La llegada de los inmigrantes
a la Argentina, otrora granero del mundo, no fue simple. En muchos casos,
al arribar solo con lo puesto, se les dio alojamiento en los que se conocieron
como "Hoteles de inmigrantes". El edificio de uno de ellos ha sido convertido
actualmente en Museo de la Inmigración.
NOTAS EN ESTA SECCION
Ausencias infinitas
|
No trajeron casi nada
|
Sobre las condiciones de vida insalubre en los conventillos de Buenos Aires
Carta de un inmigrana a "El
Obrero" |
Los
Hoteles de Inmigrantes
|
Museo de la Inmigración - Galería de imágenes
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Aires antiguo (imágenes)
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Poemas de inmigrantes
| María González Rouco -
El Hotel de inmigrantes
Estela Erausquín
- La construcción del Otro: identidad e inmigración en la historia argentina


Los inmigrantes,
obra de Rodolfo Campodónico

Ausencias
infinitas
El cielo nublado.
Catalina sentada,
casi acurrucada, con su atadito
de ropas,
junto a uno de los pilares
del puerto.
Mira con atención a su alrededor, casi con desesperación, y grita:
¡Michele!, ¡ Michele!, ¿dove vai? !Ritorna! ¡Ritorna presto!
¡La nave pronto partirá!
1894...
Partire per
l’America.
El puerto de Génova estaba atestado ese día. Una verdadera muchedumbre,
algunos contentos, otros esperanzados. Muchos con el rostro lleno de indisimulable
preocupación.
Cada cual arrastraba alguno de sus pocos bártulos hacia la rampa de acceso
del barco que los llevaría a la Argentina.
Catalina, Domingo y Miguel Germanetto, de 12, 14 y 15 años dejaban Italia.
Ya lo habían hecho para siempre con el pueblo de Pervere, en el Piemonte,
para emprender un largo e incierto viaje.
Ya era la hora
de partir, de dejar la amada tierra que los había visto nacer hacía tan
pocos años. Con el dolor todavía ardiente, a flor de piel y bien profundo,
dentro de sus entrañas, por la muerte de la adorada mamá María. Y por la
perversa resolución de la madrastra de desligarse de ellos y mandarlos a
ultramar, lejos, donde no molestaran ni regresaran.
La madre había fallecido en 1891, dejando a tres niños, todos de corta edad.
El padre, en lugar de asumir la crianza y educación de su prole, con egoísta
desesperación, buscó consuelo en otro matrimonio. Pero las cosas no se resolvieron
como había pensado.
Un día de 1894, inmensamente triste y con un profundo dolor en el alma,
aquel pobre italiano tuvo que resignarse a ver partir a sus hijos, sabiendo
que nunca más los vería.
El dolor punza
el corazón tierno de Catalina.
¿Porqué será el de ella el más intenso?
Quizás porque es tan solo una dulce niña.
Solamente sus hermanos ahora podrán protegerla.
Pero ellos también son niños.
Asustada, mira
su atado de ropas, sus únicas pertenencias. Y los de sus hermanos, equipajes
mínimos, con solo lo indispensable. El resto quedó en la casa.
Tampoco era mucho.
La anima saber que en América podrá hacer otra vida.
Su vida.
Alejada de todas las pobrezas y de las maldades de quien fue incapaz de
amar la sangre que no era suya. Y de la debilidad de un padre que no supo
luchar para retener sus descendientes.
Catalina respira hondo.
Las lágrimas ruedan gruesas por sus mejillas.
Mira el agua azul que golpea rítmicamente la escollera del puerto y el casco
del inmenso navío. Con sus ojos perdidos en la distancia y la bruma, se
pregunta qué habrá del otro lado del mar.
¡Mamma mía!
¡Protécici dal cielo giá non potuto restare qui per farlo nella terra!
Son muchas sus dudas. ¿Habrá colinas, ríos, praderas verdes y flores como
en su querido piemonte?
¡Michele!. ¡Michele! ¡Doménico! ¡Ritorna piú! ¡La nave partirá pronto!
Su grito se
pierde en medio de la estridente sirena del barco y del renovado griterío
de la gente que saluda, que llama a congregarse, que se despide de los que
quedan.
Catalina toca las piedras del piso empedrado. Las acaricia. Luego, despaciosamente,
levanta su mirada al cielo que comienza milagrosamente a despejarse.
De pronto intuye que ya nunca volverá. Su vista se nubla. Pareciera que
gotas del mar cubrieran sus pupilas. Enjuga con su manga las lágrimas. Toma
del brazo a cada uno de sus hermanos. Juntos se encaminan lentamente a la
pasarela. No quiere volver la vista. No quiere ver más. Porque no habrá
regreso, no hace falta retener imágenes.
El buque levanta las amarras. Ella, junto a sus hermanos, apoyados a las
barandas de estribor no dejan de mirar lo que sus lágrimas les permiten.
Hotel de los inmigrantes. Narradora:
Nacha Guevara |
¡Addío Mamma! ¡Addío pare! ¡Addío Italia!
Los tres saben que jamás nunca volverán al hogar perdido.
