Dios le bendiga, Mr. Rosewater
(fragmento)
ENLACES RELACIONADOS
Web de Kurt Vonnegut | Kurt (z) Suplemento Radar,
Página|12, 10/12/12 | Reportaje
a K. Vonnegut (La Insignia, 2003)


 Kurt
Vonnegut fue uno de los autores clave de la literatura norteamericana del
siglo XX y un ícono de la contracultura en EE.UU., con novelas como "Matadero
5", "Las sirenas de Titán" y "Desayuno de campeones".
Nació en Indianápolis el 11 de noviembre de 1922 y murió en Nueva York el
11 de abril de 2007.a causa de las heridas cerebrales que le produjo una
caída. Tenía 84 años.
Publicó su primera novela, "Player
Piano", en 1951 (La pianola).
Sus novelas, cuentos y piezas
teatrales mezclaron la ciencia ficción y la autobiografía con fuertes trazos
de crítica social y una mezcla de humor con una visión amarga de la realidad.
En su momento, algunos de sus libros llegaron a ser prohibidos y hasta quemados
debido a su presunto contenido obsceno.
Vonnegut daba charlas en las que aconsejaba a su audiencia que desarrollara
un pensamiento libre y criticaba mordazmente a las instituciones que "deshumanizaban"
al público.
Estudió química en la Universidad de Cornell, luego se unió al ejército
estadounidense y combatió en la Segunda Guerra Mundial, donde fue tomado
prisionero durante la Batalla de las Ardenas.
Estaba detenido en Dresde, Alemania, cuando fuerzas aliadas bombardearon
la ciudad.
Después de la guerra trabajó como corresponsal del departamento municipal
de noticias de Chicago, y luego en el área de Relaciones Públicas de General
Electric.
 "Hay
un clima raro últimamente"
[Citas de la conferencia pronunciada por Kurt Vonnegut en la Casa de Mark
Twain en Harford, Connecticut, en abril de 2003, y que fuera publicada en
en el sitio In these times (www.inthesetimes.com)]
Primero lo primero. Quiero que quede muy claro que este bigote que uso es
el bigote de mi padre. Debí haber traído una fotografía suya.
Mi hermano mayor, Bernie, ahora fallecido, fue un físico y químico que descubrió
que el yoduro de plata a veces puede hacer que nieve o que llueva; él también
usaba este bigote.
Hablando del clima: Mark Twain dijo que algunos de sus lectores se quejaron
de que no había suficiente clima en sus historias. Por eso Twain escribió
algunas descripciones climatológicas para que los lectores pudieran insertarlas
donde creyeran que podían ser útiles.
Se dice que Mark Twain derramó una lágrima de gratitud e incredulidad cuando
recibió honores por sus escritos en la Universidad de Oxford, Inglaterra.
Y yo debo derramar también una lágrima debido a que a los 80 años se me
ha invitado, por mi labor de escritor, a hablar bajo los auspicios de la
sagrada Casa de Mark Twain aquí en Hartford.
¿Qué otro monumento estadunidense es para mí tan sagrado como la Casa de
Mark Twain? El Memorial de Lincoln en Washington DC. Mark Twain y Abraham
Lincoln eran muchachos campesinos provenientes de la zona centro de Estados
Unidos. Ambos hicieron que los estadunidenses se rieran de sí mismos y apreciaran
chistes realmente importantes y de gran contenido moral.
He notado que los trabajos de construcción del Museo Mark Twain, aquí en
Hartford, han sido suspendidos. El museo está justo detrás de lo que era
la cochera de la Casa Mark Twain, en el número 351 de la avenida Farmington.
Los albañiles fueron obligados a abandonar la construcción y enviados a
casa porque los "conservadores" estadunidenses, como les gusta llamarse,
que están en Wall Street y encabezan la mayor parte de nuestras corporaciones
se han robado una fracción importante de nuestro ahorro privado. Han arruinado
a inversionistas y asalariados mediante el fraude y la piratería descarada.
Choque y pavor.
Y ahora que se han instalado en nuestro gobierno federal, o en su defecto,
tomado el control de él desde afuera, han malgastado nuestras reservas públicas
y más. Han creado una deuda pública de magnitud tan impensable que nuestros
descendientes, para quienes abrigábamos tan elevadas esperanzas, llegarán
a este mundo pobres como ratones de iglesia.
¿Qué están haciendo los conservadores con todo el dinero y el poder que
alguna vez nos pertenecieron a todos? Pues nos están diciendo que debemos
estar absolutamente aterrorizados, y que debemos correr en círculo como
pollos decapitados.
Pero ellos van a salvarnos. Nos están obligando a quitarnos los zapatos
en los aeropuertos. ¿Hay alguien aquí a quien se pueda ocurrírsele una mejor
broma que ésta?
Sonríe Estados Unidos: estás en la Cámara Indiscreta.
Los conservadores también han liberado innumerables armas de alta tecnología,
cada una de las cuales cuesta más que cien preparatorias en un país del
tercer mundo, con el fin de provocar el choque y pavor en seres humanos
como nosotros, como Adán y Eva, que habitan entre los ríos Tigris y Eufrates.
El otro día le pregunté al antiguo pítcher de los Yankees Jim Bouton su
opinión sobre nuestra gran victoria en Irak y me dijo: "Mohammed Alí contra
el señor Rogers".
¿Qué son los conservadores? Son personas dispuestas a mover cielo y tierra,
si es necesario; y que están dispuestas a arruinar una compañía o un país
o al planeta, con tal de probar ante nosotros y ante sí mismos que son superiores
a todos los demás, con la única excepción de sus amigos. Ellos cuidan mucho
de sus amigos; cuidan que no vayan a dar a la cárcel y esas cosas.
Los conservadores están locos como chinches. Son bravucones.
¿Guerra entre clases? Claro, también de eso se trata. Los conservadores
han dejado clara su superioridad a admiradores de Abraham Lincoln, Mark
Twain y Jesús de Nazaret con la muy competente ayuda de la televisión, medio
que volvió intrascendentes nuestras protestas contra la guerra.
¿Qué fue lo que nos pasó? Hemos sufrido una calamidad tecnológica. La televisión
es ahora nuestra forma de gobierno. ¿Qué razones tuvimos para protestar
contra la guerra de los conservadores? Podría nombrar muchas razones pero
sólo necesito mencionar una, que es el sentido común.
Muy probablemente se reanudarán, tarde o temprano, las labores de construcción
del Museo Mark Twain. Por eso yo, que soy hijo y nieto de arquitectos de
Indiana, quiero aprovechar la oportunidad de sugerir un elemento que espero
se incluya en la estructura ya terminada, y que son unas palabras que deberían
labrarse en el dintel de la entrada principal.
Es un frase que, creo, sería muy divertido poner ahí, y a Mark Twain le
gustaba lo divertido más que cualquier otra cosa. Se me ocurrió jugar con
algo famoso que él dijo y que es: "Sé bueno y serás solitario". Es una frase
de Siguiendo al Ecuador. ¿Les parece bien?
Visualicen la majestuosa entrada que tendrá algún día el Museo Mark Twain.
E imaginen estas palabras cinceladas en ese noble dintel pintadas en oro:
"Sé bueno y serás solitario en la mayoría de los lugares, pero aquí no.
Aquí no".
Una de las más avergonzadas y descorazonadas historias escritas por Twain
fue la que trata de la matanza de 600 moros; hombres, mujeres y niños, a
manos de nuestros soldados durante la liberación del pueblo de Filipinas,
después de la guerra española-estadunidense. Nuestro valiente comandante
fue Leonard Wood, quien ahora tiene un fuerte con su nombre: el Fuerte Leonard
Wood.
¿Qué tenía que decir Abraham Lincoln sobre esas guerras imperialistas de
su país?
Se trata de guerras que, con un noble pretexto u otro, tienen el objetivo
real de incrementar los recursos naturales y los cuadros de mano de obra
dócil que tienen a su disposición los estadunidenses más ricos y con los
mejores contactos políticos.
Casi siempre es un error mencionar a Abraham Lincoln en un discurso sobre
otro tema u otra persona. Siempre roba cámara, y yo estoy a punto de citarlo.
Lincoln era sólo un congresista en 1848, cuando dijo lo que estoy por citar.
Se sentía descorazonado y avergonzado por nuestra guerra contra México,
país que nunca nos atacó. Nos estábamos adueñando de California, y de un
montón de personas y propiedades, y lo estábamos haciendo como si perpetrar
una carnicería contra soldados mexicanos que sólo defendían su patria de
los invasores no fuera asesinato.
¿De qué más nos apoderamos, además de California? Bueno, estaba Texas, Nuevo
México, Utah, y partes de Colorado y Wyoming. La persona a la que se dirigió
el congresista Lincoln cuando dijo lo que voy a citar era James Polk, quien
entonces era nuestro presidente. Abraham Lincoln dijo sobre Polk, su presidente,
el comandante en jefe de nuestras fuerzas armadas: "Confió en escapar del
escrutinio al procurar que la mirada pública se fijara en la excelsa brillantez
de una gloria militar; ese atractivo arco iris que surge después de las
lluvias de sangre; en ese ojo de serpiente que hipnotiza antes de destruir.
Fue entonces cuando se arrojó a la guerra".
¡Caramba! Y casi se me sale decir "¡Carajo!" ¡Y yo aquí, creyéndome escritor!
¿Sabían ustedes que incluso fue capturada la ciudad de México durante la
guerra que encabezamos contra ese país? ¿Por qué no celebramos esa captura
con un día festivo nacional? ¿Y por qué no está el rostro de James Polk
en el monte Rushmore junto con el de Ronald Reagan?
Lo que hacía que México fuera un país tan malvado en la década de 1840,
es decir, mucho antes de nuestra guerra civil, era que la esclavitud era
ilegal en su territorio. ¿Se acuerdan de la batalla del El Alamo?
Mi bisabuelo se llamaba Clemens Vonnegut. El mundo es muy, muy pequeño.
Esta picante coincidencia no es una invención. Clemens Vonnegut decía ser
un "librepensador", que no era sino el término antiguo con el que se definía
a un humanista. Era vendedor de artículos de ferretería.
Así que hace unos 120 años había un hombre llamado Clemens y Vonnegut. Seguramente
esta persona me habría caído muy bien. Sólo hubiera deseado ser él esta
noche.
No me atribuyo, en cambio, ningún parentesco sanguíneo con Samuel Clemens
, originario de Hannibal, Missouri. Me imagino que el apellido "Clemens"
es, al igual que "Clementina", un derivado del adjetivo "clemente". Ser
clemente es ser indulgente y compasivo. Si aplicamos el término al clima,
estaríamos hablando de condiciones perfectamente celestiales.
He ahí otra descripción climatológica.
NOTAS
El "señor Rogers" es un conductor de programas infantiles educativos en
Estados Unidos. (N de la T)
Samuel Clemens era el nombre de nacimiento de Mark Twain, que era un seudónimo.
Traducción: Gabriela Fonseca, La Jornada, México, 27/05/03

Dios le bendiga,
Mr. Rosewater - Presentación
Título
original: God Bless You, Mr. Rosewater
Traducción: Amparo García Burgos
© 1965 Kurt Vonnegut Jr.
© 1977 Editorial Bruguera S.A.
Mora la Nueva 2 - Barcelona
ISBN: 84-02-05045-X
Presentación
Dios le bendiga, Mr. Rosewater es una hagiografía -o anti-hagiografía, si
se prefiere- de la era tecnológica. Ello significa que a nuestro santo el
poder de hacer milagros no le procede de las alturas, sino del único dios
verdadero de esa religión obscura y terrible que es el capitalismo: el dinero.
Y que los ángeles y diablos serán, en este caso, psiquiatras, abogados,
financieros, políticos y -cómo no- escritores de ciencia ficción. Al contrario
que en la mayoría de vidas de santos, la carne no tiene en ésta ninguna
importancia, y sólo el mundo sigue jugando su papel de mundo.
Pero así como en una hagiografía convencional el mundo pone a prueba al
santo, en la novela de Vonnegut sucede exactamente a la inversa: es el santo
quien, como un extraño reactivo químico, pone a prueba, sin saberlo, al
mundo que le rodea. Y el mundo no supera la prueba, en absoluto.
No se piense, sin embargo, que Dios le bendiga… es un canto aerífico a la
filantropía, como podría deducirse erróneamente de algunos párrafos sueltos
aislados de su contexto irónico. Tampoco el santo supera la prueba. Su amor
al prójimo resulta conmovedor, pero patéticamente ineficaz. Si se tuviera
que resumir el «mensaje» de la novela en una frase, podría ser ésta: la
amabilidad es necesaria, pero no suficiente.
Pero, afortunadamente, éste no es un libro con mensaje. O, si se prefiere,
lleva un mensaje en cada página. Y en esto también se revela el carácter
anti-hagiográfico de la novela: si en las vidas de santos las constantes
anécdotas sirven de pretexto para exhibir la resplandeciente virtud del
protagonista, aquí es la inoperante bondad del protagonista la que sirve
de pretexto para una continua floración de jugosas anécdotas y brillantes
consideraciones laterales, que, en realidad, constituyen el principal elemento
«significativo» de la obra.
La referencia a Huxley parece, pues, casi obligada. Pero, en todo caso,
a un Huxley desmedido, risueño y atormentado a la vez, capaz de oscilar
entre la entrañable ironía de un Woodehouse y las honduras de extrañamiento
y desolación de un Kafka. Aunque en realidad sobran las referencias, como
sobra el símil hagiográfico; y sobran, más que nada, por insuficientes,
por equívocamente insuficientes. Dios le bendiga…, como otras obras de Vonnegut,
es ante todo un rico conglomerado de imágenes y sugerencias, integradas
en un relato que, respetando la unidad de cada elemento, establece una unidad
nueva, que a su vez se añade al conjunto sin pretensiones de jerarquía,
como un elemento más; casi casi una utopía de estado regionalista.
Por eso, Dios le bendiga… es un libro que se presta a ser hojeado, a una
lectura fragmentaria y desordenada; pero que acaba leyéndose de cabo a rabo,
de un tirón, con una tensa sonrisa en el estómago y, eventualmente, un tic
en el ojo izquierdo.
Carlo Frabetti

DIOS LE BENDIGA, MR. ROSEWATER
(fragmento)
A Alvis Davis,
el telepático amigo de los golfos
1
«La Segunda Guerra Mundial había terminado…
y allí estaba yo, a mediodía,
cruzando Times Square con mi Corazón Púrpura».
Eliot Rosewater - Presidente de la Fundación Rosewater
Una cantidad de dinero es el personaje principal de este relato sobre la
gente, del mismo modo que una cantidad de miel[1] podría ser perfectamente
el protagonista de un relato sobre las abejas.
Esta suma de dinero era de 87.472.003 dólares con 61 centavos el día 1º
de junio de 1964, por indicar un día cualquiera, día en que captó el interés
de un joven picapleitos llamado Norman Mushari. La renta producida por esta
interesante suma ascendía a 3.500.000 dólares al año, casi 10.000 al día…
incluidos los domingos.
Kurt
Vonnegut (1922-2007) Homenajes
Momentos
maravillosos
Por Rodrigo Fresán, desde Barcelona
UNO
La cosa empieza o, mejor dicho, la cosa termina así: recibo
un e-mail de un amigo escritor con el encabezado VONNEGUT, en
mayúsculas. Feliz, lo abro pensando que se trata de la confirmación
de que Vonnegut, por fin, ha terminado su nueva y largamente
anunciada novela y que está por salir y todo eso. Pero no. Abro
el e-mail y lo que se lee allí, también en mayúsculas, es una
sola, incontestable y definitiva palabra: MURIO.
Hi-Ho.
Y yo –que no tenía la menor idea sobre qué escribir en la contratapa
de esta semana– de pronto descubro que tengo el mejor y el peor
de los temas posibles.
DOS
Y está claro que más temprano que tarde tenía que ocurrir: Vonnegut
había alcanzado con gracia y con toda su cabellera intacta los
84 años. Pero lo que no pudo el bombardeo a la ciudad alemana
Dresde (al que sobrevivió y que inspiraría Matadero-5, su obra
maestra y una de las grandes novelas del siglo XX y de cualquier
siglo que haya pasado antes y vaya a venir después), algún intento
de suicidio, y el incendio de su casa en Nueva York, lo consiguió
una caída hace un par de semanas –me entero ahora, viendo pasar
desde la ventana de la pantalla de mi computadora el desfile
de necrológicas– que derivó en lesiones cerebrales y adiós.
Así, hoy, el mundo tiene una célula especializada en actividad
menos en los tiempos en que más necesita de la función y acción
de células especializadas.
Me explico: Vonnegut consideraba a los escritores y entendía
a los escritores como células especialidades en el tejido de
la humanidad. Mejor que lo explique él: "Mis motivos para escribir
son del tipo político. Yo estoy de acuerdo con Stalin y Hitler
y Mussolini en cuanto a que todo escritor debe servir a su sociedad.
Está claro que no estoy de acuerdo con estos dictadores en cómo
los escritores deben servir a esa sociedad. En lo que a mí concierne,
yo creo –tienen que serlo desde un punto de vista biológico–
que deben ser agentes de cambio. Los escritores son células
especializadas dentro del organismo social. Y son células evolucionistas.
La humanidad todo el tiempo está intentando convertirse en otra
cosa; está experimentando con nuevas ideas todo el tiempo. Y
los escritores son el medio por el que esas nuevas ideas son
introducidas a la vez que un medio de responder simbólicamente
a la vida".
Vonnegut también comparaba a los escritores con esos canarios
que se ponen en jaulitas al fondo de las tripas de las minas.
Esos canarios que son los primeros en morir cuando comienza
a escasear el oxígeno y, con su último canto, les avisan a los
mineros que están en problemas, que se vienen tiempos difíciles.
Y recordarlo: Matadero-5 concluía con un pajarito canturreándole
al viajero temporal Billy Pilgrim. La idea era que el canto
de un pájaro era lo más inteligente que se podía oír entre tanta
insensatez y palabras altisonantes y estupidez desbordada. Ahí
está Billy Pilgrim, al final de una guerra que termina –se sabe–
nada más que para que pueda empezar otra. Y un pájaro le dice
a Billy Pilgrim: "Poo-tee–weet?".
TRES
Y hay algo especialmente doloroso en la muerte de un escritor
al que uno le debe tanto. Cuando se muere un escritor que para
uno es fundamental se accede a la certeza de que ya no habrá
más libros de ese escritor. O tal vez sí: porque la división
ectoplasmática de la industria editorial cada vez tiene mejores
mediums a la hora de rastrear materiales perdidos e interpretar
golpes sobre la mesa de tres patas. Pero serán libros póstumos
firmados por Vonnegut pero sin Vonnegut para comentarlos desde
este lado de todas las cosas. A ver si se entiende, si me hago
entender: Vonnegut es, para mí, uno de esos escritores a los
que se necesitan en tinta y papel y en carne y hueso. Saber
que están ahí mirando y pensando y poniéndolo por escrito en
estos tiempos tan vonnegutianos donde los dementes marcan el
paso y donde ya no estará su inteligencia para, por lo menos,
ayudarnos a reír frente a tanta postal del espanto.
Está, permanece, quedará por siempre y para siempre, Una Inmortal
Obra Más Mayúscula que todas las efímeras mayúsculas que ahora
anuncian la muerte de su autor. Una obra que –como escribió
en el prólogo a los ensayos de críticos recopilados en el volumen
At Millennium’s End– le hacía sentirse, simplemente, un tipo
afortunado. "Cuando contemplo hacia atrás mi increíblemente
afortunada carrera como escritor, me da la impresión de que
nunca hubo tiempo para detenerme a pensar. Todo ha transcurrido
como si yo esquiara por la pendiente de una montaña escarpada
y peligrosa. Y cuando miro hacia atrás y veo la marca que dejó
mi esquí en la nieve comprendo que lo único que he hecho es
escribir una y otra vez sobre gente que se comportó decentemente
en una sociedad indecente", prologó allí.
Dicho esto, sólo cabe agregar que pocas veces unos personajes
decentes se parecieron tanto a su decente creador. Y esto es
lo que muchos le critican a Vonnegut: el que las páginas de
sus libros estén tan firmemente unidas a las hojas de sus calendarios.
A mí me parece un placer para el lector y un privilegio para
el escritor. Así, los libros de Vonnegut sin Vonnegut aquí pero
con Vonnegut en todas partes son por fin, me parece, iguales
a los libros que se leen en el planeta Tralfamadore desde donde
Billy Pilgrim –feliz prisionero y fugitivo mental– nos lee a
todos nosotros. Allí se nos explica que "los libros de ellos
eran cosas pequeñas. Los libros tralfamadorianos eran ordenados
en breves conjuntos de símbolos separados por estrellas. Cada
conjunto de símbolos es un tan breve como urgente mensaje que
describe una determinada situación o escena. Nosotros, los tralfamadorianos,
los leemos todos al mismo tiempo y no uno después de otro. No
existe ninguna relación en particular entre los mensajes excepto
que el autor los ha escogido cuidadosamente; así que, al ser
vistos simultáneamente, producen una imagen de la vida que es
hermosa y sorprendente y profunda. No hay principio, ni centro
ni final, ni suspenso, ni moraleja, ni causa, ni efectos. Lo
que amamos de nuestros libros es la profundidad de tantos momentos
maravillosos contemplados al mismo tiempo".
Kurt Vonnegut: gracias por tantos momentos maravillosos.
Y buen viaje.
Kurt Vonnegut,
la conciencia negra de los Estados Unidos
Su obra provocó escozor y hasta quema de libros, pero la crítica
terminó señalándolo como "visionario" y "auténtico desobediente
y humanista". Matadero cinco, la Biblia de los movimientos anti-Vietnam,
impresiona aún hoy.
Con La pianola, publicada en 1952, Kurt Vonnegut inició un camino
en el que supo disparar dardos contra la estupidez humana.
Por Silvina Friera
Sus libros fueron prohibidos y hasta quemados por su presunto
"contenido obsceno". Se regodeaba en la mezcla de citas con
frases sin terminar, elementos narrativos con documentales,
textos de canciones, cuestiones metafísicas, chistes ingenuos
y de mal gusto y escenas de sexo con un cinismo que dejaba sin
aliento al lector. Su libro Matadero cinco se convirtió en la
Biblia de todos los opositores a la guerra de Vietnam. Muchos
llevaban la edición de bolsillo de esta novela y se sabían párrafos
enteros de memoria. Agnóstico y librepensador, socialista en
la meca del capitalismo, depresivo crónico –con un intento de
suicidio con píldoras y alcohol–, figura clave de la literatura
norteamericana del siglo XX, la crítica norteamericana lo calificó
de "visionario", "amable Casandra", "auténtico desobediente
y humanista". Con esa originalidad y un sentido del humor que
horadaba los argumentos bienpensantes, en una de las últimas
entrevistas que concedió, con su melena gris de león que ha
vivido lo suyo y esa expresión entre loco y perdido, se burlaba
del desgaste de ciertas palabras, del cliché: "He descubierto
que un humanista es una persona que tiene un gran interés por
los seres humanos. Mi perro es un humanista". Tal vez sentía
que el tiempo se acababa cuando el año pasado escribió en su
último libro: "Lo último que hubiese deseado es estar vivo cuando
las tres personas más poderosas del planeta se llamaran Bush,
Dick y Colin", en alusión al presidente, vicepresidente y el
ex secretario de Estado estadounidenses. Víctima de las lesiones
cerebrales que había sufrido tras una caída en su casa de Manhattan,
el miércoles por la noche murió, a los 84 años, el escritor
Kurt Vonnegut.
Nació el 11 de noviembre de 1922 en Indiana (Estados Unidos).
Aunque empezó a estudiar química en la Universidad de Cornell,
Vonnegut debió abandonar sus estudios cuando se unió al ejército
estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. Su madre se
suicidó con una sobredosis de somníferos justo antes de que
el escritor partiera hacia Alemania, donde fue tomado prisionero
durante la batalla de Ardenas a fines de 1944. No había matado
a nadie porque era un tipo particular de soldado, un scout que
penetraba en las líneas enemigas sin hacerse notar para descubrir
qué había detrás, volver y contarlo a la artillería. "Me considero
afortunado por no haber matado a nadie", recordaba. "Pero si
hubiese sido necesario, lo habría hecho." Como prisionero de
guerra en el país de sus ancestros –estaba en Dresde cuando
las fuerzas aliadas bombardearon a la población civil (el saldo
fue de 135 mil muertos, dos veces las víctimas de Hiroshima)–,
se le ordenó que ayudara en la recuperación de cadáveres de
las casas destruidas. Aunque siempre dijo que esa experiencia
traumática –fue uno de los pocos que sobrevivió entre un grupo
de siete prisioneros– no estuvo relacionada con su decisión
de escribir, Vonnegut necesitó más de 23 años para darle forma
a Matadero cinco, publicada en 1969, en plena guerra de Vietnam.
Un libro que nunca volvió a leer –"ni siquiera pude tocar las
galeras", confesó–, y que a casi cuarenta años de su publicación
continúa siendo una de las novelas más fuertes y originales
de la narrativa norteamericana, por el modo en que se mixtura
la realidad y la ciencia ficción, y por su visión crítica de
la sociedad y de la crueldad de esa guerra.
"Si este libro es tan corto, confuso y discutible, es porque
no hay nada inteligente que decir sobre una matanza. Después
de una carnicería sólo queda gente muerta que nada dice ni nada
desea; todo queda silencioso para siempre", decía en el primer
capítulo de Matadero cinco, que pronto se convirtió en un best
seller entre la juventud pacifista norteamericana, éxito comparable
con la fascinación que también generó entre los jóvenes El guardián
entre el centeno, de Salinger, y En el camino, de Kerouac. Empleando
la ironía como la mejor arma para sacudir las conciencias, Vonnegut
afirmaba que él perteneció al grupo que se había enriquecido
con el bombardeo. Si se parte de un cálculo de 135.000 muertos,
serían unos "cinco a diez dólares por cabeza", calculaba el
escritor, buscando llamar la atención sobre la locura bélica.
"Digo cualquier cosa para ser cómico, a menudo, en las situaciones
más horribles", señaló en una oportunidad ante un puñado de
psiquiatras. Tal vez la clave de su perspectiva, la de un socialista
estadounidense –en la tradición de Eugene Victor Debs, fundador
del Partido Socialista–, se pueda sintetizar en una frase de
Debs que Vonnegut solía repetir: "Mientras exista una clase
baja estaré en ella, mientras haya algo criminal me mantengo
fuera. Y mientras haya un alma en prisión yo no me siento libre".
La sátira, el humor negro, la crítica social, ciertos recursos
de las vanguardias, lo fantástico con resonancias filosóficas
–Parménides, Epicuro, Plotino, Spinoza o Schopenhauer– cimentarían
la obra de Vonnegut. Y dos de sus inolvidables alter egos, Billy
Pilgrim y Eliot Rosewater. Después de la guerra trabajó como
periodista en Chicago, en cuya universidad estudió antropología.
En 1952 publicó su primera novela, La pianola, distopía y sátira
social también conocida como Utopía 14. No fue quizás un buen
comienzo, o al menos no el que Vonnegut esperaba, pero libro
tras libro –Las sirenas de Titán (1959), Madre noche (1961),
Cuna de gato (1963), "el libro más cercano a mi corazón", según
confesaba el escritor, Dios le bendiga, Mr. Rosewater (1965)–
cosecharía cada vez más lectores, adeptos, seguidores, y elogios
como el de Gore Vidal: "Original, único: Kurt nunca fue aburrido".
"Así va la vida"
Después del éxito de Matadero cinco (1969), considerada una
de las novelas antibélicas más destacada del siglo XX –filmada
en 1972 por George Roy Hill y protagonizada por Michel Sacks
en el papel de Billy Pilgrim–, Vonnegut publicó El desayuno
de los campeones (1973), Payasadas (1976), Pájaro de celda (1979)
y Galápagos (1987), entre otros. Hace cuatro años, poco después
de haber cumplido 80, confesaba que no podía escribir. Estaba
retirado, era un "jubilado" de la literatura. "Estoy literalmente
paralizado por el estado en que se encuentra mi país. La televisión
no ha transmitido ni siquiera las protestas de los pacifistas.
The New York Times se negó a publicar un discurso que pronuncié
en un encuentro por la paz. Es como vivir bajo un ejército de
ocupación que se ha apoderado de los medios de comunicación."
Lo que le resultaba radicalmente nuevo al escritor en ese 2003
era que las nuevas generaciones estaban heredando un cúmulo
de tecnologías "que están rápidamente destruyendo las posibilidades
de que este planeta continúe siendo respirable y eliminando
la posibilidad de cualquier forma de vida". Antropólogo de formación,
sostenía que una de las razones por las cuales los norteamericanos
eran odiados era porque introdujeron en otros países nuevas
tecnologías y planes económicos que destruyeron la cultura de
mucha gente.
Enjuto, desgarbado, quizá más desacomodado que nunca ante este
panorama, "así va la vida", como repetía en Matadero cinco,
Vonnegut admitía que los atentados contra las Torres Gemelas
lo habían sorprendido más que nada por "el óptimo trabajo que
hicieron los terroristas". "¡Vaya si estaban preparados! Naturalmente,
son las mismas personas que inventaron los números, el cero
y el álgebra, por lo cual no hay de qué asombrarse tanto."
