EL PENSAMIENTO DE ROBERT KURZ

NOTAS EN ESTA SECCION
Cañones y capitalismo. La revolución militar como orígen de la modernidad  |  La expropiación del tiempo
El desarrollo insostenible de la naturaleza  |  La privatización del mundo  |  Prefacio a la edición portuguesa del Manifiesto contra el trabajo

ENLACES RELACIONADOS
Grupo Krisis-Manifiesto contra el trabajo (español)  |  Robert kurz, textos y entrevistas (portugués)  |  EXIT (alemán)  |  EXIT (portugués) 

Nacido en 1943, Robert Kurz estudió filosofía, historia y pedagogía. Vive en Nurenberg como publicista autónomo, escritor y periodista.

Es cofundador y editor de la revista teórica "EXIT-Kritik und Krise da Warengesellschaft" ("EXIT-Crítica y crisis de la sociedad de la mercancía").

El área de sus obras incluye teoría de la crisis y la modernización, análisis crítico del sistema del mundo capitalista, la crítica del iluminismo y la relación entre cultura y economía.

Difunde sus ensayos con regularidad en periódicos y revistas de Alemania, Austria, Suiza y Brasil.

Su libro El Calapso de la modernización (1991), también editado en Brasil como
O Retorno de Potemkine (1994) y El último combate (1998) provocaron una fenomenal discusión, no solo en Alemania.

Recientemente publicó a Schwarzbuch Kapitalismus (El Libro Negro del capitalismo) en 1999, Weltordnungskrieg (La guerra del ordenamiento de mundo),
Die Antideutsche Ideologie (La ideologia antialemana) en 2003, y Blutige Vernunft (la razón sangrienta) en 2004.

Cañones y capitalismo - La revolución militar como origen de la modernidad

Existen numerosas versiones del nacimiento de la era moderna. Ni siquiera en cuanto a la fecha los historiadores se ponen de acuerdo. Unos dicen que la modernidad dio comienzo en los siglos XV y XVI, con el llamado Renacimiento (un concepto que sólo fue inventado en el siglo XIX por Jules Michelet, como ha demostrado el historiador francés Lucien Febvre). Otros ven la verdadera ruptura, el despegue de la modernidad, en el siglo XVIII, cuando la filosofía del iluminismo, la Revolución Francesa y los comienzos de la industrialización sacudieron el mundo. Pero cualquiera que sea la fecha preferida por los historiadores y los filósofos modernos para el nacimiento de su propio mundo, en una cosa concuerdan: casi siempre las conquistas positivas son tomadas como los impulsos originales.

Se consideran como razones prominentes para el ascenso de la modernidad tanto las innovaciones artísticas y científicas del Renacimiento italiano como los grandes viajes de descubrimiento desde Colón, la idea protestante y calvinista de la autoresponsabilidad del individuo, la liberación ilustrada de la superstición irracional y el surgimiento de la democracia moderna en Francia y Estados Unidos. En el ámbito técnico-industrial, también se recuerda la invención de la máquina de vapor y del telar mecánico como «pistoletazo de salida» del desarrollo social moderno.

Esta última explicación fue subrayada sobre todo por el marxismo, por el hecho de que está en armonía con la doctrina filosófica del «materialismo histórico». El verdadero motor de la historia, afirma esta doctrina, es el desarrollo de las «fuerzas productivas» materiales, que una y otra vez entran en conflicto con las «relaciones de producción» que se han vuelto demasiado estrechas y obligan a una nueva forma de sociedad. Por eso, para el marxismo el punto decisivo de la transformación es la industrialización: sólo la máquina de vapor, así dice la fórmula simplificada, habría sacudido las «las cadenas de las antiguas relaciones feudales de producción».

Aquí salta a la vista una contradicción clamorosa en el argumento marxista. Pues en el famoso capítulo sobre la «acumulación primitiva del capital», Marx se ocupa en su obra principal de períodos que se remontan a siglos antes de la máquina de vapor. ¿No será esto una autorrefutación del «materialismo histórico»? Si la «acumulación primitiva» y la máquina de vapor se hallan tan alejadas desde el punto de vista histórico, las fuerzas productivas de la industria no pueden haber sido la causa decisiva del nacimiento del capitalismo moderno. Es verdad que el modo de producción capitalista sólo se impuso en definitiva con la industrialización del siglo XIX, pero, si buscamos las raíces del desarrollo, tenemos que cavar más hondo.

También es lógico que el primer germen de la modernidad, o el «big bang» de su dinámica, tuviese que surgir de un medio en buena parte aún premoderno, pues de otro modo no podría ser un «origen» en el sentido estricto de la palabra. Así, la «primera causa» muy precoz y la «consolidación plena» muy tardía no representan una contradicción. Si bien es verdad que para muchas regiones del mundo y para muchos grupos sociales el inicio de la modernización se prolonga hasta el presente, es igualmente cierto que el primer impulso tiene que haber ocurrido en un pasado remoto, si consideramos la enorme extensión temporal (desde la perspectiva de la vida de una generación o incluso de una persona aislada) de los procesos sociales.

¿Qué fue finalmente, en un pasado relativamente lejano, lo nuevo que en lo sucesivo engendró de manera inevitable la historia de la modernización? Se puede conceder absolutamente al materialismo histórico que la mayor y principal relevancia no corresponde a un simple cambio de ideas y mentalidades, sino al desarrollo en cuanto a los hechos materiales concretos. No fue, sin embargo, la fuerza productiva, sino por el contrario una contundente fuerza destructiva la que abrió el camino a la modernización, a saber, la invención de las armas de fuego. Aunque esta correlación hace mucho tiempo que es conocida, las más celebres y consecuentes teorías de la modernización (incluido el marxismo) siempre le dieron poca importancia.

Fue el historiador alemán de economía Werner Sombart quien, significativamente poco antes de la Primera Guerra Mundial, en su estudio «Guerra y Capitalismo» (1913) abordó minuciosamente esta cuestión; eso sí, sólo para luego entregarse a la exaltación de la guerra, como tantos intelectuales alemanes de la época. Sólo en los últimos años los orígenes técnico-armamentistas y bélico-económicos del capitalismo han vuelto a estar en el orden del día, como por ejemplo en el libro «Cañones y peste» (1989), del economista alemán Karl Georg Zinn, o en el trabajo «La Revolución militar» (1990), del historiador estadounidense Geoffrey Parker. Pero tampoco estas investigaciones encontraron la repercusión que merecían. Obviamente el mundo occidental moderno y sus ideólogos sólo a regañadientes aceptan la visión de que el fundamento histórico último de sus sagrados conceptos de «libertad» y «progreso» debe ser encontrado en la invención de los más diabólicos instrumentos mortales de la historia humana. Y esta relación también vale para la democracia moderna, pues la «revolución militar» sigue siendo hasta hoy un motivo secreto de la modernización. La propia bomba atómica fue una invención democrática de Occidente.

La innovación de las armas de fuego destruyó las formas de dominación precapitalistas, ya que volvió militarmente ridícula la caballería feudal. Ya antes del invento de las armas de fuego se presentía la consecuencia social de las armas de alcance, pues el Segundo Concilio de Letrán prohibió en el año 1139 el uso de las ballestas contra los cristianos. No en vano la ballesta importada de culturas no-europeas a Europa hacia el año 1000 era considerada como el arma específica de los salteadores, los fuera de la ley y los rebeldes, incluyendo a figuras legendarias como Robin Hood. Cuando surgieron las armas de cañón, armas de distancia mucho más eficaces, quedó sellado el destino de los ejércitos a caballo y envueltos en armaduras.