No te desanimes, le dice Domingo, no pierdas la fe. Aunque sea duro estaremos
juntos para ayudarnos. Reconstruiremos nuestro mundo y el sol saldrá de
nuevo.
¡Tenemos tanto por hacer!
El tiempo y la distancia nos ayudará a secar el olvido y dolor.
¡Saremo felici! ¡Voi vedere!
Catalina se persigna, ya perdida la vista de la costa, y frente al mar abierto,
abrazada fuertemente a sus hermanos, bajan a la tercera clase. Desde allí
desandará un viaje singularmente largo, hondamente angustiante, notablemente
incierto. El cansancio y el abrigo fraternal de su querido Mikele, terminarán
por dominar sus temores y su desasosiego. Solo así siente que podrá enfrentar
confiada su nuevo destino. ¡Dío mío, protécimi sempre!, imploraba por lo
bajo, mientras el sueño la vencía.
Fueron 27 días
de mar y cielo. De pronto la sirena comenzó a tocar con
fuerza y repetidamente.
¡Sono arrivato a Buenos Aires!,
la París del hemisferio sur.
¡Doménico!, ¡Michele! ¡Andiamo a vere!¡Qué bella! ¡Vede il colore d’aqua,
é marrone. ¿Perché le diranno fiumi d’argento?.
Michele, ¿dove restareni?
Non ti preocuppare, Caterina, le responde con seguridad Miguel, tratando
de calmar la ansiedad de su hermana menor. Ce uno albergo d’inmiganti per
l’aloggio. Da lí partiremmo qualcuno luego per lavorare. Egli si occupano.
¡La nostra mamma dal cielo noi aiutará!
Pálidos, desaliñados, sucios, apresuradamente se agolpan junto a otros cientos
de inmigrantes, en la urgencia de salir del navío, ya insoportable, y bajan
al fin raudamente la rampa. Pisan por primera vez y para siempre tierra
argentina.
¡Andiamo a Santa Fe! ¡Accomoda la roba! dice Miguel a sus hermanos. Partiremo
in treno alle quattro della sera. Sarán 12 ore di viaggio .
¡Lí saremo felici! ¡ Andiamo, andiamo presto!
Y llegaron por fin a Sá Pereyra, en la provincia de Santa Fe. ¡Todo un símbolo
su nombre! Desde allí el mundo nuevo comenzó a abrirse ante sus ingenuos
y siempre asombrados ojos.
Vivieron cada día a pleno.
Cada uno sin alejarse de la mirada de los otros.
Como una manera de desanudar toda eventualidad de separarse, del miedo al
abandono familiar anterior. Con el tiempo vino la serenidad y hasta la alegría.
Siempre estaban muy unidos, cuidándose, protegiéndose. Protegiéndola a ella
que, cada vez más hermosa, lo necesitaba. Encontraron espacios y tiempos
para revivir imágenes de cuando iban a juntar castañas, nueces o naranjas
en la granja materna.
Allá, ¡tan lejos!
En sus años pequeños.
A veces para reír.
A veces para llorar.
Siempre para renovar la promesa de no separarse.
Sobre el permanente temor de Catalina, estaba siempre la fortaleza y la
protección de Miguel. Fue el primero en conseguir trabajo. Catalina, hábil
con sus manos aprendió a coser con arte. No fueron días de epopeya. No se
sentían colonizadores. No se veían triunfadores. Más bien todo lo contrario.
La realidad era dura. Pero sus vidas habían recomenzado. Las jornadas de
trabajo eran largas. Comenzaban al amanecer y finalizaban con la última
luz del día.
Aunque siempre encontraban el tiempo para compartir lo que cada uno iba
viviendo cada día.
Alrededor de la débil luz de una lámpara de kerosén, reviviendo anécdotas,
comenzaron a amar a esta noble tierra que, en medio de sus tristezas, les
dio trabajo, tranquilidad y afectos.
Los meses y los años hicieron de Catalina una hermosa y delicada mujer.
Un día conoció a un inmigrante proveniente de Porta Albera, Pavía, otro
italiano, albañil avezado. Hombre conquistador.
El amor entró a su corazón.
Catalina se casó con Vicente el 3 de febrero de 1900.
Tenía 17 años.
1900..partire per Río Cuarto....
Y luego vino una nueva partida. Ahora desde Sá Pereyra hacia la ciudad de
Río Cuarto en la provincia de Córdoba. Tierra bien adentro de la Argentina.
Al poco tiempo, sus hermanos vendrían hacia una colonia cercana conocida
como San Francisco, a 70 km. de Río Cuarto, a 8 km. de la localidad de Elena,
en el ámbito pedemontano de las Sierras Grandes, ésas que se ven hacia el
oeste.
Catalina se convirtió en madre de cinco varones: Pedro, Domingo, Fidel,
Manuel y Miguel.
La vida no era fácil. Nunca fue fácil para Catalina.
Vicente conducía la construcción del nuevo edificio del Colegio Normal.
