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Sobre psicoterapia. «Über Psychotherapie»
- 1904 [1905]
Sigmund Freud
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Conferencia pronunciada en el Colegio de Médicos de Viena en 1904
Señores: Han pasado unos
ocho años desde que, a pedido del lamentado presidente de esta casa,
el profesor Von Reder, tuve la oportunidad de hablar aquí sobre el tema
de la histeria. (ver nota) Poco antes (1895), en colaboración con el
doctor Josef Breuer, yo había publicado los Estudios sobre la histeria,
donde, sobre la base del nuevo conocimiento que debemos a este investigador,
intenté introducir un nuevo modo de tratamiento de las neurosis. Afortunadamente
puedo decir que los empeños de nuestros Estudios tuvieron éxito; las
ideas que ahí sustentábamos acerca del efecto producido por los traumas
psíquicos a través de la retención de afecto, la concepción de los síntomas
histéricos como resultados de una excitación trasladada de lo anímico
a lo corporal, ideas para las cuales habíamos creado los términos de
«abreacción» y «conversión», hoy son conocidas y comprendidas universalmente.
No hay -al menos en los países de habla alemana- ninguna exposición
de la histeria que no las tenga en cuenta hasta cierto punto, y no existe
especialista que no comparta esta doctrina al menos en un tramo. ¡Y
ello a pesar de que esas tesis y esos términos, cuando todavía eran
novedosos, sonaban bastante extraños!
No puedo decir lo mismo del procedimiento terapéutico que propusimos
a nuestros colegas simultáneamente con nuestra doctrina, el cual todavía
hoy sigue luchando por su reconocimiento. Quizá puedan aducirse razones
especiales para ello, En aquel tiempo, la técnica del procedimiento
aún no había sido desarrollada; no pude proporcionar al lector médico
del libro las indicaciones que lo habrían habilitado para realizar por
sí mismo un tratamiento de esa clase. Pero sin duda influyen también
razones de naturaleza más general.
La psicoterapia sigue pareciéndoles a muchos médicos un producto del
misticismo moderno, y por comparación con nuestros recursos terapéuticos
físico-químicos, cuya aplicación se basa en conocimientos fisiológicos,
un producto directamente acientífico, indigno del interés de un investigador
de la naturaleza. Permítanme ustedes, entonces, que defienda aquí la
causa de la psicoterapia y ponga de relieve lo que en ese juicio adverso
ha de tildarse de incorrecto o de erróneo.
En primer lugar, les recordaré que la psicoterapia no es un procedimiento
terapéutico moderno. Al contrario, es la terapia más antigua de que
se ha servido la medicina. En el instructivo libro de Löwenfeld, Lehrbuch
der gesamten Psychotherapie [1897], pueden averiguar ustedes los métodos
de que se valía la medicina primitiva y la de los antiguos. Se verán
precisados a clasificarla en buena parte como psicoterapia; con miras
a la curación, se inducía en los enfermos el estado de «crédula expectativa»,
que todavía hoy nos presta idéntico servicio. Y aun después que los
médicos descubrieron otros recursos terapéuticos, los empeños psicoterapéuticos
de una u otra clase nunca desaparecieron de la medicina. (ver nota)
En segundo lugar, les llamaré la atención sobre lo siguiente: los médicos
no podemos renunciar a la psicoterapia, aunque más no sea porque la
otra parte que debe tenerse muy en cuenta en el proceso terapéutico
-a saber: los enfermos- no tiene propósito alguno de hacerlo. Conocen
ustedes los esclarecimientos que sobre este punto debemos a la escuela
de Nancy (Liébeault, Bernheim). Un factor que depende de la disposición
psíquica de los enfermos viene a influir, sin que nosotros lo busquemos,
sobre el resultado de cualquier procedimiento terapéutico introducido
por el médico. Casi siempre lo hace en sentido favorable, pero a menudo
también en sentido desfavorable. Hemos aprendido a aplicar a este hecho
la palabra «sugestión», y Moebius nos ha enseñado que la falta de confiabilidad
de que acusamos a tantos de nuestros métodos de curación se retrotrae
justamente a la influencia perturbadora de este poderoso factor. Nosotros,
los médicos, todos ustedes, por tanto, cultivan permanentemente la psicoterapia,
por más que no lo sepan ni se lo propongan; sólo que constituye una
desventaja dejar librado tan totalmente a los enfermos el factor psíquico
de la influencia que ustedes ejercen sobre ellos. De esa manera se vuelve
incontrolable, indosificable, insusceptible de acrecentamiento. ¿No
es entonces lícito que el médico se empeñe en apropiarse de ese factor,
servirse deliberadamente de él, guiarlo y reforzarlo? A esto, y sólo
a esto, los alienta la psicoterapia científica.
