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Historia de vida

Por Agustina Roca

Se define como un escritor-espía. Italiano de nacimiento, en su larga historia aquí es el que más ha usado sus propios materiales, sus recuerdos y aventuras para construir sus premiadas novelas

A pesar de que nació en Intra, a orillas del lago Maggiore, en la zona alpina del norte de Italia, las facciones de Antonio Dal Masetto -como las de su madre, María, a quien retrató en sus novelas Oscuramente fuerte es la vida y La tierra incomparable- parecen mediterráneas. En su rostro, de facciones cinceladas, resaltan unos ojos negros y ciertas huellas delatoras de la intensidad de lo vivido. Habla en forma similar a sus textos, con un lenguaje seco, sin adornos, que cae en un pozo de silencio cuando termina de expresar lo que desea. Mientras prepara café, cuenta de su famosa afición por los bares del Bajo, lugar donde escribe sus crónicas: "Yo espero en esas mesas, como un cazador con la escopeta amartillada, que caiga la historia. Si uno está alerta siempre aparece. El escritor es un espía que anda por el mundo tratando de robar cosas en un lado y en otro para alimentarse".

La obra de este escritor-espía está alimentada no sólo por su necesidad de narrar, sino también por su vida aventurera. En sus textos se tamizan, como en pocos de nuestros escritores, retazos de sus experiencias vitales. Ha publicado dos libros de cuentos y ocho novelas. Entre estas últimas, Fuego a discreción, segundo premio municipal; Siempre es difícil volver a casa, llevada al cine por Polaco; Oscuramente fuerte es la vida, primer premio municipal, y La tierra incomparable, Premio Planeta 1994.

Cuando retozaba por las montañas de Intra, su padre Narciso y su madre María eran campesinos. Cultivaban todo tipo de verduras y frutas: hileras de vid para hacer vino. El joven se crió paladeando el sabor de la intemperie, alternado con sus estudios primarios en un colegio religioso. En su casa, él era el encargado de sacar a pastar las ovejas y las cabras. Parece que en el colegio le decían que tenía un don especial para el dibujo. Le contaron la historia del pintor prerrenacentista Giotto. El escritor relata: "Giotto era pastor, y mientras cuidaba a las ovejas dibujaba con un carbón en la piedra. Un día pasó por allí el gran maestro Cimabue y, reconociendo su talento, decidió enseñarle a pintar. Las monjas me decían que yo iba a ser otro Giotto", finaliza, tentándose, intentando esconder cálidamente su timidez.

Después de la Segunda Guerra Mundial, la subsistencia se puso difícil en Italia y la familia emigró en 1950 a nuestro país. Al bajar del barco, partieron a Salto, donde el escritor, de 12 años en aquel entonces, tenía un tío. Empezó el duro aprendizaje, la transculturación. Cansado de que lo cargasen por su forma de hablar, decidió esforzarse para aprender el castellano. Para eso recurrió al arte. Su padre se asoció con su tío en una carnicería. Dal Masetto empezó a seleccionar las revistas que llegaban para envolver y, entre los globitos y el dibujo de las historietas, empezó a adentrarse en el idioma. Descubrió una revista, Leoplán, que traía relatos enteros de los clásicos y se zambulló en la biblioteca del pueblo. "Sufrí mucho con el traslado. Me sentía un marciano en el mundo. Como todo adolescente, pensaba que mi sufrimiento era único y que nadie me entendería. Un día encontré un libro, no recuerdo el autor, cuyo protagonista era un adolescente al que le pasaba lo mismo que a mí. Descubrí que no estaba tan solo en un pueblo perdido de la pampa. Para eso me sirvió la lectura."

La ficha

Antonio Dal Masetto nació en Intra, Italia, en 1938. Hijo de padres campesinos, llegó a la Argentina cinco años después de terminada la Segunda Guerra Mundial. Su familia se radicó en Salto y fue allí donde empezó a aprender el idioma con el que escribiría más tarde toda su obra literaria. Ese castellano de la calle y de los juegos de la infancia, y el español leído en las revistas y volúmenes elegidos más bien azarosamente en la biblioteca del pueblo.

A los 18 años, cuando la adolescencia también pasó a la memoria, se trasladó a Buenos Aires. Es un viaje semejante al que realizaron por entonces otros futuros escritores provenientes de pueblos o ciudades del interior como Miguel Briante, Abelardo Castillo o Jorge Di Paola, entre los que Dal Masetto recuerda y con quienes compartió búsquedas, descubrimientos y aprendizajes en la escritura.

Simultáneamente desempeñó oficios diversos (fue albañil, pintor, heladero, vendedor ambulante de artículos del hogar, empleado público, periodista) y en 1964 logró una mención de Casa de las Américas por su primer libro de cuentos, Lacre. Un año antes había publicado la novela Siete de oros.

En la década del 80 aparecieron los volúmenes de cuentos Ni perros ni gatos (1987) y Reventando corbatas (1989) y la novela Fuego a discreción (1983). El primer volumen de cuentos y la novela merecieron el segundo premio municipal. En 1990 obtuvo el primer premio con Oscuramente fuerte es la vida. Volvió a publicar cuentos al año siguiente, bajo el título de Amores. En Siempre es difícil volver a casa, una novela de 1992, Dal Masetto construyó un pueblo llamado Bosque, que más que el escenario donde transcurre la historia es un protagonista colectivo de una extrema y súbita crueldad.

La tierra incomparable, una historia vinculada de manera muy estrecha con Oscuramente fuerte es la vida a partir del tema de la inmigración, recibió el Premio Planeta Biblioteca del Sur en 1994. Luego de los cuentos Gente del Bajo (1995) y las novelas Demasiado cerca desaparece (1997) y Hay unos tipos abajo (1998), acaba de publicar Bosque (2001), en la que retoma el pueblo imaginado para Siempre es difícil volver a casa, prosiguiendo una obstinada indagación en torno de la violencia y la hipocresía social.

En un estilo sobrio, firme, contenido, Dal Masetto entrecruza personajes y situaciones en un movimiento vertiginoso, con el ritmo de la fatalidad sobrevolando el constante ir y venir —un ida y una vuelta que cuatro novelas atestiguan— en busca de lo que él mismo denomina "algo de verdad", tratando de apresar un tono personal que, como se dice en las páginas de La tierra incomparable, es semejante a "una mezcla de testimonios de diferentes etapas y edades".

Fue asiduo colaborador de Página/12.

Murió en Buenos Aires el 2 de noviembre de 2015.
 

"Yo espero como un cazador con la escopeta amartillada, en la mesa del bar, que caiga la historia"

Después, incentivado por los relatos de Salgari que había leído en italiano en su infancia y cuyas tapas cuelgan de la pared de su escritorio, se lanzó a descubrir su propia Malasia. Decidió, con 17 años, como su personaje Ciro de Demasiado cerca desaparece, hacer su valija y partir en busca de nuevos horizontes. Deslumbrado, bajó en Plaza Once y deambuló hasta que encontró una pensión en la zona. A los tropiezos, se fue acomodando a la nueva escenografía mientras realizó todo tipo de oficios. Recuerda uno con cariño: "Trabajé como heladero en la calle Pueyrredón. Me encantaba preparar los cucuruchos. Era como crear flores", cuenta.

Entre sus vivencias, destaca una de cuando, al igual que el protagonista de Siete de oro, el escritor se radicó en Bariloche, junto con su primera mujer y su hijo Marcos. Allí se dedicó a pintar paredes para subsistir. Cuenta: "Hace poco volví a Bariloche. Todo estaba muy cambiado. Empecé a buscar pistas de mi paso por allí. La casa que alquilaba estaba abandonada. En una de las rejas, encontré una herradura muy herrumbrada. Me la traje como amuleto".

La narrativa de Dal Masetto es, en líneas generales, cruda. Sin embargo, con Oscuramente fuerte es la vida se sumergió en otro ámbito más nostálgico. Un retorno a sus raíces. Su protagonista, Agata, es su madre. Al preguntarle cómo surgió esta narrativa, responde: "La inmigración es un tema. Yo nunca había escrito nada sobre eso. Supongo que durante 40 años estuve tratando de pelear para que no me confundieran con un extranjero. Quizás un psicoanalista me hubiese resuelto este problema más rápidamente. Decidí entonces rendir un homenaje a toda esa gente que vino desde tan lejos, y también a mi madre. Un día llegué a Salto y le dije que me contara todo lo que sabía. Al sacar el grabador, la campesina se asustó. Lentamente fue desgranando recuerdos".

A esa novela le sucedió La tierra incomparable, donde relata el regreso de Agata a su pueblo cuarenta años después: "En realidad, fui yo el que regresó. Allí se dio algo interesante desde el punto de vista del oficio: me propuse contarlo desde la visión de Agata y mi esfuerzo fue tratar de ver todo con los ojos de ella. Ese cambio de personalidad me obligaba a cierto tipo de asombro. Mi mamá -por ejemplo- nunca subió a un avión. Al terminar el libro se lo mandé, ella tenía entonces 80 años. Después la llamé por teléfono y al preguntarle si lo había leído, me respondió tan sólo: Sí, está bien. Hoy tiene 86 años, es un personaje obcecado, sin violencia, pero duro como un roble".

De su padre, Narciso, que murió hace más de dos décadas dice: "Era tremendamente trabajador, tremendamente amante de su familia y tremendamente testarudo. Durante la Segunda Guerra Mundial, él trabajaba en una fábrica. Su turno terminaba a medianoche. Había toque de queda desde las 7 de la tarde, y muchos se quedaban a dormir en la fábrica, por temor. Mi padre volvía a casa. Su argumento era grande como una montaña. Decía: Yo quiero dormir en casa. Tengo una casa, y nadie me lo puede prohibir. Ni Hitler, ni Mussolini..."

Dal Masetto conformaba un trío con los escritores Osvaldo Soriano y Miguel Briante, fallecidos hace poco. "Mi amistad con Osvaldo era muy fuerte. Charlábamos horas por teléfono y nos encontrábamos a cenar cada tanto. El era un personaje muy ávido por conocer cosas. Cualquier excusa disparaba un tema que iba encadenando una asociación con otra."

-¿Y Briante?

-El tenía chispazos de iluminación. Un día habíamos ido como jurados a Mar del Plata y estábamos tomando unos whiskies. Hablábamos de la poesía, diciendo que la mayoría comenzamos escribiendo poesía. Que uno después la deja, por pudor, cuando lee a los grandes poetas. Briante me mira y me dice (habla en presente): "Bueno, al final la prosa es nostalgia de poesía".

Antonio Dal Masetto acaba de publicar su novela Hay unos tipos abajo. Su origen se remonta al Mundial del 78, época de mayor opresión de la dictadura militar. Para reflejar esto, el escritor tomó algunos apuntes sobre esa última semana, en que la Argentina jugaría la final con Holanda. A mediados de la década del 80, Rafael Filipelli le pidió un guión para televisión sobre el tema y otro para cine. Así se filmó la película, en la que trabajaron Luisina Brando y Luis Brandoni. Pero al escritor siempre le quedó ese argumento rondándolo para convertirlo en novela.

¿Qué diferencias habría entre ambos mundiales? "Hay una diferencia inmensa. El Mundial del 78 fue un gran negociado. Nunca se supo cuánto costó ese mundial. Se habla de 500 a 700 millones. Ese mundial fue una fachada siniestra. La junta militar intentó dar al mundo una imagen de país prolijo, en orden y próspero. Calcularon que vendrían cerca de 60.000 turistas y apenas llegaron unos 6000. Desde esta óptica fue un fracaso. Por otro lado, haber ganado dio un respiro, porque la gente pudo, a través del festejo, liberar su energía reprimida."

Soriano y los gatos

Es conocida la pasión que sentía Osvaldo Soriano por los gatos. Anécdotas y crónicas sobran. Dal Masetto cuenta un episodio que le sucedió con su amigo:

"Un día, algo molesto, me dijo: Pero, che, qué cosa, a vos nunca te va a ir bien con los libros, no vas a vender nada. ¿Por qué?, le pregunté sorprendido. Porque en todos tus textos, respondió, ¡¡le pasan cosas horribles a los gatos!! ¡Los destrozás, los matás, sos muy cruel con ellos! Vos no querés nada a los gatos -seguía apostrofándome- y los gatos, aunque vos no lo creas, tienen poderes. Así que más te vale hacerte amigo de ellos. Si vos no los respetás, nadie te va a leer. Después de largar todo esto, Osvaldo se tranquilizó. Yo me quedé pensando en lo que me había dicho. Y, por un tiempo, cada vez que me topaba con un gato por las calles, de noche, me arrodillaba y, chasqueando los dedos de mi mano derecha, le decía michi, michi, michi."

