![]() NOTAS EN ESTA SECCION Sobre Franz Kafka | La culpa la tiene Kafka, por Hermann Bellinghausen | Kafka y sus amigos | Milena, por Mario Goloboff Kafka traicionado | Ante la ley | El viejo manuscrito | Un mensaje imperial | Ser infeliz ENLACE
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RECOMENDADA
Las intenciones
de Max Brod de convertir a Kafka en un pensador sionista fueron rebatidas
limpiamente por Walter Benjamin; las interpretaciones psicoanalíticas han
resultado insostenibles. Intentos sistematizadores, como el de Wilhelm Emrich
en su obra Franz Kafka, parecen demasiado perfectos para ser ciertos y despiertan
la impresión de que la obra de Kafka, como un enorme espejo mágico, se limita
a reflejar el espíritu del intérprete. Pero si la obra kafkiana evoca la
célebre "interpretación infinita", no se puede renunciar, sin embargo, a
la búsqueda de un sentido que explique su actualidad. Así, la editorial
Valdemar ha querido contribuir a la comprensión de los distintos motivos
que inciden en esta obra universal con la publicación de El proceso (2000),
tomando en consideración los últimos avances de la investigación, y del
volumen Aforismos, visiones y sueños de Franz Kafka (1998), en el que se
realiza una sistematización de diversos textos kafkianos bajo determinados
epígrafes, correspondientes a los temas fundamentales que han fertilizado
su obra. Estos temas, a su vez, proceden de los distintos ámbitos de la
investigación. Por ejemplo, el judaísmo de Kafka y la problemática en torno
a la Ley y la Cábala han sido investigados por Gershom Scholem y K. E. Grözinger;
Walter Benjamin se ocupó primordialmente de las implicaciones sociales y
de la frontera entre nihilismo y religión en el pensamiento kafkiano. Estos
aspectos, entre otros, son imprescindibles para acercarse a la obra de Kafka,
pero no excluyen una lectura subjetiva, simplemente amplían los horizontes
del lector. Como manifestó Vladimir Nabokov en su Curso de literatura europea,
para leer a Kafka sólo se necesita cierta sensibilidad literaria, poseer
la capacidad de trascender la realidad objetiva, de percibir lo indefinible,
en definitiva no reducir, por ejemplo, La metamorfosis a la historia de
un pobre diablo que se convierte en escarabajo. Ésa es la "célula" o el
"gene", como se expresó Nabokov, que ha creado la literatura y que la mantiene
en vida.
En los recuerdos
de Gustav Janouch sobre Kafka se encuentra un curioso pasaje sobre uno de
los autores predilectos del autor praguense, me refiero a G. K. Chesterton,
el creador del Padre Brown y el autor de ensayos en defensa de la fe católica.
Para Kafka, en una época impía e irreligiosa como la suya, sólo quedaba
la jovialidad como remedio contra la desesperación. Por esta razón le gustaba
la obra de Chesterton, porque era tan jovial que casi se podía creer que
había encontrado a Dios. José Rafael Hernández Arias |
Ilustración: Tullio Pericoli
¿Cuál de todos los Kafka que nos han ido llegando a lo largo del siglo XX es el que más se corresponde con la realidad? Desde que Max Brod, el amigo que salvó su obra del fuego, escribió el suyo, son cientos los que intentaron biografías y ensayos críticos sobre él. Ahora llega Kafka, ficciones y mistificaciones (Emecé), del checo Josef Cermak, con un conspicuo prólogo de María Kodama, que carga vitriólicamente contra el otro Kafka escrito por alguien que lo conoció: el de Gustav Janouch, el joven aspirante a escritor que anotó hasta la última de las conversaciones que mantuvieron. ¿A qué se debe esta resistencia furiosa a estos testimonios directos de quienes conocieron a Kafka? Por Juan Forn El mundo de la kafkología es un mundo signado desde su origen por el desagradecimiento: no hay kafkólogo que no acuse a Max Brod de traicionar a Kafka, en lugar de agradecerle por no haber quemado esos papeles. Como bien se sabe, Brod incumplió por partida triple aquel pedido postrero