Y en tercer lugar, señores colegas, los remitiré a una experiencia conocida
de antiguo: ciertos trastornos, y muy en particular las psiconeurosis,
son mucho más accesibles a influencias anímicas que a cualquier otra
medicación. No es un dicho moderno, sino una vieja sentencia de los
médicos, el de que a estas enfermedades no las cura el medicamento,
sino el médico; vale decir: la personalidad del médico, en la medida
en que ejerce una influencia psíquica a través de ella. Sé bien, señores
colegas, que gustan ustedes mucho de aquella opinión a que el esteta
Vischer dio expresión clásica en su parodia del Fausto:
«Yo sé que lo físico
suele influir sobre lo moral».
Pero, ¿no sería más adecuado, y más acertado en la mayoría de los casos,
decir que puede influirse sobre lo moral de un hombre con recursos morales,
vale decir, psíquicos?
Hay muchas variedades de psicoterapia, y muchos caminos para aplicarla.
Todos son buenos si llevan a la meta de la curación. Nuestro habitual
consuelo que tan liberalmente dispensamos a los enfermos, «¡Pronto estará
sano de nuevo!», no es sino uno de los métodos psicoterapéuticos. Sólo
que una intelección más profunda de la índole de las neurosis nos permite
dejar de limitarnos a ese consuelo. Hemos desarrollado la técnica de
la sugestión hipnótica, la psicoterapia basada en la distracción mental,
en el ejercicio, en la suscitación de afectos adecuados. No menosprecio
a ninguna de ellas, y en condiciones apropiadas las aplicaría. Si yo
en realidad me circunscribí a un solo procedimiento terapéutico, el
método que Breuer llamó «catártico» y yo prefiero calificar como «analítico»,
no fueron sino motivos subjetivos los que me decidieron a ello. A raíz
de mi participación en la creación de esta terapia, me siento personalmente
obligado a consagrarme a explorarla y a edificar su técnica. Me es lícito
aseverar que el método analítico de la psicoterapia es el de más penetrantes
efectos, el que permite avanzar más lejos, aquel por el cual se consigue
la modificación más amplia del enfermo. Y si se me permite abandonar
por un momento el punto de vista terapéutico, puedo aducir en su favor
que es el más interesante, el único que nos enseña algo acerca de la
génesis y de la trama de los fenómenos patológicos. A raíz de las intelecciones
sobre el mecanismo de las enfermedades anímicas a que nos da acceso,
quizá sea el único capaz de superarse a sí mismo y de señalarnos el
camino hacia otras variedades de influjo terapéutico.
Ahora permítanme que corrija algunos errores y proporcione algunos esclarecimientos
acerca de este método catártico o analítico de la psicoterapia.