La Nación, 1998


Antonio Dal Masetto en Los siete locos
 


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Agua

Por Antonio Dal Masetto

Basta ir a la cocina y en un día soleado abrir la canilla y llenar un vaso con agua y después mirar esa misma agua en la luz de la ventana para que la imaginación se dispare y emprenda una carrera demencial y nada sea igual que un minuto antes, porque ahora se está pensando que el agua del vaso viene de ese mismo río al que se puede descubrir cada mañana más allá de los mástiles de los barcos amarrados en las dársenas, desde aquella masa uniforme y monótona que casi no sufre cambios con las variaciones del cielo y las estaciones, y se medita acerca del largo y complejo proceso de depuración y de qué manera el agua, a través de innumerables e insospechadas cañerías, en el vientre de la ciudad, llega finalmente hasta ahí, a ese departamento, a la cocina de ese departamento, a la canilla que se acaba de abrir para saciar la sed, agua venida desde aquel río profundo y oscuro, agua cristalina ahora, límpida, transparente, agua pura a menos que una mente afiebrada, una memoria afiebrada, aun en la calma de un mediodía como éste, quiera cargarla de imágenes de horror, enturbiándola, ensuciándola, volviéndola súbitamente intolerable, imágenes, aspas que no son de molinos girando en la noche negra, hélices arrastrando pájaros de muerte en el aire del río, bultos arrojados al vacío, cosas vivas cayendo cayendo y después hundiéndose en el agua revuelta, hacia el fondo, hacia la oscuridad absoluta, hasta mezclarse abajo con el barro milenario, con desechos milenarios, lejos para siempre de la luz y las respuestas y la posibilidad de cordura, allá en el agua del río, esa misma que ahora uno se dispone a beber para saciar la sed en la cocina de un departamento invadido por la tibieza de un día soleado y la música de la radio, agua clara, purificada, desinfectada, con su justa proporción de cloro, que llega con la misma facilidad y eficiencia a otras canillas, en edificios céntricos, en los suburbios, en casas, oficinas, conventillos, mansiones, hoteles, cárceles, hospitales, cementerios, canillas de plástico, canillas de oro, la misma que llena la pila bautismal de las iglesias, las piscinas para el deporte o el placer, la que lava la piel de los recién nacidos igual que la arrugada piel de los ancianos, la que acaricia a la adolescente detenida ante el espejo del baño orgullosa de su cuerpo en flor, la misma agua que acude a los miles de picos de las máquinas de café en todos los bares de la ciudad, la que alimenta macetas en ventanas y balcones y también algún nostálgico huerto de un inmigrante europeo en un barrio cualquiera, la misma que sirve para la cocción de los alimentos y para borrar la sangre de los asesinatos, tinieblas, zumbidos en la noche, bultos arrojados, cosas vivas cayendo, silencio, agua venida desde los misterios de las profundidades trayendo noticias de muerte, agua de múltiples usos, agua que sirve para lavar otros muertos en ciertas ceremonias fúnebres, agua limpia, agua incolora, insípida, inodora, uno de oxígeno y dos de hidrógeno, agua transparente, óptima e insustituible para la higiene, agua que alberga espantos, bultos, cosas vivas, cayendo cayendo, hundiéndose en el líquido oscuro, bajando bajando, perdidas, confundidas en el barro milenario, lejos para siempre de la luz y las respuestas y la cordura, agua que brota en chorros triunfales en las fuentes de las plazas y es aprovechada a veces para conciertos acuáticos al anochecer, agua donde se bañan los gorriones, agua transparente, agua para las manos del cirujano, de la partera, del mecánico, de la maestra, del jugador de fútbol, del político, del policía, del comerciante, del artista, agua para lavar todas las manos, agua que ha perdido la inocencia, aspas que no son de molinos girando en la noche negra, hélices de anchas palas impulsando pájaros de muerte, bultos arrojados, cosas vivas cayendo y cayendo y hundiéndose, lejos para siempre de la luz y las respuestas y la posibilidad de cordura, agua que trae nombres, agua mansa útil indispensable a la civilización, agua llegada hasta este vaso a través de complicados procesos de purificación y que ninguna purificación podrá jamás purificar del todo.

21/05/12 Página|12


 

"La escritura es un oficio como cualquier otro"

Por Juan Rapacioli

En "Cita en el Lago Maggiore", Antonio Dal Masetto retoma una historia originada en "Oscuramente fuerte es la vida" y continuada en "La tierra incomparable", una trilogía con la que el escritor rinde homenaje a su madre "y a todos los que vivieron la circunstancia de la inmigración".

"En estas novelas gira la idea de saldar deudas", señala Dal Masetto a Télam. "En la primera, la deuda con mi madre como personaje central, la segunda, es el regreso a los orígenes, mi regreso, pero con la carga de los miles y miles que vinieron a este país en situaciones tan complicadas. También hay una forma de saldar deudas ahí: poner por escrito, contar".

Y esta novela, publicada por editorial El Ateneo, "está, temporalmente, bastante lejos de las otras dos, pero comparte, sin embargo, el mismo espíritu que las anima".

"Acá se vuelve al pueblo, a la misma búsqueda que había intentado la protagonista de las anteriores, Agata, la madre : recuperar lo irrecuperable, lo perdido en la distancia; pero por parte del hijo, un hombre ya grande, padre de la adolecente protagonista", explica el autor de "Gente del bajo".

"Lo que me interesó hacer pesar es la relación que se establece entre padre e hija en un contexto especial -subraya-.

Volver a los orígenes. Para ella, un lugar mítico; para él, un viaje diferente, con nuevos ojos a su lado que miran una realidad que no pudo transmitir".

"Las tres novelas, si bien son ficción, tienen un costado anclado en la realidad. No las hubiese podido escribir sin vivir esas circunstancias -asegura-. La primera nace de hablar mucho con mi madre; la segunda, por el viaje de regreso que hice al pueblo -esforzándome todo el tiempo por mirar con los ojos de Agata-; y esta última, que surge de un viaje que hicimos juntos con mi hija".

Sin embargo, "todo lo que se cuenta no es exactamente lo que ocurrió. En literatura, uno está obligado a inventar cosas. La realidad a veces nutre, a veces escasea, y a veces también exagera; por eso hay que ir acomodándola para que sea coherente".

Antonio Dal Masetto nació en 1938 en Intra, Italia. Después de la Segunda Guerra Mundial se radicó con su familia en Argentina.


Dal Masetto lee a Dal Masetto - Audiovideoteca de Buenos Aires

Fue pintor de paredes, vendedor ambulante, heladero, obrero, empleado público y periodista.

Entre sus obras, figuran el libro de cuentos "Lacre" (1964); la novela "Siete de oro" (1963), las novelas "Hay unos tipos abajo" (1998) y "Siempre es difícil volver a casa" (1985), que fueron llevadas al cine, entre otras. Sus libros han sido traducidos a más de seis idiomas.

- ¿Hay una manera de trabajar las relaciones personales que te interese particularmente? - Hay situaciones que se pueden reflejar en hechos o diálogos, y hay otras que se ilustran mejor con reflexiones; en esta novela se van alternado esas formas.

Ya sea en una página o en un libro, no hay que perder la visión del conjunto; como si uno estuviera sobre una colina mirando una batalla: también hay batallas en los diálogos y en las relaciones; elementos que chocan y a veces no combinan.

- ¿Eso tiene que ver con el ritmo? - El ritmo es fundamental, no sólo el narrativo, sino el que abarca la totalidad de la obra; así como hay ritmo en un pintura cuando esta es armónica, hay musicalidad. Eso no hay que perderlo de vista nunca.

- ¿El conjunto de tu obra tiene un ritmo? - Los primeros libros que escribí eran muy íntimos, en primera persona; luego vinieron algunos que podían ser interpretados como de corte policial; otros que aludían a los 70; luego esta trilogía, pero creo que todos, más allá de la variación de temáticas, componen una vasta autobiografía; ese fondo está siempre presente.

- ¿Qué literatura nacional te interesa? - Últimamente me dedico a releer, clásicos o más contemporáneos, pero me interesan varios: Guillermo Saccomanno, trabaja muy seriamente; algunas novelas de Angela Pradeli, en fin, gente que escribe desde su mundo personal. También pienso en Laiseca, Abelardo Castillo, y claro, los que no están, (Osvaldo) Soriano, un gran amigo; (Miguel) Briante, que no escribió tanto, pero su obra tiene mucho peso.

- ¿Qué le dirías a los que empiezan a escribir? - Que la escritura es un oficio como cualquier otro. Así hay que entenderlo al menos del punto de vista práctico; un oficio en el sentido que requiere primero creer en él: pero eso no alcanza; hay que tener disciplina y obstinación, hay momentos duros, de mucho vacío, donde parece que la literatura te abandona; pero nunca te abandona del todo: siempre hay motivos para seguir escribiendo.

Henry Miller (1891-1980) -a quien leí con mucho entusiasmo a mis 20 años-, decía que hay que escribir siempre, todos los días, y si uno no tiene nada, ni una sola idea, bueno, escribir sobre esa imposibilidad de escribir; claro que hay momentos, matices y espacios, pero la literatura es trabajo.

05/12/11 Télam



 

Recordar

Por Antonio Dal Masetto

Recuerdo cierta noche de verano de 1985 cuando en un bar del Bajo, desde otra mesa, alguien me preguntó: "¿Leyó el Nunca Más?". La voz pertenecía a un anciano que tenía un cuaderno abierto delante de él. Había estado escribiendo, usaba lentes de vidrio muy gruesos y parecía que tuviera dificultades para descifrar sus propias anotaciones. Dijo: "Registran 8.960 desaparecidos, hombres, mujeres y chicos, casi 9.000, pero seguramente son muchos más y es probable que jamás se sepa la cantidad real". Yo asentí. El anciano insistió. "¿Esa cifra le dice algo? ¿Sería capaz de imaginar 9.000 pares de zapatos?". "No, creo que no podría", dije. El anciano se concentró un momento en su cuaderno y volvió a hablar. "¿Sería capaz de imaginar 9.000 cuerpos?". Dudé nuevamente; contesté: "Tal vez pueda imaginarse una concentración de 9.000 personas vivas, en una plaza, en la calle, en una cancha de fútbol, pero no de otro modo". Y el anciano: "Estuve haciendo algunos cálculos. Intenté pensar en 9.000 cuerpos acostados en el suelo, uno a continuación del otro, la cabeza de uno contra los pies del siguiente: ¿Tiene idea de qué distancia podrían llegar a cubrir?". "No podría decirlo", contesté. "Supongamos que colocamos el primer cuerpo justo en la entrada de la Casa de Gobierno a partir de los dos granaderos, y desde ahí hacia el oeste, todos los demás; y siempre la cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿sabe adónde llegaríamos?". "No lo sé". "¿Quiere seguirme en el recorrido?". Asentí. El anciano: "Avanzamos por la Plaza de Mayo, bordeamos el monumento a Belgrano, la Pirámide, los canteros florecidos, desfilamos ante la Catedral y su antorcha, el Cabildo, alcanzamos la Avenida de Mayo; y siempre la cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿me sigue?". "Lo sigo". "¿Prefiere que tomemos por la vereda de los números pares o impares?". "Lo que usted diga". "Dejamos atrás la Municipalidad, cruzamos Perú, algunas librerías, negocios, bares y alcanzamos la 9 de Julio, ¿estamos?". "Estamos". "En la primera plazoleta pasamos frente a las dos figuras femeninas que simbolizan la Virtud y la Sabiduría: más allá, enfrente, la ridícula caricatura del Quijote; recorremos las últimas cuadras de la Avenida de Mayo; después viene El Pensador, la fuente, las palomas, el edificio del Congreso, El Molino; seguimos por Rivadavia y siempre la cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿me está acompañando?". "Estoy". "El café de los Angelitos, negocios, negocios, negocios, el último tramo antes de llegar a Pueyrredón y su aspecto de mercado persa; Plaza Miserere y sus árboles, la bajada de Rivadavia, Medrano, la confitería Las Violetas, bancos, inmobiliarias, agencias de automotores, bocas de subte, testimonios de una ciudad civilizada, avenida La Plata, Parque Rivadavia, el monumento a Bolívar, avenida José María Moreno, pizzerías, negocios, negocios, negocios y siempre la cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿me sigue?". "Lo sigo". "Caballito, las rejas de la terminal del subterráneo, Rivadavia que se convierte en doble mano, el cielo que se amplía arriba, los edificios de departamentos más espaciados, Donato Alvarez, Boyacá; y solamente llevamos recorridas unas sesenta cuadras; alcanzamos Plaza Flores, la vieja iglesia, Nazca, mueblerías, casas de antigüedades, los barrios tranquilos que se desgranan a ambos costados de la avenida, las vías del ferrocarril que se entreven a cien metros y nosotros siempre con los cuerpos, ¿los está viendo?". "Los veo". "Cruzamos Segurola y ya estamos a la altura ocho mil quinientos; inmediatamente se suceden una serie de calles de nombres gratos: Virgilio, Dante, Víctor Hugo, Manzoni, Leopardi, Molière, Byron, llegamos al once mil seiscientos de Rivadavia, exactamente la última cuadra antes de la General Paz, se nos acabó la Capital y podríamos seguir del otro lado, por la Provincia; y siempre la cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿me estuvo siguiendo?". "Lo estuve siguiendo". "Este trayecto y un larguísimo tramo más es lo que se podría cubrir con 9.000 cuerpos". A esta altura el anciano calló. Se sostuvo la cabeza con ambas manos, se dobló sobre la mesa y era como si realmente lo hubiese deshecho el esfuerzo de esa caminata. Eso es lo que recuerdo de aquella noche.



