Eduardo Galeano
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Las venas abiertas
de América Latina
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Historia de la
Nación Latinoamericana



Recordatorio
del exceso imperial contra los pueblos
Las venas abiertas de América Latina, ensayo periodístico del escritor
uruguayo Eduardo Galeano, contiene crónicas y narraciones que dan pruebas
del constante saqueo de recursos naturales que sufrió el continente
latinoamericano a lo largo de su historia a manos de naciones colonialistas,
del siglo XV al siglo XIX, e imperialistas, del siglo XX en adelante.
El libro presenta la historia de América en forma cronológica mediante
relatos cortos, da cuenta de los excesos que cometieron los colonizadores
contra los pueblos originarios y del saqueo al que fueron sometidos
los territorios que en el presente conforman Latinoamérica y el Caribe.
Se publicó en el año 1971, a comienzos de una década plagada de enfrentamientos
políticos e ideológicos en la región.
De acuerdo con el portal web Wikipedia, el autor aseguró más de una
vez que no se arrepiente en nada de lo que escribió en este libro que
algunos coterráneos han llegado a llamar “la Biblia Latinoamericana”.
Muchos afirman que esta obra marcó la época en la que se escribió, causando
honda huella en los sectores juveniles y adquiriendo rápida popularidad.
Fue prohibido en Uruguay y en Chile durante la dictadura de Augusto
Pinochet.
El prólogo de las últimas versiones [a
partir de 1997] ha sido escrito por Isabel Allende, escritora y dramaturga
chilena, y desde entonces se ha convertido en uno de los clásicos de
la literatura política del continente.
Eduardo Hughes Galeano nació en Montevideo, Uruguay, el 3 de septiembre
de 1940. Es periodista, escritor y una de las personalidades más destacadas
de la literatura latinoamericana.
Sus libros han sido traducidos a varios
idiomas y trascienden géneros ortodoxos, combinando documental, ficción,
periodismo, análisis político e historia.
Galeano niega ser un historiador: “Soy
un escritor que quisiera contribuir al rescate de la memoria secuestrada
de toda América, pero sobre todo de América Latina, tierra despreciada
y entrañable”, dice de sí mismo, y se clasifica como un periodista que
estudia la globalización y sus efectos.
Si bien Las venas abiertas de América Latina es su obra más conocida,
por ser un acta de acusación de la explotación de en la región por poderes
extranjeros a partir del siglo XV, su extensa bibliografía y minuciosa
investigación ha permitido al autor plasmar crudamente la problemática
sociológica, económica y política de América Latina.
Memoria del fuego, obra ampliamente aclamada por los críticos, es un
relato de la historia de América dividido en tres tomos.
Sus personajes son figuras históricas, generales, artistas, revolucionarios,
obreros, conquistadores y conquistados, quienes son presentados en episodios
breves que reflejan, a su vez, la historia colonial del continente.
Comienza por los mitos de creación precolombinos y culmina en la década
de 1980.
Ha sido galardonado con el premio Casa de las Américas en dos ocasiones:
en 1975, con la novela La canción de nosotros; y en 1978, con Días y
noches de amor y de guerra, de género testimonial. Su último libro,
Espejos, ha sido aclamado por la crítica y los lectores.
En la V Cumbre de las Américas, el presidente de la República Bolivariana
de Venezuela, Hugo Chávez Frías, le obsequió a su par de Estados Unidos,
Barack Obama,
Las
venas abiertas de América Latina, convirtiéndolo así, en las últimas
24 horas, en uno de los primeros libros en la lista de ventas por Internet.
Agencia Bolivariana de Noricias, 19/04/09 | Ilustración:
Ricardo Ajler

La
palabra visceral
A 40 años de la primera edición de "Las venas abiertas de América Latina",
el escritor uruguayo Eduardo Galeano reflexionó sobre su origen y su
vigencia.
Por DenIse Tempone
Cuando en abril de 2009 Hugo Chávez extendió su mano hacia el presidente
de Estados Unidos, Barack Obama, para regalarle Las venas abiertas de
América Latina de Eduardo Galeano, la prensa americana y europea se
sorprendió ante el gesto. ¿Por qué habría de regalarle un libro que
estaba en el puesto 60.280 del ranking de Amazon? ¿Por qué traer al
presente un libro escrito en 1971? ¿Por qué esa risa burlona y semejante
ostentación de la tapa? En una semana, ese pequeño gesto de Chávez que
era en realidad una potente declaración, despertó la intriga de millones
de personas. A medida que la imagen y la noticia corrían, más y más
personas se convertían en lectores de esa misteriosa obra, jamás difundida
masivamente por circuitos no pertenecientes a las ciencias sociales
académicas estadounidenses y europeas. En siete días, Las venas... avanzó
60.275 lugares en el ranking de los libros más vendidos en Europa hasta
llegar al quinto puesto. Semejante escalada obligó a repensar el contenido
y reabrió un debate sobre algo que si bien no era del todo nuevo, llegaba
con aires renovados. Aunque ciertos sectores optimistas del intelectualismo
hablaron de la "revitalización" de una vieja causa setentista, la derecha
prefirió hacer referencia al fenómeno como un "producto del mercadeo
chavista". En este contexto no faltaron quienes cuestionaron el rigor
de la obra de Galeano y la redujeron como el "perfecto exponente de
la retórica del victimismo", una retórica que le venía como anillo al
dedo al siempre "paranoico" presidente venezolano. Inútiles fueron las
críticas, la respuesta de Obama habló por sí sola. "Pensé que me iba
a dar algo escritor por él", observo primero, desacreditando a su par.
Luego, comunicó a través de sus voceros que si tenía tiempo "lo ojearía".
Más tarde su portavoz oficial explicó que, si bien el presidente era
un hombre leído, ese ejemplar "no estaba entre sus prioridades". Esta
declaración no hizo más que agitar el avispero que permitió que Las
venas... volviera a ser releída por millones y fuera descubierta por
primera vez por otros tantos. Hoy, a 40 años de su edición, su análisis
sobre los problemas latinoamericanos se mantiene más vigente que nunca,
y no es de extrañar que Galeano despierte una suerte de fervor rockero
entre sus jóvenes seguidores. Sus lectores, especialmente los más jóvenes,
se abalanzan a él en busca de una firma, tal como lo hicieron quienes
el pasado martes 27 de septiembre se acercaron a la Biblioteca Nacional
para discutir la situación haitiana.
Siguen sangrando. Para Galeano, Las venas... es un reflejo nítido de
lo que era el ambiente latinoamericano en la década del ‘70. "Había
un movimiento de mucho entusiasmo. Era un cambio que estaba íntimamente
ligado con la idea de la justicia -recuerda-. La intención que tuve
al escribirlo fue el difundir ciertos datos que obtuve sobre el proceso
por el cual América latina se fue empobreciendo, perdiendo soberanía
y disminuyendo su autonomía. Mientras eso sucedía, ciertos países iban
articulando en el mundo un sistema internacional de poder que es el
que ahora resulta virtualmente unánime a escala planetaria. Está claro
que ese sistema se alimenta de la desigualdad de sus partes", reflexiona
cuatro décadas más tarde el autor.
Galeano comenzó a trabajar en este libro cuando tenía tan sólo 27 años.
Lo finalizó a los 31 años. Lo escribió mayormente durante el día, y
asegura que en esos cuatro años que se tomó para plasmarlo, usó tan
sólo noventa noches. Por ese entonces trabajaba como periodista, editando
libros, y estaba empleado en el Departamento de Publicaciones de la
Universidad de la República. Su propia curiosidad lo hacía estar muy
al tanto de las relaciones internacionales desiguales que esta parte
del continente mantenía con el resto del planeta y decidió hacerse el
tiempo para investigar todo lo posible al respecto. Las venas... no
tardó en hacerse una reputación como "la biblia latinoamericana", pero
justo cuando su popularidad crecía, los golpes militares de Uruguay,
Chile y Argentina la censuraron convirtiéndola en material maldito cuya
posesión hablaba de por sí sobre lo amenazante del lector. El retorno
de la democracia permitió que adquiriera un lugar preponderante dentro
de las carreras de ciencias sociales latinoaméricanas y se convirtió
en la referencia obligada de la militancia de izquierda, algo que marcó
profundamente al autor. "Me siento muy orgulloso de haberlo escrito.
Este libro ha sido una confirmación indudable de que escribir no es
una pasión inútil. Eso es un gran estímulo para seguir trabajando. Pero
por otro lado, el libro me pesa como un ancla, marca un estándar que
me siento obligado a alcanzar una y otra vez y aunque eso puede ser
motivador, a veces es frustrante".
¿Cómo se siente al percatar la vigencia de algo escrito hace tanto?
¿Qué se siente saber que logró exactamente lo que quería: que todos
supieran lo que pasaba por este lado del planeta? "Yo soy un hombre
de esperanzas, pero a partir de mucha desesperanza; y la esperanza y
desesperanza se me cae y levanta varias veces al día. No creo en la
gente de esperanzas invulnerables. Si uno está vivo nace y muere varias
veces al día. Y en todo caso creo que vale la pena estar vivo y que
el mundo puede cambiar. El dolor evitable es el más doloroso. A mí me
duele el dolor de tanta gente. Yo no siento que sea un hombre solidario
porque mi cerebro me diga que lo sea, es algo que sale del hígado, del
corazón y las entrañas", concluye.
09/10/11 Revista 7 Días

Estructura
de la obra
Primera parte: La
pobreza del hombre como resultado de la riqueza de la tierra
Fiebre del oro, fiebre de la plata: narra de forma sucinta toda
la fiebre del oro y de la plata, desde la llegada de Cristóbal Colón
hasta que estos metales se agotaron o perdieron su valor.
El Rey azúcar y
otros monarcas agrícolas: el capítulo más extenso del libro. En
él se habla sobre las usurpaciones de los recursos en distintas regiones
a lo largo de los años en manos de las grandes potencias (como son el
caso del azúcar en Cuba, el caucho en Brasil, la banana en Ecuador y
Colombia, etc.).
Las fuentes
subterráneas del poder: capítulo dedicado a las riquezas mineras
y las atrocidades cometidas en su nombre.
Segunda
parte: El desarrollo es un viaje con más náufragos que navegantes
Historia de
la muerte temprana: reseña histórica de América Latina y sus vaivenes.
La
estructura contemporánea del despojo: en contraste con el capítulo
anterior, éste trata cómo continúa el saqueo por vías más indirectas
pero no menos efectivas, mediante un sistema colonial opresor hacia
adentro y oprimido desde fuera.
LAS VENAS ABIERTAS DE
AMÉRICA LATINA (fragmento)
Historia
Inmediata
“... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez
...”
(Proclama insurrecional de la Junta Tuitiva en la ciudad de La Paz,
16 de julio de 1809).
INTRODUCCIÓN: CIENTO VEINTE MILLONES DE NIÑOS EN EL CENTRO DE LA TORMENTA
La división internacional del trabajo
consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder.
Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz:
se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos
del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los
dientes en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó
sus funciones. Este ya no es el reino de las maravillas donde la realidad
derrota a la fábula y la imaginación era humillada por los trofeos de
la conquista, los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la
región sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio
de las necesidades ajenas, como fuente de reservas del petróleo y el
hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas
y los alimentos con destino a los países ricos que ganan consumiéndolos,
mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos. Son mucho más
altos los impuestos que cobran los compradores que los precios que reciben
los vendedores; y al fin y al cabo, como declaró en julio de 1968 Covey
T. Oliver, coordinador de la Alianza para el progreso, “hablar de precios
justos en la actualidad es un concepto medieval. Estamos en plena época
de la libre comercialización...”
Cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario
construir para quienes padecen los negocios.
Nuestros sistemas de inquisidores y verdugos no sólo funcionan para
el mercado externo dominante; proporcionan también caudalosos manantiales
de ganancias que fluyen de los empréstitos y las inversiones extranjeras
en los mercados internos dominados. “Se ha oído hablar de concesiones
hechas por América latina al capital extranjero, pero no de las concesiones
hechas por los Estados Unidos al capital de otros países ... es que
nosotros no damos concesiones”, advertía, allá por 1913, el presidente
norteamericano Woodrow Wilson.
Él estaba seguro: “Un país –decía- es poseído y dominado por el capital
que en él se haya invertido”. Y tenía razón. Por el camino hasta perdimos
el derecho de llamarnos americanos, aunque los haitianos y los cubanos
ya habían asomado a la historia, como pueblos nuevos, un siglo antes
que los peregrinos del Mayflower se establecieran en las costas de Plymouth.
Ahora América es, para el mundo, nada más que los Estados Unidos: nosotros
habitamos, a lo sumo, una sub América, una América de segunda clase,
de nebulosa identificación.
Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento
hasta nuestros días, todo se ha trasmutado siempre en capital europeo
o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula
en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades
ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo,
los recursos naturales y los recursos humanos. El modo de producción
y la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados,
desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo.
A cada cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio del
desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita
la cadena de las dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos
eslabones, y que por cierto también comprende, dentro de América Latina,
la opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras
adentro de cada país, la explotación que las grandes ciudades y los
puertos ejercen sobre sus fuentes internas de víveres y mano de obra.
(Hace cuatro siglos, ya habían nacido dieciséis de las veinte ciudades
latinoamericanas más pobladas de la actualidad).
Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y
la miseria de América Latina no son otra cosa que el resultado de su
fracaso. Perdimos; otros ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron
gracias a que nosotros perdimos: la historia del subdesarrollo de América
Latina integra, como se ha dicho, la historia del desarrollo del capitalismo
mundial. Nuestra derrota estuvo siempre implícita en la victoria ajena;
nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la
prosperidad de otros: los imperios y sus caporales nativos. En la alquimia
colonial y neocolonial, el oro se transfigura en chatarra, y los alimentos
se convirtieron en veneno.

Mayo de 2009, sólo días después
que Hugo Chávez le regalara al presidente norteamericano Barack Obama
una copia de Las venas abiertas de América Latina durante la V
Cumbre de las Américas en Trinidad, la versión en inglés saltó
al segundo lugar de los libros más vendidos en la página web de comercio en línea Amazon.com
|
Potosí, Zacatecas y Oruro Preto cayeron
en picada desde la cumbre de los esplendores de los metales preciosos
al profundo agujero de los socavones vacíos, y la ruina fue el destino
de la pampa chilena del salitre y de la selva amazónica del caucho;
el nordeste azucarero de Brasil, los bosques argentinos del quebracho
o ciertos pueblos petroleros del lago Maracaibo tienen dolorosas razones
para creer en la mortalidad de las fortunas que la naturaleza otorga
y el imperialismo usurpa. La lluvia que irriga a los centros del poder
imperialista ahoga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo,
y simétricamente, el bienestar de nuestras clases dominantes –dominantes
hacia dentro, dominadas desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes
condenadas a una vida d bestias de carga.
La brecha se extiende. Hacia mediados del siglo anterior, el nivel de
vida de los países ricos del mundo excedía en un cincuenta por ciento
el nivel de los países pobres. El desarrollo desarrolla la desigualdad:
Richard Nixon anunció, en abril de 1969, en discurso ante la OEA, que
a fines del siglo veinte el ingreso per capita en Estados Unidos sería
quince veces más alto que el ingreso en América Latina. La fuerza del
conjunto del sistema imperialista descansa en la necesaria desigualdad
de las partes que lo forman, y esa desigualdad asume magnitudes cada
vez más dramáticas. Los países opresores se hacen cada vez más ricos
en términos absolutos, pero mucho más en términos relativos, por el
dinamismo de la disparidad creciente. El capitalismo central puede darse
el lujo de crear y creer sus propios mitos de opulencia, pero los mitos
nos se comen, y bien lo saben los países pobres que constituyen el basto
capitalismo periférico. El ingreso promedio de un ciudadano norteamericano
es siete veces mayor que el de un latinoamericano y aumenta a un ritmo
diez veces más intenso. Y los promedios engañan, por los insondables
abismos que se abren, al sur del río Bravo, entre los muchos pobres
y los pocos ricos de la región. En la cúspide, en efecto, seis millones
de latinoamericanos acaparan, según las Naciones Unidas, el mismo ingreso
que ciento cuarenta millones de personas ubicadas en la base de la pirámide
social. Hay sesenta millones de campesinos cuya fortuna asciende a veinticinco
centavos de dólar por día; en el otro extremo los proxenetas de la desdicha
se dan el lujo de acumular cinco millones de dólares en sus cuentas
privadas de Suiza o Estados Unidos, y derrochan en la ostentación y
el lujo estéril ¾ofensa y desafío¾ y en las inversión total, los capitales
que América Latina podría destinar a la reposición, ampliación y creación
de fuentes de producción y trabajo.
Incorporadas desde siempre a la constelación del poder imperialista,
nuestras clases dominantes no tienen el menor interés en averiguar si
el patriotismo podría resultar más rentable que la traición o si la
mendicidad es la única forma posible de la política internacional. Se
hipoteca la soberanía porque “no hay otro camino”; las coartadas de
la oligarquía confunden interesadamente la impotencia de una clase social
con el presunto vacío de destino de cada nación.
Josué de Castro declara: “Yo, que he recibido un premio internacional
de la paz, pienso que, infelizmente, no hay otra solución que la violencia
para América Latina”.
Ciento veinte millones de niños se agitan en el centro de esta tormenta.
La población de América latina crece como ninguna otra; en medio siglo
se triplicó con creces. Cada minuto muere un niño de enfermedad o hambre,
pero en el año 2000 habrá seiscientos cincuenta millones de latinoamericanos,
y la mitad tendrá menos de quince años de edad: una bomba de tiempo.
Entre los doscientos ochenta millones de latinoamericanos que hay, a
fines de 1970, cincuenta millones de desocupados o sub ocupados y cerca
de cien millones de analfabetos; la mitad de los latinoamericanos vive
apiñados en viviendas insalubres. Los tres mayores mercados de América
Latina ¾Argentina, Brasil y México¾ no alcanzan a igualar, sumados,
la capacidad de consumo de Francia o de Alemania occidental, aunque
la población reunida de nuestros tres grandes excede largamente a la
de cualquier país europeo. América Latina produce hoy día, en relación
con la población, menos alimentos que antes de la última guerra mundial,
y sus exportaciones per capita han disminuido tres veces, a precios
constantes, desde la víspera de la crisis de 1929. El sistema es muy
racional desde el punto de vista de sus dueños extranjeros y de nuestra
burguesía de comisionistas, que ha vendido el alma al Diablo a un precio
que hubiera avergonzado a Fausto. Pero el sistema es tan irracional
para todos los demás que cuanto más se desarrolla más agudiza sus desequilibrios
y sus tensiones, sus contradicciones ardientes. Hasta la industrialización,
dependiente y tardía, que cómodamente coexiste con el latifundio y las
estructuras de la desigualdad, contribuye a sembrar la desocupación
en vez de ayudar a resolverla.
Se extiende la pobreza y se concentra la riqueza en esta región que
cuenta con inmensas legiones de brazos caídos que se multiplican sin
descanso. Nuevas fábricas se instalan en los polos privilegiados de
desarrollo -Sao Paulo, Buenos Aires, la ciudad de México- pero menos
mano de obra se necesita cada vez. El sistema no ha previsto esta pequeña
molestia: lo que sobra es gente. Y la gente se reproduce. Se hace el
amor con entusiasmo y sin precauciones. Cada vez queda más gente a la
vera del camino, sin trabajo en el campo, donde el latifundio reina
con sus gigantescos eriales, y sin trabajo en la ciudad, donde reinan
las máquinas: el sistema vomita hombres. Las misiones norteamericanas
esterilizan masivamente mujeres y siembran píldoras, diafragmas, espirales,
preservativos y almanaques marcados, pero cosechan niños; porfiadamente,
los niños latinoamericanos continúan naciendo, reivindicando su derecho
natural a obtener un sitio bajo el sol en estas tierras espléndidas
que podrían brindar a todos lo que a casi todos niegan.
A principios de noviembre de 1968, Richard Nixon comprobó en voz alta
que la Alianza para el Progreso había cumplido siete años de vida y,
sin embargo, se habían agravado la desnutrición y la escasez de alimentos
en América Latina. Pocos meses antes, en abril, George W. Ball escribía
en Life: «Por lo menos durante las próximas décadas, el descontento
de las naciones más pobres no significará una amenaza de destrucción
del mundo. Por vergonzoso que sea, el mundo ha vivido, durante generaciones,
dos tercios pobre y un tercio rico. Por injusto que sea, es limitado
el poder de los países pobres». Ball había encabezado la delegación
de los Estados Unidos a la Primera Conferencia de Comercio y Desarrollo
en Ginebra, y había votado contra nueve de los doce principios generales
aprobados por la conferencia con el fin de aliviar las desventajas de
los países subdesarrollados en el comercio internacional.
Son secretas las matanzas de la miseria en América Latina; cada año
estallan, silenciosamente, sin estrépito alguno, tres bombas de Hiroshima
sobre estos pueblos que tienen la costumbre de sufrir con los dientes
apretados.
Esta violencia sistemática, no aparente pero real, va en aumento: sus
crímenes no se difunden en la crónica roja, sino en las estadísticas
de la FAO. Ball dice que la impunidad es todavía posible, porque los
pobres no pueden desencadenar la guerra mundial, pero el Imperio se
preocupa: incapaz de multiplicar los panes, hace lo posible por suprimir
a los comensales.
«Combata la pobreza, ¡mate a un mendigo!», garabateó un maestro del
humor negro sobre un muro de la ciudad de La Paz. ¿Qué se proponen los
herederos de Malthus sino matar a todos los próximos mendigos antes
de que nazcan? Robert McNamara, el presidente del Banco Mundial que
había sido presidente de la Ford y Secretario de Defensa, afirma que
la explosión demográfica constituye el mayor obstáculo para el progreso
de América Latina y anuncia que el Banco Mundial otorgará prioridad,
en sus préstamos, a los países que apliquen planes para el control de
la natalidad. McNamara comprueba con lástima que los cerebros de los
pobres piensan un veinticinco por ciento menos, y los tecnócratas del
Banco Mundial (que ya nacieron) hacen zumbar las computadoras y generan
complicadísimos trabalenguas sobre las ventajas de no nacer: «Si un
país en desarrollo que tiene una renta media per capita de 150 a 200
dólares anuales logra reducir su fertilidad en un 50 por ciento en un
período de 25 años, al cabo de 30 años su renta per capita será superior
por lo menos en un 40 por ciento al nivel que hubiera alcanzado de lo
contrario, y dos veces más elevada al cabo de 60 años», asegura uno
de los documentos del organismo. Se ha hecho célebre la frase de Lyndon
Johnson: «Cinco dólares invertidos contra el crecimiento de la población
son más eficaces que den dólares invertidos en el crecimiento económico».
Dwight Eisenhower pronosticó que si los habitantes de la tierra seguían
multiplicándose al mismo ritmo no sólo se agudizaría el peligro de la
revolución, sino que además se produciría «una degradación del nivel
de vida de todos los pueblos, el nuestro inclusive».
Los Estados Unidos no sufren, fronteras adentro, el problema de la explosión
de la natalidad, pero se preocupan como nadie por difundir e imponer,
en los cuatro puntos cardinales, la planificación familiar. No sólo
el gobierno; también Rockefeller y la Fundación Ford padecen pesadillas
con millones de niños que avanzan, como langostas, desde los horizontes
del Tercer Mundo. Platón y Aristóteles se habían ocupado del tema antes
que Malthus y McNamara; sin embargo, en nuestros tiempos, toda esta
ofensiva universal cumple una función bien definida: se propone justificar
la muy desigual distribución de la renta entre los países y entre las
clases sociales, convencer a los pobres de que la pobreza es el resultado
de los hijos que no se evitan y poner un dique al avance de la furia
de las masas en movimiento y rebelión.
Los dispositivos intrauterinos compiten con las bombas y la metralla,
en el sudeste asiático, en el esfuerzo por detener el crecimiento de
la población de Vietnam. En América Latina resulta más higiénico y eficaz
matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles.
Diversas misiones norteamericanas han esterilizado a millares de mujeres
en la Amazonía, pese a que ésta es la zona habitable más desierta del
planeta. En la mayor parte de los países latinoamericanos, la gente
no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro
cuadrado que Bélgica; Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra; Perú,
32 veces menos que Japón. Haití y El Salvador, hormigueros humanos de
América Latina, tienen una densidad de población menor que la de Italia.
Los pretextos invocados ofenden la inteligencia; las intenciones reales
encienden la indignación. Al fin y al cabo, no menos de la mitad de
los territorios de Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y Venezuela
está habitada por nadie. Ninguna población latinoamericana crece menos
que la del Uruguay, país de viejos, y sin embargo ninguna otra nación
ha sido tan castigada, en los años recientes, por una crisis que parece
arrastrarla al último círculo de los infiernos. Uruguay está vacío y
sus praderas fértiles podrían dar de comer a una población infinitamente
mayor que la que hoy padece, sobre su suelo, tantas penurias. Hace más
de un siglo, un canciller de Guatemala había sentenciado proféticamente:
«Sería curioso que del seno mismo de los Estados Unidos, de donde nos
viene el mal, naciese también el remedio». Muerta y enterrada la Alianza
para el Progreso, el Imperio propone ahora, con más pánico que generosidad,
resolver los problemas de América Latina eliminando de antemano a los
latinoamericanos.
En Washington tienen ya motivos para sospechar que los pueblos pobres
no prefieren ser pobres. Pero no se puede querer el fin sin querer los
medios: quienes niegan la liberación de América Latina, niegan también
nuestro único renacimiento posible, y de paso absuelven a las estructuras
en vigencia.
Los jóvenes se multiplican, se levantan, escuchan: ¿qué les ofrece la
voz del sistema? El sistema habla un lenguaje surrealista: propone evitar
los nacimientos en estas tierras vacías; opina que faltan capitales
en países donde los capitales sobran pero se desperdician; denomina
ayuda a la ortopedia deformante de los empréstitos y al drenaje de riquezas
que las inversiones extranjeras provocan; convoca a los latifundistas
a realizar la reforma agraria y a la oligarquía a poner en práctica
la justicia social. La lucha de clases no existe -se decreta- más que
por culpa de los agentes foráneos que la encienden, pero en cambio existen
las clases sociales, y a la opresión de unas por otras se la denomina
el estilo occidental de vida. Las expediciones criminales de los marines
tienen por objeto restablecer el orden y la paz social, y las dictaduras
adictas a Washington fundan en las cárceles el estado de derecho y prohíben
las huelgas y aniquilan los sindicatos para proteger la libertad de
trabajo.
¿Tenemos todo prohibido, salvo cruzarnos de brazos? La pobreza no está
escrita en los astros; el subdesarrollo no es el fruto de un oscuro
designio de Dios. Corren años de revolución, tiempos de redención. Las
clases dominantes ponen las barbas en remojo, y a la vez anuncian el
infierno para todos. En cierto modo, la derecha tiene razón cuando se
identifica a sí misma con la tranquilidad y el orden, es el orden, en
efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías, pero orden al fin:
la tranquilidad de que la injusticia siga siendo injusta y el hambre
hambrienta. Si el futuro se transforma en una caja de sorpresas, el
conservador grita, con toda razón: «Me han traicionado». Y los ideólogos
de la impotencia, los esclavos que se miran a sí mismos con los ojos
del amo, no demoran en hacer escuchar sus clamores. El águila de bronce
del Maine, derribada el día de la victoria de la revolución cubana,
yace ahora abandonada, con las alas rotas, bajo un portal del barrio
viejo de La Habana. Desde Cuba en adelante, también otros países han
iniciado por distintas vías y con distintos medios la experiencia del
cambio: la perpetuación del actual orden de cosas es la perpetuación
del crimen.
Los fantasmas de todas las revoluciones estranguladas o traicionadas
a lo largo de la torturada historia latinoamericana se asoman en las
nuevas experiencias, así como los tiempos presentes habían sido presentidos
y engendrados por las contradicciones del pasado. La historia es un
profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo
que fue, anuncia lo que será.
Por eso en este libro, que quiere ofrecer una historia del saqueo y
a la vez contar cómo funcionan los mecanismos actuales del despojo,
aparecen los conquistadores en las carabelas y, cerca, los tecnócratas
en los jets, Hernán Cortés y los infantes de marina, los corregidores
del reino y las misiones del Fondo Monetario Internacional, los dividendos
de los traficantes de esclavos y las ganancias de la General Motors.
También los héroes derrotados y las revoluciones de nuestros días, las
infamias y las esperanzas muertas y resurrectas: los sacrificios fecundos.
Cuando Alexander von Humboldt investigó las costumbres de los antiguos
habitantes indígenas de la meseta de Bogotá, supo que los indios llamaban
quihica a las víctimas de las ceremonias rituales. Quihica significaba
puerta: la muerte de cada elegido abría un nuevo ciclo de ciento ochenta
y cinco lunas.
PRIMERA PARTE
LA POBREZA DEL HOMBRE COMO RESULTADO DE LA RIQUEZA DE LA TIERRA FIEBRE
DEL ORO
FIEBRE DEL ORO, FIEBRE
DE LA PLATA: El signo de la cruz en las empuñaduras de las espadas
Cuando Cristóbal Colón se lanzó a atravesar los grandes espacios vacíos
al oeste de la Ecúmene, había aceptado el desafío de las leyendas.
Tempestades horribles jugarían con sus naves, como si fueran cáscara
de nuez, y las arrojarían a las bocas de los monstruos; la gran serpiente
de los mares tenebrosos, hambrienta de carne humana, estaría la acecho.
Solo faltaban mil años para que los fuegos purificadores del Juicio
Final arrasaran el mundo, según creían los hombre del siglo XV, y el
mundo era entonces el mar Mediterráneo con sus costas de ambigua proyección
hacia el África y Oriente. Los navegantes portugueses aseguraban que
el viento del oeste traería cadáveres extraños y a veces arrastraba
leños curiosamente tallados, pero nadie sospechaba que el mundo sería,
asombrosamente multiplicado.
América no solo carecía de nombre. Los noruegos no sabían que la habían
descubierto hacía largo tiempo, y el propio Colón murió, después de
sus viajes, todavía convencido de que había llegado al Asia por la espalda.
En 1492, cuando la bota española se clavó por primera vez en las arenas
de las Bahamas, el Almirante creyó que estas islas eran una avanzada
de Japón. Colón llevaba consigo un ejemplar de libro de Marco Polo,
cubierto de anotaciones en los márgenes de las páginas. Los habitantes
de Cipango decía Marco Polo, «poseen oro en enorme abundancia y las
minas donde lo encuentran no se agotan jamás... También hay en esta
isla de perlas del más puro gran tamaño y sobrepasan en valor a las
perlas blancas». La riqueza de Cipango había llegado a oídos del Gran
Khan Kublai, había despertado en su pecho el deseo de conquistarla:
él había fracasado. De las fulgurantes páginas de Marco Polo se echaban
al vuelo islas en el mar de la India con montañas de oro y perlas, y
doce clases de especias en cantidades inmensas, además de la pimienta
blanca y negra.
La pimienta, el jengibre, el clavo de olor, la nuez moscada y la canela
eran tan codiciados como la sal para conservar la carne en invierno
sin que se pudriera y ni perdiera sabor. Los Reyes Católicos de España
decidieron financiar la aventura del acceso directo a las fuentes, para
liberarse de la onerosa cadena de intermediarios y revendedores que
acaparaban el comercio de las especias y las plantas tropicales, las
muselinas y las armas blancas que provenían de las misteriosas regiones
del oriente. El afán de metales preciosos, medio pago para el tráfico
comercial, impulsó también la travesía de los mares malditos. Europa
entera necesitaba plata; ya casi estaban exhaustos los filones de Bohemia,
Sajonia y Tiro.
España vivía el tiempo de la reconquista. 1492 fue el año del descubrimiento
de América, el nuevo mundo nacido de aquella equivocación de consecuencias
grandiosas. Fue también el año de la recuperación de Granada, Fernando
de Aragón e Isabel de Castilla, que habían superado con su matrimonio
el desgarramiento de sus dominios, abatieron a comienzos de 1492 el
último reducto de la religión musulmana en el suelo español. Había costado
casi ocho siglos recobrar lo que se había perdido en siete años, y la
guerra de reconquista había agotado el tesoro real. Pero esta era una
guerra santa, la guerra cristiana contra el Islam, y no es casual, además,
que en ese mismo año, 1492, ciento cincuenta mil judíos declarados fueron
expulsados del país.
