La casa de las bellas durmientes
(fragmento)
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durmientes (fragmento)
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 El
escritor japonés Yasunari Kawabata (1899-1972) se destacó en el panorama
literario del siglo XX por la delicadeza y el refinado lirismo de sus obras.
Nació en Osaka el 11 de junio de 1899.
La soledad en que pasó su infancia tras la muerte de sus seres queridos marcó
profundamente su personalidad.
Huérfano a los 3 años, insomne perpetuo, cineasta en su juventud, lector voraz
tanto de los clásicos como de las vanguardias europeas, fue un solitario
empedernido.
Tras finalizar sus estudios en 1924 fundó Bungei Jidai (La Edad Artística).
Fue precisamente en esa revista donde apareció, en 1926, "Izu no odoriko" ("La
danzarina de Izu"), relato lleno de imágenes líricas y sugerentes, en el que se
apreciaban ecos de las escrituras budistas y de los poetas medievales japoneses,
que para el autor constituían "la más elevada literatura del mundo".
La soledad, la angustia ante la muerte, la búsqueda de la belleza y la atracción
por la psicología femenina, expresado todo ello en un estilo simbólico y lírico,
fueron temas centrales en torno a los cuales giraron Yukiguni (1948; País de
nieve), Yama no oto (1949-1954; El clamor de la montaña) y Nemureru bijo (1961;
Bellas adormecidas, o bellas durmientes), obras de plenitud artística que lo
hicieron merecedor, en 1968, del Premio Nobel de literatura.
Kawabata Yasunari se suicidó en Zushi el 16 de abril de 1972.
Su obra, que él mismo definió como un intento de hallar la armonía entre el
hombre, la naturaleza y el vacío, permanece entre las más altas de la narrativa
del siglo XX.

 Manos
en los cuerpos
Por Noé Jitrik
En mis tímidos acercamientos a la literatura japonesa, muy celebrada ya en el
último tercio del siglo XX, pude leer un libro de Kawabata (Las bellas dormidas,
1961) que me confirmó no sólo su Nobel sino el universal prestigio de que goza.
Lo que está a nuestro alcance es traducido por lo general del francés o del
inglés, lo que hace que se pierda, inevitablemente, el encanto del original, en
cuanto a riqueza verbal, ritmo de la prosa e inteligencia conceptual, pero qué
se puede hacer. No obstante, soy sensible al texto y si bien por esas razones
nada puedo decir sobre lo poético, la idea narrativa no podría ser indiferente a
la idea o a la imagen que brota de un relato impresionante y que pienso
aprovechar.
Es eso: presenta –acaso porque existe en el Japón– una suerte de establecimiento
o institución en el cual se ofrece a un público selecto, de ancianos, la
posibilidad de acceder a mujeres jóvenes y hermosas no con propósitos
prostibularios sino para estar junto a ellas, profundamente dormidas. Hay
reglas: no deben intentar aprovecharse para, si pudieran, poseerlas, no pueden
despertarlas, no pueden saber quiénes son ni trabar relaciones con ellas, sólo
pueden estar, observarlas, acariciarlas si acaso y por fin, tomando algunas
pastillas que la casa ofrece, dormirse a su vez. La noche es larga y el
protagonista las mira, se mira en sus reacciones, llega a acariciarlas si las
siente entregadas y al despertar, por la mañana, ellas han desaparecido, todo
tiene la atmósfera de un sueño repetido durante cuyo transcurso el protagonista
recupera su propia historia, sus amores y sus fracasos. Debo decir que el relato
es fascinante y si tiene la estructura de una novela está lejos de parecerse a
las que todavía fecundan las librerías, acciones, heroísmos, sociedades en
crisis, crímenes horrendos, abandonos, resentimientos, la lista es larga.
Mi primera reacción frente a la imagen del viejo que mira a la joven es que es
opuesta a ésa que atrajo tanto a Occidente: las geishas que desempeñan o
desempeñaban un papel activo frente a los cuerpos yacentes de sus copartícipes;
hermosas y hábiles, sus largas manos recorrían cuerpos fuertes o lánguidos
despertándolos de un letargo que no anulaba una curiosidad, sexo y cultura o más
bien, una cultura que hacía del sexo una ceremonia acaso heredada de la
maravillosa tradición de la pintura erótica para ejecutar la cual los japoneses
fueron maestros indiscutibles.
Pero no es eso, porque no puedo hacerlo, en lo que me quiero quedar pese a su
excitante atractivo. Quiero pensar, más bien, en la relación entre manos de uno
y cuerpo de otro, de un hombre a una mujer o a otro hombre, de una mujer a un
hombre o a otra mujer, desde la experiencia occidental que va del toque
subrepticio, tan buscado, a determinadas prácticas de aproximación de diferente
carácter, sentido y alcance. La cantidad de situaciones que se pueden
taxonomizar en este tema es muy grande, de modo que intentar hacerlo por ese
lado sería equivalente a una Histoire du corps, que dirigió y ejecutó mi amigo
Jean-Jacques Courtine en París y que podría haber seguido con una sobre la
mirada, que también tiene su historia. Abandono la idea y me quedo con una
posibilidad de razonar un poco sobre manos y cuerpos, más cercana a nuestras
experiencias.
El movimiento que va de las manos al cuerpo (y que tiene naturalmente origen en
otra parte, las manos son relativamente autónomas) ha logrado en la historia
humana varias designaciones a partir, desde luego, de un deseo ligado a una
curiosidad: qué es lo que las manos van a encontrar en el propio y en otro
cuerpo. Se puede establecer una gradación que va de la caricia, pasa por la
palpación, llega al tocamiento y termina en el manoseo. Son cuatro etapas
bastante diferenciadas tanto en el orden de la energía como en el de las
finalidades: una cosa es la lentitud de la caricia y otra la violencia del
manoseo, para hablar de la energía, y otra muy diferente es lo que va del vuelo
aéreo del amor que las manos interpretan y vehiculizan y otra, opuesta, a la
comisión delictiva de la violación, presupuesta, aunque a veces frustrada, del
manoseo.
La caricia, se sabe, es fruición que asciende hasta el estremecimiento a partir
de los dedos y recorriendo un trayecto por el camino de las manos y brazos llega
a una zona en la que el reconocimiento sienta su plaza, a la vez que en el
cuerpo así recorrido surge una emoción que es reconocimiento de otro orden,
quizá de promesa, quizá de un sí mismo que hasta ese instante permanecía a
oscuras, dormido o en una indefinida actitud de espera. La caricia se da y se
recibe y comienza en el momento mismo en que el ser apunta, cuando acaba de
nacer: ambos estremecimientos se conjugan y se agradecen, hay en ese recorrido
algo semejante al surgimiento de una flor o a la primera frase de un poema.
La palpación tiene un carácter muy diferente y, en principio, otro sentido
aunque también puede deslizarse a la caricia y, en el peor de los casos, al
manoseo. Al menos tiene cuatro lugares en los que puede registrarse: el propio
cuerpo del que palpa o sea la autopalpación, la medicina, la policía y el
masaje. En cada uno de ellos las emociones finales son diferentes aunque hay
algo en común en los comienzos: desconfianza del que va a ser palpado en lo que
ejecuta el palpador, temor al descontrol que la palpación puede provocar,
ansiedad por sus efectos y resultados. En el propio cuerpo puedo consignar dos
posibilidades, una es la verificación de una anomalía o el reaseguro de una
normalidad, la otra es la masturbación; acerca de lo que procura no vale la pena
detenerse porque se sabe mucho a su respecto, denigrada, reivindicado, en todo
caso implica un orden de emoción que remite al propio ser.
En la medicina, la desconfianza, que radica en las manos del médico, tiene una
gama de manifestaciones, aunque no parece que pueda haber resistencia a la
palpación, es raro que alguien diga “no quiero” cuando el médico le dice
“desvístase”; el primer sentimiento de desconfianza es acerca de la pericia de
esas manos que se ponen en movimiento sobre partes del cuerpo que pueden ser las
expuestas, pero también las más ocultas; el segundo es el de la verdad que
resulte del acto, pero también el temor a que dé lugar a una perturbación de la
intimidad; en todo caso el palpado nunca es indiferente, desconfiado o no,
porque la palpación puede poner en movimiento sensaciones inesperadas e
imprevisibles, hasta, en algunos casos, placenteras.
Que es lo que ocurre con el masaje: la razón por la que se lo busca requiere
siempre de una necesidad no imperiosa pero racionalizada, la búsqueda de un
bienestar, la disminución de una tensión, la esperanza de un relajamiento y las
respuestas son al menos dos; la más cruda es la de la máscara de la
prostitución, masajes y fornicación suelen ser sinónimos, vienen en pareja; la
más social y diferida tiene que ver con la distensión y, primordialmente, con
las fantasías acerca de lo que las manos del experto pueden suscitar; se diría
que nunca está claro lo que se busca aunque el masajista no salga nunca de su
función o papel, pero las manos hábiles que se aventuran por zonas corporales
poco frecuentadas siempre producen alguna descarga de energía que se manifiesta
previsiblemente en un bienestar que suele traducirse en términos eróticos.
Obviamente inconfesable.
La policía, en principio, “palpa de armas”, sus manos no buscan un cuerpo sino
lo que el cuerpo puede ocultar; esa mera idea genera un sentimiento de temor, ya
sea porque en efecto quien palpa puede descubrir en el palpado que oculta algo
comprometedor, ya porque, aunque nada oculte, el palpado puede sentir que es
objeto de una vigilancia injustificada, peor aún si es justificada. Y cuando la
palpación se convierte en intencionado tocamiento que, normalmente puede ser
inintencional o casual, roce que progresa o no, y de ahí pasa al imperioso
manoseo, el hervor del rechazo se convierte en peligroso enfrentamiento, nada
menos que con el abusivo poder del poder.
Manos y cuerpos, por lo tanto, en una dialéctica múltiple, o bien una forma de
comunicación o bien el corte absoluto de la comunicación y, en el medio, lo
incontrolable de la sensación, que no se persigue pero se encuentra llenando de
desconcierto o abriendo a una verdad corporal que apunta imperiosa e innegable.
Las figuras posibles son incontables; la más atractiva, perturbadora, poética y
desgarradora sigue siendo la inicial, la que imagina o reproduce Kawabata: es la
imposibilidad misma que está en las manos y que se desplaza a la mirada,
desconsoladora posibilidad, la mera lejanía inteligible.
15/11/12 Página|12
 El
aroma del ciruelo
Por Juan Forn
Cuando se suicidó Yasunari Kawabata, tres años después de ganar el Nobel, un
norteamericano de aspecto frágil y voz aún más suave dijo por la televisión
nipona, en perfecto japonés, que era un gesto de nobleza de Kawabata hacia Yukio
Mishima, una manera de equilibrar la balanza. Kawabata había apadrinado a
Mishima cuando éste era joven, celebró cada uno de sus libros y se incomodó
mucho cuando le dieron el Nobel, porque poco antes Mishima había terminado su
obra capital, la tetralogía El mar de la fertilidad. Kawabata presidió el
funeral de Mishima, aun considerando insensato aquel harakiri tristemente
célebre, porque sabía cuánto había deseado su ex discípulo ese Nobel que le
habían dado a él, y cómo “se le había despejado el camino a la muerte” a Mishima
cuando puso punto final a su tetralogía y vio pasar el premio frente a sus
narices. Kawabata dejó correr dos años antes de matarse sólo por discreción y
recato, pero así había que entender su muerte, como un gesto que honraba tanto a
su emisor como a su receptor. Lo asombroso del asunto es que todo el
establish-ment literario japonés y el público en general no sólo toleraron sin
cuestionar esa opinión de un extranjero, sino que incluso la adoptaron como
propia.
Cuento brevemente cómo llegó hasta Japón ese norteamericano llamado Donald Keene
(rebautizado por los japoneses como Donaburo Kinu): a los dieciséis años, cuando
era un becario pobre en Columbia, compró en una librería de saldos, a 59
centavos, una edición en dos tomos del Genji Monogatari, la novela más antigua
del Japón, traducida por el legendario Arthur Waley. La compró por barata pero
amó la historia, y amó la traducción, y se inscribió en el único seminario sobre
pensamiento japonés de Columbia, justo cuando vino Pearl Harbor: era el único
alumno, pero el profesor le dio clase igual, hasta que la marina reclutó al
joven estudiante, lo fletó a San Francisco y lo puso a estudiar japonés doce
horas por día en una unidad de traducción e interpretación de documentos, antes
de mandarlo al Pacífico Sur (cuando EE.UU. entró en la guerra había sólo
cincuenta soldados en todo el ejército que sabían japonés).
A bordo de un portaaviones, esquivando los pilotos kamikaze japoneses, Keene
recibió un día un encargo: un cajón maloliente lleno de cuadernos húmedos
escritos a lápiz en japonés. El mal olor y la humedad eran a causa de la sangre;
pertenecían a soldados nipones muertos en batalla. El ejército americano
prohibía a sus soldados llevar diarios, pero las tropas japoneses recibían cada
año nuevo un cuaderno donde poner por escrito su lealtad al emperador y la
patria: los superiores podían pedírselos en cualquier momento. Pero cercano el
momento de la derrota, los soldados dejaban de lado las consignas y escribían
sus sentimientos. En uno de ellos, en la última página, Keene encontró un
mensaje en inglés que pedía, al soldado americano que encontrara ese diario, que
por favor lo entregara a su familia después de la guerra.
Ese fue el primer contacto que tuvo con japoneses de su tiempo, de su edad. Poco
después vino el momento de conocerlos cara a cara: en los interrogatorios a
prisioneros. Uno de ellos lo felicitó por su conocimiento del idioma y sus
modales respetuosos y le pidió con lágrimas en los ojos que después de la guerra
se quedara y ayudara a la reconstrucción. Al entrar en Tokio devastado por las
bombas, Keene encontró un cuadernito entre las ruinas de la estación de Ueno,
donde un japonés anónimo había escrito, durante el bombardeo: “Miro a mi
alrededor, todos se mueven con respeto, nadie empuja a nadie, aunque estamos
todos asustados. Quiero vivir entre esta gente, quiero morir entre esta gente”.
Keene sentía lo mismo, pero lo mandaron de vuelta a su país. Aprovechó las becas
a veteranos de guerra para anotarse en Harvard, en la cátedra más respetada y
exigente de japonés que había en EE.UU. Consiguió una beca a Cambridge para
estudiar con Waley. Pero en los claustros se trataba el japonés como una lengua
muerta, así que quemó las naves y se fue a vivir a Kyoto.
Tenía treinta años cuando llegó, en 1951. Cinco años más tarde tradujo y publicó
una antología en dos tomos que dio a conocer a todo Occidente la obra de
Tanizaki, Kawabata, Mishima, Kenzaburo Oé y Kobo Abe. Todos ellos estaban vivos,
nadie los había traducido hasta entonces: eran la cara oculta del Japón
derrotado. Eran algo más, para Keene: una literatura de alcance universal. Le
llevó tiempo convencer a Occidente (en sus memorias cuenta que, horas después
del suicidio de Mishima, sonó su teléfono en Japón y le ofrecieron el doble por
las traducciones que hasta entonces tenía que rogar que le publicaran), pero
antes convenció a los propios escritores japoneses del apelativo universal que
tenían sus obras, en aquellos primeros tiempos de posguerra en que comenzaba el
síndrome de Estocolmo de los nipones con Estados Unidos. Mientras Japón se
americanizaba, mientras el haiku y la pintura ukiyóe eran vistos como arte
decorativo, de segunda categoría, Keene encaró una historia de la literatura
japonesa que creyó que le llevaría dos años y terminaron siendo veinticinco,
tradujo mientras tanto toda la obra de Basho y a la vez empezó a escribir en
japonés para japoneses, les contó cómo los veía el mundo y cómo veían el mundo
ellos. Rescató perlas de olvidados diarios de viaje y anónimos diarios íntimos,
eso que los japoneses llaman “libros de almohada” porque se escriben a
escondidas antes de dormir.
