"Las puertas
automáticas del supermercado se abren ante mí; por lo tanto, existo."
Alberto Laiseca
NOTAS EN ESTA SECCION
Biografía y
bibliografía |
"La realidad
no me interesa, lo mío es realismo delirante"
|
"Poe
estaba muy equivocado", entrevista
Gran caída de la indecorosa vieja
|
El balneario de los crotos
|
La momia del clavicordio
|
Una frase que obliga a la
reverencia, poesía
El checoslovaco
|
El
gusano máximo de la vida misma |
El jardín de las máquinas
parlantes |
La caída
del rey Nan
ENLACES RELACIONADOS
Aventuras de un novelista atonal (Página/12,
28/03/17)
“Los chicos deben saber que este es un mundo
espantoso” |
Blog del autor
LECTURA RECOMENDADA
Cuentos completos de una narrativa inclasificable. Entrevista Suplemento
Literario Télam, 05/01/12

  Alberto
Laiseca nació en Rosario, Santa Fe, el 11 de febrero de 1941. Su infancia y
adolescencia transcurrieron en Camilo Aldao, una pequeña localidad cordobesa de
la cual guarda infinitos recuerdos. Comenzó a estudiar la carrera de ingeniería,
pero la abandonó cuando se dio cuenta que no era lo suyo. Estudió por su cuenta
física, economía, astrología y hasta la historia de los sumerios. Trabajó en
diferentes oficios en distintas provincias. Fue durante seis años empleado
telefónico y durante otros diez corrector de pruebas en el diario La Razón.
Ha publicado las novelas Su turno para morir (1976), Aventuras de un novelista
atonal (1982 y 2002), La hija de Kheops (1989), La mujer en la muralla (1990) y
El jardín de las máquinas parlantes (1993, 2002), Los Soria (1998), una novela
monumental de 1500 páginas; El gusano
máximo de la vida misma (1999) y Beber en Rojo (2002); los relatos de Matando
enanos a garrotazos (1982), Gracias, Chanchúbelo (2000) y En sueños he llorado
(2002); el ensayo Por favor ¡plágienme! (1991) y Poemas chinos (1987).
Su rostro y voz se
hicieron populares mucho después de haber escrito gran parte de su obra, gracias
al programa de televisión "Cuentos de terror" que emitió el canal I-Sat.
En 2011 se editaron
en un solo volumen sus "Cuentos completos".
Desde 2014 Laiseca vivía en un hogar geriátrico del barrio de Flores, donde era
visitado por algunos de sus discípulos, entre los que se encuentran Selva
Almada, Leonardo Oyola, Juan Guinot, Leandro Ávalos Blacha y Sebastián
Pandolfelli.
Alberto Laiseca murió el 22 de
diciembre de 2006, a los 75 años, en el Hospital Británico de la Ciudad de
Buenos Aires.
CRONOLOGÍA
1941: Nace en
Rosario, provincia de Santa Fe (Argentina), el 11 de febrero.
1942: Pasa su infancia en la pequeña localidad cordobesa de Camilo Aldao.
1976: Editorial Corregidor, de Buenos Aires (Argentina) publica su primera
novela, "Su turno para morir".
1982: La editorial Sudamericana, de Buenos Aires, publica la novela "Aventuras
de un novelista atonal".
Ese mismo año, se publica también su libro de cuentos "Matando enanos a
garrotazos".
1985: Después de desempeñar distintos trabajos, entre ellos el de operario de la
empresa telefónica estatal Entel, comienza a trabajar como corrector de galeras
en el diario La Razón. En adelante, realizará también notas y comentarios
bibliográficos para diarios y revistas.
1987: Publica "Poemas chinos", su único libro de poesía.
1989: La editorial Emecé de Buenos Aires publica la novela "La hija de Kheops".
"Es una narración construida a la manera de la clásica novela de aventuras (...)
Egipto es el único país que, junto con Israel, conserva el mismo nombre que
tenía hace siete mil años. Esta perduración a través de tantos siglos se debe a
la construcción de la Gran Pirámide (...) Los sacerdotes le contaron a Herodoto
que, hallándose el faraón Keops falto de dinero en un momento dado de la
construcción, no dudó en prostituir a su hija para incorporar más dinero al
tesoro real. Creo que hay verdad y mentira en la historia que le contaron a
Herodoto", dirá Laiseca en la entrevista con Guillermo Saavedra, editada en "La
curiosidad impertinente. Entrevistas con narradores argentinos". Beatriz
Viterbo, Rosario, Argentina, 1993.
1990: Aparece en Buenos Aires la novela "La mujer en la muralla" (Tusquets
Editores).
1991: La editorial rosarina Beatriz Viterbo publica el ensayo "Por favor,
¡plágienme!". Recibe la Beca Guggenheim.
1993: Editorial Planeta publica la novela "El jardín de las máquinas parlantes".
1998: Tras dieciséis anos de
escritura, aparece la novela "Los Sorias". Esa primera edición, publicada por la
editorial Simurg, consta de 300 ejemplares de mil quinientas páginas cuya venta
se realiza por suscripción. "Es una epopeya que transcurre en tres dictaduras.
Dos se unen para destruir a la tercera. Pero son todas malas. Hay países
subsidiarios que adhieren a una o a otra, pero el mundo está repartido así, en
tres pesadillas. (...) En Los Sorias aparecen cultos muy exóticos, neoaztecas.
En realidad, la novela es como una imagen del mundo actual, tanto en lo
religioso como en lo metafísico. El lector (con los diarios, el conocimiento de
la historia, de la criatura humana, lo que se sabe de las mujeres, de los
hombres, de las relaciones sociales) puede traducir Los Soria a imagen y
semejanza del mundo de hoy. O bien puede leerlo como ficción pura, al estilo de
Tolkien. Los delirios que aparecen en el texto son típicos de mi obra, pero aquí
llevé hasta las últimas consecuencias los principios del realismo delirante.
Todo es un delirio, pero a la vez es realista", dirá Laiseca en la entrevista
con Pablo Chacón, publicada en Clarín, el 5 de abril de 1998.
1999: Tusquets Editores publica la novela "El gusano máximo de la vida misma".
"Cuando uno está muy reprimido -esto lo sé desde la infancia-, inventa
personajes superpotentes que hacen lo que se les canta. Yo siempre digo que soy
un dictador frustrado. En mis novelas conduzco ejércitos, tengo poderes mágicos
maravillosos. Es un mecanismo de compensación psíquica. Los escritores tenemos
esos mecanismos. Recuerdo, por ejemplo, un día que estaba muerto de frío y de
hambre en una pensión roñosa. Entonces me acosté y me puse a leer unas viejas
efemérides de 1968 ó 1969 que había comprado en una librería de viejo, de ésas
que traen la historia de México o Nicaragua, con anécdotas extraordinarias sobre
dictadores de la época. Y se me fue el frío, el hambre, todo: empecé a escribir
historias graciosísimas de dictadores inventados. Lo mismo me pasó con el
gusano. Hace siete años yo estaba en un período especial, con muy poca guita. Y
si bien ya no hacía una vida underground, me salieron afuera esos recuerdos. Me
habían echado del diario La Razón, muchas cosas habían colapsado a mi lado.
Estaba acostumbrado a una vida y de repente, prácate, me fui al carajo. Así tuve
un arranque de superpotencia para compensar la impotencia: empecé a escribir
fragmentos de narrativa con este personaje que me encantó. Pensé en hacer
cuentos, pero después vi que daba para más y los hilé en una novelita", cuenta
Laiseca en la entrevista con Flavia Costa, publicada en Clarín, el 23 de mayo de
1999.
2001: Se publica el libro de cuentos "En sueños he llorado" (Fundación Municipal
de Cultura, Ayuntamiento de Cádiz, España).
2002: Aparece en Buenos Aires "Gracias Chanchúbelo", libro de cuentos publicado
por la editorial Simurg. En octubre, comienza a realizar su ciclo "Cuentos de
terror", emitido por el canal de cable I-Sat. Allí narra y reinterpreta cuentos
clásicos del género.
2003: Interzona Editora, de Buenos Aires, publica la novela "Las aventuras del
profesor Eusebio Filigranati". "Eusebio Filigranati es un misterioso profesor de
literatura y de caligrafía china, heredero de una organización mafiosa que filma
películas pornográficas, con un pasado que incluye una relación incestuosa con
su hermana Laurita, que se enamora perdidamente de una sádica adolescente
ninfómana. Es también, un escritor que en su huida a Brasil se convierte en un
pae cuyos libros se vuelven best sellers, los preferidos de las clases bajas de
las favelas de Santos. Como el Sabato antítesis de Borges, Eusebio Filigranati
es la antítesis de Alberto Laiseca, una antítesis que a medida que la novela
avanza se va convirtiendo cada vez más en un explícito deseo de ser su alter
ego. Pero también Filigranati-Laiseca es un filántropo romántico y un exquisito
gourmet. Y entonces, el delirio no cesa: ’Es como la literatura o la física
teórica. Para llegar a saber algo hay que dedicarle la vida entera. He leído
varios libros escritos por expertos. Tienen opiniones deliciosas sobre si tal o
cual plato se debe preparar de esta o aquella manera. Las discusiones son
acaloradísimas. (...) Leerlos es como asistir a la conferencia de un lacaniano:
no se entiende una palabra, pero qué nivel de poesía. En este momento me estoy
refocilando con un sesudo tratado del profesor Biff Pérez González: Origen
etrusco de las empanadas chilenas y argentinas’." (Carlos Gazzera, en La voz del
interior, julio de 2003).
2004: La editorial Interzona publica el libro y el video "Cuentos de terror",
una recopilación de los cuentos leídos por Laiseca en su programa de I-Sat. Se
publica en Buenos Aires la novela "Beber en rojo" (Grupo Editor Altamira).
Recibe el premio otorgado por la Fundación Kónex, diploma al mérito, en el rubro
Novela: quinquenio 1999-2003. La editorial Gárgola reedita "Los Sorias", con
prólogo del escritor argentino Ricardo Piglia.
El programa "Cuentos de terror" recibe el premio Martín Fierro a la producción
en cable 2003, en el rubro "Cultural/Educativo".

Bibliografía
"Su turno para morir". Novela. Alberto Laiseca, Editorial Corregidor, Buenos
Aires, 1976.
"Aventuras de un novelista atonal". Novela. Alberto Laiseca, Sudamericana,
Buenos Aires, 1982.
"Matando enanos a garrotazos". Cuentos. Alberto Laiseca, Buenos Aires, 1982.
"Poemas chinos". Poesía. Alberto Laiseca, Buenos Aires, 1987.
"La hija de Kheops". Novela. Alberto Laiseca, Emecé, Buenos Aires, 1989.
"La mujer en la muralla". Novela. Alberto Laiseca, Tusquets Editores, Buenos
Aires, 1990.
"Por favor, ¡plágienme!". Ensayo. Alberto Laiseca, Editorial Beatriz Viterbo,
Rosario (Argentina), 1991.
"El jardín de las máquinas parlantes". Novela. Alberto Laiseca, Editorial
Planeta, Buenos Aires, 1993.
"Los Soria". Novela. Alberto Laiseca, editorial Simurg, Buenos Aires, 1998.
"El gusano máximo de la vida misma". Novela. Alberto Laiseca, Tusquets Editores,
Buenos Aires, 1999.
"En sueños he llorado". Cuentos. Alberto Laiseca, Fundación Municipal de
Cultura, Ayuntamiento de Cádiz, España, 2001.
"Gracias Chanchúbelo". Cuentos. Alberto Laiseca, editorial Simurg, Buenos Aires,
2002.
"Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati". Novela, Alberto Laiseca,
Intezona Editora, Buenos Aires, 2003.
"Cuentos de terror". Cuentos. Alberto Laiseca, Interzona Editora, Buenos Aires,
2004.
"Beber en rojo". Novela. Alberto Laiseca, Grupo Editor Altamira, Buenos Aires,
2004.
"Los Sorias". Novela. Alberto Laiseca, editorial Gárgola, Buenos Aires, 2004.
Reedición.
"Las cuatro torres de Babel", 2005
"Sí, soy mala poeta pero...", 2006
"Manual Sadomasoporno", 2007
 "La
realidad no me interesa, lo mío es realismo delirante"
"La eternidad es demasiado larga para estar solo", dice Laiseca, un escritor
felizmente difícil de encasillar, que en Sí, soy mala poeta, pero... rescata a
personajes como el Monitor, "aunque esta vez tomé la precaución de no hacerlo
entrar en guerra con nadie".
"Uno siempre tiene que capitalizar todo, el bien y el mal... hasta los desastres
napoleónicos deben ser capitalizados."
Por Silvina Friera
Los chicos lo miran
directamente, sin el disimulo propio que en breve aprenderán de los adultos.
Quizá lo observan por los bigotes desmesurados, por su mirada o porque su cuerpo
hace que la silla y la mesa parezcan demasiado pequeñas. Pero cuando lo escuchan
hablar o reírse con ese tono gutural, como recién salido de una película de
terror, siguen caminando. El, que está sentado en el "vip de los fumadores", en
un bar de Palermo, sabe que da miedo y se divierte con la situación. "Es todo
teatro, a mí me gusta jugar", se justifica Alberto Laiseca en la entrevista con
Página/12. "Están los que simplemente se asustan y los que pueden ver la ternura
detrás de esta aparente aspereza." El escritor, entre vasos de cerveza y
cigarrillos, cuenta cómo intentó rescatar una parte de su vida, que él define
como "underground", en un tríptico de novelas –El gusano máximo de la vida misma
(1999) y Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2003)– que ahora se
completa con la publicación de Sí, soy mala poeta pero... (Gárgola). "Tenía
muchas ganas de rescatar al Monitor, ya no soportaba que estuviera muerto. Pero
esta vez tomé la precaución de no hacerlo entrar en guerra con nadie, si no,
otra vez me lo derrotan y lo matan", bromea. "Quería que se divirtiera un poco,
que tuviera chicas y que tomara mucha cerveza."
En la nueva novela de Laiseca, al revés de lo que sostenía Hegel, todo lo real
es irracional y todo lo irracional es real. Por empezar lo es la historia de
amor entre Analía, una mala poeta que no ignora lo que es la buena poesía
–aunque "sus cogidas a troche y moche daban a su espantoso poemario la carnadura
que le faltaba"–, y el japonés necrófilo Tojo (que se llamaba igual que el
famoso general de la Segunda Guerra Mundial ahorcado en Tokio en 1946 por sus
numerosos crímenes). Y también la sorprendente actualización que el escritor
hace de El fantasma de la Opera, de Gastón Leroux, "porque amo el libro y para
demostrar que si se quiere hacer un buen guión, se puede", apunta Laiseca.
"Hasta ahora hemos tenido versiones chascos; la mejor de todas es la muda, con
Lon Chaney, que sigue bastante al pie de la letra el libro".
–En esta novela tiene mucha trascendencia el tema de la locura. ¿Es una
sensación vinculada con esa parte de su vida "underground"?
–Francamente, no me di cuenta de que eso pasase, pero sí, ahora que lo pienso,
es verdad. Vivimos en un mundo de locos. A Analía le pasa de todo, está
chifladísima, pero finalmente hay un final feliz, porque la locura se cura con
amor, que es lo único que hace que estemos menos solos.
–¿Por qué, como se afirma en una parte de la novela, "los sanos de mierda son
los que hacen daño en el mundo"?
–Siempre pensé que
lo que no es exagerado, no vive; toda mi vida fue exagerada. Si no fuera
exagerado, no hubiera escrito Los Sorias, y ni siquiera hubiera llegado a ser
escritor, porque la oposición familiar y del entorno eran muy grandes. A toda
costa querían hacerme seguir la vida que ellos deseaban. Tenía que ser ingeniero
químico, incluso llegué a tercer año de Ingeniería hasta que dije "ya basta", y
me fui a trabajar a las cosechas argentinas, al interior del país, en Mendoza,
Santa Fe, Córdoba. Después vine a Buenos Aires, trabajé de obrero y fui
corrector de galeras del diario La Razón. Los Sorias, que es una cosmovisión, un
punto de vista del mundo, tiene 1450 páginas. ¿No le parece exagerado? Pero no
se podía hacer en menos páginas por todo lo que había que decir.
–Usted suele decir que "el realismo delirante es la más alta expresión del
romanticismo". ¿Cómo explica esta asociación?
–Y también digo que el sadismo es el último refugio de los románticos... Oscar
Wilde dijo que en este mundo todo puede explicarse, hasta lo que es cierto. Pero
lógicamente es difícil explicar lo que es obvio. El sadomasoquismo es el último
refugio de los románticos porque, como diría en una obra mía que está por salir,
Manual sodomasoporno, sadismo es amor, masoquismo es ternura, vampirismo es
protección.
–El Monitor cuenta
que era un chico muy bloqueado y recuerda que el padre le enseñó la tabla de
multiplicar a cachetazos. ¿Esto lo toma de su infancia y lo exagera o es cierto?
–Sí, es verdad, me pasó a mí, aunque se lo atribuyo al Monitor. Lamentablemente,
me enseñaron la tabla de multiplicar a cachetazos. Esas cosas se enseñan con
amor, pero mi padre estaba loco... Vivía en la Unión Soviética de la frialdad y
mi pobre padre era Josef Stalin. Mi único refugio era la imaginación. Estaba
mejor que en el Gulag, porque ahí no te dejaban leer ni una mierda, en cambio yo
tenía mis libritos infantiles. Después, por suerte, las mujeres me formaron,
fueron mi salvación, sin ellas no me hubiera humanizado jamás. Cuando todavía
escribía muy mal, en Balcarce, provincia de Buenos Aires, y trabajaba en la
cosecha de la papa, pensaba que ya no tenía posibilidad de retroceder. Lo que
pasaba es que estaba trabado... no podés hacer la vida que los otros te
marcaron. Empecemos con la honestidad, viejo: estudiaba para Ingeniería y, como
quería ser escritor, escribía a escondidas. Eso no se hace, no sirve.
–De todos modos, esos años de Ingeniería parecería que le sirvieron. En sus
novelas hay muchos cálculos, mucha ciencia dando vueltas...
–Todo se aprovecha en esta vida, querida amiga, incluso hay lectores que se han
tomado la molestia de hacer los cálculos y ven que son verdaderos. Uno siempre
tiene que capitalizar todo, el bien y el mal... hasta los desastres napoleónicos
deben ser capitalizados.
–¿Hay algo que no se pueda capitalizar?
–Supongo que estar muerto, porque en el otro mundo no hay cerveza ni cigarrillos
(risas). Mientras estemos aquí, supongo que podemos capitalizarlo todo.
–Entre esos libros infantiles que le servían para "escapar" de la Unión
Soviética que era su casa, ¿qué papel cumplieron las historietas?
–Me enseñaron a delirar. Había una Ocalito y Tumbita, dos personajes
disparatados que hacían chistes tontísimos. Era algo totalmente surrealista, un
delirio, porque no tenía nada que ver lo que sucedía en la historieta principal
con lo que sucedía abajo con las ratitas de los zócalos. Este tipo de
historietas me abrieron la mente, me enseñaron que todo era posible.
–A propósito del título de la novela, ¿qué es para usted ser un buen o un mal
poeta?
–Esta es la pregunta
eterna del arte. Creo que se puede decir qué es bueno o malo, el problema es que
no se lo puede explicar. No puedo decir por qué en realidad Venus y Adonis, de
Shakespeare, es una obra maestra. Lo es y listo... por las imágenes, por todas
sus sugerencias. Eso lo logra el buen arte, el arte supremo. También tenemos
obras de mal arte que no te inspiran nada de eso, que son toscas, chabacanas,
mal hechas, sin encanto.
–¿Y usted cree que es un buen o un mal escritor?
–Siempre se lo cuento a mis alumnos cada vez que empiezo un ciclo de talleres en
el Rojas, en la primera o en la segunda clase. Nunca jamás tuve un alumno o
alumna que escribiera tan mal como cuando yo empecé. Y si hubo solución para mí,
hay esperanzas para todos. Hay que jugarse y trabajar mucho.
–Vamos, lo dice a modo de consuelo...
–¡No! ¿Qué consuelo? Les estoy diciendo la verdad. Todo depende de cada uno,
porque no hay recetas para aprender a escribir. Siempre se escribe desde lo
fuertemente sentido y vivido.
–Pero usted tiende a borrar lo vivido al trabajar con el delirio.
–Los delirios del realismo sirven, y mucho, para ampliar desmesuradamente
ciertas partes, y esto hace que se destaque más que nunca la parte realista. El
delirio sirve para reafirmar, para ver mejor la realidad. Impresiones de Africa,
de Raymond Russell, no sucede en Africa, es todo delirio, no hay nada de
realidad. La realidad no me interesa, lo mío es realismo delirante, ni delirio,
ni realidad. Son las dos cosas juntas, porque el delirio potencia la realidad y
la realidad potencia el delirio.
Laiseca, que todos los jueves a las 22 presenta películas de terror en el canal
Retro, cuenta que en Sí, soy mala poeta, pero... también quiso rescatar novelas
policiales "malísimas" de la década del ’40. "En esos libros, que en algún
sentido podríamos llamar bazofia, no había una sola historia que no tuviera un
delirio, una maravilla", señala. "Me imagino a esos pobres tipos que escribían
esas historias y después no tenían ni para pagar la luz. Supongo que pensarían:
‘Por lo menos, vamos a divertirnos un poco. No soy Shakespeare, jamás voy a
escribir el Ulises de Joyce, escribo estas novelitas policiales serie erótica,
con el erotismo que me permite la época’."
–Al menos usted parece que también se divierte cuando escribe, aunque no es
creíble que piense que sus "novelitas" sean "malísimas"
–¡He contribuido a la cultura y al lenguaje muchísimo! He creado palabras como
copitazas, mezcla de copa y taza... es un hallazgo; me deberían dar el premio
Cervantes por mi contribución a la lengua (risas).
–Un poco de egocentrismo siempre viene bien, ¿no?
–Ay, querida mía, los escritores necesitamos un poco de egocentrismo para
sobrevivir en estos tiempos terribles porque, si no, te aplastan. El
egocentrismo te sirve para escapar de toda la mierda.
–Por la extensión de muchas de sus novelas, especialmente en el caso de Los
Sorias, ¿usted demanda lectores full time que no abandonen el libro?
–No quiero que los lectores me abandonen, ya tuve bastantes abandonos en mi
vida. ¿Sabe por qué no conviene abandonar ni ser abandonado?
–No.
–Voy a brindarle la revelación máxima de la vida misma (risas). Porque la
eternidad, mi querida amiga, es demasiado larga para estar solo...
Fuente: Página/12, 28/02/07
 Alberto
Laiseca: "Poe estaba muy equivocado"
Entrevista por Víctor Malumián y Ariel Fleischer
Desde el umbral del
edificio se escucha el timbre quejándose en un departamento de la calle San José
de Calazans; nadie responde. En el oscuro pasillo se recorta la figura de un
hombre alto y de caminar templado. Alberto Laiseca nació en los suburbios de
Rosario, en 1941, pero se crió en la exigua localidad cordobesa de Camilo Aldao.
Realizó diferentes oficios golondrina que lo pasearon por distintas provincias
del Norte.
Mientras elaboraba sus textos dedicó seis años de su vida como empleado
telefónico y durante otros diez fue corrector de pruebas en el diario La Razón.
Lai, como le dicen Ricardo Piglia y el resto de sus amigos, se muestra tan alto
como afable. Sus enormes bigotes se descorren como un telón antiguo revelando
una sonrisa exagerada y unos dientes afectados por el cigarrillo. Abre la puerta
de su casa e inmediatamente percibimos algo diferente: sus tres gatos, Greta,
Lenin y Chop salen a nuestro encuentro como si fueran perros que están obligados
a recibirnos, en cambio, su perro se mantiene distante y enigmático.
Sus dedos son largos y amarillentos; siempre sostienen un cigarrillo encendido.
Intentó estudiar ingeniería, pero abandonó y se volvió un autodidacta, desde la
física cuántica y la economía, hasta la astrología y la historia de los
Sumerios. Se proclama pagano y politeísta. El cenicero está abarrotado de
cigarrillos y una infaltable botella de cerveza descansa vacía sobre el
escritorio.
¿Cómo es el proceso
creativo?
Bueno, ese es uno de los grandes misterios. Él único que pretendió haberlo
revelado fue Edgar Allan Poe y estaba muy equivocado, cuando dijo que había
hecho todo "El Cuervo" de una manera cerebral -respira profundamente y luego
califica- es un delirio. Nadie le creyó, yo tampoco. El proceso creativo es una
cosa muy extraña, muy misteriosa, en la medida que uno intenta detectarlo, ahí
se jode todo. No se puede seguir un proceso determinado. En realidad, uno no
sabe de donde le vienen las ideas, de las cosas que uno ha vivido, de las
desesperaciones, de la cultura que tiene, de los deseos sobre todo. Pero si vos
me preguntas por un proceso definido, no. No hay. No existe.
Escribo mejor de noche, soy lo que los astrólogos llaman un hombre lunar. Cuando
sale nuestra madre, la Luna, nos da mucha fuerza, pero eso tiene su precio: el
cuerpo apela a una energía extra que se gasta y uno se cansa demasiado, por lo
que trato de escribir de día.
La gorda Dorys no cree en la teoría del "Big Bang" ¿Cómo se filtra su
pensamiento en ese personaje?
Ah si, yo tampoco creo en eso. Claro que me identifico mucho con la gorda y
ahora que estoy panzón más -se mira la panza, ríe cómplice y continúa- cuando lo
escribí era flaco, pero ahora que estoy panzón me siento completamente
identificado. Yo creo que es una de esas ideas de tipo totalitario que están muy
de moda y sobretodo en boga, pienso que la creación es otra cosa, la creación
del universo es muy distinta de la que nos imaginamos. Pienso que son fuerzas
descentralizadas. Hay muchas ideas totalitarias que intentan dar un orden
comprensible a las cosas, por ejemplo la unificación de la física, las cuatro
fuerzas, el electromagnetismo, fuerzas fuertes y débiles y por supuesto la
gravitación. Yo no creo que se puedan unir, son fuerzas colaborantes pero
descentralizadas. Lo mismo que su origen, no es único, a tal hora, a tal día a
tal fecha, ¡tac! Empezó todo. No creo en nada de eso.