España adquiría realidad como nación alzando espadas cuyas empuñaduras
dibujaban el signo de la cruz. La reina Isabel se hizo madrina de la
Santa Inquisición. La hazaña del descubrimiento de América no podría
explicarse sin la tradición militar de guerra de cruzadas que imperaba
en la Castilla medieval, y la Iglesia no se hizo rogar para dar carácter
sagrado a las conquistas de las tierras incógnitas del otro lado del
mar. El papa Alejandro VI, que era valenciano, convirtió a la reina
Isabel en dueña y señora del Nuevo Mundo. La expansión del reino de
Castilla ampliaba el reino de Dios sobre la tierra.
Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colón dirigió en persona
la campaña militar contra los indígenas de la Dominicana. Un puñado
de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros especialmente
adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de quinientos,
enviados de España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y murieron
miserablemente. Pero algunos teólogos protestaron y la esclavización
de los indios fue formalmente prohibida al nacer el siglo XVI. En realidad,
no fue prohibida sino bendita: antes de cada entrada militar, los capitanes
de conquista debían leer a los indios, ante escribano público, un extenso
y retórico Requerimiento que los exhortaba a convertirse a la santa
fe católica: «Si no lo hiciereis, o en ello dilación maliciosa pusiereis,
certificados que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra
vosotros y vos haré guerra por todas las partes y manera que yo pudiere,
y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de Su Majestad y
tomaré vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tales los
venderé y dispondré de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros
bienes y os haré todos los males y daños que pudiere...» (Daniel Vidart,
ideología y realidad de América, Montevideo, 1968).
América era el vasto imperio del Diablo, de redención imposible o dudosa,
pero la fanática misión contra la herejía de los nativos se confundía
con la fiebre que desataba, en las huestes de las conquistas, el brillo
de los tesoros del Nuevo Mundo, Bernal Díaz del Castillo, fiel compañero
de Hernán Cortés en la conquista de México, escribe que han llegado
a América «por servir a Dios y a Su Majestad y también por haber riquezas».
Colón quedó deslumbrado, cuando alcanzó el atolón de San Salvador, por
la colorida transparencia del Caribe, el paisaje verde, la dulzura y
la limpieza del aire, los pájaros espléndidos y los mancebos «de buena
estatura, gente muy hermosa» y « harto mansa» que allí habitaba. Regaló
a los indígenas « unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que
se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor con que hubieron
mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla». Les mostró
las espadas. Ellos no las conocían, las tomaban por el filo, se cortaban.
Mientras tanto, cuenta el Almirante en su diario de navegación, «yo
estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vide que algunos
de ellos traían un pedazuelo colgando en un agujero que tenían a la
nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo a la isla
por el Sur, que estaba allí un Rey que tenía grandes vasos ello, y tenía
muy mucho». Porque «del oro se hace tesoros, y con él quien lo tiene
hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso».
En su tercer viaje Colón seguía creyendo que andaba por el mar de la
China cuando entro en las costas de Venezuela; ello no le impidió informar
que desde allí se extendía una tierra infinita que subía hacia el Paraíso
Terrenal. También Américo Vespucio, explorador del litoral de Brasil
mientras nacía el siglo XVI, relataría a Lorenzo de Médicis: «Los árboles
son de tanta belleza y tanta blandura que nos sentíamos estar en el
Paraíso Terrenal... » . con despecho escribía Colón a los reyes, desde
Jamaica, en 1503: « cuando yo descubrí las indias, dije que eran el
mayor señorío rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, las perlas,
piedra preciosas, especierías... »
Una sola bolsa de pimienta valía, en el medioevo, más que la vida de
un hombre, pero el oro y la plata eran las llaves que el Renacimiento
empleaba para abrir las puertas del paraíso en el cielo y las puertas
del mercantilismo capitalista en la tierra. La epopeya de los españoles
y los portugueses en América combinó la propagación de la fe cristiana
con la usurpación y el saqueo de las riquezas nativas. El poder europeo
se extendía para abrazar el mundo. Las tierras vírgenes, densas de selvas
y de peligros, encendían la codicia de los capitanes, los hidalgos caballeros
y los soldados en harapos lanzados a la conquista de los espectaculares
botines de guerra: creían en la gloria, «el sol de los muertos», y en
la audacia. «A los osados ayuda tortura», decía Cortés. El propio Cortés
había hipotecado todos sus bienes personales para equipar la expedición
a México. Salvo contadas excepciones como fue el caso de Colón o Magallanes,
las aventuras no eran costeadas por el Estado, sino por los conquistadores
mismos, o por los mercaderes y banqueros que los financiaban.
Nació el mito de El dorado, el monarca bañado en oro que los indígenas
inventaron para alejar a los intrusos: desde Gonzalo Pizarro hasta Walter
Raleigh, muchos lo persiguieron en vano por las selvas y las aguas del
Amazonas y el Orinoco.
El espejismo del «cerco que manaba plata» se hizo realidad en 1545,
con el descubrimiento de Potosí, pero antes habían muerto vencidos por
el hambre y por la enfermedad o atravesados a flechazos por los indígenas,
muchos de los expedicionarios que intentaron, infructuosamente, dar
alcance al manantial de la plata remontando el río Paraná.
Había, sí, oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la meseta
de México y en el altiplano andino. Hernán Cortés reveló para España,
en 1519, la fabulosa magnitud del tesoro azteca de Moctezuma, y quinde
años después llegó a Sevilla el gigantesco rescate, un aposento lleno
de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al inca Atahualpa
antes de estrangularlo. Años antes, con el oro arrancado de las Antillas
había pagado la Corona de servicios de los marinos que habían acompañado
a Colón en su primer viaje.
Finalmente, la población de las islas del Caribe dejó de pagar tributos,
porque desapareció: los indígenas fueron completamente exterminados
en los lavaderos de oro, en la terrible tarea de revolver las arenas
auríferas con el cuerpo a medias sumergido en el agua, o roturando los
campos hasta más allá de la extenuación, con la espada doblada sobre
los pesados instrumentos de labranza traídos desde España. Muchos indígenas
de la Dominicana se anticipaban al destino impuesto por sus nuevos opresores
blancos: mataban a sus hijos y se suicidaban en masa. El cronista oficial
Fernández de Oviedo interpretaba así, a mediados del siglo XVI, el holocausto
de los antillanos: muchos de ellos, por su pasatiempo, se mataron con
ponzoña por no trabajar, y otros se ahorcaron por sus manos propias»
.
Retornaban los dioses con las armas secretas
A su paso por Tenerife, durante su primer viaje, había presenciado Colón
una formidable erupción volcánica. Fue como un presagio de todo lo que
vendría después en las inmensas tierras nuevas que iban a interrumpir
la ruta occidental hacia el Asia. América estaba allí, adivinaba desde
sus costas infinitas; la conquista se extendió, en oleadas, como una
marea furiosa. Los adelantados sucedían a los almirantes y las tripulaciones
se convertían en huestes invasoras. Las bulas del Papa habían hecho
apostólica concesión de África a la corona de Portugal, y a la corona
de Castilla habían otorgado las tierras «desconocidas como las hasta
aquí descubiertas por vuestros enviados y las que se han de descubrir
en lo futuro...». América había sido donada a la reina Isabel. En 1508,
una nueva bula concedió a la corona española, a perpetuidad, todos los
diezmos recaudados en América: el codiciado patronato universal sobre
la Iglesia del Nuevo Mundo incluía el derecho de presentación real de
todos los beneficios eclesiásticos.
El Tratado de Tardecillas, suscrito en 1494, permitió a Portugal ocupar
territorios americanos más allá de la línea divisoria trazada por el
Papa, y en 1530 Martín Alfonso de Souza fundó las primeras poblaciones
portuguesas en Brasil, expulsando a los franceses. Ya para entonces
los españoles, atravesando selvas infernales y desiertos infinitos,
habían avanzado mucho en el proceso de la exploración y la conquista.
En 1513, el Pacífico resplandecía ante los ojos de Vasco Núñez de Balboa;
en el otoño de 1522, retornaban a España los sobrevivientes de la expedición
de Hernando de Magallanes que habían unido por primera vez ambos océanos
y habían verificado que el mundo era redondo al darle la vuelta completa;
tres años antes habían partido de la isla de Cuba, en dirección a México,
las diez naves de Hernán Cortés, y en 1523 Pedro de Alvarado se lanzó
a la conquista de Centroamérica: Francisco Pizarro entró triunfante
en el Cuzco, en 1533, apoderándose del corazón del imperio de los incas;
en 1540, Pedro de Valdivia atravesaba el desierto de Atacama y fundaba
Santiago de Chile. Los conquistadores penetraban en el Chaco y revelaban
el Nuevo Mundo desde el Perú hasta las bocas del río más caudaloso del
planeta.
Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y caníbales,
ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra. Pero ninguna de las culturas
nativas conocía el hierro ni el arado, ni el vidrio ni la pólvora, ni
empleaba la rueda. La civilización que se abatió sobre estas tierras
desde el otro lado del mar vivía la explosión creadora del Renacimiento:
América aparecía como una invención más, incorporada junto con la pólvora,
la imprenta, el papel y la brújula al bullente nacimiento de la Edad
Moderna. El desnivel de desarrollo de ambos mundos explica en gran medida
la relativa facilidad con que sucumbieron las civilizaciones nativas.
Hernán Cortés desembarcó en Veracruz acompañado por no más de cien marineros
y 508 soldados, traía 15 caballos, 32 ballestas, diez cañones de bronce
y algunos arcabuces, mosquetes y pistolones. Y sin embargo, la capital
de los aztecas, Tenochtitlán, era por entonces cinco veces mayor que
Madrid y duplicaba la población de Sevilla, la mayor de las ciudades
españolas, Francisco Pizarro entró en Cajamarca con 180 soldados y 37
caballos.
Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro. El emperador
Moctezuma recibió, en su palacio, las primeras noticias: un cerro grande
andaba moviéndose por el mar. Otros mensajeros llegaron después: «...
mucho espanto les causó el oír cómo estalla el cañón, cómo retumba el
estrépito, y cómo se desmaya uno; se le aturden a uno los oídos. Y cuando
cae el tiro, una como bola de piedra sale de sus entrañas: va lloviendo
fuego... ». Moctezuma creyó que era el dios Quetzalcóatl quien volvía.
Ocho presagios habían anunciado, poco antes su retorno. Los cazadores
le habían traído un ave que tenía en la cabeza una diadema redonda con
la forma de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia
el poniente. En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los escuadrones
de los guerreros. El dios Quetzalcóalt había venido por el este y por
el este se había ido: era blanco y barbudo. También blanco y barbudo
era Huiracocha, el dios bisexual de los incas. Y al oriente era la cuna
de los antepasados heroicos de los mayas.
Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas con sus
pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones que
devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían rayos mortíferos
y oscurecían la atmósfera con humos irrespirables. Los conquistadores
practicaban también, con habilidad política, la técnica de la traición
y la intriga. Supieron explotar, por ejemplo, el rencor de los pueblos
sometidos al dominio imperial de los aztecas y las divisiones que desgarraban
el poder de los incas. Los tlaxcaltecas fueron aliados de Cortés, y
Pizarro usó en su provecho la guerra entre los herederos del imperio
incaico, Huáscar y Atahualpa, los hermanos enemigos. Los conquistadores
ganaron cómplices entre las castas dominantes intermedias, sacerdotes,
funcionarios, militares, una vez abatidas por el crimen, las jefaturas
indígenas más altas.
Pero además usaron otras armas o, si se prefiere, otros factores trabajaron
objetivamente por la victoria de los invasores. Los caballos y las bacterias,
por ejemplo.
Los caballos habían sido, como los camellos, originarios de América,
pero se habían extinguido en estas tierras. Introducidas en Europa por
los jinetes árabes, habían prestado en el Viejo Mundo una inmensa utilidad
militar y económica.
Cuando reaparecieron en América a través de la conquista, contribuyeron
a dar fuerzas mágicas a los invasores ante los ojos atónitos de los
indígenas. Según una versión, cuando el inca Atahualpa vio llegar a
los primeros soldados españoles, montados en briosos caballos ornamentados
con cascabeles y penachos, que corrían desencadenando truenos y polvaredas
con sus cascos veloces, se cayó de espaldas. El cacique Tecum, al frente
de los herederos de los mayas, descabezó con su lanza el caballo de
Pedro de Alvarado, convencido de que formaba parte del conquistador:
Alvarado se levantó y lo mató. Contados caballos, cubiertos con arreos
de guerra, dispersaban las masas indígenas y sembraban el terror y la
muerte. «Los curas y misioneros esparcieron entre la fantasía vernácula»,
durante el proceso colonizador, «que los caballos eran de origen sagrado,
ya que Santiago, el Patrón de España, montaba en un potro blanco, que
había ganado valiosas batallas contra los moros y judíos, con ayuda
de la Divina providencia».
Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces. Los europeos
traían consigo, como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias
enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, el tracoma, el tifus,
la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían las bocas. La viruela
fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo sobrenatural aquella
epidemia desconocida y repugnante que encendía la fiebre y descomponía
las carnes?
«Ya se fueron a meter en Tlaxcala. Entonces se difundió la epidemia:
tos, granos ardientes, que queman, dice un testimonio indígena, y otro:
“A muchos dio la muerte la pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de
granos”. Los indios morían como moscas; sus organismos no oponían defensas
ante las enfermedades nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados
e inútiles. El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro estima que más de
la mitad de la población aborigen de América, Australia y las islas
oceánicas murió contaminada luego del primer contacto con los hombres
blancos.
«Como unos puercos hambrientos ansían el oro»
A tiros de arcabuz, golpes de espada y soplos de peste avanzaban los
implacables y escasos conquistadores de América. Lo cuentan las voces
de los vencidos. Después de la matanza de Cholula, Moctezuma envía nuevos
emisarios al encuentro de Hernán Cortés, quien avanza rumbo al valle
de México.
Los enviados regalan a los españoles collares de oro y banderas de plumas
de quetzal. Los españoles «estaban deleitándose.
Como si fueran monos levantaban el oro, como que se sentaban en ademán
de gusto, como que se les renovaba y se les iluminaba el corazón.
Como que cierto que es que eso que anhelan con gran sed. Se les ensancha
el cuerpo por eso, tienen hambre furiosa de eso. Como unos puercos hambrientos
ansían el oro», dice el texto náhuatl preservado preservado en el Código
Florentino. Más adelante, cuando Cortés llega a Tenochtitlán, la espléndida
capital azteca, los españoles entran en la casa del tesoro, «y luego
hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron
llama a todo los que restaba, por valioso que fuera: con lo cual todo
ardió. Y en cuanto al oro, los españoles lo redujeron a barras...».
Hubo guerra, y finalmente Cortés, que había perdido Tenochtitlán, lo
reconquistó en 1521. « ya no teníamos escudos, ya no teníamos macanas,
y nada teníamos que comer, ya nada comimos». La ciudad, devastada, incendiada,
y cubierta de cadáveres, cayó. « toda la noche llovió sobre nosotros».
La horca y el tormento no fueron suficientes: los tesoros arrebatados
no colmaban nunca las exigencias de la imaginación, y durante largos
años excavaron los españoles el fondo del lago de México en busca de
oro y los objetos preciosos presuntamente escondidos por los indios.
Antes de la batalla decisiva, y «vístose los indios atormentados más,
que allí les tenían mucho oro, plata. Diamantes y esmeraldas que les
tenían los capitanes Nehaib Ixquin, Nehaib hecho águila y león. Y luego
se dieron a los españoles y se quedaron con ellos...».
Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa, le arrancó
un rescate en «andas de oro y plata que pesaba más de veinte mil marcos
de plata, fina, un millón y trescientos veintiséis mil escudos de oro
finísimo...». después se lanzó sobre el Cuzco. Sus soldados creían que
estaban entrando en la ciudad de los Césares, tan deslumbrante era la
capital del imperio incaica, pero no demoraron en salir del estupor
y se pusieron a saquear el Templo del Sol: «Forcejeando, luchando entre
ellos, cada cual procurando llevarse del tesoro la parte del león, los
soldados, con otra de malla, pisoteaban joyas e imágenes, golpeaban
los utensilios de oro o les daban martillazos para reducirlos a un formato
más fácil y manuable... Arrojaban al crisol, para convertir el metal
en barras, todo el tesoro del templo: las plantas habían cubierto los
muros, los asombrosos árboles forjados, pájaros y otros objetos del
jardín».
Hoy día, en el Zócalo, la inmensa plaza desnuda del centro de la capital
de México, la catedral católica se alza sobre las ruinas del templo
más importante de Tenochtitlán, y el palacio de gobierno está emplazado
sobre la residencia de Cuauhtémoc, el jefe azteca ahorcado por Cortés.
Tenochtitlán fue arrasada. El Cuzco corrió, en el Perú, suerte semejante,
pero los conquistadores no pudieron abatir del todo sus muros gigantescos
y hoy puede verse, la piedra de los edificios coloniales, el testimonio
de piedra de la colosal arquitectura incaica.
Esplendores del Potosí: EL CICLO DE LA PLATA.
Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en la época
del auge de la ciudad de Potosí. De plata eran los altares de las iglesias
y las alas de los querubines en las procesiones: en 1658, para la celebración
de Hábeas Christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas, desde
la matriz hasta la iglesia de Recoletos, totalmente cubiertas con barras
de plata. En Potosí la plata levantó templos y palacios, monasterios
y garitos, ofreció motivo a la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre
y el vino, encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura.
La espada y la cruz marchaban juntas en la conquista y en el despojo
colonial. Para arrancar la plata de América, se dieron cita en Potosí
los capitanes y los ascetas, los caballeros de lidia y los apóstoles,
los soldados y los frailes. Convertida en piñas y lingotes, las vísceras
del cerro rico alimentaron sustancialmente el desarrollo de Europa.
«Vale un Perú» fue el elogio máximo de las personas o a las cosas desde
que Pizarro se hizo dueño del Cuzco, pero a partir del descubrimiento
del cerro, Don Quijote de la Mancha habla con otras palabras: «vale
un Potosí», advierte a Sancho. Vena yugular del Virreinato, manantial
de la plata de América, Potosí contaba con 120.000 habitantes según
el censo de 1573. solo veintiocho años habían transcurrido desde que
la ciudad brotara entre los páramos andinos y ya tenía, como por arte
de magia, la misma población que Londres y más habitantes que Sevilla,
Madrid, Roma o París. Hacia 1650, un nuevo adjudicaba a Potosí 160.000
habitantes. Era una de las ciudades más grandes y más ricas del mundo,
diez veces más habitada que Boston, en tiempos en que Nueva York ni
siquiera había empezado a llamarse así.
La historia de Potosí no había nacido con los españoles. Tiempos antes
de la conquista, el inca Huayna Cápac había oído hablar a sus vasallos
del Sumaj Orko, el cerro hermoso, y por fin pudo verlo cuando se hizo
llevar, enfermo, a las termas de Tarapaya. Desde las chozas pajizas
del pueblo de Cantiumarca, los ojos del inca contemplaron por primera
vez aquel cono perfecto que se alzaba, orgulloso, por entre las altas
cumbres de las serranías. Quedó estupefacto. Las infinitas tonalidades
rojizas, la forma esbelta y el tamaño gigantesco del cerro siguieron
siendo motivo de admiración y asombro en los tiempos siguientes. Pero
el inca había sospechado que en sus entrañas debía albergar piedras
preciosas y ricos metales, y había querido sumar nuevos adornos al Templo
del Sol en el Cuzco. El oro y la plata que los incas arrancaban de las
minas de Colque Porco y Andacaba no salían de los límites del reino:
no servían para comerciar sino para adorar a los dioses. No bien los
mineros indígenas clavaron sus pedernales en los filones de plata del
cerro hermoso, una voz cavernosa los derribó. Era una voz fuerte como
el trueno, que salía de las profundidades de aquellas breñas y decía,
en quechua: « no es para ustedes; Dios reserva estas riquezas para los
que vienen de más allá». Los indios huyeron despavoridos y el inca abandonó
el cerro. Antes, le cambió el nombre. El cerro pasó a llamarse Potjosí,
que significa: «Truena, revienta, hace explosión».
«Los que vienen de más allá» no demoraron mucho en aparecer. Los capitanes
de la conquista se abrían paso. Huayna Cápac ya había muerto cuando
llegaron.. en 1545 el indio Hualpa corría tras las huellas de una llama
fugitiva y se vio obligado a pasar la noche en el cerro. Para no morirse
de frío hizo fuego. La fogata alumbró una hebra blanca y brillante.
Era plata pura. Se desencadenó la avalancha española.
Fluyó la riqueza española. El emperador Carlos V dio prontas señales
de gratitud otorgando a Potosí el título de Villa Imperial y un escudo
con esta inscripción: « Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro,
soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes». Apenas once años
después del hallazgo de Huallpa, ya la recién nacida Villa Imperial
celebraba la coronación de Felipe II con festejos que duraron veinticuatro
días u costaron ocho millones de pesos fuertes. Llovían los buscadores
de tesoros sobre el inhóspito paraje. El cerro, a casi 5000 metros de
altura, era el más poderoso de los imanes, pero a sus pies la vida resultaba
dura, inclemente: se pagaba el frío como si fuera un impuesto y en un
abrir y cerrar de ojos una sociedad rica y desordenada brotó, en Potosí,
junto con la plata. Auge y turbulencia del metal: Potosí pasó a ser
«el nervio principal del reino» según lo definirá el virrey Hurtado
de Mendoza. A comienzos del siglo XVII, ya la ciudad contaba con treinta
y seis iglesias espléndidamente ornamentadas, otras tantas casas de
juego y catorce escuelas de baile. Los salones, los teatros y los tablados
para las fiestas lucían riquísimos tapices, cortinajes, blasones y obras
de orfebrería; de los balcones de las casas colgaban damascos coloridos
y lamas de oro y plata.
Las sedas y los tejidos venían de Granada, Flandes y Calabria; los sombreros
de París y Londres; los diamantes de Ceilán; las piedras preciosas de
la India; las perlas de Panamá; las medias de Nápoles; los cristales
de Venecia; las alfombras de Persia; los perfumes de Arabia, y la porcelana
de China. Las damas brillaban la pedrería, diamantes, y rubíes y perlas,
y los caballeros ostentaban finísimos paños bordados de Holanda. A la
lidia de toros seguían los juegos de sortija y nunca faltaban los duelos
al estilo medieval, lances de amor y del orgullo, con cascos de hierro
empedrados de esmeraldas y de vistosos plumajes, sillas, estribos de
filigrana de oro, espadas de Toledo y potros chilenos enjaezados a todo
lujo.
En 1579, se quejaba el oidor Matienzo: «Nunca faltan –decía- novedades,
desvergüenzas y atrevimientos» por entonces ya había en Potosí ochocientos
tahúres profesionales y ciento veinte prostitutas célebres, a cuyos
resplandecientes salones concurrían los mineros ricos. En 1608, Potosí
festejaba las fiestas del santísimo sacramento con seis días de comedias
y seis noches de máscaras, ocho días de toros y tres de saraos, dos
de torneos y otros de fiesta.
España tenía la vaca, pero otros tomaban la leche.
Entre 1545 y 1558 se descubrieron las fértiles minas de plata de Potosí,
en la actual Bolivia, y las de Zacatecas y Guanajuato en México; el
proceso de amalgama con mercurio, que hizo posible la explotación de
plata de ley más baja, empezó a aplicarse en ese mismo período. El «rush»
de la plata eclipsó rápidamente a la minería de oro. A mediados del
siglo XVIII la plata abarcaba más del 99 por ciento de las exportaciones
minerales de la América hispánica.
América era por entonces, una vasta bocamina centrada, sobre todo, en
Potosí.
Algunos escritores bolivianos, inflamados de excesivo entusiasmo, afirman
que en tres siglos España recibió suficiente metal de Potosí como para
tender un puente de plata desde la cumbre del cerro hasta la puerta
del palacio real al otro lado del océano. La imagen es sin duda, obra
de fantasía, pero de cualquier manera alude a una realidad que, en efecto,
parece inventada: el flujo de la plata alcanzó dimensiones gigantescas.
La cuantiosa exportación clandestina de plata americana, que se evadía
de contrabando rumbo a Filipinas, a la China y a la propia España, no
figura en los cálculos de Earl J. Hamilton, quien a partir de los datos
obtenidos en la Casa de Contratación ofrece, de todos modos, en su conocida
obra sobre el tema cifras asombrosas. Entre 1503 y 1660, llegaron al
puerto de Sevilla 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata.
La plata transportada a España en poco más de un siglo y medio, excedía
tres veces el total de las reservas europeas. y esas cifras, cortas,
no incluyen contrabando.
Los metales arrebatados a los nuevos dominios coloniales estimularon
el desarrollo económico europeo y hasta puede decirse que lo hicieron
posible. Ni siquiera los efectos de la conquista de los tesoros persas
que Alejandro Magno volcó sobre el mundo helénico podrían compararse
con la magnitud de esta formidable contribución de América al progreso
ajeno. No al de España, por cierto, aunque a España pertenecían las
fuentes de plata americana. Como se decía en el siglo XVII, «España
es como la boca que recibe los alimentos, los mastica, los tritura,
para enviarlos enseguida a los demás órganos, y retiene de ellos por
su parte, más que un gusto fugitivo o las partículas que por casualidad
se agarran a sus dientes». Los españoles tenían la vaca, pero eran otros
quienes bebían la leche. Los acreedores del reino, en su mayoría extranjeros,
vaciaban sistemáticamente las arcas de la Casa de Contratación de Sevilla,
destinada a guardar bajo tres llaves, y en tres manos distintas, los
tesoros de América. La Corona estaba hipotecada. Cedía por adelantado
casi todos los cargamentos de plata a los banqueros alemanes, genoveses,
flamencos y españoles. También los impuestos recaudados dentro de España
corrían, en gran medida, esta suerte: en 1543, un 65 por ciento del
total de las rentas reales se destinaba al pago de las anualidades de
los títulos de deuda. Solo en mínima medida la plata americana se incorporaba
a la economía española; aunque quedara formalmente registrada en Sevilla,
iba a parar a manos de los Függer, poderosos banqueros que habían adelantado
al Papa los fondos necesarios para terminar la catedral de San Pedro,
y de otros grandes prestamistas de la época, al estilo de los Wesler,
los Shertz o los Grimaldi. La plata se destinaba también al pago de
exportaciones de mercaderías no españolas con destino al Nuevo Mundo.
Aquel imperio rico tenía una metrópoli pobre, aunque en ella la ilusión
de la prosperidad levantara burbujas cada vez más hinchadas: la Corona
abría por todas partes frentes de guerra mientras la aristocracia se
consagraba al despilfarro y se multiplicaba, en suelo español, los curas
y los guerreros, los nobles y los mendigos, al mismo ritmo frenético
en que crecían los precios de las cosas y las tasa de interés del dinero.
La industria moría al nacer en aquel reino de los vastos latifundios
estériles, y la enferma economía española no podía resistir el brusco
impacto del alza de demandas de alimentos y mercancías que era la inevitable
consecuencia de la expansión colonial. El gran aumento de los gastos
públicos y la asfixiante presión de las necesidades de consumo en las
posesiones de ultramar agudizaban al déficit comercial y desataban,
al galope, la inflación. Colbert escribía «Cuanto más comercio con los
españoles tiene un estado, más plata tiene». Había una aguda lucha europea
por la conquista del mercado español que implicaba el mercado y la plata
de América. Un memorial francés de fines del siglo XVII nos permite
saber que España solo dominaba, por entonces el cinco por ciento del
comercio de « sus» posesiones coloniales de más allá del océano, pese
al espejismo jurídico del monopolio: crecía de una tercera parte del
total estaba en manos de holandeses y flamencos, una cuarta parte pertenecía
a los franceses, los genoveses controlaban más del veinte por ciento,
los ingleses el diez y los alemanes algo menos. América era un negocio
europeo.
Carlos V, heredero de los Césares en el Sacro Imperio por elección comprada,
solo había pasado en España dieciséis de los cuarenta años de su reinado.
Aquel monarca de mentón prominente y mirada de idiota, que había ascendido
al trono sin conocer una sola palabra del idioma castellano, gobernaba
rodeado por un séquito de flamencos rapaces a los que se extendía salvoconductos
para sacar de España mulas y caballo cargados de oro y joyas y a los
que también recompensaba otorgándoles obispados y arzobispados, títulos
burocráticos y hasta la primera licencia para conducir esclavos negros
a las colonias americanas. Lanzado a la persecución del demonio por
toda Europa, Carlos V extenuaba el tesoro de América en sus guerras
religiosas. La dinastía de los Habsburgo no se agotó con su suerte;
España habría de parecer el reinado de los Austria durante casi dos
siglos. El gran adalid de la Contrarreforma fue su hijo Felipe II. Desde
su gigantesco palacio-monasterio del Escorial, en las faldas del Gualderrama,
Felipe II puso en funcionamiento, a escala universal, la terrible maquinaria
de la Inquisición, y abatió sus ejércitos sobre los centros de la herejía.
El calvinismo había hecho presa a Holanda, Inglaterra y Francia, y los
turcos encarnaban el peligro del retorno de la religión de Alá. El salvacionismo
costaba caro: los pocos objetos de oro y plata, maravillas del arte
americano, que no llegaban ya fundidos desde México y el Perú, eran
rápidamente arrancados de la Casa de Contratación de Sevilla y arrojados
a las bocas de los hornos. Ardían también los herejes o los sospechosos
de herejía, achicharrados por las llamas purificadoras de la Inquisición;
Torquemada incendiaba los libros y el rabo del diablo asomaba por todos
los rincones: la guerra contra el protestantismo era además la guerra
contra el capitalismo ascendente en Europa. «La perpetuación de la cruzada
–dice Elliott- entrañaba la perpetuación de la arcaica organización
social de una nación de cruzados». Los metales de América, delirio y
ruina de España, proporcionaban medios para pelear contra las nacientes
fuerzas de la economía moderna. Ya Carlos V había aplastado a la burguesía
castellana en la guerra de los comuneros, que se había convertido en
una revolución social contra la nobleza, sus propiedades y sus privilegios.
El levantamiento fue derrotado a partir de la traición de la ciudad
de Burgos, que sería la capital del general Francisco Franco cuatro
siglos más tarde; extinguidos los últimos fuegos rebeldes, Carlos V
regresó a España acompañado de cuatro mil soldados alemanes. Simultáneamente
también fue ahogada en sangre la muy radical insurrección de los tejedores,
hilanderos y artesanos que habían tomado el poder en la ciudad de Valencia
y lo habían extendido por toda la comarca.
La defensa de la fe católica resultaba una máscara para la lucha contra
la historia. La expulsión de los judíos –españoles de religión judía-
había privado a España, en tiempos de los Reyes Católicos, de muchos
artesanos hábiles y de capitales imprescindibles. Se consideraba no
tan importante la expulsión de los árabes –españoles, en realidad, de
religión musulmana- aunque en 1609 nada menos que 275 mil fueron arriados
a la frontera y ello tuvo desastrosos efectos sobre la economía valenciana,
y los fértiles campos del sur del Ebro, en Aragón, quedaron arruinados.
Anteriormente, Felipe II había echado, por motivos religiosos a millares
de artesanos flamencos convictos o sospechosos de protestantismo: Inglaterra
los acogió en su suelo, y allí dieron un importante impulso a las manufacturas
británicas.
Como se ve, las distancias enormes y las comunicaciones difíciles no
eran los principales obstáculos que se oponían al progreso industrial
de España. Los capitalistas españoles se convertían en rentistas, a
través de la compra de los títulos de deuda de la Corona, y no invertían
sus capitales en el desarrollo industrial. El excedente económico deriva
hacia cauces improductivos: los viejos ricos, señores de horca y cuchillo,
dueños de la tierra y de los títulos de nobleza, levantaban palacios
y acumulaban joyas; los nuevos ricos, especuladores y mercaderes, compraban
tierras y títulos de nobleza. Ni unos ni otros pagaban prácticamente
impuestos, ni podían ser encarcelados por deudas. Quien se dedicara
a una actividad industrial perdía automáticamente su carta de hidalguía.
