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Biografía
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Felisberto Hernández y la
espía soviética
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Prólogo a La casa
inundada por Julio Cortázar |
El cocodrilo
| El balcón
ENLACE RELACIONADO
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Felisberto Hernández
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Martínez - Para que nadie olvide a Felisberto Hernández
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prohibida. Clarín, 15/08/09
Juan Sasturain
- Felisberto (Pagina|12, 30/03/09)
|
Dossier Felisberto Hernández


 Nace
en Montevideo el 20 de octubre de 1902, y muere en esa misma ciudad el 13 de
enero de 1964. Es, sin duda, junto a Horacio Quiroga, el exponente más brillante
de la literatura fantástica del Uruguay. Sus primeras obras fueron publicadas en
modestas imprentas del interior, salvo "Fulano de Tal" (1925), impresa en
Montevideo. Luego vendrán "Libro sin tapas" (1929), "La cara de Ana" (1930), "La
Envenenada" (1931). Pero en esta etapa del escritor, pesa más el pianista que el
creador literario.
En 1942, "Por los tiempos de Clemente Colling", marca una nueva etapa en su
proceso creativo. Le sigue en ese mismo año "El caballo perdido", un libro de
evocación y al mismo tiempo de análisis de esa evocación. Pero será en los
relatos de "Nadie encendía las lámparas", de 1947, que la fantasía jugará su rol
como elemento primordial en la construcción de su narrativa. A partir de aquí
las creaciones del escritor se colocarán en un plano de equilibrio entre la
memoria y la fantasía. En "Las Hortensias" (1949) primará esta última, pero en
"La casa inundada" o "El cocodrilo" (1962), y en la póstuma e inconclusa
"Tierras de la memoria" (1965), el equilibrio entre ambas raíces de la narración
es notorio y constituye, sin duda, uno de los pilares de su belleza.
Felisberto Hernandez habla sobre sus cuentos
"Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a
explicaciones exteriores a ellos.
No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia.
Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Eso
me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es
misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia
constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un
momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a
acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría
tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no f
racasara del todo.
Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la
planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que
tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos
ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o
intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla
a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que
no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si
es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella
misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades
propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella
misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no
las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá,
pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser
desinteresada.
Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de
ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la
conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda."
 Felisberto
Hernández y la espía soviética
Por Alicia Dujovne Ortiz
Para LA NACION - Buenos Aires, 2007
El escritor uruguayo estuvo casado con Africa Las Heras, una agente de espionaje
de la URSS, que utilizó a su marido para vincularse con la sociedad uruguaya. El
Ignoraba las actividades de su mujer, pero su obra abunda en pasajes sobre un
secreto que sería denunciado
Quién hubiera podido imaginar, aquel 13 de diciembre de 1947, cuando Jules
Supervielle presentó en el Pen Club de París a su descubrimiento literario, el
cuentista uruguayo Felisberto Hernández, que una de las asistentes al acto no
estaba allí por simple casualidad. La morena cetrina de ojazos negros que se
acercó a Felisberto tenía el acento de Andalucía -después se supo que era
oriunda de Ceuta- y un salero no menos andaluz cuya eficacia maravilló a todos :
a Supervielle, a Roger Caillois, a Oliverio Girondo. En menos que canta un
gallo, la emprendedora española abandonó la sala seguida por un Felisberto
encandilado, al que ella pareció haber alzado limpiamente entre su índice y su
pulgar.
La celeridad se imponía. Africa Las Heras, alias Patria, alias María de la
Sierra, alias Ivonne, alias Maria Pavlovna, coronela del Ejército Rojo y miembro
de los servicios secretos soviéticos, contaba con sólo cuatro meses para seducir
a Felisberto. Una vez concluida su beca francesa, el escritor regresaría al
Uruguay. Por eso mismo la NKVD, futura KGB, que funcionaba en la siniestra
Lubianka moscovita donde Stalin orquestaba sus Purgas desde 1936, le ordenaba
apurarse a conquistarlo: ese anticomunista notorio venía de perlas para usarlo
de careta. Junto a Felisberto, la Mata Hari ceutí podría instalarse en
Montevideo sin que sus actividades ocultas -la organización de una red de
espionaje latinoamericana, justificada, en plena guerra fría, por la amenaza de
un tercer conflicto mundial- despertaran sospechas.
Africa,
que se presentó ante Felisberto bajo el discreto nombre de María Luisa, era la
sobrina rebelde del general Manuel de Las Heras, muerto mientras reprimía una
sublevación republicana. Educada en Madrid en un colegio de monjas, en 1934 la
encontramos luchando junto a los mineros de Asturias, salvajemente aplastados
por el Ejército de Africa al mando del general Francisco Franco. Dos años más
tarde, en Barcelona, la joven heroína afiliada a las Juventudes Comunistas de
Cataluña patrulla la ciudad. Su extraordinario coraje despierta el interés de
dos jefes soviéticos enviados a la Guerra Civil, el húngaro Ernö Gero y el ruso
Alexei Orlov, que en 1937 serán los asesinos del dirigente trotzkista Andreu
Nin. La encargada de introducir en el espionaje a Africa Las Heras es Caridad
Mercader, que encabeza un grupo de choque junto con su amante, el ucraniano
Pavel Sudoplatov.
Tras entrenarse en un colegio exclusivo de Moscú, Africa recibió su primera
misión: convertirse en la secretaria de León Trotski para preparar su asesinato.
En México, ella debería dibujar los planos de la Casa Azul donde Trotski, su
mujer y su nieto habían sido recibidos por Frida Khalo y Diego Ribera, y después
los de la casa de la calle Viena, el nuevo domicilio elegido por don León por
desavenencias con Ribera y excesivo entendimiento con su talentosa mujer.
Ya estaban listos los dibujos, cuando Alexei Orlov, el ex jefe de Africa, pasó
por México, resuelto a pedir asilo político en los Estados Unidos. Su presencia
desbarataba los planes: si el "traidor" se topaba con ella comprendería de
inmediato para qué estaba allí. Africa volvió a Moscú, oculta en la bodega de un
barco ruso, mientras Ramón Mercader, hijo de Caridad, perfeccionaba el fallido
intento criminal de otro muralista, David Alfaro Siqueiros, que ultimó a Trotski
de un golpe en la cabeza. Durante la segunda guerra, Africa ganó su grado de
coronel lanzándose en paracaídas sobre Vinnitsa, Ucrania, con su pesado equipo
de radiocomunicaciones, para desconcertar a las tropas alemanas mandando falsos
mensajes.
¿Por qué la elección de Montevideo como centro de operaciones? Porque nadie
habría desconfiado de esa tranquila ciudad, y porque Montevideo, para los rusos,
era una vieja conocida. Entre 1928 y 1943 había funcionado allí el Buró
Sudamericano de la Internacional Sindical Roja. Conozco el tema: en 1928, cuando
los emisarios soviéticos aún eran idealistas llenos de fe, mi padre, Carlos
Dujovne, del que acabo de escribir la biografía, fue enviado desde Moscú a ese
Buró montevideano para organizar una Conferencia Sindical Latinoamericana. El
futuro patrón de Africa en España, Erno Gerö, que llegó a Montevideo en 1933 y
que, naturalmente, conoció a mi padre, pertenecía a la nueva camada de agentes
secretos, la de los criminales de Stalin.