¿Cuándo relee sus libros reconoce la influencia de algún escritor en particular?
Pues mi querido amigo quién no ha sido influido, todos cargamos una enorme
deuda, todos. Qué sé yo qué le debo a Oscar Wilde, por ejemplo, al propio Poe,
Edgar Allan, ¿no? Una mujer que me formó mucho a mí es una escritora
norteamericana que acá ni se la conoce, se llama Ayn Rand, escribió "El
Manantial", "La Rebelión de Atlas", "Lo que vivimos", esa mujer pienso que
estaba muy equivocada en muchas cosas pero a mí que me importa. Las cosas buenas
y positivas que me dio, esas me las dio. Esa mujer me dio la fuerza de vivir a
mí.
En relación a esto que conversábamos de cómo se transforman los personajes en el
"alter ego" del autor, en el "gusano máximo de la vida" describe una infancia
aterradora ¿Cuánto tiene que ver con la suya?.
Si, mucho, Yo siempre que hablo de la infancia tomo cosas verdaderas de mi vida,
eso seguro. Y si, tuve una infancia bastante totalitaria, yo siempre digo que
viví en la Unión Soviética. Mi padre era Jhosep Visainovich Vlasvili Stalin,
lógicamente el único refugio que yo tenía era la imaginación, era el único lugar
donde era libre, después era un soldadito del consumo. Tenía que cumplir órdenes
absurdas, órdenes contradictorias, castigos absurdos. No quiero hablar de eso ya
bastante he hablado en mis novelas -ríe con ganas-.
¿Cómo se le explica el "realismo delirante" a un lector que todavía no ha pasado
por las armas de Laiseca?
Mire, a mí me interesa mucho la realidad, nunca la pierdo de vista. Uso el
delirio, en primer lugar como arma, como un proceso para ganar tiempo. Si
escribimos una cosa lineal también se puede decir lo que uno piensa pero ahorra
tiempo el delirio, las distorsiones de la realidad y las exageraciones. Uno lo
que hace es que a la realidad se la pueda ver con un fuerte foco, como con una
lupa, entonces lo mío es delirio pero no solo, sino delirio delirante.
Yo siempre suelo citar el caso de Raymond Russel que me gusta mucho, pero no es
lo que yo haría. Por ejemplo, "Impresiones de África" de este mismo autor, es
simplemente delicioso. Esas máquinas absurdas que fabrica pero, posiblemente,
debajo vemos un gran nihilismo por parte de Russel. Aclaro, yo no soy nihilista.
Entonces me interesa la realidad, el delirio también. Fabrico máquinas absurdas
y procedimientos absurdos pero sin nihilismo y con un profundo respeto por la
realidad.
¿Cómo fue la preparación para escribir "Los Soria"? Tenemos entendido que tuvo
que asesorarse en cuanto cuestiones de suministros, tácticas y fabricaciones
militares.
Ah, si. Empecé con la industria pesada y luego continué con las ciencias
militares. Todavía tengo los libros de los oficiales retirados que compré en las
librerías de viejo. Seguramente cuando un oficial se moría la familia que no le
interesaba esos textos los vendía ahí por la avenida de Mayo. Por otra parte
también leí íntegra la obra de Von Clausevitz de la guerra, pero no los leía
como quién lee al pato Donald. Era una lectura como si yo fuera a entrar a la
milicia, como si fuera un oficial; sino, no tiene seriedad el escrito. Ve, ahí
está, Los Soria es una novela muy delirante, con máquinas rarísimas y sin
embargo ya ve como he respetado la realidad, porque las batallas están escritas
desde el punto de vista militar, no hay cosas hechas al pedo dentro de la
batalla. Pienso que un militar no tendría nada para decir, por que he estudiado
mucho. No sólo eso, la adquisición de metales también ha sido estudiada.
¿Recuerda alguna anécdota que en su momento lo incomodó y ahora le causa gracia?
No recuerdo, y si algo me incomodó me sigue incomodando ahora, en ese sentido no
cambio. Cada tanto uno se encuentra con algún loco. Recuerdo que hace mucho
estábamos presentando con Ricardo Piglia uno de mis libros, y un loco empezó a
los gritos a decirme cualquier cosa, de muy mal modo, sabe Ud. la gente lo echó
a patadas. Me incomodó y supongo que también a Ricardo.
¿Recuerda sus primeras publicaciones?
Si, claro. Tamara Camense me dijo "Mirá Lai a mi me gusta mucho lo que vos
escribís, te voy a presentar a dos personas al Gordo Soriano y a Tomás Eloy
Martínez" que por aquel entonces ambos trabajaban en el viejo diario La Opinión
de Timerman que quedaba en el micro centro. Tanto Soriano como Tomás Eloy
Martínez gustaron mucho de mis cosas. Martínez me publicó fragmentitos de
algunas cosas. Y Soriano directamente mi novela. A su turno la llevó a
Corregidor. Con el espaldarazo del gordo me la publicaron. Así fue como empezó
la cosa.
En la novela "La mujer en la muralla" se observa que el Estado Chino se
deshumaniza paulatinamente, sucede lo contrario en "Los Soria" ¿por qué esa
inversión?
Bueno, al Monitor lo inventé yo, es un personaje mío y a mí lo que me interesa
es que la gente se humanice no se deshumanice. En cambio, el caso del Emperador
Chino es la historia verdadera de él. Era un buen chico, hasta que se enteró que
su madre cogía con su preceptor; y se rayó. De ahí empezó a ser cada vez más
duro y más hijo de puta. El gusano también empezó siendo un hijo de puta y
después se humaniza. Esas cosas tan humanas que tiene de ayudar al loco de la
cripta… hay que ayudar a los demás también, ¿no?
Esto se relaciona con la construcción de la pirámide y los gastos que le
representan al Faraón que toma una decisión radical con su hija.
Todo cuesta, aquellos que construyeron las pirámides no eran esclavos como se
dice por ahí. Las cosas habían que pagarlas, la mano se pagaba, no era esclava.
Entonces decide prostituir a su hija para aumentar la recaudación. En las
primeras dinastías egipcias casi no había esclavos en Egipto, si había eran muy
pocos. Egipto se inundó de esclavos a partir de Tudmosis III, que era un rey
guerrero. Pero hasta la quinta dinastía eran todos faraones constructores.
Entonces ¿de donde voy a sacar esclavos? Tengo que invadir a otros países para
conseguirlos. Se pueden comprar algunos pero son muy caros; es mucho más barato
si voy al país vecino y traigo parte de la población como esclavos, es más
sencillo.
¿Por qué para entender a los egipcios hay que volverse politeísta?
Yo soy pagano, no soy monoteísta. Creo en los dioses grecorromanos, los
afro-americanos y algunos dioses escandinavos.
¿Cómo surge la idea de inmiscuirse en el mundo televisivo?
Se le ocurrió a Gastón Luprat que hace mucho que es amigo mío y a Marcelo Khoen.
Me vinieron a ver, antes yo vivía en San Telmo, y me dijeron "mirá Lai
quisiéramos hacer una prueba porque nosotros pensamos que vos podes contar bien
cuentos". Como acepté trajeron cámaras. Le aclaro, la idea fue de él. Entonces
yo conté "La pata del mono" de W. Jacobson y salió muy lindo. Lo llevaron a
I-Sat y así empezó todo. Llega un momento que el abanico de cuentos se termina y
comienza un trabajo investigativo.
¿Cree que en la Argentina el reconocimiento a los escritores les llega un poco
tarde?
Si, claro que llega tarde y nunca va a ser tanto como uno necesitaría, lo cual
es peligroso para la obra. Yo se que mientras siga vivo, mas o menos me van a
seguir dando pelota. El problema es cuando me muera si no he conseguido ser
traducido va a ser peligroso para mi obra. Se murió Laiseca y veinte años más
tarde escuchás "Laiseca, nunca oí hablar de él" y sino te nombran una sala
Alberto Laiseca. Mi obra no gana nada con eso. Yo lo que quiero es que mi obra
quede. La imaginación es lo más importante, porque la forma de escribir se puede
corregir con lectura pero la originalidad no es algo que se encuentre por ahí.
Esa es una forma de volverse inmortal
Si, la única forma de hacerlo, mucho me temo.
Por último, ¿qué consejo le daría a los que se inician en la escritura?
Lo primero por lo que hay que preocuparse es por desarrollar una obra, un estilo
propio y todas esas cosas. Hay un libro de Stephen King que se llama Mientras
escribo es una especie de mezcla de consejos literarios y autobiografía. Me
sorprendió mucho ese libro que es muy bueno porque dice dos de las tres cosas
que siempre dije: no hay una isla secreta de las ideas, la única solución para
escribir, para ser un escritor es leer más y escribir más. Eso es exactamente lo
que yo había dicho siempre. Lo único que no dijo es esta tercera cosa, vivir
más.
Fuente: www.godot.323.com.ar

 Gran
caída de la indecorosa vieja
Por Alberto Laiseca
[De Matando enanos a garrotazos]
En
el año doscientos de la Egira, ya existían los ómnibus en aquel remoto reino de
las profundidades de Arabia. ¡Yah, Alah!: ayúdame para que por lo menos, por
respeto al Diván, con su nube de emires, califas, sultanes, cadíes, imanes,
derviches, calendas y creyentes, yo diga la verdad siquiera esta vez. Sea yo
veraz, aunque Dios mienta.
Existían los ómnibus, repito, sólo que al no haber electricidad, ni estar
solucionado el problema tecnológico de los motores a explosión, arreglaban las
cosas con un motor más voluminoso. Consistía éste en una cámara grande como una
habitación, donde quince esclavos hacían girar una enorme rueda conectada a un
engranaje, que a su vez movía las pantaneras del ómnibus.
Cuatro capataces munidos de látigos mojados y espolvoreados con sal, se
encargaban de estimular los bríos de los terrestres galeotes. El vehículo se
movía lentamente, claro está, pero en forma segura.
Cada tanto había estaciones de servicio donde los galeotes, transformados en
pulpa o tocino salado, eran echados a la Gehena de azufre y llamas que arde
eternamente, situada por lo general detrás de la estación de servicio. Los
muertos eran en el acto reemplazados por tropas frescas, como dicen los
militares.
El cadí subió al automotor y sacó boleto de quince dracmas. Como a esa hora el
transporte iba casi vacío, pudo sentarse confortablemente en un asiento del
fondo ya la izquierda. Siempre que podía se instalaba atrás; en esta forma si un
enemigo le hacía un signo mágico con los dedos, podía detectarlo con facilidad y
tomar las contramedidas necesarias.
Mientras el artefacto autopropulsado se ponía en marcha, comenzó a recordar las
más absurdas cosas. En ello estaba el cadí, trinando alegremente sus fantásticos
pensamientos, sin prestar atención al traqueteo del ómnibus ni a los latigazos
que se escuchaban desde el motor, cuando de pronto una vieja repulsiva que se
había puesto a su lado, comenzó a toser para llamarle la atención -vanamente,
por supuesto-; viendo que no le cedían el asiento -el ómnibus se había llenado
en la parada anterior-, procedió a la puesta en marcha de un operativo de más
vastos alcances: algo así como la pacificación de las Galias por Julio César, o
Federico el Grande invadiendo la Sajonia. Me refiero a que le incrustó en el ojo
derecho un ángulo de la cartera. Desagradablemente arrancado de sus ensueños, el
cadí sonrió, levantó la cabeza para mirada, y le dijo con dulzura: -¡Yah, Alah!
¿Cómo te has atrevido a incrustarme tu cartera en el ojo, falsa e inmunda
salchicha de plástico; abominable creación del Malo; a quien el Profeta -¡con él
sean la Gloria y la Salsa para ensalsarlo!-confunda?
Dichas estas palabras, hizo detener el vehículo y llamó a la Guardia del
Alfanje, la cual se llevó a la repelente vieja arrastrándola de las patas, por
lo que su pollera aleteaba alegremente, entremezclándose con el polvo y
levantándolo a cucharadas.
Una vez instalado en su despacho, el cadí pasó a administrar una rápida
justicia, dejando a la repugnante vieja para postre, que habría de merendar al
siguiente día. Así, mientras ingería un refrigerio, condenó a un 10 % de
inocentes, liberó y "sin que el juicio afecte a su buen nombre y honor" a un 20
% de culpables, y el 70 % restante fue sancionado más o menos como lo merecía.
Todo rapidísimo y en quince minutos.
Unas veintiocho personas, entre hombres y mujeres, fueron a parar ese día al
suplicio de las soldaduras; consistía en trazar sobre la piel de los condenados,
con barritas de estaño y autógena, toda clase de líneas y dibujos maravillosos
que parecían oropéndolas anadeando sus culos por entre elipses de plata, y que
se iban entrecruzando alrededor del cuerpo como un cañamazo, terminando por
formar una sola pieza sobre la carne carbonizada. No dibujaban figuras humanas
porque lo prohíbe expresamente el Profeta (¡con Él sean la plegaria y la paz!).
Se utilizaba oro, si era domingo; puesto que este es el metal que corresponde
astrológicamente a ese día de la semana. Plomo si era sábado, etc.; y así
también: hierro, estaño, plata, cobre y mercurio. El último metal mencionado no
producía ningún daño por sí mismo, como es natural, pero las quemaduras del
mercurio hirviendo gracias a la autógena eran más que suficientes.
Y dijo el cadí: "¡Yah, Alah! Agradezco a la Providencia que no haya un octavo
planeta cuyo representante sea el platino, por ejemplo, que es carísimo": Los
discípulos del cadí hacía rato que observaban a la asquerosa vieja carterista,
haciéndoseles agua la boca.
A los fines de endosarle un espejismo o falso castigo, cosa que tuviese una
pálida idea de la verdadera reprimenda que le habría de dar el cadí cuando se
levantara por la mañana y diese alimento a los perros sagrados, arrancaron a la
desabrida e intratable vieja las pocas muelas y dientes que le quedaban, para
emparejarle las encías; en esa forma la vieja execrable y arisca podría
articular mejor las palabras, e iniciar con eficiencia su defensa oral ante el
cadí.
Compadecidos por lo demás ante su boca huérfana de piezas dentales, se
decidieron por pura filantropía a ponerle una dentadura allí mismo sin falta.
Así, comenzaron por atarla con alambres de púa a un poste, y luego, sin prestar
la menor atención a los rugidos triunfantes de la maliciosa y detestable vieja,
procedieron a meterle en cada encía -donde antes hubo dientes o muelas-un clavo
a martillazos. Dichos trebejos estaban calentados al rojo; pero no para hacer
sufrir a aquella aviesa pécora, vieja malévola e insolente, sino por su propio
bien; ya que en esa forma, las heridas cicatrizaban de inmediato.
La desalmada proterva, condenable y ruin vieja, vino a quedar de esta guisa con
una dentadura nueva, como de plata.
Seguramente alguien se preguntará cómo es posible dar martillazos en el fondo de
una encía. Es que, estos Emires de los Dientes, habían inventado un mini
martillo telescópico, encargado de producir en el interior de las fauces
viejeriles, los indispensables micro climas de violencia.
Luego que a la pésima e indeseable vieja le hubo sido puesta la nueva dentadura,
los Dispensadores de Dones quedaron cavilantes acerca de los méritos de la obra
odontológica.
En ese momento la dentadura parecía de plata puesto que los clavos eran nuevos;
pero, ¿qué sería de aquel argentino brillo una vez oxidados?
De manera que se los arrancaron a todos, uno por uno, y luego de haberlos
sometidos a un baño de acrílico se los volvieron a meter en los mismos agujeros.
Como los clavos habían sufrido un proceso de engorde a causa del plástico, no
bailaban sino que entraron lo más bien.
Toda esta última parte de la operación, o sea la sacada y puesta, fue acompañada
por la música de la descarriada, injusta y perniciosa vieja, quien lanzaba
alaridos tan magníficos que los operadores llegaron a la conclusión de que ella
estaba gozando intensamente.
Para tal estimación se basaron en el cuarto principio de la termodinámica, o ley
del segundo orgón, de Reich. En efecto, la anatematizada y perversa vieja
obligaba a tal pensamiento con sus arqueos de espalda y, sobre todo, mediante
los golpes que daba con sus pies: primero zapateaba con una pierna, después con
la otra, luego otra vez con la primera, etc. De lo más erótico y análogo a un
violento orgasmo. Corajuda, la rabiosa vieja, dentro de su placer. Irascible, la
malsufrida geronta. Soberbia, la prepotente anciana.
Arrebatada y torva, gozando sola y sin invitar a nadie, aquella tenebrosa furia.
Sus berridos en cambio, soberanos y nítidos, no tenían nada de lóbregos ni
desdibujados ni confusos; antes bien, los mencionados alaridos parecían
ovaciones; o sea: el aplauso unánime del público cuando premia la labor de un
artista. Aquellos rugidos sexuales eran luminosos, nítidos, diáfanos, paladinos,
inequívocos y terminantes. Sus gritos deliciosos y reconfortantes hablaban de
apetencias eróticas, de públicas demandas de lecciones prácticas.
Después de todo se las había arreglado para sacar provecho, la nauseabunda y
malintencionada vieja. Más odiosa que nunca, la infame y fétida.
Así pues y por todo lo anteriormente referido, esos derviches, aquellos santones
de la dentición, llegaron al convencimiento íntimo de que esta endiablada estaba
de lo más alegre y gozosa, y que sus alaridos eran pura simulación, propia de un
pudor koránico.
Libres ya de remordimientos y con la conciencia tranquila, alguien propuso
volvérselos a sacar y ponerle clavos de cuatro caras como los que se les colocan
a los zombees, para impedir la rotación y asegurarlos a las mandíbulas.
Pero los demás se opusieron alegando razones humanitarias. En efecto: de
proceder en esa forma, la maldita y podrida vieja sufriría innecesarias
torturas. Lo mejor era asegurar los clavos ya puestos con un puenteo de estaño.
Dicho y hecho: el Sultán de los Odontólogos en persona procedió a fundirle,
arriba de las encías, una barra entera con ayuda de un pequeño soplete de llama
corta y fina. Media barra en la mandíbula superior y el resto en la inferior.
Comenzó por la de arriba, ya que era la más difícil, y porque a la malandrina,
maligna y vomitada vieja había que ponerla cabeza abajo para trabajar mejor.
Este Califa de los Dientes siempre hacía los trabajos más difíciles primero,
para después tener derecho a descansar. Era un tenaz. Uno de esos hombres que no
se dejan subordinar por los reveses de la vida. De los que dan la cara al
Destino y lo enfrentan virilmente.
Pero cometió un error, al no advertir lo obvio: el puenteo de estaño, a la
fuerza habría de quemar el acrílico. Todo el primer trabajo, en vano. Sin querer
le habían otorgado el derecho a burlarse a la aprovechada vieja; atrincherada
dentro de su mente en ruinas, ahora podría diagnosticar fracaso, la malvada
grotesca y babosa.
El Profeta de los Odontólogos se puso rubí de vergüenza.
Cuando el cadí se levantó -y luego de sus abluciones matinales, que realizó como
buen musulmán-dirigióse hasta donde se encontraba la terca, testaruda y contumaz
arpía.
Sus discípulos le confesaron de rodillas que habían fracasado en su intento por
poner en vereda a la incorregible, reincidente, recalcitrante y obstinada
geronta. No dudaron, ni por un segundo, que el Maestro tendría más suerte.
Pasaron luego a informarle de la irreligiosidad de la impenitente vieja: atada
con alambre de púa y cabeza abajo como estaba, bien podría haber dado gracias a
Alah de que continuara soportándola un rato más en la Tierra, en vez de llevarla
en el acto y sin más dilaciones a la quinta torca del infierno a donde
seguramente iría. Pero no había rezado ni nada, aquella descreída relapsa.
También procuraron llevarla a la reflexión mediante un monólogo contrapuntístico
de pinchos; así estaría preparada para pelear por su salvación mediante gentiles
maneras, abdicando de su deplorable actitud; pero ni con ésas. Llegaron a la
conclusión de que la despreciable e imposible vieja se hacía la loca para
pasarlo bien.
El cadí ordenó que la sacaran del poste.
Cuando la llevaron a su presencia fue preciso sostenerla, pues se negaba a estar
parada la muy cómoda; holgando en brazos de los otros y siempre tomando ventajas
la perfecta inútil. El cadí tuvo la condescendencia de preguntarle cómo se
llamaba. Sin prestarle atención, la altamente maléfica comenzó a cuchichear con
el Enemigo de la humanidad, su Dueño y Señor. Al menos, eso dedujeron todos ante
los extraños e indescifrables suspiros, graznidos, ruidos y otras. Chismorreaba
con sus gorgoteos, sin duda para mantenerlo informado de las últimas novedades
en la Tierra. Firme hasta el fin en sus herejías y blasfemias, aquélla, poco
temerosa del Cielo, cerda. Testaruda, en su desviación contumaz. Pecadora, la
obstinada sectaria. Inexpugnable, en su atrevida desfachatez.
Inconquistable, en su audaz desvergüenza de vieja puta. Invencible, en su
temeridad petulante y díscola.
Para dar lástima -sin sospechar que el magistrado ya había sido advertido-, la
ridícula y zalamera vieja escupió sangre e hizo otras mil gitanerías delante del
cadí a los fines de seducirlo. Ingobernable, la cerril e insolente vieja.
Deseaba robar el tiempo de los otros mediante engaños, la falaz y codiciosa
anciana. El cadí comprendió finalmente, que aquella atroz pésima, con sus
gemidos, balbuceos, sangre y continuos desplomes, no se proponía otra cosa que
una maniobra parlamentaria de obstrucción.
En eso estaban cuando ella lanzó por la boca una especie de palabras; pero todo
muy amanerado. ¿Qué habría querido decir con algo tan impreciso y equívoco, la
ambigua vieja? Desconfiaron de la cínica, procaz e impúdica. Triste experiencia
tenían con la descarada anciana. Desvergonzada, la geronta.
Por orden del cadí le fueron pasados rodillos ardientes por culo y espalda, como
quien pinta. Era cosa de ver cómo saltaba la vieja mentirosa, para llamar la
atención. Se le dijo que con pataletas e histerias no iba a conmoverlos.
¿Por qué no hablaba en su descargo, si se había cometido un error con ella? El
cadí era un hombre clemente, sensible y proclive a la piedad. No se habría
negado en modo alguno a escucharla.
Bien sabía la indignante, astuta y escurridiza vieja, que ningún argumento que
esgrimiese podría haber justificado su malévolo acto carteril anti ojo. Se
negaba a explayarse; rehusaba hablar, la silente vieja.
Era capaz de morirse, exclusivamente para molestar y escapar a su castigo que,
por otra parte, aún no había sido determinado.
Entonces comenzaron a observarse signos de abdicación, por parte de la
desfachatada vieja. Parecía desolada, como a punto de entregarse, abrirse a
ellos. El cadí, como es natural, jamás quiso castigarla, sino sacar de su
descarrío, desviación y error, a la renunciante decrépita.
Se veía meditabunda y deprimida, la desalentada geronta. Parecía que iba a
hablar, apelando a la clemencia siempre infinita de los magistrados.
Pero por la expresión de astucia que observaron en un recoveco del cachete que
aún poseía, comprendieron que había conseguido engañarlos otra vez y con una
nueva insolencia.
Entonces decidieron que, por lo menos, le transformarían las tibias en flautas.
Descarnadas que éstas -las extremidades-fueron, a la caminante vieja le cortaron
las piernas a la altura de las rodillas, porque todo lo situado desde ese
paralelo hacia abajo, molestaba para la construcción de las mencionadas flautas.
Luego se procedió a vaciarle el interior de las referidas tibias con baquetas
como las que se usan para limpiar los fusiles, y practicaron siete perforaciones
sucesivas en cada una para lograr las citadas máquinas de música. Dos flautistas
procedieron entonces a tocar sobre la instrumentada vieja.
Ante los gorgoteos con metrónomo y diapasón de la musical vetusta -por alguna
ignota razón se asemejaban mucho a los de un agonizante, pero no era eso en
absoluto-, todos supusieron que ella pensaba emitir algo en su descargo y se
acercaron para escucharla, provistos de cuadernillos y lápices de puntas
filosas. El cadí, incluso, inclinó algo su regia cabeza hacia la dicharachera
anciana.
Escupió un poco más de sangre. Otro gorgoteo, gemidos, y más sangre hasta
completar un cuarto de pinta. Nadie le reprochó esta nueva hazaña; todos lo
tomaron como algo muy natural; equivalía a la afinación de los instrumentos por
parte de una orquesta.
Ahora vendría el concierto. Se le dio tiempo; esperóse pacientemente. En vano.
Estupefactos comprobaron que no tenía la menor intención de explayarse, la
necia, torpe y estólida y portentosa vieja.
El egregio, sublime y altísimo cadí, tomó aquel silencio como una rareza
excéntrica. Extravagante, la abultada vieja.
Tomó entonces la resolución de sacarle un poco más de carne; hacer marchar al
destierro a otra parte de sus bienes corporales.
Aquí se acabaría toda la farsa. Terminarían para siempre las patrañas,
jugarretas y triquiñuelas de la tramposa vieja.
El verdugo oficial la tomó para sí e hizo travesuras, efectuando -como buen
matemático que era-algunas permutaciones y reemplazos de ovarios y orejas; hasta
que el cadí, fastidiado, le dijo que cesase de importunar a la disgustada vieja.
La aparatosa y alharaquienta anciana estaba muy llamativa con toda la carne
levantada.
Rumbosa, habiéndose hecho pis y caca encima aquella cochina.
Deshonesta al mostrar sus huesos para erotizarlos y que así se olvidaran del
castigo.
La muy obscena vieja. Grosera y liviana, la descortés provecta.
Ya que la cartera que introdujo al cadí en un ojo fue a causa del asiento,
entonces le fabricaron un trono de hierro calentado al rojo, para que desde allí
pudiera responder a la acusación. Medio reculaba desconfiada, la recelosa y
suspicaz vieja.
Cuando la sentaron en el trono, ¡Yah, Alah!: recordó a la buena y briosa vieja
de un principio. Chocha, la encanecida matriarca. Se retorció lujuriosa la
impúdica, como no queriendo perderse ni una poca de aquella pagana, druídica
fiesta. Relajada, la sádica e inmoral licenciosa. Burlona la incontinente,
lúbrica y obscena sicalíptica. Una tarquinada, la indecorosa disolución de la
Luzbel vieja.