Pero el arma de fuego ya no estaba en manos de una oposición «de abajo» que hacía frente al dominio feudal, sino que llevaba más bien a una revolución «de arriba» desencadenada por príncipes y reyes. Pues la producción y movilización de los nuevos sistemas de armas no eran posibles en el plano de estructuras locales y descentralizadas que hasta entonces habían marcado la reproducción social, sino que requerían en diversos planos una organización completamente nueva de la sociedad. Las armas de fuego, sobre todo los grandes cañones, ya no podían ser producidas en pequeños talleres, como las premodernas armas de punta y filo. Por eso se desarrolló una industria de armamentos específica, que producía cañones y mosquetes en grandes fábricas. Al mismo tiempo surgió una nueva arquitectura militar de defensa en forma de fortalezas gigantescas que debían resistir los cañonazos. Se llegó a una disputa innovadora entre armas ofensivas y defensivas y a una carrera armamentista entre los estados que persiste hasta hoy.

Por obra de las armas de fuego la estructura de los ejércitos se modificó profundamente. Los beligerantes ya no podían equiparse por sí mismos y tenían que ser abastecidos de armas por un poder social centralizado. Por eso la organización militar de la sociedad se separó de la civil. En lugar de los ciudadanos movilizados en cada caso para las campañas o de los señores locales con sus familias armadas, surgieron los «ejércitos permanentes»: nacieron las «fuerzas armadas» como grupo social específico, y el ejército se convirtió en un cuerpo extraño dentro de la sociedad. El status de los oficiales pasó de ser un deber personal de los ciudadanos ricos a una «profesión» moderna. A la par de esta nueva organización militar y de las nuevas técnicas bélicas, también el contingente de los ejércitos creció vertiginosamente: «Entre 1500 y 1700, las tropas armadas se decuplicaron» (Geoffrey Parker).

Industria armamentista, carrera armamentista y mantenimiento de los ejércitos permanentemente organizados, separados de la sociedad civil y al mismo tiempo con un fuerte crecimiento, llevaron necesariamente a una subversión radical de la economía. El gran complejo militar desvinculado de la sociedad exigía una « permanente economía de guerra ». Esta nueva economía de la muerte se tendió como una mortaja sobre las estructuras agrarias antiguas. Como el armamento y el ejército ya no podían apoyarse en la reproducción agraria local, sino que tenían que ser abastecidos de manera compleja y extensa y dentro de relaciones anónimas, pasaron a depender de la mediación del dinero. La producción de mercancías y la economía monetaria como elementos básicos del capitalismo recibieron un impulso decisivo en el inicio de la Edad Moderna por medio del desencadenamiento de la economía militar y armamentista.

Este desarrollo originó y favoreció la subjetividad capitalista y su mentalidad del «hacer-más» abstracto. La permanente carencia financiera de la economía de guerra condujo, en la sociedad civil, al aumento de los capitalistas monetarios y comerciales, de los grandes ahorradores y de los financiadores de guerra. Pero también la nueva organización de los propios ejércitos creó la mentalidad capitalista. Los antiguos beligerantes agrarios se transformaron en «soldados», o sea, en personas que reciben el «soldo». Ellos fueron los primeros «trabajadores asalariados» modernos que tenían que reproducir su vida exclusivamente por la renta monetaria y por el consumo de mercancías. Y por eso ya no lucharon más por metas idealizadas, sino solamente por dinero. Les era indiferente a quién mataban, a condición de recibir el soldo convenido; de este modo se convirtieron en los primeros representantes del «trabajo abstracto» (Marx) dentro del moderno sistema productor de mercancías.

A los jefes y comandantes de los «soldados» les interesaba hacer botín por medio de saqueos y convertirlo en dinero. Por tanto, la renta de los botines tenía que ser mayor que los costos de la guerra. He aquí el origen de la racionalidad empresarial moderna. La mayoría de los generales y comandantes del ejército de los comienzos de la Edad Moderna invertían con ganancia el producto de sus botines y se convertían en socios del capital monetario y comercial. No fueron por tanto el pacífico vendedor, el diligente ahorrista y el productor lleno de ideas los que marcaron el inicio del capitalismo, sino todo lo contrario: del mismo modo que los «soldados», como sangrientos artesanos del arma de fuego, fueron los prototipos del asalariado moderno, así también los comandantes de ejército y condottieri «multiplicadores de dinero» fueron los prototipos del empresariado moderno y de su «disposición al riesgo».

Como libres empresarios de la muerte, los «condottieri» dependían, no obstante, de las grandes guerras de los poderes estatales centralizados y de su capacidad de financiación. La versátil relación moderna entre mercado y Estado tiene aquí su origen. Para poder financiar las industrias de armamento y los baluartes, los gigantescos ejércitos y la guerra, los Estados tenían que exprimir al máximo sus poblaciones, y esto, en correspondencia con la materia, de una manera igualmente nueva: en lugar de los antiguos impuestos en especie, la tributación monetaria. Las personas fueron así obligadas a «ganar dinero» para poder pagar sus impuestos al Estado. De este modo, la economía de guerra forzó no sólo de forma directa, sino también indirecta, el sistema de la economía de mercado. Entre los siglos XVI y XVIII, la tributación del pueblo en los países europeos creció hasta un 2.000%.

Naturalmente las personas no se dejaron integrar de manera voluntaria en la nueva economía monetaria y armamentista. Sólo se las pudo obligar por medio de una sangrienta opresión. La permanente economía de guerra de las armas de fuego dio lugar durante siglos a la permanente insurrección popular y de esta manera a la guerra permanente interna. A fin de poder arrancar los monstruosos tributos, los poderes centralizados estatales tuvieron que construir un aparato igual de monstruoso de policía y administración. Todos los aparatos estatales modernos proceden de esta historia del comienzo de la Edad Moderna. La autoadministración local fue sustituida por la administración centralizada y jerárquica, a cargo de una burocracia cuyo núcleo formaron la tributación y la opresión interna.

Hasta las conquistas positivas de la modernización siempre llevaron consigo el estigma de esos orígenes. La industrialización del siglo XIX, tanto en el aspecto tecnológico como en el histórico de las organizaciones y de las mentalidades, fue heredera de las armas de fuego, de la producción de armamentos de los inicios de la modernidad y del proceso social que la siguió. En este sentido, no es de asombrar que el vertiginoso desarrollo capitalista de las fuerzas productivas desde la Primera Revolución Industrial sólo pudiese ocurrir de forma destructiva, a pesar de las innovaciones técnicas aparentemente inocentes. La moderna democracia de Occidente es incapaz de ocultar el hecho de que es heredera da la dictadura armamentista y militar del inicio de la modernidad –y ello no sólo en el ámbito tecnológico, sino también en su estructura social. Bajo la delgada superficie de los rituales de votación y de los discursos políticos, encontramos el monstruo de un aparato que constantemente administra y disciplina al ciudadano aparentemente libre en nombre de la economía monetaria total y de la economía de guerra a ella vinculada hasta hoy. En ninguna sociedad de la historia ha habido un porcentaje tan alto de funcionarios públicos y de administradores de personas, ni tampoco de soldados y policías; ninguna ha despilfarrado una parte tan grande de sus recursos en armamento y ejércitos.

Las dictaduras burocráticas de la «modernización rezagada» (o tardía) en el este y en el sur, con sus aparatos centralizados no fueron las antípodas, sino los actores reincidentes de la economía de guerra de la historia occidental, sin, aún así, poder alcanzarla. Las sociedades más burocratizadas y militarizadas siguen siendo, desde el punto de vista estructural, las democracias occidentales. También el neoliberalismo es un hijo tardío de los cañones, como demostraron el gigantesco programa armamentista de la «Reaganomics» y la historia de los años 90. La economía de la muerte permanecerá como el inquietante legado de la sociedad moderna fundada en la economía de mercado hasta que el capitalismo matón se destruya a sí mismo.

Se publicó originalmente en "Caderno Mais!", Folha de São Paulo, el 30 de marzo de 1997. Traducción alemán-portugués: José Marcos Macedo [en http://planeta.clix.pt/obeco/rkurz2.htm]


PUBLICIDAD

La expropiación del tiempo

Después de la ruina de la utopía del trabajo, también ha fracasado la utopía del tiempo libre en esta sociedad que transformó el ocio en consumo acelerado de mercancías.