"María Luisa" y Felisberto se casaron en Montevideo y no fueron felices. El
había visto en esa supuesta modista de alta costura una solución a sus endémicos
problemas económicos. Ella, ya lo sabemos. Transcurridos dos años, Africa no
necesitó prolongar la farsa. Para ese entonces ya estaba relacionada con la flor
y nata del Uruguay. Su centro de radiocomunicaciones equipado con la famosa
máquina decodificadora llamada Enigma transmitía en clave a lo largo y lo ancho
del planeta. Sus numerosos amigos de Montevideo apreciaban su serenidad, su amor
por los niños, sonreían enternecidos ante su declarada ignorancia en materia
política y la compadecían por soportar al gordo maniático en que Felisberto se
había convertido. Ahora podía divorciarse y volverse a casar. Unica diferencia:
su segundo marido, el simpático italiano Valentino Marchetti, también era un
espía. Inquietante semejanza: Felisberto murió de una leucemia en 1964 sin saber
quién había sido la señora de Hernández, y Marchetti lo hizo el mismo año, de
muerte nunca esclarecida.
Africa permaneció en Montevideo hasta 1967, cuando fue llamada a
Moscú a trabajar como instructora de espías. Contrariamente a tantos de sus
jefes y compañeros, fusilados como Beria o encarcelados como Pavel Sudoplatov,
ella sobrevivió a todo. Se dio el lujo de morir en 1988, antes de la caída del
Muro de Berlín, condecorada dos veces con la Estrella Roja, una con la orden de
la Guerra Patria de II grado, una con la medalla Guerrillero de la Guerra Patria
de I grado y dos con la medalla Por la Valentía. Un bajorrelieve de mármol que
representa su plácido rostro está adosado a su monumento, en el cementerio
moscovita de Jovánskoye.
La historia ya resultaría lo bastante estremecedora como metáfora extrema de la
incomunicación entre dos seres humanos, emparejados o no. Pero el temblor se
acrecienta si a ello se le agregan las características del escritor elegido
-literalmente- como pavo de la boda. Características humanas: hundido en el
"pantano" de sí mismo, con un egoísmo infantil y una desesperada búsqueda de su
yo, cada vez más desmigajado con el paso del tiempo, Felisberto no estaba en
condiciones de observar a nadie con lo que acostumbramos llamar lucidez.
Características literarias: Felisberto siempre escribió sobre falsos mensajes,
encubrimientos... enigmas.
No vamos a extremar el respeto por la inteligencia de los
servicios soviéticos, conjeturando que su elección de Felisberto se originó en
esas comprobaciones. Pero lo cierto es que la obra de este escritor, basada en
su vida, se parecía como dos gotas de agua a la representación comandada por la
NKVD. Razón de más para que se nos acentúe la piel de gallina: si la futura KGB
lo seleccionó sencillamente porque estaba a mano, y por su anticomunismo, sin
advertir que se trataba de la persona indicada en más de un sentido, cabría
imaginar a otro director teatral -destino, azar o como quiera llamárselo- que,
por encima de todos, y hasta del espionaje, manejara los hilos.
Felisberto Hernández - Muebles El
Canario. Producción Suarez (Mundial). Fuente: Radioteca.net |
¿Cuáles eran los temas de esa obra? A una búsqueda infantil, la
del niño que les "levantaba la pollera" a los muebles (si no a la maestra), para
espiar por debajo, se le unía la percepción de un "secreto" que acabaría por ser
"denunciado". Un secreto oculto en las cosas más que en las personas (a menos
que esas personas, en especial las mujeres, no fueran convertidas en cosas).
"Objetos complicados en actos misteriosos". "Pruebas escondidas detrás de las
sospechas como bultos detrás de un paño". "Descubrir o violar secretos". La
palabra "violar", nada gratuita, proviene de un curioso erotismo visual y
táctil, como si este hombre-niño que parecía frotarse como un gato contra las
patas de los muebles -objeto de deseo cuya atracción dependía de la inmovilidad-
hubiera gozado de una buena docena de ojos: dos en la cara y diez en las yemas
de los dedos.
Con el correr de los años, la obra de Felisberto se convierte en una detenida y
por momentos sofocante observación de su personalidad disgregada, dividida en
tres: un yo que se le escapa, un cuerpo sentido como ajeno y tildado de
"sinvergüenza" y un "socio" que lo vigila, centinela o madre regañona
representantes del "mundo"; acaso tres modos personales de identificar el
terceto el Yo, el Ello y el Superyó.
Pero donde las pistas correspondientes al primer período se vuelven
escalofriantes es en el cuento "Las Hortensias", que Felisberto escribe al
conocer a María Luisa y que le dedica como regalo de casamiento: "A María Luisa,
el día en que dejó de ser mi novia".
Aunque en otros de sus relatos Felisberto ahondó en el tema de la "puesta en
escena", nunca como en éste. La historia es la siguiente: un hombre llamado
Horacio vive con su mujer, María Hortensia, a la que llama solamente María para
distinguirla de Hortensia, la muñeca de tamaño natural tan parecida a ella que
le ha ofrecido (aclaremos, para mayor turbación, que la madre de Felisberto se
llamaba Juana Hortensia). El valet de la casa es un ruso blanco que responde al
nombre de Alex. La manía de Horacio consiste en coleccionar muñecas "un poco más
altas que las mujeres normales" para hacerles representar escenas. Un equipo de
artistas le escribe las leyendas y se ocupa de la música, la escenografía y el
vestuario.
Horacio halla "presagios" en las muñecas. Se acerca a una de ellas y le parece
estar "violando algo tan serio como la muerte". "Otra (muñeca) a quien él miraba
con admiración, tenía una cara enigmática: así como le venía bien un vestido de
verano o uno de invierno, también se le podía atribuir cualquier pensamiento".
Las muñecas "parecían seres hipnotizados cumpliendo misiones desconocidas o
prestándose a designios malvados".
Al cabo de un tiempo la manía de Horacio se vuelve perversión. Después de hacer
rellenar a Hortensia con agua caliente para sentir su tibieza cuando duerme con
ella, ordena que se le practique una "operación" para transformarla en criatura
erótica. Su mujer lo descubre, apuñala a Hortensia y abandona el hogar dejándole
una carta: "Me has asqueado la vida". Pero al marido ya no le importa: ahora se
ha enamorado de una muñeca rubia, también operada.
"Después de dormir con ella le puso un vestido de fiesta y la sentó a la mesa.
"Comió con ella en frente; y al final de la cena [...] preguntó a Alex:
"-¿Qué opinas de ésta?
"-Muy hermosa, señor, se parece mucho a una espía que conocí en la guerra.
"-Eso me encanta, Alex".
Es de imaginar la cara que le habrá puesto Africa Las Heras a Felisberto
Hernández al leer un cuento, dedicado a ella, donde el autor emplea la palabra
justa: "espía". Acaso haya percibido similitudes extrañas entre la escena
escrita y la otra, ésa que la NKVD la obligaba a representar. A estas alturas,
la española captada por los soviéticos ya se habrá hecho una idea del genio
escénico de sus superiores jerárquicos, capaces de teatralizar los procesos más
crueles con absoluto desprecio por la autenticidad de las presuntas pruebas. La
NKVD, y la futura KGB, manejaban a amigos y enemigos como Horacio a sus muñecas.
¿Qué eran Felisberto y ella misma en sus manos, sino un muñeco-actor ignorante
de serlo, y una muñeca-actriz desprovista de individualidad, de voluntad
personal, de vida propia?