de Kafka ("Quémalo todo, sin leerlo antes. Quiero que se me olvide"): 1) no quemó, 2) sí leyó y 3) hizo todo lo que pudo para que el mundo no olvidara nunca a Kafka. Brod dejó a un costado su propia carrera literaria y dedicó veinte años de su vida a trabajar por Kafka. En esos veinte años (de los ’30 a los ’50), la obra de Kafka pasó de ser singularmente imaginativa a ser profética, y de ser profética a ser realista, a retratar como ninguna otra la realidad del mundo. Precisamente por esa razón aparecieron en el mundo los kafkólogos. Cuando la primera horneada de aquellos fanáticos llegó en peregrinación a Praga, apenas terminada la Segunda Guerra -recordemos que Brod comenzó a publicar la obra de Kafka en alemán cerca del año ’30, y en el ’33 debió trasladarse a Palestina, lo que dificultó la aparición de los libros de Kafka, y después vinieron la anexión de Austria, la invasión a Polonia y la guerra, y tengamos en cuenta que en los primeros años de posguerra no era nada fácil llegar hasta Checoslovaquia-, así que cuando aquellos kafkólogos iniciales se las arreglaron para llegar a Praga en 1946 y 1947, descubrieron que casi no quedaban con vida personas que hubieran conocido a Kafka personalmente (buena parte de la familia y muchos de los amigos habían muerto en los campos de concentración nazis). Por eso impresionó tanto a los kafkólogos la aparición de Gustav Janouch y sus Conversaciones con Kafka en 1951. Janouch tenía diecisiete años y Kafka treinta y siete cuando se conocieron. El padre de Janouch trabajaba en la oficina contigua a la de Kafka en el Instituto del Seguro, y le mostró las cosas que escribía su hijo y después los presentó. El joven Janouch quería ser escritor y anotó todas las conversaciones que tuvo con Kafka, a lo largo del siguiente año y medio, cuando lo fue a visitar a la oficina y cuando tuvo ocasión de caminar con él por las calles de Praga. Después Kafka se enfermó y dejaron de verse. Janouch acababa de cumplir veintiún años (y asistir al suicidio de su padre) cuando supo de la muerte de Kafka. Desde entonces pasó un sinfín de penurias, pero logró sobrevivir a la guerra y a tres años de prisión después de la guerra, y cuando lo liberaron encontró aquel cuaderno en el que había anotado sus conversaciones con Kafka y logró que llegara desde la Praga comunista hasta las manos de Max Brod en Palestina. Brod hizo que el libro se publicara en Occidente y, a partir de entonces, los kafkólogos del mundo que llegaban a Praga iban todos en busca de Janouch, y todos sin excepción se decepcionaban con el Kafka que éste les contaba. Porque Janouch desconocía los libros de Kafka publicados póstumamente por Brod: no había leído ni El proceso ni El castillo ni la Carta al padre ni los Diarios. Esa es la gracia de su extraordinario libro: en él, Kafka no es un escritor genial; no subyuga al joven Janouch con su pluma sino con su mera calidad humana. Hasta el día
de hoy los kafkólogos no le perdonan a Brod ni la biografía que escribió
sobre Kafka ni la manera en que "emprolijó" para su publicación los manuscritos,
desde las novelas hasta los diarios. Lo acusan de construir un Kafka iluminado,
un ser en estado de gracia, un casi santo. Es entendible que esa mirada
que pedía Brod sobre Kafka cayera en desgracia después del Holocausto, de
Hiroshima y Nagasaki, en aquel mundo de posguerra que iba a alienar a sus
ciudadanos a golpes de consumismo o comunismo, según el lado de la Cortina
de Hierro del cual hubiesen quedado. Brod había urgido a los lectores a
ver integralmente a Kafka, no sólo como vidente del horror sino también
en su particular forma de santidad. Pero el signo de los tiempos, en abrumadora
mayoría, lo prefería laico, terreno, antirreligioso. Además de humillado
y completamente infeliz. ¿Cómo ver gracia y trascendencia en aquél que nos
hacía ver como nadie ese laberinto sin salida llamado realidad cotidiana?