Los últimos años contemplaron el horrible nacimiento de una literatura sobre la categoría del tiempo. Programas de radio y piezas teatrales, seminarios académicos y hasta talk shows se sirven del tema; el tiempo se convirtió, en cierto modo, en una estrella de los medios. No es sólo la teoría científica de un Stephen Hawking, físico «pop star», lo que despierta interés, sino sobre todo el componente cultural y social del concepto de tiempo, cuya dinámica hace explícito un profundo malestar de la modernidad al tratar con nociones temporales. Este problema, aunque no sea nuevo, alcanzó al final del siglo XX una nueva dimensión. Tiempo, como se sabe, es dinero; por ello el tiempo cumplió siempre un papel decisivo en el capitalismo. Pero hoy la explotación de los recursos temporales parece haber llegado a su límite histórico, y es imposible evitar que el problema del tiempo, ahora acuciante, se insinúe en la conciencia social.

La reflexión filosófica decisiva sobre el concepto moderno de tiempo, válida hasta hoy, se encuentra en Immanuel Kant (1724-1804). Kant descubrió que el espacio y el tiempo no son conceptos que se refieran al contenido del pensamiento humano, sino que constituyen las formas a priori de nuestra capacidad de percibir y pensar. Podemos conocer únicamente el mundo bajo las formas de tiempo y espacio que están inscritas en nuestra razón, anteriores a todo conocimiento. Pero Kant define esas formas de tiempo y espacio de un modo absolutamente abstracto y ahistórico, válido igualmente para todas las épocas, culturas y formas sociales. Tiempo, para él, es «la temporalidad pura y simple», sin ninguna dimensión específica, ya que espacio y tiempo son «formas puras de la intuición». En la visión kantiana, por tanto, el tiempo es un flujo temporal abstracto, sin contenido y siempre uniforme, cuyas unidades son todas idénticas: «Tiempos diferentes son sólo partes del mismo tiempo».

Ciclos cósmicos

La investigación histórica y cultural ha descubierto desde hace mucho que esa definición de la experiencia y de la percepción del tiempo no es sostenible. Se reconoció, antes que nada, que las culturas agrarias premodernas no pensaban en un tiempo lineal uniforme, sino en un tiempo cíclico en ritmos temporales de constante repetición, regulados según los ciclos cósmicos y de las estaciones.

Si el tiempo es una forma inscrita a priori en la capacidad cognoscitiva humana, no es menos cierto que a esa forma subyace un cambio histórico y cultural. Las investigaciones más recientes sobre las diferentes culturas del tiempo han confirmado este descubrimiento. En todas estas culturas, no afectadas por la modernidad capitalista, el tiempo no sólo «transcurre» de modo distinto; aparte, existen formas completamente diferentes de tiempo que transcurren paralelamente y cuya aplicación varía de acuerdo con el objeto o con la esfera de la vida a la que se refiere la percepción temporal: «Cada cosa tiene su propio tiempo».

La revolución capitalista consistió esencialmente en desvincular la llamada economía de todo contexto cultural, de toda necesidad humana. Al transformar la abstracción social del dinero, antes un medio marginal, en un fin en sí mismo de carácter tautológico, la economía autónoma invirtió también la relación entre lo abstracto y lo concreto: la abstracción deja de ser la expresión de un mundo concreto y sensible, y todos los nexos concretos y todos los objetos sensibles cuentan tan sólo como expresión de una abstracción social que domina la sociedad bajo la figura reificada del dinero. La sujeción de las actividades culturales, hasta entonces concretas, a la abstracción del dinero fue lo que posibilitó convertir la producción en «trabajo» general abstracto, cuya medida es el tiempo. Sin embargo, ese tiempo ya no es el tiempo concreto, cualitativamente diverso según sus relaciones, sino el flujo temporal abstracto de la acumulación capitalista, como Kant ya presupusiera ciegamente.

Esta dictadura del tiempo abstracto, llevada a cabo por el mecanismo de la competencia anónima, creó para sí el correspondiente espacio abstracto, el espacio funcional del capital, separado del resto de la vida. Surgió así un tiempo-espacio capitalista, sin alma ni rostro cultural, que comenzó a corroer el cuerpo de la sociedad.

El «trabajo», forma de actividad abstracta y encerrrada en ese tiempo-espacio específico, tuvo que ser depurado de todos los elementos disfuncionales de la vida, a fin de no perturbar el flujo temporal lineal: trabajo y morada, trabajo y vida personal, trabajo y cultura, etc., se disociaron sistemáticamente. Sólo así fue posible que naciera la separación moderna entre horario de trabajo y tiempo libre.

Aunque ya no nos demos cuenta de ello, lo que se dice implícitamente es que el tiempo de trabajo es tiempo sin libertad, un tiempo impuesto al individuo (en el origen hasta por la violencia) en provecho de un fin tautológico que le es extraño, determinado por la dictadura de las unidades temporales abstractas y uniformes de la producción capitalista.

Tiempo muerto y vacío

A pesar de consumir la mayor parte del tiempo diario, la abrumadora mayoría de los que trabajan no sienten el tiempo de trabajo como tiempo de vida propio, sino como tiempo muerto y vacío, arrebatado a la vida como en una pesadilla. Desde el punto de vista del espacio y del tiempo capitalista, inversamente, el tiempo libre de los trabajadores es tiempo vacío y de ninguna utilidad.

Como este fin tautológico, que escapa a todo control, tiene como principio eliminar cualquier límite que lo contenga, existe en el capitalismo una fuerte tendencia objetiva a minimizar el tiempo libre o por lo menos a racionarlo austeramente. De ahí la paradoja de que las personas en el mundo moderno tengan que sacrificar mucho más tiempo libre a la producción que en las sociedades agrarias premodernas, a despecho del gigantesco desarrollo de las fuerzas productivas.

Este absurdo se revela tanto en el aspecto cuantitativo como en el cualitativo. En la Antigüedad y en la Edad Media, a pesar del nivel técnico inferior, el tiempo de producción diaria, semanal o anual era mucho menor que en el capitalismo. Como la religión tenía primacía sobre la economía, el tiempo de las fiestas y de los rituales religiosos era más importante que el tiempo de la producción; había innumerables días festivos, que en gran parte fueron abolidos en el camino de la modernización. Además, las sociedades agrarias de la vieja Europa se caracterizaban por enormes disparidades estacionales en el volumen de actividades. Las épocas más calurosas del año absorbían las tareas, dejando a la población campesina un invierno relativamente calmo, utilizado muchas veces para la celebración de las festividades privadas de las que nos dan noticia algunas canciones populares.

La población artesana de las ciudades estaba menos estructurada por las diferencias estacionales, pero en compensación sus días de trabajo en los talleres eran reducidos. Documentos británicos del siglo XVIII dan cuenta de que los artesanos libres trabajaban sólo tres o cuatro días por semana, según la voluntad y la necesidad. Era costumbre extender el fin de semana al lunes. La historia de la disciplina capitalista es también la historia de la lucha encarnizada contra ese «lunes libre», que sólo de a poco fue eliminado con penas draconianas y que aún se puede encontrar en algunas regiones en pleno siglo XX (hay peluqueros que lo mantienen hasta el día de hoy).

Todavía más evidente es la diferencia cualitativa entre tiempo de producción capitalista y premoderno. El nivel poco elevado de las fuerzas productivas del sector agrario redundó en muchos constreñimientos (por ejemplo, tradiciones limitadas y lazos de consanguinidad) y algunas veces en problemas de abastecimiento (por ejemplo, cosechas arruinadas). Pero el objetivo de la producción, incluso con medios modestos, no era un fin tautológico abstracto como hoy, sino el placer y el ocio. Este concepto antiguo y medieval del ocio no debe ser confundido con el concepto moderno de tiempo libre. Ello porque el ocio no era una parcela de la vida separada del proceso de actividad remunerada, sino que más bien estaba presente, por así decir, en los poros y en los intersticios de la propia actividad productiva. Mientras la abstracción del tiempo-espacio capitalista no había escindido aún el tiempo de la vida humana, el ritmo de esfuerzo y descanso, de producción y ocio transcurría en el interior de un proceso vital amplio y abarcador.