Japón adora a Keene pero sigue sin saber del todo qué hacer con él. Hasta el día
de hoy, cada vez que un nipón le tiende su tarjeta, aunque acabe de oír hablar a
Keene en perfecto japonés, elige invariablemente una que esté en caracteres
occidentales, no en kanji. El dice que se sintió japonés el día en que fue capaz
de sentir al fin el levísimo aroma de los ciruelos, cuando ocurre la famosa
floración. Tenía ochenta años: “Los ciruelos han florecido”, supo desde su cama
al despertar, antes de ver la explosión de pétalos blancos al otro lado de la
ventana. Lo contaron los diarios nipones luego del desastre nuclear de
Fuku-shima, cuando los extranjeros abandonaban Japón en tropel y Keene, en
cambio, pidió la ciudadanía nipona. Tenía para entonces noventa años, honoris
causa de Columbia, Cambridge, La Sorbona, Heidelberg y Moscú, tenía incluso la
máxima condecoración que da el emperador, pero las autoridades japonesas le
exigieron su título de graduación (el de la secundaria, ya que nunca terminó sus
estudios universitarios). Keene les dijo que lo había perdido en el trajín de
los viajes, que su escuela había sido demolida hacía años y que podía ofrecerles
sus honoris causa, pero las autoridades japonesas le respondieron que eso no
contaba: una cosa es un certificado de estudios y otra cosa es una de esas
distinciones que les dan a los que no tienen estudios. Se lo dijeron por
escrito, y en caracteres occidentales, por supuesto. Donaburo Kinu conserva la
carta, enmarcada en un cuadrito en su pared.
14/11/14 Página|12

 La
casa de las bellas durmientes (fragmento)
Título original:
Nemureru Bijo
Traducción de Pilar Giralt
© Hite Kawabata, 1961
1
No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la
posada. No debía poner el dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar
nada parecido.
Había esta habitación, de unos cuatro metros cuadrados, y la habitación
contigua, pero al parecer no había más habitaciones en el piso superior; y como
la planta baja resultaba demasiado reducida para alojar huéspedes, el lugar
apenas podía llamarse una posada. Probablemente porque su secreto no lo
permitía, el portal no ostentaba ningún letrero. Todo era silencio. Tras serle
franqueado el portal cerrado con llave, el viejo Eguchi sólo había visto a la
mujer con quien ahora estaba hablando. Era su primera visita. Ignoraba si se
trataba de la propietaria o de una criada. Era mejor no hacer preguntas.
La mujer, baja y de unos cuarenta y cinco años, tenía una voz juvenil, y daba la
impresión de haber cultivado especialmente una actitud seria y formal. Los
labios delgados apenas se abrían cuando hablaba. No miraba a Eguchi con
frecuencia. Algo en sus ojos oscuros minaba las defensas de éste, y parecía muy
segura de sí misma. Preparó el té con una tetera de hierro sobre el brasero de
bronce. Las hojas de té y la calidad de la infusión eran asombrosamente buenas
para el lugar y la ocasión –con objeto de tranquilizar al viejo Eguchi. En la
alcoba pendía un cuadro de Kawai Gyokudö, probablemente una reproducción, de una
aldea de montaña al calor de las hojas otoñales. Nada sugería que la habitación
albergara secretos insólitos.
–Y le ruego que no intente despertarla, aunque no podría, hiciera lo que
hiciese. Está profundamente dormida y no se da cuenta de nada. –La mujer lo
repitió–: Continuará dormida y no se dará cuenta de nada, desde el principio
hasta el fin. Ni siquiera de quién ha estado con ella. No debe usted
preocuparse.
Eguchi no mencionó las dudas que empezaban a acometerle.
–Es una joven muy bonita. Sólo admito huéspedes en quienes pueda confiar.
Cuando Eguchi desvió la vista, la fijó en su reloj de pulsera.
–¿Qué hora es?
–Las once menos cuarto.
–No me sorprende. Los caballeros ancianos gustan de acostarse pronto y
levantarse temprano. Así pues, cuando quiera.
La mujer se puso de pie y abrió la cerradura de la habitación contigua. Utilizó
la mano izquierda. No había nada notable en este acto, pero Eguchi retuvo el
aliento mientras la miraba. Ella echó una mirada a la otra habitación. Sin duda
estaba acostumbrada a mirar por las puertas, y no había nada extraño en la
espalda que daba a Eguchi. No obstante, parecía extraña. Había un pájaro grande
y raro en el nudo de su obi. Ignoraba de qué especie podía tratarse. ¿Por qué
habrían puesto ojos y pies tan realistas en un pájaro estilizado? No era que el
ave fuese inquietante por sí misma, sólo que el diseño era malo; pero si había
que atribuir algo inquietante a la espalda de la mujer, se encontraba allí, en
el pájaro. El fondo era amarillo pálido, casi blanco.
La habitación contigua parecía débilmente iluminada. La mujer cerró la puerta
sin dar vuelta a la llave, y colocó ésta sobre la mesa, frente a
Eguchi. Nada en su
actitud, ni en el tono de su voz, sugería que había inspeccionado una habitación
secreta.
–Aquí está la llave. Espero que duerma bien. Si le cuesta conciliar el sueño,
encontrará un sedante junto a la almohada.
–¿Tiene algo de beber?
–No dispongo de alcohol.
–¿Ni siquiera puedo tomar un trago para dormirme?
–No.
–¿Ella está en la habitación contigua?
–Sí, dormida y esperándole.
–¡Oh!
Eguchi estaba un poco
sorprendido. ¿Cuándo había entrado la muchacha en la habitación contigua? ¿Desde
cuándo estaría dormida? ¿Acaso la mujer había abierto la puerta para asegurarse
de que estaba dormida? Eguchi sabía por un viejo conocido que frecuentaba el
lugar que habría una muchacha esperando, dormida, y que no se despertaría; pero
ahora que se encontraba aquí parecía incapaz de creerlo.
–¿Dónde quiere desnudarse? –La mujer parecía dispuesta a ayudarle. Él guardó
silencio–. Escuche las olas. Y el viento.
–¿Olas?
–Buenas noches –la mujer le dejó.
Una vez solo, Eguchi contempló la habitación, desnuda y sin artilugios. Su
mirada se posó en la puerta de la habitación contigua. Era de cedro, de un metro
de anchura. Parecía haber sido añadida después de la construcción de la casa.
También la pared, si se examinaba bien, parecía un antiguo tabique corredizo,
ahora tapado para formar la cámara secreta de las bellas durmientes. El color
era igual que el de las otras paredes, pero parecía más reciente. .
Eguchi cogió la llave. Después de hacerlo, debería haberse dirigido a la otra
habitación; pero permaneció sentado. Lo que había dicho la mujer era cierto: las
olas sonaban con violencia. Era como si rompieran contra un alto acantilado, y
como si la pequeña casa estuviera en el mismo borde. El viento traía el sonido
del invierno inminente, tal vez debido a la casa misma, tal vez debido a algo
que había en el viejo Eguchi. No obstante, el calor del único brasero resultaba
suficiente. El distrito era cálido. El viento no parecía barrer las hojas. Al
haber llegado tarde, Eguchi no había visto en qué clase de paisaje se asentaba
la casa; pero se notaba el olor del mar. El jardín era grande en relación con el
tamaño de la casa, y contenía un número considerable de grandes pinos y arces.
Las agujas de los pinos se perfilaban con fuerza contra el cielo. Probablemente
la casa había sido una villa campestre.
Con la llave todavía en la mano, Eguchi encendió un cigarrillo. Dio una o dos
chupadas y lo apagó; pero fumó otro hasta el final. No era tanto porque se
estuviera ridiculizando a sí mismo por su ligera aprensión como por el hecho de
sentir un vacío desagradable. Solía tomar un poco de whisky antes de acostarse.
Tenía un sueño precario, con tendencia a las pesadillas. Una poetisa muerta de
cáncer en su juventud había dicho en uno de sus poemas que para ella, en las
noches de insomnio, «la noche ofrece sapos, perros negros y cadáveres de
ahogados». Era un verso que Eguchi no podía olvidar. Al recordarlo ahora se
preguntó si la muchacha dormida –no, narcotizada– de la habitación contigua
podría ser como el cadáver de un ahogado; y vaciló un poco en acudir a su lado.
No le habían dicho cómo la sumían en el sueño. En cualquier caso, estaría en un
letargo anormal, sin conciencia de cuanto ocurriera a su alrededor, y por ello
podría tener la piel, opaca y plomiza de una persona atiborrada de drogas.
Podría tener ojeras oscuras y marcarse sus costillas bajo una piel reseca y
marchita. O podría estar fría, hinchada, tumefacta. Podría roncar ligeramente,
con los labios abiertos, dejando entrever unas encías violáceas. Durante sus
sesenta y siete años el viejo Eguchi había pasado noches ingratas con mujeres.
De hecho, las noches ingratas eran las más difíciles de olvidar. Lo desagradable
no tenía nada que ver con el aspecto de las mujeres, sino con sus tragedias, sus
vidas frustradas. A su edad, no quería añadir al historial otro episodio
semejante. De este modo discurrían sus pensamientos, al borde de la aventura.
Pero, ¿podía haber algo más desagradable que un viejo acostado durante toda la
noche unto a una muchacha narcotizada, inconsciente? ¿No habría venido a esta
casa buscando lo sumo en la fealdad de la vejez?
La mujer había hablado de huéspedes en quienes podía confiar. Al parecer todos
cuantos venían a esta casa eran dignos de confianza. El hombre que le habló a
Eguchi de la casa era tan viejo que ya había dejado de ser hombre. Parecía
pensar que Eguchi había alcanzado el mismo grado de senilidad. La mujer de la
casa, probablemente porque estaba acostumbrada a hacer tratos sólo con hombres
tan ancianos, no había mirado a Eguchi con piedad ni indiscreción. Puesto que
era capaz todavía de sentir goce, aún no era un huésped digno de confianza; pero
podía llegar a serlo, debido a sus sentimientos en aquel momento, al lugar y a
su compañera. La fealdad de la vejez le estaba acosando. También para él, pensó,
estaban próximas las tristes circunstancias de los otros huéspedes. El hecho de
que estuviera aquí ya lo indicaba.
Y por ello no tenía intención de violar las desagradables y tristes
restricciones impuestas a los viejos. No tenía intención de violarlas, y no lo
haría. Aunque podía llamarse un club secreto, el número de sus ancianos miembros
parecía reducido. Eguchi no había venido a descubrir sus pecados ni a husmear en
sus prácticas secretas. Su curiosidad distaba de ser fuerte, porque ya la
tristeza de la vejez se cernía también sobre él.
–Algunos caballeros dicen que tienen sueños felices cuando vienen aquí –había
dicho la mujer–. Otros dicen que recuerdan lo que sentían cuando eran jóvenes.
Ni siquiera entonces apareció en el rostro de Eguchi una leve sonrisa. Puso las
manos sobre la mesa y se levantó. Se encaminó hacia la puerta de cedro.
–¡Ah!
Eran las cortinas de terciopelo carmesí. El carmesí era aún más profundo bajo la
luz tenue. Parecía como si una delgada capa de luz flotara ante las cortinas, y
él se estuviera introduciendo en un fantasma. Había cortinas en las cuatro
paredes y también en la puerta, pero aquí estaban recogidas hacia un lado. Cerró
la puerta con llave, dejó caer la cortina y miró a la muchacha. Ésta no fingía.
Su respiración era la de un sueño profundo. Eguchi contuvo el aliento; era más
hermosa de lo qué había esperado. Y su belleza no constituía la única sorpresa.
También era joven. Estaba acostada sobre el lado izquierdo, con el rostro vuelto
hacia él. No podía ver su cuerpo, pero no debía tener ni veinte años. Era como
si otro corazón batiese sus alas en el pecho del anciano Eguchi.
Su mano derecha y la muñeca estaban al borde de la colcha. El brazo izquierdo
parecía extendido diagonalmente sobre la colcha. El pulgar derecho se ocultaba a
medias bajo la mejilla. Los dedos, sobre la almohada y junto a su rostro,
estaban ligeramente curvados en la suavidad del sueño, aunque no lo suficiente
para esconder los delicados huecos donde se unían a la mano. La cálida rojez se
intensificaba de modo gradual desde la palma a las yemas de los dedos. Era una
mano suave, de una blancura resplandeciente.
–¿Estás dormida? ¿Vas a despertarte?
Era como si lo preguntara con objeto de poder tocarle la mano. La tomó en la
suya y la sacudió. Sabía que ella no abriría los ojos. Con su mano todavía en la
suya, contempló su rostro. ¿Qué clase de muchacha sería? Las cejas estaban
libres de cosméticos, las pestañas bajadas eran regulares. Olió la fragancia del
cabello femenino. Al cabo de unos momentos el sonido de las olas se incrementó,
porque el corazón de Eguchi había sido cautivado. Se desnudó con decisión. Al
observar que la luz venía de arriba, levantó la vista. La luz eléctrica procedía
de dos claraboyas cubiertas con papel japonés. Como si tuviera más compostura dé
la que era capaz, se preguntó si era una luz que acentuaba el carmesí del
terciopelo y si la luz del terciopelo daba a la piel de la muchacha el aspecto
de un bello fantasma; pero el color no era lo bastante fuerte para reflejarse en
su piel. Ya se había acostumbrado a la luz. Era demasiado intensa para él,
habituado a dormir en la oscuridad, pero al parecer no podía apagarse. Vio que
la colcha era de buena calidad.
Se deslizó quedamente bajo ella, temeroso de que la muchacha, aunque sabía que
seguiría durmiendo, se despertara. Parecía estar totalmente desnuda. No hubo
reacción, ningún encogimiento de hombros ni torsión de las caderas como
sugerencia de que ella notaba su presencia. Era una muchacha joven, y por muy
profundo que fuera su sueño, debería haber una especie de reacción rápida. Pero
él sabía que éste no era un sueño normal. Este pensamiento le impidió tocarla
cuando estiró las piernas. Ella tenía la rodilla algo adelantada, obligando a
las piernas de Eguchi a una posición difícil. No necesitó inspeccionar para
saber que ella no estaba a la defensiva, que no tenía la rodilla derecha apoyada
sobre la izquierda. La rodilla derecha se encontraba hacia atrás y la pierna
estirada. En esta posición sobre el lado izquierdo, el ángulo de los hombros y
el de las caderas parecían en desacuerdo, debido a la inclinación del torso. No
daba la impresión de ser muy alta.
Los dedos de la mano que el viejo Eguchi sacudió suavemente también estaban
sumidos en profundo sueño. La mano descansaba tal como él la dejara. Cuando tiró
la almohada hacia atrás, la mano cayó. Contempló el codo que estaba sobre la
almohada. «Como si estuviera vivo», murmuró para sus adentros. Por supuesto que
estaba vivo, y su única intención era observar su belleza; pero una vez
pronunciadas, las palabras adquirieron un tono siniestro. Aunque esta muchacha
sumida en el sueño no había puesto fin a las horas de su vida, ¿acaso no las
había perdido, abandonándolas a profundidades insondables? No era una muñeca
viviente, pues no podía haber muñecas vivientes; pero, para que no se
avergonzara de un viejo que ya no era hombre, había sido convertida en juguete
viviente. No, un juguete, no: para los viejos podía ser la vida misma. Semejante
vida era, tal vez, una vida que podía tocarse con confianza. Para los ojos
cansados y présbitas de Eguchi, la mano vista de cerca era aún más suave y
hermosa. Era suave el tacto, pero no podía ver la textura:
Los ojos cansados advirtieron que en los lóbulos de las orejas había el mismo
matiz rojo, cálido y sanguíneo, que se intensificaba hacia las yemas de los
dedos. Podía ver las orejas a través del cabello. El rubor de los lóbulos de las
orejas indicaba la frescura de la muchacha con una súplica que le llegó al alma.
