EL PENSAMIENTO DE ROBERT KURZ
NOTAS EN ESTA SECCION
Cañones y capitalismo. La
revolución militar como orígen de la modernidad |
La expropiación del tiempo
El desarrollo
insostenible de la naturaleza |
La privatización del mundo |
Prefacio a la edición portuguesa del
Manifiesto contra el trabajo
ENLACES RELACIONADOS
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Krisis-Manifiesto contra el trabajo (español) |
Robert kurz, textos y entrevistas (portugués)
| EXIT (alemán)
| EXIT (portugués)

Nacido
en 1943, Robert Kurz estudió filosofía, historia y pedagogía. Vive en Nurenberg
como publicista autónomo, escritor y periodista.
Es cofundador y editor de la
revista teórica "EXIT-Kritik und Krise da Warengesellschaft" ("EXIT-Crítica y
crisis de la sociedad de la mercancía").
El área de sus obras incluye teoría de
la crisis y la modernización, análisis crítico del sistema del mundo
capitalista, la crítica del iluminismo y la relación entre cultura y economía.
Difunde sus ensayos con regularidad en periódicos y revistas de Alemania,
Austria, Suiza y Brasil.
Su libro El Calapso de la modernización (1991), también
editado en Brasil como O Retorno de
Potemkine (1994) y El último combate (1998)
provocaron una fenomenal discusión, no solo en Alemania.
Recientemente publicó a Schwarzbuch Kapitalismus (El Libro Negro del capitalismo) en 1999,
Weltordnungskrieg (La guerra del ordenamiento de mundo),
Die Antideutsche Ideologie (La ideologia antialemana)
en 2003, y Blutige Vernunft (la razón sangrienta) en 2004.
Cañones
y capitalismo - La revolución militar como origen de la modernidad
Existen numerosas versiones del nacimiento de la era moderna. Ni siquiera en
cuanto a la fecha los historiadores se ponen de acuerdo. Unos dicen que la
modernidad dio comienzo en los siglos XV y XVI, con el llamado Renacimiento (un
concepto que sólo fue inventado en el siglo XIX por Jules Michelet, como ha
demostrado el historiador francés Lucien Febvre). Otros ven la verdadera
ruptura, el despegue de la modernidad, en el siglo XVIII, cuando la filosofía
del iluminismo, la Revolución Francesa y los comienzos de la industrialización
sacudieron el mundo. Pero cualquiera que sea la fecha preferida por los
historiadores y los filósofos modernos para el nacimiento de su propio mundo, en
una cosa concuerdan: casi siempre las conquistas positivas son tomadas como los
impulsos originales.
Se consideran como razones prominentes para el ascenso de la modernidad tanto
las innovaciones artísticas y científicas del Renacimiento italiano como los
grandes viajes de descubrimiento desde Colón, la idea protestante y calvinista
de la autoresponsabilidad del individuo, la liberación ilustrada de la
superstición irracional y el surgimiento de la democracia moderna en Francia y
Estados Unidos. En el ámbito técnico-industrial, también se recuerda la
invención de la máquina de vapor y del telar mecánico como «pistoletazo de
salida» del desarrollo social moderno.
Esta última explicación fue subrayada sobre todo por el marxismo, por el hecho
de que está en armonía con la doctrina filosófica del «materialismo histórico».
El verdadero motor de la historia, afirma esta doctrina, es el desarrollo de las
«fuerzas productivas» materiales, que una y otra vez entran en conflicto con las
«relaciones de producción» que se han vuelto demasiado estrechas y obligan a una
nueva forma de sociedad. Por eso, para el marxismo el punto decisivo de la
transformación es la industrialización: sólo la máquina de vapor, así dice la
fórmula simplificada, habría sacudido las «las cadenas de las antiguas
relaciones feudales de producción».
Aquí salta a la vista una contradicción clamorosa en el argumento marxista. Pues
en el famoso capítulo sobre la «acumulación primitiva del capital», Marx se
ocupa en su obra principal de períodos que se remontan a siglos antes de la
máquina de vapor. ¿No será esto una autorrefutación del «materialismo
histórico»? Si la «acumulación primitiva» y la máquina de vapor se hallan tan
alejadas desde el punto de vista histórico, las fuerzas productivas de la
industria no pueden haber sido la causa decisiva del nacimiento del capitalismo
moderno. Es verdad que el modo de producción capitalista sólo se impuso en
definitiva con la industrialización del siglo XIX, pero, si buscamos las raíces
del desarrollo, tenemos que cavar más hondo.
También es lógico que el primer germen de la modernidad, o el «big bang» de su
dinámica, tuviese que surgir de un medio en buena parte aún premoderno, pues de
otro modo no podría ser un «origen» en el sentido estricto de la palabra. Así,
la «primera causa» muy precoz y la «consolidación plena» muy tardía no
representan una contradicción. Si bien es verdad que para muchas regiones del
mundo y para muchos grupos sociales el inicio de la modernización se prolonga
hasta el presente, es igualmente cierto que el primer impulso tiene que haber
ocurrido en un pasado remoto, si consideramos la enorme extensión temporal
(desde la perspectiva de la vida de una generación o incluso de una persona
aislada) de los procesos sociales.
¿Qué fue finalmente, en un pasado relativamente lejano, lo nuevo que en lo
sucesivo engendró de manera inevitable la historia de la modernización? Se puede
conceder absolutamente al materialismo histórico que la mayor y principal
relevancia no corresponde a un simple cambio de ideas y mentalidades, sino al
desarrollo en cuanto a los hechos materiales concretos. No fue, sin embargo, la
fuerza productiva, sino por el contrario una contundente fuerza destructiva la
que abrió el camino a la modernización, a saber, la invención de las armas de
fuego. Aunque esta correlación hace mucho tiempo que es conocida, las más
celebres y consecuentes teorías de la modernización (incluido el marxismo)
siempre le dieron poca importancia.
Fue el historiador alemán de economía Werner Sombart quien, significativamente
poco antes de la Primera Guerra Mundial, en su estudio «Guerra y Capitalismo»
(1913) abordó minuciosamente esta cuestión; eso sí, sólo para luego entregarse a
la exaltación de la guerra, como tantos intelectuales alemanes de la época. Sólo
en los últimos años los orígenes técnico-armamentistas y bélico-económicos del
capitalismo han vuelto a estar en el orden del día, como por ejemplo en el libro
«Cañones y peste» (1989), del economista alemán Karl Georg Zinn, o en el trabajo
«La Revolución militar» (1990), del historiador estadounidense Geoffrey Parker.
Pero tampoco estas investigaciones encontraron la repercusión que merecían.
Obviamente el mundo occidental moderno y sus ideólogos sólo a regañadientes
aceptan la visión de que el fundamento histórico último de sus sagrados
conceptos de «libertad» y «progreso» debe ser encontrado en la invención de los
más diabólicos instrumentos mortales de la historia humana. Y esta relación
también vale para la democracia moderna, pues la «revolución militar» sigue
siendo hasta hoy un motivo secreto de la modernización. La propia bomba atómica
fue una invención democrática de Occidente.
La innovación de las armas de fuego destruyó las formas de dominación
precapitalistas, ya que volvió militarmente ridícula la caballería feudal. Ya
antes del invento de las armas de fuego se presentía la consecuencia social de
las armas de alcance, pues el Segundo Concilio de Letrán prohibió en el año 1139
el uso de las ballestas contra los cristianos. No en vano la ballesta importada
de culturas no-europeas a Europa hacia el año 1000 era considerada como el arma
específica de los salteadores, los fuera de la ley y los rebeldes, incluyendo a
figuras legendarias como Robin Hood. Cuando surgieron las armas de cañón, armas
de distancia mucho más eficaces, quedó sellado el destino de los ejércitos a
caballo y envueltos en armaduras.