Por Mario Goloboff * ¿Cómo independizarse, en el recuerdo y la conciencia de otras generaciones, de quien, siendo una cima del trabajo literario del siglo XX, y por ende del pensamiento del siglo XX, la hizo sobrevivir a través de su correspondencia? Y sin embargo ella, Milena Jesenská, por méritos, talento y coraje bien propios, ha sobrepasado esa fama algo subsidiaria, algo prestada, proveniente del hecho de ser, hoy, uno de los títulos célebres del celebérrimo Franz Kafka. Las Cartas a Milena (entre las más bellas del género) no son lo único que atravesó su nada monótona existencia. Comenzó su carrera periodística en Viena, donde vivió cinco años a poco de terminada la Primera Guerra Mundial y publicó innumerables notas, reportajes, crónicas y artículos en diarios y periódicos sobre temas políticos y cotidianos, moda, psicología, cine, traducciones de textos literarios del alemán, el francés, el inglés y el ruso, bajo su verdadero nombre o variados seudónimos. Por la ocupación nazi de Checoslovaquia fue impedida de seguir, aunque igual lo hizo en la clandestinidad, actividad que duró hasta que la detuvieron, hecho que se produjo a finales de 1939. Había nacido en Praga en 1896, en el seno de una familia burguesa, de tono antisemita y nacionalista; su padre era profesor de Medicina y la incorporó rápidamente a la élite intelectual en el famoso liceo Minerva, especial para mujeres jóvenes, creado por el Imperio Austrohúngaro a instancias de los movimientos sociales y feministas. Lectora de Fédor Dostoïevski y de Knut Hamsun, memorizadora de lord Byron y de Oscar Wilde, librepensadora, gustosa provocadora de las costumbres recatadas de su medio, enamorada de sus profesores, a algunos de los cuales dirige cartas exaltadas por no decir ardientes, su poder de seducción comienza a crecer desde temprano, sobre todo por lo matizado de sus incipientes e interesantes actividades profesionales y políticas. En la Praga de la época, el trato entre checos y alemanes (minoritarios) era poco común. Esa minoría alemana, sin embargo, poderosa económica y culturalmente hablando, tenía sus propias escuelas y universidades, sus propios teatros y cabarets, sus cafés, sus hospitales, sus iglesias y sus pompas fúnebres. Para hacer más complicadas las cosas todavía, dentro de la minoría alemana ejercía no poca influencia la minoría judía, aunque hablaba otra lengua, tenía otras maneras y, obvia y admiradamente, otras fuentes y recursos culturales. Allí, como si hubiese sido casi programado, Milena se enamora fuertemente de un integrante del grupo de intelectuales judíos que frecuentan el café Arco, del cual ella deviene una habitué: Ernst Pollak, unos cuantos años mayor que la joven. Sus conocimientos literarios son sólidos y, aunque no escribe profesionalmente, es de los mentores del prestigioso grupo. La oposición familiar llega al extremo de internarla por “demencia moral” en una clínica psiquiátrica de Veleslavin, al oeste de Praga. Después de nueve meses de dura experiencia, y alcanzada su mayoría de edad, abandona el hospicio, deja la ciudad por Viena y se casa con Pollak. Durante estos años, exactamente el 22 de abril de 1920, aparece en un semanario literario de Praga, Kmen, la primera traducción de Kafka a otra lengua, en este caso al checo, por Milena Jesenská. Se trata del relato “El fogonero”, que es hoy el primer capítulo de América. A partir de entonces inicia la relación con el escritor, que dura apenas dos años, pero es de una gran intensidad. De ahí lo que ella escribía a la muerte de Kafka, en una nota fúnebre tan a la altura de ambos: “Tímido, retraído, suave y amable, visionario, demasiado sabio para vivir, demasiado débil para luchar, de los que se someten al vencedor y acaban por avergonzarlo”. (Un hecho algo curioso: en su Diario, en el que Kafka asienta las cosas más profundas y vitales, no hay, en este período, casi ninguna mención a la persona de Milena ni a la relación. Empero, “1921” comienza el 15 de octubre con una extraña anotación: “Hace alrededor de una semana, di todos mis cuadernos a M. ¿Estoy un poco más libre? No...”. Consignar, además, para ver la importancia que asignaba a su figura, que depositó en sus manos la sí que íntima y fundamental “Carta al padre” ¿tal vez para salvarla de sus propios impulsos destructores?). Fallecido Kafka y separada de su marido, vuelve a Praga y trabaja de manera permanente para Národní Listy, diario nacionalista conservador (que en Praga y en la época quiere decir sobre todo anti Habsburgos), y vive feliz y activamente esos pocos años de soberanía checa. Frecuenta primero un grupo de la vanguardia artística y literaria, Devêtsil (Nuevas Fuerzas), compuesto por arquitectos, pintores, cineastas, artistas de cabaret, tipógrafos, músicos y sociólogos; se liga, vía su nuevo marido, Jaromír Krejcár, al grupo del Bauhaus (la escuela de artesanía, diseño, arte y