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Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica [1925]
Sigmund Freud
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En mis propios escritos y en
los de mis discípulos destácase cada vez más la necesidad de impulsar los
análisis de los neuróticos hasta penetrar en el más remoto período de su
infancia en la época del primer florecimiento de la vida sexual. Únicamente
la exploración de las primeras manifestaciones de la constitución instintual
innata en el individuo, así como de los efectos que despiertan sus primeras
vivencias, permite apreciar correctamente los dinamismos que han motivado
su neurosis ulterior, salvaguardándonos al mismo tiempo contra los errores
en que podrían inducirnos los remodelamientos y las superposiciones de la
madurez. La importancia de esta condición no es sólo teórica, sino también
práctica, pues distingue nuestros esfuerzos de la labor de aquellos médicos
que, guiados por una orientación exclusivamente terapéutica, aplican también
los métodos analíticos, pero sólo hasta cierto punto. Tal análisis de la
más temprana edad es arduo y laborioso, planteando demandas, tanto al médico
como al paciente, cuyo cumplimiento no es siempre facilitado por la práctica.
Además conduce hacia regiones tenebrosas en las que carecemos todavía de
jalones señaladores, al punto que, según creo, los analistas pueden contar
con la certeza de que, por lo menos durante las próximas décadas, su labor
científica no correrá peligro de mecanizarse ni de perder así parte de su
interés.
Me propongo exponer en las páginas siguientes ciertos resultados de la investigación
psicoanalítica que tendrían suma importancia si se pudiese demostrar su
vigencia general. Siendo así, ¿por qué no pospongo su publicación hasta
que una experiencia más copiosa me haya suministrado esa prueba necesaria,
si es que ella es alcanzable? Simplemente porque las condiciones en las
cuales se desenvuelve mi labor han experimentado una modificación, cuyas
implicaciones no puedo seguir ocultando. Tiempo atrás, yo no era de aquellos
que se sienten incapaces de retener para sí un supuesto descubrimiento hasta
haber llegado a confirmarlo o a corregirlo. Así, mi Interpretación de los
sueños (1900) y mi Análisis fragmentario de una histeria (el caso de Dora)
(1905) fueron mantenidos por mí en secreto, si bien no durante los nueve
años aconsejados por Horacio, por lo menos durante cuatro o cinco, hasta
que por fin los entregué al público. En aquellos días, empero, el tiempo
se extendía sin límites ante mí -oceans of time, como ha dicho un amable
poeta-, y el material de observación acudía a mí con riqueza tal que me
era difícil rehuir el impacto de las nuevas experiencias. Además, yo era
entonces el único laborador en un terreno virgen, de modo que mi reticencia
no significaba ningún riesgo para mí ni perjuicio alguno para los demás.
Todo eso ha cambiado ahora. El tiempo que me queda es limitado y ya no se
halla totalmente ocupado por el trabajo, de modo que las oportunidades de
efectuar nuevas observaciones no son ya tan numerosas. Cuando creo advertir
algo nuevo no tengo la certeza de poder aguardar su confirmación. Por otra
parte, cuando flotaba en la superficie ya ha sido decantado, y lo que resta
ha de ser laboriosamente recogido buceando en las profundidades. Por fin
ya no estoy solo: una pléyade de afanosos colaboradores está dispuesta a
aprovechar aun lo inconcluso y lo dudoso, de modo que bien puedo cederles
una parte de la labor que en otras circunstancias habría concluido yo mismo.
Así, me siento justificado en esta ocasión al comunicar algo qué requiere
urgente verificación, antes de que sea posible decidir respecto de su valor
o su insignificancia.
Cuando estudiamos las primeras conformaciones psíquicas que la vida sexual
adopta en el niño, siempre hemos tomado al del sexo masculino, al pequeño
varón, como objeto de nuestras investigaciones. Suponíamos que en la niña
las cosas debían ser análogas, aunque admitíamos que de una u otra manera
debían ser también un tanto distintas. No alcanzábamos a establecer en qué
punto del desarrollo radicaría dicha diferencia.