Sucesivos tratados comerciales, firmados a partir de las derrotas militares
de los españoles en Europa, otorgaron concesiones que estimularon el
tráfico marítimo entre el puerto de Cádiz, que desplazó a Sevilla, y
los puertos franceses, ingleses, holandeses y hanseáticos. Cada año
entre ochocientas y mil naves descargaban en España los productos industrializados
por otros. Se llevaban la plata de América y la lana española, que marcaba
rumbo a los telares extranjeros de donde sería devuelta ya tejida por
la industria europea en expansión. Los monopolistas de Cádiz se limitaban
a remarcar los productos industriales extranjeros que expedían al Nuevo
Mundo: si las manufacturas españolas no podían siquiera atender al mercado
interno, ¿cómo iban a satisfacer las necesidades de las colonias?
Los encajes de Lille y Arraz, las telas holandesas, los tapices de Bruselas
y los brocados de Florencia, los cristales de Venecia, las armas de
Milán y los vinos y lienzos de Francia inundaban el mercado español,
a expensas de la producción local, para satisfacer el ansia de ostentación
y las exigencias de consumo de los ricos parásitos cada vez más numerosos
y poderosos en un país cada vez más pobre. La industria moría en el
huevo, y los Habsburgo hicieron todo lo posible para acelerar su extinción.
A mediados del siglo XVI se había llegado al colmo de autorizar la importación
de tejidos extranjeros al mismo tiempo que se prohibía toda exportación
de paños castellanos que no fueran de América. Por el contrario, como
ha hecho notar Ramos, muy distintas eran las orientaciones de Enrique
VIII o Isabel I en Inglaterra, cuando prohibían en esta ascendente nación
la salida del oro y la plata, monopolizaban las letras de cambio, impedían
la extracción de lana y arrojaban de los puertos británicos a los mercaderes
de la Liga Hanseática del Mar del Norte.
Mientras tanto, las repúblicas italianas protegían el comercio exterior
y su industria mediante aranceles, privilegios y prohibiciones rigurosas;
los artífices no podían expatriarse bajo pena de muerte.
La ruina lo abarcaba todo. De los 16 mil telares que quedaban en Sevilla
en 1558, a la muerte de Carlos V, solo restaban cuatrocientos cuando
murió Felipe II, cuarenta años después. Los siete millones de ovejas
de la ganadería andaluza se redujeron a dos millones. Cervantes retrató
en Don Quijote de la Mancha – novela de gran circulación en América-
la sociedad de su época.
Un decreto de mediados del siglo XVI hacía imposible la importación
de libros extranjeros e impedían a los estudiantes cursar estudios fuera
de España; los estudiantes de Salamanca se redujeron a la mitad en pocas
décadas; había nueve mil conventos y el clero se multiplicaba casi tan
intensamente como la nobleza de capa y espada; 160 mil extranjeros acaparaban
el comercio exterior y los derroches de la aristocracia condenaban a
España a la impotencia económica.
Hacia 1630, poco más de un centenar y medio de duques, marqueses, condes
y vizcondes recogían cinco millones de ducados de renta anual, que alimentaban
copiosamente el brillo de sus títulos rimbombantes. El duque de Medinaceli
tenía setecientos criados y eran trescientos los sirvientes del gran
duque de Osuna, quien, para burlarse del zar de Rusia, los vestía con
tapados de pieles . El siglo XVIII fue la época del pícaro, el hambre
y las epidemias.
Era infinita la cantidad de mendigos españoles, pero ello no impedía
que también los mendigos extranjeros afluyeran desde todos los rincones
de Europa. Hacia 1700 España contaba ya con 625 mil hidalgos, señores
de la guerra, aunque el país se vaciaba: su población se había reducido
a la mitad de siglo en algo más de dos siglos, y era equivalente a la
de la Inglaterra, que en el mismo período la había duplicado. 1700 señala
el fin del régimen de los Habsburgo. La bancarrota era total. Desocupación
crónica, grandes latifundios baldíos, moneda caótica, industria arruinada,
guerras perdidas y tesoros vacíos, la autoridad central desconocida
en las provincias: la España que afrontó Felipe V estaba «poco menos
difunta que su amo muerto».
Los Borbones dieron a la nación una apariencia más moderna, pero a fines
del siglo XVIII el clero español tenía nada menos que doscientos mil
miembros y el resto de la población improductiva no detenía su aplastante
desarrollo a expensas del subdesarrollo del país. Por entonces, había
aún en España más de diez mil pueblos y ciudades sujetos a la jurisdicción
señorial de la nobleza y, por lo tanto, fuera del control directo del
rey. Los latifundios y la institución del mayorazgo seguían intactos.
Continuaban en pie el oscurantismo. No había sido superada la época
de Felipe IV: en sus tiempos, una junta de teólogos se reunió para examinar
el proyecto de construcción de un canal entre Manzanares y el tajo y
terminó declarando que si Dios hubiese querido que los ríos fuesen navegables,
Él mismo los hubiese hecho así.
La distribución de funciones entre el caballo y el jinete.
En el primer tomo de El capital, escribió Karl Marx «El descubrimiento
de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio,
esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen,
el comienzo de la conquista y el saqueo de la Indias Orientales, la
conversión del continente africano en caza de esclavos negros: son todos
hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista.
Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales
en el movimiento de la acumulación originaria». El saqueo, interior
y externo, fue el medio más importante para la acumulación primitiva
de capitales que, desde la Edad Media, hizo posible la aparición de
una nueva etapa histórica en la evolución económica mundial. A medida
que se extendía la economía monetaria, el intercambio desigual iba abarcando
cada vez más capas sociales y más regiones del planeta. Ernest Mandel
ha sumado el valor del oro y la plata arrancados de América hasta 1660,
el botín extraído de Indonesia por la Compañía Holandesa de la Indias
Orientales desde 1650 hasta 1780, las ganancias del capital francés
en la trata de esclavos durante el siglo XVIII, las entradas obtenidas
por el trabajo esclavo en las Antillas británicas y el saqueo inglés
de la India durante medio siglo: el resultado supera el valor de todo
el capital invertido en todas las industrias europeas hacia 1800. Mandel
hace notar que esta gigantesca masa de capitales creó un ambiente favorable
a las inversiones en Europa, estimuló el «espíritu de empresa» y financió
directamente el establecimiento de manufacturas que dieron un gran impulso
a la revolución industrial. Pero, al mismo tiempo, la formidable concentración
internacional de la riqueza en beneficio de Europa impidió, en las regiones
saqueadas, el salto a la acumulación de capital industrial. «La doble
tragedia de los países en desarrollo consiste en que no solo fueron
víctimas de ese proceso de concentración internacional, sino que posteriormente
han debido tratar de compensar su atraso industrial, es decir, realizar
la acumulación originaria de capital industrial, en un mundo que está
inundado con los artículos manufacturados por una industria ya madura,
la occidental».
Las colonias americanas habían sido descubiertas, conquistadas y colonizadas
dentro del proceso de la expansión del capital comercial. Europa tendía
sus brazos para alcanzar al mundo entero. Ni España ni Portugal recibieron
los beneficios del arrollador avance del mercantilismo capitalista,
aunque fueron sus colonias las que, en medida sustancial, proporcionaron
el oro y la plata que nutrieron esa expansión. Como hemos visto, si
bien los metales preciosos de América alumbraron la engañosa fortuna
de una nobleza española que vivía su Edad media tardíamente y a contramano
de la historia, simultáneamente sellaron la ruina de España en los siglos
por venir. Fueron otras las comarcas de Europa que pudieron incubar
el capitalismo moderno valiéndose, en gran parte, de la expropiación
de los pueblos primitivos de América.
A la rapiña de los tesoros acumulados sucedió la explotación sistemática,
en los socavones y en los yacimientos, del trabajo forzado de los indígenas
y de los negros esclavos arrancados del África por los traficantes.
Europa necesitaba oro y plata. Los medios de pago de circulación se
multiplicaban sin cesar y era preciso alimentar los movimientos del
capitalismo a la hora del parto: los burgueses se apoderaban de las
ciudades y fundaban bancos, producían e intercambiaban mercancías, conquistaban
mercados nuevos. Oro, plata, azúcar: la economía colonial, más abastecedora
que consumidora, se estructuró en la función de las necesidades del
mercado europeo, y a su servicio. El valor de las exportaciones latinoamericanas
de metales preciosos fue, durante prolongados períodos del siglo XVI,
cuatro veces mayor que el valor de las importaciones, compuesta sobre
todo por esclavos, sal, vino, aceite, armas, paños y artículos de lujos.
Los recursos fluían para que los acumularan las naciones europeas emergentes.
Esta era la misión fundamental que habían traído los pioneros, aunque
además aplicaban el Evangelio, casi tan frecuentemente como el látigo,
a los indios agonizantes. La estructura económica de las colonias ibéricas
nació subordinada al mercado externo y, en consecuencia, centralizada
en torno del sector exportador, que concentraba la renta y el poder.
A lo largo del proceso, desde la etapa de los metales al posterior suministro
de alimentos, cada región se identificó con lo que produjo, y produjo
lo que de ella se esperaba en Europa: cada producto, cargado en las
bodegas de los galeones que surcaban el océano, se convirtió en una
vocación y un destino. La división internacional del trabajo, tal como
fue surgiendo junto con el capitalismo, se parecía más bien a la distribución
de funciones entre un jinete y un caballo, como dice Paul Baran. Los
mercados del mundo colonial crecieron como meros apéndices del mercado
interno del capitalismo que irrumpía.
Celso Furtado advierte que los señores feudales europeos obtenían un
excedente económico de la población por ellos dominada, y lo utilizaban,
de una u otra forma, en sus mismas regiones, en tanto que el objetivo
principal de los españoles que recibieron del rey minas, tierras e indígenas
en América, consistía en extraer un excedente para transferirlo a Europa.
Esta observación contribuye a aclarar el fin último que tuvo, desde
su implantación, la economía colonial americana; aunque finalmente mostrara
algunos rasgos feudales, actuaba al servicio del capitalismo naciente
en otras comarcas. Al fin y al cabo, tampoco en nuestros tiempos la
existencia de los centros ricos del capitalismo puede explicarse sin
la existencia de la periferia pobres sometidas: unos y otros integran
el mismo sistema. Pero no todo el excedente se evadía hacia Europa.
La economía colonial estaba regida por los mercaderes, los dueños de
las minas y los grandes propietarios de tierras, quienes se repartían
el usufructo de la mano de obra indígena y negra bajo la mirada celosa
y omnipotente de la Corona y su principal asociada la Iglesia. El poder
estaba concentrado en pocas manos, que enviaban a Europa metales y alimentos,
y de Europa recibían los artículos suntuarios a cuyo disfrute consagraban
sus fortunas crecientes. No tenían, las clases dominantes, el menor
interés en diversificar las economías internas ni elevar los niveles
técnicos y culturales de la población: era otra su función dentro del
engranaje internacional para el que actuaban, y la inmensa miseria popular,
tan lucrativa desde el punto de vista de los intereses reinantes impedía
el desarrollo de un mercado interno de consumo.
Una economía francesa sostiene que la peor herencia colonial de América
Latina, que explica su considerable atraso actual, es la falta de capitales.
Sin embargo, toda la información histórica muestra que la economía colonial
produjo, en el pasado, una enorme riqueza a las clases asociadas, dentro
de la región, al sistema colonialista de dominio. La cuantiosa mano
de obra disponible, que era gratuita o prácticamente gratuita, y la
gran demanda europea por los productos americanos, hicieron posible,
dice Sergio Bagú, « una precoz y cuantiosa acumulación de capitales
en las colonias ibéricas. El núcleo de beneficiarios, lejos de irse
ampliando, fue reduciéndose en proporción a la masa de población, como
se desprende del hecho cierto de que el número de europeos y criollos
desocupados aumentara sin cesar ». El capital que restaba en América,
una vez deducida la parte del león que se volcaba al proceso de acumulación
primitiva del capitalismo europeo, no generaba, en estas tierras, un
proceso análogo al de Europa, para echar las bases del desarrollo industrial,
sino que se desviaba a la construcción de grandes palacios y templos
ostentoso, a la compra de joyas y ropas y muebles de lujo, al mantenimiento
de servidumbres numerosas y al despilfarro de las fiestas.
En buena medida, también ese excedente quedaba inmovilizado en la compra
de nuevas tierras o continuaba girando en las actividades especulativas
y comerciales.
En el ocaso de la era colonial, encontrará Humboldt en México « una
enorme masa de capitales amontonados en manos de los propietarios de
minas, o en las de negociantes que se han retirado del comercio ». no
menos de la mitad de la propiedad raíz y del capital total de México
pertenecía, según testimonio, a la Iglesia, que además controlaba buena
parte de las tierras restantes mediante hipotecas. Los mineros mexicanos
invertían sus excedentes en la compra de latifundios, y en los empréstitos
en hipoteca, al igual que los grandes exportadores de Veracruz y Acapulco;
la jerarquía clerical extendía sus bienes en la misma dirección. Las
residencias capaces de convertir al plebeyo en príncipe y los templos
despampanantes nacían como los hongos después de la lluvia.
En el Perú, a mediados del siglo XVII, grandes capitales precedentes
de los encomenderos, mineros, inquisidores y funcionarios de la administración
imparcial se volcaban al comercio. Las fortunas nacidas en Venezuela
del cultivo del cacao, iniciado a fines del siglo XVI, látigo en mano,
a costa de legiones de esclavos negros, se invertían «en nuevas plantaciones
y otros cultivos comerciales, así como en minas, bienes raíces urbanos,
esclavos y hatos de ganados».
Ruinas de Postosí: EL CICLO DE LA PLATA
Analizando la naturaleza de las relaciones « metrópoli-satélite» a lo
largo de la historia de América Latina como una cadena de subordinaciones
sucesivas, André Gunder Frank ha destacado en una de sus obras, que
las regiones hoy día más signadas por el subdesarrollo y la pobreza
son aquellas que en el pasado han tenido lazos más estrechos con la
metrópoli y han disfrutado de períodos de auge. Son las regiones que
fueron las mayores productoras de bienes exportados hacia Europa o,
posteriormente, hacia Estados Unidos, y las fuentes más caudalosas de
capital: regiones abandonadas por la metrópoli cuando por una u otra
razón los negocios decayeron. Potosí brinda el ejemplo más claro de
esta caída hacia el vacío.
Las minas de plata de Guanajuato y Zacatecas, en México, vivieron su
auge posteriormente. En los siglos XVI y XVII, el cerro rico de Potosí
fue el centro de la vida colonial americana: a su alrededor giraban,
de un modo u otro, la economía chilena, que le proporcionaba trigo,
carne seca, pieles y vinos; la ganadería y las artesanías de Córdoba
y Tucumán, que la abastecían de animales a tracción y de tejidos; las
minas de mercurio de Huancavelica y la región de Arica por donde se
embarcaba la plata para Lima, principal centro administrativo de la
época. El siglo XVIII señala el principio del fin de la economía de
mala plata que tuvo su centro en Potosí; sin embargo, en la época de
la independencia, todavía la población del territorio que hoy comprende
Bolivia era superior a la que habitaba lo que hoy es la Argentina. Siglo
y medio después, la población boliviana es casi seis veces menor que
la población Argentina.
Aquella sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, solo
dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus
iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios. Cualquiera
de los diamantes incrustados en el en escudo de un caballero rico valía
más, al fin y al cabo que lo que un indio podía ganar en toda su vida
de mitayo, pero el caballero se fugó con los diamantes, Bolivia, hoy
uno de los países más pobres del mundo, podría jactarse –si ello no
le resultara patéticamente inútil- de haber nutrido la riqueza de los
países más ricos. En nuestros días, Potosí es una pobre ciudad de la
pobre Bolivia: « la ciudad que más ha dado al mundo y la que menos tiene»,
como me dijo una vieja señora potosina, envuelta en un kilométrico chal
de lana de alpaca, cuando conversamos ante el patio andaluz de su casa
de dos siglos. Esta ciudad condenada a la nostalgia, atormentada por
la miseria y el frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial
en América: una acusación. El mundo tendría que empezar por pedirle
disculpas.
Se vive de los escombros. En 1640, el padre Álvaro Alonso Barba publicó
en Madrid, en la imprenta del reino, su excelente tratado sobre el arte
de los metales. El estaño, escribió, Barba, «es veneno”. Mencionó cerros
donde « hay mucho estaño, aunque lo conocen pocos, y por no hallarle
la plata que todos buscan, le echan por ahí». En Potosí se explota ahora
el estaño que los españoles arrojan a un lado como basura.
Se venden las paredes de las casas viejas como estaño de buena ley.
Desde las bocas delos cinco socavones que los españoles abrieron en
el cerro rico se ha chorreado la riqueza a lo largo de los siglos. El
cerro ha ido cambiando de color a medida que los tiros de dinamita lo
han ido vaciando y le han bajado el nivel de la cumbre. Los montones
de roca, acumulaba en torno de los infinitos agujeros, tiene todos los
colores: son rozados, lilas, púrpuras ocres, grises, dorados, pardos.
Una colcha de retazos. Los llamperos rompen las la roca y las palliris
indígenas, de mano sabia para pesar y separar, picotean, como pajaritos,
los restos de minerales en busca de estaño. En los viejos socavones
que no están inundados los mineros entran todavía, la lámpara de carburo
en una mano, encogidos los cuerpos, para arrancar lo que se pueda. Plata
no hay. Ni un relumbrón; los españoles barrían las vetas hasta con escobillas.
Los pallacos cavan a pico y a pala pequeños túneles para extraer venenos
de los despojos. El cerro es rico todavía – me decía sin asombro un
desocupado que arañaba la tierra con las manos-. Dios ha de ser, figúrese:
el mineral crece como su fuera planta, igual ». Frente al cerro rico
de Potosí, se alza el testigo de la devastación. Es un monte llamado
Huakajchi, que en quechua significa: « Cerro que ha llorado ». de sus
laderas brotan muchos manantiales de agua pura, los « ojos de agua »
que dan de beber a los mineros.
En sus épocas de auge al promediar el siglo XVII, la cuidad había congregado
a muchos pintores y artesanos españoles o criollos o imagineros indígenas
que imprimieran su sello al arte colonial americano. Melchor Pérez de
Holguín, el Greco de América, dejó una vasta obra religiosa que a la
vez delata el talento de su creador y el aliento pagano de estas tierras:
se hace difícil olvidar, por ejemplo a la espléndida Virgen María que,
con los brazos abiertos, da de mamar con un pecho al niño Jesús y con
el otro a San José. Los orfebres, los cinceladores de platería, los
maestros de repujado y los ebanistas, artífices del metal, la madera
fina, el yeso y los marfiles nobles, nutrieron las numerosas iglesias
y monasterios de Potosí con tallas y altares de infinitas filigranas,
relumbrantes de plata, y púlpitos y retablos valiosísimos. Los frentes
barrocos de los templos, trabajados en piedra, han resistido el embate
de los siglos, pero no ha ocurrido lo mismo con los cuadros, en muchos
casos mortalmente mordidos por la humedad, no con las figuras u objetos
de poco peso. Los turistas y los párrocos han vaciado las iglesias de
cuanta cosa han podido llevarse: desde los cálices y las campanas hasta
las tallas de San Francisco y Cristo en haya o fresno. Estas iglesias
desvalijadas, cerradas ya en su mayoría, se están viniendo abajo, aplastadas
por los años. Es una lástima, porque constituyen todavía, aunque hayan
sido saqueadas, formidables tesoros en pie de un arte colonial que funde
y enciende todos los estilos, valioso en el genio y en la herejía: el
« signo escalonado » de Tiahuanacu en lugar de la cruz y la cruz junto
al sagrado sol y la sagrada luna, las vírgenes y los santos con pelo
natural, las uvas y las espigas enroscadas en las columnas, hasta los
capiteles junto con la kantuta, la flor imperial de los incas; las sirenas,
Baco y la fiesta de la vida alternando con el ascetismo romántico, rostros
morenos de algunas divinidades y las cariátides de rasgos indígenas.
Hay iglesias que han sido reacondicionadas para prestar, ya vacías de
fieles, otros servicios. La iglesia de san Ambrosio se ha convertido
en el cine Omiste, en febrero de 1970, sobre los bajorrelieves barrocos
del frente se anunciaba el próximo estreno: « El munos está loco, loco,
loco». El templo de la Compañía de Jesús se convirtió también en cine,
después en depósito de mercaderías de la empresa Grace y por último
en almacén de víveres para la caridad pública. Pero otras pocas iglesias
están aún, mal que bien, en actividad: hace por lo menos siglo y medio
que los vecinos de Postosí queman cirios a falta de dinero. La de San
Francisco, por ejemplo. Dicen que la cruz de esta iglesia crece algunos
centímetros por año, y que también crece la barba del Señor de la Vera
Cruz, un imponente Cristo de plata y seda que apareció en Potosí, traído
por nadie, hace cuatro siglos. Los curas no niegan que cada determinado
tiempo lo afeitan, y le atribuyen, hasta por escrito, todos los milagros:
conjuraciones sucesivas de sequías y pestes, guerras en defensa de la
ciudad acosada.
Sin embargo, nada pudo el Señor de la Vera Cruz contra la decadencia
de Potosí. La extenuación de la plata había sido interpretado como un
castigo divino por las atrocidades y los pecados de los mineros. Atrás
quedaron las misas espectaculares; como los banquetes y las corridas
de toros, los bailes y los fuegos de artificio, el culto religioso a
todo lujo había sido también, al fin y al cabo, un subproducto del trabajo
esclavo de los indios. Los mineros hacían, en la época del esplendor,
fabulosas donaciones para las iglesias y los monasterios, y celebraban
suntuosos oficios fúnebres.
Llaves de plata pura para las puertas del cielo: el mercader Álvaro
Bajarano había ordenado, en su testamento de 1559, que acompañaran su
cadáver « todos los curas y sacerdotes de Potosí». El curanderismo y
la brujería se mezclaban con la religión autorizada, en el delirio de
los fervores y los pánicos de la sociedad colonial. La extremaunción
con campanillas y palio, podía, como la comunión, curar a la agonizante,
aunque resultaba mucho más eficaz un jugoso testamento para la construcción
de un templo o de un altar de plata. Se combatía la fiebre con los evangelios:
las oraciones en algunos conventos refrescaban el cuerpo; en otros,
daban calor.
« El Credo era fresco como el tamarindo o el nitro dulce y la Salve
era cálida como el azahar o el cabello de choclo...».
En la calle Chuquisaca puede uno admirar el frontis, roído por los siglos,
de los condes de Carma y Catyara, pero el palacio es ahora el consultorio
de un cirujano-dentista; la heráldica del maestre de campo don Antonio
López de Quiroga, en la calle Lanza, adorna ahora una escuelita; el
escudo del marqués de Otavi, con sus leones rampantes, luce en el pórtico
del Banco Nacional. «En qué lugares vivirán ahora. Lejos se ha debido
ir...» la anciana potosina, atada a su ciudad, me cuenta que primero
se fueron los ricos, y después también se fueron los pobres: Potosí
tiene ahora tres veces menos habitantes que hace cuatro siglos.
Contemplo el cerro desde una azotea de la calle Uyuni, una muy angosta
y viboreante callejuela colonial, donde las casas tienen grandes balcones
de madera tan pegados de vereda a vereda que pueden los vecinos besarse
o golpearse sin necesidad de bajar a la calle. Sobreviven aquí, como
en toda la ciudad, los viejos candiles de luz mortecina bajo los cuales,
al decir de Jaime Molins, « se solventaron querellas de amor y se escurrieron,
como duendes, embozados caballeros, damas elegantes y tahúres». La ciudad
tiene ahora luz eléctrica, pero no se nota mucho. En las plazas oscuras,
a la luz de los viejos faroles, funcionan las tómbolas por las noches:
vi rifar un pedazo de torta en medio de un gentío.
Junto a Potosí, cayó Sucre. Esta ciudad del valle, de clima agradable,
que antes se había llamado Charcas. La Plata y Chuquisaca sucesivamente,
disfrutó buena parte de la riqueza que manaba de las venas del cerro
rico de Potosí. Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco, había instalado
allí su corte, fastuosa como la del rey que quiso ser y no pudo; iglesias
y caserones, parques y quintas de recreos brotaban continuamente junto
a los juristas, los místicos y los retóricos poetas que fueron dando
a la ciudad, de siglo en siglo, su sello. « Silencio, es Sucre. Silencio
no más, pues. Pero antes... ». Antes, esta fue la capital cultural de
los virreinatos, la sede principal arzobispado de América y del más
poderoso tribunal de justicia de la colonia, la ciudad más ostentosa
y culta de América del Sur. Doña Cecilia Contreras de Torres y doña
María de las Mercedes Torralba de Gramajo, señoras de Ubina y Coquechaca,
daban banquetes de Camacho: competían en el derroche de las fabulosas
rentas que producían sus minas de Potosí, y cuando las opíparas fiestas
concluían arrojaban por los balcones la vajilla de plata y hasta los
enseres de oro, para que los recogieran los transeúntes afortunados.
Sucre cuenta todavía con una Torre Eiffel y con sus propios Arcos del
Triunfo, y dicen que con todas las joyas de su virgen se podría pagar
toda la gigantesca deuda externa de Bolivia. Pero las famosas campanas
de las iglesias que en 1809 cantaron con júbilo a la emancipación de
América, hoy ofrecen un tañido fúnebre. La ronca campana de San Francisco,
que tantas veces anunciara sublevaciones y motines, hoy dobla por la
mortal inmovilidad de Sucre. Poco importa que siga siendo la capital
legal de Bolivia, y que en Sucre resida todavía la Suprema Corte de
Justicia. Por las calles pasean innumerables leguleyos, enclenques y
de piel amarilla, sobrevivientes testimonios de la decadencia: doctores
e aquellos que usaban quevedos, con cinta negra y todo. Desde los grandes
palacios vacíos, los ilustres patriarcas de Sucre envían a sus sirvientes
a vender empanadas a las ventanillas del ferrocarril. Hubo quien supo
comprar, en otras horas afortunadas, hasta su título de príncipe.
En Potosí y en Sucre solo quedaron vivos los fantasmas de la riqueza
muerta. En Huanchaca, otra tragedia boliviana, los capitales anglochilenos
agitaron, durante el siglo pasado, vetas de plata de más de dos metros
de ancho, con una altísima ley, ahora solo restan las ruinas humeantes
de polvo. Huanchaca continúa en los mapas, como su todavía existiera,
identificada como un centro minero vivo, con su pico y su pala cruzados.
¿Tuvieron mejor suerte las minas mexicanas de Guanajuato y Zacatecas?
Con base en los datos que proporciona Alexander von Humboldt, se ha
estimado en unos cinco mil millones de dólares actuales la magnitud
del excedente económico evadido de México entre 1760 y 1809, apenas
medio siglo, a través de las exportaciones de plata y oro. Por entonces
no había minas más importantes en América. El gran sabio alemán comparó
la mina de Valenciana, con la de Guanajuato, con la Himmels Furst de
Sajonia, que era la más rica de Europa: la valenciana producía 36 veces
más plata, al filo del siglo, ya dejaba a sus accionistas ganancias
33 veces más altas. El conde Santiago de Laguna vibraba de emoción al
describir, en 1732, el distrito minero de Zacatecas y « los preciosos
tesoros que ocultan sus preciosos senos », en los cerros « todos honrados
con más de cuatro mil bocas, para mejor servir con el fruto de sus entrañas
a ambas Majestades », Dios y el Rey, y « para que todos acudan a beber
y participar de los grande, de lo rico, de los doctos, de lo urbano
y de lo noble » porque era « fuente de sabiduría, policía, armas, nobleza...».
El cura Marmolejo escribía más tarde a la ciudad de Guanajuato, atravesada
por los puentes, con jardines que tanto se aparecían a los de Semíramis
de Babilonia y los templos deslumbrantes, el teatro, la plaza de toros,
los palenque de gallo y las torres y las cúpulas alzadas contra las
verdes laderas de las montañas. Pero este era « el país de la desigualdad
» y Humboldt pudo escribir sobre México: « Acaso en ninguna parte la
desigualdad es más espantosa... la arquitectura de los edificios públicos
y privados, la finura del ajuar de las mujeres, el aire de la sociedad;
todo anuncia un extremo de esmero que se contrapone extraordinariamente
a la desnudez, ignorancia y rusticidad del populacho ». los socavones
engullían hombres y mulas en las lomas de las cordilleras; los indios,
« que vivían solo para salir del día », padecían hambre endémica y las
pestes los mataban como moscas. En un solo año, 1784, una oleada de
enfermedades provocadas por la falta de alimentos que resultó de una
helada arrasadora, había segado más de ocho mil vidas en Guanajuato.
Los capitales no se acumulaban, sino que se derrochaban. Se practicaba
el viejo dicho: « Padre mercader, hijo caballero, nieto pordiosero ».
en una representación dirigida al gobierno, en 1843, Lucas Alamán formuló
una sombría advertencia, mientras insistía en la necesidad de defender
la industria nacional mediante un sistema de prohibiciones y fuertes
gravámenes contra la competencia extranjera: « Preciso es recurrir al
fenómeno de la industria, como única fuente de prosperidad universal
–decía- . de nada serviría a Puebla la riqueza de Zacatecas, si no fuese
por el consumo que proporciona a sus manufacturas, y si estas decayesen
otra vez como antes ha sucedido, se arruinaría ese departamento ahora
floreciente, sin que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de aquellas
minas ». la profecía resultó certera. En nuestros días, Zacatecas y
Guanajuato ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias
comarcas. Ambas languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos
de la prosperidad minera. Zacatecas, lata y árida, vive de la agricultura
y exporta mano de obra hacia otros estados; son bajísimas las leyes
actuales de sus minerales de oro y plata, en relación con los buenos
tiempos pasados. De las cincuenta minas que el distrito de Guanajuato
tenía en la explotación, apenas quedan ahora, dos. No crece la población
de la hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a contemplar el esplendor
exuberante de los viejos tiempos, a pasear por las callejuelas de nombres
románticos, ricas de leyendas, y a horrorizarse con las cien momias
que las sales de la tierra han conservado intactas. La mitad de las
familias del estado de Guanajuato, con un promedio de más de cinco miembros,
viven actualmente en chozas de una sola habitación.
El derramamiento de la sangre y de las lágrimas; y sin embargo el Papa
había resuelto que los indios tenían alma
En 1581, Felipe II había afirmado, ante la audiencia de Guadalajara,
que ya un tercio de los indígenas de América había sido aniquilado,
y que los que aún vivían se veían obligados a pagar tributos por los
muertos. El monarca dijo, además, que los indios eran comprados y vendidos.
Que dormían a la intemperie. Que las madres mataban a sus hijos para
salvarlos del tormento en las minas. Pero la hipocresía de la Corona
tenía menos límites que el Imperio: la Corona recibía una quinta parte
del valor de los metales que arrancaban sus súbditos en toda la extensión
del Nuevo Mundo hispánico, además de otros impuestos, y otro tanto ocurría,
en el siglo XVIII, con la Corona portuguesa en tierras de Brasil. La
plata y el oro de América penetraron como un ácido corrosivo, al decir
de Engels, por todos los poros de la sociedad feudal moribunda en Europa,
y al servicio del naciente mercantilismo capitalista los empresarios
mineros convirtieron a los indígenas y a los esclavos negros en un numerosísimo
« proletariado externo » de la economía europea. La esclavitud grecorromana
resucitaba en los hechos, en un mundo distinto; al infortunio de los
indígenas de los imperios aniquilados en la América Hispánica hay que
sumar el terrible destino de los negros arrebatados a las aldeas africanas
para trabajar en Brasil y en la Antillas.
La economía colonial latinoamericana dispuso de la mayor concentración
de fuerza de trabajo hasta entonces conocida, para hacer posible la
mayor concentración de riqueza de que jamás haya dispuesto civilización
alguna en la historia mundial.
Aquella violenta marca de codicia, horror y bravura no se abatió sobre
estas comarcas sino al precio del genocidio nativo: las investigaciones
recientes mejor fundadas atribuyen al México precolombino una población
que oscila entre los veinticinco y treinta millones, y se estima que
había una cantidad semejante de indios en la región andina; América
Central y las Antillas contaban entre diez y trece millones de habitantes.