arquitectura fundada en 1919 por Walter Gropius en Weimar y cerrada por los nazis en 1933). Vive problemas serios de salud a partir de un parto desgraciado, pasa luego por una desintoxicación de morfina, pierde el puesto en el diario, se afilia al Partido Comunista, colabora en el Rudé Právo y otras publicaciones partidarias: de la época datan sus notas más encendidas en defensa del socialismo y de la Unión Soviética. Pero, con los años, vive mal y críticamente la guerra de España y los procesos de Moscú, hasta que en 1937 pasa a un semanario no comunista, progresista y decididamente antinazi, Prîtomnost (El Presente), que publica además a emigrados de Alemania como Arthur Koestler y Heinrich Mann. Después de los Acuerdos de Munich (septiembre de 1938) sobre la púdicamente llamada crisis de los Sudetes, donde en la práctica y en ausencia se entregó Checoslovaquia a los alemanes, Milena recorre su país incansablemente y escribe una nota o más por día. Cuando las tropas hitlerianas irrumpen en Praga, el 14 de marzo de 1939, ella dice a sus lectores que querría “a los periodistas armados de un hacha que se agitara en el vacío”. Entra en contacto con la resistencia, escribe para el diario V Boj (Al Combate) y forma parte del grupo que ayuda a pasar gente hacia Polonia, sobre todo a judíos y a oficiales checos. Personalmente, no quiere abandonar Praga; Prîtomnost deja de salir en agosto; ella es obligada a presentarse semanalmente a la Gestapo; en noviembre de 1939 es arrestada e internada en la prisión de Pankrác, transferida al campo de Benes, para sospechosos “emparentados a los judíos”, y después de largo periplo a Ravensbrück, “con fines de reeducación”. Víctima de los padecimientos propios de un campo como éste, muere el 17 de mayo de 1944 a la edad de 48 años. Así, tan conocida gracias a la pluma de uno de los mayores escritores del siglo XX, su vida parece haber sido reducida a ese solo hecho. Pero, siguiéndola un poco más en detalle, se advierte que sobrepasó largamente aquella circunstancia, por importante que sea, y fue brillante, intensa y sometida a miles de alternativas que su talento le impuso con luz propia. * Escritor, docente universitario. 23/01/13 Página|12
Max Brod no sólo no destruyó los manuscritos que le confió su amigo Franz Kafka, como éste le había pedido, sino que los publicó con correcciones y cortes que ponían en evidencia el carácter a veces homoerótico, agnóstico y hasta vulgar del escritor. La reedición en alemán de los originales, y las traducciones que se están haciendo incluso al español, descubren a un Kafka desconocido. ¿Brod trató de protegerlo? El autor de esta nota habla de traición. Por Renato Sandoval Bacigalupo Alguna vez, el poeta praguense Rainer Maria Rilke, refiriéndose al célebre escultor francés Auguste Rodin, dijo que éste era un ser solitario antes de ser famoso; pero cuando la fama por fin llegó hasta él, lo dejó tal vez aún más solo, pues ella "no es sino la suma de todos los malentendidos alrededor de un nuevo hombre". Tal aseveración está ahíta de verdad en el caso de Franz Kafka, otro praguense al que, a diferencia de Rilke y, más aún, del propio Rodin, no le fue dado ver cómo su parva obra se terminó convirtiendo, si bien póstumamente, en objeto de culto, de admiración, de estudio y, sobre todo, en un supremo malentendido. Pues acaso ningún otro autor contemporáneo, salvo Joyce, haya sido editado, traducido, comentado, anotado, censurado, vuelto a editar, traducir, comentar, anotar y censurar como él, para no referirse al abordaje crítico que desde múltiples perspectivas ha padecido su obra, a saber, la histórica, religiosa, psicoanalítica, metafísica, legal, política, socioeconómica, pero también la cabalística, antroposófica, mística, ¡e incluso desde el punto de vista de la ingeniería civil y mecánica, la numismática, la angelología, la heráldica y la culinaria. Todo un festín aliñado con los más disímiles postulados e interpretaciones que, salvo pocos casos, no ha hecho sino añadir al banquete de ideas y ocurrencias más especias de lo debido, perpetrando un verdadero desaguisado. El desmesuradamente modesto y frugal Kafka, de haber tenido la sospecha de que su incondicional amigo Max Brod no iba a cumplir con su deseo de que sus textos todavía inéditos -nada menos que manuscritos como El proceso, El castillo, El desaparecido (América)- fueran incinerados luego de su deceso, se habría asegurado de quemar él mismo esos papeles, para no correr la misma suerte de su personaje Joseph K., cuya inmolación heroica es opacada al final por la sospecha y el temor de que la vergüenza le sobreviviría. Ahora nosotros, sus sobrevivientes, nos complacemos, pero también nos desconcertamos y laceramos con esa espléndida vergüenza kafkiana. Pero esa vergüenza con seguridad se habría centuplicado si el autor de La metamorfosis hubiera llegado a ver la manera monstruosa con que