 

Hay unos tipos abajo

Por Antonio Dal Masetto

(fragmento)

Foto: Alejandra López


Pablo dejó la bolsa del mercado en el piso, abrió la puerta del edificio, la aguantó con la rodilla y cuando estaba por entrar lo detuvieron unos bocinazos y gritos que se acercaban:
—Argentina, Argentina.
El alboroto impresionaba como una larga caravana, pero eran sólo tres autos que venían bajando por la calle Paraguay, con muchachas y muchachos asomándose por las ventanillas y agitando banderas. Cuando pasaron frente al edificio, una rubiecita de voz ronca echó medio cuerpo afuera, estiró los brazos hacia Pablo y le lanzó un beso:
—Argentina campeón del mundo, mi amor.
Pablo los miró irse sin hacer un gesto.
En la esquina, una pareja de ancianos que paseaba un perro se detuvo y los saludó con las manos en alto. Al perro le habían atado una cinta celeste y blanca alrededor del cogote. Los autos doblaron y los gritos y los bocinazos se perdieron por la avenida Leandro Alem. Sobre el puerto, viniendo desde el río, a muy baja altura, apareció un helicóptero y avanzó hacia la ciudad.
Los dos ancianos reanudaron la marcha y al pasar junto a Pablo le sonrieron cómplices. Pablo les contestó con una mueca y entró.
Subió en el ascensor hasta el tercer piso y al meter la llave en la cerradura oyó que detrás de él se levantaba la mirilla del departamento de su vecina Carmen. Evitó darse vuelta para no tener que iniciar una conversación. Vio, en el suelo, un papel doblado que habían deslizado por debajo de la puerta y lo levantó. Era un mensaje de Ana: "Pasé tres veces. La primera a las diez de la mañana. La segunda al mediodía. Ahora son las dos de la tarde. Te estuve llamando todo el tiempo. ¿Dónde te metiste?".
El tono imperativo de la nota lo molestó.
—¿Qué pasa con esta mujer? ¿Me controla los horarios? —dijo en voz alta mientras dejaba la bolsa sobre la mesa.
Estrujó la hoja en el puño hasta convertirla en un bollo, la arrojó al aire y la pateó con fuerza hacia un rincón. La pelotita rebotó en la pared y cayó dentro del cesto de los papeles.
—Gol —dijo satisfecho.
De todos modos, lo primero que hizo fue intentar llamar a Ana. Pero el teléfono, igual que por la mañana, seguía sin tono. Golpeó la horquilla con furia, varias veces, y colgó.
Llevó los comestibles a la cocina, guardó la carne en la heladera, destapó una botella de vino tinto y se sirvió. Se acomodó en el sillón y abrió el diario en la sección deportes. Leyó primero un comentario de Pelé sobre el partido que Italia y Brasil jugarían esa tarde por el tercer puesto. El resto de la sección estaba dedicada a la final del día siguiente, entre Argentina y Holanda: la Selección Nacional había cumplido otra jornada de trabajo en su concentración de José C. Paz, había varios jugadores afectados de anginas, el director técnico César Luis Menotti analizaba el funcionamiento y la dinámica del equipo rival. Una nota titulada "El boom de la bandera" registraba la extraordinaria venta de banderas argentinas en las últimas semanas. Los comerciantes, sorprendidos y faltos de stock, habían tenido que acelerar el aprovisionamiento. Un proveedor declaraba: "Con el Mundial, el argentinismo es un virus que prendió fuerte".
Pablo dejó el diario y pensó en la nota que le habían encargado en la revista sobre la transformación de la ciudad en el último mes. Semana a semana había visto cómo se iba produciendo ese cambio. La gente, eufórica, se había lanzado a las calles cada vez que la selección ganaba un partido. En su nota debería dedicarles un párrafo a la presencia y al entusiasmo de las mujeres. Un fenómeno nuevo. Con el Mundial se habían vuelto expertas en fútbol y participaban a la par de los hombres. La explosión mayor se había producido hacía cuatro días, al clasificarse Argentina finalista con la victoria por 6 a 0 sobre Perú. Después del partido también él había andado por la avenida 9 de Julio y las cercanías del Obelisco. Alrededor del Obelisco era donde derivaban siempre los festejos y se prolongaban hasta la madrugada. Una ciudad de fiesta, caravanas de coches embanderados, bocinas, trompetas, bares llenos y gente abrazándose. La misma ciudad donde desde hacía años la reunión de más de tres personas era vista como sospechosa. Pablo recordó la circular enviada a los medios, firmada por la Junta Militar, con la prohibición terminante de criticar el desempeño de la Selección Nacional y a su director técnico.
Miró la hora, encendió el televisor y trajo la botella de vino desde la cocina. Los equipos de Italia y Brasil ya estaban en la cancha, habían entonado los himnos y ahora, en el círculo central, el referí y los dos capitanes sorteaban los arcos. En ese momento sonó el teléfono. "Por fin se arregló", pensó Pablo. Sin apartar los ojos de la pantalla estiró el brazo y acercó la mesita donde estaba el aparato.
Era Ana.

 

—Hola —dijo, y permaneció callada.
—Sí, hola —dijo Pablo.
—¿Todo bien?
Titubeaba, parecía preocupada.
—Bien —dijo Pablo.
—¿Seguro?
—Seguro. ¿A qué viene la pregunta?
—¿Alguna novedad?
—Ninguna.
—¿Estás solo?
—Sí. ¿Con quién iba a estar?
—¿Qué estás haciendo?
—Mirando Brasil-Italia.
—Tengo que comentarte algo urgente.
—Te escucho.
—Por teléfono, no.
—¿De qué se trata?
—Después te explico.
—¿Algún problema?
—Voy para allá.
—¿Dónde estás?
—Cerca. En Córdoba y Maipú.
Empezó el partido y enseguida sonó el portero eléctrico. Pablo bajó el volumen del televisor y esperó a Ana con la puerta abierta. Ana le dio un beso rápido, cerró detrás de sí, se quitó el tapado, abrió la cartera, sacó los cigarrillos y encendió uno. Pegó un par de pitadas nerviosas.
—¿Qué pasa? —preguntó Pablo.
Ella buscó un cenicero en la cocina y se sentó en el sillón.
—¿Cuál es el problema? —insistió él.
Ana lo miró fijo a los ojos y dijo:
—Hay unos tipos abajo.
—¿Unos tipos?
—En un auto. Están desde la mañana. Pasé tres veces y no te encontré. Te estuve llamando.
—Tuve que ir hasta la revista por una nota que me pidieron urgente. Además, el teléfono no funcionaba. Se arregló ahora, cuando llamaste vos. ¿Qué hacías por el barrio esta mañana?
Ana esbozó un gesto vago con la mano, como quitándole importancia a lo que iba a decir:
—Fui a ver a una persona, acá a dos cuadras.
—¿Una persona? ¿Qué persona?
Ahora Ana dudó antes de contestar.
—Una astróloga.
—¿Otra más?
—Sí, otra más.
—¿Cuántas van?
—Mil. ¿Y qué hay? ¿Te molesta tanto? Son cosas mías —dijo ella levantando el tono de voz.
La reacción de Ana lo sorprendió. Trató de calmarla:
—No lo tomes así. No dije nada. Hacé de cuenta que no dije nada.
—Sí que dijiste algo.
—Fue un comentario sin importancia.
—Dejame hacer mi vida.
—Está bien.
Pablo se esforzó por sonreír. Se conocían desde hacía más de seis meses y la ingenuidad y la dependencia de Ana ante las predicciones de astrólogos y videntes lo seguían irritando como al comienzo. Se le acercó y estiró la mano para tocarle la cabeza. La intención era acariciarla, pero hubiese podido pegarle.
—Ana, mi amor —dijo sin dejar de sonreír.
Ella se echó hacia atrás con brusquedad:
—Dejame tranquila.
—¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan nerviosa?
Ella se levantó del sillón:
—¿Me oíste o no? Hay unos tipos, raros ahí abajo, en un auto, desde la mañana. A lo mejor están desde ayer. O desde antes todavía.
—Cuando yo salí no vi a nadie. Volví hace media hora y tampoco noté nada.
—Están ahí.
—¿Dónde?
—Cruzando la calle.
—¿Frente al edificio?
—Llegando a la esquina de Reconquista.
Pablo prendió un cigarrillo y fue a pararse ante la única ventana del departamento.



 

Oscuramente fuerte es la vida

Por Antonio Dal Masetto

(Fragmento)