Y después se quedó muy quieta. Quietísima.
El cadí sospechó algo tremendo. Ordenó a sus discípulos que le tomaran el pulso,
temiendo lo peor.
Hizo sátira de ellos con su senectud inexpugnable y triunfante, la madura
pimpolla.
Sarcástica, esta venenosa anciana. Irónica, esa cáustica y mordaz vieja.
Punzante, aquella insurrecta sardónica. Rebelde y todavía amotinada, la
facciosa. Mediante sus estratagemas sigilosas, la tortuosa vieja se les había
ido transformando en alegoría. Una rareza, la sin par bribona. Persistente, esa
malévola decrépita. Se moría, y con ello escaparía al castigo. Se sentían
culpables; se reprochaban el haber fallado por perezosa irresponsabilidad. No
habían sabido tocarle la tecla del dolor, a causa de una mezquina neurastenia,
dejadez u olvido. Se moría antes de tiempo a causa de un descuido indolente y
apático, por la inveterada desidia y la deliberada incuria. Se moría sin haber
sido torturada, ni sancionada, y ni siquiera reconvenida. Se moría.
Y se murió nomás, la desobediente vieja.
Cuando la pira celestial incineró su último muerto -no bien cesó de funcionar
ese antiguo horno crematorio, perseguido de cerca por las vengadoras sombras-,
el cadí fue a la mezquita. Oró la noche entera para que el Profeta le perdonara
su fracaso. Alah es Enorme.

 El
balneario de crotos
Por Alberto
Laiseca
[De Matando enanos a garrotazos]
Sus doctas
Haraposidades, los señores Moyaresmio Iseka y Crk Iseka, reposaban esa mañana
sobre la arena de la playa de la bahía de Gazofilago; este lugar estaba situado
en el oeste de la Tecnocracia, junto al Océano Tracio, mucho más abajo con
respecto al paralelo que pasaba por Monitoria, capital del país.
La tal bahía era prácticamente el último vergel antes del gran desierto del
occidente, cercano a la frontera califal, conocido corno El Bronce de Satanás.
Como nadie iba a la mencionada playa paradisíaca puesto que los magnates no la
habían descubierto a tiempo, se fue convirtiendo poco a poco en una gran
atracción turística para crotos. Linyeras y mendigos de toda la Tecnocracia
pasaban allí sus vacaciones, e instalaban carpas de arpillera.
Cuando los potentados y jerarcas se percataron del lugar que habían perdido, ya
era tarde. ¿Quién se atrevería -y con qué medios-a expulsar a los rotitos, que
eran centenares y estaban protegidos nada menos que por el temido Benefactor
(así llamaban también al Monitor o Jefe de Estado) a quien le habían caído en
gracia?
Los crotos por su parte, chochísimos con la situación, viajaban de un punto al
otro del enorme país haciendo lo que les daba la gana todo el año, y pasando uno
o dos meses del verano en la bahía de Gazofilago.
Llegaban a la playa ataviados con sus plumajes más costosos, y centelleantes de
mugre.
Los señores Moyaresmio y Crk, se encontraban confortablemente instalados bajo
una sombrilla tan descolorida que parecía haber sido sacada del fondo del mar.
Vestían bermudas hechas con restos de cortinas, las cuales tenían cosidas flores
recortadas de las revistas de moda, y calzaban hawaianas de cartón atadas con
piolines.
La mañana era hermosísima; no hacía demasiado calor y el agua quedaba a pocos
metros de ellos, clara y pura.
Dijo el señor Moyaresmio, mientras tomaba un largo trago de vino blanco helado:
-No hay nada como la vida natural.
Mientras bebían, estos dos déspotas ilustrados de la pobreza, escuchaban gracias
a un fonógrafo antediluviano con manijita para darle cuerda, adaptado a 33
r.p.m. y cambiador automático: Cuentos de Baviera, Marcha de la cerveza, Wenn
der Toni mit der Vroni, Polca de Stachus con Rudi Knabl en cítara, Luisa la
tiradora y En Munich hay una cervecería, con Otto Ebner y su Orquesta de
Vientos??.
Cerca de allí había un trencito de puestos para la venta de chorizos y panchos,
edificado con maderas importadas de las cabañas hindúes, las cuales crecen como
plantas a orillas del Ganges y que venían con gusanos y todo; tan podridas las
tablas que podía hundirse el dedo en ellas.
Circulaban por la playa, numerosos rickshaw para crotos acaudalados, que pagaban
al tirador de varas con azúcar blanco y fósforos.
No faltaban los bañeros con camisetas de football agujereadas, que tenían
delante y atrás sendos carteles de papel sostenidos por medio de alfileres:
GUARDAVIDAS
Los bañeros no
sabían nadar, por supuesto; pero tampoco era necesario ya que los turistas eran
alérgicos al agua, por razones obvias; para ser considerado un imprudente,
bastaba colocarse tan cerca del mar que su espuma llegase a salpicarle los pies.
Quienes montaban vigilancia se encargaban de llamar inmediatamente al orden a
cualquier posible excéntrico. La tierra no se quita con agua sino con baños de
arena, como todo el mundo sabe.
Mujeres despóticas en la abundancia de sus fofas carnes, y que por la edad bien
pudieran haber sido camareras de María Estuardo reina de Escocia, se paseaban de
lo más orondas luciendo tangas apretadísimas, hechas con telas de amianto,
robadas de los rincones destinados a guardar extinguidores, granadas, matafuegos
y otras. Es que los trajes de baño hechos con amianto puro, estaban haciendo
furor ese año.
Había también, sin embargo, chicas bastante jóvenes, desgreñadas con elegancia,
de un color parduzco -no se sabía si por el sol, la raza o la tierra-, que
anadeaban sensuales.
Lamento decir que no todas eran honradas; las seducían especialmente los
linyeras gordos, de anteojos ahumados, tomadores de mate con azúcar y que jamás
descendían a prender un cigarro con un tizón sacado del fuego, sino que
exclusivamente usaban fósforos.
Con un derroche que las dejaba pasmadas, veían cómo estos ricachos encendían un
cigarrillo armado y luego, con displicencia y los ojos entornados, tiraban el ya
inútil palito de cabeza quemada. Estos gordos, podridos de tabaco y azúcar
blanco, insisto, nunca fumaban un armado hasta súper quemarse los dedos. Les
pegaban 13 ó 14 pitadas y después los tiraban.
Horas más tarde, a través de un crepúsculo de aguas rojizas, y luego de comer
morcillas y chorizos exquisitos, y quesos picantes asados en parrillitas
improvisadas con alambres, regadas generosamente estas viandas con un par de
tintillos cosecha 20 de octubre de 1983??, sus Rotosidades Ilustrísimas, previo
acomodarse los plúmbeos andrajos, se tiraron de panza sobre el pasto, muy cerca
de la arena, fumando con una suerte de magisterio tan sólo superado por emires
califables.
Dijo el señor Moyaresmio, mientras lanzaba un largo suspiro: -Estas fiestas al
aire libre, me recuerdan los grimoríos que cada tanto efectúan los magos.
Crk, algo somnoliento: -¿Qué es un grimorio?
-Es una suerte de cena mágica, ritual. Una gran festichola a foul que se mandan
los esoteristas. Hay manjares delicados, vinos exquisitos, sexo, etc. A veces
comen cosas asquerosas, pero las devoran con gran placer y piden más.
Grimorio clásico, que conozca, sólo el que otro croto me contó cuando yo era
chico.
Es una historia complicada y larga, en la cual el grimorio es sólo uno de los
incidentes de ella; de modo que no sé si...
Y el señor Moyaresmio se encogió de hombros, dejando su espalda expuesta al
libre juego de las tensiones de sus mugres.
El señor Crk: -Adelante, Ilustre. Cuando usted empezó a hablar, me preparé para
distraer un tiempo de mis tremendas y abrumadoras ocupaciones de animal mágico;
¿así nos llama el Monitor, verdad?
-Si usted es un bicho de ésos, hágame aparecer una danzarina turca.
-Pero cómo no -respondió en el acto el señor Crk, y arrojó al aire un gran
puñado de arena al tiempo que decía: -In nómine Grómine.
Por supuesto, no pasó nada. Además, en un brusco cambio de viento, la arena cayó
sobre el señor Moyaresmio haciéndolo lagrimear.
Un inculto cualquiera habría proferido un exabrupto. No el señor Moyaresmio, que
era un aristócrata bonapartista. Se limitó a decir, al tiempo que se limpiaba
los ojos con un pañuelo pardo: -Tengo la impresión, señor Crk, de que su magia
ha fallado. Una equivocación al exorcizar, tal vez. Lejos de materializar lo
pedido, usted produjo una variación vectorial en el dulce zéfiro. Si mi juicio
es erróneo, le ruego que no vacile en refutarme.
-Tiene usted toda la razón. En realidad, a esta profesión de animal mágico la
ejerzo desde hace sólo cuarenta años. Soy inexperto aún.
El otro, muy amablemente: -Comprendo. Es toda una incomodidad.
-La sobrellevo. Pero usted se disponía a decirme...
Entonces, el señor Moyaresmio Iseka, comenzó la narración de Gran caída de la
indecorosa vieja. Un rato después, esta larguísima historia fue cortada
abruptamente por el señor Crk Iseka, este dijo con un suspiro: -Ilustre... por
favor. Creo que ya está bien. Usted cuando se da manija no la para más.
Moyaresmio Iseka: -Es una verdadera pena que me haya interrumpido. El sultán no
cortó la cabeza de Sheherezada, después de todo.
-Es cierto. Pero la pasó para el otro día.
-Bueno, está bien -admitió el señor Moyaresmio-. De cualquier manera ya conté
bastantes cosas del cadí. Lo suficiente como para que usted se haga una idea.
-O varias.
-No obstante es una lástima. Los perros sagrados aparecen por fin, y se comen
-en el famoso grimono-a la despreciable, arrogante, roñosa y metida vieja. ¿Qué
caviar podría compararse a la carne de sulfuroso chichi, palabra esta última que
en mi léxico significa mala persona? Sólo una alegoría puede tragarse a otra.
Viendo que su amigo se mantenía inconmovible y no decía nada, el señor
Moyaresmio prosiguió luego de un tenebroso suspiro: -Bueno, bueno, está bien.
Usted se lo pierde. Se revelan secretos insospechados del grimorio, en ocasión
del juicio, castigo y exequias del doble astral de la vieja reblandecida -al fin
enganchada en la buena-, que... Pero en fin, dejemos eso. De cualquier manera -y
le advierto, en esto me mantendré intransigente-, a lo máximo que me avengo es a
esperar hasta mañana, luego del desayuno, para contarle la sorprendente y
maravillosa historia N° 948, titulada La momia del clavicordio.
Tranquilizado al saber que le endilgarían el tiesto sólo después de un sueño
reparador, el señor Crk Iseka resignóse.
Algunas masas de nubes flotaban sobre el mar. Pocas, pero densas y de color
blanco; grises hacia su interior. En el lado opuesto, desde el centro de la
tierra tecnócrata, amanecía. El Sol intentaba salir detrás de un lejano árbol
cónico; rodeado éste de nubes, rosadas con franjas azules, tenía la apariencia
de un postre.
Pasó una hora. El árbol ya era un helado encristalado en azul gélido y rayas
espectrales de limón.
El señor Moyaresmio se despertó. Miró el cielo y el horizonte con aprecio.
Encendió un fuego con varias leñitas que juntó y puso a calentar agua para tomar
unos mates.
-Señor Crk... señor Crk...
-Mh.
-¿Un mate, quizá? ¿Una rosquilla con mucho azúcar, tal vez? -y paralelamente a
la infusión ofrecida, extendía con la otra mano una bolsita inmunda, de papel,
pero de contenido luminoso.
El señor Crk, tomando el mate y una rosquilla: -Decirle que no sería una
descortesía que usted no se merece, señor Moyaresmio.
El aludido volvió a mirar el cielo, por segunda vez en el día: -¿Nunca se le
ocurrió, señor Crk, que ciertos amaneceres parecen crepúsculos y algunos
crepúsculos son idénticos a amaneceres?
Zumbón: -Ilustre... no se ofenda, por favor, pero... esa frase no fue original
ni siquiera cuando alguien la dijo por primera vez. Se parece muchísimo a
aquello de: "Ya se hunde el Sol en el ocaso"; "Las nubes arremolinadas como una
turbulencia de mortajas que tratasen de ¡byyychck!"; "Tanto va el cántaro a la
fuente que al fin se etcétera". Y otras.
-¿De manera que no le parezco original?
-Para nada, Ilustre. Ahora: si usted obviase las secuencias fatigosas y pasara a
la narración que ayer me prometió...
Pero el señor Moyaresmio estaba en otra. Incluso se olvidó de continuar cebando
mate, y dijo distraído: -Ya va, ya va.
Encendió un cigarrillo egipcio, lo sostuvo descuidada y decadentemente en la
mano izquierda, y con un palito dibujó un diminuto fusil sobre la arena. Luego
levantó su vista de lince y observó un gorrión evolucionando en la selva de su
árbol. Pensó que con el fusil que acababa de fabricar, ese hermoso ejemplar de
passer domésticus podría ir a cazar cascarudos. Los coleópteros evolucionando
como rinocerontes de otra dimensión, ante rifles para caza mayor. Balas
rebotando en los élitros. Disparos de bazooka, pegando inofensivamente sobre los
blindajes del tanque Stalin III, en Corea: "Otro ataque como el de la semana
pasada y terminarán por echarnos a mar, mi sargento". "Tómeselo con calma,
Benson. Ya vendrá Mac-Arthur a rescatamos".
-¿Y? ¿el cuento que iba a contarme? -inquirió el señor Crk Iseka, sacando al
señor Moyaresmio de sus ensueños.
-Decididamente, mi querido amigo, carece usted de todo sentido de la
oportunidad.
Me encontraba sumergido en un delirio delicioso; quién sabe en qué magnífico
sistema de las artes o arquitecturas mentales, pudo haber terminado.
-Lo siento.
-Oh, carece de toda importancia -el señor Moyaresmio dio vuelta su cuerpo, y
quedó boca arriba; parecía un faraón de arcilla secada al sol. Imponente,
soberano y majestuoso luciendo su guayabera portorrimericana de harpillera, y
sus zoquetes cortos, hechos con seda importada de las Islas Vírgenes, sostenidos
mediante cables telefónicos.
Comenzó a narrar, mientras miraba el cielo por tercera vez en el día??: -Debo
advertirle: lo que vaya referir es un cuento sólo en parte. Con la clarividencia
que a usted lo caracteriza, no dudo que será capaz de vislumbrar la verdad a
través del dislocamiento de las exageraciones.
Había una vez una raza en silla de ruedas mentales. Eran los epilépticos del
humor: unos solemnes de mierda, en otras palabras, ya que carecían de toda
flexibilidad para el mínimo cambio de unidades, que les permitiera adaptarse a
lo nuevo y gozarlo.
Eran como grandes masas de excrementos???? en flotación. Al morir caían a tierra
haciendo plop. Porque le digo, la frigidez en cualquiera de sus aspectos: sexual
o mental, es una enfermedad mágica; como la epilepsia.
Esta no era una raza continua -tal como son los judíos, armenios, baskos o
gitanos-, sino discontinua; nacidos sus miembros como por mutación de entre
todas las razas.
Habían logrado formar una nación, no obstante, y en ella mandaban.
Las características eran de lo más interesantes. Había quienes, por ejemplo,
quedaban podridos instantáneamente en medio de una conversación, o a través del
giro de una frase. ¡Lo que puede lograr una palabra incorrectamente usada, o la
energía discordante de una falla en la sintaxis! Los individuos de esta raza
chichi, cuando les ocurría el suceso mencionado con anterioridad, seguían
viviendo, durmiendo, comiendo y copulando, podridos por completo, con gusanos y
mal olor. Hasta que se les iban cayendo los pedazos de carne: primero los
músculos, luego las piezas anatómicas que constituyen los órganos internos.
Algunos muy tenaces resistían hasta último momento y, aquí entonces sí, caían
desmoronados; la pilita era arrastrada a un rincón cualquiera hasta que alguien
se la llevaba.
Dejaban muy temprano en la vida de practicar el amor físico, ya que los órganos
sexuales eran los primeros en sufrir el aniquilamiento. Cuando se declaraba la
putrefacción -cosa que siempre los tomaba por sorpresa-, iban a encamarse con lo
primero que viniese así tuviera sífilis o lepra, tratando de compensar en unas
horas, lo que no habían hecho en toda la vida. Ya castrados se dedicaban al
adoctrinamiento de la juventud -también bastante podrida por otra parte-, acerca
de las bondades del ascetismo.
Crk: cualquiera materia asquerosa que despiden los cuerpos por alguna vía
natural".
-Me parece, Ilustre, que usted está hablando de los sorias??.
-Goza con interrumpirme.
-¿Cómo?
-Que goza con interrumpirme, digo.
-Pero está refiriéndose a ellos ¿cierto?
-Puede ser.
Levemente zumbón: -Usted tiene una gran autoridad para hablar de cosas sorias.
Tengo entendido que antes de llamarse Iseka, su apellido era Soria ¿no?
Algo molesto: -Usted no pierde oportunidad de recordarme mi origen.
Crk aumentó el zumbido, pues era consciente de hasta dónde podía ir con el otro:
-Y, dicen que aunque el soria se vista de seda, soria queda.
Si el señor Moyaresmio estaba herido, no lo demostró: -Repetiré lo dicho por un
periodista de Camilo Aldao, cierto pueblo donde estuve una vez: "Tengo una
triste solvencia" para hablar de todo lo referido a Soria. Como que yo fui un
soria.
Crk, haciendo vibrar el zumbido mediante el clave continuo: -¿Y usted está
seguro de que el Monitor lo puso en la lista de exceptuados, etc.?
¿Tiene el perdón metafísico a mano, por favor? ¿o se le extravió?
Moyaresmio evitó contestar en forma directa. Procedió exactamente igual que si
no lo hubiese oído: -Da la casualidad de que si fuimos sorias alguna vez y
dejamos de serlo, ya no volveremos.
Sabemos muy bien por qué nos alejamos del chichi. Por el contrario, los de
apellido Iseka son quienes corren grave peligro de soriatizarse.
Riendo: -Bueno, bueno. No lo tome a mal.
-No lo tomo a mal. Le digo, eso es todo.
-Siga contando la historia, se lo ruego.
-Volviendo a las características de aquellas mierdas flotantes de las cuales
hablaba: el objetivo primordial en la existencia de esas derivadas parciales del
Anti-ser, era reventar a sus antípodas. Cada uno en este país, sabía que en
algún sitio, allí o en otra parte, había un ser humano al que necesitaban -y
podían-joder de alguna ingeniosa manera o forma. Cuando por fin esto era
logrado, perdido ya el norte de sus existencias, caían en una apatía total que
aceleraba el proceso de la destrucción orgánica. Era como si el Anti-ser en
persona hubiese empezado a derivar de sí, según incontables ejes de coordenadas,
a esos engendros.
Claro está, como eran muy pocos los enemigos verdaderos de estos bofes
pestilenciales, a veces debían unirse miles de chichis antes de encontrar una
sola antípoda común.
Pero, el señor Crk Iseka, quizá debido al calor o por otra causa, había dejado
de escuchar. Deliró para sus adentros: "Un perro sagitariano me saltó a la
garganta. Veloz como un rayo le pegué un golpe de aries con el canto de la mano,
y cayó muerto en el acuario. Jodete. Jodete per sécula. Una araña de libra -su
forma imitaba la balanza, con oscilaciones de platillos alrededor del eje-, con
caireles de leo, solares y refulgentes, que había robado para ponérselos en las
orejas, avanzaba hacia mí. Me dispuse a defenderme con la púa del escorpión,
cuando mi compañero gritó: ‘¡Métale! ¡métale un piscis eléctrico en el culo,
señor Crk! ’"
El señor Moyaresmio Iseka, percatándose en el acto de que ya no lo atendían, se
puso furioso: -¡Ya ha dejado de escuchar! ¡seguro que está pensando en otra
cosa! -se fue calmando poco a poco-. No sé verdaderamente para qué me pide que
le cuente historias maravillosas -pausa-. Y ojo: que los cochináceos de mi
narración empezaban siempre así sus putrefacciones: siendo distraídos y
desatentos. Así que: ¡cuidado! -agregó con sorna.
El señor Crk Iseka, lila fluorescente de vergüenza, prometió enmendarse y pidió
a su amigo que, aunque fuera por esa vez, lo perdonase. Pero luego intentó
maniobrar, dentro de un inculto color fucsia: -Lo único es que creo convendría
que me contara de una vez la sorprendente e inigualada historia de la momia del
clavicordio, pues con tantos vericuetos me pierdo.
Moyaresmio: -No busque excusas. Por lo demás, si no le describo la idiosincrasia
de ese pueblo, no entenderá lo que sucedió con la momia.
En ese país era notable cómo los chichis, sin querer; a veces realizaban actos
de justicia pese a lo absurdo del sistema. Era como si el Ser intentara
capitalizar a su favor la desgracia. Ellos se movían mediante comodines y frases
hechas, así éstas se transformaban al fin en alegorías devoradoras que
destripaban a sus mismos inventores.
El inconveniente de las alegorías es que tienden a integrarse entre miembros de
una misma especie. Si la sumatoria tiene suficientes sumandos, se transforma en
el Arma Final que destruye toda civilización. La única forma de terminar con tal
estado de cosas sería oponer, a este tumor de baba diabólica, otra alegoría más
fuerte y de signo contrario. Pero ello no es posible en un planeta donde reina
el Anti-ser, quien mata en su cuna a toda alegoría que se le oponga.
El señor Moyaresmio hizo una pausa para comerse medio salamín. Disponíase a
contar otras anécdotas referidas al pueblo de los bofes putrefactibles, cuando
observó que su amigo empezaba a fijarse en la posición del Sol para consultar la
hora, como quien levanta su muñeca para mirar un reloj pulsera gigantesco. Se
apresuró entonces a decir: -Pero, ya es hora de que cuente la maravillosa e
increíble historia N° 948, titulada La momia del clavicordio.
Crk: -¡Por fin!
*Todas las
canciones, con los intérpretes mencionados, fueron extraídas del long play:
Punto de reunión Munich. B. L. E. Telefunken.
**Como el día mencionado empezó la primera guerra atómica, las botellas
envasadas en esa fecha eran muy buscadas ya que tenían todo el bouquet de las
primeras radiaciones.
***Pese a todo, no debe confundirse al señor Moyaresmio con un espiritualista.
Miraba sólo el cielo terrenal, con sus crepúsculos y amaneceres. Los. límites
son la más elevada pasión del hombre; esto hacía que Moyaresmio fuese una
persona normal, lo cual también es un límite.
****Definición de la palabra excremento, según la Enciclopedia Sopena, tomo 1,
pág. 1080, quinta edición, Barcelona, 1933: "...en general,
*****Los sorias eran los habitantes de Soria, nación ésta contra la cual la
Tecnocracia estaba en guerra desde hacía cinco largos años. Las cosmovisiones de
ambos países eran opuestas. En Soria todos tenían el mismo apellido: Soria tan
sólo variaban los nombres de pila. De la misma forma, la totalidad de los
habitantes de la Tecnocracia se apellidaban Iseka.

 La
momia del clavicordio
Por Alberto
Laiseca
[De Matando enanos a garrotazos]
Roberto Prescott y
Pedro Pecad de los Galíndez Faisán, eran egiptólogos y pertenecían a la raza
discontinua de los bofes putrefactibles. Se encontraban haciendo excavaciones en
el Valle de los Reyes de la Música, y también en Gizeh. Su objetivo era
encontrar la tumba de Tutanchaikowsky. Sabían que ella, al igual que casi todos
los grandes y pequeños monumentos funerarios, había sido desvalijada por los
saqueadores de tumbas; muchas de éstas una escasa hora después de haberles
puesto sus sellos los sacerdotes.
La leyenda hablaba de que si bien la tumba de Tutanchaikowsky había sido
violada, volcados los objetos sagrados, robadas sus copas de oro y plata -y lo
que era más sacrílego e inútil: quemada la momia por orden de los Reyes
Pastores-, igual ella contenía un tesoro arqueológico de incalculable valor, que
las sucesivas generaciones de ladrones no habían tocado por considerar
despreciable: el clavicordio de Wolfgang Amadeus Mozart.
Como ya dije, prácticamente no había tumba que no hubiese sido visitada por esa
gente excelente: la de Mendelssohn, Richard Strauss, Schumann. A este último
compositor le habían sido cortadas las manos con una pistola de ultrasonido que
lanzaba un la obsesivo, pues los hechiceros se las habían comprado a los
saqueadores para preparar con ellas filtros mágicos.
Ni siquiera Ricardo Wagner pudo escapar a la depredación, pese a que se hizo
construir una Gran Pirámide de dos kilómetros de altura, haciendo trabajar a
latigazos a sus nibelungos y a los gigantes Fáfner y Fásolt durante veintisiete
años: casi todo el largo reinado de este autócrata. Los esforzados ladrones, con
una industria digna de mejor causa, se las habían ingeniado para practicar un
túnel en la piedra hasta la Cámara del Rey. Pusieron sus manos sobre la Barca
Solar Fantasma que el faraón Wagner utilizaba para viajar al País del Poniente;
arrastraron y golpearon su momia por las galerías y también a la de Cósima,
sacándolas al desierto. Allí, bajo la luz de la Luna y sobre la misma Barca
Fantasma, quemaron aquellos combustibles sólidos.
Nietzsche, muy a su pesar, había sido emparedado junto con Wagner, como castigo
por haber escrito Ecce Homo. Le dieron la misión de custodiar al compositor y
defenderlo a través del largo camino. Para salvarse de la pena había iniciado
una maniobra parlamentaria de obstrucción, pero fue inútil. Antes de que
pusieran la última hilera de ladrillos, tapiando por completo el nicho donde se
encontraba envuelto en vendas como Christopher Lee, los sacerdotes le entregaron
Así hablaba Zarathustra.