Insectos prisioneros en ámbar
"Los terrestres son grandes narradores; siempre están explicando
por qué determinado acontecimiento ha sido estructurado de tal
forma, o cómo puede alcanzarse o evitarse. Yo soy tralfamadoriano,
y veo el tiempo en su totalidad de la misma forma que usted
puede ver un paisaje de las Montañas Rocosas. Todo el tiempo
es todo el tiempo. Nada cambia ni necesita advertencia o explicación.
Simplemente es. Tome los momentos como lo que son, momentos,
y pronto se dará cuenta de que todos somos, como he dicho anteriormente,
insectos prisioneros en ámbar", escribió en Las sirenas de Titán.
Vonnegut, tal como Philip K. Dick, fue mucho más que un escritor
de ciencia ficción. Por esencia, por definición, sostenía que
la literatura está cargada de opiniones. El apuntó sus dardos
satíricos contra la estupidez humana. Y dio, siempre, en el
blanco.
Parecido a
nadie
Por Pablo Capanna, ensayista
En un famoso artículo de 1965, Judith Merril señalaba que en
la ciencia ficción norteamericana sólo había dos autores que
no se parecían a nadie: Cordwainer Smith y Kurt Vonnegut. Ambos
habían estado siempre en el género sin ser autores de género.
Vonnegut nunca aceptó que lo catalogaran como "genérico", lo
cual le parecerá totalmente legítimo a cualquiera que haya leído
y disfrutado de sus libros. Recurrió a las convenciones de la
ciencia ficción pero las usó de manera irónica y política, desde
la denuncia "políticamente incorrecta" de Matadero Cinco (1970)
hasta la inquietante profecía de la automatización (La pianola,
1952) y la sátira volteriana de Las sirenas de Titán (1952).
Pero hasta en la mayor negrura de algunas de sus páginas de
humor negro, su lucidez nunca le permitió caer en el cinismo
fácil.
Pionero de
lo multimedia
Por Gabriel Guralnik, Presidente de la Fundación Ciudad de Arena,
especialista en ciencia ficción
Hay una cuestión en la que, claramente, Kurt Vonnegut se adelantó
a lo que iba a ser una tendencia muy posterior en la creación
artística: el concepto de obra multimedial. Porque, de alguna
manera, Vonnegut está trabajando con literatura en la cual mezcla
diferentes aspectos, tonos, registros, y además introduce imágenes
novedosas en el mismo texto, cosa absolutamente audaz en aquel
momento, aunque hoy sea algo común. El comenzó a percibir, a
intuir que la palabra sola, por más importante que fuera, llegaría
a una época en la que iba a venir combinada con otras cosas.
Eso impactó por lo menos en dos o tres generaciones con posterioridad
a él. Tal vez no todos se atreven a trabajar en la misma línea
que trabaja Vonnegut, pero todo el mundo tributa finalmente
a lo que él escribe.
Así, su obra es un esbozo de obra multimedial, porque él comienza
combinando el texto con imágenes que no siempre pareciera que
tienen que ver en forma directa con lo que está escribiendo,
sino que recién en una segunda o tercera instancia uno se da
cuenta de lo que realmente él quiere decir con las imágenes.
Imágenes que en ningún caso son caprichosas. Estamos hablando
de un momento realmente muy lejano a lo que nosotros conocemos
hoy como multimedia, y con herramientas que no existían en aquel
momento: Vonnegut simplemente se las ingenió para hacerlo en
un libro. El creó en un libro un objeto que hoy se podría crear
fuera de un libro, sin perder para nada el valor literario,
el humor y los varios niveles de lectura que uno encuentra en
él.
Tirarse a
la pileta
Por Angélica Gorodischer, escritora
Kurt Vonnegut fue para mí algo más que un amigo íntimo. Lo frecuenté
desde sus primeros libros llegados a la Argentina, también lo
leí en inglés, creo que he leído casi todo lo que escribió –seguramente
no todo, porque era un escritor prolífico–. El tenía algo fascinante:
trascendencia en lo que decía. Las suyas no eran novelas prolijitas
y políticamente correctas, de esas que se ven tanto ahora; todo
en él era un tirarse a la pileta a ver si hay agua o no. Haciendo
gala de esa imaginación brutal era capaz de encontrar lo invisible
detrás de lo visible, y lo visible es lo que debe interesarnos
a quienes escribimos.
Nadie escribe solo o sola, siempre tenemos a alguien detrás,
porque hace seis mil años que la humanidad está escribiendo.
A Vonnegut yo lo he sentido muchas veces a mis espaldas, mirando
lo que escribía, y probablemente pensando: "¡Cuántas estupideces
que dice esta mujer!" Pero a lo mejor aprobó algunas cosas,
y con eso me basta. Voy a extrañarlo mucho, aunque pueda seguir
leyéndolo.
Fuente: Página/12, 13/04/07
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En 1947, cuando Norman Mushari
sólo tenía seis años, dicha suma se utilizó para crear una fundación benéfica
y cultural. Hasta ese momento ocupó el decimocuarto lugar entre las grandes
fortunas familiares de América: la fortuna Rosewater. Pero, al ser convertida
en una Fundación, ni los recaudadores de impuestos ni otras aves de presa
podían poner las manos en ella. Porque la barroca obra maestra de problemas
legales que era la Carta Constitucional de la Fundación Rosewater declaraba
que la presidencia de la Fundación se heredaría del mismo modo que la corona
británica: durante toda la eternidad pasaría al más íntimo y más viejo heredero
del creador de la Fundación, el senador Lister Ames Rosewater, de Indiana.
Los parientes del presidente serían nombrados funcionarios de la Fundación
al llegar a la mayoría de edad. Todos los cargos serían vitalicios, a menos
que se probara legalmente la locura de algún funcionario. Podían marcarse
un sueldo por sus servicios, un sueldo tan alto como quisieran; pero sólo
sobre las rentas de la Fundación.
De acuerdo con la ley, la Carta Constitucional prohibía que los herederos
del senador tuvieran nada que ver con la administración del capital de la
Fundación. Este cuidado corría a cargo de una corporación nacida simultáneamente
con la Fundación, llamada, con patente claridad, la Corporación Rosewater.
Como casi todas las corporaciones, se dedicaba a la prudencia, a los beneficios
y a las hojas de balance. Sus empleados estaban muy bien pagados; por eso
eran felices y trabajaban con toda su inteligencia y energía. Su trabajo
principal era el estudio de las acciones y bonos de otras corporaciones;
pero entre sus actividades se incluía también la administración de una fábrica
de sierras, una bolera, un motel, un Banco, una cervecería, varias granjas
en Rosewater County, Indiana, y algunas minas de carbón en el norte de Kentucky.
La Corporación Rosewater ocupaba dos pisos en el número 50 de la Quinta
Avenida de Nueva York, y tenía pequeñas sucursales en Londres, Tokio, Buenos
Aires y Rosewater County. Ningún miembro de la Fundación Rosewater podía
decir a la Corporación lo que había de hacer con el capital. Y viceversa:
la Corporación no tenía autoridad alguna para indicar a la Fundación lo
que había de hacer con los copiosos beneficios conseguidos por aquélla.
El joven Norman Mushari se enteró de todo esto cuando, después de graduarse
en la Escuela de Leyes de Cornell con el número uno de su promoción, entró
a trabajar con la firma de abogados que habían proyectado la Corporación
y la Fundación, la firma McAllister, Robjent, Reed y McGee. Mushari era
de origen libanés, hijo de un comerciante de alfombras de Brooklyn. Medía
un metro sesenta. Tenía un trasero enorme, que parecía luminoso cuando estaba
desnudo. Era el más joven, el más bajo y, desde luego, el menos anglosajón
de los empleados de la firma. Empezó a trabajar bajo las órdenes del socio
más senil, Thurmond McAllister, un suave viejecito de setenta y seis años.
Jamás hubiera sido aceptado en la firma si los otros socios no hubieran
pensado que las operaciones de McAllister aún podían ser un poco más viciosas.
Nadie salía a almorzar con Mushari. Comía solo en cafeterías baratas y estudiaba
el enorme crecimiento de la Fundación Rosewater. No conocía a ningún Rosewater;
lo que le emocionaba era el hecho de que esta fortuna fuera el mayor paquete
de dinero representado por McAllister, Robjent, Reed y McGee. Recordaba
lo que le dijo una vez su profesor favorito, Leonard Leech, sobre el modo
de progresar en la carrera: así como un buen piloto de avión siempre debe
estar buscando un lugar para aterrizar, un abogado siempre debe estar buscando
situaciones en las que grandes cantidades de dinero estén a punto de cambiar
de dueño.
-En toda transacción -había dicho Leech- hay un momento mágico durante el
cual un hombre ha entregado ya su tesoro y el que ha de recibirlo aún no
lo tiene. Un abogado listo hará que ése sea su momento, apoderándose del
tesoro durante un mágico microsegundo, cogiendo un poco para sí y entregándolo
después. Si el hombre que ha de recibirlo no está acostumbrado a la riqueza,
tendrá un complejo de inferioridad y cierto vago sentimiento de culpabilidad,
y el abogado puede quedarse a veces con la mitad del paquete y recibir,
sin embargo, las balbuceantes gracias del receptor.
Cuanto más revisaba Mushari los ficheros confidenciales relativos a la Fundación
Rosewater, más excitado se sentía, especialmente cuando estudiaba la parte
de la carta que exigía la expulsión inmediata de cualquier funcionario cuya
locura pudiera demostrarse. Se rumoreaba en todas las oficinas que el mismísimo
presidente de la Fundación, Eliot Rosewater, hijo del senador, era un lunático.
Claro está que lo decían en broma, pero, como Mushari sabía bien, las bromas
son difíciles de explicar en un tribunal. Sus compañeros de trabajo se referían
a Eliot con diversos motes: «el chiflado», «el santo», «Juan el Bautista»,
etcétera.
Desde luego -se decía Mushari-, hay que conseguir que la ley lo coja por
su cuenta.
Según todos los informes, la persona que ocupaba el siguiente lugar en la
línea de sucesión para la presidencia de la Fundación, un primo que vivía
en Rhode Island, era inferior en todos los aspectos. Cuando llegara el momento,
Mushari le representaría.
Como no tenía oído para la música, ignoraba que también él tenía un apodo
en la oficina, contenido en una tonadilla que todo el mundo silbaba, generalmente,
al cruzarse con él. La tonadilla era Ahí va la comadreja.
Eliot Rosewater fue nombrado presidente de la Fundación en 1947. Cuando
Mushari empezó a investigarle, diecisiete años más tarde, Eliot tenía cuarenta
y seis años. Mushari, que se creía tan valiente como el pequeño David a
punto de degollar a Goliat, tenía exactamente la mitad de sus años. Y era
casi como si el mismo Dios quisiera que ganase el pequeño David, pues todos
los documentos confidenciales que caían en sus manos demostraban que Eliot
estaba más loco que una cabra.
Por ejemplo, en un archivo secreto, en la caja fuerte de la firma, había
un sobre con tres sellos que había de entregarse a la muerte de Eliot a
quienquiera le sustituyera en la dirección de la Fundación. Dentro había
una carta suya, que decía así:
«Querido primo, o quienquiera que seas: Felicidades por tu buena suerte.
Diviértete. Tal vez aumenten tus perspectivas al conocer la clase de manipuladores
y custodios que ha tenido hasta ahora tu increíble fortuna.
»Como muchas grandes fortunas americanas, la Rosewater fue acumulada en
primer lugar por un granjero cristiano, estreñido y sin sentido del humor,
que se dedicó a la especulación y el cohecho durante y después de la guerra
civil. El granjero era Noah Rosewater, mi bisabuelo, que nació en Rosewater
County, Indiana. Noah y su hermano George heredaron de su padre, un pionero,
seiscientos acres de tierra de labor, tierra obscura y rica como un pastel
de chocolate, y una pequeña fábrica de sierras que estaba casi en la bancarrota.
»Llegó la guerra. George reclutó una compañía de fusileros y se puso a su
frente. Noah pagó a un idiota del pueblo para que luchara en su lugar, transformó
su factoría para dedicarla a la fabricación de espadas y bayonetas, y montó
un criadero de cerdos en la granja. Abraham Lincoln declaró que no había
precio que fuera exagerado si contribuía a la restauración de la Unión,
así que Noah valoró su mercancía a escala con la tragedia nacional. E hizo
este descubrimiento: las objeciones que pudiera poner el Gobierno al precio
o calidad de sus mercancías se eliminaban fácilmente con pequeñísimos y
ridículos sobornos.
»Se casó con Cleota Herrick, la mujer más fea de Indiana, porque tenía cuatrocientos
mil dólares. Con ese dinero extendió su fábrica y compró más granjas, todas
en Rosewater County. Llegó a ser el mayor comerciante de cerdos en todo
el Norte. Para no ser víctima de los conserveros de carne, compró intereses
que le dieron el control de unos mataderos en Indianapolis. Para no ser
víctima de los proveedores de acero, compró intereses que le dieron el control
de una compañía de acero de Pittsburgh. Para no ser víctima de los proveedores
de carbón, compró intereses que le dieron el control de varias minas. Para
no ser víctima de los prestamistas, fundó una banca.
»Y esta repugnancia paranoica a ser víctima le obligó a ocuparse más y más
de valiosos papeles -acciones y bonos- y menos de las espadas y cerdos.
Sus experimentos, pequeños al principio, con papeles de poco valor, le convencieron
de que podía venderlos sin esfuerzo. Y mientras continuaba sobornando a
los miembros del Gobierno para expandir sus negocios, su interés principal
se centró en el mercado de valores.
»Cuando los Estados Unidos de América, que pretendían ser una utopía general,
apenas contaban un siglo, Noah Rosewater y unos pocos hombres como él demostraron
que los Padres Fundadores habían sido un poco descuidados en un aspecto,
ya que esos recientes antepasados no establecieron que debía ponerse un
límite a la riqueza individual, despiste engendrado por la simpatía bonachona
para con aquellos que aprecian las cosas caras, y la convicción de que el
continente era tan grande y valioso, y la población tan pequeña y emprendedora,
que ningún ladrón, por muy aprisa que robara, podía causar graves inconvenientes.
»Noah y unos pocos como él comprendieron que, en realidad, el continente
no era infinito y que los funcionarios venales, en especial los legisladores,
se dejaban persuadir con facilidad de disponer de grandes cantidades a su
antojo y colocarlas de modo que cayeran donde Noah y los suyos estaban esperándolas.
»Y de este modo, un puñado de rapaces ciudadanos llegó a controlar todo
cuanto valía la pena controlar en América. Así se creó el salvaje, estúpido,
totalmente inapropiado e innecesario sistema de clases americano. Se llamó
vampiros a los ciudadanos honrados, industriosos y pacíficos que pedían
un sueldo para vivir, mientras éstos contemplaban que, a partir de ese momento,
los únicos que triunfaban eran los que cobraban fabulosamente por cometer
crímenes contra los cuales no se habían dictado leyes. Y así el sueño americano
fue hinchándose como un globo, que ascendió lleno de gas hasta la superficie
de la codicia ilimitada y subió a lo alto bajo un sol de mediodía.
»Seguramente que el lema e pluribus unum, escrito en las monedas, fue la
suprema ironía en esta utopía, ya que cada americano grotescamente rico
representaba propiedades, privilegios y placeres negados a la mayoría. A
la luz de la historia de todos los Noah Rosewater, el lema más adecuado
sería: Agarra más que demasiado, o no conseguirás nada en absoluto.
»Y Noah engendró a Samuel, que se casó con Geraldine Ames Rockefeller. Samuel
todavía se interesó más en la política que su padre y sirvió incansablemente
al Partido Republicano, contribuyendo, como un perfecto hacedor de reyes,
a la elección de hombres que bailarían como derviches al son que él tocara,
y ordenarían a la milicia que disparara a la multitud cuando cualquier pobre
hombre sugiriera tan sólo que entre él y Rosewater no se había previsto
ninguna distinción a los ojos de la ley.
»Y Samuel compró periódicos, y compró predicadores también. Sólo les inculcó
esta lección, que ellos enseñaron incansables: Todo el que piense que los
Estados Unidos de América son una utopía, es un asqueroso, un perezoso,
y un maldito idiota. Samuel afirmó rotundamente que la mano de obra en una
fábrica americana no valía más de ocho centavos al día, aunque a la vez
se sentía agradecido por la oportunidad de pagar cien mil dólares o más
por el cuadro de un italiano muerto hace tres siglos. Como remate de su
insulto, regaló cuadros a los museos para la elevación espiritual de los
pobres. Los museos cerraban en domingo.
»Y Samuel engendró a Lister Ames Rosewater, que se casó con Eunice Eliot
Morgan. Algo puede decirse en favor de Lister y Eunice: al contrario que
Noah y Cleota, y Samuel y Geraldine, tenían sentido del humor y reían sinceramente.
Como curiosa posdata a la historia, Eunice llegó a ser campeona de ajedrez
de Estados Unidos en 1927 y en 1933.
»Eunice escribió también una novela histórica sobre un gladiador femenino,
Ramba de Macedonia (best-seller en 1936). Murió en 1937, en un accidente
de navegación en Cotuit, Massachusetts. Era inteligente y divertida, y se
preocupaba sinceramente por la situación de los pobres. Era mi madre.
»Su marido, Lister, jamás se dedicó a los negocios. Desde el día en que
nació hasta el momento en que escribo esta carta, siempre ha confiado la
administración de su capital a los abogados y banqueros, pasándose la vida
en el Congreso de los Estados Unidos, dedicado a enseñar moral, primero
como representante del distrito cuyo centro es Rosewater y luego como senador
por Indiana. Que realmente sea, o haya sido alguna vez, una persona de Indiana,
es una tenue ficción política. Y Lister engendró a Eliot.
»Lister no ha meditado jamás en los efectos e implicaciones de su heredada
fortuna; ésta nunca le ha divertido, preocupado o tentado; ni siquiera le
alteró el entregar el noventa y nueve por ciento de la misma a la Fundación
que ahora deberás dirigir.
»Y Eliot se casó con Sylvia Du Vrais Zetterling, patrocinadora de las artes.
Su padre fue un famoso violoncelista. Sus abuelos maternos fueron una Rothschild
y un Du Pont.
»Y Eliot se convirtió en un borracho, un soñador de utopías, un santo de
palo, un loco inútil. No engendró a nadie.
»Bon voyage, querido primo o quienquiera que seas. Sé generoso. Sé amable.
Si quieres, puedes ignorar las artes y las ciencias; nunca ayudaron a nadie.
Pero debes ser un amigo sincero de los pobres.»
La carta estaba firmada:
«El difunto Eliot Rosewater».
Norman Mushari, cuyo corazón daba saltos de júbilo, alquiló una caja de
seguridad y metió allí la carta. Aquella primera pieza de sólida evidencia
no estaría sola mucho tiempo.
Regresó a su cubículo y reflexionó que Sylvia había iniciado ya el proceso
de su divorcio, nombrando representante al viejo McAllister. Como se hallaba
en París, Mushari le escribió allí una carta, sugiriéndole que, en los procesos
de divorcio amistosos y civilizados, era costumbre que los litigantes se
devolvieran mutuamente las cartas. Le pidió que le enviara todas las que
hubiera guardado de Eliot.
Y recibió cincuenta y tres a vuelta de correo.
2
Eliot Rosewater nació en 1918 en Washington D.C. Como su padre, que alardeaba
de representar al Hoosier State, Eliot fue criado, educado y distraído en
la costa Este y en Europa. La familia sólo hacía una breve visita anual
al llamado «hogar» en Rosewater County, lo suficiente para revalorizar la
mentira de que era su hogar.
Eliot no brilló en sus estudios en Loomis y Harvard, pero llegó a ser un
experto marino durante los veranos pasados en Cotuit, en Cape Cod, y un
mediano esquiador durante las vacaciones de invierno en Suiza.
Dejó la Escuela de Leyes de Harvard el 8 de diciembre de 1941, para presentarse
como voluntario en la Infantería del Ejército de los Estados Unidos. Se
distinguió en muchas batallas, fue nombrado capitán y estuvo después al
frente de una compañía. Hacia el fin de la guerra en Europa, sufrió lo que
se diagnosticó como fatiga de combate; fue hospitalizado en París, y allí
cortejó y se casó con Sylvia.
Después de la guerra, Eliot volvió a Harvard con su aturdida esposa, y allí
se doctoró en leyes, especializándose después en derecho internacional,
pues soñaba con ayudar de algún modo a los Estados Unidos. A la vez que
se doctoraba en dichos estudios le fue entregada la presidencia de la nueva
Fundación Rosewater. Según la Carta Constitucional, sus deberes serían exactamente
tan nimios o tan formidables como él mismo quisiera.
Y se dispuso a tomárselo en serio. Compró una magnífica casa en Nueva York,
con una fuente en el vestíbulo y un Bentley y un Jaguar en el garaje. Alquiló
una suite de oficinas en el Empire State Building e hizo que las pintaran
de color limón-naranja vivo y blanco perla, definiéndolas como el cuartel
general de todas las cosas bellas, benéficas y científicas que se proponía
llevar a cabo.
Era un gran bebedor, pero nadie se preocupaba de eso. Por mucho que bebiera,
nunca parecía borracho.
Desde 1947 a 1953, la Fundación Rosewater gastó catorce millones de dólares.
Las obras de caridad de Eliot abarcaron todo el cuadro posible de limosnas,
desde una clínica para el control de natalidad en Detroit a un Greco para
Tampa, Florida. Los dólares Rosewater lucharon contra el cáncer, las enfermedades
mentales, los prejuicios raciales, la brutalidad de la policía y otras incontables
miserias; también se utilizaron esos dólares para animar a todos los profesores
de colegio a buscar la verdad, y para comprar la belleza a cualquier precio.
Parece irónico que el propio Eliot subvencionara un estudio del alcoholismo
en San Diego. Cuando le entregaron el informe, estaba demasiado borracho
para leerlo. Sylvia tuvo que acudir a su oficina para escoltarle a casa.
Cien personas la vieron tratando de hacerle cruzar la acera hasta un coche
que les esperaba, y Eliot les recitó una coplita que había compuesto durante
la mañana:
¡Muchas, muchas cosas buenas he adquirido!
¡Muchas, muchas cosas malas he vencido!
Después de esto, y como penitencia, se mantuvo sobrio durante dos días.
Luego desapareció durante una semana. Entre otras cosas, irrumpió en un
congreso de escritores de ciencia ficción reunido en un motel de Milford,
Pennsylvania. Norman Mushari se enteró de este episodio por el informe que
un detective privado sacó de los archivos de McAllister, Robjent, Reed y
McGee. El viejo McAllister había alquilado los servicios del detective,
que debía seguir a Eliot para descubrir si hacía algo que más tarde pudiera
dañar legalmente a la Fundación.
El informe contenía, al pie de la letra, el discurso de Eliot a los escritores,
ya que toda la reunión, incluida su alcohólica interrupción, se había tomado
en cinta magnetofónica.
-Os quiero mucho, hijos de perra -dijo Eliot en Milford-. Sois mis escritores
favoritos. Sois los únicos que habláis de los cambios realmente terribles
que tienen lugar, los únicos lo bastante locos para saber que la vida es
un viaje espacial, y no precisamente corto, sino uno que durará millones
de años. Sois los únicos que tenéis el valor y el coraje de preocuparos
realmente del futuro; los que realmente os dais cuenta de lo que nos hacen
las máquinas, lo que nos hacen las ciudades, lo que nos hacen las grandes
y simples ideas, lo que nos hacen las tremendas incomprensiones, equivocaciones,
accidentes y catástrofes. Sois los únicos que os preocupáis del tiempo y
las distancias sin límite, de los misterios inmortales, del hecho de que
ahora ya tenemos una base para fijar si los viajes espaciales de los próximos
veinte años serán un cielo o un infierno…
Eliot admitió después que los autores de ciencia ficción no podían escribir
para los eruditos, pero declaró que eso no importaba. A pesar de ello eran
poetas, pues se mostraban más sensibles a los cambios importantes que cualquier
buen escritor.
-¡Al diablo con los cuentistas de talento que escriben delicadamente sobre
una pequeña parte de una simple vida, cuando hay temas como galaxias, eones
y billones de almas que aún no existen! ¡Ojalá Kilgore Trout estuviera aquí
-siguió diciendo Eliot-, para poder estrechar su mano y decirle que es el
mejor escritor de la actualidad! ¡Acaban de decirme que no ha venido porque
no pudo dejar su trabajo! Y ¿qué trabajo le ha dado esta sociedad a su mayor
profeta? -parecía que se ahogaba, y durante algunos momentos no consiguió
decidirse a nombrar el trabajo de Trout-. ¡Le han hecho empleado de un centro
de remisión de sellos en Hyannis!
Era cierto. Trout, autor de ochenta y siete libros encuadernados en rústica,
era un hombre muy pobre y totalmente desconocido fuera del mundo de la ciencia
ficción. En el momento en que Eliot hablaba tan cálidamente de él, contaba
sesenta y seis años.
-De aquí a diez mil años -predijo Eliot con alcohólica insistencia- se habrán
olvidado los nombres de nuestros generales y presidentes, y el único héroe
que se recordará de esta época será el autor de 2BRO2B. -éste era el título
de un libro de Trout, título que, bien examinado, resultaba ser la famosa
pregunta que hiciera Hamlet. [2]
Mushari siguió buscando con todo ahínco una copia del libro para su dossier
sobre Eliot. Ningún librero digno de tal nombre había oído hablar jamás
de Trout. Mushari buscó por su cuenta en el cuchitril de un comerciante
de obscenidades. Allí, entre la más feroz pornografía, encontró ejemplares
muy manoseados de todos los libros que escribiera Trout. 2BRO2B, publicado
al precio de veinticinco centavos, le costó cinco dólares, el mismo precio
que le pidieron por El Kama Sutra de Vatsyayana.
Mushari ojeó el Kama Sutra, manual oriental del arte y técnicas del amor,
prohibido desde hacía mucho tiempo, y se encontró con este párrafo:
«Si un hombre hace una especie de crema con el jugo de fruto casia fístula
y eujenia jambolina, y mezcla el polvo de la planta soma, veronia antelminica,
eclipta próstata, lohopa-juihirka, y aplica la mezcla al yoni de una mujer
con la que está a punto de tener relación sexual, inmediatamente dejará
de amarla.»
No vio nada divertido en esto. Nunca veía nada divertido en nada, tan inmune
estaba, gracias al espíritu severo de la ley.
Fue lo bastante obtuso como para imaginar que los libros de Trout debían
de ser sucios, ya que se vendían a tales precios a gente tan extraña y en
tal lugar. No comprendió que lo que Trout tenía en común con la pornografía
no era el sexo, sino las fantasías de un mundo absurdamente hospitalario.
De modo que se sintió defraudado al leer aquellas obras, pues buscaba sexo
y sólo encontraba automatismo. La fórmula favorita de Trout consistía en
describir una sociedad perfectamente odiosa, no muy distinta de la suya,
y luego, al final, sugerir el modo de mejorarla. En 2BRO2B describía una
América en la que las máquinas realizaban casi todo el trabajo, y los únicos
que podían trabajar en algo habían de tener tres o cuatro títulos. También
existía el problema del exceso de población.
Todas las enfermedades graves habían sido vencidas. La muerte era, por tanto
voluntaria, y el Gobierno, para animar a los voluntarios, construía un Salón
del Suicidio Ético con tejado púrpura en todas las plazas mayores, junto
a bares de un tal Howard Johnson, con tejado naranja. Había bonitas camareras
en el salón, gentes que atendían a los visitantes voluntarios y una elección
de catorce modos de morir sin dolor. Sus Salones del Suicidio estaban siempre
llenos, porque había demasiadas personas sin interés por vivir y porque
se suponía que la muerte era algo generoso y patriótico. Los suicidas recibían
también una última comida gratis en el bar contiguo, etcétera. Trout tenía
una maravillosa imaginación.
Uno de los personajes preguntaba a una camarera de la muerte si él iría
al cielo, y ella le decía que claro que sí. Preguntaba si vería a Dios,
y ella contestaba:
-Naturalmente, encanto.
-Así lo espero. Quiero preguntarle algo que nunca pude averiguar aquí.
-¿Qué es? -preguntaba ella.
-¿Para qué demonios existe el hombre?
En Milford, Eliot dijo a los escritores que ojalá aprendieran más sobre
el sexo, la economía y el estilo; pero que suponía que, trabajando sobre
unos temas tan importantes, no tenían tiempo para tales cosas. Y se le ocurrió
entonces que nunca se había escrito un libro verdaderamente bueno de ciencia
ficción sobre el dinero.
-¡Pensad de cuántos y cuan salvajes modos circula el dinero por la Tierra!
-dijo-. No es preciso ir al planeta Tralfamadore, en la galaxia Anti-Materia
508 G, para encontrar criaturas con increíble poder. ¡Pensad en el poder
de un millonario terrestre! ¡Miradme a mí! Yo nací desnudo, lo mismo que
vosotros, pero… ¡Dios mío!, amigos y vecinos, ¡yo puedo gastar miles de
dólares al día!
Se detuvo para hacer una demostración impresionante de sus poderes mágicos,
escribiendo un lindo cheque de doscientos dólares para cada miembro del
auditorio.
-Esto os parecerá una fantasía -continuó-. Pero si mañana vais al Banco,
será una realidad. Es una locura que yo pueda hacerlo, siendo el dinero
tan importante… -perdió el equilibrio por un momento, lo recuperó y casi
se quedó dormido de pie. Abrió los ojos con gran esfuerzo-. Esto es lo que
espero de vosotros, amigos y vecinos, y especialmente del inmortal Kilgore
Trout: pensad en el modo estúpido en que circula el dinero, y tratad de
descubrir un modo mejor.