¿Felisberto supo quién era ella? Los programas radiales de un anticomunismo
virulento en los que participó después de su divorcio han conducido a algunos
investigadores uruguayos (entre quienes corresponde mencionar al primero,
Fernando Barreiro, que descubrió la historia y la hizo pública en 1998 y del que
tengo la mayor parte de estos datos) a deducir que acaso el embaucado esposo
haya terminado por enterarse. Nada es menos seguro. Felisberto, ya divorciado,
no dudó en ayudar a su ex esposa a convertirse en ciudadana uruguaya.
Considerando su odio al comunismo, aumentado por el que habría sentido si
hubiera descubierto su triste papel de marioneta, de haberse maliciado el engaño
no habría contribuido a perpetuarlo. La historia resulta aún más impresionante
en la medida en que nos conduce a interrogarnos sobre los alcances de la palabra
saber .
Mi hipótesis es que Felisberto, en "Las Hortensias", descubrió lo esencial de la
trama en la que estaba envuelto, por no decir enrollado, sin entender de qué
trama se trataba pero palpándola con su docena de ojos habituados a la penumbra.
No a través del cerebro, sin duda, sino de algún otro órgano de percepción no
identificado: un riñón sutil, un páncreas perspicaz. Ojos iluminados por un don
premonitorio que también lo condujeron a describir en ese cuento el color de su
muerte: cuando Horacio evoca espantado la sangre ennegrecida que oscurece una
cara de cera, parecería presagiar el cuerpo de Felisberto, monstruosamente
amoratado por la leucemia en el momento de morir.
Para completar la extrañeza, las cenizas de Felisberto Hernández se han perdido.
El no tiene ni un noble monumento como Africa Las Heras, ni una tumbita
cualquiera. De modo que no hay dónde colocarle el epitafio que he imaginado para
él: "Murió sin saber nada y sabiéndolo todo". Pero no nos preocupemos por eso.
¿Existe alguien a quien ese epitafio no le quede como cortado a medida? La frase
puede ser colocada indistintamente sobre todas las tumbas, incluyendo la de
Africa, de la que yo sospecho que murió sabiéndose victimaria y sin saberse
víctima.
Una bibliografía novelada
La vida de Africa Las Heras es muy rica en episodios que parecen extraídos de un
libro de ficción. Era inevitable que alguien aprovechara esas peripecias para
escribir una crónica novelada de las aventuras de esta mujer que, en cierto
momento, tuvo como misión asesinar a Trotsky. El escritor y periodista oriental
Raúl Vallarino fue quien aceptó el reto de contar todos esos hechos y ahora
acaba de presentar en Punta del Este, Nombre clave: Patria. Un espía del KGB en
Uruguay (Sudamericana), fruto de una larga investigación.
La ilustración pertenece a la artista Amalia Nieto

 Prólogo
a La casa inundada y otros cuentos
Por Julio Cortázar
A riesgo de provocar
la sonrisa de no pocos críticos literarios, pienso que la obra del uruguayo
Felisberto Hernández sólo admite ser comparada con la de otro creador situado en
el extremo opuesto del mundo latinoamericano que él conoció: José Lezama Lima.
Entiéndase que hablo de subyacencias, de tangencias, de afinidades difícilmente
descriptibles. Como el poeta y narrador cubano, Felisberto pertenece a esa
estirpe espiritual que alguna vez califiqué de presocrática, y para la cual las
operaciones mentales sólo intervienen como articulación y fijación de otro tipo
de contacto con la realidad. Al igual que los eleatas, Lezama y Felisberto se
conectan con las cosas (porque de alguna manera todo es cosa para ellos,
palabras o muebles o pasiones o pensamientos son a la vez tangibles e inefables,
sueño y vigilia) desde una intuición que sólo puede ser instalada en el lenguaje
por obra de la imagen poética, del encuentro no fortuito de la máquina de coser
y del paraguas sobre la mesa de disecciones.
Como los eleatas, los sentidos no parecen sometidos a las facultades
intelectuales para el proceso del conocimiento, sino que entran y salen de las
cosas con el ritmo del aire en los pulmones, y el paso de ese conocimiento a la
palabra, a la comunicación, se opera dentro de ese mismo ritmo y con la mínima
mediatización posible. A partir de ese contacto sin trabas, todo el resto
–descripción, narración, anécdota- se sirve naturalmente de la razón y del
discurso, llamados a una labor subsidiaria a la que no están acostumbrados; así
la tradición de Occidente ve invertirse cada tanto su escala habitual de
valores, con lo cual el resultado es casi siempre el mismo: si pocos parecen
haber accedido al mensaje primordial de Lezama Lima en Paradiso, también son
poco los que han descifrado la clave profunda y recurrente de los relatos de
Felisberto Hernández.
Aquí la analogía cesa, y el resto son felices y vastas diferencias que
enriquecen y separan la obra de estos dos grandes narradores latinoamericanos.
Solitario en su tierra uruguaya, Felisberto no responde a influencias
perceptibles y vive toda su vida como replegado sobre sí mismo, solamente atento
a interrogaciones interiores que lo arrancan a la indiferencia y al descuido de
lo cotidiano.
No es casual que la abrumadora mayoría de sus relatos haya sido escrita en
primera persona (pero Las hortensias, gran excepción, parecería volcarlo
igualmente en el personaje central del cuento en lo que toca a las pulsiones más
hondas, acaso las más inconfesables dentro del contexto de su ambiente y de su
tiempo). Basta iniciar la lectura de cualquiera de sus textos para que
Felisberto esté allí, un hombre triste y pobre que vive de conciertos de piano
en círculos de provincia, tal como él vivió siempre, tal como nos lo cuenta
desde el primer párrafo. Pero apenas lo reconocemos una vez más -buenos días,
Felisberto, ¿cómo te irá ahora, tendrás un poco más de dinero, las piezas de tus
hoteles serán menos horribles, te aplaudirán esta vez en los teatros o los
cafés, te amará esa mujer que estás mirando?-, en ese reconocimiento que solo ha
tomado unos pocos párrafos se instala ya lo otro, el salto fulgurante a lo único
que vale para él: el extrañamiento, la indecible toma de contacto con lo
inmediato, es decir con todo eso que continuamente ignoramos o distanciamos en
nombre de lo que se llama vivir.
Ese deslizamiento a la vez natural y subrepticio que de entrada hace pasar un
relato gris y casi costumbrista a otros estratos donde está esperando la otredad
vertiginosa, sólo puede ser sentido y seguido por lectores dispuestos a
renunciar a lo lineal, a la mera rareza de una narración donde suceden cosas
insólitas. Si algo tienen los cuentos de Felisberto es que no son insólitos, en
la medida en que su infaltable protagonista es también infaltablemente fiel a su
propia visión y no hace el menor esfuerzo por explicarla, por tender puentes de
palabras que ayuden a compartirla.
La calificación de “literatura fantástica” me ha parecido siempre falsa, incluso
un poco perdonavidas en estos tiempos latinoamericanos en que sectores avanzados
de lectura y de crítica exigen más y más realismo combativo. Releyendo a
Felisberto he llegado al punto máximo de este rechazo de la etiqueta
“fantástica”; nadie como él para disolverla en un increíble enriquecimiento de
la realidad total, que no sólo contiene lo verificable sino que lo apuntala en
el lomo del misterio como el elefante apuntala al mundo en la cosmogonía hindú.