Ganaba bien, pero no ayudaba a hacer mejor la situación del hogar. La única
felicidad de Catalina eran sus pequeños hijos. Y cada mes la visita de alguno
de sus queridos hermanos. Río Cuarto era y sigue siendo la ciudad de los
vientos y de los crudos inviernos. La pobreza era una constante en la vida
de Catalina. El dinero que entraba apenas alcanzaba, porque Vicente siempre
le restaba para sus salidas, para sus andanzas por los boliches y las fiestas
con sus amigos.
En 1909 la neumonía la vence.
Parte hacia el rumbo final.
La historia se repite.
Como un círculo recurrente.
¡Michele.....
Fue diciendo
mientras su voz se apagaba. Porque a su lado estaba Domingo. Fue el último
recuerdo de Catalina a su otro hermano tan querido, a aquel que sus pupilas
ya no vieron para llevarlas consigo, prendido a las últimas imágenes de
su vida.
Era el 24 de agosto.
A las cuatro de la mañana. En una casa de la Av. General Roca.
Tan solo tenía 27 años.
La enfermedad y la pobreza habían desecho para siempre los lazos de vida
de Catalina Germanetto.
Hotel de Inmigrantes,
1912 - Archivo General de la Nación |
Catalina del
Recuerdo
Hasta el agua borró tu imagen.
Cuando niño preguntaba
dónde estabas.
Ni siquiera hubo piedad para tus despojos,
solo una flor entre muchas me dicen que allí
está mi abuela.
Un día volviste como vuelven
los sueños.
Hoy te recuerdo,
no me hacen falta fotos.
La emoción enceguece,
conmueve el alma
que brota hecha lágrimas.
De pronto lo comprendí,
tu espíritu gringo vive en mí
como fruto de aquel sacrificio.
Has vuelto, aquí estás.
Con orgullo testimonio
tu herencia guapa.
Herencia brava.
Y sueño, abuela, volver.
Volver donde naciste,
desde donde partiste.
Para que continúe la historia.
Para que cierre la vida.
Porque sin raíces
no hay alas.
Miguel Angel Tréspidi
http://www.unrc.edu.ar/publicar/24/dossi10.html

No
trajeron casi nada
Un cuento de
Eduardo Pérsico
Siempre el hambre
nos conduce y explica.
Atraviesa montañas, facilita los mares- leyó
una vez mi madre.
El hombre se llamaba Bernardo Etcheverry y era un vasco de Irún, Hendaya
o de por ahí, entre Francia y España, y en algún documento diría 'ambos
franceses' si con la María debieron ajustar la mirada a un mapa de inmedible
horizonte y lejanía. Él recién cumplía veintidós y su mujer diecinueve,
cuando por 1905 entraron al Hotel de los Inmigrantes en Buenos Aires y al
saber su procedencia un escribiente supuso 'agricultor' y los mandaron a
mil kilómetros del puerto. Bien adentro de aquella pampa india, nada imaginaria,
donde por Carro Quemado persistían las tolderías con jinetes de galopar
por esa inmensidad que antaño fuera de ellos, para arrearse cualquier animal
con o sin marca en el lomo. Sí, a esa inmensidad fueron el Bernardo y la
María, una mujerona rubia y hermosa, a plantar y cosechar lo que viniera
de la tierra, con cuatro herramientas más dos carretas de ladrillos que
les dieron, junto a unos peones que por ahí mismo hicieron rancho.
El Bernardo y la María no trajeron casi nada y por el año veinte, con tres
hijas mujeres y la mayor que no era sólo para mirarla, habían plantado,
cosechado y pobladas las hectáreas con ovejas y corrales; más la palabra
del vasco, un documento en el pueblo. Una ventura familiar que se truncó
en 1922, al cumplir el Bernardo treinta y ocho y su carro con la María y
dos acompañantes no alcanzó las seis leguas al pueblo. Su cuerpo se fue
quedando rígido bajo las mantas, iba oscureciendo y lo volvieron a la casa
sin remedio. Treinta y ocho años, un pendejo, se me ocurrió antes de agregar
que al hombre lo mató el carbunclo que contagiaban los animales. 'Eso no
falla nunca, es infalible', se habrá dicho al terminar el Bernardo su amistad
con su campo y hasta la sequía, dejando cuatro mujeres soledad adentro...
Inmigrantes
Por
Alvaro Yunque
En la estación, solemne como un templo, Sobre los duros bancos de 2a., se aprietan. Son montones de carne sonrosada Y rubias cabelleras Que van a las provincias Seguidos de su prole y de sus hembras. Hace unos pocos días nos los trajo el océano, Ya se van por las pampas, los pueblos y las selvas; Y el gaucho, el negro, el indio Sentirán el fermento rubio en su oscura gleba. Antes sólo teníamos Sol en tu cielo, América. A más del sol del cielo tendremos este otro Que nos viene brillando en las cabezas De estas jóvenes gentes, sanotas y grandotas Como parvas de trigo rubio que se movieran. Ahora, así tendremos sol de día y de noche, Sol en el alto cielo, sol en la baja tierra; Sol celeste, el paterno sol: el sol que nos alumbra, Sol humano, el fraterno sol: el que nos calienta. Los inmigrantes rubios vienen de tierras frías, El sol casi no brilla en esas tierras. Aquí van estos hombre rubios a enriquecerse Con su sol generoso de luz, cielo de América Y así vamos a hacernos todos dos veces ricos: Habrá sol en el cielo y sol en las cabezas.