En un sistema de identidad entre producción, vida personal y cultura, aquello que hoy tal vez nos parezca formalmente una jornada de trabajo de 12 horas no significaba 12 horas de actividad tensa, bajo el control de un poder económico objetivado. Ese tiempo de producción estaba atravesado por momentos de ocio; había, por ejemplo, largas pausas, sobre todo para el almuerzo, que se extendían a horas de comida comunitaria, una costumbre que se preservó durante más tiempo en los países mediterráneos que en el norte,hasta ser obligada a ceder espacio al ritmo del flujo de trabajo abstracto de la industrialización capitalista.

La actividad productiva precapitalista, aparte de estar impregnada por el ocio, también se caracterizaba por estar menos concentrada, es decir que era más lenta y menos intensiva que hoy. En una actividad autodeterminada, sin la presión de la competencia, este ritmo moderado del acto productivo revela claramente la manera «natural» del comportamiento humano.

Hoy ya no conocemos ese modo de actuar; bajo la imposición silenciosa de la competencia de mercados anónimos, la jornada de trabajo moderna, degradada funcionalmente, se volvió cada vez más condensada; primero por la cadencia mecánica y, después, por el modo perfeccionado de consumir la energía vital con el auxilio de la llamada racionalización. Desde que el ingeniero norteamericano Frederick Taylor (1856-1915) desarrolló a comienzos del siglo XX la «ciencia del trabajo», empleada por primera vez a gran escala en las fábricas de automóviles de Henry Ford (1863-1947), los métodos de esta «racionalización del tiempo» no dejaron ya de ser refinados y se inculcaron profundamente en el cuerpo social.

Un joven neurótico

El carácter absurdo de esta concentración monstruosa del tiempo-espacio capitalista ya no es consciente para nosotros. Taylor era un neurótico que, cuando joven, contaba compulsivamente sus pasos. En Alemania, la concentración del tiempo de trabajo fue legitimada por la unión científica con los llamados «energéticos», cuyo líder, Wilhelm Ostwald (1853-1932), en cierto modo fundamentó filosóficamente la praxis de Taylor y Ford con un «imperativo energético».

Esta máxima dice sin rodeos: «¡No desperdicie energía, utilícela!», con total abstracción e independencia de las necesidades concretas. ¡Como el universo tal vez sucumba en diez millones de años a la completa entropía por falta de «energía libre», en rigor sería un desperdicio pasear «sin propósito» o permanecer mucho tiempo en el cuarto de baño! El carácter neurótico de este pensamiento, que representa la neurosis objetivada de la racionalidad empresarial y su lógica de la «economía de tiempo», parece llegar al límite de la paranoia al final del siglo XX.

En nombre de la tautología capitalista, esta lógica insensata tiene como resultado «condensar» cada vez más espacio en las unidades idénticas del flujo temporal abstracto. Se trata, por tanto, de un sistema de aceleración permanente y sin sentido. El estribillo universal sobre «nuestro mundo en rápida transformación» tiene como base una paranoia universal objetivada, que el filósofo Paul Virilio, con pertinencia, definió como «inercia a toda velocidad» y describió en sus paradojas: «Arrebatados por la fuerza monstruosa de la velocidad, no vamos a lugar alguno, nos contentamos con la tarea de vivir en beneficio del vacío de la velocidad».

Pero Virilio comete el mismo error de otros teóricos de la absurda aceleración desde el comienzo de la industrialización: en un inmediatismo equivocado, vincula la concentración del tiempo a la tecnología, sin tener en cuenta la forma histórica del tiempo-espacio capitalista. Sin embargo, no es la tecnología en sí la que dicta la necesidad de una aceleración vacía; se puede muy bien desenchufar las máquinas o hacerlas funcionar más lentamente. En realidad, es el vacío del tiempo-espacio capitalista, separado de la vida y sin lazos culturales, el que impone a la tecnología una estructura determinada y la transforma en un mecanismo autónomo de la sociedad, imposible de ser desconectado.

Vacío de la aceleración

La desproporción grotesca entre un aumento permanente de las fuerzas productivas y un aumento igualmente constante de la falta de tiempo produce en los propios espíritus acríticos cierto malestar. Pero, como la forma del tiempo capitalista parece intocable en el espacio funcional del trabajo abstracto, la esperanza de las personas en el siglo XX se concentró cada vez más en el tiempo libre, que, según teóricos como Jean Fourastié o Daniel Bell, tendría una expansión continua.

Esta esperanza, sin embargo, fue doblemente frustrada. Con la transformación del tiempo libre en un consumo de mercancías en crecimiento constante, el vacío de la aceleración fue capaz de tomar posesión de lo que aún quedaba de vida; las formas raquíticas de descanso fueron sustituidas por un hedonismo furioso de idiotas del consumo, un hedonismo que comprime el tiempo libre de la misma forma que, antes, el horario de trabajo. Por otro lado, esa misma lógica paranoica de la «economía (empresarial) de tiempo» transforma la ganancia de productividad de la tercera revolución industrial en una nueva relación desproporcionada. El resultado no es, como se esperaba, más tiempo libre para todos, sino una aceleración aún mayor dentro del tiempo-espacio capitalista, para unos, y un desempleo estructural masivo, para otros.

Desempleo en el capitalismo, sin embargo, no es tiempo libre, sino tiempo de escasez. Los excluidos de la aceleración vacía no ganan en ocio, sino que son definidos más bien como no-humanos en potencia. Así, después de la utopía del trabajo, fracasó también la utopía del tiempo libre. No es por medio de una expansión del tiempo libre orientado hacia el consumo de mercancías que el terror de la economía sin frenos puede ser contenido, sino solamente por medio de la absorción del trabajo y del tiempo libre escindidos en una cultura abarcadora, sin la saña de la competencia. El camino hacia el ocio pasa por la liberación de la forma temporal capitalista.

http://usuarios.lycos.es/pimientanegra, se publicó en 1999 en el periódico brasileño Folha de São. Paulo, 1999


El desarrollo insostenible de la naturaleza

Las inundaciones y sequías registradas durante los últimos meses en el mundo anuncian una nueva y grave dimensión de la crisis ecológica.

Las inundaciones de julio a septiembre de este año, ocurridas en todo el mundo, entrarán en la historia de las catástrofes naturales como un triste recuerdo. En una extensión jamás vista desde el comienzo de los registros meteorológicos de la modernidad, regiones gigantescas quedaron inundadas simultáneamente en Europa, África, Asia, América del Sur y del Norte.

Lluvias de intensidad extrema con hasta 600 litros por metro cuadrado, deslizamientos de tierra y ríos desbordados destruyeron las infraestructuras de provincias enteras, aniquilaron la cosecha, provocaron decenas de millares de muertes y dejaron a millones de personas sin techo. En el este de Alemania, una 'inundación del siglo' paralizó toda la vida económica.

Al mismo tiempo, y exactamente a la inversa, otras regiones, a menudo en el interior del mismo país, fueron asoladas por las catástrofes correspondientes de la sequía. Así, si las personas en el sur reseco de Italia ya no podían bañarse y la Mafia empezó a vender agua en botellas, en el norte del país áreas completas estaban bajo las aguas y la vendimia era destruida en su mayor parte por los temporales.