Eliot salió de Milford y, haciendo auto-stop, se fue a Swarthmore, Pennsylvania,
donde entró en un pequeño bar y anunció que todo el que pudiera enseñarle
su insignia de bombero voluntario bebería a sus expensas. Gradualmente acabó
por coger una borrachera llorona, durante la cual declaró que le emocionaba
profundamente la idea de un planeta habitado cuya atmósfera pudiera combinarse
violentamente con todo lo más querido a sus habitantes. Hablaba de la Tierra
y del elemento oxígeno.
-Si lo pensamos bien, chicos -dijo, hablando entrecortadamente-, eso es
lo que nos mantiene juntos, más que cualquier otra cosa…, excepto, quizá,
la gravedad. Nosotros, unos pocos, nosotros los hombres felices, nosotros,
hermanos, estamos unidos en el grave negocio de impedir que la comida, las
casas, las ropas y los seres amados se combinen con el oxígeno. Os digo,
chicos, que yo formé parte de un departamento de bomberos voluntarios y
que me gustaría pertenecer a uno. Si hubiera algo tan humano, tan humano,
en la ciudad de Nueva York…
Era mentira que Eliot hubiera sido bombero. Todo lo más, y durante sus visitas
anuales a Rosewater County, con su familia, durante la infancia, los ciudadanos
sicofantes le habían adulado nombrándole la mascota del Departamento de
Bomberos Voluntarios de Rosewater. Jamás había apagado un incendio.
-Os digo, chicos -continuó-, que si esos platillos volantes rusos aterrizaran
aquí algún día (y no veo el modo de impedirlo), todos los asquerosos bastardos
que consiguen los buenos empleos en este país a fuerza de lamer culos, estarían
preparados para recibir a los conquistadores con vodka y caviar, ofreciéndose
para llevar a cabo cualquier clase de trabajo que se les ocurriera a los
rusos. ¿Y sabéis quiénes se retirarían a los bosques, con cuchillos de caza
y rifles Springfield, quiénes seguirían luchando durante cien años? Los
bomberos voluntarios, ¡sí señor!
Le metieron en la cárcel de Swarthmore por borrachera y escándalo público.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, la policía llamó a su esposa.
Eliot les ofreció sus disculpas y se fue tristemente a casa.
Pero al cabo de un mes estaba de nuevo en marcha; de juerga con los bomberos
de Clover Lick, West Virginia, una noche; de parranda con los de New Egypt,
New Jersey, a la siguiente. En ese viaje cambió sus ropas con otro, dándole
un traje de cuatrocientos dólares por un modelo azul, 1939, de chaqueta
cruzada, con unas hombreras como Gibraltar, solapas como las alas del arcángel
San Gabriel y unas arrugas en el pantalón que parecían cosidas a la tela.
-Debes estar loco -dijo el bombero de New Egypt.
-No quiero parecer yo mismo -replicó Eliot-. Quiero que te vean a ti en
mí. Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois todo lo que hay de
bueno en América, los hombres que lleváis estos trajes. Sois el alma de
la Infantería de Estados Unidos.
Y Eliot siguió vagando y entregando todo su guardarropa excepto el frac,
el smoking y un traje de franela gris. Su armario, un mueble que medía seis
metros, se convirtió en un deprimente museo de sobretodos, monos, trajes
especiales de Robert Hall, chaquetas de campo, chaquetas Eisenhower, jerseys,
etcétera. Sylvia quiso quemarlo todo, pero él le dijo:
-Puedes quemar, si quieres, el frac, el smoking y el traje de franela gris.
Ya entonces estaba Eliot enfermo, pero no había nadie que recomendara un
tratamiento, ni nadie estaba tan ansioso por apoderarse de los beneficios
como para querer demostrar su locura. Por aquellos días el pequeño Norman
Mushari sólo tenía doce años; coleccionaba modelos de aviones de plástico,
se masturbaba y llenaba la habitación con fotografías del senador Joe McCarthy
y Roy Cohn. Eliot Rosewater estaba muy lejos de su mente.
Sylvia, educada entre ricos excéntricos y encantadores, era demasiado europea
para hacer que lo encerraran. Y el senador estaba entregado a la lucha política
más importante de su vida, reuniendo las fuerzas republicanas reaccionarias
destruidas por la elección de Dwight David Eisenhower. Cuando le contaron
el curioso modo de vivir de su hijo, se negó a preocuparse, basándose en
que el chico estaba bien educado:
-Tiene fibra, tiene agallas -dijo el senador-. Está haciendo experimentos.
Recobrará el sentido en el momento en que se halle bien y dispuesto. En
esta familia jamás hubo, ni habrá, un borracho crónico o un loco crónico.
Después de decir esto, entró en la Cámara del Senado, donde pronunció su
famoso discurso sobre la Era Dorada de Roma, del que reproducimos una parte:
-Me gustaría hablar del emperador Octavio, de César Augusto, de cómo llegó
a ser conocido. Este gran humanista, pues era un humanista en el más profundo
sentido de la palabra, tomó el mando del Imperio romano en un período degenerado,
muy parecido al nuestro. La prostitución, el divorcio, el alcoholismo, el
liberalismo, la homosexualidad, la pornografía, el aborto, la venalidad,
el crimen, el control del trabajo, la delincuencia juvenil, la cobardía,
el ateísmo, la extorsión, la difamación y el robo estaban en el pináculo
de la moda. Roma era el paraíso de los gangsters, los pervertidos y los
haraganes, lo mismo que ahora es América. Como sucede hoy en nuestro país,
las fuerzas de la ley y el orden eran abiertamente atacadas por la multitud,
los niños crecían desobedientes, no tenían respeto alguno por sus padres
ni su país; ninguna mujer decente caminaba segura por la calle, ¡ni siquiera
a mediodía! Los extranjeros listos, avispados y dedicados al soborno florecían
por todas partes. Y, muy por debajo de los grandes cambistas de la ciudad,
estaban los honrados granjeros, la espina dorsal del ejército romano y el
alma de Roma.
»¿Cómo resolver aquel estado de cosas? Había entonces liberales blandos,
como hay liberales torpes ahora, que dijeron lo que los liberales dicen
siempre después de que han llevado a una gran nación a esa condición ilegal
e incomprensible: "¡Pero si estamos mejor que nunca! ¡Fijaos en la libertad!
¡Pensad en la igualdad! ¡Mirad cómo hemos arrojado de la escena la hipocresía
sexual! La gente se avergonzaba antes cuando pensaba en la violación y la
fornicación, ¡pero ahora pueden hacerlo alegremente cuando quieran!"
»¿Y qué podían decir los terribles y serios conservadores de aquella época
feliz? Bueno, no quedaban muchos, se morían de ancianidad en medio del ridículo.
Sus hijos se habían vuelto contra ellos gracias a los liberales, a los proveedores
del sol y la luna sintéticos, a los inútiles políticos que practicaban el
strip-tease, a la gente que amaba a todo el mundo, bárbaros incluidos. ¡Aquellos
imbéciles amaban tanto a los bárbaros que querían abrirles todas las puertas,
que los soldados dejaran sus armas y que los bárbaros entraran en el Imperio!
»Esa era la Roma a la que volvió César Augusto después de derrotar a aquellos
dos maníacos sexuales, Antonio y Cleopatra, en la gran batalla naval de
Accio. No creo necesario repetir todo lo que pensó cuando visitó la Roma
que debía gobernar. Guardemos unos momentos de silencio, y que cada uno
piense lo que quiera de los chanchullos de hoy.
Hubo, pues, un momento de silencio, de unos treinta segundos, que a algunos
les parecieron mil años.
-Y ¿qué métodos utilizó César Augusto para poner orden en todo aquello?
Hizo lo que nos dicen a menudo que no debemos hacer, lo que afirman que
jamás servirá de nada: convirtió la moral en ley, y reforzó aquellas leyes
irrebatibles con una fuerza de policía cruel y que jamás sonreía. Y a partir
de entonces fue ilegal que un romano se condujera como un cerdo. ¿Me oís?
¡Ilegal! Y los romanos que eran cogidos actuando como cerdos eran colgados
de los pulgares cabeza abajo, arrojados a los pozos o a los leones, o sufrían
experiencias que les inculcaran el deseo de ser más decentes y respetables
de lo que eran. ¿Sirvió de algo? ¡Ya podéis apostar las botas a que sí!
¡Los cerdos desaparecieron como por arte de magia! Y ¿cómo se llama el período
que siguió a esa "opresión inconcebible"? Nada más y nada menos, amigos
y vecinos, que "la Edad de Oro de Roma".
»¿Piensa alguien que sugiero que debemos seguir ese sangriento ejemplo?
¡Pues sí! Apenas transcurre un día en el que no diga de un modo u otro:
"Forcemos a los americanos a ser tan buenos como debieran". ¿Piensa alguien
que creo que debemos echar a los canallas a los leones? Bien, pues para
dar gusto a los que se complacen en imaginarme dominado por las pasiones
primitivas, dejadme decir: ¡Sí, claro que sí, esta misma tarde si es posible!
Para desilusionar a mis críticos, diré que estoy hablando en broma. No me
divierten los castigos crueles y extraños, no. Me fascina el hecho de que
una zanahoria y un palo sea lo que hace andar a un burro, y que este descubrimiento
pueda tener cierta aplicación en el mundo de los seres humanos.
Etcétera. El senador dijo que la zanahoria y el palo se habían convertido
en el Sistema de Empresa Libre, tal como lo concibieron los Padres Fundadores;
pero que los seres bondadosos, tan bondadosos que pensaban que la gente
no debía tener que luchar por nada, habían alterado la lógica del sistema
hasta hacerla irreconocible.
-En resumen -dijo-, veo dos alternativas ante nosotros: podemos convertir
la moral en ley y reforzar duramente esos preceptos morales, o volver al
verdadero Sistema de Empresas Libres, que incluye en él la justicia fundamental
de César Augusto de "Lucha o perecerás". Favorezco enfáticamente la última
alternativa. Hemos de ser duros para convertirnos de nuevo en una nación
de buenos luchadores, dejando que perezcan los débiles. Ya he hablado de
otra época difícil en la historia antigua. En caso de que hayáis olvidado
el nombre os refrescaré la memoria: la Edad de Oro de Roma, amigos y vecinos,
la Edad de Oro de Roma.
Eliot no contaba con amigos que pudieran ayudarle en aquella época de crisis.
Los ricos se enojaron porque él les gritaba que todo cuanto tenían lo debían
únicamente a la pura suerte. Los artistas se enfadaron porque les decía
que los únicos que prestaban atención a sus obras eran los imbéciles que
no tenían nada que hacer. Ofendió a sus amigos del colegio al preguntarles:
«¿Quiénes tienen tiempo de leer todas las estupideces que escribís y escuchar
las cosas tan aburridas que decís?». Y se ganó la antipatía de los científicos
al darles las gracias de modo extravagante por los avances científicos sobre
los que había leído en la prensa y asegurarles, con el rostro perfectamente
serio, que la vida era mejor cada día gracias al pensamiento científico.
Después se puso en manos de un psiquiatra. Dejó de beber, volvió a preocuparse
de su aspecto, expresó entusiasmo por las artes y ciencias y recuperó muchos
amigos.
Sylvia se sentía más feliz que nunca. Y de pronto, un año después de comenzado
el tratamiento, quedó asombrada ante una llamada del psiquiatra. Abandonaba
el caso porque, según su terca opinión vienesa, Eliot era intratable.
-¡Pero si le ha curado!
-Si yo fuera un charlatán de Los Angeles, querida señora, estaría totalmente
de acuerdo. Pero no soy hipócrita. Su marido posee la neurosis mejor defendida
con que me he tropezado en la vida. No puedo imaginar la naturaleza de esa
neurosis. En todo un año de trabajo, apenas he conseguido arañar la superficie.
-¡Pero si él siempre vuelve a casa tan alegre, después de estar con usted!
-¿Sabe de qué hablamos?
-Pensé que era mejor no preguntarlo.
-¡De la historia de América! He ahí un hombre muy enfermo que, entre otras
cosas, mató a su madre, y cuyo padre es un terrorífico tirano. Y ¿de qué
habla cuando le invito a dejar vagar su mente? ¡De historia americana!
La declaración de que Eliot había matado a su amada madre era, en cierto
modo, crudamente cierta. Cuando tenía diecinueve años se la llevó a navegar
en bote por Cotuit Harbour. Al mudar un botavante, el golpetazo tiró a su
madre por la borda. Eunice Morgan Rosewater se hundió como una piedra.
-Le pregunto con quién sueña -continuó el doctor- y me responde: «Con Samuel
Gompers, Mark Twain y Alexander Hamilton». Le pregunto si su padre aparece
alguna vez en sus sueños y me contesta: «No, pero Thorsten Veblen sí». Señora
Rosewater, me siento derrotado. Dimito.
Eliot pareció algo divertido ante la dimisión del doctor.
-No entiende la enfermedad, así que se niega a admitir que exista -dijo
en tono ligero.
Esa tarde fue con Sylvia al Metropolitan para el estreno de una nueva puesta
en escena de Aída. La Fundación Rosewater había pagado los trajes. Eliot
se veía simplemente maravilloso: alto, de rigurosa etiqueta, con el enorme
y amistoso rostro sonrosado y los brillantes ojos azules como un anuncio
de higiene mental.
Todo fue bien hasta la última escena de la ópera, en la que meten a los
protagonistas en una cámara cerrada para que mueran asfixiados. Mientras
la pareja llenaba los pulmones disponiéndose a cantar, Eliot les gritó:
-¡Duraréis más si os quedáis callados! -se puso de pie, se inclinó hacia
fuera del palco e insistió-: ¡A lo mejor no sabéis nada sobre el oxígeno,
pero yo sí! Creedme, ¡no debéis cantar!
El rostro fue quedándosele blanco y vacío. Sylvia le tiró de la manga. Eliot
la miró con aire ausente y dejó que se lo llevaran como si fuera un globo
de juguete.
3
Norman Mushari se enteró de que, la noche de Aída, Eliot desapareció de
nuevo, saltando del taxi que le llevaba a casa en el cruce de la calle Cuarenta
y Dos y la Quinta Avenida.
Diez días más tarde Sylvia recibió una carta escrita en la oficina del Departamento
de Bomberos Voluntarios de Elsinore, en Elsinore, California. El nombre
del lugar le había lanzado a una nueva serie de especulaciones sobre sí
mismo, que culminaron en su creencia de que, en cierto modo, él tenía mucho
del Hamlet de Shakespeare. Decía la carta:
«Querida Ofelia:
»Elsinore no es en realidad lo que yo esperaba, o a lo mejor es que hay
más de uno y yo no he venido al verdadero. Los jugadores de fútbol de aquí
se denominan "los daneses luchadores", pero en las ciudades de alrededor
los conocen como "los daneses melancólicos". En los pasados tres años han
ganado un partido, empatado dos y perdido veinticuatro. Supongo que eso
es influencia de Hamlet.
»Lo último que me dijiste antes de que saliera del taxi, es que tal vez
debiéramos divorciarnos. Yo no me di cuenta de que la vida te resultara
tan incómoda. Me doy cuenta de que me cuesta mucho darme cuenta. Todavía
me cuesta darme cuenta de que soy un alcohólico, aunque los extraños lo
averiguan en seguida.
»Quizá sea presunción por mi parte creer que tengo cosas en común con Hamlet,
que tengo una misión importante, aunque de momento aún no sepa cómo llevarla
a cabo. Claro que Hamlet tuvo una ventaja muy grande, porque el fantasma
de su padre le dijo exactamente lo que tenía que hacer, y en cambio yo opero
sin instrucciones. Pero hay algo en algún sitio que trata de decirme dónde
debo ir, qué debo hacer allí y por qué. No te preocupes, no oigo voces.
Pero siento claramente que tengo un destino lejos de esa triste y despreciable
farsa que es nuestra vida en Nueva York. Y sigo errante.
»Y sigo errante…»
El joven Mushari quedó desilusionado al leer que Eliot no oía voces. Pero
la carta terminaba con algo que era una auténtica chifladura. Describía
todo el sistema extintor de incendios de Elsinore como si Sylvia estuviera
ansiosa de tales detalles.
«Aquí pintan las máquinas de incendios con rayas naranja y negras, como
los tigres. ¡Es asombroso! Ponen detergente en el agua, y así las paredes
se empapan bien y el agua llega mejor al fuego. Realmente es de sentido
común, con tal que no estropee las bombas y mangueras. Todavía no lo han
usado bastante tiempo para saberlo a ciencia cierta. Les dije que debían
escribir al fabricante de las bombas para decirle lo que están haciendo
y ellos me dijeron que lo harían. Creen que soy un gran bombero voluntario
del lejano Este. ¡Qué personas más maravillosas! No son como los estúpidos
y aduladores que vienen a llamar a las puertas de la Fundación Rosewater.
Son como los americanos que conocí en la guerra.
»Ten paciencia, Ofelia.
»Con cariño,
»Eliot
Se trasladó de Elsinore a Vashti, Texas, y allí dio con sus huesos en la
cárcel, porque se llegó hasta el Departamento de Bomberos, cubierto de polvo
y con una barba de muchos días, y empezó a hablar con algunos ociosos. Dijo
que el Gobierno debía repartir las riquezas del país de modo equitativo;
no estaba bien que unas personas tuvieran más de lo que podían usar jamás
y otros no tuvieran nada.
Continuó diciendo cosas como ésta:
-¿Saben?, yo creo que el propósito principal del Ejército, la Marina y la
Infantería de Marina consiste en dar trajes limpios, planchados y nuevos
a los americanos pobres para que a los americanos ricos no les ofenda mirarlos.
Mencionó también una revolución. En su opinión habría una dentro de unos
veinte años, y esperaba que fuera buena si la dirigían los veteranos de
la infantería y los bomberos voluntarios.
Le metieron en la cárcel por sospechoso. Le soltaron después de una serie
de preguntas y respuestas. Le hicieron prometer que jamás volvería a Vashti.
Una semana después apareció en New Vienna, Iowa. Escribió otra carta a Sylvia
desde el Departamento de Bomberos de la localidad. Llamaba a Sylvia «la
mujer más paciente del mundo» y le decía que su larga vigilia estaba a punto
de terminar.
«Ahora sé -escribió- dónde debo ir. ¡Me voy allá a toda velocidad! Ya te
telefonearé cuando llegue. Tal vez me quede para siempre. Todavía no veo
muy claro lo que debo hacer cuando llegue allí, pero también lo veré entonces,
seguro. ¡Las escamas están cayendo de mis ojos!
»A propósito, les dije a los bomberos de aquí que podían probar a poner
detergente en el agua, pero que escribieran primero al fabricante de las
bombas. Les gusta la idea. Van a proponerla en la próxima reunión. He pasado
dieciséis horas sin una copa y no echo de menos el veneno. ¡En absoluto!
Adiós.»
Cuando Sylvia recibió esa carta, inmediatamente hizo que le aplicaran al
teléfono un aparato de cinta magnetofónica, una magnífica idea de Norman
Mushari. Sylvia lo hizo porque pensaba que Eliot se había vuelto al fin
completamente loco. Cuando llamara, quería conservar todas las pistas sobre
su situación y condiciones a fin de conseguir pruebas para el juicio.
Y llegó la llamada:
-¿Ofelia?
-¡Oh, Eliot, Eliot! ¿Dónde estás, cariño?
-En América, entre los degenerados hijos y nietos de los pioneros.
-Pero ¿dónde? ¿Dónde?
-En todas partes…, en cualquier parte…, en una cabina telefónica de aluminio
y cristal, en un lugarcito de América, con monedas americanas extendidas
sobre el estante ante mí. También hay un mensaje escrito con bolígrafo en
el estante.
-¿Y qué dice?
-«Sheila Taylor es una imbécil». Seguro que es verdad.
De pronto Sylvia escuchó un estrépito por el teléfono.
-¡Anda! -exclamó Eliot-. Un autobús enorme ha hecho sonar flatulentamente
sus trompetas romanas ante la estación de autobuses, que también es una
pastelería. ¡Mira! Sólo un viejo americano ha respondido a la llamada, y
sale renqueando. Nadie le dice adiós, tampoco él mira arriba y abajo de
la calle esperando que alguien le hable. Lleva un paquete de papel marrón
atado con un cordel. Se va a alguna parte…, sin duda a morir.
»Ahora se despide de la única ciudad que jamás ha conocido, de la única
vida que ha conocido. Pero no puede pensar en decir adiós a su universo.
Todo su ser está pendiente de no ofender al poderoso conductor de autobuses
que le mira despectivamente desde su trono de piel azul. ¡Ay, qué pena!
El viejo americano consigue subir a bordo, pero ahora no puede encontrar
su billete. ¡Lo ha encontrado al fin! Pero es demasiado tarde, ¡demasiado
tarde! El conductor está rabioso. Cierra la puerta y sale con un salvaje
rugido de marchas; toca la bocina, asusta a una vieja americana que cruza
la calle y hace temblar los vidrios de las ventanillas. Todo es odio, odio,
odio.
-Eliot, ¿hay un río ahí?
-La cabina telefónica está en el amplio valle de ese sumidero llamado el
Ohio. El Ohio está a treinta millas al sur. Carpas tan grandes como submarinos
atómicos engordan en el cieno de los hijos y nietos de los pioneros. Más
allá del río están las colinas, en otro tiempo verdes, de Kentucky, la tierra
prometida de Daniel Boone, ahora destrozada y hendida por las minas, muchas
de ellas propiedad de una fundación benéfica y cultural dotada por una familia
americana bastante antigua, llamada Rosewater.
»Al otro lado del río, los edificios de la Fundación Rosewater quedan algo
difusos. Pero en este lado, justo en torno a mi cabina telefónica, y en
una distancia de unas cuantas millas a la redonda, la Fundación lo posee
casi todo. Sin embargo, la Fundación no se ha metido para nada con el próspero
negocio de los gusanos. En todas las casas hay letreros que dicen "Se venden
gusanos".
»La principal industria de aquí, aparte los gusanos y los cerdos, la constituyen
las fábricas de sierras. Naturalmente, son propiedad de la Fundación. Como
las sierras son aquí tan importantes, los atletas de la Escuela Superior
Noah Rosewater son llamados "las sierras luchadoras". En realidad, no quedan
muchos trabajadores. La fábrica es casi completamente automática. Si sabes
manejar una máquina, puedes dirigir la fábrica y hacer doce mil sierras
en un día.
»Un joven, uno de esos "sierras luchadoras" de unos dieciocho años, pasa
despreocupadamente ante mi cabina telefónica luciendo los sagrados colores
azul y blanco. Parece peligroso, pero no haría daño a un niño. Sus estudios
favoritos en la escuela fueron Civismo, y los Problemas en la Moderna Democracia
Americana; los dos se los enseñó el profesor de baloncesto. Este chico sabe
que cualquier cosa violenta que hiciera no sólo debilitaría a la República,
sino que también arruinaría su propia vida. No hay trabajo para él en Rosewater.
Hay muy poco trabajo para él en cualquier parte. A veces lleva en el bolsillo
folletos sobre el control de natalidad que muchas personas juzgan alarmantes
y de mal gusto, pero esas mismas personas encuentran alarmante y de mal
gusto que el padre del muchacho no utilizara el control de natalidad. ¡Otro
chico echado a perder por la abundancia de la posguerra! ¡Otro principito
de ojos de grosella! Ahora se encuentra con su chica, una chica que no tendrá
más de catorce años…, una Cleopatra de a cinco centavos, una palabra de
cuatro letras.
»Al otro lado de la calle están los bomberos, cuatro camiones, tres borrachos,
dieciséis perros y un hombre alegre y sobrio con una caja de limpiametales.
-¡Oh, Eliot, Eliot! ¡Ven a casa! ¡Ven a casa!
-¿No lo comprendes, Sylvia? Estoy en casa. Ahora sé que éste ha sido siempre
mi hogar, la ciudad de los Rosewater: la cuna de los Rosewater, Rosewater
County, en el Estado de Indiana.
-Y ¿qué te propones hacer allí, Eliot?
-Me voy a preocupar de estas gentes.
-Eso… eso está muy bien -dijo Sylvia sin comprender.
Era una muchacha pálida y delicada, instruida, graciosa. Tocaba el arpa,
y hablaba seis idiomas de modo encantador. Durante su infancia y juventud
había conocido muchos grandes hombres en casa de su padre… Picasso, Schweitzer,
Hemingway, Toscanini, Churchill, De Gaulle. Nunca había visto Rosewater
County, ni tenía idea de lo que era un gusano, ni sabía que en algún sitio
pudiera ser la tierra tan insoportablemente monótona, ni la gente tan terriblemente
aburrida.
-Miro a estas personas, a estos americanos -continuó Eliot- y me doy cuenta
de que ni siquiera saben preocuparse de sí mismos, porque no tienen utilidad.
La fábrica, las granjas, las minas del otro lado del río… son casi completamente
automáticas ahora. Y América ni siquiera necesita a esas personas para la
guerra. Ya no. Sylvia, voy a ser artista.
-¿Artista?
-Voy a amar a esos inútiles americanos, aunque lo sean, aunque no sean atractivos.
Esa va a ser mi obra de arte.
4
Rosewater County, el lienzo en que Eliot se proponía pintar con amor y comprensión,
era un rectángulo en el que otros hombres -especialmente otros Rosewater-
habían hecho ya algunos atrevidos diseños. Los predecesores de Eliot se
habían anticipado a Mondrian. Sus caminos corrían hacia el este y el oeste;
hacia el norte y el sur. Cortando exactamente el condado y deteniéndose
en sus fronteras, había un canal estancado de veinte kilómetros de largo.
Era la única gota de realidad exprimida por el bisabuelo de Eliot a la fantasía
de acciones y obligaciones de un canal que uniría Chicago, Indianapolis,
Rosewater y el Ohio. Ahora había lucios, gobios y carpas en el canal. Las
personas interesadas en pescarlos compraban los tan anunciados gusanos.
Los antecesores de la mayoría de los comerciantes en gusanos habían sido
accionistas en el Canal Interestatal Rosewater. Cuando el proyecto se vino
abajo, algunos perdieron sus granjas, que fueron adquiridas por Noah Rosewater.
New Ambrosia, comunidad utópica del ángulo sudoeste del distrito, invirtió
todo cuanto tenía en el canal y perdió. La comunidad estaba formada por
alemanes comunistas y ateos que practicaban el matrimonio en grupos, la
sinceridad absoluta, la limpieza absoluta y el absoluto amor. Ahora estaban
esparcidos a los cuatro vientos, como los papeles que representaban su parte
en el canal. Pero nadie sintió que se fueran. Su única contribución al país
que aún estaba en pie en la época de Eliot era la cervecería convertida
en el centro de la Cerveza Dorada Ambrosía Lager de Rosewater. En la etiqueta
de cada lata de cerveza estaba pintado el cielo en la Tierra que se propusieron
construir los habitantes de New Ambrosia. La ciudad soñada tenía iglesias
rematadas con esbeltas agujas. Las agujas acababan en un pararrayos. El
cielo estaba lleno de querubines.
La ciudad de Rosewater era el centro muerto del distrito. En el centro muerto
de la ciudad había un Partenón construido todo él de honrado ladrillo rojo,
hasta sus columnas. El tejado era de cobre verde. El canal atravesaba la
ciudad, como en otro tiempo la atravesara el ferrocarril central de Nueva
York (Monon) y los ferrocarriles de Nickel Plate.
Cuando Eliot y Sylvia llegaron allí, sólo quedaba el canal y las vías del
Monon, pero el ferrocarril había quebrado y las vías lucían un tono desvaído.
Al oeste del Partenón estaba la antigua Compañía de Fabricación de Sierras
Rosewater, también de ladrillo rojo, con tejado verde también. Pero el tejado
estaba hundido a medias y las ventanas sin cristales. Era una New Ambrosia
para las golondrinas y murciélagos. Los cuatro relojes de la torre carecían
de saetas, y el armazón de metal estaba lleno de nidos.
Al este del Partenón estaba el Tribunal de Justicia, también de ladrillo
rojo, de tejado verde también. La torre era idéntica a la de la vieja Compañía
de Fabricación de Sierras. Tres de sus relojes aún conservaban las saetas,
pero no funcionaban. Como un absceso en la base de un diente enfermo, en
el sótano de aquel edificio público prosperaba un negocio particular. El
anuncio de neón rojo decía: «Salón de Belleza de Bella». Bella pesaba más
de cien kilos.
Al este del Tribunal de Justicia estaba el Parque Conmemorativo de los Veteranos
de Samuel Rosewater. Tenía una bandera y un cuadro con los nombres de los
caídos. Este cuadro de honor era una plancha de madera pintada de negro,
colgada de un simple palo y con un alero de apenas cinco centímetros de
ancho. Allí estaban los nombres de las personas de Rosewater County que
habían dado sus vidas por la patria.
Las otras únicas construcciones de ladrillo eran la Mansión Rosewater y
su cochera, que se alzaban en una elevación artificial del terreno al extremo
este del parque, rodeadas por una verja de hierro; y la Escuela Superior
Noah Rosewater, centro de los «sierras luchadoras», que limitaba el parque
por el sur. Al norte del parque estaba la Opera Rosewater, un edificio espantoso,
con aspecto de pastel de boda, convertido ahora en la Oficina de Bomberos.