(De "Poemas gringos", 1932) |
Aunque la María
tenía su estilo; liquidó la chacra y se mudó a Buenos Aires sin la hija
mayor que se arregló con un comisionista de Victorica, y esa sería otra
historia, pero antes del carbunclo y el año veintidós el vasco Etcheverry
mantuvo un entrevero desconocido, - nunca se sabe- cuando unos ocupados
en época de pelar las ovejas no terminaban de irse y siguieron merodeando.
La esquila sabía darse en octubre con algún contratista que traía gente
del oficio, hábiles en aprovechar hasta el último vellón cortando a tijera
o a navajones de puño, chilenos, que no eran para cualquiera. Entonces el
grupo solía trabajar de corrido los días necesarios, dormían en el mismo
galpón donde esquilaban y al terminar ataban los fardos de lana y plata
en mano, cumplían el ritual de asar unos corderos y entonar algo de música
si había con qué. La gente de la casa sabía compartir la reunión y a veces
las mujeres eran miradas con mucho empeño, así que un jueves se acabó pronto
la despedida cuando el vasco con dos vistazos y ni una palabra mandó a su
mujer adentro con las hijas, sin saludarse con nadie. Otra ojeada sin comentario
y el contratista y su gente la emprendieron para otro campo a empezar de
nuevo; a Telén, punta de vía, a pocos kilómetros, aunque uno de los navajeros,
un rubio de pelo largo algo versero y cantor, no siguió al grupo y se demoró
con un chinazo bigotudo y provocador por los cuatro rincones del pueblo.
Por entonces, cada sábado el Etcheverry acostumbraba bajar al centro con
sus peones en el carro de dos caballos, de balancín y ruedas delanteras
más petisas, y por ahí comían, se jugaban sus partidas de baraja con la
paisanada y al oscurecer él se volvía solo, al tranquito, con algún jarro
de moscato agregado a las ideas y disfrutando esas pequeñas libertades de
cada uno. Aunque aquel mediodía, en el Ramos Generales vio a los dos esquiladores
rezagados que algo se hablaron al verlo entrar y siguieron probándose algún
sombrero y unas alpargatas nuevas. Uno dijo con voz audible que les haría
un tajito porque eran bajas de empeine, mientras el vasco Etcheverry pagó
alguna cuenta, llenó sus canastos con necesidades de la semana y saludando
al dueño del almacén se sentó en el carro para darse la vuelta sin más palabra.
Despacioso el hombre, antes de entrar al camino principal levantó la tapa
del cajón que servía de asiento y revisó sus herramientas: una pala de punta,
su llave grande de fierro para las tuercas del eje, unas riendas y la maza
de mango largo. Y acomodó con cuidado y bien a mano aquello que trajeran
de Europa y la María le tejiera una funda colorada y flaca...
El sol entibiaba lindo y sin esa molestia se hubiera divertido en el boliche
y reírse de cuánto podía al saberse sin deuda con la vida. No había alambrados
a la vista y por más profunda que fuera la mirada, aquella inmensidad seguía
inquebrantable, monótona, irrepetible; paisaje más nostalgia adherido al
sentimiento. La pampa inexplicable, por suerte.
Y por las tres
de la tarde el vasco llegó con su carro al atajo de ir derecho a casa. El
hombre ya estaba en lo suyo y el cañadón de poca hondura detrás del montecito
de caldenes era un buen sitio para el aguardo. Soltó el correaje de la yunta
y los dejó bajar a darse agua y sombra a gusto, se lo merecían. Los gorriones
se regodeaban entre los surcos y pensó en darle arreglo a ese abuso que
le diezmaba la semilla, pero eso lo haría con tiempo porque ese día su preocupación
estaba cubierta y más cuando dos jinetes, a trescientos metros, llegaban
en su dirección. Los tipos no entraban a robar y sabían bien a qué, doscientos
metros y el vasco le quitó la funda de lana colorada a la herramienta. Los
dejaría venir mientras los viera tras la primera hilera de caldenes y al
tenerlos a tiro se quitó la boina y dio tres pasos al medio del sendero;
'aquí estamos los tres' casi pronuncia cuando el de la melena amarilla taloneó
sorprendido para salir de vuelo y fue el primero en probarle la puntería.
El jetón de bigote tupido reaccionó pronto pero dos disparos encimados y
certeros del Winchester le evitaron andar visitando gente a cualquier hora.
El pajarerío revoloteó una vuelta en redondo y los pingos de los esquiladores
con los jinetes colgando se juntaron al borde de la senda.
El Bernardo se tomó su momento para guardar de nuevo el Winchester en la
funda que la María le tejiera en el barco, del cajón levantó la pala y para
seguir la tarea se quitó la camisa y de nuevo se calzó la boina. Debió destrabarles
un estribo a cada uno y el rubión traía el esparto de su alpargata impecable
de jamás pisar la tierra. Así que a lo bruto los arrastró de los tobillos
al borde del agua y empezó a puntear el pozo. Nadie lo vería y briosamente
cavó mucho más de un metro de hondo, o hasta las seis de la tarde y ya el
día se fuera declinando.