Brod editó esos escritos, para no mencionar que además puso al desnudo y sin empacho la intimidad más celosamente guardada de su camarada, a saber, la agazapada en sus deslumbrantes y perturbadores Diarios y en su desgarradora Carta al padre. ¿Es que se puede torcer hasta tal punto la última voluntad del amigo en aras de la admiración que tiene uno por su obra, a todas luces de un valor sin par? Ya Milan Kundera ha examinado con perspicacia este tema, y por cierto Brod no ha salido bien parado. Según aquel, nada justifica la traición a un ser querido, y menos aún tratándose de alguien con una sensibilidad e inteligencia excepcionales como las de Kafka, todo en aras de una hipotética admiración futura de un público que a la vez él temía y tenía sin cuidado. También mi entender, Brod ocupa un lugar junto a Judas, Bruto y Casio en esa llanura de hielo que conforma el último círculo del infierno danteano: el de los traidores. Y, no obstante, ¡bendito sea Brod! La literatura es como la libertad: muchos delitos se cometen en su nombre. Una forma de morir Si para Faulkner escribir era una manera de vivir, para Kafka se trataba más bien de una inteligente forma de morir o, si se quiere, de retardar el último tránsito, trasladando (garabateando, diría él) a la cuartilla sus más íntimos sueños, temores, deseos, fantasías, pero no movido por el propósito de alcanzar la para él inexistente trascendencia vital, sino más bien acicateado por la urgencia de fabricar la obra de arte perfecta que, en literatura, consistiría en llegar a plasmar lo inexpresable con sencillez y fidelidad extremas, aun a costa de la propia vida. En El castillo se lee: "Pero, ¿qué es lo que persigue, qué extraña especie de sujeto es este? ¿Qué es lo que en verdad pretende? ¿Qué importantes asuntos son esos que lo tienen ocupado y que lo hacen olvidar lo más cercano y lo más hermoso?", se preguntan los habitantes del improbable pueblo que K visita. ¿Y qué es lo que moverá al propio Kafka, nos preguntaríamos nosotros, eso que lo inquieta tanto y que, al parecer, lo habría obligado a dejar pasar la felicidad (sic) por escrúpulos? "Porque solo soy literatura y no puedo ni quiero ser otra cosa" y "todo lo que no es literatura me hastía", repetía una y otra vez Kafka en sus urgidos Diarios. Pues, pese a la indudable densidad de su obra, tanto ésta como su propia existencia aspiraban a la suprema simplicidad, quién lo diría. En el relato que su amigo Max Brod hace de su primera conversación con Franz, lo escuchamos decir: "Condenó todo lo que aparentara ser rebuscado e intelectual, inventado artificiosamente. Como ejemplo de lo que le gustaba citó un pasaje de Hofmannsthal: 'El olor de piedras húmedas en el zaguán de una casa' Y guardó silencio durante un buen rato sin añadir nada más, como si aquel misterio y aquella sencillez tuviesen que hablar por sí solos". Cubismo literario Es precisamente en este gusto por lo simple que se verifica desde sus primeros años como escritor donde se puede detectar uno de los rasgos distintivos de toda su obra, a saber, su capacidad de asombro ante las cosas, por más insignificantes y banales que estas parezcan. Lo que para Aristóteles es el motor primero de la filosofía, para Kafka es el impulso originario de la escritura, con la particularidad de que en este lo sencillo le resulta extraño y lo extraño por lo general termina siéndole incomprensible, inaceptable y doloroso. Ya hablaba de esto un personaje suyo de Descripción de una lucha: "Me sentí tan débil y desdichado que hundí el rostro en el suelo; no podía soportar el esfuerzo de ver las cosas que me rodeaban en el mundo. Estaba convencido de que cada movimiento y pensamiento eran forzados, había que cuidarse de ellos". De ese insoportable esfuerzo por ver el mundo en el que le tocó habitar huyó Kafka, describiéndolo. En tal sentido, como bien señala Wagenbach, la distancia que hay entre él y el mundo queda salvada, al menos en parte al establecer "relaciones nuevas y arbitrarias entre las cosas", relaciones éstas que refuerzan todavía más la sensación de extrañeza y de asombro que nos producen sus escritos, sobre todo si lo narrado hace gala de una sencillez a prueba de balas, lo que en sí mismo es toda una contradicción. Acaso también se podría aseverar que la arbitrariedad con que Kafka dispone de los materiales con que fabrica sus relatos es una manera sui géneris de rebeldía y de revancha frente al status quo, pues qué le queda al indefenso sometido por un poderoso rival que lo afrenta y que lo humilla sino vengarse de él en su mente y en su corazón, destruyéndolo con el letal martillo de su gran imaginación para, si así lo quiere, volver a construir a su víctima, pero esta vez como le venga en gana, haciendo escarnio de él si de pronto se le ocurre ponerle un zapato como boca y un helado de vainilla en el trasero; cualquier cosa con tal de poder imponer, aunque