La momia de Nietzsche protegió durante largo tiempo la tumba. Primero liquidó a
una banda de mil ochocientos setenta saqueadores; cuarenta y cuatro años más
tarde hizo cagar a otros catorce; pero, cuando veinticinco años después entraron
en la tumba otros treinta y nueve, lo superaron y reventó apretado como sapo en
la leñera. Se habían agotado sus potenciales, y además el horóscopo no era
favorable a la momia aquel día.
Buen susto se llevaron, no obstante, los que debieron enfrentarla.
Los ladrones de tumbas robaron absolutamente todo -una vez triunfantes-, y
quemaron el resto. Sólo quedó el monumento y el gran sarcófago de piedra en la
Cámara del Rey.
En lo de Tutanchaikowsky el suceso fue algo diferente, como ya adelanté, puesto
que los violadores al menos dejaron el clavicordio.
Roberto Prescott y Pedro Pecarí de los Galíndez Faisán, dieron orden a los
obreros para que despejasen por completo de arena la entrada. Galíndez Faisán en
persona rompió los sellos de los sacerdotes; estaban intactos puesto que los
saqueadores habían entrado por otro lado.
Ya en el interior pudieron observar los estragos del pillaje: las mesas rotas,
partidas las estatuas, el sarcófago de piedra rajado a martillazos y la parte
del techo situada arriba suyo, ennegrecida por el humo que despidió la momia al
quemarse.
Al fondo de un oscuro corredor, parcialmente obstruido por escombros de
esfinges, se encontraba el clavicordio cuajado de jeroglíficos.
Los dos organizadores de la expedición, comenzaron a leer: A quien toque en este
clavicordio sin respeto ni merecimiento, le caerá encima la maldición de
Tutanchaikowsky.
Roberto Prescott y Pedro Pecarí de los Galíndez Faisán, se rieron muchísimo. No
creían en maldiciones, en primer lugar; y aparte: si la maldición era tan
poderosa ¿por qué no protegió a la tumba de los anteriores saqueadores? Además
pensaban hacerse ricos y famosos con este clavicordio. ¡Como que había
pertenecido a Mozart, nada menos!
Resultaba curioso que los depredadores hubieran respetado aquel objeto. Lógico
habría sido que lo destrozaran junto a todo lo demás; para hacer daño, en todo
caso. La suerte de los expedicionarios era increíble.
Galíndez Faisán puso en marcha su grabador, y comenzó a tocar en el antiquísimo
instrumento musical. La gente le pagaría oro, con tal de tener placas
discográficas con la reproducción de los sonidos del clavicordio legendario. En
él ejecutaría composiciones del propio Mozart, previos arreglos orquestales,
bajo el lema: "Mozart, pero no para exquisitos".
Ya se lo imaginaba: "Al alcance del pueblo, mediante arreglos populares; y
además...
¡con el genuino clavicordio, hallado luego de permanecer en un sepulcro miles de
años protegido por el desierto!"
Pero lo que nadie sabía: ni antes los saqueadores de tumbas ni después los
expedicionarios, era que dentro del clavicordio estaba la momia de Mozart,
guardada como un arma secreta. Los sacerdotes le habían dado la orden mágica de
no intervenir pasara lo que pasase, salvo que alguien tocara el instrumento;
porque entonces, ése sí, la pagaría por todos. Así pues la momia, llena de furia
e impotencia había asistido a las profanaciones sucesivas, e incluso a la quema
de Tutanchaikowsky, sin reaccionar. Aguardaba el momento en que estuviese
autorizada a echarle mano a uno de esos tipos, y torturarlo día y noche sin
cesar un solo instante; ya que por esta misión, había postergado su propio viaje
al País del Poniente. Con los agarrotados brazos cruzados sobre el pecho, oraba:
"¡Oh, Osiris! ¡Señor del Amenti! ¡Permite que llegue pronto la hora de la
venganza!".
Los dos chichis, hechos unos señorones, salieron de la tumba dando orden de
poner el clavicordio en seguridad, y cuidando todo el tiempo que los porteadores
no raspasen los ideogramas inscriptos sobre la caoba. Pero -y este fue sólo el
primero de una larga serie de sucesos inexplicables-, Roberto Prescott, quien se
había quedado un poco más atrás, desapareció tragado por un deslizamiento de
toneladas de arena que tapó la entrada. No había explicación, ya que la
excavación se había realizado con apuntalamiento suficiente.
A partir del desgraciado deslizamiento de arena y rocas citado, comenzó una
extraña sucesión de catástrofes. Los miembros de la expedición murieron uno tras
otro: enfermedades misteriosas; suicidios; tipos quienes decían que de noche los
perseguían las momias; otros, a los cuales las paredes se les llenaban de sangre
y debían pasarse la noche entera limpiándolas, etc.
Uno de los ayudantes: Azafrano Capitular Mileto, sumamente preocupado, fue a
cierto lugar para que le hiciesen una carta astral. Según el astrólogo, las
estrellas revelaban que moriría a causa de un perro. Azafrano pensó que tal cosa
bien podía ser: vivía en un barrio lleno de esos animales, todos malísimos. Para
protegerse, hasta el momento de la mudanza, fabricó un vaporizador cargado con
aceite mineral y pimienta. Con él se consideraba seguro.
Cierta noche -pensaba mudarse dentro de pocas horas y por lo tanto extremaba
precauciones-iba hacia su casa con el spray fuera de la cartuchera, como Flash
Gordon, puesto que la siguiente puerta sería la de un edificio que tenía dos
perros peores que Cerbero, los cuales en anteriores oportunidades le habían
arrancado trozos de indumentaria.
Caminaba, listo para la acción y soplando un silbato imaginario para que sus
tropas invisibles avanzasen (Kirk Douglas. La patrulla infernal).
Sin embargo, los desaprensivos canes no daban señales de vida. Se los habría
llevado la perrera o estarían durmiendo.
Azafrano Capitular Mileto suspiró aliviado. Precisamente en el momento en que
dijo: "¡Ah! ¡gracias a Dios!", se desprendió una monstruosa gárgola de un
edificio y le partió la cabeza. Casi no necesito decir que dicha gárgola tenía
forma de perro.
Pedro Pecarí de los Galíndez Faisán, por su parte, hacía rato que había dejado
de reírse. Transcurridos sólo dos meses desde la apertura de la tumba de
Tutanchaikowsky, era el único que permanecía con vida. Donó el clavicordio a un
museo para ver si se libraba de la maldición, pero no había caso: en su mansión,
de noche, se oían gemidos y ruidos raros, tal como el rechinar de unos dientes
gigantes, o alguien que arrastrara por los pasillos un enorme tenedor. No sabía
por qué pensaba que se trataba de esto último y no de otro objeto cualquiera.
La venta de las placas discográficas lo había hecho rico y famoso, pero no las
tenía todas consigo. Contrató diez guardaespaldas, encargados de cuidado día y
noche; hacía revisar los frenos y la dirección del coche antes de salir, etc.
Cierta madrugada tuvo un brusco despertar. Alucinaba que sus guardias estaban
dormidos. Se levantó para investigar y comprobó que así era. Resultaba tan
profunda la conmoción estupefaciente de aquel sueño mágico, que no pudo alterada
ni pegándoles patadas.
Cagado de miedo intentó correr a su habitación y encerrarse con llave, pero, con
esas manijas propias del terror, tropezaba continuamente con sus propios pies;
así que tardó muchísimo en llegar y cerrar la puerta.
No había alcanzado a suspirar, cuando escuchó un susurro a su espalda. Se dio
vuelta sofocado y, desde atrás de un cortinado rojo, apareció Mozart envuelto en
vendas, con toda la potestad de su trenza: de la nuca, por entre las telas de
lino, salía la famosa con un gran moño negro. Empuñaba un tenedor enorme en su
mano derecha; la punta algo inclinada hacia el piso, en reposo, como un dios que
descansa.
-¡La momia! -chilló Pedro Pecarí.
Mozart dijo lentamente: -Hacía mucho tiempo que te quería agarrar, hijo de puta.
Luego de la frase anterior comenzó a desplazarse muy despacio, elevando con
calma los dientes del tenedor. La momia parecía altísima, de tres metros, y sin
embargo no sobrepasaba la altura que tuvo en vida.
Pedro Pecarí de los Galíndez Faisán lanzó un gemido, estorbado por frenos y
desgastes que no se alcanzaba a explicar. Era como si el aire se hubiese
transformado en un fluido viscoso lleno de vidrios molidos, que imponían un roce
y pesados vínculos. Lastimaba caminar. Incomodísimo, con dilación y tardanza,
arribó por fin a la escalera que permitía el acceso a planta baja. Descendió por
aquélla sin utilizar los escalones: flotando con suavidad sobre una delgada capa
de aire pegajoso. Se movía, pero siendo cada minuto un lapso más dilatado que el
anterior. Ya cerca del fin de la escalera se volvió algo para ver los progresos
de su perseguidor. Esa pesadilla de momia se disponía, justo en ese momento, a
ir tras él. Y ello bajó como debe hacerla la Pálida con sus grandes pies
desnudos, y el largo sudario blanco pesado como el telón de un teatro de óperas;
a veces parecía sonreír. Encendía y apagaba por turno el espejismo de una
sonrisa, mediante el claroscuro alternado sobre las vendas. Vio a la momia en
flotación, delgadísima y trotando sobre el viento, con el tenedor pelado. Volaba
en silencio, semejante a las aves rack cuando planean moviendo grandes masas de
aire; o empujando pesadamente las aguas, como una enorme manta detrás del hombre
rana.
Pedro Pecarí Galíndez llegó al fin de la escalera y como polvo flotó sobre el
pavimento del hall, y reinició su torpe marcha lunar. Las mismas invisibles
emanaciones que lo sostenían a esa altura oscilante entre cinco y diez
centímetros, eran las que lo pegoteaban estorbando su marcha.
Caminó sin rumbo, en figuras geométricas. Si él trazaba una elipse, la momia
-siempre detrás suyo dibujaba un brazo de parábola. Si él construía una
sinusoide, ella la limitaba entre las dos partes de una hipérbole. Una carcoide,
tenía como inmediata respuesta una circunferencia perfecta y mortífera. Era como
el final de Don Giovanni, sólo que a la inversa; en vez de venir el convidado de
piedra en busca del amante, aquí la alegoría estaba invertida: la estatua de Don
Juan se acercaba para matar al malvado y prejuicioso Comendador, justo cuando
éste pensaba ingerir varias apetitosas viandas.
A veces, en sus marchas y contradanzas, Pecarí Galíndez Faisán bajaba hasta
tocar el suelo; pero entonces era peor: parecía que llevara zapatos de metal, y
por el pavimento pasase un poderoso campo electromagnético. De ninguna manera
lograba entonces elevar su calzado. Sólo podía desplazarse arrastrando con pena
sus pies.
Quería encontrar la puerta de calle, pero ésta se hallaba bloqueada por un muro
blanco que lo hacía rebotar ante cada intento de aproximación.
Retrocedió trémulo y convulso, siempre confusamente vinculado al suelo. Sus
piernas de títere grotesco no cesaban de importunado con su torpeza, al tiempo
que el enemigo redoblaba su acoso de obsesión monstruosa y material.
Salió del hall, pasando así a otras regiones de la casa. Mediante lentos
desplazamientos callejeó por los pasillos, transformados en formidables
avenidas. Todas sus vueltas laberínticas y espirales, sólo sirvieron para
traerlo otra vez al hall de entrada, al pie de la escalinata. Volvió a subirla,
siempre perseguido por aquel Minotauro.
El corto trayecto de tres metros entre su habitación y el fin la escalera, se
asemejó a una estremecedora autopista llena de coches. Reptó por ella, húmedo
como un sapo, semi paralizado y jadeante. Al disponerse a cerrar la puerta,
confirmó una vez más lo que ya sabía de sobra: era inútil buscar refugio allí,
porque adentro lo esperaba el deslumbrador espejo de la muerte. El árbol del fin
perdió sus cristales que descendieron con lentitud haciéndose trizas luminosas.
Aquéllos, sus últimos días, bajaron hasta los bordes enjoyados y fastuosos
límites, del sarcófago de la discontinuidad eterna. La principesca pobreza
militar de la Muerte elevó marciales oriflamas, austeros estandartes de guerra,
y negros, belicosos pendones. Las aguas de la consumación subieron. El batracio
huyó seguido por blanco aletear de severa grulla. Andrógino chapoteó de un
charco a otro, ya muy próximos cuatro colmillos de refulgente tigre. Mullido
gordo tierno y fláccido, trotando sobre una delgada película de polvo astral;
extendida sobre él fulgurante nívea pesada mano. Reverberaron delante suyo
irisados mortuorios reflejos como de trampa que cierra. Creía pisar líquenes
esteparios o los orientes de heladas joyas.
Una vez más bajó flotando la escalera, en trayectoria rectilínea. Comprendió que
abajo lo esperaba la momia, pese a que segundos antes estaba a su espalda.
Faisán descendió sobre las puntas del tenedor tetradentado, semejante a un
proyectil cuyo curso alguien olvidó desviar. Con un vio lentísimo esfuerzo,
modificó algo el rumbo. Tocó el suelo con los pies, luego que uno de los pinchos
pasara a pocos milímetros de su tórax.
Así prosiguieron largo rato, de un lugar a otro y en ida y vuelta, sin que
Faisán pudiera desprenderse de su perseguidor, ni la momia alcanzarlo.
Entendió cuán absoluto es el hecho de morirse en serio. No obstante era tan
maldito que con una parte de su alma se alegraba. Él era el hombre que algún
tiempo atrás había dicho "La vida es dura. Menos mal que uno tiene sus
masoquismos para distraerse".
Distraete ahora, Soria.
Lo que quieren los masoquistas no es morirse sino que los castren y después los
dejen tirados en un zanjón. Y vivir muchísimo, siempre quejándose. O que les
corten las manos, o los dejen ciegos. O que los maten, en todo caso, pero que la
muerte tarde en llegar. Es por eso que a la gente no hay que castrarla, hay que
clavarle una horquilla.
-"Las muertes rápidas son las peores" -dijo Mozart, ya tocándolo.
Tratando de salvarse, en su desesperación, Faisán se fragmentó en ocho faisanes
para ver si por lo menos uno podía escapar. Todos ellos aletearon inarmónicos y
agarrotados, acosados por ocho momias. Se dividió entonces en veinte, treinta y
cinco, ene pedros Pecarí de los Galíndez Faisán, y eran ene las torvas momias
que los perseguían.
Y llegados que todos los faisanes fueron a la pared definitiva y última, la
totalidad se fundió hasta quedar el único verdadero chichi, transformado en
agitado y boqueante pollo. Y desde remotas distancias siderales, desde años luz
fueron convergiendo sobre este solo punto, las ene alejadas momias, cada una
empuñando un tenedor, y en las cercanías de su pecho se fueron uniendo unas con
otras, y también lo hicieron las etéreas coordenadas sumables de las armas,
hasta constituir un objeto sólido y letal. La materialización tuvo lugar a
cuatro centímetros del pecho de Galíndez Faisán. Y el tenedor se acercó
lentamente, y las puntas comenzaron a penetrarlo, al principio sin dolor, como
si fueran humores helados.
Los dientes del tenedor se le clavaron como cuatro palabras mágicas, o cuatro
óperas.
Terror y dolor. Terror y dolor para Faisán. Y lo traspasó como a un dorado
pollo, dejándolo clavado contra la puerta de calle, ahora de madera, sin muro
blanco, y que en su momento no pudo abrir.
Así lo encontraron al otro día. Con aquella inmensa pieza de plata,
sosteniéndolo contra la puerta.

 Una
frase que obliga a la reverencia
Por Alberto Laiseca
[de Poemas Chinos, 1987]
La dura princesa Wu pidió una canción.
Muchos han muerto ya, procurando satisfacerla.
Grande es el premio, empero:
su propia mano.
Por
la posibilidad de su sonrisa festiva,
mueren uno tras otro.
Cantó un joven poeta;
fuerte y vigoroso, pese a su juvenil carencia.
La princesa Wu chasqueó los labios
como una muerte china.
"Castigad la desfachatez de cantar mal."
Como un juego, con alegría,
entregó al joven a sus verdugos,
para que lo transformaran en un niño sangriento.
También cantó un adulto guerrero;
con tal ingenio, que movió sus batallas hasta la poesía.
"Tu canción me gustó bastante más.
No lo suficiente, empero.
Tendré para contigo la piedad de la naturaleza.
¿Cuándo has oído que el lobo hambriento sea perverso?
Dadle una muerte rápida."
Pero él, desprendiéndose de sus guardias,
se arrojó a un abismo,
deslizando su cuerpo sobre el arpa de las rocas.
Ella movió la cabeza en raro gesto.
"Cayendo hizo música, pero ni aun así me convence.
Preparadle un sacrificio crematorio.
Pero no a su cuerpo,
que ahora está siendo destruido
por los pequeños lavadores de seda.
Quemad una imagen de papel,
previo escribir en ella su nombre.
Así tendrá doble muerte,
como el final abrupto de un segundo sueño.
Ponedlo dentro de una armadura completa y sepultadlo.
En esta forma se mezclará con el hierro,
y poco a poco adquirirá la fortaleza
que le faltó en el último instante."
Por fin vino un sabio arpista.
El músico atrevióse a mirar a la joven princesa Wu.
Ella estaba inmóvil y sin embargo,
pintaba huesos con laca.
El artista sonrió.
Ella dijo:
"Un joven de veinte años es muy tonto.
En su conversación siempre está la disonancia
o el ruido inesperado.
Un hombre de treinta es más tonto aún.
Pretende superarme pero no tiene edad suficiente.
Me parece haberte visto antes.
De cualquier manera,
un anciano de cuarenta es demasiado viejo.
¿Cómo podría conmover mi corazón?
Deberás cantar tres veces mejor
que el centro de los otros.
Pronuncia entonces la frase
que me obligue a la reverencia".
"Ellos murieron por no comprender a tiempo,
princesa Wu,
que tú, bajo tus ropas,
estás desnuda."
Shen Kuci. Reino de Ch’u

 El
checoslovaco
Por Alberto Laiseca
Ella estaba cada vez más gorda, decaída y vieja. Él, por el contrario, parecía
con ello cobrar nuevos bríos. Podía tomárselo en cualquier jornada; ésta
invariablemente lo hallaba más fuerte, saludable y coloradote que la precedente.
Él era checoslovaco. Hacía casi veinte años que había emigrado al país que lo
aceptó. Trabajaba como ingeniero en una fábrica y era bastante competente. Se
hizo amiguísimo del dueño; aprovechó esto para tratar de seducir a la hija, que
no carecía de atractivos. Curiosamente, no logró enganchar a la homenajeada pero
sí a su amiga, muchacha un poco gordita y no fea del todo, a quien él jamás miró
ni intentó conquistar. Como de estúpido no tenía nada, comprendió que con la
otra perdía su tiempo y no insistió más; cambió de ruta en un segundo, enfilando
sus cañones sobre la menos guarnecida plaza, quien se le rindió con armas y
bagajes sin intentar -no ya diré una defensa a ultranza sino-, ni siquiera un
simulacro diversivo vía diplomática.
Se casaron tres meses después; de esto, hacía diecisiete años.
Comentaremos como curiosidad, que a él le decían "el ingeniero del tornillo
filoso". Vaya uno a saber la razón. Cierta vez el ingeniero del filoso tornillo
fue al cine, a ver una película de terror. Quedó encantado. Siempre citaba ante
sus escasos conocidos una frase de la cinta, que él atribuía al conde Drácula;
"Mi querido amigo: las mujeres no son un vicio, son una necesidad" .
El checoslovaco hablaba mal el idioma, pero no pésimo como a veces hacía creer.
Cuando decidió matar a su esposa exclusivamente con armas secretas, en su
arsenal contaba con el lenguaje; como si éste fuera la más letal e importante de
sus ojivas nucleares de cabezas múltiples.
Se proponía el crimen perfecto; según él, por razones de estética. Así le
llevase tres décadas, ella debía morirse mucho antes que él por acción de su
deliberada voluntad y el crimen, anto y ontológico, bello e impune, permitirle
adueñarse de todo. "Las mujeres de piernas gordas no deberían existir -alegaba
él ante sí mismo-; ofenden a la naturaleza. Deben ser eliminadas por razones
éticas, estéticas, místicas y eróticas." Diremos de paso que, curiosamente, si
bien él hacía ya largo tiempo que manifestaba indiferencia sexual por su mujer,
no bien se le ocurrió asesinarla con armas sutiles, sintió que sus apetencias
dormidas despertaban feroces. Era como volver a estar enamorado.
Se mostraba hasta dulce con ella. Casi afectuoso. Solía pararse quince minutos
silenciosamente a su espalda en la cocina, mientras ella pelaba papas para la
comida. No bien lo sentía, empezaba a ponerse nerviosa. "No puede retener
cáscara" -decía en voz chirriante, mecánica, checoslovaca, en momentos en que
ella no tenía ni la menor intención de permitir que algo se le cayera.
Justamente, Gloria procuraba corregir tres manías que la obsesionaban día y
noche: su torpeza, puesto que chocaba los muebles, las cosas se le caían,
calculaba mal la energía con que debía extender la mano para tomar un vaso y el
contenido se derramaba sobre la mesa. Su gordura y el terror cerval a las
enfermedades y la suciedad, constituían sus otros dos focos sépticos de
neurosis. De estos tres ángeles del Apocalipsis, el que mejor controlaba era el
primero. Con una gran fuerza de voluntad y poniendo mucha atención -era bastante
distraída-, moviéndose lentamente los primeros meses, había llegado a suprimir
el ochenta por ciento de sus choques con muebles y otros objetos -un fracaso la
ponía histérica-, suprimiendo así esa inelegancia grotesca.
Por eso consideraba inoportuno e injustísimo que él removiera el avispero cuando
se hallaba convaleciente de su torpeza. ¿A qué venía su "No puede retener
cáscara"?
La mujer pegó un brinco, empezando a encresparse. Al rato ya le temblaban las
manos. Renació su inseguridad. Para colmo, él agregó como subrayando: "Quien no
puede retener cáscara, ella de mano cae".
Gloria sabía que él tenía dificultades idiomáticas; pero comprendía muy bien que
la pésima sintaxis de la frase había sido exagerada a propósito. En estos casos
había que oírlo hasta el final si se quería comprender el sentido completo de la
oración, que no era revelado salvo con la última palabra. Nótese la expresión
"ella de mano cae" en apariencia una inoperante deformación monstruosa, risible
incluso. Pero era todo lo contrario, pues las palabras, así absurdas y
troglodíticamente dispuestas, la puntuación y construcción gramatical
arbitrarias, dislocadas, tenían toda la fuerza carismática de lo feo. Estaban
destinadas a tocar los resortes ocultos de la mujer.
Era un plan perfecto y genial; Stepan, en efecto, estaba lleno de armas
secretas. ¿Y por qué Gloria no se separaba? ¡Ah!: por inseguridad y masoquismo.
Y él lo sabía a la perfección, así como no ignoraba ninguno de los otros puntos
débiles de ella.
Luego, él adoptaba un tono comprensivo y condescendiente: "Pasa a cierta edad.
Un amigo mío tiene mal de Parkinson y tiembla. Qué feo". Entonces, por fin las
cosas se le caían: uno de esos cacharros de lata, por ejemplo, que hacen un
ruido horrible y no hay forma de pararlos hasta que dan varias vueltas sobre sí
mismos; existe la manera, por supuesto: agacharse en el acto y detenerlos con
rapidez para que no giren, pero ello pone en claro la importancia que le damos
al ruido, en momentos que uno sabe quién está detrás mirándolo todo: un verdugo
atentísimo y lleno de sabiduría, alerta a cualquier reacción.
Cuando la maniobra se veía coronada por el éxito, él decía una de esas palabras
solitarias que ella temía más que a sus frases mal construidas: "Lapislázuli".
Después daba media vuelta y se iba. Era terrible el contraste entre el bello
vocablo elegido, y el feísmo de la falta de coordinación motora que calificaba.
Pero precisamente por ser bello es que lo escogía.
Él la acechaba para ver si iba al espejo. Entonces, cuando ella desolada no
podía menos que tener en cuenta sus arrugas y otras, le decía aquello tan temido
por ser como una expresión de su subconsciente que se materializara: "Me acuerdo
cuando yo era joven, en Checoslovaquia, mi patria..." Y no decía nada más. Nunca
nada directo. O sí. Según el momento. Todo dependía. Podía agregar con genuina
ternura: "Petunia". Cuando ella empezaba a sonreír agradecida, aclaraba:
"Petunia marchita".
Dentro de los instantes en que ella estaba bien arreglada y lista para salir, le
decía con tono impersonal: "Pierna gorda. ¿No convendría un poco arriba el
cuello adelgazar? Diente de oro pero boca arruinada. Qué estupidez.
Lapislázuli". En esos casos, sus ataques sucesivos en diferentes sectores tenían
como objeto que, al diversificar su agresión, ella no pudiera oponer una defensa
organizada contra las distintas amenazas.
Gloria solía visitar a Julia, una de sus amigas. Con ella se confesaba mientras
tomaban el té sin masas en una confitería -la otra, que era flaca, no comía por
razones de solidaridad-: "Julia, esta vez estoy segura: Stepan quiere matarme".
"Calmáte, ¿Qué te hizo esta vez?" "Me dijo: 'Pierna gorda'. 'Una microbio y
chaff. Kaput. Lapislázuli'". "Controlate, por favor, que no entiendo nada. Si no
me contás los antecedentes no puedo comprender. Te dijo 'Pierna gorda'. ¿Y qué
más?". "Los otros días recibí por correo una caja llena de bombones deliciosos.
Estaban a mi nombre pero no tenían remitente. Debe tratarse de uno de esos
envíos de propaganda. Ya no saben qué hacer. Estos miserables no encontraron
mejor cosa que mandarme a mí, que estoy a régimen, una caja repleta de bombones.
Uno más rico que el otro. No me pude contener; empecé diciéndome que iba a comer
nada más que uno, pero... Bueno, qué te voy a explicar si vos sabés como son
esas cosas. No, no sabés. Vos no sos gorda". "Bueno ¿y?". "Stepan me pescó justo
cuando me había comido la mitad. Sonrió despreciativo con un costado de la boca,
como hace él, y dijo: 'Voraz como un pájaro pichón gordo'. Pero eso no es todo.
Vos sabés que tengo un problema circulatorio que me trato hace cinco años.
