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"En literatura, la sinceridad
no conduce a nada. He aquí otra de las antinomias dinámicas del arte: cuanto
más artificiales somos, más probabilidades tenemos de llegar a la franqueza"
¿Por qué en el diario de la travesía, cuando se va de la Argentina, y sin
decir que lo hace, mete los relatos del ojo sobre la cubierta y el del marinero
que se traga la cuerda pendiente del palo de mesana, unos pasajes de Acerca
de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury? Parece como si Gombrowicz
estuviera empeñado en construir catedrales sin respiro, en desarrollar composiciones
arquitectónicas artificiales que le sirven como instrumentos para redondear
algo bello, algo que duele, algo que existe.
Esta irrupción de los relatos en el diario es desconcertante para el lector
que tomado por un alejamiento conmovedor, lírico, dramático es apartado
bruscamente y puesto en una situación circense. ¿Por qué hace esto? Porque
el cuento había sido traducido al francés un poco antes de su llegada a
París y había tenido una buena acogida. Y otra vez el carácter instrumental
de las composiciones de Gombrowicz se pone de manifiesto.
El polaco deja rastros frecuentes en el diario de su imposibilidad de tener
amores permanentes:
"Adopté por las dudas la actitud de amor frente a la Argentina, a ver cómo
me sale"
Y otra vez el control y la distancia:
"En realidad no estaba enamorado de ella. Para ser más preciso, sólo quería
estarlo"
La capacidad de Gombrowicz para poner en cuestión todos los sentimientos
y todas las ideas humanas, sus propios sentimientos y sus propias ideas,
nos pone frente a un horizonte que se aleja constantemente y que ahonda
nuestra conciencia. No es falta de sinceridad, es una búsqueda deliberada
de herramientas para no dejarse dominar por ninguna situación, una lucha
permanente en la que la contradicción se le aparece como la reina de las
armas.
Berlín se le había convertido en una tortura, contaba los días que le faltaban
para regresar a la Argentina y empezó a escribir un diario de navegación
privado para soportar el sufrimiento, un método parecido al que utilizaba
en su trabajo de bancario. El transcurso de las horas en el Banco Polaco
alcanzó en Gombrowicz una dimensión metafísica. Todas las horas eran terribles
para este bancario ilustre, las más singulares, la de entrada y la de salida.
Como no soportaba al banco ni a nada de lo que ocurriera dentro de él, el
tiempo no le pasaba nunca. Para mitigar la angustia se imaginaba un viaje
a Mar del Plata, a determinada hora calculaba que estaba promediando el
viaje, más o menos había llegado a Maipú, ya más cerca del destino final
y, en su caso, de la salida del banco. Claro que esta tortura la compartía
con otros empleados de oficina, inútiles como él, que tenían poco para hacer,
pero la tragedia de Gombrowicz era mucho mayor.
Los discípulos, los amigos, todos deseábamos secretamente aparecer en el
diario. Nosotros conocíamos muy poco de esos textos así que a medida que
se acercaba el momento de la aparición del Diario Argentino la expectativa
iba en aumento. Cuando se publicó, unos por una cosa y otros por otra, quedamos
un poco decepcionados, especialmente Betelú que le hacía reclamos por ciertos
comentarios poco claros acerca de la inmaculada virginidad de la muchachada
de Tandil. Gombrowicz le responde a sus temores:
"El ambiente algo, como quien diría, ligeramente dudoso de mi Diario Argentino
es absolutamente necesario, esto afirma la seriedad de mi literatura y su
autenticidad. No temas"
Mucho antes que nosotros algunos polacos tuvieron la suerte de ver su nombre
escrito en letras de molde en ese famoso diario:
"De allí, alrededor de las doce, me fui al Rex a tomar un café. Se sentó
a mi mesa Eisler, con quien mis conversaciones suelen ser más o menos como
sigue: -¿Qué hay de nuevo señor Gombrowicz?; -Señor Eisler, se lo ruego,
entre usted en razones"
Claro, Gombrowicz le cobró a Eisler por esta inclusión en el diario, y éste
era otro de los recursos a los que echaba mano para pagarse alguna comida.
A pesar de que Gombrowicz tenía una gran confianza en la inmortalidad de
su obra y de cómo iba a conseguir esa inmortalidad por aquí, en la Argentina:
"(...) mi fama quedará, para decirlo así, en suspenso muchos años todavía...
pero a pesar de todo se va a consolidar de modo místico, diría, e imperceptible"
sin embargo, promediando su estada en Europa escribe:
"Lo que es cierto, en todo caso, es que allí abajo, al otro lado del océano,
hasta el recuerdo que he dejado está a punto de descomponerse, de morir"
Otra vez de Broglie, el corpúsculo y la onda asociada, otra vez el es lo
que no es y no es lo que es, otra vez la naturaleza doble y opuesta, otra
vez la contradicción.
Algunos
fragmentos del diario se refieren a mí, quiero hacer mención a dos de ellos:
"Visita imprevista de Siegrist, que reside actualmente en Nueva York después
de haber pasado los dos últimos años entre Yale y Cambridge. Ha venido con
J. C. Gómez (ése soy yo). Me pareció como enfriado (...) Ambos afirman (pero
es sobre todo la opinión de Siegrist) que la disminución del ritmo del desarrollo
de la física (...), cuando puse como ejemplo a Einstein, advertí que Siegrist
anotaba algo en el papel. Era, escrita con grandes letras, la palabrita:
MACH. Y añadió: las acciones bajan"
La base de esta conversación está en las muchas que mantenía con nosotros,
especialmente conmigo, referidas a las conexiones entre las ideas de la
física actual y el pensamiento filosófico, pero, ¿quién era Siegrist? Es
un hombre al que yo no conozco, nunca estuve con él. Pero Gombrowicz sí
que lo conocía, era su agente en la bolsa de valores y, naturalmente, no
sabía nada de física ni de filosofía, eran otros sus viajes y sus intereses,
por ejemplo, el de las acciones que bajan.
La otra mención es la del diario de Piriápolis. Cuando fuimos juntos a ese
balneario uruguayo, en diciembre de 1961, Gombrowicz me dijo en el barco:
-Bien, querido Goma, ahora vamos a contarnos nuestras vidas. Pero la cosa
no funcionó, ni siquiera pudimos tutearnos. Yo no sé, ni puedo, ni quiero
contarle mi vida a nadie y, tal vez, lo mismo le pasaba a él. Le habíamos
dado una forma rígida a nuestra amistad y nos resultó imposible cambiarla.
En Piriápolis estuvimos juntos durante un mes en una casa pequeña. Me acostumbré
rápidamente a convivir con Gombrowicz, lo más difícil era aguantarle los
malos humores que le venían cuando perdía al ajedrez y esa costumbre que
tenía de no mirar directamente a los ojos. Algunos jóvenes venían a presenciar
nuestras discusiones a la hora del crepúsculo. Un día, después de haber
mantenido una en la que no pudimos ponernos de acuerdo, y ya a solas, me
dijo: -Vea, Goma, yo tengo la inteligencia certificada. No sea temerario,
no ponga en cuestión mi inteligencia en presencia de otras personas. Usted
tiene que realizar un esfuerzo mayor que el mío para ser reconocido como
inteligente. Evite hacer esfuerzos innecesarios, trate de imaginar que la
razón la tengo yo.
El diario de Piriápolis es una joya, una pequeña obra de arte, pero, ¿qué
relación tiene con lo que en realidad ocurrió allá?; no es tan fácil la
respuesta. Un relato realista no es pero, ¿quién le va a pedir un relato
realista a este incansable buscador de la realidad? En cuanto a decir la
verdad Gombrowicz dejaba mucho que desear, el diario lo empieza y lo termina
diciendo mentiras.
Hicimos nuestro viaje en un barco confortable y elegante, pero:
"-Viernes. El avión. Azul. Altitud: 1500 (...) Pero lo realmente divertido
(apenas puedo contener la risa) es que, aparte de mí, hay cuarenta y nueve
personas más volando a un mismo tiempo en el espacio. Somos una lata de
conservas planeando. Pienso que en el aire somos una cantidad diferente
a la que seríamos en tierra, esto se me sube a la cabeza"
¿A qué viene tanta mentira? Yo regresé a Buenos Aires antes que Gombrowicz,
se me habían terminado las vacaciones, tenía que volver a trabajar, pero:
"Miércoles. He aquí que todo se termina. Dejé Piriápolis el 31 de enero
y, vía Colonia, llegué a Buenos Aires el mismo día, a las once y media de
la noche. Gómez se había ido antes, llamado por un telegrama emanado de
las esferas de la universidad. No sabré pues jamás qué es lo que realmente
pasó en Piriápolis"
Otra vez una mentira. Y en otro lugar del diario de Piriápolis, no sea cosa
que vaya a dejar de mentir:
"Gómez habla de Siegrist y de su teoría sobre el carácter maníaco de la
física. En cuanto a mí, le hago recordar el suspiro de Siegrist: -¡Las acciones
bajan! Silencio de estrellas"
La primera vez que leí este diario me pareció extraño, me sentí participando
de una aventura fantástica pues al parecer los hechos no se correspondían
con lo que Gombrowicz había escrito. Pero esos hechos, que al poco tiempo
de ocurridos tenían la dureza de un diamante y el dibujo preciso de sus
facetas, fueron perdiendo sus límites y hoy están mucho más cerca del diario
de Piriápolis. La intervención violenta de la voluntad de Gombrowicz les
ha dado a aquellos hechos unos límites nuevos, le arrancó al continuo indiferente
de la realidad una forma más profunda y perdurable, una vida más verdadera.
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DE LA FAMA
Después de treinta y siete años Gombrowicz regresaba a Francia y se encontraba
con un joven de veintidós años que había descuidado sus estudios, que se
había hecho amigo de unos tratantes de blancas, y casi va a parar a la cárcel.
A este joven se le está acercando un señor de cincuenta y nueve años cuya
obra de escritor ya tenía un lugar en el mundo, y que nos estaba abandonando
después de veinticuatro años de vida en la Argentina. ¿Podría finalmente
derrotar a París?
Mientras que en aquel lejano 1926 ese joven un poco arrogante se sentía
puesto en una situación inferior, este hombre maduro de hoy nos está diciendo
desde Francia que todo terminó:
"Las damas más distinguidas gritaban: -ah, qué felicidad la suya- cuando
Leonor Fini les anunciaba mi presencia en su casa (...) Comprobé ya que
mis conocimientos de Sartre y de Heidegger sobran para poner en aprietos
a los más agudos intelectos tanto de Francia como de Alemania"
El círculo estaba cerrado, la victoria era fulminante, Gombrowicz reinaba
ya en los salones y en la literatura. Nosotros mismos crecimos con esta
victoria pues se nos estaba confirmando que allá, en el ombligo del mundo,
el héroe de Ferdydurke, como él nos escribe al poco tiempo de llegar, pertenecía
ya a toda la humanidad.
Si hay algo que Gombrowicz no tuvo en la Argentina fue fama. Salvo algunas
notas ocasionales que aparecieron aquí y allá durante casi un cuarto de
siglo sólo pudo publicar Ferdydurke y El casamiento, bastante poca cosa
para un hombre que buscaba con perseverancia la notoriedad y, más todavía,
la gloria.
A pesar de que para el año 63’, año en que se va de la Argentina, ya empezaba
a ser conocido en Europa, razón por la que la Fundación Ford le da una beca,
por acá, salvo sus amigos íntimos, nadie le creía nada. Un poco por la costumbre
que tenemos los argentinos de no reconocer el mérito ajeno, y mucho menos
la jerarquía, y otro poco porque Gombrowicz no daba la impresión de ser
una persona muy seria que digamos, la cosa es que este genio polaco estuvo
rodeado siempre de una atmósfera de irrealidad. Cuando ya había empezado
a sentir que la Argentina se le estaba descomponiendo, escribió:
"Lo que me es más penoso, también, es saber que de esa época argentina quedará
poco. ¿Dónde están los que podrían contarme, describirme, reconstruirme
tal como fui? Los que frecuentaba no eran en general literatos, no se puede
esperar de ellos anécdotas pintorescas, detalles característicos, un dibujo
logrado... Tengo que confesar, además, que yo era diferente con cada uno
de ellos, a punto tal que nadie sabe cómo era yo en realidad. Me siento
incómodo cuando, de tanto en tanto, el correo me trae lo que se escribe
sobre mí en la Argentina. Como era de prever, en esas pequeñas evocaciones
y artículos, se hace de mí un buen tipo, amigo de los jóvenes, un personaje
convencional de artista incomprendido y rechazado por el medio. ¿Qué hacer?
¡Tu l’as voulu, Georges Dandín! ¿Por qué elegí una manera tan difícil de
describir, un sistema de máscaras tan complicado? La gente previsora actúa
de modo que su vida se preste a las pequeñas evocaciones"
El viejo zorro nos quiere hacer pasar gato por liebre, quiere hacer pasar
su irrealidad argentina como un error de cálculo y no como unas ventoleras
que lo agarraban de la nariz y lo llevaban para cualquier parte, como a
la pobre Periquita que hacía lo que podía. Una prueba más del valor que
Gombrowicz le daba a la fama se me hizo evidente cuando terminé de juntar
los fragmentos de las cartas en los que se refiere a ella. El tema de la
fama duplica en espacio a cualquiera de los otros y aunque él nunca había
sido un hombre modesto esta exhibición desfachatada de su ascenso irresistible
aparece como un poco enfermiza. Gombrowicz se toma a sí mismo como un objeto
digno de gloria, y no sólo para los demás, un Gombrowicz argentino que se
empieza a arrodillar en la puerta de ese otro Gombrowicz europeo que le
muestra sus riquezas.
Y no afloja, pierde el carácter privado que lo acompañó siempre durante
toda su estada en la Argentina y se entrega a las orgías del éxito que hasta
entonces le había sido esquivo. Mientras no lo tuvo, o lo tuvo poco, el
éxito había sido para él una búsqueda de pequeños burgueses, de hombres
mediocres y superficiales, pero en las cartas se nos muestra de una manera
muy diferente.
Yo
pienso que Gombrowicz se deshumanizó en Europa y que, también, fue deshumanizado.
Le decayeron allá sus impulsos fraternales y se le acentuaron los de inferioridad,
autoridad, esclavitud, dominio, y no solamente por la enfermedad. ¿No será
un poco injusta esta manera de tratar a Gombrowicz? Una planta a la que
le falta el agua durante tanto tiempo se puede morir, y si no se muere se
marchita, pierde el color y la frescura, pero cuando le damos un poco de
agua otra vez, ¡con qué avidez la toma, y qué pronto recupera la lozanía!
¿No será que la indiferencia argentina y la pobreza convirtieron a Gombrowicz
en esa planta seca regada nuevamente por el agua de Francia? No es tan fácil
la respuesta.