Los dejó como cayeron, boca abajo, antes de la primer palada de tierra les
tiró encima los cueros de oveja que vinieran montando, a los caballos le
bastó un chirlo para echarlos al campo y antes del anochecer el Bernardo
ya andaba por la casa descargando los canastos que trajera de Victorica.
Acaso mi abuela se alegrara al verlo llegar antes de oscurecer y sorprenderla
con una palmada en las nalgas, porque esa noche calentaron los fuentones
del baño más temprano y las hijas se turbaron en silencio al oírlos reír
y cuchichear hasta bien tarde.
Algunas imágenes del Hotel de los inmigrantes

Sobre
las condiciones de vida insalubre en los conventillos de Buenos Aires en
1885
Por Guillermo Rawson
Fuente: Guillermo Rawson, Estudio sobre las casas de inquilinato de Buenos
Aires.
Acomodados holgadamente en nuestros domicilios, cuando vemos desfilar ante
nosotros a los representantes de la escasez y de la miseria, nos parece
que cumplimos un deber moral y religioso ayudando a esos infelices con una
limosna; y nuestra conciencia queda tranquila después de haber puesto el
óbolo de la caridad en la mano temblorosa del anciano, de la madre desvalida
o del niño pálido, débil y enfermizo que se nos acercan.
Pero sigámoslos, aunque sea con el pensamiento, hasta la desolada mansión
que los alberga; entremos con ellos a ese recinto oscuro, estrecho, húmedo
e infecto donde pasan sus horas, donde viven, donde duermen, donde sufren
los dolores de la enfermedad y donde los alcanza la muerte prematura; y
entonces nos sentiremos conmovidos hasta lo más profundo del alma, no solo
por la compasión intensísima que ese espectáculo despierta, sino por el
horror de semejante condición.
De aquellas fétidas pocilgas, cuyo aire jamás se renueva y en cuyo ambiente
se cultivan los gérmenes de las más terribles enfermedades, salen esas emanaciones,
se incorporan a la atmósfera circunvecina y son conducidas por ella tal
vez hasta los lujosos palacios de los ricos.
Un día, uno de los seres queridos del hogar, un hijo, que es un ángel a
quien rodeamos de cuidados y de caricias, se despierta ardiendo con la fiebre
y con el sufrimiento de una grave dolencia. El corazón de la madres se llena
ansiedad y de amargura; búscase sin demora al médico experimentado que acude
presuroso al lado del enfermo; y aquél declara que se trata de una fiebre
eruptiva, de un tifus, de una difteria o de alguna otra de esas enfermedades
cimóticas que son el terror de cuantos las conocen. El tratamiento científico
se inicia; el tierno enfermo sigue luchando con la muerte en aquella mansión
antes dichosa, y convertida ahora en un centro de aflicción, el niño salva,
en fin, o sucumbe bajo el peso del mal que lo aqueja.
¿De dónde ha venido esa cruel enfermedad? La casa es limpia, espaciosa,
bien ventilada y con luz suficiente según las prescripciones de la higiene.
El alimento es escogido y su uso ha sido cuidadosamente dirigido. Nada se
descubre para explicar cómo ese organismo sano y vigoroso hasta la víspera,
sufriera de improviso una transformación de esta naturaleza. El enfermo
ha sanado quizá, y damos gracias al cielo y al médico por esta feliz terminación;
o ha muerto dejando para siempre en el alma de la familia el duelo y el
vacío; pero no investigamos el origen del mal; las cosas quedan en las mismas
condiciones anteriores y los peligros persisten para los demás.
Acordémonos entonces de aquel cuadro de horror que hemos contemplado un
momento en la casa del pobre. Pensemos en aquella acumulación de centenares
de personas, de todas las edades y condiciones, amontonadas en el recinto
malsano de sus habitaciones; recordemos que allí se desenvuelven y se reproducen
por millares, bajo aquellas mortíferas influencias, los gérmenes eficaces
para producir las infecciones, y que ese aire envenenado se escapa lentamente
con su carga de muerte, se difunde en las calles, penetra sin ser visto
en las casas, aun en las mejor dispuestas; y que aquel niño querido, en
medio de su infantil alegría y aun bajo las caricias de sus padres, ha respirado
acaso un porción pequeña de aquel aire viajero que va llevando a todas partes
el germen de la muerte.
[...]
En el año 1883, la población de Buenos Aires ha sido probablemente de 310.000
habitantes. El número de defunciones alcanzó a 8.510, incluida la enorme
cantidad de 1.505 muertos de la viruela; y ese total representaría el 26
por mil de la población calculada. Si se sustraen las defunciones por viruela,
que han podido reducirse a una mínima expresión mediante una vacunación
y revacunación severamente impuesta, la mortalidad quedaría reducida a una
23 por mil.