Eguchi se había encaminado hacia esta casa secreta inducido por la curiosidad,
pero sospechaba que hombres más seniles que él podían acudir aquí con una
felicidad y una tristeza todavía mayores. El cabello de la muchacha era largo,
probablemente para que los ancianos jugaran con él. Apoyándose de nuevo sobre la
almohada, Eguchi lo apartó para descubrir la oreja. El cabello de detrás de la
oreja tenía un resplandor blanco. El cuello y el hombro eran también jóvenes y
frescos; aún no mostraban la plenitud de la mujer. Echó una mirada a la
habitación. En la caja sólo había sus propias ropas; no se veía rastro alguno de
las de la muchacha. Tal vez la mujer se las había llevado, pero Eguchi tuvo un
sobresalto al pensar que la muchacha podía haber entrado desnuda en la
habitación. Estaba aquí para ser contemplada. Él sabía que la habían adormecido
para este fin, y que esta nueva sorpresa era inmotivada; pero cubrió su hombro y
cerró los ojos. Percibió el olor de un niño de pecho en el olor de la muchacha.
Era el olor á leche de un lactante, y más fuerte que el de la muchacha. Era
imposible que la chica hubiera tenido un hijo, que sus pechos estuvieran
hinchados, que los pezones rezumaran leche. Contempló de nuevo su frente y sus
mejillas, y la línea infantil de la mandíbula y el cuello. Aunque ya estaba
seguro, levantó ligeramente la colcha que cubría el hombro. El pecho no era un
pecho que hubiese amamantado. Lo tocó suavemente con el dedo; no estaba húmedo.
La muchacha tenía apenas veinte años. Aunque la expresión infantil no fuese por
completo inadecuada, la muchacha no podía tener el olor a leche de un lactante.
De hecho, se trataba de un olor de mujer, y sin embargo, era muy cierto que el
viejo Eguchi había olido a lactante hacía un momento. ¿Habría pasado un
espectro? Por mucho que se preguntara el porqué de su sensación, no conocería la
respuesta; pero era probable que procediera de una hendidura dejada por un vacío
repentino en su corazón. Sintió una oleada de soledad teñida de tristeza. Más
que tristeza o soledad, lo que le atenazaba era la desolación de la vejez. Y
ahora se transformó en piedad y ternura hacia la muchacha que despedía la
fragancia del calor juvenil. Quizás únicamente con objeto de rechazar una fría
sensación de culpa, el anciano creyó sentir música en el cuerpo de la muchacha.
Era la música del amor. Como si quisiera escapar, miró las cuatro paredes, tan
cubiertas de terciopelo carmesí que podría no haber existido una salida. El
terciopelo carmesí, que absorbía la luz del techo, era suave y estaba totalmente
inmóvil. Encerraba a una muchacha que había sido adormecida, y a un anciano.
–Despierta, despierta –Eguchi sacudió el hombro de la muchacha. Luego le levantó
la cabeza.
Un sentimiento hacia la muchacha, que surgía en su interior, le impulsó a obrar
así. Había llegado un momento en que el anciano no podía soportar el hecho de
que la muchacha durmiera, no hablara, no conociera su rostro y su voz, de que no
supiera nada de lo que estaba ocurriendo ni conociera a Eguchi, el hombre que
estaba con ella. Ni una mínima parte de su existencia podía alcanzarla. La
muchacha no se despertaría, era el peso de una cabeza dormida en su mano; y sin
embargo, podía admitir el hecho de que ella parecía fruncir ligeramente el ceño
como una respuesta viva y rotunda. Eguchi mantuvo su mano inmóvil. Si ella se
despertaba debido a tan pequeño movimiento, el misterio del lugar, descrito por
el viejo Kiga, el hombre que se lo había indicado, como «dormir con un Buda
secreto», se desvanecería. Para los ancianos clientes en quienes la mujer podía
«confiar», dormir con una belleza que no se despertaría era una tentación, una
aventura, un goce en el que, a su vez, podían confiar. El viejo Kiga había dicho
a Eguchi que sólo podía sentirse vivo cuando se hallaba junto a una muchacha
narcotizada.
Cuando Kiga visitó a Eguchi, su mirada se posó en el jardín. Había algo rojo
sobre el musgo marrón del otoño.
–¿Qué puede ser?
Salió para verlo. Las bolas eran frutas rojas del aoki. Había un gran número de
ellas en el suelo. Kiga recogió una y, jugando con ella, habló a Eguchi de la
casa secreta. Dijo que acudía allí cuando la desesperación de la vejez le
resultaba insoportable.
–Parece haber pasado mucho tiempo desde que perdí la esperanza en cualquier
mujer. Hay una casa donde duermen a las mujeres para que no se despierten.
¿Sería que una muchacha profundamente dormida, que no dijera nada ni oyera nada,
lo oía todo y lo decía todo a un anciano que, para una mujer, había dejado de
ser hombre? Pero ésta era la primera experiencia de Eguchi con una mujer así.
Sin duda, la muchacha había tenido muchas veces esta experiencia con hombres
viejos. Entregada totalmente a él, sin conciencia de nada, en una especie de
profunda muerte aparente, respiraba con suavidad, mostrando un lado de su
inocente rostro. Ciertos ancianos tal vez acariciarían todas las partes de su
cuerpo, otros sollozarían. La muchacha no se enteraría en ninguno de ambos
casos. Pero ni siquiera este pensamiento indujo a Eguchi a la acción. Al retirar
la mano de su cuello tuvo tanto cuidado como si manejara un objeto frágil; pero
el impulso de despertarla con violencia aún no le había abandonado.
Cuando retiró la mano, la cabeza de ella dio una suave media vuelta; y también
el hombro, por lo que la muchacha quedó boca arriba. Eguchi se apartó,
preguntándose si abriría los ojos. La nariz y los labios brillaban de juventud
bajo la luz del techo. La mano izquierda se movió hacia la boca; parecía a punto
de meter el índice entre los dientes, y él se preguntó si sería un hábito de la
muchacha cuando dormía, pero sólo la acercó dulcemente a los labios y nada más.
Los labios se abrieron un poco, mostrando los dientes. Hasta ahora había
respirado por la nariz, y ahora lo hacía por la boca. Su respiración parecía un
poco más rápida. Él se preguntó si sentiría algún dolor, y decidió que no.
Debido a la separación de los labios, una tenue sonrisa parecía flotar entre las
mejillas. El sonido de las olas rompiendo contra el alto acantilado se aproximó.
El sonido de las olas al retroceder sugería grandes rocas al pie del acantilado;
el agua retenida entre ellas parecía seguir algo más tarde. La fragancia del
aliento de la muchacha era más intensa en la boca que en la nariz. Sin embargo,
no olía a leche. Se preguntó de nuevo por qué había pensado en el olor a leche.
Tal vez era un olor que le hacía ver a la mujer en la muchacha.
El viejo Eguchi tenía ahora un nieto que olía a leche. Podía verlo aquí, frente
a él. Sus tres hijas estaban casadas y tenían hijos; y no había olvidado cuando
ellas olían a leche y las sostenía en sus brazos a la edad de la lactancia.
¿Acaso el olor a leche de sus retoños había vuelto a él para amonestarle? No,
debía ser el olor del propio corazón de Eguchi, atraído por la muchacha. También
él se colocó boca arriba, y, tumbado de manera que no hubiese ningún contacto
con la muchacha, cerró los ojos. Haría bien en tomar el sedante que había junto
a la almohada. No sería tan fuerte como la droga que habían dado a la muchacha;
se despertaría antes que ella. De otro modo, el secreto y la fascinación del
lugar se desvanecerían. Abrió el paquete. Dentro había dos píldoras blancas. Si
tomaba una, caería en un sueño ligero; con dos, se sumiría en un sueño profundo
como la muerte. Esto aún sería mejor, pensó, mirando las píldoras; y la leche le
trajo un recuerdo desagradable e insensato.
–Leche. Huele a leche. Huele como un niño de pecho. –Cuando empezaba a doblar la
chaqueta que él se había quitado, la mujer le dirigió una mirada feroz, con las
facciones tensas–. Ha sido tu niña. La cogiste en brazos al salir de casa,
¿verdad? ¿Verdad que sí? ¡La odio! ¡La odio!
Con un temblor violento en la voz, la mujer se levantó y tiró la chaqueta al
suelo.
–La odio. ¿A quién se le ocurre venir aquí después de tener a una criatura en
los brazos?
Su voz era dura, pero la mirada de sus ojos era aún peor. Se trataba de una
geisha con la que intimaba desde hacía algún tiempo. Sabía desde el principio
que él tenía esposa e hijos, pero el olor de la niña lactante provocó una
repulsión y unos celos violentos. Eguchi y la geisha no volvieron a estar en
buenas relaciones.
El olor que tanto desagradó a la geisha era el de su hija pequeña. Eguchi había
tenido una amante antes de casarse. Los padres de ella concibieron sospechas, y
los encuentros ocasionales fueron turbulentos. Una vez, cuando él apartó la
cara, advirtió que el pecho de la mujer estaba ligeramente manchado de sangre.
Se asustó, pero, como si nada hubiera sucedido, volvió a acercar la cara y lamió
la sangre con suavidad. La muchacha, en trance, no se dio cuenta de lo ocurrido.
El delirio había pasado. Ella no pareció sentir ningún dolor, ni siquiera cuando
se lo dijo.
¿Por qué habían vuelto a él estos dos recuerdos, tan alejados en el tiempo? No
parecía probable que hubiese olido a leche en esta muchacha sólo porque había
evocado aquellos dos recuerdos. Procedían de muchos años atrás, aunque en cierto
modo no creía que pudieran distinguirse los recuerdos recientes de los
distantes, los nuevos de los viejos. Era posible que guardase un recuerdo más
fresco e inmediato de su infancia que del día anterior. ¿Acaso esta tendencia no
se iba haciendo más clara a medida que uno envejecía? ¿Acaso los días juveniles
de una persona no la hacían tal como era, conduciéndola a través de toda la
vida? Era una trivialidad, pero la muchacha cuyo pecho se había manchado de
sangre, le había enseñado que los labios de un hombre podían hacer sangrar casi
cualquier parte del cuerpo de una mujer; y, aunque posteriormente Eguchi evitó
llegar hasta este extremo, el recuerdo, el don de una mujer para comunicar
fuerza a toda la vida de un hombre, seguía vivo en él, a pesar de sus sesenta y
siete años.
Una cosa todavía más trivial.
–Antes de dormirme cierro los ojos y cuento los hombres por quienes no me
importaría ser besada. Los cuento con los dedos. Es muy agradable. Pero me
entristece no poder pensar en más de diez.
Estas observaciones fueron hechas al joven Eguchi por la esposa de un ejecutivo
comercial, una mujer de mediana edad, una mujer de sociedad y, según se
rumoreaba, una mujer inteligente. En aquel momento estaban bailando un vals.
Tomando esta súbita confesión como una sugerencia de que no le importaría ser
besada por él, Eguchi aflojó la presión de su mano.
–No hago más que contarlos –dijo ella en tono superficial–. Usted es joven, y
supongo que no le agobia tratar de dormirse. Y, aunque así fuera, tiene a su
esposa. Pero inténtelo de vez en cuando. Yo lo considero una medicina excelente.
La voz era definitivamente seca, y Eguchi no contestó. Ella había dicho que se
limitaba a contarlos; pero resultaba fácil imaginar que evocaba en su mente
tanto sus rostros como sus cuerpos. Conjurar a diez debía exigir un tiempo y una
imaginación considerables. Al pensar en esto, el perfume de algo parecido a una
poción amorosa por parte de esta mujer ya madura asaltó a Eguchi con más fuerza.
Ella era libre de evocar a su antojo la figura de Eguchi entre los hombres por
quienes no le importaba ser besada. El asunto no era de su incumbencia, y no
podía resistirse ni lamentarse; y, no obstante, el hecho de ser utilizado a sus
espaldas por la mente de una mujer de edad mediana resultaba bochornoso. Pero no
había olvidado las palabras de ella. Después empezó a sospechar que la mujer
podía haberse burlado de él o inventado la historia para divertirse a su costa;
pero, al final, las palabras permanecieron. La mujer había muerto hacía tiempo y
Eguchi ya había desechado todas estas dudas. Y, mujer inteligente, antes de
morir, ¿cuántos centenares de hombres imaginó que había besado?
A medida que la vejez se aproximaba, y en las noches en que le costaba conciliar
el sueño, Eguchi recordaba de vez en cuando las palabras de aquella mujer y
contaba muchas mujeres con los dedos; pero no se limitaba a algo tan sencillo
como imaginarse solamente a las que le hubiera gustado besar. Solía evocar
recuerdos de las mujeres con quienes había mantenido relaciones amorosas. Esta
noche había resucitado un viejo amor porque la bella durmiente le había
comunicado la ilusión de que olía a leche. Tal vez la sangre del pecho de
aquella muchacha lejana le había hecho percibir en la muchacha de esta noche un
olor que no existía. Quizá fuera un consuelo melancólico para un anciano sumirse
en recuerdos de mujeres de un pasado remoto que ya no volverían, ni siquiera
mientras acariciaba a una belleza a la que no lograría despertar. Eguchi se
sintió invadido de un cálido reposo que tenía algo de soledad. Sólo la había
tocado ligeramente para saber si su pecho estaba húmedo, y no se le había
ocurrido la complicada idea de que ella se asustara, al despertarse después de
él, ante la sangre que manara de su pecho. Sus senos parecían bellamente
redondeados. Un extraño pensamiento le asaltó: ¿por qué, entre todos los
animales, en el largo curso del mundo, sólo los pechos de la hembra humana
habían llegado a ser hermosos? ¿No era para gloria de la raza humana que los
pechos femeninos hubiesen adquirido semejante belleza?
Lo mismo podía ser cierto de los labios. El viejo Eguchi pensó en las mujeres
que se preparaban para acostarse, en las mujeres que se desmaquillaban antes de
irse a la cama. Había mujeres cuyos labios eran pálidos cuando se quitaban la
pintura, y otras cuyos labios revelaban el deterioro de la edad. Bajo la suave
luz del techo y el reflejo del terciopelo de las cuatro paredes, no se veía con
claridad si la muchacha estaba o no ligeramente maquillada, pero no había
llegado al extremo de afeitarse las cejas. Los labios y los dientes tenían un
brillo natural. Como era improbable que hubiese perfumado su boca, lo que se
percibía era la fragancia de una boca juvenil. A Eguchi no le gustaban los
pezones grandes y oscuros. A juzgar por lo que viera cuando levantó la colcha,
los de la muchacha eran todavía pequeños y rosados. Dormía boca arriba, así
pues, podía besarle los pechos. No era ciertamente una muchacha cuyos pechos le
desagradara besar. Si esto ocurría con un hombre de su edad, pensó Eguchi,
entonces los hombres realmente ancianos que venían a esta casa debían perderse
por completo en el placer, estar dispuestos a cualquier eventualidad, a pagar
cualquier precio. Seguramente había habido lascivos entre ellos, y sus imágenes
no estaban totalmente ausentes de la mente de Eguchi. La muchacha dormía y no se
daba cuenta de nada. ¿Se mantendrían intactos el rostro y la forma, tal como
estaban ahora? Como dormida aparecía tan hermosa, Eguchi se abstuvo del acto
indecoroso al que le conducían estos pensamientos. ¿Acaso la diferencia entre él
y los demás ancianos residía en que aún había en él algo que le hacía funcionar
como hombre? Para los demás, la muchacha pasaría la noche en un sueño
insondable. Él, aunque suavemente, había intentado despertarla dos veces.
Ignoraba qué habría hecho si por casualidad la muchacha hubiera abierto los
ojos, pero lo más probable era que la tentativa hubiera sido dictada por el
afecto. Aunque no, seguramente se debió a su propio vacío e inquietud.