a. Noto que muy a menudo se lo confunde con el tratamiento sugestivo
hipnótico; lo noto porque, con relativa frecuencia, incluso colegas
que en otros aspectos no me tienen por su hombre de confianza me envían
enfermos -enfermos refractarios, desde luego- con el encargo de que
los hipnotice. Y bien; hace ya ocho años que no practico la hipnosis
con fines terapéuticos (salvo intentos aislados), y suelo rechazar esas
derivaciones con el consejo de que debiera practicar por sí mismo la
hipnosis quien confíe en ella. En verdad, entre la técnica sugestiva
y la analítica hay la máxima oposición posible: aquella que el gran
Leonardo da Vinci resumió, con relación a las artes, en las fórmulas
per via di porre y per via di levare. (ver nota) La pintura, dice Leonardo,
trabaja per via di porre; en efecto, sobre la tela en blanco deposita
acumulaciones de colores donde antes no estaban; en cambio, la escultura
procede per via di levare, pues quita de la piedra todo lo que recubre
las formas de la estatua contenida en ella. De manera en un todo semejante,
señores, la técnica sugestiva busca operar per via di porre; no hace
caso del origen, de la fuerza y la significación de las síntomas patológicos,
sino que deposita algo, la sugestión, que, según se espera, será suficientemente
poderosa para impedir la exteriorización de la idea patógena. La terapia
analítica, en cambio, no quiere agregar ni introducir nada nuevo, sino
restar, retirar, y con ese fin se preocupa por la génesis de los síntomas
patológicos y la trama psíquica de la idea patógena, cuya eliminación
se propone como meta. Por este camino de investigación, ha hecho avanzar
muy considerablemente nuestros conocimientos. Sí abandoné tan pronto
la técnica sugestiva y, con ella, la hipnosis, es porque dudaba de poder
hacer una sugestión tan fuerte y resistente como se requería para una
curación duradera. En todos los casos graves, vi cómo la sugestión introducida
volvía a desmoronarse, y entonces reaparecían la enfermedad misma o
un sustituto de ella. Además, reprocho a esta técnica que nos impide
penetrar en el juego de las fuerzas psíquicas. Por ejemplo, no nos permite
individualizar la resistencia con que los enfermos se aferran a su enfermedad,
mostrándose refractarios a la curación; y la resistencia es lo único
que nos posibilita comprender su conducta en la vida.
b. Me parece que entre mis colegas hay otro error muy difundido: el
de que la técnica para buscar las ocasiones de la enfermedad y para
eliminar sus manifestaciones mediante esa exploración sería fácil y
obvia. Lo infiero del hecho de que todavía ninguno de los muchos colegas
que se interesan por mi terapia y formulan juicios rotundos acerca de
ella me ha preguntado alguna vez por el modo en que en verdad procedo.
Y aun de tiempo en tiempo me entero con asombro de que en esta o aquella
división de un hospital, un joven médico recibió de su jefe el encargo
de aplicar un «psicoanálisis» a una histérica, Estoy convencido de que
no se dejaría en sus manos el examen de un tumor extirpado sin haberse
asegurado previamente de que está familiarizado con la técnica histológica.
También me llegan noticias de que este o estotro colega organiza sesiones
con un paciente a fin de hacerle una cura psíquica, cuando yo estoy
seguro de que no conoce la técnica de una cura de esa clase. Espera,
sin duda, que el enfermo le franquee sus secretos, o busca la curación
en algún tipo de confesión o de confidencia. No me asombraría que un
enfermo así tratado extrajera más perjuicios que beneficios. En efecto,
el instrumento agímico no es fácil de tocar. A raíz de esto no puedo
menos que acordarme de lo que dijo un neurótico mundialmente famoso,
que por cierto jamás estuvo bajo tratamiento médico, pues vivió sólo
en la fantasía de un dramaturgo. Aludo al príncipe Hamlet, de Dinamarca.
El rey envía a dos cortesanos, Rosenkrantz y Guildenstern, para que
lo espíen, le arranquen el secreto de su desazón. El se defiende; aparecen
unas flautas en el escenario. Hamlet toma una y pide a uno de sus martirizadores
que toque en ella; es, dice, tan fácil como mentir. El cortesano se
rehúsa, pues no sabe tocar nada; y como no puede moverlo a que haga
el intento, Hamlet le espeta al fin: «¡Pues ved ahora qué indigna criatura
hacéis de mí! Querrías tañerrme; ( ... ) pretendéis arrancarme hasta
el corazón de mi secreto, extraer desde la nota más grave hasta la más
aguda de mi diapasón; y habiendo tanta música y tanta excelente voz
en este pequeño instrumento, no lográis hacerle hablar. ¡Mil diablos!
¿Pensáis que soy más fácil de pulsar que una flauta? ¡Tomadme por el
instrumento que os plazca, y por más que me sacudáis no sacaréis de
mí sonido alguno!» (acto III, escena 2).
c. Por algunas de mis observaciones ustedes habrán colegido que la cura
analítica lleva consigo muchas peculiaridades que la alejan del ideal
de una terapia. Tuto, cito, iucunde: el investigar y examinar no apunta
a resultados rápidos, y la mención de la resistencia los prepara para
esperar cosas desagradables. Sin duda, el tratamiento psicoanalítico
plantea elevadas exigencias tanto al enfermo cuanto al médico; a aquel
le exige como sacrificio una sinceridad total, le insume mucho tiempo
y por ende le resulta costoso; también al médico le insume tiempo, y
a causa de la técnica que tiene que aprender y practicar, le es bastante
trabajoso. Por eso mismo hallo enteramente lícito aplicar métodos terapéuticos
más cómodos siempre que haya la perspectiva de lograr algo con ellos.