La situación del complejo de Edipo es en el varón la primera etapa que se
puede reconocer con seguridad. Es fácil comprenderla porque el niño retiene
en dicha fase el mismo objeto que ya catectizó con su libido aún pregenital
en el curso del período precedente de la lactancia y la crianza. También
el hecho de que en dicha situación perciba el padre como un molesto rival
a quien quisiera eliminar y sustituir es una consecuencia directa de las
circunstancias reales. En otra ocasión ya he señalado que la actitud edípica
del varón forma parte de la fase fálica y sucumbe ante la angustia de castración,
es decir, ante el interés narcisisto por los propios genitales. La comprensión
de estas condiciones es dificultada por la complicación de que aun en el
niño varón el complejo de Edipo está dispuesto en doble sentido, activo
y pasivo, de acuerdo con la disposición bisexual: el varón quiere sustituir
también a la madre como objeto amoroso del padre, hecho que calificamos
de actitud femenina.
En cuanto a la prehistoria del complejo de Edipo en el varón, estamos todavía
muy lejos de haber alcanzado una total claridad. Sabemos que dicho período
incluye una identificación de índole cariñosa con el padre, identificación
que aún se halla libre de todo matiz de rivalidad con respecto a la madre.
Otro elemento de esta fase prehistórica es -según creo, invariablemente-
la estimulación masturbatoria de los genitales, o sea, la masturbación de
la primera infancia, cuya supresión más o menos violenta por parte de las
personas que intervienen en la crianza pone en actividad el complejo de
castración. Suponemos que dicha masturbación está vinculada con el complejo
de Edipo y que equivale a la descarga de sus excitaciones sexuales. No es
seguro, sin embargo, si la masturbación tiene tal carácter desde un comienzo
o si, por el contrario, aparece por primera vez espontáneamente, como activación
de un órgano corporal, conectándose sólo ulteriormente con el complejo de
Edipo; esta última posibilidad es, con mucho, la más probable. Otra cuestión
dudosa es el papel desempeñado por la enuresis y por la supresión de ese
hábito mediante intervenciones educativas. Nos inclinamos a adoptar la simple
formulación sintética de que la enuresis persistente sería una consecuencia
de la masturbación y de que su supresión sería considerada por el niño como
una inhibición de su actividad genital, es decir, que tendría el significado
de una amenaza de castración; pero queda todavía por demostrar si estamos
siempre acertados con estas presunciones. Finalmente, el análisis nos ha
permitido reconocer, de una manera más o menos vaga e incierta, cómo los
atisbos del coito paterno establecen en muy precoz edad la primera excitación
sexual, y cómo merced a sus efectos ulteriores pueden convertirse en punto
de partida de todo desarrollo sexual del niño. La masturbación, así como
las actitudes del complejo de Edipo, se vincularan posteriormente a esa
precoz experiencia, que en el ínterin habrá sido interpretada por el niño.
Sin embargo es imposible admitir que tales observaciones del coito se produzcan
invariablemente, de modo que nos topamos aquí con el problema de las «protofantasías».
Así, aun la prehistoria del complejo de Edipo en el varón plantea todas
estas cuestiones inexplicables que todavía aguardan su examen y que están
subordinadas a la decisión de si cabe admitir siempre un mismo proceso invariable,
o si no se trata más bien de una gran variedad de distintas fases previas
que convergerían una misma situación terminal.
El complejo de Edipo de la niña pequeña implica un problema más que el del
varón. En ambos casos la madre fue el objeto original, y no ha de extrañarnos
que el varón la retenga para su complejo de Edipo. En cambio ¿cómo llega
la niña a abandonarla y a adoptar en su lugar al padre como objeto? Al perseguir
este problema he podido efectuar algunas comprobaciones susceptibles de
aclarar precisamente la prehistoria de la relación edípica en la niña.