En primer lugar, en estas cartas Gombrowicz se divierte con nosotros, pero
no se nota, por lo menos no se nota demasiado, que se divierta con sus nuevas
compañías. La cuestión es, como ya sabemos, que la diversión y el aburrimiento
eran dos categorías de la existencia para él. Aburrir parece que no se aburría:
"Me felicito porque tengo mucho que hacer, para un anciano es lo mejor"
Pero, ¿se divertía? Quizás, lo que ocurrió es que Gombrowicz, de a poco,
se fue convirtiendo en una persona seria, en un inmaduro viejo. Mentir seguía
mintiendo, miremos si no como en las últimas páginas de su diario se inventó
la compra de una casa magnífica de fin de semana con los dólares del premio
Formentor nada más que para darle rabia a sus enemigos de Wiadomosci, la
revista polaca de Londres, y la describe tan bien, con tal lujo de detalles
que aún hoy en día algún despistado le pregunta a Rita si puede ir a pasar
unas vacaciones a esa casa. Sí, mentía, no solamente con la historia de
la casa, también cuenta que en esa casa esperaba a un hijo bastardo que
le estaba llegando desde la Argentina... pero... ya no era una mentira joven,
inmadura, era la mentira de un falso padre viejo e inmaduro. La mentira
divertida se le había convertido en una mentira seria.
Gombrowicz, ¿se vuelve adulto en Francia?:
"(...) hoy, por ejemplo, me levanté a las 9 (me levanto temprano) desayuné
(...) me puse a escribir una nota política (pues la grandeza me obliga a
tomar la palabra en asuntos de excepcional importancia)"
De apuro, también, se tuvo que construir un pasado familiar, un árbol genealógico
(dibujado ya lo tenía, lo había desarrollado en sus horas de ocio mientras
que fingía que trabajaba en el Banco Polaco), pues la fama lo obligaba a
esclarecer su pertenencia a una familia de linaje noble, según lo imaginaba
él.
Aquí, en la Argentina, se nos aparecía como una persona sin pasado, un Deus
ex machina, y tanto era así que los cubanos habían hecho correr el rumor
de que era hijo de un relojero de Varsovia. Yo lo empecé a admirar cuando
todavía era hijo de un relojero, luego, en tanto que conde, más tarde como
un representante extravagante de la nobleza polaca... da lo mismo. Una tarde
me estaba traduciendo el pasaje del diario donde confiesa que no era conde
y como yo no le manifestaba ningún asombro, me dijo: -Usted no entiende
lo que le estoy leyendo, no ve que le estoy diciendo que no soy conde; -Yo
entiendo, Gombrowicz, pero, qué interés puede tener para mí esa revelación,
para mí usted siempre será conde, que lo sea en realidad o que no lo sea
es algo que no tiene importancia, usted tiene todas las características
de un conde, según me lo imagino yo.
Un momento muy intenso de su fama nos aparece cuando intenta regresar a
la Argentina:
"(...) el escritor número uno (...) algo así como un Ricardo Rojas y un
Goethe (...) El escritor más grande del universo"
Se siente como un Cristóbal Colón y como un Cesar, aunque sin la seriedad
de esos prohombres pues piensa especialmente en las burlas y en la venganza:
"para joder debidamente se necesita un terreno más amplio que La Plata"
le dice a Quilombo cuando cambia su idea de ir a vivir con él a esa ciudad.
En Europa se comporta como un mutante, como esos vegetales que adquieren
el tamaño del lugar donde los transplantan. Aquí, en Buenos Aires, me dijo
una vez que no entendía como Gide podía hacer tantas cosas en un día: tocar
el piano, ver editores, escribir; -yo apenas tengo tiempo de escribir un
par de renglones y comerme un sandwichito. Pero ni bien pisa Europa, ¡otra
que Gide!
En la medida que crece su fama se empieza a alejar lentamente de nosotros
construyendo de apuro la leyenda europea pero, ahora, con poetisas, profesores,
editores, condesas, estrenos, princesas, escritores. Tiene que cambiar rápidamente
su piecita de la calle Venezuela por lo que él mismo terminaría por llamar:
la administración de su gloria.
A mí no me vino nada mal la fama de Gombrowicz, al contrario, me vino muy
bien. No estoy tan seguro, en cambio, que valga lo mismo para Gombrowicz.
Quizás, tanta gloria le hubiera venido mejor después de muerto. A decir
verdad, en los últimos seis años que vivió en Europa, no escribió ninguna
obra nueva; terminó Cosmos y Opereta, a los tumbos, con mucha agitación,
sin paz.
Pero qué importa. Gombrowicz se puso más allá de su propia fama y de sus
mentiras, a mis ojos se convirtió en un héroe mitológico que transformaba
los hechos banales en leyenda. Un Homero estrafalario, y así lo sigue siendo
para mí.
DE SARTRE
Lo de Sartre es una historia aparte. Resulta increíble la desfachatez con
la que Gombrowicz manipula a Sartre para ajustar sus cuentas con los franceses.
Otra vez se nos aparece el carácter instrumental de sus composiciones, en
esta ocasión me hizo recordar a una de sus cartas ríoplatenses en la que
explica por qué incluye a los jóvenes de Tandil en el diario:
"Lo hago porque me gusta operar con lo insignificante, llevar lo insignificante
a la altura, desconcertar... Lo hice una vez con un par de zapatos y otra
con seis camisas de verano (...)"
"(...) me pasa una cosa rara, ya sabes cómo lo insultaba a Sartre y lo despreciaba.
Pues bien, en el diario lo elevo a alturas vertiginosas, declaro que Francia
tiene que elegir entre Sartre y Proust, y dije que es el pensamiento más
categórico y decisivo desde Descartes. ¿Qué cosa che? Además escribí mi
peregrinaje a su casa (es decir, para contemplar las ventanas). Esto va
a joder a todo el mundo porque odian a Sartre"
Este acercamiento a Sartre le duró muy poco tiempo, entonces empezó entre
nosotros una polémica epistolar que no fue la causa pero sí el soporte de
nuestra ruptura, así que vamos a ver algunas de las cosas que nos dijimos
por aquel entonces:
"Ada me leyó el primer fragmento del diario de Berlín. Le propongo humildemente
que examine con cuidado lo que dice sobre Sartre (...) es como si hubiera
caído en un pozo de aire (...) La conciencia de Sartre no es ajena al dolor
ni al placer, el dolor y el placer son parte de la conciencia (...) No se
alarme tanto, el idioma filosófico sólo es asimilado por las personas que
conocen la filosofía, las que no abundan (...) puede quedarse tranquilo
desempeñando su papel de procurador general del sentido común (...) el palo
que quiere darle a Sartre le viene bien a usted también (...) Sus ideas
sobre la forma y sobre la inmadurez son absolutamente incomprensibles para
las tiernas criaturas del sentido común (...) participan de la misma pretensión
que tienen las reducciones existencialistas (...) la conciencia sartriana
no es la de Cartesius para quien los sentimientos eran ideas obscuras e
indistinguibles, ni tampoco es la de Kant en sus formas de la sensibilidad
y del conocimiento (...) La princesa me sugería, si es que a usted se le
presenta alguna dificultad para comprender los misterios del en-sí, del
para-sí, y del en-sí-para-sí, que se guíe por un misterio equivalente, el
de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo"
Hasta aquí, yo, ahora, Gombrowicz:
"Como
si fuera poco, usted, en vez de mandarme noticias, trata, según parece,
de enseñarme la filosofía de Sartre en cinco carillas. ¡Jua, jua, jua! Lo
de que el dolor o el placer cobran valor dentro de la perspectiva del existente,
de su mundo, de su situación, de su finalidad, de su futuro, de su proyecto,
esto lo sabe cualquier niño. Lo que no saben algunos adultos recién iniciados
es que en Sartre (como en todo cartesianismo) el ser se funda en la conciencia,
es decir, que si usted es consciente de este vaso, el vaso es (aunque no
procurara placer ni dolor). Esto es lo que yo condeno, tarado, pues lo sé
hondamente que la existencia no es una relación suelta, tranquila, sino
una relación convulsa -y no una libertad (no importa en qué sentido) sino
una tensión. Todas las estupideces de Sartre provienen del hecho que se
relacionó con el dolor de una manera tranquila y doctoral típica de los
cartesianos. No comprendió el cuerpo, ni el dolor. Por lo tanto le sugiero,
Goma, amistosamente, que les diga a todos los amigos que lo considero a
usted bastante tarado. Salú"
Se me partía el corazón, mi dios polaco era Gombrowicz y mi dios francés
era Sartre, y estos dioses no se querían para nada. La juventud de los 60’
era sartriana, adorábamos a Sartre. Claro, eran dioses que tenían objetivos
muy diferentes. Sartre quería cargarse el mundo sobre los hombros con su
teoría de la responsabilidad, una moral adulta, y Gombrowicz quería sacarse
el mundo de encima con su teoría de la inmadurez, una moral infantil.
El "deber ser" era algo que espantaba a Gombrowicz (¿sería abogado?), su
propósito era contrario a las leyes del hombre, fue maestro en al creación
de un mundo en el que las personas, mejor dicho, los personajes estaban
tentados a hacer algo que no tenían que hacer y, viceversa, a no hacer lo
que tenían que hacer. Sí, ya sé, es cierto que escribió:
"La moral del escritor se resume en una de las máximas más elementales,
tan elemental que es casi molesto formularla: escribe de tal manera que
quien te lea vea en ti un hombre de bien"
El imperativo categórico kantiano, no sólo por lo que dice sino también
por cómo lo dice, pero... La batalla entre Sartre y Gombrowicz se decide
finalmente en un terreno en el que, a pesar de nuestra polémica, tuve que
ponerme de parte del dios polaco:
"La ventaja que tiene usted sobre Sartre, paradójicamente, es la libertad.
El franchute analiza tan minuciosamente la conducta humana, con tanta fuerza
avasalladora, que debe recurrir a una precisión conceptual enorme porque
está condenado a buscar lo que de antemano sabe que encontrará. Sus ideas,
en cambio, siendo más reducidas en cantidad y menos estrictas en calidad,
le dan más libertad para dejarse penetrar por aquello que es distinto de
usted y de las ideas que tiene sobre el mundo. Esta mayor libertad, sin
embargo, debe utilizarla para decir cosas inteligentes y no pavadas"
A pesar de que yo estaba de parte de Gombrowicz en su manera de ver el mundo
respecto a la de Sartre, antes y después de la polémica, eran otros los
sentimientos que me golpeaban el corazón; ese maldito demonólogo de la forma
me había clavado un puñal por la espalda:
"¿acaso era posible prolongar indefinidamente ese jueguito nuestro en La
Fragata"
Así que transformé a Sartre en un martillo con el que lo iba a golpear hasta
el final:
"En el ambiente se comenta que usted agigantaba a Sartre para golpear Proust
y, de paso, a toda la literatura francesa, diario de París. Pero el filósofo
se le escapó de las manos y le creció demasiado. Cuando sintió que se ponía
por encima de usted, lo ubica en el lugar en el que siempre había estado
según su manera de ver las cosas, diario de Berlín"
Pero de esto vamos a hablar en la separación social.
DE LA SEPARACIÓN SOCIAL
Aunque no con mucha frecuencia ni de una manera muy explícita, en algunas
ocasiones, yo le manifestaba mi admiración. Dice Bereza:
"Es muy fácil decir que para Juan Carlos Gómez Gombrowicz se convirtió en
el otro más importante de su vida"
No es tan difícil comprender entonces que la frasecita de Gombrowicz me
haya provocado un dolor enorme y que a partir de ese momento lo haya querido
herir, así que siguiendo sus mismas enseñanzas manipulé a Sartre para ajustar
mis cuentas con él.
Lo describí como si fuera un monstruo, lo confronté con su naturaleza y
lo asimilé a una especie de fantasma disfrazado de hombre que cuando era
hombre quería ser fantasma y cuando era fantasma quería ser hombre, que
quería ser todo; un personaje que no era aceptado en su propio libreto;
un actor que soñaba con los estados puros de realización y de irrealización,
con la inteligencia y la estupidez desnudas, con la devoción y la perversidad,
con la belleza y la fealdad, con la seriedad y la irresponsabilidad, sin
máscaras; un hombre que quería ser A y no A, y que quería ser todo al mismo
tiempo.
En medio de todas estas vueltas de carnero, es como si le hubiera dicho:
-Gombrowicz, usted no tiene salvación, usted se va a llevar consigo al Gombrowicz
que terminó siendo en La Fragata cualquiera sea la parte del mundo donde
vaya. La separación estaba lista, en la que resultó ser la carta final de
nuestra correspondencia le escribí:
"En mi última carta le decía que usted cambia de personas como los antiguos
mensajeros cambiaban a sus caballos, tanto si está enfermo como si está
sano, ahora, antes y siempre"
Gombrowicz no me la contestó, algún tiempo después de muerto me enteré que
había tirado todas mis cartas, salvo la primera. ¿Es posible que esta frasecita
haya provocado nuestra ruptura? Las palabras tenían mucha importancia en
el mundo de nosotros dos, uno se adaptaba a las palabras que pronunciaba
y, después, era muy difícil echarse atrás. Esta interpretación resalta el
valor que tenía la forma, tanto para Gombrowicz como para mí, y el hecho
de cómo una frasecita puede disparar todo un mundo contenido en nuestra
realidad interior a la que no conocemos más allá de la psicología y de la
antropología.
Pero la frasecita que ponía dudas sobre la continuación de nuestro jueguito
era por sí misma una forma muy clara de expresar una perspectiva de aburrimiento,
y la perspectiva de aburrimiento era inaceptable para mí, se tratara de
Gombrowicz o de cualquier otra persona, con razón o si ella, en aquellos
tiempos yo pensaba que nadie se podía aburrir a mi lado. Había desarrollado
una marcada habilidad para cubrir los silencios con el impulso que le daba
a la conversación a la que yo consideraba como la armonía en el intercambio
de ideas, un acuerdo espiritual al que Gombrowicz equiparaba al motus animi
continuus de Cicerón. Tanto era así que en algunas ocasiones, fuera en La
Fragata o en el Rex, yo mantenía diálogos más artificiales que los de costumbre
hasta la madrugada con el único propósito de que nuestra mesa fuera la última
en levantarse, es decir, competía con las otras mesas para mostrarle a la
nuestra que éramos los mejores.
Gombrowicz conocía esta ligera alteración de mi conducta que a veces le
venía bien y otras, no tanto:
"El
ama esto. Se califica a sí mismo como un molino de palabras. Ayer contó
que en la escuela sus compañeros le gritaban: -¡cierra la canilla!, y si
esto no era suficiente le colocaban un recipiente bajo el mentón (...) Gómez
lleva a su boca un vaso de curasao. Me confía con una sonrisa que no encontró
hasta el momento en toda Piriápolis una sola persona que hable, nosotros
somos los únicos... "
Una vez puesta al descubierto esta extravagancia mía podemos dar un paso
más. Yo había llevado el clima de nuestra correspondencia a un nivel alto,
quería que no decayera el mutus animi continuus, pero no le tenía una verdadera
confianza a la palabra escrita y, en consecuencia, sentía una especie de
amenaza latente:
"La princesita me ayuda a mantener viva la forma de esa mirada en medio
de lo que van siendo pálidos reflejos y un brillo parecido a la muerte.
El recuerdo que ha dejado acá, si no vuelve, terminará por deshacerse y
por morir"
¿De dónde me venía entonces esta angustia?, porque la frasecita de Gombrowicz
aún no había aparecido. Yo le tenía plena confianza a mi palabra hablada
pero le tenía poca confianza a mi palabra escrita y de veras temía que nuestra
mesa ya no iba a ser la última en levantarse, sentía la amenaza de que nuestras
palabras escritas terminarían por aburrirnos.
