su ojo escudriñador; aquellas dos miradas
se fundieron, por decirlo así, y ambos sonrieron: los paisanos se habían
comprendido en la expresión de la mirada, y habían hecho un punto.
El gaucho de corazón y de prendas de carácter no necesita hablar para ser
comprendido por otro gaucho; dotados de una sensibilidad delicada, llegan
al corazón con una mirada, en un lenguaje poderosamente elocuente.
Esto había sucedido con Moreira y el amigo Julián, en cuyas miradas había
habido una oferta y una aceptación.
-Ahora mismo me voy a Matanzas -concluyó Julián-, y mañana a estas horas
tendrá usted noticia de lo que por allá haya sucedido; hoy por mí y mañana
por ti. Puede descansar a su gusto, amigo, que yendo yo es lo mismo que
si usted fuera.
Moreira oprimió entre las suyas las manos del paisano, y salió con los otros
a la puerta a despedir al amigo Julián, que saltó sobre su caballo y se
perdió entre el follaje de los árboles; ni siquiera había alzado su chuspa
que se veía sobre un viejo baúl.
Moreira fue obsequiado con un churrasco que ni siquiera probó: estaba abatido
por la idea de su mujer y su hijito, a quienes se imaginaba que habían conducido
al juzgado y maltratado para averiguar su paradero.
Por momentos sentía deseos de montar a caballo e ir a buscarlos, pero se
acordaba de su venganza y, al pensar que ésta pudiera desbaratarse, se sentía
clavado en su sitio.
El paisano tomó la guitarra y se puso a preludiar un triste, pero la arrojó
en seguida lleno de hastío; estaba dominado por el pensamiento fijo en su
rancho y en los seres queridos que allí había dejado.
Los paisanos que en el rancho habían quedado respetaban su silencio, dejando
oír sólo de cuando en cuando el ruido característico que produce la bombilla
al absorber del mate los últimos vestigios de agua.
Moreira salió por fin al patio, nombre que dan los paisanos al pedazo de
suelo sin verde que está delante del rancho.
Fue hasta el palenque y sacó el apero del caballo, colocando las piezas
en el suelo, de manera de poder ensillar de un solo golpe; pidió un poco
de alfa, que dio al caballo, y se tendió sobre el recado, boca abajo, con
la barba apoyada sobre los brazos, que, doblados en sentido contrario, venían
a proporcionarle una especie de almohada.
Así permaneció toda la noche, inmóvil, sumido en su pensamiento y con la
mirada hundida en el horizonte.
Entonces se agolparon a su memoria las últimas injusticias que se habían
cometido con él, los ultrajes del juez de paz, los golpes que le diera el
teniente alcalde cuando estaba en el cepo de cabeza, y entonces se pintó
en su semblante todo el odio que afluía a su corazón ardiente y que inconscientemente
le hacía oprimir el puño de la daga.
Pensaba en Vicenta, pensaba en su hijo, que tal vez fuesen las víctimas
inofensivas de su acción, y de sus ojos caían silenciosas las lágrimas,
que iban a perderse entre la seda de su barba, después de haber resbalado
por la fiebre de sus mejillas.
Cuando Moreira levantó la cabeza y se sentó sobre su recado, ya la primera
luz del alba empezaba a dibujarse entre las últimas sombras de la noche.
Los pajaritos entonaban sus cantos matutinos al abandonar sus nidos y las
ovejitas balaban en diversos tonos, al ver abiertas las puertas del corral,
que para ellas presentaban la perspectiva del bocado de trébol humedecido
por el cristalino rocío de la noche.
El que no ha visto en el campo el despertar de la naturaleza en los primeros
minutos de la mañana, no ha visto la obra más asombrosa de la creación,
que pinta la grandeza del Creador del Universo en la más miserable de sus
manifestaciones: desde el leve temblor del cogollo de pasto que se mueve
a impulsos de la mansa brisa, hasta el alegre relincho del caballo que saluda
a su dueño al verlo aproximarse a la estaca que lo aprisiona durante la
noche.
Hay, en esta hora suprema de la mañana, una música inexplicable que brota
de todas partes y que conmueve nuestra alma como una caricia maternal que
recibiéramos al abrir los ojos.
Luego aparece el primer rayo que irradia el sol, el poncho de los pobres,
y que aprovecha el ave tendiendo su ala sobre la tierra como para secar
el rocío de la noche, y la naturaleza toma un nuevo vigor en sus manifestaciones
de la vida, como para saludar alegremente al astro divino de la mañana.
Moreira oprimió entonces su cabeza y aspiró con placer aquel aire, recibiendo
sobre su frente enardecida el primer rayo del sol naciente; se levantó enseguida
y, acariciando el cuello de su overo bayo, lo desató y lo llevó al lado
del pozo para darle agua.
El animal, como agradeciendo el cuidado, paró las orejas y golpeó el hombro
de su dueño, como haciéndole presente que estaba ya dispuesto para la fatiga.
Hecha esta operación, Moreira regresó a las casas, y se encaminó al fogón,
donde ya estaban los paisanos alrededor del fuego en que se calentaba el
agua para empezar a cebar mate, sin cuyo mate matinal, el paisano es hombre
muerto.
Moreira formó parte de la rueda, se reanudó la conversación del día anterior
y se empezaron a hacer comentarios sobre la pronta vuelta del amigo Julián,
que había prometido regresar esa noche, trayendo las noticias que con tanta
ansiedad esperaba Moreira y que debían marcar sus acciones posteriores en
la senda en que lo había arrojado la fatalidad.
Se trató de distraer al paisano, pero inútilmente: no había poder bastante
para arrancarle su pensamiento.
Así llegó el mediodía, hora de la siesta, y los paisanos se turnaban en
sus tareas, de manera que uno de ellos estuviese siempre haciendo compañía
al sombrío huésped.
Por fin llegó la tarde, y junto con ella la esperanza de ver aparecer de
un momento a otro al amigo Julián.
Moreira no había pegado sus ojos a la siesta, que pasó en el mismo desvelo
y asaltado por los mismos pensamientos que a la noche.
Esta tendió por fin sus negras alas, y la naturaleza quedó envuelta en su
poético letargo.
De pronto Moreira pegó un brinco y se precipitó al alero del rancho: su
oído finísimo había percibido el galope de un caballo, y su corazón, latiendo
precipitadamente, le había anunciado la vuelta de Julián.
Al fin iba a saber de los suyos, iba a poder obrar con entera libertad,
sabiéndolos en seguridad, pues se imaginaba estarían seguros en casa de
su compadre Giménez.
El galope del caballo fue haciéndose cada vez más perceptible, hasta que
la silueta del amigo Julián se dibujó a través de la escasísima claridad
de la noche.
Moreira respiró con fuerza, como si en sus pulmones no hubiera habido una
sola gota de aire, y un relámpago de suprema alegría cruzó iluminando por
un segundo la tempestad de su espíritu.
El amigo Julián había echado pie a tierra, y después de atar su caballo
al palenque, se dirigió a la puerta del rancho.
El aspecto del paisano era sombrío, su pisada era valiente y parecía querer
evitar el choque de la vista de Moreira, que comprendió inmediatamente que
las noticias que iba a recibir eran tristes y dolorosas.
-Coraje, amigo Moreira -fue el saludo del paisano-; no todo sale al paladar,
y para que algunas cosas salgan bien es preciso que otras se las lleve el
diablo; aunque de esta hecha puede que se vuelva con las maletas vacías.
-Largue todo el rollo, amigo Julián -dijo Moreira con una especie de sollozo-;
largue todo el rollo, que aquí hay suficientes entrañas para recibir las
noticias que me traiga: no le haga asco a la relación, por dura que sea.
-Vamos por partes, amigo; que quiero tomar las cosas desde su principio,
para que mi cuento salga bien.
Los paisanos entraron a la cocina y se sentaron alrededor del fogón, donde
estaba la eterna pava del agua; el amigo Julián vació el mate con que fue
obsequiado de entrada y empezó el relato de lo que había sucedido en Matanzas
después de la partida de Moreira.
Se hizo el silencio más absoluto y el gaucho habló así:
-Cuando yo caí a su pago, no se hablaba de otra cosa que del hecho de usted,
paisano, y de que la partida había salido a perseguirlo con orden de matarlo
en donde quiera que lo encontrara, y decir que se había resistido.
Al oír esto se vio temblar a Moreira y asomar una feroz expresión de exterminio
al terciopelo de sus pupilas.
-Esto será si pueden -contestó sencillamente-, y costándoles algo; siga
nomás, amigo.