Los indios de la América sumaban no menos de setenta millones, y quizás
más, cuando los conquistadores extranjeros aparecieron en el horizonte;
un siglo y medio después se habían reducido, en total, a solo tres millones
y medio. Según el marqués de Barinas, entre Lima y Paita, donde habían
vivido más de dos millones de indios, no quedaban más que cuatro mil
familias indígenas en 1685. El arzobispo Liñana y Cisneros negaba el
aniquilamiento de los indios: «Es que se ocultan –decía- para no pagar
tributos, abusando de la libertad de que gozan y que no tenían en la
época de los incas». Manaba sin cesar el metal de las vetas americanas,
y de la corte española llegaban, también sin cesar, ordenanzas que otorgaban
una protección de papel y una dignidad de tinta a los indígenas, cuyo
trabajo extenuante sustentaba al reino. La ficción de la legalidad amparaba
al indio; la explotación de la realidad amparaba al indio; la explotación
de la realidad lo desangraba. De la esclavitud a la encomienda de servicios,
y de esta a la encomienda de tributos y al régimen de salarios, las
variantes en la condición jurídica de la mano de obra indígena no alteraron
más que superficialmente su situación real, la Corona consideraba tan
necesaria la explotación humana de la fuerza de trabajo aborigen, que
en 1601 Felipe III dictó reglas prohibiendo el trabajo forzoso en las
minas, y simultáneamente, envió otras instrucciones secretas ordenando
continuarlo « en caso de que aquella medida hiciese flaquear la producción
». Del mismo modo, entre 1616 y 1619 el visitador y gobernador Juan
de Solórzano hizo una investigación sobre las condiciones de trabajo
en las minas de mercurio de Huancavelica: « ...el veneno penetraba en
la pura médula, debilitando los miembros todos y provocando un temblor
constante, muriendo los obreros, por lo general, en el espacio de cuatro
años », informó al Consejo de Indias y al monarca. Pero en 1631 Felipe
IV ordenó que se continuara allí con el mismo sistema, y su sucesor,
Carlos II, renovó tiempo después el decreto. Estas minas de mercurio
eran directamente explotadas por la Corona, a diferencia de las minas
de plata, que estaban en manos de empresarios privados.
En tres centurias, el cerro rico de Potosí quemó, según Josiah Conder,
ocho millones de vidas. Los indios eran arrancados de las comunidades
agrícolas y arriados, junto con sus mujeres y sus hijos, rumbo al cerro.
De cada diez que marchaban hacia los altos páramos helados, siete no
regresaban jamás. Luis Capoche, que era dueño de minas y de ingenios,
escribió que « estaban los caminos cubiertos que parecía que se mudaba
el reino ». En las comunidades, los indígenas habían visto « volver
muchas mujeres afligidas sin sus maridos y muchos hijos huérfanos sin
sus padres » y sabían que en la mina esperaban « mil muertes y desastres
». Los españoles batían cientos de millas a la redonda en busca de mano
de obra. Muchos de los indios morían por el camino, antes de llegar
a Potosí. Pero eran las terribles condiciones de trabajo en la mina
las que más gente mataban. El dominico fray Domingo de Santo Tomás denunciaba
al Consejo de Indias, en 1550, a poco de nacida la mina, que Potosí
era una « boca de infierno » que anualmente tragaba indios por millares
y que los rapaces mineros trataban a los naturales « como animales sin
dueños ». Y fray Rodrigo de Loaysa diría después: « Estos pobres indios
son como las sardinas en el mar. Así como, los otros peces persiguen
a los miserables indios... ». Los caciques de las comunidades tenían
la obligación de reemplazar a los mitayos que iban muriendo, con nuevos
hombres de dieciocho a cincuenta años de edad. El corral de repartimiento,
donde se adjudicaban los indios a los dueños de las minas y los ingenios,
una gigantesca cancha de paredes de piedra, sirve ahora para que los
obreros jueguen al fútbol; la cárcel de los mitayos, un informe montón
de ruinas, puede ser todavía contemplada a la entrada de Potosí.
En la Recopilación de Leyes de Indias no faltan decretos de aquella
época estableciendo la igualdad de derechos de los indios y los españoles
para explotar las minas y prohibiendo expresamente que se lesionaran
los derechos de los nativos. La historia formal –letra muerta que en
nuestros tiempos recoge la letra muerta de los tiempos pasados- no tendría
de qué quejarse, pero mientras se debatía en legajos infinitos la legislación
del trabajo indígena y estallaba en tinta el talento de los juristas
españoles, en América la ley «se acataba pero no se cumplía». En los
hechos, « el pobre del indio es una moneda –al decir de Luis Capoche-
con lo cual se halla todo lo que es menester, como en oro y plata, y
muy mejor ». Numerosos individuos reivindicaban ante los tribunales
su condición de mestizos para que no los mandaran a los socavones, ni
los vendieran y revendieran en el mercado.
A fines del siglo XVII, Concolorcorvo, por cuyas venas corría sangre
indígena, renegaba así de los suyos: « No negamos que las minas consumen
número considerable de indios, pero esto no procede del trabajo que
tienen en las minas de plata y azogue, sino del libertinaje en que viven
». El testimonio de Capoche, que tenía muchos indios a su servicio,
resulta ilustrativo en este sentido. Las glaciales temperaturas de la
intemperie alternaban con los calores infernales en lo hondo del cerro.
Los indios entraban en las profundidades, « y ordinariamente los sacan
muertos y otros quebradas las cabezas y las piernas, y en los ingenios
cada día se hieren ». Los mitayos hacían saltar en mineral a punta de
barreta y luego lo subían cargándolo a la espalda, por escalas, a la
luz de una vela. Fuera del socavón, movían los largos.
La « mita » era una máquina de tritura indios. El empleo del mercurio
para la extracción de la plata por amalgama envenenaba tanto o más que
los gases tóxicos en el vientre de la tierra. Hacía caer el cabello
y los dientes y provocaba temblores indominables. Los « azogados » se
arrastraban pidiendo limosna por las calles. Seis mil quinientas fogatas
ardían en la noche sobre las ladras del cerro rico, y en ellas se trabajaba
la plata valiéndose del viento que enviaba el « glorioso San Agustino
» desde el cielo. A causa del humo de los hornos no había pastos ni
sembradíos en un radio de seis leguas alrededor de Potosí, y las emanaciones
no eran menos implacables con los cuerpos de los hombres.
No faltaban las justificaciones ideológicas. La sangría del Nuevo Mundo
se convertía en un acto de caridad o una razón de fe. Junto con la culpa
nació todo un sistema de coartadas para las conciencias culpables. Se
transformaba a los indios en bestias de carga, porque resistían un peso
mayor al que soportaba el débil lomo de la llama, y de paso se comprobaba
que, en efecto, los indios eran bestias de carga. Un virrey de México
consideraba que no había mejor remedio que el trabajo en las minas para
curar la « maldad natural » de los indígenas. Juan Ginés de Sepúlveda,
el humanista, sostenía que los indios merecían el trato que recibían
porque sus pecados e idolatrías constituían una ofensa contra Dios.
El conde de Bufón afirmaba que no se registraba en los indios, animales
frígidos y débiles, «ninguna actividad del alma». El abate De Paw inventaba
una América donde los indios degenerados alternaban con perros que no
sabían ladrar, vacas incomestibles y camellos impotentes.
La América de Voltaire, habitada por indios perezosos y estúpidos, tenía
cerdos con el ombligo a la espalda y leones calvos y cobardes. Bacon,
De Maistre, Montesquieu, Hume y Bodin se negaron a reconocer como semejantes
a los «hombres degradados» del Nuevo Mundo. Hegel habló de la impotencia
física y espiritual de América y dijo que los indígenas habían perecido
al soplo de Europa.
En el siglo XVII, el padre Gregorio García sostenía que los indios eran
de ascendencia judía, porque al igual que los judíos «son perezosos,
no creen en los milagros de Jesucristo y no están agradecidos a los
españoles por todo el bien que les han hecho». Al menos, no negaba este
sacerdote que los indios descendieran de Adán y Eva: eran numerosos
los teólogos y pensadores que no habían quedado convencidos por la Bula
del Papa Paulo III, emitida en 1537, que había declarado a los indios
«verdaderos hombres».
El padre Bartolomé de las Casas agitaba la corte española con sus denuncias
contra la crueldad de los conquistadores de América: en 1557, un miembro
del real consejo le respondió que los indios estaban demasiado bajos
en la escala de la humanidad para ser capaces de recibir la fe.
Las Casas dedicó su fervorosa vida a la defensa de los indios frente
a los desmanes de los mineros y los encomenderos. Decía que los indios
preferían ir al infierno para no encontrarse con cristianos.
A los conquistadores y colonizadores se les «encomendaban» indígenas
para que los catequizaran. Pero como los indios debían al « encomendero
» servicios personales y tributos económicos, no era mucho el tiempo
que quedaba para introducirlos en el cristiano sendero de la salvación.
En recompensa a sus servicios, Hernán Cortés había recibido veintitrés
mil vasallos; se repartían los indios al mismo tiempo que se otorgaban
las tierras mediante mercedes reales o se las obtenía por el despojo
directo. Desde 1536 los indios eran otorgados en encomienda, junto con
su descendencia, por el término de dos vidas: la del encomendero y su
heredero inmediato; desde 1629 el régimen se fue extendiendo, en la
práctica. Se vendían las tierras con los indios adentro. En el siglo
XVIII, los indios, los sobrevivientes, aseguraban la vida cómoda de
muchas generaciones por venir. Como los dioses vencidos persistían en
sus memorias, no faltaban coartadas santas para el usufructo de su mano
de obra por parte de los vencedores: los indios eran paganos, no merecían
otra vida. ¿Tiempos pasados? Cuatrocientos veinte años después de la
Bula del Papa Paulo III, en septiembre de 1957, la Corte Suprema de
Justicia del Paraguay emitió una circular comunicando a todos los jueces
del país que « los indios son tan seres humanos como los otros habitantes
de la república » Y el Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad
Católica de Asunción realizó posteriormente una encuesta reveladora
en la capital y en el interior: de cada diez paraguayos, ocho creen
que « los indios son como animales ». En Caaguazú, en el Alto Paraná
y en el Chaco, los indios son cazados como fieras, vendidos a precios
baratos y explotados en régimen de virtual esclavitud. Sin embargo,
casi todos los paraguayos tienen sangre indígena, y el Paraguay no se
cansa de componer canciones, poemas y discursos en homenaje al « alma
guaraní».
La nostalgia peleadora de Túpac Amaru
Cuando los españoles irrumpieron en América, estaba en su apogeo el
imperio teocrático de los incas, que extendía su poder sobre lo que
hoy llamamos Perú, Bolivia y Ecuador, abarcaba parte de Colombia y de
Chile y llegaba hasta el norte argentino y la selva brasileña; la confederación
de los aztecas había conquistado un alto nivel de eficacia en el valle
de México, y en Yucatán y Centroamérica la civilización espléndida de
los mayas persistía en los pueblos herederos, organizados para el trabajo
y la guerra.
Estas sociedades han dejado numerosos testigos de su grandeza, a pesar
de todo el largo tiempo de la devastación: monumentos religiosos levantados
con mayor sabiduría que las pirámides egipcias, eficaces creaciones
técnicas para la pelea contra la naturaleza, objetos de arte que delatan
un invicto talento. En el museo de Lima pueden verse centenares de cráneos
que fueron objeto de trepanaciones y curaciones con placas de oro y
plata por parte de los cirujanos incas. Los mayas habían sido grandes
astrónomos, habían medido el tiempo y el espacio con precisión asombrosa,
y habían descubierto el valor de la cifra cero antes que ningún otro
pueblo en la historia. Las acequias y las islas artificiales creadas
por los aztecas deslumbraron a Hernán Cortés, aunque no eran de oro.
La conquista rompió las bases de aquellas civilizaciones. Peores consecuencias
que la sangre y el fuego de la guerra tuvo la implantación de una economía
minera. Las minas exigían grandes desplazamientos de población y desarticulaban
las unidades agrícolas comunitarias; no solo extinguían vidas innumerables
a través del trabajo forzado, sino que además, indirectamente, abatían
el sistema colectivo de cultivos. Los indios eran conducidos a los socavones,
sometidos a la servidumbre de los encomenderos y obligados a entregar
por nada las tierras que obligatoriamente dejaban o descuidaban. En
la costa del Pacífico los españoles destruyeron o dejaron extinguir
los enormes cultivos de maíz, yuca, frijoles, pallares, maní, papa dulce;
el desierto devoró rápidamente grandes extensiones de tierra que habían
recibido vida de la red incaica de irrigación. Cuatro siglos y medio
después de la conquista solo quedaban rocas y matorrales en el lugar
de la mayoría de los caminos que unían el imperio. Aunque las gigantescas
obras públicas de los incas fueron, en su mayor parte, brotadas por
el tiempo o por la mano de los usurpadores, restan aún, dibujadas en
la cordillera de los Andes, las interminables terrazas que permitían
y todavía permiten cultivar las laderas de las montañas.
Un técnico norteamericano , estimaba, en 1936, que si en ese año se
hubieran construido, con métodos modernos, esas terrazas, hubieran costado
unos treinta mil dólares por acre. Las terrazas y los acueductos de
irrigación fueron posibles, en aquel imperio que no conocía la rueda,
el caballo ni el hierro, merced a la prodigiosa organización y a la
perfección técnica lograda a través de una sabia división del trabajo,
pero también gracias a la fuerza religiosa que regía la relación del
hombre con la tierra – que era sagrada y estaba, por lo tanto, siempre
viva.
También habían sido asombrosas las respuestas aztecas al desafío de
la naturaleza. En nuestros días, los turistas conocen por «jardines
flotantes» las pocas islas sobrevivientes en el lago desecado donde
ahora se levanta, sobre las ruinas indígenas, la capital de México.
Estas islas habían sido creadas por los aztecas para dar respuesta al
problema de la falta de tierras en el lugar elegido para la creación
de Tenochtitlán. Los indios habían trasladado grandes masas de barro
desde las orillas y habían apresado las nuevas islas de limo entre delgadas
paredes de cañas, hasta que las raíces de los árboles les dieron firmeza.
Por entre los nuevos espacios de tierra se deslizaban los canales de
agua. Sobre estas islas inusitadamente fértiles creció la poderosa capital
de los aztecas, con sus amplias avenida, sus palacios de austera belleza
y sus pirámides escalonadas: brotada mágicamente de la laguna, estaba
condenada a desaparecer ante los embates de la conquista extranjera.
Cuatro siglos demoraría México para alcanzar una población tan numerosa
como la que existía en aquellos tiempos. Los indígenas eran, como dice
Darcy Ribeiro, el combustible del sistema productivo colonial. «Es casi
seguro – escribe Sergio Bagú- que a las minas hispanas fueron arrojados
centenares de indios escultores, arquitectos, ingenieros y astrónomos
confundidos entre la multitud esclava, para realizar un burdo y agotador
trabajo de extracción. Para la economía colonial, la habilidad técnica
de esos individuos no interesaba. Solo contaban ellos como trabajadores
no calificados» o no se perdieron todas las esquirlas de aquellas culturas
rotas. La esperanza del renacimiento de la dignidad perdida alumbraría
numerosas sublevaciones indígenas. En 1781 Túpac Amaru puso sitio al
Cuzco.
Este cacique mestizo, directo descendiente de los emperadores incas,
encabezó el movimiento mesiánico y revolucionario de mayor envergadura.
La gran rebelión estalló en la provincia de Tinta. Montado en su caballo
blanco, Túpac Amaru entró en la plaza de Tungasuca y al son de los tambores
y pututus anunció que había condenado a la horca al corregidor real
Antonio Juan de Arriaga, y dispuso la prohibición de la mita de Potosí.
La provincia de Tinta estaba quedando despoblada a causa del servicio
obligatorio en los socavones de plata de cerro rico.
Pocos días después, Túpac Amaru expidió un nuevo bando por el que decretaba
la libertad de los esclavos. Abolió todos los impuestos y el « repartimiento
» de mano de obra indígena en todas sus formas. Los indígenas se sumaban,
por millares y millares, a las fuerzas del «padre de todos los pobres
y de todos los miserables y desvalidos”.
Al frente de sus guerrilleros, el caudillo se lanzó sobre el Cuzco.
Marchaba predicando arengas: todos los que murieran bajo sus órdenes
en esta guerra resucitarían para disfrutar las felicidades y las riquezas
de las que habían sido despojados por los invasores.
Se sucedieron victorias y derrotas; por fin traicionado y capturado
por uno de sus jefes, Túpac Amaru fue entregado, cargado de cadenas,
a los realistas. En su calabozo entró el visitador Areche para exigirle,
a cambio de promesas, los nombres de los cómplices de la rebelión. Túpac
Amaru le contestó con desprecio «Aquí no hay más cómplice que tú y yo;
tú por opresor, y yo por libertador, merecemos la muerte».
Túpac fue sometido a suplicio, junto con su esposa, sus hijos y sus
principales partidarios, en la plaza del Wacaypata, en el Cuzco. Le
cortaron la lengua. Ataron sus brazos y sus piernas a cuatro caballos
para descuartizarlo, pero el cuerpo no se partió. Lo decapitaron al
pie de la horca. Enviaron la cabeza a Tinta. Uno de sus brazos fue a
Tungasuca y el otro a Carabaya. Mandaron una pierna a santa Rosa y la
otra a Livitaca. Le quemaron el torso y arrojaron las cenizas al río
Watanay. Se recomendó que fuera extinguida toda su descendencia, hasta
el cuarto grado.
En 1802 otro cacique descendiente de los incas, Astorpilco, recibió
la visita de Humboldt. Fue en Cajamarca, en el exacto sitio donde su
antepasado, Atahualpa, había visto por primera vez al conquistador Pizarro.
El hijo del cacique acompañó al sabio alemán a recorrer las ruinas del
pueblo y los escombros del antiguo palacio incaico, y mientras caminaban
le hablaba de los fabulosos tesoros escondidos bajo el polvo y las cenizas.
« ¿No sentís a veces el antojo de cavar en busca de los tesoros para
satisfacer vuestras necesidades?», le preguntó Humboldt. Y el joven
contestó: «Tal antojo no nos viene. Mi padre dice que sería pecaminoso:
si tuviéramos las ramas doradas con todos los frutos de oro, los vecinos
blancos nos odiarían y nos harían daño». El cacique cultivaba un pequeño
campo de trigo. Pero eso no bastaba para ponerse a salvo de la codicia
ajena. Los usurpadores, ávidos de oro y plata y también de brazos esclavos
para trabajar las minas, no demoraron en abalanzarse sobre las tierras
cuando los cultivos ofrecieron ganancias tentadoras. El despojo continuó
todo a lo largo del tiempo, y en 1969, cuando se anunció la reforma
agraria en el Perú, todavía los diarios daban cuenta, frecuentemente,
de que los indios de las comunidades rotas de la sierra invadían de
tanto en tanto, desplegando sus banderas, las tierras que habían sido
robadas a ellos o a sus antepasados, y eran repelidos a balazos por
el ejército. Hubo que esperar casi dos siglos desde Túpac Amaru para
que el general nacionalista Juan Velasco Alvarado recogiera y aplicara
aquella frase del cacique, de resonancias inmortales: « ¡Campesino!
¡El patrón ya no comerá más tu pobreza! ».
Otros héroes que el tiempo se ocupó de rescatar de la derrota fueron
los mexicanos Hidalgo y Morelos. Miguel Hidalgo, que había sido hasta
los cincuenta años un apacible cura rural, un buen día echó a vuelo
las campanas de la iglesia de Dolores llamando a los indios, a luchar
por su liberación:
« ¿Queréis empeñaros en el esfuerzo de recuperar, de los odiados españoles,
las tierras robadas a vuestros antepasados hace trescientos años? ».
Levantó el estandarte de la virgen india de Guadalupe, y antes de seis
semanas ochenta mil hombres lo seguían, armados con machetes, picas
hondas, arcos y flechas. El cura revolucionario puso fin a los tributos
y repartió las tierras de Guadalajara; decretó la libertad de los esclavos;
abalanzó sus fuerzas sobre la ciudad de México. Pero fue finalmente
ejecutado, al cabo de una derrota militar y, según dicen, dejó al morir
un testimonio de apasionado arrepentimiento. La revolución no demoró
en encontrar un nuevo jefe, el sacerdote José María Morelos: « Deben
tenerse como enemigos todos los ricos, nobles y empleados de primer
orden... ». Su movimiento –insurgencia indígena y revolución social-
llegó a dominar una gran extensión del territorio de México hasta que
Morelos fue también derrotado y fusilado. La independencia de México,
seis años después, « resultó ser un negocio perfectamente hispánico,
entre europeos y gentes nacidas en América... una lucha política dentro
de la misma clase reinante ». El encomendado fue convertido en peón
y el encomendero en hacendado.
La Semana Santa de los indios termina sin Resurrección
A principios de nuestro siglo, todavía los dueños de los pongos, indios
dedicados al servicio doméstico, los ofrecían en alquiler a través de
los diarios de La Paz. Hasta la revolución de 1932, que devolvió a los
indios bolivianos el pisoteado derecho a la dignidad, los pongos comían
las sombras de la comida del perro, a cuyo costado dormían, y se hincaban
para dirigir la palabra a cualquier persona de piel blanca.
Los indígenas habían sido bestias de carga para llevar a la espalda
los equipajes de los conquistadores: las cabalgaduras eran escasas.
Pero en nuestros días pueden verse, por todo el altiplano andino, changadores
aimaraes y quechuas cargando fardos hasta con los dientes a cambio de
un pan duro. La neumoconiosis había sido la primera enfermedad profesional
de América; en la actualidad cuando los mineros bolivianos cumplen treinta
y cinco años de edad, ya sus pulmones se niegan a seguir trabajando:
el implacable polvo de sílice impregna la piel del minero, le raja la
cara y las manos, le aniquila los sentidos del olfato y el sabor, y
le conquista los pulmones, los endurece y los mata.
Los turistas adoran fotografiar a los indígenas del altiplano vestidos
con sus ropas típicas. Pero ignoran que la actual vestimenta indígena
fue impuesta por Carlos III a fines del siglo XVIII. Los trajes femeninos
que los españoles obligaron a usar a las indígenas eran calcados de
los vestidos regionales de las labradoras extremeñas, andaluzas y vascas,
y otro tanto ocurre con el peinado de las indias, raya al medio, impuesto
por el virrey Toledo. No sucede lo mismo en cambio con el consumo de
la coca, que no nació con los españoles; ya que existía en tiempos de
los incas.
La coca se distribuía, sin embargo, con mesura; el gobierno incaico
la monopolizaba y solo permitía su uso con fines rituales o para el
duro trabajo en las minas. Los españoles estimularon agudamente el consumo
de coca. Era un espléndido negocio. En el siglo XVI se gastaba tanto,
en Potosí, en ropa europea para los opresores como en coca para los
oprimidos. Cuatrocientos mercaderes españoles vivían, en el Cuzco, del
tráfico de coca, en las minas de plata de Potosí entraban anualmente
cien mil cestos, con un millón de kilos de hojas de coca. La iglesia
extraía impuestos a la droga. En inca Garcilaso de la Vega nos dice,
en sus, «comentarios reales», que la mayor parte de la renta del obispo
y de los canónigos y demás ministros de la iglesia del Cuzco provenía
de los diezmos sobre la coca, y que el transporte y la venta de este
producto enriquecían a muchos españoles. Con las escasas monedas que
obtenían a cambio de su trabajo, los indios compraban hojas de coca
en lugar de comida: masticándola, podían soportar mejor, al precio de
abreviar su propia vida, las mortales tareas impuestas. Además de la
coca, los indígenas consumían aguardiente, y sus propietarios se quejaban
de la propagación de los «vicios maléficos». A esta altura del siglo
veinte, los indígenas de Potosí continúan masticando coca para matar
el hambre y matarse y siguen quemándose las tripas con alcohol puro.
Son las estériles revanchas de los condenados. En las minas bolivianas,
los obreros llaman todavía mita a su salario.
Desterrados en su propia tierra, condenados al éxodo eterno, los indígenas
de América Latina fueron empujados hacia las zonas más pobres, las montañas
áridas o el fondo de los destierros, a medida que se extendía la frontera
de la civilización dominante. Los indios han padecido y padecen –síntesis
del drama de toda América Latina- la maldición de su propia riqueza.
Cuando se descubrieron los placeres de oro del río Bluefields, en Nicaragua,
los indios carcas fueron rápidamente arrojados lejos de sus tierras
en las riberas, y esta es también la historia de los indios de todos
los valles fértiles y los subsuelos ricos del río Bravo al sur. Las
matanzas de los indígenas que comenzaron con Colón nunca cesaron. En
Uruguay y en la Patagonia argentina, los indios fueron exterminados,
el siglo pasado, por tropas que los buscaron y los acorralaron en los
bosques o en el desierto, con el fin de que no estorbaran el avance
organizado de los latifundios ganaderos . Los indios yanquis, del estado
mexicano de Sonora, fueron sumergidos en un baño de sangre para que
sus tierras, ricas en recursos minerales y fértiles para el cultivo,
pudieran ser vendidas sin inconvenientes a diversos capitalistas norteamericanos.
Los sobrevivientes eran deportados rumbo a las plantaciones de Yucatán.
Así, la península de Yucatán se convirtió no solo en el cementerio de
los indígenas mayas que habían sido sus dueños, sino también en la tumba
de los indios yanquis, que llegaban desde lejos: a principios de siglo,
los cincuenta reyes del henequén disponían de más de cien mil esclavos
indígenas en sus plantaciones. Pese a su excepcional fortaleza física,
raza de gigantes hermosos, dos tercios de los yanquis murieron durante
el primer año de trabajo esclavo.. en nuestros días, la fibra de henequén
solo puede competir con sus sustitutos simétricos gracias al nivel de
vida sumamente bajo de los obreros. Las cosas han cambiado, es cierto,
pero no tanto como se cree, al menos para los indígenas de Yucatán.:
«Las condiciones de vida de estos trabajadores se asemeja en mucho al
trabajo esclavo», dice el profesor Arturo Bonilla, el peón indígena
está obligado a entregar jornadas gratuitas de trabajo para que el hacendado
le permita cultivar, en las noches de claro de luna, su propia parcela:
«Los antepasados de este indio cultivaban libremente, sin contraer deudas,
el suelo rico de la llanura, que no pertenecía a nadie. ¡Él trabaja
gratis para asegurarse el derecho de cultivar la pobre montaña!».
No se salvan, en nuestros días, ni siquiera los indígenas que viven
aislados en el fondo de las selvas. A principios de este siglo, sobrevivían
aún doscientas treinta tribus en Brasil; desde entonces han desaparecido
noventa, borradas del planeta por obra y gracia de las armas de fuego
y los microbios. Violencia y enfermedad, avanzadas de la civilización:
el contacto con el hombre blanco continúa siendo, para el indígena,
el contacto con la muerte. Las disposiciones legales que desde 1537
protegen a los indios de Brasil se han vuelto contra ellos. De acuerdo
con el texto de todas las constituciones brasileñas, son, «los primitivos
y naturales señores» de las tierras que ocupan. Ocurre que cuánto más
ricas resultan esas tierras vírgenes más grave se hace la amenaza que
pende cobre sus vidas; la generosidad de la naturaleza los condena al
despojo y al crimen. La cacería de indios se ha desatado, en estos últimos
años, con furiosa crueldad; la selva más grande del mundo, gigantesco
espacio tropical abierto a la leyenda y a la aventura, se ha convertido,
simultáneamente, en el escenario, de un nuevo sueño americano. En tren
de conquista, hombres y empresas de los Estados Unidos se han abalanzado
sobre la Amazonia como si fuera un nuevo Far West. Esta invasión norteamericana
ha encendido como nunca la codicia de los aventureros brasileños. Los
indios mueren sin dejar huellas y las tierras se venden en dólares a
los nuevos interesados. El oro y otros minerales cuantiosos, la madera
y el caucho, riquezas cuyo valor comercial los nativos ignoran, aparecen
vinculadas a los resultados de cada una de las escasas investigaciones
que se han realizado. Se sabe que los indígenas han sido ametrallados
desde helicópteros y avionetas, que se les ha inoculado el virus de
la viruela, que se ha arrojado dinamita sobre sus aldeas y se le ha
obsequiado azúcar mezclada con estricnina y sal con arsénico. El propio
director del Servicio de Protección a los Indios, designado por la dictadura
de Castello Branco para sanear la administración, fue acusado, con pruebas,
de cometer cuarenta y dos tipos diferentes de crímenes contra los indios.
El escándalo estalló en 1968.
La sociedad indígena de nuestros días no existe en el vacío, fuera del
marco general de la economía latinoamericana. Es verdad que hay tribus
brasileñas todavía encerradas en la selva, comunidades del altiplano
aisladas por completo del mundo, reductos de barbarie en la frontera
de Venezuela, pero por lo general los indígenas están incorporados al
sistema de producción y al mercado de consumo, aunque sea en forma indirecta.
Participan, como víctimas, de un orden económico y social donde desempeñan
el duro papel de los más explotados entre los explotados. Compran y
venden buena parte de las escasas cosas que consumen y producen, en
manos de intermediarios poderosos y voraces que cobran mucho y pagan
poco; son jornaleros en las plantaciones, la mano de obra más barata,
y soldados en las montañas; gastan sus días trabajando parta el mercado
mundial o peleando por sus vencedores. En países como Guatemala, por
ejemplo, constituyen el eje de la vida económica nacional: año tras
año, cíclicamente, abandonan sus tierras sagradas, tierras altas, minifundios
del tamaño de un cadáver, para brindar doscientos mil brazos a las cosechas
del café, el algodón y el azúcar en las tierras bajas. Los contratistas
los transportan en camiones, como ganado, y no siempre la necesidad
decide: a veces decide el aguardiente. Los contratistas pagan una orquesta
de marimba y hacen correr el alcohol fuerte: cuando el indio despierta
de la borrachera, ya lo acompañan las deudas. Las pagará trabajando
en tierras cálidas que no conoce, de donde regresará al cabo de algunos
meses, quizás con tuberculosis o paludismo.
El ejército colabora eficazmente en la tarea de convencer a los remisos.
La expropiación de los indígenas –usurpación de sus tierras y de su
fuerza de trabajo- ha resultado y resulta simétrica al desprecio racial,
que a su vez se alimenta de la objetiva degradación de las civilizaciones
rotas por la conquista. Los efectos de la conquista y todo el largo
tiempo de la humillación posterior rompieron en pedazos la identidad
cultural y social que los indígenas habían alcanzado. Sin embargo, esa
identidad triturada es la única que persiste en Guatemala . Persiste
en la tragedia. En semana santa, las procesiones de los herederos de
los mayas dan lugar a terribles exhibiciones de masoquismo colectivo.
Se arrastran las pesadas cruces, se participa de la flagelación de Jesús
paso a paso durante el interminable ascenso al Gólgota; con aullidos
de dolor, se convierte Su muerte y Su entierro en el culto de la propia
muerte y el propio entierro, la aniquilación de la hermosa vida remota.
La semana santa de los indios guatemaltecos termina sin Resurrección.
Villa Rica de Ouro Preto
La fiebre del oro, que continúa imponiendo la muerte o la esclavitud
a los indígenas de la Amazonia, no es nueva en Brasil; tampoco sus estragos.
Durante dos siglos a partir del descubrimiento, el suelo de Brasil había
negado los metales, tenazmente, a sus propietarios portugueses. La explotación
de la madera, el «palo Brasil», cubrió el primer período de colonización
de las costas, y pronto se organizaron grandes plantaciones de azúcar
en el nordeste. Pero, a diferencia de la América española, Brasil parecía
vacío de oro y plata. Los portugueses no habían encontrado allí civilizaciones
indígenas de alto nivel de desarrollo y organización, sino tribus salvajes
y dispersas.
Los aborígenes desconocían los metales; fueron los portugueses quienes
tuvieron que descubrir por su propia cuenta, los sitios en que se habían
depositado los aluviones de oro en el vasto territorio que se iba abriendo,
a través de la derrota y el exterminio de los indígenas, a su página,
a su paso de conquista.