Pero había algo más, cuando le escribí la que resultó ser la última carta
de nuestra correspondencia, amarga y llena de reproches, estaba solo, bueno,
recién me había alejado de la casa y del barrio de mis padres, estaba tironeado
por las ideas desagradables que producen los sentimientos de abandono. ¿De
qué abandono?, de ninguno, ni el de mis padres ni el de Gombrowicz, considerar
a mi mudanza y a la decisión que había tomado Gombrowicz de quedarse en
Europa como un abandono sólo podía tener origen en una confusión, pero...
la confusión me tomó la mano y puse en la balanza unas palabras para que
el platillo de la frase de Gombrowicz quedara equilibrado:
"El hombre es una pasión fracasada y no tiene derecho a contar eternamente
con nada. Pagué $6000 a Flor correspondientes a las mensualidades de enero,
febrero y marzo. Chau Gombrowicz"
Una despedida socrática. Pasó mucho tiempo, cuarenta años exactamente y,
aunque no tanto como antes, le sigo teniendo más confianza a la palabra
hablada, porque la palabra hablada es la palabra socrática, la razón, es
la palabra del hombre, y la palabra escrita es la palabra del escritor,
y los escritores mienten, es la palabra del hombre que miente.
Sea como fuere la estrella que me unía a Gombrowicz no se fue apagando de
a poco, simplemente estalló, como estallan las novas, no siguió el camino
de los cuerpos celestes que se enfrían en el cosmos:
"Lo que es cierto, en todo caso, es que allá abajo, al otro lado del océano,
hasta el recuerdo que he dejado está a punto de descomponerse, de morir"
Dos años después de que yo las hubiera escrito, Gombrowicz escribe mis mismas
palabras en su diario de 1966, había sido alcanzado por mi profecía.
Las razones que nos llevaron a la separación fueron muy distintas. Yo temía
en verdad que nuestra relación cayera en el aburrimiento, me sentía amenazado
por la posibilidad de que el nivel y la frecuencia de nuestra correspondencia
decayeran, no le tenía confianza al arma que me había quedado entre las
manos para combatir estas amenazas: la palabra escrita. Mi última carta
fue un tanto desagradable, pero muy fácilmente podía haberla salvado con
una más cordial, no lo quise hacer, desde que decidió no volver me fui enredando
cada vez más con el presentimiento de la decadencia, y me quedé quieto,
ahí. La separación se fue convirtiendo para mí, poco a poco, en una espada
con la que le pude cortar las cabezas a esa Hidra que me amenazaba desde
el horizonte.
Gombrowicz, en aquellos tiempos, estaba muy ocupado con la administración
de su gloria y con sus enfermedades, me hizo un verónica, como hacen los
toreros cuando dejan pasar de largo al toro, y me respondió con el silencio.
Mientras yo me debatía con mis dudas y con mis especulaciones metafísicas
de segundo grado, Gombrowicz se colocó en un plano mundano y consideró mi
actitud como la de una persona de modales descuidados.
DE LAS CARTAS
"(...) y en el conjunto de las cartas remitidas a sus amigos argentinos
de las que Juan Carlos Gómez es el verdadero destinatario e incomparable
exégeta" Henryk Bereza
"La verdad de un autor (de una persona) debe buscarse en la correspondencia
y no en su obra..." Emil Cioran
Si bien es cierto que Bereza siempre ha sido muy generoso conmigo y es posible
que a Cioran se le haya ido un poco la mano vamos a ver qué pasa.
¿Cuánto de importante era yo para Gombrowicz. Bereza dice:
"Es muy fácil decir que para Juan Carlos Gómez Gombrowicz se convirtió en
el otro más importante de su vida. Hay que decir, sin embargo, una cosa
difícil, casi imposible de decir, que Juan Carlos Gómez tuvo que convertirse
en la persona más importante para Gombrowicz"
Pruebas de que soy el más importante no hay, pero voy a citar tres párrafos
de cartas que me escribió a mí y uno de las que le escribió a Miguel Grinberg,
que si bien no llegan a ser una prueba, le andan raspando:
"(...) estoy de acuerdo con usted, no hay caso, a usted le tocará ese destino,
usted será el Glosador y el Biógrafo, váyase preparando de a poco"
"Certificado: Juan Carlos Gómez, alias ‘Goma’, es el argentino más iniciado
en mi mundo y conoce mucho mis secretos"
"Le voy a decir, Goma, que en cierto sentido usted es mucho más amigo mío
que Flor, lo que me une con Flor no sé si se podría llamar amistad"
"Los dos relatos (de Jorge Vilela y de Jorge Di Paola) son hechos de pedazos,
de los cuales unos son mejores, otros peores. Bien lo sé que ‘describirme’
es una tarea dificilísima porque mis chistes no son sólo verbales, hay que
dar el ambiente, la mueca, el estilo y aún la magia de una perpetua transformación
de la realidad cotidiana en algo artístico (lo que me caracteriza). Esto
no lo lograron pero sería demasiado pedir, quién sabe si un día no lo logrará
Goma..."
Y, otra vez, igual que en Nueva guía de Gombrowicz, estamos hablando de
cartas, pero con un propósito distinto. Mientras que en aquel ensayo las
cartas eran sólo de Gombrowicz y el objetivo el mundo, en este caso las
cartas, que ahora brillan por su ausencia, son de los dos y el objetivo
nuestra relación. Sólo transcribimos algunos fragmentos de las cartas de
Gombrowicz, muy pocos, alcanzan para que no perdamos de vista un estilo
que no pocas veces se pone al servicio de Gombrowicz para ayudarlo a escurrirse
entre nuestras manos como si fuera una anguila.
En estas cartas hay de todo un poco: humor, filosofía, comentarios maliciosos,
teatro, sentimientos, chismes, amor, y una tensión afectiva e ideológica
que va creciendo y al final explota. Los temas de la correspondencia siempre
se imponen por sí mismos al seleccionar fragmentos de cartas, pero en este
caso, en esta oportunidad, sé de antemano cuáles van a ser sus contenidos
y su cantidad pues me las tengo que ver con nuestras relaciones personales,
unas relaciones que se me han grabado a fuego en cuatro asuntos fundamentales,
a saber: su decisión de regresar a la Argentina; su decisión de compartir
la misma casa con Mariano Betelú y conmigo; su decisión de no regresar a
la Argentina; la interrupción de la correspondencia.
Sin ningún abuso, y con todo el respeto que un amigo debe tener por otro,
no quise ni pude soslayar alguna referencia a su homosexualidad, son caminos
escabrosos que debemos recorrer para rondar la verdad, no para alcanzarla,
siguiendo los procedimientos del Maestro. Son reflexiones que tienen que
ver con su sexualidad, con su erotismo, y con un canto a la juventud que
se convierte en un hermoso vuelo con el que le da muerte a su perversión.
Empezamos a marchar otra vez por el camino de la vida y de la obra de Gombrowicz,
y nuevamente nos ponemos en la mochila todo lo que existe, todo lo que es
bello, y todo lo que duele. Al paso primero, al galope después, y, finalmente,
a la carrera asaltamos el castillo de Gombrowicz.
DE ADA LUBOMIRSKA,
DE LA PELEA, Y DE LA AMISTAD
Para poder retomar con más fuerza y con más claridad lo que dije en el capítulo
de la separación social es necesario que me refiera a la que para mí fue,
desde que Gombrowicz se fue de la Argentina, mi alter ego.
"Entonces llegó el momento en el que los oyentes, fascinados por mi lúgubre
resplandor, empezaron a insistir en que les dijera qué es el arte, en qué
consiste el arte, cómo es el arte; y estas preguntas se me echaron encima
igual que unos perros que años atrás me habían asaltado al llegar frente
a la mansión de Wsola.. Respondí. -¡No, eso no os lo voy a decir! Eso sólo
puedo decirlo a una persona de un rango igual al mío. De entre todos vosotros,
sólo a una persona; -¿A quién?; -Sólo a ella -contesté, indicando a una
de las damas-, sólo a ella. ¡Porque ella es una princesa!"
"Hoy
se recibe en casa, hay fiesta. El salón está iluminado, flirt, muchos espejos,
baile... pero un cuarto viejo, desordenado, obscuro, está allí en medio
del brillo y el lujo, incomprensiblemente. Nadie ve o, quizás, nadie mira
ese rincón ilegítimo, amenazador, traicionero. Una dama camina hacia él,
se introduce, no del todo, está dentro y fuera a la vez; desde la penumbra
interior del cuarto algo la cautiva, con una mano toca sus paredes sucias,
viejas, las cosas inservibles y olvidadas"
"Su otra mano, brillante, lujosa, como dispuesta a colaborar con su hermana
pobre atrae hacia el rincón solitario, el salón iluminado. Entonces el cuarto
se aleja ... la dama camina en su busca... Yo observo la escena, se repite
con obstinación ciega, pero cambian los tonos, diferencias apenas perceptibles
brillan intensamente, comienza un movimiento impreciso. Interrogo a la dama,
ella me contesta"
Estos dos pasajes, el primero de Gombrowicz y el segundo mío, tienen un
gran parentesco, en ambos se nota que tanto Gombrowicz como yo éramos víctimas
de un encantamiento, estábamos encantados por la encantadora princesita.
En nuestros primeros encuentros yo le regalé tres discos que me había regalado
Gombrowicz a mí cuando se fue a Europa, en nuestros últimos ella me regaló
Las palabras de Sartre.
Fue mi traductora de los textos polacos de Gombrowicz, mi partenaire en
las discusiones con Sabato, la lectora de mi correspondencia con Gombrowicz,
con ella, una segunda naturaleza de Gombrowicz estaba conmigo, ella me lo
mantuvo vivo. La encantadora princesita fue mi amiga, irradiaba belleza
y dolor como el mundo de Gombrowicz, mi Gombrowicz pasaba por ella, por
eso empecé a idealizar mi amistad con él, un error, por eso me peleé con
él, otro error. Ni qué hablar, Ada no tuvo culpa de nada, la tuve yo, la
princesita no tenía ni una pizca de maldad, era encantadora.
Una cosa es por qué me separé de Gombrowicz y otra muy distinta por qué
me empecé a pelear con él, y qué tiene que ver Ada con todo esto. Lo curioso
del caso es que cuando se me despertó el instinto agresivo empecé a sacar
copias de las cartas, hasta entonces no había sacado copia de ninguna. Los
temas de la primera carta que dupliqué eran: el dolor, el yo, la amistad,
Ada, Flor.
La separación la voy a tratar aparte, no tiene nada que ver con Ada, pero
la pelea sí tiene que ver con Ada. Quizás, no esté bien decir que se me
despertaron las ganas de pelear, yo soy peleador, pero, ¿por qué se me acentuaron
las ganas de pelear?, y, además, ¿qué tipo de pelea era éste? Esta pelea
era una lucha, una confrontación entre dos contendientes, a ver quién gana,
era una competencia como la del ajedrez, no existió durante toda la pelea
ninguna razón moral, sólo al final la moral roza la lucha. Luchábamos para
ver quién era el más inteligente, el más grande, no por nada yo había elegido
a Sabato y a Sartre como excusas pues a mí, como a Gombrowicz con Goethe
y Shakespeare, me gustaba estar en buena compañía.
Gombrowicz
y yo empezamos a merodearnos en círculo, como dos leones, nos tirábamos
zarpazos, y nos peleamos momás, pero, ¿por qué nos peleamos?: cherchez la
femme. Yo quería pelearme con Gombrowicz para ser el más grande, ¿el más
grande para quién?, para Ada, la encantadora princesita, de la que estaba
profundamente enamorado, estábamos enamorados. ¿Y Gombrowicz?, ¿acaso quería
ser el más grande para Rita?, no, no lo creo, no, Gombrowicz quería ser
el más grande para el mundo, y se estaba peleando conmigo porque yo lo vencía,
porque mis cartas eran mejores que las de él, esto es lo que al menos me
parecía a mí, y no sólo a mí. ¿Me abandonó?, no, esta idea no funciona,
fue una pelea, una pelea de pavos reales que se precipitó en la separación,
pero, ¿por qué en la separación?... Esta es harina de otro costal.
En el conjunto de las sesenta cartas que le mandé a Gombrowicz hay un hueco
epistolar de casi un año pues yo en ese entonces no sacaba copia de mis
cartas y Gombrowicz tiró los originales. Un espacio que no es sólo de tiempo,
nuestra relación se había transformado, de mi primera carta, la única que
conservó Gombrowicz, un poco triste, inmadura, afectuosa, mozartiana, pegamos
un salto a otra en la que los temas son el dolor, el yo, la amistad, un
clima en el que ya se empieza a notar el zarpazo beethoveniano.
Había, sin embargo, una hermandad entre la mozartiana y la beethoveniana,
las emociones con las que recibía y contestaba las cartas de Gombrowicz
eran igualmente intensas, en ambas aparece un deseo que sólo claudica al
final: el deseo de traerlo otra vez a Buenos Aires.
"Le voy a decir, Goma, que en cierto sentido usted es mucho más amigo mío
que Flor (...)"
"La amistad es el más grande de todos los sentimientos, es una relación
que nace de la fuerza y no de la debilidad, es una relación entre iguales
en la que ninguno de los amigos debe renunciar a nada"
Un diálogo serio y afectuoso que mantuve con Gombrowicz. ¿De qué otra forma
me podía decir él que me quería si Quilombo y yo fuimos los que estuvimos
más cerca de su corazón? ¿De qué otra manera me podía decir que yo era su
mejor amigo un pudibundo que no podía expresar en forma abierta sus sentimientos?
¿Por qué la amistad no nos protegió después de esa pelea tan desagradable?,
es una de las funciones de este sentimiento. Yo estaba embotado, no le hice
lugar a los impulsos constructivos de la amistad y no hice lo que tenía
que hacer. Lo que tenía que hacer y no hice es muy simple: le tenía que
haber escrito una carta más afectuosa y cordial que la amarga y llena de
reproches que terminó con nuestra correspondencia. Si lo hubiera hecho mis
palabras sobre la amistad hubieran llegado hasta el día de hoy sin ningún
paréntesis.
Esa carta no se la escribí, y entonces Gombrowicz tiraba mis cartas a la
basura y yo me ponía entre paréntesis durante cuarenta años junto a mi amistad.
Pero la amistad, cuando ha tejido con cuidado su trama en el corazón, es
muchísimo más poderosa que la torpeza y el descuido y aunque deba esperar
mucho tiempo siempre vuelve, vuelve a ocupar ese lugar vacío y doloroso
en el alma de los amigos. La nuestra esperó mucho tiempo pero volvió. Cuarenta
años después.
Ada siempre estuvo de parte de los dos, de Gombrowicz y de mí, pero no le
alcanzaron las fuerzas para detener al diablo que se había apoderado de
nosotros e impidió que la amistad nos protegiera. Era el diablo de la separación
metafísica.