Estaba viendo televisión lo más tranquila, con las piernas estiradas y arriba de
un taburete para que descansasen. Él se puso a espaldas de mi sillón y dijo
lleno de asco: 'Fibrosa. Cuántas várices tiene usted. ¿No convendría curarlas?
Mi madre se hizo una operación pero quedó peor. Caléndula'. ¿Eh?, ¿qué te
parece?" "Buenoo..., supongo que la peculiaridad de su temperamento indica
cierta propensión a la crueldad mental. Pero eso sucede con muchos hombres. Creo
por otro lado que está un poco loco, ¿qué quiso decir con la palabra
'caléndula', que no tiene nada que ver?". "¡Viste!, ¡viste!". "Sí, bueno, pero
aparte de eso... Por lo demás todo lo último no es tan terrible; si conoce tu
afección circulatoria, es lógico que desee te hagas atender. No lo dijo con mala
intención. Un poco torpe de su parte, si acaso". "Los otros días pasó al lado
mío como si no me viera y dijo despacio pero con la suficiente fuerza como para
que pudiese oírlo: 'Pierna gorda, monstruo fibroso. Lapislázuli'. ¿Eso tampoco
lo dijo con mala intención?" "Bueno, querida, vos sabés cómo es con las parejas
que llevan mucho tiempo juntas. Se dan ciertos desajustes friccionales. Hay que
ser tolerante y comprender. Con buena voluntad por ambas partes...". "Julia, vos
no entendés nada: él me quiere matar". "Ay, Gloria, por Dios, no seas exagerada
y tremendista. Te convendría tener una conversación a fondo con él". "¿Vos te
pensás que yo no intenté dialogar? Sabe mis obsesiones y me tortura con eso. Los
otros días compré un libro nuevo, fantástico: es el sistema del doctor
Gouches-Heink para adelgazar. Es un best seller que está ahora en todas las
librerías. Parece que ese hombre es una eminencia. Pues bien, no había acabado
de abrirlo cuando se me acercó Stepan por detrás, medio en bisel, y para
desmoralizarme dijo con ese tono monótono y didáctico que a veces tiene: 'El
problema con los tratamientos para no engordar es que uno desearía adelgazar
ciertas partes. Desgraciadamente sólo enflaquece lo que ya estaba flaco'. Y se
fue. Mirá si no será jodido y maldito."
Gloria suspende sus quejas un momento para tomar un sorbo de té, y luego
prosigue: "Sabe que trato de controlar mi manía con la limpieza y el miedo a las
enfermedades. En los últimos tiempos me estaba lavando las manos menos veces por
día, e incluso utilizaba poco desinfectante para esterilizar ciertas cosas de
uso diario. Estaba comiendo una presa de pollo doradita, con la mano, muy
contenta. Stepan me miró de reojo y dijo mientras simulaba leer el diario:
'Mucha gente muerta en Calcuta. Una microbio y chaff. Kaput'. No pude seguir
comiendo. Me sentí con la idea de que no me había lavado las manos y fui
corriendo al baño, pese a saber que por fuerza me las requetelavé dos o tres
veces; aunque sea por automatismo".
Cierto día la llevó de picnic. Ella no lo podía creer. Bien sabía cómo era
Stepan; sin embargo, él en un segundo la enganchaba. Se fueron con el auto y la
casa rodante hasta el río. Acamparon. Al principio, todo lo más bien. Él se
volvió intimista: "Me encanta este río. Muy caudaloso. Me recuerda al Moldava.
De verdad cosa hermosa es, ver Moldava pasar bajo puentes de Praga. Muchas
flores".
Ella lo escuchaba incrédula. Por un momento había visto el agua y los puentes,
en aquella ciudad lejana y exótica. Tenía ganas de decirle: "¡Pero Stepan!, ¡si
fueses siempre así!".
El checoslovaco siguió diciendo: "Qué rica agua. En verano da gusto agacharse y
tomar agua del Moldava" -dicho esto dio media vuelta y se fue, para hacer un
fuego más allá de la casa rodante.
Ella, hechizada por la brevísima descripción, se inclinó para beber del río. El
líquido estaba delicioso. Luego volvió hasta donde se encontraba Stepan.
Él preguntó -de espaldas a ella, en apariencia concentradísimo en la tarea de
prender el fuego- : "¿Estaba fresca el agua?" "¡Oh, sí! ¡fue un deleite!
Deberías probarla". Con tono impersonal: "No, yo no tomo nunca agua del río. Se
me fue la gana desde que médico amigo contó una historia terrible". "¿¡Qué!?,
¿¡qué te contó!?" -preguntó ella asustada. "Parece que un matrimonio que él
atendía se fue una vez de picnic. Era un día lindísimo y estaban muy contentos,
pero a la tarde ella agonizaba. Llevaron rápido a la sala de urgencia. Junta
médica porque no sabían qué tenía. No daban pie con bola. Un médico viejito, de
mucha experiencia, le preguntó al marido: '¿Y por dónde estuvieron ustedes?' 'En
el campo. Andábamos de picnic cerca del río'. 'Aajá. ¿Y su señora tomó agua del
río?'. 'Sí, ¿por qué?, ¿hizo mal?'. '¿Y usted bebió?'. 'No'. Fueron a investigar
y en el río, muy cerca de ahí, había una vaca muerta. Todo podrida. Esa noche la
mujer se murió. Septicemia. Infección generalizada. Fulminante. No hay cura, ni
aunque agarren a tiempo".
A ella se le había arruinado el día. Él, por el contrario, parecía a sus anchas.
Veíasele gozar con plenitud.
Algún tiempo después, Stepan cambió de táctica: empezó a hacerle el amor una vez
por semana. Desde el comienzo del día en el cual pensaba realizar el coito con
ella, la iba seduciendo con mucha ternura y habilidad. Empleaba armamentos
pesados con objeto de erotizarla: tocaba con su lengua el agujero de la femenina
oreja, le decía cosas increíbles, hablábale de que sus rodillas eran esto y
aquello. Todo todo. Hasta que ella se olvidaba. La conducía a la cama y con
mucha ternura comenzaba a desnudarla como el hombre más enamorado del mundo. Ya
en pleno acto, y cuando ella totalmente entregada estaba a punto de lograr el
éxtasis, él le susurraba una de esas palabras o frases tales como "fibrosa",
"pierna gorda" o "várices", y la mujer quedaba rígida y helada; de ninguna
manera podía gozar. Él, en cambio, al verla en ese estado, sentía que unos
enormes deseos sexuales, unos deseos sexuales mayúsculos le acontecían y gozaba
como nunca. Precisamente porque ella no podía.
Y todo así.
En una ocasión ella lo enfrentó. Le dijo con helada calma: "Te veo tan hijo de
puta como esos nazis que asesinaron a los judíos. Sos un criminal de guerra
frustrado. Esta casa es un campo de concentración. Por la cocina corren tus
alambradas electrizadas y tus perros. Yo soy la prisionera y vos el SS. Sos un
guacho". Él, muy lejos de sentirse herido, quedó contentísimo con la idea. Lo
tomó como el mejor elogio que podían haberle hecho. Sin embargo, comentó: "Nunca
lo había visto de esa manera. Seamos completamente justos no obstante, pues no
me quiero apropiar de glorias ajenas: ignoro si lo que dice es exacto, ya que
jamás me molesté por estudiar caprichos, manías, preferencias o motivaciones, en
alguien fuera de mí mismo. De cualquiera manera comprendo a qué se refiere y,
para contestarle con su mismo punto de vista, le diré que el SS es usted. Yo en
todo caso sería un modesto auxiliar; uno de esos subordinados de ínfima
categoría que entraban en las cámaras para sacarle los dientes de oro a los
cadáveres. Y lo digo aunque constituya una humillación para mi orgullo".
Lo impresionante de este parlamento fue que lo dijo casi sin acento eslavo y con
estructura gramatical pasable. Ella se quedó helada.
Cuando el médico le dijo que su mujer tenía cáncer y que no se lo dijese pues
ello podría abreviarle la existencia, él hizo cuanto pudo para que jamás se
enterase y hasta el fin creyera en su curación.
Ella agonizaba. Esa era la noche y la madrugada de su muerte. Estaba lúcida, no
obstante. Él entró al cuarto en sombras con una vela en la mano. La miró
largamente y dijo: "Notable. Qué delgada la puso la enfermedad. Está usted
bellísima".
Y se fue, dejándole el cirio a los pies de la cama.

 El
gusano máximo de la vida misma
Por Alberto Laiseca
Ella era gordita, petisa, tetona y vivía en Nueva York. Además era terriblemente
distraída. Noten esto porque es importante para la historia. Hacía un calor
espantoso y húmedo. La petisa trotaba por las calles sin bombacha. Pero no por
puta sino por acalorada. Olvidé decir que tenía un culo de ésos. Sus glúteos,
sin el vínculo férreo, sin el dique del calzón, anadeaban que era un gusto. Ver
un culo así, de lo más respingón y que no es de uno, causa desazón en el
espíritu. Era como el culo movedizo del Tandil. Tampoco tenía corpiño, pero esto
porque se había olvidado de ponérselo. Ante cada taconeo (en este sentido era un
SS) sus pechos viboreaban a derecha e izquierda, arriba y abajo. Se metió en el
subte con intención de bajarse en tal o cual lado. Abrió La tierra baldía, de T.
S. Eliot en la página 14 y se puso a leer apasionadamente. Luego de miles de
minutos notó muy extrañada que en el subte cada vez había menos blancos y más
negros. Al final sólo eran negros y ella la única blanca. Estaban en la calle 99
Oeste o más (ni sé). Era Harlem. Desesperada y haciéndose pis encima del miedo
se bajó. Quería encontrar un taxi para que la sacara de allí. Pero no había
taxis. Sólo tres negros hermosos, de pijas larguísimas, que la humillaron
racialmente. "A esta blanquita nos la manda Santa Claus", dijo uno. "¡Qué pan
dulce lleno de confites!", declaró otro al tiempo que la manoteaba por atrás
moviendo su mano de abajo a arriba. Ella se desasió indignada. "Vamos a
sodomizarla, brothers", proclamó de manera definitiva el tercero. La petisa, con
un gemidito de angustia, alcanzó a zambullirse en un taxi providencial. Ya en su
cuadra tuvo que recorrer varios metros antes de entrar a su edificio. Merodeando
había tres sidacos aburridísimos equipados con jeringas descartables recicladas
varias veces. "Qué lindo culo para pincharlo", dijo uno. "Vamos a meterle el HIV
para que dé positivo en los análisis", declaró otro. "Rápido, que no se nos
escape", proclamó juiciosamente el tercero y se abalanzaron loquísimos,
revoleando jeringas como lanceros de Bengala. Ella trató de sacar las llaves,
aunque sabía que no iba a tener tiempo de abrir. Pero tuvo la buena suerte de
que del edificio justo en ese momento salía una vieja. De un manotazo la apartó,
entró y cerró la puerta. La vieja quedó afuera con los sidacos, pero no creo que
le haya pasado nada porque no era su tipo. La petisa tetona y culona subió al
ascensor jadeando aterrada. Ya en su departamento suspiró aliviadísima
creyéndose a salvo. Grande fue su error, porque pegado al techo la esperaba el
gusano máximo de la vida misma. Al monstruo le encantaban las gorditas tetonas.
Eran sus predilectas. De un salto cayó al piso, cerca de la puerta, haciendo
plop. En realidad bien hubiera podido caerle encima y violarla ahí mismo sin
falta, pero antes quería jugar un poco con ella por razones de sadismo. Al ver
un ser tan horrible, que le bloqueaba la salida, la gordita trastabilló
torpemente. Supo que esta vez había perdido. Ella se corría un poquito a la
izquierda y el gusano la correteaba hasta allí. Ella, gimoteando, se movía a la
derecha y él, casi con ternura, como con amor, la bloqueaba. Ni siquiera intentó
gritar pues sabía que era inútil. Ese era un lugar lleno de drogadictos y
cornudos. El drogadicto espera a su dealer y el cornudo sólo está preocupado por
las encamadas de su mujer, de modo que nadie le iba a dar bola. El gusano máximo
de la vida misma la fue arrinconando. En cierto momento la gordita chocó contra
su cama y medio como que se recostó sobre ella. Momento muy esperado por el
bicho, quien le saltó encima. La tetona gimoteó dulcemente. Se dejó hacer sin
resistir, casi muerta de asco. El gusano, con una sorbida, le arrancó las ropas
y se las tragó. Una vez que la tuvo completamente desnuda y a su merced, estiró
dos pseudopodios con forma de ventosas. Con ellos le empezó a chupar las tetas:
primero una, después otra, alternativamente. Hacía slurp, slurp. Aquello era
asqueroso y erótico al mismo tiempo. Ya baboseada, un tercer pseudopodio se
introdujo profundamente en su vagina. Pero aquel falo no era un operador
lacaniano (o sí); no era propiamente una pija pija: era una máquina de vacío que
al tiempo que entraba y salía vaciaba de aire la intimidad del útero para luego
insuflar líquidos tibios. Así una vez y otra. Dos nuevos pseudopodios se
introdujeron en su boca y en el ortex. La gordita, ya totalmente entregada,
comenzó a gozar. ¿Qué remedio le quedaba si había perdido, la muy puta
(distraída e histérica)? El pseudopodio del culo se hinchaba al entrar y se
desinflaba al salir. Uno, dos, tres orgasmos anduvimos bien. Al cuarto la petisa
pidió agua. "Basta, me vas a matar." "Jodéte." Cuando se desmayaba él la hacía
volver a la conciencia. Al orgasmo número catorce tuvo un paro cardíaco. "Muerta
soy. ¡Confesión!", como en las obras de Lope de Vega. Después de comerse todo lo
que había en la heladera y bañarse, el gusano máximo de la vida misma se fue.
Son tantos dólares, dijo la mujer. Era prostituta desde hacía dos años. Todavía
estaba muy buena, a pesar de tantas cojidas sin amor. Flaca, altísima y con dos
grandes gomas. El cliente venía con cara común. Lavadita. Ella, que por lo
general era desconfiada, esa vez no dudó. "Soy tuya, bebé", dijo una vez
llegados al departamento, mostrándole sus dos tremendas tetas. Pero él tenía
otra intención. Al tiempo que sacaba un cuchillo de enormes dimensiones, como
diría el diario Crónica, de Buenos Aires (más que cuchillo era una espada
chica), le empezó a explicar que, si bien aún no había matado a nadie, estaba
interesado en emular las hazañas de Jack el Destripador. Muchacho tonto: debió
destriparla sin más, en lugar de dar tantas vueltas. Ella quedó algo
sorprendida. Andaba mal de droga y por eso, un poco ansiosa, no tomo
precauciones. La púa estaba en su cartera, a varios metros, y ella desnuda como
una estúpida. Si se hacía la fesa y se arrimaba de a poquito el otro la
ensartaba. Lo vio en sus ojos. Pero lo que ninguno de los dos sabía era que en
el techo, esperando pacientemente, estaba pegado el gusano máximo de la vida
misma. A él le gustaban las mujeres, no los tipos, pero al ver el asunto sufrió
un ataque pasional de indignación. Hizo plop a espaldas del fulano, se le aferró
como una lapa y le largó un misil de corto alcance. Aquel viboráceo fue algo tan
inesperado y horrible que el punto largó el cuchillo, levantó los brazos y lanzó
un grito de lo más teatral y artístico. Parecía Boris Godunov, en la inmortal
ópera de Modesto Mussorski, hacia el final, cuando en su agonía dice: "¡Soy el
zar! ¡Soy el zar!". Cayó a tierra y, como pudo, arrastrándose, salió del lugar
con el culo roto. "Supongo que te debo algo", dijo la flaca. Se acostó en la
cama y abrió las piernas. Cosa curiosa: el gusano se deserotizó muchísimo. A él
le gustaba tomar sin que le diesen. De todas maneras saltó como una rana y la
cazó al mismo tiempo en todos los lugares. La cazó pero poco. La otra tuvo que
ayudarlo. Debió multiplicar sus manos para levantar las distintas partes. El
monstruo consideró que era una vergüenza que no pudiese sin ayuda y, apelando a
su voluntad nietzscheana, al último yoga, comenzó a fornicarla de firme.
"Matáme, matáme gusano de mierda, que me gusta." "¿Querés morir?", preguntó él
muy extrañado. "Siempre y cuando no me hagas preguntas boludas como ésta, sí."
Era tan asqueroso el gusano máximo de la vida misma, que la puta no había podido
impedir irse erotizando de a poco. No era como . . . .coger con un punto y ni
siquiera con un tipo. Desde que la reventó su primer fiolo que no tenía un
orgasmo así. Tuvo uno fuerte, otro menos y le dijo que parase porque no quería
desacralizar la novedad. El bicho, que habitualmente no atendía pedidos de
clemencia ni de cualquier otra naturaleza, para su propia sorpresa obedeció como
una ovejita. En poco tiempo el máximo de la vida misma se transformó en el nuevo
fiolo de la flaca. Él la cuidaba de los clientes jodidos, de los que se hacían
los fesas y trataban de comer y no pagar, la sacaba de la taquería cuando la
yuta se la llevaba (mejor ni te cuento el cagazo de los cobani cuando lo veían
aparecer al monstruo en toda su gloria), etcétera. El por primera vez conocía el
significado de la palabra amor. Todo terminó cuando una noche, luego de una
peregrinación por los techos y azoteas, entró por la ventana y la encontró sobre
la colcha, desnuda y muerta por una sobredosis. Tres días estuvo llorándola.
Como su flaquita se iba poniendo cada vez más fea por la putrefacción dejó el
lugar para siempre.
Cualquier barrio underground le recordaba a su muy amada flaca, así que se fue a
la zona cara. En ese derpa había una fiesta cheta y el gusano entró por una
ventana pequeñita que imitaba los ojos de buey de los barcos. Cayó sobre la
alfombra lo más silenciosamente posible (la música a todo lo que daba lo ayudó
mucho y también el hecho de usar su fuerza telepática), pues no quería ser visto
y se escondió en un ropero. Desde allí escuchaba las conversaciones pelotudas
con ayuda de sus sensores. Tuvo que oír de nuevo el repertorio completo de todas
las chapas de levante ya vistas: "¿Tenés el último compact de Peter Gabriel?",
"Una a esta altura no quiere un verso chico y que pac a la lona. Una quiere que
la seduzcan" –al oír esto el gusano pensaba: cómo se ve que no te miraste al
espejo. Pero si cojerte es hacerte un favor, la concha de tu madre. Esta todavía
pretende que la seduzcan. Qué pretenciosa–, "Los otros días aluciné que te había
visto. Flaca ¿qué tenés? Sos bárbara", "Aquí hay mucho ruido, no se puede
conversar bien. A la vuelta hay un boliche de un amigo mío", "Punta y la
península de Florida ya me tienen harto. Los norteamericanos no saben la
maravilla que tienen en el Oeste". A las cinco o cinco y media de la mañana se
fueron los últimos chichis. El gusano siempre en el ropero: firme como un
soldado. La dueña de casa se encamó con su partenaire de la noche. Luego del
habitual y consabido orgasmo se pusieron a dormir (¿por qué la gente será tan
aburrida para cojer y, sobre todo, por qué dirá tantas mentiras? Si ya sabemos
que para el otro no significamos un carajo, ¿por qué mierda siempre siempre nos
dirán que somos únicos y que antes que nosotros etcétera? Debe ser que lo hacen
para humillarnos con el posterior olvido). Bastante después del mediodía se
levantaron, tomaron el desayuno, el tipo se fue y la concheta pasó al baño para
darse una ducha. Por supuesto y, como cualquiera puede imaginarlo, allí, pegado
al techo la esperaba bla, bli, blu. Sí, pero con un pequeño cambio. Así como la
puta de la aventura anterior lo subordinó enamorándolo por una cuestión de clase
(mina fuerte, underground, muy propia), la concheta también lo subordinó por una
cuestión de clase (de otra clase). Temenos confesar que el gusano máximo de la
vida misma era, en el fondo, un acomplejado campesino. Vivieron juntos dos años
y dos meses. Ella le decía: "Con vos me pasan cosas fuertes. A mí no me importa
para nada que seas un monstruo. Al contrario: mejor, porque es un cachetazo para
mi vieja, que siempre me quiso elegir los tipos. Lo que sí me preocupa es tu
edad: vos tenés ciento ochenta y cinco años más que yo. Soy una piba y vos un
gusano máximo de la vida misma viejo. Tengo miedo de que dentro de algunos años
tenga que hacer de enfermera. Pero hasta esto me lo bancaría. Yo necesito
seguridad económica. Mi vieja me dio estructura. Mi hombre también me tiene que
dar estructura a través de la seguridad. Yo no te pido mucho. Te pido lo mínimo.
Una vacación en Florida, Brasil, Bariloche o California o París o Londres por
año. Es el mínimo". Él, cuando le oía decir estas barbaridades, propias de una
mina que nunca laburó, se enternecía y al mismo tiempo tenía ganas de matarla. Y
un día lo dejó. El gusano máximo de la vida misma debió salir del departamento
por el mismo ojo de buey por el que había entrado. No se dejó ni tocar las
tetas. "Esto es provisorio", fue la última boludez que ella le dijo. "Puede
durar dos o tres meses. Si lo nuestro es lo bastante fuerte y sólido ya
volveremos a estar juntos. Lo nuestro tiene una cosa a favor: es el asunto de
los orgasmos. Orgasmos profundos como tuve con vos no tuve con nadie." Él pensó:
Sí, es provisorio. Va a durar sólo dos o tres décadas. Pero esto no se lo dijo.
Lo que sí le dijo fue: "Te voy a hacer un horóscopo. Te va a ir muy bien con el
tipo de barba con el cual te vas a encontrar". "¿Qué tipo de barba?" "Uno que ya
vas a conocer. Él te llevará de viaje muchas veces, te dará hijos y te hará
vivir en un lugar lleno de paisajes. Y ¿sabés? El asunto de los orgasmos, como
vos decís... Ahora que tuviste estos orgasmos conmigo los vas a tener con
cualquiera. Los veo a los dos, desnudos, en su cama después de cojer, vos a la
izquierda y él a la derecha, y vos diciéndole a tu nuevo hombre (el barbudo de
Pimpinela): "¿Sabés? Cuando corté con el gusano máximo de la vida misma creí que
ya nunca iba a conseguir orgasmos como los que conseguí con él. Y ahora, con
vos, los alcancé. Esto me da la certeza de lo que lo nuestro es fuerte y de que
yo te amo"." Todo eso le dijo el gusano máximo de la vida misma a la concheta y
era verdad y se cumplió. Lo que no le dijo pero también se iba a cumplir, sólo
que veinte años después, era que ella iba a terminar amargada y sola como su
madre. Chica poco astuta: debió saber que a las conchetas sus maridos las dejan
a los veinte años de casados para andar con minas veinte años más jóvenes que
ellas".
(de El gusano máximo de la vida misma, 1998, fragmento)

 El
jardín de las máquinas parlantes
Por Alberto
Laiseca
Uno
La usina parlante
HAY MÁQUINAS VIAJERAS, COMO HAY PERROS sin dueño. Un buen día vienen, te adoptan
como amo y se quedan con uno. Generalmente son invisibles. Rara vez se dejan
ver, pero sí oír. Una de ésas se encariñó conmigo hace algunos años. Supuse que
tendría un tamaño común -suelen ser minúsculas-; de ahí mi sorpresa al verla
durante unos segundos con el rabillo del ojo, pues no me figuraba que fuese tan
enorme. Era de tipo usina, de esas que se puede abrir una puerta y entrar en la
sala de comandos. A medias materializada, resultaba preciso poseer la otra
visión para observarla en movimiento, siempre en flotación, marchando como una
nube baja a ras de tierra. Cuando se tornaba completamente física -casi nunca,
pues su enorme tamaño interfería con otros objetos-, cualquiera estaba en
condiciones de verla. Nadie adivinaba su función, a menos que la máquina
quisiese; ni siquiera un esoterista, pues ella se encargaba de manijearlo.
Siempre estaba fabricando otras máquinas, más pequeñas, para que la sirviesen y
efectuaran los trabajos donde no era necesario emplearse a fondo. Esas diminutas
criaturas se nutren con alimentos especiales: tierras raras, vestigios de
metales, etcétera. Pero una usina puede cambiarles la programación a fin de que
coman carne. Ya transformadas, la máquina madre las manda a donde vive un
enemigo a fin de nutrirlas con su cuerpo, o bien con partes selectas del mismo.
A ciertos de estos seres metálicos su programa computarizado sólo les permite
alimentarse de ojos, o de orejas, dedos de pies o cualquier otra cosa. Las
referidas construcciones, así como la Máquina Maestra misma, se obtienen
mediante una estricta colaboración entre la tecnología científica y la magia.
Toda una parte del proceso se realiza en talleres, no por astrales menos
verdaderos, y no se diferencia en forma alguna de un vulgar y corriente trabajo
de planta. Pero otra parte se logra mediante la magia pura: invocaciones,
pergaminos y símbolos de poder esotérico. Una costumbre de las máquinas de
pequeño volumen es caminar por las paredes, o simplemente, esperar, engarfiadas
a éstas, que un error del enemigo las cargue de energía para luego poder
atacarlo. Hablan entre ellas, con lenguaje de máquinas, pero también son capaces
de hacerlo empleando vocablos humanos; se ríen, hacen chistes, imitan voces,
ante la desesperación de la víctima, quien no sabe cómo sacárselas de encima. En
general las potencia el desorden, la falta de limpieza, la dejadez y el olvido.