Todo lo demás eran casas repugnantes, chozas, alcoholismo, ignorancia, idiotez
y perversión, ya que todo lo sano, trabajador e inteligente de Rosewater
County se apresuraba a largarse de allí.
La nueva Compañía de Fabricación de Sierras Rosewater, ladrillo amarillo
y sin ventanas, se alzaba en un sembrado a medio camino entre Rosewater
y New Ambrosia, servida por una nueva y brillante línea del New York Central
y por una amplia carretera de dos direcciones que pasaba a dieciséis kilómetros
de la ciudad. Allí estaba también el Motel Rosewater, y la Bolera Rosewater,
y los grandes elevadores de grano, y los gallineros de las granjas Rosewater.
Y los pocos agrónomos, ingenieros, cerveceros, contables y administradores
bien pagados que hacían todo cuanto había que hacer, vivían en un círculo
defensivo de ranchos lujosos en otro espacio de terreno cerca de New Ambrosia,
una comunidad llamada, sin razón alguna, «Avondale». Todos tenían patios
iluminados por el gas y terrazas con barandillas de metal extraído del antiguo
Nickel Plate.
En relación con todas aquellas personas limpias de Avondale, Eliot se alzaba
como un monarca constitucional, ya que eran empleados de la Corporación
Rosewater y todas las propiedades que ellos administraban pertenecían a
la Fundación Rosewater. Eliot no podía decirles lo que habían de hacer,
pero era su rey, y Avondale lo sabía.
De modo que cuando el rey Eliot y la reina Sylvia establecieron su residencia
en la Mansión Rosewater, recibieron una verdadera lluvia de invitaciones,
visitas, notas aduladoras y llamadas telefónicas de Avondale. De momento
aceptaron las visitas. Eliot exigió de Sylvia que recibiera a todos los
visitantes prósperos con un aire cordial, pero distraído. Las mujeres de
Avondale salieron de la mansión muy tiesas, como si -según dijo alegremente
Eliot- alguien les hubiera dado una palmadita en el trasero.
Es interesante advertir que los tecnócratas ambiciosos de Avondale lanzaron
la teoría de que los Rosewater los despreciaban porque se sentían superiores
a ellos. Incluso disfrutaron discutiendo sus opiniones incansablemente.
Estaban ávidos de lecciones de un auténtico y superior esnobismo, y Eliot
y Sylvia podían enseñarles mucho, al parecer.
Pero entonces el rey y la reina sacaron el cristal, la plata y el oro de
la familia Rosewater del Banco Nacional Rosewater y empezaron a dar magníficos
banquetes a los granujas, a los pervertidos, los hambrientos y los obreros
parados.
Escucharon sin cansarse los sueños temerosos y vagos de los que, en opinión
de cualquiera, hubieran estado mejor muertos. Les dieron su amor y grandes
sumas de dinero. Aparte de esta vida social, motivada por su sentimiento
compasivo, sólo se relacionaron con el Departamento de Bomberos Voluntarios
de Rosewater. Eliot ascendió rápidamente al cargo de teniente de bomberos,
y Sylvia fue elegida presidenta de las Damas Auxiliares. Aunque jamás había
tocado los bolos, también la hicieron capitana del equipo de bolos femenino.
El suntuoso respeto de Avondale por la monarquía se convirtió en un incrédulo
desprecio primero y después en un furor salvaje. Atacaron por turno sus
pasiones bestiales, la bebida, el adulterio. Las voces de Avondale chirriaban
cual cuchillo que intentara cortar el metal cuando discutían sobre el rey
y la reina, como si acabaran de derrocar a los tiranos. Avondale ya no era
una reunión de empleados de porvenir, sino que parecía poblado por vigorosos
miembros de la verdadera clase gobernadora.
Cinco años más tarde Sylvia sufrió un colapso nervioso, y quemó el Departamento
de Bomberos. Tan sádica se había vuelto Avondale en su opinión sobre los
regios Rosewater, que todos rieron.
Sylvia fue internada en una clínica particular de enfermos mentales en Indianapolis,
llevada hasta allí por Eliot y Charles Warmergran, el jefe de bomberos,
que la metieron en el coche de éste, un viejo «Henry J», con sirena en la
parte superior. Se la confiaron al doctor Ed Brown, un joven psiquiatra
que más tarde se hizo famoso describiendo su enfermedad. En su obra llamaba
a Eliot y Sylvia «señor y señora Z», y a la ciudad de Rosewater «Hometown,
Estados Unidos». Acuñó una palabra nueva para la enfermedad de Silvia: Samaritrofia,
que significaba, en su opinión: «indiferencia histérica ante el dolor de
los que son menos afortunados que uno mismo».
Norman Mushari leyó el tratado del doctor Brown, que estaba también en los
archivos confidenciales de McAllister, Robjent, Reed y McGee. Sus ojos dulzones,
húmedos, vacunos, le forzaban a ver las páginas como veía el mundo, a través
de un baño de aceite de oliva.
«Samaritrofia», leyó, «es la supresión de la conciencia activa por el resto
de la mente. "¡Debes aceptar todas mis instrucciones!", grita, en efecto,
la conciencia a los demás procesos mentales. Estos procesos lo intentan
durante algún tiempo, pero después observan que la conciencia está intranquila,
que sigue chillando, y advierten también que el mundo exterior no ha sido
mejorado, ni siquiera microscópicamente, por los actos generosos exigidos
por la conciencia.
»Y al fin se rebelan. Entonces colocan a la tiránica conciencia en una mazmorra
y la cierran con siete llaves. ¡Ya no la oyen! En el dulce silencio, los
procesos mentales buscan un nuevo guía, e inmediatamente aparece, una vez
acallada la conciencia, el Iluminado Egoísmo, el cual les ofrece una bandera
que todos adoran a primera vista. Naturalmente, ésta es la bandera blanca
y negra de los piratas, con estas palabras escritas bajo la calavera y las
tibias cruzadas: "¡Al infierno contigo, Jack, yo ya tengo lo mío!"
»No me parecía sensato -continuaba la obra del doctor Brown, que Mushari
leía ansiosamente- dejar de nuevo en libertad a la alborotadora conciencia
de la señora Z. Tampoco me satisfacía mucho librarme de ella viéndola tan
dura de corazón. Entonces me propuse, como meta de mis tratamientos, mantener
prisionera a la conciencia, pero alzar un poco la tapa de la mazmorra de
modo que sus gritos se oyeran apenas, cosa que conseguí con algunas pruebas
y errores, mediante la quimioterapia y el shock. No me sentí orgulloso,
pues había transformado a una mujer muy profunda en un ser anodino; había
bloqueado los ríos subterráneos que podían conectarla con los océanos Atlántico,
Pacífico e Indico, dejándola muy satisfecha de ser una piscinita de un metro
de largo por diez centímetros de profundidad, pintadita de azul y con agua
purificada con cloro.
¡Qué, doctor! ¡Qué cura! ¡Y qué modelos tuve que elegir para determinar
el grado de culpa y de piedad que podía permitírsele a la paciente! Los
modelos eran personas con reputación de normales. Después de una profunda
y dolorosa investigación sobre la normalidad en este tiempo y lugar, este
médico se vio obligado a admitir que una persona normal, con funcionamiento
normal en los niveles superiores de una sociedad próspera e industrializada,
apenas puede oír a su conciencia.
»De modo que cualquier mente lógica puede deducir que soy culpable de charlatanería
al declarar como nueva una enfermedad, la samaritrofia, que virtualmente
es tan común entre los americanos sanos como las narices, por así decirlo.
Pero ésta es mi defensa; la samaritrofia es sólo una enfermedad, y violenta
además, cuando ataca a los individuos excesivamente raros, que alcanzan
la madurez biológica amando y queriendo ayudar a sus congéneres.
»Sólo he tratado un caso. Nunca he sabido de nadie que tratara otro. Mirando
en torno mío, sólo veo otra persona abocada a un colapso samaritrófico.
Esa persona, naturalmente, es el señor Z. Y tan profunda es su tendencia
a la compasión que, si cayera enfermo de samaritrofia, creo que se mataría,
o mataría quizás a otras cien personas, muriendo como un perro rabioso,
antes de que nadie pudiera curarle.
»Curar, curar, curar… ¡Qué cura! La señora Z, después de ser tratada y curada
en nuestro emporio de la salud, expresó el deseo de "salir a divertirse
por variar, para animarse…" antes de perder su belleza. Desde luego, su
aspecto era aún sumamente atractivo, subrayado por una expresión de infinita
bondad que ya no merecía.
»No quería saber nada de Hometown ni del señor Z, y declaró que se iba en
busca de la alegría de París y sus felices amigos de allí. Deseaba comprarse
nuevos vestidos, dijo, y bailar, bailar y bailar hasta que se desmayara
en los brazos de un desconocido alto y moreno, en los brazos, decía, de
un espía.
»A menudo se refería a su marido como "ese tipo borracho y sucio del Sur",
aunque jamás lo decía ante él. No parecía esquizofrénica; pero cuando su
marido la visitaba, lo que hacía tres veces por semana, manifestaba ella
los síntomas más agudos de la paranoia. ¡Sombras de Clara Bow! Le pellizcaba
las mejillas. Le decía que quería irse una temporadita a París para ver
a su querida familia y que volvería antes que él se diera cuenta. Quería
que él fuera a decirle adiós, y le daba cariñosos recuerdos para todos los
queridos amigos pobres de Hometown.
»El señor Z no se dejaba engañar. Fue a despedirla al aeropuerto de Indianapolis
y, cuando el avión era una simple mota en el cielo, me dijo que nunca la
vería de nuevo.
»-Ciertamente parece feliz -me dijo el señor Z-. Ciertamente que se divertirá
mucho cuando llegue allí, con la clase de compañía que merece.
»Había usado la palabra «ciertamente» dos veces, algo irritante. E intuitivamente
supe que iba a herirme de nuevo.
»-Ciertamente se lo debe a usted, en gran medida.
»Me informan los padres de la paciente, que naturalmente no se sienten muy
agradecidos al señor Z, que él escribe y llama a menudo, pero ella no abre
sus cartas ni se pone al teléfono. Y opinan muy satisfechos, que, como el
señor Z suponía, es muy feliz.
»Pronóstico: otro colapso nervioso en el futuro próximo.
»En cuanto al señor Z, desde luego que está enfermo también, ya que no es
como ningún otro hombre que yo haya conocido. No quiere salir de la ciudad
excepto para viajes muy cortos hasta Indianapolis, pero no más lejos. Sospecho
que no puede alejarse de la ciudad. ¿Por qué no?
»Hablando de modo totalmente anticientífico (y la ciencia es algo repugnante
para un doctor después de un caso como éste), su destino está allí».
El pronóstico del buen doctor resultó correcto. Sylvia se convirtió en un
miembro popular e influyente de la élite internacional, aprendió las múltiples
variaciones del twist, y fue llamada la duquesa de Rosewater. Muchos hombres
le propusieron matrimonio, pero ella se sentía demasiado feliz para pensar
en matrimonio, o en el divorcio. Y en julio de 1964 se derrumbó de nuevo.
La trataron en Suiza. Seis meses más tarde salía de la clínica silenciosa
y triste, casi insoportablemente profunda otra vez. Eliot y los desgraciados
de Rosewater County tuvieron de nuevo lugar en su conciencia. Quería volver
a ellos, no por deseo, sino por cierto sentido del deber. Su doctor le advirtió
que la vuelta podría ser fatal. Le aconsejó que se quedara en Europa, se
divorciara de Eliot y se creara una vida tranquila y con significado propio.
Así comenzaron los muy civilizados procedimientos del divorcio dirigido
por la firma McAllister, Robjent, Reed y McGee.
Había llegado el momento en que Sylvia debía volver a América para el divorcio.
Una vez allí, en una tarde de junio, se celebró una reunión en Washington
D.C., en el apartamento del padre de Eliot, el senador Lister Ames Rosewater.
Eliot no estaba allí, pues no quería salir de Rosewater County. Se hallaban
presentes el senador, Sylvia, Thurmond McAllister, el viejo abogado, y su
joven auxiliar Mushari.
El tono de la reunión fue franco, sentimental, generoso, a veces gracioso
y siempre fundamentalmente trágico. Hubo coñac.
-De corazón -dijo el senador agitando su copa-, Eliot no ama más que yo
a esos seres horribles. Le resultaría imposible quererlos si no estuviera
borracho todo el tiempo. Lo he dicho ya, y lo repetiré ahora: básicamente,
éste es un problema de alcoholismo. Si Eliot pudiera verse libre de su perpetua
borrachera, se desvanecería esa compasión que siente por los despojos sociales
que se revuelcan en el fango -unió sus manos y agitó la cabeza-. ¡Si por
lo menos hubiera tenido un hijo!
El senador era un producto de St. Paul y Harvard, pero le complacía hablar
con el acento cadencioso de un granjero de Rosewater County. Se quitó las
gafas de aros de acero y miró a su nuera con sus apenados ojos azules.
-¡Si por lo menos…! -se puso de nuevo las gafas, y abrió las manos con aire
resignado. Llenas de arrugas, sus manos parecían caparazones de tortuga-.
El final de la familia Rosewater está a la vista.
-Hay otros Rosewater -recordó amablemente McAllister.
Mushari se agitó en su silla, pues pretendía representar pronto a esos otros.
-¡Yo estoy pensando en los auténticos Rosewater! -gritó el senador amargamente-.
¡Al diablo con Pisquontuit! -ese lugar de veraneo, en Rhode Island, era
la residencia de la otra rama de la familia-. ¡Qué banquete se darían, qué
banquete! -gruñó el senador, deleitándose en una fantasía masoquista de
los Rosewater de Rhode Island recogiendo los huesos de los Rosewater de
Indiana.
Tosió como un perro y la tos le dejó turbado. Era un empedernido fumador,
como su hijo. Se acercó a la repisa de la chimenea y contempló una foto
en color de Eliot. La foto había sido tomada al final de la Segunda Guerra
Mundial, y en ella se veía a un capitán de infantería cubierto de condecoraciones.
-¡Tan limpio, tan alto, con tan buen porvenir…! ¡Tan limpio! ¡Tan limpio!
-hizo crujir sus dientes falsos-. ¡Qué mente más noble se ha perdido ahí!
Se rascó, aunque nada le picaba.
-¡Qué gordo y pastoso parece en estos días! -prosiguió-. He visto pasteles
de ruibarbo con mejor aspecto. Duerme con la ropa interior, y se alimenta
de patatas fritas y cerveza «Ambrosía Lager». -Deslizó sus dedos sobre la
fotografía-. ¡Él! ¡Él! ¡El capitán Eliot Rosewater, Medalla de Plata, Estrella
de Bronce, Medalla del Soldado y Corazón Púrpura colectivo! ¡Campeón de
vela! ¡Campeón de esquí! ¡Él! ¡Dios mío! Con la cantidad de veces que la
vida le ha dicho «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!». Millones de dólares, cientos de amigos
influyentes, la esposa más hermosa, inteligente y afectuosa que pueda imaginarse.
Una educación espléndida, una mente cultivada en un cuerpo grande y limpio…
¿Y cuál es su respuesta cuando la vida le dice «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!»? «No, no,
no». ¿Por qué? ¿Me dirá alguien por qué?
Nadie le contestó.
-Tuve yo una prima, una Rockefeller precisamente -continuó el senador-,
que me confesó que se había pasado tres años (cuando tenía quince, dieciséis
y diecisiete) diciendo únicamente «No, gracias», lo cual está muy bien para
una chica de esa edad y condición. Pero eso hubiera sido un rasgo condenadamente
molesto en un Rockefeller varón, e incluso muchísimo peor, si se me permite
decirlo, en un Rosewater varón.
Se alzó de hombros.
-Sea como fuere, ahora tenemos un Rosewater varón que dice «no» a todas
las cosas buenas que quisiera darle la vida. Se niega incluso a vivir en
la mansión.
Eliot se había trasladado a un despacho cuando vio claro que Sylvia jamás
volvería a su lado.
-Podía haber sido gobernador de Indiana con un simple gesto, incluso podía
haber sido presidente de los Estados Unidos con sólo un poquito de esfuerzo.
¿Y qué es? Os pregunto: ¿qué es? -el senador tosió de nuevo y contestó a
su propia pregunta-: Un notario, un escribano público, amigos y vecinos,
cuyo título está a punto de expirar.
Eso era verdad, en cierto modo. El único documento oficial que colgaba en
la pared manchada de humedad de la oficina de Eliot era su título de notario,
ya que casi todas las personas que acudían a él con sus problemas necesitaban,
entre otras muchas cosas, alguien que testificara su firma.
El despacho de Eliot estaba en Main Street, una manzana al norte del Partenón
de ladrillo, frente al nuevo Departamento de Bomberos que había construido
la Fundación Rosewater. El despacho era pequeño, y se alzaba sobre un restaurante
y una tienda de licores. Sólo había dos ventanas en la fachada, dos buhardas
más bien. De una colgaba un letrero que decía «Comidas». En la otra se leía
«Cerveza». Los dos anuncios eran eléctricos y se encendían y apagaban alternativamente;
y mientras su padre chillaba en Washington pensando en él, Eliot dormía
como un bebé, y los anuncios seguían guiñando.
Frunció la boca con gesto de Cupido, murmuró algo suavemente, se volvió
de lado y roncó. Era un atleta demasiado gordo ahora, un hombre grande,
de un metro noventa y más de cien kilos de peso, pálido, y que empezaba
a quedarse calvo en las sienes mientras sus cabellos se arremolinaban sobre
la frente. Se envolvía en las arrugas elefantiásicas de unos calzoncillos
y camiseta, restos de un equipo militar. En letras doradas, a cada lado
de las ventanas y en la puerta, al nivel de la calle, estaban escritas estas
palabras:
FUNDACIÓN ROSEWATER
¿EN QUÉ PODEMOS AYUDARLE?
5
Eliot dormía dulcemente, aunque tenía muchos problemas.
Lo que sí parecía que tenía pesadillas era el retrete del pequeño y sucio
cuarto de baño de la oficina. Suspiraba, se quejaba, gruñía como si se ahogara.
Sobre el retrete había un montón de botes de conserva, formularios de impuestos
y revistas. Un bol y una cuchara flotaban en el agua fría del lavabo. El
botiquín estaba abierto de par en par, lleno de vitaminas, remedios para
el dolor de cabeza, pomadas para las hemorroides, laxantes y sedantes. Eliot
los usaba todos con regularidad, pero no eran sólo para él, sino también
para todas las personas vagamente enfermas que venían a verle.
El amor, la comprensión y un poco de dinero no eran suficientes para aquellas
personas. Querían medicinas también.
Los papeles formaban montones por todos lados: formularios de impuestos,
impresos de la Administración de Veteranos, formularios de pensión, formularios
de permiso, formularios de seguros sociales, formularios de alegación. Los
montones se desmoronaban aquí y allá, formando dunas. Y entre los montones
y las dunas había vasitos de papel y latas vacías de «Ambrosía», colillas
de cigarrillo y botellas vacías de «Consuelo Meridional».
Clavadas con chinchetas en las paredes había fotografías recortadas por
Eliot de Life y Look, fotos que se agitaban ahora con la ligera brisa que
anunciaba una tormenta. Eliot se había dado cuenta de que algunas fotografías
tienen la virtud de alegrar a la gente, especialmente las fotos de animales
pequeñitos. A sus visitantes les gustaban también las fotografías de accidentes
espectaculares. En cambio, los astronautas les aburrían. Preferían las fotografías
de Elizabeth Taylor, por lo mucho que la odiaban y porque se sentían superiores
a ella. Su personaje favorito era Abraham Lincoln. Eliot intentó popularizar
también a Thomas Jefferson y a Sócrates, pero la gente no podía recordarlos
ni distinguirlos de una visita a otra.
-¿Quién es quién? -le preguntaban.
El despacho había pertenecido en otro tiempo a un dentista, pero apenas
quedaban huellas de aquel ocupante anterior, excepto en la escalera que
llevaba a la calle, donde el dentista había ido clavando distintos anuncios
que alababan diversos aspectos de sus servicios. Los letreros aún estaban
allí, pero Eliot había borrado los mensajes. Y había escrito otro, un poema
de William Blake, que decía así, repartido entre los doce escalones:
El ángel
que presidió
sobre
mi nacimiento,
dijo:
«Pequeño ser,
formado de
alegría y gozos,
ama
sin ayuda
de nada
sobre la tierra».
Al pie de las escaleras, escrito con lápiz en la pared por el propio senador,
estaba su respuesta, sacada de otro poema de Blake:
El amor sólo se busca a sí mismo para complacerse,
para atraer a otro a su deleite;
goza en la pérdida de la paz del otro
y construye un infierno a despecho del cielo.
Allá en Washington, el padre de Eliot expresó en voz alta el deseo de que
ojalá él y su hijo estuvieran muertos.
-Yo…, yo tengo una idea bastante sencilla -sugirió McAllister.
-Su última idea sencilla me costó el control de ochenta y siete millones
de dólares.
McAllister indicó con una cansada sonrisa que no iba a disculparse por la
situación de la Fundación. Después de todo, había hecho exactamente lo que
tenía que hacer: había entregado la fortuna del padre al hijo, sin que el
recaudador de impuestos cobrara un centavo. Él no podía garantizar que el
hijo fuera convencional.
-Quisiera sugerir que Eliot y Sylvia hicieran un último intento de reconciliación.
Sylvia agitó la cabeza.
-No -susurró-. Lo siento. No.
Estaba encogida en un gran sillón. Se había quitado los zapatos. Su rostro
era un óvalo blanquecino en contraste con el pelo rabiosamente negro. Tenía
ojeras violáceas.
-No.
Su médico opinaba en contra de la reconciliación, y ella estaba de acuerdo
con él. El segundo trastorno nervioso y la recuperación no la habían convertido
de nuevo en la Sylvia de los primeros días de Rosewater County, sino que
le habían dado una personalidad totalmente nueva, la tercera desde su matrimonio
con Eliot. Y lo más destacado de esta tercera personalidad era un sentimiento
de terror, de vergüenza por sentir repugnancia por los pobres y por la higiene
personal de Eliot, y un deseo suicida de ignorar su repugnancia, de volver
a Rosewater y morir pronto por una buena causa.
Tuvo, pues, que echar mano de toda su consciente oposición superficial a
la autoinmolación, aconsejada por su médico, para repetir:
-No.
El senador barrió la fotografía de Eliot de la repisa de la chimenea.
-¿Quién puede culparla? ¡Revolcarse otra vez en el cieno con ese gitano
borracho al que llamo mi hijo! -se disculpó por la crudeza de esta última
imagen-. Los viejos sin esperanza tienen tendencia a ser a la vez crudos
y acertados. Perdona.
Sylvia inclinó su encantadora cabeza y después la alzó de nuevo.
-Yo no le juzgo un gitano borracho.
-¡Pues yo sí, Dios mío! Cada vez que me veo obligado a mirarle, doy en pensar:
¡Menudo campo para una epidemia de tifus! No te preocupes de no herir mis
sentimientos, Sylvia. Mi hijo no se merece una mujer decente. Se merece
lo que tiene: la llorona camaradería de prostitutas, alcahuetas y ladrones.
-No todos son tan malos, papá Rosewater.
-Tal como yo lo entiendo, eso es lo que principalmente atrae a Eliot: que
no hay absolutamente nada bueno en ellos.
Sylvia, con dos trastornos nerviosos sobre las espaldas, y sin saber claramente
qué haría de su futuro, dijo tranquilamente, como su doctor hubiera querido
que hiciera:
-No deseo discutir.
-¿Es que aún podrías discutir a favor de Eliot?
-Sí. Si no hay otra cosa que pueda quedar clara esta noche, al menos déjame
explicarte esto: Eliot tiene razón en hacer lo que está haciendo. Es hermoso
lo que hace. Yo no soy, sencillamente, lo bastante fuerte y lo bastante
buena para continuar a su lado. La culpa es mía.
Una dolorosa confusión y un gran desamparo cubrieron el rostro del senador.
-Dime algo bueno sobre esas personas a quienes Eliot ayuda.
-No puedo.
-¡Lo suponía!
-Es algo secreto -dijo ella, forzándose a no discutir, tratando de encontrar
el argumento que detuviera la discusión.
Sin percatarse de cuan implacable se mostraba, el senador la apremió más
aún:
-Ahora estás entre amigos. Supongamos que nos dices cuál es ese gran secreto.
-El secreto es que son humanos -dijo Sylvia.
Miró todos los rostros en busca de un poco de comprensión. No la encontró.
El último rostro que examinó fue el de Norman Mushari. Éste le respondió
sólo con una odiosa sonrisa de avidez y lascivia. Sylvia se excusó de pronto,
entró al cuarto de baño y se echó a llorar.
Se escucharon truenos en Rosewater, y un perro salió brincando del Departamento
de Bomberos con rabia psicosomática. Después se detuvo temblando en el centro
de la calle. Las luces del alumbrado público eran muy débiles y estaban
bastante separadas, y el resto de la iluminación provenía de un farol azul
frente a la estación de policía, en la planta baja del Tribunal de Justicia;
un farol rojo ante el Departamento de Bomberos; y una bombilla blanca en
la cabina telefónica, al otro lado de la calle, frente a la cantina de la
fábrica de sierras, que era también la estación de autobuses.
Hubo un estallido. El rayo lo convirtió todo en diamantes azulados.
El perro corrió a la puerta de la Fundación Rosewater, aulló y empezó a
rascarse. Arriba, Eliot seguía durmiendo. Su camisa recién lavada, casi
traslúcida, colgaba de una percha del techo y se agitaba como un fantasma.
Sólo tenía una camisa. Sólo tenía un traje, una monstruosidad azul con rayas
blancas de chaqueta cruzada, que colgaba ahora en el pomo de la puerta del
cuarto de baño. Era un traje maravillosamente bien hecho, ya que aún se
conservaba entero a pesar de ser tan viejo. Eliot lo había conseguido cambiándoselo
por uno suyo a un bombero voluntario en New Egypt, New Jersey, allá por
1952.
Sólo tenía un par de zapatos, negros, con toda la piel cortajeada como resultas
de un experimento. Una vez intentó limpiarlos con «Glo-Coat» de Johnson,
cera para el piso, no betún para los zapatos. Uno estaba sobre la mesa,
el otro en el baño, en el borde del lavabo. En cada zapato estaba metido
el correspondiente calcetín de nylon, con su liga y todo. El otro extremo
de la liga del calcetín del zapato que estaba en el lavabo había caído dentro
del agua, se había saturado y el calcetín también, gracias a la magia de
los vasos capilares.
Los únicos artículos nuevos y brillantes del despacho, aparte de las fotografías
de las revistas, eran una caja de «Tide», el detergente milagroso de tamaño
familiar, y el casco rojo de bombero voluntario que colgaba de un gancho
junto a la puerta del despacho. Eliot era teniente de bomberos. Fácilmente
hubiera podido ser capitán o jefe, ya que era un bombero devoto y entregado
a su trabajo, y además había regalado al Departamento seis máquinas nuevas.
Pero, a instancias suyas, sólo tenía el cargo de teniente.
Como casi nunca salía de su despacho -excepto para apagar incendios-, era
el que recibía todas las llamadas. Por eso tenía dos teléfonos al lado.
El negro era para las llamadas de la Fundación. El rojo era para las llamadas
de incendios. Si sonaba una llamada de incendios, Eliot tenía que apretar
un botón rojo colocado en la pared bajo su título de notario. El botón hacía
sonar una sirena de alarma bajo la cúpula que cubría el edificio. Eliot
había pagado la sirena, y la cúpula también.
Hubo un escalofriante retumbar de truenos.
-Vamos, vamos…, vamos… -dijo Eliot en sueños.
El teléfono negro estaba a punto de sonar. Eliot se despertaría y contestaría
al tercer timbrazo. Y diría lo que decía siempre a todo el que llamaba,
sin importar la hora:
-Aquí la Fundación Rosewater. ¿En qué podemos ayudarle?
El senador se preocupaba al pensar que Eliot traficaba con criminales, pero
estaba en un error. La mayoría de los clientes no eran ni lo bastante valientes
ni lo suficientemente listos para vivir del crimen. Pero Eliot, especialmente
cuando discutía con su padre, con los banqueros o los abogados, casi caía
también en un error al defender a sus clientes. Argumentaba que las personas
a quienes trataba de ayudar eran los mismos que, en generaciones pasadas,
habían limpiado los bosques, desecado pantanos y construido puentes; personas
cuyos hijos formaban la columna vertebral de la milicia en tiempo de guerra,
etcétera. Y en realidad, los que buscaban su apoyo una y otra vez eran mucho
más débiles que todo eso… y más torpes también. Por ejemplo, cuando llegaba
el momento en que sus hijos ingresaran en el ejército, generalmente los
muchachos eran rechazados por poco deseables mental, moral y físicamente.
Había algunos elementos entre los pobres de Rosewater County que, por orgullo,
se alejaban de Eliot y de su puro amor; tenían el valor de salir de Rosewater
County y buscar trabajo en Indianapolis, Chicago o Detroit. Pocos encontraban
buenos empleos en aquellos lugares, desde luego, pero al menos lo intentaban.
La persona que estaba a punto de hacer sonar el teléfono negro de Eliot
era una virgen de sesenta y ocho años demasiado estúpida para seguir viviendo,
en la opinión de casi todo el mundo. Su nombre era Diana Moon Glampers.