«¿No sería mejor que me durmiera? –se oyó murmurar fútilmente a sí mismo, y
añadió–: No es para siempre. No es para siempre ni en su caso ni en el mío.»
Cerró los ojos. De esta noche extraña, como de todas las otras noches, se
despertaría con vida por la mañana. El codo de la muchacha, que yacía con el
índice apoyado en los labios, le estorbaba. Le cogió la muñeca y la colocó junto
a él. Buscó el pulso, asiendo la muñeca con el índice y el dedo mediano. Era
tranquilo y regular. Su serena respiración era algo más lenta que la de Eguchi.
De vez en cuando el viento pasaba sobre la casa, pero ya no tenía el sonido de
un invierno inminente. El bramido de las olas contra el acantilado se suavizaba
al aproximarse. Su eco parecía llegar del océano como música que sonara en el
cuerpo de la muchacha, y los latidos de su pecho y el pulso de la muchacha le
servían de acompañamiento. Al ritmo de la música, una mariposa pura y blanca
danzó frente a sus párpados cerrados. Retiró la mano de la muñeca de ella. No la
tocaba en ninguna parte. Ni la fragancia de su aliento, ni de su cuerpo, ni de
sus cabellos era fuerte.
Eguchi pensó en los escasos días en que se escapó de Kyoto, tomando la ruta
interior, con la muchacha cuyo pecho había estado húmedo de sangre. Quizás el
recuerdo era vivo porque el calor del cuerpo joven y fresco tendido a su lado se
lo comunicaba débilmente. Había numerosos túneles cortos en la vía férrea que
unía a las provincias occidentales con Kyoto. Cada vez que entraban en un túnel,
la muchacha, como si estuviera asustada, juntaba su rodilla con la de Eguchi y
le cogía la mano. Y cada vez que salían de uno de ellos había una colina o un
pequeño barranco coronado por un arco iris.
«¡Qué bonito!», decía ella cada vez, o «¡Qué gracioso!»
Tenía una palabra de alabanza para cada pequeño arco iris, y no sería exagerado
decir que, buscando a derecha e izquierda, encontraba uno cada vez que salían de
un túnel. A veces era tan tenue que apenas se vislumbraba. Ella acabó sintiendo
algo ominoso en estos arco iris extrañamente abundantes.
–¿No supones que nos persiguen? Tengo la sensación de que nos atraparán cuando
lleguemos a Kyoto. Cuando me hayan devuelto ya no me dejarán volver a salir de
casa.
Eguchi, que acababa de graduarse en la universidad y había empezado a trabajar,
no tenía posibilidad de ganarse la vida en Kyoto y sabía que, a menos que él y
la chica se suicidaran juntos, algún día tendrían que volver a Tokio; pero,
desde los pequeños arco iris, la pulcritud de las partes secretas de la muchacha
le fue revelada y ya no le abandonó. La vio en una posada junto al río en
Kanazawa. Había sido una noche de nevisca. La pulcritud le impresionó tanto que
contuvo el aliento y sintió el escozor de las lágrimas. No había visto tal
pulcritud en las mujeres de todas las décadas pasadas; y había llegado a creer
que comprendía todas las clases de pulcritud y que la pulcritud en los lugares
secretos era propiedad exclusiva de la muchacha. Trató de reírse de esta idea,
pero el caudal de la nostalgia la convirtió en un hecho y ahora continuaba
siendo un recuerdo poderoso que el viejo Eguchi no podía desechar. Una persona
enviada por la familia de la muchacha se la llevó consigo a Tokio, y poco
después se casó.
Cuando se encontraron por casualidad junto al estanque de Shinobazu, la muchacha
llevaba un niño sujeto a la espalda. El niño iba tocado con una gorra de lana
blanca. Era otoño y los lotos del estanque empezaban a marchitarse. Tal vez la
mariposa blanca que esta noche danzaba frente a sus párpados cerrados hubiera
sido evocada por aquella gorra blanca.
Al encontrarse junto al estanque, lo único que se le ocurrió a Eguchi fue
preguntarle si era feliz.
–Sí –repuso ella inmediatamente–, soy feliz.
Probablemente no existía otra respuesta.
–¿Y por qué estás paseando por aquí sola con un niño en la espalda?
Era una pregunta extraña. La muchacha se quedó mirándole a la cara.
–¿Es un niño o una niña?
–Es una niña. ¡Vaya! ¿No lo has visto al mirarla?
–¿Es mía?
–No –la muchacha meneó la cabeza, encolerizada–. No es tuya.
–¿Ah, no? Bueno, si lo es, no necesitas decirlo ahora. Puedes decirlo cuando
quieras. Dentro de muchos, muchos años.
–No es tuya. De verdad que no. No he olvidado que te amé, pero tú no debes
imaginar cosas. Sólo conseguirías causarle problemas.
–¿Ah, sí?
Eguchi no hizo ningún intento especial de mirar la cara de la niña, pero siguió
mucho rato a la joven con la mirada. Ella se volvió a mirarle cuando estuvo a
cierta distancia. Al ver que él continuaba contemplándola, aceleró el paso. No
la vio nunca más. Hacía más de diez años que se había enterado de su muerte.
Eguchi, a sus sesenta y siete años, había perdido a muchos amigos y parientes,
pero el recuerdo de la muchacha seguía siendo joven. Reducido ahora a tres
detalles, la gorra blanca de la niña, la pulcritud del lugar secreto y la sangre
en el pecho, era todavía claro y fresco. Probablemente no había nadie en el
mundo aparte de Eguchi que conociera aquella pulcritud incomparable, y con su
muerte, ahora no muy distante, desaparecería del mundo por completo. Aunque con
timidez, ella le había permitido mirar cuanto quisiera. Tal vez fuese una
actitud propia de las jóvenes; pero no podía caber la menor duda de que ella
misma no conocía su pulcritud. No podía verla.
Temprano por la mañana, después de llegar a Kyoto, Eguchi y la muchacha pasearon
por un bosquecillo de bambúes, que lanzaban reflejos plateados a la luz de la
mañana. En el recuerdo de Eguchi las hojas eran finas y suaves, de plata pura, y
los tallos también eran de plata. En el sendero que bordeaba el bosquecillo,
cardos y zarzas estaban en flor. Así era el sendero que flotaba en su memoria.
Parecía algo confundido respecto a la estación. Una vez pasado el sendero
remontaron una corriente azulada, donde una cascada caía con estrépito, y el
rocío reflejaba la luz del sol. La muchacha se puso desnuda bajo el rocío. Los
hechos eran diferentes, pero en el transcurso del tiempo la mente de Eguchi los
había transformado así. A medida que envejecía, las colinas de Kyoto y los
troncos de los pinos rojos en grupos apacibles recordaban con frecuencia a
Eguchi la figura de la muchacha; pero recuerdos vivos como los de esta noche
eran muy raros. ¿Los provocaría acaso la juventud de la muchacha dormida?
El viejo Eguchi estaba completamente desvelado y no parecía probable que se
durmiera. No quería recordar a ninguna mujer que no fuera la joven que había
contemplado los pequeños arcos iris. Tampoco quería tocar a la muchacha dormida,
ni mirar su desnudez. Poniéndose boca abajo, volvió a abrir el paquete que había
junto a la almohada. La mujer de la posada había dicho que era una medicina
sedante, pero Eguchi vacilaba. Ignoraba qué sería y si se trataba de la misma
medicina que le habían dado a la muchacha. Se metió una píldora en la boca y la
tragó con una buena cantidad de agua. Quizá porque estaba acostumbrado a beber
un trago al acostarse, pero no a tomar un sedante, se durmió rápidamente. Tuvo
un sueño. Estaba en los brazos de una mujer, pero ésta tenía cuatro piernas. Las
cuatro piernas enlazaban su cuerpo. También tenía brazos. Pese a estar medio en
vela, consideró las cuatro piernas extrañas, pero no repulsivas. Estas cuatro
piernas, mucho más provocativas que dos, permanecían en su mente. Era una
medicina para provocar sueños semejantes, pensó vagamente. La muchacha se había
vuelto del otro lado, con las caderas hacia él. Se le antojó algo conmovedor el
hecho de que su cabeza estuviera más distante que las caderas. Dormido y
despierto a medias, tomó en sus manos la larga cabellera extendida y jugó con
ella como para peinarla; y así se quedó dormido.
Su siguiente sueño fue muy desagradable. Una de sus hijas había dado a luz un
hijo deforme en un hospital. Al despertarse, el anciano no pudo recordar de qué
clase de deformidad se trataba. Probablemente no quería recordarlo. En cualquier
caso, era espantoso. El niño fue apartado inmediatamente de la madre. Se hallaba
tras una cortina blanca en la sala de maternidad, y ella se dirigió allí y
empezó a cortarlo en pedazos, disponiéndose a tirarlos en algún lugar. El
médico, un amigo de Eguchi, estaba junto a ella, vestido de blanco. Eguchi
también se encontraba a su lado. Ahora se despertó completamente, gimiendo ante
aquel horror. El terciopelo carmesí de las cuatro paredes le sobresaltó tanto
que se cubrió el rostro con las manos y se frotó la frente. Había sido una
pesadilla horrible. No podía haber un monstruo oculto en la medicina para
dormir. ¿Sería que, habiendo venido en busca de un placer deforme, había tenido
un sueño deforme? No sabía con cuál de sus tres hijas había soñado, y no trató
de averiguarlo. Las tres habían dado a luz niños completamente normales.
Eguchi hubiera querido irse, de haber sido posible. Pero tomó la otra píldora
para caer en un sueño más profundo. El agua fría pasó por su garganta. La
muchacha seguía dándole la espalda. Pensando que podría –no era imposible– dar a
luz niños feos y retrasados, colocó la mano en la parte redondeada de su hombro.
–Mira hacia aquí.
Como respondiéndole, la muchacha dio media vuelta. Una de sus manos cayó sobre
el pecho de Eguchi. Una pierna se acercó a él, como temblando de frío. Una
muchacha tan cálida no podía tener frío. De su boca o de su nariz, no estaba
seguro, brotó una voz débil.
–¿Tú también tienes una pesadilla? –preguntó.
Pero el viejo Eguchi no tardó en sumirse en las profundidades del sueño.
2
El viejo Eguchi no había pensado volver a la «casa de las bellas durmientes».
Durante aquella primera noche pensó que no le gustaría visitarla de nuevo, y
seguía opinando lo mismo cuando se marchó por la mañana.
Unos quince días después recibió una llamada telefónica preguntándole si le
gustaría hacer una visita aquella noche. La voz parecía ser de la mujer de
cuarenta y cinco años. Por el teléfono sonaba todavía más como un murmullo
glacial desde un lugar silencioso.
–Si sale de casa ahora, ¿cuándo puedo esperarle?
–Algo después de las nueve, me imagino.
–Sería demasiado temprano. La joven aún no está aquí, y aunque así fuera, no
estaría dormida.
Sorprendido, Eguchi no contestó.
–Creo que la tendré dormida alrededor de las once. Le esperaré a partir de esa
hora.
La voz de la mujer era lenta y sosegada, pero el corazón de Eguchi estaba
desbocado.
–Hacia las once, entonces –dijo con la garganta seca.
¿Qué importa que esté dormida o no?, podría haber dicho, no en serio, sino medio
en broma. Le gustaría verla antes de que se durmiera, podría haber dicho. Pero
por alguna razón las palabras se le ahogaron en la garganta. Habría desafiado la
regla secreta de la casa. Precisamente por ser una regla tan extraña, tenía que
ser observada del modo más estricto. Una vez transgredida, la casa no sería más
que un burdel ordinario. Las tristes peticiones de los ancianos, la seducción,
todo desaparecería. El propio Eguchi estaba asombrado ante el hecho de haber
contenido tan súbitamente el aliento cuando le dijeron que a las nueve era
demasiado temprano, que la muchacha no estaría dormida, que la mujer la tendría
dormida a las once. ¿Podría llamarse aquello la sorpresa de ser alejado de
repente del mundo cotidiano? Porque la muchacha estaría dormida y era seguro que
no se despertaría.
¿Obraba con excesiva rapidez o con excesiva lentitud volviendo al cabo de quince
días a una casa que no pensaba volver a visitar? En cualquier caso, no había
resistido la tentación por fuerza de voluntad. No tenía intención de entregarse
una vez más a esa especie de frivolidad senil, y de hecho no era tan senil como
los otros hombres que visitaban el lugar. Y sin embargo, aquella primera visita
no le había dejado malos recuerdos. La sensación de culpa existía; pero sentía
que no había pasado en sus sesenta y siete años una noche tan limpia. Sintió lo
mismo cuando se despertó aquella mañana. Al parecer el sedante había funcionado,
y durmió hasta las ocho, más tarde de lo habitual. Ninguna parte de su cuerpo
tocaba a la muchacha. Fue un despertar dulce e infantil junto al calor joven y
la suave fragancia de ella.
La muchacha yacía con el rostro vuelto hacia él, la cabeza ligeramente
adelantada y los pechos hacia atrás, y en la sombra de su mandíbula había una
línea apenas perceptible a través del cuello fresco y esbelto. Sus largos
cabellos estaban extendidos sobre la almohada, detrás de la cabeza. Contemplando
sus labios cerrados y después sus pestañas y cejas, él no dudó que era virgen.
Estaba demasiado cerca para que sus ojos cansados distinguieran los pelos
individuales de las pestañas y las cejas. La piel, cuyo vello no podía ver,
despedía un tenue resplandor. No había una sola peca en el rostro y el cuello.
Ya había olvidado la pesadilla, y le recorrió una oleada de afecto por la
muchacha y también la sensación infantil de que era amado por ella. Buscó uno de
sus pechos y lo sostuvo en la mano, suavemente. En el tacto había el extraño
aleteo de algo, como si éste fuera el pecho de la propia madre de Eguchi antes
de concebirle. Retiró la mano, pero la sensación se trasladó de su pecho a los
hombros.
Oyó abrirse la puerta de la habitación contigua.
–¿Está despierto? –preguntó la mujer de la casa–. El desayuno le espera.
–Sí –repuso apresuradamente Eguchi.
Él sol matutino se filtraba por los postigos y brillaba con fuerza en las
cortinas de terciopelo. Pero la luz de la mañana no se mezclaba con la luz suave
del techo.
–¿Se lo traigo, entonces?
–Sí.
Al levantarse, Eguchi tocó con suavidad el cabello de la muchacha.
Sabía que la mujer quería alejar al cliente antes de que la muchacha se
despertara, pero se mostró tranquila mientras le servía el desayuno. ¿Hasta
cuándo dormiría la muchacha? Pero no era conveniente hacer preguntas
innecesarias.
–Una muchacha muy bonita –dijo con indiferencia.
–Sí. ¿Y tuvo usted sueños agradables?
–Me ha traído sueños muy agradables.
–El viento y las olas se han calmado –la mujer cambió de tema–. Será lo que
llaman un veranillo de San Martín.
Y ahora, al venir por segunda vez en quince días, Eguchi no sentía tanto la
curiosidad de la primera visita como cierta reticencia e inquietud; pero la
excitación era más fuerte. La impaciencia de la espera desde las nueve a las
once había provocado una especie de embriaguez.
La misma mujer le abrió el portal. La misma reproducción pendía en la alcoba. El
té volvió a ser bueno. Estaba más nervioso que en la visita anterior, pero
consiguió portarse como un cliente antiguo y experimentado.
–Este lugar es tan cálido –observó, mirando el cuadro del pueblo de montaña con
las hojas otoñales–, que me imagino que las hojas de los arces se marchitan sin
llegar a ser rojas. Pero como la otra vez era oscuro, no pude ver bien su
jardín.
Era una forma improbable de entablar conversación.