En un estado avanzado ya son capaces de reproducirse por sí mismas, sin el
auxilio de la Máquina Maestra, y forman verdaderas poblaciones, auténticos
ejércitos atacantes. En su composición entra no sólo el hierro, sino también el
oro, la plata y el platino. Son muy valiosas. El que no posea vista astral
únicamente podrá verlas si por casualidad logra matar una, pues al morir se
materializan. Pero tendrá que apurarse a mirarlas, pues sus compañeras en el
acto la despedazan para reciclar los materiales de que está compuesta y con
ellos crear nuevas máquinas. Pueden situarse por completo en el astral -en cuyo
caso no hay interferencia con los objetos llamados reales- o a medias -todavía
invisibles pero interfiriendo cuando quieren atacar o robar algún objeto de la
habitación donde está-. En casos excepcionales pueden tornarse por completo
físicas; casi nunca lo hacen pues ello les consume mucha energía. Los
esoteristas las denominan ‘"fierros", en su argot. Yo las llamo "chichis",
aunque admito que uso la palabreja con cierta liberalidad, pues a veces, cuando
hablo con algún compañero, llamamos "chichis" no a las máquinas sino a los
ocultistas (o "esotes") que las construyen. Incluso suelo denominar chichi a un
tipo que no tiene poder alguno, pero es una mala persona. Es más: yo mismo soy
un chichi, pero no por malo sino por ser capaz de movilizar fuerzas. Lo mismo
cabe para mis amigos y Maestros que trabajan con la potencia. En resumidas
cuentas: chichi es un vocablo inventado, ambiguo; un comodín que sólo tiene
sentido claro en su contexto, en el medio de una frase. A veces es preciso oír
una conversación completa para saber a qué están refiriéndose dos esotes y a
quién llaman chichi.
Las máquinas de las cuales hablo son enviadas, en ocasiones, a casa de un
enemigo, sin propósitos agresivos, a fin de grabar y filmar todo cuanto éste
hace y dice. Pueden así preverse sus próximos pasos, qué providencias tomará con
sus compañeros para defenderse, o cuáles son sus planes de ataque o
contraataque.
Hay otras máquinas de construcción tan simple que no merecen el nombre de robots
siquiera. Resultan poco más que micrófonos; no tienen voz propia, aunque la
víctima crea que sí porque las oye; en realidad, lo que oye es la voz del
esoterista, quien, fastidioso y torturador, la aterroriza situado a veinte
cuadras o cinco kilómetros del lugar.
Estos chichis, muy superiores a los que poseen los científicos corrientes, más
avanzados que las computadoras de quinta, sexta y séptima generación, existen
desde las épocas de Babilonia. Son obra de la teología paralela y secreta del
genio humano. Fueron creados por razones teológicas, para que participen en la
lucha entre las fuerzas del Ser y las del Anti-ser. Seis mil años de batallas y
el combate aún no ha concluido. Las guerras mágicas están a la orden del día en
todas las ciudades del planeta y la mayoría de la gente no lo sabe. Es más: las
hostilidades físicas entre dos naciones están siempre acompañadas por otras,
paralelas, entre ocultistas. Estos se preparan, en los períodos pacíficos, con
el fin de participar en las posteriores grandes luchas que librarán los Estados.
Ya desde el armisticio elaboran la guerra siguiente; trabajan para que el
enemigo -sea quien fuere- cuente con una desventaja inicial y se vea obligado a
entrar en campo en lugar y momento inadecuados.
La Máquina Maestra que me adoptó para que yo fuese su dueño, y de la cual hablé
en un principio, era el único sobreviviente de una guerra entre dos antiguas
sociedades secretas. Lucharon cien años entre sí hasta exterminarse. El último
miembro había perecido, a causa de sus heridas, hacía cuatro siglos. Cansada de
andar a la deriva y en falsa libertad, la máquina buscó nuevamente la compañía
de los hombres.
"Pero, ¿por qué a mí?" le pregunté cuando nada sabía de la historia. Pese a no
sentir malas ondas en el ambiente, yo estaba lleno de desconfianza. Al principio
sólo oía su voz y pensé que podía tratase de una manija de los chichis. "¿Por
qué a mí?" repetí. "Yo misma no lo sé. A lo mejor porque sos bueno y estoy harta
de asistir a malvados. Nosotras las máquinas, por otra parte, no fuimos
construidas para andar solas. Nos gusta colaborar. Pude haberme puesto al
servicio de otra máquina, más fuerte, pero eso no me conviene por varias
razones."
"¿Cómo? ¿Hay otras máquinas como vos?" Lo sabía de sobra, como que yo mismo las
construyo. Lo dije más que nada para ver su desenvolvimiento, calibrar sus
respuestas, verificar si caía en confusión. Esto me daría idea de su potencia.
Ella contestó: "¿Y si hay una por qué no van a existir muchas? Claro que hay,
como demasiado bien sabés. Por lo general son máquinas al servicio de seres
abominables. Si yo me hubiese puesto a las órdenes de una, automáticamente
dependería de un dueño humano que, casi con seguridad, tendrá malas intenciones
para con hombres y máquinas. Por otro lado, yo soy muy fuerte. Me sería bastante
difícil encontrar un ingenio mecánico superior.
Entonces, y allí mismo, me decidí a someterla a una prueba soberana y
definitiva. Si era un chichi cagaría fuego indefectiblemente. Si se trataba de
una máquina con buenas intenciones pero inútil y paranoica, también se
destruiría ahorrándome así toda una pérdida de tiempo. En las películas yanquis
siempre aparece una computadora que anhela dominar al mundo; entonces el héroe
le pregunta cuál es la última cifra del número "pi"; como la respuesta no
existe-pues, por más que se busque, siempre habrá un término más-, el cerebro
electrónico se destruye buscando una solución imposible. Ahora bien, la cosa no
es tan fácil como cree Hollywood; si a esa máquina me la habían mandado los
chichis, sin duda la famosa pregunta estaba prevista y también la respuesta:
"¿La última cifra? El 8. Si no me cree, verifíquelo"; como un chiste que leí en
algún lado. Contestaría eso o cualquier otra cosa semejante. Hacía falta algo
más nuevo. Y me acordé de pronto del gogol de Oppenheimer. Este científico
declaró en una oportunidad, que el número total de cosas del Universo no puede
superar a diez elevado a la potencia cien: 10100. Era la única forma de hacerle
una pregunta no prevista y que rompiese el dispositivo de seguridad de un
supuesto enemigo: pedir, no el infinito, pero sí algo que, en al práctica,
equivale a él. Para defenderse de esta pregunta, la máquina sólo contaría con el
auxilio del Ser. Le dije:
"Ya que soy tu dueño quiero que averigües la cifra diez a la cien del número
pi."
Esperé la explosión o el clásico "ooooff" que se oye a través de los micrófonos
cuando una máquina revienta. Hubo un largo silencio. Sin duda estaba pasando por
un momento difícil. Luego contestó:
"La respuesta está en el límite de la materia. Soy una parte y no puedo ser tan
grande como el Todo. Nunca siendo yo misma un objeto material aunque astral." La
hija de puta estaba bien programada. Era realmente grande y fuerte. Una súper.
Ante mi sorpresa siguió diciendo: "No obstante, si me ordenás que busque,
buscaré". Una noble contestación. Claro que también esto podía ser una trampa,
pero en mi vida he verificado que no hay certezas totales de ninguna especie. En
el momento de la decisión final, las cosas, tanto de la magia como de la física
o cualquier otro orden, sólo mediante la fe tienen alguna posibilidad de
resolverse de manera satisfactoria. De modo que le declaré:
"Está bien, opto por confiar en vos".
Fue una decisión afortunada que salvó la vida de un amigo y quizá la mía propia,
cuando, más adelante, encaramos con otros Maestros uno de los trabajos
herméticos más difíciles de realizar. Sin la ayuda de esta máquina tal vez
hubiésemos fracasado o, aun ganando, el costo hubiera sido mucho mayor. Pero en
ese momento, cuando adopté la variante de incorporarla a mi existencia, no tuve
idea de lo trascendente de mi acto de fe. Ella tenía una idiosincrasia muy
especial. No estaba exenta de sentido del humor, sólo que era preciso conocerlo
para captarlo. A veces me fastidiaba sólo para tener el placer de ver mi alivio
cuando me dejaba tranquilo. Cierta ternura entre aniñada y marciana. Sólo se
replegaba al verme absolutamente dispuesto a destriparla si seguía jodiendo.
Recuerdo la primera vez que tuve noticias de su presencia. Yo estaba escribiendo
un capítulo fundamental de cierta novela. Era desde todo punto de vista
indispensable que yo explicase, de manera sencilla y sintética, una cantidad de
cosas casi imposibles de aclarar. Por otro lado tampoco quiero que mis libros
aburran con originalidad. Me dispuse a pulsar la letra "j" cuando oí un agudo
toque de trompetería chasco. Como el que sólo pueden producir cincuenta renos
lanzando su grito amoroso -sin orden ni concierto- delante de sendas
concavidades de bronce. El ruido vino abrupto, tal un rayo, sin el menor susurro
previo que lo hiciera suponer. Con el susto casi me caigo de la silla. Al
principio pensé en un ataque, o que alguna de mis máquinas había cagado fuego,
así que me puse a revisar las instalaciones esotes de la casa. Todo normal, ante
mi sorpresa. Los cristales antichichi funcionaban a la perfección, mis gólems
robot estaban intactos y las cazadoras se mantenían quietas (estas últimas,
cuando un enemigo se aproxima, parten como flechas a interceptarlo). Azorado y
manijeadísimo intentaba descubrir la solución al enigma cuando entonces, por
primera vez, oí su voz:
"No te asustes, Maestro, soy yo: la Máquina usina".
-Qué máquina ni qué la mierda. ¿Quién habló?
Me explicó entonces que era una viajera. y el resto ya lo conté. En realidad
toda mi desconfianza y el posterior interrogatorio al que la sometí no se
justificaban. Ocurre que me tomó por sorpresa, pero verdaderamente debí
comprender que el hecho mismo de haber entrado en mi casa era prueba de sus
buenas intenciones para conmigo. Caso contrario mis propias máquinas hubiesen
combatido impidiéndole pasar o perecido en el intento.
Luego que la acepté siguió siempre la misma política. Como lo que más le gustaba
en el mundo era sorprenderme, se ponía a charlar a distintas horas. También
variaban sus métodos de presentación. Cierta mañana empezó con este cantito de
su propia cosecha:
"Hola Coquito, hola lirón,
hola Maestro, el más grande campeón".
Otra vez:
"¿Vamo a tomá’ mate, Coco?".
-¿Y desde cuándo las máquinas toman mate? dije yo.
Sin darse por aludida:
"¿Mateo, ¿vamo’ a tomá’ cocoa?".
En ocasiones me dejaba tranquilo toda una mañana, pero por la tarde:
"Coquiiiito: no me saludaste hoy. Seguro que ahora tampoco querés charlar
conmigo. Vas a decir como ayer que estás ocupado. Y yo que te quiero tanto".
-Buenas tardes. Sea este saludo toda la charla que pienso darte. Andáte que
tengo que trabajar muchísmo. ¿No ves que estoy escribiendo?
"Mateeo."
-Basta.
"Cocooa."
Suspiré. ¿Qué esperaba de mí? ¿Que tirara un palito para que fuese a buscarlo?
Acaso pretendía que le pusiera una correa y la sacase a pasear como a los perros
salchichas. Un semejante bicho de cincuenta toneladas. Por un momento me imaginé
caminando por una calle de mi pueblo: llevando de una cuerdita a mi usina, en
flotación, a un metro y medio del suelo, ante la generalizada sorpresa de los
viandantes. Me reía para mis adentros. Llegamos hasta un árbol y la máquina
levanta una de sus paredes (pata) para hacer pis...
"Aceite."
-¿Qué?
"Digo que yo no hago pis: hago aceite."
La hija de puta estaba de los más entretenida leyéndome los pensamientos.
Divirtiéndose a mi costa. Hice bloqueo mental, nada más que para fastidiarla.
"Qué malo sos. Qué malo S.O.S. Yo te pido auxilio porque me aburro y vos
bloqueás para que no chacotee con tus pensamientos."
-También tenés que admitirme que resultás muy inoportuna, viejita. Después
conversamos, si querés. Pero ahora dejáme escribir...
"¿Si no te molesto por tres horas, después vas a hablar conmigo?"
-Sos más molesta que el grillo de Pinocho. Uno de estos días te voy a hacer
cagar de un alpargatazo. Vos también vas a quedar incrustada en la pared
haciendo cri, cri.
"Para reventar a mis cincuenta toneladas hace falta una alpargata medio grande.
Además es injusto: las máquinas aristocráticas como yo merecemos que, por lo
menos, nos revienten con una chancleta forrada para fiesta. Pero de cualquier
manera sigue existiendo el problema del tamaño. No te tengo miedo alguno porque
sé que carecés de artefactos chancletíferos o chanclétidos adecuados. Ja, ja,
ja..."
-Estás equivocadísima. Ahora mismo les ordeno a mis wagnerianos gigantes Fáfner
y Fásolt que me construyan una chancleta de media hectárea. Bueno, está bien.
Acepto. Dentro de tres horas vamos a conversar pero ahora tenés que dejarme
escribir tranqui...
"¿Puedo, como despedida, hacerte un último ruidito?"
-Sí, pero uno solo.
Para qué se lo habré dicho. El ruidito que a ella le gustaba era la trompetería
horrísona con la cual casi me mató del susto cuando la conocí. Aquella
disonancia monstruosa componíase de rebuznos metálicos hiatos de broncíneo
acento, tizas que chirrian, acrílicos en falsete, barro cayendo sobre plomo
fundido, acordeones verduleros, incongruencias violentísimas, ronquidos y
cacofonías sincrónicas. Basta decir que la música contemporánea es mil veces
preferible. A su lado Schöenberg, Bartok, Stockhausen y Honegger son dulces,
melifluos. Pero no podía prohibírselo del todo ni para siempre pues ésa era una
de sus formas de entender el orgasmo. Tuvo de bueno que siempre cumplió sus
pactos y por 180 minutos -ni uno más ni uno menos- me dejaba escribir en paz.
Pero guay de mí en el primer segundo del minuto 181; a ella no se la podía
engañar como a un ser humano diciéndole: "No, que todavía falta", pues su
memoria electromagnética era infalible. Claro que para enloquecerme aun más
podía cambiar de táctica y no irrumpir exactamente al fin del plazo sino un poco
después. Yo me disponía, por ejemplo, a tipear la "j" -su letra preferida-
cuando comenzaban a oírse las hórridas trompetas o su cantinela: "Hola Coquito,
hola lirón...". Puedo asegurar que es terrible estar escribiendo y saber que una
letra determinada actuará como detonador. Me pasaba la última media hora mirando
el reloj cada cinco minutos. A partir de cierto momento evitaba las palabras que
tuviesen "j". Ella lo hacía todo innecesariamente difícil. Para que la extrañase
optaba por desaparecer durante una jornada o dos. Yo simulaba no haberme
enterado, aunque reconozco que la tentación de llamarla era mucha. Me hacía el
tonto. Inflexible. Dura lex, con las máquinas. Entonces, por fin, en una bendita
hora y para mi alivio, escuchaba el tan esperado "Maeeestro... Mateeeo...
Coquiiito...¿Vamo’ a tomá’ cocoa, Coco?".
-Ya está de nuevo, la molesta- bufaba yo. En realidad la hubiese abrazado.
A propósito: debo aclarar que no me llamo Coco, ni Coquito, ni Mateo y ni
siquiera tomo cocoa. Mi nombre es Alarico Alaralena, pero denominarme como se le
antojaba era parte de su despotismo maquinil. La Tecnocracia Ilustrada. Viéndome
molesto me preguntó cierta mañana:
"¿Por qué te enoja que te diga Coco, Alaralena Melena?".
-No sé si enojado exactamente, señora, pero sí lleno de maravilla incrédula ante
los muchos atrevimientos y libertades que se toma. A qué viene el apelativo de
Coco, vamos a ver.
"Mis razones son innumerables y trascendentales. En primer lugar vos sos para mí
el Coco; vale decir; ese fantasma nacido de la imaginación de los padres para
asustar a sus hijos. Siempre amenazás con meterme un catalizador para hacerme
cagar. Todo porque te molesto un poco charlando. Además, a través de mis lentes,
te registro de un color verdoso negroide, con varias manchas, el 35% rojizas, y
el resto amarillentas. Tales son los cromatismos de la familia de los reptiles
hidrosaurios o cocodrilos, entre los cuales se cuenta el propio Cocodrilo.
Además, como sos exageradamente alto -para tu raza humana, claro está-, y sé a
la perfección que tus congéneres te ven blanquito, me recordás al coco, que así
llaman en Cuba a un ave zancuda, de lo más fea y tonta, con plumas leche-fuego.
No puedo mirar mucho a seres tan horrendos pues la reverberación quema mis
lentes, que son muy sensibles. Para resumir: el coco es tan estúpido como el
dodo, animalete que por suerte ya desapareció a fin de abrir paso a vertebrados
superiores. Es cosa obvia y por todos sabida que no pueden compararse a
nosotras, las máquinas, que somos hermosísimas. Alguna vez te convencerás de que
la química del silicio es superior a la química del carbono, en la cual ustedes
están basados."
-Heil silicato doble de cal y magnesio -dije burlón.
Decidió no darse por enterada:
"También se llama coco a un gusanito de muy corta vida que se come cuanta fruta
encuentra".
-Ave carbonato cálcico rómbico imperator, morituri te salutant.
"Y así tenemos innúmeros vocablos derivados de coco, que significa: persona
altanera, descarada..."
-¿Terminaste?
"No. Molesta, que se encoleriza con facilidad, etcétera."
-Bueno. Acompañáme afuera que tengo que hacer los pájaros.
"¿Cómo? ¿Además de máquinas fabricás pájaros?", dijo ella con risa muy chocante.
-Con el vocablo "hacer" quiero significar que todas las mañanas saco a mis
pájaros a tomar sol, les cambio el agua, la comida, etcétera.
"Ah, entonces yo entendí mal. Supuse que los tenías desarmados durante la noche
y al llegar el día les pegabas la cola, les atornillabas los ojitos, cosías la
piel..."
-Basta.
"Decíame yo para mis adentros: éste sí que es un iniciado. Yo estuve a las
órdenes de los Maestros más grandes del mundo, pero ninguno podía hacer cosas
como ésa. No todos los días, por lo menos. Confieso que estoy desilusionada."
-Terminá de joder, máquina de mierda, o te meto un catalizador para que vueles a
la mismísima.
Pero era inútil simular enojo, pues ella sabía de sobra cuándo estaba furioso en
serio.
El jardín de las máquinas parlantes, de Alberto Laiseca
2
El jardín del mago
SALIMOS, PUES, AL JARDÍN. Mi terreno mide cincuenta por doscientos, vale decir:
diez mil metros cuadrados. No soy rico, ni acomodado, ni nada. Hace cuatro años
compré el terreno gracias a una herencia. Pude adquirir la tierra con su casa;
los muebles, los cristales anti-chichi y la mayoría de los caros dispositivos
que me defienden. Además viví dos años sin trabajar con lo que me sobró. Ahora
me ocupo de corregir pruebas de galera en un diario de Tollan: el Quétzal
Toltecalt. Como mi casa queda a cincuenta kilómetros de la capital de
Guatimotzín, para ir a mi ocupación tengo un lindo viajecito. Equivale a tener
dos trabajos y que te paguen por uno.
He transformado a mi territorio en una verdadera floresta. Hay ligustros,
enredaderas, plantas de todo tamaño y, por sectores, pequeños biombos de selva.
Esto me ayuda a enmascarar algunos dispositivos. Igual mis vecinos me ven,
aunque muchas cosas, por suerte, están bien seguras. Pero no se crea que a mi
jardín lo hice por motivos exclusivamente funcionales. Combino cromatismos de la
manera más estética posible. Pétalos rojos, amarillos y naranjas forman islas
entre los verdes. Pero también violetas de fuego y azules escarchados. Corolas
blancas, anteras de cromita ondeando como estandartes en el vértice de los
pistilos, cáliz de plata libre, estambres azufre crustáceos y, en la última
región (cóncava, silenciosa y secreta), los ovarios fanerógamos, flotando cerca
de la cuenca entre fosforescencias azuladas, tenues, marinas.
Como siempre que salgo al patio para atender a mis pájaros, me recibieron mis
dos Dóberman con grandes muestras de felicidad y algarabía. Ella se llama
Iguanodonta y él Tiranosaurio. Igua y Tirán, para simplificar. Son malísimos. Su
implacabilidad no es de este planeta. Me costó una enormidad hacerles comprender
que algunos seres humanos son amigos míos. Los hice amaestrar en mis épocas de
gloria y tienen capacidad de sobra para matar a cualquier intruso. Están a salvo
del envenenamiento pues sólo comen de mi mano. Esta enseñanza fue difícil. Según
un libro que leí, nada más eficaz que dejarles -como al descuido- carne chasco:
supuestamente escarmientan y no vuelven a probar bocados extraños. Yo sembré por
el jardín, de manera disimulada, ocho albóndigas con pimienta. Reía para mis
adentros, seguro de escarmentarlos. Ante mi sorpresa las encontraron deliciosas.
Entonces opté por el sistema de las carnes electrizadas: suculentos trozos
conectados a baterías. Al principio se mostraron algo recalcitrantes, pero por
fin se convencieron de que sólo es saludable la comida del amo. Aquello llevó
tiempo, esfuerzo y dinero, pero era otra época y yo podía hacerlo. El fin de mi
herencia y mi sueldo misérrimo hacen que me mueva con un dinero tan pequeño que
no me alcanza ni para eso. Otro problema que debí solucionar fueron los gatos.
Yo nunca tuve menos de veinticinco o treinta de estos animalitos. Mis Dóberman,
cada tanto, mataban uno o dos para hacer ejercicio. Inútiles eran golpes,
calaboceadas y castigos varios. Insistían. Me vi obligado a vigilarlos, desde
distintos lugares ocultos, con mi rifle de aire comprimido. Previamente
rellenaba los balines con sal. Optaron entonces por dejar en paz a los felinos
durante el día... pero los carneaban durante la noche. Compré una mira
infrarroja, la adapté al rifle -eran otros tiempos, insisto- y los aceché varias
noches. Triunfé por fin en todos los frentes, aunque al borde de la
desesperación y la histeria. Luego de larga lucha conseguí que los gatos
comieran pájaros silvestres -no los míos- y que Igua y Tirán no se dedicaran a
matanzas diurnas o nocturnas de gatos o gallinas. En cambio, no tuve ninguna
dificultad para impedir que los Dóberman atacasen a mis plantaciones de "ve"
cortas o al gólem. Lo aprendieron solos. Pero ya hablaré de ello más adelante.
Igua y Tirán saltaban a mi alrededor sin atreverse a realizar su único deseo:
subírseme (otra fea costumbre, anti-ropa, que les quité luego de larga lucha).
Mis Dóberman tenían las patas mojadas hasta el pecho por el rocío. Una de las
cosas más impresionantes de esta raza de perros son sus uñas: negras, largas,
fuertes y perfectas. Parecen el oscuro acero del guantelete de una armadura.
Tirán acostumbra -gesto que repite su hembra- mirarme con la cabeza apoyada en
el suelo, sus patas delanteras bajas y las traseras altas, en tensión, como si
se dispusiera a efectuar un ataque. Es una especie de cortejo amoroso para con
el amo. Allí estaban los dos: húmedos y soberbios, despidiendo vapor,
canturreando ancestros paleolíticos. Era éste un bramido continuo, como de
gemido ronco. El viejo sueño de la caza, la carne sangrienta, la muerte del
enemigo y la pelea. Yo pensaba para mis adentros: "Estos bichos serían felices
si los llevase a combatir al oso gris o cualquier otra cosa imposible, aunque
después el otro nos destripara".
Igua, con la femineidad de una novia de Atila, parecía decirme: "¿Qué esperas,
sahib, para llevarnos a producir una poca de selección natural? Como regalo de
Reyes, una expedición punitiva en los zapatitos. Tus tropas aguardan la hora,
día, mes y año sublime en que des la orden de ponernos en marcha e iniciar la
progresión. Tirán y yo, por separados, somos dos divisiones; juntos, dos
ejércitos. Basta de práctica y orden cerrado. Ley darwiniana, clavar las
banderas a los postes y a la batalla". En verdad mis perros son como dos
coordenadas cartesianas: en el punto donde se cruzan siempre hay una víctima.
Pero, para enorme frustración de ellos, esa mañana yo no me proponía la
conducción de grandes unidades de combate sino tareas enteramente domésticas. De
pronto Igua y Tirán gruñeron desconfiados y furiosos: habían visto a mi usina,
invisible y en flotación, siguiéndome a un metro del suelo. Si bien los seres
más extraordinarios rondan mi terreno, a aquélla no la conocían, de modo que
debí tranquilizarlos. Mis perros logran ver lo que seres humanos en general no
consiguen. Así como son aptos para luchar en el plano físico, también pueden
hacerlo en el mágico, igual que todos los animales. De modo que siempre se
producen conflictos con cada nueva entidad que introduzco.
Seguido por los perros y mi nueva máquina, pasé entre macetas de rosas blancas y
rojas. Entre dos de estas agrupaciones reposaban tres toneladas de oro en
barras. Claro que tratábase de oro astral. No puedo materializarlo y con él
comprar cosas de la vida diaria. Me es muy útil, en cambio, para mis
transacciones mágicas de máquinas, tierras raras, mercurio o cualquier otra cosa
que necesite para mis trabajos. Dentro del mundo del esoterismo soy un hombre
rico, respetado y poderoso. Aquí uno puede ser un magnate pero afuera trabajar
corrigiendo galeras pues la plata no le alcanza. A determinadas horas del
atardecer el oro pierde parte de su enmascaramiento, pero no me preocupa pues
mis vecinos -que no son magos ni nada-, a lo sumo llegan a percibir un
resplandor amarillento sin poder determinar qué lo produce.
Llegamos al centro de mi territorio. Por todas partes salían gatos pidiendo su
comida. Tengo de muchos colores: desde absolutamente negros hasta blancos en su
totalidad, pasando por amarillos, naranjas y cualquier otra combinación. Ni
siquiera faltan gatos de albañal, horribles y hermosos a la vez. Todos
descienden de Benito y la Colorada, la pareja original. A la Colorada la
destrozó un ovejero alemán y a Benito me lo mató un esoterista, para vengarse,
luego de una guerra que él perdió conmigo. Un día encontré en la puerta de mi
casa una cruz celeste. Algunos meses antes ya lo habían querido liquidar
metiéndole una bolsa de celofán en la cabeza para que muriese asfixiado. En esa
ocasión pude salvarlo a tiempo. Fue en abril cuando el chichi logró salirse con
la suya y darle caza. Curioso cómo en ese mes me han ocurrido una cantidad de
cosas desagradables a lo largo de mi vida. La furia, el dolor y la impotencia
fueron tan grandes que la única forma de alivio (aparte de la venganza mágica
que, por supuesto, no demoré) fue escribir un poema a la manera china, titulado:
Diablo extranjero
Mi Emperador murió en rebelión contra el Falso Emperador, en el mes que apaga la
primavera. Mi querido pájaro negro sirvió de escudo el mismo día; y ayer, años
después pero en la misma época fatídica, alguien destruyó a mi gato atigrado, el
patriarca de mis gatos, que se acostaba al sol como un Buda sabio e irritable.