Todo analista se habrá controlado alguna vez con ciertas mujeres que se
aferran con particular intensidad y tenacidad a su vinculación paterna y
al deseo de tener un hijo con el padre, en el cual aquélla culmina. Tenemos
buenos motivos para aceptar que esta fantasía desiderativa fue también la
fuerza impulsora de la masturbación infantil, siendo fácil formarse la impresión
de que nos hallamos aquí ante un hecho elemental e irreducible de la vida
sexual infantil. Sin embargo, precisamente el análisis minucioso de estos
casos revela algo muy distinto, demostrando que el complejo de Edipo tiene
aquí una larga prehistoria y es en cierta manera una formación secundaria.
De acuerdo con la formulación del viejo pediatra Lindner 1668, el niño descubre
la zona genital -el pene o el clítoris-como fuente de placer en el curso
de su succión sensual (chupeteo). Dejo planteada la cuestión de si un niño
toma realmente esta fuente de placer recién descubierta en reemplazo del
pezón materno que acaba de perder, posibilidad que parecería ser señalada
por fantasías ulteriores. Como quiera que sea, en algún momento llega a
descubrirse la zona genital y parece muy injustificado atribuir a sus primeras
estimulaciones contenido psíquico alguno. Pero el primer paso en la fase
fálica así iniciada no consiste en la vinculación de esta masturbación con
las catexis objetales del complejo de Edipo, sino en cierto descubrimiento
preñado de consecuencia que toda niña está destinada a hacer. En efecto,
advierte el pene de un hermano o de un compañero de juegos, llamativamente
visible y de grandes proporciones; lo reconoce al punto como símil superior
de su propio órgano pequeño e inconspicuo, y desde ese momento cae víctima
de la envidia fálica.
He aquí un interesante contraste en la conducta de ambos sexos: cuando el
varón en análoga situación descubre por primera vez la región genital de
la niña, comienza por mostrarse indeciso y poco interesado; no ve nada o
repudia su percepción, la atenúa o busca excusas para hacerla concordar
con lo que esperaba ver. Sólo más tarde, cuando una amenaza de castración
ha llegado a influir sobre él, dicha observación se le torna importante
y significativa: su recuerdo o su repetición le despierta entonces una terrible
convulsión emocional y le impone la creencia en la realidad de una amenaza
que hasta ese momento había considerado risible. De tal coincidencia de
circunstancias surgirán dos reacciones que pueden llegar a fijarse y que
en tal caso, ya separadamente, cada una de por sí, ya ambas combinadas,
ya en conjunto con otros factores, determinarán permanentemente sus relaciones
con la mujer: el horror ante esa criatura mutilada, o bien el triunfante
desprecio de la misma. Todos estos desarrollos, sin embargo, pertenecen
al futuro, aunque no a un futuro muy remoto.
Distinta es la reacción de la pequeña niña. Al instante adopta su juicio
y hace su decisión. Lo ha visto, sabe que no lo tiene y quiere tenerlo.
A partir de este punto arranca el denominado complejo de masculinidad de
la mujer, que puede llegar a dificultar considerablemente su desarrollo
regular hacia la femineidad si no logra superarlo precozmente. La esperanza
de que, a pesar de todo, obtendrá alguna vez un pene y será entonces igual
al hombre, es susceptible de persistir hasta una edad insospechadamente
madura y puede convertirse en motivo de la conducta más extraña e inexplicable
de otro modo. O bien puede ponerse en juego cierto proceso que quisiera
designar como repudiación (regeneración), un proceso que no parece ser raro
ni muy peligroso en la infancia, pero que en el adulto significaría el comienzo
de una psicosis. Así, la niña rehúsa aceptar el hecho de su castración,
empecinándose en la convicción de que sí posee un pene, de modo que, en
su consecuencia, se ve obligada a conducirse como si fuese un hombre.