sea in extremis, su propia voluntad. Como apuntaba Hanna Arendt, "Kafka no tenía amor por el mundo como se le ofrecía y tampoco tenía amor por la naturaleza. El deseaba construir un mundo de acuerdo con las necesidades humanas, un mundo donde las acciones del hombre estén determinadas por él mismo y que se rija por sus leyes, y no por misteriosas fuerzas que emanan de lo alto o de lo bajo". Esta especie de cubismo literario que Kafka practica a la hora de armar caprichosa y azarosamente el espacio y el tiempo, pero también los personajes, las ideas, las historias, las acciones, los parlamentos; este modo tan especial de deconstrucción y reconstrucción de los distintos elementos literarios, se condice a la perfección con el espíritu farsesco que, contra lo que se pudiera pensar, satura toda su obra, concebida a lo mejor como una puesta en escena satírica de la realidad que tanto mortifica al autor. De ahí que, en efecto, como atinaba a decir Walter Benjamín, "Kafka es incansable para actualizar el gesto. Pero no lo hace nunca sin asombro. Del ademán del hombre toma los apoyos tradicionales y entonces hace de él un objeto de meditación". Sólo que quizás es meditación en tanto crítica del hombre y el sistema absurdo e injusto por él creado, y contra cuya tiranía sólo se podrá luchar mediante la re-presentación, la parodia, el remedio simiesco y zahiriente, que lanza sus dardos por doquier acertando a todo y a todos, sin que quede nada indemne y sin ser denigrado. El dolor de las heridas No obstante, entre tanta mofa y rebeldía, ahí permanecen la pena, la agonía, el decaimiento, la angustia, el dolor, la herida. Esa misma herida rosada del tamaño de una mano que lleva en el flanco derecho el joven enfermo de El médico rural, con gusanos tan largos y gruesos como dedos meñiques, manchados de sangre y retorciéndose en su centro; la herida cada vez más putrefacta en el pulmón de Gregor Samsa, convertido en un monstruoso insecto; esa herida de guerra en el muslo del padre farsante y furioso de La sentencia; para no mencionar las laceraciones de todo tipo, en las mentes o en los cuerpos, que infligen o padecen una legión de personas, animales e híbridos que transcurren por gran parte de las historias kafkianas. Alguna vez Kafka se dirigió a su amigo Oskar Pollak, diciéndole: "Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente como la muerte de una persona a quien hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio; un libro tiene que ser el hacha para el mar helado que llevamos adentro". No hay duda de que la obra de Franz Kafka, elaborada fragmentariamente a base de orfandad, miedo, escisión, desgarro y desasosiego, es una de las más dolorosas y "desgraciadoras" de los últimos tiempos y, seguramente también, de los que vendrán. La marea negra que recorre el talud de sus relatos nos aleja de la segura orilla de nuestra vida cotidiana, para que una vez estando nosotros a la deriva en un mar agitado se convierta en esa filuda hacha que caerá con fuerza en nuestro corazón de hielo. De sus astillas no quedará nada, tal vez solo un manto de destrucción y de vergüenza; aunque bien podría suceder que de ellas surjan pequeños arroyos, que más tarde habrán de convertirse en ríos, los que a la postre desemboquen en mares más surcables, pero no por ello menos fieros y misteriosos. Revista Eñe, 18/08/07
Ante la Ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede franquear el acceso. El hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá entrar más tarde. -Es posible -dice el guardián-, pero ahora, no. Las puertas de la Ley están abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado, de modo que el hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo advierte, ríe y dice: -Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso. Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero. El campesino no había previsto semejantes dificultades. Después de todo, la Ley debería ser accesible a todos y en todo momento, piensa. Pero cuando mira con más detenimiento al guardián, con su largo abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda, la larga y negra barba de tártaro, se decide a esperar hasta que él le conceda el permiso para entrar. El guardián le da un banquillo y le permite sentarse al lado de la puerta. Allí permanece el hombre días y años. Muchas veces intenta entrar e importuna al guardián con sus ruegos. El guardián le formula, con frecuencia, pequeños interrogatorios. Le pregunta acerca de su terruño y de muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final le repite siempre que aún no lo puede dejar entrar. El hombre, que estaba bien provisto para el viaje, invierte todo -hasta lo más valioso- en sobornar al guardián. Este acepta todo, pero siempre repite lo mismo: -Lo acepto para que no creas que has omitido algún esfuerzo. Durante todos esos años, el hombre observa