Pero el arma de fuego ya no estaba en manos de una oposición «de abajo» que
hacía frente al dominio feudal, sino que llevaba más bien a una revolución «de
arriba» desencadenada por príncipes y reyes. Pues la producción y movilización
de los nuevos sistemas de armas no eran posibles en el plano de estructuras
locales y descentralizadas que hasta entonces habían marcado la reproducción
social, sino que requerían en diversos planos una organización completamente
nueva de la sociedad. Las armas de fuego, sobre todo los grandes cañones, ya no
podían ser producidas en pequeños talleres, como las premodernas armas de punta
y filo. Por eso se desarrolló una industria de armamentos específica, que
producía cañones y mosquetes en grandes fábricas. Al mismo tiempo surgió una
nueva arquitectura militar de defensa en forma de fortalezas gigantescas que
debían resistir los cañonazos. Se llegó a una disputa innovadora entre armas
ofensivas y defensivas y a una carrera armamentista entre los estados que
persiste hasta hoy.
Por obra de las armas de fuego la estructura de los ejércitos se modificó
profundamente. Los beligerantes ya no podían equiparse por sí mismos y tenían
que ser abastecidos de armas por un poder social centralizado. Por eso la
organización militar de la sociedad se separó de la civil. En lugar de los
ciudadanos movilizados en cada caso para las campañas o de los señores locales
con sus familias armadas, surgieron los «ejércitos permanentes»: nacieron las
«fuerzas armadas» como grupo social específico, y el ejército se convirtió en un
cuerpo extraño dentro de la sociedad. El status de los oficiales pasó de ser un
deber personal de los ciudadanos ricos a una «profesión» moderna. A la par de
esta nueva organización militar y de las nuevas técnicas bélicas, también el
contingente de los ejércitos creció vertiginosamente: «Entre 1500 y 1700, las
tropas armadas se decuplicaron» (Geoffrey Parker).
Industria armamentista, carrera armamentista y mantenimiento de los ejércitos
permanentemente organizados, separados de la sociedad civil y al mismo tiempo
con un fuerte crecimiento, llevaron necesariamente a una subversión radical de
la economía. El gran complejo militar desvinculado de la sociedad exigía una «
permanente economía de guerra ». Esta nueva economía de la muerte se tendió como
una mortaja sobre las estructuras agrarias antiguas. Como el armamento y el
ejército ya no podían apoyarse en la reproducción agraria local, sino que tenían
que ser abastecidos de manera compleja y extensa y dentro de relaciones
anónimas, pasaron a depender de la mediación del dinero. La producción de
mercancías y la economía monetaria como elementos básicos del capitalismo
recibieron un impulso decisivo en el inicio de la Edad Moderna por medio del
desencadenamiento de la economía militar y armamentista.
Este desarrollo originó y favoreció la subjetividad capitalista y su mentalidad
del «hacer-más» abstracto. La permanente carencia financiera de la economía de
guerra condujo, en la sociedad civil, al aumento de los capitalistas monetarios
y comerciales, de los grandes ahorradores y de los financiadores de guerra. Pero
también la nueva organización de los propios ejércitos creó la mentalidad
capitalista. Los antiguos beligerantes agrarios se transformaron en «soldados»,
o sea, en personas que reciben el «soldo». Ellos fueron los primeros
«trabajadores asalariados» modernos que tenían que reproducir su vida
exclusivamente por la renta monetaria y por el consumo de mercancías. Y por eso
ya no lucharon más por metas idealizadas, sino solamente por dinero. Les era
indiferente a quién mataban, a condición de recibir el soldo convenido; de este
modo se convirtieron en los primeros representantes del «trabajo abstracto»
(Marx) dentro del moderno sistema productor de mercancías.
A los jefes y comandantes de los «soldados» les interesaba hacer botín por medio
de saqueos y convertirlo en dinero. Por tanto, la renta de los botines tenía que
ser mayor que los costos de la guerra. He aquí el origen de la racionalidad
empresarial moderna. La mayoría de los generales y comandantes del ejército de
los comienzos de la Edad Moderna invertían con ganancia el producto de sus
botines y se convertían en socios del capital monetario y comercial. No fueron
por tanto el pacífico vendedor, el diligente ahorrista y el productor lleno de
ideas los que marcaron el inicio del capitalismo, sino todo lo contrario: del
mismo modo que los «soldados», como sangrientos artesanos del arma de fuego,
fueron los prototipos del asalariado moderno, así también los comandantes de
ejército y condottieri «multiplicadores de dinero» fueron los prototipos del
empresariado moderno y de su «disposición al riesgo».
Como libres empresarios de la muerte, los «condottieri» dependían, no obstante,
de las grandes guerras de los poderes estatales centralizados y de su capacidad
de financiación. La versátil relación moderna entre mercado y Estado tiene aquí
su origen. Para poder financiar las industrias de armamento y los baluartes, los
gigantescos ejércitos y la guerra, los Estados tenían que exprimir al máximo sus
poblaciones, y esto, en correspondencia con la materia, de una manera igualmente
nueva: en lugar de los antiguos impuestos en especie, la tributación monetaria.
Las personas fueron así obligadas a «ganar dinero» para poder pagar sus
impuestos al Estado. De este modo, la economía de guerra forzó no sólo de forma
directa, sino también indirecta, el sistema de la economía de mercado. Entre los
siglos XVI y XVIII, la tributación del pueblo en los países europeos creció
hasta un 2.000%.
Naturalmente las personas no se dejaron integrar de manera voluntaria en la
nueva economía monetaria y armamentista. Sólo se las pudo obligar por medio de
una sangrienta opresión. La permanente economía de guerra de las armas de fuego
dio lugar durante siglos a la permanente insurrección popular y de esta manera a
la guerra permanente interna. A fin de poder arrancar los monstruosos tributos,
los poderes centralizados estatales tuvieron que construir un aparato igual de
monstruoso de policía y administración. Todos los aparatos estatales modernos
proceden de esta historia del comienzo de la Edad Moderna. La autoadministración
local fue sustituida por la administración centralizada y jerárquica, a cargo de
una burocracia cuyo núcleo formaron la tributación y la opresión interna.
Hasta las conquistas positivas de la modernización siempre llevaron consigo el
estigma de esos orígenes. La industrialización del siglo XIX, tanto en el
aspecto tecnológico como en el histórico de las organizaciones y de las
mentalidades, fue heredera de las armas de fuego, de la producción de armamentos
de los inicios de la modernidad y del proceso social que la siguió. En este
sentido, no es de asombrar que el vertiginoso desarrollo capitalista de las
fuerzas productivas desde la Primera Revolución Industrial sólo pudiese ocurrir
de forma destructiva, a pesar de las innovaciones técnicas aparentemente
inocentes. La moderna democracia de Occidente es incapaz de ocultar el hecho de
que es heredera da la dictadura armamentista y militar del inicio de la
modernidad –y ello no sólo en el ámbito tecnológico, sino también en su
estructura social. Bajo la delgada superficie de los rituales de votación y de
los discursos políticos, encontramos el monstruo de un aparato que
constantemente administra y disciplina al ciudadano aparentemente libre en
nombre de la economía monetaria total y de la economía de guerra a ella
vinculada hasta hoy. En ninguna sociedad de la historia ha habido un porcentaje
tan alto de funcionarios públicos y de administradores de personas, ni tampoco
de soldados y policías; ninguna ha despilfarrado una parte tan grande de sus
recursos en armamento y ejércitos.
Las dictaduras burocráticas de la «modernización rezagada» (o tardía) en el este
y en el sur, con sus aparatos centralizados no fueron las antípodas, sino los
actores reincidentes de la economía de guerra de la historia occidental, sin,
aún así, poder alcanzarla. Las sociedades más burocratizadas y militarizadas
siguen siendo, desde el punto de vista estructural, las democracias
occidentales. También el neoliberalismo es un hijo tardío de los cañones, como
demostraron el gigantesco programa armamentista de la «Reaganomics» y la
historia de los años 90. La economía de la muerte permanecerá como el
inquietante legado de la sociedad moderna fundada en la economía de mercado
hasta que el capitalismo matón se destruya a sí mismo.
Se publicó originalmente en "Caderno Mais!", Folha de São Paulo, el 30 de marzo
de 1997. Traducción alemán-portugués: José Marcos Macedo [en
http://planeta.clix.pt/obeco/rkurz2.htm]

La
expropiación del tiempo
Después de la ruina de la utopía del trabajo,
también ha fracasado la utopía del tiempo libre en esta sociedad que transformó
el ocio en consumo acelerado de mercancías.