Y bien, los que hayan tenido la oportunidad de observar la vida que se pasa
en esas habitaciones malsanas que venimos estudiando, los que hayan seguido
con interés el proceso de afocamiento de las enfermedades infecciosas y
epidémicas, podrán comprender que de la alta cifra de defunciones, 2.200
a lo menos, proceden de las casas de inquilinato, lo que daría, sobres los
64.156 habitantes que ellas tenían, una mortalidad de 34 por mil. Y si se
considera que de los 1.500 muertos de viruela, más de mil han ocurrido en
aquellas acumulaciones, se puede apreciar la influencia perniciosísima que
esas casas ejercen, no solo por el sufrimiento de sus moradores, tan dignos
de compasión, sino por la difusión de las enfermedades infecciosas, y la
mayor gravedad que ellas asumen en aquellos focos horribles de donde se
transmiten al resto de la población.
[...]
Las casas de inquilinato, con raras excepciones, si
las hay, son edificios antiguos, mal construidos en su origen, decadentes
ahora, y que nunca fueron calculados para el destino a que se les aplica.
Los propietarios de las casas no tienen interés en mejorarlas, puesto que
así como están les producen una renta que no podrían percibir en cualquier
otra colocación que dieran a su dinero.
Había el año pasado 1.868 casas de inquilinato, teniendo entre todas 25.645
habitaciones y el término medio del alquiler mensual de cada una de éstas
era de m$n 136. La renta que estas propiedades producen ascienden, según
estos datos, a m$n 3.487.720 cada mes y el producto anual sube a m$n 41.852.640,
o sea 1.730.162 pesos nacionales oro.
[...]
Es claro que a los propietarios no les conviene vender estas fincas; y la
prueba de ello es que se han enajenado 2.600 casas de 22.500 que existían
en 1862, lo que corresponde al 10% del número de casas en esa fecha; y no
se encuentran entre estas ventas ni el 2% siquiera de las casas de inquilinato,
siendo de notar que en el mayor número de los casos esas enajenaciones tan
escasas habrán sido determinadas por arreglos de familia o por otras causas
que están lejos de ser financieras o comerciales.
En Jorge Páez,
El conventillo, La Historia Popular, Vida y milagros de nuestro pueblo.
Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1970.


Carta
de un inmigrante a "El Obrero"
Buenos
Ayres, 26 de Septiembre de 1891
"Aprovecho la ida de un amigo a la ciudad para volver a escribirles. No
sé si mi anterior habrá llegado a sus manos. Aquí estoy sin comunicación
con nadie en el mundo. Sé que las cartas que mandé a mis amigos no llegaron.
Es probable que éstos nuestros patrones que nos explotan y nos tratan como
a esclavos, intercepten nuestra correspondencia para que nuestras quejas
no lleguen a conocerse.
"Vine al país halagado por las grandes promesas que nos hicieron los agentes
argentinos en Viena. Estos vendedores de almas humanas sin conciencia, hacían
descripciones tan brillantes de la riqueza del país y del bienestar que
esperaba aquí a los trabajadores, que a mí con otros amigos nos halagaron
y nos vinimos.
"Todo había sido mentira y engaño.
"En
B. Ayres no he hallado ocupación y en el Hotel de Inmigrantes, una inmunda
cueva sucia, los empleados nos trataron como si hubiésemos sido esclavos.
Nos amenazaron de echarnos a la calle si no aceptábamos su oferta de ir
como jornaleros para el trabajo en plantaciones a Tucumán. Prometían que
se nos daría habitación, manutención y $20 al mes de salario. Ellos se empeñaron
hacernos creer que $20 equivalen a 100 francos, y cuando yo les dije que
eso no era cierto, que $20 no valían más hoy en día que apenas 25 francos,
me insultaron, me decían Gringo de m... y otras abominaciones por el estilo,
y que si no me callara me iban hacer llevar preso por la policía.
"Comprendí que no había más que obedecer.
"¿Qué podía yo hacer? No tenía más que 2,15 francos en el bolsillo.
"Hacían ya diez días que andaba por estas largas calles sin fin buscando
trabajo sin hallar algo y estaba cansado de esta incertidumbre.
"En fin resolví irme a Tucumán y con unos setenta compañeros de miseria
y desgracia me embarqué en el tren que salía a las 5 p.m. El viaje duró
42 horas. Dos noches y un día y medio. Sentados y apretados como las sardinas
en una caja estábamos. A cada uno nos habían dado en el Hotel de Inmigrantes
un kilo de pan y una libra de carne para el viaje. Hacía mucho frío y soplaba
un aire heladísimo por el carruaje. Las noches eran insufribles y los pobres
niños que iban sobre las faldas de sus madres sufrían mucho. Los carneros
que iban en el vagón jaula iban mucho mejor que nosotros, podían y tenían
pasto de los que querían comer.
"Molidos a más no poder y muertos de hambre, llegamos al fin a Tucumán.
Muchos iban enfermos y fue aquello un toser continuo.
"En Tucumán nos hicieron bajar del tren. Nos recibió un empleado de la oficina
de inmigración que se daba aires y gritaba como un bajá turco. Tuvimos que
cargar nuestros equipajes sobre los hombros y de ese modo en larga procesión
nos obligaron a caminar al Hotel de Inmigrantes. Los buenos tucumanos se
apiñaban en la calle para vernos pasar. Aquello fue una chacota y risa sin
interrupción. íAh Gringo! íGringo de m...a! Los muchachos silbaban y gritaban,
fue aquello una algazara endiablada.