Este punto es el único decisivo; si con el procedimiento más trabajoso
y prolongado puede conseguirse mucho más que con el breve y fácil, el
primero estará, a pesar de todo, justificado. Consideren ustedes, señores,
cuánto más incómoda y costosa es la terapia de Finsen para el lupus
que el método anterior, que empleaba la cauterización y el raspado;
no obstante, aquella importa un gran progreso, meramente porque rinde
más; en efecto, cura al lupus de manera radical. Ahora bien, yo no quiero
hacer valer esta comparación en todas sus partes, pero el método psicoanalítico
puede reclamar para sí un privilegio parecido. En realidad, sólo he
podido desarrollar y poner a prueba mi método terapéutico en casos graves
o gravísimos; al comienzo, fueron mi material únicamente enfermos en
quienes se había ensayado todo sin éxito y que habían estado internados
durante años. Apenas he podido reunir experiencia suficiente para decirles
cómo se comporta mi terapia en el caso de afecciones más leves, que
aparecen de manera episódica y vemos curarse también espontáneamente
a raíz de las más diversas influencias. La terapia psicoanalítica se
creó sobre la base de enfermos aquejados de una duradera incapacidad
para la existencia; y estándoles destinada, su triunfo consiste en que
pudo devolverles a un número significativo de ellos, duraderamente,
esa capacidad. Frente a este resultado, todo gasto se vuelve mínimo.
No podemos disimular ante nosotros mismos lo que solemos desmentir ante
el enfermo: para el individuo que la padece, una neurosis grave no tiene
menor importancia que una caquexia, una de las grandes enfermedades
mortales.
d. No es todavía posible, a consecuencia de las muchas restricciones
prácticas que afectaron mi actividad, señalar de manera definitiva las
indicaciones y contraindicaciones de este tratamiento. No obstante,
trataré de elucidar con ustedes algunos puntos:
1. Además de la enfermedad, es preciso tomar en cuenta el valor de una
persona en otros campos, y debe rechazarse a los enfermos que no posean
cierto grado de cultura y un carácter en alguna medida confiable. No
puede olvidarse que también hay personas sanas que no sirven para nada,
y que con excesiva facilidad se tiende, en el caso de esas personas
de escaso valor, a atribuir a la enfermedad todo lo que las vuelve incapaces
para la existencia, con tal que muestren algún asomo de neurosis. Sustento
el punto de vista de que la neurosis en modo alguno estampa en sus portadores
el marbete de dégenéré, pero que con mucha frecuencia se asocia con
las manifestaciones de la degeneración en un mismo individuo. Ahora
bien, la psicoterapia analítica no es un procedimiento para tratar la
degeneración neuropática; al contrario, encuentra en esta su límite.
Tampoco es aplicable a personas que no se sienten llevadas a la terapia
por su padecer, sino que sólo se someten a ella por orden de sus parientes.
En cuanto a la propiedad de que el enfermo sea susceptible de educación
para que pueda aplicársele el tratamiento psicoanalítico, deberemos
examinarla todavía desde otro punto de vista.
2. Si se quiere actuar sobre seguro, es preciso limitar la elección
a personas que posean un estado normal, pues en el procedimiento psicoanalítico
nos apoyamos en él para apropiarnos de lo patológico. Las psicosis,
los estados de confusión y de desazón profunda (diría: tóxica), son,
pues, inapropiados para el psicoanálisis, al menos tal como hoy lo practicamos.
No descarto totalmente que una modificación apropiada del procedimiento
nos permita superar esa contraindicación y abordar así una psicoterapia
de las psicosis.
3. La edad de los enfermos cumple un papel en su selección para el tratamiento
psicoanalítico: por una parte, en la medida en que las personas que
se acercan a la cincuentena o la sobrepasan suelen carecer de la plasticidad
de los procesos anímicos de la que depende la terapia -los ancianos
ya no son educables- y, por otra parte, porque el material que debería
reelaborarse fdurcharbeíten} prolongaría indefinidamente el tratamiento.