Los últimos años contemplaron el horrible nacimiento de una literatura sobre la
categoría del tiempo. Programas de radio y piezas teatrales, seminarios
académicos y hasta talk shows se sirven del tema; el tiempo se convirtió, en
cierto modo, en una estrella de los medios. No es sólo la teoría científica de
un Stephen Hawking, físico «pop star», lo que despierta interés, sino sobre todo
el componente cultural y social del concepto de tiempo, cuya dinámica hace
explícito un profundo malestar de la modernidad al tratar con nociones
temporales. Este problema, aunque no sea nuevo, alcanzó al final del siglo XX
una nueva dimensión. Tiempo, como se sabe, es dinero; por ello el tiempo cumplió
siempre un papel decisivo en el capitalismo. Pero hoy la explotación de los
recursos temporales parece haber llegado a su límite histórico, y es imposible
evitar que el problema del tiempo, ahora acuciante, se insinúe en la conciencia
social.
La reflexión filosófica decisiva sobre el concepto moderno de tiempo, válida
hasta hoy, se encuentra en Immanuel Kant (1724-1804). Kant descubrió que el
espacio y el tiempo no son conceptos que se refieran al contenido del
pensamiento humano, sino que constituyen las formas a priori de nuestra
capacidad de percibir y pensar. Podemos conocer únicamente el mundo bajo las
formas de tiempo y espacio que están inscritas en nuestra razón, anteriores a
todo conocimiento. Pero Kant define esas formas de tiempo y espacio de un modo
absolutamente abstracto y ahistórico, válido igualmente para todas las épocas,
culturas y formas sociales. Tiempo, para él, es «la temporalidad pura y simple»,
sin ninguna dimensión específica, ya que espacio y tiempo son «formas puras de
la intuición». En la visión kantiana, por tanto, el tiempo es un flujo temporal
abstracto, sin contenido y siempre uniforme, cuyas unidades son todas idénticas:
«Tiempos diferentes son sólo partes del mismo tiempo».
Ciclos cósmicos
La investigación histórica y cultural ha descubierto desde hace mucho que esa
definición de la experiencia y de la percepción del tiempo no es sostenible. Se
reconoció, antes que nada, que las culturas agrarias premodernas no pensaban en
un tiempo lineal uniforme, sino en un tiempo cíclico en ritmos temporales de
constante repetición, regulados según los ciclos cósmicos y de las estaciones.
Si el tiempo es una forma inscrita a priori en la capacidad cognoscitiva humana,
no es menos cierto que a esa forma subyace un cambio histórico y cultural. Las
investigaciones más recientes sobre las diferentes culturas del tiempo han
confirmado este descubrimiento. En todas estas culturas, no afectadas por la
modernidad capitalista, el tiempo no sólo «transcurre» de modo distinto; aparte,
existen formas completamente diferentes de tiempo que transcurren paralelamente
y cuya aplicación varía de acuerdo con el objeto o con la esfera de la vida a la
que se refiere la percepción temporal: «Cada cosa tiene su propio tiempo».
La revolución capitalista consistió esencialmente en desvincular la llamada
economía de todo contexto cultural, de toda necesidad humana. Al transformar la
abstracción social del dinero, antes un medio marginal, en un fin en sí mismo de
carácter tautológico, la economía autónoma invirtió también la relación entre lo
abstracto y lo concreto: la abstracción deja de ser la expresión de un mundo
concreto y sensible, y todos los nexos concretos y todos los objetos sensibles
cuentan tan sólo como expresión de una abstracción social que domina la sociedad
bajo la figura reificada del dinero. La sujeción de las actividades culturales,
hasta entonces concretas, a la abstracción del dinero fue lo que posibilitó
convertir la producción en «trabajo» general abstracto, cuya medida es el
tiempo. Sin embargo, ese tiempo ya no es el tiempo concreto, cualitativamente
diverso según sus relaciones, sino el flujo temporal abstracto de la acumulación
capitalista, como Kant ya presupusiera ciegamente.
Esta dictadura del tiempo abstracto, llevada a cabo por el mecanismo de la
competencia anónima, creó para sí el correspondiente espacio abstracto, el
espacio funcional del capital, separado del resto de la vida. Surgió así un
tiempo-espacio capitalista, sin alma ni rostro cultural, que comenzó a corroer
el cuerpo de la sociedad.
El «trabajo», forma de actividad abstracta y encerrrada en ese tiempo-espacio
específico, tuvo que ser depurado de todos los elementos disfuncionales de la
vida, a fin de no perturbar el flujo temporal lineal: trabajo y morada, trabajo
y vida personal, trabajo y cultura, etc., se disociaron sistemáticamente. Sólo
así fue posible que naciera la separación moderna entre horario de trabajo y
tiempo libre.
Aunque ya no nos demos cuenta de ello, lo que se dice implícitamente es que el
tiempo de trabajo es tiempo sin libertad, un tiempo impuesto al individuo (en el
origen hasta por la violencia) en provecho de un fin tautológico que le es
extraño, determinado por la dictadura de las unidades temporales abstractas y
uniformes de la producción capitalista.
Tiempo muerto y vacío
A pesar de consumir la mayor parte del tiempo diario, la abrumadora mayoría de
los que trabajan no sienten el tiempo de trabajo como tiempo de vida propio,
sino como tiempo muerto y vacío, arrebatado a la vida como en una pesadilla.
Desde el punto de vista del espacio y del tiempo capitalista, inversamente, el
tiempo libre de los trabajadores es tiempo vacío y de ninguna utilidad.
Como este fin tautológico, que escapa a todo control, tiene como principio
eliminar cualquier límite que lo contenga, existe en el capitalismo una fuerte
tendencia objetiva a minimizar el tiempo libre o por lo menos a racionarlo
austeramente. De ahí la paradoja de que las personas en el mundo moderno tengan
que sacrificar mucho más tiempo libre a la producción que en las sociedades
agrarias premodernas, a despecho del gigantesco desarrollo de las fuerzas
productivas.
Este absurdo se revela tanto en el aspecto cuantitativo como en el cualitativo.
En la Antigüedad y en la Edad Media, a pesar del nivel técnico inferior, el
tiempo de producción diaria, semanal o anual era mucho menor que en el
capitalismo. Como la religión tenía primacía sobre la economía, el tiempo de las
fiestas y de los rituales religiosos era más importante que el tiempo de la
producción; había innumerables días festivos, que en gran parte fueron abolidos
en el camino de la modernización. Además, las sociedades agrarias de la vieja
Europa se caracterizaban por enormes disparidades estacionales en el volumen de
actividades. Las épocas más calurosas del año absorbían las tareas, dejando a la
población campesina un invierno relativamente calmo, utilizado muchas veces para
la celebración de las festividades privadas de las que nos dan noticia algunas
canciones populares.
La población artesana de las ciudades estaba menos estructurada por las
diferencias estacionales, pero en compensación sus días de trabajo en los
talleres eran reducidos. Documentos británicos del siglo XVIII dan cuenta de que
los artesanos libres trabajaban sólo tres o cuatro días por semana, según la
voluntad y la necesidad. Era costumbre extender el fin de semana al lunes. La
historia de la disciplina capitalista es también la historia de la lucha
encarnizada contra ese «lunes libre», que sólo de a poco fue eliminado con penas
draconianas y que aún se puede encontrar en algunas regiones en pleno siglo XX
(hay peluqueros que lo mantienen hasta el día de hoy).
Todavía más evidente es la diferencia cualitativa entre tiempo de producción
capitalista y premoderno. El nivel poco elevado de las fuerzas productivas del
sector agrario redundó en muchos constreñimientos (por ejemplo, tradiciones
limitadas y lazos de consanguinidad) y algunas veces en problemas de
abastecimiento (por ejemplo, cosechas arruinadas). Pero el objetivo de la
producción, incluso con medios modestos, no era un fin tautológico abstracto
como hoy, sino el placer y el ocio. Este concepto antiguo y medieval del ocio no
debe ser confundido con el concepto moderno de tiempo libre. Ello porque el ocio
no era una parcela de la vida separada del proceso de actividad remunerada, sino
que más bien estaba presente, por así decir, en los poros y en los intersticios
de la propia actividad productiva. Mientras la abstracción del tiempo-espacio
capitalista no había escindido aún el tiempo de la vida humana, el ritmo de
esfuerzo y descanso, de producción y ocio transcurría en el interior de un
proceso vital amplio y abarcador.