DE MARIANO
BETELÚ, Y DEL PROYECTO DE VIDA EN COMÚN
La idea de compartir con Gombrowicz y con Quilombo una casa me trajo muchos
dolores de cabeza. En principio, ni en mis sueños más atrevidos yo me imaginaba
abandonando la comodidad de la casa de mis padres en la que, según la opinión
inveterada de mi hermana, yo era el hijo preferido. No tenía nada de qué
preocuparme, trabajaba, tenía un buen empleo, ganaba bastante plata y llevaba
una vida de dandy metafísico.
Sin embargo, eso de vivir con Gombrowicz, un Gombrowicz que se estaba volviendo
famoso, que tenía el reconocimiento de la Europa civilizada, que era extravagante,
libre, payaso, genio, no era cosa que, como me decía él mismo, se me iba
a presentar todos los días. Pero era homosexual y yo, en esta materia, como
Gombrowicz en los asuntos del dinero, era mortalmente serio. Como si esto
fuera poco no me resultaba para nada clara la naturaleza de la relación
que tenía con Betelú.
Mariano, que no era ningún idiota, en presencia de Gombrowicz representaba
el papel de un perfecto idiota, inmaduro, esclavo, a tal punto que la relación
tan intensa que tenía con el polaco sólo era explicable, en apariencia,
por un tipo de atracción non sancta. Con el tiempo fui encontrando la llave
para entrar, hasta cierto punto, en ese misterio, se puede decir que cuando
escribí los monjecitos medievales tenía la mitad del camino hecho.
Para mí, Flor, era un animal extraño al que no sabía cómo abordar en mis
cartas, de ahí el lenguaje sofisticado y abstruso de dos pasajes en los
que me refiero a él y que Gombrowicz cita, de ahí mi obsesión por borrarle
los contornos. No sabía cómo abordarlo cuando le hablaba de él a Gombrowicz,
sí sabía cuando le hablaba a los demás o a él mismo, lo trataba como a un
chico.
No sé, quizás el Altísimo en su infinita sabiduría frustró el proyecto de
vida en común entre nosotros para protegernos a los tres:
"Viejo, no te hagás el santo, no gimas por tu reputación en Tandilu y en
otras partes, es verdad que tenés la conciencia limpia pero esto se debe
a mi aguante extraordinario, porque vos en Tandilu, siendo jovencito en
la colimba no estabas del todo contrario que digamos a ciertas hm... hm...
experiencias y bien me recuerdo que una vez en la confitería del León de
Francia cuando estábamos con amigotes tomando grapa (yo pagaba) vos movido
por una curiosidad juvenil me tocabas la pierna con la tuya, así no más,
por casualidad, aprovechando el ambiente báquico (grapa) pero yo lo aguanté
heroicamente para salvar nuestra amistad porque mi larga experiencia me
ha enseñado que no hay que mezclar amistad y amor. Si no fuera por mi aguante
estoico y ascético hoy no tendrías conciencia tan limpia porque no te faltaban
las ganas por lo menos para ver cómo es eso y qué pasará, así que no vengas
ahora luciéndote con tu santidad inmaculada. Hoy te lo puedo decir porque
nos separa el Atlántico y no hay peligro inmediato, y te lo escribo al final
de la carta para que lo puedas cortar con la tijera. Viejo, me admiro a
mí mismo sobre todo tomando en cuenta los gastos y la plata invertida y
tanto más que vos, con tu amor y admiración que me tenés, te resultaría
imposible negarme ciertos sacrificios, pero ya ves que lo aguanté todo"
¿Y si no los separara el Atlántico?, ¿y si Gombrowicz se cansara de aguantar?
Menos mal, si por imaginármelo acostado con un marinero, por imaginármelo
nada más, se armó la de Dios es Cristo, ni quiero pensar lo que podría haber
pasado si hubiéramos vivido juntos. Para hacer honor a la verdad las relaciones
entre Gombrowicz y Flor quedan mejor descriptas en el relato de los monjecitos
medievales que en este comentario malicioso.
"Dos monjes medievales sonríen, enigmáticos; misterios crueles se hacen
presentes, no tienen nombre ni los puedo contar, están ahí, burlones, amenazadores.
Yo interrogo a los monjes, pero no hablan. Dos monjes medievales se miran,
con ojos tristes, locos, ambiguos, triviales, trágicos, idiotas, fríos,
intensos; perversidades y desviaciones enormes se hacen presentes, no tienen
nombre ni las puedo contar, está ahí, furiosas, inescrutables. Yo interrogo
a los monjes, pero no hablan. Dos monjes medievales van juntos con pasos
desiguales, uno camina delante del otro; ritmos prohibidos, armonías informes
se hacen presentes, no tienen nombre ni los puedo contar, están ahí, como
si fuera a comenzar una danza, una melodía definitiva, nunca oída, los monjes
no bailan ni hay música. Yo los interrogo, pero no hablan. Dos monjes medievales
terminan de comer y están satisfechos; no ríen, no se miran, no caminan.
Yo los interrogo y hablan. Chillidos inarticulados, agudos, incomprensibles
salen de sus gargantas"
Confundido por este dilema hamletiano, un acontecimiento familiar imprevisto
y penoso me ayudó a aclarar el panorama. Mi hermana se divorció y se vino
a vivir a la casa paterna con una hija pequeña. Tengo que huir, pensé, me
tengo que ir de la casa de papá y mamá y, de la misma manera que Gombrowicz
pensó que para irse a vivir a España era mejor volver a la Argentina, yo
pensé que para irme a vivir solo era mejor vivir con Gombrowicz y con Flor
de Quilombo. Este pensamiento, este salto al vacío, a lo desconocido, me
empezó a agobiar porque, si bien es cierto que siempre me podía escapar
de ellos para ir a vivir solo, el primer paso era muy importante. Otra cosa
que me mareaba completamente era la elección del lugar que estaba haciendo
Gombrowicz: extra muros, aquí, allá... no podía ser, yo trabajaba en el
microcentro. El proyecto de vida en común fracasó porque Gombrowicz no regresó
a la Argentina, y yo me fui a vivir al barrio norte.
Es toda la correspondencia con el polaco la que me sacó, después de cuarenta
años, el Gombrowicz que yo tenía adentro. Las sesenta cartas que le escribió
a Mariano desde Europa me traen a la memoria recuerdos muy dolorosos. El
martes 10 de junio de 1997 nos íbamos a encontrar en mi casa para intercambiarnos
las copias de todas las cartas que nos había escrito, al mediodía me pidió
que postergáramos el encuentro para el jueves, y a la tarde tuvo un accidente
cerebro vascular. Internado en terapia intensiva once días, murió el 20
de junio. Era el más bueno de nosotros, siempre se ocupó más de los otros
que de sí mismo. Eximio dibujante, soñó y se obsesionó con Gombrowicz, lo
penetró, lo vio por dentro, hoy sus dibujos ilustran libros y exposiciones
en todo el mundo.
DEL REGRESO Y DEL FRACASO
DEL REGRESO
El primer tramo de la correspondencia es luminoso. La Argentina todavía
aparece como un faro brillante que guía los pasos de Gombrowicz, y aunque
no saqué copias de mis cartas en este período epistolar es fácil darse cuenta
de que estoy desempeñando el papel de un discípulo fiel, jovial, aplicado,
que está aprendiendo a escribir cartas y que, como no podía ser de otra
manera, va revelando de a poco su verdadera naturaleza: la de hacer líos.
¿Pero qué líos era esos?, eran líos sobre los que Gombrowicz me advertía
y me hacía reproches, a veces severos, a veces amargos, desde el principio
de nuestra correspondencia.
El lío más caracterizado, el que permanece invariable a lo largo de los
dos años de mandarnos cartas, es el de mi manía compulsiva de mandarle cartas
certificadas y expreso. Ahora bien, ¿por qué yo le mandaba este tipo de
cartas si Gombrowicz no se cansaba de pedirme que no se las mandara? ¿Para
obligarlo a despertarse temprano?, no, ¿para obligarlo a ir al correo?,
tampoco, ¿para gastarle bromas?, no, qué va, ¿por el gusto de contrariarlo?,
menos que menos. Entonces, ¿por qué?
Yo, antes que ninguna otra cosa, quería estar con Gombrowicz y la única
manera que tenía al alcance de la mano para conseguirlo eran las cartas,
luego, tenía que asegurarme de que le llegaran rápido y bien, para mí era
mucho más importante alcanzar este objetivo que el valor de sus protestas
las que, por otra parte, como tenían un carácter teatral y retórico, eran
muy divertidas, me mataba de la risa.
Otro lío que, según parece, le ponía los pelos de punta a Gombrowicz era
que yo no sabía tratar a las mujeres, no las diferenciaba bien de los hombres,
confusión de la que derivaban muchos errores de apreciación míos, verbigracia,
que les mostraba las cartas que él me escribía, que las excitaba con su
genio, que las obligaba a traducir sus textos. Aunque estoy utilizando el
plural debería usar solamente el singular: estos líos yo los hacía con Ada,
y nada más que con Ada, la encantadora princesita.
Ahora bien, el lío que se lleva la medalla de oro y que, lamentablemente,
no puedo rastrear porque no dupliqué la carta que lo originó, es el de la
inmundicia y la homosexualidad. ¿Qué extraña inspiración me llevó a acusar
a Gombrowicz de homosexual si yo sabía que era homosexual? Y no solamente
lo sabía yo, nadie podía dejar de saberlo porque, aunque tenía vergüenza
de ser homosexual, tanto en el diario, como en la vida corriente, como en
todo lugar y forma en que pudiera dejar señales, no se cansaba de declarar
que era homosexual.
Yo creo que en este caso me perdieron los detalles. Las encargadas de la
casa de Venezuela 615, donde Gombrowicz vivió dieciocho años, desde l945
a l963, eran unas mujeres muy chismosas. Elsa Schultze y su hija Irmgard,
al principio, cuando iba a retirar la correspondencia de Gombrowicz, me
hablaban muy bien de él, yo siempre estaba con el oído muy atento a la espera
de alguna noticia truculenta porque también soy medio chismoso, pero nada,
me lo presentaban como a un caballero de modales muy cuidados.
Sea porque se acostumbraron a verme y me perdieron el miedo, sea porque
se dieron cuenta de que yo estaba esperando de ellas otros relatos, o sea
por lo que fuere, la cuestión es que de a poco me empezaron a hablar de
los escándalos, de los marineros y de... los detalles. Una cosa era para
mí pensar en un homosexual abstracto y otra muy distinta en casi verlo acostado
con un marinero, tan crudas y vívidas era las imágenes que surgían de los
relatos de las alemanas, las putas conventilleras y atorrantas, como las
llama Gombrowicz. Y el cotejo de un homosexual abstracto y un Gombrowicz
encamado con la marinería me llevó a la ruina, se apoderó de mí un estado
de confusión moral increíble que me tomó la mano y me escribió la carta.
Es probable también que yo haya buscado echar leña al fuego azuzándolo a
Flor para que me mostrara la carta en la que Gombrowicz habla de su sodomía,
la cuestión es que caí en un pozo de aire y nada en el mundo pudo detener
la caída, ni siquiera el tiempo que tenía para reflexionar mientras escribía
la carta. ¡Mi Dios!, menos mal que Gombrowicz tenía mano para tratar estas
estupideces con altura, es por eso que la cosa no pasó a mayores. En una
carta que me manda dos semanas después, es como si me estuviera diciendo:
-mire cómo respondo a su traición, Judas, lo nombro mi embajador plenipotenciario
y mi delfín ante Marta Lynch.
Pero la gran fiesta, las flores, los valses vieneses, los espejos, las luces
empezaron a aparecer recién hacia el final de este tramo de la correspondencia,
y esta fiesta es la que le da el nombre al comienzo de este capítulo, es
la fiesta del regreso. Pero no era sólo el regreso, era también la causa
que originaba ese regreso, la mano poderosa que agarraba al monstruo por
la garganta y lo traía otra vez a la Argentina. Era el poder de mi verbo
evocando a Flor de Quilombo el que lo traía de regreso, era mi verbo el
que lo hacía ver con claridad meridiana que debía volver a la Patria. No
lo recuerdo, pero es seguro que una mezcla de orgullo y alegría inmensos
me debieron convertir en un ser altivo, soberbio, insoportable, más insoportable
aún que de costumbre, cuando se trataba de asuntos de Gombrowicz.
La historia de este regreso no tiene un final feliz. Al tramo de correspondencia
que se corresponde con el fracaso del regreso lo podríamos llamar el principio
del fin, pues a comienzos del año 1964 Gombrowicz se enferma en Berlín y
nunca se restablece, se le agravan sus afecciones pulmonares y finalmente
se muere. El asma que lleva de la Argentina y el hábito de fumar que no
abandona hicieron fracasar los tratamientos que le hacían para restablecer
sus vías respiratorias. Fue perdiendo el aire de a poco a pesar de la cortisona
que le daban, no podía hablar en forma continua y por eso tuvo que escribir
las entrevistas con Dominique de Roux, no pudo grabarlas.
A esta época pertenecen los combates que yo libraba con Sabato con el que
discutía sobre la traducción de Ferdydurke que él quería cambiar, y sobre
el prólogo que había escrito para el libro. Esta gimnasia intelectual es
la que me permite adquirir rápidamente el dominio del idioma epistolar que
finalmente utilizo para luchar contra Gombrowicz. La enfermedad le acrecienta
su inestabilidad nerviosa, su neurastenia, busca un poco de tranquilidad
y se establece en la vieja abadía de Royaumont donde conoce a Rita. No sé
si por la misma simpatía con la que estallan algunos artefactos explosivos,
pero la cosa es que yo también me enfermé y anduve dolorido y mareado durante
varias semanas.
Aunque todavía no nos dice nada, es seguro que para julio de 1964 ya había
decidido compartir la vida con Rita y que ella se negaba a acompañarlo en
el viaje de regreso a la Argentina, una intención que a esta altura del
partido ya no debía ser un proyecto en la cabeza de Gombrowicz, sino más
bien un reflejo condicionado. Sin embargo, Gombrowicz no se rinde, sigue
peleando por su gloria y empieza a realizar su última mudanza, se muda allí
donde puede administrarla mejor, se muda a Francia.
La enfermedad lo destruye, se va quedando sin inspiración creativa, apenas
le quedan energías para terminar el Cosmos y la Opereta, a los tumbos, sin
paz, pero no puede empezar ninguna obra nueva. El tiempo se le fue asociando
con la idea de la muerte, con ese pájaro negro que se le posaba en el hombro.
Se empezó a quedar sin ideas, se ahogó. En el año l969, un poco antes de
morir, le grabaron una película en Vence, la ciudad en la que vivió los
últimos cinco años, una larga entrevista para una emisión de televisión.
Este film registra a Gombrowicz en el cine, los que lo conocimos volvemos
a ver sus juegos con el utensilio de la pipa y su manera de cargarla, la
forma rítmica de contabilizar los argumentos con los dedos y el balanceo
corporal, el gesto amargo, sarcástico, distante y, muy especialmente, su
asma, la enfermedad que se lo lleva de este mundo.