El día en que América Latina cumpla su destino revolucionario, cualquiera leerá
a Felisberto con la familiaridad que hoy falta en muchos lectores; habremos
entrado entonces en una dimensión humana que no necesitará distinguir con
artificios retóricos esas zonas de contacto que en escritores como él anuncian
la verdadera tierra del hombre y de la vida.
Siempre secretamente angustiada, la crítica literaria llamada a situar una obra
como la de Felisberto tiende a sacar de su sombrero de copa el gran conejo
blanco del surrealismo; es una manera de fijar la imagen antes de pasar a otra
cosa, y además es cierto que el conejo está muy vivo y que se pasea
continuamente sobre el piano de Felisberto. Basta leer La casa inundada o Las
hortensias para que en el reverso de los párpados asomen las pinturas de Leonora
Carrington, de Remedios Varo, de Hans Bellmer, de Paul Delvaux y de Magritte,
sin hablar de queridas sombras más remotas, Nerval o Von Arnim. Pero también
aquí opera la maniobra discriminatoria que Felisberto hubiera sido el primero en
rechazar. ¿Hasta cuándo se insistirá en situar al surrealismo en un terreno
falsamente privilegiado, lo que es una manera de marginarlo frente a una
realidad supuestamente más imperiosa e importante? ¿Hasta cuándo el absurdo
magisterio surrealista, fomentado antaño por Breton, más tarde por sus epígonos,
y siempre por una cierta crítica ávida de etiquetas simplificadoras?
Es bueno recordar que Felisberto vino una vez a París, donde probablemente no
vio a nadie; a mí me gusta pensar, con evidente transgresión de la cronología,
que si le hubiera dado la gana de encontrarse con sus semejantes, no hubiera
buscado la Iglesia del surrealismo sino a Jarry y a Raymond Roussel. Y este
último, gran inventor de cuadros vivos, hubiera amado como nadie las muñecas de
Las hortensias y las flotantes budineras de La casa inundada, bellas como las
altas creaciones de su taumaturgo Canterel.
Para algunos de nosotros, gentes del Río de la Plata, los relatos de Felisberto
no cuentan por esas coexistencias que poco le hubieran interesado a él, pero que
me parece justo citar para aquellos que van a leerlo por primera vez en España.
Lo que amamos en Felisberto es la llaneza, la falta total del empaque que tanto
almidonó la literatura de su tiempo. Totalmente entregado a una visión que lo
desplaza de la circunstancia ordinaria y lo hace acceder a otra ordenación de
los seres y de las cosas, a Felisberto no se le ocurre nunca reflexionar sobre
su país, sobre lo que está sucediendo en el plano histórico, y se diría que su
mirada se detiene en las paredes que le rodean, sin esforzarse por extrapolar
sus experiencias, por entrar en una estructura de paisaje o de sociedad.
Entonces, no paradójicamente aunque algunos puedan pensarlo así, cada uno de sus
relatos tiene la terrible fuerza de instalar al lector en el Uruguay de su
tiempo, y a mí me basta releerlos para sentirme otra vez en las calles
montevideanas, en los cafés y los hoteles y los pueblos del interior donde todo
se da como a desgano, como él daría esos conciertos de piano llenos de polillas
y cuentas sin pagar y trajes alquilados. ¿Debe pedírsele más a un narrador capaz
de aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la
misma cosa?
El drama actual del Uruguay está prefigurado en Felisberto como lo está en la
obra de Juan Carlos Onetti, otro narrador que prescinde en apariencia de la
historia. Nuestras falencias -hablo del Uruguay y de la Argentina como de un
mismo país, porque lo son mal que les pese a los nacionalistas-, nuestra fuerza
secreta o desaforada, nuestra lenta, perezosa manera de ser frente al destino
planetario, toda la hermosura y la tristeza de un patio de casa pobre o de un
partido de naipes entre amigos, asoman en esa especie de invencible desencanto
que nace de los relatos de Felisberto. Testigo sin ganas, espectador al sesgo,
él toca sus tangos para mujeres nostálgicas y cursis; como todos nuestros
grandes escritores, nos denuncia sin énfasis y a la vez nos alcanza una llave
para abrir las puertas del futuro y salir al aire libre.


 El
cocodrilo
En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi
desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por
algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia,
me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de
felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa
descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi
soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera
odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado
por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido
escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la
realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y
tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como
luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me
iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.
Desde hacia algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una
gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias
que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al
gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de
piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la
influencia de los conciertos para colocar medias.
El gerente había
torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino
porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas
medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy,
una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y
esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me
suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta
de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas
nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les
decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con
independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran
oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me
habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor
porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo
muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada.
Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de
un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista
vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y
todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba
renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante
comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me
echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.
De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le
había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar
de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal
dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacia el esfuerzo de
tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del
instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había
visto. Pensé en mí y sentí depresión.
Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días.
Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que
se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía
dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el
globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en
el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la
pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como
si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a
fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en
absorber la tinta derramada.
Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el
ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni
telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la
punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación
llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de
tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en
seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una
niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:
-¿Qué quieres?
-¿Está el dueño?
-No hay dueño. La que manda es mi mamá.
-¿Ella no está?
-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.
Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se
quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:
-Voy a esperar.
La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el
hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine
y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó.
Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía
tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí
pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada
vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la
rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo
tenía la cara mojada.
Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un
espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al
ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a
una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía
enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba
intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me
escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar,
hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar
sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana.
Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las
lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre
un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse
las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví
inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron
a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro
venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en
seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había
oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé
rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese
pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado
dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:
-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...
Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y
seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después
hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me
había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:
-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.
Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde.
Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo
dije:
-Es necesario que piense un poco.
Ella contestó:
-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.
De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran
hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:
-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?
Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo
había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un
arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía
lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por
el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer
que ahora tenía al lado:
-Ella era una mujer que lloraba a menudo.
Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde
y se rió mientras me decía:
-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.
Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le
dije:
-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.
Y me fui sin mirarla.
Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las
tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las
estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis
palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón
de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me
hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían
acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera
entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le
hablaría de un yugo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se
iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella
tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas
más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué
ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?". Aquello me
pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear
el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo
que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una
sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos
en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer
soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y
pedazos de conversación: "Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna
mala noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido
tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"... Por entre los
dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me
vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo estaba desesperado
porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me
llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me
congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi
hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían
acariciado las medias. Él decía:
-Pero compañero, un hombre tiene que tener más animo...
Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la
tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:
-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene
esto; es como un recuerdo...
A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que
una mujer decía:
-¡Ay! Llora por un recuerdo...
Después el dueño anunció:
-Señoras, ya pasó todo.
Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y
apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:
-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba
agitado.
Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de
programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y
algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó
otra que me dijo:
-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...
Intervino el dueño:
-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.
-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?
-No, con media docena...
-La casa no vende por menos de una...
Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo
contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres
conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el
pedido y yo salí entre las demás personas.
Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un
recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando
ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro
vendedor.
Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de
aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación
próxima lo que decía otro corredor:
-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me
compren!
Y la voz enferma del gerente le respondió:
-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles...
El corredor interrumpió:
-Pero a mí no me salen lágrimas!
Y después de un silencio, el gerente:
-¿Cómo, y quién le ha dicho?
-¡Sí! Hay uno que llora a chorros...
La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos.
Después oí chistidos y pasos que se alejaron.
Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y
otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se
aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy
buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos
empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron
que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:
-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.
-¿Y por qué?
-¡Yo qué sé!
Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a
uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno
había gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le
dije al gerente.