El límite inferior de edad sólo se determina según los individuos; los
jóvenes que no han llegado todavía a la pubertad a menudo constituyen
un terreno óptimo para la influencia terapéutica.
4. No se recurrirá al psicoanálisis cuando sea preciso eliminar con
rapidez fenómenos peligrosos, por ejemplo, en el caso de una anorexia
histérica.
Ahora tendrán ustedes la impresión de que el campo de aplicación de
la psicoterapia analítica es muy restringido, pues en verdad no han
escuchado de mí sino contraindicaciones. Pero sobran casos y formas
patológicas en que esta terapia puede ponerse a prueba: todas las formas
crónicas de histeria con fenómenos residuales, el gran campo de los
estados obsesivos y abulias, etc.
Es afortunado que así pueda prestarse ayuda sobre todo a las personas
más valiosas y de más alto desarrollo en otro sentido. De cualquier
modo, con relación a los casos en que la psicoterapia analítica puede
conseguir muy poco, podemos consolarnos diciendo que seguramente ningún
otro tratamiento habría logrado nada.
e. Sin duda querrán preguntarme qué hay en cuanto a la posibilidad de
que la aplicación del psicoanálisis resulte dañina. Sobre eso puedo
replicarles que si están dispuestos a juzgar ecuánimemente este procedimiento
y a concederle la misma buena voluntad crítica que dispensan a nuestros
demás métodos terapéuticos, aceptarán mi opinión de que una cura analítica
realizada con discernimiento no puede hacer temer daño alguno para el
enfermo. Quizá formule un juicio diverso el lego habituado a achacar
al tratamiento todo cuanto sucede en el curso de un caso patológico.
Hasta no hace mucho tiempo nuestros institutos de hidroterapia tropezaban
con un prejuicio parecido. Muchos a quienes se aconsejaba acudir a un
instituto de estos oponían reparos porque conocían a alguien que ingresó
siendo neurótico y ahí se volvió insano. Se trataba, como ustedes adivinan,
de casos incipientes de parálisis general a los que en su estadio inicial
se podía aún internar en un instituto de hidroterapia, y ahí prosiguieron
su incontenible avance hasta la perturbación mental manifiesta; para
los legos, el agua era la culpable y la causante de ese triste cambio.
Toda vez que se trata de terapias novedosas, ni siquiera los médicos
están siempre exentos de tales errores de juicio. Recuerdo que una vez
ensayé psicoterapia en una mujer que había pasado buena parte de su
existencia alternando manía y melancolía; durante dos semanas todo pareció
andar bien; a la tercera, ya estábamos al comienzo de la nueva manía.
Se trataba, sin duda, de una modificación espontánea del cuadro patológico,
pues dos semanas no son un plazo como para que la psicoterapia analítica
pueda lograr algo. Empero, un destacado médico (ya fallecido) que examinaba
a la enferma junto conmigo no pudo abstenerse de observar que la psicoterapia
sería la culpable de esa «recaída». Estoy totalmente convencido de que
en otras condiciones habría mostrado mejor discernimiento crítico.
1. Para concluir, señores colegas, tengo que admitir que no puedo reclamar
por tanto tiempo la atención de ustedes en favor de la psicoterapia
analítica sin decirles en qué consiste este tratamiento y cuáles son
sus fundamentos. Puesto que debo ser breve, sólo puedo dar una referencia.
Esta terapia se basa entonces en la intelección de que unas representaciones
inconcientes -mejor: el carácter inconciente de ciertos procesos anímicos-
son la causa inmediata de los síntomas patológicos. Compartimos esta
convicción con la escuela francesa (Janet), que, por lo demás, con excesiva
esquematización reconduce el síntoma histérico a la idée fixe inconciente.
(ver nota) Pero no teman ustedes que esto nos precipite a las profundidades
de la más oscura filosofía. Nuestro inconciente en nada se parece al
de los filósofos y, además, la mayoría de estos no querrían saber nada
de algo «psíquico inconciente». Pero si se sitúan ustedes en nuestro
punto de vista, comprenderán que la traducción de eso inconciente que
hay en la vida anímica del enfermo en algo conciente no puede sino traer
por resultado corregir su desviación respecto de lo normal y suprimir
la compulsión que afecta a su vida anímica. Es que el alcance de la
voluntad conciente no va más allá de los procesos psíquicos concientes,
y toda compulsión psíquica está fundada por lo inconciente. Tampoco
deben temer que la entrada de lo inconciente en la conciencia del enfermo
le provoque un sacudimiento dañino, pues pueden convencerse en la teoría
de que el efecto somático y afectivo de la moción que devino conciente
nunca puede ser tan grande como el de la moción inconciente. Y por cierto,
dominamos todas nuestras mociones sólo por el hecho de que dirigimos
sobre ellas nuestras operaciones anímicas superiores, acompañadas de
conciencia.