Con el curso de filosofía íntimo que dictó durante un mes, a dos meses de
su muerte, y esta última entrevista, Gombrowicz enfrentó el fin. A este
mosquetero impenitente no le alcanzó la vida para rebelarse contra el dolor,
un proyecto teatral que lo tenía como tema y que tuvo que abandonar después
del infarto del 68’, aunque el dolor siempre fue su copiloto. Para nosotros,
sus amigos y discípulos, esta película tiene un significado muy especial;
sobre el fondo de una conversación que mantiene con tres interlocutores
franceses aparecen como relámpagos lejanos de una tormenta argentina unos
asuntos de Gombrowicz a los que siempre volvía y que actúan como registros
de su personalidad profunda.
DE RITA Y
DE LA INTERRUPCIÓN DE LA CORRESPONDENCIA
Entre el momento en que Gombrowicz toma la decisión de no regresar y el
momento en que nos lo comunica pasan varias semanas. No se atreve a decirnos
que no regresa, se siente culpable, se comporta como si estuviera haciendo
algo que no debe hacer, entonces, emprende una huida a lo parto:
"¿acaso era posible prolongar indefinidamente este jueguito nuestro en La
Fragata?"
¿Por qué me agrede?, ¿y qué es lo que está haciendo mal?
A
partir de ese "jueguito" se desencadena una serie ininterrumpida de agresiones
que terminan quebrando nuestra relación epistolar. No puede ser que la culpa
la sienta solamente porque no vuelve, la enfermedad lo podía excusar de
todo, la enfermedad es un justificativo universal. ¿Qué había entonces detrás
de ese TEMPLO POCO CLARO? Gombrowicz nos está diciendo algo en clave, ahora
bien, ¿qué es lo que nos está diciendo? Tenía que ser algo referente al
"jueguito" y a Rita, algo humillante, algo triste, ¿y por qué referente
a Rita? Vamos a ver qué pasa con la canadiense.
Sin vueltas, avancemos rápidamente, vamos a cortar por lo sano, ¿y cuál
es la cuestión que nos había quedado pendiente con Rita?, el TEMPLO POCO
CLARO, ¿no es cierto? Yo estudié esta cuestión desde varios ángulos diferentes
analizando materiales que no forman parte de las cartas, no vale la pena
entrar en detalles, y llegué a la conclusión de que Gombrowicz se sintió
humillado cuando Rita le pidió, o le exigió, la libertad sexual. Eso ocurría
en la década del 60’, en Europa. ¿La conducta de Rita era tan anormal, tan
indecente para esa época? No, me parece que no, más teniendo en cuenta la
enfermedad de Gombrowicz y el poco entusiasmo que siempre le había despertado
el sexo con la mujer.
Las cuestiones amatorias y sexuales que aparecen en las cartas, para mí,
carecen de importancia. Si el amor era tierno o un poco más duro, o cuántas
veces lo hacían por día, o cuánto les duró el entusiasmo, o cuándo dejaron
de hacerlo por completo -relatos que Gombrowicz le hace a Flor en las cartas
con cierta desvergüenza-, son problemas que pueden llegar a interesarle
a un sexólogo o a un psicólogo, pero no a mí.
Lo que para mí tiene importancia es tratar de determinar cuánto de persona
había llegado a ser Rita para Gombrowicz; hasta aquí, por lo que él dice
al menos, no se sabe bien cuánto, pero a lo mejor se podría saber algo más
por lo que él hizo. Lo que él hizo fue abandonar el proyecto de regresar
a la Argentina, y en esto tiene mucho que ver Rita. ¿Pero cuánto de fuerte
era ese proyecto de regreso?, es otra de las cosas que no se sabe. Si el
proyecto de regreso tenía algo que ver con el hecho de que Europa lo aburría
y era demasiado cara, como él mismo nos dice, entonces no podía ser un proyecto
muy fuerte que digamos. Gombrowicz nunca tuvo proyectos fuertes, ésta era
una de las claves de su vida y de su obra, el sabía bastante bien lo que
no quería, pero no sabía lo que quería. En este epistolario Rita aparece
como una sombra, es una sombra que proyecta Gombrowicz, no aparece individuada,
no tiene voz, no se sabe bien qué es para Gombrowicz, si es una persona
o más bien una cosa. Tenemos que dejarla en paz a Rita, vamos a ver con
el tiempo.
El tiempo: pasó el tiempo, pasaron cinco años y Gombrowicz la convirtió
en su familia, en esa familia de Polonia que él había perdido en 1939. En
la penúltima carta que le escribe a Betelú hay un paréntesis terrible, un
paréntesis ortográfico. Es una carta escrita en un tiempo en el que Gombrowicz
le había empezado pedir a un par amigos algún veneno o, en su defecto, una
pistola para pegarse un tiro. A pesar de una convivencia con Rita que tenía
ya cuatro años y medio, cuando se siente obligado a casarse con ella después
del infarto del míocardio del año 68’, nos informa que había contraído matrimonio,
pero nos lo informa entre paréntesis (con Rita), se siente obligado a aclararnos
con quién. Claro, nos lo tenía que aclarar, si por un error de cálculo imperdonable
en vez de casarse con una princesa o, en el último de los casos, con una
condesa se había casado con una cenicienta que seguía buscando materiales
para escribir una tesina sobre Colette, mientras la barra argentina seguía
esperando, según lo imaginaba él, unas nupcias reales. En vida de Gombrowicz
nunca dejó de ser una sombra para nosotros, una sombra que lo cuidó y que
lo ayudó a morir.
"Recibí la foto de Rita, es una joven hermosa (Rita me había mandado la
foto de una hermana y no la suya, no sé por qué, ella me dijo que por confusión).
Creí que se trataba de una aventura exótica y pasajera pero ahora caigo
en la cuenta de que encontró en Rita algo más importante. Yo sé que usted
oculta sus sentimientos, por pudor, debilidad y orgullo porque son ellos
los que nos entregan y atan a los demás. Sin embargo, ese drama personal
suyo que usted oculta con un montón de payasadas y contradicciones es el
camino que recorremos y el punto al que llegamos quienes somos sus amigos.
El origen de su nobleza es la pasión así que, Gombrowicz, cambiemos de tono.
La decisión que tomó de no regresar a la Argentina coincide, sugestivamente,
con la aparición de la canadiense en su vida, por lo tanto enséñenos a querer
a quien, seguramente, es para usted un punto de apoyo y un aspecto de su
propia dignidad"
El reproche que hago aquí es justo porque Gombrowicz había adoptado un estilo
epistolar de vejete reblandecido para hablarnos de Rita. Le di un carácter
noble a mi carta para llamarle la atención pues yo sabía que él no podía
establecer relaciones cínicas con nadie.
Yo me encontré con Rita en Buenos Aires en el año 1973 cuando el inefable
Gustaw Kotkowski nos hizo de partenaire, y a caballo de los años 1978 y
1979 cuando volvió para completar los testimonios que después publicó en
Gombrowicz en Argentine.
A decir verdad el estado de confusión en el que había caído mi relación
con Gombrowicz también la arrastró a ella, y cuando después de cuarenta
años llegó el momento de la reparación que debió ocurrir junto a la que
para mí fue la resurrección de mi amigo, no pude hacerlo, y no pude hacerlo
por la oposición cerril que me interpuso y me sigue interponiendo para impedir
que publique las cartas que me escribió Gombrowicz.
Yo no supe entonces ni sé ahora cómo es Rita, lo que sí sé es que no correspondió
las gentilezas que tuve con ella cuando anduvo por acá, por ejemplo, entregándole
las copias de todas las cartas de Gombrowicz y también de las mías. Hay
que tener un poco de paciencia pero el momento llegará. Yo no puedo permitir
que una mujer que da muestras inequívocas de padecer el síndrome de las
viudas de los escritores famosos impida que los polacos conozcan esas cartas.
En la actualidad estoy intentando donárselas a la Biblioteka Narodowa para
el caso de que ella se digne darles la autorización correspondiente. Y si
no es la Narodowa será el Museo de Literatura, y si no es el Museo alguien
será, pero será.
DE LA SEPARACIÓN METAFÍSICA
Yo empecé a provocarlo a Gombrowicz con Sabato y terminé provocándolo con
Sartre en medio de una lucha a brazo partido, los resultados fueron letales
para los dos, para Gombrowicz y para mí. Mi divisa: Amicus Plato, sed magis
amica veritas, pero también quería ser mejor que Sabato para Gombrowicz,
y mejor que Gombrowicz para Sartre, ésta vendría a ser la forma de la pelea.
Ahora bien, ¿por qué la tensión afectiva e ideológica devino en ruptura?
La cuestión podría ser liquidada con los primeros reproches que nos hicimos:
Gombrowicz me acusó a mí de egoísta patético porque no comprendí su enfermedad,
y yo de desleal porque no volvió. Esta sería una explicación psicológica
en la que ambos nos manejamos con valores éticos.
En el capítulo de la separación social aparece como disparador de la ruptura
la "frasecita":
"¿acaso era posible prolongar indefinidamente este jueguito nuestro en La
Fragata?"
La "frasecita" me produce un dolor enorme, yo le daba mucho valor a la forma,
a la forma gombrowicziana, asunto que no le debió pasar inadvertido a Gombrowicz
cuando me la escribió. Se colocó en una esfera estética, es como si me estuviera
diciendo; -para aburrirme en La Fragata mejor me quedo acá-, y yo, por falta
de madurez reaccioné sufriendo.
En este capítulo yo utilizo la separación como un arma para combatir la
perspectiva de la decadencia, del empobrecimiento de nuestra relación epistolar,
es como un intento de detener el tiempo, más aún, de regresarlo al pasado,
de ponerlo en aquel lugar donde nos resultábamos interesantes el uno al
otro, es un pasaje de un mundo ético a un mundo estético.
Son tortuosos algunos de los caminos que sigue el alma para mantenerse en
las cimas que ha alcanzado. Gombrowicz no regresó a la Argentina porque
no quería que el jueguito de La Fragata malograra los juegos que había jugado
alguna vez, y yo dejé de escribirle para evitar que nuestra relación se
hundiera en la decadencia.
Es un movimiento paradójico de la conducta del que resulta, según nos lo
parecía a nosotros, que sólo era posible mantener nuestra relación bajo
la condición de que la suspendiéramos indefinidamente. Quizás, esta manera
de ver las cosas, le dé una respuesta parcial al interrogante que formula
Henryk Bereza en Goma 2 cuando se pregunta si el aletargamiento de nuestra
relación no habrá tenido consecuencias protectoras sobre su existencia a
la que él considera única en su tipo.
Gombrowicz le daba mucha importancia a los modales, cuando recibía una carta
vulgar, impertinente, desconsiderada la devolvía sin responder. Mi última
carta tiene un tono de ruptura, fue desconsiderada pero Gombrowicz no me
la devolvió, no quiso provocarme con esa ofensa, intentó proteger nuestra
amistad, se quedó esperando que yo le escribiera una más cordial, pero no
se la escribí. Por más doloroso que le resultara, Gombrowicz, en estos casos
actuaba siempre como un hombre de mundo, fuera con quien fuere, no hacía
indagaciones más allá de los modales, y esto es lo que hizo conmigo. Los
valores que se pusieron en juego aquí fueron los sociales.
Lo cierto es que esta separación la sentimos como un fracaso, dolorosamente,
no era un fracaso intelectual sino un fracaso de carácter religioso y amoroso.
"(...) al correr de los años todo el complejo de problemas: juventud-inmadurez-forma
se volvió para mí cada vez más esencial y quizás más doloroso, no fue ya
solamente la diversión, sino también las disputas y el doloroso esfuerzo
espiritual oculto tras esa problemática"
¿Acaso no está metida acá nuestra separación?, claro que sí, claro que está
metida, Gombrowicz era un realista nato, por más fantástico, metafísico,
extravagante que pareciera no se manejaba nunca con ninguna idea, con ningún
pensamiento que no estuviera anclado en su realidad.
Y yo, ¿es posible que yo, recurriendo tan sólo a mi voluntad, me haya ocupado
de Gombrowicz en forma tan obsesiva y fundamental durante medio siglo? No,
no es posible, tiene que haber algo en común entre nosotros dos, algo preexistente
a la época de nuestro encuentro, un acuerdo psíquico y social muy intenso
que, sin embargo, no nos protegió de la separación.
¿Y esta trilogía que estoy escribiendo recién ahora no estará expiando alguna
culpa?, pero, ¿qué culpa? Gombrowicz es una fuerza que me ha desviado de
mí y que me empuja siempre hacia lo alto. ¿Por qué se ha vuelto tan importante
este hombre para mí? ¿Por su obra? No, no puede ser por su obra. Gombrowicz
me quiso mucho y yo no me di cuenta de eso, no me di cuenta porque él no
podía expresar en forma abierta sus sentimientos. Gombrowicz se volvió tan
grande para mí porque yo no lo supe querer a él como él me quiso a mí. Es
una deuda que no puedo pagar.
¿Si todo estaba tan bien preparado para que nuestra amistad fuera eterna
por qué metió la cola la separación metafísica? Gombrowicz se había desterrado
de su familia, de Polonia, y de esa patria de adopción que fue la Argentina
para él, ¿no se habrá querido desterrar también de mí?, ¿y yo de él?
Desterrarse es quedarse sin tierra, sin la primera y más intensa sujeción
del hombre al mundo. ¿Y para qué uno puede querer desterrarse?, ¿para ser
libre? Gombrowicz quería mucho a las anguilas, adoraba a las anguilas porque,
igual que ellas, no quería sentirse apresado ni sujeto a nada. Pero, ¿no
estar sujeto es ser libre?, ¿yo me separé de Gombrowicz para ser libre siendo
que él representaba para mí la más grande libertad de pensamiento? Fue un
paso en falso, el paso fatal, de los dos, de Gombrowicz y mío. Uno puede
ser libre de cualquier cosa pero no puede ser libre de lo que ama, es esa
famosa libertad aherrojada de la que habla Sartre. Quisimos ser libres el
uno del otro y nos hundimos en una sujeción dolorosa, Gombrowicz tiraba
mis cartas a la basura y yo me ponía entre paréntesis durante cuarenta años.
Es muy difícil amar a una persona, a la familia, a la patria cuando no se
acepta ninguna sujeción, cuando se sueña intensamente con la libertad, pero
Gombrowicz amó a su manera, tuvo que dar un rodeo pero amó, amó a todos
los hombres, amó a la humanidad como Beethoven. Y yo también me di un rodeo
y terminé amándolo él. Así es la vida.
DE LOS DOLORES FUNDAMENTALES
Hasta aquí estuve dando vueltas alrededor de Gombrowicz como los comandantes
que dispusieron las fuerzas para sitiar a Troya, pero ahora tengo que entrar
a esa Troya y necesito un caballo, el "jueguito" va a ser mi caballo de
Troya. El "jueguito" fue una bofetada que me dio Gombrowicz para ofenderme
y retarme a duelo, así lo sentí yo. ¿Y por qué el "jueguito" va a ser ese
caballo? Porque dentro de ese caballo, dentro de ese "jueguito", hace cuarenta
años yo entré en Gombrowicz.