Todavía había estado esperando que ocurriera algo capaz de torcer el curso de los acontecimientos. No sabía qué. pero después, con las primeras cartas de Mario, me fui haciendo a la idea de que muy pronto llegaría, también para nosotros, la hora de partir. Inicié los trámites.
Aquel verano pasó rápido. Me robaron la bicicleta. Carla consiguió casarse.
En Tersaso, en un bosque, tres chicos encontraron una granada, se pusieron a jugar y les explotó en las manos. El padre de Mario sufrió un ataque y Regina me escribió pidiendo plata, lamentando el viaje y rogándome que nos acordáramos de ellos cuando estuviésemos todos en América.
Elsa estuvo a punto de ahogarse. Habían ido al río, ella y Guido, a un sitio que llamábamos el Pozo. Elsa y una amiga de su edad estaban paradas sobre una roca sumergida y a causa del limo resbalaron hacia la zona profunda.
Guido se dio cuenta cuando los cuerpos ya estaban sumergidos. Se zambulló y sacó a Elsa, mientras otro chico rescataba a la compañera. No habían tragado mucha agua y la cosa no pasó del susto. Esa noche Elsa me contó que mientras se hundía y volvía hacia la superficie, su único pensamiento era: "¿Cómo le va a explicar esto mi mamá a mi papá?"
En una de sus cartas Mario me sugirió que tal vez fuese conveniente vender la casa. Comencé inmediatamente una respuesta diciéndole que la casa nunca se vendería.
Pasó el otoño, el invierno, avanzó la primavera. Me presenté en el directorio de la fábrica para avisar que me iba y pedir mi indemnización. Me dijeron que no me correspondía nada, ya que abandonaba el trabajo por mi propia voluntad. Entonces hablé con una delegada democristiana. Recurrí a ella porque nos conocíamos desde chicas, habíamos sido compañeras en la escuela. -Quedate tranquila, yo me encargo de averiguar -me dijo. Pero fue pasando el tiempo, se fue acercando el día en que dejaría la fábrica y seguía sin novedades. De vez en cuando la delegada me traía información:
estaban estudiando mi caso, no era fácil, harían todo lo posible. Por fin me comunicó que efectivamente los estatutos establecían que si renunciaba al trabajo, no importaban las circunstancias, perdía el derecho a cualquier reclamo. No me conformé con su respuesta y recurrí al delegado socialista.
Le conté lo de la delegada democristiana. Se molestó un poco. Dijo: -¿Por qué se dirigió a ellos? ¿Por qué no vino a consultar con nosotros?
No supe qué contestarle. Estuve a punto de esgrimir el argumento de la escuela, pero me pareció una excusa tonta. Dos días después vino a buscarme.
-La engañaron -me dijo-, existe una cláusula muy clara que contempla la situación de la esposa que debe partir para reunirse con el marido. Tienen que pagarle hasta el último centavo, le corresponde absolutamente todo:
indemnización, premios, inclusive la tela para el uniforme.
Cuando llegó el momento de cobrar ya había dejado de ir a trabajar. El delegado se encargó de controlar que los importes estuvieran correctos.
Mientras me acompañaba hasta la salida repitió aquello de que debería haber ido a hablar con ellos directamente. -Ya vio cómo es esa gente -dijo.
Me dio la mano y me deseó suerte. Esa fue la última vez que estuve en la fábrica.
Faltaba poco para irnos. A la curiosidad que despertaba el viaje se mezclaba el desconcierto por el viaje. Contaba los días. Me habían entregado el pasaporte, los certificados de vacunas, los pasajes. Comencé a embalar. Del altillo bajamos dos grandes baúles que habían pertenecido a mi madrina.
Metimos todo lo que pudimos: la máquina de coser, la bicicleta de Mario, cuadros, colchas, ropa, libros de Guido (Salgari, Julio Verne), cacerolas, sartenes, platos, cubiertos, vasos, cafetera, plancha, tijera de podar, una azada y una pala sin los cabos, herramientas. Yo no quería desprenderme de nada. Nos ayudó un vecino. Después, en un carro tirado por un burro, llevó los baúles y los cajones hasta la estación de tren de Fondotoce y los despachó para Genova. Vendí los muebles. El dormitorio a unos vecinos, la mesa y las sillas a una compañera de trabajo, la cuna a otra vecina.
Dos días antes de viajar, Guido bajó hasta el Pozo, se metió y nadó un poco.
Era comienzo de junio y el agua estaba helada todavía. Aquella noche tuvo fiebre y a la mañana siguiente llamé al médico. Guido me dijo que no había querido irse sin despedirse del río.
Hasta último momento, yo seguía formulándome preguntas que no encontraban respuesta. Teníamos lo que habíamos querido siempre: la casa, el terreno, la posibilidad de trabajar. Habíamos defendido esas cosas, las habíamos mantenido durante esos años difíciles. Ahora, cuando aparentemente todo tendía a normalizarse, ¿por qué debíamos dejarlas? Me costaba imaginar un futuro que no estuviese ligado a esas paredes, esos árboles, esas montañas y esos ríos. Había algo en mí que se resistía, que no entendía. Sentía como si una voluntad ajena me estuviese arrastrando a una aventura para la cual no estaba preparada.
La mañana de la partida me desperté temprano. Era el día de Corpus Christi.
Todavía no había comenzado a clarear. Salí y me senté en el banco de piedra.
Cantaban los gallos. El aire olía a limpio. Percibí el silencio alrededor, respiraba con fuerza y trataba de pensar. Pero en mí no encontraba sino vacío y asombro. Recuperaba imágenes del pasado, volvía a verme en ese banco con Carla y Lucia, con Elsa, y me parecía que estaba abandonando también esos recuerdos. Me levanté, me asomé a la cuesta, anduve entre los almácigos, llegué hasta el fondo, toqué el tronco del nogal, me detuve acá y allá y miré el terreno desde todos los ángulos. Lo miré como tantas veces, en tantos años, y fui tomando conciencia, con doloroso estupor, que ahora lo estaba viendo de una manera única y definitiva. Era extraño advertir cómo el cielo se teñia una vez más, las cosas de siempre volvían a definirse, y saber que dentro de un rato emprenderíamos viaje y todo eso quedaría atrás.
Trataba de fijar en la memoria cada detalle, quizá para poder recordarlo después, para no perderlo todo, y llevarme algo de esa mañana de despedida.
Se me enganchó la manga de la camisa en la rama de un rosal y tuve que tironear bastante para desprenderme. Aquel pequeño incidente casi me hizo llorar. Llevaba en la mano una bolsita de tela y la llené de tierra. Me acordé de mi abuelo abonando esa tierra, de mi padre punteando, sembrando hortalizas.
Después comenzaron a sonar las sirenas de las fábricas. La cresta del Monte Rosso se coloreó y rápidamente la luz fue iluminando la ladera. Entré en la casa, abrí una valija y guardé la bolsita con la tierra. Recorrí las habitaciones como había recorrido el terreno. Con el brazo extendido rocé las paredes, las puertas, las ventanas. Me senté en un rincón y me quedé ahí, sin moverme, hasta que fue la hora de despertar a Elsa y Guido.
Vino mi hermano y me entregó una foto donde estaba con su mujer y su hijo. -Para que no te olvides de nosotros -dijo.
Más tarde aparecieron los vecinos. también Carla.
Llegó el momento. Hubo abrazos y lágrimas. Me decían:
-Nos veremos pronto.
Salimos por última vez de aquella puerta, cruzamos el patio por última vez, bajamos por el sendero y nos fuimos por la calle ancha. A cada paso giraba la cabeza para mirar la casa, hasta que la casa desapareció y sólo quedó la copa del nogal y un poco más adelante ni siquiera eso. Después hubo un ómnibus, un tren, otro tren, el puerto de Genova, un barco y América.

[De "Oscuramente fuerte es la vida", Editorial Planeta, Buenos Aires, 1990]



 

El padre

Por Antonio Dal Masetto

Cuando pienso en mi padre me vienen a la memoria los regresos a casa, al terminar nuestra jornada de trabajo. Volvíamos de noche, él en bicicleta y yo trotando. Corría a la par, a veces me atrasaba un poco y luego lo alcanzaba. La bicicleta era de mujer, el asiento estaba demasiado bajo y mi padre, un poco echado hacia atrás, pedaleaba despacio por la calle de tierra. Estoy seguro de que no hablábamos. En realidad tengo la impresión de que nunca hablábamos. Si intentara recuperar algún diálogo con mi padre me resultaría imposible. Sólo frases sueltas. Esto de los regresos ocurría en Salto, el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde fuimos a vivir cuando emigramos de Italia. Un hermano de mi padre estaba en la Argentina desde antes de la guerra y le había ofrecido una participación en su carnicería.

Yo tenía doce años.

Recorrimos ese trayecto durante meses y meses. Con frío, con calor, con lluvia. Después de tantos años, la memoria rescata una única carrera nocturna que las resume a todas. Esa imagen siempre vuelve y se impone sobre los demás recuerdos. Aunque son muchas, nítidas y fuertes las imágenes que tengo de mi padre. En general de la época de mi niñez, en el pueblo italiano, antes del largo viaje en barco a través del océano. Podría intentar hacer una lista y creo que no acabaría nunca. Ahí está la figura de mi padre, oscura y quieta bajo una nevada, esperándome en el portón del colegio de monjas al que yo iba. Mi padre guiándome por un atajo, a través de una colina que dominaba el lago, hasta llegar a la desembocadura de un río donde nos deteníamos a pescar. Mi padre caminando cauteloso unos pasos delante de mí, en los bosques que comenzaban más allá de las últimas casas: bajo el brazo llevaba la escopeta belga de dos caños de la que estaba orgulloso. Mi padre cortando pasto desde el amanecer hasta el anochecer, en el campo de un terrateniente, parando unos segundos para sacarle filo a la guadaña, secarse el sudor de la frente y tomar un trago de agua. Mi padre vaciando la letrina con dos baldes colgados en los extremos de una larga vara de madera que se cruzaba sobre los hombros. Mi padre abonando los surcos de la huerta con el contenido de esos baldes. Mi padre hachando troncos, apretando los dientes y soltando un soplido ronco en cada golpe. Mi padre llegando a casa de noche, con un pino para el árbol de Navidad, seguramente arrancado de algún lugar prohibido. Mi padre emparchando la cámara de una bicicleta. Mi padre con el torso desnudo, afeitándose en el patio, frente a un espejo colgado de un clavo, explicándome por qué había dos zonas de la cara que necesitaban ser enjabonadas más que el resto. Mi padre fabricándome una flauta. Mi padre lavando una oveja en el arroyo para luego esquilarla. Mi padre realizando trabajos de albañilería, de carpintería. Mi padre sembrando, cosechando, pisando la uva para hacer vino, injertando frutales. Teníamos un ciruelo que daba frutos amarillos en una rama y rojos en otra. Un peral que daba peras de diferentes estaciones. Yo estaba asombrado con tantas habilidades. Aquel hombre sabía hacer de todo. Parecía que nada tuviera secretos para él.

Mi padre era un montañés callado y tímido. Pero podía irritarse y mucho. Una vez lo vi perseguir a un tipo por la calle hasta que el otro saltó por encima de una cerca que daba a un barranco y escapó. Se trataba de una disputa entre vecinos. No recuerdo la razón o nunca la supe. Tengo una imagen muy clara de esa violencia al aire libre. Todavía me parece oír el jadeo de los dos hombres corriendo. Me pregunto qué hubiese pasado si mi padre lo alcanzaba.

Con nosotros nunca se enojaba. Nos quería y nos respetaba. Pocas veces tuve oportunidad de aplicar tan adecuadamente la palabra respeto. De él, sin duda, heredé la inconsciencia y la tozudez. Estoy pensando en la actitud de mi padre durante la guerra. Trabajaba en una fábrica de gas y a veces su turno terminaba en la mitad de la noche. De nada servían los ruegos de mi madre y los consejos de sus compañeros. Volvía a casa sin esperar que amaneciera, desafiando el toque de queda y las balas, porque quería dormir en su cama, era su derecho, y no existían Hitler o Mussolini o guerra que se lo impidieran.

Partió para América en 1948. El día de la despedida reía, bromeaba, se lo veía de buen humor, pero a mí me pareció que lo hacía para darse ánimo y cubrir el desconcierto. Recuerdo el reencuentro en el puerto de Buenos Aires, pasados dos años de separación, su abrazo torpe y sin palabras. En el viaje en tren a través de la llanura invernal, rumbo al pueblo, tampoco habló demasiado. Iba sentado junto a mí y su brazo se mantuvo rodeándome los hombros todo el tiempo. De tanto en tanto sus dedos se comprimían para darme un apretón.

Después vino el trabajo a su lado, en la carnicería, donde aprendí la recorrida de los clientes antes de memorizar la primera media docena de palabras en castellano. Salía al reparto a la mañana y a la tarde y, cuando terminaba, ayudaba en el negocio. Siempre había algo que hacer. Limpiar la picadora de carne, la sierra eléctrica, lavar el piso, pelar ajos para los embutidos, darles agua a los animales.

Empecé a jugar al fútbol en la sexta división del Club Compañía General. Estaba contento con los botines, el pantaloncito y la camiseta que me habían dado y podía llevarme a casa. Los partidos eran los sábados después de mediodía y a veces llegaba con un poco de retraso al trabajo. Entonces, durante toda la tarde, vivía en un clima de acusaciones silenciosas. Las acusaciones provenían de mi tío y mis dos primos. Mi padre no me decía nada. A lo sumo rumiaba una frase en voz baja cuando me veía aparecer corriendo. Se sentía obligado con su hermano mayor que lo había traído a América, y la deuda me incluía. Estoy seguro de que esa dependencia lo amargaba. Pero no podía hacer nada y guardaba silencio. También en el reducido territorio de aquel negocio éramos extranjeros y había que ganarse el espacio y soportar las humillaciones cuando llegaban.

Yo intuía que mi padre hubiese deseado un destino distinto para mí.

Una noche, cinco años después de la llegada al pueblo, emprendí otro viaje. Partí a descubrir la ciudad. A esta altura mi padre se había separado de mi tío y había instalado su propia carnicería. No le iba bien. Mi padre no era el mismo de antes. América lo había golpeado. Yo no estaba con él en el negocio nuevo. En los últimos tiempos había trabajado de cadete en una farmacia. Me fui sin que lo supiera. Mi madre y mi hermana me vieron dejar la casa porque se despertaron mientras yo preparaba la valija. No lograron retenerme y tampoco se animaron a llamar a mi padre. Ignoro cuánto pudo dolerle aquella huida. Nunca me la reprochó. Después, en los espaciados regresos al pueblo, me encontraba con pequeños cambios en la casa. Algunas comodidades en el baño, en la cocina. Me enteré de que una vez, al comprar un calefón, mi padre comentó: “Para cuando venga Antonio”.

Por lo tanto pensaba en mí con cada mejora.

Cuando murió, yo estaba lejos. Una enfermera iba a aplicarle inyecciones día por medio. La última fue un sábado. La enfermera se despidió hasta el lunes. Mi padre dijo: “Vamos a ver si aguantamos hasta el lunes”. No aguantó. Sé que en el final preguntó por mí. Llegué al pueblo el día posterior al entierro. Venía desde Brasil, viajando en trenes y en ómnibus. En la puerta encontré al marido de mi hermana que me dijo: “Papá murió”.