En un sistema de identidad entre producción, vida personal y cultura, aquello
que hoy tal vez nos parezca formalmente una jornada de trabajo de 12 horas no
significaba 12 horas de actividad tensa, bajo el control de un poder económico
objetivado. Ese tiempo de producción estaba atravesado por momentos de ocio;
había, por ejemplo, largas pausas, sobre todo para el almuerzo, que se extendían
a horas de comida comunitaria, una costumbre que se preservó durante más tiempo
en los países mediterráneos que en el norte,hasta ser obligada a ceder espacio
al ritmo del flujo de trabajo abstracto de la industrialización capitalista.
La actividad productiva precapitalista, aparte de estar impregnada por el ocio,
también se caracterizaba por estar menos concentrada, es decir que era más lenta
y menos intensiva que hoy. En una actividad autodeterminada, sin la presión de
la competencia, este ritmo moderado del acto productivo revela claramente la
manera «natural» del comportamiento humano.
Hoy ya no conocemos ese modo de actuar; bajo la imposición silenciosa de la
competencia de mercados anónimos, la jornada de trabajo moderna, degradada
funcionalmente, se volvió cada vez más condensada; primero por la cadencia
mecánica y, después, por el modo perfeccionado de consumir la energía vital con
el auxilio de la llamada racionalización. Desde que el ingeniero norteamericano
Frederick Taylor (1856-1915) desarrolló a comienzos del siglo XX la «ciencia del
trabajo», empleada por primera vez a gran escala en las fábricas de automóviles
de Henry Ford (1863-1947), los métodos de esta «racionalización del tiempo» no
dejaron ya de ser refinados y se inculcaron profundamente en el cuerpo social.
Un joven neurótico
El carácter absurdo de esta concentración monstruosa del tiempo-espacio
capitalista ya no es consciente para nosotros. Taylor era un neurótico que,
cuando joven, contaba compulsivamente sus pasos. En Alemania, la concentración
del tiempo de trabajo fue legitimada por la unión científica con los llamados
«energéticos», cuyo líder, Wilhelm Ostwald (1853-1932), en cierto modo
fundamentó filosóficamente la praxis de Taylor y Ford con un «imperativo
energético».
Esta máxima dice sin rodeos: «¡No desperdicie energía, utilícela!», con total
abstracción e independencia de las necesidades concretas. ¡Como el universo tal
vez sucumba en diez millones de años a la completa entropía por falta de
«energía libre», en rigor sería un desperdicio pasear «sin propósito» o
permanecer mucho tiempo en el cuarto de baño! El carácter neurótico de este
pensamiento, que representa la neurosis objetivada de la racionalidad
empresarial y su lógica de la «economía de tiempo», parece llegar al límite de
la paranoia al final del siglo XX.
En nombre de la tautología capitalista, esta lógica insensata tiene como
resultado «condensar» cada vez más espacio en las unidades idénticas del flujo
temporal abstracto. Se trata, por tanto, de un sistema de aceleración permanente
y sin sentido. El estribillo universal sobre «nuestro mundo en rápida
transformación» tiene como base una paranoia universal objetivada, que el
filósofo Paul Virilio, con pertinencia, definió como «inercia a toda velocidad»
y describió en sus paradojas: «Arrebatados por la fuerza monstruosa de la
velocidad, no vamos a lugar alguno, nos contentamos con la tarea de vivir en
beneficio del vacío de la velocidad».
Pero Virilio comete el mismo error de otros teóricos de la absurda aceleración
desde el comienzo de la industrialización: en un inmediatismo equivocado,
vincula la concentración del tiempo a la tecnología, sin tener en cuenta la
forma histórica del tiempo-espacio capitalista. Sin embargo, no es la tecnología
en sí la que dicta la necesidad de una aceleración vacía; se puede muy bien
desenchufar las máquinas o hacerlas funcionar más lentamente. En realidad, es el
vacío del tiempo-espacio capitalista, separado de la vida y sin lazos
culturales, el que impone a la tecnología una estructura determinada y la
transforma en un mecanismo autónomo de la sociedad, imposible de ser
desconectado.
Vacío de la aceleración
La desproporción grotesca entre un aumento permanente de las fuerzas productivas
y un aumento igualmente constante de la falta de tiempo produce en los propios
espíritus acríticos cierto malestar. Pero, como la forma del tiempo capitalista
parece intocable en el espacio funcional del trabajo abstracto, la esperanza de
las personas en el siglo XX se concentró cada vez más en el tiempo libre, que,
según teóricos como Jean Fourastié o Daniel Bell, tendría una expansión
continua.
Esta esperanza, sin embargo, fue doblemente frustrada. Con la transformación del
tiempo libre en un consumo de mercancías en crecimiento constante, el vacío de
la aceleración fue capaz de tomar posesión de lo que aún quedaba de vida; las
formas raquíticas de descanso fueron sustituidas por un hedonismo furioso de
idiotas del consumo, un hedonismo que comprime el tiempo libre de la misma forma
que, antes, el horario de trabajo. Por otro lado, esa misma lógica paranoica de
la «economía (empresarial) de tiempo» transforma la ganancia de productividad de
la tercera revolución industrial en una nueva relación desproporcionada. El
resultado no es, como se esperaba, más tiempo libre para todos, sino una
aceleración aún mayor dentro del tiempo-espacio capitalista, para unos, y un
desempleo estructural masivo, para otros.
Desempleo en el capitalismo, sin embargo, no es tiempo libre, sino tiempo de
escasez. Los excluidos de la aceleración vacía no ganan en ocio, sino que son
definidos más bien como no-humanos en potencia. Así, después de la utopía del
trabajo, fracasó también la utopía del tiempo libre. No es por medio de una
expansión del tiempo libre orientado hacia el consumo de mercancías que el
terror de la economía sin frenos puede ser contenido, sino solamente por medio
de la absorción del trabajo y del tiempo libre escindidos en una cultura
abarcadora, sin la saña de la competencia. El camino hacia el ocio pasa por la
liberación de la forma temporal capitalista.
http://usuarios.lycos.es/pimientanegra, se publicó en 1999 en el periódico
brasileño Folha de São. Paulo, 1999

El
desarrollo insostenible de la naturaleza
Las inundaciones y sequías registradas durante los últimos meses en el mundo
anuncian una nueva y grave dimensión de la crisis ecológica.
Las inundaciones de julio a septiembre de este año, ocurridas en todo el mundo,
entrarán en la historia de las catástrofes naturales como un triste recuerdo. En
una extensión jamás vista desde el comienzo de los registros meteorológicos de
la modernidad, regiones gigantescas quedaron inundadas simultáneamente en
Europa, África, Asia, América del Sur y del Norte.
Lluvias de intensidad extrema con hasta 600 litros por metro cuadrado,
deslizamientos de tierra y ríos desbordados destruyeron las infraestructuras de
provincias enteras, aniquilaron la cosecha, provocaron decenas de millares de
muertes y dejaron a millones de personas sin techo. En el este de Alemania, una
'inundación del siglo' paralizó toda la vida económica.
Al mismo tiempo, y exactamente a la inversa, otras regiones, a menudo en el
interior del mismo país, fueron asoladas por las catástrofes correspondientes de
la sequía. Así, si las personas en el sur reseco de Italia ya no podían bañarse
y la Mafia empezó a vender agua en botellas, en el norte del país áreas
completas estaban bajo las aguas y la vendimia era destruida en su mayor parte
por los temporales.