El "jueguito" es el dolor, el de Gombrowicz y el mío, el "jueguito" es el
fracaso, el "jueguito" es una pasión fracasada. Gombrowicz sabe muy bien
que el dolor es la puerta por la que se entra a la fortaleza del hombre,
el Prefacio al Filimor forrado de niño contiene una lista enorme de los
dolores que informan a Ferdydurke. Este pasaje está escrito en forma sarcástica,
teatral, exagerada pero, aunque uno de sus propósitos debe haber sido burlarse
de la crítica literaria, ni uno solo de esos dolores deja de ser humano.
"Durch Leiden Freude", por el dolor la alegría pensaba Beethoven, algo parecido
piensa Gombrowicz, quizás el polaco cambia la alegría del alemán por la
belleza, o el encanto, o la juventud, o la diversión, o todo eso, da lo
mismo. Yo no junto a Beethoven con Gombrowicz porque sean grandes, los junto
porque son hermanos, porque en ellos se siente más que en ningún otro que
el dolor es el origen de la existencia.
La lista de dolores de Ferdydurke es muy grande, me voy a guiar entonces
por un canon de Gombrowicz:
"Metafísica, de acuerdo, pero hay que empezar por la física"
Me guío por este canon sobrecogido por un santo temor, el contenido de otro
canon de Gombrowicz:
"Me río de la metafísica... que me devora"
en qué quedamos, lo devora o la deja de lado, pero tengo que seguir adelante.
Bien, quito de la mesa todos los dolores metafísicos y dejo tan solo los
dolores psíquicos y los sociales. ¿Todos?, no, que va, los que sean fundamentales
en Gombrowicz. ¿Y cuáles son esos dolores fundamentales? Para responder
a esta pregunta también me guié por un canon, pero mío, yo también tengo
cánones. La lectura de la Crítica de la razón dialéctica de Sartre me estaba
dando dolores de cabeza: -sabe, Gombrowicz, la comprensión de un texto es
casi la misma cosa que acostumbrarse a algunas de sus palabras fundamentales;
-tiene razón, Gómez.
No es tan fácil encontrar en la obra de Gombrowicz esas palabras fundamentales
que representan sus dolores psíquicos y sociales, a veces las dice, a veces
las calla, pero están ahí, tienen que estar. Sobre estos dolores me habló
con más elocuencia el Gombrowicz que yo conocí que el diario. ¿Y cuáles
son entonces esos dolores de cuya mano voy a entrar a Troya?: el miedo,
la homosexualidad, la deserción, el destierro, la traición, la culpa, la
inmadurez, la forma.
El sentimiento del que derivan la deserción y el destierro es el miedo,
como muy bien lo voy a demostrar en el capítulo siguiente, pero, ¿y la homosexualidad?,
no es tan evidente que el origen de la homosexualidad de Gombrowicz sea
el miedo. Gombrowicz no le tenía odio a las mujeres, no era misógino, pero,
¿y miedo?, ¿no será que era ginófobo? La cuestión de que la homosexualidad
le produjera tanta vergüenza y la heterosexualidad de sus relaciones con
Rita dan para pensar que le tenía miedo a las mujeres y que el miedo era
el origen de su homosexualidad. Dejemos este dilema para otra oportunidad,
pero si fuera cierto que era ginófobo, el miedo se convertiría en el archiorigen
de los dolores de Gombrowicz.
Estamos en las puertas del castillo de Gombrowicz, primero lo vamos a sitiar
y luego, al paso, después al galope y finalmente a la carrera vamos a asaltar
sus laberintos para conocer algunos de sus misterios. No voy a entrar solo,
voy a entrar con Henryk Bereza, mi amigo polaco y un buen piloto de tormentas,
quiero que entremos juntos. Le voy a pedir que se ponga en la mochila su
Goma y su Goma 2, son los mapas que nos van a guiar para no perder el rumbo.
DEL ASALTO AL CASTILLO
¿De cuántas cosas se sentía culpable Gombrowicz? Quizás, culpable sea demasiado
decir, a lo mejor dando un rodeo podríamos aproximarnos con más claridad
a estas regiones prohibidas. Cuando Gombrowicz llega a la Argentina uno
de los primeros contrastes que nota respecto a Europa, esa parte del mundo
que había estallado en llamas, es el de que estaba en un país en el que
se respiraba la tranquilidad propia de los seres que no tienen nada de qué
avergonzarse.
Estamos atenuando el sentimiento, de la culpa pasamos a la vergüenza, la
culpa es para las faltas graves, para los pecados mortales, la vergüenza
es para las faltas leves, para los pecados veniales. Pero esta manera de
acercarnos puede resultar un poco chocante, hay detrás de estas palabras
un tufillo moral y religioso que huele a arcaísmo Debemos ponernos rápidamente
en la modernidad utilizando expresiones apropiadas y la puerta del pensamiento
por la que se entra a la modernidad es el existencialismo en cualquiera
de sus variantes. Entonces, ni culpa ni vergüenza, nos las estamos viendo
ahora con la "conciencia intranquila".
Pero una cosa son los arcaísmos y la modernidad, y otra cosa soy yo, y yo
voy a utilizar indistintamente la culpa, la vergüenza y la conciencia intranquila
para mirar dentro de Gombrowicz y analizar lo que hay ahí. Vamos a ver entonces
cómo suena eso de la conciencia intranquila, ¿cuántas cosas le intranquilizaban
la conciencia a Gombrowicz?, al menos dos, la homosexualidad y la deserción
en el puerto de Buenos Aires. Antes de seguir adelante voy a hacer una confesión:
yo no quiero ser antiguo ni moderno, más bien quiero ser yo pero, la verdad,
me gustan más las palabras antiguas que las palabras modernas así que me
las voy a seguir arreglando con la culpa y la vergüenza.
No cabe duda de que Gombrowicz le hizo lugar a su homosexualidad en su obra
artística de una manera profunda, consciente y velada, y de que el resultado
fue bueno, muy bueno. Pero él quería encontrarle un lugar más amplio a su
homosexualidad, menos oculto y más directo, este segundo propósito no lo
alcanzó. En Gombrowicz, este hombre me causa problemas me extiendo bastante
sobre este asunto, basta decir acá que su impotencia para darle apariencia
de bellas y espirituales a las relaciones sexuales que mantenía con los
jóvenes le producía vergüenza y lo hacía sentir culpable. Este sentimiento
de culpa lo acompañó toda la vida, era una culpa que tenía dos orígenes:
el de la vergüenza que le causaba su homosexualidad y el de la impotencia
para transformar su homosexualidad en belleza.
Los temas de la homosexualidad y de la vergüenza ocupan muchas páginas del
diario pero, ¿y el de la deserción? Muy pocas. En Testamento contrapone
con cierta ligereza la deserción formal a la deserción moral y concluye
que él era un desertor moral porque siempre había tenido en orden sus papeles.
Digo con cierta ligereza porque hubiera sido preferible que tuviese en orden
sus papeles morales y no sus papeles legales. Por supuesto, me estoy refiriendo
al momento, a ese último momento, en el que salta del barco y no regresa
a Europa con sus compatriotas porque había estallado la guerra. Una de las
razones por las que Gombrowicz le da poco lugar a la deserción en el diario
es porque tiene la conciencia intranquila (me traicioné, lo dije nomás),
se siente culpable. La deserción es una huida con traición y la traición
es un quebrantamiento de la fidelidad.
Ya hemos juntado algunas palabras fundamentales: homosexualidad, deserción,
culpa, traición, vamos a ver ahora qué podemos hacer con ellas. La homosexualidad,
digámoslo así, es un delito de tracto continuo, las pulsiones homosexuales
no duermen nunca, están siempre ahí. En cambio, la deserción no es un delito
de tracto continuo, es puntual, no hay un estímulo permanente, tiene que
existir una ocasión externa que llame a desertar y ésta es la otra razón
por la que Gombrowicz se ocupó tan poco de la deserción en su diario. Pero
la deserción es un dolor que aparece en todas sus novelas, no tan sólo en
Transatlántico, y en sus piezas de teatro porque no se deserta solamente
por faltar a los compromisos que se tienen con la patria sino también por
traicionar las obligaciones que se tienen con los demás.
Antes de seguir adelante con estas indagaciones es necesario que quede claro
que yo no lo estoy juzgando a Gombrowicz, y esto por dos razones de suma
importancia: una, porque el mundo cambió, la relación actual de la homosexualidad
y la deserción con la culpa es distinta a la que había en la época de Gombrowicz,
la cuerda se aflojó; la otra, porque yo quiero presentarlo a Gombrowicz,
no juzgarlo, presentarlo eso sí de una manera un poco distinta a cómo se
presentaba él.
Ahora bien, ¿el hecho de que la culpa por la deserción le hubiera aparecido
con menos frecuencia que la de la homosexualidad hace de esta culpa un sentimiento
más débil? No, al contrario, lo hace más intenso. La culpa por la homosexualidad
la tenía más o menos domesticada, aunque con tropiezos y alguna torpeza
había aprendido a hablar de ella en el diario, no lo atormentaba, pero,
¿y la deserción? Tomar la palabra por Gombrowicz en un tema que él gambeteó
sistemáticamente es un asunto bastante peliagudo porque me va a faltar un
elemento de control muy importante, es decir, me va a faltar Gombrowicz,
pero no me queda más remedio que tirarme a la pileta.
Gombrowicz se había preparado para amputar en sí mismo todo lo que los polacos
tienen de exagerado: la virilidad, la violencia psíquica, el amor a la patria,
la fe, la honradez, el honor. Trató con sangre fría y sin reparos sus sentimientos
más queridos a la espera de que otros valores le salieran al encuentro.
Sí, esto es verdad, pero los rasgos más profundos de nuestra formación más
temprana siempre vuelven sobre nosotros y la actividad de amputar, la amputación,
debe ser permanente.
¿Qué cosas le pasaron por la cabeza a Gombrowicz cuando se bajó del Chrobry?
Cuatro días antes de la declaración de la guerra, el 28 de agosto del año
1939, el barco recibió la orden de partir. Gombrowicz estaba muy nervioso.
Dudaba entre regresar a Inglaterra o quedarse en la Argentina y esperar
que terminara el conflicto. Hizo que le subieran el equipaje, se despidió
de Jeremi Stempowski y se embarcó. Cuando la sirena del barco empezó a anunciar
la partida Gombrowicz estaba bajando por la pasarela con sus dos maletas
y saltaba rápidamente al muelle.
Gombrowicz no era un dios ni un diablo, era un hombre, se debió sentir culpable
porque los desertores son traidores, y la traición es infidelidad, ¿y a
quién le era infiel Gombrowicz?: a la familia, a los amigos, a los vecinos,
a los colegas, al lugar de nacimiento, a la patria. Cualquier sentimiento
de culpa se puede eliminar o mitigar eliminando el crimen que le da origen,
en este caso la deserción. Tenía que poner rumbo a Inglaterra y alistarse
para pelear contra los nazis, pero no eligió este camino.
Otra forma de atenuar o aliviar la intensidad de la culpa es eliminado no
al crimen que le da origen sino al alguien o al algo que nos lo hace recordar
o, eliminándonos a nosotros mismos. Pero estas soluciones son demasiado
drásticas, hay que prepararse para el suicidio o para cometer nuevos crímenes
más graves aún que los originales. Por suerte, tanto el suicidio como los
nuevos crímenes tienen unos representantes más diplomáticos y más pacíficos,
creo que podríamos llamarlos así: el castigo que podemos infringirnos a
nosotros mismos y a los demás.
Y hasta aquí llegamos. Debo responder ahora al porqué Gombrowicz se sentía
culpable, al porqué se comportaba como si estuviera haciendo algo que no
debía hacer, allá, en Royaumont, en la vieja abadía. Debo responder porque
yo prometí que iba a responder a estas preguntas, lo prometí en otro capítulo,
y yo debo cumplir con exactitud mis compromisos, ésta es la definición de
la fidelidad, ¿y por qué debo cumplir?, porque yo soy fiel, porque yo soy
"el fiel Goma". ¿Es retórica esta digresión?, de ninguna manera, más adelante
vamos a ver por qué.
Hagamos un paréntesis, pongamos en la mochila algunas ideas más para llegar
a un gran final a toda orquesta, vamos a hacer algunas reflexiones sobre
el dolor y sobre la muerte. En el capítulo del dolor de Gombrowicz, este
hombre me causa problemas seguimos algunas peripecias del pensamiento de
Gombrowicz que nos mostraban cómo el dolor se había vuelto más importante
que la muerte y cómo la vida para la muerte del existencialismo era un anacronismo
que no reconocía la mengua del valor de la muerte y la irrupción del dolor,
corrimiento que Gombrowicz constataba en sí mismo y en la historia humana.
El trabajo que se toma para hacer aparecer un dolor triunfante sobre la
muerte y una muerte en retirada lo único que demuestra es que el dolor y
la muerte son socios, más aún, son miembros de una misma familia.
Dice Bereza en Goma 2:
"(...) del drama interno de la vida y la obra del más valiente, tanto en
el pensamiento como en la creatividad, escritor polaco, que quiso crear
su patria de adopción en el cosmos"
Sí, esto es verdad, pero Gombrowicz también era miedoso, no en el pensamiento
y la creatividad, ¿en qué, entonces? Fue el miedo a la guerra y no la conclusión
de un análisis ponderado de la realidad el que lo impulsó a saltar del Chrobry
en el puerto de Buenos Aires. El miedo es un sentimiento de inquietud causado
por la posibilidad de un daño inminente, real o imaginario. Cuando el riesgo
no es inminente el miedo no aparece o, si aparece, es muy débil; lo que
ocurre con los miedosos es que tienen una tendencia a convertir en inminente
la posibilidad de los daños remotos y esto es lo que le pasaba a Gombrowicz.
Cuando en el año 1955 los conflictos civiles entre los peronistas y los
antiperonistas se transforman en conflictos bélicos, aunque restringidos
y muy localizados, se producen enfrentamiento entre las fuerzas armadas
y la marina de guerra amenaza con bombardear el puerto de Buenos Aires,
con más exactitud, las refinerías de petróleo, las refinerías no la ciudad.
Pero Gombrowicz se siente cerca de las refinerías por su tendencia a convertir
en inminente lo remoto y se escapa, aproxima su casa de Venezuela 615 a
las refinerías y el miedo que le sobreviene lo obliga a hacer una mudanza
preventiva, se muda a San Isidro, a la casa de los Swieczewski, a muchos
kilómetros del puerto.
Y más todavía, Gombrowicz no sabía responder las agresiones físicas, si
alguien le pegaba, le pegaba y listo, él no se defendía, se quedaba paralizado
cuando los encargados de las pensiones lo insultaban y lo zamarreaban porque
se escapaba sin pagar, por ejemplo. El panorama de sus miedos es amplio
y muy variado así que estamos en condiciones de agregar una palabra más
al conjunto de palabras fundamentales que ya habíamos formado: el miedo.
Ya van: el miedo, la homosexualidad, la deserción, la traición, y la culpa.
Con esta mochila tan bien cargada ya podemos marchar, y si llegara a ser
cierto que la comprensión de un texto, como una vez le dije a Gombrowicz,
es casi la misma cosa que el acostumbramiento a sus palabras fundamentales,
entonces, ya está, debo explicar por qué Gombrowicz se empezó a sentir culpable
en la abadía de Royaumont.