ininterrumpidamente al guardián. Olvida a todos los demás guardianes y aquél le parece ser el único obstáculo que se opone a su acceso a la Ley. Durante los primeros años maldice su suerte en voz alta, sin reparar en nada; cuando envejece, ya sólo murmura como para sí. Se vuelve pueril, y como en esos años que ha consagrado al estudio del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, también suplica a las pulgas que lo ayuden a persuadir al guardián. Finalmente su vista se debilita y ya no sabe si en la realidad está oscureciendo a su alrededor o si lo engañan los ojos. Pero en aquellas penumbras descubre un resplandor inextinguible que emerge de las puertas de la Ley. Ya no le resta mucha vida. Antes de morir resume todas las experiencias de aquellos años en una pregunta, que nunca había formulado al guardián. Le hace una seña para que se aproxime, pues su cuerpo rígido ya no le permite incorporarse. El guardián se ve obligado a inclinarse mucho, porque las diferencias de estatura se han acentuado señaladamente con el tiempo, en desmedro del campesino. -¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable. -Todos buscan la Ley -dice el hombre-. ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí, nadie más que yo ha solicitado permiso para llegar a ella? El guardián comprende que el hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos debilitados perciban las palabras. -Nadie más podía entrar por
aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré.
Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan. Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día. Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos. Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede afirmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un lado y se las cede. También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días. Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios entorno de un tonel de vino, estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey. Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín más interior, pero esa vez lo ví, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio. -¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómades, pero no sabe como hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria sólo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina.
"El Emperador, tal va una parábola, os ha mandado, humilde sujeto, quien sois la insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial, un mensaje; el Emperador desde su lecho de muerte os ha mandado un mensaje para vos únicamente. Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado estar correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte -toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes del Imperio- ante todos ellos, él ha mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca su viaje; un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el siniestro, taja un camino a través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son tan vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta. Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su camino tras las cámaras del profundo interior del palacio; nunca llegará al final de ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras aquello, luchar durante su camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello; todavía tiene que cruzar las cortes; y tras las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de años; y por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio -pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder-, la capital imperial, centro del mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimentos. Nadie podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas os sentáis tras la ventana, al caer la noche, y os lo imagináis, en sueños.
-¿Realmente ha querido venir a mi casa? ¿No se trata de un error? No hay nada más fácil que equivocarse en esta casa tan grande. Yo me llamo "fulano", vivo en el tercer piso. ¿Es a mí a quien quiere visitar? -¡Silencio! ¡Silencio! -dijo el niño hablando sobre el hombro-. Todo es correcto. -Entonces entre en la habitación, quisiera cerrar la puerta. -Acabo de cerrar la puerta. No se preocupe. Tranquilícese de una vez. -No hable de "preocuparme". Pero en ese pasillo vive mucha gente, todos son, naturalmente, conocidos míos; la mayoría regresan ahora de sus negocios; si usted escucha que hablan en una habitación, ¿cree usted tener el derecho de abrir y mirar lo que ocurre? Esa gente ha dejado a sus espaldas el trabajo diario; ¡a quién se habrán sometido en su efímera libertad vespertina! Por lo demás, usted ya lo sabe. Déjeme cerrar la puerta. -Sí, ¿y qué? ¿Qué quiere usted? Por mí puede venir toda la casa. Y, además, se lo repito, ya he cerrado la puerta, ¿o acaso cree que sólo usted puede cerrarla? He cerrado con llave. -Entonces está