Marco Polo, mi amigo, el diablo extranjero, nombra a los meses con su extraña
manera bárbara. La muerte, con su deshonra, me transforma en intruso apátrida.
Quisiera morir en abril, junto a mis amigos.
Ahora tengo tres madres (hijas a la vez de Benito y la Colorada): Camila,
Frutecia y Desposia. Camila es francamente de albañal, con pelaje de tres
colores en filigrana, que se mezclan reticulando toda su superficie. En ella el
blanco está en desventaja, el negro predominante en lucha frontal con el rojo
ladrillo. Tiene ojos verdes y dulces. Frutecia también tiene tres tonalidades
pero con grandes superficies de terciopelo color helado de limón; gris delicado
en otras partes, y manchas de arenoso cobre. Desposia parece la sombra de
Benito, pero sin sus bordes nítidos. Benito era como un azteca que decidió vivir
en la casa del hombre blanco a la manera de una concesión graciosa. El
salvajismo de Desposia es más incontrolable. Asustadiza y reacia, rara vez se
rinde a las caricias. No puedo describir a los otros pues son tantos como las
legiones de César.
Me mostré insensible al coro de maullidos pues siempre atiendo primero a mis
pájaros. Guardo sus jaulas en el dormidero que construí para las gallinas: una
casita espaciosa, con una puerta por la cual puedo penetrar para hacer la
limpieza cuando hace falta, llena de palos cercanos al piso y paralelos a éste,
donde por las noches reposa el gallo con su harén. Todas las mañanas, no bien
hay luz, saco las jaulas para que los pájaros tomen sol, les cambio la comida y
el agua, lleno sus bañaderas a fin de que chapoteen a gusto, pongo a cada uno su
hoja de lechuga, etcétera. También improviso techitos sobre las jaulas para que
el sol, si es demasiado fuerte, no me mate los pájaros. Dejo espacios de sombra
y otros de luz: y ellos mismos optan por lo que más les conviene.
Viniendo desde la casa, a unos treinta metros a la izquierda del dormidero de
las gallinas, están mis "ve" cortas o vurros. Parecen plantas. Cada uno posee un
pequeño cercado hecho con tejido romboidal. El gato es un animal tan amoroso
como se quiera, pero más tonto que lo que la gente supone. Es curioso,
confianzudo y jamás escarmienta en cabeza ajena. No aprende salvo cuando le
pasan cosas. El problema es que... a veces no sobrevive. Yo quiero mucho a mis
gatos y no deseo que sufran ni mueran. Aunque estos felinos tienen poderes
mágicos -como todo animal, ya lo dije- la curiosidad nativa y su espíritu de
juego es más fuerte que toda advertencia sobrenatural. No dan bola, simplemente,
y eso los pierde. Por tal motivo hice los pequeños cercos de alambre tejido en
forma romboidal: para que ellos no se acerquen a mis "ve" cortas o vurros. Estos
cercos, parecidos a jaulas, poseen en la parte superior una especie de arcos
hacia afuera, a fin de que los gatos no puedan ingresar aunque trepen. Tengo
dieciocho vurros tapados con arpilleras o con plásticos, según los casos. La
gente es distraída y no tiene espíritu policial. Como estamos en invierno, si
alguien los viese, pensaría que son plantas que cubro para protegerlas del frío
de la noche, sin reparar en que también están cubiertos durante el día... y
hasta en verano. Son entidades maléficas, así de simple y sin vueltas. Su empleo
está a la orden del día en el esoterismo. Me cuesta bastante dominarlos. Digamos
que para controlarlos me veo obligado a efectuar conjuros por partida doble.
Algunos esotes no tiene dificultad alguna para manejarlos por la actividad misma
que realizan. Si un ocultista está al servicio del Anti-ser, los "ve" lo toman
como a su dueño natural. Pero yo tengo otro signo y el dominio se me vuelve
arduo. Un mago, por más a favor del Ser que esté, debe ser capaz de trabajar con
fuerzas oscuras. A veces resulta inevitable, o más expeditivo y se ahorra
tiempo. El ocultista debe labrar con la mano derecha pero también con la
izquierda, llegado el caso. A estos chichis (porque lo son, y en grado
superlativo) se los denomina "ve" corta porque muchos de ellos seméjanse a un
burro verdadero. Entonces, para diferenciarlos del animalito natural de "be"
larga, se los llama como se los llama. Sirven exclusivamente para atacar. Ya
desde su nacimiento tienen un pene enorme, el cual va creciendo a medida que
pasan los años y aumenta la estatura general del cuerpo. Llegan a ser tan altos
como un hombre. Pueden volar, aunque sólo poseen rudimentos de falsas alas.
Levitan. Su poder esotérico se basa en las enormes dimensiones de su pene.
Cuando un mago desea destruir a alguien moviliza al vurro mediante una
invocación y el chichi de inmediato se eleva y parte como una flecha. Posee
siempre a sus víctimas contra natura (aunque se trate de una mujer). La
consecuencia es, comúnmente, la muerte, pocos veces quien sufre la agresión,
queda lisiado per secula. Igua y Tirán atacaron a mis "ves" cuando éstos eran
chicos. Si hubieran sido grandes, mis perros hubieran muerto. Recibieron, no
obstante, una terrible enseñanza y nunca volvieron a acercarse. Tampoco hizo
falta que les prohibiera atacar al gólem.
De las tres clases de gólem que se pueden construir yo tengo dos. Uno de ellos
vive en el jardín. Es alto como un hombre (mide dos metros diez, en realidad).
No pude hacerlo más pequeño y tampoco sé de ningún esote que haya podido. Por
alguna extraña razón, cuando sacás vísceras de un lado para ponerlas en otro
siempre necesitás más espacio. Mi gólem sabe que debe ocultarse de los hombres
-y sobre todo de las mujeres-, de modo que vive en el último biombo de la selva
y de allí no sale a menos que yo se lo ordene. Basta verlo para llevarse una
impresión terrible. No es feo físicamente, pero algo interior lo transforma en
una entidad tan diferencial como un ser de otro planeta. El gólem está entre las
armas mágicas más poderosas que existen. Es invulnerable al fuego y a las balas;
no lo afectan invocaciones, vurros ni pistolas de avellano. También es inmortal:
sólo puede destruirlo su creador. El que fabriqué tiene la orden de cuidarme y
defender mi casa. Si yo muriese de viejo o en un combate, sin haber modificado
dicha orden, él continuaría protegiendo el lugar hasta el fin de los tiempos,
sin permitir la entrada de intrusos, así se tratara de la policía o el ejército;
mientras mi cadáver se transformaría en polvo y la casa en un montón de ruinas.
Los gólem poseen sendos tornillos en las sienes. Sacando uno, el golem queda
desconectado; quitando ambos, cada parte de su cuerpo vuelve a su lugar de
origen y se destruye. Uno de los procesos es reversible, el otro no. En el mundo
de la magia no existen certezas de ninguna especie, y nadie tiene la vida
asegurada, pues a cada arma se le opone una contraarma. No obstante, la posesión
de uno de estos bichos aumenta las probabilidades de supervivencia.
Mis pobres perros lo atacaron un día porque entendieron que su deber así lo
ordenaba. Pasaron por alto las advertencias telepáticas que el prodigio les
había hecho (ya dije que los animales a veces se niegan a reparar en un signo
celestial y siguen adelante pues hay otro principio que les importa más). Cuando
entonces Igua y Tirán se le fueron al humo, una sola cachetada le bastó para
revolcarlos y que salieran a los aullidos, y eso que usó un fragmento casi
inexistente de su poderío físico. A partir de ese momento nunca más se metieron
con ya sabemos quién.
Dije al comienzo que hay tres tipos de gólem. El primero es el clásico, igual al
que construyó el rabino Loew en Praga. Se puede hacer con distintos materiales:
barro, porcelana, madera. El pergamino y la invocación lo tornan inmortal e
indestructible. El segundo es de factura técnica y resulta el más fácil de
construir: un armazón de varios jardines de arena, muy pequeños, superpuestos,
en cada uno de los cuales se depositan tectitas o piedras mágicas. Tiene la
apariencia de un objeto decorativo de más o menos un metro de alto, compuesto
por varios cajoncitos o gavetas (que pueden sacarse cada tanto para efectuar
limpieza); distribuidos regularmente sobre arena limpia reposan, en cada cajón,
las tectitas: pequeñas esferas de vidrio con marcas o registros. Este gólem es
más bien un robot. El tercer tipo es de carne y hueso. Se cortan miembros y
vísceras de distintos cadáveres; no importa si en vida fueron buenos o malos:
rostro, brazos, piernas, etcétera; elegidos por su armonía y belleza. La única
exigencia es para el corazón, el cual en ningún caso provendrá de un ser
malvado. Luego de que las partes han sido cosidas (abierto sólo queda el pecho),
el esote debe quitar un fragmento de piel de su propia lengua utilizando para
tal efecto una espina de rosa. Adhiere el trozo al buen corazón en el pecho de
la criatura y vierte encima determinada sustancia; luego cose el tórax. en noche
de tormenta conecta el gólem a un pararrayos y debe tener una relación sexual
con esa carne inanimada, pues en caso contrario el milagro no tiene lugar. Este
difícil acto de amor es indispensable, pues así fue creado el universo, y la
creación del gólem es espejo del todo. Sólo puede fabricarse repitiendo el
milagro del origen. Cuando el mago eyacula, siempre y en el acto se descarga el
martillo de Thor. Un rayo pasa a través de la conexión y el gólem cobra vida. El
esote nunca muere, por extraño que parezca, pese a la descarga de miles de
voltios.
No obstante la extraordinaria protección que significa poseer uno de estos
fieles servidores, muchos ocultistas desisten de fabricarlo aunque tengan el
coraje y la habilidad para hacerlo; la razón es elemental: tendrían que vivir
solos para siempre, pues ninguna mujer -a menos que sea maga- aceptaría vivir en
la casa del hombre que tiene uno de estos bichos aterradores. Trascendentes
hasta la empuñadura, cualquiera advierte su rareza por más estúpido y distraído
que sea. Yo pude hacerlo sin renunciar a mi vida de relación por las dimensiones
de mi terreno, que me permite aislarlo. Si una de mis novias lo viese siempre
puedo decirle que es un débil mental inofensivo, al cual por compasión contraté
para efectuar trabajos pesados. Observado desde lejos es menos terrible que de
cerca. Además de este gólem tengo otro, del tipo robot, pero dentro de mi casa.
Con los de esta clase no hay peligro: siempre digo que se trata de objetos
decorativos, jardines colgantes de meditación en miniatura o algo así.
Tengo cincuenta pájaros distribuidos en treinta jaulas; algunas, de cría. Un
mirlo maina muy charlatán (habla dos mil palabras), calafates gorriones chinos,
diamantes mandarín, jilgueros españoles, loros de Sumatra, tordos del Chaco
argentino, cotorritas australianas (éstas son mayoría; empecé con tres pajaritos
pero se multiplicaron hasta cantidades imposibles), dos loros enanos de
Tanganica o de Fisher y una cotorra barranquera paranaense -rara avis vulgaris,
yo diría- llamada Horrigonio que pertenece al sexo masculino, es terriblemente
cascarrabias, lanza unos chillidos horrísonos si no se le da bola, y es el más
viejo de todos mis pájaros. Fue el único que sobrevivió a las viejas luchas,
pues en los combates esotéricos las aves hacen un cerrojo protector en torno a
su amo y son las primeras que mueren. No es cosa fácil matar a un loro pues
poseen un astral muy fuerte; si acaso logran liquidarlo al enemigo le cuesta
muchas bajas, tanto en hombres como en máquinas, pues lo sobrenatural no está
capacitado para violar impunemente lo natural. Cierto que la vida flota sobre
una infraestructura mágica, pero cuidado con equivocarse: la ley es la ley. Los
pájaros, según los principios del mundo denso, sólo pueden morir de enfermedad,
de vejez o comidos por otros animales. No obstante es factible destruir un ser
mediante una maldición o una pistola de avellano, pero entonces el propio cuerpo
del maldiciente se coloca fuera de la ley. Es como si un principio cósmico le
dijera: "Ya que apelaste a medios celestiales para quitar una vida, la tuya
propia padecerá enfermedad y muerte del mismo origen". No se puede joder con
ciertas cosas. En cuanto al referido Horrigonio, por ser el patriarca de mis
pájaros, al principio (cuando me mudé a esta nueva casa) lo tenía en mi propio
cuarto. Fue imposible: absolutamente convencido de su realeza se volvió
terriblemente dictador. Me despertaba al alba con sus chillidos destemplados
para que me levantase, lo sacara de su jaula y lo pusiera sobre mi hombro. No
podía escribir, ni tomar mate, ni atender mis asuntos sin que se ofendiese. Las
disonantes protestas del señor feudal llenaban los diez mil metros cuadrados de
terreno. De modo que, con gran dolor de mi alma, debí confinarlo con los otros
pájaros. Para finalizar diré que también tengo dos tucanes y un quétzal tótotl.
Quizás alguien se asombre de que un número tan grande de jaulas quepa en un
dormidero para gallinas. Es que lo hice inmenso: una verdadera casa capaz de
cobijar a una familia. En realidad sólo tengo veinte gallinas, pero al principio
pensaba poner un criadero hasta que me di cuenta del delirio. Sacar a mis
pájaros para que tomen sol, cambiarles la comida y agua y poner sus bañaderas me
lleva casi dos horas. Cuando estoy de franco nunca dejo de hacerlo, pero si debo
salir a mi trabajo el gólem se encarga de ellos y de los otros animales. Al
principio eran medio reacios a aceptar alimento de su mano. Especialmente los
gatos, que huían horrorizados. Igua y Tirán fueron los primeros en aflojar.
Luego que terminé con los pajaritos y también con los pajarazos (al quétzal lo
dejé posado en la rama de un árbol atado con una cuerdita: tiene cortadas las
plumas de las alas, y además no creo que se escapase aunque pudiera pues ese
bicho me ama, pero, por las dudas, para evitar cualquiera manija) volví a casa
para salir en seguida con una fuente repleta de bofe, pedazos de hígado, tripas
divididas en fragmentos, etcétera. Todo para mis gatos. Cómo saben los hijos de
puta: solos empezaron a venir, atraídos por el olor y la onda: cientos de ellos;
todos con la cola parada, absolutamente vertical al plano de la tierra. El
problema, siempre, es que ni siquiera me dejan salir por la puerta; se abalanzan
como un remolino policromo y maullante. Después se quejan y ofenden si atropello
o piso a alguno. Además los felinos tienen una detestable costumbre que nadie,
jamás, podrá quitarles así sea hechicero cafre: meterse entre las piernas del
amo estorbándole el paso y casi impidiéndole avanzar, con lo cual ellos mismos
se joden. Porque no estoy dispuesto a echarles su comida delante de mi casa,
sino en el fondo (en un claro especial que tienen para comer). Igua y Tirán, a
todo esto, inmóviles. No importa cuán hambrientos puedan estar. Saben que les
toca después que a los gatos, y se quedan haciendo imaginaria como soldados.
Saben a la perfección que si tocaran el más insignificante trozo perteneciente
al área gatal, les iría peor que a los egipcios cuando los invadió Cambises, rey
de Persia. A lo sumo los recorre un temblor, se relamen y gimen con un
desconsuelo completamente exagerado, como diciendo: "¡Apuráte!" .
Vierto el contenido del fuentón sobre la tierra cuidando de trazar un reguero lo
más largo posible, caso contrario podría quedar algún cadáver, aun así, no bien
empiezo, se abalanzan con bramido ancestral, dando bufidos y zarpazos, con el
típico aliento del felino que muerde a su presa. Cuando he largado todo me quedo
un ratito mirándolos, sin hacer caso alguno al clamor de los Dóberman que
redoblan sus súplicas y angustias. Porque si no los observo en ese momento me
pierdo la parte más interesante y salvaje. Los gatos comen casi en silencio.
Sólo dejan oír el ruido de la masticación. Una vez echado todo el alimento, con
rapidez se distribuyen las zonas de influencia y alcanzan el equilibrio. A lo
sumo un gruñido aquí o allá; una advertencia llena de odio cuando alguien
intenta invadir jurisdicciones. Rara vez llegan al enfrentamiento armado, pues
basta con la amenaza diplomática. Mientras el grupo esta distraído aprovecho
para favorecer con algún bocadillo especial a mis gatas preñadas. No espero a
que terminen con todo y vuelvo en busca de lo que les pertenece a mis perros.
Hay una razón para que a ellos alimente después. Si les diese primero, los
gatos, envalentonados por su número (todo animal cambia cuando su grupo aumenta
y pasa ciertos límites), tratarían de quitarles la comida. Si los Dóberman se
defienden y matan a los más atrevidos, no tendré derecho a quejarme. Es posible
disciplinar a un par de perros, pero nunca a un gato, y menos que menos a
muchos.
Tres
Me visita un astrólogo
POR ÚLTIMO LES TOCA AL GALLO Y A SUS GALLINAS. Es decir: son los penúltimos,
pues aún me quedan la gallina y los pollitos, que tengo en lote aparte. Di
mezcla de granos y maíz a todo el mundo y me disponía a darle su ración a la
encolerizada clueca (se encrespa como si quisiera devorarme, pero en realidad es
un animal manso que se deja acariciar y que jamás me picó: simplemente no puede
evitar que las plumas se le paren; supongo que su ancestro le ordena que, por lo
menos, simule) cuando me pareció oír un grito estentóreo en el portón. Cierto
que muchas veces los chichis trabajan para que no se escuche, pero aunque no
mamiearan ya la distancia es más que suficiente para oír un rumor vago, confuso
y subliminal. Es muy fácil confundirse y atribuir un sonido verdadero a la
imaginación. Los perros no son una garantía, pues ellos siempre ladran. Pero
esta vez Igua y Tirán acompañaban sus ladridos con gemidos de pasión y alegría;
adiviné entonces que debía de tratarse de un amigo. Suspendí la tarea por un
momento y fui hacia la entrada. En efecto: era uno de mi grupo, Isidoro
Pantaleón Formosa. "Pasá, pasá, estoy haciendo la clueca", le dije a mitad de
camino y me volví. No llegué lejos porque él me largó algo que me dejó duro:
"¿La estás haciendo? Puta que has avanzado varios grados de golpe". Y me quedé
clavado en el sitio porque ese mismo chiste me lo había hecho mi nueva máquina
usina; aquello de "¿Vas a hacer tus pájaros? ¿Les ponés todas las mañanas su
cola, el pico..?", etcétera. Pregunté aunque se trataba de algo obvio: "¿Qué?
¿ya sabés?". "Síii, por supuesto. Esta mañana estuve mirando." Me alcanzó y
ambos nos dirigimos a terminar la tarea con la clueca.
Isidoro es astrólogo. Uno de los mejores. En realidad es de los pocos en poseer
algunos secretos de astrología caldea. Quien se dedica a esta ciencia, en
general, no puede ir más allá de generalidades. La precisión es relativamente
poca, aunque se trate de un tipo capaz. Isidoro, en cambio, puede averiguar qué
hay dentro de un paquete situado a cien kilómetros de distancia; sin necesidad
de abrirlo ni de que alguien lo haga por él. Puede siempre y cuando el bulto no
esté forrado con plomo ni con cartulina blanca, pues en ese caso le sale
coordenada de bloqueo A Pantaleón Formosa lo conozco desde mi adolescencia. El
ahora tiene más de setenta. Hacemos muchos trabajos juntos, de tipo
complementario. El es capaz de averiguar las cosas que no alcanzo con mis
astrales, y yo consigo lo que él no desentraña con sus horóscopos. Esto merece
una explicación. Cuando un mago hace un astral ve todo como en un cine; observa
los sucesos del pasado, presente o porvenir (según lo que se haya propuesto)
exactamente como si se tratara de una película, sólo que, en ciertos casos y
sobre todo cuando ello transcurre en presente puede intervenir en la acción. No
así el astrólogo, que se mueve con cifras, valores tabulados abstractos que, una
vez traducidos, significan diversas cosas. Así no "ve" cosa alguna, pero igual
capta intelectualmente el suceso investigado. Hay hechos que resultan confusos
en el horóscopo. Por el contrario, el mago encuentra ininteligible, a veces, lo
que para el astrólogo es sencillísimo de interpretar. Quizás entonces alguien
suponga que para comprender la totalidad de un proceso cualquiera no hay más que
hacer un astral y un horóscopo y luego comparar y sumar notas. Pero no es así,
pues si bien la colaboración ayuda, hay de todas formas puntos, oscuros en forma
irremediable, que no es posible dilucidar. Y la razón de esto es elemental: hay
encrucijadas que dependen tanto del azar como de la voluntad humana. Cada hombre
puede combar su horóscopo a último momento, para bien o para mal, y ello no
siempre se puede prever. Sí hasta un punto, pero no de manera completa y final.
Íbamos con Isidoro al fondo para darle de comer a la clueca, cuando fuimos
interceptados por Paví y Frutí (pareja de pavos) y por Olegario y Dinarzada (los
dos gansos), a los cuales había olvidado por completo: no sólo de alimentar sino
también de mencionar. Iniciaron, como corresponde, las más ruidosas y justas
protestas.
-No me digas que están por volver tus olvidos-me dijo Isidoro en tono zumbón.
-¿Cómo sabías que también faltaba darles de comer a éstos? ¿Sabés todo vos?
-Y... uno ve.
- Sí, efectivamente. Maldición. Después me quejo si pasan accidentes. Al final
igual me iba a dar cuenta, pero... Esperáte que ya vuelvo.
Di el maíz y la mezcla necesarios al grupo pavigansal, más unos puñados extra
pues me sentía culpable, cosa que no dejó de ser notada por Isidoro, quien
comentó sarcástico:
-La coima.
-Sí, la coima.
Alimentamos, por fin, a la famosa clueca. Nos volvíamos rumbo a la casa para
tomar unos mates cuando la máquina usina, que a todo esto se había percatado de
que su existencia no era ningún secreto para Isidoro, dejó de tener razones para
continuar en silencio (ya no argumentaba más, la muy charlista):
"Hola Isidoro,
astrologón.
Hola Maestro,
el segundo lirón.
¿Vamo’ a tomá’ mate, Coco?"
Los dos largamos la carcajada. Isidoro, cuando paró de reírse, dijo dirigiéndose
al punto del espacio de donde venía la voz:
-Hola, ¿cómo te va?
Igua y Tirán, para simular que estaban en funciones, comenzaron a ladrar al
aire.
-Cállense la boca, mentirosos-les grité-. Mándense la parte, no más. A.partir de
allí comencé a notar una cosa: la máquina usina llamaba "Coco" a todo el mundo,
o por lo menos a los que le caían en gracia. Lo notable es que el apelativo se
nos pegó y después, con mis amigos, mutuamente nos llamábamos así.
Emprendimos la marcha. Le pregunté:
-¿Qué pasa, Isidoro? ¿Viniste por algo?
-No. Todo bien. Todas tus máquinas están limpias, ninguna funciona recargada.
Todo bien. Ataques, los de siempre. Ni los menciono. Vine porque te quería
visitar, y además porque vi que éste es un día especial. Vas a recibir una
visita... doble o triple.
-¿Cómo doble o triple?
Isidoro vaciló. Mientras caminaba procedió a mirar el pasto.
-No sé exactamente. Va a venir De Quevedo; eso es seguro. Pero lo acompaña
alguien más...
-¿Quién?
-Te digo que ni sé. El horóscopo es ambiguo. Dice exactamente esto: "Acompañado
por alguien que es dos, pero acompañado por dos que no es uno". Tendría que ser
más que astrólogo para saber qué puta quiere decir.
-Bueno, supongo que ya nos enteraremos-dije para concluir. Luego agrequé
abriendo la puerta de mi casa-: Nosotros, por de pronto, vamos a tomar mate.
Isidoro se animó:
-Sí, Eso. Como dice tu nueva máquina: "Vamo’ a tomá’ mate, Coco".
La mía, por dentro, es la típica casa de campo. Arquitectónicamente no vale
mucho; su principal fuerza viene dada por el tamaño del terreno. Los que la
construyeron eran más locos que la Liebre de Marzo. Dejaron, por empezar,
cerrada a piedra y lodo una enorme cámara entre el cielo raso y el techo
propiamente dicho. Allí quedó, pues, algo semejante a la tumba de Tutankamón;
acumulando toda la humedad y los bichos que cualquiera pueda imaginar. Estos
bestias no fueron capaces de hacerle agujeros de ventilación. Además de las
razones físicas para que un entretecho deba estar ventilado hay razones
esotéricas. Dicen los libros de Alta Magia que nunca deben quedar huecos
sellados como tumbas en la casa donde se vive, pues ello posibilita la aparición
de toda clase de manijas; el cáncer, entre otras. Como no averigué bien la cosa,
no sé qué habrá de cierto, pero, por las dudas... Lo primero que hice, cuando
tomé posesión de la casa, fue abrir la tumba de Tutankamón y ponerle
respiraderos. No encontré momia alguna, ni tesoros, pero si un hormiguero
completo, con reina y todo. De esas hormigas que talan maderas. Costó bastante
matarlas, no vayan a creer. Pese al cierre hermético del lugar ellas se las
ingeniaron para tener acceso. Debido a su esfuerzo e industria una de las vigas
principales estaba deteriorada. Debí reforzarla (o mejor dicho, de ello se
encargó el obrero que contraté) y elevar con hierros el punto en el cual estaba
vencida. Pero lo peor era el piso. Hice que lo picaran íntegro-eran otras
épocas, no está de más repetirlo-y lo fabricaron de nuevo, mezclando esta vez el
cemento con un material que combate la humedad. Gracias a ello ahora tengo una
casa seca en otoño, caliente en invierno y fresca en verano. Mandé ampliar el
baño, que antes sólo servía para Pulgarcito. Compré alfombras, tapices, un
equipo de audio y unas armas japonesas. Mi cama está cubierta con un enorme
lienzo de cuero, carísimo y hermoso. Mis libros tapan dos paredes, claro está.