-El amigo don Gregorio (suegro de Moreira) -prosiguió el paisano Julián-,
fue preso con la Vicenta para que declararan dónde se hallaba usted; pero
como vieron que no había cómo sacarle una palabra lo han puesto en libertad,
sin duda, para que viniera en su busca; pues le dijeron que si usted no
se presentaba la pagaría con su Vicenta y su hijo. El amigo don Gregorio
ensilló y salió a campearlo; pero dicen que ha pegado una rodada tan fiera,
que no va a contar el cuento.
A medida que Julián narraba, Moreira iba poniéndose intensamente pálido
y un temblor convulsivo movía todos sus músculos.
-Su compadre Giménez ha hecho todo lo posible para sacar a Vicenta, pero
no la han querido soltar, pues dicen que estando ella presa, usted ha de
volver a caer, y para ese caso, el alcalde don Francisco se ha instalado
en su rancho con dos soldados de la partida, y allí están de mate y coperío.
-No me han de esperar mucho tiempo -respondió Moreira sonriendo, y se levantó
de una manera amenazadora.
-¿Qué va a hacer, amigo? -preguntaron al paisano, sospechando ya lo que
por su espíritu pasaba.
-Voy a dar el vuelto a don Francisco -repuso tranquilamente Moreira-, y
ya que está en mi casa no quiero que espere mucho.
El paisano salió y empezó a ensillar su parejero, con una serenidad pasmosa;
más bien parecía que se preparaba para ir a una fiesta de carreras, que
para salir al encuentro de la muerte.
El amigo Julián mudaba caballo y otro de los paisanos ensillaba silenciosamente,
para ir a acompañar a Moreira, pero éste, adivinándoles el pensamiento e
interrumpiéndolos en la tarea, les dijo bondadosamente:
-Gracias, amigos; yo voy solo; no quiero que digan que no me basto para
pelear a esos maulas; pronto nos volveremos a ver la cara, pues el corazón
me dice que aún no ha llegado mi hora.
Los paisanos desensillaron, mientras Moreira, que ya había apretado la cincha,
alzaba el poncho, pasaba una ligera revista a su traje y saltaba sobre su
overo bayo, que relinchó de placer al sentir el peso de su jinete.
-Bueno, amigos, hasta la vuelta -gritó Moreira, y el galope de su caballo
confundió su eco entre los murmullos de la noche.
-Lo que es yo -dijo el amigo Julián echando de nuevo las caronas sobre su
flete-, no lo dejo ir solo. Moreira va caliente y es capaz de hacerse matar.
Para eso son los amigos, ¡qué canejo!, y al fin y al cabo uno no tiene el
cuero para negocio.
Se despidió de sus compañeros y, guiando su caballo por la rastrillada que
dejara el overo bayo, se perdió también entre las brumas de la noche, después
de haberse cerciorado de que su daga iba bien segura en el tirador.

Un
castigo terrible
Moreira marchaba conteniendo los bríos de su fogoso animal, con la habilidad
del jinete que sabe no disponer más que de una sola cabalgadura, y le da
resuellos largos cada dos leguas, tratando de conservarla en estado de poder
bajarle la rienda con confianza.
Así galopó esa noche y la mañana siguiente.
A la hora de la siesta desmontó, aflojó la cincha al noble animal y le sacó
el freno, que sujetó al fiador, para que el caballo pudiera almorzar con
toda comodidad.
En seguida tendió en el suelo su lujosa manta de vicuña y se echó sobre
ella, de barriga, para reposar la larga jornada.
Para hacer esta operación, había elegido una especie de cicutal, algo retirado
del camino, donde sin ser visto, podía él observar a las personas que pasaban.
Le faltarían unas ocho leguas para llegar a su rancho donde era esperado
por la justicia.
Allí se puso el paisano a reflexionar sobre el cambio radical que en tan
poco tiempo había experimentado en su posición.
Hacía muy pocos días que era un hombre estimado de todo el partido: vivía
feliz con su mujer y su hijito, sin que nadie tuviese que tacharle el menor
acto de su vida, y hoy se veía errante y perseguido por la justicia a quien
había provocado.
¿Qué causa, qué razón de ser tenía este cambio que precipitaba a un hombre
honrado por la pendiente del crimen?
Moreira pensaba, evocaba todas sus acciones pasadas y no encontraba en ellas
cosa alguna que pudiera haber dado margen a las persecuciones de que fue
objeto, persecuciones que llevó el amigo Francisco hasta tratarlo como al
último de los criminales, metiéndolo de cabeza en el cepo.
Moreira sólo se explicaba las persecuciones del teniente alcalde sólo por
las pretensiones que éste pudiera haber tenido sobre Vicenta.
Y cuando el paisano pensaba en esto, la sangre se agolpaba a su corazón,
conmoviéndolo de una manera poderosa y haciéndolo temblar de angustia, al
sospechar que Vicenta se hallaba entonces en poder de aquel hombre que sin
duda lo había perseguido con ese solo objeto.
Moreira experimentó celos, se sintió impotente y echó instintivamente mano
a su puñal, retirándola en seguida después de haber oprimido el mango.
De pronto el pensamiento de Moreira fue interrumpido por un relincho de
su overo bayo que, con las orejas paradas, tenía fija la vista en dirección
al camino.
El relincho del overo fue respondido por otro relincho más lejano que venía
en aquella dirección.
Moreira se puso de pie en un movimiento nervioso, y dirigiéndose a su caballo
le apretó la cincha y le puso el freno con increíble rapidez, quedando a
su lado en observación.
A los pocos minutos de estar en esta actitud volvió a oírse el relincho
más próximo; relincho que fue respondido por el overo, y sobre el camino,
a veinte cuadras de distancia, se dibujó la silueta de un paisano.
La vista del gaucho es una vista proverbial: él conoce el pelo de un caballo,
a la distancia en que un ojo vulgar sólo percibe un pequeño bultito en el
horizonte, y conoce al jinete que lo monta, como dicen, en su modo de sentarse.
Gracias a esta vista imponderable, Moreira había reconocido en aquella silueta
al amigo Julián, como éste había conocido al overo bayo.
Julián dirigió entonces su caballo hacia el cicutal, mientras Moreira volvía
a quitar el freno y aflojar la cincha de su parejero.
Cuando Julián se aproximó, Moreira sonreía melancólicamente, y mientras
aquél ponía su zaino en las cómodas condiciones del overo, sintió que Moreira
le golpeaba la espalda diciéndole:
-¿A qué ha venido, amigo? ¡Ya le dije que esta patriada la tengo que hacer
solo!
-Si los amigos no sirven en la ocasión -repuso Julián-, no sirven ni para
tizón de fuego. Yo quería además decirle algo que no le comuniqué anoche,
porque sólo usted lo debe oír: y había en esto una delicadeza de espíritu
elevado.
Julián tendió su poncho al lado de Moreira; armaron un cigarro y el paisano
completó así su narración de la noche anterior:
-Los hombres de su alma, amigo Moreira, no le hacen asco al dolor; es preciso,
pues, que usted sepa una cosa amarga: ¡qué canejo!, gota más, gota menos,
el veneno viene a ser el mismo, y el amargo no se aumenta.
Moreira, al escuchar al amigo Julián, se iba poniendo lívido, se sentía
sofocar ante la amenaza de una nueva desventura, que por los preámbulos
con que el paisano la adornaba, debía ser la más dolorosa de todas.
-Una de mis primeras diligencias fue ir a visitar a la Vicenta, con quien
me costó mucho hablar, porque en el juzgado sabían que yo pudiera ser un
mensajero suyo, sospecha que fui bastante ladino para disipar. Después de
conversar un rato con ella sobre los últimos sucesos, le dije que no llorara;
que todo se había de remediar, porque usted tenía buenos amigos; pero Vicenta
siguió llorando y me dijo estas palabras, que sonaron en mi oído como una
puñalada:
"Dígale a mi Juan que no tenga cuidado por mí, y que no vaya a venir a casa,
porque lo van a matar, como han muerto a mi padre, diciendo que había pegado
una rodada. Que huya lejos, porque don Francisco lo persigue porque era
mi marido y no ha de parar hasta que lo mande a la frontera; que esto me
lo dijo anoche, que vino a ponerme por condición de que lo dejaría en paz
si yo me iba con él a un puesto que tiene en Navarro."
Al oír esta revelación, la voz de Moreira sonó como un trueno al pronunciar
una imprecación horrible.
Con una precipitación febril se dirigió a su caballo, que ensilló y enfrenó
en un segundo de tiempo y, saltando sobre él con una agilidad vertiginosa,
se alejó a gran galope, gritando al amigo Julián, que se había quedado como
clavado en el suelo:
-Ahora, ni el mismo diablo es capaz de librarlo de mi puñal.
A eso de las ocho de la noche, Moreira detenía la marcha de su caballo a
unas tres cuadras de su antiguo rancho.
En su interior había cinco personas, siendo éstas el teniente alcalde, dos
soldados de la partida y dos paisanos de la vecindad.
En momentos en que Moreira ocultándose entre las sombras, asomaba su pálida
cabeza por las junturas de la puerta, aquellos hombres hablaban de él, sentados
alrededor de una mesa de pino, donde se veía un frasco de ginebra y dos
vasitos.
-Era un buen criollo -decía en ese momento uno de los paisanos- lo que él
ha hecho, lo hubiera hecho usted mismo, don Francisco, y cuando un hombre
como él se halla en la mala, es preciso darle algún alivio, que demasiado
tiene con andar huido del pago.
-No -dijo el teniente alcalde-, lo he de perseguir hasta encontrarlo, y
cuando lo encuentre lo he de matar como a un perro; pero antes de matarlo
lo he de hacer sufrir alzándome con su mujer, que me ha robado, porque yo
me iba a casar con ella, y ya que no ha querido ser mi mujer, será mi gaucha.
El paisano que habló primero iba a responder, pero la palabra se heló en
sus labios a impulsos del terror que dominó a aquellos hombres.
La puerta se había abierto cediendo a un vigoroso puntapié, y en el umbral,
altiva e insolente, había aparecido la lívida figura de Moreira.
Sus negras pupilas lanzaban rayos, iluminados por el coraje que a ellas
afluía del corazón; su cuello estaba erguido con una soberbia infinita;
sobre su vigoroso brazo izquierdo se veía recogida la manta de vicuña y
en su diestra brillaba como un fulgor siniestro su daga, su terrible daga
de combate, que más tarde debía ser el terror de aquellas comarcas.
Moreira dominó la escena por completo, con una actitud resuelta, y dirigiendo
la temblorosa palabra al teniente alcalde, habló así:
-Quien va a matar de esta hecha, y a matar como matan los hombres, soy yo,
don Francisco, que lo vengo a pelear, para tener el gusto de levantarlo
en la punta de mi daga, como quien mata a un perro.
Don Francisco era bravo, conservaba su fama de tal, y acostumbrado a que
nadie se le resistiera, desde que era justicia, se sintió templado ante
las amenazas del gaucho, y sacando su revólver hizo un disparo sobre Moreira,
disparo desgraciado que no logró dar en el blanco.
-Así matan ustedes -dijo Moreira, que estaba más sereno mientras mayor era
el peligro-, de lejos y sin riesgo -y avanzó al interior de la pieza en
dirección al teniente alcalde, que hizo otro disparo tan inútil como el
primero.
Moreira siguió avanzando lentamente, protegiendo su cuerpo con los pliegues
del poncho.
Y era en verdad magnífica su apostura.
Arrogante y soberbio, sonreía y miraba a don Francisco como eligiendo el
lugar donde había de herirlo.
Y era tal el dominio que ejercía aquel hombre, que Francisco, a pesar de
ser hombre probado, empezaba a tener recelo.
-¿Qué hacen ustedes que no matan a ese hombre? -preguntó el teniente alcalde,
dirigiéndose a los dos soldados.
Estos, que estaban estáticos, sintiendo sus simpatías inclinarse hacia el
paisano, salieron de su aturdimiento, y sacando el sable que pendía en sus
cinturas, cargaron a una sobre Moreira.
Entonces sucedió una cosa horrible, una escena de sangre y muerte de que
aún se conservan allí las mentas.
Como una fiera acosada, ágil y avizor, Moreira levantó el brazo derecho
presentando la daga de punta y esperó el ataque.
Los dos soldados lo acometieron de frente y enarbolaron el sable amagando
un hachazo a la cabeza.
Moreira calculó el tiempo con esa habilidad especial del gaucho de avería,
y cuando vio caer los dos hachazos, dio un poderoso salto de lado para evitar
los golpes y cayó sobre el flanco del soldado que estaba a su derecha, a
quien le sepultó hasta la empuñadura su daga en el vacío.
El gendarme cayó sin lanzar la menor queja, como si hubiera sido herido
por un rayo.
En seguida, rápido y ejecutivo, cayó sobre el otro soldado, que había quedado
sorprendido por la maniobra del gaucho.
Moreira cayó sobre él, le barajó en el poncho el hachazo con que fue recibido
y tiró una terrible puñalada.
La filosa daga penetró entre la cuarta y quinta costilla del soldado, que
vaciló, dio algunos traspiés y fue a caer pesadamente a los pies del amigo
Francisco, que seguramente no se había esperado este desenlace fatal que
tan mal colocado lo dejaba como autoridad.
Aquellos dos hombres, víctima el uno y verdugo el otro, se encontraron frente
a frente, midiéndose con la mirada amenazadora, sin más testigos que los
dos paisanos que estaban allí como clavados, y los dos cadáveres de los
soldados de la partida.
El duelo a muerte, el verdadero duelo a muerte, sangriento, sin cuartel,
dirigido por el odio en que rebosaban aquellos dos corazones, iba a empezar
de una manera encarnizada.
A la vista del peligro el teniente alcalde se rehizo por completo.
Ya hemos dicho que era hombre bravo.
Arrojó el revólver como arma que le inspiraba poca confianza y desnudó una
espada corta y filosa que usaba como teniente de la partida.
Moreira sonrió, miró fijamente a don Francisco y avanzó a su encuentro diciéndole:
-Vamos a ver el color de sus entrañas, aparcero, y el manejo de su lata
vieja.
El choque fue espantoso, como era presumible entre combatientes de valor
y animados de un profundo sentimiento de odio sin cuartel.
Ambos vigorosos, ambos bravos, ambos deseosos de terminar cuanto antes,
se acometieron frenéticos, confundiendo el ardiente relámpago de la pupila,
con el pálido y frío relámpago del acero.
El teniente alcalde combatía con la desesperación del que ve amenazada su
vida por un peligro que sólo ha de evitar su valor y destreza.
Moreira peleaba con la confianza del que se conoce superior al peligro que
afronta, y la tranquilidad de su espíritu positivamente intrépido, tranquilidad
que no llegaba a vencer la cólera de que estaba poseído ni el deseo vehemente
de levantar en su puñal a aquel hombre odiado, causa de sus desgracias.
Por eso se le veía sonriente ante la estocada o hachazo, que evitaba con
su poncho hábilmente manejado, y blandía la daga como eligiendo el lugar
donde debía sepultarla.
Moreira llevaba sobre su contrario la enorme ventaja de la serenidad, que
es la salvación en esta clase de luchas.
Don Francisco había tirado sobre su adversario más de diez golpes, ya de
hacha ya de punta, que habían sido diestramente barajados con el poncho,
sin que Moreira hubiese tirado una puñalada; parecía que quería fatigar
a su adversario para desarmarlo y tenerlo a su merced vencido.
Don Francisco comprendió que prolongar la lucha era morir, y en un movimiento
desesperado cayó sobre Moreira con un hachazo terrible.
Moreira puso el poncho, que amortiguó el golpe, y pasando con increíble
rapidez su daga a la mano izquierda, arrancó el sable de su enemigo.
Este, sorprendido, retrocedió hasta la pared, pidiendo ayuda en nombre de
la justicia a los paisanos que contemplaban la lucha.
Los paisanos no se movieron; estaban dominados por la situación y por el
inmenso valor que vieran desplegar a aquel hombre extraordinario.
-No se asuste tan fiero -dijo entonces Moreira a don Francisco-, no lo he
desarmado para matarlo, sino para decirle dos palabras que precisaba escuchara
usted antes de morir. Usted me ha perseguido sin motivo, reduciéndome a
la condición en que me veo; usted me ha golpeado en el cepo, porque no era
capaz de golpearme frente a frente; y no contento con esto, usted ha pretendido
matarme para hacer suya mi prenda, a quien usted no puede servir ni de taco.
Yo lo voy, pues, a matar a usted, no porque le tenga miedo, sino por evitar
en mi ausencia, a Vicenta, el asco de oírle una nueva proposición desvergonzada.
Y al concluir estas palabras arrojó a la cara de don Francisco la espada
que le quitara, añadiendo:
-Ahora defiéndase, porque va de veras.
Don Francisco se abalanzó sobre su espada, empuñándola con una alegría inmensa;
parecía que la posesión de su arma le había vuelto todo su valor, todos
sus bríos, enfriados por el último golpe de desarme.
Fuera de sí, con los ojos dilatados de una manera feroz, con la boca entreabierta
por la ansiedad terrible, don Francisco se lanzó sobre Moreira, amagando
tal estocada, que los dos paisanos que presenciaban la lucha lanzaron un
débil grito, creyendo que el sable se había sepultado en el pecho de Moreira.
Este, tranquilo siempre, siempre sereno, esperó el golpe cuya llegada apreció
matemáticamente; volcó con su poncho hacia la izquierda el sable del teniente
alcalde, descubriéndole el pecho anhelante, donde sepultó su daga hasta
la S.
-¡Socorro, que me han asesinado! -gritó don Francisco cayendo de espaldas
y dejando caer el sable de su mano.
-¡Mientes, trompeta -dijo Moreira-, te he muerto en buena ley, y ahí quedan
los testigos!
Y para terminar de una vez, buscó con una mirada llena de avidez, el sitio
donde estaba el corazón de aquel hombre, y sin el menor escrúpulo le dio
la puñalada de gracia.
Moreira miró a los cadáveres tendidos en el suelo, levantó la vista hacia
los paisanos enmudecidos por el asombro, y envainó tranquilamente la daga,
mientras tomaba la dirección de la puerta.
Al llegar al umbral retrocedió un paso, y llevó nuevamente la mano a la
cintura, al ver a un hombre que acababa de llegar y que estaba de pie, mirando
aquella escena de luto y muerte.
Pero Moreira retiró la mano de su puñal, al conocer al recién venido.
Era el amigo Julián, que había llegado sin ser oído y que le tendía la mano,
después de secar con ella una lágrima que había asomado a sus párpados.
-Tiene usted más entrañas que un toro, amigo Moreira; es lástima que usted
esté mal con la justicia, porque nos vamos a quedar sin partidas.
Moreira, sin contestar una palabra a este sarcasmo dicho con una gracia
de la tierra, apretó la mano de Julián y ambos salieron del rancho, dejando
allí tres cadáveres y dos vivos a quienes se hubiera tomado por muertos.
Moreira y Julián se dirigieron al sitio donde el primero había dejado su
caballo, en cuyo apero frotaba su fatigada cabeza el pingo de Julián, que
dejado por éste a corta distancia, había caminado hasta el caballo a quien
conocía desde la víspera.
Cuando estuvieron allí, Moreira se abandonó por completo a toda la melancolía
de su espíritu; tal vez se reprochaba íntimamente lo que acababa de hacer.
-Ahora -dijo a Julián-, ya se ha acabado todo para mí; las partidas saldrán
a matarme y no tendré más camino que ganar los indios.
-Dios le ha de ayudar, amigo -respondió sentenciosamente Julián-, porque
la justicia está con usted, desde que a usted lo han obligado a hacer esto.
-Para el gaucho no hay justicia, amigo Julián, y la que no me hago yo, no
me la ha de hacer nadie -y el paisano sonrió dejando ver sus blanquísimos
dientes-. Ya no hay que mezquinar el cuerpo -concluyó-; ahora me va usted
a hacer el último servicio.
-Mande como si fuera su peón, amigo Moreira, para servirle he venido.
-Vaya a ver si puede hablar a Vicenta -dijo el paisano-, la partida va a
salir a la bulla de lo sucedido y no va a haber quien vigile. Cuéntele lo
que he hecho y dígale que ya no tiene que temer nada de aquel hombre, que
yo velaré por ella desde donde me lleve el destino, y que antes de irme,
voy a hablar con mi compadre Giménez, para que la atienda en lo que precise.
Mi perro, que es la única prenda que podré llevar conmigo a donde me empuje
la suerte, debe estar con ella, porque no lo he visto en casa, dígale que
me lo mande, que me lo quiero llevar; yo lo espero en lo de mi compadre.
El paisano Julián cinchó y saltando a caballo se alejó en dirección al juzgado,
mientras Moreira saltaba ágil sobre el overo y tomaba el camino de lo de
su compadre, con la mayor lentitud que le fue posible.
Moreira abatió la cabeza sobre el pecho y se abismó en su pensamiento.
Dos lágrimas ardientes cruzaron todo el largo de su cara, y entonces con
una desesperación creciente, al pensar en Vicenta, castigó al overo que
partió como una exhalación.
Había comprendido que en esa situación no debía dejarse abatir por el dolor,
pues tal vez esa noche necesitaría la entereza de todo su espíritu.
Cuando llegó al rancho, su compadre Giménez no había vuelto desde la víspera.
Moreira echó pie a tierra y decidió esperarlo.
Mientras él estaba allí, podía llegar la partida de plaza que tal vez anduviera
ya buscándolo, pero se sentía con suficiente fuerza y coraje para combatir
contra todas las partidas de la campaña sud.
Se sentó en uno de los palos de la tranquera, con la rienda en la mano,
y se entregó por completo a pensar en Vicenta y Juancito.
¿Qué sucedía entretanto, en el Juzgado de Paz, a donde se había dirigido
Julián?
Los paisanos que quedaron en el rancho se habían rehecho y se habían presentado
a llevar el parte de lo sucedido.
Inmediatamente, el juez de paz, seguido de la partida, compuesta de ocho
soldados que quedaban y el capitán, se habían dirigido al lugar del suceso,
creyendo inocentemente que aún podían prender al gaucho, que esperaría allí
tal vez envalentonado con su triunfo.
Lo que Moreira había previsto sucedió; el juzgado quedó acéfalo y Julián
pudo conversar con Vicenta, sin pedir permiso a nadie.
El paisano narró a Vicenta lo que había sucedido y terminó precipitadamente
pidiendo el perro que mandaba buscar Moreira.
Julián quería alejarse pronto, porque sabía que la partida podía volver
y aprehenderlo como cómplice, sospecha que hizo presente a Vicenta, y además
porque le mortificaba enormemente el amargo llanto a que la pobre paisana
se había entregado.
Esta dominó su dolor, entregó el perro, que era un cuzquito bayito overo,
como el caballo, y volvió la cara, que hundió entre las ropas del niño en
los brazos.
Julián tomó el perro, contempló un segundo a aquella mujer tan joven y tan
desventurada, y salió como una centella.
Un cuarto de hora después llegaba a casa del compadre Giménez, con quien
hablaba a la sazón Moreira; narró el desempeño de su comisión, entregó el
perro, que veremos figurar más adelante, y se retiró en seguida discretamente.
Moreira había contado todo a Giménez, que ya lo sabía, le había pedido que
durante su ausencia cuidara a su mujer y a su hijito, impidiendo que el
juez de paz hiciera presa de ella.
Giménez prometió cuidar con el esmero que el paisano reclamaba a Vicenta
y a Juancito, y Moreira montó a caballo después de poner al Cacique (así
se le llamaba al perro) sobre las cabezadas, y se alejó acompañado de Julián.
-Antes de irme quiero pedirle un servicio, compadre -dijo el paisano.
-Hable con franqueza, compadre -respondió Giménez-; ya sabe que soy su verdadero
amigo.
-Regáleme su par de pistolas de dos cañones, porque ya yo conozco que voy
a vivir peleando y no tengo armas de fuego.
Giménez entró al rancho, de donde salió en seguida con un par de hermosas
pistolas Lefaucheux que entregó a Moreira y que éste puso adelante, entre
su tirador, diciendo:
-Gracias, compadre; pronto nos hemos de ver.
Y los paisanos salieron de allí al tranquito, confundiéndose entre las sombras
de la noche.
El cuartel donde pasaron estos sucesos sangrientos estaba en la mayor confusión,
la cual se había extendido hasta el pueblito.
Se había buscado en vano a Moreira por los alrededores y, no encontrándolo,
la partida había regresado al rancho donde tuvo lugar el drama.
Se corrió a buscar al médico del pueblito, para que reconociese los cadáveres
y prestara los auxilios de la ciencia, inútil ya, pues cada herida de los
cadáveres era una herida forzosamente mortal.
Esa noche fue empleada en velar aquellos muertos y hacer los sencillos preparativos
para sepultarlos al día siguiente, preparativos que consistían en mandar
al pueblo por tres cajones de pino y dar aviso al sepulturero para que cavara
las tres fosas que habían de recibirlos.
Al día siguiente, los restos de aquella partida de plaza, compuesta de los
ocho soldados y el capitán, salieron en busca de Moreira, que no debía estar
lejos, mientras el Juez de Paz, acompañado de los vecinos, se ocupaba en
sepultar los cadáveres y redactar el parte que debía pasar al Juez del Crimen.
Moreira y Julián habían hecho noche en una pulpería situada a dos leguas
de distancia del pueblo en dirección al Salto.
Allí Julián había hecho un gran gasto de elocuencia, aconsejando al paisano
que huyera, pues la partida había de llegar de un momento a otro.
Pero todas las reflexiones de Julián se estrellaban ante la temeraria resolución
de Moreira que le había dicho tranquilamente:
-Espero a la partida para pelearla; quiero que sepan de lo que soy capaz
y se convenzan de que no hay partida que me venga bien.
Como se ve, la temeridad de Moreira no reconocía límites.
Sabía que un hombre guapo no sellaba sus hechos si no había peleado a la
partida, que es la demostración más positiva de valor que puede hacer un
gaucho, y la esperaba, para dejar antes de irse bien sentada su fama de
guapo.
-Es preciso que usted se vaya -dijo a Julián-; no quiero que digan que me
hago acompañar porque tengo miedo, o porque no me considero suficiente.
-Yo no me voy, compañero, ni me separo de usted en este trance, soy su amigo
y lo he de acompañar hasta que lo vea irse del pago.
-Váyase, amigo Julián; ya sé que es usted un hombre de coraje y que había
de pelear conmigo hasta morir, pero este día quiero pelear solo a toda la
gente que venga a prenderme. Váyase, que no hay necesidad de que por mí
se vea usted perseguido, y tenga presente que si se queda, he de mirarlo
como a enemigo.
-Yo no me voy -volvió a decir el amigo Julián-, le prometo dejarlo pelear
solo y no meterme en nada, pero yo quiero verlo pelear y acompañarlo en
seguida hasta mi pago, donde podrá estar unos días en seguridad.
Moreira estrechó cordialmente la mano de Julián, y no habló más del asunto.
Sabía que en estas situaciones el gaucho cumple siempre lo que promete y
que es capaz de respetar la voluntad de un amigo hasta el extremo de verlo
pelear sin prestarle ayuda a pesar de los impulsos del corazón.
Los paisanos salieron fuera de la pulpería y se acercaron al palenque donde
estaban atados sus caballos.
Empezaba a amanecer y las golondrinas pasaban como flechas sobre las cabezas
de los dos paisanos, saludando la hermosa mañana que empezaba a dibujarse
entre las sombras de la noche.
Moreira se acercó al overo, le puso el freno que le quitara a su llegada
para que pudiera comer su pienso, y le apretó la cincha después de revisar
el apero con esa minuciosidad del que conoce que en el caballo está muchas
veces la salvación de quien va a combatir de una manera tan desigual.
Su práctica en las persecuciones a los indios le había enseñado a revisar
bien el caballo antes del combate, y él observaba esto cuidadosamente, haciéndolo
extensivo hasta su daga.
Así es que, después de concluido el arreglo del caballo, sacó sus pistolas
y su terrible daga, que examinó haciendo jugar los muelles de las primeras
y blandiendo la hoja de la segunda, como para asegurarse de que estaba firme
en el cabo.
Concluida esta operación indispensable que Julián veía practicar con una
sonrisa de aprobación, los paisanos tendieron su manta al lado de los caballos
y reanudaron su conversación.
Ya empezaban a caer a la pulpería algunos paisanos de los alrededores, que
saludaban a Moreira llenos de asombro al ver la tranquilidad del gaucho,
cuando en su busca andaba la partida de plaza, con la orden de matarlo dondequiera
que lo hallaran.
-Váyase, amigo Moreira -le habían dicho con el mayor interés- váyase porque
lo van a matar. Mire que por guapo que sea un hombre no puede luchar con
tantos, y la partida es dura y numerosa.
-Pues por eso mismo me quedo -contestó Moreira sonriendo-, quiero mostrarles
cómo se corre a una partida.
-No sea temerario, amigo -insistió el paisano-, ya sabemos que usted es
guapo, y por lo mismo no debe exponerse a un peligro en que le llevan la
media arroba.
-A mí no me llevan ni esto -dijo el paisano, con una altanería suprema,
e hizo sonar entre sus dientes la uña del dedo pulgar-. Vayan entrando,
amigos, no quiero que vengan las justicias y se vayan de arriba, creyendo
también que ando con partida; usted también, amigo Julián, ya sabe lo que
me ha prometido, y en su promesa descanso.
Los paisanos entraron en la pulpería, asombrados de tanto valor y convencidos
de que aquella lucha iba a ser fatal para Moreira, pues todos sabían que
el capitán de la partida era mozo empeñoso y de valor reconocido.
El pulpero estaba lleno de angustia porque lo podrían creer tapador de Moreira,
pero no se atrevió a pedir a éste que se retirara.
-Es lástima que lo maten -dijo uno de ellos dando el caso por perdido-,
es un mozo de prendas, y al fin y al cabo lo que él ha hecho lo hubiera
hecho cualquiera; así nomás no se echa un hombre al medio.
-¡Quién sabe! -respondió Julián-; el amigo Juan es un hombre de muy linda
vista y tiene mucho coraje. Se me hace que se va a salir con la suya, porque
es como luz para la daga y tiene dos pistolas de dos cañones que son armas
ventajosas.
Los paisanos se pusieron a hacer la mañana, dejando ver en su actitud pensativa
el hondo pesar que los dominaba; no podían ver con indiferencia el peligro
que iba a correr aquel hombre, amigo de todos.
Cediendo a los impulsos del corazón, todos ellos lo hubieran rodeado y hubieran
combatido con él como en las persecuciones a los indios, pero era preciso
respetar su voluntad.
Entretanto, Moreira estaba sentado sobre su manta de vicuña, al lado de
su caballo, acariciando el lomo del Cacique.
De cuando en cuando levantaba la cabeza soberbia, divisaba el campo, sonreía
y volvía a acariciar a su perro, que dormitaba perezosamente en sus faldas.
Parecía imposible que aquel hombre tan tranquilo y tan sereno estuviese
esperando a ocho o diez, con quienes iba a librar un duelo a muerte, plenamente
confiado en el valor de su alma y en la hoja de su puñal que, según su expresión
genuina, "no sabía contar mentiras".
Así transcurrió aquella mañana, hasta la hora de la siesta, sin que la partida
de plaza se hiciera sentir.
A la pulpería habían llegado otros paisanos, y algunos de los primeros se
habían alejado, ya para ir a sus trabajos unos, ya para recorrer el campo
otros, a ver si veían la partida y traer con tiempo el aviso a Moreira.
La pulpería quedó sumida en ese tranquilo silencio que se observa en el
campo a la hora de la siesta, en que el paisano se entrega al sueño perezoso
de que se siente invadido.
Sólo Moreira estaba despierto, divisando el campo, ocupación que abandonaba
para prestar sus caricias al Cacique.
Por fin él mismo empezó a ser dominado por ese soñoliento estado que se
apodera a esa hora del hombre del campo, y cambió de posición para entregarse
al sueño.
Sacó del tirador las armas, que colocó en la parte del poncho que debía
servirle de cabecera, y se acostó de barriga.
Sus manos cruzadas sobre las armas fueron una especie de almohada, donde
reposó la cabeza, a cuyo lado se echó el vigilante Cacique, y en esta actitud
aquel hombre se entregó por completo al sueño, como si hubiera estado en
su rancho sin que lo amenazara el menor peligro.
Así inmóvil, sin cambiar de posición una vez sola, permaneció más de media
hora.
Dormía profundamente, con ese sueño pesado y tranquilo del hombre que ha
pasado tan larga y pesada fatiga.
Era la primera vez en tres días que Moreira se entregaba por completo al
sueño.
¿Tenía seguridad de que lo despertarían si el peligro se presentaba, o dormía
fiado en la lealtad e instinto del cacique que estaba a su lado?
De repente apareció un bulto a lo largo del camino, el perrito se levantó
y se puso a ladrar de una manera amenazadora, con ese ladrido agudo y penetrante
del cuzco.
Moreira, como movido por una descarga eléctrica, se puso de pie con las
armas en la mano.
Sobre el camino se veía un jinete que marchaba hacia la pulpería, castigando
el caballo como si no quisiese perder un segundo.
El paisano llegó adonde estaba Moreira, y con la voz entrecortada por la
fatiga de la carrera, y algo conmovida por el espanto, le dijo:
-Sálvese, amigo, ahí viene la partida. Son ocho hombres y el capitán.
Moreira no se inmutó; miró sonriente al espantado paisano que le traía la
noticia, y tendió hacia el camino su mirada de águila.
Efectivamente, a distancia de unas veinte cuadras se veía como una ligera
nube de polvo que levantaban varios jinetes que venían a gran galope.
-Sálvese, amigo, que tiene tiempo -volvió a decir el paisano-; la partida
es brava y el capitán ha dicho que lo va a llevar muerto o vivo.
-Lo siento por el capitán -dijo Moreira, sonriente siempre-, porque presumo
que no va a volver por sus propias piernas. Agradezco el aviso, paisano
-concluyó-, y váyase adentro a ver la función, porque el malambo va a ser
fuerte y son muchos los que van a cepillar.
El paisano se dirigió a la pulpería, lamentando con un ademán profundo la
muerte de aquel hombre, que para él, era inevitable.
Moreira echó las riendas arriba de su magnífico caballo, que colocó dando
el lado del lazo hacia el grupo que venía, se paró del lado de montar, presentándose
de frente, cruzó el pie izquierdo sobre el derecho con la punta hacia abajo,
en actitud de descanso, recostó los dos brazos sobre el apero y quedó en
actitud perezosa observando a los que venían, como si estuviera ajeno a
lo que iba a pasar allí.
Era hasta donde se podía llevar la ostentación del valor moral que poseía
aquel hombre extraordinario.
El no estaba obligado a combatir, pues podía haber huido sin dejarse alcanzar;
el caballo que montaba era sobresaliente; pero lo detenían allí el amor
propio comprometido, la noticia de que la partida era mandada por un capitán
de mentas, y el odio que, desde su primer paso en la vida de destrucción
que había emprendido, había jurado a todo aquello que emanara de la justicia,
de esa palabra justicia, que suena como una sangrienta sátira en el oído
del gaucho, pues ella representa para él el capricho del juez de paz, el
sable del comandante militar y, como último trance, un cuerpo de caballería
de línea.
Decidido a vencer o a morir en buena ley, esperó a la partida con la confianza
de su propio valor y la convicción de su superioridad.
La partida llegó deteniendo la marcha de sus caballos hasta dos varas antes
de alcanzar a Moreira, sin que éste variara su perezosa posición.
En la cara de los soldados se notaba cierta emoción que no podían dominar,
y al encontrar con la suya la altiva mirada del gaucho, bajaron la vista
sobre las riendas, evitando los rayos que despedían aquellos ojos soberbios.
Los paisanos se habían agolpado con el pulpero a la reja del despacho, desde
donde contemplaban, trémulos y bañados de honda palidez, la escena de sangre
que iba a principiar.
En la puerta de entrada, con los brazos abiertos y como buscando con las
manos un apoyo para no caer, estaba el amigo Julián, con la mirada húmeda
fija en Moreira, cuya figura se destacaba poderosamente de aquel cuadro
amenazador.
Para todos aquellos hombres, Moreira iba a pelear bien, porque sabían que
era un hombre de vista y de coraje; pero tenían el presentimiento de que
aquella lucha debía ser fatal para el paisano, por la superioridad numérica
del enemigo y por las mentas del capitán que mandaba la gente, hombre joven
y de simpático aspecto.
Sólo el amigo Julián tenía confianza en el éxito de la lucha; esto se veía
a pesar de su turbación, a pesar de su mirada tristemente humedecida por
una lágrima, y en la forzada sonrisa que contraía sus labios.
El capitán y el sargento se adelantaron un paso sin dejar de mirar con cierta
desconfianza a los paisanos que estaban tras de la reja, y el primero, dirigiéndose
a Moreira, a pesar de conocerlo y como una especie de fórmula, le preguntó
secamente:
-¿Es usted Juan Moreira?
-Para lo que guste mandar -respondió éste, parándose altivo, siempre protegido
por el cuerpo del caballo, y tocando levemente el ala de su sombrero.
-Dése usted preso en el acto y sin hacer resistencia -añadió el capitán,
echando instintivamente mano a la empuñadura de la espada.
-¿Y a quién he de entregarme preso? -interrogó el gaucho, cuya actitud se
había vuelto amenazadora.
-A la partida de plaza que viene en nombre del juez de paz -concluyó el
joven, desenvainando la espada, acción que imitó el sargento.
Moreira miró un segundo a aquel joven que se le cruzaba fatalmente en el
camino y, con un tono frío e incisivo como la hoja de un puñal, le dijo
sentenciosamente:
-Vuélvase, amigo, usted es muy mozo para prenderme a mí, vaya a hacerse
limpiar las narices y después vuelva.
Esta chuscada sarcástica, dicha con una gracia infinita, hizo sonreír a
algunos a pesar de lo imponente de la situación; aquello era provocar a
aquel joven, que tal vez venía allí a su pesar.
Las palabras de Moreira, aquella sátira despreciativa, le hicieron tener
un movimiento de ira reconcentrada, y picando su caballo hacia Moreira,
dijo por última vez:
-Dése usted preso, amigo, o tendré que matarlo para cumplir la orden que
traigo.
-Pues a matarme -dijo el paisano, sacando del tirador el par de pistolas
que le regalara su compadre Giménez y amartillándolas.
El capitán y el sargento atropellaron a un tiempo con el sable enarbolado,
tratando de ganar al paisano el lado de montar.
Aquello fue como un relámpago, pero un relámpago de muerte.
Moreira, ágil y sereno, se protegió contra los encuentros del caballo del
capitán, que se había adelantado mucho sobre el anca del overo, hizo puntería,
y antes que aquél pudiera bajar el sable, se sintió una detonación doble
casi simultánea, y aquel joven desgraciado cayó de espaldas sobre el anca
del caballo, que disparó dando con su cuerpo en tierra a pocos pasos de
distancia.
-¡A él! ¡Mátenlo, no lo dejen escapar! -gritó el sargento cargando sable
en mano sobre Moreira, que lo esperaba sereno, apuntándole con las pistolas,
que conservaban un cañón cargado.
Moreira había creído detener al sargento con su actitud y tomarse el tiempo
necesario para montar a caballo, pero se vio cargado por toda la partida
y volvió a hacer fuego, enviando al sargento la muerte, por decirlo así,
envuelta en el fogonazo de un disparo.
El sargento dio un grito y soltando el sable llevó su mano al costado derecho,
donde había recibido un proyectil.
El resto de la partida le había ganado el lado del caballo, y lo cargaba,
aunque débilmente, impresionada por la muerte del capitán y del sargento.
Moreira pasó por debajo de su caballo, y volvió a quedar protegido por el
cuerpo del animal.
Había arrojado al suelo sus pistolas, inservibles ya, y en su diestra poderosa
se veía relucir la daga de ancha y filosa hoja.
Moreira se deslizó a lo largo del caballo hacia el pescuezo, y vino a quedar
al costado derecho del soldado que marchaba el último, siguiendo la vuelta
que ejecutaban los otros para salirle por el anca del overo.
-Ahora te toca a ti -dijo Moreira, sepultando su daga hasta la S en el vientre
del soldado, que fue a caer de espaldas al lado del sargento, dejando oír
un prolongado y lastimero quejido, seguido de estas palabras:
-¡Dios me ayude!
La caída de este soldado concluyó de desmoralizar por completo a la partida.
Los seis que quedaban revolvieron sus caballos, huyendo de la daga de Moreira
que, siempre recostado a su caballo, los acometía poderosamente, y echaron
a disparar a todo lo que daban los mancarrones.
-¡Oiganle a la maula! -gritó Moreira, saltando sobre su caballo, que tembló
al sentir el peso del jinete-. Así son todos esos puercos -añadió soltando
una poderosa carcajada y amenazándoles con la daga que conservaba en la
mano-: cuando uno les hace una merma, disparan como avestruces.
El Cacique ladraba alegremente participando de la alegría de su amo.
En seguida, y siempre sonriendo, picó los ijares del caballo con la lujosa
espuela y se acercó a los cadáveres.
El capitán y el soldado estaban muertos.
El sargento respiraba con suma dificultad y oprimía nerviosamente el costado
derecho, que vertía abundante sangre.
Moreira echó pie a tierra, envainó la daga y, conservando en la mano la
rienda del overo, examinó detenidamente al herido.
-No es nada, compañero -le dijo-; de peores que ésta he visto librarse un
hombre -, y acercándose a la reja pidió un vaso de caña, que el pulpero
le sirvió como una máquina, pues, como los demás paisanos, aún no había
vuelto de su asombro.
Moreira se acercó al herido, le echó en la boca un trago de caña, le lavó
la herida y, empapando en el resto de la caña un pañuelo que le desató del
cuello, se lo colocó sobre la herida a manera de compresa, diciéndole:
-Esto le dará ánimo, mientras lo llevan al pueblo y le sacan la bala; que
no se diga que Juan Moreira es un salvaje que no tiene compasión por los
hombres vencidos.
Y se dirigió con el caballo de la rienda hacia la pulpería.
Todavía estaba allí conservando la misma actitud que le vimos al principio
de la lucha el amigo Julián, completamente dominado por la emoción.
Moreira le tendió la mano, y Julián le dio un abrazo tan estrecho que, como
dice Estanislao el Pollo:
Sus dos almas en una
acaso se misturaron.
Julián había abrazado a Moreira con el placer inmenso que le causaba la
resurrección del gaucho, a quien había visto muerto más de diez veces durante
aquella lucha encarnizada; había en su abrazo toda la efusión de un cariño
profundo y reconcentrado.