Método
O el diluvio o nada de agua: esta desproporcionalidad posee un método. Como
informan las grandes empresas de seguros actuantes en todo el mundo los daños
por temporales e inundaciones aumentan de año en año: en Europa, según datos del
consorcio Allianz, se cuadruplicaron sólo en la primera mitad de 2002. Hace ya
mucho tiempo que hasta un niño sabe que la 'violencia máxima' de estas
catástrofes no viene de los dioses; tampoco se trata de puros procesos
naturales, exteriores a la sociedad humana. Al contrario, nos las tenemos que
ver con alteraciones de la naturaleza socialmente producidas, sobre las cuales
los ecologistas alertaron en vano hace ya décadas. El resultado son 'catástrofes
sociales de la naturaleza', que se propagan de manera irreversible.
¿Por qué la percepción de los nexos ecológicos, existente hace años, es
socialmente ignorada de un modo tan obstinado? Evidentemente el problema de la
relación entre procesos socioeconómicos y naturales debe ser reformulado a
fondo. La sociedad tiene una cualidad diferente de la naturaleza. Aunque no se
extienda una muralla china entre los seres vivos, los hombres se distinguen
fundamentalmente de las plantas y de los animales, sea donde fuere que resida
esa diferencia y sea donde fuere se deba buscar el umbral de la transición.
Decía Marx que lo que distingue al peor maestro de obras de la mejor abeja
consiste en que la obra humana 'tiene que pasar primero por la cabeza', o sea
que no es ella misma un proceso natural inmediato, sino la reconfiguración de la
naturaleza por medio de la conciencia liberada. Sólo con esto, por supuesto,
surge una relación de naturaleza y cultura o de naturaleza y sociedad. Esta
relación contiene una tensión que puede estallar destructivamente. Puesto que
procesos sociales y naturales no son idénticos, pueden chocar entre sí. Ningún
ser humano es simplemente capaz de 'vivir en armonía con la naturaleza', como
pretende la ideología verde. De lo contrario, él mismo sería simple naturaleza,
es decir, un animal. La sociedad no es inmediatamente naturaleza, sino 'proceso
de metabolismo con la naturaleza' (Marx), esto es, remodelamiento y
'culturización' de la naturaleza ('culto' significaba originariamente 'cultivo
de la tierra').
Para que este proceso no lleve a fricciones catastróficas, es indispensable una
organización racional de la sociedad. Razón significa, en este aspecto, nada más
que una reflexión sobre los nexos naturales de la conciencia y un comportamiento
correspondiente en la reconfiguración social de la naturaleza que evite la
explotación exhaustiva y absurda y los efectos colaterales destructivos. Una
organización racional de la sociedad, sin embargo, no puede limitarse al
'proceso de metabolismo con la naturaleza'. La razón es indivisible. Sin una
relación racional de los miembros de la sociedad entre sí, esto es, una relación
que satisfaga las carencias sociales, no puede haber razón alguna ni
remodelación de la naturaleza. Como Hokheimer y Adorno mostraron en la
Dialéctica de la Ilustración (edit. Trotta, Madrid, 1994), un 'dominio sobre la
naturaleza' irracional, destructivo e irreflexivo, y un idéntico 'dominio del
hombre sobre el hombre' se condicionan recíprocamente.
Dinámica amenazadora
En este sentido, todas las sociedades hasta hoy deben considerarse irracionales,
ya que no se libraron de la irracionalidad de la dominación. Incluso las
catástrofes sociales, como las guerras o los flagelos del hambre, y la
destrucción de la naturaleza se condicionan recíprocamente. La dominación
siempre es destructiva, pues representa una relación de poder no-reflexiva.
Definidas por relaciones de dominación y sometimiento en el nivel de las
relaciones sociales, las sociedades agrarias premodernas también conocieron la
destrucción de los nexos naturales ligada a ello. La calcarización de las
orillas del Mediterráneo, otrora cubiertas de bosques, fue, como se sabe,
consecuencia del consumo inescrupuloso de madera por las potencias antiguas,
sobre todo por el Imperio Romano. La construcción de flotas de guerra desempeñó
aquí un gran papel.
Pero esa destrucción de la naturaleza se limitaba a aspectos aislados de la
biosfera, no asumía aún un carácter sistemático y omnicomprensivo. Sólo la
maravillosa modernidad desencadenó una dinámica que se volvió de modo general
una amenaza para la vida terrestre, provocando en gran escala aquellas
'catástrofes sociales de la naturaleza'; y con tanto mayor ímpetu cuanto más la
sociedad moderna se desarrolla, convirtiéndose en un sistema planetario total.
Sería improcedente atribuir la dinámica de la destrucción moderna de la
naturaleza exclusivamente a la técnica. Evidentemente son los medios técnicos
los que intervienen directa o indirectamente en los nexos naturales. Pero esos
medios no son responsables por sí, son el resultado de una determinada forma de
organización social, que define tanto las relaciones sociales como el 'proceso
de metabolismo con la naturaleza'. El moderno sistema productor de mercancías,
basado en la valorización del capital monetario como fin en sí mismo, se revela
así, de una doble manera, irracional: tanto en el macroplano de la economía
nacional y mundial como en el microplano de la economía industrial.
El macroplano, esto es, la suma social de todos los procesos de valorización y
de mercado, produce la coerción de un crecimiento abstracto permanente de la
masa de valores. Esto lleva a formas y contenidos nocivos de producción y a
modos de vida que no son compatibles ni con las carencias sociales ni con la
ecología de los nexos naturales (transporte individual, asentamientos
irregulares, destrucción del medio ambiente, formación de aglomeraciones
monstruosas en las ciudades, turismo de masas, etc.).
En el microplano de la economía industrial, las coerciones del crecimiento y de
la competencia conducen a una política de 'reducción de costes' a cualquier
precio, sin importar si el contenido de la producción es en sí conveniente o
nocivo. Pero los costes no son en su mayor parte objetivamente reducidos, sino
simplemente desplazados hacia fuera: a toda la sociedad, a la naturaleza, al
futuro. Esta 'externalización' de los costes aparece entonces, por un lado, como
'desempleo' y pobreza; por otro, como contaminación del aire y del agua,
desertización y erosión del suelo, transformación destructiva de las condiciones
climáticas, etc.
La posguerra
Las consecuencias destructivas de este modo de producción irracional sobre el
clima y la biosfera parecían ser al principio una cuestión meramente teórica, ya
que se manifestaban en escala planetaria sólo a largos intervalos. El proceso de
destrucción fue preparado por dos siglos de industrialización, acelerado por el
desarrollo del mercado mundial después de 1945 y agudizado por la globalización
de las dos últimas décadas. Repitiéndose a intervalos cada vez más cortos y
extendiéndose por un número cada vez mayor de regiones del globo, las
catástrofes de las inundaciones y de las sequías anuncian los límites absolutos
de este modo de producción, así como el desempleo y la pobreza en masa, globales
y crecientes, marcan sus límites socioeconómicos absolutos. El diluvio y la
sequía pueden ser explicados de manera precisa como relaciones de causa y efecto
a partir de la lógica destructiva del mercado mundial y de la economía
industrial. A escala continental y transcontinental, la lluvia y los temporales
extremos y anormales, así como, a la inversa, la escasez extrema y anormal de
agua son provocadas por modificaciones climáticas, que a su vez son el resultado
de la emisión industrial desenfrenada de los llamados gases de invernadero
(clorofluorocarbonados). Estos gases, que calientan artificialmente a largo
plazo la temperatura de la tierra, son liberados en la producción y en la
operación de casi todas las mercancías industriales importantes, aunque existan
también otras posibilidades técnicas.
Fracaso de las ONGs
A escalas regionales menores, es una serie completa de intervenciones en la
naturaleza producidas por la economía de mercado la que lleva a la
intensificación de la nueva dimensión de los temporales, llegándose a las
catástrofes de las inundaciones que se extienden a lo largo de grandes
superficies: en los valles fluviales, las tierras son industrialmente
endurecidas, las planicies a las orillas de los ríos aniquiladas y convertidas
en regiones de comercio y construcción, y los propios ríos, 'rectificados',
dragados y transformados en 'autopistas de agua'.