-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.
Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo
silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer
piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto.
Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas
personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron
lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la
cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la
cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y
empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía:
"Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía
como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas
de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:
-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta
de medias y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera
exclusividad por algún tiempo.
-Venga mañana y hablaremos de eso.
Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se
compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente
en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal.
Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás
de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por
dentro.
-¿Así que usted llora por gusto?
-Es verdad.
-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.
Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:
-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia
y soy casi dichoso.
Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la
había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.
Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y
yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la
lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido
detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:
-¿Qué le pasa?
Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea
y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.
Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero,
empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y
volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis
lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los
vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera
al público con llantos...
Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis
conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me
había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto
al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora
daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel
más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y
tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los
pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé
parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había
salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella
bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas
de ponerse a llorar...
El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía
del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé
uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme;
pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro
recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di
cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado
las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en
escena.
Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó
aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos
y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas
mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a
franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:
-Cocodriiilooooo!!
Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las
manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas
personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:
-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por
qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan
natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el
cocodrilo.
Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se
peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de
la rueda lo señaló y me dijo:
-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?
Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:
-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?
Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le
respondí:
-Lloro únicamente de día.
No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:
-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.
A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con
chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán
que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal
tiene papada como la mía. Y es voraz..."
Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado
demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar
un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina
verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a
la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta
allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor
tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito,
que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo
había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería
mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras
tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del
liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso.
Pero yo no lloraré por nada del mundo".
Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus
pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver
lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella
apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo
aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola
media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la
conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto
como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve
tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo
que yo soy corredor...? Y tan luego en esta fiesta!"
Por fin vino y me dijo:
-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.
Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho
ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la
pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada
la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la
experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya
me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y
al ponerse la media me decía:
-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme
agradecido la idea.
Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las
ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba
caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si
huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un
movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de
levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso
y se fue.
Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me
nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:
-Déme de esa última.
Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez
de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha
de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.
Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el
baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras "avatares" y
"menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de
orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:
-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más
tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una
cortesía.
Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi
la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo
y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío
recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que
todo el mundo repitió:
-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.
Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo
me preguntó:
-¿Whisky Caballo Blanco?
Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:
-Caballo Blanco o Loro Negro.
Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:
-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan
"Cocodrilo".
-Es verdad, me gusta.
Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran
cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los
dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se
enjugaba las lágrimas.
Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado
en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba
como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió
algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y
alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme
propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la
miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y
por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía
llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me
dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado.
Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a
llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como
aquel ciego que tocaba el arpa.

 El
balcón
Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo
un barrio se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy
antigua; en ella habían instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa
se ponía triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más
que por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un
grito, éste enseguida se hubiese apagado en el musgo.
El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y lo había
invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al
silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después
se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero
cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre
los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de
intenciones.
Al final de uno de esos conciertos, vino a saludarme un anciano tímido. Debajo
de sus ojos azules se veía la carne viva y enrojecida de sus párpados caídos; el
labio inferior, muy grande y parecido a la baranda de un palco, daba vuelta
alrededor de su boca entreabierta. De allí salía una voz apagada y palabras
lentas; además, las iba separando con el aire quejoso de la respiración.
Después de un largo intervalo me dijo:
-Yo lamento que mi hija no pueda escuchar su música.
No sé por qué se me ocurrió que la hija se habría quedado ciega; y enseguida me
di cuenta que una ciega podía oír, que más bien podía haberse quedado sorda, o
no estar en la ciudad; y de pronto me detuve en la idea de que podría haberse
muerto. Sin embargo aquella noche yo era feliz; en aquella ciudad todas las
cosas eran lentas, sin ruido yo iba atravesando, con el anciano, penumbras de
reflejos verdosos.
De pronto me incliné hacia él -como en el instante en que debía cuidar de algo
muy delicado- y se me ocurrió preguntarle:
-¿Su hija no puede venir?
Él dijo «ah» con un golpe de voz corto y sorpresivo; detuvo el paso, me miró a
la cara y por fin le salieron estas palabras:
-Eso, eso; ella no puede salir. Usted lo ha adivinado. Hay noches que no duerme
pensando que al día siguiente tiene que salir. Al otro día se levanta temprano,
apronta todo y le viene mucha agitación. Después se le va pasando. Y al final se
sienta en un sillón y ya no puede salir.
La gente del concierto desapareció enseguida de las calles que rodeaban al
teatro y nosotros entramos en el café. Él le hizo señas al mozo y le trajeron
una bebida oscura en el vasito. Yo lo acompañaría nada más que unos instantes;
tenía que ir a cenar a otra parte. Entonces le dije:
-Es una pena que ella no pueda salir. Todos necesitamos pasear y distraernos.
Él, después de haber puesto el vasito en aquel labio tan grande y que no alcanzó
a mojarse, me explicó:
-Ella se distrae. Yo compré una casa vieja, demasiado grande para nosotros dos,
pero se halla en buen estado. Tiene un jardín con una fuente; y la pieza de ella
tiene, en una esquina, una puerta que da sobre un balcón de invierno; y ese
balcón da a la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón. Algunas
veces también pasea por el jardín y algunas noches toca el piano. Usted podrá
venir a cenar a mi casa cuando quiera y le guardaré agradecimiento.
Comprendí enseguida; y entonces decidimos el día en que yo iría a cenar y a
tocar el piano.
Él me vino a buscar al hotel una tarde en que el sol todavía estaba alto. Desde
lejos, me mostró la esquina donde estaba colocado el balcón de invierno. Era en
un primer piso. Se entraba por un gran portón que había al costado de la casa y
que daba a un jardín con una fuente de estatuillas que se escondían entre los
yuyos. El jardín estaba rodeado por un alto paredón; en la parte de arriba le
habían puesto pedazos de vidrio pegados con mezcla. Se subía a la casa por una
escalinata colocada delante de una galería desde donde se podía mirar al jardín
a través de una vidriera. Me sorprendió ver, en el largo corredor, un gran
número de sombrillas abiertas; eran de distintos colores y parecían grandes
plantas de invernáculo. Enseguida el anciano me explicó:
-La mayor parte de estas sombrillas se las he regalado yo. A ella le gusta
tenerlas abiertas para ver los colores. Cuando el tiempo está bueno elige una y
da una vueltita por el jardín. En los días que hay viento no se puede abrir esta
puerta porque las sombrillas se vuelan, tenemos que entrar por otro lado.
Fuimos caminando hasta un extremo del corredor por un techo que había entre la
pared y las sombrillas. Llegamos a una puerta, el anciano tamborileó con los
dedos en el vidrio y adentro respondió una voz apagada. El anciano me hizo
entrar y enseguida vi a su hija de pie en medio del balcón de invierno; frente a
nosotros y de espaldas a vidrios de colores. Sólo cuando nosotros habíamos
cruzado la mitad del salón ella salió de su balcón y nos vino a alcanzar. Desde
lejos ya venía levantando la mano y diciendo palabras de agradecimiento por mi
visita. Contra la pared que recibía menos luz había recostado un pequeño piano
abierto, su gran sonrisa amarillenta parecía ingenua.
Ella se disculpó por el hecho de no poder salir y señalando el balcón vacío,
dijo:
-Él es mi único amigo.
Yo señalé al piano y le pregunté:
-Y ese inocente, ¿no es amigo suyo también?