"Al fin llegamos al hotel y pudimos tirarnos sobre el suelo. Nos dieron
pan por toda comida. A nadie permitían salir de la puerta de calle. Estábamos
presos y bien presos.
"A la tarde nos obligaron a subir en unos carros. Iban 24 inmigrantes parados
en cada carro, apretados uno contra el otro de un modo terrible, y así nos
llevaron hasta muy tarde en la noche a la chacra.
"Completamente
entumecidos, nos bajamos de estos terribles carros y al rato nos tiramos
sobre el suelo. Al fin nos dieron una media libra de carne a cada uno e
hicimos fuego. Hacían 58 horas que nadie de nosotros había probado un bocado
caliente.
"En seguida nos tiramos sobre el suelo a dormir. Llovía, una garúa muy fina.
Cuando me desperté estaba mojado y me hallé en un charco.
"íEl otro día al trabajo! y así sigue esto desde tres meses.
"La manutención consiste en puchero y maíz, y no alcanza para apaciguar
el hambre de un hombre que trabaja. La habitación tiene de techo la grande
bóveda del firmamento con sus millares de astros, una hermosura espléndida.
íAh qué miseria! Y hay que aguantar nomás. ¿Qué hacerle? "Hay tantísima
gente aquí en busca de trabajo, que vejetan en miseria y hambre, que por
el puchero no más se ofrecen a trabajar. Sería tontera fugarse, y luego,
¿para dónde? Y nos deben siempre un mes de salario, para tenernos atados.
En la pulpería nos fían lo que necesitamos indispensablemente a precios
sumamente elevados y el patrón nos descuenta lo que debemos en el día de
pago. Los desgraciados que tienen mujer e hijos nunca alcanzan a recibir
en dinero y siempre deben.
"Les ruego compañeros que publiquen esta carta, para que en Europa la prensa
proletaria prevenga a los pobres que no vayan a venirse a este país. íAh,
si pudiera volver hoy! "íEsto aquí es el infierno y miseria negra! Y luego
hay que tener el chucho, la fiebre intermitente de que cae mucha gente aquí.
Espero que llegue ésta a sus manos: Saluda ...
José Wanza


Los
hoteles de inmigrantes
El 17 de julio de 1857 se aprueba por unanimidad el texto del contrato de
alquiler del local destinado a los inmigrantes. El edificio ocupaba un frente
sobre la calle Corrientes, con su puerta principal correspondiente al Nro.
8 de la citada arteria.
Se desprende que el primer grupo de inmigrantes que se alojó en el asilo
lo hizo el 13/8/1857, procedente del Havre. Aquel primer grupo estaba constituído
por 36 personas, todas de nacionalidad suiza, compuesto por 7 hombres, 7
mujeres, 11 niños y 11 niñas. Treinta de sus componentes figuraban como
labradores y seis sin profesión.
Entre el 13 de agosto de 1857 y el 11 de marzo de 1859, fueron alojados
en el asilo 462 personas; 260 eran hombres, 169 mujeres, 82 niños y 45 niñas:
202 figuraban como labradores, 161 como obreros y 98 sin profesión. Sus
nacionalidades eran: 142 suizos, 70 españoles, 127 franceses, 64 lombardos,
10 belgas, 33 sardos, 8 prusianos, 2 holandeses y 6 toscanos.
El 25/9/1862 se convoca a sesión extraordinaria para deliberar sobre la
publicación en el diario "Standrat" del día 23 del mismo mes. En el artículo
de referencia se llamaba la atención a los lectores (que se presume británicos)
sobre "...los vascos e italianos parece que aceptan la hospitalidad del
asilo sin quejarse, pero el mismo es un engaño; no tienen camas ni comodidades,
ni asilo o habitación en que puedan reposar sus cansados huesos [...] Con
todo, tal fue la miseria sufrida por nuestros compatriotas el año pasado,
que los residentes ingleses, escoceses y americanos contribuyeron liberalmente
para librarlos de semejante hospitalidad". De ahí que no hubiera británicos
en el asilo, pero si bien los términos de la nota del diario parecen excesivos,
no deberían estar alejados de la realidad.
Con fecha de 5 de enero
de 1874 la Comisión de Inmigración recibió una orden de la Municipalidad
de cerrar el asilo de la calle Corrientes y no alojar en él a ningún inmigrante.
No encontrándose en los suburbios "casa aparente", la municipalidad cedió
en Palermo un terreno de 8 manzanas en el que se construyeron casillas de
madera y se instalaron 30 carpas para 10 y hasta 30 personas cada una. Este
fue el que se dio en llamar el "Asilo de Inmigrantes Provisorio de Palermo".
El 14 de enero se trasladáron a este "Asilo Provisorio" 300 emigrantes de
los cuales algunos cayeron enfermos de la epidemia de cólera que ya azotaba
a la ciudad. El día 27, la municipalidad ordenó levantar el campamento de
Palermo poniéndose a disposición de la aún llamada Comisión, la "Quinta
Bollini" que estaba situada en la calle Chamango (hoy Avenida Las Heras)
entre Bustamante y Bollini (hoy Billinghurst). Los propietarios arrendaron
la "Quinta" con la condición de que no se hicieran cambios en las instalaciones,
ni obras en los edificios. No disponía de cocinas suficientes ni de comodidades
para el servicio de las comidas; fue por esta razón que, cada mañana y cada
noche, los inmigrantes que allí estaban "asilados" debían trasladarse a
las instalaciones de Palermo para su almuerzo y cena. Algunos días después
se declaró allí también el cólera. Con el objeto de paliar la situación
durante aquel enero se despacharon directamente al interior 598 emigrantes
que, a poco de su llegada encontraron trabajos remunerativos.
Pasada la epidemia, los inmigrantes fueron enviados nuevamente al local
de la calle Corrientes 8, en espera de la finalización de las obras del
Asilo que se construía en la ribera.
Pero cuando se suspendieron las obras de aquel local, Wilken, a cargo de
las funciones de la anterior Comisión renunciante describe al Ministro del
Interior Frías diciéndole "...que viendo que la obra se retarde indefinidamente
hace ya tiempo que me ocupo en buscar un edificio que reúna alguna siquiera
de las condiciones requeridas para trasladar provisionalmente el Asilo,
cuya permanencia en el local que hoy ocupa sería un hecho indisculpable
pues, sobre ser un sótano húmedo, sin ventilación y completamente velado
a la acción del sol, su patio es el pasaje de una mal construida e inmunda
cloaca, cuyas emanaciones, aún en la presente estación son insoportables
y pestíferas. He tenido al menos la fortuna de encontrar un sitio que, por
su ubicación, amplitud y elevación ofrece todas las conveniencias para el
objeto". El 20 de agosto se autorizan los gastos para contratar el terreno
sólo por un año (pensaban terminar al otro) y realizar las obras pertinentes.
Éste ocupaba parte de la actual Plaza San Martín. El 10 de noviembre de
1874 hubo un traslado de inmigrantes a este sitio, que duró hasta 1882.
Luego los ocupantes fueron trasladados al hotel de Cerrito.
El 3 de noviembre de 1881 se aprueba el contrato para instalar el Asilo
de Inmigrantes en el local que había servido para la exposición Industrial
y Artística Italiana en Cerrito entre Arenales y Juncal. Como el lugar quedó
completo rápidamente, el 5 de enero de 1884 se propone levantar habitaciones
en el terreno alquilado para ensanchar las instalaciones en razón del aumento
de su población.
Con el tiempo se deteriora y se hace inhabitable. Finalmente queda así hasta
principios de 1888. En 1884 el cólera afectó nuevamente a la población y
fue causa de gran parte de la emigración a las "cuadras" de los terrenos
de la Exposición Rural y a diferentes cuarteles. El 29 de noviembre del
mismo año se extiende una orden de pago para un hotel de inmigrentes en
San Fernando. Su uso fue intermitente.
El 29 de octubre de 1883 se aprueba la construcción del edificio en la manzana:
Paseo Colón, Balcarce, San Juan y Comercio (hoy, Humberto I). Se traba la
construcción por protesta de vecinos, por la existencia de una iglesia a
media cuadra y por el interés de los propietarios. Entoces no se continuó
con el proyecto y se siguió utilizando Cerrito, San Fernado y el de Caballito.
San Fernando y Caballito
El Asilo de San Fernando se usaba en forma temporaria cuando arribaban oleadas
grandes de inmigrantes o en las epidemias de cólera. Se supone que se usó
hasta principio de los años 90. El 9 de abril de 1886 se arrienda la quinta
del Dr. José Ocantos en Caballito y el 27 de enero de 1887 se ordena transladar
allí un grupo de inmigrantes después de haber hecho las reparaciones necesarias.
Esto generó la protesta de los vecinos como en los otros casos, aunque no
llegó a mayores porque el uso del Asilo fue esporádico y en abril del 88
caduca el contrato de alquiler sin extender el mismo.
El hotel de la rotonda
Conocido también
como el "Hotel de Inmigrantes Redondo", se encontraba en algún lugar de
la Ribera, aproximadamente en el edificio de la terminal del F.C.G.B.M.
Es el que quedó más documentado fotográficamente. Se usó durante dos décadas
y estaba compuesto por dos cuerpos adosados pero distinguibles:
a) Poligonal: la gente creía que era el único edificio que componía el hotel.
Se sospecha que sólo había dormitorios en ese cuerpo.
b) Alargado rectangular: compuesto por cocinas, comedores, sanitarios, baños,
oficina de administración, patios y tanques de agua.
Se lo amplió varias veces dado que se dudaba si iba a ser finalmente el
edificio final . Se ocupó el 27 de enero del 88 finalizando su uso en julio
de 1911.
Último hotel
En 1905 se adjudica la obra para construir el desembarcadero y el que sería
el hotel definitivo. El edificio del desembarcadero se entregó el 8 de diciembre
de 1907. En 1911 se termina su construcción. Fue el asilo más importante
y es donde actualmente funciona la Dirección Nacional de Población y Migraciones.
Fuente: http://www.oni.escuelas.edu.ar