Muchos años después de su muerte, mientras mirábamos unas fotos, oí a mi hermana murmurar: “Qué hermoso era papá”. Nunca había pensado en eso. Eran fotos de sus veintisiete años, tenía a un chico de meses en brazos, estaba tostado por el sol y se le notaban los músculos bajo la camiseta clara. Se lo veía feliz. El chico era yo.

De tantas cosas relacionadas con mi padre me acuerdo especialmente de aquellos regresos a casa después del trabajo. Eran siempre noches grandes, cargadas de estrellas y de silencio. Así las veo.

Avanzábamos a través de un decorado de casas mudas y luces fantasmales en las ventanas y en los patios. Yo me sentía extraviado en esa oscuridad y la sensación no me gustaba. Quería llegar rápido, para que pasara la noche, y luego el día, y otra noche y otro día, hasta que el cerco de las noches y los días se rompiera. ¿Y mi padre? ¿Qué pensaba? ¿Qué significaba para él ese tránsito entre la agitación de la jornada y la promesa del descanso? ¿En qué medida mi presencia le servía de compañía, de incentivo, de alivio? ¿Me vería como yo me veo ahora en el recuerdo? Lo que veo es un cachorro impaciente, agazapado en el fondo de sí mismo, esperando su oportunidad para dar un salto. Mi padre pedaleaba y yo trotaba a su lado. No teníamos otra referencia que el foco de la bicicleta alumbrando un óvalo de tierra, hipnótico, surgido como desde un sueño, renovándose en una calle que podría no tener fin. Esa luz mínima marcaba el camino y finalmente nos sacaba de la oscuridad. Nos guiaba a la mesa familiar preparada para la cena, a los rumores de las sillas arrastradas sobre el piso de ladrillos y de los cubiertos en los platos. Pero durante ese trayecto permanecíamos lejos de todo. Ahí estábamos solos y estábamos juntos. Nos movíamos en una zona de vacío entre un mundo que ya no existía, perdido del otro lado del océano, y este otro que se proyectaba en los días futuros y estaba hecho de necesidades e insatisfacciones y furias contenidas y esperanzas obstinadas.



 

Taxi

Por Antonio Dal Masetto

Me estoy achicando en todo. Dejé de ir al cine, al teatro, a cenar afuera, di de baja el cable, puse teléfono con tarjeta, dejé de fumar, no tomo más mi cafecito mientras leo el periódico en el bar a la mañana, para uso diario me compré alpargatas y guardé los zapatos para las grandes ocasiones. No me quejo, soy un tipo austero, acostumbrado a los vaivenes de la fortuna. Todo lo aguanto con entereza. Pero hay algo a lo que no puedo ni quiero renunciar y es a viajar en taxi. Fue mi único lujo de toda la vida, tanto cuando estuve en la vía como cuando tuve un poco de resuello. Pero las cosas se han puesto tan mal que inclusive con mi único berretín tuve que optar por una decisión salomónica: partir la cosa al medio. ¿Qué quiero decir con esto? Que si tengo que viajar cuarenta cuadras, tomo un taxi por veinte cuadras, ahí me bajo y el resto lo hago caminando. Que digan lo que quieran, que me critiquen, que piensen que estoy un poco chiflado, pero la cuestión es que mi orgullo se mantiene incólume. Y como dijo don Francisco de Quevedo y Villegas: Ande yo caliente y ríase la gente.
El otro día tenía que ir a Parque Lezama, paré un taxi y le dije al chofer:
–¿Cuál es la mitad exacta entre este punto y Parque Lezama?
–Déjeme pensarlo un poco, se lo calculo enseguida, pero ¿para qué quiere saber eso?
–Porque solamente dispongo para la mitad del viaje.
Me dio la información y arrancamos. Era un radio-taxi y todo el tiempo se escuchaban las comunicaciones de la central con los diferentes móviles. Mensajes raros. Paré la oreja. Señor Juárez, de Palermo Viejo, destino estación de ómnibus de Retiro, ofrece un peso con ochenta y completa el pago con un caloventor de primera marca, en buen estado. Señora viuda de Mendieta, espera en la esquina de Paraguay y Maipú, viste traje negro, cartera y zapatos al tono, destino cementerio de la Chacarita, paga con dos patacones y doce discos de Armando Manzanero, Rosamel Araya y Antonio Prieto, época de oro del bolero. Señor Lionel, de Saavedra a Mataderos, ofrece funyi gris, impecable estado, y daga con mango de alpaca, protagonista de sonados duelos criollos. Señora Rosina, de Parque Chacabuco a Belgrano, pollito al horno con papas y batatas, ensalada mixta y flan casero, no hay efectivo. Señor Aurelio, bar El Jopo, de Parque Patricios, viaja a Núñez, ofrece dos canarios, macho y hembra, en buen estado de salud; él, gran cantor; ella, ponedora infatigable, en jaulita tipo pagoda, y en efectivo el equivalente a tres litros de gasoil.
Llegamos a la mitad del recorrido y el taxi se detuvo.
–Maestro –me dijo el taxista–, es una pena que por falta de efectivo se baje a mitad de camino. ¿No tiene alguna cosa para pagar el resto del viaje? Ya escuchó por la radio que cada cual ofrece lo que puede.
–No se me ocurre nada, no tengo ningún objeto encima, mi oficio es de narrador, lo único que sé hacer es contar historias. ¿Se podrá hacer algo con eso?
–¿Son historias imaginadas por usted?
–Por supuesto, son mías, cien por ciento auténticas.
–Bueno, a mí me gustan las historias, podríamos probar. Le ofrezco un trato, corto el reloj y largamos, si la historia me engancha lo llevo hasta Parque Lezama, si de entrada no me gusta lo bajo en la próxima esquina.
Pensé rápido. Nada de improvisar, me dije, hay que asegurarse el viaje y no voy a arriesgarme con una de las mías que por ahí a éste no le gusta. Así que manoteé al infalible Conrad y a su relato “Juventud”, que es tres veces infalible. Ya con las primeras frases me di cuenta de que lo teníabien agarrado al tachero. Y así navegamos con viento a favor y a toda vela hasta Parque Lezama.
–Muy buena, maestro –me dijo el tachero–. Acá tiene una tarjeta con nuestro número de teléfono, a todos los muchachos de la tropa le gustan las historias, así que ya sabe para la próxima.
Nos despedimos con un apretón de manos. Cuando se fue me sentí un poco fulero y me dije: la próxima tengo que jugarme y pagar con una historia mía. Por grande que sea la malaria, eso es lo que corresponde. Me juego y que pase lo que tiene que pasar.

19/02/02 Página|12



 

En viaje

Antonio Dal Masetto vuelve a la novela con una historia tan tenue como firme en sus convicciones narrativas. Relato de un viaje sentimental, de una nostalgia y rabia contenidas, La culpa logra enhebrar con maestría el destino individual y el colectivo. En los años ’90, en el sur de Brasil, alguien repite y recuerda el mismo viaje que realizó en los ’70, en otro mundo y con otra gente. En esta entrevista, Dal Masetto evoca los orígenes de la novela, explica por qué suele haber tanto alcohol en sus libros y por qué cuando era chico, las monjas del colegio le decían “el pequeño Giotto”.

Por Angel Berlanga

En el mismo puente, en el cruce de una frontera, diecisiete años después. En viaje a dedo por la ruta de entonces, para intentar reproducir sensaciones, rumbo a aquel pueblo del sur de Brasil, junto al Atlántico. Hacia la mole compacta y oscura de un morro acantilado contra el océano. En busca de rearmar una escena: “Lucía detenida al filo de la escollera –-escribe Antonio Dal Masetto–, alta en la claridad, y abajo el mar y luego más mar y allá lejos todavía el mar. Era la misma mujer que andaba con él por los caminos, con la que compartía la mesa y la cama, con la que a veces discutía, pero que ahí se había transformado. Integraba la luz, era una sola cosa con la gran extensión del agua y el cielo y el silencio”.

Así la esboza César, el pintor que protagoniza La culpa, una novela en la que Dal Masetto contornea lo inaprensible: el paso del tiempo, la razón de existir, el sentido de las relaciones con los otros, lo colectivo y la soledad, lo encantador y lo horroroso en perspectiva, en las marcas del recuerdo. “Yo creo que él, en realidad, no sabe qué es lo que va a buscar –dice Dal Masetto en su departamento, Junín y Las Heras–. Pero busca rescatar, vaya a saber con qué intenciones, esa imagen de belleza perdida. Como si pudiera recuperar algo de vida en eso.”

Desde el presente de la narración, situada a comienzos de los ’90, César evoca aquel viaje de once meses por Brasil a mediados de los ’70, cuando él tenía 35 y ella 18. Dal Masetto entrelaza con maestría las historias del pasado de su personaje con las que va viviendo en su regreso y su estadía en aquel sitio, en la búsqueda de la huella tan invisible como indeleble de Lucía, en los cruces con los brasileños que va conociendo: el hacendado prepotente que lo acerca un tramo del camino y pretende aleccionarlo con el verticalismo y el orden que rige una colmena; el panadero con el que se junta a beber y charlar; el librero que le enseña su relato sobre el silencio; el muchachito híper activo que le propone hermanarse y lo invita a la ceremonia de Yemanyá. Aquella vez, a poco de volver a Buenos Aires, se habían separado: seguían pasándola bien, pero la complicidad había quedado atrás.

“Además del placer de estar con Lucía –se lee casi al comienzo de La culpa–, él disfrutaba de esa vida vagabunda, le gustaba andar, no tener metas ni obligaciones. ¿Pero ella? Lucía era diferente. Tenía objetivos precisos, le preocupaban la gente y sus problemas. Su interés por aquel viaje era ver con sus propios ojos qué sucedía en otras partes de Latinoamérica, la realidad social de esos países. Lucía se enardecía cuando abordaba el tema de las injusticias sociales, los millones de explotados, los niños que morían por falta de alimentos y atención médica. Lucía estaba siempre como a punto de entrar en combate. Quería cambiar el mundo. Eso quería. Eso había que hacer.” César la escuchaba en silencio. “Y luego, al fervor de su discurso, contestaba con alguna breve frase escéptica, a veces con una sola palabra, un gesto –escribe Dal Masetto–. Ignoraba a qué se debía esa actitud suya. Se lo preguntaba cada vez que sucedía. Sus respuestas, sus insinuaciones de dudas –totalmente carentes de sentido– indignaban a Lucía. Explotaba. Lo apuntaba con un dedo: ‘Vos pertenecés a una generación vencida, sos un viejo, sos un fracasado’.”

Un año después de la separación supo que había sido secuestrada. “Desde entonces él se repetía que de haberse esforzado podía haber evitado que se fuera, haber encontrado argumentos para retenerla”, escribe Dal Masetto. El curso de las cosas podría haber resultado diferente, piensa César. “No podía dejar de pensar en eso –se lee–. Se torturaba con eso.”

EN OTRA PARTE

Como en algunos otros libros tuyos, se narra un regreso a un sitio en el que se pasó un tiempo, en el que se tuvieron experiencias vitales. El caso de Agata, en La tierra incomparable, por ejemplo. Aunque éste tiene distintas características.

–Sí, Agata vuelve a un mundo de nostalgia. Tienen algo en común: todos los regresos, en general, se pagan caros. Porque resultan siempre un fracaso, uno va a buscar algo que ya no existe, sabiendo que no lo va a encontrar, pero de todos modos con una secreta esperanza. O tal vez ni eso: es como un acto casi desesperado que busca aferrar algo que el tiempo inevitablemente destruyó, anuló. O tal vez el tiempo no haya anulado nada, sino que pasó y uno cambió. Y por lo tanto nunca volverá a ver las cosas como las vio, o como cree que las vio en el recuerdo, porque también el recuerdo se va transformando, con el tiempo. Agata vuelve a un mundo perdido y esto, más bien, me impresiona como una vuelta para intentar exorcizar algo, algo así como la muerte, aunque no con tanta precisión. Este hombre va a un lugar en el que estuvo con alguien que fue desaparecido, una mujer que aparentemente amó; ahí pasó un momento que recuerda como perfecto, ideal, así lo llama: una tarde entera sobre una roca.