Nadie la había amado jamás. No había ninguna razón para ello: era fea, estúpida
y aburrida. En las raras ocasiones en que tenía que hacer su presentación,
siempre decía el nombre completo y lo acompañaba con la confusa aclaración
que la había forzado a llevar una vida tan inútil:
-Mi madre era una Moon. Mi padre era un Glampers.
Este cruce entre un Glampers y una Moon era la criada de la mansión Rosewater,
residencia legal del senador, casa que éste no solía ocupar más de diez
días al año. Durante los restante 355 días, Diana tenía para ella las veintiséis
habitaciones. Limpiaba, limpiaba y limpiaba a solas sin siquiera el lujo
de tener a alguien a quien gritarle que no ensuciara la casa.
Cuando había terminado su tarea, se retiraba a una habitación ubicada sobre
el garaje Rosewater, el que tenía capacidad para seis coches. Los únicos
vehículos que lo ocupaban eran un Ford Phaeton de 1936, con las ruedas calzadas,
y un triciclo rojo con una campana de incendios colgada del manillar. El
triciclo había pertenecido a Eliot cuando era niño.
Después del trabajo, Diana se sentaba en su habitación y conectaba un viejo
aparato de radio de plástico verde, o bien hojeaba la Biblia. No sabía leer,
y la Biblia estaba hecha una lástima. En la mesa, junto a la cama, había
un teléfono blanco, uno de esos llamados de estilo Princesa, que alquilaba
la Compañía de Teléfonos de Indiana por setenta y cinco centavos al mes,
mucho más de lo que costaba un teléfono corriente.
Hubo un horripilante trueno.
Diana aulló pidiendo socorro. Tenía razones para lanzar aquel grito. Un
rayo había matado a sus padres en un picnic de la Compañía Maderera Rosewater
en 1916. Estaba segura de que un rayo acabaría también con ella. Y, como
le dolían tanto los riñones, estaba segura de que el rayo la alcanzaría
precisamente allí.
Agarró su teléfono Princesa y levantó bruscamente el auricular. Marcó el
único número que marcaba siempre. Y empezó a quejarse y lamentarse, esperando
que contestaran.
Se puso Eliot. Su voz era dulce, algo paternal, tan humana como la nota
más baja de un violoncelo.
-Aquí la Fundación Rosewater -dijo-. ¿En qué podemos ayudarle?
-¡La electricidad me persigue de nuevo, señor Rosewater! ¡Tenía que llamarle!
¡Estoy tan asustada!
-Llame siempre que quiera, querida. Para eso estoy aquí.
-¡Pero es que la electricidad me va a coger de verdad esta vez!
-¡Oh, maldita sea la electricidad! -la furia de Eliot era sincera-. Me enloquece
pensar que siempre está atormentándola. No es justo.
-¡Ojalá me matara de una vez, y ya no tendría que hablar más de ella!
-Pero es que, si sucediera eso, ésta sería una ciudad muy triste, querida.
-¿A quién le importaría?
-A mí.
-Usted se preocupa de todo el mundo. Quiero decir, ¿a quién más?
-A muchas, a muchísimas personas, querida.
-Una mujer estúpida…, una vieja de sesenta y ocho años…
-Sesenta y ocho es una edad maravillosa.
-Sesenta y ocho años es una vida demasiado larga para un cuerpo al que jamás
le ha sucedido nada agradable. Nunca me ha ocurrido nada agradable. ¿Cómo
podría ser de otro modo? Yo estaba detrás de la puerta cuando el buen Dios
repartió la inteligencia.
-Eso no es cierto.
-Yo estaba detrás de la puerta cuando el buen Dios repartió los cuerpos
fuertes y hermosos. Ni siquiera de joven podía correr y saltar. Nunca me
he sentido realmente bien, ni una vez siquiera. Desde niña he tenido flatos,
tobillos hinchados y dolor de riñones. Y también estaba detrás de la puerta
cuando el buen Dios repartió el dinero y la buena suerte. Cuando conseguí
reunir todo mi valor para salir de detrás de la puerta y susurrar: «Señor…,
Señor… Dulcísimo Señor…, aquí estoy…», no quedaba nada bonito. Tuvo que
darme esta patata vieja por nariz. Tuvo que darme este pelo de paja, y esta
voz como el croar de una rana.
-No es una voz de rana. Es una voz encantadora.
-¡Es un croar de rana! -insistió ella-. Había una rana allá en el cielo,
señor Rosewater. El buen Dios iba a enviarla a este triste mundo para que
naciera, pero la ranita fue muy lista: «Dulcísimo Señor», dijo con picardía,
«si te da igual, preferiría no nacer. No me parece que allá abajo haya mucha
diversión para las ranas». Así que el Señor dejó que la rana saltara por
el cielo, donde nadie la utilizaría de cebo ni se comería sus ancas, y me
dio a mí su voz.
Hubo otro trueno y la voz de la vieja se elevó una octava.
-¡Yo hubiera podido decir lo mismo! ¡Tampoco éste es un mundo divertido
para las Dianas Moon Glampers!
-Vamos, vamos, Diana, vamos… -dijo Eliot, y se echó un trago de «Consuelo
Meridional».
-Los riñones me duelen todo el día, señor Rosewater. Parece como si me los
atravesaran con una bala de cañón al rojo vivo, llena de electricidad y
erizada de cuchillas envenenadas.
-Eso no debe de ser agradable.
-No lo es.
-Me gustaría mucho que consultara a un doctor sobre sus malditos riñones,
querida.
-Ya lo hice. Fui a ver al doctor Winters, como usted me dijo. Me trató como
si yo fuera una vaca y él un veterinario borracho. Y, cuando se cansó de
hacerme dar vueltas y de golpearme, se echó a reír. Dijo que ojalá todo
el mundo en Rosewater County tuviera los riñones tan bien como yo. Me dijo
que todo ese dolor de riñones era cosa de la imaginación. Oh, señor Rosewater,
a partir de ahora, ¡usted será mi único médico!
-Pero yo no soy médico, querida.
-No me importa. Usted ha curado más enfermedades incurables que todos los
doctores de Indiana juntos.
-Vamos…, vamos…
-Dawn Leonard tuvo un forúnculo durante diez años, y usted se lo curó. Ned
Calvin tenía un tic nervioso en el ojo desde que era pequeño, y usted acabó
con él. Pearl Flemming fue a verle y soltó para siempre sus muletas. Y ahora
ya no me duelen los riñones sólo por escuchar su dulce voz.
-Me alegro.
-¡Y han cesado los rayos y truenos!
Era cierto. Sólo quedaba la música incurablemente sentimental de la lluvia.
-Ahora podrá dormir, querida.
-Gracias a usted. ¡Oh, señor Rosewater!, debería haber una gran estatua
suya en medio de esta ciudad, una estatua de diamantes, y oro, y rubíes
de gran valor, y uranio puro. Usted, con su gran nombre y toda su educación
y su dinero, y con los finos modales que su madre le enseñó… podría haber
estado en cualquier gran ciudad, con un Cadillac lleno de petimetres, desfilando
entre el sonar de las bandas y los aplausos de la multitud. Podría haber
sido tan alto y poderoso en este mundo que cuando mirara a las simples,
estúpidas y ordinarias personas del pobre y viejo Rosewater County le pareciéramos
cucarachas.
-Vamos, vamos…
-Usted ha renunciado a todo cuanto desea un hombre normal sólo para ayudar
a los pobres, y los pobres lo saben. ¡Dios le bendiga, señor Rosewater!
Buenas noches.
6
-Las señales de peligro de la naturaleza… -dijo el senador Rosewater lúgubremente,
dirigiéndose a Sylvia, McAllister y Mushari-. Creo que nunca supe verlas.
-No se culpe de todo -dijo McAllister.
-Si un hombre no tiene más que un hijo -continuó el senador-, y la familia
es famosa por producir individuos notables de gran fuerza de voluntad, ¿cómo
puede darse cuenta ese hombre de si su hijo está loco o no?
-¡No se culpe!
-Yo siempre he exigido que la gente se culpe de sus propias desgracias.
-Pero ha hecho excepciones.
-Muy pocas.
-Inclúyase entre esos pocos. Debe hacerlo.
-A veces pienso que Eliot no se hubiera convertido en lo que es, si no hubiera
sido por toda esa memez de hacerlo mascota del Departamento de Bomberos
cuando era niño. ¡Dios mío, cómo le malcriaron…! Le dejaron montarse en
la autobomba número uno, le dejaron tocar la campana, le enseñaron a manejar
la bomba dándole a la llave, y se rieron como locos cuando lo hizo. Todos
eran unos borrachos, naturalmente… -inclinó la cabeza y cerró los ojos-.
Borracheras y coches de bomberos… Ha vuelto a su infancia feliz.
»No sé…, no sé… Eso es lo que ocurre, que no sé… Cuando íbamos allí, yo
le decía que aquello era el hogar. Pero nunca pensé que fuera lo bastante
idiota como para creerlo. Yo tengo la culpa -insistió el senador.
-Muy bien -dijo McAllister-. Ya que piensa así, dígase también que es responsable
de todo lo que le sucedió a Eliot durante la Segunda Guerra Mundial… Sin
duda también fue culpa suya que hubiera unos bomberos en aquel edificio
lleno de humo.
McAllister hablaba de la causa cercana del trastorno nervioso de Eliot,
hacia el final de la guerra. El edificio era una fábrica de clarinetes de
Baviera infestado, según los informes, de tropas de las SS. Eliot dirigía
un pelotón de su compañía en el asalto al edificio. Generalmente atacaban
con ametralladoras, pero esta vez se lanzó al ataque con el rifle y la bayoneta
calada, por temor a matar a uno de sus propios hombres en medio del humo.
Eliot jamás había clavado la bayoneta en un cuerpo humano en todos aquellos
años de carnicería.
Arrojó una granada por la ventana. Cuando estalló, el capitán Rosewater
se metió personalmente por la ventana, y se halló envuelto en un mar de
humo, cuya superficie le llegaba al nivel de los ojos. Mantuvo alta la cabeza
para librarse de él. Oía hablar a los alemanes, pero no podía verlos.
Dio un paso adelante, tropezó con un cuerpo, después con otros más. Eran
alemanes muertos por su granada. Se incorporó y se halló frente a frente
de un alemán cubierto por un casco y máscara antigás. Eliot, como buen soldado
que era, metió la rodilla en la ingle de su enemigo, le hundió la bayoneta
en la garganta, la sacó después y golpeó el rostro del hombre con su rifle.
Y entonces oyó gritar a un sargento americano hacia su izquierda. Allí era
mejor la visibilidad al parecer, ya que el sargento gritaba:
-¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego, muchachos! ¡Jesucristo! ¡No son soldados…!
¡Son bomberos!
Era cierto. Eliot había matado a tres bomberos desarmados. Eran simples
campesinos, dedicados a un asunto tan valiente y tan neutral como evitar
que un edificio se combinara con el oxígeno. Cuando los médicos les quitaron
las máscaras a los tres hombres, resultaron ser dos viejos y un muchachito.
Y este muchachito era el que Eliot había matado con la bayoneta. No tendría
más de catorce años.
Eliot pareció hallarse razonablemente sereno durante unos diez minutos.
Después se echó tranquilamente ante un camión en marcha. El camión se detuvo
a tiempo, pero las ruedas tocaban ya al capitán Rosewater. Cuando lo recogieron
sus horrorizados hombres descubrieron que estaba rígido, tan rígido que
hubieran podido transportarle por el cabello y los talones.
Así permaneció durante doce horas, sin querer hablar ni comer, de modo que
lo enviaron al alegre París.
-¿Y qué aspecto tenía allí en París? -quiso saber el senador-. ¿Te pareció
bastante normal entonces?
-Así es como yo le conocí -dijo Sylvia.
-No comprendo.
-El cuarteto de mi padre tocaba para los enfermos mentales en uno de los
hospitales americanos. Papá empezó a hablar con Eliot, y pensó que era el
americano más normal que había conocido en su vida. Cuando ya estuvo bien
para salir del hospital, mi padre le invitó a cenar. Recuerdo lo que nos
dijo: «Quiero que conozcáis al único americano que se ha dado perfecta cuenta
de la Segunda Guerra Mundial».
-¿Qué decía para parecer tan normal?
-Realmente era más bien la impresión que daba que las cosas que decía. Recuerdo
que mi padre le describió así: «Este joven capitán que voy a traer a casa
desprecia el arte. ¿Podéis imaginároslo? Lo desprecia. Y, sin embargo, lo
hace de un modo tal, que no puedo evitar apreciarle por ello. Creo que lo
que dice, en realidad, es que el arte le ha fallado, lo cual es comprensible
en el caso de un hombre que ha matado con la bayoneta a un muchacho de catorce
años en cumplimiento de su deber, por así decirlo». Me enamoré de Eliot
a primera vista.
-¿No podrías usar otra palabra?
-¿Qué palabra te molesta? -preguntó ella.
-Amor.
-¿Es que hay otra mejor?
-No, si la palabra era maravillosa… hasta que Eliot se apoderó de ella.
Ahora me la ha estropeado para siempre. Ha hecho con la palabra amor lo
que hicieron los rusos con la palabra democracia. Si Eliot ama a todo el
mundo, sin importarle quién sea, sin importarle lo que hacen, entonces los
que amamos a algunas personas por razones particulares tendremos que buscarnos
una palabra nueva -miró un antiguo retrato de su difunta esposa-. Por ejemplo,
yo la amé a ella más de lo que amo al basurero, y eso me hace culpable del
más indecible de los crímenes modernos: la discriminación.
Sylvia sonrió ligeramente.
-A falta de una palabra mejor, podría seguir usando la palabra antigua…,
sólo por esta noche.
-En tus labios aún tiene significado.
-Me enamoré a primera vista de Eliot en París, y todavía le amo cuando pienso
en él.
-Debiste darte cuenta bastante pronto de que tenías un chiflado entre tus
brazos.
-La culpa la tuvo la bebida.
-¡Esa, ésa es la raíz del problema!
-Y aquel horrible asunto de Arthur Garvey Ulm… -éste era un poeta al que
Eliot había dado diez mil dólares cuando la Fundación estaba todavía en
Nueva York-. El pobre Arthur le dijo a Eliot que quería ser libre para decir
la verdad, sin importarle las consecuencias económicas, y Eliot le firmó
inmediatamente un cheque fantástico. Estábamos en un cóctel -continuó Sylvia-.
Recuerdo que Arthur Godfrey estaba allí, y Robert Frost, y Salvador Dalí,
y muchos otros. «Tiene que decir la verdad, ¡por Dios! Ya es hora de que
alguien lo haga», le dijo Eliot a Arthur. «Y si necesita más dinero para
decir más verdades, sólo tiene que venir a pedírmelo».
»El pobre Arthur dio vueltas por la reunión como si caminara entre la niebla,
mostrándole el cheque a todo el mundo, preguntándoles si podía ser verdadero.
Todos le dijeron que era un cheque perfectamente maravilloso, y él volvió
hacia Eliot y se aseguró otra vez de que el cheque no era una broma. Y entonces,
casi histéricamente, le pidió que le dijera sobre qué debía escribir.
»-Sobre la verdad -dijo Eliot.
»-Usted es mi mecenas… Y yo pensé que, siendo mi mecenas, usted…, usted
podría…
»-Yo no soy un mecenas. Yo soy un simple americano que le da dinero para
que averigüe qué es la verdad. Eso es completamente distinto.
»-De acuerdo, de acuerdo -dijo Arthur-. Así es como debe ser. Así es como
lo quiero. Sólo pensaba que quizá hubiera algún tema especial que…
»-Elija usted el tema, y trátelo bien y con valentía.
»-De acuerdo.
»Y antes de saber lo que hacía, el pobre Arthur saludó llevándose la mano
a la frente, y eso que creo que nunca había estado en el Ejército o en la
Marina. Se alejó de Eliot, y empezó de nuevo a dar vueltas por la fiesta
preguntándole a todo el mundo en qué cosas estaba interesado Eliot. Finalmente
volvió a donde éste estaba, a decirle que en otro tiempo había trabajado
recogiendo fruta, y que quería escribir un ciclo de poemas sobre la miserable
vida de los trabajadores del campo.
»Eliot, muy erguido, miró a Arthur de arriba abajo con los ojos ardiendo
de indignación, y dijo de modo que todos pudieran oírlo: "¡Señor! ¿Se da
usted cuenta de que los Rosewater son los fundadores y principales accionistas
de la United Fruit?".
-¡Pero eso no era verdad! -exclamó el senador.
-Claro que no -dijo Sylvia.
-¿Es que la Fundación tenía algunas acciones de United Fruit en aquella
época? -preguntó el senador a McAllister.
-¡Oh! Quizá cinco mil acciones.
-Nada.
-Nada -convino McAllister.
-El pobre Arthur se puso todo rojo y se alejó de momento, pero después volvió
de nuevo y preguntó humildemente a Eliot cuál era su poeta favorito. «No
sé su nombre», dijo Eliot. «Y ojalá lo supiera, porque escribió el único
poema en el que he pensado lo suficiente para aprenderlo de memoria».
»-¿Dónde lo ha leído? -le preguntó el pobre Arthur.
»-Estaba escrito en una pared, señor Ulm, en el lavabo de caballeros de
una cervecería, en la frontera entre los distritos de Rosewater y Brown,
en Indiana, la Log Cabin Inn.
-¡Oh, es terrible, terrible! -dijo el senador-. La Log Cabin Inn quedó destruida
por un incendio en 1934, o así. ¡Qué horroroso que Eliot tuviera que recordarlo!
-¿Estuvo allí alguna vez? -preguntó McAllister.
-Una…, sólo una vez, ahora que lo pienso -contestó el senador-. Aquello
era un nido de ladrones, y jamás nos hubiéramos detenido en aquel sitio,
pero el radiador estaba al rojo vivo. Eliot debía tener… ¿diez?, ¿doce años?
Probablemente utilizó el lavabo, y probablemente vio algo escrito en la
pared, algo que jamás olvidó… -inclinó la cabeza-. ¡Es terrible!
-¿Qué decía el poema?
Sylvia se excusó con los dos viejos caballeros por la grosería que iba a
decir y luego repitió las dos líneas que Eliot recitara a Ulm:
Nosotros no meamos en sus ceniceros.
Así que, por favor, no tire cigarrillos en nuestros retretes.
-El pobre poeta se echó a llorar -dijo Sylvia-. Durante algunos meses tuve
miedo de abrir paquetes por temor a que uno de ellos me trajera las orejas
de Arthur Garvey Ulm.
-Eliot odia las artes -dijo McAllister con una risita.
-Es un poeta -replicó Sylvia.
-¡Vaya! Eso es una novedad para mí -dijo el senador-. Jamás me lo pareció.
-A veces solía escribirme poemas.
-Probablemente es más feliz cuando escribe en las paredes de los retretes
públicos. Me he preguntado a menudo quién hacía esas cosas. Ahora ya lo
sé. Es el poeta de mi hijo.
-Pero… ¿es que escribe en las paredes de los retretes? -preguntó McAllister.
-He oído decir que sí -contestó Sylvia-. Pero cosas inocentes…, no obscenas.
Durante la época de Nueva York, la gente me decía que Eliot iba escribiendo
el mismo mensaje en todos los lavabos de caballeros por toda la ciudad.
-¿Recuerdas lo que decía?
-Sí. «Aunque no os amen y os olviden, sed razonables». Y creo que era totalmente
suyo.
En ese momento, Eliot intentaba dormirse leyendo el manuscrito de una novela
del mismísimo Arthur Garvey Ulm. El título del libro era Cómo fecundar una
raíz de mandrágora, palabras de un poema de John Donne. La dedicatoria decía:
«Para Eliot Rosewater, mi turquesa compasiva». Y a continuación venía otra
cita de Donne:
Una turquesa compasiva que dice,
con su palidez, que su dueño no está bien.
Una carta adjunta de Ulm explicaba que el libro sería publicado por la Palindrome
Press, para Navidad, y que formaría parte con La cuna del erotismo de la
selección de un importante Club del Libro.
«Sin duda ya me ha olvidado, Turquesa Compasiva», decía la carta. «El Arthur
Garvey Ulm que usted conoció era un hombre que merecía el olvido. ¡Qué cobarde
y qué estúpido, creyendo que era un poeta! ¡Y cuánto tiempo me costó comprender
exactamente cuan generosa y amable fue su crueldad para conmigo! ¡Qué bien
supo usted decirme cuál era mi error, y lo que había de hacer para remediarlo,
y qué pocas palabras necesitó para ello! Aquí le envío, pues, catorce años
más tarde, estas ochocientas páginas de prosa. No podría haberlas escrito
sin su ayuda, y no me refiero al dinero… El dinero es pura mierda, lo cual
es una de las cosas que he intentado decir en el libro. Me refiero a su
insistencia en que dijera la verdad sobre esta sociedad nuestra, enferma
y podrida, así como que encontraría las palabras necesarias en las paredes
de los lavabos de caballeros».
Eliot no conseguía recordar quién era Arthur Garvey Ulm, y, por tanto, aún
se acordaba menos del consejo que hubiera podido darle. Las pistas que le
ofrecía el autor eran muy nebulosas. Sin embargo, se sintió complacido de
haberle dado un buen consejo a alguien, y todavía más cuando Ulm declaró:
«Que me maten, que me cuelguen, pero he dicho la verdad. El crujir de dientes
de los falsos, de los fariseos y filisteos de Madison Avenue, será música
para mis oídos. Con su ayuda he dejado salir de la botella al demonio de
la verdad, ¡y jamás conseguirán embotellarlo de nuevo!».
Eliot empezó a leer ávidamente las verdades por las que Ulm esperaba recibir
la muerte:
Le retorcí el brazo hasta que abrió las piernas, y ella soltó un grito,
mitad de gozo, mitad de dolor (¿cómo te imaginas a una mujer?), mientras
yo metía en su sitio al viejo vengador.
Eliot se sintió dominado por una erección. ¡Caray! -le dijo a su órgano
procreador-, ¡qué irreverente eres!
-Si hubiera tenido un hijo… -repitió el senador. Y entonces, en medio de
su dolor, se dio cuenta de que era cruel por su parte decírselo a la mujer
que no había conseguido concebir ese mágico niño-. Perdona a un viejo idiota,
Sylvia. Comprendo que des gracias a Dios por no haber tenido un hijo suyo.
Sylvia, que volvía de llorar en el cuarto de baño, trató de expresar con
un gesto que hubiera amado a ese niño, pero que también le hubiera compadecido.
-Me es imposible dar gracias a Dios por una cosa así.
-¿Puedo hacerte una pregunta muy personal?
-La vida siempre es muy personal.
-¿Crees que es remotamente posible que él se reproduzca alguna vez?
-No lo he visto desde hace tres años.
-Hablemos sólo en teoría.
-Pues bien -dijo Sylvia-, hacia el final de nuestro matrimonio, el hacer
el amor era algo menos que una manía para nosotros. En un tiempo Eliot fue
un dulce fanático de ese acto, pero no con idea de tener hijos.
El senador rezongó para sí: «¡Si yo me hubiera cuidado bien de mi hijo!»…
Se aclaró la garganta.
-Una vez llamé por teléfono al psiquiatra al que Eliot solía ir en Nueva
York, pero sólo conseguí hacerme con él el año pasado. Parece que todo lo
referente a Eliot me llega con veinte años de retraso. La cuestión es… ¡la
cuestión es que nunca he conseguido meterme en la cabeza por qué un animal
tan espléndido se ha perdido de ese modo!
Mushari ocultó su ansia de detalles clínicos de la enfermedad de Eliot,
y aguardó impaciente a que alguien animara al senador para que continuara
hablando. Nadie lo hizo, así que se atrevió a preguntar:
-¿Y qué dijo el doctor?
El senador, sin sospechar nada, siguió con su historia:
-Esas personas nunca quieren hablar de lo que uno les pregunta. Siempre
salen con algo distinto. Cuando descubrió quién era yo, no quiso hablar
de Eliot. Quiso hablar de la Ley Rosewater.
La Ley Rosewater era lo que el senador juzgaba su obra maestra legislativa,
pues convertía en delito federal la publicación o posesión de material obsceno,
con castigos que llegaban a cincuenta mil dólares y diez años de cárcel
sin posibilidad de remisión. Era una obra maestra, porque definía realmente
la obscenidad:
Obscenidad -decía- es toda fotografía o material pornográfico, o cualquier
cosa escrita, que atraiga la atención hacia los órganos reproductores o
el vello del cuerpo.
-El psiquiatra -se lamentó el senador- quiso saber cosas de mi infancia.
Quería aclarar el porqué de mis sentimientos sobre el vello del cuerpo…
-tembló-. Le pedí que tuviera la amabilidad de abandonar ese tema, porque
mi repulsión era compartida por todos los hombres decentes -y señaló a McAllister,
simplemente porque sentía la necesidad de señalar a alguien-. Esa es la
clave de la pornografía. Otras personas dicen: «¿Cómo puede uno reconocerla,
cómo podemos diferenciarla del arte, y todo eso?». Yo he escrito la clave,
y la he convertido en ley: ¡La diferencia entre la pornografía y el arte
es el vello del cuerpo!
Se puso colorado y se disculpó abyectamente con Sylvia.
-Perdona, querida.
Mushari tuvo que animarle de nuevo.
-¿Y el doctor no dijo nada sobre Eliot?
-El maldito doctor dijo que Eliot jamás le había dicho maldita la cosa aparte
de los hechos famosos de la historia, casi todos ellos relacionados con
la opresión de los pobres y desgraciados. Dijo que cualquier diagnóstico
que hiciera de la enfermedad de Eliot sería una especulación gratuita. Como
estaba muy preocupado, le dije al doctor: "Adelante, especule cuanto quiera,
no le haré responsable. Al contrario; le agradeceré muchísimo si me dice
algo, verdadero o no, porque yo ya no tengo ideas sobre mi hijo desde hace
muchos años, ni ciertas ni falsas, ni responsables ni irresponsables. Así
que meta su inmaculada cuchara de acero en el cerebro de ese desgraciado,
doctor, y revuélvalo todo lo que quiera". Y él me contestó:
»-Antes de que le explique mis ideas, desde luego sin responsabilizarme
de ellas, tengo que discutir algunas perversiones sexuales. Me propongo
involucrar a Eliot en la discusión, de modo que, si eso ha de afectarle
a usted violentamente, más vale que pongamos ahora fin a esta conversación.
»-Siga -le dije yo-. Soy un perro viejo, y el refrán dice que un perro viejo
no se asusta de nada. Nunca lo he creído, pero intentaré creerlo ahora.
»-Muy bien -dijo él-. Se da por sentado que un hombre joven y sano ha de
sentirse atraído sexualmente por una mujer hermosa que no sea ni su madre
ni su hermana. Si se siente atraído por otras cosas, digamos por otro hombre,
o un paraguas, o la boa de plumas de la emperatriz Josefina, o una oveja,
o un cadáver, o su madre, o una liga robada, entonces es lo que llamamos
un pervertido.
»Le comenté que siempre había sabido que existían personas de ésas, pero
que nunca había pensado en ellas porque no creía que valieran la pena.
»-Bien -dijo él-. Esa es una reacción serena y razonable, senador Rosewater,
que le digo francamente que me sorprende. Apresurémonos a admitir que todos
los casos de perversión son esencialmente un caso de alambres cruzados.
La madre naturaleza y la sociedad ordenan a un hombre que lleve su sexo
a tal y tal lugar y haga tal y tal cosa con él. A causa de esos alambres
cruzados, el desgraciado se va todo entusiasmado a un lugar erróneo, y orgullosa
y vigorosamente hace algo totalmente inapropiado. Y aún puede decir que
tiene suerte si la policía lo mete en la cárcel librándolo de ser linchado
por la multitud.
»Empecé a sentir terror por primera vez en muchos años -dijo el senador-
y así se lo confesé al doctor.
»-Bien -dijo él de nuevo-. El placer más exquisito de la práctica de la
medicina se deriva de inculcarle terror a un abogado y después devolverle
la paz. Eliot, desde luego, es un caso de alambres cruzados y esta anomalía
le ha forzado a dedicar sus energías sexuales a algo que no es, precisamente,
una cosa mala.
»-¿Y qué es? -exclamé, imaginándome a pesar mío a Eliot robando ropa interior
de señora, o cortando mechones de cabello en el Metro, o curioseando en
los vestuarios de las damas… -el senador por Indiana tembló de nuevo-. "Dígame,
doctor", insistí, "dígame lo peor. ¿A qué está dedicando Eliot sus energías
sexuales?"
»-A la utopía.
El sentido de frustración hizo estornudar a Norman Mushari.
7
Los párpados se le cerraban de sueño mientras seguía leyendo Cómo fecundar
una raíz de mandrágora. Lo leía a saltos, aquí y allá, confiando en encontrar
por casualidad las palabras que harían crujir los dientes de los fariseos.
Leyó un capítulo en el que condenaban a un juez porque jamás había dado
un orgasmo a su esposa, y otro en el que el encargado de la publicidad de
una marca de jabón se emborrachaba, cerraba la puerta de su apartamento
y se ponía el traje de bodas de su madre. Eliot frunció el ceño, intentó
comprender que esa literatura fuera un buen cebo para los fariseos y no
lo consiguió.
Leyó después una escena en la que la novia del encargado de publicidad seducía
al chofer de su padre. De modo sugerente, empezaba por arrancarle los botones
de los bolsillos del uniforme. Eliot Rosewater se quedó profundamente dormido.
El teléfono sonó tres veces.
-Aquí la Fundación Rosewater. ¿En qué podemos ayudarle?