Nos estábamos sentando en sillas que había a los pies de ella. Tuve tiempo de
ver muchos cuadritos de flores pintadas colocadas todos a la misma altura y
alrededor de las cuatro paredes como si formaron un friso. Ella había dejado
abandonada en medio de su cara una sonrisa tan inocente como la del piano; pero
su cabello rubio y desteñido y su cuerpo delgado también parecían haber sido
abandonados desde mucho tiempo. Ya empezaba a explicar por qué el piano no era
tan amigo suyo como el balcón, cuando el anciano salió casi en puntas de pie.
Ella siguió diciendo:
-El piano era un gran amigo de mi madre.
Yo hice un movimiento como para ir a mirarlo; pero ella, levantando una mano y
abriendo los ojos, me detuvo:
-Perdone, preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces
encendidas. Me acostumbré desde muy niña a oír el piano nada más que por la
noche. Era cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro velas de los
candelabros y tocaba notas tan lentas y tan separadas en el silencio como si
también fuera encendiendo, uno por uno, los sonidos.
Después se levantó y pidiéndome permiso se fue al balcón; al llegar a él le puso
los brazos desnudos en los vidrios como si los recostara sobre el pecho de otra
persona. Pero enseguida volvió y me dijo:
-Cuando veo pasar varias veces a un hombre por el vidrio rojo casi siempre
resulta que él es violento o de mal carácter.
No pude dejar de preguntarle:
-Y yo ¿en qué vidrio caí?
-En el verde. Casi siempre les toca a las personas que viven solas en el campo.
-Casualmente a mí me gusta la soledad entre plantas -le contesté.
Se abrió la puerta por donde yo había entrado y apareció el anciano seguido por
una sirvienta tan baja que yo no sabía si era niña o enana. Su cara roja
aparecía encima de la mesita que ella misma traía en sus bracitos. El anciano me
preguntó:
-¿Qué bebida prefiere?
Yo iba a decir «ninguna», pero pensé que se disgustaría y le pedí una
cualquiera. A él le trajeron un vasito con la bebida oscura que yo le había
visto tomar a la salida del concierto. Cuando ya era del todo la noche fuimos al
comedor y pasamos por la galería de las sombrillas; ella cambió algunas de lugar
y mientras yo se las elogiaba se le llenaba la cara de felicidad.
El comedor estaba en un nivel más bajo que la calle y a través de pequeñas
ventanas enrejadas se veían los pies y las piernas de los que pasaban por la
vereda. La luz, no bien salía de una pantalla verde, ya daba sobre un mantel
blanco; allí se había reunido, como para una fiesta de recuerdos, los viejos
objetos de la familia. Apenas nos sentamos, los tres nos quedamos callados un
momento; entonces todas las cosas que había en la mesa parecían formas preciosas
del silencio. Empezaron a entrar en el mantel nuestros pares de manos: ellas
parecían habitantes naturales de la mesa. Yo no podía dejar de pensar en la vida
de las manos. Haría muchos años, unas manos habían obligado a estos objetos de
la mesa a tener una forma. Después de mucho andar ellos encontrarían colocación
en algún aparador. Estos seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de
manos. Cualquiera de ellas echaría los alimentos en las caras lisas y brillosas
de los platos; obligarían a las jarras a llenar y a volcar sus caderas; y a los
cubiertos, a hundirse en la carne, a deshacerla y a llevar los pedazos a la
boca. Por último los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos a
sus pequeñas habitaciones. Algunos de estos seres podrían sobrevivir a muchas
parejas de manos; algunas de ellas serían buenas con ellos, los amarían y los
llenarían de recuerdos, pero ellos tendrían que seguir viviendo en silencio.
Hacía un rato, cuando nos hallábamos en la habitación de la hija de la casa y
ella no había encendido la luz -quería aprovechar hasta el último momento el
resplandor que venía de su balcón-, estuvimos hablando de los objetos. A medida
que se iba la luz, ellos se acurrucaban en la sombra como si tuvieran plumas y
se prepararan para dormir. Entonces ella dijo que los objetos adquirían alma a
medida que entraban en relación con las personas. Algunos de ellos antes habían
sido otros y habían tenido otra alma (algunos que ahora tenían patas, antes
habían tenido ramas, las teclas habían sido colmillos), pero su balcón había
tenido alma por primera vez cuando ella empezó a vivir en él.
De pronto apareció en la orilla del mantel la cara colorada de la enana. Aunque
ella metía con decisión sus bracitos en la mesa para que las manitas tomaran las
cosas, el anciano y su hija le acercaban los platos a la orilla de la mesa. Pero
al ser tomados por la enana, los objetos de la mesa perdían dignidad. Además el
anciano tenía una manera apresurada y humillante de agarrar el botellón por el
pescuezo y doblegarlo hasta que le salía vino.
Al principio la conversación era difícil. Después apareció dando campanadas un
gran reloj de pie; había estado marchando contra la pared situada detrás del
anciano; pero yo me había olvidado de su presencia. Entonces empezamos a hablar.
Ella me preguntó:
-¿Usted no siente cariño por las ropas viejas?
-¡Cómo no! Y de acuerdo a lo que usted dijo de los objetos, los trajes son los
que han estado en más estrecha relación con nosotros -aquí yo me reí y ella se
quedó seria-; y no me parecería imposible que guardaran de nosotros algo más que
la forma obligada del cuerpo y alguna emanación de la piel.
Pero ella no me oía y había procurado interrumpirme como alguien que intenta
entrar a saltar cuando están torneando la cuerda. Sin duda me había hecho la
pregunta pensando en lo que respondería ella.
Por fin dijo:
-Yo compongo mis poesías después de estar acostada -ya, en la tarde, había hecho
alusión a esas poesías- y tengo un camisón blanco que me acompaña desde mis
primeros poemas. Algunas noches de verano voy con él al balcón. El año pasado le
dediqué una poesía.
Había dejado de comer y no se le importaba que la enana metiera los bracitos en
la mesa. Abrió los ojos como ante una visión y empezó a recitar:
-A mi camisón blanco.
Yo endurecía todo el cuerpo y al mismo tiempo atendía a las manos de la enana.
Sus deditos, muy sólidos, iban arrollados hasta los objetos, y sólo a último
momento se abrían para tomarlos.
Al principio yo me preocupaba por demostrar distintas maneras de atender; pero
después me quedé haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza, que coincidía
con la llegada del péndulo a uno de los lados del reloj. Esto me dio fastidio; y
también me angustiaba el pensamiento de que pronto ella terminaría y yo no tenía
preparado nada para decirle; además, al anciano le había quedado un poco de
acelga en el borde del labio inferior y muy cerca de la comisura.
La poesía era cursi, pero parecía bien medida; con «camisón» no rimaba ninguna
de las palabras que yo esperaba; le diría que el poema era fresco. Yo miraba al
anciano y al hacerlo me había pasado la lengua por el labio inferior, pero él
escuchaba a la hija. Ahora yo empezaba a sufrir porque el poema no terminaba. De
pronto dijo «balcón» para rimar con «camisón», y ahí terminó el poema.
Después de las primeras palabras, yo me escuchaba con serenidad y daba a los
demás la impresión de buscar algo que ya estaba a punto de encontrar:
-Me llama la atención -comencé- la calidad de adolescencia que le ha quedado en
el poema. Es muy fresco y...
Cuando yo había empezado a decir «es muy fresco», ella también empezaba a decir:
-Hice otro...