Pero también pueden escoger otro punto de vista para comprender el tratamiento
psicoanalítico. El descubrimiento y la traducción de lo inconciente
se realizan bajo una permanente resistencia de parte del enfermo. La
emergencia de eso inconciente va unida a un displacer, y a causa de
este el enfermo lo rechaza una y otra vez. Y bien; ustedes intervienen
en este conflicto que se libra en la vida anímica del paciente; si logran
moverlo a que, a los fines de alcanzar tina mejor comprensión, acepte
algo que hasta entonces había rechazado (reprimido) a consecuencia de
la automática regulación del displacer, habrán conseguido realizar con
él cierto trabajo educativo. Ya es educación, en el caso de un hombre
que no abandona fácilmente la cama por la mañana temprano, moverlo a
que lo haga. En términos generales, pueden concebir el tratamiento psicoanalítico
como una pos-educación de esa índole para vencer resistencias interiores.
Ahora bien, en ningún punto es más necesaria esa poseducación en los
neuróticos que en lo que atañe al elemento anímico de su vida sexual.
Es que en ninguna parte la cultura y la educación han provocado daños
tan grandes como aquí, y, aquí justamente, como la experiencia se los
mostrará, se hallarán las etiologías de las neurosis susceptibles de
ser dominadas; el otro elemento etiológico, el aporte constitucional,
nos es dado como algo inmutable. Pero esto plantea al médico un importante
requerimiento. No sólo tiene que ser él mismo un carácter íntegro -«En
cuanto a lo moral, eso va de suyo», como suele decir el principal personaje
de Auch Einer, la novela de Víscher-; también tiene que haber superado
en su persona la mezcla de lubricidad y mojigatería con que, por desdicha,
tantos otros suelen abordar los problemas sexuales.
Este es quizás el lugar para hacer otra observación. Sé que mí insistencia
en el papel de lo sexual en la génesis de las psiconeurosis ha llegado
a ser notoria en vastos círculos. También sé que de poco aprovechan
al gran público las restricciones y precisiones de una idea; el vulgo
tiene muy poco espacio en su memoria, y de una tesis retiene sólo su
núcleo en bruto, se crea una versión extrema fácil de registrar. Tal
vez a muchos médicos se les baya ocurrido también vislumbrar, como si
fuera el contenido de mi doctrina, que en último análisis reconduzco
las neurosis a la abstinencia sexual. En las condiciones en que vive
nuestra sociedad, esta no es rara. ¡Qué sugerente, con semejante premisa,
eludir el trabajoso rodeo de la cura psíquica y aspirar por un camino
directo a la curación, recomendando la práctica sexual como medio terapéutico!
Y bien; no conozco nada que pudiera moverme a sofocar esa conclusión
si ella fuera correcta. Pero la cosa está en otra parte. La privación
y la abstinencia sexuales son apenas uno de los factores que entran
en juego en el mecanismo de la neurosis; si sólo existiera ese factor,
la consecuencia no sería la enfermedad, sino el libertinaje. El otro
factor, igualmente indispensable y que se olvida con excesiva facilidad,
es la repugnancia sexual del neurótico, su incapacidad para amar: el
rasgo psíquico que he llamado «represión». Sólo a partir del conflicto
entre ambas aspiraciones se produce la contracción de la neurosis, y
por eso el consejo de la práctica sexual sólo rara vez, en verdad, puede
calificarse como un buen consejo en el caso de las psiconeurosis.
Concluyo aquí mi alegato. Esperemos que el interés de ustedes por la
psicoterapia, depurado de cualquier prejuicio hostil, habrá de apoyarnos
para llevar a feliz término también el tratamiento de los casos graves
de psiconeurosis.
[De las Obras Completas
de Sigmund Freud - Standard Edition, ordenamiento de James Strachey]