-Señor Rosewater -dijo una voz masculina, con cierto temor-, usted no me
conoce.
-¿Acaso le dijo alguien que eso tuviera importancia?
-Yo no soy nada, señor Rosewater. Soy peor que nada.
-¿Cree usted, entonces, que Dios se equivocó al crearlo?
-Seguro que sí.
-A lo mejor ha venido con sus quejas al lugar más adecuado.
-Oiga… de todas formas, ¿qué clase de lugar es ése?
-¿Cómo supo usted de este número?
-Hay un letrero en amarillo y negro en la cabina telefónica. Dice: «No se
suicide. Llame a la Fundación Rosewater». Y pone el número de teléfono -tales
letreros figuraban en todas las cabinas telefónicas del distrito, y también
en las ventanillas traseras de los coches y camiones de la mayoría de los
Bomberos Voluntarios-. ¿Sabe usted lo que alguien ha escrito con lápiz,
inmediatamente debajo?
-No.
-Dice: «Eliot Rosewater es un santo. Le dará amor y dinero. Si prefiere
el mejor trasero de Indiana del Sur, llame a Melissa». Y luego está el número
de teléfono de ella.
-¿Es usted forastero en esta parte del país?
-Soy forastero en todas partes. Pero, de todas formas, ¿qué son ustedes?
¿Alguna religión?
-Los Baptistas Fatalistas de los dos Orígenes del Espíritu.
-¿Qué?
-Es lo que suelo decir cuando la gente insiste en que debo tener una religión.
Da la casualidad de que existe esa secta, y es muy buena. Practican el lavatorio
de pies, y los ministros trabajan gratis. Yo me lavo los pies y tampoco
cobro nada.
-No lo entiendo.
-Es sólo una forma de tranquilizarle, de hacerle saber que no es preciso
que sea muy serio conmigo. No será usted, por casualidad, un baptista fatalista
de los dos orígenes del espíritu, ¿verdad?
-¡Dios mío, no!
-Hay doscientas personas que sí lo son, y más pronto o más tarde le diré
a uno de ellos lo mismo que acabo de decirle a usted -Eliot se mandó un
trago al coleto-. Siempre estoy temiendo ese momento…, y estoy seguro de
que llegará.
-Oiga, parece que está borracho. Creo haber oído que echaba un trago.
-Sea como fuere…, ¿en qué podemos ayudarle?
-¿Quién diablos es usted?
-El Gobierno.
-¿Qué?
-El Gobierno. Si no soy la Iglesia, y, sin embargo no quiero que la gente
se suicide, debo ser el Gobierno, ¿no?
El hombre murmuró algo.
-O el seno de la comunidad -añadió Eliot.
-¿Es algún chiste?
-Eso es lo que yo sé, y lo que usted tiene que averiguar.
-Tal vez crea divertido poner anuncios para las personas que quieren suicidarse.
-¿Es que usted va a suicidarse?
-¿Y qué, si lo hago?
-Yo le diría las maravillosas razones que he descubierto para seguir viviendo.
-¿Qué haría?
-Le pediría que me dijera el precio que cobraría por seguir viviendo sólo
una semana más.
Hubo un silencio.
-¿Me ha oído? -preguntó Eliot.
-Sí.
-Si no va a matarse, ¿quiere colgar? Hay otras personas que pueden necesitar
la línea.
-Es que… ¡usted parece loco!
-Pero es usted el que quiere matarse.
-¿Y si le dijera que no viviría una semana más, ni por un millón de dólares?
-Le diría: «Adelante, mátese». Pruebe con mil.
-Mil.
-Adelante, mátese. Pruebe con cien.
-Cien.
-Ahora habla usted con sentido común. Venga y charlaremos. -Le dijo dónde
estaba el despacho-. No tenga miedo a los perros que hay ante el Departamento
de Bomberos. Sólo muerden cuando suena la sirena.
Hablando de sirenas… Según le dijeron a Eliot, era la sirena más potente
del hemisferio occidental, movida por una máquina «Messerschmitt» de setecientos
caballos, con una palanca de puesta en marcha de treinta caballos. Había
sido la principal sirena de alarma de aviación en Berlín durante la Segunda
Guerra Mundial. La Fundación Rosewater la había comprado al gobierno de
Alemania Occidental y se la había regalado a la ciudad, enviándola de modo
anónimo.
Cuando se recibió en Rosewater County, la única pista sobre el donante era
un simple letrero que decía: «Con los saludos de un amigo».
Eliot escribió algo en una libreta muy estropeada que guardaba bajo la cama;
encuadernada en piel negra de grano fino, tenía trescientas páginas rayadas
de un tono verde muy sedante. Él la llamaba su Domesday book. En este libro,
y desde el primer día de las operaciones de la Fundación en Rosewater, anotaba
el nombre de cada cliente, la naturaleza de sus sufrimientos y lo que la
Fundación había hecho por él.
El libro estaba casi lleno, y sólo Eliot o su esposa podían interpretar
cuanto allí había escrito. Anotó ahora el nombre del suicida que le había
llamado, que había venido a verle, que acababa de marcharse, de marcharse
un poco triste, como si sospechara que le habían estafado o que se habían
burlado de él, pero sin poder comprender el cómo y el porqué.
«Sherman Wesley Little», escribió Eliot. «Indi. Pre-Su. 2G. E3H, 2ºH.P.C.
B.300$». Interpretado, esto significaba que Little era de Indianapolis,
presunto suicida, veterano de la Segunda Guerra Mundial, con esposa y tres
hijos, el segundo con parálisis cerebral; Eliot le había concedido una beca
de la Fundación por 300 dólares.
La prescripción anotada en forma más corriente que el dinero en el Domesday
book era «A-V», iniciales que representaban la recomendación que hacía Eliot
a las personas deprimidas por todo y sin ninguna razón en particular: «Querida,
le diré lo que ha de hacer: tómese una tableta de aspirina y trasiéguela
con un vaso de vino».
«C-M» quería decir la Caza de la Mosca. Había personas que sentían a veces
la desesperada necesidad de hacer algo agradable por Eliot. Entonces él
les pedía que vinieran en un momento determinado para limpiarle la oficina
de moscas. Durante la estación de las moscas esto representaba una tarea
colosal, ya que Eliot no tenía pantallas en las ventanas y además el despacho
estaba directamente conectado con la asquerosa cocina del restaurante de
abajo mediante un grasiento respiradero en el suelo.
De modo que la Caza de la Mosca se había convertido en un ritual, tanto
que no se utilizaban los matamoscas convencionales, y hombres y mujeres
cazaban moscas de modos muy originales. Los hombres usaban bandas de goma,
y las mujeres cazos de agua jabonosa tibia.
La técnica de la banda de goma consistía en lo siguiente: un hombre la estiraba
entre sus dedos cogiéndola por el centro como si fuera un tirador, y la
soltaba cuando había una mosca a la vista. Un bicho bien acertado generalmente
se desintegraba, a juzgar por el color tan peculiar del suelo y las paredes
del despacho, cubiertas de puré de moscas.
La técnica del cazo de agua jabonosa tibia consistía en lo siguiente: una
mujer buscaba una mosca que estuviera cabeza abajo, apoyada sobre alguna
superficie vertical. Entonces ponía el cazo directamente bajo la mosca,
muy lentamente, aprovechando el hecho de que una mosca cabeza abajo, cuando
se acerca el peligro, inconscientemente se deja caer unos cinco centímetros
antes de utilizar las alas. En teoría, la mosca no debía sentir peligro
hasta que el cazo estuviera inmediatamente debajo, y entonces se dejaba
caer con todo gusto en él, para hundirse sobre burbujas y ahogarse.
Hablando de esta técnica, Eliot solía decir:
-Nadie lo cree hasta que lo prueba. Una vez se ha probado su eficacia, ya
no se hace de otra forma.
En la parte de atrás de la libreta había una novela inacabada que Eliot
empezara a escribir años atrás, la tarde en que comprendió al fin que Sylvia
nunca volvería a su lado. Repasó unas cuantas hojas:
«¿Por qué tantas almas vuelven voluntariamente a la tierra después de fracasar
y morir, fracasar y morir, fracasar y morir, fracasar y morir allí? Porque
el Más Allá es pura nonada. Sobre sus Puertas Doradas debían escribirse
estas palabras: Un poco de nada, ¡oh, Dios mío!, es algo muy largo. Pero
las únicas palabras escritas sobre sus Puertas Infinitas son simples huellas
vandálicas: "Bien venidos a la Feria Mundial Búlgara", dice un letrero a
lápiz sobre un frontón de mármol. "Más vale comunistas que muertos", opina
otro.
»"No eres hombre hasta que has comido carne de negro", sugiere aquél, corregido
después: "No eres hombre hasta que has sido carne de negro". "¿Dónde puedo
acostarme por aquí?", pregunta un alma impúdica. Y más abajo le contestan:
"Prueba La balada del último trovador, de Alfred, lord Tennyson" [3]. Mi
propia contribución: "Los que escriben en las paredes del Más Allá / deberían
hacer bolitas de mierda. / Y los que leen estas líneas tan ingeniosas /
debían comerse las citadas bolitas."
»"Kublai Khan, Napoleón, Julio César y el rey Ricardo Corazón de León, todos
son un asco", declara un alma valiente. Nadie contesta a este insulto, ni
es probable que contesten las partes interesadas. El espíritu inmortal de
Kublai Khan habita ahora la envoltura corporal de la esposa de un veterinario
en Lima, Perú. El espíritu inmortal de Bonaparte nos mira desde el rostro
coloradote y gordinflón de un muchacho de catorce años, hijo del jefe del
puerto de Cotuit, Massachusetts. El espíritu del Gran César se las arregla
como puede con la carne sifilítica de una viuda pigmea de las islas Andaman.
Y Corazón de León está de nuevo cautivo, como en sus antiguos viajes, prisionero
esta vez en el cuerpo de Coach Letzinger, un basurero anormal y exhibicionista,
en Rosewater, Indiana. Coach -con el pobre rey Ricardo en su interior- va
a Indianapolis en autobús tres o cuatro veces al año. Para el viaje se viste
cuidadosamente, poniéndose zapatos, calcetines, ligas, un impermeable y
un silbato de latón colgado del cuello. Cuando llega a Indianapolis, se
va al departamento de artículos de plata y cubertería de los grandes almacenes,
donde siempre hay un montón de futuras casadas eligiendo los modelos de
cubiertos. Coach toca el pito y todas las chicas le miran. Entonces se abre
el impermeable, lo cierra otra vez, y corre con toda su alma para coger
el autobús de vuelta a Rosewater.
»El Más Allá es un aburrimiento espantoso -decía la novela de Eliot-, de
modo que la mayoría hacen cola para volver a nacer, y viven y aman, y fracasan,
y mueren, y vuelven a hacer cola para nacer otra vez. Por lo menos, probemos,
como dice el dicho. No les importa ni se empeñan en ser de una raza u otra,
de un sexo u otro, de una nacionalidad u otra, de una u otra clase. Lo que
quieren (y consiguen) son tres dimensiones, un espacio de tiempo comprensiblemente
pequeño, y una envoltura que haga posible la crucial distinción entre el
interior y el exterior.
»Porque aquí no hay interior. Aquí no hay exterior. Cruzar la puerta en
cualquier dirección es ir de ningún sitio a ningún sitio, y de todas partes
a todas partes. Imaginad una mesa de billar tan grande y tan ancha como
la Vía Láctea. Imaginad con todo detalle esa enorme extensión sin límites,
cubierta de fieltro verde. Imaginad una puerta en el mismísimo centro. Cualquiera
que pueda imaginarlo, habrá comprendido todo cuanto hay que saber sobre
el Más Allá, y habrá simpatizado con los que se sienten ansiosos de la distinción
entre lo interior y lo exterior.
»Sin embargo, por incómodo que sea esto, a algunos no nos interesa nacer
otra vez. Yo me cuento entre ellos. No he estado en la Tierra desde 1587,
año en el que, disfrutando de la envoltura corporal de una tal Walpurga
Hausmann, fui ejecutada en el pueblo austríaco de Dillingen. El supuesto
crimen de mi envoltura corporal en ese entonces fue la brujería. Cuando
oí la sentencia, naturalmente sentí deseos de abandonar aquel cuerpo que
estaba, de todas formas, a punto de abandonar, ya que lo había disfrutado
durante ochenta y cinco años. Pero me tuve que quedar en él hasta que lo
ataron al potro del tormento, pusieron éste en un carro y se lo llevaron
al Ayuntamiento. Allí me rompieron el brazo derecho y me desgarraron el
seno izquierdo con pinzas al rojo vivo. Luego fuimos a la Puerta de la Ciudad,
donde me cortaron el seno derecho. Después me llevaron a la puerta del hospital,
donde me rompieron el brazo izquierdo. Y por fin llegamos a la plaza principal.
En vista de que yo había sido comadrona oficial durante sesenta y dos años
para acabar obrando con tanta maldad, me cortaron la mano derecha. Y entonces
me ataron a una estaca, me quemaron viva y arrojaron mis cenizas al río.
Como digo, desde entonces no he vuelto.
»Generalmente, la mayoría de los que no queríamos volver a la buena y vieja
Tierra éramos almas cuyos cuerpos habían sido torturados de modo lento y
refinado, hecho que satisfará sin duda a los que abogan por los castigos
corporales y la pena capital como prevención contra el crimen. Pero últimamente
estaba sucediendo algo curioso. Nuestro grupo aumentaba constantemente con
tipos a los que, de acuerdo con la idea que nosotros teníamos del dolor,
no les había pasado nada en la Tierra. Apenas echaban una mirada allí abajo,
inmediatamente volvían en aterrados batallones aullando: ¡Nunca más!
»¿Quiénes son esas personas?, me preguntaba. ¿Qué será eso tan horrible
e inimaginable que puede haberles sucedido? Naturalmente, para saber la
auténtica respuesta voy a tener que abandonar a los muertos. Voy a tener
que nacer de nuevo…
»Y me acaban de comunicar que van a enviarme donde vive el espíritu de Ricardo
Corazón de León: a Rosewater, Indiana.»
Sonó el teléfono negro.
-Aquí la Fundación Rosewater. ¿En qué podemos ayudarle?
-Señor Rosewater -dijo una mujer, hablando entrecortadamente-. Soy…, soy
Stella Wakeby -la mujer se detuvo, esperando su reacción ante la noticia.
-¡Hola, hola! -dijo Eliot alegremente-. ¡Qué agradable tener noticias suyas!
¡Qué sorpresa más grata! -no sabía quién era Stella Wakeby.
-Señor Rosewater, yo…, yo nunca le pedí nada, ¿verdad?
-No, no. Jamás lo hizo.
-Muchas personas con menos motivos que yo le molestan cada día.
-Nunca me molestan… Desde luego, hay personas a las que veo más que a otras…
-por ejemplo, se relacionaba tantas veces con Diana Moon Glampers que ahora
ya no apuntaba las transacciones con ella en el libro. Se aferró a esta
oportunidad-: Y a menudo he pensado en la terrible carga que usted debe
soportar…
-¡Oh, señor Rosewater, si usted supiera! -y estalló en violentos sollozos-.
¡Siempre dijimos que pertenecíamos al senador Rosewater, y no a Eliot Rosewater!
-Vamos, vamos…
-Siempre pudimos valernos sin ayuda de nadie. Muchas veces me he cruzado
con usted por la calle y he vuelto el rostro hacia el otro lado, y no porque
tuviera nada personal contra usted. Sólo quería que supiera que los Wakeby
eran como debían ser.
-Comprendo… Y me alegra saber esas buenas noticias.
Eliot no podía recordar que nadie le hubiera negado el saludo, y se paseaba
tan pocas veces por la ciudad, que no podía haberle ofrecido muchas oportunidades
a la desdichada Stella. Suponía correctamente que viviría en una terrible
pobreza en alguna calleja, que apenas se dejaba ver con sus harapos y que
se complacía en crearse imaginativamente una vida social y en creer que
todo el mundo la conocía. Si alguna vez se hubiera cruzado con Eliot, cosa
probable, esa única vez se habría convertido en miles de veces en su imaginación,
cada una con sus propias luces y sombras.
-No podía dormir esta noche, señor Rosewater, así que fui a dar un paseo.
-Se pasea mucho, ¿verdad?
-¡Oh, Dios mío, señor Rosewater! Con luna llena, en cuarto menguante y aunque
no haya luna.
-Y hoy con lluvia.
-Me gusta la lluvia.
-A mí también -reconoció Eliot.
-Y había luz en casa de mi vecino.
-Demos gracias a Dios por los vecinos.
-Llamé a la puerta, y ellos me dejaron entrar. Y yo dije: No puedo dar un
paso más sin ayuda. Si no consigo algo de ayuda, no me importa si no llega
el mañana para mí. ¡Ya no quiero pertenecer al senador Rosewater!
-Vamos… vamos…
-Así que me metieron en un coche, me llevaron al teléfono más próximo y
me dijeron: «Llama a Eliot. Él te ayudará». Y eso es lo que hice.
-¿Quiere venir a verme ahora, querida, o puede esperar hasta mañana?
-Mañana… -era más bien una pregunta.
-¡Estupendo! A la hora que prefiera, querida.
-¡Mañana!
-Mañana, querida. Va a ser un día muy agradable.
-¡Gracias a Dios!
-Vamos… vamos…
-¡Oooohhh, señor Rosewater! ¡Gracias a Dios que le tengo a usted!
Eliot colgó. El teléfono sonó inmediatamente.
-Aquí la Fundación Rosewater. ¿En qué podemos ayudarle?
-Podrías empezar por cortarte el pelo y comprarte un traje.
-¿Qué?
-¡Eliot!
-¿Sí?
-¿Ni siquiera reconoces mi voz?
-Hum. Lo siento, yo…
-¡Pues soy tu maldito padre!
-¡Caray, papá! -dijo Eliot líricamente, cariñosamente, sorprendido y gozoso-.
¡Qué gusto oír tu voz!
-Ni siquiera me reconociste.
-Lo siento. Ya sabes cuánta gente me llama.
-Conque sí, ¿eh?
-Ya lo sabes.
-Eso me temo.
-¡Caray! De todas formas, ¿cómo estás?
-¡Estupendamente! -dijo el senador con brillante sarcasmo-. ¡No podría estar
mejor!
-¡Cuánto me alegro! -su padre soltó una maldición-. ¿Qué te pasa, papá?
-¡No me hables como si yo estuviera borracho! ¡O como si fuera un chulo!
¡O una pobre lavandera!
-Pero… ¿qué dije?
-¡Es tu maldito tono!
-Lo siento.
-¡Pareces dispuesto a decirme que tome una aspirina con un vaso de vino!
¡No me hables con superioridad!
-Lo siento.
-¡No necesito que nadie pague el último plazo de mi moto!
Eliot había hecho eso una vez por un cliente. Y el cliente se mató con su
novia dos días después, en un terrible accidente en Bloomington.
-Eso ya lo sé.
-Eso ya lo sabe -dijo el senador a alguien, al otro extremo de la línea.
-Es que… me suenas tan furioso y desgraciado, papá… -Eliot estaba realmente
preocupado.
-Ya se me pasará.
-¿Ocurre algo especial?
-Algunas cositas, Eliot, algunas cositas… tales como la extinción de la
familia Rosewater.
-¿Qué te hace pensar que se está extinguiendo?
-¡No me digas que estás embarazado!
-¿Y esos que viven en Rhode Island?
-¡Vaya! Ya me siento mejor. Los había olvidado.
-Ahora te pones sarcástico.
-Debe ser que no se oye bien. Anda, cuéntame alguna buena noticia de por
ahí, Eliot. Alegra a tu viejecito.
-Mary Moody tuvo gemelos.
-¡Bien! ¡Bien! Por lo menos alguien se está reproduciendo. Y ¿qué nombres
ha elegido la señorita Moody para los nuevos ciudadanos?
-Foxcroft y Melody.
-Eliot…
-¿Señor?
-Quiero que te eches una buena ojeada.
Obediente, Eliot se miró lo mejor que pudo sin un espejo a mano.
-Ya lo hice.
-Ahora pregúntate a ti mismo: «¿No estaré soñando? ¿Cómo llegué a esta situación
tan terrible?»
Obediente de nuevo, y sin la menor traza de burla, Eliot se preguntó a sí
mismo en voz alta: «¿No estaré soñando? ¿Cómo llegué a esta situación tan
terrible?»
-¿Bien? ¿Cuál es tu respuesta?
-No estoy soñando -informó Eliot.
-¿No lo preferirías?
-Y ¿para qué tendría que despertarme?
-Para lo que puedes ser. ¡Para lo que eras!
-¿Quieres que empiece otra vez a comprar cuadros para los museos? ¿Estarías
más orgulloso de mí si contribuyera con dos millones y medio a la compra
de Aristóteles contemplando el busto de Homero, de Rembrandt?
-Reduces la discusión al absurdo.
-Yo no. Échales la culpa a los que dan su dinero para esa clase de cuadros.
Le enseñé una fotografía del mismo a Diana Moon Glampers y me dijo: «Tal
vez sea idiota, señor Rosewater, pero yo no tendría eso en mi casa».
-Eliot…
-¿Señor?
-Pregúntate lo que Harvard pensaría ahora de ti.
-No necesito preguntármelo. Ya lo sé.
-¡Ah!
-Están locos conmigo. Deberías ver las cartas que recibo.
El senador inclinó la cabeza, resignado, sabiendo que los asnos de Harvard
no respetaban nada, y que Eliot decía la verdad cuando hablaba de cartas
llenas de consideración.
-Después de todo… -continuó su hijo- y sólo por afecto, les he dado a esos
chicos trescientos mil dólares al año, con toda regularidad, desde que empezó
la Fundación. Deberías ver las cartas.
-Eliot…
-¿Señor?
-Hemos llegado al momento más irónico de la historia, en que el senador
Rosewater de Indiana ha de preguntar a su hijo: ¿eres, o has sido alguna
vez comunista?
-Bueno, he tenido lo que probablemente muchas personas llamarían ideas comunistas
-confesó Eliot sin disimulo alguno-. Pero, por amor de Dios, papá, nadie
puede trabajar con los pobres y no inclinarse hacia Karl Marx de vez en
cuando… o hacia la Biblia, bien mirado. Creo que es terrible el egoísmo
de la gente en este país, y su negativa a compartir lo que poseen. Considero
cruel al Gobierno que permite que nazca un niño tan supermillonario como
yo, y que otros nazcan sin poseer nada. Me parece que lo menos que podría
hacer el Gobierno es dividir las cosas equitativamente entre los niños.
La vida ya es bastante dura para que la gente tenga además que preocuparse
tantísimo por el dinero. Si lo compartiéramos mejor, en este país habría
para todo el mundo.
-¿Serviría eso de algo?
-¿Sabes lo que sería no tener miedo de carecer de alimento, de no poder
pagar al médico, de no poder darle a la familia cosas bonitas, un lugar
alegre, seguro y cómodo para vivir, una educación decente y algunas diversiones?
¿Sabes lo que es avergonzarse de no saber dónde está el Río de Oro?
-¿El qué?
-El Río de Oro, donde fluye el dinero de la nación. Nosotros nacimos en
sus mismas orillas, como la mayor parte de las personas mediocres entre
las que crecí, con las que fui a escuelas particulares, con las que navegué
y jugué al tenis. Nosotros podemos sacar oro de ese poderoso río hasta sentirnos
felices. E incluso podemos tomar lecciones de buceo, para poder pescar con
mayor eficiencia.
-¿Lecciones de buceo?
-¡Sí! De los abogados, de los técnicos en impuestos. De los aduaneros. Nacimos
tan cerca del río, que nosotros y nuestras diez sucesivas generaciones podemos
nadar en la abundancia, ¡sin más que utilizar cazos y cubos! Pero seguimos
alquilando expertos que nos ayuden y nos enseñen el uso de acueductos, tanques,
sifones, brigadas de cubos y el tornillo de Arquímedes. Y nuestros profesores
se enriquecen a su vez, y son entonces sus hijos los que aprenden a bucear.
-Nunca pensé que yo le quitara nada a nadie.
Eliot hablaba ahora cruelmente, pues sólo se preocupaba de teorizar:
-¡Es que nacimos así! Por eso no podemos comprender que las gentes hablen
de los privilegiados, por eso no entendemos a los que nos hablan del Río
de Oro. Cuando oigo que alguien niega que exista el Río de Oro, pienso para
mí: «Señor, ¡pero eso es mentira, y una mentira de muy mal gusto!»
-Resulta emocionante oírte hablar de mal gusto -dijo el senador.
-¿Quieres que empiece otra vez a ir a la ópera? ¿Quieres que construya una
casa perfecta, en una ciudad perfecta, y me dedique de nuevo a navegar a
vela?
-¡Como si te importara lo que yo quiero!
-Admito que esto no es el Taj Mahal. Pero ¿cómo podría serlo, con lo mal
que lo pasan algunos americanos?
-Tal vez si dejaran de creer en cosas tan imbéciles como el Río de Oro y
se pusieran a trabajar, no lo pasarían tan mal.
-Si no fuera verdad que existe el Río de Oro, entonces, ¿cómo conseguí yo
ganar diez mil dólares hoy, sólo roncando, rascándome y contestando alguna
vez al teléfono?
-Todavía es posible que un americano se haga rico por sí mismo.
-Oh, seguro…, si alguien le dice, cuando aún es joven, que existe el Río
de Oro, que no es una fantasía, y que haría muy bien en olvidarse del trabajo
duro, el sistema de méritos, la honradez y todas esas mentiras, y dirigirse
al río. «Ve donde están los ricos y poderosos», le diría yo. «Y aprende
de ellos. Son susceptibles a la adulación y al terror. Adúlales o asústales
lo que puedas. Y una noche obscura te cogerán y, puesto el dedo sobre los
labios, te advertirán que no hagas ruido y te llevarán a través de la oscuridad
al río de la riqueza, el más amplio y profundo que jamás ha conocido el
hombre. Te mostrarán tu lugar en la orilla, te darán un cubo. Saca todo
lo que quieras, pero procura no hacer ruido con tu cubo…; podría oírlo un
pobre».
El senador soltó un juramento.
-¿Por qué dijiste eso, papá? -había ternura en la pregunta. El senador repitió
el insulto-. Me gustaría que no tuviéramos que enfadarnos cada vez que hablamos.
Yo te quiero mucho.
Siguieron las maldiciones, esta vez más confusas, porque el senador estaba
a punto de llorar.
-¿Por qué has de ponerte así cuando te digo que te quiero, papá?
-Es que eres como un tipo que se pusiera en una esquina con un rollo de
papel higiénico en la mano con las palabras «Te amo» escritas en cada hojita
de papel, y a todo transeúnte, quienquiera que fuese, entregara su hojita
correspondiente. ¡Pues yo no quiero mi ración de papel higiénico!
-No me di cuenta de que era papel higiénico.
-¡Si no dejas de beber, acabarás por no darte cuenta de nada! -gritó el
senador, llorando-. Voy a pasarle el teléfono a tu esposa. ¿Te das cuenta
de que la has perdido? ¿Te das cuenta de lo buena esposa que era?
-¿Eliot?
El saludo de Sylvia fue tímido y asustado. Parecía tan etéreo como un velo
de novia.
-Sylvia… -habló educadamente, virilmente, pero sin interés. Le había escrito
miles de cartas, había telefoneado una y otra vez. Hasta ahora, jamás había
tenido respuesta.
-Yo… me doy cuenta… de que me he portado muy mal.
-Mientras seas humana…
-¿Acaso puedo evitar ser humana?
-No.
-¿Puede evitarlo alguien?
-No, que yo sepa.
-Eliot…
-¿Sí?
-¿Cómo está todo el mundo?
-¿Aquí?
-En todas partes.
-Muy bien.
-Me alegro. Si… si te pregunto por algunas personas, lloraré -dijo Sylvia.
-Pues no preguntes.
-Todavía me preocupo por ellos, aunque los doctores dicen que no debo volver
ahí otra vez.
-Pues no preguntes.
-¿Alguien ha tenido un niño?
-No preguntes.
-¿No le dijiste a tu padre que alguien había tenido un niño?
-No preguntes.
-¿Quién tuvo un niño? Deseo…, deseo saberlo.
-¡Por Dios, no preguntes!
-¡Deseo saberlo!
-Mary Moody.
-¿Gemelos?
-Claro que sí. Y serán, indudablemente, un par de incendiarios.
Eliot mostraba con estas palabras que no se hacía demasiadas ilusiones sobre
las personas a las que dedicaba su vida. La familia Moody tenía una larga
historia, no sólo de gemelos, sino de pirómanos.
-¿Son bonitos?
-No los he visto -hablaba con cierta irritabilidad, algo que acompañaba
siempre a sus relaciones con Sylvia-. Pero siempre lo son.
-¿Les has enviado ya su regalo?
-¿Qué te hace pensar que aún envío los regalos? -se refería a su antigua
costumbre de regalar una acción de las Máquinas Comerciales Internacionales
a cada niño que nacía en el condado.
-¿Ya no lo haces?
-Sí -y parecía harto de ello.
-Pareces cansado.
-Debe de ser que no se oye bien.
-Cuéntame más noticias.
-Mi mujer me ha pedido el divorcio por consejo del médico.
-¿No podemos prescindir de esas noticias? -la pregunta no era petulante,
sino trágica. Y la tragedia estaba más allá de toda discusión.
-Como quieras -dijo Eliot sin expresión.
Se tomó un trago de «Consuelo Meridional», pero no se sintió consolado.