“Y también va a saldar una culpa, la que arrastra por no haber conseguido conservar, de alguna manera, aquello –bifurca Dal Masetto–. Pero éste es otro tema, el que da título al libro. La culpa suya y la general, la colectiva. Porque más allá de las anécdotas que contiene, la novela apunta a ese lento deslizamiento hacia ese lugar final. Lo que intenta contar es, primero, su toma de conciencia al cruzar una frontera y mirar al propio país, sus recuerdos, lo que ha vivido en una ciudad que es ésta. Y lo que reaparece más fuerte es lo que tiene que ver con el horror, los crímenes. Está el sentimiento, entonces, del protagonista, de que un país en el que han pasado las cosas que han pasado, es un país manchado, sucio. Inevitablemente, por lo tanto, es un país culpable. No porque todos sus habitantes hayan participado, tal vez participó una mínima minoría de los horrores, pero igual la mancha está, como si el aire se hubiera contaminado. Es como una peste. Creo que él lo dice textualmente, que se mete en las casas, en el sueño de la gente. Está, existe, aunque las personas no se den cuenta.”

Hace unos meses, cuenta, vino a entrevistarlo una periodista joven, de una revista alemana (varios libros de Dal Masetto han sido traducidos y publicados en Alemania). “Y luego, conversando, ella me decía una cosa que me llamó la atención, que tal vez tenga que ver con la culpa colectiva; en la escuela, en lo que supongo la secundaria de acá, y por su edad hace no mucho tiempo, la profesora les decía a sus alumnos que ellos debían sentir vergüenza de su país. Me pareció muy fuerte ese mensaje, ese tipo de enseñanza. Eso no quitaba, en la intención de esa profesora, que además no amaran su país. Pero era un país culpable, que tenía una historia horrible, y por lo tanto debería avergonzarlos. Que era una forma de decir ‘tomen conciencia’; lo que nosotros, de una manera más liviana, decimos con ‘no perder la memoria’.”

¿Por qué a Brasil? ¿Viste ahí algún contraste de idiosincrasia?

–Una novela se construye de muchas maneras. Puede aparecer una idea general, en este caso la culpa. Y alguien que va a buscar algo, aunque no sepa qué encontrará. La imaginación, lo que se te va ocurriendo, acude a aportar material, pero también tiene mucho peso tu propia experiencia real. Hace años hice un viaje a Brasil, con una persona que tenía 15 años menos que yo, una niña de 18, que obviamente no fue secuestrada ni desaparecida. Pero digamos que ciertos elementos de ese viaje servían como referencia, al menos en cuanto a paisajes, personalidad del protagonista. Mezclando, ¿no? Y también ciertos personajes que uno va conociendo sobre el camino, de los cuales tiene memoria, o de los que incluso tomó notas. Todo eso se junta, se mezcla, y bueno: es como hacer una sopa. Uno va seleccionando y tomando lo que por intuición sirve para seguir por ese caminito. Al margen de que Brasil es un país que me gusta mucho, creo que aparece por esa razón: el tránsito ralentado del personaje hacia su destino final, en ese pueblo que tenía muy claro en la cabeza, con personajes que por su forma de ser, brasileños, distantes de esta realidad, aportaban sus valores y también sus culpas a la historia que quería contar.

Dice Dal Masetto que todos sus libros, en el fondo, entremezclando la historia propia y la historia general, apuntan a dar testimonio de lo que ha visto y vivido. “Tu pequeña impronta –dice–. Acá puse el pie, esto es lo que modestamente puedo aportar a quien le interese. Como sacar una fotografía. Y si es posible, dar una opinión, una opinión velada. Porque uno cuando escribe una novela no piensa en opinar, piensa en representar, en exponer, en poner de manifiesto. Y después el lector, si es que hay, que saque sus conclusiones.”

César tenía, a mediados de los ’70, tu misma edad por entonces. Y aparece como escéptico respecto de la pasión de Lucía por la política, el compromiso. ¿Cuál era tu percepción por aquellos años?

–En el libro aparece claro, porque está visto en perspectiva, pero mientras uno lo estaba viviendo no tenía esa posibilidad de claridad. Compartía cosas, pensaba, discutía, si tenía oportunidad de hablar con gente más joven, pero me parece que había bastante confusión, incluso mucha desinformación. En cuanto al personaje, yo creo que él comparte absolutamente el aspecto ideológico de esta jovencita, pero hay algo que lo irrita. Creo que además del análisis que pueda merecer desde lo político o lo social, hay también una especie de celos respecto de esta otra cosa tan pasional, que lo aparta. Como una competencia: con esta proyección de esperanza, de futuro, y en última instancia de Vida, vida con mayúsculas, ella está más involucrada con el futuro que con él. Son situaciones ambiguas, de todos modos, que no es fácil definirlas.

VINO A DISCRECION

Desde hace seis o siete años Dal Masetto pasaba, para evitarse los inviernos aquí, unos cuantos meses en Mallorca, donde viven su hija y su nieto: “Como todos los niños a esa edad, es una luz, y uno tiene ganas de verlo y demás –dice, y aclara que este año se tuvo que quedar–. Cada vez que he ido llevé un borrador de algo y me he vuelto con un paquete potable, que luego, ya de regreso, termino de limpiar. Aquello es un lugar muy tranquilo, que me resultó útil para trabajar con bastante intensidad; los comienzos y los finales los hago acá, pero fueron varios los libros que tomaron el grueso de su forma allá. Es un lugar al que espero seguir yendo”. Más difícil parece que vaya a ir a Alemania, donde lo invitaron varias veces a dar charlas: “No me gustan mucho esas cosas oficiales –dice–. A la mesa redonda digo directamente que no. En alguna oportunidad acepté ir al interior (donde la gente es muy amable), siempre que alguien se siente al lado mío y me haga una suerte de entrevista, o a conversar con el público, que la cosa se deslice como una charla de café, nada solemne. También he ido, con mucho gusto, a alguna escuela secundaria para adultos. Y en cuanto a la presentación de los libros, los nuevos que salen... Al comienzo hice un par, y la verdad es que me parece bastante inútil. Van unos amigos, algunos invitados de la editorial, se toman unos vinos, y ahí se acaba la historia. Y bueno, fundamentalmente, no me gustan”.

A propósito de los vinos: se toma mucho en tus novelas.

–Bastante, sí. Lo que pasa es que mi generación, los que teníamos veinte en los ’60, tomábamos todos, o casi. Nos reuníamos para tomar. No había droga: ésa es la parte saludable del tema. Y lo otro, no tan saludable, es que a los veinte o los treinta el alcohol todavía no te mina demasiado el organismo. Y producía momentos agradables. Me ha quedado esa marca, que es como de origen, como una vacuna. Siempre me gustó tomar; al principio tomaba bastante, sin exagerar. Pero en las reuniones con amigos, uno decía encontrémonos a tomar un café, pero nunca era un café, siempre era un vino. Con el tiempo uno se da cuenta de que es destructivo y lentamente empieza a sentir las consecuencias de ese veneno, si se exagera. Lo que ha aparecido en mis últimos libros, por lo menos en éste, en alguno anterior y también en el próximo, es la lucha del personaje contra el alcohol, la conciencia de que si da un paso queda enganchado.

Cita en el lago Maggiore: así, supone, se llamará el próximo libro. “Es un tercer regreso al pueblo –Tarni en la ficción, Intra en la realidad–, pero ahora es la nieta de Agata la que va, en compañía de su padre, el hijo de Agata... Que, bueno, entre paréntesis, vendría a ser yo”, se ríe, Dal Masetto, como quien nota que se le acabaron los escondites. “Y también aparece ese tema, sobre todo frente a la hija –sigue–. Este hombre no quiere tomar una gota, y entonces hay una lucha permanente. Porque en este regreso, que también tiene sus conflictos, como dijimos hace un rato, hay momentos paradisíacos y él se siente tentado a tomarse una copa frente a una puesta de sol, a relajarse, y sabe a la vez que eso es falso, que es una tentación diabólica, si uno creyera en el diablo.”

Algo latente, y pinta al alcohol, y se pone a funcionar. Como un WD40 para los engranajes cerebrales. Es falso, se podría destrabar de otros modos, pero...

–Sí, una comunicación rápida y espontánea. Esto es lo que ocurre, la gente se suelta con el alcohol. En principio es así. La comunicación entre el protagonista de La culpa y el panadero se vuelve mucho más fluida cuando empiezan a compartir las botellas de cerveza. Siempre estuvo eso: la segunda novela que publiqué, Fuego a discreción, está llena de alcohol. Tiene que ver con los ’70, también, y no habla textualmente de la dictadura, pero sí de una ciudad aplastada por el clima de opresión, los personajes deambulan como perdidos, tomando mucho. Al tal punto que un amigo del pueblo en el que viví cuando era adolescente, Salto, se tomó el trabajo da anotar, aparte, cuántos litros se tomaba en cada encuentro; hizo la suma y al final, un día, me lo encontré y me dice: “¡Bah! Al final no eran tantos...”.

El personaje del panadero cuenta una historia que contaba Soriano: la gata que entra por la ventana y tiene cría en su cama.

–Sí, no sé si lo contó Soriano o lo conté yo sobre él. Hay una referencia velada a Osvaldo: le pasó exactamente eso, cuando vivía en La Boca. Y él, respetuoso de los gatos, de su magia y su supuesto poder, los dejó ahí hasta que se fueron. En ese panadero se fusionan ciertos personajes de una generación que conocí, algo mayor que yo, que también se reflejó en personajes como Osvaldo, con cierta actitud hacia la vida, una ética.

¿Estuvo desde el comienzo, como intención, la búsqueda de lo inaprensible? Porque así como parece difusa la culpa y el sentido del retorno, el protagonista cavila sobre sensaciones que quiso o querría volcar a una pintura. En un momento, por citar una situación concreta, él recuerda que ella escribía sus consignas en los muebles, en las caras menos visibles, y se pone a buscarlas.

–Sí, es verdad. Pero eso, seguramente, también tiene que ver con cierta impotencia personal que está trasladada al libro y al personaje al tomar conciencia, al perder seguridad frente al misterio de la vida. Uno, a veces, pensó que podría hacerle frente, embestirlo, o por lo menos... no descifrarlo pero bancársela. Y poco a poco vas tomando conciencia de que el misterio está ahí, que te rodea, que es un don percibirlo, pero que también es absolutamente infranqueable, la barrera que te separa de algo que no se sabe qué es. Y me parece que uno vuelca eso, en esta historia o en cualquiera. Esto de él como pintor, tratando de captar sensaciones inapresables, de lograr físicamente representarlas en una tela, creo que tiene que ver un poco con eso y también con cosas personales. Volvemos a lo mismo: la pintura es una deuda pendiente en mi vida. Una deuda no, un fracaso: yo quería ser pintor. Cuando vine a Buenos Aires, 17 o 18 años, me instalé con la intención de encontrar un maestro, entre comillas, que me encaminara por la senda de las artes plásticas. Pero bueno, mis condiciones de vida de ese momento me imposibilitaron todo acercamiento: carecía de tiempo, espacio, dinero. No es lo mismo escribir, que te las arreglás con un cuaderno y una birome. Había que comprar telas, colores... Bueno, ésta podría ser una excusa para decir que no lo logré. Y la otra es que quizá no tenía condiciones.

No sabía que tu idea inicial era ser pintor.

–En Salto iba a la pinturería a comprar pinceles, hacía cuadritos, unos paisajitos. Pero no tenía dónde aprender. Todo esto lo cuento en el próximo libro, ese que te dije: el padre habla con la hija y le cuenta de ese afán suyo de convertirse en pintor. Porque además yo iba a un colegio de monjas, cuando era chico, en Italia, hasta los doce años, cuando vinimos para América. Y las monjas me habían convencido de que yo iba a ser un gran pintor: me decían el pequeño Giotto. Dibujaría bien en los cuadernos del colegio. Pero además, como mis padres tenían un pedazo de tierra, dos o tres ovejas, una cabra, y el encargado de salir a pastarlas por la orilla del río y la colina era yo, encontraron un parecido con la historia de Giotto, que también era de una familia de pastores y fue descubierto por un famoso pintor que pasaba por ahí y lo vio dibujando sus ovejas con un pedazo de carbón, o de tiza, vaya a saber, sobre una roca. Yo creo que las monjas relacionaron, dijeron “éste dibuja bien y sale a pastar ovejas: se tiene que convertir en Giotto” (se ríe). Tanta coincidencia no podía ser gratis. Y me convencieron.

05/09/10 Página|12



 

Nostalgia de qué

Por Luciana De Mello

En una de esas charlas de bar donde los amigos pueden iluminar una verdad para siempre, Dal Masetto se apena por no haber escrito poesía más allá de la adolescencia y entonces, Briante, luego de un silencio reflexivo, le contesta: “Finalmente la prosa no es más que nostalgia de poesía”. Cinco años más tarde, evocando esa charla, Dal Masetto se pregunta: “Y la poesía, ¿nostalgia de qué es?”. Briante ya no está para pedir otra vuelta y seguir charlando, pero acaso sea esta vez su propia ausencia la que ilumine una posible respuesta.