Las consecuencias psíquicas de la envidia fálica en la medida en que ésta
no llegue a ser absorbida por la formación reactiva del complejo de masculinidad,
son muy diversas y trascendentes. Una vez que la mujer ha aceptado su herida
narcisista, desarróllase en ella -en cierto modo como una cicatriz- un sentimiento
de inferioridad. Después de haber superado su primer intento de explicar
su falta de pene como un castigo personal, comprendiendo que se trata de
una característica sexual universal, comienza a compartir el desprecio del
hombre por un sexo que es defectuoso en un punto tan decisivo, e insiste
en su equiparación con el hombre, por lo menos en lo que se refiere a la
defensa, de tal opinión.
Aun después que la envidia fálica ha abandonado su verdadero objeto, no
deja por ello de existir: merced a un leve desplazamiento, persiste en el
rasgo característico de los celos. Por cierto que los celos no son privativos
de uno de los sexos ni se fundan sólo en esta única base; pero creo, sin
embargo, que desempeñan en la vida psíquica de la mujer un papel mucho más
considerable, precisamente por recibir un enorme reforzamiento desde la
fuente de la envidia fálica desviada. Todavía antes de que llegase a percatarme
de este origen de los celos, al ocuparse de la fantasía masturbatoria «pegan
a un niño», tan común en las niñas, inferí una primera fase de esa fantasía
en la cual tendría el significado de que se habría de pegar a otro niño
que ha despertado celos en calidad de rival. Esta fantasía parece ser una
reliquia del período fálico en la niña; la peculiar rigidez que tanto llamó
mi atención en la monótona fórmula «pegan a un niño» probablemente acepte
aún otra interpretación particular. El niño que allí es pegado-acariciado,
en el fondo quizá no sea otra cosa sino el propio clítoris, de modo que
en su nivel más profundo dicho enunciado contendría una confesión de la
masturbación, que desde su comienzo en la fase fálica hasta la edad más
madura se mantiene vinculada al contenido de esa fórmula.
Una tercera consecuencia de la envidia fálica parece radicar en el relajamiento
de los lazos cariñosos con el objeto materno. En su totalidad, la situación
no es todavía muy clara; pero es posible convencerse de que, en última instancia,
la falta de pene es casi siempre achacada a la madre de la niña, que la
echó al mundo tan insuficientemente dotada. El desenvolvimiento histórico
de este proceso suele consistir en que, poco después de haber descubierto
el defecto de sus genitales, la niña desarrolla celos contra otro niño,
con el pretexto de que la madre lo quería más que a ella, con lo cual halla
un motivo para el desprendimiento de la vinculación afectuosa con la madre.
Todo esto viene a ser corroborado entonces si dicho niño preferido por la
madre se convierte luego en el primer objeto de la fantasía de flagelación
que desemboca en la masturbación.
Existe todavía otro efecto sorprendente de la envidia fálica -o del descubrimiento
de la inferioridad del clítoris-, que es, sin duda, el más importante de
todos. En el pasado tuve a menudo la impresión de que en general la mujer
tolera la masturbación peor que el hombre, de que lucha más frecuentemente
contra ella y de que es incapaz de aprovecharla en circunstancias en las
cuales un hombre recurriría sin vacilar a este expediente. Es evidente que
la experiencia nos enfrentaría con múltiples excepciones de esta regla si
pretendiésemos sustentarla como tal, pues las reacciones de los individuos
humanos de ambos sexos están integradas por rasgos masculinos tanto como
femeninos. No obstante, subsiste la impresión de que la masturbación sería
más ajena a la naturaleza de la mujer que a la del hombre. Para resolver
el problema así planteado cabría la reflexión de que la masturbación, por
lo menos la del clítoris, es una actividad masculina, y que la eliminación
de la sexualidad clitoridiana es un prerrequisito ineludible para el desarrollo
de la femineidad. Los análisis extendidos hasta el remoto período fálico
me han demostrado ahora que en la niña, poco después de los primeros signos
de la envidia fálica, aparece una intensa corriente afectiva contraria a
la masturbación, que no puede ser atribuida exclusivamente a la influencia
de las personas que intervienen en su educación. Este impulso es a todas
luces, un prolegómeno de esa ola de represión que en la pubertad habrá de
eliminar gran parte de la sexualidad masculina de la niña, a fin de abrir
espacio al desarrollo de su femineidad. Puede suceder que esta primera oposición
a la actividad autoerótica no alcance su objetivo; así fue en los casos
que yo analicé. El conflicto persistía entonces y la niña tanto en esa época
como ulteriormente, siguió haciendo todo lo posible para librarse de la
compulsión a masturbarse. Muchas de las manifestaciones ulteriores que la
vida sexual adopta en la mujer permanecen ininteligibles, a menos que se
reconozca esta poderosa motivación.