–Lo ignoro –dijo la mujer con indiferencia–. Ha refrescado mucho. He puesto una
manta eléctrica, doble, con dos interruptores. Puede ajustar su lado como guste.
–Nunca he dormido con una manta eléctrica.
–Si quiere puede desconectar su lado, pero debo rogarle que deje encendido el de
la muchacha.
Porque estaba desnuda, como sabía el anciano.
–Es una idea interesante, una manta que dos personas pueden graduar a su
comodidad.
–Es americana. Pero le ruego que no sea difícil y desconecte el lado de la
muchacha. Usted comprende, estoy segura, que no se despertará aunque tenga mucho
frío.
Él no contestó.
–Tiene más experiencia que la anterior.
–¿Qué?
–Además, es muy bonita. Sé que usted no hará nada malo, por lo que no sería
justo que no fuese bonita.
–¿No es la misma?
–No. ¿Acaso no le parece mejor tener esta noche una diferente?
–No soy promiscuo hasta este punto.
–¿Promiscuo? Pero, ¿qué tiene que ver esto con la promiscuidad?
El familiar modo de hablar de la mujer parecía ocultar una débil sonrisa
burlona.
–Ninguno de mis huéspedes hace cosas promiscuas. Todos tienen la amabilidad de
ser caballeros dignos de confianza.
La mujer no le miró mientras hablaba sin abrir casi los labios. La nota de burla
irritó a Eguchi, pero no se le ocurrió nada que decir. ¿Qué era ella, al fin y
al cabo, sino una alcahueta fría y avezada?
–Usted podrá considerarlo promiscuo, pero la muchacha está dormida y ni siquiera
sabe con quién ha dormido. Tanto la del otro día como la de esta noche no sabrán
nada de usted, y hablar de promiscuidad es un poco…
–Comprendo. No es una relación humana.
–¿Qué quiere decir?
Sería extraño explicar, ahora que había venido a la casa, que para un anciano
que ya no era un hombre, estar en compañía de una muchacha que dormía en un
sueño provocado «no era una relación humana».
–¿Y qué hay de malo en ser promiscuo? –con la voz extrañamente joven, la mujer
rió como para consolar a un anciano–. Si le gusta tanto la otra chica, puedo
reservársela para la próxima vez que venga; pero después admitirá que ésta es
mejor.
–¿Ah, sí? ¿A qué se refiere al decir que tiene más experiencia? A fin de
cuentas, está profundamente dormida.
–Sí.
La mujer se levantó, abrió la puerta de la habitación contigua, miró hacia
dentro y puso la llave frente a Eguchi.
–Espero que duerma bien.
Eguchi vertió agua caliente en la tetera y tomó una pausada taza de té. Por lo
menos su intención fue ser pausado, pero su mano temblaba. No se debía a su
edad, murmuró. Aún no era un huésped digno de confianza. ¿Qué ocurriría si, para
vengar a todos los ancianos burlados e insultados que venían aquí, violaba la
regla de la casa? ¿Acaso no sería un modo más humano de hacer compañía a la
muchacha? Ignoraba hasta qué punto había sido drogada, pero probablemente sería
capaz de despertarla con su violencia. Esto fue lo que pensó, pero su corazón no
aceptó el reto.
La repelente senilidad de los tristes hombres que venían a esta casa no estaba a
muchos años de distancia del propio Eguchi. La inconmensurable extensión del
sexo, su insondable profundidad –¿qué parte de ella había conocido Eguchi en sus
sesenta y siete años?–. Y en torno a aquellos ancianos nacía constantemente
carne nueva, carne hermosa, carne joven. ¿Acaso la nostalgia de los tristes
ancianos por el sueño inacabado, su pesar por los días perdidos sin haberlos
tenido jamás, no estarían ocultos en el secreto de esta casa? Eguchi pensaba
antes que las muchachas que no se despertaban eran una perpetua libertad para
los ancianos. Dormidas y mudas, decían lo que los ancianos deseaban.
Se levantó y abrió la puerta de la habitación contigua, y en seguida le envolvió
el olor cálido. Sonrió. ¿Por qué había vacilado? La muchacha yacía con ambas
manos sobre la colcha. Sus uñas eran rosadas. Su lápiz labial era de un rojo
vivo. Yacía boca arriba.
«Conque tiene experiencia, ¿eh?», murmuró al acercarse. Las mejillas estaban
ruborizadas por el calor de la manta, en realidad todo su rostro estaba
ruborizado. El perfume era intenso. Las mejillas y los párpados, redondeados. La
garganta era tan blanca que reflejaba el carmesí de las cortinas de terciopelo.
Los ojos cerrados parecían decirle que tenía ante sí a una joven hechicera
dormida. Mientras se desnudaba, de espaldas a ella, el cálido perfume le
envolvió. La habitación estaba impregnada de él.
No parecía probable que el viejo Eguchi pudiera ser tan reticente como lo fuera
con la otra muchacha. Ésta era una joven que, tanto dormida como despierta,
incitaba al hombre, con tanta fuerza que si ahora Eguchi violaba la regla de la
casa, sólo ella tendría la culpa del delito. Se tendió con los ojos cerrados,
como para saborear el placer que vendría después, y sintió que un calor joven
invadía su interior. La mujer había hablado bien cuando dijo que ésta era mejor;
pero la casa se antojaba tanto más extraña por haber encontrado una muchacha
semejante. Yacía envuelto en su perfume, considerándola demasiado valiosa para
ser tocada. Aunque no entendía mucho de perfumes, éste parecía ser la fragancia
de la propia joven. No podía haber una felicidad mayor que sumirse así en la
dulzura del sueño. Quería hacer exactamente esto. Se deslizó suavemente hacia
ella. Y a modo de respuesta, ella se le acercó con delicadeza, extendiendo los
brazos bajo la manta como si fuera a abrazarle.
–¿Estás despierta? –preguntó él, apartándose y sacudiéndole la mandíbula–.
¿Estás despierta?
Aumentó la presión de la mano. Ella se puso boca abajo como si quisiera
rehuirla, y al hacerlo abrió un poco la comisura de los labios y la uña del
índice de Eguchi rozó uno o dos de sus dientes. Lo dejó allí. Las piernas de
ella seguían separadas. Dormía profundamente, por supuesto, y no estaba
fingiendo.
Al no esperar que la muchacha de esta noche fuese diferente de la muchacha
anterior, él había protestado a la mujer de la casa; pero sabía, naturalmente,
que tomar somníferos de forma reiterada tenía que ser perjudicial para una
joven. Podía decirse que en interés de la salud de las muchachas se obligaba a
Eguchi y los otros ancianos a ser «promiscuos». Pero, ¿no eran estas
habitaciones del piso superior para un único huésped? Eguchi sabía poco acerca
del piso superior, pero, en caso de estar destinado a huéspedes, no podía
contener más de una habitación. Por consiguiente, no creía que se necesitaran
muchas chicas para los ancianos que venían aquí. ¿Serían todas hermosas a su
manera, como la muchacha de hoy y la de la otra noche?
El diente contra el que se apoyaba el dedo de Eguchi parecía húmedo de algo que
se adhería al dedo. Lo movió de un lado a otro de la boca, palpando los dientes
dos o tres veces. En la parte anterior estaban casi secos, pero por dentro eran
lisos y húmedos. A la derecha estaban torcidos, un diente montaba sobre otro.
Asió los dos dientes torcidos con el pulgar y el índice. Se le ocurrió meter el
dedo entre ellos, pero, a pesar de estar dormida, ella apretó los dientes y se
negó en redondo a separarlos. Cuando retiró el dedo, estaba manchado de rojo. ¿Y
con qué se quitaría el lápiz labial? Si lo frotaba contra la almohada, parecería
que la había manchado ella misma al ponerse boca abajo. Pero seguramente no se
borraría si no humedecía el dedo con la lengua, y sentía una extraña repugnancia
ante la idea de tocar el dedo rojo con la boca. Lo frotó contra el cabello que
cubría la frente de la muchacha. Después de frotar con el pulgar y el índice, no
tardó en introducir los cinco dedos entre los cabellos, retorciéndolos; y
gradualmente sus movimientos adquirieron más violencia. Las puntas de los
cabellos emitían chispas de electricidad entre sus dedos. La fragancia del
cabello era más intensa. La fragancia que procedía de su interior era asimismo
más intensa, en parte debido al calor de la manta eléctrica. Mientras jugaba con
los cabellos, se fijó en las líneas de las raíces, marcadas como si hubieran
sido esculpidas, y especialmente la línea de la nuca, al final del esbelto
cuello, donde el cabello era corto y estaba cepillado hacia arriba. Sobre la
frente caían mechones largos y cortos, como despeinados. Al apretarlos,
contempló las cejas y las pestañas. Tenía la otra mano tan hundida entre los
cabellos que podía sentir la piel situada debajo.
«No, no está despierta», se dijo a sí mismo, y agarrando un mechón, tiró de él
desde la coronilla.
Ella pareció sentir dolor y dio media vuelta. El movimiento la acercó más al
anciano. Ambos brazos estaban al descubierto, el derecho sobre la almohada. La
mejilla derecha reposaba sobre él, por lo que Eguchi sólo podía ver los dedos.
Estaban ligeramente separados, el meñique bajo las pestañas y el índice junto a
los labios. El pulgar se hallaba oculto bajo el mentón. El rojo de los labios,
inclinado algo hacia abajo, y el rojo de las cuatro largas uñas formaban un
racimo sobre la almohada blanca. El brazo izquierdo también estaba doblado por
el codo. La mano se encontraba casi directamente bajo los ojos de Eguchi. Los
dedos, largos y esbeltos en comparación con la redondez de las mejillas, le
hicieron pensar en las piernas extendidas. Buscó una pierna con la planta del
pie. La mano izquierda también tenía los dedos ligeramente separados. Apoyó la
cabeza sobre ella. Un espasmo causado por su peso la recorrió hasta el hombro,
pero no fue suficiente para apartar la mano. Eguchi yació inmóvil durante un
rato. Los hombros de ella estaban algo levantados y tenían la morbidez de la
juventud. Cuando los cubrió con la manta, posó suavemente la mano sobre esta
joven morbidez. Trasladó la cabeza de la mano al brazo de la muchacha. Le atraía
la fragancia del hombro y la nuca. Hubo un temblor en el hombro y la espalda,
pero pasó inmediatamente. El anciano se quedó apoyado sobre ellos.
Ahora vengaría en esta muchacha esclava, drogada para que durmiese, todo el
desprecio y la burla soportados por los ancianos asiduos de la casa. Violaría la
regla de la casa. Sabía que no le permitirían volver. Esperaba despertarla
mediante la violencia. Pero se apartó de improviso, porque acababa de descubrir
la clara evidencia de su virginidad.
Gimió al retirarse, con el pulso rápido y la respiración convulsa, menos por la
repentina interrupción que por la sorpresa. Cerró los ojos y trató de calmarse.
Lo que no hubiera sido fácil para un hombre joven, lo fue para él. Acariciando
sus cabellos, volvió a abrir los ojos. Ella continuaba boca abajo. ¡Una
prostituta virgen, a su edad! ¿Qué era, sino una prostituta? Así razonó consigo
mismo; pero con el paso de la tormenta sus sentimientos hacia la chica y hacia
sí mismo habían cambiado, y no volverían a ser los de antes. No lo lamentaba.
Cualquier cosa que hubiese podido hacer a una muchacha dormida e inconsciente
habría sido la mayor de las locuras. Pero, ¿cuál era el significado de la
sorpresa?
Provocado por el rostro hechicero, Eguchi había iniciado el camino prohibido; y
ahora sabía que los ancianos que venían aquí llegaban con una felicidad más
melancólica, un anhelo más fuerte y una tristeza mucho más profunda de lo que
había imaginado. Aunque la suya era una especie de aventura fácil para ancianos,
un modo simple de rejuvenecimiento, en su esencia ocultaba algo que no volvería
pese a todas las nostalgias, que no se curaría por muy laboriosos que fuesen los
esfuerzos. El hecho de que la hechicera «experimentada» de esta noche fuera
todavía virgen no era tanto la señal del respeto de los ancianos hacia sus
promesas como la triste señal de su decadencia. La pureza de la muchacha era
como la fealdad de los ancianos.
Tal vez la mano que tenía bajo la mejilla se había dormido. La muchacha la
levantó sobre su cabeza y flexionó lentamente los dedos dos o tres veces. Rozó
la mano de Eguchi, que seguía moviéndose entre sus cabellos. Eguchi la tomó en
la suya. Los dedos eran flexibles y estaban un poco fríos. Los apretó unos
contra otros, como si quisiera aplastarlos. Ella levantó el hombro izquierdo y
dio otra media vuelta. Entonces elevó el brazo izquierdo en el aire y lo dejó
caer sobre el hombro de Eguchi en una especie de abrazo. Pero no tenía fuerza, y
el abrazo no enlazó su cuello. La cara de la muchacha, ahora vuelta hacia él,
estaba demasiado cerca y era como un borrón blanco para sus ojos cansados; pero
las cejas demasiado gruesas, la sombra excesivamente oscura de las pestañas, los
párpados y las mejillas redondeadas, el cuello largo, confirmaban su primera
impresión, la de una hechicera. Los pechos pendían ligeramente, pero eran muy
abultados, y para una japonesa los pezones eran grandes e hinchados. Le pasó la
mano por la espalda y por las piernas, que estaban rígidamente estiradas desde
las caderas. Lo que se antojaba una falta de armonía entre las partes superior e
inferior de su cuerpo podía tener algo que ver con su virginidad.
Tranquilamente, ahora, contempló su rostro y su cuello. Era una piel destinada a
absorber un débil reflejo del carmesí de las cortinas de terciopelo. Su cuerpo
había sido tan usado por los clientes ancianos que la mujer de la casa la había
descrito como «experimentada», y no obstante, era virgen. Ello se debía a que
los hombres eran seniles y a que la joven estaba tan profundamente dormida. Tuvo
pensamientos casi paternales mientras se preguntaba qué vicisitudes esperaban en
los años venideros a esta muchacha hechicera. Sus pensamientos probaban que
también Eguchi era viejo. No cabía duda de que la chica estaba aquí por dinero.
Tampoco cabía la menor duda de que para los ancianos que pagaban este dinero,
dormir junto a semejante muchacha era una felicidad fuera de este mundo. Como la
joven no se despertaría, los viejos huéspedes no tenían que sentir la vergüenza
de sus años. Eran completamente libres de entregarse sin limitación a sueños y
recuerdos de mujeres. ¿No era eso por lo que no dudaban en pagar más que por
mujeres despiertas? Además, a los ancianos les inspiraba confianza saber que las
muchachas dormidas para su placer no sabían nada de ellos. Tampoco los ancianos
sabían nada de las chicas, ni siquiera cómo iban vestidas, para que nada diera
indicios de su posición y carácter. Los motivos iban más allá de cuestiones tan
simples como la inquietud sobre complicaciones ulteriores. Eran una luz extraña
en el fondo de una profunda oscuridad.
Pero el viejo Eguchi aún no estaba acostumbrado a tener por compañía a una
muchacha que no decía nada, una muchacha que no abría los ojos ni daba muestras
de advertir su presencia. La nostalgia inútil aún no le había abandonado. Quería
ver los ojos de esta joven hechicera.
Quería oír su voz, hablar con ella. La necesidad de explorar con sus manos a la
muchacha dormida era menos fuerte. De hecho, había en ella cierta indiferencia.
Puesto que la sorpresa le había obligado a desechar toda idea de violar la regla
secreta, imitaría la conducta de los otros ancianos. La muchacha de esta noche,
pese a estar dormida, tenía más vida que la de la otra noche. Había vida, y del
modo más enfático, en su fragancia, en su tacto, en la índole de sus
movimientos.
Como la otra vez, junto a su almohada había dos píldoras sedantes. Pero esta
noche tenía la intención de no dormirse inmediatamente. Contemplaría un rato más
a la muchacha. Sus movimientos eran enérgicos, incluso durante el sueño. Daba la
impresión de que se volvería veinte o treinta veces en el curso de una noche. Le
dio la espalda, y casi en seguida se volvió de nuevo hacia él, buscándole con un
brazo. Eguchi le cogió la rodilla y la atrajo hacia sí.
–No hagas eso –pareció decir la joven, con una voz que no era voz.
–¿Estás despierta?
Tiró de la rodilla con más fuerza, para ver si se despertaba. La rodilla se
dobló débilmente hacia él. Entonces puso el brazo bajo su cuello y le sacudió la
cabeza con suavidad.
–Ah –murmuró la joven–. ¿Adónde voy?
–¿Estás despierta? Despiértate.
–No. No.
Su rostro se arrimó al hombro de Eguchi, como para evitar las sacudidas. La
frente le rozaba el cuello y el pelo cosquilleaba su nariz. Era duro, incluso
doloroso. Eguchi se apartó de aquel dolor demasiado intenso.
–¿Qué haces? –dijo la muchacha–. Basta.
–No hago nada.
Pero estaba hablando en sueños. ¿Acaso en su sueño había interpretado mal los
movimientos de Eguchi, o estaba soñando con otro anciano que la había maltratado
cualquier otra noche? El corazón de Eguchi latió más de prisa al pensar que,
aunque ella hablara de modo fragmentario e incoherente, tal vez pudiera sostener
con ella algo parecido a una conversación. Quizá lograría despertarla por la
mañana. Pero, ¿le habría oído realmente? ¿No sería más su contacto que sus
palabras lo que le hacía hablar en sueños? Pensó en propinarle un buen golpe, o
pellizcarla; pero en lugar de eso la atrajo lentamente hacia sus brazos. Ella no
se resistió ni tampoco habló. Parecía respirar con dificultad. Su aliento
soplaba con dulzura sobré el rostro del anciano. La respiración de éste era
irregular; volvía a sentirse atraído por esta muchacha, que era suya para hacer
con ella cuanto se le antojara. ¿Qué clase de tristeza la asaltaría por la
mañana si él la convertía en mujer? ¿De qué modo cambiaría la dirección de su
vida? En cualquier caso, no sabría nada hasta la mañana.
–Madre –fue como un lento gemido–. Espera, espera. ¿Es preciso que te vayas? Lo
siento, lo siento.
–¿En qué sueñas? Es sólo un sueño, un sueño.
El viejo Eguchi la apretó entre sus brazos, con objeto de poner fin al sueño. La
tristeza de su voz le conmovió. Tenía los pechos comprimidos contra él. Movió
los brazos. ¿Acaso intentaba abrazarle, tomándole por su madre? No, pese a haber
sido drogada, pese a ser todavía virgen, la muchacha era indiscutiblemente una
hechicera. Eguchi tenía la impresión de que a lo largo de sus sesenta y siete
años no había sentido nunca tan plenamente la piel de una hechicera joven. Si
existía en alguna parte una leyenda siniestra carente de heroína, ésta era la
muchacha apropiada.
Al final acabó pareciéndole que no era la hechicera, sino la hechizada. Y estaba
viva mientras dormía. Su mente había sido narcotizada y su cuerpo se había
despertado como mujer. Era el cuerpo de una mujer, sin mente. Y estaba tan bien
entrenado que la mujer de la casa decía que «tenía experiencia».
Aflojó su abrazo y puso los brazos desnudos de ella a su alrededor, como para
obligarla a abrazarle; y la muchacha lo hizo, suavemente. Eguchi permaneció
quieto, con los ojos cerrados. Le envolvía una cálida somnolencia, una especie
de éxtasis inconsciente. Parecía haber despertado a los sentimientos de
bienestar, de buena suerte, que invadían a los ancianos asiduos de la casa.
¿Abandonaría a los ancianos la tristeza, la fealdad, la indiferencia de la
vejez, se sentirían llenos de las bendiciones de una vida joven? Para un viejo
en los umbrales de la muerte no podía haber un momento de mayor olvido que
cuando estaba envuelto en la piel de una muchacha joven. Pero, ¿pagarían dinero
sin un sentimiento de culpabilidad por la muchacha que les era sacrificada, o
acaso la misma culpa secreta contribuía a aumentar el placer? Como si,
olvidándose de sí mismo, hubiera olvidado que la muchacha era un sacrificio,
buscó con el pie los dedos del de la muchacha. Era lo único de ella que aún no
había tocado. Los notó largos y flexibles. Al igual que los dedos de la mano,
todas las articulaciones se doblaban y desdoblaban con facilidad, y este pequeño
detalle reveló a Eguchi el atractivo del misterio que había en la muchacha.
Ésta, mientras dormía, pronunciaba palabras de amor con los dedos de sus pies.
Pero el anciano creyó oír en ellas una música infantil y confusa, aunque
voluptuosa al mismo tiempo; y durante un rato se quedó escuchando.
Antes la muchacha había tenido un sueño. ¿Habría pasado ya? Quizá no hubiera
sido un sueño. Quizás el rudo tacto de los ancianos la había entrenado para
hablar en sueños, para resistirse. ¿Sería eso? Rebosaba una sensualidad que
hacía posible que su cuerpo conversara en silencio; pero probablemente porque él
no estaba acostumbrado del todo al secreto de la casa, el deseo de oír su voz
aunque fuera en pequeños fragmentos mientras dormía seguía persistiendo en
Eguchi. Se preguntó qué podía decir, dónde podía tocar, para obtener una
respuesta.
–¿Ya no estás soñando? ¿Soñando que tu madre se ha marchado?
Palpó los huecos de su columna vertebral. Ella sacudió los hombros y de nuevo se
colocó boca abajo –parecía ser una posición favorita. Después se volvió otra vez
hacia Eguchi. Con la mano derecha asió suavemente el borde de la almohada y posó
la izquierda sobre el rostro de Eguchi. Pero no dijo nada. Su aliento era suave
y cálido. Movió el brazo que descansaba sobre el rostro de él, buscando
evidentemente una posición más cómoda. Eguchi lo cogió con ambas manos y lo
colocó sobre sus propios ojos. Las uñas largas pinchaban un poco el lóbulo de su
oreja. La muñeca estaba doblada sobre su ojo derecho y la parte más estrecha
presionaba el párpado. Deseoso de mantenerla allí, Eguchi la sujetó con ambas
manos. La fragancia que penetraba sus ojos volvía a ser nueva para él, y le
inspiró nuevas y ricas fantasías. Precisamente en esta época del año, dos o tres
peonías de invierno floreciendo bajo el calor del sol, al pie de la alta valla
de piedra de un viejo templo en Yamato. Camelias blancas en el jardín, cerca de
la veranda del Shisendö. Durante la primavera, wistaria y rododendros blancos en
Nara; la camelia «de pétalos caídos», que llenaba el jardín del templo de las
camelias de Kyoto.
Era eso. Las flores le traían recuerdos de sus tres hijas casadas. Eran flores
que viera en sus viajes con las tres, o con una de ellas. Ahora esposas y
madres, probablemente ya no guardaban recuerdos tan vivos. Eguchi lo recordaba
muy bien, y a veces hablaba de las flores a su esposa. Al parecer, ella no
pensaba tanto en las hijas, ahora que estaban casadas, como el propio Eguchi.
Seguía relacionándose mucho con ellas y no se entretenía con recuerdos de las
flores que contemplara en su compañía. Además, había flores de viajes en los que
ella no había tomado parte.
Permitió que en el fondo de los ojos, sobre los que descansaba la mano de la
muchacha, surgieran y se desvanecieran imágenes de flores, se desvanecieran y
surgieran; y así retornaron sentimientos de los días en que, estando sus hijas
ya casadas, cedió a la atracción de otras muchachas. Se le antojó que la
muchacha de esta noche era una de ellas. Soltó su brazo, que, no obstante,
continuó inmóvil sobre sus ojos. Solamente le acompañaba su hija menor cuando
vio la gran camelia. Se trataba de un viaje de despedida que realizó con ella
quince días antes de que se casara. La imagen de la camelia era especialmente
nítida. La boda de su hija menor había sido la más dolorosa. La cortejaban dos
jóvenes, y en el curso de esta competencia ella perdió su virginidad. El viaje
fue un cambio de ambiente, para reanimarla.
Dicen que las camelias traen mala suerte porque las flores se caen enteras del
tallo, como cabezas cortadas; pero los capullos dobles de este gran árbol, que
tenía cuatrocientos años y florecía en cinco colores diferentes, caían de pétalo
en pétalo. Por ello se llamaba la camelia «de pétalos caídos»
–En plena floración –dijo a Eguchi la joven esposa del sacerdote–, recogemos
cinco o seis cestas por día.
Añadió que la masa de flores de la gran camelia era menos hermosa al sol de
mediodía que cuando el sol la iluminaba por detrás. Eguchi y su hija menor se
sentaron en la veranda occidental, y el sol se estaba poniendo detrás del árbol.
Ambos miraban hacia el sol, pero las hojas espesas y los racimos de flores no
dejaban pasar la luz solar. Ésta se hundía, en la camelia, como si el propio sol
poniente colgara en los bordes de la sombra. El templo de las camelias se
encontraba en una parte cuidadosa y vulgar de la ciudad, y en el jardín no había
nada digno de verse, excepto la camelia. Los ojos de Eguchi estaban llenos de
ella, y no oía el ruido de la ciudad.
–Es una hermosa floración –observó a su hija.
–A veces, cuando nos levantamos por la mañana, hay tantos pétalos que no puede
verse el suelo –dijo la joven esposa, dejando solos a Eguchi y a su hija.
¿Eran cinco los colores de aquel único árbol? Podía ver camelias rojas y blancas
y otras de pétalos ondulados. Pero Eguchi no estaba particularmente interesado
en verificar el número de colores. Se sentía cautivado por el árbol en sí. Era
notable que un árbol de cuatrocientos años pudiera producir tal abundancia de
flores. Toda la luz del atardecer era absorbida por la camelia, en cuyo interior
debía estar concentrado el calor de sus rayos. Aunque no se advertía ni rastro
de viento, alguna rama de los bordes susurraba de vez en cuando.
Su hija menor no parecía estar tan absorta en el famoso árbol como el propio
Eguchi. No había fuerza en sus ojos. Tal vez mirara más hacia su propio interior
que hacia el árbol. Era su favorita entre las tres hijas, y tenía la terquedad
de los hijos menores, incrementada ahora que sus hermanas estaban casadas. Las
mayores habían preguntado a su madre, algo celosas, si Eguchi tenía la intención
de retener a la pequeña en casa y llevarle un novio que viviera con la familia.
Su esposa le transmitió esta observación. Su hija menor era una muchacha vivaz e
inteligente. Eguchi pensaba que hacía mal en tener tantos amigos del sexo
masculino, pero cuando estaba rodeada de hombres se mostraba más vivaz que
nunca. Sin embargo, sus padres se daban perfecta cuenta, sobre todo su madre,
que la observaba muy a menudo, de que había dos entre ellos que le gustaban más.
Uno de ellos le arrebató su virginidad. Durante un tiempo, la muchacha estuvo
silenciosa y arisca incluso en la seguridad de su hogar, y parecía impaciente e
irritable cuando, por ejemplo, se cambiaba de ropa. Su madre intuyó que había
ocurrido algo. La interrogó al respecto de una manera casual, y la muchacha
apenas vaciló en confesárselo. El chico trabajaba en unos almacenes y tenía una
habitación alquilada. Al parecer, ella le visitó dócilmente.
–¿Es el muchacho con el que piensas casarte?
–No, no, de ningún modo –replicó la muchacha, dejando a su madre algo confusa.
La madre estaba segura de que el joven había logrado su propósito por la fuerza.
Habló del asunto con Eguchi. Para éste fue como si la joya que tenía en la mano
se hubiera destrozado. Su disgusto aumentó cuando supo que la muchacha se había
prometido precipitadamente con otro admirador.
–¿Qué te parece? ––preguntó su esposa, inclinándose nerviosamente hacia él–. ¿Ha
hecho bien?
–¿Se lo ha contado a su novio? –la voz de Eguchi era brusca–. ¿Se lo ha dicho?
–No lo sé. No lo he preguntado. Estaba demasiado sorprendida. ¿Quieres que se lo
pregunte?
–No te molestes.
–La mayoría de la gente cree que es mejor no decírselo al hombre con quien te
vas a casar. Lo más seguro es callarse. Pero no todas somos iguales. Tal vez
ella sufra toda su vida, si no se lo dice.
–Pero nosotros aún no hemos decidido darle nuestra autorización.
A Eguchi, por supuesto, no le parecía natural que una muchacha violada por un
hombre se prometiera súbitamente con otro. Sabía que ambos jóvenes amaban a su
hija. Él les conocía bien y siempre había pensado que cualquiera de ellos podía
convenirle. Pero, ¿no sería este repentino compromiso una reacción del tropiezo?
¿No habría recurrido a este segundo muchacho por amargura, pena o resentimiento?
¿No estaría, en el torbellino de su desilusión con uno, arrojándose en brazos
del otro? Una muchacha como su hija menor era capaz de entregarse a un joven con
tanto mayor ardor por haber sido violada por otro. Tal vez no deberían
reprocharle un acto indigno de venganza o humillación.
Pero a Eguchi no se le había ocurrido que a su hija pudiera sucederle semejante
cosa. Probablemente les pasara lo mismo a todos los padres. Eguchi tenía tal vez
excesiva confianza en su alegre hija, tan abierta y vivaz cuando estaba rodeada
de hombres. Pero ahora que se había consumado el hecho, no parecía haber nada
extraño en él. Su cuerpo no era diferente al de las demás mujeres. Un hombre
podía violarla. Al pensar en la fealdad del acto, Eguchi fue asaltado por
fuertes sentimientos de vergüenza y degradación. No había tenido tales
sentimientos cuando envió a sus hijas mayores a sus lunas de miel. Lo ocurrido
pudo ser un arranque de amor por parte del muchacho; pero había sucedido, y
Eguchi sólo podía pensar en cómo estaba hecho el cuerpo de su hija y en su
incapacidad de evitar el acto. ¿Eran tales reflexiones anormales en un padre?
Eguchi no sancionó inmediatamente el compromiso, pero tampoco lo rechazó. Él y
su esposa se enteraron mucho después de que la competencia entre los dos jóvenes
había sido bastante violenta. El matrimonio de su hija era inminente cuando la
llevó consigo a Kyoto y vieron la camelia en plena floración. Dentro del árbol
había un zumbido tenue, como un enjambre de abejas.
La muchacha tuvo un hijo dos años después de casarse. Su marido parecía
totalmente entregado al niño. Cuando, tal vez un domingo, la joven pareja iba a
casa de Eguchi, la esposa solía ir a la cocina a ayudar a su madre, y el marido,
con mucha habilidad, alimentaba al niño. Así, pues, las cosas se habían
solucionado satisfactoriamente. Aunque vivía en Tokio, la hija iba a visitarles
con muy poca frecuencia desde su matrimonio.
–¿Cómo te va? –preguntó Eguchi una vez en que se presentó sola.
–¿Cómo? Pues soy feliz, supongo.
Quizá las personas no tenían mucho que decir a sus padres sobre sus relaciones
conyugales, pero Eguchi estaba algo insatisfecho y un poco preocupado. Dada la
naturaleza de su hija menor, le parecía que hubiese debido hablar más. Pero
estaba más hermosa, había florecido. Aunque el cambio de muchacha a joven esposa
podía ser fisiológico, daba la impresión de que no tendría esta lozanía de flor
si en su corazón se proyectase una sombra. Después de tener el niño su cutis era
más claro, como lavado en profundidad, y parecía más en posesión de sí misma.