Yo me sentí desgraciado; pensaba en mí con un egoísmo traicionero. Llegó la
enana con otra fuente y me serví con desenfado una buena cantidad. No quedaba
ningún prestigio: ni el de los objetos de la mesa, ni el de la poesía, ni el de
la casa que tenía encima, con el corredor de las sombrillas, ni el de la hiedra
que tapaba todo un lado de la casa. Para peor, yo me sentía separado de ellos y
comía en forma canallesca; no había una vez que el anciano no manoteara el
pescuezo del botellón que no encontrara mi copa vacía.
Cuando ella terminó el segundo poema, yo dije:
-Si esto no estuviera tan bueno -yo señalaba el plato- le pediría que me dijera
otro.
Enseguida el anciano dijo:
-Primero ella debía comer. Después tendrá tiempo.
Yo empezaba a ponerme cínico, y en aquel momento no se me hubiera importado
dejar que me creciera una gran barriga. Pero de pronto sentí como una necesidad
de agarrarme del saco de aquel pobre viejo y tener para él un momento de
generosidad. Entonces señalándole el vino le dije que hacía poco me habían hecho
un cuento de un borracho. Se lo conté, y al terminar los dos empezaron a reírse
desesperadamente; después yo seguí contando otros. La risa de ella era dolorosa;
pero me pedía por favor que siguiera contando cuentos; la boca se le había
estirado para los lados como un tajo impresionante; las «patas de gallo» se le
habían quedado prendidas en los ojos llenos de lágrimas, y se apretaba las manos
juntas entre las rodillas. El anciano tosía y había tenido que dejar el botellón
antes de llenar la copa. La enana se reía haciendo como un saludo de medio
cuerpo.
Milagrosamente todos habíamos quedado unidos y yo no tenía el menor
remordimiento.
Esa noche no toqué el piano. Ellos me rogaron que me quedara, y me llevaron a un
dormitorio que estaba al lado de la casa que tenía enredaderas de hiedra. Al
comenzar a subir la escalera, me fijé que del reloj de pie salía un cordón que
iba siguiendo a la escalera, en todas sus vueltas. Al llegar al dormitorio, el
cordón entraba y terminaba atado en una de las pequeñas columnas del dosel de mi
cama. Los muebles eran amarillos, antiguos, y la luz de una lámpara hacía
brillar sus vientres. Yo puse mis manos en mi abdomen y miré el del anciano. Sus
últimas palabras de aquella noche habían sido para recomendarme:
-Si usted se siente desvelado y quiere saber la hora, tire de este cordón. Desde
aquí oirá el reloj del comedor; primero le dará las horas y, después de un
intervalo, los minutos.
De pronto se empezó a reír, y se fue dándome las «buenas noches». Sin duda se
acordaría de uno de los cuentos, el de un borracho que conversaba con un reloj.
Todavía el anciano hacía crujir la escalera de madera con sus paso pesados,
cuando yo ya me sentía solo con mi cuerpo. Él -mi cuerpo- había atraído hacia sí
todas aquellas comidas y todo aquel alcohol como un animal tragando a otros; y
ahora tendría que luchar con ellos toda la noche. Lo desnudé completamente y lo
hice pasear descalzo por la habitación.
Enseguida de acostarme quise saber qué cosa estaba haciendo yo con mi vida en
aquellos días; recibí de la memoria algunos acontecimientos de los días
anteriores, y pensé en personas que estaban muy lejos de allí. Después empecé a
deslizarme con tristeza y con cierta impudicia por algo que era como las tripas
del silencio.
A la mañana siguiente hice un recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de
mi vida. Era muy temprano; me vestí lentamente y salí a un corredor que estaba a
pocos metros sobre el jardín. De este lado también había yuyos altos y árboles
espesos. Oí conversar al anciano y a su hija, y descubrí que estaban sentados en
un banco colocados bajo mis pies. Entendí primero lo que decía ella:
-Ahora Úrsula sufre más; no sólo quiere menos al marido, sino que quiere más al
otro.
El anciano preguntó:
-¿Y no puede divorciarse?
-No; porque ella quiere a los hijos, y los hijos quieren al marido y no quieren
al otro.
Entonces el anciano dijo con mucha timidez:
-Ella podría decir a los hijos que el marido tiene varias amantes.
La hija se levantó enojada:
-¡Siempre el mismo, tú! ¡Cuándo comprenderás a Úrsula! ¡Ella es incapaz de hacer
eso!
Yo me quedé muy intrigado. La enana no podía ser -se llamaba Tamarinda-. Ellos
vivían, según me había dicho el anciano, completamente solos. ¿Y esas noticias?
¿Las habrían recibido en la noche? Después del enojo, ella había ido al comedor
y al rato salió al jardín bajo una sombrilla color salmón con volados de gasas
blancas. A mediodía no vino a la mesa. El anciano y yo comimos poco y tomamos
poco vino. Después yo salí para comprar un libro a propósito para ser leído en
una casa abandonada entre los yuyos, en una noche muda y después de haber comido
y bebido en abundancia.
Cuando iba de vuelta, pasó frente al balcón, un poco antes que yo, un pobre
negro viejo y rengo, con un sombrero verde de alas tan anchas como las que usan
los mejicanos.
Se veía una mancha blanca de carne, apoyada en el vidrio verde del balcón.
Esa noche, apenas nos sentamos a la mesa, yo empecé a hacer cuentos, y ella no
recitó.
Las carcajadas que soltábamos el anciano y yo nos servían para ir acomodando
cantidades brutales de comida y de vinos.
Hubo un momento en que nos quedamos silenciosos. Después, la hija nos dijo:
-Esta noche quiero oír música. Yo iré antes a mi habitación y encenderé las
velas del piano. Hace ya mucho tiempo que no se encienden. El piano, ese pobre
amigo de mamá, creerá que es ella quien lo irá a tocar.
Ni el anciano ni yo hablamos una palabra más. Al rato vino Tamarinda a decirnos
que la señorita nos esperaba.
Cuando fui a hacer el primer acorde, el silencio parecía un animal pesado que
hubiera levantado una pata. Después del primer acorde salieron sonidos que
empezaron a oscilar como la luz de las velas. Hice otro acorde como si
adelantara otro paso. Y a los pocos instantes, y antes que yo tocara otro acorde
más, estalló una cuerda. Ella dio un grito. El anciano y yo nos paramos; él fue
hacia su hija, que se había tapado los ojos, y la empezó a calmar diciéndole que
las cuerdas estaban viejas y llenas de herrumbre. Pero ella seguía sin sacarse
las manos de los ojos y haciendo movimientos negativos con la cabeza. Yo no
sabía qué hacer; nunca se me había reventado una cuerda. Pedí permiso para ir a
mi cuarto, y al pasar por el corredor tenía miedo de pisar una sombrilla.
A la mañana siguiente llegué tarde a la cita del anciano y la hija en el banco
del jardín, pero alcancé a oír que la hija decía:
-El enamorado de Úrsula trajo puesto un gran sombrero verde de alas anchísimas.
Yo no podía pensar que fuera aquel negro viejo y rengo que había visto pasar en
la tarde anterior; ni podía pensar en quién traería esas noticias por la noche.
Al mediodía, volvimos a almorzar el anciano y yo solos. Entonces aproveché para
decirle:
-Es muy linda la vista desde el corredor. Hoy no me quedé más porque ustedes
hablaban de una Úrsula, y yo temía ser indiscreto.
El anciano había dejado de comer, y me había preguntado en voz alta:
-¿Usted oyó?