Los bandeirantes de la región de San Pablo habían atravesado la vasta
zona entre la Serra de Mantiqueira y la cabecera del río San Francisco,
y habían advertido que los lechos y los bancos de varios ríos y riachuelos
que por allí corrían contenían trazas de oro aluvial en pequeñas cantidades
visibles.
La acción milenaria de las lluvias había roído los filones de oro aluvial
en pequeñas cantidades visibles. La acción milenaria de las lluvias
había depositado en los ríos, en el fondo de los valles y en las depresiones
de las montañas.
Bajo las capas de arena, tierra o arcilla, el pedregoso subsuelo ofrecía
pepitas de oro que era fácil extraer del cascalbo de cuarzo; los métodos
de extracción se hicieron más complicados a medida que se fueron agotando
los depósitos más superficiales. La región de Minas Gerais entró así,
impetuosamente, en la historia: la mayor cantidad de oro hasta entonces
descubierta en el mundo fue extraída en el menor espacio de tiempo.
«Aquí el oro era bosque», dice, ahora, el mendigo, «y su mirada planea
sobre las torres de las iglesias» «Había oro en las veredas, crecía
como pasto».
Ahora él tiene setenta y cinco años de edad y se considera a sí mismo
una tradición de Mariana (Ribeirao do Carmo), la pequeña ciudad minera
cercana a Ouro Preto, que se conserva, como Ouro Preto, detenida en
el tiempo. «La muerte es cierta, la hora incierta. Cada cual tiene su
tiempo marcado», me dice el mendigo. Escupe sobre la escalinata de piedra
y sacude la cabeza: «Les sobraba el dinero», cuenta, como si los hubiera
visto. «No sabían dónde poner el dinero y por eso hacían una iglesia
al lado de la otra».
En otros tiempos, esta comarca era la más importante del Brasil. Ahora…
«Ahora no», me dice el viejo. «Ahora esto no tiene vida ninguna. Aquí
no hay jóvenes. Los jóvenes se van». Camina descalzo, a mi lado, a pasos
lentos bajo el tibio sol de la tarde: «¿Ve? Ahí, en el frente de la
iglesia, están el sol y la luna. Eso significa que los esclavos trabajan
día y noche. Este templo fue hecho por los negros; aquel por los blancos.
Y aquella es la casa de Monseñor Alipio, que murió a los noventa y nueve
años justos».
A lo largo del siglo XVIII, la producción brasileña del codiciado mineral
superó el volumen total del oro que España había extraído de sus colonias
durante los dos siglos anteriores. Llovían los aventureros y los cazadores
de fortuna. Brasil tenía trescientos mil habitantes en 1700; un siglo
después, al cabo de los años del oro, la población se había multiplicado
once veces. No menos de trescientos mil portugueses emigraron a Brasil
durante el siglo XVIII, «un contingente mayor de población… que el que
España aportó a todas sus colonias de América».
Se estima en unos diez millones el total de negros esclavos introducidos
desde África, a partir de la conquista de Brasil y hasta la abolición
de la esclavitud: si bien no se dispone de cifras exactas para el siglo
XVIII, debe tenerse en cuenta que el ciclo del oro absorbió mano de
obra esclava en proporciones enormes.
Salvador de Bahía fue la capital brasileña del próspero ciclo del azúcar
en el nordeste, pero la «edad de oro» de Minas Gerais trasladó al sur
el eje económico y político del país y convirtió a Río de Janeiro, puerto
de la región, en la nueva capital de Brasil a partir de 1763. En el
centro dinámico de la flamante economía minera, brotaron las ciudades,
campamentos nacidos del boom bruscamente acrecidos en el vértigo de
la riqueza fácil, «santuarios para criminales, vagabundos y malhechores»
–según las corteses palabras de una autoridad colonial de la época.
La Villa Rica de Ouro Preto había conquistado categoría de ciudad en
1711; nacida de la avalancha de los mineros, era la quintaesencia de
la civilización del oro. Simao Ferreira Machado la describía, veintitrés
años después, y decía que el poder de los comerciantes de Ouro Preto
excedía incomparablemente al de los más florecientes mercaderes de Lisboa:
«Hacia acá, como hacia un puerto, se dirigen y son recogidas en la casa
real de la moneda las grandiosas sumas de oro de todas las minas. Aquí
viven los hombres mejor educados, tanto los laicos como los eclesiásticos.
Este es el asiento de toda la nobleza y la fuerza de los militares.
Esta es, en virtud de su posición natural, la cabeza de América íntegra;
y por el poder de sus riquezas, es la perla preciosa del Brasil».
Con frecuencia llegaban a Lisboa quejas y protestas por la vida pecaminosa
en Ouro Preto, Sabará, San Pablo d’El Rey, Riberao do Carmo y todo el
turbulento distrito minero. Las fortunas se hacían y se deshacían en
un abrir y cerrar de ojos. El padre Antonil denunciaba que sobraban
mineros dispuestos a pagar una fortuna por un negro que tocara bien
la trompeta y el doble por una prostituta mulata, « para entregarse
con ella a continuos y escandalosos pecados », pero los hombres de sotana
no se portaban mejor: de la correspondencia oficial de la época pueden
extraerse numerosos testimonios contra los «clérigos maus» que infestaban
la región. Se los acusaba de hacer uso de su inmunidad para sacar oro
de contrabando dentro de las pequeñas efigies de los santos de madera.
En 1705, se afirmaba que no había en Minas Gerais ni un solo cura dispuesto
a interesarse en la fe cristiana del pueblo, y seis años después la
Corona llegó a prohibir el establecimiento de cualquier orden religiosa
en el distrito minero.
Proliferaban, de todos modos, las hermosas iglesias construidas y decoradas
en el original estilo barroco característico de la región. Minas Gerais
atraía a los mejores artesanos de la época. Exteriormente, los templos
aparecían sobrios, despojados; pero el interior, símbolo del alma divina,
resplandecía en el oro puro de los altares, los retablos, los pilares
y los paneles en bajorrelieve; no se estimaban los metales preciosos,
para que las iglesias pudieran alcanzar «también las riquezas del Cielo»,
como aconsejaba el fraile Miguel de san Francisco en 1710.
Los servicios religiosos tenían altísimos precios, pero todo era fantásticamente
caro en las minas. Como había ocurrido en Potosí, Ouro Preto se lanzaba
al derroche de su riqueza súbita. Las procesiones y los espectáculos
daban lugar a la exhibición de vestidos y adornos de lujo fulgurantes.
En 1733 una festividad religiosa duró más de una semana. No solo se
hacían procesiones a pie, a caballo y en triunfales carros de nácar,
seda y oro, con trajes de fantasía y alegorías, sino también torneos
ecuestres, corridas de toros y danzas en las calles al son de flautas,
gaitas y guitarras. Los mineros despreciaban el cultivo de la tierra
y la región padeció epidemias de hambre en plena prosperidad, hacia
1700 y 1713: los millonarios tuvieron que comer gatos, perros, ratas,
hormigas, gavilanes. Los esclavos agotaban sus fuerzas y sus días en
los lavaderos de oro. «Allí trabajan – escribía Luis Gomes Ferreira-,
allí comen, y a menudo allí tienen que dormir; y como cuando descansan
o comen, sus poros se cierran y se congelan de tal forma que se hacen
vulnerables a muchas peligrosas enfermedades, como las hay muy severas
pleuresías, apoplejías, parálisis, neumonías y muchas otras». La enfermedad
era una bendición del cielo que aproximaba la muerte. Los capitanes
do mato de Minas Gerais cobraban recompensas en oro a cambio de las
cabezas cortadas de los esclavos que se fugaban.
Los esclavos se llamaban «piezas de indias» cuando eran medidos, pesados
y embarcados en Luanda; los que sobrevivían a la travesía del océano
se convertían ya en Brasil, en «las manos y los pies» del amo blanco.
Angola exportaba esclavos bantúes y colmillos de elefante a cambio de
ropa, bebidas y armas de fuego; pero los mineros de Ouro Preto preferían
a los negros que venían de la pequeña playa de Whydad, en la costa de
Guinea, porque eran más vigorosos, duraban un poco más y tenían poderes
mágicos para descubrir el oro. Cada minero necesitaba, además, por lo
menos una amante negra de Whydad para que la suerte lo acompañara en
las exploraciones . La explosión del oro no solo incrementó la importación
de esclavos, sino que además absorbió buena parte de la mano de obra
negra ocupada en las plantaciones de azúcar y tabaco de otras regiones
de Brasil, que quedaron sin brazos. Un decreto real de 1711 prohibió
la venta de los esclavos ocupados en tareas agrícolas con destino al
servicio en las minas, con la excepción de los que mostraran «perversidad
de carácter». Resultaba insaciable el hambre de esclavos de Ouro Preto.
Los negros morían rápidamente, solo en casos excepcionales llegaban
a soportar siete años continuos de trabajo. Eso sí: antes de que cruzaran
el Atlántico, los portugueses los bautizaban a todos. Y en Brasil tenían
la obligación de asistir a misa, aunque les estaba prohibido entrar
en la capilla mayor o sentarse en los bancos.
A mediados del siglo XVIII ya muchos de los mineros se habían trasladado
a la Serra do Frio en busca de diamantes. Las piedras cristales que
los cazadores de oro habían arrojado a un costado mientras exploraban
los lechos de los ríos habían resultado ser diamantes. Minas Gerais
ofrecía oro y diamantes en matrimonio, en proporciones parejas. El floreciente
campamento de Tijuco se convirtió en el centro del distrito diamantino,
y en él, al igual que en Ouro Preto, los ricos vestían a la última moda
europea y se traían desde el otro lado del mar las ropas, las armas
y los muebles más lujosos: horas del delirio y el derroche. Una esclava
mulata, Francisca da Silva, conquistó su libertad al convertirse en
la amante del millonario Joao Fernández de Oliveira, virtual soberano
de Tijuco, y ella, que era fea y ya tenía dos hijos, se convirtió en
la Xica que manda. Como nunca había visto el mar y quería tenerlo cerca,
su caballero le construyó un gran lago artificial en el que puso un
barco con tripulación y todo. Sobre las faldas de la sierra de san Francisco
levantó para ella un castillo, con un jardín de plantas exóticas y cascadas
artificiales; en su honor daba opíparos banquetes regados por los mejores
vinos, bailes nocturnos de nunca acabar y funciones de teatro y conciertos.
Todavía en 1818, Tijuco festejó a lo grande el casamiento del príncipe
de la corte portuguesa. Diez años antes, John Mawe, un inglés que visitó
Ouro Preto, se asombró de su pobreza; encontró casas vacías y sin valor,
con letreros que las ponían infructuosamente en venta, y comió comida
inmunda y escasa. Tiempo atrás había estallado la rebelión que coincidió
con la crisis en la comarca del oro. José Joaquim da Silva Xavier, «Tiradentes»,
había sido ahorcado y despedazado, y otros luchadores por la independencia
habían partido desde Ouro Preto hacia la cárcel o el exilio.
Contribución del oro de Brasil al progreso de Inglaterra
El oro había empezado a fluir en el preciso momento en que Portugal
firmaba el tratado de Methuen, en 1703, con Inglaterra. Esta fue la
coronación de una larga serie de privilegios conseguidos por los comerciantes
británicos en Portugal. A cambio de algunas ventajas para sus vinos
en el mercado inglés, Portugal abría su propio mercado, y el de las
colonias, a las manufacturas británicas. Dado el desnivel de desarrollo
industrial ya por entonces existente, la medida implicaba una condenación
a la ruina para las manufacturas locales. No era con vino como se pagarían
los tejidos ingleses, sino con oro, con el oro de Brasil, y por el camino
quedarían paralíticos los telares de Portugal. Portugal no se limitó
a matar en el huevo a su propia industria, sino que, de paso, aniquiló
también los gérmenes de cualquier tipo de desarrollo manufacturero en
el Brasil.
El reino prohibió el funcionamiento de refinerías de azúcar en 1715,
en 1729, declaró crimen la apertura de nuevas vías de comunicación en
la región minera; en 1785, ordenó incendiar los telares y las hilanderías
brasileñas.
Inglaterra y Holanda, campeonas del contrabando del oro y de los esclavos,
que amasaron grandes fortunas en el tráfico ilegal de carne negra, atrapaban
por medios ilícitos, según se estima, más de la mitad del metal que
correspondía al impuesto del «quinto real» que debía recibir, de Brasil,
la corona portuguesa. Pero Inglaterra no recurría solamente al comercio
prohibido para canalizar el oro brasileño en dirección a Londres. Las
vías legales también le pertenecían. El auge del oro, que implicó el
flujo de grandes contingentes de población portuguesa hacia Minas Gerais,
estimuló agudamente la demanda colonial de productos industriales y
proporcionó, a la vez, medios para pagarlos. De la misma manera que
la plata de Potosí rebotaba en el suelo de España, el oro de Minas Gerais,
solo pasaba en tránsito por Portugal. La metrópoli se convirtió en simple
intermediaria. En 1755, el marqués de Pombal, primer ministro portugués,
intentó la resurrección de una política proteccionista pero ya era tarde:
denunció que los ingleses habían conquistado Portugal sin los inconvenientes
de una conquista, que abastecían las dos terceras partes de sus necesidades
y que los agentes británicos eran dueños de la totalidad del comercio
portugués. Portugal no producía prácticamente nada y tan ficticia resultaba
la riqueza del oro que hasta los esclavos negros que trabajaban las
minas de la colonia eran vestidos por los ingleses.
Celso Furtado ha hecho notar que Inglaterra, que seguía una política
clarividente en materia de desarrollo industrial, utilizó el oro de
Brasil para pagar importaciones esenciales de otros países y pudo concentrar
sus inversiones en el sector manufacturero. Rápidas y eficaces innovaciones
tecnológicas pudieron ser aplicadas gracias a esta gentileza histórica
de Portugal. El centro financiero de Europa se trasladó de Amsterdan
a Londres. Según las fuentes británicas, las entradas de oro brasileño
en Londres alcanzaban a cincuenta mil libras por semana en algunos períodos.
Sin esta tremenda acumulación de reservas metálicas, Inglaterra no hubiera
podido enfrentar, posteriormente, a Napoleón.
Nada quedó, en el suelo brasileño, del impulso dinámico del oro, salvo
los templos y las obras de arte. A fines del siglo XVIII, aunque todavía
no se habían agotado los diamantes, el país estaba postrado. El ingreso
per capita de los tres millones largos de brasileños no superaba los
cincuenta dólares anuales al actual poder adquisitivo, según los cálculos
de Furtado, y este era el nivel más bajo de todo el período colonial.
Minas Gerais cayó a pique en un abismo de decadencia y ruina. Increíblemente,
un autor brasileño agradece el favor y sostiene que el capital inglés
que salió de Minas Gerais «sirvió para la inmensa red bancaria que propició
el comercio entre las naciones y tornó posible levantar el nivel de
vida de los pueblos capaces del progreso ». Condenados inflexiblemente
a la pobreza en función del progreso ajeno, los pueblos mineros «incapaces»
quedaron aislados y tuvieron que resignarse a arrancar sus alimentos
de las pobres tierras ya despojadas de metales y piedras preciosas.
La agricultura de subsistencia ocupó el lugar de la economía minera.
En nuestros días, los campos de Minas Gerais son, como los del nordeste,
reinos del latifundio y de los «coroneles de hacienda», impertérritos
bastiones del atraso. La venta de trabajadores mineiros a las haciendas
de otros estados es casi tan frecuente como el tráfico de esclavos que
los nordestinos padecen. Franklin de Oliveira recorrió Minas Gerais
hace poco tiempo. Encontró casas de palo a pique, pueblitos sin agua
ni luz, prostitutas con una edad media de trece años en la ruta al valle
de Jequitinhonda, locos y famélicos a la vera de los caminos. Lo cuenta
en su reciente libro A tragedia da renovacao brasileira. Henri Gorceix
había dicho, con razón, que Minas Gerais tenía un corazón de oro en
un pecho de hierro pero la explotación de su fabuloso quadrilátero ferrífero
corre por cuenta, en nuestros días, de la Hanna Mining Co. y la Bethlehem
Steel, asociadas al efecto: los yacimientos fueron entregados en 1964,
al cabo de una siniestra historia. El hierro, en manos extranjeras,
no dejará más de lo que el oro dejó.
Solo la explosión del talento había quedado como recuerdo del vértigo
del oro, por no mencionar los agujeros de las excavaciones y las pequeñas
ciudades abandonadas. Portugal no pudo, tampoco, rescatar otra fuerza
creadora que no fuera la revolución estética. El convento de Mafra,
orgullo de Don Joao V, levantó a Portugal de la decadencia artística:
en sus carillones de treinta y siete campanas, sus vasos y sus candelabros
de oro macizo, centellea todavía el oro de Minas Gerais.
Las iglesias de Minas han sido bastante saqueadas y son raros los objetos
sacros, de tamaño portátil, que en ellas perduran, pero para siempre
quedaron, alzadas sobre las ruinas coloniales, las monumentales obras
barrocas, los frontispicios y los púlpitos, los retablos, las tribunas,
las figuras humanas, que diseñó, talló o esculpió Antonio Franciso Lisboa,
el «Aleijadinho», el «Tullidito» comenzó a modelar en piedra un conjunto
de grandes figuras sagradas, al pie del santuario de Bon Jesús da Matosinhos,
en Congonhas do Campo. La euforia del oro era cosa del pasado: la obra
se llamaba Los Profetas, pero ya no había ninguna gloria por proferir.
Toda la pompa y la alegría se habían desvanecido y no quedaba sitio
para ninguna esperanza. El testimonio final, grandioso como un entierro
para aquella fugaz civilización del oro nacida para morir, fue dejado
a los siglos siguientes por el artista más talentoso de toda la historia
de Brasil. El «Aleijadinho», desfigurado y mutilado por la lepra, realizó
su obra maestra amarrándose el cincel y el martillo a las manos sin
dedos y arrastrándose de rodillas, cada madrugada, rumbo a su taller.
La leyenda asegura que en la iglesia de Nossa Señora de Mercês e Misericordia,
de Minas Gerais, los mineros muertos celebraban todavía misa en las
frías noches de lluvia. Cuando el sacerdote se vuelve, alzando las manos
desde el altar mayor, se le ven los huesos de la cara.
EL REY AZÚCAR Y
OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS
Las plantaciones, los latifundios y el destino
La búsqueda del oro y de la plata fue, sin duda, el motor central de
la conquista. Pero en su segundo viaje, Cristóbal Colón trajo las primeras
raíces de caña de azúcar, desde las islas Canarias, y las plantó en
las tierras que hoy ocupa la República Dominicana. Una vez sembradas,
dieron rápidos retoños, para gran regocijo del almirante. El azúcar,
que se cultivaba en pequeña escala en Sicilia y en las islas Madeira
y Cabo verde y se compraba, a precios altos, en Oriente, era un artículo
tan codiciado por los europeos que hasta en los ajuares de las reinas
llegó a figurar como parte de la dote. Se vendía en las farmacias, se
lo pesaba por gramos. Durante poco menos de tres siglos a partir del
descubrimiento de América, no hubo, para el comercio de Europa, producto
agrícola más importante que el azúcar cultivado en estas tierras. Se
alzaron los cañaverales en el litoral húmedo y caliente del nordeste
de Brasil y, posteriormente, también las islas del caribe –Barbados,
Jamaica, Haití y la Dominicana, Guadalupe, Cuba, Puerto Rico- y Veracruz
y la costa peruana resultaron sucesivos escenarios propicios para la
explotación, en gran escala, del «oro blanco». Inmensas legiones de
esclavos vinieron a África para proporcionar, al rey azúcar, la fuerza
del trabajo numerosa y gratuita que exigía: combustible humano para
quemar. Las tierras fueron devastadas por esta planta egoísta que invadió
el Nuevo Mundo arrasando los bosques, malgastando la fertilidad natural
y extinguiendo el humus acumulado por los suelos. El largo ciclo del
azúcar dio origen, en América Latina, a prosperidades tan mortales como
las que engendraron, en Potosí, Ouro Preto, Zacatecas y Guanajuato,
los furores de la plata y el oro; al mismo tiempo, impulsó con fuerza
decisiva, directa e indirectamente, el desarrollo industrial de Holanda,
Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
La plantación, nacida de la demanda de azúcar en ultramar, era una empresa
movida por el afán de ganancia de su propietario y puesta al servicio
del mercado que Europa iba articulando internacionalmente. Por su estructura
interna, sin embargo, tomando en cuenta que se bastaba a sí misma en
buena medida, resultaban feudales algunos de sus rasgos predominantes.
Utilizaba, por otra parte, mano de obra esclava. Tres edades históricas
distintas –mercantilismo, feudalismo, esclavitud- se combinaban así
en una sola unidad económica y social, pero era el mercado internacional
quien estaba en el centro de la constelación del poder que el sistema
de plantaciones integró desde temprano.
De la plantación colonial, subordinada a las necesidades extranjeras
y financiada, en muchos casos, desde el extranjero, proviene en línea
recta el latifundio de nuestros días. Este es uno de los cuellos de
botella que estrangulan el desarrollo económico de América Latina y
uno de los factores primordiales de la marginación y la pobreza de las
masas latinoamericanas. El latifundio actual, mecanizado en medida suficiente
para multiplicar los excedentes de mano de obra, dispone de abundantes
reservas de brazos baratos. Ya no depende la importación de esclavos
africanos ni de la «encomienda» indígena. Al latifundio le basta con
el pago de jornales irrisorios, la retribución de servicios en especies
o el trabajo gratuito a cambio del usufructo de un pedacito de tierra;
se nutre de la proliferación de los minifundios, resultado de su propia
expansión, y de la continua migración interna de legiones de trabajadores
que se desplazan, empujados por el hambre, al ritmo de las zafras sucesivas.
La estructura combinada de la plantación funcionaba, y así funciona
también el latifundio, como un colador armado para la evasión de las
riquezas naturales. Al integrarse al mercado mundial, cada área conoció
un ciclo dinámico; luego, por la competencia de otros productos sustitutivos,
por el agotamiento de la tierra o por la aparición de otras zonas con
mejores condiciones, sobrevino la decadencia. La cultura de la pobreza,
la economía de subsistencia y el letargo son los precios que cobra,
con el transcurso de los años, el impulso productivo original. El nordeste
era la zona más rica de Brasil y hoy es la más pobre; en Barbados y
Haití habitan hormigueros humanos condenados a la miseria; el azúcar
se convirtió en la llave maestra del dominio de Cuba por los Estados
Unidos, al precio del monocultivo y del empobrecimiento implacable del
suelo. No solo el azúcar.
Esta es también la historia del cacao, que alumbró la fortuna de la
oligarquía de Caracas; del algodón de Maranhao, de súbito esplendor
y súbita caída; de las plantaciones de caucho en el Amazonas, convertidas
en cementerios para los obreros nordestinos reclutados a cambio de moneditas;
de los arrasados bosques de quebracho del norte argentino y del Paraguay;
de las fincas de henequén, en Yucatán, donde los indios yanquis fueron
enviados al exterminio. Es también la historia del café, que avanza
abandonando desiertos a sus espaldas, y de las plantaciones de frutas
en Brasil, en Colombia, en Ecuador y en los desdichados países centroamericanos.
Con mejor o peor suerte, cada producto se ha ido convirtiendo en un
destino, muchas veces fugaz, para los países, las regiones y los hombres.
El mismo itinerario han seguido, por cierto, las zonas productoras de
riquezas minerales. Cuanto más codiciado por el mercado mundial, mayor
es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo latinoamericano
que, con su sacrificio, lo crea. La zona menos castigada por esta ley
de acero, el río de la Plata, que arrojaba cueros y luego carne y lana
a las corrientes del mercado internacional, no ha podido, sin embargo,
escapar de la jaula del subdesarrollo.
El asesinato de la tierra de Brasil
Las colonias españolas proporcionaban, en primer lugar, metales. Muy
temprano se habían descubierto, en ellas, los tesoros y las vetas. El
azúcar, relegada a un segundo plano, se cultivó en Santo Domingo, luego
en Veracruz, más tarde en la costa peruana y en Cuba. En cambio, hasta
mediados del siglo XVIII, Brasil fue el mayor productor mundial de azúcar.
Simultáneamente, la colonia portuguesa de América era el principal mercado
de esclavos; la mano de obra indígena, muy escasa, se extinguía rápidamente
en los trabajos forzados, y el azúcar exigía grandes contingentes de
mano de obra para limpiar y preparar los terrenos, plantar, cosechar
y transportar la caña y, por fin, molerla y purgarla. La sociedad colonial
brasileña, subproducto del azúcar, floreció en Bahía y Pernambuco, hasta
que el descubrimiento del oro trasladó su núcleo central a Minas Gerais.
Las tierras fueron cedidas por la corona portuguesa, en usufructo, a
los primeros grandes terratenientes de Brasil. La hazaña de la conquista
habría de correr pareja con la organización de la producción. Solamente
«doce capitanes» recibieron, por carta de donación, todo el inmenso
territorio colonial inexplorado, para explotarlo al servicio del monarca.
Sin embargo, fueron capitales holandeses los que financiaron, en mayor
medida, el negocio, que resultó, en resumidas cuentas, más flamenco
que portugués. Las empresas holandesas no solo participaron en la instalación
de los ingenios y en la importación de los esclavos; además, recogían
el azúcar en bruto en Lisboa, lo refinaban obteniendo utilidades que
llegaban a la tercera parte del valor del producto, y lo vendían en
Europa.
En 1630 la Dutch West India Company invadió y conquistó la costa nordeste
de Brasil, para asumir directamente el control del producto. Era preciso
multiplicar las fuentes del azúcar, para multiplicar las ganancias,
y la empresa ofreció a los ingleses de la isla de Barbados todas las
facilidades para iniciar el cultivo en gran escala en las Antillas.
Trajo a Brasil colonos del caribe, para que allí, en sus flamantes dominios,
adquirieran los necesarios conocimientos técnicos y la capacidad de
organización. Cuando los holandeses fueron por fin expulsados del nordeste
brasileño, en 1654, ya habían echado las bases para que Barbados se
lanzara a una competencia furiosa y ruinosa.
Habían llevado negros y raíces de caña, habían levantado ingenios y
les habían proporcionado todos los implementos. Las exportaciones brasileñas
cayeron bruscamente a la mitad, y a la mitad bajaron los precios del
azúcar a fines del siglo XVII. Mientras tanto, en un par de décadas,
se multiplicó por diez la población negra de Barbados. Las Antillas
estaban más cerca del mercado europeo, Barbados proporcionaba tierras
todavía invictas y producía con mejor nivel técnico. Las tierras brasileñas
se habían cansado. La formidable magnitud de las rebeliones de los esclavos
en Brasil y la aparición del oro en el sur, que arrebataba mano de obra
a las plantaciones, precipitaron también la crisis del nordeste azucarero.
Fue una crisis definitiva. Se prolongó, arrastrándose penosamente de
siglo en siglo, hasta nuestros días.
El azúcar había arrasado el nordeste. La franja húmeda del litoral,
bien regada por las lluvias, tenía un suelo de gran fertilidad, muy
rico en humus y sales minerales, cubiertos por los bosques desde Bahía
hasta Ceará. Esta región de bosques tropicales se convirtió, como dice
Josué de Castro, en una región de sabanas. Naturalmente nacida para
producir alimentos, pasó a ser una región de hambre. Donde todo brotaba
con vigor exuberante, el latifundio azucarero, destructivo y avasallador,
dejó rocas estériles, suelos lavados, tierras erosionadas. Se habían
hecho, al principio, plantaciones de naranjos y mangos, que «fueron
abandonadas a su suerte y se redujeron a pequeñas huertas que rodeaban
la casa del dueño del ingenio, exclusivamente reservadas a la familia
del plantador blanco». Los incendios que abrían tierras a los cañaverales
devastaron la floresta y con ella la fauna; desaparecieron los ciervos,
los jabalíes, los tapires, los conejos, las pacas y los tatúes. La alfombra
vegetal, la flora y la fauna fueron sacrificadas, en los altares del
monocultivo, a la caña de azúcar. La producción extensiva agotó rápidamente
los suelos.
A fines del siglo XVI, había en Brasil no menos de 120 ingenios, que
sumaban un capital cercano a los dos millones de libras, pero sus dueños,
que poseían las mejores tierras, no cultivaban alimentos. Los importaban,
como importaban una vasta gama de artículos de lujo que llegaban, desde
ultramar, junto con los esclavos y las bolsas de sal. La abundancia
y la prosperidad eran, como de costumbre, simétricas a la miseria de
la mayoría de la población, que vivía en estado crónico de subnutrición.
La ganadería fue relegada a los desiertos del interior, lejos de la
franja húmeda de la costa: el sertao que, con un par de reses por kilómetro
cuadrado, proporcionaba (y aún proporciona) la carne dura y sin sabor,
siempre escasa.
De aquellos tiempos coloniales nace la costumbre, todavía vigente, de
comer tierra. La falta de hierro provoca anemia; el instinto empuja
a los niños nordestinos a compensar con tierra las sales minerales que
no encuentran en su comida habitual, que se reduce a la harina de mandioca,
los frijoles y, con suerte, el tasajo. Antiguamente, se castigaba este
«vicio africano» de los niños poniéndoles bozales o colgándolos dentro
de las cestas de mimbre a la larga distancia del suelo .
El nordeste de Brasil es, en la actualidad, la región más subdesarrollada
del hemisferio occidental . Gigantesco campo de concentración para treinta
millones de personas, padece hoy la herencia del monocultivo del azúcar.
De sus tierras brotó el negocio más lucrativo de la economía agrícola
colonial en América Latina. En la actualidad, menos de la quinta parte
de la zona húmeda de Pernambuco está dedicada al cultivo de la caña
de azúcar, y el resto no se usa para nada: los dueños de los grandes
ingenios centrales, que son los mayores plantadores de caña, se dan
este lujo del desperdicio, manteniendo improductivos sus vastos latifundios.
No es en las zonas áridas y semiáridas del interior nordestino donde
la gente come peor, como equivocadamente se cree. El sertao, desierto
de piedra y arbustos ralos, vegetación escasa, padece hambre periódicas:
el sol rajante de la sequía se abate sobre la tierra y la reduce a un
paisaje lunar; obliga a los hombres al éxodo y siembra de cruces los
bordes de los caminos. Pero es en el litoral húmedo donde se padece
hambre endémica. Allí donde más opulenta es la opulencia, más miserable
resulta, tierra de contradicciones, la miseria: la región elegida por
la naturaleza para producir todos los alimentos, los niega todos: la
franja costera todavía conocida, ironía del vocabulario, como zona de
mata, «zona del bosque», en homenaje al pasado remoto y a los míseros
vestigios de la forestación sobreviviente a los siglos del azúcar. El
latifundio azucarero, estructura del desperdicio, continúa obligando
a traer alimentos desde otras zonas, sobre todo de la región centro-sur
del país, a precios crecientes. El costo de la vida en Recife es el
más alto de Brasil, por encima del índice de Río de Janeiro. Los frijoles
cuestan más caros en el nordeste que en Ipanema, la lujosa playa de
la bahía carioca.
Medio kilo de harina de mandioca equivale al salario diario de un trabajador
adulto en una plantación de azúcar, por su jornada de sol a sol: si
el obrero protesta, el capataz manda a buscar al carpintero para que
le vaya tomando las medidas del cuerpo.
Para lo propietarios o sus administradores sigue en vigencia, en vastas
zonas, el «derecho a la primera noche» de cada muchacha. La tercera
parte de la población de Recife sobrevive marginada en las chozas de
los bajos fondos; en un barrio, Casa Amarela, más de la mitad de los
niños que nacen muere antes de llegar al año. La prostitución infantil,
niñas de diez o doce años vendidas por sus padres, es frecuente en las
ciudades del nordeste. La jornada de trabajo en algunas plantaciones
se paga por debajo de los jornales bajos de la India. Un informe de
la FAO, organismo de las Naciones Unidas, aseguraba en 1957 que en la
localidad de Vitoria, cerca de Recife, la deficiencia de proteínas «provoca
en los niños una pérdida de peso de un 40 % más grave de lo que se observa
generalmente en África». En numerosas plantaciones subsisten todavía
las prisiones privadas, «pero los responsables de los asesinatos por
subalimentación –dice René Dumont- no son encerrados en ellas, porque
son los que tienen las llaves». Pernambuco produce ahora menos de la
mitad del azúcar que produce el estado de San Pablo, y con rendimientos
menores por hectárea; sin embargo, Pernambuco vive del azúcar, y de
ella viven sus habitantes densamente concentrados en la zona húmeda,
mientras que el estado de San Pablo contiene el centro industrial más
poderoso de América Latina. En el nordeste ni siquiera el progreso resulta
progresista, porque hasta el progreso está en manos de pocos propietarios.