¿Sería eso? ¿Sería ésta la razón de que en la casa de las bellas durmientes,
mientras yacía con el brazo de la muchacha sobre los ojos, se le aparecieran las
imágenes de la camelia en plena floración y de las otras flores? Por supuesto
que no había en la muchacha que dormía a su lado, ni en la hija menor de Eguchi,
la exuberancia de la camelia. Pero la exuberancia del cuerpo de una muchacha no
era algo que pudiera percibirse contemplándola ni yaciendo en silencio junto a
ella. No podía compararse con la exuberancia de las camelias. Lo que fluía del
brazo de la muchacha hacia el profundo interior de sus párpados era la corriente
de la vida, la melodía de la vida, el hechizo de la vida, y, para un anciano, la
recuperación de la vida. Los ojos sobre los que reposaba el brazo de la muchacha
sentían el peso, y Eguchi lo apartó.
No había lugar para un brazo izquierdo. Probablemente porque era incómodo para
ella extenderlo a lo largo del pecho de Eguchi, la muchacha se volvió de nuevo
hacia él. Juntó las dos manos sobre el pecho, con los dedos entrelazados,
tocando el pecho de Eguchi. No estaban las palmas juntas, como en veneración,
pero aun así sugerían una plegaria, una suave plegaria. Eguchi cogió las dos
manos entre las suyas. Era como si él también estuviera rezando. Cerró los ojos,
quizá solamente por la tristeza de un anciano al tocar las manos de una muchacha
dormida.
Oyó las primeras gotas de lluvia cayendo sobre el mar tranquilo de la noche. El
sonido distante no parecía venir de un automóvil, sino del trueno del invierno.
No era fácil de percibir. Separó las manos de la muchacha y contempló los dedos
mientras los enderezaba uno por uno. Ansiaba meterse en la boca aquellos dedos
largos y esbeltos. ¿Qué pensaría ella al despertar a la mañana siguiente si
viera marcas de dientes en su dedo meñique y manaran gotas de sangre? Eguchi
colocó el brazo de la muchacha a lo largo de su cuerpo. Miró sus abultados
pechos, los pezones grandes, hinchados y oscuros. Levantó los dos pechos
suavemente caídos. No estaban tan calientes como el cuerpo, tapado por la manta
eléctrica. Sintió el deseo dé ponerla frente en el hueco que los separaba, pero
sólo se acercó y en seguida se detuvo a causa del perfume. Dio media vuelta y se
puso boca abajo, y esta vez tomó las dos píldoras una tras otra. En su primera
visita había tomado una y después la otra al despertarse de una pesadilla; pero
ahora ya sabía que se trataba de un simple somnífero. Tardó muy poco en
dormirse.
La voz llorosa de la muchacha le despertó. Entonces, lo que parecían sollozos se
convirtió en risa. La risa continuó durante un buen rato. Eguchi puso la mano
sobre sus pechos y la sacudió.
–Estás soñando, soñando, ¿Qué clase de sueño es?
Había algo siniestro en el silencio que siguió a la risa. Pero Eguchi estaba
demasiado soñoliento y lo único que pudo hacer fue alcanzar el reloj que había
junto a la almohada. Eran las tres y media. Después de arrimar su pecho a ella y
empujar sus caderas hacia él, se sumió en un cálido sueño.
A la mañana siguiente le despertó de nuevo la mujer de la casa.
–¿Está despierto?
No contestó. ¿Acaso la mujer no tenía la oreja pegada a la puerta de la
habitación secreta? Un espasmo le recorrió al advertir indicios de que éste era,
efectivamente, el caso. Quizá debido al calor de la manta, los hombros de la
muchacha estaban al descubierto, y tenía un brazo sobre la cabeza. Eguchi subió
la colcha.
–¿Está despierto?
Todavía sin contestar, metió la cabeza bajo la colcha. Un pecho le rozaba el
mentón. Fue como si un fuego repentino le consumiera. Rodeó a la muchacha con un
brazo y la atrajo hacia sí.
–¡Señor! ¡Señor! –1a mujer dio dos o tres golpes a la puerta.
–Estoy despierto. Ya me ha visto –le pareció que la mujer entraría en la
habitación si no contestaba.
Le había preparado agua, pasta dentífrica y demás utensilios en la otra
habitación.
–¿Cómo le ha ido? –preguntó la mujer mientras le servía el desayuno. ¿No cree
que es una muchacha estupenda?
–Sí que lo es –asintió Eguchi–. ¿Cuándo se despertará?
–Lo ignoro.
–¿No puedo quedarme hasta que se despierte?
–Esto es precisamente lo que no podemos permitir –replicó ella con rapidez–. Ni
siquiera a nuestros huéspedes más antiguos.
–Pero es que se trata de una muchacha demasiado buena.
–Lo mejor es limitarse a estar con ellas y no dejar que se interpongan emociones
tontas. Ella ni siquiera sabe que ha dormido con usted. No le causará ningún
problema.
–Pero yo la recuerdo. ¿Y si me cruzara con ella por la calle?
–¿Quiere decir que hablaría con ella? No lo haga. Sería un crimen.
–¿Un crimen?
–Desde luego, lo sería.
–Un crimen.
–Debo rogarle que no sea difícil. Limítese a considerar a las muchachas dormidas
como muchachas dormidas.
Él quería replicar que aún no había alcanzado ese triste grado de senilidad,
pero se contuvo.
–Creo que anoche llovió –dijo.
–¿De verdad? No lo advertí.
–Estoy seguro de haber oído la lluvia.
En el mar, al otro lado de la ventana, las olas pequeñas reflejaban el sol de la
mañana cerca del acantilado.
3
Ocho días después de su segunda visita Eguchi volvió de nuevo a la «casa de las
bellas durmientes». Habían pasado dos semanas entre ambas visitas, por lo que el
intervalo se había reducido a la mitad.
¿Estaría cediendo gradualmente al hechizo de las muchachas narcotizadas?
–La de esta noche aún se está entrenando –dijo la mujer de la casa mientras
preparaba el té–. Tal vez le decepcione, pero le ruego que sea comprensivo con
ella.
–¿Una diferente otra vez?
–Me ha llamado usted poco antes de venir, y he tenido que recurrir a lo que
tenía. Si desea a una muchacha en especial, le ruego me avise con dos o tres
días de antelación.
–Comprendo. ¿A qué se refiere al decir que aún se está entrenando?
–Es nueva, y pequeña –Eguchi tuvo un sobresalto–. Estaba asustada y me pidió que
le dejara a alguien para acompañarla. Pero no me gustaría molestarle a usted.
–¿Dos muchachas? No estaría mal. Pero si duerme tan profundamente como si
estuviera muerta, ¿cómo puede saber si está asustada o no?
–Eso es cierto. Pero sea cauto con ella. No está acostumbrada a esto.
–No haré absolutamente nada.
–Lo comprendo muy bien.
«¿Entrenándose?», murmuró para sus adentros. En el mundo había cosas extrañas.
Como de costumbre, la mujer entreabrió la puerta y miró hacia dentro.
–Está dormida. Cuando usted quiera –dijo, saliendo.
Eguchi tomó otra taza de té. Apoyó la cabeza sobre el brazo. Un vacío glacial le
invadió. Se levantó como si el esfuerzo fuese excesivo para él y, abriendo la
puerta sin ruido, miró hacia la secreta habitación de terciopelo.
La muchacha «pequeña» tenía una cara pequeña. Su cabello, despeinado como si se
hubiera deshecho una trenza, le cubría una mejilla, y la palma de una mano
estaba sobre la otra, muy cerca de la boca; por eso probablemente su rostro
parecía más pequeño de lo que era. Yacía dormida, como una niña. Tenía la mano
sobre la cara o, más bien, el borde de la mano relajada tocaba ligeramente el
pómulo, y los dedos doblados reposaban desde el caballete de la nariz hasta los
labios. El largo dedo medio llegaba hasta la mandíbula. Era su mano izquierda.
La derecha descansaba sobre el borde de la colcha, asiéndola suavemente con los
dedos. No iba maquillada, ni daba la impresión de haberse quitado el maquillaje
antes de acostarse.
El viejo Eguchi se deslizó junto a ella. Tuvo buen cuidado de no tocarla. Ella
no se movió. Pero su calor, diferente al calor de la manta eléctrica, le
envolvió. Era un calor salvaje y primitivo. Tal vez le hizo pensar esto el olor
de su piel y sus cabellos, pero había algo más.
«Dieciséis años, más o menos», pensó.
Era una casa frecuentada por ancianos que ya no podían usar a las mujeres como
mujeres; pero Eguchi, en su tercera visita, sabía que dormir con una muchacha
semejante era un consuelo efímero, la búsqueda de la desaparecida felicidad de
estar vivo. ¿Había entre los ancianos algunos que pidieran secretamente dormir
para siempre junto a una muchacha narcotizada? Parecía haber una tristeza en el
cuerpo de una muchacha que inspiraba a un anciano la nostalgia de la muerte.
Pero entre los ancianos que visitaban la casa, Eguchi era tal vez el que más
fácilmente se emocionaba; y quizá la mayoría de ellos sólo querían beber la
juventud de las muchachas dormidas, disfrutar de ellas sin que se despertaran.
Junto a su almohada había de nuevo dos píldoras blancas. Las cogió para
contemplarlas. No tenían marcas ni letras que indicasen de qué droga se trataba.
Era sin duda una droga diferente a la que había tomado la muchacha. Pensó en
pedir la misma droga en su próxima visita. No era probable que accedieran a su
petición, pero, ¿cómo sería un sueño, parecido al de la muerte? Le atraía mucho
la idea de dormir un sueño semejante a la muerte junto a una muchacha drogada
hasta parecer muerta.
«Un sueño parecido a la muerte»: las palabras evocaron el recuerdo de una mujer.
Hacía tres años, en primavera, Eguchi había llevado consigo a una mujer a su
hotel de Kobe. Procedía de un club nocturno, y ya era más de medianoche. Bebió
un trago de whisky de una botella que guardaba en su habitación, y ofreció otro
a la mujer. Ella bebió tanto como él. Eguchi se puso el kimono de noche
suministrado por el hotel. No había ninguno para ella. La tomó en sus brazos
cuando aún llevaba la ropa interior.
Le acarició la espalda, suavemente y al azar. «No puedo dormir con esto.» La
mujer se quitó todas las prendas y las tiró sobre la silla, frente al espejo. Él
estaba sorprendido, pero se dijo que las aficionadas se comportaban así. Ella
era extraordinariamente dócil.
–¿Todavía no? –preguntó Eguchi mientras se apartaba de ella.
–Usted hace trampas, señor Eguchi –lo dijo dos veces–. Usted hace trampas –pero
siguió siendo callada y dócil.
El whisky produjo su efecto, y el anciano no tardó en dormirse. Por la mañana le
despertó la sensación de que la mujer ya se había levantado de la cama. Estaba
ante el espejo, peinándose.
–Madrugas mucho.
–Porque tengo hijos.,
–¿Hijos?
–Sí, dos. Aún son muy pequeños.
Se marchó apresuradamente antes de que él saltara de la cama.
Parecía extraño que esta mujer, la primera esbelta y de carnes prietas que había
abrazado desde hacía mucho tiempo, tuviera dos hijos. Su cuerpo no era de esa
clase. Tampoco parecía probable que aquellos pechos hubieran amamantado a un
niño.
Abrió la maleta para sacar una camisa limpia, y vio que se lo habían ordenado
todo. En el curso de su estancia de diez días había ido amontonando dentro de la
maleta toda la ropa sucia, removiendo el contenido para buscar algo en el fondo
y metiendo los regalos que había comprado y recibido en Kobe; y la maleta estaba
tan llena que ya no podía cerrarse. Ella había visto el interior y observado
aquella confusión cuando él la abrió para sacar cigarrillos. Pero, aunque así
fuera, ¿qué la había inducido a ordenarla para él? ¿Y cuándo había hecho el
trabajo? Toda la ropa sucia y demás prendas estaban cuidadosamente dobladas.
Tenía que haber requerido tiempo, incluso para las manos hábiles de una mujer.
¿Lo habría hecho después de que Eguchi se durmiera, incapaz ella misma de
conciliar el sueño?
–Vaya –dijo Eguchi, contemplando la ordenada maleta–. ¿Qué la habrá impulsado a
hacerlo?
La noche siguiente, tal como prometiera, la mujer acudió a encontrarse con él en
un restaurante japonés. Llevaba un kimono.
–¿Llevas kimono?
–A veces. Pero creo que no me sienta muy bien –rió con timidez–. Esta mañana me
ha llamado mi amiga. Me ha dicho que está escandalizada, y me he preguntado si
hago bien.
–¿Se lo has contado?
–Yo no tengo secretos.
Pasearon por la ciudad. Eguchi le compró tela para un kimono y su obi, y
entonces volvieron al hotel. Desde la ventana podían ver las luces de un barco
anclado en el puerto. Mientras se besaban frente a la ventana, Eguchi cerró las
persianas y corrió las cortinas. Ofreció whisky a la mujer, pero ella meneó la
cabeza. No quería perder el control de sí misma. Se sumió en un profundo sueño.
Se despertó a la mañana siguiente cuando Eguchi se disponía a abandonar el
lecho.
–He dormido como si estuviera muerta. He dormido exactamente como si estuviera
muerta.
Se quedó quieta, con los ojos abiertos. Los tenía húmedos y diáfanos.
Sabía que él se marchaba ese mismo día hacia Tokio. Se había casado cuando su
marido trabajaba en la sucursal de Kobe en una compañía extranjera. Ahora hacía
dos años que trabajaba en Singapur. Dentro de un mes regresaría a Kobe. Había
contado todo esto a Eguchi la noche anterior. Él no sabía que estuviera casada
y, además, con un extranjero. No le había costado ningún trabajo sacarla del
club nocturno, al que acudió por un capricho momentáneo. En la mesa de al lado
había dos hombres occidentales y cuatro mujeres japonesas. Una de ellas, de
mediana edad, era conocida de Eguchi, y le saludó. Al parecer actuaba como guía
de los hombres. Cuando éstos se fueron a bailar, ella le preguntó si quería
bailar con la joven que la acompañaba. En la mitad del segundo baile, Eguchi le
sugirió que se marcharan. Para ella fue como si se embarcara en una traviesa
aventura. Le siguió de buen grado al hotel, y cuando estuvieron en la
habitación, Eguchi fue el más tenso de los dos.
Así resultó que Eguchi tuvo relaciones íntimas con una mujer casada, la esposa
de un extranjero. Ella había dejado los niños con una niñera o institutriz, y no
dio muestras de la reticencia que podía esperarse de una mujer casada; y por
ello no fue fuerte la sensación de haberse comportado mal. Sin embargo,
persistieron ciertos remordimientos de conciencia. Pero la felicidad de oírle
decir que había dormido como si estuviera muerta perduró en él como una música
joven. Entonces Eguchi tenía sesenta y cuatro años, y la mujer no llegaba a los
treinta. Era tan grande la diferencia de edad que Eguchi supuso que
probablemente aquélla sería su última aventura con una mujer joven. En el curso
de sólo dos noches –de una sola noche, en realidad–, la mujer que había dormido
como si estuviera muerta se convirtió en una mujer inolvidable. Más tarde le
escribió diciendo que cuando volviera a Kobe le gustaría verle de nuevo. Una
nota escrita un mes después le comunicó que su marido había regresado, pero que
pese a ello le gustaría volver a verle. Hubo una nota similar al cabo de otro
mes. Y ya no recibió más noticias.
«Bueno –se dijo Eguchi–, debió quedarse embarazada otra vez, del tercero. No
cabe la menor duda.»
Y tres años después, mientras yacía junto a una mujer pequeña que había sido
narcotizada hasta parecer muerta, el recuerdo volvió en él.
No lo había evocado antes. Eguchi estaba perplejo de que le hubiera asaltado
ahora; pero cuantas más vueltas le daba en su mente, más seguro estaba de que
era un hecho. ¿Habría dejado de escribir porque volvía a estar embarazada?