Tosió, y su padre tosió también. Esta coincidencia, en la que padre e hijo
se asemejaban sin saberlo en un incesante carraspeo, no sólo fue oída por
Sylvia, sino por Norman Mushari también. Mushari se había deslizado de la
salita, había encontrado un teléfono auxiliar en el despacho del senador
y estaba escuchando con las orejas bien abiertas.
-Supongo… supongo que debería despedirme -dijo Silvia, con cierto sentimiento
de culpabilidad. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
-Tendrá que decirlo el médico.
-Dale… dale cariñosos recuerdos a todo el mundo.
-Sí. Lo haré.
-Diles que siempre sueño con ellos.
-Se sentirán muy orgullosos.
-Felicita a Mary Moody por los gemelos.
-Bien. Mañana los bautizo.
-¿Los bautizas? -eso era algo nuevo.
Los ojos de Mushari giraron en sus órbitas.
-No sabía que tú… que tú hicieras esas cosas -dijo Sylvia, cuidadosamente.
Mushari se alegró al percibir la ansiedad que latía en su voz. Eso significaba
que la locura de Eliot aún no estaba estabilizada, pero que iba a dar el
gran salto hacia la religión.
-No pude librarme -dijo Eliot-. Ella insiste en un bautizo, y nadie más
quiere hacerlo.
-¡Oh! -Sylvia parecía aliviada.
Mushari no se desilusionó. El bautismo sería una buena prueba ante un tribunal
de que Eliot se creía un Mesías.
-Yo le dije -siguió Eliot, y la mente calculadora de Mushari se negó a aceptar
esta evidencia- que no era una persona religiosa, por mucha imaginación
que le echáramos al asunto. Le dije que nada de lo que yo hiciera tendría
importancia en el Cielo, pero ella insistió de todos modos.
-¿Qué dirás? ¿Qué harás?
-Oh, no sé -encantado con el problema, olvidó su pena y su cansancio. Una
sonrisita vagó por sus labios-. Iré a su casa, supongo, les echaré algo
de agua a los nenes y les diré: «Hola, niños. Bienvenidos a la Tierra. Es
cálida en verano y fría en invierno. Es redonda, húmeda y superpoblada.
En resumen, chiquitos, disfrutaréis de unos cien años aquí. Sólo hay una
regla que quiero inculcaros, niños. ¡Maldita sea, tenéis que ser amables!»
8
Aquella noche se decidió que Eliot y Sylvia debían reunirse para una despedida
final en la Suite Azul del Hotel Marriott, en Indianapolis, tres noches
después. Era algo bastante peligroso con aquellas dos personas tan enfermas
y tan entregadas al amor. Llegaron a este acuerdo entre un caos de murmullos,
susurros y gritos de soledad surgidos al final de la conversación telefónica.
-¡Oh, Eliot! ¿Crees que debemos?
-Creo que debemos hacerlo.
-Debemos hacerlo -dijo ella como un eco.
-¿No lo crees tú así, que… que debemos hacerlo?
-Sí.
-Es la vida.
Sylvia agitó la cabeza.
-¡Oh, maldito amor, maldito amor!
-Será agradable, te lo prometo.
-Yo te lo prometo también.
-Me compraré un traje nuevo.
-No, por favor, no lo hagas por mí.
-Entonces, por la Suite Azul.
-Buenas noches.
-Te amo, Sylvia. Buenas noches.
Hubo una pausa.
-Buenas noches, Eliot.
-Te amo.
-Buenas noches. Estoy asustada. Adiós.
Esta conversación dejó muy preocupado a Norman Mushari, que volvió a colgar
el teléfono por el que había estado espiando. Era crucial para sus planes
que Sylvia no concibiera un hijo de Eliot. Con un hijo suyo en el seno tendría
perfecto derecho a controlar la Fundación, tanto si Eliot estaba loco como
si no. Y Mushari soñaba con que el control pasara al primo segundo de Eliot,
Fred Rosewater, de Pisquontuit, Rhode Island.
Fred no sabía nada de esto; en realidad, ni siquiera estaba seguro de hallarse
emparentado con los Rosewater de Indiana, quienes le conocían únicamente
porque, como McAllister, Robjent, Reed y McGee eran muy competentes, habían
pagado a un genealogista y un detective para que descubrieran a sus parientes
más cercanos con el apellido Rosewater. El dossier de Fred, en los archivos
confidenciales de la firma, era tan grueso como él mismo; pero la investigación
había sido muy discreta. Fred jamás se imaginó que pudiera estar destinado
a la riqueza y la gloria.
Por eso, la mañana después de que Eliot y Silvia quedaran de acuerdo para
reunirse, Fred se sentía como un hombre corriente, o menos que corriente,
con un futuro muy pobre. Salió de la Cafetería de Pisquontuit, se desperezó
al sol, dio tres profundas inspiraciones, y entró en el Bar de Pisquontuit,
en la puerta de al lado. Era un hombre rollizo, cargado de café, empachado
de pasteles.
El pobre y mísero Fred se pasaba la mañana buscando clientes que firmaran
un seguro en la cafetería, centro de reunión de los ricos, y en el bar,
donde acudían los pobres. Era el único hombre de la ciudad que tomaba café
en ambos sitios.
Se dirigió al mostrador del bar y sonrió a un carpintero y dos plomeros
sentados allí. Subió a un taburete y su gran trasero desbordó cumplidamente
el asiento.
-¿Café y pasteles, señor Rosewater? -preguntó la muchacha, idiota y sucia,
que servía en el mostrador.
-Café y pasteles me parece estupendo -respondió Fred, calurosamente-. En
una mañana como ésta, seguro que sí.
Hablando de Pisquontuit: los que apreciaban el lugar lo pronunciaban «Pawn-it».
Los que no, lo pronunciaban «Piss-on-it»[4]. En algún tiempo existió un
jefe indio llamado así. Llevaba un taparrabos, y vivía como todo su pueblo,
de la pesca y los frutos silvestres. No sabía nada de agricultura, y desconocía
también los abalorios, los ornamentos de plumas y el arco y la flecha. Pero
el alcohol era su íntimo amigo. Murió alcoholizado en 1638.
Cuatro mil lunas más tarde, el pueblo que inmortalizó su nombre estaba poblado
por doscientas familias muy ricas y mil familias corrientes cuyos miembros
servían de un modo u otro a los ricos. La vida era allí generalmente monótona
y miserable, nada sutil, nada ingeniosa, siempre repetida; precisamente
tan absurda y miserable como la vida en Rosewater, Indiana. Los millones
heredados no ayudaban, tampoco las artes y las ciencias.
Fred Rosewater era un buen marino y había asistido a la Universidad de Princeton,
por eso era bien recibido en los hogares de los ricos, aunque, según los
estándares de Pisquontuit, era muy pobre. Su casa era una sórdida construcción
de madera oscura, a una milla del alegre muelle.
El pobre Fred trabajaba como un negro para ganar los pocos dólares que llevaba
a casa de vez en cuando. Trabajaba en ese momento, sonriendo al carpintero
y a los dos plomeros en el bar. Los tres obreros estaban leyendo una publicación
escandalosa, un semanario nacional que trataba de crímenes, sexo, animales
y niños, generalmente niños mutilados. Se llamaba El Investigador Americano,
«El periódico más chispeante del mundo». El Investigador era para el bar
lo que el Wall Street Journal era para la cafetería.
-Instruyéndose como siempre, ya veo -observó Fred con tono ligero y alegre.
Los obreros sentían cierto extraño respeto por Fred. Trataban de mostrarse
cínicos ante su mercancía, pero interiormente comprendían que les ofrecía
el único modo de hacerse ricos que les estaba permitido: hacerse un seguro
de vida y morir pronto. Y el triste secreto de Fred era que, sin tales personas,
atraídas por ese espejismo, no tendría un centavo. Todo su negocio lo hacía
con la clase trabajadora; su trato con los rajás navieros de la puerta de
al lado era un puro bluff. A los pobres les impresionaba la idea de que
Fred vendiera también seguros a los potentados, pero no era verdad. Los
fabulosos negocios de los ricos se desarrollaban en bancos y oficinas muy
lejos de allí.
-¿Qué noticias trae del extranjero? -preguntó Fred. Otro chiste sobre El
Investigador.
El carpintero levantó la primera página para que Fred pudiera verla. Toda
ella era un enorme titular, con la fotografía de una joven muy guapa. El
titular decía:
NECESITO HOMBRE QUE PUEDA DARME UN HIJO GENIAL
La chica era modelo. Su nombre era Randy Herald.
-Me gustaría muchísimo ayudar a la dama en ese problema -dijo Fred, jovial
de nuevo.
-¡Dios mío! -dijo el carpintero, agitando la cabeza y hurgándose los dientes-.
¿Y a quién no?
-¿Crees que lo digo en serio? -Fred lanzó una mirada despectiva a la foto-.
¡No dejaría a mi mujer por veinte mil Randy Herald! -ahora calculaba nuevas
posibilidades-. Y no creo que tampoco vosotros dejaríais a vuestras mujeres.
Para Fred, una mujer era un ser con un marido a quien colocarle un seguro.
-Conozco a vuestras mujercitas -continuó- y cualquiera de vosotros estaría
loco si hiciera el cambio -e inclinó la cabeza, asintiendo a sus propias
palabras-. Aquí estamos cuatro hombres afortunados, y es mejor que no lo
olvidemos. Tenemos cuatro mujercitas maravillosas, chicos, y lo mejor que
podríamos hacer sería dar de vez en cuando las gracias a Dios por ellas
-movió el azúcar del café-. Yo no sería nada sin mi esposa, lo sé.
Su esposa se llamaba Caroline. Caroline era la madre de un chiquillo gordo
y feo, el pobre Franklin Rosewater. Caroline se había acostumbrado últimamente
a salir a almorzar con una lesbiana rica llamada Amanita Buntline.
-He hecho cuanto he podido por ella -declaró Fred-, aunque bien sabe Dios
que no lo bastante. Nada sería bastante… -sentía verdadera emoción al hablar.
Sabía que aquel trémolo de voz había de ser sincero, o no colocaría seguros-.
Sin embargo, hay algo que incluso un hombre pobre puede hacer por su mujercita.
Hizo rodar sus ojos de forma significativa. Personalmente, valía cuarenta
y dos mil dólares muerto.
Naturalmente, a menudo le preguntaban si estaba emparentado con el famoso
senador Rosewater. Su ignorante y cauta respuesta solía ser: «Pues creo
que hay algo de parentesco…, pero muy, muy lejano». Como la mayoría de los
americanos de familia pobre, Fred no sabía nada de sus antepasados. Y he
aquí lo que debería haber sabido:
La rama de la familia Rosewater que habitaba en Rhode Island descendía de
George Rosewater, el hermano pequeño del infame Noah. Cuando llegó la Guerra
Civil, George reclutó una compañía de fusileros de Indiana y marchó con
ellos a unirse a la casi legendaria Brigada del Sombrero Negro. A las órdenes
de George iba el sustituto de Noah, el idiota del pueblo, Fletcher Moon.
Moon voló en pedazos gracias a la artillería de Stonewall Jackson, en la
retirada de Second Bull.
Durante la marcha por el barro hacia Alexandria, el capitán Rosewater tuvo
tiempo de escribir esta carta a su hermano Noah:
«Fletcher Moon cumplió su deber hasta el final lo mejor que pudo. Si te
sientes defraudado porque se haya liquidado tan pronto el dinero que invertiste
en él, te sugiero que escribas al general Pope para que te devuelva algo.
»Me gustaría que estuvieras aquí.
George.»
A lo que Noah respondió:
«Siento mucho lo de Fletcher Moon, pero, como dice la Biblia, "un trato
es un trato". Te incluyo algunos papeles legales de pura rutina para que
los firmes. Con ellos me das poderes para que pueda administrar tu mitad
de la granja y de la fábrica hasta que vuelvas, etc. Estamos sufriendo muchas
privaciones aquí en casa. Todo se lo llevan para las tropas. Apreciaríamos
algunas palabras de agradecimiento de los soldados.
Noah.»
Para la época de Antietam, George Rosewater se había convertido en teniente
coronel y había perdido los dedos meñiques de ambas manos. En Antietam le
mataron el caballo que montaba; pero siguió avanzando a pie, agarró la bandera
a un muchacho moribundo y se encontró con que sólo quedaba el palo roto
cuando un cañón confederado se llevó los colores. Continuó avanzando y mató
a un hombre con ese palo. En este momento, uno de sus propios soldados disparó
un mosquete que estaba atascado. La explosión dejó al coronel Rosewater
ciego para siempre.
Volvió a Rosewater County con sus galones, ciego. La gente lo encontró muy
animado. Su alegría no pareció desvanecerse un ápice cuando los abogados
y banqueros le explicaron, ofreciéndose amablemente a leer por él, que ya
no poseía nada, que todo se lo había dado firmado a Noah. Desgraciadamente,
éste no estaba en la ciudad para explicarle las cosas personalmente. Los
negocios exigían que pasara la mayor parte de su tiempo en Washington, Nueva
York y Philadelphia.
-Bien -dijo George, que seguía sonriendo, sonriendo, sonriendo-, como dice
la Biblia, y en términos bien claros, «los negocios son los negocios».
Los abogados y banqueros se sintieron algo chasqueados, ya que, al parecer,
George no intentaba hallar moraleja alguna en lo que hubiera sido una experiencia
importante en la vida de cualquier hombre. Un abogado, que se disponía a
soltar su moraleja cuando George se volvió loco, no pudo evitar el decirla
a pesar de que éste seguía sonriendo sin alterarse.
-Siempre hay que leer las cosas antes de firmarlas.
-Puede apostar usted las botas -repuso George- a que lo haré a partir de
ahora.
Naturalmente, George Rosewater no estaba bien de la cabeza cuando volvió
de la guerra, pues ningún hombre cuerdo, después de perder la vista y la
fortuna, se hubiera reído tanto. Y un hombre cuerdo, especialmente si era
un general y un héroe, hubiera podido dar los pasos legales necesarios para
obligar a su hermano a devolverle su propiedad. Pero George no intentó nada.
Ni esperó a que Noah volviera a Rosewater County, ni se fue al Este a buscarle.
En realidad, él y Noah no habían de volver a verse nunca.
Hizo una visita, vestido con todo el esplendor de su uniforme completo,
a cada casa de Rosewater County que le había dado un muchacho o dos para
que lucharan a sus órdenes, alabándolos a todos y llorando de corazón por
los muertos o heridos. Por entonces se estaba construyendo la mansión de
ladrillos de Noah Rosewater. Una mañana, los trabajadores encontraron el
brillante uniforme clavado en la puerta principal, como si fuera la piel
de un animal tendida al sol para que se secara.
Por lo que se refería a Rosewater County, George Rosewater había desaparecido
para siempre.
Se fue al Este como un vagabundo, no para encontrar a su hermano y matarlo,
sino para buscar trabajo. Y lo encontró en Providence, Rhode Island. Había
oído decir que se estaba abriendo allí una fábrica de escobas, en la que
trabajarían los veteranos ciegos de la Unión.
Era cierto. Existía la fábrica, fundada por Castor Buntline, que no era
ni veterano ni ciego. Buntline adivinó que los veteranos ciegos serían unos
empleados muy agradables, que él mismo se labraría un puesto en la historia
como hombre humanitario, y que ningún patriota yanki, por lo menos durante
varios años después de la guerra, usaría otra cosa que una escoba de la
Union Buntline. Así empezó la gran fortuna Buntline. Y con los beneficios
de las escobas, Castor Buntline y su hijo epiléptico Elihu siguieron haciendo
contrabando y se convirtieron en los reyes del tabaco.
Cuando el amable y agotado general George Rosewater llegó a la fábrica de
escobas, Castor Buntline escribió a Washington, recibió la confirmación
de su rango de general, le pagó un buen salario, le hizo capataz y le dio
su nombre a los nuevos cepillos que empezaba a fabricar. Al poco tiempo,
el nombre entró a formar parte del lenguaje ordinario. Un «general Rosewater»
era un cepillo.
Y al ciego George le dieron una muchachita de catorce años, una huérfana
llamada Faith Merrihue, para que fuera sus ojos y su mensajero. Cuando tenía
dieciséis años, George se casó con ella.
Y George engendró a Abraham, que llegó a ser ministro congregacionista.
Se fue misionero al Congo, donde conoció y se casó con Lavinia Waters, la
hija de otro misionero, un baptista de Illinois.
En la jungla, Abraham engendró a Merrihue. Lavinia murió al nacer su hijo.
Y el pequeño Merrihue se alimentó de la leche de una negra bantú.
Y Abraham y el pequeño Merrihue volvieron a Rhode Island. Aquél aceptó la
llamada al púlpito congregacionista del pequeño pueblo de pescadores de
Pisquontuit. Compró una casita y, con la casa, unos ciento diez acres de
terreno pelado y arenoso. Era un lote triangular. La hipotenusa del triángulo
era el puerto de Pisquontuit.
Merrihue, el hijo del párroco, se convirtió en un reaccionario y dividió
en lotes la tierra de su padre. Se casó con Cynthia Niles Rumfoord, una
heredera de poca importancia, e invirtió la mayor parte de su fortuna en
pavimentos, luces y alcantarillado. Hizo una fortuna, la perdió, y la de
su mujer también, en el desastre de 1929.
Se pegó un tiro en la cabeza. Pero antes de hacerlo escribió la historia
de la familia y engendró al pobre Fred, el de los seguros.
Los hijos de los suicidas no suelen triunfar. Generalmente encuentran algo
a faltar en la vida. Tienden a sentirse menos arraigados que otros, incluso
en esta nación tan desarraigada. El pasado les interesa muy poco y, en cuanto
al futuro, sólo en un punto se sienten relativamente seguros: sospechan
que, probablemente, también ellos acabarán matándose.
Seguramente éste era el síndrome de Fred, al que en su caso se añadían tics,
aversiones y una sordera especial. Había oído el tiro que mató a su padre,
le había visto con la cabeza destrozada y el manuscrito de la historia de
la familia en el regazo.
Fred tenía ahora el manuscrito, que nunca había leído ni quería jamás leer.
Estaba en un armario para las conservas, en el sótano de su casa. Allí guardaba
también el veneno para las ratas.
Ahora, el pobre Fred Rosewater estaba en el bar y seguía hablando al carpintero
y a los plomeros sobre sus mujercitas.
-Ned -dijo al carpintero-, por lo menos tú y yo hemos hecho algo por nuestras
esposas.
El carpintero valía veinte mil dólares muerto, gracias a Fred. No podía
pensar en otra cosa más que en el suicidio cuando llegaba el tiempo de los
premios.
-También podemos olvidarnos del ahorro -dijo Fred-. De eso ya se cuidan
ellos automáticamente.
-Sí -asintió Ned.
Hubo un profundo silencio. Los dos plomeros, que no estaban asegurados,
alegres y bulliciosos hacía un instante, se sentían ahora deprimidos.
-Con un simple plumazo -recordó Fred al carpintero- hemos creado grandes
fortunas. Ese es el milagro del seguro de vida. Es lo menos que podemos
hacer por nuestras mujercitas.
Los plomeros se deslizaron de sus taburete. Fred no se desanimó al verlos
marchar. Dondequiera que fueran, su conciencia iría con ellos. Ya volverían
al bar. Y, cuando volvieran, allí estaría Fred.
-¿Sabes cuál es la mayor satisfacción en mi profesión? -preguntó Fred al
carpintero.
-No.
-Pues cuando una viuda viene a mí y me dice: «No sé cómo podríamos darle
las gracias, mis hijos y yo, por lo que ha hecho por nosotros. Dios le bendiga,
señor Rosewater».
9
El carpintero se marchó también, dejando tras él un ejemplar de El Investigador
Americano. Fred llevó a cabo toda una elaborada pantomima del aburrimiento
destinada a cualquiera que pudiera estar observándole: era un hombre que
no tenía absolutamente nada que leer, un hombre aburrido, probablemente
con resaca, y que, por eso, tenía que coger cualquier cosa a su alcance,
como sin saber lo que hacía.
-¡Aaahhh! ¡Aaahhh! -bostezó.
Estiró los brazos y cogió el periódico. Al parecer, ahora sólo había otra
persona en el bar: la chica del mostrador.
-Realmente -dijo Fred-, ¿quién será el idiota que lea esta basura?
La chica podría haberle dicho, sin faltar a la verdad, que él mismo lo leía
de cabo a rabo todas las semanas; pero, como era idiota, no se daba cuenta
prácticamente de nada.
-A mí que me registren -dijo.
No era una invitación muy tentadora.
Fred Rosewater gruñó, un poco incrédulo, y repasó la sección de anuncios
del periódico, que se llamaba «Aquí estoy». Hombres y mujeres confesaban
en ella que buscaban amor, matrimonio y éxito, pagando un dólar cuarenta
y cinco centavos por línea.
«Mujer atractiva, brillante, intelectual, de 40 años, judía -decía uno-.
Graduada en la Universidad, con residencia en Connecticut, desea matrimonio
con un judío con educación universitaria. Bien dispuesta en cuanto a hijos.
Buzón del Investigador, L-577».
Éste era un encanto. Otros no lo eran tanto.
«Peluquero de St. Louis, varón, le gustaría mantener correspondencia con
otros varones. ¿Cambian fotografías?», decía otro.
«Matrimonio moderno, recién llegado a Dallas, quisiera conocer parejas sofisticadas,
interesadas en fotografías cándidas. Contestarán todas las cartas sinceras.
Se devolverán todas las fotografías», decía otro.
«Profesor de escuela preparatoria necesita urgentemente clases de buenos
modales con una profesora severa, preferentemente de origen alemán o escandinavo,
y a quien le gusten los caballos», decía otro. «Dispuesto a viajar por todas
partes en Estados Unidos».
«Alto empleado de Nueva York desea citas para las tardes. Nada de gazmoñas»,
decía otro.
Y en la página siguiente había un cupón en el que invitaban al lector a
escribir su propio anuncio. Fred siguió leyendo.
Volvió la página y leyó el relato de un crimen por violación, que ocurriera
en Nebraska en 1933. Las ilustraciones eran unas fotografías asquerosamente
clínicas, que sólo un juez tendría derecho a ver. El crimen tenía ya treinta
años de antigüedad cuando Fred leyó aquello, cuando lo leyeron los diez
millones de lectores que aseguraba tener El Investigador. Pero los temas
que trataba el periódico eran eternos. Lucrecia Borgia siempre es noticia;
y en realidad, Fred, que había asistido solamente un año a Princeton, se
enteró por El Investigador de la muerte de Sócrates.
Una chica de trece años entró en el bar, y Fred dejó el periódico a un lado.
La chica era Lila Buntline, hija de la mejor amiga de su esposa. Lila era
alta, con cara de caballo, huesuda. Tenía círculos oscuros bajo sus ojos
verdes, muy hermosos, y el rostro quemado por el sol, lleno de pecas y,
en ciertos trocitos, con una piel nueva de tono rosa. Era muy diestra en
la navegación, y poseía más premios que nadie en el Club de Yates de Pisquontuit.
Lila miró a Fred con piedad porque era pobre, porque su esposa no era buena,
porque era gordo, porque era un pelmazo. Y luego se dirigió al puesto de
revistas y libros y se escondió a la vista de todos sentándose en el frío
suelo de cemento.
Fred recogió de nuevo El Investigador y repasó los anuncios que le ofrecían
toda suerte de cosas sucias. Respiraba intensamente. El pobre sentía un
entusiasmo de colegial por El Investigador y todo cuanto representaba, pero
le faltaba el valor necesario para formar parte de él, para escribir y mantener
correspondencia con todos los que la solicitaban. Como era hijo de un suicida,
no es sorprendente que sus secretos anhelos fueran ridículamente embarazosos
y pequeños.
Un hombre de aspecto muy saludable entró en el bar y se acercó a Fred tan
rápidamente, que éste no tuvo tiempo de dejar el periódico.
-¡Vaya, sucio bastardo de los seguros! -dijo alegremente el recién llegado-.
¿Qué haces, leyendo un periódico tan asqueroso como ése?
Era Harry Pena, un pescador profesional y jefe de la Sección de Bomberos
Voluntarios de Pisquontuit. Vivía de sus dos trampas de pescado en alta
mar, unos laberintos de pilares y redes que se aprovechaban descaradamente
de la estupidez de los peces. Cada trampa formaba como una valla larga en
el agua, con tierra firme a un extremo y un corral circular de postes y
redes al otro. Los peces que trataban de escapar de la valla entraban en
el corral. Estúpidamente empezaban a dar vueltas y vueltas hasta que Harry
y sus dos enormes hijos llegaban en su bote con arpones y mazos, cerraban
la puerta del corral, levantaban la red que yacía en el fondo, y mataban,
mataban, mataban.
Harry era de mediana edad y patizambo, pero tenía una cabeza y unos hombros
que Miguel Ángel hubiera dado a un Moisés o a algún dios. No siempre había
sido pescador; en otro tiempo se había ocupado de los seguros en Pittsfield,
Massachusetts. Una noche, en Pittsfield, Harry había limpiado la alfombra
de la salita de su casa con tetracloruro de carbono, y todos, menos él,
murieron. Cuando se recuperó al fin, el doctor le dijo:
-Harry, o trabajas al aire libre, o te mueres.
Y así Harry se convirtió en lo que había sido su padre: un pescador de trampas.
Miró a Fred y le pasó el brazo por los hombros. Podía permitirse el lujo
de mostrarse afectuoso; era uno de los pocos hombres de Pisquontuit cuya
virilidad no admitía dudas.
-¡Ah, pobre bastardo asegurador! -dijo-. ¿Por qué has de serlo? Haz algo
hermoso -se sentó y pidió café solo y un puro.
-Vamos, Harry -dijo Fred, apretando los labios en una mueca que quería ser
juiciosa-. Creo que mi filosofía sobre los seguros es un poco distinta de
la tuya.
-Y una mierda -repuso Harry tranquilamente. Cogió el periódico y miró la
primera página con el desafío lanzado por Randy Herald-. Seguro que acepta
cualquier clase de hijo que yo le dé, y diciendo yo cuándo ha de ser, y
no ella.
-En serio, Harry -insistió Fred-. A mí me gustan los seguros. Me gusta ayudar
a la gente.
Harry no dio muestras de haberle oído. Se regocijaba mirando la fotografía
de una francesita en bikini. Fred, comprendiendo que debía parecerle a Harry
una persona neutra, sin sexo, trató de demostrarle que estaba equivocado.
Le dio un codazo, de hombre a hombre.
-¿Te gusta, Harry? -le preguntó.
-¿Si me gusta el qué?
-Esa chica.
-Eso no es una chica. Es un pedazo de papel.
-Pues a mí me parece una chica -bromeó Fred significativamente.
-¡Sí que es fácil engañarte a ti! -se burló Harry-. Es un dibujo, hecho
con tinta sobre un trozo de papel. Esa chica no está tumbada aquí en el
mostrador. Está a miles de millas; ni siquiera sabe que existimos. Si eso
fuera una chica real, todo lo que yo tendría que hacer para vivir sería
quedarme en casa y recortar fotografías de peces.
Harry Pena cogió la página de «Aquí estoy» y pidió una pluma a Fred.
-¿Una pluma? -repitió Fred Rosewater, como si fuera una palabra desconocida.
-Tienes una, ¿no?
-Claro que tengo.
Le entregó una de las nueve que llevaba distribuidas por todos los bolsillos.
-Claro que tiene -se burló Harry.
Y escribió, en el cupón que ofrecía el periódico:
«Papá apasionado, miembro de la raza blanca, busca a mamá apasionada, de
cualquier raza, de cualquier edad, de cualquier religión. Objetivo: cualquier
cosa, menos el matrimonio. Cambiaremos fotos. No tengo dientes postizos».
-¿De verdad vas a enviar eso? -era patéticamente palpable el impulso que
Fred sentía de hacer lo mismo, para conseguir unas cuantas respuestas sucias.
Harry firmó el anuncio: «Fred Rosewater, Pisquontuit, Rhode Island».
-Muy gracioso -dijo Fred, quitándoselo con ácida dignidad.
Harry guiñó un ojo.
-Muy gracioso para Pisquontuit -dijo.
Caroline, la esposa de Fred, entró en el bar. Era una mujercita bonita,
graciosa y delgada, emperejilada con ropas muy buenas, desdeñadas por su
rica amiga lesbiana Amanita Buntline. Caroline Rosewater abusaba siempre
de los accesorios. El propósito de los mismos era conseguir que aquellos
trajes de segunda mano parecieran realmente suyos. Iba a almorzar con Amanita.
Quería que Fred le diera dinero para insistir, llevando algo en el bolsillo,
en pagar su propia comida.
Al hablar con su marido, con Harry Pena observándoles, se comportó como
una mujer que sabe conservar su dignidad mientras pide dinero. Desde hacía
tiempo, y con la interesada ayuda de Amanita, se compadecía a sí misma por
estar casada con un hombre tan pobre y aburrido. El hecho de que Caroline
fuera exactamente tan pobre y aburrida como Fred, era una posibilidad que,
total y constitucionalmente, le era imposible concebir. En primer lugar
ella era una Phi Beta Kappa, que obtuvo su grado de filosofía en la Universidad
de Dillon, en Dodge City, Kansas. Allí se habían conocido ella y Fred, en
Dodge City, ya que Fred había estado estacionado en Fort Riley durante la
guerra de Corea. Se casó con Fred porque pensó que todo el que vivía en
Pisquontuit y había estado en Princeton tenía que ser rico.