Por un lado, en consecuencia, el cambio climático generado por la economía de la
industria y del mercado concentra masivamente las lluvias, antes distribuidas
con uniformidad, en determinadas zonas; por otro, en razón igualmente de las
prácticas inescrupulosas del mercado y de la industria, los volúmenes de agua se
escurren y se infiltran allí en una medida mucho menor de lo que sucedía en el
pasado. Es cierto que los críticos ecologistas demostraron estos nexos,
alertando sobre las catástrofes que ahora se manifiestan realmente. Pero siempre
evitaron poner en cuestión el principio económico determinante como tal.
Teóricos y ensayistas ecologistas, partidos 'verdes' y ONGs como Greenpeace se
rindieron todos ellos a los principios 'eternos' del capitalismo. Nunca desearon
algo diferente de una especie de 'lobby de la naturaleza', insertado en el marco
exacto de la lógica que destruye la biosfera. Todo el debate sobre el llamado
'desarrollo sostenible' ignora el carácter del principio abstracto de la
valorización y del crecimiento, que no posee ningún sentido para las cualidades
materiales, ecológicas y sociales y, por ello, es completamente incapaz también
de tomarlas en consideración. Absurdo por completo es el proyecto de pretender
que la economía industrial contabilice en sus balances los costes de la
destrucción de la naturaleza que ha acumulado. Desde luego, la esencia de la
economía industrial consiste justamente en el hecho de externalizar los costes
por sistema, costes que al fin ya no pueden ser pagados por ninguna instancia.
Si de este modo encontrara un freno, ya no sería ninguna economía industrial, y
los recursos sociales para el 'proceso de metabolismo con la naturaleza'
tendrían que ser organizados de una manera cualitativamente diferente. Es una
ilusión creer que la economía industrial vaya a renegar de su propio principio.
El lobo no se hace vegetariano y el capitalismo no se convierte en una
asociación para la protección de la naturaleza y la filantropía.
Un 'lujo'
Como era de esperar, todas 'cumbres' sobre la protección del clima y de la
sostenibilidad, desde Río a Johannesburgo, pasando por Kyoto, fracasaron de
forma lamentable, y la resistencia 'sostenible' de los EE.UU, que no quieren
perder la alegría de su consumo de potencia mundial, no fue la última de las
razones. Toda vez que el reequipamiento perfectamente posible con otras
tecnologías pesaría en los cálculos de la economía industrial y reduciría las
ganancias, es rechazado y el gas-invernadero sigue siendo emitido en grandes
cantidades; de la misma forma, la destrucción del medio ambiente continúa de
manera desenfrenada. Entretanto, la disposición para intervenciones ecológicas
en la economía llegó a retroceder dramáticamente, porque el fin del capitalismo
de burbujas financieras amenaza con estrangular la economía mundial y, por tal
razón, la protección de la naturaleza y del clima parece ser sólo un 'lujo', el
primero en ser recortado. Bajo el shock de la crisis económica, cada vez más ex
eco-activistas prominentes se confiesan hijos del capitalismo, y ya no quieren
saber nada de una limitación de la economía industrial. Uno de éstos es el
'científico político' danés Björn Lomborg [autor de El ambientalista escéptico],
que se volvió el predilecto de la prensa económica y puede viajar a todas partes
como misionero bien pagado de la industria, ya que remite la catástrofe del
clima al reino de la fantasía y asegura que, con la ayuda de la economía de
mercado global, todo quedará cada vez mejor y hasta la naturaleza empezará a
valer.
Sin enfriamiento
Entusiasmado con esa falsificación descarada de los hechos, el Wirtschaftswoche,
órgano central del neoliberalismo alemán, dedicó toda una serie a las tesis de
Lomborg. En la última parte de la serie, llegó puntualmente la gran inundación.
Meteorologistas e historiadores constataron de común acuerdo que hacía siglos
que no se registraban en Europa central temporales e inundaciones de este tipo.
La alteración del clima fue entonces directa y sensiblemente perceptible, pues
se trataba de tempestades y aguaceros sin enfriamiento, como los que sólo se
conocen comúnmente en las regiones tropicales. La catástrofe subsiguiente de la
inundación en Alemania, en la República Checa y en Austria, de igual forma que
en Asia, provocó daños por billones de euros.
Debido a las arcas vacías del Estado, el canciller alemán Gerhard Schroeder tuvo
que poner en cuestión el pacto de estabilidad de la Unión Europea. La inundación
asumió dimensiones que afectan a la política financiera. Es cada vez más
evidente: crisis económicas y destrucción ecológica se entrelazan en una
catástrofe global única. Las leyes físicas no pueden ser manipuladas por las
estadísticas, y los 'pragmáticos realistas' del sistema del mercado global se
hunden literalmente en el agua sucia y en el fango.
Argenpress.info

La privatización del mundo
Es de suponer que la naturaleza existía ya antes de la economía moderna. De ahí
que la naturaleza sea en sí gratis, sin precio. Esto distingue los objetos
naturales sin elaboración humana de los resultados de la producción social, que
no representan ya la naturaleza "en sí", sino la naturaleza trasformada por la
actividad humana. Estos "productos", a diferencia de los objetos naturales
puros, nunca fueron de libre acceso; desde siempre estuvieron sujetos, según
determinados criterios, a un modo de distribución socialmente organizado. En la
modernidad, es la forma de producción de mercancías la que regula esa
distribución en el modo del mercado, según los criterios de dinero, precio y
demanda (solvente). Pero es un problema antiguo el que la organización de la
sociedad tienda a obstruir también el libre acceso a un número creciente de
recursos prehumanos de la naturaleza. Esa ocupación lleva, de las más diversas
formas, el mismo nombre que los productos de la actividad social, la llamada
"propiedad". O sea, se da un quid pro quo:
otrora libres, los objetos naturales no elaborados por el ser humano son
tratados exactamente como si fuesen los resultados de la forma de organización
social, y de ahí sometidos a las mismas restricciones.
La ocupación más antigua de esa clase es la tierra. La tierra en sí no es
naturalmente el resultado de la actividad productiva humana. Por eso tendría que
ser también, en sí, de libre acceso. Cuanto mucho, la tierra ya transformada,
labrada y "cultivada" podría estar sometida a los mecanismos sociales; y, en tal
caso, tendría que ser propiedad de aquellos individuos que la cultivaran. Pero,
como se sabe, no es ese exactamente el caso. Justamente la tierra aún del todo
inculta es usurpada con violencia. Ya en la Biblia existe la disputa entre
labradores y criadores de ganado por territorio (Caín y Abel) y, entre los
pastores nómadas, por "pastos más fértiles". La usurpación del suelo "virgen"
es el pecado original y hereditario de la "dominación del hombre por el hombre"
(Marx). Las aristocracias de todas las altas culturas agrarias represivas
surgieron por esa apropiación violenta de la tierra, literalmente a punta de
garrote y lanza. Sin embargo, la propiedad en las culturas agrarias no se
parecía ni de lejos a la propiedad privada en el sentido actual. Eso
significaba, ante todo, que la propiedad no era exclusiva o total. La tierra
podía ser utilizada y cultivada también por otros, que a cambio pagaban ciertos
tributos (la renta feudal en la forma de víveres o servicios) a los
propietarios, aquellos originariamente violentos. Pero había aún posibilidades
de uso gratuito. Por ejemplo, en muchos lugares, los campesinos tenían permiso
para trasladar sus cerdos hasta las tierras incultas del señor feudal, cosechar
allí forrajes que crecían de manera silvestre o recoger otras materias
naturales. Diferentes posibilidades de uso libre nunca dejaron de ser
controvertidas, como el derecho a la caza o a la pesca.
Cuando los señores feudales intentaban establecer prohibiciones en ese sentido,
éstas casi nunca eran obedecidas. Así, el cazador y el pescador furtivos
llegaron a figurar entre los héroes de la cultura popular premoderna.
La propiedad privada moderna reforzó monstruosamente la sumisión de la
naturaleza "libre"
a la forma de la organización social, obstruyendo así el acceso a los recursos
naturales con un rigor nunca visto. Esta intensificación de la tendencia
usurpadora tiene su razón en el hecho de que la ocupación se efectúa ahora ya no
por el acto personal e inmediato de violencia, sino por el imperativo económico
moderno, que representa una violencia "cosificada" de segundo orden. La
violencia armada inmediata se manifiesta todavía hoy en la ocupación de los
recursos naturales, pero ella ya está cosificada de forma institucional en la
propia figura de la policía y del Ejército. La violencia que sale de los cañones
de las armas modernas ya no habla por sí misma; se convirtió en el simple
alguacil del fin en sí mismo económico.