No puedo explicarme esta rebelión de la niña pequeña contra la masturbación
fálica, sino aceptando que algún factor concurrente interfiere en esta actividad
tan placentera, malogrando sensiblemente su goce. No es necesario ir muy
lejos para hallar dicho factor: trátase de la ofensa narcisista ligada a
la envidia fálica, o sea, de la advertencia que la niña se hace de que al
respecto no puede competir con el varón, y que, por tanto, sería mejor renunciar
a toda equiparación con éste. De tal manera, el reconocimiento de la diferencia
sexual anatómica fuerza a la niña pequeña a apartarse de la masculinidad
y de la masturbación masculina, dirigiéndola hacia nuevos caminos que desembocan
en el desarrollo de la femineidad.
Hasta ahora no hemos mencionado en absoluto el complejo de Edipo, que no
ha tenido tampoco intervención alguna hasta este punto. Ahora, empero, la
libido de la niña se desliza hacia una nueva posición, siguiendo el camino
preestablecido -no es posible expresarlo en otra forma- por la ecuación
pene niño. Renuncia a su deseo del pene, poniendo en su lugar el deseo de
un niño, y con este propósito toma al padre como objeto amoroso. La madre
se convierte en objeto de sus celos: la niña se ha convertido en una pequeña
mujer. Si puedo dar crédito a una observación analítica aislada, es posible
que esta nueva situación dé origen a sensaciones físicas que cabría interpretar
como un despertar prematuro del aparato genital femenino. Si tal vinculación
con el padre llega a fracasar más tarde y si debe ser abandonada, puede
ceder la plaza a una identificación con el mismo, retornando así la niña
a su complejo de masculinidad, para quedar quizá fijada en él.
He expresado hasta aquí lo esencial de cuanto tenía que decir y me detengo
para echar una mirada panorámica sobre nuestros resultados. Hemos llegado
a reconocer la prehistoria del complejo de Edipo en la niña, mientras que
el período correspondiente del varón es todavía más o menos desconocido.
En la niña el complejo de Edipo es una formación secundaria: lo preceden
y lo preparan las repercusiones del complejo de castración. En lo que se
refiere a la relación entre los complejos de Edipo y de castración surge
un contraste fundamental entre ambos sexos. Mientras el complejo de Edipo
del varón se aniquila en el complejo de castración, el de la niña es posibilitado
e iniciado por el complejo de castración. Esta contradicción se explica
considerando que el complejo de castración actúa siempre en el sentido dictado
por su propio contenido: inhibe y restringe la masculinidad, estimula la
femineidad. La divergencia que en esta fase existe entre el desarrollo sexual
masculino y el femenino es una comprensible consecuencia de la diferencia
anatómica entre los genitales y de la situación psíquica en ella implícita;
equivale a la diferencia entre una castración realizada y una mera amenaza
de castración. Por tanto, nuestra comprobación es tan obvia en lo esencial
que bien podríamos haberla previsto.