Método

O el diluvio o nada de agua: esta desproporcionalidad posee un método. Como informan las grandes empresas de seguros actuantes en todo el mundo los daños por temporales e inundaciones aumentan de año en año: en Europa, según datos del consorcio Allianz, se cuadruplicaron sólo en la primera mitad de 2002. Hace ya mucho tiempo que hasta un niño sabe que la 'violencia máxima' de estas catástrofes no viene de los dioses; tampoco se trata de puros procesos naturales, exteriores a la sociedad humana. Al contrario, nos las tenemos que ver con alteraciones de la naturaleza socialmente producidas, sobre las cuales los ecologistas alertaron en vano hace ya décadas. El resultado son 'catástrofes sociales de la naturaleza', que se propagan de manera irreversible.

¿Por qué la percepción de los nexos ecológicos, existente hace años, es socialmente ignorada de un modo tan obstinado? Evidentemente el problema de la relación entre procesos socioeconómicos y naturales debe ser reformulado a fondo. La sociedad tiene una cualidad diferente de la naturaleza. Aunque no se extienda una muralla china entre los seres vivos, los hombres se distinguen fundamentalmente de las plantas y de los animales, sea donde fuere que resida esa diferencia y sea donde fuere se deba buscar el umbral de la transición.

Decía Marx que lo que distingue al peor maestro de obras de la mejor abeja consiste en que la obra humana 'tiene que pasar primero por la cabeza', o sea que no es ella misma un proceso natural inmediato, sino la reconfiguración de la naturaleza por medio de la conciencia liberada. Sólo con esto, por supuesto, surge una relación de naturaleza y cultura o de naturaleza y sociedad. Esta relación contiene una tensión que puede estallar destructivamente. Puesto que procesos sociales y naturales no son idénticos, pueden chocar entre sí. Ningún ser humano es simplemente capaz de 'vivir en armonía con la naturaleza', como pretende la ideología verde. De lo contrario, él mismo sería simple naturaleza, es decir, un animal. La sociedad no es inmediatamente naturaleza, sino 'proceso de metabolismo con la naturaleza' (Marx), esto es, remodelamiento y 'culturización' de la naturaleza ('culto' significaba originariamente 'cultivo de la tierra').

Para que este proceso no lleve a fricciones catastróficas, es indispensable una organización racional de la sociedad. Razón significa, en este aspecto, nada más que una reflexión sobre los nexos naturales de la conciencia y un comportamiento correspondiente en la reconfiguración social de la naturaleza que evite la explotación exhaustiva y absurda y los efectos colaterales destructivos. Una organización racional de la sociedad, sin embargo, no puede limitarse al 'proceso de metabolismo con la naturaleza'. La razón es indivisible. Sin una relación racional de los miembros de la sociedad entre sí, esto es, una relación que satisfaga las carencias sociales, no puede haber razón alguna ni remodelación de la naturaleza. Como Hokheimer y Adorno mostraron en la Dialéctica de la Ilustración (edit. Trotta, Madrid, 1994), un 'dominio sobre la naturaleza' irracional, destructivo e irreflexivo, y un idéntico 'dominio del hombre sobre el hombre' se condicionan recíprocamente.

Dinámica amenazadora

En este sentido, todas las sociedades hasta hoy deben considerarse irracionales, ya que no se libraron de la irracionalidad de la dominación. Incluso las catástrofes sociales, como las guerras o los flagelos del hambre, y la destrucción de la naturaleza se condicionan recíprocamente. La dominación siempre es destructiva, pues representa una relación de poder no-reflexiva.

Definidas por relaciones de dominación y sometimiento en el nivel de las relaciones sociales, las sociedades agrarias premodernas también conocieron la destrucción de los nexos naturales ligada a ello. La calcarización de las orillas del Mediterráneo, otrora cubiertas de bosques, fue, como se sabe, consecuencia del consumo inescrupuloso de madera por las potencias antiguas, sobre todo por el Imperio Romano. La construcción de flotas de guerra desempeñó aquí un gran papel.

Pero esa destrucción de la naturaleza se limitaba a aspectos aislados de la biosfera, no asumía aún un carácter sistemático y omnicomprensivo. Sólo la maravillosa modernidad desencadenó una dinámica que se volvió de modo general una amenaza para la vida terrestre, provocando en gran escala aquellas 'catástrofes sociales de la naturaleza'; y con tanto mayor ímpetu cuanto más la sociedad moderna se desarrolla, convirtiéndose en un sistema planetario total.

Sería improcedente atribuir la dinámica de la destrucción moderna de la naturaleza exclusivamente a la técnica. Evidentemente son los medios técnicos los que intervienen directa o indirectamente en los nexos naturales. Pero esos medios no son responsables por sí, son el resultado de una determinada forma de organización social, que define tanto las relaciones sociales como el 'proceso de metabolismo con la naturaleza'. El moderno sistema productor de mercancías, basado en la valorización del capital monetario como fin en sí mismo, se revela así, de una doble manera, irracional: tanto en el macroplano de la economía nacional y mundial como en el microplano de la economía industrial.

El macroplano, esto es, la suma social de todos los procesos de valorización y de mercado, produce la coerción de un crecimiento abstracto permanente de la masa de valores. Esto lleva a formas y contenidos nocivos de producción y a modos de vida que no son compatibles ni con las carencias sociales ni con la ecología de los nexos naturales (transporte individual, asentamientos irregulares, destrucción del medio ambiente, formación de aglomeraciones monstruosas en las ciudades, turismo de masas, etc.).

En el microplano de la economía industrial, las coerciones del crecimiento y de la competencia conducen a una política de 'reducción de costes' a cualquier precio, sin importar si el contenido de la producción es en sí conveniente o nocivo. Pero los costes no son en su mayor parte objetivamente reducidos, sino simplemente desplazados hacia fuera: a toda la sociedad, a la naturaleza, al futuro. Esta 'externalización' de los costes aparece entonces, por un lado, como 'desempleo' y pobreza; por otro, como contaminación del aire y del agua, desertización y erosión del suelo, transformación destructiva de las condiciones climáticas, etc.

La posguerra

Las consecuencias destructivas de este modo de producción irracional sobre el clima y la biosfera parecían ser al principio una cuestión meramente teórica, ya que se manifestaban en escala planetaria sólo a largos intervalos. El proceso de destrucción fue preparado por dos siglos de industrialización, acelerado por el desarrollo del mercado mundial después de 1945 y agudizado por la globalización de las dos últimas décadas. Repitiéndose a intervalos cada vez más cortos y extendiéndose por un número cada vez mayor de regiones del globo, las catástrofes de las inundaciones y de las sequías anuncian los límites absolutos de este modo de producción, así como el desempleo y la pobreza en masa, globales y crecientes, marcan sus límites socioeconómicos absolutos. El diluvio y la sequía pueden ser explicados de manera precisa como relaciones de causa y efecto a partir de la lógica destructiva del mercado mundial y de la economía industrial. A escala continental y transcontinental, la lluvia y los temporales extremos y anormales, así como, a la inversa, la escasez extrema y anormal de agua son provocadas por modificaciones climáticas, que a su vez son el resultado de la emisión industrial desenfrenada de los llamados gases de invernadero (clorofluorocarbonados). Estos gases, que calientan artificialmente a largo plazo la temperatura de la tierra, son liberados en la producción y en la operación de casi todas las mercancías industriales importantes, aunque existan también otras posibilidades técnicas.

Fracaso de las ONGs

A escalas regionales menores, es una serie completa de intervenciones en la naturaleza producidas por la economía de mercado la que lleva a la intensificación de la nueva dimensión de los temporales, llegándose a las catástrofes de las inundaciones que se extienden a lo largo de grandes superficies: en los valles fluviales, las tierras son industrialmente endurecidas, las planicies a las orillas de los ríos aniquiladas y convertidas en regiones de comercio y construcción, y los propios ríos, 'rectificados', dragados y transformados en 'autopistas de agua'.