Ya hemos visto que su proyecto de regresar a la Argentina no podía ser muy
firme que digamos, Gombrowicz nunca había tenido proyectos firmes, era una
característica de su personalidad. La energía de sentido contrario que podía
malograr este regreso no tenía por qué ser, entonces, tan intensa más que
en este caso Gombrowicz ni siquiera tuvo que saltar del barco pues no se
había subido a él, pero fue también el miedo el que lo retuvo en Europa.
Si uno pudiera medir a un hombre por la cantidad de enfermedad que tiene
encima podríamos decir que en los primeros dos tercios de su vida en la
Argentina Gombrowicz fue un hombre más o menos sano; en el tercio restante,
mitad sano y mitad enfermo; en Europa fue un hombre enfermo, terriblemente
enfermo. Gombrowicz estaba aterrorizado con sus enfermedades, los ahogos
que le producían sus afecciones pulmonares y el consiguiente deterioro físico
le resultaban desmoralizadores. Neurasténico y sin proyectos verdaderos
se puso a pensar en que esa Argentina sin madre, sin padre y sin perro que
le ladre, no se iba a ocupar de él, en que el proyecto de vida en común
con Quilombo y conmigo era impracticable, en que la ciencia médica y los
remedios franceses eran superiores a los argentinos.
La soledad, el sufrimiento y la muerte se la aparecieron como la única perspectiva
argentina y el pánico que se apoderó de él lo hizo desertar. Se podría decir
que los caminos de todos los miedos desembocan finalmente en el miedo a
la muerte, pero el miedo a la guerra no es el mismo que el miedo a la muerte.
Gombrowicz, en el puerto de Buenos Aires, deserta de Polonia por miedo a
la guerra y, en la abadía de Royaumont, deserta de la Argentina por miedo
a la muerte, dos de los jinetes del Apocalipsis. En el puerto de Buenos
Aires deja de serle fiel a su familia, a sus amigos, a sus vecinos, a sus
colegas, al lugar donde nació, a su patria, así lo siente él mismo, no otra
cosa es su reconocimiento de la deserción moral.
¿Y en Rayaumont, a quién deja de serle fiel?, ¿a la Argentina? Gombrowicz
declaró en la última entrevista que dio en Buenos Aires:
"Me resulta curioso lo siguiente: después de veintitrés años soy tan polaco,
tan europeo, tan extranjero como el primer día de mi llegada, no cedí en
lo más mínimo, no me adapté. Y, sin embargo, tengo la impresión de que es
esto, justamente, mi inadaptación, lo que me vincula íntimamente a la Argentina.
El hombre es como un clavo. El que cede no penetra"
Pareciera ser entonces que este vínculo con la Argentina no tiene nada que
ver con la fidelidad. Pero sigamos adelante, hay que llegar a ese final
a toda orquesta y para eso tenemos que empezar a hilar los pensamientos.
El miedo a la guerra y el miedo a la muerte lo hacen desertar, la deserción
es una traición, una falta grave a la fidelidad, la traición le genera culpa,
la culpa le pide a gritos un alivio, el alivio lo puede conseguir siguiendo
dos caminos: reparando el crimen, cosa que Gombrowicz no hizo pues no regresó
a Polonia ni a la Argentina, o agrediendo, y éste es el camino que eligió,
se agredió a sí mismo y agredió a los demás. La agresión contra sí mismo
lo convirtió en un enfermo crónico total. El castigo que uno se inflige
expía los crímenes y amengua los sentimientos de culpa, se busca en forma
inconsciente el alivio mortificando el cuerpo. ¿Y además de a sí mismo,
a quién más agredió? Un poco a todos, a los de acá y a los de allá, pero
tenía que buscar un representante simbólico que comprendiera a todos los
demás.
Recordemos por un lado que la deserción es una huida que lleva consigo la
traición y que la traición es el crimen del que quebranta la fidelidad,
y por otro lado recordemos también que me agrede de una manera funesta:
"¿acaso era posible prolongar indefinidamente este jueguito nuestro en La
Fragata"
Yo conozco toda la correspondencia que Gombrowicz mantuvo con sus amigos
argentinos, ¿y a quién agredió cuando decidió no volver?, me agredió a mí
y tan sólo a mí, ¿y por qué tan solo a mí? Porque yo soy el representante
simbólico de la fidelidad, yo soy "el fiel Goma", un arquetipo de la fidelidad,
y la fidelidad es la exactitud en el cumplimiento de un compromiso. Gombrowicz
no cumplió con su compromiso, entonces se sintió culpable y se empezó a
comportar como si estuviera haciendo algo que no debía hacer.
Y estamos llegando al final, ese final a toda orquesta que vengo anunciando
y que me trae a la memoria unas reflexiones que hice sobre el destierro.
Gombrowicz no quería estar sujeto a nada y por eso se desterraba, se desterraba
porque quería ser libre. Pero, volvemos a hacer la misma pregunta, ¿no estar
sujeto a nada es ser libre? o, mejor, ¿se puede no estar sujeto a nada?
Se desembarazó rápidamente de los obstáculos de su vida corriente y los
puso en sus libros para liberarse: a la familia en Ivona, a la cultura en
Ferdydurke, a Dios y al padre en El casamiento, a la patria en Transatlántico.
Se fugó de una cárcel en la tropezaba todos los días con esos obstáculos
y creó un mundo superior soñando con la libertad. Pero las cimas del espíritu
que alcanzó con su conciencia terriblemente perfilada se le convirtieron
otra vez en una cárcel:
"¿Renacerá mi rebelión de antaño en la imaginación de algún otro, de nuevo
joven y cautivadora? No lo sé. Pero, ¿y yo?, ¿lograré siquiera una vez rebelarme
contra él, contra ese Gombrowicz? No estoy muy seguro. Desembarazarme de
Gombrowicz, comprometerle, destruirle, eso sí sería vivificante... pero
no hay nada más arduo que luchar contra el propio caparazón"
Destierro es, entonces, la última palabra que agrego al conjunto de las
palabras fundamentales que forman un sexteto mágico: el miedo, la homosexualidad,
la deserción, el destierro, la traición, la culpa.
Pero, ¿será cierto que no cabe ni una sola palabra fundamental más en este
sexteto mágico? Las actividades de mentir, de desmentir y de desmentirse
se fueron convirtiendo en un hábito permanente de Gombrowicz. Sus mentiras
están asociadas frecuentemente a maniobras defensivas: cuando se defiende
de su homosexualidad, miente, cuando se defiende de sus deserciones, miente,
cuando se defiende de sus destierros, miente. Utiliza la mentira para defenderse
de la vergüenza que le producen el miedo y la culpa, la utiliza como un
instrumento a veces doloroso, otras humorístico, otras más sarcástico, pero
siempre deja alguna rastro para que los demás sepan que está mintiendo y,
si no es suficiente, él mismo se desmiente; es un mentiroso que dice la
verdad.
Aunque este es un rasgo complejo de la personalidad de Gombrowicz podríamos
decir como primera aproximación que se somete al castigo de la confesión
para aliviarse de le culpa que siente cuando miente. Ni por un momento nos
debemos olvidar que Gombrowicz había perdido a Dios pero seguía siendo un
hombre religioso aunque se ponía muy lejos de las actitudes sagradas. No,
las mentiras de Gombrowicz no tienen la categoría de los dolores que se
corresponden con las palabras fundamentales, no pueden entrar al sexteto
mágico. La diferencia más señalada entre esos dolores fundamentales y las
mentiras es la de que, mientras los dolores lo mueven a él, él mueve a sus
mentiras.
Ahora sí, ya está, no pueden existir más dolores fundamentales, el sexteto
mágico está completo, se acabó, pero, ¿está completo? ¿Y qué pasa con la
inmadurez de Gombrowicz? Si hay algo nuevo después de él es la irrupción
consciente que realiza con su inmadurez en el mundo de la cultura. ¿La inmadurez
de Gombrowicz era un dolor fundamental? Sí, claro que era un dolor fundamental.
¿La inmadurez de Gombrowicz era fáustica? Esta pregunta es más difícil de
contestar. Los pasajes de su inmadurez a su madurez son obscuros e incompletos,
es evidente que no tuvo esa transformación interna estándar que nos va volviendo
maduros: del erotismo a la sexualidad, del estudio a la profesión, de la
profesión al trabajo, del trabajo al dinero, de la sexualidad a la pareja,
de la pareja a los hijos, y, en general, de una cosa a la otra, en este
camino nos vamos transformando y nos volvemos maduros. Sin embargo, siempre
nos queda como en un sueño actual el recuerdo de la juventud, el deseo de
volver a ser jóvenes, es el sueño del doctor Fausto, es el sueño fáustico.
Pero, este sueño, ¿es el sueño de Gombrowicz?, ¿podía tener este sueño?
El personaje más poderoso de Fausto es Mefistófeles, es el único que está
por encima de Fausto, y Fausto es un hombre que pasa dos veces por la juventud:
la que le resulta de su crecimiento natural y la de su pacto con el diablo.
El sueño de Fausto es volver a ser joven, puede ver a su juventud desde
afuera, por eso su sueño es una añoranza. En cambio, es difícil saber cuál
es el personaje más poderoso de esa obra titulada: Witold Gombrowicz. Por
encima de él no está ni siquiera Dios porque no cree en él, y no tiene sentido
decir que Gombrowicz está por encima de Gombrowicz. ¿Será su obra, entonces?
No, con toda seguridad, no, él mismo dice que el hombre está por encima
de su obra.
Digamos que Gombrowicz atraviesa toda su vida, desde la niñez hasta la vejez,
con una inteligencia y una conciencia agudísimas, y esa inteligencia y esa
conciencia tan perfiladas fueron formando un personaje que se puso por encima
de todo lo demás, es el personaje más poderoso de esa obra llamada Witold
Gombrowicz. Gombrowicz no es un hombre que haya pasado por su juventud,
se quedó en ella, se quedó en su inmadurez a pesar de su degradación biológica.
La inteligencia y la conciencia profundas son su madurez encarnadas en un
ser inmaduro que no logra ponerse a su altura, nunca se volvió maduro, se
volvió viejo, un viejo inmaduro.
Fausto le vende el alma al diablo para volverse joven; Gombrowicz le vende
el alma a esa conciencia agudísima para volverse maduro. Fausto es un hombre
que pasa dos veces por la juventud y por eso puede añorarla; Gombrowicz
no logra salir de su juventud, hace el simulacro de que se convierte en
maduro en su obra pero es sólo una ilusión que utiliza para ponerse fuera
de su inmadurez. Todo esto resulta ser una quimera, él no puede añorar su
juventud pues permanece dentro de ella. Los sueños de Fausto y de Gombrowicz
son muy distintos aunque ambos sueñan con la juventud, uno para añorarla
y otro por temor a perderla.
Si fuera necesario agregar algo más sobre la presencia permanente de la
inmadurez en la vida y en la obra de Gombrowicz recordemos como termina
dos de sus novelas, la primera y la última. Siendo la seriedad un atributo
de la madurez y la falta de seriedad de la inmadurez hay que decir que las
termina de una manera poco seria, insubstancial, trivial. Ferdydurke es
una obra en la que Gombrowicz se rebela contra lo perfecto y contra la cultura
entablando una lucha consciente para dominar sus impulsos inmaduros. Pugna
como la crisálida, quiere convertirse en una mariposa para buscar una forma
que lo ponga en el camino de la madurez pues las manifestaciones de la cultura
y de las ideas, paradójicamente, lo ponen en el camino de la inmadurez.
Es una comedia dramática caracterizada por el fracaso de los ideales y del
amor. Y Cosmos es su obra más grande, trágica, y tan negra que la muerte
le empieza a golpear la puerta. Como un cíclope medio ciego está combatiendo
con las antesalas de la realidad, una realidad que es atacada por una forma
que la fragmenta y la debilita, pero que finalmente sucumbe ante ella.
Ahora bien, Gombrowicz no podía consagrar por mucho tiempo ninguna situación
dramática, así que tampoco podía presentarse ante los lectores como un hombre
trágico. ¿Qué hizo entonces? Tomado por sus impulsos inferiores termina
estas dos novelas de la siguiente manera:
"Punto y coma el que lo leyó se embroma" y "Hoy en el almuerzo comimos pollo
relleno"
Sí, la inmadurez de Gombrowicz tiene la categoría de los dolores que se
corresponden con las palabras fundamentales, debe entrar en el sexteto mágico
que por el ingreso de la inmadurez se convierte en septeto, en un septeto
mágico. Pero hemos abierto la caja de Pandora, detrás de la inmadurez viene
corriendo su alter ego: la forma, una compañera inseparable con la que Gombrowicz
cierra el círculo de su comprensión del mundo. Y la forma, ¿es un dolor
fundamental? Por supuesto que es un dolor fundamental, es más que eso, es
el primero de todos los dolores, es el protodolor. ¿Y por qué esa forma
poderosa atraviesa toda la vida de Gombrowicz? ¿Por qué no pudo cortarle
las cabezas a esa Hidra que lo abrazaba con un dolor omnímodo y no lo dejaba
crecer? ¿Por qué no ha nacido el Hércules que se las pueda cortar?
Gombrowicz peleó contra el monstruo, puso su conciencia agudísma al servicio
de su inmadurez y con esta pareja extraña en la que van de la mano lo superior
y lo inferior enfrentó a las normas, a la familia, a la cultura, a la perfección,
a Dios, al padre, a la nación, a la patria, a la madurez, al viejo, a la
realidad, a la historia, al dolor, ¿al dolor?, sí, al dolor también. Este
elenco es de formas, con ellas se mide nuestro desempeño en la vida y son
éstas las cabezas de la Hidra que deformaban a Gombrowicz. Él las enfrentó
a una por una en cada una de sus obras pero las cabezas renacían a medida
que las cortaba, para liquidar al monstruo tenía que derribarlas a todas
de un solo tajo, pero eso no lo pudo hacer.
A Gombrowicz le gustaban las fórmulas, aunque no tenía ningún talento matemático
le gustaban, bueno, la fórmula es ésta: su conciencia se puso a disposición
de su inmadurez y entre ambas entablaron un combate a muerte con las formas,
y las formas son las máscaras con las que nos aparecemos ante los demás
y ante nosotros mismos, una deformación interhumana del ese "yo mismo".
Gombrowicz explica muy claramente cómo asomaban la cabeza los dolores emergentes
de esa lucha:
"ignoro cuál es mi forma, lo que soy, pero sufro cuando se me deforma. Así,
pues, al menos sé lo que no soy. Mi "yo" no es sino la voluntad de ser yo
mismo"
Se le perfilaban como una deformación. Y eso es todo. La forma es el archidolor
de Gombrowicz, es la línea que hace posible la existencia de sus dolores
fundamentales, y tanto es así que el dolor mismo se le aparece como una
forma contra la que tiene que luchar porque el dolor deforma y degrada su
yo. Y, ahora, sí, alcanzamos finalmente al octeto mágico del aquel "jueguito"
con el que habíamos empezado: el miedo, la homosexualidad, la deserción,
el destierro, la traición , la culpa, la inmadurez, la forma.