Este dios secularizado de la modernidad, el capital como "valor que se
autovaloriza" incesantemente (Marx), no aparece, sin embargo, sólo en la figura
de una cosificación irracional; él es incluso más celoso que todos los otros
dioses que lo precedieron. En otras palabras: la economía moderna es
totalitaria. Esgrime una pretensión total sobre el mundo natural y social.
Por eso, todo lo que no está sometido y asimilado a su propia lógica es para
ella fundamentalmente una espina en la garganta. Y como su lógica consiste única
y exclusivamente en la valorización permanente del dinero, tiene que odiar todo
lo que no asume la forma de un precio monetario. No debe haber nada más bajo el
cielo que sea gratuito y exista por naturaleza. La propiedad privada moderna
representa sólo la forma jurídica secundaria de esa lógica totalitaria. Aquélla
es, por eso, tan totalitaria como ésta: el uso debe ser un uso exclusivo. Esto
vale particularmente para los recursos naturales primarios de la tierra. Bajo la
dictadura de la propiedad privada moderna, ya no es tolerado ningún uso gratuito
para la satisfacción de las necesidades humanas, más allá de los oficiales: los
recursos tienen que servir a la valorización o quedar en barbecho. Dada la forma
de la propiedad privada, incluso la parte de la tierra que el capital no puede
usar de ningún modo debe estar excluida de cualquier otro uso. Esta imposición
descabellada provocó repetidas veces la protesta social. En la época anterior a
1848, una experiencia crucial para el joven Marx, subrayada a menudo en su
biografía, fue la discusión en torno a la "ley prusiana contra el robo de leña",
que pretendía prohibir a los pobres recoger gratuitamente la leña de los
bosques. El conflicto sobre el uso libre de los bienes naturales, sobre todo de
la tierra, jamás cesó en toda la historia del capitalismo. Incluso hoy, en
muchos países del Tercer Mundo, existen movimientos sociales de "ocupantes de
tierras" que ponen en cuestión la dictadura totalitaria de la propiedad privada
moderna sobre el uso del suelo.
En el desarrollo del moderno sistema productor de mercancías, el problema
primario del acceso a los recursos naturales gratuitos fue relegado por el
problema secundario del acceso a los recursos "públicos", directamente
relacionados con el conjunto de la sociedad: las llamadas "infraestructuras".
Con la industrialización capitalista y la inherente aglomeración de masas
gigantescas de seres humanos (urbanización), surgieron carencias sociales,
haciendo necesarias medidas que no podían ser definidas por la ley del mercado,
sino sólo por la administración social directa. Por un lado, se trata ahora de
sectores completamente nuevos, resultantes del proceso de industrialización,
como el servicio público de salud, las instituciones públicas de enseñanza
(escuelas, universidades, etc.), el suministro de energía y los transportes
públicos (ferrocarril, metropolitano, etc.).
Por otro lado, también los recursos naturales antes libremente accesibles sin
ninguna organización social y los procesos vitales que se efectúan por sí mismos
tuvieron que ser socialmente organizados y colocados bajo la administración
pública: es el caso del abastecimiento público de agua potable, de la recogida
pública de basura, de los alcantarillados públicos, etc., llegando incluso a los
sanitarios públicos en las grandes ciudades. Bajo las condiciones del moderno
sistema productor de mercancías, la "administración de cosas"
pública y colectiva no puede asumir sino la forma distorsionada de un aparato
burocrático estatal. Pues la forma moderna "Estado" representa solamente el
reverso, la condición estructural y la garantía de lo "privado" capitalista; el
Estado no puede, por naturaleza, asumir la forma de una "asociación libre".
La administración pública de cosas permanece así nacionalmente limitada,
burocráticamente represiva, autoritaria y ligada a las leyes fetichistas de la
producción de mercancías. Por eso los servicios públicos asumen la misma
forma-dinero que la producción de mercancías para el mercado. Aun así no se
trata de precios de mercado, sino sólo de tarifas; algunas infraestructuras
hasta son ofrecidas gratuitamente. El Estado financia esos servicios y agregados
de cosas sólo en una pequeña parte, por medio de tarifas cobradas a los
ciudadanos; en lo esencial, son subvencionados con la imposición a los
rendimientos capitalistas (salarios y ganancias). De este modo, la
administración pública de cosas permanece ligada al proceso de valorización del
capital.
Por un período de más de cien años, los sectores del servicio público y de la
infraestructura social fueron reconocidos en todas partes como el apoyo
necesario, amortiguación y superación de las crisis del proceso del mercado. Sin
embargo, en las dos últimas décadas se impone en el mundo entero una política
que, exactamente al revés, resulta en la privatización de todos los recursos
administrados por el Estado y de los servicios públicos. De ningún modo esta
política de privatización es defendida sólo por partidos y gobiernos
explícitamente neoliberales; desde hace mucho tiempo, ella prepondera en todos
los partidos. Esto indica que no se trata aquí sólo de ideología, sino de un
problema de crisis real. Seguramente desempeña un papel en esto el hecho de que
la recaudación pública de impuestos retrocede con rapidez a causa de la
globalización del capital. Los Estados, las provincias y los ayuntamientos
superendeudados en todo el mundo se convierten en factores de crisis económica,
en vez de poder ser activos como factores de superación de la crisis. Una vez
dilapidados los dineros de los sistemas socialmente administrados, las "manos
públicas"
acaban pareciéndose fatalmente a las masas de víctimas de la vejez indigente,
que en las regiones críticas del planeta venden en los mercados de segunda mano
los muebles y hasta la ropa para poder sobrevivir. No obstante, la raíz del
problema es más honda. En esencia, se trata de una crisis del propio capital,
que, bajo las condiciones de la tercera revolución industrial, tropieza con los
límites absolutos del proceso real de valorización. Aunque tenga que expandirse
eternamente, por su propia lógica, se encuentra cada vez menos en condiciones
para ello, sobre sus propias bases. De ahí resulta un doble acto de
desesperación, una fuga hacia adelante: por un lado, surge una presión
aterradora para ocupar todavía los últimos recursos gratuitos de la naturaleza,
de hacer incluso de la "naturaleza interna" del ser humano, de su alma, de su
sexualidad, de su sueño, el terreno directo de la valorización del capital y,
con ello, de la propiedad privada. Por otro, las infraestructuras públicas
administradas por el Estado deben ser administradas, también a vida o muerte,
por sectores del capitalismo privado.
Pero esta privatización total del mundo muestra definitivamente el absurdo de la
modernidad; la sociedad capitalista se convierte en autocanibalística.
La base natural de la sociedad es destruida a velocidad creciente; la política
de disminución de costos y la tercerización a todo precio arruinan la base
material de las infraestructuras, el conjunto organizador y, con ello, el valor
de uso necesario. Es conocido desde hace tiempo el caso desastroso del
ferrocarril y, de modo general, el de los medios de transporte, en otro tiempo
públicos: cuanto más privados, tanto más deteriorados y más peligrosos para la
comunidad. El mismo cuadro se comprueba en las telecomuniciones, en el correo,
etc. Quien hoy precisa, al mudarse de casa, instalar un teléfono nuevo, pasa por
el fragor de plazos, confusión de competencias entre las instancias
"tercerizadas" y técnicos seudoautónomos y maldicientes. El correo alemán, que
se transformó en una empresa y "global player" ansioso por su capitalización en
las Bolsas, en breve distribuirá cartas en California o China; a cambio, el
servicio más sencillo de entrega sigue funcionando mal en casa. ¡Qué prodigio
que actividades enteras sean ajustadas a salarios módicos, las regiones de
entrega con pocos carteros dobladas o triplicadas, y las filiales extremadamente
desguarnecidas! Las oficinas de correos o las estaciones de ferrocarril se
transforman en kilómetros fulgurantes de terrenos ajenos a su competencia,
mientras el que sufre es el propio servicio. Cuanto más estilizados los
escritorios, tanto más miserable el servicio. A pesar de todas las promesas, la
privatización significa tarde o temprano no sólo el empeoramiento sino también
el aumento drástico de los precios. Porque eres pobre, tienes que morirte antes:
con la privatización creciente de los servicios de salud, esa vieja sabiduría
popular recibe nuevas honras incluso en los países industriales más ricos. La
política de privatización no da tregua siquiera a las necesidades humanas más
elementales. En Alemania, los baños de las estaciones de tren pasaron a ser
recientemente controlados por una empresa transnacional llamada "McClean", que
cobra por la utilización de un mingitorio lo mismo que cuesta una hora de
aparcamiento en el centro de la ciudad. Por lo tanto, ahora ya se dice: ¡porque
eres pobre, tienes que mearte en los calzones o aliviarte de forma ilegal!