Por un lado, en consecuencia, el cambio climático generado por la economía de la industria y del mercado concentra masivamente las lluvias, antes distribuidas con uniformidad, en determinadas zonas; por otro, en razón igualmente de las prácticas inescrupulosas del mercado y de la industria, los volúmenes de agua se escurren y se infiltran allí en una medida mucho menor de lo que sucedía en el pasado. Es cierto que los críticos ecologistas demostraron estos nexos, alertando sobre las catástrofes que ahora se manifiestan realmente. Pero siempre evitaron poner en cuestión el principio económico determinante como tal.

Teóricos y ensayistas ecologistas, partidos 'verdes' y ONGs como Greenpeace se rindieron todos ellos a los principios 'eternos' del capitalismo. Nunca desearon algo diferente de una especie de 'lobby de la naturaleza', insertado en el marco exacto de la lógica que destruye la biosfera. Todo el debate sobre el llamado 'desarrollo sostenible' ignora el carácter del principio abstracto de la valorización y del crecimiento, que no posee ningún sentido para las cualidades materiales, ecológicas y sociales y, por ello, es completamente incapaz también de tomarlas en consideración. Absurdo por completo es el proyecto de pretender que la economía industrial contabilice en sus balances los costes de la destrucción de la naturaleza que ha acumulado. Desde luego, la esencia de la economía industrial consiste justamente en el hecho de externalizar los costes por sistema, costes que al fin ya no pueden ser pagados por ninguna instancia. Si de este modo encontrara un freno, ya no sería ninguna economía industrial, y los recursos sociales para el 'proceso de metabolismo con la naturaleza' tendrían que ser organizados de una manera cualitativamente diferente. Es una ilusión creer que la economía industrial vaya a renegar de su propio principio. El lobo no se hace vegetariano y el capitalismo no se convierte en una asociación para la protección de la naturaleza y la filantropía.

Un 'lujo'

Como era de esperar, todas 'cumbres' sobre la protección del clima y de la sostenibilidad, desde Río a Johannesburgo, pasando por Kyoto, fracasaron de forma lamentable, y la resistencia 'sostenible' de los EE.UU, que no quieren perder la alegría de su consumo de potencia mundial, no fue la última de las razones. Toda vez que el reequipamiento perfectamente posible con otras tecnologías pesaría en los cálculos de la economía industrial y reduciría las ganancias, es rechazado y el gas-invernadero sigue siendo emitido en grandes cantidades; de la misma forma, la destrucción del medio ambiente continúa de manera desenfrenada. Entretanto, la disposición para intervenciones ecológicas en la economía llegó a retroceder dramáticamente, porque el fin del capitalismo de burbujas financieras amenaza con estrangular la economía mundial y, por tal razón, la protección de la naturaleza y del clima parece ser sólo un 'lujo', el primero en ser recortado. Bajo el shock de la crisis económica, cada vez más ex eco-activistas prominentes se confiesan hijos del capitalismo, y ya no quieren saber nada de una limitación de la economía industrial. Uno de éstos es el 'científico político' danés Björn Lomborg [autor de El ambientalista escéptico], que se volvió el predilecto de la prensa económica y puede viajar a todas partes como misionero bien pagado de la industria, ya que remite la catástrofe del clima al reino de la fantasía y asegura que, con la ayuda de la economía de mercado global, todo quedará cada vez mejor y hasta la naturaleza empezará a valer.

Sin enfriamiento

Entusiasmado con esa falsificación descarada de los hechos, el Wirtschaftswoche, órgano central del neoliberalismo alemán, dedicó toda una serie a las tesis de Lomborg. En la última parte de la serie, llegó puntualmente la gran inundación. Meteorologistas e historiadores constataron de común acuerdo que hacía siglos que no se registraban en Europa central temporales e inundaciones de este tipo. La alteración del clima fue entonces directa y sensiblemente perceptible, pues se trataba de tempestades y aguaceros sin enfriamiento, como los que sólo se conocen comúnmente en las regiones tropicales. La catástrofe subsiguiente de la inundación en Alemania, en la República Checa y en Austria, de igual forma que en Asia, provocó daños por billones de euros.

Debido a las arcas vacías del Estado, el canciller alemán Gerhard Schroeder tuvo que poner en cuestión el pacto de estabilidad de la Unión Europea. La inundación asumió dimensiones que afectan a la política financiera. Es cada vez más evidente: crisis económicas y destrucción ecológica se entrelazan en una catástrofe global única. Las leyes físicas no pueden ser manipuladas por las estadísticas, y los 'pragmáticos realistas' del sistema del mercado global se hunden literalmente en el agua sucia y en el fango.

Argenpress.info


La privatización del mundo

Es de suponer que la naturaleza existía ya antes de la economía moderna. De ahí que la naturaleza sea en sí gratis, sin precio. Esto distingue los objetos naturales sin elaboración humana de los resultados de la producción social, que no representan ya la naturaleza "en sí", sino la naturaleza trasformada por la actividad humana. Estos "productos", a diferencia de los objetos naturales puros, nunca fueron de libre acceso; desde siempre estuvieron sujetos, según determinados criterios, a un modo de distribución socialmente organizado. En la modernidad, es la forma de producción de mercancías la que regula esa distribución en el modo del mercado, según los criterios de dinero, precio y demanda (solvente). Pero es un problema antiguo el que la organización de la sociedad tienda a obstruir también el libre acceso a un número creciente de recursos prehumanos de la naturaleza. Esa ocupación lleva, de las más diversas formas, el mismo nombre que los productos de la actividad social, la llamada "propiedad". O sea, se da un quid pro quo:
otrora libres, los objetos naturales no elaborados por el ser humano son tratados exactamente como si fuesen los resultados de la forma de organización social, y de ahí sometidos a las mismas restricciones.

La ocupación más antigua de esa clase es la tierra. La tierra en sí no es naturalmente el resultado de la actividad productiva humana. Por eso tendría que ser también, en sí, de libre acceso. Cuanto mucho, la tierra ya transformada, labrada y "cultivada" podría estar sometida a los mecanismos sociales; y, en tal caso, tendría que ser propiedad de aquellos individuos que la cultivaran. Pero, como se sabe, no es ese exactamente el caso. Justamente la tierra aún del todo inculta es usurpada con violencia. Ya en la Biblia existe la disputa entre labradores y criadores de ganado por territorio (Caín y Abel) y, entre los pastores nómadas, por "pastos más fértiles". La usurpación del suelo "virgen"
es el pecado original y hereditario de la "dominación del hombre por el hombre" (Marx). Las aristocracias de todas las altas culturas agrarias represivas surgieron por esa apropiación violenta de la tierra, literalmente a punta de garrote y lanza. Sin embargo, la propiedad en las culturas agrarias no se parecía ni de lejos a la propiedad privada en el sentido actual. Eso significaba, ante todo, que la propiedad no era exclusiva o total. La tierra podía ser utilizada y cultivada también por otros, que a cambio pagaban ciertos tributos (la renta feudal en la forma de víveres o servicios) a los propietarios, aquellos originariamente violentos. Pero había aún posibilidades de uso gratuito. Por ejemplo, en muchos lugares, los campesinos tenían permiso para trasladar sus cerdos hasta las tierras incultas del señor feudal, cosechar allí forrajes que crecían de manera silvestre o recoger otras materias naturales. Diferentes posibilidades de uso libre nunca dejaron de ser controvertidas, como el derecho a la caza o a la pesca.
Cuando los señores feudales intentaban establecer prohibiciones en ese sentido, éstas casi nunca eran obedecidas. Así, el cazador y el pescador furtivos llegaron a figurar entre los héroes de la cultura popular premoderna.