Dos de los dolores intermedios de Gombrowicz son el destierro y la deserción,
y son intermedios porque no tienen la generalidad de los de la forma y la
inmadurez ni la particularidad del de la homosexualidad, y porque son los
más representativos de su vida y de su obra cuando a su vida y a su obra
se las mira como si fueran una y la misma cosa. Son sus mensajeros entre
el cielo y la tierra, como Mercurio. Gombrowicz intentó liberarse de todas
las sujeciones, para ser libre eligió ser extranjero, un extranjero que
por querer liberarse de las sujeciones no podía adaptarse al otro país,
no otra cosa es lo que declara él mismo cuando describe su relación con
la Argentina en la última entrevista que da en Buenos Aires.
A mí me parece que cuando Gombrowicz recibe la invitación de la Fundación
Ford ya sentía la necesidad de volverse extranjero otra vez. ¿Se había adaptado
a la Argentina?, él dice que no pero también dice que esa inadaptación lo
vinculaba íntimamente a esta patria. ¿Se va entonces para romper ese vínculo
íntimo buscando otra vez la libertad en Europa?
"Pero, ¿qué tengo que hacer yo aquí, donde ni se me lee, ni se me edita,
ni se me conoce? Evidentemente, una existencia tan anónima y tranquila es
muy propicia para el trabajo artístico e intelectual, pero ya todos los
mecanismos de la situación me proyectan hacia a fuera"
Los mecanismos de la situación y el taedium vitae tienen un tufillo a esclavitud
que mata, y la falta de libertad es la que lo expulsa de la Argentina, pero
Europa, sin embargo, no se le aparece como una tierra de promisión.
"Comprenda usted que para mí volver a Europa es un asunto casi dramático,
nada parecido a un viaje de turismo. Tendré que enfrentar amigos envejecidos,
amigos muertos, ciudades transformadas, gente desconocida, surgirá ante
mí una Europa disfrazada y me temo que el tiempo se dejará sentir demasiado
(...) Por cierto, viajaré temblando, como si temiera verme con un fantasma"
No obstante, es el sentimiento de libertad el que lo mueve a Gombrowicz
a emprender la retirada, a alejarse de un país íntimo y extraño que lo recibió
con los brazos abiertos pero que nunca terminó de cerrarlos. Él siente su
libertad más como una ruptura con los vínculos que lo están aprisionando
que como el sueño en un esplendor futuro. Ese pájaro huyó por la puerta
de la Fundación Ford pero ya existían otras puertas que se le estaban abriendo
en el mundo, y por una u otra puerta el águila polaca se nos iba escapar
de la jaula.
A mí me resulta claro que Gombrowicz se rebeló contra el mundo en su obra
y en su vida y no le fue tan mal. Fue nimbado con la aureola del genio y
se convirtió en un héroe que peleó contra un mundo muy pesado que le habían
puesto sobre los hombros desde el nacimiento. Empezó a rebelarse contra
la familia en Ivona y terminó rebelándose contra la historia en Opereta,
convirtió a su vida en un Campo de Marte y declaró una guerra muy vasta
con muchas batallas, y las primeras batallas siempre las perdió.
El destierro expulsa a una persona de su propia patria y deserta el que
deja desamparado a alguien con el que tiene un compromiso. El destierro
y la deserción son unas sombras negras que se apoderan de Gombrowicz y que
esconden en su obscuridad al aherrojamiento y al miedo. Sí, esas sombras
volvían una y otra vez sobre Gombrowicz con los disfraces de la familia,
de la cultura, del padre, de Dios, de la patria, de la madurez, de la realidad,
de la historia, es decir, de todo. Pero Gombrowicz no se paralizó frente
a este extrañamiento, por su naturaleza inmadura estaba condenado a caer
en las primeras batallas, no sabía enfrentar a sus enemigos cuando se le
presentaban, de ahí la deserción y el destierro, los enfrentaba después,
de ahí el poder de su obra. El extrañamiento no le achicó el corazón, todo
lo contrario, se lo agrandó, por eso tiene razón Bereza cuando dice que
es el más valiente de las escritores polacos.
Era libre porque estaba aherrojado y era valiente porque tenía miedo, todo
lo que tenía valor en Gombrowicz nacía de una negación originaria. Es seguro
que existen personas más o menos libres que no están tan amenazadas por
las cadenas, y que existen personas valientes que no tienen tanto miedo,
pero todos estamos circundados por la naturaleza de este polaco, por eso
"Gombrowicz está en nosotros".
¿Y cómo podía crear Gombrowicz si una y otra vez el miedo y la falta de
libertad le amenazaban el corazón? Peleando, la valentía y el espíritu de
libertad son armas muy poderosas que tienen como horizonte esa palabra noble
llamada creación. Creando recuperaba lo que había perdido: la familia, los
amigos, la patria, el arte. Y lo volvía a perder porque el mundo de Gombrowicz
era inestable, porque sabía lo que no quería pero no sabía lo que quería,
porque no tenía proyectos firmes, por su amor a la contradicción.
Y creando lo recuperaba otra vez, una creación inspirada en el mundo encantador
y doloroso de la juventud, una forma que se sostiene en la inferioridad
para destruir las ideas viejas mientras espera que las otras, las que se
aproximan desde el futuro, le salgan al encuentro. Perder y ganar, un movimiento
continuo, hay en esto un fracaso pero, aunque parezca un contrasentido,
es por esto que nos es tan próximo, porque la existencia es una pasión fracasada,
para los que sufren y para los que aman, para los que ganan y para los que
pierden. Gombrowicz se quedó con la peor parte, la que está más cerca del
dolor, puso el amor más allá, lo puso en el horizonte, y el horizonte se
aleja cuando nos acercamos a él.
Después de todas las idas y vueltas que dimos alrededor de sus dolores fundamentales
llegamos a saber algo más, y ese algo más que llegamos a saber nos puso
en camino de su grandeza. Gombrowicz fue un escritor polaco que escribió
toda su obra en polaco y que volvió a escribir, no a traducir, su primera
novela en argentino. En el tráfico de influencias que caracteriza al mundo
de los escritores Gombrowicz reconoció cinco fuentes de inspiración: Dostoievski,
Nietzsche, Thomas Mann, Alfred Jarry y André Gide. Ellos le enseñaron el
camino que lleva al máximo las potencialidades del hombre, y a lo más alto
la agudeza de visión y el orgullo irresistible. Ellos se plegaron profundamente
a sus sinuosidades más secretas, a sus gustos y a sus caprichos, lo iniciaron
en los misterios de la estupidez y le abrieron el camino a su diario, un
género para el que Gombrowicz auguró el predominio sobre el relato contemporáneo
debido a la amplitud de su forma y a su carácter existencial.
Un escritor polaco, pero quizás se podría decir un escritor polaco y argentino,
un hombre polaco y argentino, polaco por los excesos y argentino por esa
lasitud que le permitía descansar. Y finalmente se podría decir también
que estos hombres grandes allí donde nazcan le entregan el corazón a todos
los hombres, no son polacos ni argentinos, son hombres que inspirados en
el amor, en la verdad y en la belleza alumbran los caminos del mundo como
las estrellas lejanas que nos miran desde arriba. El dolor fue su motor,
la belleza su brújula, con este programa simple atrajo a otros hombres que
se pusieron a su lado, con estos encantamientos se sostiene la humanidad.
DEL BOTÍN
¿Y qué nos quedó del botín después del asalto al castillo? No sé qué nos
quedó, Gombrowicz se nos hizo humo, con su penacho blanco y la lanza en
ristre se nos fue a pelear con los molinos detrás de la gloria, ese Gombrowicz
ya no está con nosotros, tenemos que encontrar otro Gombrowicz menos pretensioso
y más accesible que haya compartido con sus amigos argentinos la vida de
todos los días.
A veces tengo la impresión de que aquel Gombrowicz metido en ese caldero
lleno de dolores y de grandeza no conoce al burgués estrafalario que también
era cuando yo lo conocí. ¿Y por qué un burgués?: se despertaba, desayunaba,
escribía, escuchaba música, cenaba y terminaba su día en el Rex o en La
Fragata, siempre a las mismas horas. Este contraste me hace recordar a algo
que escribí en Gombrowicz, este hombre me causa problemas:
"Gombrowicz dibuja una representación mental para probar que la vida auténtica
del existencialismo es una gigantesca falsedad. Confronta las responsabilidades
derivadas del Dasein (Heidegger) y de la conciencia (Sartre) con las banalidades
de la vida corriente y concluye que en la base de esta confrontación existe
un ridiculez elemental que resulta insoportable como, por ejemplo, una conciencia
en pantalones que habla por teléfono (...) Gombrowicz abre un gran interrogante
acerca de la facultad de pensar: ¿cómo es posible que los pensadores más
intensos caigan en semejantes tonterías? El Dasein como único ente que se
pregunta por el sentido del ser, tomando café con facturas"
Sin que yo me haya perdido en las peripecias del Dasein y de la conciencia
de Heidegger y de Sartre cuando hablo de nuestra separación metafísica y
de sus dolores fundamentales, sin embargo, mientras hilaba estos pensamientos
sentía como si me estuvieran golpeando la puerta. Y no estoy seguro de poder
identificar al que golpeaba, si era Gombrowicz, si eran los lectores, o
si era yo mismo que salía del caldero y entraba al caldero a toda velocidad,
o si éramos un poco todos nosotros golpeando juntos para que nos tuvieran
en cuenta.
De una cosa me aseguré bien, de que este botín no tuviera origen en la misma
falta de seriedad con la que Gombrowicz termina Cosmos y Ferdydurke por
su impotencia manifiesta para consagrar durante un tiempo prologado situaciones
dramáticas, y por su incapacidad de presentarse ante los lectores como un
hombre trágico. No, no estoy tomado ahora por ningún impulso inferior ni
antes lo estuve por las exageraciones del Dasein y de la conciencia, siento
una necesidad auténtica de referirme a ese hombre que pagaba sus cuentas,
que daba propinas y una beca mensual a Betelú durante diez años, que nos
enseñaba los modales de la mesa y del comportamiento en general, que nos
mostraba los mejores movimientos del tenis y nos contaba una y otra vez
sus cuentos extraños: los del chip chip de sus últimos versos, los del cura
que nunca había estado en Morón, los de las noches en las que no se podía
sacar a pasear al perro, los de la vida que es un precipicio azul y los
del amor que es un puente verde.
Nuestras cenas en el Sorrento donde almorzaba Borges, nuestras visitas a
la quinta de Hurlingham en la que me presentaba las esculturas metálicas
de Silvio Giangrande como si fueran pluviómetros para confundirme, y nuestras
caminatas de la noche volviendo a casa. Éramos dos burgueses con la conciencia
tranquila a los que Schopenhauer les hubiera tenido que entregar esa moneda
de oro que le había prometido al primer comensal que hablara de alguna otra
cosa que no fueran mujeres, caballos o negocios en el restaurante donde
almorzaba. Nosotros hablábamos de filosofía, de música y de literatura,
también algo de mujeres, de caballos sí hablábamos, especialmente de los
jinetes a los que Gombrowicz encontraba ridículos y antiestéticos pues le
parecía una enormidad que un animal montara a otro. ¿De negocios?, no, de
negocios no hablábamos, no teníamos negocios.
Un noble polaco que había caído al nivel de un burgués en bancarrota, siempre
en pose: digno, distante, altivo, despreciativo, infantil, afectuoso y humorista.
Digo en pose porque él no estaba identificado, por lo menos no completamente,
con ninguna de estas actitudes. Un humor increíble y muy difícil de explicar
o de clasificar, a veces lo dominaba y otras era dominado por su propio
humor, una fuente en la que siempre nos podíamos bañar para divertirnos,
y cuando el humor no aparecía en forma espontánea utilizaba las muletillas
legendarias: de sus inscripciones en los baños de los cafés, de las infantas
que le cagaban las plantas, del por qué se había quedado en Buenos Aires
para estudiar el alma sudamericana, del derecho que tenía al taburete porque
su abuelita era grandeza de España, de la cuestión que siendo todos los
hombres homosexuales la mayoría lo ocultaba porque era cobarde, mientras
una minoría selecta, a la cual él pertenecía, no lo ocultaba porque era
valiente y declaraba su sodomía.
De las primeras épocas de humor pasamos a otras épocas en las que Gombrowicz
empezó a perder su sintonía con la Argentina, con una Argentina que se le
fue cayendo poco a poco en el pozo del taedium vitae y él, como ya lo dijimos
en el capítulo del aburrimiento de Gombrowicz, este hombre me causa problemas,
deambulaba siempre como si estuviera alcoholizado entre el aburrimiento
y la diversión porque no buscaba o no encontraba los sentimientos intermedios.
Y, entonces, se marchó. Otra vez a caminar por esos caminos de Dios, le
había llegado nuevamente el tiempo al destierro y a la deserción.
Gombrowicz es para mí -y otra vez la contradicción, la doble naturaleza,
el es lo que no es y no es lo que es- el de la separación metafísica y el
de los dolores fundamentales, pero también es el noble polaco devenido en
burgués en bancarrota del que vamos a hablar alguna vez en otras Cartas,
porque en las cartas que nos escribió a los argentinos está todo el mundo
de Gombrowicz, el de arriba y el de abajo, el del cielo y el de la tierra.
Y esto va para los polacos. Ustedes aman a Gombrowicz más que nadie lo ama
en el mundo pero no lo conocieron. Lean y vuelvan a leer las cartas que
les escribió a sus amigos argentinos, es el otro camino que pueden seguir
para armar ese dinosaurio que vivió tan lejos de Polonia.
Hasta donde yo sé, el dinosaurio que les resulta a ustedes armando al reptil
terrible a partir de esos huesos que son sus libros no les sale del todo
bien. Les sale con una boca demasiado grande y con unos ojos excesivamente
llameantes, o les sale rengo, en fin, no digo que no se le parezca pero
no se le parece demasiado. Prueben con las cartas que nos escribió a Mariano
Betelú y a mí, son ustedes los que seguirán probando cuando todos los que
lo conocimos estemos muertos, y son ustedes los que seguirán escribiendo
una biografía que no se debe cerrar. No sé que suerte correrá el intento
que estoy haciendo para donar los originales de las cartas que me escribió,
y digo intento pues aunque parezca increíble es necesaria la autorización
de la viuda para que la donación tenga efecto. Mientras llega el momento
en el que la Biblioteka Narodowa o el Museo de la Literatura las puedan
exhibir en su versión polaca, porque ese momento llegará, tomen por asalto
la casa de Rajmund Kalicki, él tiene copia de todas estas cartas y también
de las que le escribió a Flor de Quilombo, échensele encima y arránquele
esa bendita versión para que no sólo piensen en ellas los que hablamos el
español.
Yo también me veo a menudo armando un dinosaurio cuando hablo de sus dolores
y de su grandeza pero, en cambio, me siento conversando con un amigo inolvidable
cuando lo recuerdo como ese noble polaco venido a menos caído al nivel de
un burgués sin medios. Ni tan grave ni tan ligero, ni tan sabio ni tan burro,
ni tan profundo ni tan superficial, ni tan metafísico ni tan realista, ni
tan afectuoso ni tan frío. Él tenía una tendencia natural a desviarse hacia
los extremos pero con su conciencia agudísima se ponía en el medio. Un burgués
inteligente, perezoso y bromista, ni más ni menos.
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