bien. No quiero más. No era necesario que cerrase con llave. Y ahora póngase cómodo, ya que está aquí. Es usted mi huésped, confíe en mí. Siéntase como en su casa, sin miedo. No le obligaré ni a quedarse ni a irse. ¿Debo decirlo? ¿Me conoce tan mal? -No, realmente no era necesario que lo dijera. Aún más, no lo debería haber dicho. Soy un niño; ¿por qué tantos problemas por mi causa? -No, no pasa nada. Naturalmente, un niño. Pero usted no es tan pequeño. Ya está usted bastante crecido. Si fuera una muchacha, seguro que no podría encerrarse conmigo así, sin más, en la habitación. -Sobre eso no tenemos que preocuparnos. Yo sólo quería decir que el conocerle tan bien no me protege de nada, sólo le libera del esfuerzo de tener que mentirme. No obstante, me hace cumplidos. Déjelo, se lo pido, déjelo. A ello se añade que no le conozco en todas partes y en todo el tiempo, y menos en estas tinieblas. Sería mejor que encendiese la luz. No, mejor no. De todos modos le tengo que advertir que ya me ha amenazado. -¿Cómo? ¿Que le he amenazado? Pero se lo suplico. Estoy tan contento de que por fin esté aquí. Digo "por fin", ya que es tarde. Me resulta incomprensible por qué ha venido tan tarde. Es posible que yo haya hablado de un modo confuso, debido a mi alegría, y que usted me haya entendido mal. Que yo haya hablado de esa manera, lo reconozco una y mil veces, sí, le he amenazado con todo lo que usted quiera. Pero, por favor, ¡por el amor de Dios!, ninguna disputa. Aunque, ¿cómo puede creer usted algo semejante? ¿Cómo puede mortificarme de esta manera? ¿Por qué quiere usted amargarme a toda costa el pequeño rato de su estancia aquí? Un extraño sería más complaciente que usted. -Ya lo creo, eso no es ninguna novedad. Por naturaleza puedo acercarme a usted tanto como un extraño. Eso ya lo sabe usted, ¿para qué entonces esa melancolía? Diga directamente que quiere hacer comedia y me iré al instante. -¿Ah, sí? ¿También se atreve a decirme eso? Usted es audaz en demasía. A fin de cuentas se halla en mi habitación y, además, no ha parado un momento de frotar como un loco la pared con los dedos. ¡Mi habitación, mi pared! Y, por añadidura, todo lo que dice no es sólo una frescura, sino ridículo. Usted dice que su naturaleza le obliga a hablar conmigo de esa manera. ¿Realmente es así? ¿Su naturaleza le obliga? Muy amable por parte de su naturaleza. Su naturaleza es mía, y si yo me comporto amablemente, por naturaleza, con usted, usted no puede sino hacer lo mismo. -¿Eso es amabilidad? -Hablo de antes. -¿Sabe usted cómo seré más tarde? -No sé nada. Y me fui a la mesita de noche, donde encendí la vela. En aquel tiempo, mi habitación no disponía de gas ni de luz eléctrica. Permanecí un rato allí sentado, hasta que me cansé; luego me puse el abrigo, cogí el sombrero del canapé y apagué la vela. Al salir tropecé con una de las patas del sillón. En la escalera me encontré con uno de los inquilinos del mismo piso. -Ya sale usted otra vez, ¿eh, granuja? -preguntó descansando sólidamente sobre sus dos piernas abiertas. -¿Qué puedo hacer? -dije yo-, acabo de tener a un fantasma en la habitación. -Lo dice tan insatisfecho como si hubiera encontrado un pelo en la sopa. -Usted bromea. Pero tenga en cuenta que un fantasma es un fantasma. -Eso es verdad. Pero, ¿qué ocurre si no se cree en fantasmas? -¿Quiere dar a entender que creo en fantasmas? ¿En qué me ayudaría esa incredulidad? -Muy fácil. Usted ya no debe tener miedo cuando le visita un fantasma. -Sí, pero ése es un miedo secundario. El miedo real es el miedo que produce la causa que ha provocado la aparición. Y ese miedo permanece. Precisamente lo tengo ahora, y enorme, en mi interior. Comencé a registrar todos mis bolsillos por los nervios. -¡Pero ya que no sintió propiamente miedo ante la aparición, podría haberse planteado tranquilamente la pregunta acerca de su causa! -Resulta notorio que usted todavía no ha hablado con fantasmas. De ellos no se puede recibir nunca una información clara. Todo es un divagar aquí y allá. Esos fantasmas parecen dudar de su existencia más de lo que nosotros lo hacemos, lo que, por lo demás, y debido a su abatimiento, no produce ninguna sorpresa. -Sin embargo, he oído que se les puede rellenar. -Ahí está usted bien informado. Eso sí que se puede hacer, ¿pero a quién le interesa? -¿Por qué no? Si se trata, por ejemplo, de un fantasma femenino -dijo, y subió un escalón más. -¡Ah, ya! -dije-, pero aun así no está dispuesto. Me despedí. Mi vecino estaba ya tan alto que para verme necesitaba inclinarse bajo una bóveda formada por la escalera. -No obstante -le grité-, si me quita a mi fantasma, hemos terminado y para siempre. -Pero si sólo fue una broma -dijo, y retiró la cabeza. -Entonces está bien -dije. Podría haber salido tranquilamente a pasear, pero me sentí tan abandonado que preferí subir y acostarme.
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