¿La poesía nostalgia de qué es? Quizá, nostalgia del instante, el haiku que busca explotar ese lenguaje del silencio, ese silencio de Briante antes de pronunciar su respuesta. La poesía quizá sea el género que mejor comulga con esa dimensión inaprehensible del silencio, porque para ser, debe alimentarse de él. La charla con Briante sobre la poesía vuelve a iluminarlo todo, porque para hablar de la última novela de un autor del tamaño de Dal Masetto es inevitable volver sobre sus propias preguntas.

Así como en Siete de oro –su primera novela–, Siempre es difícil volver a casa, La tierra incomparable, Oscuramente fuerte es la vida y muchos otros relatos de Dal Masetto, el protagonista de La culpa también es un personaje en tránsito. César está viajando a Brasil y las primeras páginas de la novela lo encuentran cruzando a pie ese puente que separa una tierra de la otra. El motivo del viaje es revivir otro viaje anterior donde iba acompañado por Lucía, su pareja, a casi diecisiete años de su secuestro y desaparición. En esa ruta al pasado César recreará a Lucía en su memoria y se encontrará con personajes locales que lo ayudarán a ir descifrando el verdadero motivo que guía su viaje. César no es un turista, mira esa tierra de playas y morros, y entre la vegetación exuberante puede ver toda la violencia que amenaza allí contenida. Cada vida que habita ese paraje costero guarda un secreto que en ningún momento se hará explícito. Hay relatos, como el de la historia del pan, que se evocan todo el tiempo pero jamás serán narrados completos. Hay un librero que escribe un libro sobre la imposibilidad de decir, o la culpa de haber callado, que sería la otra cara del silencio y de lo que también trata esta novela. La culpa está presente en cada uno de los personajes de Dal Masetto, mirada entonces desde diferentes prespectivas. El silencio cala directamente en la llaga de la complicidad civil frente a la dictadura y en este sentido no es inocente la elección del paisaje de esta novela; en Brasil las atrocidades de esos años jamás fueron revisadas de manera colectiva. En la novela, cada personaje tiene algo que contar, hay potencia narrativa en cada uno de ellos y, sin embargo, lo que queda es el sabor de lo no dicho, las preguntas irreformulables, las respuestas imposibles. En ese pueblo sus habitantes perciben la violencia como parte de la vida donde el pasado queda atrás sin más. Sólo César intuye en el vuelo raso de los pájaros alguna señal de mal agüero, el forastero argentino trae pegados a sus espaldas los ojos del horror.

Tanto al comienzo como al final de La culpa, César camina sintiendo que lo que está dejando atrás lo acecha a sus espaldas, entonces se vuelve para corroborar que aunque todo ese dolor que trae sigue allí, él puede oponerle su mirada. En esta imagen se cierra el gesto del propio Dal Masetto, quien se sentó a escribir su silencio más personal, la historia de la emigración de su familia, luego de que hubieran pasado casi cuarenta años de su llegada a la Argentina.

Hay otras preguntas engendrando sus próximos textos y su escritura entonces cambia, se acerca más a esa nostalgia de poesía. En El padre y otras historias cuenta las caminatas en silencio con su padre, la tapa de Piratas, fantasmas y dinosaurios que él encontró para Soriano entre sus libros de Salgari traídos desde Italia, las charlas de café con Briante. ¿De qué está hecha la culpa?, se pregunta César al comienzo de la novela, como Dal Masetto se pregunta en el último relato de El padre y otras historias: “¿Se acumula en alguna parte todo este dolor?”. No hay sólo una respuesta posible, y no hay posibilidad de nombrarlas a todas. El cierre a una charla de café con un amigo del tamaño de su ausencia quizás sea el mismo que aparece en un exilio, en una desaparición de muerte, en la escritura de un libro. Así, Dal Masetto sigue conversando con amigos, prologa El buen dolor, de Guillermo Saccomanno, y retoma su idea de que uno escribe buscando explicaciones pero sólo encuentra incógnitas. Entonces el final sea acaso un interrogante más que nos lleva a seguir escribiendo para dar con “la palabra que se levante sobre sí misma, y, en el punto más alto de su lucidez y desesperación e indignación y belleza, grita que sí, que de alguna manera alcanza, que existe todavía un camino que permite aceptar el desafío contra el dolor y las miserias humanas”.

05/09/10 Página|12


Un recuerdo de hace años

Por Antonio Dal Masetto

Estoy en un tren suburbano que salió de Retiro con veinte minutos de atraso y en la primera estación vuelve a detenerse unos quince más. Los pasajeros comentan en voz alta, protestan. El único que parece no darse cuenta de nada es el flaco de piernas largas que está sentado trente a mí. Mantiene la radio portátil pegada a la oreja, escucha un partido de fútbol. Mira a través de la ventanilla y llora. Llora en silencio, sin gestos, inexpresivo. Las lágrimas ruedan por las mejillas y van a mojar la remera color crema.
Termina el primer tiempo y apoya la radio sobre el asiento. Advierte que lo estoy observando.
-Qué grande -dice.
-¿Qué cosa? -pregunto.
-El Bocha. Grande, grande. Bochini es lo máximo.
Saca un pañuelo y se seca los ojos.
-Siempre me hace llorar.
Suspira. Se sopla la nariz. Guarda el pañuelo en el bolsillo de la campera.
-La primera vez que lloré fue en mil novecientos setenta y tres. Esa tarde me escapé de la escuela y fui a ver por televisión el partido de Independiente con la Juventus. Jugaban en Roma. Los rojos iban en busca del título mundial. Veintiocho de Noviembre de mil novecientos setenta y tres. Faltaban unos quince minutos para que terminara el partido, menos de quince, y de pronto apareció el Bocha, agarró la pelota y no lo paró nadie, se fue solito hasta el fondo del arco de los tanos.
Se cierra la campera, se frota los brazos con fuerza.
-Cada vez que empiezo a hablar del Bocha y de Independiente me dan escalofríos.
Se para, golpea los tacos de los zapatos contra el piso, se despereza, vuelve a sentarse.
-Poco después de aquel partido con la Juventus tuve la suerte de conocerlo personalmente al Bocha. Mi padrino, el primero que me llevó a una cancha, el que me enseñó a amar a los rojos, me lo presentó en los vestuarios del club. Yo tenía doce años, el Bocha diecinueve. Fue algo increíble. Desde entonces jamás le fallé un partido. Voy de cualquier manera. A menos que jueguen afuera, como hoy. Bochini es único, el más grande, un adelantado.
El tren arranca y se detiene apenas salido de la estación. Se oyen las voces indignadas de los pasajeros.
-Tengo un amigo, un tipo grande, siempre me dice que De la Mata era mejor. Me cuenta cómo una vez, en la cancha de River, se apiló a siete y se la mandó a guardar. Yo no le discuto, pero después del triunfo con Estudiantes en la copa, cuatro a uno, lo encontré y lo paré en seco: "Ya sé, ya sé, no me digas nada, De la Mata era mejor, pero ayer Dios se puso la camiseta número diez y goleamos".
El tren da marcha atrás y regresa a la estación. Algunos pasajeros bajan, se juntan en el andén y tratan de averiguar qué está pasando.
-Y aquella noche del verano del setenta y ocho, jugábamos con Talleres, habíamos quedado con ocho hombres, y de pronto, cuando ya estábamos resignados, cuando todo parecía perdido, apareció el genio del Bocha. Lloré. Después vino la final del setenta y nueve, con River, y el Bocha se mandó dos goles. Dos. Y de nuevo lloré. Me acuerdo de otro gol para la historia, en el Monumental, perdíamos uno a cero, Bochini la agarró en nuestra área, el área del río, y se la llevó hasta el otro arco: uno a uno. En un ratito ya estábamos ganando dos a uno. Y otra vez a llorar.
Saca el pañuelo y se lo pasa por los ojos.
-Mi mamá se preguntaba por qué lloraba cada vez que ganaba Independiente y me mandó al psicoanalista. Pero nadie podía entender, ni mi vieja, ni el psicoanalista, ni los amigos, ni mi novia, que me dejó porque no aceptaba mi compromiso de los domingos con Independiente. ¿Cómo se hace para explicar ciertas cosas? Para ellos no significa nada que mi apellido tenga trece letras, igual que Independiente, o que el Bocha sea de mi mismo signo.
Se oye el silbato del guarda. Los pasajeros que habían bajado al andén se apresuran a subir.
-Cuando mi padrino se puso mal lo fui a ver a la clínica, no reconocía a nadie, le tomé la mano y me quedé un rato sentado al lado de la cama, le hablé al oído: "Padrino, ayer le ganamos a Ferro y el domingo nos toca con Boca, ya estamos a un punto del primero".
Me levanté para irme, llegué a la puerta y oí la voz de mi padrino que me preguntaba: "Jugamos en Avellaneda o en la Bombonera?". Fueron sus últimas palabras, murió esa noche.
Siguen unos minutos de respetuoso silencio. Una vez más el tren se pone en movimiento, deja atrás la estación, levanta velocidad.
-Ahí empieza el segundo tiempo -dice el flaco.
Se apoya la radio contra la oreja, se acomoda en el asiento y fija la mirada en las grandes nubes blancas inmóviles sobre el horizonte. El flaco se está yendo, me abandona, se va, se fue.
Ese es el recuerdo.
Pienso en la imagen de aquel flaco y, lo mismo que entonces, me digo que quizás, en alguna parte del mundo, también a mí me esté esperando uno de los tantos paraísos perdidos. El paraíso perdido que me corresponde. En alguna parte. ¿Pero dónde?

[De “El padre y otras historias”, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2002]
 


Pulpo

Por Antonio Dal Masetto

El hombre se entera que esta noche, en el Verde, hay cazuela de pulpo, así que decide no perdérsela y ahí está acodado a la barra, esperando y dispuesto a disfrutar de una buena cena ya que se trata de uno de sus platos favoritos. Aparece Romero, un carpintero del barrio. Saluda y se le sienta al lado. El hombre contesta amablemente, aunque este encuentro no lo haga feliz. Pensaba comer en paz y sabe que Romero tiene el vicio de la comunicación, práctica que el hombre no reprueba, salvo cuando intentan experimentarla con él. Efectivamente, Romero se larga a hablar y a contarle de su vida. Está realizando un trabajo importante, en la casa de una turca, viuda, que vive con tres hijas cuyas edades oscilan entre los veinte y los treinta años.
Mientras escucha, el hombre advierte que alguien se ha sentado del otro lado, a su izquierda. Reconoce a Pierre Fontenelle, el Exorcista. Lo ha visto una sola vez, pero es inconfundible con su sobretodo negro y la polera blanca en la noche calurosa. El hombre se pregunta si volverá a repetir la ceremonia de la hostia.
Romero, mientras tanto, sigue con su historia: teniendo en cuenta que el trabajo encomendado se prolongará bastante tiempo y que él vive solo, un mediodía la turca mayor le propone que ocupe momentáneamente una piecita en la terraza de la casa. Romero acepta. Por lo tanto se muda, trabaja, almuerza y cena con las mujeres. Una noche, tarde, se abre la puerta de la pieza donde duerme y en la claridad lunar advierte que está recibiendo la visita de la turca mayor. Tienen un encuentro muy acalorado, después la turca se va y sigue la rutina de siempre.
A la noche siguiente, vuelve a abrirse la puerta. Romero piensa que se trata nuevamente de la turca mayor, pero esta vez la que acude es una de las turquitas. Posteriormente aparece la segunda turquita y luego la tercera. Durante el día nadie habla del asunto y es como si se tratara de un gran secreto. Romero trabaja duro, se alimenta bien, se acuesta y espera.
El hombre oye, a su izquierda, la voz del Exorcista que recita: "La amada se desliza a través de la noche con andar de gacela y sus labios son dulces como el néctar de las flores". Aclara: "Cantar de los Cantares."
Pide perdón por la interrupción, estira la mano por delante del hombre y se presenta a Romero: "Pierre Fontenelle." Inmediatamente pregunta si las cuatro mujeres son lindas. Romero contesta que son ardientes y que según su modesta opinión, en cuanto a mujeres fogosas, no hay nada que supere a una turca fogosa, no importa la edad que tenga. El hombre percibe que hacia la izquierda, por el lado del Exorcista, acaba de aumentar considerablemente la temperatura ambiente. Por fin llega la cazuela.
Apresado entre dos fuegos, el hombre se resigna y empieza a comer. De pronto advierte que el Exorcista extrae una hostia del bolsillo, la sostiene en la mano y la aprieta un poco con el pulgar en la parte superior, de manera que se ahueque y tome forma de cuchara. Después introduce la hostia en la cazuela, la maneja con habilidad y consigue llevarse un buen trozo de pulpo. Se chorrea salsa sobre la solapa del sobretodo y se limpia con una servilleta de papel. Al hombre esto no le gusta nada y está a punto de ponerse un poco maleducado. Pero recapacita y se dice que nada ni nadie conseguirá arruinarle la cena, así que se dirige al Exorcista y solamente pregunta: "¿Ya no las come con vinagre?" "Según la hora", contesta Pierre Fontenelle.
Mientras tanto, Romero sigue con su historia y confiesa que si bien la situación con las turcas le agrada, está comenzando a sentirse un poco raro, como si se encontrase apresado en una tela de araña y se lo estuviesen devorando lentamente. El Exorcista vuelve a interrumpirlo y, disculpándose, opina que en esa casa reina una enorme confusión, un gran extravío y que esas mujeres, sin duda, necesitan un guía espiritual. Por lo tanto se ofrece para efectuar una visita desinteresada a las turcas, esa misma noche si Romero lo desea. Ahí nomás le pide la dirección. Romero se hace el tonto y no contesta. El Exorcista declama: "Si entras en casa de mujer sola y esa mujer se enseñorea sobre tu cuerpo y espíritu, no deseches la ayuda del hombre sabio. Agustín, Confesiones." Vuelve a pedir la dirección de las turcas y Romero sigue haciéndose el distraído.
El hombre, de reojo, ve que en la mano del Exorcista acaba de aparecer una cosa blanca y redonda que pretende avanzar hacia el pulpo. Entonces toma rápidamente la cazuela y se muda a una mesa. Automáticamente, el Exorcista y Romero se sientan con él. El hombre se corre hasta quedar arrinconado contra la pared. Protege la cazuela con la mano izquierda, mientras come con la derecha.
El Exorcista insiste: "Cuando tropieces con cuatro mujeres y adviertas que sus almas están muy confundidas, acude inmediatamente a un hombre del Señor, porque él, sólo él y únicamente él podrá aportar ayuda a las extraviadas hijas del Levante. Pablo, Epístola a los Corintios."
Romero sigue sin largar prenda. El hombre, siempre en la posición de defender su pulpo, oye la última frase de Pierre Fontenelle y se dice que esa carta, seguramente, los Corintios no la recibieron nunca.