El abrazo de Moreira había sido de íntimo agradecimiento. En la actitud
asombrada del paisano, en su mirada ansiosa aún, Moreira comprendió que
aquel hombre había sufrido el esfuerzo supremo que había tenido que hacer
para no prestarle ayuda, y se sintió conmovido.
-Gracias, amigo Julián -dijo Moreira-; ya sé que para correr a esos maulas
basta un hombre solo; así son todos, amigo; así son todos.
Y había en el gaucho una convicción profunda al decir aquellas palabras;
se conocía que con la misma serenidad que había luchado con aquella partida
desgraciada estaba dispuesto a luchar con todas las que le salieran al camino,
en la seguridad de obtener el mismo asombroso resultado.
-Dios le proteja como hasta aquí, amigo Moreira -respondió Julián-, porque
usted es el hombre más guapo que he conocido en mi vida. Ahora lo van a
perseguir como a cosa mala, y se van a echar detrás de usted todas las justicias
de la campaña.
-Y a todas las pelearé -dijo el gaucho, con una fiereza suprema-. Yo no
tengo nada en el mundo: mi hacienda se la habrán repartido; mi mujer y mi
hijo ya no los volveré a ver más; no tengo otro camino que pelear con las
partidas hasta que me maten, que será para mí un día de placer, porque habré
concluido de penar.
Y al decir esto el paisano se había enternecido de tal modo que se vio obligado
a secar con el poncho un par de lágrimas que rodaron por sus temblorosas
mejillas, dando a su cara, hermosa y varonil, una expresión de ternura infinita.
Aquel hombre, que acababa de combatir contra nueve sin conmovérsele un solo
músculo, una sola fibra; aquel hombre, cuyo corazón no había temblado ante
la muerte con que se le amenazó, se conmovía hasta las lágrimas ante el
recuerdo de su mujer y su hijo, recuerdo que avasallaba su corazón de bronce.
Es que en Moreira no había tela de un asesino, ni su conducta obedecía a
mezquinos móviles.
Hombre de grandes pasiones, de corazón ardiente y espíritu vigoroso, se
había sentido empujar en aquella rápida pendiente y se había entregado por
completo a la fatalidad que lo guiaba.
De su corazón valiente iban desapareciendo poco a poco los nobles impulsos,
y sólo se llenaba por completo con el odio que en él habían sembrado los
hombres.
Moreira sacudió la cabeza con un movimiento magnífico, echando a la espalda
los negros rizos que cubrían sus hombros, miró a los paisanos que se habían
ido acercando poco a poco a medida que se iban reponiendo de la emoción,
estrechó por última vez la mano de Julián y le dijo:
-Adiós, amigo; yo me voy ahora donde me lleve la suerte. Quién sabe cuándo
nos volveremos a ver; pero, si algún día sucede, me comprometo a pagar la
copa a todos los que han estado aquí en esta ocasión.
Tomó su perrito, que colocó en las cabezadas del recado, saltó sobre el
caballo y tomando una actitud melancólica se alejó al trotecito, diciendo
al pasar por el lado del herido que atendió con tan buena voluntad:
-Dios lo conserve, amigo, y alíviese, para que me estreche la mano a la
vuelta.
Quince o veinte cuadras había andado cuando dio vuelta de pronto, saludó
con el poncho a los que quedaban en la pulpería y se perdió en una de las
vueltas del camino sin cambiar el paso del caballo, que marchaba a la ventura,
visto el completo abandono de la brida.
¿A dónde dirigía sus pasos aquel hombre extraordinario?
No hemos de tardar mucho en encontrarlo, luchando con la fatalidad de su
suerte.

El
Cacique
El Cacique era un cuzquito que aquel paisano había criado en tiempos más
felices, sin sospecharse el servicio que le iba a prestar más tarde.
El perro es la policía del gaucho, como es su soldado de confianza o el
guardián de sus intereses, según la raza a que pertenece.
El gaucho tiene un particular aprecio por el perro, que aplica a su género
de vida semisalvaje con una astucia asombrosa.
Se sirve del perro que llama galgo, como pastor de sus ovejas: el perro
pastorea las majadas, las da vuelta cuando se alejan mucho y las trae a
dormir al corral, con una prolijidad asombrosa.
Toma tal amor a este oficio que le ha confiado su amo, que va hasta recoger
en la boca delicadamente, al corderito tierno a quien el cansancio ha impedido
seguir la marcha de la majada.
La inteligencia del perro ovejero en el oficio a que lo ha destinado el
paisano, suple con ventajas, muchas veces, los cuidados de un buen peón.
El paisano tiene también su perro de combate, que, es en el mismo tiempo,
se puede decir, su ayudante de campo y su compañero de trabajo.
Esta clase de perros, que son aquellos poderosos animales de pelo corto
y rabo enroscado que conocemos bajo el nombre de mastines están siempre
en las casas, que son el rancho y la cocina, acometen al que llega, ayudan
al amo a recoger la hacienda a la caída de la tarde, y contienen a una sola
indicación a cualquier novillo bravo que pretende salirse de las filas,
resistiéndose a la arriada.
Este perro posee una gran bravura y un poder extraordinario; combate al
lado de su amo y no es cosa extraña verlo bajar a un hombre del caballo,
a quien haría pedazos inmediatamente, si no fuese contenido por la voz del
amo.
Suelen encontrarse en el campo tropillas de estos perros que andan alzados,
ya por la muerte del amo u otras causas, a quienes los paisanos tienen que
dar sendas batidas, por los destrozos que hacen en las haciendas cuando
se sienten acosados por el hambre.
Es cosa muy común ver tres o cuatro de estos perros carnear un novillo bravo
y repartirse las diversas presas.
El cuzco es la policía del gaucho.
Este perrito de extremada sagacidad adivina los peligros y los comunica
a su amo con su ladrido penetrante y su actitud agresiva y decidida.
El cuzco está reputado en el campo como el más sagaz y más corsario de todos
los perros.
Su cariño por el amo es su calidad especial, condición que hace de aquel
perrito inofensivo una especie de fiera en los momentos de peligro para
su dueño.
El gaucho conoce las magníficas condiciones del cuzco y lo ha dedicado para
su policía, para su centinela avanzada que le avisa al momento la más leve
novedad o el rumor menos perceptible que se siente en el campo.
Parece que los otros perros reconocieran en el cuzco superioridad de olfato
o de oído, pues cuando ladra el cuzco todos los otros perros se ponen en
movimiento y se alzan decididos en la dirección que el cuzco señala con
sus pequeños galopitos agresivos.
Es el perro más centinela, fuera de duda, y es más leal para el hombre,
que el hombre mismo, pues lleva su cariño hasta seguirlo a la tumba y echarse
sobre ella a cuidar sus restos, como hemos tenido hasta hace poco un ejemplo
en el cementerio del Norte.
El que cruza por estas tumbas, guardadas por cuzcos, se encontrará provocado
a la risa ante la solicitud hostil y agresiva de aquel pequeño animalito
cuyo poder sólo alcanzaría a dañar el pantalón.
Pero si se medita un segundo ante aquella actitud amenazadora y colérica
del animalito que se desespera conociendo tal vez su impotencia y pensando
que le puedan robar su tesoro, se sentirá conmovido ante aquella prueba
de amor leal y abnegado, que levanta a aquel pequeño y gracioso animal sobre
el nivel de muchos seres humanos.
Moreira conocía todas estas condiciones en este animalito, y llevaba a su
Cacique, que debía ser en adelante el guardián de su dueño y su centinela
más celoso y activo.
Allí iba sobre las cabezas del apero o a las ancas del caballo, siempre
alegre, siempre vigilante y siempre dispuesto a menear la cola al menor
movimiento de su amo, cuya mano buscaba con frecuencia su cabeza pequeña
e inteligente para prodigarle una caricia.
Moreira, en el transcurso de su vida errante, no dormía jamás de noche,
conociendo que su perdición estaba en el sueño.
Sólo dormía la siesta, en medio del campo y al rayo del sol.
A esa hora perezosa y ardiente en que todo el mundo se entregaba al reposo,
en que es un fenómeno hallar un hombre que se atreva a cruzar el campo bajo
los abrasadores rayos del sol, Moreira tendía su manta de vicuña al lado
de su caballo, sacaba sus armas del tirador, poniéndolas sobre el poncho,
se tendía de barriga y se hacía, con los brazos cruzados, una almohada sobre
las armas, cuyas engastaduras venían a quedar bajo sus manos.
Allí, en aquella actitud, con el perro echado al lado de su cabeza y la
rienda del parejero atada en el antebrazo, el paisano se entregaba por completo
al reposo, confiando en la vigilancia del Cacique.