La propiedad privada moderna reforzó monstruosamente la sumisión de la naturaleza "libre"
a la forma de la organización social, obstruyendo así el acceso a los recursos naturales con un rigor nunca visto. Esta intensificación de la tendencia usurpadora tiene su razón en el hecho de que la ocupación se efectúa ahora ya no por el acto personal e inmediato de violencia, sino por el imperativo económico moderno, que representa una violencia "cosificada" de segundo orden. La violencia armada inmediata se manifiesta todavía hoy en la ocupación de los recursos naturales, pero ella ya está cosificada de forma institucional en la propia figura de la policía y del Ejército. La violencia que sale de los cañones de las armas modernas ya no habla por sí misma; se convirtió en el simple alguacil del fin en sí mismo económico.
Este dios secularizado de la modernidad, el capital como "valor que se autovaloriza" incesantemente (Marx), no aparece, sin embargo, sólo en la figura de una cosificación irracional; él es incluso más celoso que todos los otros dioses que lo precedieron. En otras palabras: la economía moderna es totalitaria. Esgrime una pretensión total sobre el mundo natural y social.
Por eso, todo lo que no está sometido y asimilado a su propia lógica es para ella fundamentalmente una espina en la garganta. Y como su lógica consiste única y exclusivamente en la valorización permanente del dinero, tiene que odiar todo lo que no asume la forma de un precio monetario. No debe haber nada más bajo el cielo que sea gratuito y exista por naturaleza. La propiedad privada moderna representa sólo la forma jurídica secundaria de esa lógica totalitaria. Aquélla es, por eso, tan totalitaria como ésta: el uso debe ser un uso exclusivo. Esto vale particularmente para los recursos naturales primarios de la tierra. Bajo la dictadura de la propiedad privada moderna, ya no es tolerado ningún uso gratuito para la satisfacción de las necesidades humanas, más allá de los oficiales: los recursos tienen que servir a la valorización o quedar en barbecho. Dada la forma de la propiedad privada, incluso la parte de la tierra que el capital no puede usar de ningún modo debe estar excluida de cualquier otro uso. Esta imposición descabellada provocó repetidas veces la protesta social. En la época anterior a 1848, una experiencia crucial para el joven Marx, subrayada a menudo en su biografía, fue la discusión en torno a la "ley prusiana contra el robo de leña", que pretendía prohibir a los pobres recoger gratuitamente la leña de los bosques. El conflicto sobre el uso libre de los bienes naturales, sobre todo de la tierra, jamás cesó en toda la historia del capitalismo. Incluso hoy, en muchos países del Tercer Mundo, existen movimientos sociales de "ocupantes de tierras" que ponen en cuestión la dictadura totalitaria de la propiedad privada moderna sobre el uso del suelo.

En el desarrollo del moderno sistema productor de mercancías, el problema primario del acceso a los recursos naturales gratuitos fue relegado por el problema secundario del acceso a los recursos "públicos", directamente relacionados con el conjunto de la sociedad: las llamadas "infraestructuras". Con la industrialización capitalista y la inherente aglomeración de masas gigantescas de seres humanos (urbanización), surgieron carencias sociales, haciendo necesarias medidas que no podían ser definidas por la ley del mercado, sino sólo por la administración social directa. Por un lado, se trata ahora de sectores completamente nuevos, resultantes del proceso de industrialización, como el servicio público de salud, las instituciones públicas de enseñanza (escuelas, universidades, etc.), el suministro de energía y los transportes públicos (ferrocarril, metropolitano, etc.).
Por otro lado, también los recursos naturales antes libremente accesibles sin ninguna organización social y los procesos vitales que se efectúan por sí mismos tuvieron que ser socialmente organizados y colocados bajo la administración pública: es el caso del abastecimiento público de agua potable, de la recogida pública de basura, de los alcantarillados públicos, etc., llegando incluso a los sanitarios públicos en las grandes ciudades. Bajo las condiciones del moderno sistema productor de mercancías, la "administración de cosas"
pública y colectiva no puede asumir sino la forma distorsionada de un aparato burocrático estatal. Pues la forma moderna "Estado" representa solamente el reverso, la condición estructural y la garantía de lo "privado" capitalista; el Estado no puede, por naturaleza, asumir la forma de una "asociación libre".
La administración pública de cosas permanece así nacionalmente limitada, burocráticamente represiva, autoritaria y ligada a las leyes fetichistas de la producción de mercancías. Por eso los servicios públicos asumen la misma forma-dinero que la producción de mercancías para el mercado. Aun así no se trata de precios de mercado, sino sólo de tarifas; algunas infraestructuras hasta son ofrecidas gratuitamente. El Estado financia esos servicios y agregados de cosas sólo en una pequeña parte, por medio de tarifas cobradas a los ciudadanos; en lo esencial, son subvencionados con la imposición a los rendimientos capitalistas (salarios y ganancias). De este modo, la administración pública de cosas permanece ligada al proceso de valorización del capital.

Por un período de más de cien años, los sectores del servicio público y de la infraestructura social fueron reconocidos en todas partes como el apoyo necesario, amortiguación y superación de las crisis del proceso del mercado. Sin embargo, en las dos últimas décadas se impone en el mundo entero una política que, exactamente al revés, resulta en la privatización de todos los recursos administrados por el Estado y de los servicios públicos. De ningún modo esta política de privatización es defendida sólo por partidos y gobiernos explícitamente neoliberales; desde hace mucho tiempo, ella prepondera en todos los partidos. Esto indica que no se trata aquí sólo de ideología, sino de un problema de crisis real. Seguramente desempeña un papel en esto el hecho de que la recaudación pública de impuestos retrocede con rapidez a causa de la globalización del capital. Los Estados, las provincias y los ayuntamientos superendeudados en todo el mundo se convierten en factores de crisis económica, en vez de poder ser activos como factores de superación de la crisis. Una vez dilapidados los dineros de los sistemas socialmente administrados, las "manos públicas"
acaban pareciéndose fatalmente a las masas de víctimas de la vejez indigente, que en las regiones críticas del planeta venden en los mercados de segunda mano los muebles y hasta la ropa para poder sobrevivir. No obstante, la raíz del problema es más honda. En esencia, se trata de una crisis del propio capital, que, bajo las condiciones de la tercera revolución industrial, tropieza con los límites absolutos del proceso real de valorización. Aunque tenga que expandirse eternamente, por su propia lógica, se encuentra cada vez menos en condiciones para ello, sobre sus propias bases. De ahí resulta un doble acto de desesperación, una fuga hacia adelante: por un lado, surge una presión aterradora para ocupar todavía los últimos recursos gratuitos de la naturaleza, de hacer incluso de la "naturaleza interna" del ser humano, de su alma, de su sexualidad, de su sueño, el terreno directo de la valorización del capital y, con ello, de la propiedad privada. Por otro, las infraestructuras públicas administradas por el Estado deben ser administradas, también a vida o muerte, por sectores del capitalismo privado.

Pero esta privatización total del mundo muestra definitivamente el absurdo de la modernidad; la sociedad capitalista se convierte en autocanibalística.
La base natural de la sociedad es destruida a velocidad creciente; la política de disminución de costos y la tercerización a todo precio arruinan la base material de las infraestructuras, el conjunto organizador y, con ello, el valor de uso necesario. Es conocido desde hace tiempo el caso desastroso del ferrocarril y, de modo general, el de los medios de transporte, en otro tiempo públicos: cuanto más privados, tanto más deteriorados y más peligrosos para la comunidad. El mismo cuadro se comprueba en las telecomuniciones, en el correo, etc. Quien hoy precisa, al mudarse de casa, instalar un teléfono nuevo, pasa por el fragor de plazos, confusión de competencias entre las instancias "tercerizadas" y técnicos seudoautónomos y maldicientes. El correo alemán, que se transformó en una empresa y "global player" ansioso por su capitalización en las Bolsas, en breve distribuirá cartas en California o China; a cambio, el servicio más sencillo de entrega sigue funcionando mal en casa. ¡Qué prodigio que actividades enteras sean ajustadas a salarios módicos, las regiones de entrega con pocos carteros dobladas o triplicadas, y las filiales extremadamente desguarnecidas! Las oficinas de correos o las estaciones de ferrocarril se transforman en kilómetros fulgurantes de terrenos ajenos a su competencia, mientras el que sufre es el propio servicio. Cuanto más estilizados los escritorios, tanto más miserable el servicio. A pesar de todas las promesas, la privatización significa tarde o temprano no sólo el empeoramiento sino también el aumento drástico de los precios. Porque eres pobre, tienes que morirte antes: con la privatización creciente de los servicios de salud, esa vieja sabiduría popular recibe nuevas honras incluso en los países industriales más ricos. La política de privatización no da tregua siquiera a las necesidades humanas más elementales. En Alemania, los baños de las estaciones de tren pasaron a ser recientemente controlados por una empresa transnacional llamada "McClean", que cobra por la utilización de un mingitorio lo mismo que cuesta una hora de aparcamiento en el centro de la ciudad. Por lo tanto, ahora ya se dice: ¡porque eres pobre, tienes que mearte en los calzones o aliviarte de forma ilegal!