El alimento de las minorías se convierte en el hambre de las mayorías.
A partir de 1870, la industria azucarera se modernizó considerablemente
con la creación de los grandes molinos centrales, y entonces «la absorción
de las tierras por los latifundios progresó de modo alarmante, acentuando
la miseria alimentaria de la zona». En la década de 1950, la industrialización
en auge incrementó el consumo del azúcar en Brasil. La producción nordestina
tuvo impulso, pero sin que aumentaran los rendimientos por hectárea.
Se incorporaron nuevas tierras, de inferior calidad, a los cañaverales,
y el azúcar nuevamente devoró las pocas áreas dedicadas a la producción
de alimentos. Convertido en asalariado, el campesino que antes cultivaba
su pequeña parcela no mejoró con la nueva situación, pues no gana suficiente
dinero para comprar los alimentos que antes producía. Como de costumbre,
la expansión expandió al hambre.
A paso de carga en las islas del Caribe
Las Antillas eran las Sugar Islands, las islas del azúcar: sucesivamente
incorporadas al mercado mundial como productoras de azúcar, al azúcar
quedaron condenadas, hasta nuestros días, Barbados, las islas de Sotavento,
Trinidad Tobago, la Guadalupe, Puerto Rico y Santo Domingo (la Dominicana
y Haití). Prisioneras del monocultivo de la caña en los latifundios
de vastas tierras exhaustas, las islas padecen la desocupación y la
pobreza: el azúcar se cultiva en gran escala y en gran escala irradia
sus maldiciones. También Cuba continúa dependiendo, en medida determinante,
de sus ventas de azúcar, pero a partir de la reforma agraria de 1959
se inició un intenso proceso de diversificación de la economía de la
isla, lo que ha puesto punto final al desempleo: ya los cubanos no trabajan
apenas cinco meses al año, durante las zafras, sino todo a lo largo
de la ininterrumpida y por cierto difícil construcción de una sociedad
nueva.
«Pensaréis tal vez, señores –decía Karl Marx en 1848-, que la producción
de café y azúcar es el destino natural de las Indias Occidentales. Hace
dos siglos, la naturaleza, que apenas tiene que ver con el comercio,
no había plantado allí ni el árbol del café ni la caña de azúcar». La
división internacional del trabajo no se fue estructurando por mano
y gracia del Espíritu Santo, sino por obra de los hombres, o, más precisamente,
a causa del desarrollo mundial del capitalismo.
En realidad, Barbados fue la primera isla del caribe donde se cultivó
el azúcar para la exportación en grandes cantidades, desde 1641, aunque
con anterioridad los españoles habían plantado caña en la Dominicana
y en Cuba. Fueron los holandeses, como hemos visto, quienes introdujeron
las plantaciones en la minúscula isla británica; en 1666 ya había en
Barbados ochocientas plantaciones de azúcar y más de ochenta mil esclavos.
Vertical y horizontalmente ocupada por el latifundio naciente, Barbados
no tuvo mejor suerte que el nordeste de Brasil.
Antes, la isla disfrutaba el policultivo; producía, en pequeñas propiedades
algodón y tabaco, naranjas, vacas y cerdos. Los cañaverales devoraron
los cultivos agrícolas y devastaron los densos bosques, en nombre de
un apogeo que resultó efímero. Rápidamente, la isla descubrió que sus
suelos se habían agotado, que no tenía cómo alimentar a su población
y que estaba produciendo azúcar a precios fuera de competencia.
Ya el azúcar se había propagado a otras islas, hacia el archipiélago
de Sotavento, Jamaica y, en tierras continentales, las Guayanas. A principios
del siglo XVIII, los esclavos eran, en Jamaica, diez veces más numerosos
que los colonos blancos. También su suelo se cansó en poco tiempo. En
la segunda mitad del siglo, el mejor azúcar del mundo brotaba del suelo
esponjoso de las llanuras de la costa de Haití, una colonia francesa
que por entonces se llamaba Saint Domingue. Al norte y al oeste, Haití
se convirtió en un vertedero de esclavos: el azúcar exigía cada vez
más brazos. En 1786, llegaron a la colonia veintisiete mil esclavos,
y al año siguiente cuarenta mil. En el otoño de 1791 estalló la revolución.
En un solo mes, septiembre, doscientas plantaciones de caña fueron presa
de las llamas; los incendios y los combates se sucedieron sin tregua
a medida que los esclavos insurrectos iban empujando a los ejércitos
franceses hacia el océano. Los barcos zarpaban cargando cada vez más
franceses y cada vez menos azúcar. La guerra derramó ríos de sangre
y devastó las plantaciones. Fue larga.
El país, en cenizas, quedó paralizado; a fines de siglo la producción
había caído verticalmente. «En noviembre de 1803 casi toda la colonia,
antiguamente floreciente, era un gran cementerio de cenizas y escombros»,
dice Lepkowki. La revolución haitiana había coincidido, y no solo en
el tiempo, con la revolución francesa, y Haití sufrió también, en carne
propia, el bloqueo contra Francia de la coalición internacional. Inglaterra
dominaba los mares. Pero luego sufrió, a medida que su independencia
se iba haciendo inevitable, el bloque de Francia. Cediendo a la presión
francesa, el Congreso de los Estados Unidos prohibió el comercio con
Haití en 1806.
«He aquí mi opinión sobre este país: hay que suprimir a todos los negros
de las montañas, hombres y mujeres, conservando solo a los niños menores
de doce años, exterminar la mitad de los negros de las llanuras y no
dejar en la colonia ni un solo mulato que lleve charreterras». El trópico
se vengó de Leclerc, pues murió «agarrado por el vómito negro» pese
a los conjuros mágicos de Paulina Bonaparte , sin poder cumplir su plan,
pero la indemnización en dinero resultó una piedra aplastante sobre
las espaldas de los haitianos independientes que habían sobrevivido
a los baños de sangre de las sucesivas expediciones militares enviadas
contra ellos. El país nació en ruinas y no se recuperó jamás: hoy es
el más pobre de América Latina.
La crisis de Haití provocó el auge azucarero de Cuba, que rápidamente
se convirtió en la primera proveedora del mundo. También la producción
cubana de café, otro artículo de intensa demanda en ultramar, recibió
su impulso de la caída de la producción haitiana, pero el azúcar le
ganó la carrera al monocultivo: en 1862 Cuba se verá obligada a importar
café del extranjero. Un miembro dilecto de la «sacarocracia» cubana
llegó a escribir sobre «las fundadas ventajas que se pueden sacar de
la desgracia ajena». A la rebelión haitiana sucedieron los precios más
fabulosos de la historia del azúcar en el mercado europeo, y en 1806
ya Cuba había duplicado, a la vez, los ingenios y la productividad.
Castillos de azúcar sobre los suelos quemados de Cuba
Los ingleses se habían apoderado fugazmente de La Habana en 1762. Por
entonces, las pequeñas plantaciones de tabaco y la ganadería eran las
bases de la economía rural de la isla; La Habana, plaza fuerte militar,
mostraba un considerable desarrollo de las artesanías, contaba con una
fundición importante, que fabricaba cañones, y disponía del primer astillero
de América Latina para construir en gran escala buques mercantes y navíos
de guerra. Once meses bastaron a los ocupantes británicos para introducir
una cantidad de esclavos que normalmente hubiese entrado en quince años
y desde esa época la economía cubana fue modelada por las necesidades
extranjeras del azúcar: los esclavos producirían la codiciada mercancía
con destino al mercado mundial, y su jugosa plusvalía sería desde entonces
disfrutada por la oligarquía local y los intereses imperialistas.
Moreno Fraginals describe, con datos elocuentes, el auge violento del
azúcar en los años siguientes a la ocupación británica. El monopolio
comercial español había saltado, de hecho, en pedazos; habían quedado
deshechos además los frenos al ingreso de esclavos.El ingenio absorbía
todo, hombres y tierras.
Los obreros del astillero y la fundición y los innumerables pequeños
artesanos, cuyo aporte hubiera resultado fundamental para el desarrollo
de las industrias, se marchaban a los ingenios; los pequeños campesinos
que cultivaban tabaco en las vegas o frutas en las huertas, víctimas
del bestial arrasamiento de las tierras por los cañaverales, se incorporaban
también a la producción de azúcar. La plantación extensiva iba reduciendo
la fertilidad de los suelos; se multiplicaban en los campos cubanos
las torres de los ingenios y cada ingenio requería cada vez más tierras.
El fuego devoraba las vegas tabacales y los bosques y arrasaba las pasturas.
En 1792, el tasajo, que pocos años antes era un artículo cubano de exportación,
llegaba ya en grandes cantidades del extranjero, y Cuba continuaría
importándolo en lo sucesivo . Languidecían el astillero y la fundición,
caía verticalmente la producción de tabaco; la jornada de trabajo de
los esclavos del azúcar se extendía a veinte horas. Sobre las tierras
humeantes se consolidaba el poder de la «sacarocracia». A fines del
siglo XVIII, euforia de la cotización internacional por las nubes, la
especulación volaba: los precios de la tierra se multiplicaban por veinte
Güines; en La Habana el interés real del dinero era ocho veces más alto
que el legal; en toda Cuba la tarifa de los bautismos, los entierros
y las misas subía en proporción a la desatada carestía de los negros
y los bueyes.
Los cronistas de otros tiempos decían que podía recorrerse Cuba, a todo
lo largo, a la sombra de las palmas gigantescas y los bosques frondosos,
en los que abundaban la caoba y el cedro, el ébano y los dagames. Se
puede todavía admirar las maderas preciosas de Cuba en las mesas y en
las ventanas de El Escorial o en las puertas del palacio real Madrid,
pero la invasión cañera hizo arder, en Cuba, con varios fuegos sucesivos,
los mejores bosques vírgenes de cuantos antes cubrían su suelo. En los
mismos años en que arrasaba su propia floresta, Cuba se convertía en
la principal compradora de madera de los Estados Unidos. El cultivo
extensivo de la caña, cultivo de rapiña, no solo implicó la muerte del
bosque sino también, a largo plazo, «la muerte de la fabulosa fertilidad
de la isla ». Los bosques eran entregados a las llamas y la erosión
no demoraba en morder los suelos indefensos; miles de arroyos se secaron.
Actualmente, el rendimiento por hectáreas de las plantaciones azucareras
de Cuba es inferior en más de tres veces al de Perú, y cuatro veces
y media menor que el de Hawai. El riesgo y la fertilización de la tierra
constituyen tareas prioritarias para la revolución cubana. Se están
multiplicando las presas hidráulicas, grandes y pequeñas, mientras se
canalizan los campos y se diseminan, sobre las castigadas tierras, los
abonos.
La «sacarocracia» alumbró su engañosa fortuna al tiempo que sellaba
la dependencia de Cuba, una factoría distinguida cuya economía quedó
enferma de diabetes. Entre quienes devastaron las tierras más fértiles
por medios brutales había personajes de refinada cultura europea, que
sabían reconocer un Brueghel auténtico y podían comprarlo; de sus frecuentes
viajes a París traían vasijas etruscas y ánforas griegas, gobelinos
franceses y biombos Ming, paisajes y retratos de los más cotizados artistas
británicos. Me sorprendió descubrir, en la cocina de una mansión de
La Habana, una gigantesca caja fuerte, con combinación secreta, que
una condesa usaba para guardar la vajilla. Hasta 1959 no se construían
fábricas, sino castillos de azúcar: el azúcar ponía y sacaba dictadores,
proporcionaba o negaba trabajo a los obreros, decidía el ritmo de las
danzas de los millones y las crisis terribles. La ciudad de Trinidad
es, hoy, un cadáver resplandeciente. A mediados del siglo XIX, había
en Trinidad más de cuarenta ingenios, que producían 700 mil arrobas
de azúcar. Los campesinos pobres que cultivaban tabaco habían sido desplazados
por la violencia, y la zona, que había sido también ganadera, y que
antes exportan carne, comía carne traída de fuera.
Brotaron palacios coloniales, con sus portales de sombra cómplice, sus
aposentos de altos techos, arañas con lluvia de cristales, alfombras
persas, un silencio de terciopelo y en el aire las ondas del minué,
los espejos en los salones para devolver la imagen de los caballeros
de peluquín y zapatos con hebilla. Ahí está, ahora, el testimonio de
los grandes esqueletos de mármol o piedra, la soberbia de los campanarios
mudos, las calesas invadidas por el pasto. A Trinidad le dicen ahora
«la ciudad de los tuvo», porque sus sobrevivientes blancos siempre hablan
de algún antepasado que tuvo el poder y la gloria. Pero vino la crisis
de 1857, cayeron los precios del azúcar y la ciudad cayó con ellos,
para no levantarse nunca más . Un siglo después, cuando los guerrilleros
de la Sierra Maestra conquistaron el poder, Cuba seguía con su destino
atado a la cotización del azúcar. «El pueblo que confía su subsistencia
a un solo producto, se suicida», había profetizado el héroe nacional,
José Martí. En 1920, con el azúcar a 22 centavos la libra, Cuba batió
el récord mundial de exportaciones por habitante, superando incluso
a Inglaterra, y tuvo el mayor ingreso per capita de América Latina.
Pero ese mismo año, en diciembre, el precio del azúcar cayó a cuatro
centavos, y en 1921 se desató el huracán de la crisis: quebraron numerosas
centrales azucareras, que fueron adquiridas por intereses norteamericanos,
y todos los bancos cubanos o españoles, incluyendo el propio Banco Nacional.
Solo sobrevivieron las sucursales de los bancos de Estados Unidos. Una
economía tan dependiente y vulnerable como la de Cuba no podía escapar,
posteriormente, al impacto feroz de la crisis de 1929 en Estados Unidos:
el precio del azúcar llegó a bajar a mucho menos de un centavo en 1932,
y en tres años las exportaciones se redujeron, en valor, a la cuarta
parte. El índice de desempleo de Cuba en esos tiempos «difícilmente
habrá sido igualado en ningún otro país». El desastre de 1921 había
sido provocado por la caída del precio del azúcar en el mercado de los
Estados Unidos, y de los Estados Unidos no demoró en llegar un crédito
de cincuenta millones de dólares: en ancas del crédito, llegó también
el general Crowder; so pretexto de controlar la utilización de los fondos,
Crowder gobernaría, de hecho, el país. Gracias a sus buenos oficios
la dictadura de Machado llega al poder en 1924, pero la gran depresión
de los años treinta se lleva por delante, paralizada Cuba por la huelga
general, a este régimen de sangre y fuego.
Lo que ocurría con los precios, se repetía con el volumen de las exportaciones.
Desde 1948, Cuba recuperó su cuota para cubrir la tercera parte del
mercado norteamericano de azúcar, a precios inferiores a los que recogían
los productores de Estados Unidos, pero más altos y más estables que
los del mercado internacional. Ya con anterioridad los Estados Unidos
habían desgravado las importaciones de azúcar cubana a cambio de privilegios
similares concedidos al ingreso de los artículos norteamericanos en
Cuba. Todos estos favores consolidaron la dependencia. «El pueblo que
compra manda, el pueblo que vende sirve; hay que equilibrar el comercio
para asegurar la libertad; el pueblo que quiere morir vende a un solo
pueblo, y el que quiere salvarse vende a más de uno», había dicho Martí
y repitió el Che Guevara en la conferencia de la OEA, en Punta del este,
en 1961. La producción era arbitrariamente limitada por las necesidades
de Washington. El nivel de 1925, unos cinco millones de toneladas, continuaba
siendo el promedio de los años cincuenta: el dictador Fulgencio Batista
asaltó el poder, en 1952, en ancas de la mayor zafra hasta entonces
conocida, más de siete millones, con la misión de apretar las clavijas,
y al año siguiente la producción, obediente a la demanda del norte,
cayó a cuatro .
La revolución ante la estructura de la impotencia
La proximidad geográfica y la aparición del azúcar de remolacha, surgida
durante las guerras napoleónicas, en los campos de Francia y Alemania,
convirtieron a los Estados Unidos en el cliente principal del azúcar
de la Antillas.
Ya en 1850 los Estados Unidos dominaban la tercera parte del comercio
de Cuba, le vendían y le compraban más que a España, aunque la isla
era una colonia española, y la bandera de las barras y las estrellas
flameaba en los mástiles de más de la mitad de los buques que llegaban
allí. Un viajero español encontró hacia 1859, campo adentro, en remotos
pueblitos de Cuba, máquinas de coser fabricadas en Estados Unidos. Las
principales calles de La Habana fueron empedradas con bloques de granito
de Boston.
Cuando despuntaba el siglo XX se leía en el Lousina Planter: «Poco a
poco, va pasando toda la isla de Cuba a manos de ciudadanos norteamericanos,
lo cual es el medio más sencillo y seguro de conseguir la anexión a
los Estados Unidos». En el Senado norteamericano se hablaba ya de nueva
estrella en la bandera; derrotada España, el general Leonard Wood gobernaba
la isla. Al mismo tiempo pasaban a manos norteamericanas las Filipinas
y Puerto Rico . «Nos han sido otorgados por guerras –decía el presidente
McKinley incluyendo a Cuba-, y con la ayuda de Dios y en nombre del
progreso de la humanidad y de la civilización, es nuestro deber responder
a esta gran confianza». En 1902, Tomás Estrada Palma tuvo que renunciar
a la ciudadanía norteamericana que había adoptado en el exilio: las
tropas norteamericanas de ocupación lo convirtieron en el primer presidente
de Cuba.
En 1960, el ex embajador norteamericano en Cuba, Earl Smith, declaró
ante una subcomisión del Senado: «Hasta el arribo de Castro al poder,
los Estados Unidos tenían tenían en Cuba una influencia de tal manera
irresistible que el embajador norteamericano era el segundo personaje
del país, a veces aún más importante que el presidente cubano».
Cuando cayó Batista, Cuba vendía casi todo su azúcar en Estados Unidos.
Cinco años antes, un joven abogado revolucionario había profetizado
certeramente, ante quienes lo juzgaban por el asalto al cuartel Moncada,
que la historia lo absolvería: había dicho en su vibrante alegato: «Cuba
sigue siendo una factoría productora de materia prima.
Se exporta azúcar para importar caramelo... ». Cuba compraba en Estados
Unidos no solo los automóviles y las máquinas, los productos químicos,
el papel y la ropa, sino también arroz y frijoles, ajos y cebollas,
grasas, carne y algodón. Venían helados de Miami, panes de Atlanta y
hasta cenas de lujo desde París. El país del azúcar importaba cerca
de la mitad de las frutas y las verduras que consumía, aunque solo la
tercera parte de su población activa tenía trabajo permanente y la mitad
de las tierras de los centrales azucareros eran extensiones baldías
donde empresas no producían nada. Trece ingenios norteamericanos disponían
de más de 47 por ciento del área azucarera total y ganaban alrededor
de 180 millones de dólares por cada zafra. La riqueza del subsuelo –níquel,
hierro, cobre, manganeso, cromo, tungsteno- formaba parte de las reservas
estratégicas de los Estados Unidos, cuyas empresas apenas explotaban
los minerales de acuerdo con las variables urgencia del ejército y la
industria del norte. Había en Cuba, 1958, más prostitutas registradas
que obreros mineros. Un millón y medio de cubanos sufría el desempleo
total o parcial, según las investigaciones de Seuret y Pino que cita
Núñez Jiménez.
La economía del país se movía al ritmo de las zafras. El poder de compra
de las exportaciones cubanas entre 1952 y 1956 no superaba el nivel
de treinta años atrás, aunque las necesidades de divisas eran mayores.
En los años treinta, cuando la crisis consolidó la dependencia de la
economía cubana en lugar de contribuir a romperla, se había llegado
al colmo de desmontar fábricas recién instaladas para venderlas a otros
países. Cuando triunfó la revolución, el primer día de 1959, el desarrollo
industrial de Cuba era muy pobre y lento, más de la mitad de la producción
estaba concentrada en La Habana y las pocas fábricas con tecnología
moderna se teledirigían desde los Estados Unidos. Un economista cubano,
Regino Boti, coautor de las tesis económicas de los guerrilleros de
la sierra, cita el ejemplo de una filial de la Nestlé que producía leche
concentrada en Bayamo: «En caso de accidente, el técnico telefoneaba
a Connecticut y señalaba que en su sector tal o cual cosa no marchaba.
Recibía en seguida instrucciones sobre las medidas a tomar y las ejecutaba
mecánicamente... Si la operación no resultaba exitosa, cuatro horas
más tarde llegaba un avión transportando un equipo de especialistas
de alta calificación que arreglaban todo. Después de la nacionalización
ya no se podía telefonear para pedir socorro y los raros técnicos que
hubieran podido reparar los desperfectos secundario habían partido».
El testimonio ilustra cabalmente las dificultades que la Revolución
encontró desde que se lanzó a la aventurera de convertir a la colonia
en patria.
Cuba tenía las piernas cortadas por el estatuto de la dependencia y
no le ha resultado nada fácil echarse a andar por su propia cuenta.
La mitad de los niños cubanos no iba a la escuela en 1958, pero la ignorancia
era, como denunciara Fidel Castro tantas veces, mucho más vasta y más
grave que el analfabetismo. La gran campaña de 1961 movilizó a un ejército
de jóvenes voluntarios para enseñar a leer y a escribir a todos los
cubanos y los resultados asombraron al mundo: Cuba ostenta actualmente,
según la Oficina Internacional de Educación de la UNESCO, el menor porcentaje
de analfabetos y el mayor porcentaje de población escolar, primaria
y secundaria, de América Latina. Sin embargo, la herencia maldita de
la ignorancia no se supera en una noche y un día –ni en doce años. La
falta de cuadros técnicos eficaces, la incompetencia de la administración
y la desorganización del aparato productivo, el burocrático temor a
la imaginación creadora y a la libertad de decisión, continúan interponiendo
obstáculos al desarrollo del socialismo. Pero pese a todo el sistema
de impotencias forjado por cuatro siglos y medio de historia de la opresión,
Cuba está naciendo, con entusiasmo que no cesa, de nuevo: mide sus fuerzas,
alegría y desmesura, ante los obstáculos.
El azúcar era el cuchillo y el imperio el asesino
«Edificar sobre el azúcar ¿es mejor que edificar sobre la arena?», se
preguntaba Jean- Paul-Sartre en 1960, desde Cuba.
En el muelle del puerto de Guayabàl, que exporta azúcar a granel, vuelan
los alcatraces sobre un galpón gigantesco. Entro y contemplo, atónito,
una pirámide dorada de azúcar. A medida que las compuertas se abren,
por debajo, para que las tolvas conduzcan el cargamento, sin embolsar,
hacia los buques, la rajadura del techo va dejando caer nuevos chorros
de oro, azúcar recién transportada desde los molinos de los ingenios.
La luz del sol se filtra y les arranca destellos.
Vale unos cuatro millones de dólares esta montaña tibia que palpo y
no me alcanza la mirada para recorrerla. Pienso que aquí se resume toda
la euforia y el drama de esta zafra récord de 1970 que quiso, pero no
pudo, pese al esfuerzo sobrehumano, alcanzar los diez millones de toneladas.
Y una historia mucho más larga resbala, con el azúcar, ante la mirada.
Pienso en el reino de la Francisco Sugar Co., la empresa de Allen Dulles,
donde he pasado una semana escuchando las historias del pasado y asistiendo
al nacimiento futuro: Josefina, hija de caridad Rodríguez, que estudia
en un aula que antes era celda del cuartel, en el preciso lugar donde
su padre fue preso y torturado antes de morir; Antonio Bastidas, el
negro de setenta años que una madrugada de este año se colgó con ambos
puños de la palanca de la sirena porque el ingenio había sobrepasado
la meta y gritaba: «¡Carajo!», gritaba: «¡Cumplimos, carajo!», y no
había quien le sacara la palanca de las manos crispadas mientras la
sirena, que había despertado al pueblo, estaba despertando a toda Cuba;
historias de desalojos, de sobornos, de asesinatos, el hambre y los
extraños oficios que la desocupación, obligatoria durante más de la
mitad de cada año, engendraba: cazador de grillos en los plantíos, por
ejemplo. Pienso que la desgracia tenía el vientre hinchado, ahora se
sabe.
No murieron en vano los que murieron: Amancio Rodríguez, por ejemplo,
acribillado a tiros por los rompehuelgas en una asamblea, que había
rechazado furioso un cheque en blanco de la empresa y cuando sus compañeros
lo fueron a enterrar descubrieron que no tenía calzoncillos ni medias
para llevarse al cajón, o por ejemplo Pedro Plaza, que a los veinte
años fue detenido y condujo el camión de soldados hacia las minas que
él mismo había sembrado y voló con el camión y los soldados.
Y tantos otros, en esa localidad y en todas las demás: «Aquí las familias
quieren mucho a los mártires – me ha dicho un viejo cañero- , pero después
de muertos. Antes eran puras quejas». Pienso que no resultaba casual
que Fidel Castro reclutara a las tres cuartas partes de sus guerrilleros
entre los campesinos, hombres del azúcar, ni que la provincia de Oriente
fuera, a la vez la mayor fuente de azúcar y de sublevaciones en toda
la historia de Cuba.
Me explico el rencor acumulado: después de la gran zafra de 1961, la
revolución optó por vengarse del azúcar. El azúcar era la memoria viva
de la humillación. ¿Era también, el azúcar un destino? ¿Se convirtió
luego en una penitencia? ¿Puede ser ahora una palanca, la catapulta
del desarrollo económico? Al influjo de una justa impaciencia, la revolución
abatió numerosos cañaverales y quiso diversificar, en un abrir y cerrar
de ojos, la producción agrícola: no cayó en el tradicional error de
dividir los latifundios en minifundios improductivos, pero cada finca
socializada acometió de golpe cultivos excesivamente variados. Había
que realizar importaciones en gran escala para industrializar el país,
aumentar la productividad agrícola y satisfacer muchas necesidades de
consumo que la revolución, al redistribuir la riqueza, acrecentó enormemente.
Sin las grandes zafras del azúcar, ¿de dónde obtener las divisas necesarias
para esas importaciones? El desarrollo de la minería, sobre todo el
níquel, exige grandes inversiones, que se están realizando, y la producción
pesquera se ha multiplicado por ocho gracias al crecimiento de la flota,
lo cual también ha exigido inversiones gigantes; los grandes planes
de producción de cítricos están en ejecución, pero los años que separan
a la siembra de la cosecha obligan a la paciencia. La revolución descubrió,
entonces, que había confundido el cuchillo con el asesino. El azúcar,
que había sido el factor del sudesarrollo, pasó a convertirse en un
instrumento del desarrollo. No hubo más remedio que utilizar los frutos
del monocultivo y la dependencia, nacidos de la incorporación de Cuba
al mercado mundial, para romper el espinazo del monocultivo y la dependencia.
Porque los ingresos que el azúcar proporciona ya no se utilizan en consolidar
la estructura del sometimiento . Las importaciones de maquinarias y
de instalaciones industriales crecieron en un cuarenta por ciento desde
1958; el excedente económico que el azúcar genera se moviliza para desarrollar
las industrias básicas y para que no queden tierras ociosas ni trabajadores
condenados a la desocupación. Cuando cayó la dictadura de Batista, había
en Cuba cinco mil tractores y trescientos automóviles. Hoy hay cincuenta
mil tractores, aunque en buena medida se los desperdicia por las graves
deficiencias de organización, y de aquella flota de automóviles, en
su mayoría modelos de lujo, no restan más que algunos ejemplares dignos
del museo de la chatarra. La industria del cemento y las plantas de
electricidad han cobrado un asombroso impulso; las nuevas fábricas de
fertilizantes han hecho posible que hoy se utilicen cinco veces más
abonos que en 1958. Los embalses, creados por todas partes, contienen
hoy un caudal de agua setenta y tres veces mayor que el total de agua
embalsada en 1958 y han avanzado con botas de siete leguas las áreas
de riego. Nuevos caminos, abiertos por toda Cuba, han roto la incomunicación
de muchas regiones que parecían condenadas al aislamiento eterno. Para
aumentar la magra producción de leche del ganado cebú, se han traído
a Cuba trozos de raza Holstein con los que, mediante la inseminación
artificial, se han hecho nacer ochocientas mil vacas de cruza.
Grandes progresos se han realizado en la mecanización del corte y el
alza de la caña, en buena medida en base a las invenciones cubanas,
aunque todavía resultan insuficientes. Un nuevo sistema de trabajo se
organiza, con dificultades, para ocupar el lugar del viejo sistema desorganizado
por los cambios que la revolución trajo consigo. Los macheteros profesionales,
presidiarios del azúcar, son en Cuba una especie extinguida: también
para ellos la revolución implicó la libertad de elegir otros oficios
menos pesados, y para sus hijos, la posibilidad de estudiar, mediante
becas, en las ciudades. La redención de los cañeros ha provocado, en
consecuencia, precio inevitable, severos trastornos para la economía
de la isla. En 1970 Cuba debió utilizar el triple de trabajadores para
la zafra, en su mayoría voluntarios o soldados o trabajadores de otros
sectores, con los que se perjudicaron las demás actividades del campo
y de la ciudad: las cosechas de otros productos, el ritmo de trabajo
de las fábricas. Y hay que tener en cuenta, en este sentido, que en
una sociedad socialista, a diferencia de la sociedad capitalista, los
trabajadores ya no actúan urgidos por el miedo a la desocupación ni
por la codicia. Otros motores la solidaridad, la responsabilidad colectiva,
la toma de conciencia de los deberes y los derechos que lanzan al hombre
más allá del egoísmo- deben ponerse en funcionamiento. Y no se cambia
la conciencia de un pueblo entero en un santiamén. Cuando la revolución
conquistó el poder, según Fidel Castro, la mayoría de los cubanos no
era ni siquiera antiimperialista. Los cubanos se fueron radicalizando
junto con su revolución, a medida que se sucedían los desafíos y las
respuestas, los golpes y los contragolpes entre La Habana y Washington,
y a medida que se iban convirtiendo en hechos concretos las promesas
de justicia social. Se construyeron ciento setenta hospitales nuevos
y otros tantos policlínicos y se hizo gratuita la asistencia social.
Se construyeron ciento setenta hospitales nuevos y otros tantos policlínicos
y se hizo gratuita la asistencia médica; se multiplicó por tres la cantidad
de estudiantes matriculados a todos los niveles y también la educación
se hizo gratuita; las becas benefician hoy a más de trescientos mil
niños y jóvenes y se han multiplicado los internados y los círculos
infantiles. Gran parte de la población no paga alquiler y ya son gratuitos
los servicios de agua, luz, teléfono, funerales y espectáculos deportivos.
Los gastos en servicios sociales crecieron cinco veces en pocos años.
Pero ahora que todos tienen educación y zapatos, las necesidades se
van multiplicando geométricamente y la producción solo puede crecer
aritméticamente. La presión del consumo, que es ahora consumo de todos
y no de pocos, también obliga a Cuba al aumento rápido de las exportaciones,
y el azúcar continúa siendo la mayor fuente de recursos. En verdad,
la revolución está viviendo tiempos duros, difíciles, de transición
y sacrificio. Los propios cubanos han terminado de confirmar que el
socialismo se construye con los dientes apretados y que la revolución
no es ningún paseo. Al fin y al cabo, el futuro no sería de esta tierra
si viniera regalado. Hay escasez, es cierto, de diversos productos:
en 1970 faltan frutas y heladeras, ropa; las colas, muy frecuentes,
no solo resultan de la desorganización de la distribución. La causa
esencial de la escasez es la nueva abundancia de consumidores: ahora
el país pertenece a todos. Se trata, por lo tanto, de una escasez de
signo inverso a la que padecen los demás países latinoamericanos.