Vi el camino fácil para la confidencia, y le contesté:
-Sí, oí todo, ¡pero no me explico cómo Úrsula puede encontrar buen mozo a ese
negro viejo y rengo que ayer llevaba el sombrero verde de alas tan anchas!
-¡Ah! -dijo el anciano-, usted no ha entendido. Desde que mi hija era casi una
niña me obligaba a escuchar y a que yo interviniera en la vida de personajes que
ella inventaba. Y siempre hemos seguido sus destinos como si realmente
existieran y recibiéramos noticias de sus vidas. Ellas les atribuye hechos y
vestimentas que percibe desde el balcón. Si ayer vio pasar a un hombre de
sombrero verde, no se extrañe que hoy se lo haya puesto a uno de sus personajes.
Yo soy torpe para seguirle esos inventos, y ella se enoja conmigo. ¿Por qué no
la ayuda usted? Si quiere yo...
No lo dejé terminar:
-De ninguna manera, señor. Yo inventaría cosas que le harían mucho daño.
A la noche ella tampoco vino a la mesa. El anciano y yo comimos, bebimos y
conversamos hasta muy tarde de la noche.
Después que me acosté sentí crujir una madera que no era de los muebles. Por fin
comprendí que alguien subía la escalera. Y a los pocos instantes llamaron
suavemente a mi puerta. Pregunté quién era, y la voz de la hija me respondió:
-Soy yo; quiero conversar con usted.
Encendí la lámpara, abrí una rendija de la puerta y ella me dijo:
-Es inútil que tenga la puerta entornada; yo veo por la rendija del espejo, y el
espejo lo refleja a usted desnudito detrás de la puerta.
Cerré enseguida y le dije que esperara. Cuando le indiqué que podía entrar,
abrió la puerta de entrada y se dirigió a otra que había en mi habitación y que
yo nunca pude abrir. Ella la abrió con la mayor facilidad y entró a tientas en
la oscuridad de otra habitación que yo no conocía. Al momento salió de allí con
una silla que colocó al lado de mi cama. Se abrió una capa azul que traía puesta
y sacó un cuaderno de versos. Mientras ella leía yo hacía un esfuerzo inmenso
para no dormirme; quería levantar los párpados y no podía; en vez, daba vuelta
para arriba los ojos y debía parecer un moribundo. De pronto ella dio un grito
como cuando se reventó la cuerda del piano; y yo salté de la cama. En medio del
piso había una araña grandísima. En el momento que yo la vi ya no caminaba,
había crispado tres de sus patas peludas, como si fuera a saltar. Después yo le
tiré los zapatos sin poder acertarle. Me levanté, pero ella me dijo que no me
acercara, que esa araña saltaba. Yo tomé la lámpara, fui dando la vuelta a la
habitación cerca de las paredes hasta llegar al lavatorio, y desde allí le tiré
con el jabón, con la tapa de la jabonera, con el cepillo, y sólo acerté cuando
le tiré con la jabonera. La araña arrolló las patas y quedó hecha un pequeño
ovillo de lana oscura. La hija del anciano me pidió que no le dijera nada al
padre porque él se oponía a que ella trabajara o leyera hasta tan tarde. Después
que ella se fue, reventé la araña con el taco del zapato y me acosté sin apagar
la luz. Cuando estaba por dormirme, arrollé sin querer los dedos de los pies;
esto me hizo pensar en que la araña estaba allí, y volví a dar un salto.
A la mañana siguiente vino el anciano a pedirme disculpas por la araña. Su hija
se lo había contado todo. Yo le dije al anciano que nada de aquello tenía la
menor importancia, y para cambiar de conversación le hablé de un concierto que
pensaba dar por esos días en una localidad vecina. Él creyó que eso era un
pretexto para irme, y tuve que prometerle volver después del concierto.
Cuando me fui, no pude evitar que la hija me besara una mano; yo no sabía qué
hacer. El anciano y yo nos abrazamos, y de pronto sentí que él me besaba cerca
de una oreja.
No alcancé a dar el concierto. Recibí a los pocos días un llamado telefónico del
anciano. Después de las primeras palabras, me dijo:
-Es necesario su presencia aquí.
-¿Ha ocurrido algo grave?
-Puede decirse que una verdadera desgracia.
-¿A su hija?
-No.
-¿A Tamarinda?
-Tampoco. No se lo puedo decir ahora. Si puede postergar el concierto venga en
el tren de las cuatro y nos encontraremos en el Café del Teatro.
-¿Pero su hija está bien?
-Está en la cama. No tiene nada, pero no quiere levantarse ni ver la luz del
día; vive nada más que con la luz artificial, y ha mandado cerrar todas las
sombrillas.
-Bueno. Hasta luego.
En el Café del Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano
estaba deprimido, pero tomó enseguida las esperanzas que yo le tendía. Le
trajeron la bebida oscura en el vasito, y me dijo:
-Anteayer había tormenta, y a la tardecita nosotros estábamos en el comedor.
Sentimos un estruendo, y enseguida nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi
hija corrió para su cuarto y yo fui detrás. Cuando yo llegué ella ya había
abierto las puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más que con el
cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se desvaneció.
-¿Así que le hizo mal esa luz?
-¡Pero, mi amigo! ¿Usted no ha entendido?
-¿Qué?
-¡Hemos perdido el balcón! ¡El balcón se cayó! ¡Aquella no era la luz del
balcón!
- Pero un balcón...
Más bien me callé la boca. Él me encargó que no le dijera a la hija ni una
palabra del balcón. Y yo, ¿qué haría? El pobre anciano tenía confianza en mí.
Pensé en las orgías que vivimos juntos. Entonces decidí esperar blandamente a
que se me ocurriera algo cuando estuviera con ella.
Era angustioso ver el corredor sin sombrillas.
Esa noche comimos y bebimos poco. Después fui con el anciano hasta la cama de la
hija y enseguida él salió de la habitación. Ella no había dicho ni una palabra,
pero apenas se fue el anciano miró hacia la puerta que daba al vacío y me dijo:
-¿Vio cómo se nos fue?
-¡Pero, señorita! Un balcón que se cae...
-Él no se cayó. Él se tiró.
-Bueno, pero...
-No sólo yo lo quería a él; yo estoy segura de que él también me quería a mí; él
me lo había demostrado.
Yo bajé la cabeza. Me sentía complicado en un acto de responsabilidad para el
cual no estaba preparado. Ella había empezado a volcarme su alma y yo no sabía
cómo recibirla ni qué hacer con ella.
Ahora la pobre muchacha estaba diciendo:
-Yo tuve la culpa de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su
habitación.
-¿Quién?
-¿Y quién va a ser? El balcón, mi balcón.
-Pero señorita, usted piensa demasiado en eso. Él ya estaba viejo. Hay cosas que
caen por su propio peso.
Ella no me escuchaba, y seguía diciendo:
-Esa misma noche comprendí el aviso y la amenaza.
-Pero escuche, ¿cómo es posible que?...
-¿No se acuerda quién me amenazó?... ¿Quién me miraba fijo tanto rato y
levantando aquellas tres patas peludas?
-¡Oh!, tiene razón. ¡La araña!
-Todo eso es muy suyo.
Ella levantó los párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la
cama en camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se
tiraría al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón.
Mientras yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita
que estaba al lado de la puerta que daba hacia al vacío. Antes que llegara a la
mesita, vi el cuaderno de hule negro de los versos.
Entonces ella se sentó en una silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar:
-La viuda del balcón...

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