La privatización del suministro de agua en la ciudad boliviana de Cochabamba, que, por decisión del Banco Mundial, fue vendido a una "empresa de agua"
norteamericana, muestra lo que nos espera aún. En unas pocas semanas, los precios subieron a tal punto que muchas familias tuvieron que pagar hasta un tercio de sus ingresos por el agua diaria. Juntar agua de lluvia para beber fue declarado ilegal, y a las protestas se respondió con el envío de tropas. Luego tampoco el sol brillará gratis. ¿Y cuándo llegará la privatización del aire que respiramos? El resultado es previsible: ya nada funcionará, y nadie podrá pagar. En ese caso, el capitalismo tendrá que cerrar tanto la naturaleza como la sociedad humana por "falta de rentabilidad" y abrir otra.

Original alemán: "Die Privatisierung der Welt", en www.krisis.org Publicado en Folha de S. Paulo, el 14.7.02, con el título de "Modernidade Autodevoradora", en traducción de Luiz Repa.
Traducción del portugués: Round Desk. Texto tomado de: http://planeta.clix.pt/obeco


Prefacio a la edición portuguesa del "Manifiesto contra el trabajo"

NORBERT TRENKLE

Enero 2003

Cuando en junio de 1999 se publicó en Alemania el Manifiesto contra el Trabajo, la denominada «new economy» estaba precisamente en el ápice de su embriaguez, financiada por la Bolsa. La colosal valorización de las acciones había obnubilado los cerebros e incentivado una irreal e histérica atmósfera de éxito, haciendo creer que cualquiera podía hacerse rico de la noche a la mañana, en cuanto se empeñase con la suficiente pericia. Los universitarios encargados de publicitar el mercado llegaron al punto de hacer correr el rumor de que el capitalismo se había liberado de sus propias leyes y que en lo sucesivo podía funcionar sin crisis.

Ya a esa altura no era preciso, por cierto, tener ningún tipo de conocimiento especializado para reconocer que estas ilusiones se asentaban sobre un gigantesco efecto de represión. Mientras los invitados levantaban sus copas de champaña en la fiesta en la que se reunían todos aquellos que seguían siendo los ganadores del mercado mundial, había cada vez más sectores de la población mundial que se veían empujados hacia la miseria absoluta, por el simple hecho de haber pasado a ser, como fuerza de trabajo, innecesarios para la valorización del capital. La mayor parte de los países del antiguo «socialismo real» habían sido casi completamente desindustrializados y devastados, después de diez años de supuesta adaptación y de efectiva desregulación neoliberal. El hambre y las guerras entre las bandas organizadas asolaban grandes regiones del Este, de un modo no diferente a cómo ocurría en el Sur globalizado. Y hasta los «tigres» del Sudeste asiático habían caído estrepitosamente desde el trono de la ilusiones del mercado mundial.

Pero también en la Unión Europea, los Estados Unidos y Japón, hacía ya tiempo que se venía haciendo visible el proceso de crisis generalizada de la sociedad basada en el trabajo y en la producción de mercancías. Desde los años 80 estaban aumentando considerablemente los fenómenos de exclusión social, y el desempleo masivo sólo en apariencia se contenía a costa de «programas de ocupación» financiados por el crédito, de manipulaciones estadísticas en gran escala o de la imposición de salarios de miseria y de transferencias coercitivas hacia el llamado «sector informal». Paralelamente, en el plano de la conciencia y de la elaboración ideológica, empezaba a instalarse un fanatismo cada vez más agresivo en torno de la idea de trabajo, que hacía de los desempleados y de otros ciudadanos socialmente excluidos los culpables del destino que les había tocado.
Mientras tanto, la imagen fantasmal de un capitalismo libre de crisis está hoy empíricamente desmentida, incluso a los ojos de los grandes artífices de la represión. Fue suficiente la implosión de una parte relativamente pequeña de la burbuja especulativa (el gran «crash» de las bolsas mundiales está cercano, pero aún no ocurrió) para llevar la economía mundial a una recesión cuyas consecuencias sociales se sienten cada vez con mayor claridad, hasta en los centros capitalistas. Al tiempo que una parte de los que se contaban entre los ganadores de la «new economy» dejaban de disponer de los buenos salarios que recibían, para ingresar en el paro, los sistemas de protección social empezaron a ser progresivamente desmantelados y el mercado de trabajo cada vez más fuertemente desregulado. Como es natural, los efectos concretos varían de país en país, según la posición respectiva en la jerarquía del mercado mundial, pero también de acuerdo con la trayectoria de cada uno de éstos desde el punto de vista de la historia de las mentalidades. Así, no cabe duda de que tanto la identificación esclavista con el trabajo como la agresión contra todos aquellos que no quieren o no pueden trabajar son fenómenos más señaladamente presentes en Alemania que en países como Portugal, Italia o Brasil. Pero, por otro lado, la reacción a la crisis del trabajo es, en líneas generales, la misma en todo el mundo. Con el colapso del trabajo, entra también en colapso el fundamento de la sociedad capitalista, dando origen a un fundamentalismo del trabajo, de cuño marcadamente religioso, que pretende salvar lo que ya no puede ser salvado, ni siquiera a la fuerza.

Contra toda esta situación no se ha constituido, hasta hoy, una protesta de masas eficaz. Es verdad que con el movimiento de crítica a la globalización se articula, por primera vez desde hace mucho tiempo, una renovada resistencia social que despierta algunas esperanzas, sobre todo debido a su carácter transnacional. Pero de hecho esa resistencia continúa en lo esencial presa de las categorías de la sociedad del trabajo y de la mercancía, como lo prueban algunas de sus reivindicaciones, por ejemplo, el retorno a la regulación estatal de las relaciones de mercado o el control sobre los mercados financieros. Estas reivindicaciones, y otras de la misma naturaleza, no sólo no producen efectos prácticos, porque ya no tienen ningún fundamento económico, sino que sobre todo se revelan, en sus principios, ideológicamente compatibles con una administración autoritaria de la crisis, eventualmente con recursos a medidas de trabajo forzado –aunque no sea ésta la voluntad de la mayor parte de los activistas del movimiento. No hay manera de eludir la cuestión: hoy, en el momento en que el sistema basado en la producción de mercancías alcanza su límite histórico y entra en la fase de autodestrucción, no puede haber emancipación social sin una crítica radical del trabajo. Por eso mismo, se hace más gratificante el fuerte eco que este Manifiesto ha encontrado en los últimos años. No sólo en Alemania, sino también en otros países, ha sido activamente discutido en círculos de oposición. Mientras tanto, ha sido traducido a siete lenguas (véase: www.krisis.org) y publicado en Brasil, Francia, España, Italia y México. Esperamos que también en Portugal pueda contribuir a una necesaria renovación radical de la crítica de la sociedad.

(Editorial Antígona, traducción del alemán: José Paulo Vaz, revisada por José M. Justo.)
http://planeta.clix.pt/obeco. Traducción del portugués para Pimienta negra: Round Desk



     Todos los libros están en Librería Santa Fe