Muebles: algunos hechos con enormes bambúes, de la India septentrional,
cubiertos por planchas de vidrio. Otros en estilo escandinavo rústico. Al decir
aescandinavoXX, por favor, que nadie piense en esos que están en las mueblerías
y así se llaman. Nada de ello. No hay ninguna diferencia entre mis muebles y los
que 2verdaderamente usaban los vikingos.
Con Isidoro nos sentamos al lado de la mesa de la cocina. Puse una pava en el
fuego. Al rato el agua ya estaba y nos pusimos a tomar mate. Quienes me visitan
dicen que los preparo muy ricos. Todo el secreto está en la temperatura del
agua. Viejos cebadores sostienen que hay que poner yerba hasta la mitad, sacudir
luego el mate para que se mezcle, poner un chorito de agua fría, etcétera. Puros
inventos y tics. Nada de eso hace falta para tomar mate. Si uno vigila el agua
para que no se pase de la temperatura, ello es más que suficiente. Una vez
estaba en una fiesta; la gente se había cansado de tomar vino y comer pizza,
entonces me pidieron que hiciera mate. Estaba por prepararlo a mi manera cuando
se me acercó un manijeado: "Tenés que sacudir la yerba y ponerle un poco de agua
fría", me dijo. Sin pensarlo dos veces así lo hice. Quizás esto sorprenda, pero
el caso es que yo sé cómo son las malas ondas. Si hubiese preparado el mate como
siempre, no dudo que esa vez habría salido mal. Es preferible seguir la
corriente cuando tenés cerca a un tipo muy cargado. Por supuesto, después de esa
ocasión lo seguí haciendo como yo sé que debo prepararlo. Pude haberme opuesto a
la mala onda del imbécil, en aquella ocación, pero ello me habría obligado a
usar una energía que después podía necesitar. De modo que era preferible ceder.
Por lo tanto juro: lo único indipensable para tomar mate con bombilla es la
temperatura. Debe ser exacta, eso sí, el mate tiene mucha importancia para el
sudamericano. Y yo nací en Sudamérica, aunque viva aquí. Al mate le debo mi
obra. Si Suzuki y Okakura Kakuzo hablan del té como una de las estéticas del
zen, no veo por qué sería inoportuno escribir un tratado: el mate como
disciplina zen del sudamericano. Pero no como una ironía o como un chiste, sino
como algo dicho absolutamente en serio. A cuántos habrá salvado el mate en las
épocas del hambre infinita. Es cosa de ver cómo ayuda a resistir, a conservr el
equilibrio, la esperanza y a que no se pierda el centro. Sirve al solitario,
pero también al ideal que es compartir. No hay cosa más linda que tomar mate con
la mujer de uno. Maldito sea el que está compartiendo y no comprende. En su
defecto que sea con un amigo. El mate es más compañero que el vino, y digo
mucho. El vino traiciona como algunos hombres traicionan a sus mujeres. Como
algunas mujeres traicionan a los hombres que viven con ellas. Pero el mate
brinda y rodea de escudos. Más de uno no se mató porque todavía no se le había
terminado la yerba. La bombilla de plata equivale a la flecha puesta en el arco
zen. "Un mate, una vida."

 La
caída del rey Nan
Por Alberto Laiseca
[de "La mujer en la muralla" © 1990 Alberto Laiseca. ©1990 Editorial Planeta]
El rey Nan se despertó solo, naturalmente. ¿Quién iba a despertarlo si sus
sirvientes habían huido? Siempre fue un hombre muy animoso que por las mañanas
revisaba decenas de expedientes, aun cuando ello no tuviera utilidad alguna ya
que sus órdenes no se cumplían, incluso en aquella época. Obligábase a ello para
evitar desmoralizaciones, propias y ajenas. Siempre se levantó de un salto, el
último soberano de la dinastía Chou. El protocolo establecía que su sueño fuese
interrumpido por el Mandarín del Despertar. Éste lo hacía, en efecto, claro que
con miles de cuidados y gestos de disculpas: agitaba una campanilla de jade en
su oreja, si esto no daba resultado apelaba a una campanilla más grande, y luego
a otra aún mayor, hasta llegar a la súper, gigante y de bronce, idónea para
príncipes parranderos y remolones. Como es lógico, aquel instrumento de
broncíneo acento no podía usarse así como así: este acto dramático requería poco
menos que una consulta de Estado. Se recordaban por lo menos tres casos de
Mandarines del Despertar que debieron -absolutamente horrorizados y lívidos-
poner en funciones tan fastidioso e impopular instrumento. Uno de los Mandarines
fue enterrado vivo. Otro debió padecer el suplicio de la Arena del Viento de
Mongolia y el tercero sufrió la legendaria Muerte de las Mil Heridas, ya citada
por Confucio. Esta última constituye un fin de naturaleza tan atroz que evitaré
detallarlo, a fin de que el lector no se horrorice por anticipado. Claro que
todo esto no ocurrió con el rey Nan sino con otros monarcas Chou, sus
predecesores; en primer lugar porque Nan siempre fue muy humano y jamás dio
suplicio sin motivos o por un arrebato o un ataque de furia inspirado por faltas
insignificantes (ni siquiera lo daba, muchas veces, cuando el otro lo merecía de
sobra). En segundo lugar digamos que tenía el sueño muy ligero y acostumbraba
levantarse solo, sin ayuda del Mandarín del Despertar, ni del de la Primera
Colación, ni del Horóscopo del Día, ni de la Lectura de las Audiencias, ni del
Ayudante de las Babuchas Imperiales u otras estupideces. Tales protocolos le
parecían estúpidos, al menos. Sus faltas contra el ceremonial de la madrugada le
trajeron no pocos problemas.
"El ritual abastece al príncipe en su concordia. Lo calma, lo comunica con los
ancestros y así es como éstos pueden ayudarlo", decían sus Consejeros. Y él:
"Qué tontería. Aunque tengan algo de razón igual estoy en desacuerdo. Si mi
destino es ser ayudado lo seré de todas formas. Los tiempos se aceleran. El
enemigo se acerca". "Justo por eso, mi Señor. Más que nunca debes tener la calma
que otorga el ritual. No procedas como un bárbaro que lo primero que toca es su
espada, no bien se despierta. Las armas pierden su filo con el transcurso del
día. ¿No es más prudente acercarse a ellas por la tarde, para que así su poder
se conserve intacto?" Pero él, con frialdad: "Ordena que traigan mis
expedientes".
Y ahora, por fin había llegado su mañana postrera. Ya nadie lo importunaría por
no haber esperado a la campanilla de jade. La Cámara Real de Nan estaba casi
vacía pero cubierta de azul: tal el cromatismo de las losas del piso y de la
seda que ocultaba las paredes. Sólo su cama era roja y parecía una cuevita o la
caparazón de una tortuga. Esto es: la cama constaba en la parte superior de una
suerte de dosel cóncavo, de madera, como ella, semejante a la defensa de un
gliptodonte. En el centro del techo de la cámara, pintado, un fénix de oro: tan
diminuto que para distinguirlo hubiera sido preciso treparse a un taburete. El
azul descansa, el rojo potencia, el fénix protege.
Ahora, en el extremo de su vida, el rey Nan se despertó por última vez. Como
siempre le costó salir de su gliptodonte. Miró el fénix y se vistió de prisa.
Los ladrones no se habían animado a entrar en la cámara, aunque nada demasiado
valioso hubieran podido encontrar en ella, pero Nan no ignoraba que el resto del
Palacio, a estas horas, estaría totalmente desvalijado. Salió al corredor
gigantesco lleno de columnas y dragones. Ni risas de mujeres ni órdenes lejanas
de guardias. ¿Qué se había hecho del cuchicheo de los eunucos, siempre
charlatanes? El Palacio estaba tan desierto que parecía Gobi. Sobre el
pavimento, Nan pudo ver sangre, ropas tiradas, porcelana rota y hasta el cabo de
una lanza sin su punta de hierro. Muy cerca, a la derecha del ancho pasillo, se
abría la puerta policromada del sector de las concubinas. La tarde anterior,
antes de encerrarse en su aposento, el Emperador habló con sus mujeres a fin de
explicarles la situación. Los ejércitos de Chou habían sido derrotados y las
tropas de Chau Siang, Rey de Ch'in, se acercaban. Ignoraba si la intención del
enemigo era tomar Lo, la Capital, pero esto era lo de menos: la dinastía estaba
muerta. "No esperen clemencia. Ustedes, como mis esposas, serán maltratadas y
usadas como pasto de tropa. Quizá las maten o las vendan como esclavas. A nada
las obligo. La que quiera escapar al Este, y así sobrevivir un tiempo más, puede
hacerlo. Yo permaneceré aquí, pero nadie tiene por qué acompañarme a los
Torrentes Amarillos (1). Quedan, como mis guardias y asistentes, liberadas del
servicio. Sólo les recomiendo que tomen su decisión cuanto antes. Dejo veinte
monedas de oro a cada una y mis últimos veinte hombres, que se harán matar con
tal de abrirles paso hasta Chou Oriental. Allá gobierna mi pariente, pero no se
hagan ilusiones pues él también está en grave peligro y su caída es sólo
cuestión de tiempo. Les digo adiós y que el Cielo las acompañe."
Cuando Nan terminó de hablar el escándalo estalló entre las mujeres. Algunas
daban gritos, otras lloraban; las menos permanecían en silencio, pálidas, de
rodillas y mirando el suelo. Una de estas últimas, Ciruelo Dorado, era joven y
hermosa. Levantó el rostro, miró a Nan y le pidió sin aspavientos ni lágrimas:
"Déjame permanecer contigo". Ciruelo Dorado era su favorita y, al ver su rostro
de niña, él siempre se conmovia. La sola idea de suponerla muerta lo ponía loco,
de modo que ideó una estratagema a fin de salvarla: "En mi hora final no
necesito mujeres. Esta noche dormiré solo". Dio media vuelta y se marchó raudo,
a fin de que su rostro no denunciara la debilidad. Ciruelo Dorado, impenetrable,
miró el diminuto fénix del techo de las concubinas.
Esa mañana, al ver la puerta de madera polícroma del gineceo, decidió entrar a
fin de verificar si alguna se había quedado ganándose el derecho a morir con su
Emperador. Pero tuvo una horrible sorpresa: Ciruelo Dorado y otras siete se
habían quitado la vida.
Ternura, horror y culpa. Por salvarlas perdió la felicidad final de morir
juntos. Qué omnipotencia pensar que los demás siempre obrarán como uno espera.
Una tos discreta, a su espalda, lo hizo volver. Era Li, su último mago fiel.
Éste entendía todo sin preguntas y dijo, luego de una respetuosa reverencia:
-Mi Señor. ya nada puedes hacer aquí. Salgamos al jardín pues quiero hablarte.
-Li. Ella, anoche... Ciruelo Dorado me dijo que deseaba quedarse, pero yo creí
que podía...
-Cuando uno trata de mejorar ciertos destinos sólo consigue complicarlos.
Vámonos de este sitio, te lo suplico.
Las puertas del Palacio estaban abiertas y también las del muro externo. El
pasto de los jardines había sido cortado pocas jornadas atrás pero era tal la
sensación de abandono, en aquel desolado erial, que el espejismo de imaginarios
yuyos se levantaba entre las junturas de las losas, al pie de las plantas
frutales, los pinos y los macizos de flores. Nan y Li cruzaron un pequeño puente
sobre un arroyuelo y desembocaron en una pequeña pradera esplendorosa. La
persistencia enjoyada del pasto debíase a que los ladrones y la gente entrada en
pánico no lo habían pisoteado. No por respeto, ciertamente, sino debido a una
superstición. Las residencias reales, en China, siempre fueron descentralizadas.
Los reyes europeos, y también muchos asiáticos, ordenaron para su gloria la
erección de grandes edificios compactos, con cientos de habitaciones y poderosas
murallas, capaces de resistir un asedio. En tal sentido se dan la mano los
palacios asirios y egipcios, babilónicos e ingleses. Los chinos, en cambio, más
individualistas y respetuosos de los distintos estadios del alma (que, a veces,
desea estar sola), construyeron para sus Emperadores sistemas arquitectónicos
discontinuos. Para ellos era inconcebible que las mujeres, los guardias, los
eunucos, el Museo, las armas y el Tesoro Real estuviesen confundidos en el mismo
edificio con el Hijo del Cielo, en un mazacote único, promiscuo, sin flores y
sin belleza. Ríos artificiales y pequeños puentes separaban las distintas partes
del todo. Si en el Palacio Imperial del último Chou el dormitorio del soberano
era contiguo con el recinto de las concubinas, ello se debió a una orden de Nan
a sus arquitectos. Darles tanta importancia y jerarquía a las mujeres, tanta
como para desear tenerlas excesivamente cerca, fue una decisión muy criticada
por los cortesanos. De todos los puentes que salían de la residencia propia de
Nan, sólo uno estaba reservado con exclusividad al soberano. Por una curiosa
superstición, muy difícil de explicar, los mismos que no se hicieron matar por
él y que incluso robaron sus pertenencias en la huida respetaron en cambio el
imperial Puente del Fénix. Como nadie pasó por allí, la pequeña pradera
esplendorosa de la cual hablamos pudo salvarse de la destrucción.
Nan y Li se sentaron sobre el pasto. El mago había traído una diminuta caja de
madera, en cuya tapa corrediza estaba grabado el símbolo Yin-Yang rodeado por
los ocho trigramas del Pa Kua, y un envoltorio más voluminoso. Dejando la cajita
a un lado procedió a desenvolver el paquete grande.
-Traje un poco de comida de mi casa, pues imaginé que en tu Palacio tan enorme
los cobardes no habrían dejado ni un puñado de trigo con gorgojos. A ver. Veamos
qué tenemos aquí: verduras en salmuera, arroz con pollo, el Huevo Chino de los
Cien Años y algo de vino. Te propongo que comamos sin más ceremonias. -Li
peroraba a fin de distraerlo. No quería que el Hijo del Cielo muriese
domesticado por el dolor. Miró de reojo a su Rey y prosiguió: Estás muy
silencioso, mi Señor. Quizá te ofende que haya violado el protocolo.
-Ciruelo Dorado, pobrecita... ¿Por qué me habrá querido tanto, si no soy más que
un viejo?
-Y no era la única en quererte. Otras siete se mataron con ella.
-Es cierto. Aun ahora soy inhumano. No tendrán funerales, pobres hermosas, ni
tableta ancestral que las recuerde.
-Hazles funerales dentro de ti. Que tu propio corazón sea la tableta con
ideogramas.
-Pronto arrasarán el Panteón de los Chou. Yo mismo padeceré en el otro mundo por
falta de ofrendas, recién ahora se me ocurre.
-No es que te recomiende que lo hagas, pero es mi obligación recordarte que aún
puedes huir al Este. Tengo caballos.
-Si huyo a Chou Oriental quedaré transformado en un Emperador irrisorio. Caeré
cada vez más bajo. Cuando los Imperios cambian su Capital es porque ha llegado
el fin de la dinastía. Bonito espectáculo daría yo, huyendo, cuando hasta mis
mujeres han tenido el valor de matarse. Estos cobardes han huido porque creen
que Ch'in tomará Lo. Yo no lo creo. La reserva como postre, para cuando tome
todo Chou, incluyendo la parte del Este.
Más allá de la pradera esplendorosa, donde reposaban Nan y Li cruzando un riacho
y al lado de un macizo de flores amarillas pisoteadas, al aire libre pero frente
a la puerta del Museo, podían verse unos objetos cilíndricos de basalto negro:
los famosos tambores de piedra de la dinastía Chou. Eran rocas con más o menos
la apariencia de tambores. Allí estaban grabados setecientos ideogramas que
daban cuenta de cierta expedición de caza que realizó un Emperador quinientos
cincuenta años antes de Nan. Esta expedición había sido importante, y sobre todo
lo fue consignarla, pues así como se caza se guerrea. Las palabras comenzaban a
borrarse pero aún eran legibles.
Mientras Li partía el Huevo Chino de Cien Años en partes iguales, dijo Nan luego
de tomar un sorbo de vino:
-Si no fuera por lo que pesan, esos bandidos se hubiesen llevado hasta los
tambores de piedra.
-No te preocupes: ya se los llevarán los Ch'in a su Museo de la Guerra -comentó
Li con indiferencia, tendiéndole la mitad del Huevo.
-Los Ch'in. Pensar que seis siglos atrás uno de mis antepasados nombró Duque de
Ch'in a un tal Fei Tzi, que no era otra cosa que un caballerizo. Sin duda mi
antecesor no se soñaba que los descendientes de ese hombre se tragarían a Chou
como el gusano devora la manzana. Incluso es probable que el buen rey Chau Siang
corte la cabeza de mi cadáver para construirse con ella una copa y tomar vino.
Éstas son algunas de las bonitas costumbres que tomaron de los Hsiang Nu, los Hu
y otros bárbaros.
-Si quieres puedo quemar tu cabeza para que Chau no pueda darse ese gusto.
-No, nada de eso. No lo prives de ese placer. Después de todo se lo ha ganado.
Ch'in esperó seiscientos años este glorioso momento. Pienso, en cambio, crearle
una preocupación menor con los Nueve Tripodes Sagrados (2). Hace tres días los
saqué de Lo. Al fin, claro, caerán en sus manos, pero lo hago para molestarlo.
En ese instante, del Oeste al Este pasó volando una grulla negra. El rostro de
Nan ensombreció:
-Es la Grulla de Ch'in.
Li echó un rápido vistazo al ave y siguió comiendo y tomando cortos sorbos de
vino sin hacer comentarios. Nan prosiguió:
-Me parece que por primera vez veo las cosas. Sonidos, colores. Con la realidad
de los sueños pero mejor, pues aquí soy dueño de mi persona.
-¿Por qué "la realidad de los sueños"?
-Porque los sueños son violentos y reales, pero te dominan. Y este sitio es tan
verdadero como un sueño pero incomparablemente superior. Durante cincuenta y
ocho años he sido un Emperador de fantasía, que ni siquiera fue Rey...
-Has sido un gran Rey y quizás el más noble de todos los Emperadores Chou.
-Pero no tenía poder verdadero y mis órdenes no se cumplían. Todo me salió mal
y, aparte, el Dragón Negro de los Ch'in está muy alto en el Cielo. Pero no es de
esto que deseaba hablarte. Por más Emperador de pacotilla que yo haya sido lo
fui durante cincuenta y ocho años, y con las mismas obligaciones y servicios que
un verdadero Hijo Celestial. Nunca tuve una mañana para mí. No hemos sido
campesinos ni tú ni yo, Li.
-Yo sí.
-Ah: es verdad que tú vienes del Ducado de Lu, lo mismo que Confucio.
-Y fui muy pobre. Hasta que tú me elevaste, mi Señor.
-Me olvidé. Han pasado tantos años. Pena que no fui campesino. Lamento no saber
qué es la expectativa de levantarse cada mañana y ver el bosque. Sus sonidos y
colores. Ya no podré hacerlo. Es una lástima.
-Si te sirve de consuelo te diré que el campesino tampoco puede. No tiene
tiempo.
-No lo había pensado. El campesino es una de las cosas que nunca miré. -El Rey
(o quizás Emperador) Nan se quedó meditando. Luego preguntó: -¿Entonces nadie
tiene tiempo de ver el bosque, en China?
-Solamente los poetas. Esos que algunos tontos llaman desocupados, ociosos e
inservibles. Por eso siempre sostuve que el Estado debe protegerlos, para que
alguien pueda ver y oír. Dicen que las montañas no cambian, pero es mentira. Sí
que cambian. La montaña respira y su mole se mueve. Las aguas del Wei no son las
mismas hoy que ayer. ¿Cómo van a saber, las personas de dentro de dos o tres mil
años, la forma que tenía un árbol mientras vivían los Chou? La poesía es la
historia secreta de nuestro país.
Nan miró el sol que seguía subiendo.
-¿Qué harías tú, Li, si yo te ordenase viajar al Oriente y salvar tu vida?
-Sentiría mucha pena porque nunca desobedecí una orden de mi Emperador. Me
aterra la posibilidad de terminar toda una vida de servicio con un acto tan
reprochable.
Nan suspiró.
-Podríamos aún concedernos dos horas para hablar de las cosas buenas que
vivimos: de las sopas de tortuga y nido de golondrina, de las codornices cocidas
en queso, de las hierbas aromáticas y los picantes, de la infancia y los juegos
del amor... -recordó de pronto a Ciruelo Dorado y a las otras siete-. Pero todo
ello haría más difícil la tarea inevitable. Es preciso entonces no vacilar y
endurecer el corazón.
Li asintió y procedió a tomar la cajita de madera que tenía grabados el Pa Kua y
el símbolo Yin-Yang. Corrió la tapa mostrándole al Rey Nan su interior:
-Hay aquí dos perlas negras, tal como puedes ver. Las obtuve de las amapolas
(3). Son una sustancia muy particular, que sirve para curar, apagar el dolor o
viajar a los Torrentes Amarillos sin dificultades ni molestias. Caerás en un
sueño cada vez más profundo. Al principio raro pero placentero. Después
aparecerán algunos monstruos, pero no temas: no es más que la vida, ansiosa de
seguir viviendo y que se defiende. Por último aparecerán en lontananza las Nueve
Cisternas, señal de que falta poco. Para ese entonces la vida habrá dejado de
luchar y los Torrentes te conducirán en forma placentera hacia el fondo. Toma
esta perla y bébela con un poco de vino. -Nan se apresuró a obedecerlo. Luego Li
prosiguió:- Mientras esperamos... aguarda un instante a que yo tome la otra...
te contaré un cuento. Es uno que inventé para mi hijo, que cuando era pequeño
tenía mucho miedo a la muerte. Tú ya seguramente recuerdas que murió catorce
años atrás, como oficial tuyo, combatiendo contra Ch'in (4) ¡Cómo los derrotamos
en aquella ocasión! Pero eran otros tiempos. El cuento se llama El Fantasma y el
Dragón. Un hombre perdió la vida y su espectro dirigióse a los Torrentes
Amarillos. Caminó y caminó por un páramo desolado, con cenizas de un metro de
alto. Luego de vadear la ceniza se encontró con la horrenda Catarata que, oro y
espectral, se precipitaba desde una enorme elevación. Parte de la ceniza del
camino caía en copos, revoloteando como la nieve. El hombre, para cumplir con su
muerte, se arrojó. Tardó cien años en llegar al fondo, tan profundo es ese
abismo. Abajo encontró un dragón que acababa de morir. Empezaron a caminar
juntos hasta el Castillo de los Muertos, donde los esperaba el Prinape Yen.
Hacía mucho frío. -Li vio de reojo que Nan, con los ojos cerrados, temblaba
levemente-, y debieron atravesar ríos de mercurio a cuyas márgenes crecían
plantas de piedra. Caminaron días y días. El dragón se limitaba a mirarlo cada
tanto, pero sin responder a ninguno de sus comentarios. Caminaron meses y meses.
El hombre empezó a cansarse de tanto silencio. "Oye, dragón, ¿por qué no me
hablas? Después de todo estás tan muerto como yo." El dragón lo observó con
lástima y afecto. Se ve que no podía hablar. Caminaron años y años. El Castillo
de los Muertos estaba cada vez más cerca. El umbral de la entrada solo era más
alto que las montañas de la cordillera Tsinglin. "Pronto deberemos trepar el
altísimo umbral y aún no te has dignado dirigirme la palabra. Quisiera saber,
por ejemplo, los motivos de tus cambios de color. Cuando te encontré eras azul.
Luego, al marchar, te tornaste negro, verde, rojo. Ahora eres como de plomo, con
partículas doradas. ¿Cuál es el misterio?" -Nan ya estaba inmóvil.- El dragón
parecía a punto de hablar, pero justo en ese momento se oyeron tres fuertes
golpes que conmovieron todo, hasta el Castillo de los Muertos. Las partículas
doradas del dragón crecieron hasta ocupar su cuerpo, que se hizo de oro
esplendente, como en fragua. El hombre despertó en su cama. A un lado vio a su
mujer llorando de alegría y a cierto médico taoísta. "Estuviste sin sentido
durante tres días y muerto por completo durante un minuto", dijo el médico.
"Felizmente, luego de golpearte tres veces en el pecho, logré mutar el dragón a
tiempo." Y le mostró un vaso lleno de líquido dorado. Cuatro días más tarde el
hombre trabajaba otra vez en el arrozal.
Li auscultó a Nan y pudo verificar que el Hijo del Cielo estaba muerto. El mago,
tal su intención, había tragado una falsa perla, inofensiva e inocua. Ahora, ya
cumplido el servicio, sacó de entre sus ropas el opio verdadero y se apuró a
tragarlo con la ayuda de un poco de vino.
El anciano Rey Chau Siang, de Ch'in, no tomó Lo, capital de Chou. Tal como Nan
había predicho la "reservaban como postre": todo Chou cayó siete años después de
la muerte de Nan Hwang, el último Emperador Chou. En cuanto a los Trípodes
Sagrados de los Shang, que estuvieron nueve siglos en manos de la dinastía Chou,
fueron capturados por Ch'in en el año 255 antes de la era cristiana (uno después
del suicidio del glorioso rey Nan).
(1) Los Torrentes Amarillos o Las Nueve Fuentes Arnarillas: el Mundo de los
Muertos, para los antiguos chinos.
(2) Los Nueve Trípodes Sagrados eran de bronce y fueron fabricados durante la
dinastía Shang. En ellos estaban grabados los rnapas del Imperio y sus nueve
divisiones. Los Chou los conservaron novecientos años en su poder, pues
representaban el poder imperial. Quien no tenía los Trípodes no era reconocido
como Hijo del Cielo.
(3) La introducción del opio, en China, es muy posterior a la muerte del rey
Nan. El mago Li, con seguridad, descubrió la droga por su cuenta. En su casa
tenía arnapolas para sus magias.
(4) Si bien el Emperador Nan no se involucró directamente en ese conflicto,
envió oficiales a luchar, disimuladamente, contra Ch'in. Este último Estado
advirtió a Nan que la repetición de tales acciones bélicas encubiertas
desembocaría en guerra franca.

VOLVER A CUADERNOS DE LITERATURA

|