En el mismo sentido operan los gastos de defensa. Cuba está obligada
a dormir con los ojos abiertos, y también eso resulta, en términos económicos,
muy caro. Esta revolución acosada, que ha debido soportar invasiones
y sabotajes sin tregua, no cae porque –extraña dictadura- la defiende
su pueblo en armas. Los expropiadores expropiados no se resignan. En
abril de 1961, la brigada que desembarcó en Playa Girón no estaba formada
solamente por los viejos militares y policías de Batista, sino también
por los dueños de más de 370 mil hectáreas de tierra, casi diez mil
inmuebles, setenta fábricas, diez centrales azucareros, tres barcos,
cinco minas y doce cabarets. El dictador de Guatemala, Miguel Idígoras,
cedió campos de entrenamiento a los expedicionarios a cambio de las
empresas que los norteamericanos le formularon, según él mismo confesó
más tarde: dinero constante y sonante, que nunca le pagaron, y un aumento
de la cuota gualtemalteca de azúcar en el mercado de los Estados Unidos.
En 1965, otro país azucarero, la República Dominicana, sufrió la invasión
de unos cuarenta mil marines dispuestos «a pertenecer indefinidamente
en este país, en vista de la confusión reinante», según declaró su comandante,
el general Bruce Palmer. La caída vertical de los precios del azúcar
había sido uno de los factores que hicieron estallar la indignación
popular; el pueblo se levantó contra la dictadura militar y las tropas
norteamericanas no demoraron en restablecer el orden. Dejaron cuatro
mil muertos en los combates que los patriotas libraron, cuerpo a cuerpo,
entre el río Ozama y el Caribe, en un barrio acorralado de la ciudad
de Santo Domingo .
La Organización de Estados Americanos –que tiene la memoria del burro,
porque no olvida nunca dónde come- bendijo la invasión y la estimuló
con nuevas fuerzas. Había que matar el germen de otra Cuba.
Gracias al sacrificio de los esclavos en el Caribe, nacieron la máquina
de James Watt y los cañones de Washington
El Che Guevara decía que el subdesarrollo es un enano de cabeza enorme
y panza hinchada: sus piernas débiles y sus brazos cortos no armonizan
con el resto del cuerpo. La Habana resplandecía, zumbaban los cadillacs
por sus avenidas de lujo y en el cabaret más grande del mundo ondulaban,
al ritmo de Lecuona, las vedettes más hermosas, mientras tanto, en el
campo cubano, solo uno de cada diez obreros agrícolas bebía leche, apenas
un cuatro por ciento consumía carne y, según el Consejo Nacional de
Economía, las tres quintas partes de los trabajadores rurales ganaban
salarios que eran tres o cuatro veces inferiores al costo de la vida.
Pero el azúcar no solo produjo enanos. También produjo gigantes o, al
menos, contribuyó intensamente al desarrollo de los gigantes. El azúcar
del trópico latinoamericano aportó un gran impulso a la acumulación
de capitales para el desarrollo industrial de Inglaterra, Francia, Holanda
y, también, de los Estados Unidos, al mismo tiempo que mutiló la economía
del nordeste de Brasil y de las islas del caribe y selló la ruina histórica
de África. El comercio triangular entre Europa, África y América tuvo
por viga maestra el tráfico de esclavos con destino a las plantaciones
de azúcar. «La historia de un grano de azúcar es toda una lección de
economía política, de política y también de moral». Decía Augusto Cochin.
Las tribus de África occidental vivían planeando entre sí, para aumentar,
con los prisioneros de guerra, sus reservas de esclavos. Pertenecían
a los dominios coloniales de Portugal, pero los portugueses no tenían
naves ni artículos industriales que ofrecer en la época del auge de
la trata de negros, y se convirtieron en meros intermediarios entre
los capitanes negreros de otras potencias y los reyezuelos africanos.
Inglaterra fue, hasta que ya no le resultó conveniente, la gran campeona
de la compra y venta de carne humana.
Los holandeses tenían, sin embargo, más larga tradición en el negocio,
porque Carlos V les había regalado el monopolio del transporte de negros
a América tiempo antes de que Inglaterra obtuviera el derecho de introducir
esclavos en las colonias ajenas.
Y en cuanto a Francia, Luis XIV, el Rey Sol, compartía con el rey de
España la mitad de las ganancias de la Compañía de Guinea, formada en
1701 para el tráfico de esclavos hacia América, y su ministro Colbert,
artífice de la industrialización francesa, tenía motivos para afirmar
que la trata de negros era «recomendable para el progreso de la marina
mercante nacional».
Adam Smith decía que el descubrimiento de América había «elevado el
sistema mercantil a un grado de esplendor y gloria que de otro modo
no hubiera alcanzado jamás». Según Sergio Bagú, el más formidable motor
de acumulación de capital mercantil europeo fue la esclavitud americana;
a su vez, ese capital resultó «la piedra fundamental sobre la cual se
construyó el gigantesco capital industrial de los tiempos contemporáneos».
La resurrección de la esclavitud grecorromana en el Nuevo Mundo tuvo
propiedades milagrosas: multiplicó las naves, las fábricas, los ferrocarriles
y los bancos de países que no estaban en el origen ni, con excepción
de los Estados Unidos, tampoco en el destino de los esclavos que cruzaban
el Atlántico. Entre los albores del siglo XVI y la agonía del siglo
XIX, varios millones de africanos, no se sabe cuántos, atravesaron el
océano; se sabe, sí, que fueron muchos más que los inmigrantes blancos,
provenientes de Europa, aunque, claro está, muchos menos sobrevivieron.
Del Potomac al río de la Plata, los esclavos edificaron la casa de sus
amos, talaron los bosques, cortaron y molieron las cañas de azúcar,
plantaron algodón, cultivaron cacao, cosecharon café y tabaco y rastrearon
los cauces en busca de oro. ¿A cuántas Hiroshimas equivalieron sus exterminios
sucesivos? Como decía un plantador inglés de Jamaica, «a los negros
es más fácil comprarlos que criarlos».
Caio Prado calcula que hasta principios del siglo XIX habían llegado
a Brasil entre cinco y seis millones de africanos; para entonces, ya
Cuba era un mercado de esclavos tan grande como lo había sido, antes,
todo el hemisferio occidental.
Allá por 1562, el capitán John Hawkins había arrancado trescientos negros
de contrabando de la Guinea portuguesa. La reina Isabel se puso furiosa:
«Esta aventura –sentenció- clama venganza del cielo». Pero Hawkins le
contó que en el Caribe había obtenido, a cambio de los esclavos, un
cargamento de azúcar y pieles, perlas y jengibre. La reina perdonó al
pirata y se convirtió en su socia comercial. Un siglo después, el duque
de York marcaba al hierro candente sus iniciales, DY, sobre la nalga
izquierda o el pecho de los tres mil negros que anualmente conducía
su empresa hacia las «islas del azúcar». La Real Compañía Africana,
entre cuyos accionistas figuraba el rey Carlos II, daba un trescientos
por ciento de dividendos, pese a que, de los 70 mil esclavos que embarcó
entre 1680 y 1688, solo 46 mil sobrevivieron a la travesía. Durante
el viaje, numerosos africanos morían víctima de epidemias o desnutrición,
o se suicidaban negándose a comer, ahorcándose con sus cadenas o arrojándose
por la borda al océano erizado de aletas de tiburones. Lenta pero firmemente,
Inglaterra iba quebrando la hegemonía holandesa en la trata de negros.
La South Sea Company fue la principal usufructuaria del «derecho de
asiento» concedido a los ingleses por España, y en ella estaban envueltos
los más prominentes personajes de la política y las finanzas británicas;
el negocio, brillante como ninguno, enloqueció a la bolsa de valores
de Londres y desató una especulación de leyenda.
El transporte de esclavos elevó a Bristol, sede de astilleros, al rango
de segunda ciudad de Inglaterra, y convirtió a Liverpool en el mayor
puerto del mundo. Partían los navíos con sus bodegas cargadas de armas,
telas, ginebra, ron, chucherías y vidrios de colores, que serían el
medio de pago para la mercadería humana de África, que a su vez pagaría
el azúcar, el algodón, el café y el cacao de las plantaciones coloniales
de América. Los ingleses imponían su reinado sobre los mares. A fines
del siglo XVIII, África y el Caribe daban trabajo a ciento ochenta mil
obreros textiles en Manchester; de Sheffield provenían los cuchillos,
y de Birmingham, 150 mil mosquetes por año. Los caciques africanos recibían
las mercancías de la industria británica y entregaban los cargamentos
de esclavos a los capitanes negreros. Disponían, así de nuevas armas
y abundante aguardiente para emprender las próximas cacerías en las
aldeas. También proporcionaban marfiles, ceras y aceite de palma. Muchos
de los esclavos provenían de la selva y no habían visto nunca el mar;
confundían los rugidos del océano con los de algunas bestias sumergida
que los esperaba para devorarlos o, según el testimonio de un traficante
de la época, creían, y en cierto modo no se equivocaban, que «iban a
ser llevados como carneros al matadero, siendo su carne muy apreciada
por los europeos». De muy poco servían los látigos de siete colas para
contener la desesperación suicida de los africanos.
Los «fardos» que sobrevivían al hambre, las enfermedades y el hacinamiento
de la travesía, eran exhibidos en andrajos, pura piel y huesos, en la
plaza pública, luego de desfilar por las calles coloniales al son de
las gaitas. A las que llegaban al caribe demasiado exhaustos se los
podía cebar en los depósitos de esclavos antes de lucirlos a los ojos
de los compradores; a los enfermos se los dejaba morir en los muelles.
Los esclavos eran vendidos a cambio de dinero en efectivo o pagarés
a tres años de plazo. Los barcos zarpaban de regreso a Liverpool llevando
diversos productos tropicales: a comienzos del siglo XVIII, las tres
cuartas partes del algodón que hilaba la industria textil inglesa provenían
de las Antillas, aunque luego Giorgia y Lousiana serían sus principales
fuentes; a mediados del siglo, había ciento veinte refinerías de azúcar
en Inglaterra.
Un inglés podía vivir, en aquella época, con unas seis libras al año;
los mercaderes de esclavos de Liverpool sumaban ganancias anuales por
más de un millón cien mil libras, contando exclusivamente el dinero
obtenido en el Caribe y sin agregar los beneficios del comercio adicional.
Diez grandes empresas controlaban los dos tercios del tráfico. Liverpool
inauguró un nuevo sistema de muelles; cada vez se construían más buques,
más largos y de mayor calado. Los orfebres ofrecían «candados y collares
de plata para negros y perros», las damas elegantes se mostraban en
público acompañadas de un mono vestido con jubón bordado y un niño esclavo,
con turbante y bombachudos de seda. Un economista describía por entonces
la trata de negros como «el principio básico y fundamental de todo lo
demás; como el principal resorte de la máquina que pone en movimiento
cada rueda del engranaje».
Se propagaban los bancos en Liverpool y Manchester, Bristol, Londres
y Glasgow; la empresa de seguros Lloyd’s acumulaba ganancias asegurando
esclavos, buque y plantaciones. Desde muy temprano, los avisos del London
Gazette indicaban que los esclavos fugados debían ser devueltos a Lloyd’s.
Con fondos del comercio negrero se construyó el gran ferrocarril inglés
del oeste y nacieron industrias como las fábricas de pizarras de Gales.
El capital acumulado en el comercio triangular –manufacturas, esclavos,
azúcar- hizo posible la invención de la máquina de vapor. Eric Williams
lo afirma en su documentada obra sobre el tema.
A principios del siglo XIX, Gran Bretaña se convirtió en la principal
impulsora de la campaña antiesclavista. La industria inglesa ya necesitaba
mercados internacionales con mayor poder adquisitivo, lo que obligaba
a la propagación del régimen de salarios. Además, al establecerse el
salario en las colonias inglesas del caribe, el azúcar brasileño, producido
con mano de obra esclava, recuperaba ventajas por sus bajos costos comparativos
. La Armada británica se lanzaba al asalto de los buques negreros, pero
el tráfico continuaba creciendo para abastecer a Cuba y a Brasil. Antes
de que los botes ingleses llegaran a los navíos piratas, los esclavos
eran arrojados por la borda: adentro solo se encontraba el olor, las
calderas calientes y un capitán muerto de risa en cubierta. La represión
del tráfico elevó los precios y aumentó enormemente las ganancias. A
mediados del siglo, los traficantes entregaban un fusil viejo por cada
esclavo vigoroso que arrancaban del África, para luego venderlo en Cuba
a más de seiscientos dólares.
Las pequeñas islas del caribe habían sido infinitamente más importantes,
para Inglaterra, que sus colonias del norte. A Barbados, Jamaica y Montserrat
se les prohibía fabricar una aguja o una herradura por cuenta propia.
Muy diferente era la situación de Nueva Inglaterra, y ello facilitó
su desarrollo económico y, también, su independencia política.
Por cierto que la trata de negros en Nueva Inglaterra dio origen a gran
parte del capital que facilitó la revolución industrial en Estados Unidos
de América. A mediados del siglo XVIII, los barcos negreros del norte
llevaban desde Boston, Newport o Providence barriles llenos de ron hasta
las costas de África; en África los cambiaban por esclavos; vendían
los esclavos en el Caribe y de allí traían la melaza a Massachusetts,
donde se destilaba y se convertía, para completar el ciclo, en ron.
El mejor ron de las Antillas, el West Indian Rum, no se fabricaba en
las Antillas. Con capitales obtenidos de este tráfico de esclavos, los
hermanos Brown, de Providence, instalaron el horno de fundición que
proveyó de cañones al general George Washington para la guerra de la
independencia.
Las plantaciones azucareras del Caribe, condenadas como estaban al monocultivo
de la caña, no solo pueden considerarse el centro dinámico del desarrollo
delas «trece colonias» por el aliento que la trata de negros brindó
a la industria naval y a las destilerías de Nueva Inglaterra. También
constituyeron el gran mercado para el desarrollo de las exportaciones
de víveres, maderas e implementos diversos con destino a los ingenios,
con lo cual dieron viabilidad económica a la economía granjera y precozmente
manufacturera del Atlántico norte. En gran escala, los navíos fabricados
por los astilleros de los colonos del norte llevaban al caribe peces
frescos y ahumados, avena y granos, frijoles, harina, manteca, queso,
cebollas, caballos y bueyes, velas y jabones, telas, tablas de pino,
roble y cedro para las cajas de azúcar (Cuba contó con la primera sierra
de vapor que llegó a la América hispánica pero no tenía madera que cortar)
y duelas, arcos, aros, argollas y clavos.
Así se iba trasvasando la sangre por todos estos procesos. Se desarrollaban
los países desarrollados de nuestros días; se subdesarrollaban los subdesarrollados.
El arcoriris es la ruta del retorno a Guinea.
En 1518 el licenciado Alonso Zuazo escribía a Carlos V desde Dominicana:
«Es vano el temor de que los negros puedan sublevarse: viudas hay en
las islas de Portugal muy sosegadas con ochocientos esclavos: todo está
en cómo son gobernados.
Yo hallé al venir algunos negros ladinos, otros huidos a monte; azoté
a unos, corté las orejas a otros; y ya no se ha venido más queja». Cuatro
años después estalló la primera sublevación de esclavos en América:
los esclavos de Diego Colón, hijo del descubridor, fueron los primeros
en levantarse y terminaron colgados de las horcas en los senderos del
ingenio. Se sucedieron otras rebeliones en Santo Domingo y luego en
todas las islas azucareras del Caribe. Un par de siglos después del
sobresalto de Diego Colón, en el otro extremo de la misma isla, los
esclavos cimarrones huían a las regiones más elevadas de Haití y en
las montañas reconstruían la vida africana: los cultivos de alimentación,
la adoración de los dioses, las costumbres.
El arcoiris señala todavía, en la actualidad, la ruta del retorno a
Guinea para el pueblo de Haití. En una nave blanca... En la Guayana
holandesa, a través del río Courantyne, sobreviven desde hace tres siglos
las comunidades de los djuntas, descendientes de esclavos que habían
huido por los bosques de Surinam. En estas aldeas, subsisten «santuarios
similares a los de Guinea, y se cumplen danzas y ceremonias que podrían
celebrarse en Ghana. Se utiliza el lenguaje de los tambores, muy parecido
a los tambores de Ashanti». La primera gran rebelión de los esclavos
de la Guayana ocurrió cien años después de la fuga de los djukas: los
holandeses recuperaron las plantaciones y quemaron a fuego lento a los
líderes de los esclavos. Pero tiempo antes del éxodo de los djukas,
los esclavos cimarrones de Brasil habían organizado el reino negro de
los Palmares, en el nordeste de Brasil, y victoriosamente resistieron,
durante todo el siglo XVIII, el asedio de las decenas de expediciones
militares que lanzaron para abatirlo, una tras otra, los holandeses
y los portugueses. Las embestidas de militares de soldados nada podían
contra las tácticas guerrilleras que hicieron invencible, hasta 1963,
el vasto refugio.
El reino independiente de los Palmares –convocatoria a la rebelión,
bandera de la libertad- se había organizado como un estado «a semejanza
de los muchos que existían en África en el siglo XVIII». Se extendía
desde las vecindades del cabo de santo Agostinho, en Pernambuco, hasta
la zona norteña del río San Francisco, en Halagaos: equivalía a la tercera
parte del territorio de Portugal y estaba rodeado por un espeso cerco
de selvas salvajes. En plena época de las plantaciones azucareras omnipotentes,
Palmares era el único rincón de Brasil donde se desarrollaba el policultivo.
Guiados por la experiencia adquirida por ellos mismos o por sus antepasados
en las sabanas y en las selvas tropicales de África, los negros cultivaban
el maíz, el boniato, los frijoles, la mandioca, las bananas y otros
alimentos.
No en vano, la destrucción de los cultivos aparecería como el objetivo
principal de las tropas coloniales lanzadas a la recuperación de los
hombres que, tras la travesía del mar con cadenas en los pies, habían
desertado de las plantaciones. La abundancia de alimentos de Palmares
contrastaba con las penurias que, en plena prosperidad, padecían las
zonas azucareras del litoral. Los esclavos que habían conquistado la
libertad la defendían con habilidad y coraje porque compartían sus frutos:
la propiedad de la tierra era comunitaria y no circulaba el dinero en
el estado negro. «No figuraba en la historia universal ninguna rebelión
de esclavos tan prolongada como la de Palmares. La de Espartaco, que
conmovió el sistema esclavista más importante de la antigüedad, duró
dieciocho meses». Para la batalla final, la corona portuguesa movilizó
el mayor ejército conocido hasta la muy posterior independencia de Brasil.
No menos de diez mil personas defendieron la última fortaleza de Palmares;
los sobrevivientes fueron degollados, arrojados a los precipicios o
vendidos a los mercaderes de Río de Janeiro y Buenos Aires. Dos años
después, el jefe Zumbi, a quien los esclavos consideraban inmortal,
no pudo escapar a una traición. Lo acorralaron en la selva y le cortaron
la cabeza. Pero las rebeliones continuaron. No pasaría mucho tiempo
antes de que el capitán Bartolomeu Bueno Do Prado del río das Mortes
con sus trofeos de la victoria contra una nueva sublevación de esclavos.
Traía tres mil novecientos pares de orejas en las alforjas de los caballos.
También en Cuba se sucederían las sublevaciones. Algunos esclavos se
suicidaban en grupo; burlaban al amo «con su huelga y su inacabable
cimarronería por el otro mundo», dice Fernando Ortiz. Creían que así
resucitarían castrados, mancos o decapitados, y de este modo conseguían
que muchos renunciaran a la idea de matarse. Allá por 1870, según la
reciente versión de un esclavo que en su juventud había huido a los
montes de Las Villas, los negros ya no se suicidaban en Cuba. Mediante
un cinturón mágico, «se iban volando, volaban por el cielo y cogían
para su tierra», o se perdían en la sierra porque «cualquiera se cansaba
de vivir. Los que se acostumbraban tenían el espíritu flojo. La vida
en el monte era más saludable».
Los dioses africanos continuaban vivos entre los esclavos de América
como vivas continuaban, alimentadas por la nostalgia, las leyendas y
los mitos de las patrias perdidas. Parece evidente que los negros expresaban
así, en sus ceremonias, en sus danzas, en sus conjuros, la necesidad
de afirmación de una identidad cultural que el cristianismo negaba.
Pero también ha de haber influido el hecho de que la iglesia estuviera
materialmente asociada al sistema de explotación que sufrían. A comienzos
del siglo XVIII, mientras en las islas inglesas los esclavos convictos
de crímenes morían aplastados entre los tambores de los trapiches de
azúcar y en las colonias francesas se los quemaba vivos o se los sometía
al suplicio de la rueda, el jesuita Antonil formulaba dulces recomendaciones
a los dueños de ingenios en Brasil, para evitar excesos semejantes:
«A los administradores no se les debe consentir de ninguna manera dar
puntapiés principalmente en la barriga de las mujeres que andan preñadas
ni dar garrotazos a los esclavos, porque en la cólera no se miden los
golpes y pueden herir en la cabeza a un esclavo eficiente, que vale
mucho dinero, y perderlo». En Cuba, los mayorales descargaban sus látigos
de cuero o cáñamo sobre las espaldas de las esclavas embarazadas que
habían incurrido en falta, pero no sin antes acostarlas boca abajo,
con el vientre en un hoyo, para no estropear la «pieza» nueva en gestación.
Los sacerdotes, que recibían como diezmo el cinco por ciento de la producción
de azúcar, daban su absolución cristiana: el mayoral castigaba como
Jesucristo a los pecadores. El misionero apostólico Juan Perpiñá y Pibernat
publicaba sus sermones a los negros: «¡Pobrecitos! No os asustéis porque
sean muchas las penalidades que tengáis que sufrir como esclavos. Esclavo
puede ser vuestro cuerpo: pero libre tenéis el alma para volar un día
a la feliz mansión de los escogidos ». El dios de los parias no es siempre
el mismo que el dios del sistema que los hace parias. Aunque la religión
católica abarca, en la información oficial, el 94 por ciento de la oblación
de Brasil, en la realidad la población negra conserva vivas sus tradiciones
africanas y viva perpetúa su fe religiosa, a menudo camuflada tras las
figuras sagradas del cristianismo. Los cultos de raíz africana encuentran
amplia proyección entre los oprimidos –cualquiera que sea el color de
su piel. Otro tanto ocurre en las Antillas. Las divinidades del vudú
de Haití, el bembé de Cuba y la umbanda y la quimbanda de Brasil son
más o menos las mismas, pese a la mayor o menor transfiguración que
han sufrido, al nacionalizarse en tierras de América, los ritos y los
dioses originales. En el Caribe y en Bahía se entonan los cánticos ceremoniales
en nagó, yoruba, congo y otras lenguas africanas. En los suburbios de
las grandes ciudades del sur de Brasil, en cambio, predomina la lengua
portuguesa, pero han brotado de la costa del oeste de África las divinidades
del bien y del mal que han atravesado los siglos para transformarse
en los fantasmas vengadores de los marginados, la pobre gente humillada
que clama en las favelas de Río de Janeiro:
Fuerza bahiana,
Fuerza africana,
Fuerza divina,
Ven acá.
Ven a ayudarnos
La venta de campesinos
En 1888 se abolió la esclavitud en Brasil. Pero no se abolió el latifundio
y ese mismo año un testigo escribía desde Ceará: «El mercado de ganado
humano no estuvo abierto mientras duró el hambre, pues compradores nunca
faltaron. Raro era el vapor que no conducía gran número de cearenses».
Medio millón de nordestinos emigraron a la Amazonia, convocados por
los espejismos del caucho, hasta el filo del siglo; desde entonces el
éxodo continuó, al impulso de las periódicas sequías que han asolado
el sertao y de las sucesivas oleadas de expansión de los latifundios
azucareros de la zona de mata. En 1900 cuarenta mil víctimas de la sequía
abandonaron Ceará. Tomaban el camino por entonces habitual: la ruta
del norte hacia la selva. Después, el itinerario cambió. En nuestros
días los nordestinos emigran hacia el centro y el sur de Brasil. La
sequía de 1970 arrojó muchedumbres hambrientas sobre las ciudades del
nordeste.
Saquearon trenes y comercios; a gritos imploraban la lluvia a San José.
Los “flagelados” se lanzaron a los caminos. Un cable de abril de 1970
informa: «La policía del estado de Pernambuco detuvo el domingo último
en el municipio de Belém de San Francisco, a 210 campesinos que serían
vendidos a propietarios rurales del estado de Minas Gerais a dieciocho
dólares por cabeza ». Los campesinos provenían de Praíba y Río Grande
do Norte, los dos estados más castigados por la sequía. En junio, los
teletipos trasmiten las declaraciones del jefe de la policía federal:
sus servicios aún no disponen de los medios eficaces para poner término
al tráfico de esclavos, y aunque en los últimos meses se han iniciado
diez procedimientos de investigación, continúa la venta de trabajadores
del nordeste a los propietarios ricos de otras zonas del país.
El boom del caucho y el auge del café implicaron grandes levas de trabajadores
nordestinos. Pero también el gobierno hace uso de este caudal de mano
de obra barata, formidable ejército de reserva para las grandes obras
públicas. Del nordeste vinieron, acarreados como ganado, los hombres
desnudos que en una noche y un día levantaron la ciudad de Brasilia
en el centro del desierto. Esta ciudad, la más moderna, del mundo, está
hoy cercada por un vasto cinturón de miseria: terminado su trabajo,
los candangos fueron arrojados a las ciudades satélites.
En ellas, trescientos mil nordestinos, siempre listos para todo servicio,
viven de los desperdicios de la resplandeciente capital.
El trabajo esclavo de los nordestinos está abriendo, ahora, la gran
carretera transamazónica, que cortará Brasil en dos, penetrando la selva
hasta la frontera con Bolivia. El plan implica también un proyecto de
colonización agraria para extender «las fronteras de la civilización»:
cada campesino recibirá diez hectáreas de superficie, si sobrevive a
las fiebres tropicales de la floresta. En el nordeste hay seis millones
de campesinos sin tierras, mientras que quince mil personas son dueñas
de la mitad de la superficie total. La reforma agraria no se realiza
en las regiones ya ocupadas, donde continúa siendo sagrado el derecho
de propiedad de los latifundistas, sino en plena selva. Ello significa
que los «flagelados» del nordeste abrirán el camino para la expansión
del latifundio sobre nuevas áreas. Sin capital, sin medios de trabajo,
¿qué significan diez hectáreas a dos o tres mil kilómetros de distancia
de los centros de consumo? Muy distinto son, se deduce, los propósitos
reales del gobierno: proporcionar mano de obra a los latifundistas norteamericanos
que han comprado o usurpado la mitad de las tierras al norte del río
Negro y también a la United States Steel Co., que recibió de manos del
general Garrastazú Médici los enormes yacimientos de hierro y manganeso
de la Amazonia .
El ciclo del caucho: Caruso inaugura un teatro monumental en medio de
la selva
Algunos autores estiman que no menos de medio millón de nordestinos
sucumbieron a las epidemias, el paludismo, la tuberculosis o el beriberi
en la época del auge de la goma. «este siniestro osario fue el precio
de la industria del caucho». Sin ninguna reserva de vitaminas, los campesinos
de las tierras secas realizaban el largo viaje hacia la selva húmeda.
Allí los aguardaba, en los pantanosos seringales, la fiebre. Iban hacinados
en las bodegas de los barcos, en tales condiciones que muchos sucumbían
antes de llegar: anticipaban, así, su próximo destino. Otros, ni siquiera
alcanzaban a embarcarse. En 1878, de los ochocientos mil habitantes
de Ceará, 120 mil se marcharon rumbo al río Amazonas, pero menos de
la mitad pudo llegar; los restantes fueron cayendo, abatidos por el
hambre o la enfermedad, en los caminos del sertao o en los suburbios
de Fortaleza. Un año antes, había comenzado una de las siete mayores
sequías de cuantas azotaron el nordeste durante el siglo pasado.
No solo la fiebre; también aguardaba, en la selva, un régimen de trabajo
bastante parecido a la esclavitud.
El trabajo se pagaba en especies –carne seca, harina de mandioca, rapadura,
aguardiente- hasta el seringueiro saldaba sus deudas, milagros que rara
vez ocurría. Había un acuerdo entre los empresarios para no dar trabajo
a los obreros que tuvieran deudas pendientes; los guardias rurales,
apostados en las márgenes de los ríos, disparaban contra los prófugos.
Las deudas se sumaban a las deudas. A la deuda original, por el acarreo
del trabajador desde el nordeste, se agregaba la deuda por los instrumentos
de trabajo, machete, cuchillos, tazones, y como el trabajador comía,
y sobre todo bebía, porque en los seringales no faltaba el aguardiente,
cuanto mayor era la antigüedad del obrero, mayor se hacía la deuda que
él acumulaba. Analfabetos, los nordestinos sufrían sin defensas los
pases de prestidigitación de la contabilidad de los administradores.
Priestley había observado, hacia 1770, que la goma servía para borrar
los trazos de lápiz sobre el papel. Setenta años después, Charles Goodyear
descubrió, al mismo tiempo que el inglés Hancock, el procedimiento de
vulcanización del caucho, que le daba flexibilidad y lo tornaba inalterable
a los cambios de temperatura. Ya en 1850, se revestían de goma las ruedas
de los vehículos. A fines de siglo surgió la industria del automóvil
en Estados Unidos y en Europa, y con ella nació el consumo de neumáticos
en grandes cantidades. La demanda mundial de caucho creció vertiginosamente.
El árbol de la goma proporcionaba a Brasil, en 1890, una décima parte
de sus ingresos por exportaciones: veinte años después, la proporción
subía al 40 por ciento, con lo que las ventas casi alcanzaban el nivel
del café, pese a que el café estaba, hacia 1910, en el cenit de su prosperidad.
La mayor parte de la producción de caucho provenía por entonces del
territorio del Acre, que Brasil había arrancado a Bolivia al cabo de
una fulminante campaña militar .
Conquistado el Acre, Brasil disponía de la casi totalidad de las reservas
mundiales de goma; la cotización internacional estaba en la cima y los
buenos tiempos parecían infinitos. Los seringueiros no los disfrutaban,
por cierto aunque eran ellos quienes salían cada madrugada de sus chozas,
con varios recipientes atados por correas a las espaldas, y se encaramaban
a los árboles, los hevea brasiliensis gigantescos, para sangrarlos.
Les hacían varias incisiones, en el tronco y en las ramas gruesas próximas
a la copa; de las heridas manaba el látex, jugo blancuzco y pegajoso
que llenaba los jarros en un par de horas. A la noche se cocían los
discos planos de goma, que se acumularían luego en la administración
de la propiedad. El olor ácido y repelente del caucho impregnaba la
ciudad de Manaus, capital mundial del comercio del producto. En 1849
Manaus tenía cinco mil habitantes; en poco más de medio siglo creció
a setenta mil. Los magnates del caucho edificaron allí sus mansiones
de arquitectura extravagante y plena de maderas preciosas de Oriente,
mayólicas de Portugal, columnas de mármol de Carrara y muebles de ebanistería
francesa. Los nuevos ricos de la selva se hacían traer los más caros
alimentos desde Río de Janeiro; los mejores modistos de Europa cortaban
sus trajes y vestidos; enviaban a sus hijos a estudiar a los colegios
ingleses. El teatro Amazonas, monumento barroco de bastante mal gusto,
es el símbolo mayor del vértigo de aquellas fortunas a principio de
siglo: el tenor Caruso cantó para los habitantes de Manaus la noche
de la inauguración, a cambio de una suma fabulosa, después de remontar
el río a través de la selva. La Pavlova, que debía bailar, no pudo pasar
de la ciudad de Belém, pero hizo llegar sus excusas.
En 1913, de un solo golpe, el desastre se abatió sobre el caucho brasileño.
El precio mundial, que había alcanzado los doce chelines tres años atrás,
se redujo a la cuarta parte. En 1900 el Oriente solo había exportado
cuatro toneladas de caucho; en 1914 las plantaciones de Ceilán y de
Malasia volcaron más de setenta mil toneladas al mercado mundial, y
cinco años más tarde sus exportaciones ya estaban arañando las cuatrocientas
mil toneladas. En 1919 Brasil, que había disfrutado del virtual monopolio
del caucho, solo abastecía la octava parte del consumo mundial. Medio
siglo después Brasil compra en el extranjero más de la mitad del caucho
que necesita.