Estuvo a punto de sonreír. Se sintió tranquilo y reposado, como si la
circunstancia de que ella recibiera al marido a su regreso de Singapur y luego
se quedara embarazada hubiese borrado la falta de decoro. Y apareció ante él la
imagen agradable del cuerpo de la mujer. No le inspiró pensamientos lascivos. El
cuerpo firme, alto y suave era como un símbolo de la feminidad. Su embarazo no
había sido más que un truco repentino de su imaginación, aunque, no dudó de que
era un hecho.
–¿Te gusto? –le había preguntado ella en el hotel.
–Sí, me gustas. Todas las mujeres preguntan lo mismo.
–Pero... –no terminó la frase.
–¿No vas a preguntarme qué es lo que más me gusta de ti?
–Muy bien. No diré nada más.
Pero la pregunta le hizo ver con claridad que, en efecto, ella le gustaba. Aún
no lo había olvidado ahora, tres años después. La madre de tres hijos, ¿tendría
todavía el cuerpo de una mujer que no hubiese dado a luz ninguno? Le invadió el
cariño hacia aquella mujer.
Era como si hubiera olvidado a la muchacha que yacía junto a él, la muchacha
narcotizada; pero era ella quien le había hecho pensar en la mujer de Kobe. El
brazo doblado con la mano contra la mejilla le estorbaba. Lo asió por la muñeca
y lo colocó estirado bajo la colcha. Al sentir el calor excesivo de la manta
eléctrica, ella la había bajado hasta descubrirse los hombros. La pequeña y
fresca morbidez de los hombros estaba tan cerca que casi le rozaba los ojos.
Eguchi quería saber si podía tomar un hombro en la palma de una mano, pero se
contuvo. La carne no era lo bastante abundante como para ocultar los omoplatos.
Deseaba acariciarlos, pero se contuvo una vez más. Apartó suavemente el cabello
de la mejilla derecha. El rostro dormido era plácido bajo la luz tenue del techo
y las cortinas de terciopelo carmesí. Las cejas no estaban retocadas. Las
pestañas eran regulares, y tan largas que podría cogerlas con los dedos. El
labio inferior se abultaba un poco hacia el centro. No podía verle los dientes.
Cuando llegó a esta casa, para Eguchi no había nada más hermoso que un rostro
joven dormido y sin sueños. ¿Podría llamarse a eso el consuelo más dulce que
existía en el mundo? Ninguna mujer, por hermosa que fuera, podía ocultar su edad
cuando dormía. Y cuando una mujer no era hermosa, su mejor aspecto lo ofrecía
dormida. O tal vez esta casa elegía muchachas cuyos rostros dormidos eran
particularmente bellos. Sintió que su vida, sus problemas a lo largo de los
años, se desvanecían mientras contemplaba esta cara pequeña. Habría sido una
noche feliz si hubiera tomado las píldoras ahora mismo y conciliado el sueño;
pero permaneció inmóvil, con los ojos cerrados. No quería dormirse –porque la
muchacha, después de hacerle recordar a la mujer de Kobe, podía traerle otros
recuerdos.
La idea de que la joven esposa de Kobe, después de acoger a su marido al cabo de
dos años, se hubiese quedado inmediatamente embarazada, y la sensación intensa,
como de algo inevitable, de que tal debió ser el caso, no abandonaron con
presteza a Eguchi. Tenía la impresión de que la aventura no había hecho nada
para mancillar al niño que la mujer llevó en su seno. El embarazo y el
nacimiento eran una realidad y una bendición. Una vida joven se formaba en la
mujer, dando a Eguchi una conciencia todavía mayor de su propia edad. Pero, ¿por
qué se había entregado dócilmente a él, sin resistencia ni reservas? Era algo,
pensó, que no le había ocurrido antes en sus casi setenta años. No había nada en
ella de prostituta o perversa. De hecho, Eguchi había tenido menos sentimiento
de culpa que ahora, en esta casa, junto a la muchacha narcotizada de modo tan
extraño. Echado todavía en la cama, había contemplado con placer y aprobación a
la mujer, que se apresuraba para ir al encuentro de sus hijos pequeños. Al ser
probablemente la última mujer joven de su vida, se había convertido en
inolvidable, y no creía que ella tampoco le hubiese olvidado. Aunque la aventura
continuaría siendo un secreto durante todas sus vidas, sin dejar cicatrices
profundas, no creía que ninguno de los dos pudiera olvidarla.
Pero resultaba extraño que esta muchacha pequeña que se entrenaba como «bella
durmiente» le hubiera hecho recordar a la mujer de Kobe de una manera tan viva.
Abrió los ojos y acarició levemente sus pestañas. Ella frunció el ceño, se
apartó y sus labios se abrieron. La lengua se movió hacia abajo, como
ocultándose en la mandíbula inferior. Había un atractivo hueco en el mismo
centro de la lengua infantil. Eguchi sintió una tentación. Miró hacia el
interior de la boca abierta. Si la estrangulara, ¿habría espasmos en la pequeña
lengua? Recordó haber conocido hacía mucho tiempo a una prostituta incluso más
joven que esta muchacha. Sus propios gustos eran bastante diferentes, pero la
niña era la única que le había designado su anfitrión. Usó su lengua larga y
delgada. Estaba mojada, y Eguchi no se sintió complacido. De la ciudad llegaban
sonidos de tambores y flautas que aceleraban los latidos del corazón. Al parecer
era una noche de festival. La niña tenía los ojos almendrados y una cara
vivaracha. Se precipitó por su cuenta, pese al hecho de ser obvia su falta de
interés por el cliente.
–El festival –dijo Eguchi–. Me imagino que tienes prisa por llegar al festival.
–Pues sí, tienes toda la razón. Has dado en el clavo. Me dirigía a presenciarlo
con una amiga cuando me llamaron de aquí.
–Muy bien –repuso él, evitando la lengua fría y mojada–. Ya puedes irte. Los
tambores vienen de un santuario, supongo.
–Pero la mujer de la casa me regañará.
–Yo te excusaré.
–¿Lo harás? ¿De veras?
–¿Cuántos años tienes?
–Catorce.
No tenía ningún miedo de los hombres. No había habido ningún indicio de
vergüenza o temor. Su mente estaba en otra parte. Sin arreglarse apenas, salió
apresurada hacia el festival. Eguchi fumó un cigarrillo y escuchó durante un
rato los tambores y flautas y a los vendedores de los tenderetes ambulantes.
¿Qué edad tenía entonces? No podía recordarlo, pero aunque fuese una edad en que
podía enviar a la niña al festival sin ninguna pesadumbre, no era el anciano de
ahora. La muchacha de esta noche tendría dos o tres años más que la otra, y su
cuerpo era más semejante al de una mujer. La gran diferencia residía en el hecho
de que había sido narcotizada y no se despertaría. Si esta noche retumbaran los
tambores de un festival, no sería capaz de oírlos.
Aguzando el oído, creyó escuchar un leve viento de finales de otoño soplando en
la colina situada detrás de la casa. El cálido aliento procedente de los labios
abiertos de la muchacha le soplaba en la cara. La luz tenue de las cortinas de
terciopelo carmesí se introducía en la boca de ella. Le parecía que la lengua de
esta muchacha no sería como la de la otra, fría y mojada. La tentación aún era
fuerte. Esta muchacha era la primera de las «bellas durmientes» que le había
enseñado la lengua. Le recorrió como un relámpago el impulso de cometer un
delito más excitante que poner el dedo en su lengua.
Pero el delito no tomó forma clara en la mente de Eguchi como crueldad y terror.
¿Qué era lo peor que un hombre podía hacer a una mujer? Las aventuras con la
mujer de Kobe y la prostituta de catorce años, por ejemplo, no eran más que un
momento en una larga vida, y se desvanecían en un momento. Casarse, criar a sus
hijas, todas esas cosas, en la superficie, eran buenas; pero haber tenido los
largos años en su poder, haber controlado sus vidas, haber deformado sus
naturalezas incluso, estas cosas podían ser malas. Tal vez, engañado por la
costumbre y el orden, nuestro sentido del mal se atrofiaba.
Yacer junto a una muchacha narcotizada era sin duda malo. El mal sería aún más
claro si la mataba. Sería fácil estrangularla, o cubrirle la nariz y la boca.
Dormía con la boca abierta, enseñando su lengua infantil. Era una lengua que
parecía capaz de enroscarse en su dedo, si la tocaba, como la de un recién
nacido con el pecho de su madre. Llevó la mano a su mandíbula y labio superior y
le cerró la boca. Cuando retiró la mano, la boca volvió a abrirse. En los labios
separados por el sueño, el anciano vio la juventud.
El hecho de que fuera tan joven podía ser causa de que le acometiera el impulso;
pero le parecía que entre los ancianos que venían secretamente a esta «casa de
las bellas durmientes», debía haber algunos que no sólo miraban con nostalgia
hacia el pasado desaparecido sino que intentaban olvidar el mal que habían hecho
en sus vidas. El viejo Kiga, que le había indicado la casa a Eguchi, no había
revelado, naturalmente, los secretos de los otros huéspedes. Era probable que
fuesen muy pocos. Eguchi podía imaginárselos como hombres socialmente prósperos.
Pero entre ellos debía haber algunos que habían prosperado practicando el mal y
que conservaban sus ganancias con malas acciones reiteradas. No serían hombres
en paz con ellos mismos. Estarían entre los derrotados, o más bien entre las
víctimas del terror. Mientras yacían contra la carne de muchachas desnudas que
dormían un sueño provocado, en sus corazones habría algo más que temor a la
muerte cercana y nostalgia de su juventud perdida. Podría haber también
remordimiento, y la inquietud tan común en las familias de los prósperos. No
tendrían ningún Buda ante quien arrodillarse. La muchacha desnuda no sabría
nada, no abriría los ojos si uno de los ancianos la tomaba con fuerza en sus
brazos, no derramaría lágrimas, no sollozaría ni siquiera gemiría. El anciano no
necesitaría sentir vergüenza, su orgullo permanecería intacto. Los
remordimientos y la tristeza podrían fluir libremente. ¿Y acaso no podría ser la
propia «bella durmiente» una especie de Buda? Era de carne y hueso, y su piel
joven y su fragancia podían significar el perdón para los tristes ancianos.
Cuando se le ocurrieron estos pensamientos, el viejo Eguchi cerró lentamente los
ojos. Parecía algo extraño que, de las tres «bellas durmientes» con quienes se
había acostado, fuera la de esta noche, la más joven y pequeña, totalmente sin
experiencia, la que los había inspirado. La tomó en sus brazos, envolviéndola.
Hasta ahora había evitado tocarla. Carente de fuerzas, ella no se resistió. Su
fragilidad era patética. Quizá sintió a Eguchi incluso desde las profundidades
del sueño. Cerró la boca. Sus caderas, al adelantarse, chocaron bruscamente
contra él.
Eguchi se preguntó qué clase de vida tendría. ¿Sería tranquila y apacible,
aunque no alcanzara una gran eminencia? Esperaba que encontraría la felicidad
por haber dado consuelo a los ancianos que venían aquí. Casi creía que, como en
las antiguas leyendas, la muchacha era la encarnación de Buda. ¿No había relatos
antiguos en que las prostitutas y cortesanas eran Budas encarnados?
Tomó con delicadeza un mechón de cabellos sueltos. Trató de calmarse, buscando
confesión y arrepentimiento para sus malas acciones; pero lo que flotaba en su
mente eran las mujeres de su pasado. Y lo que recordaba con cariño no tenía nada
que ver con la duración de sus relaciones con ellas, ni con su belleza, gracia o
inteligencia. Tenía que ver con cosas parecidas a la observación hecha por la
mujer de Kobe: «He dormido como si estuviera muerta. He dormido exactamente como
si estuviera muerta.» Tenía que ver con aquellas mujeres que se habían perdido a
sí mismas en sus caricias, que habían sentido un frenesí de placer. ¿Era el
placer menos una cuestión de la magnitud de su afecto que de sus dotes físicas?
¿Cómo sería esta muchacha cuando se hubiera desarrollado del todo? Estiró el
brazo que la rodeaba y le acarició la espalda. Pero, naturalmente, no tenía modo
de saberlo. Cuando en la visita anterior durmió con la muchacha hechicera, se
preguntó hasta qué punto había conocido la profundidad y el alcance del sexo a
sus sesenta y siete años, y achacó este pensamiento a su propia senilidad; y era
extraño que esta muchacha de hoy pareciera saber evocar el sexo del pasado. Posó
suavemente los labios sobre los labios cerrados de ella. No notó ningún sabor.
Estaban secos. El hecho de que no tuvieran sabor pareció mejorarlos. Tal vez no
volviera a verla jamás. Cuando sus labios pequeños estuvieran humedecidos por el
sabor del sexo, Eguchi ya podía estar muerto. Este pensamiento no le
entristeció. Separó los labios y rozó con ellos sus cejas y pestañas. Ella movió
ligeramente la cabeza, y colocó la frente contra los ojos de Eguchi. Éste los
tenía cerrados, y ahora los cerró con más fuerza.
Tras los ojos cerrados surgió y desapareció una interminable sucesión de
fantasmas. Al cabo de un rato empezaron a adquirir cierta forma. Una serie de
flechas doradas voló muy cerca y se alejó. Había en sus puntas jacintos de un
profundo violeta. En los extremos había orquídeas de diversos colores. Parecía
extraño que las flores no se cayeran a semejante velocidad. Eguchi abrió los
ojos. Había empezado a adormecerse.
Aún no había tomado las píldoras sedantes. Dio una ojeada a su reloj, que estaba
junto a ellas. Eran las doce y media. Las tomó en la mano. Pero parecía una
lástima dormir esta noche, cuando no sentía nada de la melancolía y la soledad
de la vejez. La muchacha respiraba pacíficamente. Cualquiera que fuese la
píldora o la inyección que la había dormido, no parecía sentir ningún dolor.
Quizás era una gran dosis de somnífero, quizás un veneno ligero. Eguchi pensó
que le gustaría sumirse al menos una vez en un sueño tan profundo. Bajó de la
cama sin hacer ruido y se dirigió a la otra habitación. Pulsó el timbre,
decidido a pedir a la mujer la medicina que había sido administrada a la
muchacha. El timbre sonó una y otra vez, informándole del frío, interior y
exterior. Era reacio a llamar demasiadas veces, aquí en la casa secreta y en las
profundidades de la noche. La región era cálida, y las hojas marchitas aún se
aferraban a las ramas; pero, debido a un viento tan tenue que apenas era viento,
podía oír el susurro de las hojas caídas en el jardín. Las olas rompían con
suavidad contra el acantilado. El lugar era como una casa encantada en medio del
silencio y la soledad. Se estremeció. Había salido con un kimono de algodón.
Cuando volvió a la habitación secreta, las mejillas de la muchacha estaban
encendidas. La manta eléctrica calentaba al mínimo, pero ella era joven. Eguchi
se calentó con su contacto. Tenía la espalda arqueada bajo el calor, y los pies
al descubierto.
–Te enfriarás –dijo Eguchi.
Sintió la gran diferencia entre sus edades. Hubiera sido un bien poder tomar a
la muchacha pequeña en su interior.
–¿Me oyó tocar el timbre anoche? –preguntó mientras la mujer de la casa le
servía el desayuno–. Quería la medicina que le dio a ella. Deseaba dormir como
ella.
–Eso no está permitido. Es peligrosa para los ancianos.
–No debe preocuparse. Tengo un corazón fuerte. Y no me importaría nada irme del
todo.
–Está pidiendo mucho para alguien que sólo ha estado aquí tres veces.
–¿Qué es lo máximo que se puede obtener en esta casa?
Ella le miró fijamente, con una ligera sonrisa en los labios.
[EN PROTECCION DE
LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE LA CASA DE LAS BELLAS DURMIENTES]

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