[De "Reventando Corbatas", © 1988 Torres Agüero Editor]
 


 

Golpe de calor

Por Antonio Dal Masetto

a Raúl Santana

Después de la noche en que defendiera tan angustiosamente su cazuela de pulpo ante las oscuras intenciones de Pierre Fontenelle, apodado el Exorcista, el hombre no había vuelto a toparse ni con Pierre ni con el carpintero Romero. Hasta hoy, cuando ve al carpintero parado en la esquina, jugueteando con unas tuercas que va pasando de una mano a la otra. Romero ostenta una mirada maligna y las tuercas son de grueso calibre. Charlan un rato y el hombre se entera que Romero sigue enquistado en el hogar de la turcas y que cada noche, en aquella piecita de la terraza, va recibiendo ordenadamente los favores de las cuatro fogosas hijas del Levante.
Mientras escucha, el hombre deduce que la casa en cuestión debe quedar cerca, ya que ésta es la segunda vez que encuentra a Romero dando vueltas por el barrio y es sabido que nadie arriesgaría alejarse demasiado del lugar donde viven y lo aguardan cuatro fogosas hijas del Levante. De todos modos, como se vio, la dirección es algo difícil de conseguir y es probable que el paradero de la turca mayor y las tres turquitas siga permaneciendo un misterio para todos y para siempre.
O para casi todos. Porque resulta que hace exactamente dos días, alrededor de las once de la mañana, desde la terraza, Romero descubrió a un tipo parado en la vereda de enfrente, quieto bajo el sol, con un libro abierto y en actitud de orar más que de leer. De tanto en tanto el fulano levantaba la vista y miraba la casa. A Romero no le costó trabajo identificar a Pierre Fontenelle, fundamentalmente porque llevaba puesto el inconfundible sobretodo negro. Cómo llegó hasta ahí, a qué tortuosos recursos apeló para averiguar la dirección, es algo que jamás se sabrá. Después de media hora, un poco más, el Exorcista se fue. Regresó al día siguiente–ayer–, oró, mantuvo una guardia prolongada y partió.
Anoche, pensando y pensando, Romero recordó que cuando chico era insuperable en el arte de voltear pájaros a hondazos. Por lo tanto se fabricó una buena horqueta, consiguió dos tiras de goma, un pedazo de cuero y armó una sólida honda. Pasó por una obra en construcción , revolvió en una pila de canto rodado y se proveyó de un puñado de proyectiles bien contundentes.
Como era de prever, esta mañana, poco antes del mediodía, volvió a aparecer el Exorcista. Se detuvo en la vereda de enfrente, abrió el libro e inició su ceremonia. En la terraza, oculto detrás de unas macetas, Romero tomó puntería y disparó. Fue un impacto entre ceja y ceja. El Exorcista cayó hacia atrás y quedó desparramado en el suelo. Acudieron unas muJeres que regresaban del mercado, lo apantallaron con un diario y trataron de reanimarlo. Una de ellas golpeó en la casa de las turcas y pidió un vaso de agua Mientras tanto, las otras lo levantaron y lo ayudaron a cruzar la calle para sacarlo del sol. Apareció el vaso de agua, apareció una silla, el Exorcista entró al patio de la casa de las turcas y terminó sentado a la sombra de una parra. Una de las mujeres comentó que seguramente se trataba de un golpe de calor y que ese señor estaba excesivamente abrigado teniendo en cuenta los treinta y dos grados de temperatura.
El Exorcista tenía una expresión beatífica, pero seguramente no se debía al hecho de que se sintiera bien, sino a que el hondazo lo había dejado medio tonto Cuando consiguió hablar declaró, en tono profético haber sido tocado por un rayo, algo sobrenatural venido desde arriba, un impacto terrible, pero al mismo tiempo benéfico, porque había sido justamente esa luz lo que le había permitido franquear la puerta de la casa.
Después tomó café y una copita de licor. Repuesto, con una sonrisa de comprensión iluminándole la cara, relató una dudosa variante de la historia del Buen Samaritano . Ya era la hora de almorzar, las turcas lo invitaron amablemente a quedarse y el Exorcista aceptó. Bendijo la comida y seguidamente deslumbró a las dueñas de casa con abundantes citas en latín, inmediatamente traducidas, para gran regocijo de las cuatro turcas, que no paraban de llenarle el plato y la copa y se sentían evidentemente felices y honradas con la presencia de un huésped tan distinguido.
El que no se sentía feliz era Romero, que desde el otro extremo de la mesa elaboraba planes sumamente sórdidos. Llegaron al final del almuerzo y hubo más café y más licor y hacia el atardecer el Exorcista anunció que se retiraba, pero que volvería al día siguiente y aseguró una vez más que lo sucedido en la calle no había sido un accidente sino una señal auspiciosa, y nientras besaba a las damas en ambas mejillas les prometió que jamás las privaría de su apoyo espiritual.
Ni bien el Exorcista desapareció, Romero se dedicó a perfeccionar su honda y consiguió unas tuercas con las que se podría voltear un caballo. Son las mismas que va pasando de una mano a la otra, mientras explica que ya eligió un lugar estratégico donde interceptará la marcha del intruso hacia la casa de las turcas.
Ahí está, sopesando los proyectiles, en la esquina de Paraguay y Reconquista, el carpintero Romero, insuperable en el manejo de la honda, firmemente decidido a convertir a Pierre Fontenelle, el Exorcista, en una moderna versión del gigante Goliat.

[De "Reventando Corbatas", © 1988 Torres Agüero Editor]
 


 

El mejor alimento

Por Antonio Dal Masetto

Ayer a las cuatro de la tarde, cuando acababa de cruzar la calle Paraguay, mientras subía a la vereda, el octogenario don Honorio, viejo vecino del barrio, se desplomó y murió. Alguien se ocupó de llamar por teléfono, apareció una ambulancia, cargaron al minúsculo cuerpo del anciano sobre una camilla, lo cubrieron con una sábana, lo metieron en el vehículo y adiós don Honorio.
Esta mañana, frente al puesto de verduras del mercado de la calle San Martín, un grupo de clientas comenta lo ocurrido. El hombre está presente, escucha, comparte. Las mujeres lamentan la triste suerte de don Honorio. Una, con énfasis, señala la ineficacia del servicio de ambulancias, ya que la de ayer tardó media hora en aparecer y cuando llegó, claro, don Honorio estaba muerto, pero hasta unos minutos antes seguía vivo, ella puede asegurarlo porque estaba ahí. Todas opinan, se quejan. Mientras tanto, del otro lado del mostrador, don Yaco, el verdulero, las apura: "La siguiente, vamos que no tenemos todo el día." Una de las señoras señala que don Honorio era muy creyente porque siempre se lo encontraba en la primera misa, comulgando en la Basílica del Santísimo Sacramento, que está ubicada detrás del edificio Kavanagh. Otra confirma la religiosidad de don Honorio porque también ella solía verlo comulgando, pero en la iglesia Santa Catalina de Siena, en San Martín y Viamonte. Una tercera agrega un detalle curioso: cierta vez se lo cruzó muy temprano en una iglesia del barrio, pero más tarde, de visita en casa de una parienta, por Constitución , y habiéndola acompañado a misa, volvió a toparse con don Honorio, comulgando por segunda vez en el mismo día.
Un anciano que hasta ahora no habló, pide permiso para intervenir y asegura que nadie, salvo él, conoce la verdadera historia de don Honorio. Las mujeres le ceden la palabra. Don Honorio– relata el anciano– vivía en una piecita, en la terraza de uno de los edificios de la calle Reconquista, cobraba una pensión miserable que no le alcanzaba ni para pagar la luz. Así que, imposibilitado de trabajar y negándose a mendigar, tuvo que inventar algo para sobrevivir y no morirse de hambre. Decidió alimentarse de hostias. En su piecita tenía un mapa de la ciudad y, marcadas con cruces rojas, todas las iglesias. Una flecha señalaba el camino más corto para ir de una a otra. Así que cada mañana don Honorio partía de madrugada, con su paso lento, apoyándose en el bastón, recorría todas las iglesias posibles y comulgaba. De esta forma, al cabo de la jornada, conseguía echar un poco de alimento en su maltratado estómago. "De todos modos–concluye el anciano–, no es improbable que haya muerto de inanición."
La historia causa impresión en las mujeres y agrega un matiz nuevo a la charla. Una, escandalizada, sostiene que don Honorio estaba cometiendo pecado. Otra, comprensiva, considera que dadas las circunstancias, sería imposible culparlo. Una tercera, gorda, autoritaria, dice: "Creo que es uno de los casos en que el cuerpo del Señor ha sido bien utilizado." Una cuarta apoya el criterio de la gorda: "Bien mirado, el cuerpo de nuestro Señor es el mejor alimento."¿Cuántas hostias podría consumir por día?", pregunta otra. Se oye la voz de don Yaco: «No muchas, a esa edad se come como un pajarito." Una anciana que está con su nieta razona: "¿Cómo podría morir de inanición alguien que se alimenta de eso?" La nena, que ha estado escuchando todo con atención, interviene: "¿No se habrá intoxicado?" La abuela le pega un tirón de pelos y la hace callar. La nena se queja, se frota la cabeza, murmura: "Y bueno, si comía tantas a lo mejor se intoxicó."
La primera mujer: "Seguro que para hacer las cosas más rápido las masticaba y eso sí es pecado." Nuevo aporte del anciano que contó la historia de don Honorio: "Oí decir que una vez intentó profanar el sagrario para llevarse las hostias; para mí que ya no podía comer otra cosa." Don Yaco: "Se había convertido en adicto, toda adicción es mala." Otra mujer: "Profanar el sagrario es una herejía, no me digan que no." Nuevas interpretaciones. Ahora más acaloradas. La cosa promete durar y ponerse interesante. De tanto en tanto, el aporte de don Yaco que sigue arrojando frutas y verduras sobre la balanza: "¿Por qué no consultan con el Vaticano?" Y así va transcurriendo la mañana.

[De "Reventando Corbatas", © 1988 Torres Agüero Editor]

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