¿Qué había ocurrido? Allá por 1873, Henry Wickham, un inglés que poseía
bosques de caucho en el río Tapajós y era conocido por sus manías de
botánico, había enviado dibujos y hojas de árbol de la goma al director
del jardín de Kew, en Londres. Recibió la orden de obtener una buena
cantidad de semillas, las pepitas que heveas brasiliensis alberga en
sus frutos amarillos.
Había que sacarlas de contrabando, porque Brasil castigaba severamente
la evasión de semillas, y no era fácil; las autoridades revisaban, con
pelos y señales, los barcos. Entonces, como por encanto, un buque de
la Inman Line se internó dos mil kilómetros más de lo habitual hacia
el interior de Brasil.
Al regreso, Henry Wickham aparecía entre sus tripulantes. Había elegido
las mejores semillas, después de poner los frutos a secar en una aldea
indígena, y las traía dentro de un camarote clausurado, envueltas en
hojas de plátano y suspendidas por cuerdas en el aire para que no las
alcanzaran las ratas a bordo. Todo el resto del barco iba vacío. En
Belém do Pará, frente a la desembocadura del río, Wickham invitó a las
autoridades aun gran banquete. El inglés tenía fama de chiflado; se
sabía en toda la Amazonia que coleccionaba orquídeas. Explicó que llevaba,
por encargo del rey de Inglaterra, una serie de bulbos de orquídeas
raras para el jardín de Kew. Como eran plantas muy delicadas, explicó,
las tenía en un gabinete herméticamente cerrado, a una temperatura especial:
si lo abría, se arruinaban las flores. Así, las semillas llegaron, intactas,
a los muelles de Liverpool. Cuarenta años más tarde, los ingleses invadían
el mercado mundial con el caucho malayo. Las plantaciones asiáticas,
racionalmente organizada a partir de los brotes verdes de Kew, desbancaron
sin dificultad la producción extractiva de Brasil.
La prosperidad amazónica se hizo humo. La selva volvió a cerrarse sobre
sí misma. Los cazadores de fortunas emigraron hacia otras comarcas;
el lujoso campamento de desintegró. Quedaron, sí, sobreviviendo como
podían, los trabajadores, que habían sido acarreados desde muy lejos
para ser puestos al servicio de la aventura ajena. Ajena, incluso, para
el propio Brasil, que no había hecho otra cosa que responder a los cantos
de sirena de la demanda mundial de materia prima, pero sin participar
en lo más mínimo del verdadero negocio del caucho: la financiación,
la comercialización, la industrialización, la distribución. Y la sirena
se quedó muda. Hasta que, durante la segunda guerra mundial, el caucho
de la Amazonia brasileña cobró un nuevo empuje transitorio. Los japoneses
habían ocupado la malasia y las potencias aliadas necesitaban desesperadamente
abastecerse de goma.. también la selva peruana fue sacudida, en aquellos
años cuarenta, por las urgencias del caucho. En Brasil la llamada «batalla
del caucho» movilizó nuevamente a los campesinos del nordeste. Según
una denuncia formulada en el Congreso cuando la «batalla» terminó, esta
vez fueron cincuenta mil los muertos que, derrotados por las pestes
y el hambre, quedaron pudriéndose entre los seringales.
Los plantadores de cacao encendían sus cigarros con billetes de quinientos
mil reis.
Venezuela se identificó con el cacao, planta originaria de América,
durante largo tiempo. «Los venezolanos habíamos sido hechos para vender
cacao y distribuir, en nuestro suelo, las baratijas del exterior», dice
Rangel . Los oligarcas del cacao, más los usureros y los comerciantes,
integraban «una Santísima Trinidad del atraso». Junto con el cacao,
formando parte de su cortejo, coexistían la ganadería de los llanos,
el añil, el azúcar, el tabaco y también algunas minas; pero Gran Cacao
fue el nombre con el que el pueblo bautizó, acertadamente, a la oligarquía
esclavista de Caracas. A costa del trabajo de los negros, esta oligarquía
se enriqueció abasteciendo de cacao a la oligarquía minera de México
y a la metrópoli española. Desde 1873, se inauguró en Venezuela una
edad del café; el café exigía, como el cacao, tierras de vertientes
o valles cálidos. Pese a la irrupción del intruso, el cacao continuó,
de todos modos, su expansión, invadiendo los suelos húmedos de Carúpano.
Venezuela siguió siendo agrícola, condenada al calvario de las caídas
cíclicas de los precios del café y del cacao; ambos productos surtían
los capitales que hacían posible la vida parasitaria, puro despilfarro,
de sus dueños, sus mercaderes y sus prestamistas. Hasta que, en 1922,
el país se convirtió de súbito en un manantial de petróleo. A partir
de entonces, el petróleo dominó la vida del país. La explosión de la
nueva fortuna vino a dar la razón, con más de cuatro siglos de atraso,
a las expectativas de los descubridores españoles: buscando sin suerte
al príncipe que se bañaba en oro, habían llegado a la locura de confundir
una aldehuela de Marcaibo con Venecia, espejismo al que Venezuela debe
su nombre; y Colón había creído que en el golfo de Paria nacía el Paraíso
Terrenal.
En las últimas décadas del siglo XIX se desató la glotonería de los
europeos y los norteamericanos por el chocolate. El progreso de la industria
dio un gran impulso a las plantaciones de cacao en Brasil y estimuló
la producción de las viejas plantaciones de Venezuela y Ecuador. En
Brasil, el cacao hizo su ingreso impetuoso en el escenario económico
al mismo tiempo que el caucho y, como el caucho, dio trabajo a los campesinos
del nordeste. La ciudad del Salvador, en la Bahía de Todos los Santos,
había sido una de las más importantes ciudades de América, como capital
de Brasil y del azúcar, y resucitó entonces como capital del cacao.
Al sur de Bahía, desde el Recôncavo hasta el estado del Espíritu Santo,
entre las tierras bajas del litoral y la cadena montañosa de la costa,
los latifundios continúan proporcionando, en nuestros días, la materia
prima de buena parte del chocolate que se consume en el mundo. Al igual
que la caña de azúcar, el cacao trajo consigo el monocultivo y la quema
de bosques, la dictadura de la cotización internacional y la penuria
sin tregua de los trabajadores. Los propietarios de las plantaciones,
que viven en las playas de Río de Janeiro y son más comerciantes que
agricultores, prohíben que se destine una sola pulgada de tierra a otros
cultivos. Sus administradores suelen pagar los salarios en especies,
charque, harina, frijoles; cuando los pagan en dinero, el campesino
recibe por un día entero de trabajo un jornal que equivale al precio
de un litro de cerveza y debe trabajar un día y medio para poder comprar
una lata de leche en polvo.
Brasil disfrutó un buen tiempo de los favores del mercado internacional.
No obstante, desde el pique encontró en África serios competidores.
Hacia la década del veinte, ya Ghana había conquistado el primer lugar:
los ingleses habían desarrollado la plantación de cacao en gran escala,
con métodos modernos, en este país que por entonces era colonia y se
llamaba Costa de Oro. Brasil cayó al segundo lugar, y años más tarde
al tercero, como proveedor mundial de cacao. Pero hubo más de un período
en que nadie hubiera podido creer que un destino mediocre aguardaba
a las tierras fértiles del sur de Bahía. Invictos todo a lo largo de
la época colonial, los suelos multiplicaban los frutos: los peones partían
las bayas a golpes de facón, juntaban los granos, los cargaban en los
carros para que los burros los condujeran hasta las artesas, y se hacía
preciso talar cada vez más bosques, abrir nuevos claros, conquistar
nuevas tierras a filo de machete y tiros de fusil. Nada sabían los peones
de precios ni de mercados. Ni siquiera sabían quién gobernaba Brasil:
hasta no hace muchos años todavía se encontraban trabajadores de las
fazendas convencidos de que don Pedro II, el emperador, continuaba en
el trono. Los amos del caos se restregaban las manos: ellos sí sabían,
o creían que sabían. El consumo de cacao aumentaba y con él aumentaban
las cotizaciones y las ganancias. El puerto de Ilhéus, por donde se
embarcaba casi todo el cacao, se llamaba «la Reina del sur», y aunque
hoy languidece, allí han quedado los sólidos palacetes que los fazendeiros
amueblaron con fastuoso y pésimo gusto. Jorge Amado escribió varias
novelas sobre el tema. Así recrea una etapa de alza de precios: «Ilhéus
y la zona del cacao nadaron en oro, se bañaron en champaña, durmieron
con francesas llegadas de Río de Janeiro. En «Trianón», el más chic
de los cabarets de la ciudad, el coronel Maneca Dantas encendía cigarros
con billetes de quinientos mil reis, repitiendo el gesto de todos los
fazendeiros ricos del país en las alzas anteriores del café, del caucho,
del algodón y del azúcar ». Con el alza de precios, la producción aumentada;
luego los precios bajaban. La inestabilidad se hizo cada vez más estrepitosa
y las tierras fueron cambiando de dueño. Empezó el tiempo de los «millonarios
mendigos»: los pioneros de las plantaciones cedían su sitio a los exportadores,
que se apoderaban, ejecutando deudas, de las tierras.
En apenas tres años, entre 1959 y 1961, por no poner más que un ejemplo,
el precio internacional del cacao brasileño en almendra se redujo en
una tercera parte.
Posteriormente, la tendencia al alza de los precios no ha sido capaz
de abrir, por cierto, las puertas de la esperanza; la CEPAL augura breve
vida a la curva del ascenso . Los grandes consumidores de cacao – Estados
Unidos, Inglaterra, Alemania Federal, Holanda, Francia- estimulan la
competencia entre el cacao africano y el que producen Brasil y Ecuador,
para comer chocolate barato. Provocan, así, disponiendo como disponen
de los precios, períodos de depresión que lanzan a los caminos a los
trabajadores que el cacao expulsa. Los desocupados buscan árboles bajo
los cuales dormir y bananas verdes para engañar el estómago: no comen,
por cierto, los finos chocolates europeos que Brasil, tercer productor
mundial de cacao, importa increíblemente desde Francia y desde Suiza.
Los chocolates valen cada vez más; el cacao, en términos relativos,
cada vez menos. Entre 1950 y 1960, las ventas de cacao de Ecuador aumentaron
en más de un treinta por ciento en volumen, pero solo un quince por
ciento de su valor. El quince por ciento restante fue un regalo de Ecuador
a los países ricos, que en el mismo período le enviaron, a precios crecientes,
sus productos industrializados. La economía ecuatoriana depende de las
ventas de bananas, café y cacao, tres alimentos duramente sometidos
a la zozobra de los precios. Según los datos oficiales, de cada diez
ecuatorianos siete padecen desnutrición básica y el país sufre uno de
los índices de mortalidad más altos del mundo.
Brazos baratos para el algodón
Brasil ocupa el cuarto lugar en el mundo como productor de algodón;
México, el quinto. En conjunto, de América Latina proviene más de la
quinta parte del algodón que la industria textil consume en el mundo
entero. A fines del siglo XVIII el algodón se había convertido en la
materia prima más importante de los viveros industriales de Europa;
Inglaterra multiplicó por cinco, en treinta años, sus compras de esta
fibra natural. El huso que Arkwright inventó al mismo tiempo que Watt
patentaba su máquina de vapor y la posterior creación del telar mecánico
de Cartwrigth impulsaron con decisivo vigor la fabricación de tejidos
y proporcionaron al algodón, planta nativa de América, mercados ávidos
en ultramar. El puerto de San Luis de Maranhao, que había dormido una
larga siesta tropical apenas interrumpida por un par de navíos al año,
fue bruscamente despertado por la euforia del algodón: afluyeron los
esclavos negros a las plantaciones del norte de Brasil y entre ciento
cincuenta y doscientos buques partían cada año de San Luis cargando
un millón de libras de materia prima textil. Mientras nacía el siglo
pasado, la crisis de la economía minera proporcionaba al algodón mano
de obra esclava en abundancia; agotados el oro y los diamantes del sur,
Brasil parecía resucitar en el norte. El puerto floreció, produjo poetas
en medida suficiente como para que se lo llamara la Atenas de Brasil,
pero el hambre llegó, con la prosperidad, a la región de Maranhao, donde
nadie se ocupaba ya de cultivar alimentos. En algunos períodos solo
hubo arroz para comer. Como había empezado, esta historia terminó: el
colapso llegó de súbito. La producción de algodón en gran escala en
las plantaciones del sur de los Estados Unidos, con tierras de mejor
calidad y medios mecánicos para desgranar y enfardar el producto, abatió
los precios a la tercera parte y Brasil quedó fuera de competencia.
Una nueva etapa de prosperidad se abrió a raíz de la Guerra de Secesión,
que interrumpió los suministros norteamericanos, pero duró poco. Ya
en el siglo XX, entre 1934 y 1939, la producción brasileña de algodón
se incrementó a un ritmo impresionante: de 126 mil toneladas pasó a
más de 320 mil. Entonces sobrevino un nuevo desastre: los Estados Unidos
arrojaron sus excedentes al mercado mundial y el precio se derrumbó.
Los excedentes agrícolas norteamericanos son, como se sabe, el resultado
de los fuertes subsidios que el Estado otorga a los productores, a precios
de dumping y como parte de los programas de ayuda exterior, los excedentes
se derraman por el mundo. Así, el algodón fue el principal producto
de exportación de Paraguay hasta que la competencia ruinosa del algodón
norteamericano lo desplazó de los mercados y la producción paraguaya
se redujo, desde 1952, a la mitad. Así perdió Uruguay el mercado canadiense
para su arroz.
Así el trigo de Argentina, un país que había sido el granero del planeta,
perdió un peso decisivo en los mercados internacionales. El dumping
norteamericano del algodón no ha impedido que una empresa norteamericana,
la Anderson Clayton and Co., detente el imperio de este producto en
América Latina, ni ha impedido que, a través de ella, los Estados Unidos
compren algodón mexicano para revenderlo a otros países.
El algodón latinoamericano continúa vivo en el comercio mundial, mal
que bien, gracias a sus bajísimos costos de producción. Incluso las
cifras oficiales, máscaras de la realidad, delatan el miserable nivel
de la retribución del trabajo. En las plantaciones de Brasil, los salarios
de hambre alternan con el trabajo servil; en las de Guatemala los propietarios
se enorgullecen de pagar salarios de diecinueve quetzales por mes (el
quetzal equivale nominalmente al dólar) y, por si eso fuera mucho, ellos
mismos advierten que la mayor parte se liquida en especies al precio
de ellos fijado; en México, los jornaleros que deambulan de zafra en
zafra cobrando un dólar y medio por jornada no solo padecen la subocupación
sino también, y como consecuencia, la subnutrición, pero mucho peor
es la situación de los obreros del algodón en Nicaragua; los salvadoreños
que suministran algodón a los industriales textiles de Japón consumen
menos calorías y proteínas que los hambrientos hindúes.
Para la economía de Perú, el algodón es la segunda fuente agrícola de
divisas. José Carlos Mariátegui había observado que el capitalismo extranjero,
en su perenne búsqueda de tierras, brazos y mercados, tendía a apoderarse
de los cultivos de exportación de Perú, a través de la ejecución de
hipotecas de los terratenientes endeudados.
Cuando el gobierno nacionalistas del general Velasco Alvarado llegó
al poder de 1968, estaba en explotación menos de la sexta parte de las
tierras del país aptas para la explotación intensiva, el ingreso per
cápita de la población era quince veces menor que el de los Estados
Unidos y el consumo de calorías aparecía entre los más bajos del mundo,
pero la producción de algodón seguía, como la del azúcar, regida por
los criterios ajenos a Perú que había denunciado Mariátegui.
Las mejores tierras, campiñas de la costa, estaban en manos de empresas
norteamericanas o de terratenientes que solo eran nacionales en un sentido
geográfico, al igual que la burguesía limeña.
Cinco grandes empresas – entre ellas dos norteamericanas: la Anderson
Clayton y la Grace- tenían en sus manos la exportación de algodón y
de azúcar y contaban también con sus propios «complejos agroindustriales»
de producción. Las plantaciones de azúcar y algodón de la costa, presuntos
focos de prosperidad y progreso por oposición a los latifundios de la
sierra, pagaban a los peones salarios de hambre hasta que la reforma
agraria de 1969 las expropió y las entregó, en cooperativas, a los trabajadores.
Según el Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola, el ingreso de
cada miembro de las familias de asalariados de la costa llegaba a los
cinco dólares mensuales.
Los Anderson Clayton and Co. conserva treinta empresas filiales en América
Latina, y no solo se ocupa de vender el algodón sino que, además, monopolio
horizontal, dispone de una red que abarca el financiamiento y la industrialización
de la fibra y sus derivados y produce también alimentos en gran escala.
En México, por ejemplo, aunque no posee tierras, ejerce de todos modos
su dominio sobre la producción de algodón; en sus manos están, de hecho,
los ochocientos mil mexicanos que lo cosechan. La empresa compra a muy
bajo precio con el que ella abrE el mercado. A los adelantos en dinero
se suma el suministro de fertilizantes, semillas, insecticidas; la empresa
se reserva el derecho de supervisar los trabajos de fertilización, siembra
y cosecha. Fija la tarifa que se le ocurre para despepitar el algodón.
Usa las semillas en sus fábricas de aceites, grasas y margarinas. En
los últimos años, la Clayton, «no conforme con dominar además el comercio
de algodón, ha irrumpido hasta en la producción de dulces y chocolates,
comprando recientemente la conocida empresa Luxus».
En la actualidad, Anderson Clayton es la principal firma exportadora
de café de Brasil. En 1950 se interesó por el negocio. Tres años después,
ya había destronado a la American Coffe Corporation. En Brasil es además
la primera productora de alimentos, y figura entre las treinta y cinco
empresas más poderosas del país.
Brazos baratos para el café
Hay quienes aseguran que el café resulta casi tan importante como el
petróleo en el mercado internacional. A Principios de la década del
cincuenta, América Latina abastecía las cuatro quintas partes del café
que se consumía en el mundo; la competencia del café robusta, de África,
de peor calidad pero de precio más bajo, ha reducido la participación
latinoamericana en los años siguientes. No obstante, la sexta parte
de las divisas que la región obtiene ene le exterior proviene, actualmente,
del café. Las fluctuaciones de los precios afectan a quince países del
sur de río Bravo.
Brasil es el mayor productor del mundo; del café obtiene cerca de la
mitad de sus ingresos por exportaciones. El Salvador, Guatemala, Costa
Rica y Haití dependen también en gran medida del café, que además provee
las dos terceras partes de las divisas de Colombia.
El café había traído consigo la inflación a Brasil; entre 1824 y 1854,
el precio de un hombre se multiplicó por dos. Ni el algodón del norte
ni el azúcar del nordeste, agotados ya los ciclos de la prosperidad,
podían pagar aquellos caros esclavos. Brasil se desplazó hacia el sur.
Además de la mano de obra esclava, el café utilizó los brazos de los
inmigrantes europeos, que entregaban a los propietarios la mitad de
sus cosechas, en un régimen de medianería que aún hoy predomina en el
interior de Brasil.
Los turistas que actualmente atraviesan los bosques de Tijuca para ir
a nadar a las aguas de la barra ignoran que allí, en las montañas que
rodean a Río de Janeiro, hubo grandes cafetales hace más de un siglo.
Por los flancos de la sierra, las plantaciones continuaron, rumbo al
estado de San Pablo, su desenfrenada cacería del humus de nuevas tierras
vírgenes. Ya agonizaba el siglo cuando los latifundios cafetaleros,
convertidos en la nueva élite social de Brasil, afiliaron los lápices
y sacaron cuentas: más baratos resultaban los salarios de subsistencia
que la compra y manutención de los escasos esclavos. Se abolió la esclavitud
en 1888, y quedaron así inauguradas formas combinadas de servidumbre
feudal y trabajo asalariado que persisten en nuestros días. Legiones
de braceros «libres» acompañarían, desde entonces, la peregrinación
del café. El valle del río Paranaíba se convirtió en la zona más rica
del país, pero fue rápidamente aniquilado por esta planta perecedera
que, cultivada en un sistema destructivo, iba dejando a sus espaldas
bosques arrasados, reservas naturales agotadas y decadencia general.
La erosión arruinaba, sin piedad, las tierras antes intactas y, de saqueo
en saqueo, iba bajando sus rendimientos, debilitando las plantas y haciéndolas
vulnerables a las plagas. El latifundio cefetalero invadió la vasta
meseta purpúrea del occidente de San Pablo; con métodos de explotación
menos bestiales, la convirtió en un «mar de café» y continuó avanzando
hacia el oeste. Llegó a las riberas del Paraná; de cara a las sabanas
de Mato Grosso, se desvió hacia el sur para desplazarse, en estos últimos
años, de nuevo hacia el oeste, ya por encima de las fronteras de Paraguay.
En la actualidad, San Pablo es el estado más desarrollado de Brasil,
porque contiene el centro industrial del país, pero en sus plantaciones
de café abundan todavía los «moradores vasallos» que pagan con su trabajo
y el de sus hijos el alquiler de la tierra.
En los años prósperos que siguieron a la primera guerra mundial, la
voracidad de los cafetaleros determinó la virtual abolición del sistema
que permitía a los trabajadores de las plantaciones cultivar alimentos
por cuenta propia. Solo pueden hacerlo, ahora, a cambio de una renta
que pagan trabajando sin cobrar. Además, el latifundista cuenta con
colonos contratistas a quienes permite realizar cultivos temporarios,
pero a cambio de que inicien cafetales nuevos en su beneficio. Cuatro
años después, cuando los granos amarillos colorean las matas, la tierra
ha multiplicado su valor y entonces llega, para el colono, el turno
de marcharse.
En Guatemala las plantaciones de café pagan aún menos que las del algodón.
En la vertiente del sur, los propietarios dicen retribuir con quince
dólares mensuales el trabajo de los millares de indígenas que bajan
cada año desde el altiplano hasta el sur, para vender sus brazos en
las cosechas. Las fincas cuentan con policía privada; allí, como alguien
me explicó, «un hombre es más barato que su tumba»; y el aparato de
represión se encarga de que lo siga siendo. En la región de Alta Verapaz
la situación es aún peor. Allí no hay camiones ni carretas, porque los
finqueros no los necesitan: sale más barato transportar el café a lomo
de indio.
Para la economía de El Salvador, pequeño país en manos de un puñado
de familias oligárquicas, el café tiene una importancia fundamental:
el monocultivo obliga a comprar en el exterior frijoles, única fuente
de proteínas para la alimentación popular, maíz, hortalizas, y otros
alimentos que tradicionalmente el país producía. La cuarta parte de
los salvadoreños fallecen víctimas de la avitaminosis. En cuanto a Haití,
tiene la tasa de mortalidad más alta de América Latina; más de la mitad
de su población infantil padece anemia. El salario legal pertenece,
en Haití, a los dominios de la ciencia ficción; en las plantaciones
de café, el salario real oscila entre siete y quince centavos de dólar
por día.
En Colombia, territorio de vertientes, el café disfruta de la hegemonía.
Según un informe publicado por la revista Times en 1962, los trabajadores
solo reciben un cinco por ciento, a través de los salarios, del precio
total que el café obtiene en su viaje desde la mata a los labios del
consumidor norteamericano .
A diferencia de Brasil, el café de Colombia no se produce, en su mayor
parte, en los latifundios, sino en minifundios que tienden a pulverizarse
cada vez más. Entre 1955 y 1960, aparecieron cien mil plantaciones nuevas,
en su mayoría con extensiones ínfimas, de menos de una hectárea. Pequeños
y muy pequeños agricultores producen las tres cuartas partes del café
que Colombia exporta; el 96 por ciento de las plantaciones son minifundios.
Juan Valdés sonríe en los avisos, pero la atomización de la tierra abate
el nivel de vida de los cultivadores, de ingresos cada vez menores,
y facilita las maniobras de la Federación Nacional de Cafeteros, que
representa los intereses de los grandes propietarios y que virtualmente
monopoliza la comercialización del producto. Las parcelas de menos de
una hectárea generan un ingreso de hambre: ciento treinta dólares, como
promedio, por año.
La cotización del café arroja al fuego las cosechas y marca el ritmo
de los casamientos.
¿Qué es esto? ¿El electroencefalograma de un loco? En 1889 el café valía
dos centavos y seis años después había subido a nueve; tres años más
tarde había bajado a cuatro centavos y cinco años después a dos. Este
fue un período ilustrativo. Las gráficas de los precios del café, como
las de todos los productos tropicales, se han parecido siempre a los
cuadros clínicos de la epilepsia, pero la línea cae siempre a pique
cuando registra el valor del intercambio del café frente a las maquinarias
y los productos industrializados. Carlos Lleras Restrepo, presidente
de Colombia, se quejaba en 1967: ese año, su país debió pagar cincuenta
y siete bolsas de café para comprar un jeep, y en 1950 bastaban diecisiete
bolsas.
Al mismo tiempo, el ministro de Agricultura de San Pablo, Herber Levi,
hacía cálculos más dramáticos: para comprar un tractor en 1967, Brasil
necesitaba trescientas cincuenta bolsas de café, pero catorce años antes
setenta bolsas habían sido suficientes. El presidente Getulio Vargas
se había partido el corazón de un balazo, en 1954, y la cotización del
café no había sido ajena a la tragedia: «Vino la crisis de la producción
del café –escribió Vargas en su testamento- y se valorizó su precio
y la respuesta fue una violenta presión sobre nuestra economía, al punto
de vernos obligados a ceder».
Vargas quiso que su sangre fuera el precio de su rescate. Si la cosecha
de café de 1964 se hubiera vendido, en el mercado norteamericano, a
los precios de 1955, Brasil hubiera recibido doscientos millones de
dólares más. La baja de un solo centavo en la cotización del café implica
una pérdida de 65 millones de dólares para el conjunto de los países
productores. Desde 1964, como el precio continuó cayendo hasta 1968,
se hizo mayor la cantidad de dólares usurpados por el país consumidor,
Estados Unidos, a Brasil, país productor. Pero, ¿en beneficio de quién?
¿Del ciudadano que bebe el café? En julio de 1968, el precio del café
brasileño en Estados Unidos había bajado un treinta por ciento en relación
con enero de 1964. Sin embargo, el consumidor norteamericano no pagaba
más barato su café, sino un trece por ciento más caro.
Los intermediarios se quedaron, pues, entre el 64 y el 68, con trece
y con aquel treinta: ganaron a dos puntas. En el mismo espacio de tiempo,
los precios que recibieron los productores brasileños por cada bolsa
de café se redujeron a la mitad. ¿Quiénes son los intermediarios? Seis
empresas norteamericanas disponen de más de la tercera parte del café
que entra en los Estados Unidos: son las firmas dominantes en ambos
extremos de la operación. La United Fruit (que ha pasado allanarse United
Brands mientras escribo estas líneas) ejerce el monopolio de la venta
de bananas desde América Central, Colombia y Ecuador, y a la vez monopoliza
la importación y distribución de bananas en Estados Unidos. De modo
semejante, son empresas norteamericanas las que manejan el negocio del
café, y Brasil solo participa como proveedor y como víctima. Es el estado
brasileño el que carga con los stocks, cuando la sobreproducción obliga
a acumular reservas.
¿Acaso no existe, sin embargo, un Convenio Internacional del Café para
equilibrar los precios en el mercado? El Centro Mundial de Información
del Café publicó en Washington, en 1970, un amplio documento destinado
a convencer a los legisladores para que los Estados Unidos prorrogaran,
en septiembre, la vigencia de la ley complementaria correspondiente
al convenio. El informe asegura que el convenio ha beneficiado en primer
lugar a los Estados Unidos, consumidores de más de la mitad del café
que se vende en el mundo. La compra del grano sigue siendo una ganga.
En el mercado norteamericano, el irrisorio aumento del precio del café
(en beneficio, como hemos visto, de los intermediarios) ha resultado
mucho menor que el alza general del costo de la vida y del nivel interno
de los salarios; el valor de las exportaciones de los Estados Unidos
se elevó, entre 1960 y 1969, una sexta parte, y en el mismo período
el valor de las importaciones de café, en vez de aumentar, disminuyó.
Además, es preciso tener en cuenta que los países latinoamericanos aplican
las deterioradas divisas que obtienen por la venta del café, a la compra
de esos productos norteamericanos encarecidos.
El café beneficia mucho más a quienes lo consumen que a quienes lo producen.
En Estados Unidos y en Europa genera ingresos y empleos y moviliza grandes
capitales; en América Latina paga salarios de hambre y acentúa la deformación
económica de los países puestos al servicio. En Estados Unidos el café
proporciona trabajo a más de seiscientas mil personas: los norteamericanos
ganan salarios infinitamente más altos que los brasileños, colombianos,
guatemaltecos, salvadoreños o haitianos que siembran y cosechan el grano
en las plantaciones. Por otra parte la CEPAL nos informa que, por increíble
que parezca, el café arroja más riquezas en las arcas estatales de los
países europeos, que la riqueza que deja en manos de los países productores.
En efecto, «en 1960 y 1961, las cargas fiscales totales impuestas por
los países de la Comunidad Europea al café latinoamericano ascendieron
a cerca de setecientos millones de dólares, mientras que los ingresos
de los países abastecedores (en términos del valor f.o.b. de las mismas
exportaciones) solo alcanzaron a seiscientos millones de dólares». Los
países ricos, predicadores del comercio libre, aplican el más rígido
proteccionismo contra los países pobres: convierten todo lo que tocan
en oro para sí y en lata para los demás –incluyendo la propia producción
de los países subdesarrollados. El mercado internacional del café copia
de tal manera el modelo de un embudo, que Brasil aceptó recientemente
imponer altos impuestos a sus exportaciones de café soluble para proteger,
proteccionismo al revés, los intereses de los fabricantes norteamericanos
del mismo artículo. El café instantáneo producido en Brasil es más barato
y de mejor calidad que el de la floreciente industria de los Estados
Unidos, pero en el régimen de la libre competencia, está visto, unos
son más libres que otros.
En este reino del absurdo organizado las catástrofes naturales se convierten
en bendiciones del cielo para los países productores. Las agresiones
de la naturaleza levantan los precios y permiten movilizar las reservas
acumuladas. Las feroces heladas que asolaron la cosecha de 1969 en Brasil
condenaron a la ruina a numerosos productores, sobre todo a los más
débiles, pero empujaron hacia arriba la cotización internacional del
café y aliviaron considerablemente el stock de sesenta millones de bolsas
–equivalentes a dos tercios de la deuda externa de Brasil- que el Estado
había acumulado para defender los precios. El café almacenado, que se
estaba deteriorando y perdía valor progresivamente, podía haber terminado
en la hoguera. No sería la primera vez. A raíz de la crisis de 1929,
que echó abajo los precios y contrajo el consumo, Brasil quemó 78 millones
de bolsas de café: así ardió en llamas el esfuerzo de doscientas mil
personas durante cinco zafras. Aquella fue una típica crisis de una
economía colonial: vino de fuera.
La brusca caída de las ganancias de los plantadores y los exportadores
del café, un incendio de la moneda. Este es el mecanismo usual en América
latina para «socializar las pérdidas» del sector exportador: se compensa
en moneda nacional, a través de las devaluaciones, lo que se pierde
en divisas.
Pero el auge de los precios no tiene mejores consecuencias. Desencadena
grandes siembras, un crecimiento de la producción, una multiplicación
del área al cultivo del producto afortunado. El estímulo funciona como
un boomerang, porque la abundancia del producto derriba los precios
y provoca el desastre. Esto fue lo que ocurrió en 1958, en Colombia,
cuando se cosechó el café sembrado con tanto entusiasmo cuatro años
antes, y ciclos semejantes se han repetido a todo lo largo de la historia
de este país. Colombia depende del café y su cotización exterior hasta
tal punto que, «en Antioquia, la curva de matrimonio responde ágilmente
a la curva de los precios del café. Es típico de una estructura dependiente:
hasta el momento propicio para una declaración de amor en una loma antioqueña
se decide en la bolsa de Nueva York»

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