El lejano galope de un caballo, la proximidad de un animal cualquiera, era
suficiente para que el Cacique gruñera de una manera amenazadora y dejara
oír su ladrido agudo y penetrante.
Entonces Moreira se ponía de pie como movido por un resorte, con las armas
en la mano y en actitud de combate.
Parecía que el Cacique conocía que la vida de su amo dependía en aquellos
momentos de su vigilancia, pues se le veía de cuando en cuando abandonar
su sitio de reposo en la cabecera de Moreira y dar una pequeña vuelta, como
explorando los alrededores.
Después de la siesta, el paisano se levantaba, colocaba sus armas en la
cintura, recogía el poncho y saltaba a caballo después de haber puesto sobre
el apero al Cacique, prodigándole las caricias que el inteligente animal
recibía con muestras de sumo alborozo.
El Cacique se había asimilado de tal modo con Moreira, que en las horas
de tristeza que solían dominarlo, haciéndole abatir la cabeza sobre el pecho
a impulsos de un recuerdo amargo, se veía al Cacique sentado sobre sus patas
traseras, mirando a su amo con una expresión patética y tristísima, sin
salir de esa actitud hasta que el paisano alzaba la frente y lanzaba un
poderoso suspiro, como si con él pretendiera arrancar de sí y disipar en
el espacio la nube de amarga tristeza que oscureciera su espíritu.
El Cacique, entonces, se paraba en sus cuatro patitas, trepaba con las dos
delanteras sobre la lujosa abotonadura del tirador, y lamía solícito la
mano que llevaba la brida, como prodigando a su amo un consuelo necesario
para hacer cambiar el rumbo de su pensamiento.
Moreira llegaba a las pulperías del camino, donde asaba un pedazo de carne
que comía en cordial amistad con el Cacique, y daba a su overo bayo la ración
de alimento necesario a conservar sus fuerzas en todo su vigor.
Moreira no desensillaba jamás; cubría la montura con un gran poncho de goma,
que llevaba bajo el cojinillo, cuando llovía, contentándose con aflojar
la cincha, que no ajustaba nunca, sino en situaciones supremas.
En las pulperías era siempre bien recibido si lo conocían, por ese espíritu
de compañerismo de que siempre hace gasto el paisano, si era desconocido,
porque su aspecto y varonil belleza cautivaban desde el primer momento.
Hacía siempre pequeñas jornadas de diez o veinte cuadras y siempre al tranco
para conservar su caballo, ya para un momento crítico, ya para correr una
carrera de interés en las diversas pulperías a que llegaba, carreras que
ganaba siempre, pues su caballo era sobresaliente.
Aquel animal había sido regalado a Moreira por el malogrado doctor Alsina
en una situación que conocerá más adelante el lector.
Nunca hacía noche en las pulperías, de las que se retiraba a la hora de
cerrar, y evitaba siempre acercarse a poblado, adonde iba sólo por una imperiosa
necesidad.
Entre las muchas aventuras que tuvo en esta vida de vagancia se cuenta la
siguiente:
Moreira había llegado a la pulpería de un tal López, en momentos que cuatro
o cinco paisanos jugaban a la taba.
Ató su caballo al palenque, y después de saludar a los jugadores, colocó
al Cacique sobre la montura y se acercó a mirar la jugada.
Algunos de los paisanos que conocían a Juan Moreira se pusieron a conversar
con él y le obsequiaron con una sangría, sin interrumpir el juego, siendo
un tal González protegido por la suerte.
Pocos minutos hacía que conversaban los paisanos, cuando el Cacique dejó
sentir un gruñido que parecía un rezongo.
Moreira se levantó y se dirigió al caballo con presteza, indagando con su
vista de águila la causa de aquel aviso del Cacique.
Sobre el camino, y a larga distancia aún, se vieron varios bultos, noticia
que sembró la alarma entre los paisanos, suponiendo que pudiera ser una
partida.
Los bultos fueron acercándose poco a poco hasta que se pudo distinguir que
aquel grupo lo formaba un paisano que venía arreando unas vacas.
Los paisanos volvieron tranquilamente a su juego, y Moreira se separó del
caballo y, pidiendo otra sangría, se acercó de nuevo a mirar la jugada.
Apenas habían transcurrido cinco minutos, cuando llegó a la pulpería un
paisano, rodeó un momento los animales que traía, desmontó y se acercó al
despacho, donde pidió un refresco de caña con limonada.
Era este un paisano alto y delgado; su apero era muy sencillo, y atravesada
a su espalda se veía una daga de un largo descomunal. Era un resero, según
dijo, que se dirigía a Navarro.
El notable largo de la daga provocó la mayor hilaridad entre los jugadores,
inspirándoles los dichos más chuscos e incisivos.
-¿Peleará sola? -preguntó uno guiñando el ojo; a lo que otro contestó:
-No, es el asador que trae en traje de daga.
El resero estaba lívido de coraje, pero no había contestado una palabra.
Los jugadores eran muchos y la lucha muy desigual.
Pagó su refresco, miró de una manera feroz a los paisanos, se dirigió a
su caballo y se alejó al trotecito, en medio de las bromas que entonces
se multiplicaron, siempre sobre el tema de la larguísima daga que tanto
les llamara la atención.
El paisano se detuvo a unos veinte pasos de la pulpería, sacó su daga de
la cintura y la clavó en el suelo, gritando a los jugadores:
-Vayan viniendo de a uno, maulas, que este día quiero carnear chanchos.
¿Qué hacen que no copan esta banca?
Como los paisanos no hicieran caso de la provocación, el resero se desató
en todo género de injurias y de amenazas.
Entonces, el individuo González abandonó el juego y se dirigió a donde estaba
el paisano, pretendiendo arrancar de la tierra la larga daga.
El paisano sacó entonces del tirador un revólver y lo abocó sobre González,
quien vio su causa perdida por la desigualdad de las armas y retrocedió
a la pulpería cuerpeando hábilmente a los balazos que le disparó el paisano.
Al ver el gaucho que González huía, se acercó a los otros jugadores, a quienes
empezó a insultar y provocar de todas maneras.
-¡Manga de sinvergüenzas! -les gritó, agitando el revólver-; asco me da
bajarme y darles una vuelta de azotes.
Los paisanos callaban, sin duda por respeto a Moreira, que miraba la escena
pálido y apoyado sobre su caballo.
-Supongo -preguntó tranquilamente- que eso no rezará conmigo, amigazo.
-Con usted y hasta con su abuela -replicó el paisano-; yo no soy amigo de
ningún maula.
-Está bueno, amigo -replicó Moreira-, ya le ha dado usted gusto a la lengua.
Ahora puede retirarse en paz, que usted no es justicia y ha venido solo.
Esta actitud humilde hizo crecer la cólera del paisano que, viendo en las
últimas palabras del gaucho una alusión a su daga, lo acometió revólver
en mano, pretendiendo atropellarlo con el caballo.
-Ya esto no se puede sufrir -dijo Moreira, sacando su daga, y teniendo la
manta sobre el poderoso brazo, evitó con un asombroso movimiento de cuerpo
un tiro que le disparara el resero, y lo acometió por el lado de montar.
El paisano se sorprendió del ataque, disparó hasta la daga, que desenterró
con presteza, y blandiéndola enérgicamente se preparó al combate.
La acometida fue violenta; las dagas se chocaron produciendo chispas, pero
fue un choque sin consecuencia: ninguno se había herido.
Moreira retrocedió a tomar distancia y acometió de nuevo, más sereno y con
más recato, comprendiendo que el enemigo era duro.
Esta vez el choque fue desgraciado para el resero.
Moreira le dio un hachazo en la cabeza y, envolviendo en un movimiento rápido
y hábil la daga de su adversario con el poncho, se la arrancó de la mano
con admirable facilidad.
El resero quedó estático y desarmado a merced de su adversario, pero mayor
fue su asombro al ver que Moreira guardaba en el tirador su daga, y ofreciéndole
la suya con un ademán bondadoso le dijo:
-Ahí la tiene, amigo; usted se empeñó, y no ha sido culpa mía. Yo no mato
sino a las partidas.
-¿Y quién es usted, paisano? -preguntó el gaucho en el colmo del asombro.
-Yo soy Juan Moreira -replicó éste lleno de soberbia-, y puede usted mandar
con confianza.
En seguida se acercó a su overo bayo, sobre el cual montó tranquilamente,
y sin volver la cara ni dirigir la palabra a los asombrados paisanos, se
alejó al tranco de su caballo.
-¡Dios le ayude, amigo! -le gritó entonces el resero-. Dios le ayude, porque
es usted un hombre de corazón.
Y se perdió también en las vueltas del camino, arreando sus animalitos.


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