La privatización del suministro de agua en la ciudad boliviana de Cochabamba,
que, por decisión del Banco Mundial, fue vendido a una "empresa de agua"
norteamericana, muestra lo que nos espera aún. En unas pocas semanas, los
precios subieron a tal punto que muchas familias tuvieron que pagar hasta un
tercio de sus ingresos por el agua diaria. Juntar agua de lluvia para beber fue
declarado ilegal, y a las protestas se respondió con el envío de tropas. Luego
tampoco el sol brillará gratis. ¿Y cuándo llegará la privatización del aire que
respiramos? El resultado es previsible: ya nada funcionará, y nadie podrá pagar.
En ese caso, el capitalismo tendrá que cerrar tanto la naturaleza como la
sociedad humana por "falta de rentabilidad" y abrir otra.
Original alemán: "Die Privatisierung der Welt", en www.krisis.org Publicado en
Folha de S. Paulo, el 14.7.02, con el título de "Modernidade Autodevoradora", en
traducción de Luiz Repa.
Traducción del portugués: Round Desk. Texto tomado de:
http://planeta.clix.pt/obeco

Prefacio
a la edición portuguesa del "Manifiesto contra el trabajo"
NORBERT TRENKLE
Enero 2003
Cuando en junio de 1999 se publicó en Alemania el Manifiesto contra el Trabajo,
la denominada «new economy» estaba precisamente en el ápice de su embriaguez,
financiada por la Bolsa. La colosal valorización de las acciones había
obnubilado los cerebros e incentivado una irreal e histérica atmósfera de éxito,
haciendo creer que cualquiera podía hacerse rico de la noche a la mañana, en
cuanto se empeñase con la suficiente pericia. Los universitarios encargados de
publicitar el mercado llegaron al punto de hacer correr el rumor de que el
capitalismo se había liberado de sus propias leyes y que en lo sucesivo podía
funcionar sin crisis.
Ya a esa altura no era preciso, por cierto, tener ningún tipo de conocimiento
especializado para reconocer que estas ilusiones se asentaban sobre un
gigantesco efecto de represión. Mientras los invitados levantaban sus copas de
champaña en la fiesta en la que se reunían todos aquellos que seguían siendo los
ganadores del mercado mundial, había cada vez más sectores de la población
mundial que se veían empujados hacia la miseria absoluta, por el simple hecho de
haber pasado a ser, como fuerza de trabajo, innecesarios para la valorización
del capital. La mayor parte de los países del antiguo «socialismo real» habían
sido casi completamente desindustrializados y devastados, después de diez años
de supuesta adaptación y de efectiva desregulación neoliberal. El hambre y las
guerras entre las bandas organizadas asolaban grandes regiones del Este, de un
modo no diferente a cómo ocurría en el Sur globalizado. Y hasta los «tigres» del
Sudeste asiático habían caído estrepitosamente desde el trono de la ilusiones
del mercado mundial.
Pero también en la Unión Europea, los Estados Unidos y Japón, hacía ya tiempo
que se venía haciendo visible el proceso de crisis generalizada de la sociedad
basada en el trabajo y en la producción de mercancías. Desde los años 80 estaban
aumentando considerablemente los fenómenos de exclusión social, y el desempleo
masivo sólo en apariencia se contenía a costa de «programas de ocupación»
financiados por el crédito, de manipulaciones estadísticas en gran escala o de
la imposición de salarios de miseria y de transferencias coercitivas hacia el
llamado «sector informal». Paralelamente, en el plano de la conciencia y de la
elaboración ideológica, empezaba a instalarse un fanatismo cada vez más agresivo
en torno de la idea de trabajo, que hacía de los desempleados y de otros
ciudadanos socialmente excluidos los culpables del destino que les había tocado.
Mientras tanto, la imagen fantasmal de un capitalismo libre de crisis está hoy
empíricamente desmentida, incluso a los ojos de los grandes artífices de la
represión. Fue suficiente la implosión de una parte relativamente pequeña de la
burbuja especulativa (el gran «crash» de las bolsas mundiales está cercano, pero
aún no ocurrió) para llevar la economía mundial a una recesión cuyas
consecuencias sociales se sienten cada vez con mayor claridad, hasta en los
centros capitalistas. Al tiempo que una parte de los que se contaban entre los
ganadores de la «new economy» dejaban de disponer de los buenos salarios que
recibían, para ingresar en el paro, los sistemas de protección social empezaron
a ser progresivamente desmantelados y el mercado de trabajo cada vez más
fuertemente desregulado. Como es natural, los efectos concretos varían de país
en país, según la posición respectiva en la jerarquía del mercado mundial, pero
también de acuerdo con la trayectoria de cada uno de éstos desde el punto de
vista de la historia de las mentalidades. Así, no cabe duda de que tanto la
identificación esclavista con el trabajo como la agresión contra todos aquellos
que no quieren o no pueden trabajar son fenómenos más señaladamente presentes en
Alemania que en países como Portugal, Italia o Brasil. Pero, por otro lado, la
reacción a la crisis del trabajo es, en líneas generales, la misma en todo el
mundo. Con el colapso del trabajo, entra también en colapso el fundamento de la
sociedad capitalista, dando origen a un fundamentalismo del trabajo, de cuño
marcadamente religioso, que pretende salvar lo que ya no puede ser salvado, ni
siquiera a la fuerza.
Contra toda esta situación no se ha constituido, hasta hoy, una protesta de
masas eficaz. Es verdad que con el movimiento de crítica a la globalización se
articula, por primera vez desde hace mucho tiempo, una renovada resistencia
social que despierta algunas esperanzas, sobre todo debido a su carácter
transnacional. Pero de hecho esa resistencia continúa en lo esencial presa de
las categorías de la sociedad del trabajo y de la mercancía, como lo prueban
algunas de sus reivindicaciones, por ejemplo, el retorno a la regulación estatal
de las relaciones de mercado o el control sobre los mercados financieros. Estas
reivindicaciones, y otras de la misma naturaleza, no sólo no producen efectos
prácticos, porque ya no tienen ningún fundamento económico, sino que sobre todo
se revelan, en sus principios, ideológicamente compatibles con una
administración autoritaria de la crisis, eventualmente con recursos a medidas de
trabajo forzado –aunque no sea ésta la voluntad de la mayor parte de los
activistas del movimiento. No hay manera de eludir la cuestión: hoy, en el
momento en que el sistema basado en la producción de mercancías alcanza su
límite histórico y entra en la fase de autodestrucción, no puede haber
emancipación social sin una crítica radical del trabajo. Por eso mismo, se hace
más gratificante el fuerte eco que este Manifiesto ha encontrado en los últimos
años. No sólo en Alemania, sino también en otros países, ha sido activamente
discutido en círculos de oposición. Mientras tanto, ha sido traducido a siete
lenguas (véase: www.krisis.org) y publicado en Brasil, Francia, España, Italia y
México. Esperamos que también en Portugal pueda contribuir a una necesaria
renovación radical de la crítica de la sociedad.
(Editorial Antígona, traducción del alemán: José Paulo Vaz, revisada por José M.
Justo.)
http://planeta.clix.pt/obeco.
Traducción del portugués para Pimienta negra: Round Desk