Se sintió humillada al descubrir que no era verdad. Honradamente se creía
una intelectual, pero no sabía casi nada, y todos los problemas que se le
ocurrían podían resolverse con sólo una cosa: dinero, y mucho. Era un ama
de casa espantosa. Lloraba cuando hacía las tareas domésticas, porque estaba
convencida de que había nacido para algo mejor.
En cuanto al asunto de la lesbiana, no es que ella estuviera profundamente
interesada. Caroline era simplemente un camaleón hembra, tratando de salir
adelante en la vida.
-¿Otra vez de almuerzo con Amanita? -se quejó Fred.
-¿Y por qué no?
-Me está saliendo demasiado caro, con esos almuerzos de lujo a diario.
-No son a diario. Dos veces a la semana, todo lo más.
Se mostraba arrogante y fría.
-De todas formas es carísimo, Caroline.
Su mujer extendió una mano cubierta con el guante.
-Pero lo vale para tu esposa.
Fred le entregó el dinero.
Ella no le dio las gracias. Salió y tomó asiento en un almohadón de piel
de tono pálido junto a la fragante Amanita Buntline, en su potente Mercedes
300 SL.
Harry Pena miró especulativamente al rostro pálido de Fred. No hizo comentario
alguno. Encendió el puro, salió… y se fue a pescar peces auténticos con
sus dos auténticos hijos, en un bote auténtico, sobre el salado mar.
Lila, la hija de Amanita Buntline, sentada en el frío suelo de cemento,
leía Trópico de Cáncer, de Henry Miller, que, junto con El almuerzo desnudo,
de William Burroughs, había sacado del estante de libros de Lazy Susan.
El interés de Lila en los libros era comercial; a los trece años era la
principal comerciante de obscenidades en Pisquontuit.
Comerciaba también con fuegos artificiales por la misma razón que lo hacía
con la pornografía: por los beneficios. Sus compañeros de juego en el Club
de Yates de Pisquontuit y en la Escuela de Pisquontuit eran tan ricos y
tontos que le pagaban lo que ella pidiera por cualquier cosa. En una jornada
rutinaria podía vender un ejemplar de El amante de Lady Chatterley (edición
de sesenta y cinco centavos) por diez dólares, y un cohete de quince centavos
por cinco dólares.
Compraba los fuegos artificiales durante sus vacaciones familiares en Canada,
Florida y Hong Kong, y la mayor parte de su material obsceno lo conseguía
en el puesto de libros y revistas. La cuestión era que Lila sabía elegir
muy bien los títulos, algo que ni sus compañeros de juego ni la empleada
del puesto sabían hacer. Y compraba los más escabrosos tan pronto como los
recibía Lazy Susan. Y llevaba a cabo todas sus transacciones con la idiota
de detrás del mostrador, que lo olvidaba todo aun antes de que sucediera.
La relación entre Lila y el puesto de periódicos era maravillosamente simbiótica,
ya que, colgado en la ventanilla del mostrador, había un gran medallón dorado
concedido por Las madres de Rhode Island para salvar a los niños de la corrupción.
Representantes de ese grupo inspeccionaban con regularidad la selección
de novelitas del puesto de revistas. El medallón representaba su aceptación
del hecho de que nunca habían encontrado nada sucio.
Pensaban que sus hijos estaban seguros, pero la verdad era que Lila había
acaparado el mercado.
Claro que no podía adquirir en el puesto de periódicos cierta clase de material:
las fotografías pornográficas. Pero las conseguía haciendo lo que Fred Rosewater
tantas veces había anhelado ansiosamente: contestando los atrevidos anuncios
de El investigador Americano.
Unos pies muy grandes se introdujeron ahora en su mundo infantil, en el
suelo del puesto de libros. Eran los de Fred Rosewater. Lila no ocultó sus
libros escabrosos; siguió leyendo tranquilamente, como si Trópico de Cáncer
fuera Heidi:
«El baúl está abierto, y sus cosas yacen por todas partes, como antes. Ella
está echada en la cama, con sus ropas. Una vez, dos veces, tres, cuatro…
Me temo que se volverá loca… En la cama, bajo las mantas, ¡qué gusto sentir
su cuerpo de nuevo! Pero ¿por cuánto tiempo? ¿Durará esta vez? Tengo el
presentimiento de que no».
Lila y Fred se encontraban a menudo entre los libros y revistas. Fred le
preguntó qué leía. Y ella sabía que iba a hacer lo de siempre: mirar con
triste ansia las tapas de las revistas más sucias y coger después algo tan
soso y doméstico como Casas y Jardines. Precisamente eso es lo que hizo
ahora.
-Creo que mi mujer se ha ido a almorzar de nuevo con tu mamá -dijo Fred.
-Seguro.
Eso acabó la conversación, pero Lila continuó meditando acerca de él. Tenía
a la vista las piernas de Fred. Pensaba en ellas. Cuando lo encontraba con
pantalones cortos o en traje de baño, veía sus espinillas cubiertas de cortes
y moraduras, como si se las hubiera golpeado a más y mejor todos los días
de su vida. Lila pensó que debía ser deficiencia de vitaminas. O sarna.
Las maceradas espinillas de Fred eran el resultado de las ideas de su esposa
sobre decoración interior, que exigían el uso casi esquizofrénico de mesitas:
docenas de mesitas por toda la casa. Cada mesita tenía su cenicero y su
platito de caramelos, aunque los Rosewater jamás recibían invitados. Y Caroline
estaba constantemente arreglándolas y cambiándolas de sitio, como si hoy
planeara cierto tipo de fiesta, y otro mañana. De modo que el pobre Fred
siempre estaba golpeándose las espinillas en las mesitas.
Una vez se hizo un corte en la barbilla que exigió once puntos; pero esa
caída no se debió, en realidad, a las mesitas, sino a un objeto que Caroline
jamás escondía, que siempre estaba en evidencia, como si fuera un animal
doméstico habituado a dormir en las puertas de las habitaciones, o en la
escalera, o junto a la chimenea. Ese objeto que hizo tropezar a Fred y le
produjo el corte en la barbilla era el «Electrolux» de Caroline Rosewater.
Subconscientemente, ella se había jurado que jamás guardaría el aspirador
hasta que fuera rica.
Fred, pensando que Lila no se fijaba en él, dejó la revista Casas y Jardines
y cogió lo que parecía la más endemoniada novela sexual, Venus en su concha,
de Kilgore Trout. En la cubierta posterior había un extracto de una escena
escabrosa del interior. Decía así:
La reina Margaret, del Planeta Shaltoon, dejó caer su bata al suelo. No
llevaba nada debajo. Sus descubiertos senos, altos y firmes, eran orgullosos,
de tono rosado. Las caderas y muslos parecían una incitante lira de puro
alabastro. Brillaban con tal blancura que parecían dotados de luz interior.
-Han terminado tus viajes, Vagabundo del Espacio -susurró, con voz llena
de deseo-. No busques más, pues ya lo has encontrado. La respuesta está
en mis brazos.
-A fe mía que es una maravillosa respuesta, reina Margaret -dijo el Vagabundo
del Espacio. Las palmas de sus manos estaban sudorosas-. Y voy a aceptarla
agradecido. Pero he de decirte, para ser completamente sincero, que tendré
que partir de nuevo mañana.
-¡Pero si has encontrado la respuesta! ¡Si ya la has encontrado! -exclamó
ella, obligándole a apoyar la cabeza entre sus senos, fragantes y jóvenes.
Él dijo algo que no pudo entender. Lo apartó de sí.
-¿Qué has dicho?
-He dicho, Reina Margaret, que lo que me ofreces es una maravillosa respuesta.
Pero es que da la casualidad de que no es la que yo estaba buscando.
Había una fotografía de Trout: era un anciano de luenga barba. Parecía un
Cristo viejo y asustado al que le hubieran conmutado la sentencia de cruz
por la de cadena perpetua.
10
Lila Buntline pedaleó en su bicicleta por la fragante belleza de las utópicas
praderas de Pisquontuit. Todas las casas ante las que pasaba eran sueños
caros convertidos en realidad. Los propietarios de las mismas no tenían
necesidad de trabajar en absoluto. Tampoco sus hijos tendrían que trabajar,
ni les faltaría nada, a menos que alguien se rebelara contra el sistema.
Y nadie parecía dispuesto a hacerlo.
La hermosa casa de Lila estaba junto al puerto. Era de estilo georgiano.
Entró, dejó los libros nuevos en el vestíbulo y se deslizó al despacho de
su padre para asegurarse de que éste, echado en un canapé, aún estaba vivo.
Era algo que Lila solía hacer por lo menos una vez al día.
-¿Papá?
El correo de la mañana estaba en una bandeja de plata en una mesita, junto
a su cabeza. A su lado había un whisky con soda, sin tocar aún. Pero ya
habían desaparecido las burbujas. Stewart Buntline aún no tenía cuarenta
años. Era el hombre más guapo de la ciudad; una mezcla, según dijo alguien
una vez, de Cary Grant y un pastor alemán. Sobre su flaco estómago había
un libro de cincuenta y siete dólares, un atlas de los ferrocarriles de
la Guerra Civil, regalo de su esposa. La Guerra Civil era lo único que le
entusiasmaba en la vida.
-Papá…
Stewart siguió roncando. Su padre le había dejado catorce millones de dólares,
la mayor parte ganados con el tabaco. Ese dinero, trabajado, batido, fertilizado,
hibridado y transformado en la granja monetaria del Departamento del Banco
Naviero de Nueva Inglaterra y el Trust Company de Boston, había aumentado
en unos ochocientos mil dólares al año desde que estaba a su nombre. Los
negocios parecían ir muy bien. Aparte de esto, Stewart no sabía mucho de
negocios.
A veces, cuando le apremiaban para que diera su opinión, declaraba rotundamente
que le gustaba mucho Polaroid. La gente juzgaba muy brillante eso de que
le gustara tanto Polaroid. En realidad, no sabía si poseía algunas acciones
de Polaroid o no. El Banco se ocupaba de esas cosas; el Banco y la firma
de abogados McAllister, Robjent, Reed y McGee.
-¿Papá?
-Hum…
-Quería estar segura de que… de que estabas bien.
-Sí -dijo él. Tenía la absoluta certeza. Abrió un poco los ojos y se humedeció
los labios-. Estupendo, cariño.
-Ya puedes dormir otra vez.
Y eso hizo.
No había razón alguna para que no durmiera bien, ya que estaba representado
por la misma firma que atendía los negocios del senador Rosewater, y eso
desde que quedara huérfano a la edad de dieciséis años. El socio que se
encargaba de sus asuntos era McAllister. El viejo McAllister le había enviado
una obra literaria con su última carta, titulada Discrepancia entre amigos
en la guerra ideológica, folleto publicado por la Pinetree Press de la Freedom
School, Colorado Springs, Colorado. El folleto servía ahora como señalador
en el atlas.
El viejo McAllister solía enviarle material sobre el insidioso socialismo
como sistema opuesto a la libre empresa, porque, unos veinte años antes,
Stewart había entrado en su despacho, joven entonces y con los ojos brillantes,
para decirle que el sistema de libre empresa era erróneo y anunciarle su
propósito de dar todo su dinero a los pobres. McAllister había logrado convencer
al valiente joven de lo contrario, pero siempre le preocupaba que Stewart
tuviera una recaída. Los folletos eran una medida profiláctica.
Sin embargo, no tenía por qué preocuparse. Borracho o sobrio, con folletos
o sin ellos, Stewart estaba ahora totalmente inclinado hacia la libre empresa.
No necesitaba la ayuda de Discrepancia entre amigos en la guerra ideológica,
escrito como si fuera la carta de un conservador a sus amigos íntimos, socialistas
sin saberlo. Como no lo necesitaba, no se había molestado en leer lo que
el folleto tenía que decir sobre los beneficiarios de seguros sociales y
otras formas de atención, que era lo que sigue:
«¿Hemos ayudado realmente a esas personas? ¡Miradlos bien! Considerad esos
ejemplares, resultado final de nuestra compasión. ¿Qué podemos decir a esta
tercera generación de las gentes para quienes la ayuda social se ha convertido
desde hace tiempo en un modus vivendi? ¡Observad cuidadosamente nuestra
obra, a la que hemos regalado y seguimos regalando millones, incluso en
épocas de abundancia!
»Esas gentes no trabajan, ni trabajarán jamás. Con la cabeza inclinada,
y sin preocuparse de pensar, carecen de orgullo y amor propio. Son totalmente
irresponsables, no por malicia, sino por su intrínseca animalidad: es un
ganado que se deja conducir sin interés. La falta de uso les ha atrofiado
la vista y la facultad de razonar. Hablad con ellos, escuchadles, trabajad
con ellos, como yo lo hago, y os daréis cuenta, con cierta especie de horror,
de que han perdido toda semejanza con los seres humanos, excepto por el
hecho de que caminan sobre dos pies y hablan… como loros. "Más, dadnos más.
Necesitamos más", son los únicos pensamientos que han aprendido.
»Hoy se alzan como una caricatura monumental del Homo sapiens, cruel y horrible
realidad creada por nosotros a causa de nuestra mal entendida compasión.
Y son también, si perdura el presente estado de cosas, la profecía de lo
que puede llegar a ser un gran porcentaje de nosotros mismos…», etcétera.
Tales sentimientos eran inútiles por lo que se refería a Stewart Buntline.
Él ya no tenía nada que ver con la compasión mal entendida. Tampoco tenía
ya nada que ver con el sexo. Y, a decir verdad, también estaba hasta la
coronilla de la Guerra Civil.
La conversación con McAllister -la que volvió a Stewart de nuevo al sendero
de los conservadores, veinte años antes- fue la siguiente:
-Así que quiere ser un santo, ¿eh, jovencito?
-No dije eso; creo que ni siquiera lo insinué. Es usted el que se encarga
de lo que yo heredé, ¿no?, del dinero que no hice nada por ganar.
-Contestaré a la primera parte de su pregunta. Sí, nosotros nos encargamos
de su herencia. En cuanto a la segunda parte, si todavía no lo ha ganado,
ya lo hará, ya lo hará. Proviene usted de una familia que es congénitamente
incapaz de dejar de ganar dinero, y mucho además. Será un jefe, muchacho,
porque nació para serlo; y eso puede ser un infierno.
-Quizá, señor McAllister. Habrá que verlo para creerlo. Lo que quiero decir
ahora es esto: el mundo está lleno de sufrimientos, y el dinero puede hacer
mucho por aliviarlos, y yo tengo más dinero del que puedo usar. Quiero comprar
comida y ropas decentes y casas para los pobres, y, además, en seguida.
-Y después de que lo haya hecho, ¿cómo le gustaría que le llamaran, San
Stewart o San Buntline?
-¡Oiga, no he venido aquí para que me tomen el pelo!
-Ni su padre nos nombró guardianes en su testamento porque pensara que íbamos
a aceptar cortésmente cualquier cosa que viniera a decirnos. Si le parezco
irrespetuoso e imprudente al hablarle de la santidad es porque ya he discutido
lo mismo con otros jóvenes, y más de una vez. Una de las principales actividades
de esta firma es la prevención de la vocación a la santidad que puedan sentir
nuestros clientes. ¿Cree usted que es un caso raro? Pues no lo es.
»Cada año, por lo menos un joven cuyos negocios administramos entra en esta
oficina y anuncia su intención de repartir su dinero. Ha terminado su primer
año de estudios en alguna universidad. ¡Un año muy intenso! Ha oído hablar
de los increíbles sufrimientos que existen en el mundo. Se ha enterado de
los grandes crímenes en que están basadas tantas fortunas familiares. Y,
quizá por primera vez, ha hojeado el Sermón de la Montaña.
»¡Se siente confuso, furioso, apenado! Con tono lúgubre pregunta cuánto
dinero tiene. Se lo decimos. Y entonces se avergüenza, aunque su fortuna
se base en algo tan honrado y útil como la cinta adhesiva, los monos para
trabajadores o, como es su caso, las escobas. Si no me equivoco, usted acaba
de terminar su primer año en Harvard, ¿verdad?
-Sí.
-Una gran institución. Pero cuando veo el efecto que produce en ciertos
jóvenes, me pregunto: ¿cómo se atreve una Universidad a enseñar compasión,
sin enseñar historia a la vez? La historia, mi querido y joven señor Buntline,
nos enseña esto por lo menos: regalar una fortuna es algo fútil y destructivo.
Los pobres aprenden a gemir por interés, pero no consiguen ser más ricos
ni tener una vida más cómoda. Y el donante y sus descendientes se convierten
en miembros vulgares de la doliente clase pobre.
»Una fortuna personal tan grande como la suya, señor Buntline -siguió diciendo
el viejo McAllister-, es un milagro, algo emocionante y extraño. Usted ha
llegado a poseerla sin esfuerzo, y por eso ha tenido poca oportunidad de
comprender su valor. Para ayudarle a comprender un poco ese milagro, tengo
que decirle lo que quizá le parezca un insulto. Y ahí va, le guste o no:
su fortuna es el principal determinante de su opinión sobre sí mismo y de
lo que los demás opinan de usted. Sólo por el dinero que tiene es usted
extraordinario. Por ejemplo, si no lo tuviera, no estaría robando ahora
el inapreciable tiempo de un miembro de la firma McAllister, Robjent, Reed
y McGee.
»Si usted regala su dinero, se convertirá en un ser ordinario, a menos que
sea un genio. Y no lo es, ¿verdad, señor Buntline?
-No.
-Ya. Además, sea un genio o no, sin el dinero vivirá seguramente con menos
lujo y libertad. No sólo eso, sino que además forzará a sus descendientes
a un modo de vida triste y mísero, extraño a personas que podían haber sido
ricas y libres de no ser porque a un antepasado suyo, un chiflado, se le
antojara regalar su fortuna.
»Aférrese a su milagro, señor Buntline. El dinero es la más pura utopía.
Casi todo el mundo se ve obligado a vivir una vida de perros, como sus profesores
se han tomado la molestia de enseñarle. Pero gracias al milagro de su dinero,
la vida puede ser un paraíso para usted y los suyos. ¡Vamos, sonría! Espero
que haya comprendido lo que no enseñan en Harvard: que nacer rico y seguir
siéndolo no es ninguna felonía».
Lila subió después a su dormitorio. El color de las paredes, elegido por
su madre, era rosa pálido. Sus ventanas daban al puerto, a la flota del
Club de Yates de Pisquontuit.
Un barco de doce metros, llamado Mary, se abría camino entonces, pesado
y sin gracia, entre la flota, haciendo que se balancearan los yates. Los
yates tenían nombres como Caballa, Patín, Pimpollo II, Sígueme, Perro Rojo
y Gordito. El Pimpollo II pertenecía a Fred y Caroline Rosewater. El Gordito
pertenecía a Stewart y Amanita Buntline.
Mary pertenecía a Harry Pena, el pescador. Era una especie de bañera pesada
y gris, cuyo único propósito era cargar, en cualquier tiempo, toneladas
de pescado fresco. No había más refugio en todo el barco que un cajón de
madera que mantenía en seco el nuevo y potente motor «Chrysler». El timón
y el embrague estaban montados sobre el cajón. El resto de la cubierta aparecía
desnudo.
Harry se dirigía a sus trampas. Sus dos hijos, Manny y Kenny, estaban acostados
en la proa, murmurando ociosos. Cada chico tenía un arpón a su lado, y Harry
iba armado con un mazo de cinco kilos. Los tres llevaban delantales y botas
de goma. Cuando se ponían a trabajar acababan bañados en sangre.
-A ver si dejáis de hablar de porquerías -dijo Harry-. ¡Pensad en el pescado!
-Ya lo haremos cuando seamos tan viejos como tú -fue la afectuosa respuesta.
Un aeroplano pasó volando muy bajo, dirigiéndose al aeropuerto de Providence.
A bordo, leyendo La conciencia de un conservador, iba Norman Mushari.
La mayor colección de arpones del mundo se hallaba en un restaurante llamado
La Esclusa, a ocho kilómetros de Pisquontuit. Aquella maravillosa colección
pertenecía a un homosexual de New Bedford llamado Bunny Weeks. Hasta que
Bunny llegó de New Bedford y abrió dicho restaurante, Pisquontuit no había
tenido nada que ver con ese tipo de escándalo.
Bunny llamó al local La Esclusa porque sus ventanas del lado sur daban a
las trampas de pescado de Harry Pena. Había prismáticos sobre las mesas
para que los huéspedes pudieran observar a Harry y sus muchachos mientras
vaciaban las trampas. Y mientras los pescadores trabajaban allá afuera,
bajo el ardiente sol, Bunny iba de mesa en mesa explicando con gusto y experiencia
lo que ellos hacían y por qué. Durante la disertación solía dar golpecitos
afectuosos a las damas, con desvergüenza absoluta, pero jamás tocaba a un
hombre.
Si los comensales deseaban participar con mayor intensidad de la emoción
de la pesca, podían pedir un cóctel de caballa -que era ron, granadina y
jugo de arándano-, o una ensalada al pescador, que era un plátano pelado
y metido en una rodaja de piña, puesto en un nido de atún helado y trocitos
de coco.
Harry Pena y sus chicos sabían lo de la ensalada y el cóctel y los prismáticos,
aunque nunca hubieran estado en el restaurante. A veces correspondían a
su involuntaria relación con el restaurante orinando por la borda. A esto
lo llamaban «hacer sopa de puerros para Bunny Weeks».
La colección de arpones colgaba de las rústicas vigas de la tienda de regalos
que constituía la artísticamente dispuesta entrada del restaurante. La tienda
en sí se llamaba El alegre ballenero, y tenía una polvorienta claraboya
en el cielo raso, efecto conseguido al espolvorear sobre ella un poco de
laca «Bon Ami». La celosía de vigas y arpones se proyectaba sobre las mercancías
de más abajo. Bunny había pretendido crear el efecto de que auténticos balleneros,
con olor a brea, ron, sudor y ámbar, habían almacenado sus efectos en esta
cueva y en cualquier momento podían volver a ella.
Amanita Buntline y Caroline Rosewater se deslizaron bajo las sombras proyectadas
por los arpones. Amanita dirigía la marcha, marcaba el tono adecuado, examinaba
los objetos con avidez. En cuanto a lo que allí se ofrecía, era todo lo
que una mujer fría y calculadora podría pedir a un marido impotente al salir
de un baño de vapor.
Los modales de Caroline eran un débil eco de los de Amanita. Caroline aparentaba
ser más desmañada de lo que era de natural, por el hecho de que Amanita
siempre parecía hallarse entre ella y cualquier cosa digna de verse. Si
Amanita se detenía a mirar algo y seguía adelante, dejando el camino libre
a Caroline, el objeto ya no parecía digno de interés. Naturalmente, la torpeza
de Caroline se agudizaba por otras causas: porque su marido trabajaba, porque
llevaba un traje que todo el mundo sabía que había sido de Amanita, y porque
tenía muy poco dinero en el bolso.
Escuchó su propia voz como si viniera de lejos:
-Desde luego, Bunny tiene muy buen gusto.
-Todos ellos lo tienen -dijo Amanita-. Prefiero ir de compras con uno de
ésos que con una mujer… exceptuándote a ti, claro.
-¿Qué será lo que los hace tan artistas?
-Son más sensibles, querida. Son como nosotras. Sienten.
-¡Oh!
Bunny Weeks entró en El alegre ballenero. Los zapatos le crujían al andar.
Era un tipo delgado, de treinta y tantos años. Sus ojos eran el ideal de
las americanas ricas, ojos como joyas brillantes, con estrellas sintéticas
y lucecitas de árbol de Navidad en el fondo. Bunny era biznieto del famoso
capitán Hannibal Weeks, de New Bedford, el hombre que consiguió matar a
Moby Dick. Por lo menos siete de los hierros que colgaban de las vigas provenían,
según la leyenda, del costado de la Gran Ballena Blanca.
-¡Amanita, Amanita! -gritó Bunny cariñosamente. Le pasó los brazos en torno,
atrayéndola impetuosamente hacia sí-. ¿Cómo está mi chica?
Ella se rió.
-¿Te parece divertido?
-No para mí.
-Esperaba que vendrías hoy. Tengo un pequeño test de inteligencia para ti.
Quería mostrarle una nueva pieza y obligarla a adivinar lo que era. No había
saludado aún a Caroline y ahora tuvo que hacerlo, ya que ella se interponía
entre él y el lugar donde se hallaba el deseado objeto.
-Discúlpeme.
-Discúlpeme -repitió Caroline Rosewater, y se hizo a un lado. Bunny jamás
parecía recordar su nombre, aunque ella había estado en La Esclusa por lo
menos cincuenta veces.
Bunny no encontró lo que buscaba, dio la vuelta para buscar en otro lado
y de nuevo tropezó con Caroline.
-Perdón.
-Perdón -repitió Caroline.
Al apartarse tropezó con un gracioso taburete de ordeñar y se cayó, con
una rodilla en el taburete y las dos manos agarradas a un poste.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó Bunny, enojado con ella-. ¿Se encuentra bien? ¡Vaya!
-la levantó tan bruscamente que los pies de Caroline siguieron deslizándose
como si llevara patines de ruedas por primera vez en su vida-. ¿Se ha hecho
daño?
Ella sonrió débilmente.
-Sólo en mi dignidad.
-¡Oh, al diablo con su dignidad, querida! -dijo él. Con aire más femenino
que nunca preguntó-: ¿Están bien todos los huesos? ¿Está bien… por dentro?
-Bien, gracias.
Bunny le dio la espalda y siguió buscando.
-Supongo que recuerdas a Caroline Rosewater -dijo Amanita. Era algo cruelmente
innecesario.
-Claro que recuerdo a la señora Rosewater -dijo Bunny-. ¿Pariente del senador?
-Siempre me pregunta usted lo mismo.
-¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que me responde?
-Que creo que sí… un parentesco muy lejano. Estoy casi segura.
-¡Qué interesante! Ya sabrá que dimite.
-¿Sí?
Bunny se volvió hacia ella de nuevo. Ahora tenía una caja en las manos.
-¿No le dijo a usted que se proponía dimitir?
-No, él…
-¿No tiene relación alguna con él?
-No -admitió Caroline humillada, bajando la cabeza.
-Creo que debe ser un hombre fascinante para relacionarse con él.
-Sí -convino Caroline.
-Pero usted no se relaciona con él.
-No.
-Bien, y ahora, querida mía… -dijo Bunny, poniéndose ante Amanita y abriendo
la caja-, he aquí la prueba de inteligencia.
Sacó de la caja, marcada «Producto de México», lo que parecía una lata grande,
sin tapa en un extremo. La lata estaba forrada de papel de tonos alegres
por el interior y el exterior. Pegado al extremo con tapa había un moño
de encaje rematado por un lirio acuático artificial.
-Te desafío a que me digas para qué sirve esto. Si me lo dices, y aunque
vale diecisiete dólares, te lo daré gratis. ¡Y eso que sé que eres exageradamente
rica!
-¿Puedo yo intentarlo también? -preguntó Caroline.
-Claro -suspiró él cansadamente. Bunny cerró los ojos.
Amanita desistió en seguida, anunciando orgullosamente que era tonta, que
despreciaba los tests. Caroline estaba a punto de lanzar una sugerencia
con los ojos brillantes, pero Bunny no le dio la oportunidad:
-¡Es para disimular un rollo de papel higiénico!
-Eso es lo que yo iba a decir -dijo Caroline.
-Conque sí, ¿eh?
-Has de saber que es una Phi Beta Kappa -la defendió Amanita.
-¿De verdad? -dijo Bunny.
-Sí -confesó Caroline-. Aunque no ando diciéndolo por ahí. No le doy mucha
importancia.
-Ni yo tampoco -dijo Bunny.
-¿Es usted Phi Beta Kappa también?
-¿Acaso le importa?
-No.
-Para un club -dijo Bunny- lo encuentro demasiado grande.
-Ya…
-¿Te gusta esta cosita, querido genio? -preguntó Amanita a Caroline, señalando
la cubierta del rollo de papel higiénico.
-Sí, es bonito. Encantador.
-¿Lo quieres?
-¿Por diecisiete dólares? -preguntó Caroline-. ¡Es tan bonito! -se entristeció
al sentirse pobre-. Tal vez algún día. Otro día.
-¿Por qué no hoy? -preguntó Amanita.
-Ya sabes por qué no -dijo. Y enrojeció.
-¿Y si yo lo compro para ti?
-¡No debes hacerlo! ¡Diecisiete dólares!
-Si no dejas de preocuparte tanto del dinero, encanto, voy a tener que buscarme
otra amiga.
-¿Qué puedo decir?
-Envuélvelo como regalo, Bunny, por favor.
-¡Oh, Amanita, muchísimas gracias! -dijo Caroline.
-No es más que lo que mereces.
-Gracias.
-La gente consigue lo que se merece -dijo Amanita-. ¿No es verdad, Bunny?
-Esa es la primera ley de la vida -dijo Bunny.
[1] El autor hace un juego de palabras basado en la símil fonía entre «money»
(dinero) y «honey» (miel).
[2] Porque al leerlo en inglés suena muy parecido a To be or not to be,
Ser o no ser (N. del T.)
[3] Juego de palabras en inglés: lay puede ser «echarse, acostarse» como
verbo, y también, como sustantivo, puede significar «balada». (N. del T.)
[4] Juego de palabras: pawn-it significa, empéñalo; piss-on-it, méate en
él. (N. del T.)
[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE DIOS LO
BENDIGA, MR. ROSEWATER]

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