El complejo de Edipo, sin embargo, es algo tan importante que no puede dejar
de tener repercusión la forma en que en él se entra y se logra abandonarlo.
Como lo expuse en el último trabajo mencionado -del cual arrancan todas
estas consideraciones-, el complejo no es simplemente reprimido en el varón,
sino que se desintegra literalmente bajo el impacto de la amenaza de castración.
Sus catexis libidinales son abandonadas, desexualizadas y, en parte, sublimadas;
sus objetos son incorporados al yo, donde constituyen el núcleo del super-yo,
impartiendo sus cualidades características a esta nueva estructura. En el
caso normal -más bien dicho, en el caso ideal-ya no subsiste entonces complejo
de Edipo alguno, ni aun en el inconsciente: el super-yo se ha convertido
en su heredero. Dado que el pene -siguiendo aquí a Ferenczi- debe su catexis
narcisista extraordinariamente elevada a su importancia orgánica para la
conservación de la especie, cabe interpretar la catástrofe del complejo
de Edipo -el abandono del incesto, la institución de la conciencia y de
la moral- como una victoria de la generación, de la raza sobre el individuo.
He aquí un interesante punto de vista, si se considera que la neurosis se
funda sobre la oposición del yo contra las demandas de la función sexual.
Con todo, el abandono del punto de vista de la psicología individual no
promete contribuir, por el momento, a la aclaración de estas complicadas
relaciones.
En la niña falta todo motivo para el aniquilamiento del complejo de Edipo.
La castración ya ha ejercido antes su efecto, que consistió precisamente
en precipitar a la niña en la situación del complejo de Edipo. Así, éste
escapa al destino que le es deparado en el varón; puede ser abandonado lentamente
o liquidado por medio de la represión, o sus efectos pueden persistir muy
lejos en la vida psíquica normal de la mujer. Aunque vacilo en expresarla,
se me impone la noción de que el nivel de lo ético normal es distinto en
la mujer que en el hombre. El super-yo nunca llega a ser en ella tan inexorable,
tan impersonal, tan independiente de sus orígenes afectivos como exigimos
que lo sea en el hombre. Ciertos rasgos caracterológicos que los críticos
de todos los tiempos han echado en cara a la mujer -que tiene menor sentido
de la justicia que el hombre, que es más reacia a someterse a las grandes
necesidades de la vida, que es más propensa a dejarse guiar en sus juicios
por los sentimientos de afecto y hostilidad-, todos ellos podrían ser fácilmente
explicados por la distinta formación del super-yo que acabamos de inferir.
No nos dejemos apartar de estas conclusiones por las réplicas de los feministas
de ambos sexos, afanosos de imponernos la equiparación y la equivalencia
absoluta de los dos sexos; pero estamos muy dispuestos a concederles que
también la mayoría de los hombres quedan muy atrás del ideal masculino y
que todos los individuos humanos, en virtud de su disposición bisexual y
de la herencia en mosaico, combinan en sí características, tanto femeninas
como masculinas, de modo que la masculinidad y la femineidad puras no pasan
de ser construcciones teóricas de contenido incierto.
Me inclino a dar cierto valor a los conceptos precedentes sobre las consecuencias
psíquicas de la distinción anatómica entre los sexos; pero tengo bien presente
que esta opinión únicamente podrá ser mantenida siempre que mis comprobaciones,
basadas hasta ahora sólo en un puñado de casos, demuestren poseer validez
general y carácter típico. De lo contrario, aquéllas no pasarían de ser
meras contribuciones a nuestro conocimiento de los múltiples caminos que
en su desarrollo puede recorrer la vida sexual.
Los valiosos y exhaustivos trabajos sobre los complejos de masculinidad
y de castración en la mujer, realizados por Abraham Horney y Helene Deutsch,
contienen múltiples formulaciones estrechamente a fines a las mías, aunque
ninguna coincida con ellas por completo, de modo que una vez más me siento
justificado al publicar este trabajo.
[Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres]