"El sabía perfectamente que sus
trastornos psíquicos eran provocados por lo que hacía en las salas de
interrogatorio, aunque trataba de rechazar globalmente su responsabilidad.
(...) Como no pensaba dejar de torturar me pidió sin ambages que como
psiquiatra lo ayudara a torturar a los patriotas argelinos sin
remordimientos de conciencia, sin trastornos de conducta, con serenidad."
"El entierro me repugnó. Todos esos oficiales que venían a llorar por la
muerte de mi padre, 'cuyas altas cualidades morales habían conquistado a la
población indígena', me producían náuseas. Todo el mundo sabía que era
falso. Nadie ignoraba que mi padre dirigía los centros de interrogatorio de
toda la región. Todos sabían que el número de muertos de la tortura era de
diez diarios y venían a contar mentiras sobre la devoción, la abnegación, el
amor a la patria, etc... Debo decir que ahora las palabras para mí no tienen
ningún sentido o no tienen mucho." Franz Fanon, Los condenados de la
tierra
El mencionado libro del argelino Fanon se escribió cuando despuntaba
la década del 60, lo prologó Jean Paul Sartre y fue texto canónico de las
izquierdas latinoamericanas en ese decenio y en el que lo siguió. Los
capítulos más recordados, a fuer de haber sido los más transitados por
entonces, eran los primeros, un formidable alegato a favor de la
descolonización y el nacionalismo africano. Pero el libro contenía un
capítulo (del cual se extraen las citas del epígrafe, una referida al
tratamiento de un torturador, la otra un textual de la hija de un represor)
en los que el autor, psiquiatra de profesión, narraba patologías producto
directo del salvajismo del dominador. Patologías que sufrían los colonizados
y, como se refiere en la cita, los colonizadores. Lo que transmitía,
memorable, el ensayo era la negación de la identidad de la víctima y la
funcionalidad del salvajismo de los represores. La funcionalidad a un
proyecto político.
Franz
Fanon
(Martinica, 20 de julio de 1925 – 6 de diciembre de 1961) es uno
de los intelectuales que con mayor precisión ha trabajado el
tema de la colonización política, ideológica y cultural. Su
presencia en la Revolución argelina fue decisiva para corroborar
en la práctica todo lo que del poder colonial había aprendido
cuando cursaba sus estudios en París.
Los condenados de la tierra -ensayo prologado por Jean Paul Sartre- es su
obra más emblemática, publicada tras su muerte, en 1961. Para
Fanon, la liberación nacional significaba mucho más que la
independencia, ya que se constituía en un proceso de
autoliberación y reconocimiento.
El ejército francés sirvió de
modelo a las Fuerzas Armadas argentinas, que se autorizaron un par de
"licencias poéticas" respecto de sus idolatrados ejemplos: aplicar su
barbarie a compatriotas e incorporar a sus recursos tácticos la desaparición
forzada de personas.
Recordemos. Una vez terminada la
Segunda Guerra Mundial discurrió un cuarto de siglo (y acaso un fleco más)
de vigencia del Estado de Bienestar, pero ya en los 70 su agotamiento era
patente. En la Argentina, esa etapa se expresa bastante bien en el intervalo
que medió entre dos fechas emblemáticas del peronismo: el 45, el de las
vísperas y el 75 el del rodrigazo y el de una interna que se dirimía a
balazo puro. La crisis del estado benefactor generaba, entre otras, dos
respuestas radicales: las de quienes leían a Fanon y predicaban la
liberación nacional adunada con distintas formas de socialismo y las que
proponían un formidable salto hacia atrás, un desmantelamiento de las
instituciones y las salvaguardas que habían hecho menos ominoso al
capitalismo. La Argentina complejizaba ese mapa común de la época, añadiendo
una bastante sólida estructura armada al calor del estado protector, en
especial (pero no exclusivamente) una poderosa organización sindical,
implantada en todo el país, potenciada por el pleno empleo y capaz de
variadísimas formas de resistencia y de adaptación. Arrasar con las nuevas
corrientes revolucionarias y con las conquistas y los portavoces de una
época reformista en aras de un proyecto de minorías, técnicamente
reaccionario, era una tarea inconcebible en democracia. Falta hacía una
dictadura sangrienta y la hubo.
Un cuarto de siglo después la
Argentina ha optado mayoritariamente por la democracia, limitada,
imperfecta, lenta pero también con atisbos de garantismo constitucional.
Tras un genocidio planificado, un serpenteante camino ha llevado al
juzgamiento de quienes tuvieron flagrantes responsabilidades penales en el
exterminio. Rara es la naturaleza humana y paradójica la historia. Quienes
sólo pretenden aplicar las leyes son tildados de extremistas. Quienes
procuran gambetear las normas son los represores que alegan, como los
franceses de la cita que encabeza esta nota, "la devoción, la abnegación, el
amor a la patria". Y reclaman como lo hacía el torturador a Franz Fanon, que
se les permita seguir desapareciendo a sus víctimas sin dilemas, sin
estorbos de conciencia.
Cuando un (explotado de las colonias) escucha un discurso
sobre la cultura occidental, saca su machete o por lo menos se asegura que
lo tiene al alcance de la mano”. La constatación la hace Fanón, en su libro
“Los condenados de la tierra”, próximo a aparecer en castellano (FCE) con
prólogo de J. P. Sartre, que “Liberación” da a conocer en este número. Este
trabajo fue redactado en setiembre de 1961, cuando la energía revolucionaria
del pueblo argelino engendraba su réplica reaccionaria más virulenta en los
“ultras” fascistas, en el golpismo de los generales, en la desesperación de
la derecha. Cuando los comandos de la CAS ametrallaban a musulmanes en las
colas de los ómnibus. Cuando “el sol de la tortura estaba en el zenit”, como
dice Sartre. Cuando barrios enteros eran incendiados, bombardeados,
pulverizados.
Pero también, cuando la unidad popular en torno al
ejército de liberación era más firme y más insoslayable que nunca, para los
que pretendían engañarse con la imagen de “bandoleros” y “bandidos” que
ponían en peligro la sabia contribución de la cultura francesa. A esta
cultura, ya lo vemos, se respondía con el machete; con la organización, con
el coraje. Un pueblo en armas se daba su propia humanidad, que no era sino
violencia revolucionaria contra la violencia colon al. Restauración del
suelo nacional, destrucción del ejercito ocupante.
Se representaba, entonces, el último acto de un proceso histórico que
había disfrazado la expoliación de las colonias con los brillantes barnices
de los valores liberales. Estos valores valen, como se sabe, en tanto los
liberales son fuertes. Y la eliminación de la base económica y política de
éstos hace que aquéllos se conviertan en hoja-libertad-igualdad-fraternidad
y racismo coloniales. Es rasca, en “basura histórica”. Este es el hilo
conductor del prólogo apasionado que Sartre coloca a la cabeza del libro de
Frantz Fanón. Sartre quiere desmitificar. Muchos siglos de cultura en la
metrópolis y explotación en la colonia, hombre universal y hombre
subdesarrollado, demasiado. Sartre explica a los burgueses de su país el
fundamento violento de la cultura europea, cuyos supuestos valores (de
vigencia episódica ya transcurrida) no pueden alcanzar a absorber el
sufrimiento vivido de una clas3 de hombres a los que se les niega su
humanidad. Y cuando la violencia colonial es un estado natural en que el
argelino nace, vive, sufre, sólo una violencia equiparable (la propia
revolución) restituye al explotado colonial en su tierra, en su pueblo, en
sí mismo. Liberales, no se asusten del furor popular —les dice—; no
inventaron ellos la violencia, la llevamos nosotros y ahora nos la
devuelven, para ;ser hombres contra sus explotadores. Porque quieren entrar
definitivamente en la Historia.
Ahora bien, esta irrupción de los
pueblos coloniales a la definitiva Historia —característica principalísima
de la posguerra— debe efectuarse, según las tesis de Fanon, como una
aceleración creciente de los objetivos, marginando las gestiones dilatorias
de las burguesías locales, bajo un signo claro y preciso: el socialismo.
Fanon desenmascara las corrientes burguesas de los partidos nacionalistas
que aún en plena etapa revolucionaria, vacían a esta acción de contenidos
concretos sustituyéndola con ambiguos programas de independencia nacional e
improvisación en el terreno económico. Las masas, dice, deben perseverar en
el mantenimiento de la democracia interna de los movimientos
revolucionarios, sustrayéndose a la tutela del “líder” y sobre todo, no
dando oportunidades a las “élites” burguesas conciliadoras de afirmarse en
el poder. En los países coloniales, las burguesías no pueden ofrecer un
desarrollo creador de la nación, como sus similares europeas tuvieron
oportunidad de hacerlo en el pasado. El socialismo revolucionario es el
destino de los movimientos de liberación.
En el contexto de las
guerras coloniales, realizadas en países donde la magnitud de la miseria
golpea con mayor ferocidad a las masas campesinas, que coexisten con
reducidos sectores del proletario y clases urbanas, determina Fanon que el
motor de la revolución, el elemento dinámico más radicalizado es el
campesinado. Su teoría de la violencia arranca de la comprobación de que
estos grandes grupos pauperizados, nada acostumbrados a las mediaciones y al
tipo de contacto con la burguesía propio del sindicalismo urbano, arrastran
a estos y a toda la nación a una lucha sin tregua hasta la expulsión total
del colonialismo. Es, también, una comprobación de facto de la revolución
argelina.
Y cuando Sartre defiende la violencia argelina lo hace en
el marco de la violencia reaccionaria desatada por la derecha en pleno
territorio francés. La unión del pueblo argelino provoca la desunión del
pueblo francés, dice. La estropeada guerra colonial ha producido una.
transfusión de rabia, de impotencia acumulada que se vuelca en la metrópolis
misma. Y entonces viene la hora del balance: la responsabilidad conjunta por
la pasividad frente a la aniquilación de un número intolerable de víctimas.
La confusión política derivada de las maniobras del Gran Hechicero De
Gaulle, la hipocresía de la intelectualidad liberal, la ineficacia y las
dilaciones de la política de izquierda.
El hecho irrevocable, está
ahí. Con el limitado apoyo que contaba, con su poderosa energía, el pueblo
argelino se ha liberado del opresor colonial. La evolución del movimiento
está abierta a una superación continua de sus fines. A una trascendencia
incesante. El africano Frantz Fanon lo dice bien claro: “La movilización de
Jas masas, cuando se realiza con ocasión de la guerra de liberación,
introduce en cada conciencia la noción de causa común, de historia nacional,
de historia colectiva… Durante el período colonial, se invita al pueblo a
luchar contra la opresión. Después de la liberación nacional, se lo invita a
luchar contra la miseria, el analfabetismo, contra el subdesarrollo. Se
afirma: la lucha continúa. El pueblo verifica que la vida es un combate
interminable”.
No hace mucho tiempo, la tierra
estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos
millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros
disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado. Entre aquéllos y éstos,
reyezuelos vendidos, señores feudales, una falsa burguesía forjada de una
sola pieza servían de intermediarios. En las colonias, la verdad aparecía
desnuda; las "metrópolis" la preferían vestida; era necesario que los
indígenas las amaran. Como a madres, en cierto sentido. La élite europea se
dedicó a fabricar una élite indígena; se seleccionaron adolescentes, se les
marcó en la frente, con hierro candente, los principios de la cultura
occidental, se les introdujeron en la boca mordazas sonoras, grandes
palabras pastosas que se adherían a los dientes; tras una breve estancia en
la metrópoli se les regresaba a su país, falsificados. Esas mentiras
vivientes no tenían ya nada que decir a sus hermanos; eran un eco; desde
París, Londres, Ámsterdam nosotros lanzábamos palabras: "¡Partenón!
¡Fraternidad!" y en alguna parte, en África, en Asia, otros labios se
abrían: "¡...tenón! ¡...nidad!" Era la Edad de Oro.
Aquello se acabó:
las bocas se abrieron solas; las voces, amarillas y negras, seguían hablando
de nuestro humanismo, pero fue para reprocharnos nuestra inhumanidad
Nosotros escuchábamos sin disgusto esas corteses expresiones de amargura.
Primero con orgullosa admiración: ¿cómo?, ¿hablan solos? ¡Ved lo que hemos
hecho de ellos! No dudábamos de que aceptasen nuestro ideal, puesto que nos
acusaban de no serles fieles; Europa creyó en su misión: había helenizado a
los asiáticos, había creado esa especie nueva. Los negros grecolatinos. Y
añadíamos, entre nosotros, con sentido práctico: hay que dejarlos gritar,
eso los calma: perro que ladra no muerde.
Vino otra generación que
desplazó el problema. Sus escritores, sus poetas, con una increíble
paciencia, trataron de explicarnos que nuestros valores no se ajustaban a la
verdad de su vida, que no podían ni rechazarlos del todo ni asimilarlos. Eso
quería decir, más o menos: ustedes nos han convertido en monstruos, su
humanismo pretende que somos universales y sus prácticas racistas nos
particularizan. Nosotros los escuchamos, muy tranquilos: a los
administradores coloniales no se les paga para que lean a Hegel, por eso lo
leen poco, pero no necesitan de ese filósofo para saber que las conciencias
infelices se enredan en sus gemidos, sería la de la integración. No se
trataba de pues, su infelicidad, no surgirá sino el viento. Si hubiera, nos
decían los expertos, la sombra de una reivindicación en sus gemidos, sería
la de la integración. No se trataba de otorgársela, por supuesto: se habría
arruinado el sistema que descansa, como ustedes saben, en la
sobreexplotación. Pero bastaría hacerles creer el embuste: seguirían
adelante. En cuanto a la rebeldía, estamos muy tranquilos. ¿Qué indígena
consciente se dedicaría a matar a los bellos hijos de Europa con el único
fin de convertirse en europeo como ellos? En resumen, alentábamos esa
melancolía y no nos parecía mal, por una vez, otorgar el premio Goncourt a
un negro: eso era antes de 1939.
1961. Escuchen: "No perdamos el
tiempo en estériles letanías ni en mimetismos nauseabundos. Abandonemos a
esa Europa que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que lo asesina
por dondequiera que lo encuentra, en todas las esquinas de sus propias
calles, en todos los rincones del mundo. Hace siglos....que en nombre de una
pretendida aventura espiritual' ahoga a casi toda la humanidad." El tono es
nuevo. ¿Quién se atreve a usarlo? Un africano, hombre del Tercer Mundo, ex
colonizado. Añade: "Europa ha adquirido tal velocidad, local y
desordenada... que va... hacia un abismo del que vale más alejarse." En
otras palabras: está perdida. Una verdad que a nadie le gusta declarar, pero
de la que estamos convencidos todos - ¿no es cierto, queridos europeos?
Hay que hacer, sin embargo, una salvedad. Cuando un francés, por ejemplo,
dice a otros franceses: "Estamos perdidos" -lo que, por lo que yo sé, ocurre
casi todos los días desde 1930- se trata de un discurso emotivo, inflamado
de coraje y de amor, y el orador se incluye a sí mismo con todos sus
compatriotas. Y además, casi siempre añade: "A menos que...". Todos ven de
qué se trata: no puede cometerse un solo error más; si no se siguen sus
recomendaciones al pie de la letra, entonces y sólo entonces el país se
desintegrará. En resumen: es una amenaza seguida de un consejo y esas ideas
chocan tanto menos cuanto que brotan de la intersubjetividad nacional.
Cuando Fanon, por el contrario, dice que Europa se precipita a la perdición,
lejos de lanzar un grito de alarma hace un diagnóstico. Este médico no
pretende ni condenarla sin recurso -otros milagros se han visto- ni darle
los medios para sanar; comprueba que está agonizando, desde fuera, basándose
en los síntomas que ha podido recoger. En cuanto a curarla, no: él tiene
otras preocupaciones; le da igual que se hunda o que sobreviva. Por eso su
libro es escandaloso. Y si ustedes murmuran, medio en broma, medio molestos:
"¡Qué cosas nos dice!", se les escapa la verdadera naturaleza del escándalo:
porque Fanon no les "dice" absolutamente nada; su obra -tan ardiente para
otros- permanece helada para ustedes; con frecuencia se habla de ustedes en
ella, jamás a ustedes. Se acabaron los Goncourt negros y los Nobel
amarillos: no volverá la época de los colonizados laureados. Un ex indígena
"de lengua francesa" adapta esa lengua a nuevas exigencias, la utiliza para
dirigirse únicamente a los colonizados: "¡Indígenas de todos los países
subdesarrollados, uníos!" Qué decadencia la nuestra: para sus padres, éramos
los únicos interlocutores; los hijos no nos consideran ni siquiera
interlocutores válidos: somos los objetos del razonamiento. Por supuesto,
Fanon menciona de pasada nuestros crímenes famosos, Setif, Hanoi,
Madagascar, pero no se molesta en condenarlos: los utiliza. Si descubre las
tácticas del colonialismo, el juego complejo de las relaciones que unen y
oponen a los colonos y los "de la metrópoli" lo hace para sus hermanos; su
finalidad es enseñarles a derrotarnos.
En una palabra, el Tercer
Mundo se descubre y se expresa a través de esa voz. Ya se sabe que no es
homogéneo y que todavía se encuentran dentro de ese mundo pueblos sometidos,
otros que han adquirido una falsa independencia, algunos que luchan por
conquistar su soberanía y otros más, por último, que aunque han ganado la
libertad plena viven bajo la amenaza de una agresión imperialista. Esas
diferencias han nacido de la historia colonial, es decir, de la opresión.
Aquí la Metrópoli se ha contentado con pagar a algunos señores feudales;
allá, con el lema de “dividir para vencer", ha fabricado de una sola pieza
una burguesía de colonizados; en otra parte ha dado un doble golpe: la
colonia es a la vez de explotación y de población. Así Europa ha fomentado
las divisiones, las oposiciones, ha forjado clases y racismos, ha intentado
por todos los medios provocar y aumentar la estratificación de las
sociedades colonizadas. Fanon no oculta nada: para luchar contra nosotros,
la antigua colonia debe luchar contra sí misma. O más bien ambas luchas no
son sino una sola. En el fuego del combate, todas las barreras interiores
deben desaparecer, la impotencia burguesa de los negociantes y los
compradores, el proletariado urbano, siempre privilegiado, el
lumpen-proletariat de los barrios miserables, todos deben alinearse en la
misma posición de las masas rurales, verdadera fuente del ejército colonial
y revolucionario; en esas regiones cuyo desarrollo ha sido detenido
deliberadamente por el colonialismo, el campesinado, cuando se rebela,
aparece de inmediato como la clase radical: conoce la opresión al desnudo,
la ha sufrido mucho más que los trabajadores de las ciudades y, para que no
muera de hambre, se necesita nada menos que un desplome de todas las
estructuras. Si triunfa, la Revolución nacional será socialista; si se corta
su aliento, si la burguesía colonizada toma el poder, el nuevo Estado, a
pesar de una soberanía formal, queda en manos de los imperialistas. El
ejemplo de Katanga lo ilustra muy bien. Así, pues, la unidad del Tercer
Mundo no está hecha: es una empresa en vías de realizarse, que ha de pasar
en cada país, tanto después como antes de la independencia, por la unión de
todos los colonizados bajo el mando de la clase campesina. Esto es lo que
Fanon explica a sus hermanos de África, de Asia, de América Latina:
realizaremos todos juntos y en todas partes el socialismo revolucionario o
seremos derrotados uno a uno por nuestros antiguos tiranos. No oculta nada;
ni las debilidades, ni las discordias, ni las mixtificaciones. Aquí, el
movimiento tiene un mal comienzo; allí, tras brillantes éxitos, pierde
velocidad; en otra parte se detiene; si se quiere reanudarlo, será necesario
que los campesinos lancen al mar a su burguesía. Se advierte seriamente al
lector contra las enajenaciones más peligrosas: el dirigente, el culto a la
personalidad, la cultura occidental e, igualmente, el retorno al lejano
pasado de la cultura africana: la verdadera cultura es la Revolución, lo que
quiere decir que se forja al rojo. Fanon habla en voz alta; nosotros los
europeos podemos escucharlo: la prueba es que aquí tienen ustedes este libro
en sus manos; ¿no teme que las potencias coloniales se aprovechen de su
sinceridad? No. No teme nada. Nuestros procedimientos están anticuados:
pueden retardar ocasionalmente la emancipación, pero no la detendrán. Y no
hay que imaginar que podemos modificar nuestros métodos: el neocolonialismo,
ese sueño lánguido de las metrópolis, no es más que aire; las "Terceras
Fuerzas" no existen o bien son las burguesías de hojalata que el
colonialismo ya ha colocado en el poder. Nuestro maquiavelismo tiene poca
influencia sobre ese mundo, ya muy despierto, que ha descubierto una tras
otra nuestras mentiras. El colono no tiene más que un recurso: la fuerza
cuando todavía le queda; el indígena no tiene más que una alternativa: la
servidumbre o la soberanía. ¿Qué puede importarle a Fanon que ustedes lean o
no su obra? Es a sus hermanos a quienes denuncia nuestras viejas malicias,
seguro de que no tenemos alternativa. A ellos les dice: Europa ha dado un
zarpazo a nuestros continentes; hay que acuchillarle las garras hasta que
las retire. El momento nos favorece: no sucede nada en Bizerta, en
Elizabethville, en el campo argelino sin que la tierra entera sea informada;
los bloques asumen posiciones contrarias, se respetan mutuamente,
aprovechemos esa parálisis, entremos en la historia y que nuestra irrupción
la haga universal por primera vez; luchemos: a falta de otras armas, bastará
la paciencia del cuchillo.
Europeos, abran este libro, .penetren en
él. Después de dar algunos pasos en la oscuridad, verán a algunos
extranjeros reunidos en torno al fuego, acérquense, escuchen: discuten la
suerte que reservan a las agencias de ustedes, a los mercenarios que las
defienden. Quizá estos extranjeros se den cuenta de su presencia, pero
seguirán hablando entre sí, sin tan siquiera bajar la voz. Esa indiferencia
hiere en lo más hondo: sus padres, criaturas de sombra, criaturas de
ustedes, eran almas muertas, ustedes les dispensaban la luz, no hablaban
sino a ustedes y nadie se ocupaba de responder a esos zombis. Los hijos, en
cambio, los ignoran: los ilumina y los calienta un fuego que no es el de
ustedes, que a distancia respetable se sentirán furtivos, nocturnos,
estremecidos: a cada quien su turno; en esas tinieblas de donde va a surgir
otra aurora, los zombis son ustedes.
En ese caso, dirán, arrojemos
este libro por la ventana. ¿Para qué leerlo si no está escrito para
nosotros? Por dos motivos, el primero de los cuales es que Fanon explica a
sus hermanos cómo somos y les descubre el mecanismo de nuestras
enajenaciones: aprovéchenlo para revelarse a ustedes mismos en su verdad de
objetos. Nuestras víctimas nos conocen por sus heridas y por sus cadenas:
eso hace irrefutable su testimonio. Basta que nos muestren lo que hemos
hecho de ellas para que conozcamos lo que hemos hecho de nosotros mismos.
¿Resulta útil? Sí, porque Europa está en gran peligro de muerte. Pero, dirán
ustedes, nosotros vivimos en la Metrópoli y reprobamos los excesos. Es
verdad, ustedes no son colonos, pero no valen más que ellos. Ellos son sus
pioneros, ustedes los enviaron a las regiones de ultramar, ellos los han
enriquecido; ustedes se lo habían advertido: si hacían correr demasiada
sangre, los desautorizarían de labios afuera; de la misma manera, un Estado
-cualquiera que sea- mantiene en el extranjero una turba de agitadores, de
provocadores y de espías a los que desautoriza cuando se les sorprende.
Ustedes, tan liberales, tan humanos, que llevan al preciosismo el amor por
la cultura, parecen olvidar que tienen colonias y que allí se asesina en su
nombre. Fanon revela a sus camaradas -a algunos de ellos, sobre todo, que
todavía están demasiado occidentalizados- la solidaridad de los
"metropolitanos" con sus agentes coloniales. Tengan el valor de leerlo:
porque les hará avergonzarse y la vergüenza, como ha dicho Marx, es un
sentimiento revolucionario. Como ustedes ven, tampoco yo puedo desprenderme
de la ilusión subjetiva. Yo también les digo: "Todo está perdido, a menos
que..." Como europeo, me apodero del libro de un enemigo y lo convierto en
un medio para curar a Europa. Aprovéchenlo.
Y he aquí la segunda
razón: si descartan la verborrea fascista de Sorel, comprenderán que Fanon
es el primero después de Engels que ha vuelto a sacar a la superficie a la
partera de la historia. Y no vayan a creer que una sangre demasiado ardiente
o una infancia desgraciada le han creado algún gusto singular por la
violencia: simplemente se convierte en intérprete de la situación: nada más.
Pero esto basta para que constituya, etapa por etapa, la dialéctica que la
hipocresía liberal les oculta a ustedes y que nos ha producido a nosotros lo
mismo que a él.
En el siglo pasado, la burguesía consideraba a los
obreros como envidiosos, desquiciados por groseros apetitos, pero se
preocupaba por incluir a esos seres brutales en nuestra especie: de no ser
hombres y libres ¿cómo podrían vender libremente su fuerza de trabajo? En
Francia, en Inglaterra, el humanismo presume de universal. Con el trabajo
forzado sucede todo lo contrario. No hay contrato. Además, hay que
intimidar: la opresión resulta evidente. Nuestros soldados, en ultramar,
rechazan el universalismo metropolitano, aplican al género humano el numerus
clausus: como nadie puede despojar a su semejante sin cometer un crimen, sin
someterlo o matarlo, plantean como principio que el colonizado no es el
semejante del hombre. Nuestra fuerza de choque ha recibido la misión de
convertir en realidad esa abstracta certidumbre: se ordena reducir a los
habitantes del territorio anexado al nivel de monos superiores, para
justificar que el colono los trate como bestias. La violencia colonial no se
propone sólo como finalidad mantener en actitud respetuosa a los hombres
sometidos, trata de deshumanizarlos. Nada será ahorrado para liquidar sus
tradiciones, para sustituir sus lenguas por las nuestras, para destruir su
cultura sin darles la nuestra; se les embrutecerá de cansancio. Desnutridos,
enfermos, si resisten todavía al miedo se llevará la tarea hasta el fin: se
dirigen contra el campesino los fusiles; vienen civiles que se instalan en
su tierra y con el látigo lo obligan a cultivarla para ellos. Si se resiste,
los soldados disparan, es un hombre muerto; si cede, se degrada, deja de ser
un hombre; la vergüenza y el miedo van a quebrar su carácter, a desintegrar
su persona. Todo se hace a tambor batiente, por expertos: los "servicios
psicológicos" no datan de hoy. Ni el lavado de cerebro. Y sin embargo, a
pesar de todos los esfuerzos, no se alcanza el fin en ninguna parte: ni en
el Congo, donde se cortaban las manos a los negros ni en Angola donde,
recientemente, se horadaban los labios de los descontentos, para cerrarlos
con cadenas. Y no sostengo que sea imposible convertir a un hombre en
bestia. Solo afirmo que no se logra sin debilitarlo considerablemente; no
bastan los golpes, hay que presionar con la desnutrición. Es lo malo con la
servidumbre: cuando se domestica a un miembro de nuestra especie, se
disminuye su rendimiento y, por poco que se le dé, un hombre de corral acaba
por costar más de lo que rinde. Por esa razón los colonos se ven obligados a
dejar a medias la domesticación: el resultado, ni hombre ni bestia, es el
indígena. Golpeado, subalimentado, enfermo, temeroso, pero sólo hasta cierto
punto, tiene siempre, ya sea amarillo, negro o blanco, los mismos rasgos de
carácter: es perezoso, taimado y ladrón, vive de cualquier cosa y sólo
conoce la fuerza.
¡Pobre colono!: su contradicción queda al desnudo.
Debería, como hace, según se dice, el ogro, matar al que captura. Pero eso
no es posible. ¿No hace falta acaso que los explote? Al no poder llevar la
matanza hasta el genocidio y la servidumbre hasta el embrutecimiento animal,
pierde el control, la operación se invierte, una implacable lógica lo
llevará hasta la descolonización.
Pero no de inmediato. Primero,
reina el europeo: ya ha perdido, pero no se da cuenta; no sabe todavía que
los indígenas son falsos indígenas; afirma que les hace daño para destruir
el mal que existe en ellos; al cabo de tres generaciones, sus perniciosos
instintos ya no resurgirán. ¿Qué instintos? ¿Los que impulsan al esclavo a
matar al amo? ¿Cómo no reconoce su propia crueldad dirigida ahora contra él
mismo? ¿Cómo no reconoce en el salvajismo de esos campesinos oprimidos el
salvajismo del colono que han absorbido por todos sus poros y del que no se
han curado? La razón es sencilla: ese personaje déspota, enloquecido por su
omnipotencia y por el miedo de perderla, ya no se acuerda de que ha sido un
hombre: se considera un látigo o un fusil; ha llegado a creer que la
domesticación de las "razas inferiores" se obtiene mediante el
condicionamiento de sus reflejos. No toma en cuenta la memoria humana, los
recuerdos imborrables; y, sobre todo, hay algo que quizá no ha sabido jamás:
no nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y
radical de lo que han hecho de nosotros. ¿Tres generaciones? Desde la
segunda, apenas abrían los ojos, los hijos han visto cómo golpeaban a sus
padres. En términos de psiquiatría, están "traumatizados". Para toda la
vida. Pero esas agresiones renovadas sin cesar, lejos de llevarlos a
someterse, los sitúan en una contradicción insoportable que el europeo
pagará, tarde o temprano. Después de eso, aunque se les domestique a su vez,
aunque se les enseñe la vergüenza, el dolor y el hambre, no se provocará en
sus cuerpos sino una rabia volcánica cuya fuerza es igual a la de la presión
que se ejerce sobre ellos. ¿Decían ustedes que no conocen sino la fuerza? Es
cierto; primero será sólo la del colono y pronto después la suya propia: es
decir, la misma, que incide sobre nosotros como nuestro reflejo que, desde
el fondo de un espejo, viene a nuestro encuentro. No se equivoquen; por esa
loca roña, por esa bilis y esa hiel, por su constante deseo de matarnos, por
la contracción permanente de músculos fuertes que temen reposar, son
hombres: por el colono, que quiere hacerlos esclavos, y contra él. Todavía
ciego, abstracto, el odio es su único tesoro: el Amo lo provoca porque trata
de embrutecerlos, no puede llegar a quebrantarlo porque sus intereses lo
detienen a medio camino; así, los falsos indígenas son todavía humanos, por
el poder y la impotencia del -opresor que se transforman, en ellos, en un
Techazo obstinado de la condición animal. Por lo demás ya se sabe; por
supuesto, son perezosos: es sabotaje. Taimados, ladrones. ¡Claro! Sus
pequeños hurtos marcan el comienzo de una resistencia todavía desorganizada.
Eso no basta: hay quienes se afirman lanzándose con las manos desnudas
contra los fusiles; son sus héroes; y otros se hacen hombres asesinando
europeos. Se les mata: bandidos y mártires, su suplicio exalta a las masas
aterrorizadas.
Aterrorizadas, sí: en ese momento, la agresión
colonial se interioriza como Terror en los colonizados. No me refiero sólo
al miedo que experimentan frente a nuestros inagotables medios de represión,
sino también al que les inspira su propio furor. Se encuentran acorralados
entre nuestras armas que les apuntan y esos tremendos impulsos, esos deseos
de matar que surgen del fondo de su .corazón y que no siempre reconocen:
porque no es en principio su violencia, es la nuestra, invertida, que crece
y los desgarra; y el primer movimiento de esos oprimidos es ocultar
profundamente esa inaceptable cólera, reprobada por su moral y por la
nuestra y que no es, sin embargo, sino el último reducto de su humanidad.
Lean a Fanon: comprenderán que, en el momento de impotencia, la locura
homicida es el inconsciente colectivo de los colonizados.
Esa furia
contenida, al no estallar, gira en redondo y daña a los propios oprimidos.
Para liberarse de ella, acaban por matarse entre sí: las tribus luchan unas
contra otras al no poder enfrentarse al enemigo verdadero -y, naturalmente,
la política colonial fomenta sus rivalidades; el hermano, al levantar el
cuchillo contra su hermano, cree destruir de una vez por todas la imagen
detestada de su envilecimiento común. Pero esas víctimas expiatorias no
apaciguan su sed de sangre; no evitarán lanzarse contra las ametralladoras,
sino haciéndose nuestros cómplices: ellos mismos van a acelerar el progreso
de esa deshumanización que rechazan. Bajo la mirada zumbona del colono, se
protegerán contra sí mismos con barreras sobrenaturales, reanimando antiguos
mitos terribles o atándose mediante ritos meticulosos: el obseso evade así
su exigencia profunda, infligiéndose manías que lo ocupan en todo momento.
Bailan: eso los ocupa; relaja sus músculos dolorosamente contraídos y además
la danza simula secretamente, con frecuencia a pesar de ellos, el No que no
pueden decir, los asesinatos que no se atreven a cometer. En ciertas
regiones utilizan este último recurso: el trance. Lo que antes era el hecho
religioso en su simplicidad, cierta comunicación del fiel con lo sagrado, lo
convierten en un arma contra la desesperanza y la humillación: los zars, las
loas, los santos de la santería descienden sobre ellos, gobiernan su
violencia y la gastan en el trance hasta el agotamiento. Al mismo tiempo,
esos altos personajes los protegen: esto quiere decir que los colonizados se
defienden de la enajenación colonial acrecentando la enajenación religiosa.
El único resultado a fin de cuentas, es que se acumulan ambas enajenaciones
y que cada una refuerza a la otra. Así, en ciertas psicosis, cansados de ser
insultados todos los días, los alucinados creen un buen día que han
escuchado la voz de un ángel que los elogia; los denuestos no desaparecen,
sin embargo: en lo sucesivo, alternan con el elogio. Es una defensa y el
final de su aventura: la persona está disociada, el enfermo se encamina a la
demencia. Hay que añadir, en el caso de algunos desgraciados rigurosamente
seleccionados, ese otro trance de que he hablado más arriba: la cultura
occidental. En su lugar, dirán ustedes, yo preferiría mis zars a la
Acrópolis. Bueno, eso quiere decir que han comprendido. Pero no del todo,
sin embargo, porque ustedes no se encuentran en su lugar. Todavía no. De
otra manera sabrían que ellos no pueden escoger: acumulan. Dos mundos, es
decir, dos trances: se baila toda la noche, al alba se apretujan en las
iglesias para oír misa; día a día, la grieta se ensancha. Nuestro enemigo
traiciona a sus hermanos y se hace nuestro cómplice; sus hermanos hacen lo
mismo. La condición del indígena es una neurosis introducida y mantenida por
el colono entre los colonizados, con su consentimiento.
Reclamar y
negar, a la vez, la condición humana: la contradicción es explosiva. Y hace
explosión, ustedes lo saben lo mismo que yo. Vivimos en la época de la
deflagración: basta que el aumento de los nacimientos acreciente la escasez,
que los recién llegados tengan que temer a la vida un poco más que a la
muerte, y el torrente de violencia rompe todas las barreras. En Argelia, en
Angola, se mata al azar a los europeos. Es el momento del boomerang, el
tercer tiempo de la violencia: se vuelve contra nosotros, nos alcanza y,
como de costumbre, no comprendemos que es la nuestra. Los "liberales" se
quedan confusos: reconocen que no éramos lo bastante corteses con los
indígenas, que habría sido más justo y más prudente otorgarles ciertos
derechos en la medida de lo posible; no pedían otra cosa sino que se les
admitiera por hornadas y sin padrinos en ese club tan cerrado, nuestra
especie: y he aquí que ese desencadenamiento bárbaro y loco no los respeta
en mayor medida que a los malos colonos. La izquierda metropolitana se
siente molesta: conoce la verdadera suerte de los indígenas, la opresión sin
piedad de que son objeto y no condena su rebeldía, sabiendo que hemos hecho
todo por provocarla. Pero de todos modos, piensa, hay límites: esos
"guerrilleros"? deberían esforzarse por mostrarse caballeros; sería el mejor
medio de probar que son hombres. A veces los reprende: "Van ustedes
demasiado lejos, no seguiremos apoyándolos;" A ellos no les importa; para lo
que sirve el apoyo que les presta, ya puede hacer con él lo que más le
plazca. Desde que empezó su guerra, comprendieron esa rigurosa verdad: todos
valemos lo que somos, todos nos hemos aprovechado de ellos, no tienen que
probar nada, no harán distinciones con nadie. Un solo deber, un objetivo
único: expulsar al colonialismo por todos los medios. Y los más alertas
entre nosotros estarían dispuestos, en rigor, a admitirlo, pero no pueden
dejar de ver en esa prueba de fuerza el medio inhumano que los subhombres
han asumido para lograr que se les otorgue carta de humanidad: que se les
otorgue lo más pronto posible y que traten luego, por medios pacíficos, de
merecerla. Nuestras almas bellas son racistas.
Nos servirá la lectura
de Fanon; esa violencia irreprimible, lo demuestra plenamente, no es una
absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes ni siquiera un
efecto del resentimiento: es el hombre mismo reintegrándose. Esa verdad, me
parece, la hemos conocido y la hemos olvidado: ninguna dulzura borrará las
señales de la violencia; sólo la violencia puede destruirlas. Y el
colonizado se cura de la neurosis colonial expulsando al colono con las
armas. Cuando su ira estalla, recupera su transparencia perdida, se conoce
en la medida misma en que se hace; de lejos, consideramos su guerra como el
triunfo de la barbarie; pero procede por sí misma a la emancipación
progresiva del combatiente, liquida en él y fuera de él, progresivamente,
las tinieblas coloniales. Desde que empieza, es una guerra sin piedad. O se
sigue aterrorizado o se vuelve uno terrible; es decir: o se abandona uno a
las disociaciones de una vida falseada o se conquista la unidad innata.
Cuando los campesinos reciben los fusiles, los viejos mitos palidecen, las
prohibiciones desaparecen una por una; el arma de un combatiente es su
humanidad. Porque, en los primeros momentos de la rebelión, hay que matar:
matar a un europeo es matar dos pujaros de un tiro, suprimir a la vez a un
opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre; el
superviviente, por primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de
los pies. En ese instante, la Nación no se aleja de él: se encuentra
dondequiera que él va, allí donde él está -nunca más lejos, se confunde con
su libertad. Pero, tras la primera sorpresa, el ejército colonial reacciona:
hay que unirse o dejarse matar. Las discordias tribales se atenúan, tienden
a desaparecer; primero porque ponen en peligro la Revolución y, más
hondamente, porque no tenían más finalidad que derivar la violencia hacia
falsos enemigos. Cuando persisten -como en el Congo- es porque son
alimentadas por los agentes del colonialismo. La Nación se pone en marcha:
para cada hermano está en dondequiera que combaten otros hermanos. Su amor
fraternal es lo contrario del odio que les tienen a ustedes: son hermanos
porque cada uno de ellos ha matado o puede, de un momento a otro, haber
matado. Fanon muestra a sus lectores los límites de la "espontaneidad", la
necesidad y los peligros de la "organización". Pero, cualquiera que sea la
inmensidad de la tarea, en cada paso de la empresa se profundiza la
conciencia social. Los últimos complejos desaparecen: que nos hablen del
"complejo de dependencia" en el soldado del A.L.N. Liberado de sus
anteojeras, el campesino toma conciencia de sus necesidades: ellos lo
mataban, pero él trataba de ignorarlos; ahora los descubre como exigencias
infinitas. En esta violencia popular, para sostenerse cinco años, ocho años
como han hecho los argelinos, las necesidades militares, sociales y
políticas no pueden distinguirse. La guerra -aunque sólo fuera planteando el
asunto del mando y las responsabilidades- instituye nuevas estructuras que
serán las primeras instituciones de la paz. He aquí, pues, al hombre
instaurado hasta en las nuevas tradiciones, hijas futuras de un horrible
presente, helo aquí legitimado por un derecho que va a nacer, que nace cada
día en el fuego mismo: con el último colono muerto, reembarcado o asimilado,
la especie minoritaria desaparece y cede su lugar a la fraternidad
socialista. Y esto no basta: ese combatiente quema las etapas; por supuesto
no arriesga su piel para encontrarse al nivel del viejo "metropolitano".
Tiene mucha paciencia: quizá sueña a veces con un nuevo Dien-Bien-Phu; pero
en realidad no cuenta con eso: es un mendigo que lucha, en su miseria,
contra ricos fuertemente armados. En espera de las victorias decisivas y con
frecuencia sin esperar nada, hostiga a sus adversarios hasta exacerbarlos.
Esto no se hace sin espantosas pérdidas; el ejército colonial se vuelve
feroz: cuadrillas, ratissages,? concentraciones, expediciones punitivas; se
asesina a mujeres y niños. Él lo sabe: ese hombre nuevo comienza su vida de
hombre por el final; se sabe muerto en potencia. Lo matarán: no sólo acepta
el riesgo sino que tiene la certidumbre; ese muerto en potencia ha perdido a
su mujer, a sus hijos; ha visto tantas agonías que prefiere vencer a
sobrevivir; otros gozarán de la victoria, él no: está demasiado cansado.
Pero esa fatiga del corazón es la fuente de un increíble valor. Encontramos
nuestra humanidad más acá de la muerte y de la desesperación, él la
encuentra más allá de los suplicios y de la muerte. Nosotros hemos sembrado
el viento, él es la tempestad. Hijo de la violencia, en ella encuentra a
cada instante su humanidad: éramos hombres a sus expensas, él se hace hombre
a expensas nuestras. Otro hombre: de mejor calidad.
Aquí se detiene
Fanon. Ha mostrado el camino: vocero de los combatientes, ha reclamado la
unión, la unidad del Continente africano contra todas las discordias y todos
los particularismos. Su fin está logrado. Si quisiera describir
integralmente el hecho histórico de la descolonización, tendría que hablar
de nosotros, y ése no es, sin duda, su propósito. Pero, cuando cerramos el
libro, continúa en nosotros, a pesar de su autor, porque experimentamos la
fuerza de los pueblos en revolución y respondemos con la fuerza. Hay, pues,
un nuevo momento de violencia y nos es necesario volvernos hacia nosotros
esta vez porque esa violencia nos está cambiando en la medida en que el
falso indígena cambia a través de ella. Que cada cual reflexione como
quiera, con tal de que reflexione: en la Europa de hoy, aturdida por los
golpes que recibe, en Francia, en Bélgica, en Inglaterra, la menor
distracción del pensamiento es una complicidad criminal con el colonialismo.
Este libro no necesitaba un prefacio. Sobre todo, porque no se dirige a
nosotros. Lo escribí, sin embargo, para llevar la dialéctica hasta sus
últimas consecuencias: también a nosotros, los europeos, nos están
descolonizando; es decir, están extirpando en una sangrienta operación al
colono que vive en cada uno de nosotros. Debemos volver la mirada hacia
nosotros mismos, si tenemos el valor de hacerlo, para ver qué hay en
nosotros. Primero hay que afrontar un espectáculo inesperado: el striptease
de nuestro humanismo. Helo aquí desnudo y nada hermoso: no era sino una
ideología mentirosa, la exquisita justificación del pillaje; sus ternuras y
su preciosismo justificaban nuestras agresiones. ¡Qué bello predicar la no
violencia!: ¡Ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos! Si no son ustedes víctimas,
cuando el gobierno que han aceptado en un plebiscito, cuando el ejército en
que han servido sus hermanos menores, sin vacilación ni remordimiento, han
emprendido un "genocidio", indudablemente son verdugos. Y si prefieren ser
víctimas, arriesgarse a uno o dos días de cárcel, simplemente optan por
retirar su carta del juego. No pueden retirarla: tiene que permanecer allí
hasta el final. Compréndanlo de una vez: si la violencia acaba de empezar,
si la explotación y la opresión no han existido jamás sobre la Tierra, quizá
la pregonada "no violencia" podría poner fin a la querella. Pero si el
régimen todo y hasta sus ideas sobre la no violencia están condicionados por
una opresión milenaria, su pasividad no sirve sino para alinearlos del lado
de los opresores.
Ustedes saben bien que somos explotadores. Saben
que nos apoderamos del oro y los metales y el petróleo de los "continentes
nuevos" para traerlos a las viejas metrópolis. No sin excelentes resultados:
palacios, catedrales, capitales industriales; y cuando amenazaba la crisis,
ahí estaban los mercados coloniales para amortiguarla o desviarla. Europa,
cargada de riquezas, otorgó de jure la humanidad a todos sus habitantes: un
hombre, entre nosotros, quiere decir un cómplice puesto que todos nos hemos
beneficiado con la explotación colonial. Ese continente gordo y lívido acaba
por caer en lo que Fanon llama justamente el "narcisismo". Cocteau se
irritaba con París, "esa ciudad que habla todo el tiempo de sí misma". ¿Y
qué otra cosa hace Europa? ¿Y ese monstruo supereuropeo, la América del
Norte? Palabras: libertad, igualdad, fraternidad, amor, honor, patria. ¿Qué
se yo? Esto no nos impedía pronunciar al mismo tiempo frases racistas,
cochino negro, cochino judío, cochino ratón. Los buenos espíritus, liberales
y tiernos -los neocolonialistas, en una palabra- pretendían sentirse
asqueados por esa inconsecuencia; error o mala fe: nada más consecuente,
entre nosotros, que un humanismo racista, puesto que el europeo no ha podido
hacerse hombre sino fabricando esclavos y monstruos. Mientras existió la
condición de indígena, la impostura no se descubrió; se encontraba en el
género humano una abstracta formulación de universalidad que servía para
encubrir prácticas más realistas: había, del otro lado del mar, una raza de
subhombres que, gracias a nosotros, en mil años quizá, alcanzarían nuestra
condición. En resumen, se confundía el género con la élite. Actualmente el
indígena revela su verdad; de un golpe, nuestro club tan cerrado revela su
debilidad: no era ni más ni menos que una minoría. Lo que es peor: puesto
que los otros se hacen hombres en contra nuestra, se demuestra que somos los
enemigos del género humano; la élite descubre su verdadera naturaleza: la de
una pandilla. Nuestros caros valores pierden sus alas; si los contemplamos
de cerca, no encontraremos uno solo que no esté manchado de sangre. Si
necesitan ustedes un ejemplo, recuerden las grandes frases: ¡cuan generosa
es Francia! ¿Generosos nosotros? ¿Y Setif? ¿Y esos ocho años de guerra feroz
que han costado la vida a más de un millón de argelinos? Y la tortura. Pero
comprendan que no se nos reprocha haber traicionado una misión: simplemente
porque no teníamos ninguna. Es la generosidad misma la que se pone en duda;
esa hermosa palabra cantarina no tiene más que un sentido: condición
otorgada. Para los hombres de enfrente, nuevos y liberados, nadie tiene el
poder ni el privilegio de dar nada a nadie. Cada uno tiene todos los
derechos. Sobre todos; y nuestra especie, cuando un día llegue a ser, no se
definirá como la suma de los habitantes del globo sino como la unidad
infinita de sus reciprocidades. Aquí me detengo; ustedes pueden seguir la
labor sin dificultad. Basta mirar de frente, por primera y última vez,
nuestras aristocráticas virtudes: se mueren; ¿cómo podrían sobrevivir a la
aristocracia de subhombres que las han engendrado? Hace años, un comentador
burgués -y colonialista- para defender a Occidente no pudo decir nada mejor
que esto: "No somos ángeles. Pero, al menos, tenemos remordimientos." ¡Qué
declaración! En otra época, nuestro Continente tenía otros salvavidas: el
Partenón, Chartres, los Derechos del Hombre, la svástica. Ahora sabemos lo
que valen: y ya no pretenden salvarnos del naufragio sino a través del muy
cristiano sentimiento de nuestra culpabilidad. Es el fin, como verán
ustedes: Europa hace agua por todas partes. ¿Qué ha sucedido? Simplemente,
que éramos los sujetos de la historia y que ahora somos sus objetos. La
relación de fuerzas se ha invertido, la descolonización está en camino; lo
único que pueden intentar nuestros mercenarios es retrasar su realización.
Hace falta aún que las viejas "metrópolis" intervengan, que comprometan
todas sus fuerzas en una batalla perdida de antemano. Esa vieja brutalidad
colonial que hizo la dudosa gloria de los Bugeaud volvemos a encontrarla, al
final de la aventura, decuplicada e insuficiente. Se envía al ejército a
Argelia y allí se mantiene desde hace siete años sin resultado. La violencia
ha cambiado de sentido; victoriosos, la ejercíamos sin que pareciera
alterarnos: descomponía a los demás y en nosotros, los hombres, nuestro
humanismo permanecía intacto; unidos por la ganancia, los "metropolitanos"
bautizaban como fraternidad, como amor, la comunidad de sus crímenes;
actualmente, bloqueada por todas partes, vuelve sobre nosotros a través de
nuestros soldados, se interioriza y nos posee. La involución comienza: el
colonizado se reintegra y nosotros, ultras y liberales, y colonos y
"metropolitanos" nos descomponemos. Ya la rabia y el miedo están al desnudo:
se muestran al descubierto en las "cacerías de ratas" de Argel. ¿Dónde están
ahora los salvajes? ¿Dónde está la barbarie? Nada falta, ni siquiera el
tam-tam: las bocinas corean "Argelia francesa" mientras los europeos queman
vivos a los musulmanes. No hace mucho, recuerda Fanon, los psiquiatras se
afligían en un congreso por la criminalidad de los indígenas: esa gente se
mata entre sí, decían, eso no es normal; su corteza cerebral debe estar
subdesarrollada. En África central, otros han establecido que "el africano
utiliza muy poco sus lóbulos frontales". Ésos sabios deberían proseguir
ahora su encuesta en Europa y particularmente entre los franceses. Porque
también nosotros, desde hace algunos años, debemos estar afectados de pereza
mental: los Patriotas empiezan a asesinar a sus compatriotas; en caso de
ausencia, hacen volar en trozos al conserje y su casa. No es más que el
principio: la guerra civil está prevista para el otoño o la próxima
primavera. Nuestros lóbulos parecen, sin embargo, en perfecto estado: ¿no
será, más bien, que al no poder aplastar al indígena, la violencia se vuelve
sobre sí misma, se acumula en el fondo de nosotros y busca una salida? La
unión del pueblo argelino produce la desunión del pueblo francés; en todo el
territorio de la antigua metrópoli, las tribus danzan y se preparan para el
combate. El terror ha salido de África para instalarse aquí: porque están
los furiosos, que quieren hacernos pagar con nuestra sangre la vergüenza de
haber sido derrotados por el indígena y están los demás, todos los demás,
igualmente culpables -después de Bizerta, después de los linchamientos de
septiembre ¿quién salió a la calle para decir: basta?-, pero más sosegados:
los liberales, los más duros de los duros de la izquierda muelle. También a
ellos les sube la fiebre. Y el malhumor. ¡Pero qué espanto! Disimulan su
rabia con mitos, con ritos complicados; para retrasar el arreglo final de
cuentas y la hora de la verdad, han puesto a la cabeza del país a un Gran
Brujo cuyo oficio es mantenernos a cualquier precio en la oscuridad. Nada se
logra; proclamada por unos, rechazada por otros, la violencia gira en
redondo: un día hace explosión en Metz, al día siguiente en Burdeos; ha
pasado por aquí, pasará por allá, es el juego de prendas. Ahora nos toca el
turno de recorrer, paso a paso, el camino que lleva a la condición de
indígena. Pero para convertirnos en indígenas del todo, sería necesario que
nuestro suelo fuera ocupado por los antiguos colonizados y que nos
muriéramos de hambre. Esto no sucederá: no, es el colonialismo decadente el
que nos posee, el que nos cabalgará pronto, chocho y soberbio; ése es
nuestro zar, nuestro loa. Y al leer el último capítulo de Fanon uno se
convence de que vale más ser un indígena en el peor momento de la desdicha
que un ex colono. No es bueno que un funcionario de la policía se vea
obligado a torturar diez horas diarias: a ese paso, sus nervios llegarán a
quebrarse a no ser que se prohíba a los verdugos, por su propio bien, el
trabajo en horas suplementarias. Cuando se quiere proteger con el rigor de
las leyes la moral de la Nación y del Ejército, no es bueno que éste
desmoralice sistemáticamente a aquélla. Ni que un país de tradición
republicana confíe a cientos de miles de sus jóvenes a oficiales putchistas.
No es bueno, compatriotas, ustedes que conocen todos los crímenes cometidos
en nuestro nombre, no es realmente bueno que no digan a nadie una sola
palabra, ni siquiera a su propia alma, por miedo a tener que juzgarse a sí
mismos. Al principio ustedes ignoraban, quiero creerlo, luego dudaron y
ahora saben, pero siguen callados. Ocho años de silencio degradan. Y en
vano: ahora, el sol cegador de la tortura está en el cenit, alumbra a todo
el país; bajo esa luz, ninguna risa suena bien, no hay una cara que no se
cubra de afeites para disimular la cólera o el miedo, no hay un acto que no
traicione nuestra repugnancia y complicidad. Basta actualmente que dos
franceses se encuentren para que haya entre ellos un cadáver. Y cuando digo
uno... Francia era antes el nombre de un país, hay que tener cuidado de que
no sea, en 1961, el nombre de una neurosis.
¿Sanaremos? Sí. La
violencia, como la lanza de Aquiles, puede cicatrizar las heridas que ha
infligido. En este momento estamos encadenados, humillados, enfermos de
miedo: en lo más bajo. Felizmente esto no basta todavía a la aristocracia
colonialista: no puede concluir su misión retardataria en Argelia sin
colonizar primero a los franceses. Cada día retrocedemos frente a la
contienda, pero pueden estar seguros de que no la evitaremos: ellos, los
asesinos, la necesitan; van a seguir revoloteando a nuestro alrededor, a
seguir golpeando el yunque. Así se acabará la época de los brujos y los
fetiches: tendrán ustedes que pelear o se pudrirán en los campos de
concentración. Es el momento final de la dialéctica: ustedes condenan esa
guerra, pero no se atreven todavía a declararse solidarios de los
combatientes argelinos; no tengan miedo, los colonos y los mercenarios los
obligarán a dar este paso. Quizá entonces, acorralados contra la pared,
liberarán ustedes por fin esa violencia nueva suscitada por los viejos
crímenes rezumados. Pero eso, como suele decirse, es otra historia. La
historia del hombre. Estoy seguro de que ya se acerca el momento en que nos
uniremos a quienes la están haciendo.
Liberación nacional, renacimiento nacional,
restitución de la nación al pueblo, Commonwealth, cualesquiera que sean las
rúbricas utilizadas o las nuevas fórmulas introducidas, la descolonización
es siempre un fenómeno violento. En cualquier nivel que se la estudie:
encuentros entre individuos, nuevos nombres de los clubes deportivos,
composición humana de los cocktail-parties, de la policía, de los consejos
de administración, de los bancos nacionales o privados, la descolonización
es simplemente la sustitución de una "especie" de hombres por otra "especie"
de hombres. Sin transición, hay una sustitución total, completa, absoluta.
Por supuesto, podría mostrarse igualmente el surgimiento de una nueva
nación, la instauración de un Estado nuevo, sus relaciones diplomáticas, su
orientación política, económica. Pero hemos querido hablar precisamente de
esa tabla rasa que define toda descolonización en el punto de partida. Su
importancia inusitada es que constituye, desde el primer momento, la
reivindicación mínima del colonizado. A decir verdad, la prueba del éxito
reside en un panorama social modificado en su totalidad. La importancia
extraordinaria de ese cambio es que es deseado, reclamado, exigido. La
necesidad de ese cambio existe en estado bruto, impetuoso y apremiante, en
la conciencia y en la vida de los hombres y mujeres colonizados. Pero la
eventualidad de ese cambio es igualmente vivida en la forma de un futuro
aterrador en la conciencia de otra "especie" de hombres y mujeres: los
colonos. La descolonización, que se propone cambiar el orden del mundo
es, como se ve, un programa de desorden absoluto. Pero no puede ser el
resultado de una operación mágica, de un sacudimiento natural o de un
entendimiento amigable. La descolonización, como se sabe, es un proceso
histórico: es decir, que no puede ser comprendida, que no resulta
inteligible, traslúcida a sí misma, sino en la medida exacta en que se
discierne el movimiento historizante que le da forma y contenido. La
descolonización es el encuentro de dos fuerzas congénitamente antagónicas
que extraen precisamente su originalidad de esa especie de sustanciación que
segrega y alimenta la situación colonial. Su primera confrontación se ha
desarrollado bajo el signo de la violencia y su cohabitación -más
precisamente la explotación del colonizado por el colono- se ha realizado
con gran despliegue de bayonetas y de cañones. El colono y el colonizado se
conocen desde hace tiempo. Y, en realidad, tiene razón el colono cuando dice
conocerlos. Es el colono el que ha hecho y sigue haciendo al colonizado. El
colono saca su verdad, es decir, sus bienes, del sistema colonial. La
descolonización no pasa jamás inadvertida puesto que afecta al ser, modifica
fundamentalmente al ser, transforma a los espectadores aplastados por la
falta de esencia en actores privilegiados, recogidos de manera casi
grandiosa por la hoz de la historia. Introduce en el ser un ritmo propio,
aportado por los nuevos hombres, un nuevo lenguaje, una nueva humanidad. La
descolonización realmente es creación de hombres nuevos. Pero esta creación
no recibe su legitimidad de ninguna potencia sobrenatural: la "cosa"
colonizada se convierte en hombre en el proceso mismo por el cual se libera.
En la descolonización hay, pues, exigencia de un replanteamiento integral de
la situación colonial. Su definición puede encontrarse, si se quiere
describirla con precisión, en la frase bien conocida: "los últimos serán los
primeros". La descolonización es la comprobación de esa frase. Por eso, en
el plano de la rescripción, toda descolonización es un logro. Expuesta en
su desnudez, la descolonización permite adivinar a través de todos sus
poros, balas sangrientas, cuchillos sangrientos. Porque si los últimos deben
ser los primeros, no puede ser sino tras un afrontamiento decisivo y a
muerte de los dos protagonistas. Esa voluntad afirmada de hacer pasar a los
últimos a la cabeza de la fila, de hacerlos subir a un ritmo (demasiado
rápido, dicen algunos) los famosos escalones que definen a una sociedad
organizada, no puede triunfar sino cuando se colocan en la balanza todos los
medios incluida, por supuesto, la violencia. No se desorganiza una
sociedad, por primitiva que sea, con semejante programa si no se está
decidido desde un principio, es decir, desde la formulación misma de ese
programa, a vencer todos los obstáculos con que se tropiece en el camino. El
colonizado que decide realizar ese programa, convertirse en su motor, está
dispuesto en todo momento a la violencia. Desde su nacimiento, le resulta
claro que ese mundo estrecho, sembrado de contradicciones, no puede ser
impugnado sino por la violencia absoluta. El mundo colonial es un mundo
en compartimientos. Sin duda resulta superfluo, en el plano de la
descripción, recordar la existencia de ciudades indígenas y ciudades
europeas, de escuelas para indígenas y escuelas para europeos, así como es
superfluo recordar el apartheid en Sudáfrica. No obstante, si penetramos en
la intimidad de esa separación en compartimientos, podremos al menos poner
en evidencia algunas de las líneas de fuerza que presupone. Este enfoque del
mundo colonial, de su distribución, de su disposición geográfica va a
permitirnos delimitar los ángulos desde los cuales se reorganizará la
sociedad descolonizada. El mundo colonizado es un mundo cortado en dos.
La línea divisoria, la frontera está indicada por los cuarteles y las
delegaciones de policía. En las colonias, el interlocutor válido e
institucional del colonizado, el vocero del colono y del régimen de opresión
es el gendarme o el soldado. En las sociedades de tipo capitalista, la
enseñanza, religiosa o laica, la formación de reflejos morales trasmisibles
de padres a hijos, la honestidad ejemplar de obreros condecorados después de
cincuenta años de buenos y leales servicios, el amor alentado por la armonía
y la prudencia, esas formas estéticas del respeto al orden establecido,
crean en torno al explotado una atmósfera de sumisión y de inhibición que
aligera considerablemente la tarea de las fuerzas del orden. En los países
capitalistas, entre el explotado ? el poder se interponen una multitud de
profesores de moral, de consejeros, de "desorientadores". En las regiones
coloniales, por el contrario, el gendarme y el soldado, por su presencia
inmediata, sus intervenciones directas y frecuentes, mantienen el contacto
con el colonizado y le aconsejan, a golpes de culata o incendiando sus
poblados, que no se mueva. El intermediario del poder utiliza un lenguaje de
pura violencia. El intermediario no aligera la opresión, no hace más velado
el dominio. Los expone, los manifiesta con la buena conciencia de las
fuerzas del orden. El intermediario lleva la violencia a la casa y al
cerebro del colonizado. La zona habitada por los colonizados no es
complementaria de la zona habitada por los colonos. Esas dos zonas se
oponen, pero no al servicio de una unidad superior. Regidas por una lógica
puramente aristotélica, obedecen al principio de exclusión recíproca: no hay
conciliación posible, uno de los términos sobra. La ciudad del colono es una
ciudad dura, toda de piedra y hierro. Es una ciudad iluminada, asfaltada,
donde los cubos de basura están siempre llenos de restos desconocidos, nunca
vistos, ni siquiera soñados. Los pies del colono no se ven nunca, salvo
quizá en el mar, pero jamás se está muy cerca de ellos. Pies protegidos por
zapatos fuertes, mientras las calles de su ciudad son limpias, lisas, sin
hoyos, sin piedras. La ciudad del colono es una ciudad harta, perezosa, su
vientre está lleno de cosas buenas permanentemente. La ciudad del colono es
una ciudad de blancos, de extranjeros. La ciudad del colonizado, o al menos
la ciudad indígena, la ciudad negra, la "medina" o barrio árabe, la reserva
es un lugar de mala fama, poblado por hombres de mala fama, allí se nace en
cualquier parte, de cualquier manera. Se muere en cualquier parte, de
cualquier cosa. Es un mundo sin intervalos, los hombres están unos sobre
otros, las casuchas unas sobre otras. La ciudad del colonizado es una ciudad
hambrienta, hambrienta de pan, de carne, de zapatos, de carbón, de luz. La
ciudad del colonizado es una ciudad agachada, una ciudad de rodillas, una
ciudad revolcada en el fango. Es una ciudad de negros, una ciudad de
boicots. La mirada que el colonizado lanza sobre la ciudad del colono es una
mirada de lujuria, una mirada de deseo. Sueños de posesión. Todos los modos
de posesión: sentarse a la mesa del colono, acostarse en la cama del colono,
si es posible con su mujer. El colonizado es un envidioso. El colono no lo
ignora cuando, sorprendiendo su mirada a la deriva, comprueba amargamente,
pero siempre alerta: "Quieren ocupar nuestro lugar." Es verdad, no hay un
colonizado que no sueñe cuando menos una vez al día en instalarse en el
lugar del colono. Ese mundo en compartimientos, ese mundo cortado en dos
está habitado por especies diferentes. La originalidad del contexto colonial
es que las realidades económicas, las desigualdades, la enorme diferencia de
los modos de vida, no llegan nunca a ocultar las realidades humanas. Cuando
se percibe en su aspecto inmediato el contexto colonial, es evidente que lo
que divide al mundo es primero el hecho de pertenecer o no a tal especie, a
tal raza. En las colonias, la infraestructura es igualmente una
superestructura. La causa es consecuencia: se es rico porque se es blanco,
se es blanco porque se es rico. Por eso los análisis marxistas deben
modificarse ligeramente siempre que se aborda el sistema colonial. Hasta el
concepto de sociedad precapitalista, bien estudiado por Marx, tendría que
ser reformulado. El siervo es de una esencia distinta que el caballero, pero
es necesaria una referencia al derecho divino para legitimar esa diferencia
de clases. En las colonias, el extranjero venido de fuera se ha impuesto con
la ayuda de sus cañones y de sus máquinas. A pesar de la domesticación
lograda, a pesar de la apropiación, el colono sigue siendo siempre un
extranjero. No son ni las fábricas, ni las propiedades, ni la cuenta en el
banco lo que caracteriza principalmente a la "clase dirigente". La especie
dirigente es, antes que nada, la que viene de afuera, la que no se parece a
los autóctonos, a "los otros". La violencia que ha presidido la
constitución del mundo colonial, que ha ritmado incansablemente la
destrucción de las formas sociales autóctonas, que ha demolido sin
restricciones los sistemas de referencias de la economía, los modos de
apariencia, la ropa, será reivindicada y asumida por el colonizado desde el
momento en que, decidida a convertirse en la historia en acción, la masa
colonizada penetre violentamente en las ciudades prohibidas. Provocar un
estallido del mundo colonial será, en lo sucesivo, una imagen de acción muy
clara, muy comprensible y capaz de ser asumida por cada uno de los
individuos que constituyen el pueblo colonizado. Dislocar al mundo colonial
no significa que después de la abolición de las fronteras se arreglará la
comunicación entre las dos zonas. Destruir el mundo colonial es, ni más ni
menos, abolir una zona, enterrarla en lo más profundo de la tierra o
expulsarla del territorio. La impugnación del mundo colonial por el
colonizado no es una confrontación racional de los puntos de vista. No es un
discurso sobre lo universal, sino la afirmación desenfrenada de una
originalidad formulada como absoluta. El mundo colonial es un mundo
maniqueo. No le basta al colono limitar físicamente, es decir, con ayuda de
su policía y de sus gendarmes, el espacio del colonizado. Como para ilustrar
el carácter totalitario de la explotación colonial, el colono hace del
colonizado una especie de quintaesencia del mal.1 La sociedad colonizada no
sólo se define como una sociedad sin valores. No le basta al colono afirmar
que los valores han abandonado o, mejor aún, no han habitado jamás el mundo
colonizado. El indígena es declarado impermeable a la ética; ausencia de
valores, pero también negación de los valores. Es, nos atrevemos a decirlo,
el enemigo de los valores. En este sentido, es el mal absoluto. Elemento
corrosivo, destructor de todo lo que está cerca, elemento deformador, capaz
de desfigurar todo lo que se refiere a la estética o la moral, depositario
de fuerzas maléficas, instrumento inconsciente e irrecuperable de fuerzas
ciegas. Y M. Meyer podía decir seriamente a la Asamblea Nacional Francesa
que no había que prostituir la República haciendo penetrar en ella al pueblo
argelino. Los valores, en efecto, son irreversiblemente envenenados e
infectados cuando se les pone en contacto con el pueblo colonizado. Las
costumbres del colonizado, sus tradiciones, sus mitos, sobre todo sus mitos,
son la señal misma de esa indigencia, de esa depravación constitucional. Por
eso hay que poner en el mismo plano al D.D.T, que destruye los parásitos,
trasmisores de enfermedades, y a la religión cristiana, que extirpa de raíz
las, herejías, los instintos, el mal. El retroceso de la fiebre amarilla y
los progresos de la evangelización forman parte de un mismo balance. Pero
los comunicados triunfantes de las misiones, informan realmente acerca de la
importancia de los fermentos de enajenación introducidos en el seno del
pueblo colonizado. Hablo de la religión cristiana y nadie tiene derecho a
sorprenderse. La Iglesia en las colonias es una Iglesia de blancos, una
Iglesia de extranjeros. No llama al hombre colonizado al camino de Dios sino
al camino del Blanco, del amo, del opresor. Y, como se sabe, en esta
historia son muchos los llamados y pocos los elegidos. A veces ese
maniqueísmo llega a los extremos de su lógica y deshumaniza al colonizado.
Propiamente hablando lo animaliza. Y, en realidad, el lenguaje del colono,
cuando habla del colonizado, es un lenguaje zoológico. Se alude a los
movimientos de reptil del amarillo, a las emanaciones de la ciudad indígena,
a las hordas, a la peste, el pulular, el hormigueo, las gesticulaciones. El
colono, cuando quiere describir y encontrar la palabra justa, se refiere
constantemente al bestiario. El europeo raramente utiliza "imágenes". Pero
el colonizado, que comprende el proyecto del colono, el proceso exacto que
se pretende hacerle seguir, sabe inmediatamente en qué piensa. Esa
demografía galopante, esas masas histéricas, esos rostros de los que ha
desaparecido toda humanidad, esos cuerpos obesos que no se parecen ya a
nada, esa cohorte sin cabeza ni cola, esos niños que parecen no pertenecer a
nadie, esa pereza desplegada al sol, ese ritmo vegetal, todo eso forma parte
del vocabulario colonial. El general De Gaulle habla de las "multitudes
amarillas" y el señor Mauriac de las masas negras, cobrizas y amarillas que
pronto van a irrumpir en oleadas. El colonizado sabe todo eso y ríe cada vez
que se descubre como animal en las palabras del otro. Porque sabe que no es
un animal. Y precisamente, al mismo tiempo que descubre su humanidad,
comienza a bruñir sus armas para hacerla triunfar. Cuando el colonizado
comienza a presionar sus amarras, a inquietar al colono, se le envían almas
buenas que, en los "Congresos de cultura" le exponen las calidades
específicas, las riquezas de los valores occidentales. Pero cada vez que se
trata de valores occidentales se produce en el colonizado una especie de
endurecimiento, de tetania muscular. En el periodo de descolonización, se
apela a la razón de los colonizados. Se les proponed valores seguros, se les
explica prolijamente que la descolonización no debe significar regresión,
que hay que apoyarse en valores experimentados, sólidos, bien considerados.
Pero sucede que cuando un colonizado oye un discurso sobre la cultura
occidental, saca su machete o al menos se asegura de que está al alcance de
su mano. La violencia con la cual se ha afirmado la supremacía de los
valores blancos, la agresividad que ha impregnado la confrontación
victoriosa de esos valores con los modos de vida o de pensamiento de los
colonizados hacen que, por una justa inversión de las cosas, el colonizado
se burle cuando se evocan frente a él esos valores. En el contexto colonial,
el colono no se detiene en su labor de crítica violenta del colonizado, sino
cuando este último ha reconocido en voz alta e inteligible la supremacía de
los valores blancos. En el periodo de descolonización, la masa colonizada se
burla de esos mismos valores, los insulta, los vomita con todas sus fuerzas.
Ese fenómeno se disimula generalmente porque, durante el periodo de
descolonización, ciertos intelectuales colonizados han entablado un diálogo
con la burguesía del país colonialista. Durante ese periodo, la población
autóctona es percibida como masa indistinta. Las pocas individualidades
autóctonas que los burgueses colonialistas han tenido ocasión de conocer
aquí y allá no pesan suficientemente sobre esa percepción inmediata para dar
origen a matices. Por el contrario, durante el periodo de liberación, la
burguesía colonialista busca febrilmente establecer contactos con las
"élites". Es con esas élites con las que se establece el famoso diálogo
sobre los valores. La burguesía colonialista, cuando advierte la
imposibilidad de mantener su dominio sobre los países coloniales, decide
entablar un combate en la retaguardia, en el terreno de la cultura, de los
valores, de las técnicas, etc. Pero lo que no hay que perder nunca de vista
es que la inmensa mayoría de los pueblos colonizados es impermeable a esos
problemas. Para el pueblo colonizado, el valor más esencial, por ser el más
concreto, es primordialmente la tierra: la tierra que debe asegurar el pan
y, por supuesto, la dignidad. Pero esa dignidad no tiene nada que ver con la
dignidad de la "persona humana". Esa persona humana ideal, jamás ha oído
hablar de ella. Lo que el colonizado ha visto en su tierra es que podían
arrestarlo, golpearlo hambrearlo impunemente; y ningún profesor de moral,
ningún cura, vino jamás a recibir los golpes en su lugar ni a compartir con
él su pan. Para el colonizado, ser moralista es, muy concretamente,
silenciar la actitud déspota del colono, y así quebrantar su violencia
desplegada, en una palabra, expulsarlo definitivamente del panorama. El
famoso principio que pretende que todos los hombres sean iguales encontrará
su ilustración en las colonias cuando el colonizado plantee que es el igual
del colono. Un paso más querrá pelear para ser más que el colono. En
realidad, ya ha decidido reemplazar al colono, tomar su lugar. Como se ve,
es todo un universo material y moral el que se desploma. El intelectual que
ha seguido, por su parte, al colonialista en el plano de lo universal
abstracto va a pelear porque el colono y el colonizado puedan vivir en paz
en un mundo nuevo. Pero o que no ve, porque precisamente el colonialismo se
ha infiltrado en él con todos sus modos de pensamiento, es que el colono,
cuando desaparece el contexto colonial, no tiene ya interés en quedarse, en
coexistir. No es un azar si, inclusive antes de cualquier negociación entre
el gobierno argelino y el gobierno francés, la minoría europea llamada
"liberal" ya ha dado a conocer su posición: reclama, ni más ni menos, la
doble ciudadanía. Es que acantonándose en el plano abstracto, se quiere
condenar al colono a dar un salto muy concreto a lo desconocido. Digámoslo:
el colono sabe perfectamente que ninguna fraseología sustituye a la
realidad. El colonizado, por tanto, descubre que su vida, su respiración,
los latidos de su corazón son los mismos que los del colono. Descubre que
una piel de colono no vale más que una piel de indígena. Hay que decir, que
ese descubrimiento introduce una sacudida esencial en el mundo. Toda la
nueva y revolucionaria seguridad del colonizado se desprende de esto. Si, en
efecto, mi vida tiene el mismo peso que la del colono, su mirada ya no me
fulmina, ya no me inmoviliza, su voz no me petrifica. Ya no me turbo en su
presencia. Prácticamente, lo fastidio. No sólo su presencia no me afecta ya,
sino que le preparo emboscadas tales que pronto no tendrá más salida que la
huida. El contexto colonial, hemos dicho, se caracteriza por la dicotomía
que inflige al mundo. La descolonización unifica ese mundo, quitándole por
una decisión radical su heterogeneidad, unificándolo sobre la base de la
nación, a veces de la raza. Conocemos esa frase feroz de los patriotas
senegaleses, al evocar las maniobras de su presidente Senghor: "Hemos pedido
la africanización de los cuadros, y resulta que Senghor africaniza a los
europeos." Lo que quiere decir que el colonizado tiene la posibilidad de
percibir en una inmediatez absoluta si la descolonización tiene lugar o no:
el mínimo exigido es que los últimos sean los primeros. Pero el
intelectual colonizado aporta variantes a esta demanda y, en realidad, las
motivaciones no parecen faltarle: cuadros administrativos, cuadros técnicos,
especialistas. Pero el colonizado interpreta esos salvoconductos ilegales
como otras tantas .maniobras de sabotaje y no es raro oír a un colonizado
declarar aquí y allá: "No valía la pena, entonces, ser independientes..."
En las regiones colonizadas donde se ha llevado a cabo una verdadera lucha
de liberación, donde la sangre del pueblo ha corrido y donde la duración de
la fase armada ha favorecido el reflujo de los intelectuales sobre bases
populares, se asiste a una verdadera erradicación de la superestructura
bebida por esos intelectuales en los medios burgueses colonialistas. En su
monólogo narcisista, la burguesía colonialista, a través de sus
universitarios, había arraigado profundamente, en efecto, en el espíritu del
colonizado que las esencias son eternas a pesar de todos los errores
imputables a los hombres. Las esencias occidentales, por supuesto. El
colonizado aceptaba lo bien fundado de estas ideas y en un repliegue de su
cerebro podía descubrirse un centinela vigilante encargado de defender el
pedestal grecolatino. Pero, durante la lucha de liberación, cuando el
colonizado vuelve a establecer contacto con su pueblo, ese centinela
ficticio se pulveriza. Todos los valores mediterráneos, triunfo de la
persona humana, de la claridad y de la Belleza, se convierten en adornos sin
vida y sin color. Todos esos argumentos parecen ensambles de palabras
muertas. Esos valores que parecían ennoblecer el alma se revelan
inutilizables porque no se refieren al combate concreto que ha emprendido el
pueblo. Y, en primer lugar, el individualismo. El intelectual colonizado
había aprendido de sus maestros que el individuo debe afirmarse. La
burguesía colonialista había introducido a martillazos, en el espíritu del
colonizado, la idea de una sociedad de individuos donde cada cual se
encierra en su subjetividad, donde la riqueza es la del pensamiento. Pero el
colonizado qué tenga la oportunidad de sumergirse en el pueblo durante la
lucha de liberación va a descubrir la falsedad de esa teoría. Las formas de
organización de la lucha van a proponerle ya un vocabulario inhabitual. El
hermano, la hermana, el camarada son palabras proscritas por la burguesía
colonialista porque, para ella, mi hermana es mi cartera, mi camarada mi
compinche en la maniobra turbia. El intelectual colonizado asiste, en una
especie de auto de fe, a la destrucción de todos sus ídolos: el egoísmo, la
recriminación orgullosa, la imbecilidad infantil del que siempre quiere
decir la última palabra. Ese intelectual colonizado, atonizado por la
cultura colonialista, descubrirá igualmente la consistencia de las asambleas
de las aldeas, la densidad de las comisiones del pueblo, la extraordinaria
fecundidad de las reuniones de barrio y de célula. Los asuntos de cada uno
ya no dejarán jamás de ser asuntos de todos porque, concretamente, todos
serán descubiertos por los legionarios y asesinados, o todos se salvarán. La
indiferencia hacia los demás, esa forma atea de la salvación, está prohibida
en este contexto. Se habla mucho desde hace tiempo de la autocrítica: ¿se
sabe acaso que fue primero una institución africana? Ya sea en los djemaas
de África del Norte o en las reuniones de África Occidental, la tradición
quiere que los conflictos que estallan en una aldea sean debatidos en
público. Autocrítica en común, sin duda, con una nota de humor, sin embargo,
porque todo el mundo se siente sin presiones, porque en última instancia
todos queremos las mismas cosas. El cálculo, los silencios insólitos, las
reservas, el espíritu subterráneo, el secreto, todo eso lo abandona el
intelectual a medida que se sumerge en el pueblo. Y es verdad que entonces
puede decirse que la comunidad triunfa ya en ese nivel, que segrega su
propia luz, su propia razón. Pero puede suceder que la descolonización se
produzca en regiones que no han sido suficientemente sacudidas por la lucha
de liberación y allí se encuentran esos mismos intelectuales hábiles,
maliciosos, astutos. En ellos se encuentran intactas las formas de conducta
y de pensamiento recogidas en el curso de su trato con la burguesía
colonialista. Ayer niños mimados del colonialismo, hoy de la autoridad
nacional, organizan el pillaje de los recursos nacionales. Despiadados,
suben por combinaciones o por robos legales: importación-exportación,
sociedades anónimas, juegos de bolsa, privilegios ilegales, sobre esa
miseria actualmente nacional. Demandan con insistencia la nacionalización de
las empresas comerciales, es decir, la reserva de los mercados y las buenas
ocasiones sólo para los nacionales. Doctrinalmente, proclaman la necesidad
imperiosa de nacionalizar el robo de la nación. En esa aridez del periodo
nacional, en, la fase llamada de austeridad, el éxito de sus rapiñas provoca
rápidamente la cólera la violencia del pueblo. Ese pueblo miserable e
independiente, en el contexto africano e internacional actual, adquiere la
conciencia social a un ritmo acelerado. Las pequeñas individualidades no
tardarán en comprenderlo. Para asimilar la cultura del opresor y aventurarse
en ella, el colonizado ha tenido que dar garantías. Entre otras, ha tenido
que hacer suyas las formas de pensamiento de la burguesía colonial. Esto se
comprueba en la ineptitud del intelectual colonizado para dialogar. Porque
no sabe hacerse inesencial frente al objeto o la idea. Por el contrario,
cuando milita en el seno del pueblo se maravilla continuamente. Se ve
literalmente desarmado por la buena fe y la honestidad del pueblo. El riesgo
permanente que lo acecha entonces es hacer populismo. Se transforma en una
especie de bendito-sí-sí, que asiente ante cada frase del pueblo, convertida
por él en sentencia. Pero el fellah, el desempleado, el hambriento no
pretende la verdad. No dice que él es la verdad, puesto que lo es en su ser
mismo. El intelectual se comporta objetivamente, en esta etapa, como un
vulgar oportunista. Sus maniobras, en realidad, no han cesado. El pueblo no
piensa en rechazarlo ni en acorralarlo. Lo que el pueblo exige es que todo
se ponga en común. La inserción del intelectual colonizado en la marea
popular va a demorarse por la existencia en él de un curioso culto por el
detalle. No es que el pueblo sea rebelde, si se le analiza. Le gusta que le
expliquen, le gusta comprender las articulaciones de un razonamiento, le
gusta ver hacia dónde va. Pero el intelectual colonizado, al principio de su
cohabitación con el pueblo, da mayor importancia al detalle y llega a
olvidar la derrota del colonialismo, el objeto mismo de la lucha. Arrastrado
en el movimiento multiforme de la lucha, tiene tendencia a fijarse en tareas
locales, realizadas con ardor, pero casi siempre demasiado solemnizadas. No
ve siempre la totalidad. Introduce la noción de disciplinas, especialidades,
campos, en esa terrible máquina de mezclar y triturar que es una revolución
popular. Dedicado a puntos precisos del frente, suele perder de vista la
unidad del movimiento y, en caso de fracaso local, se deja llevar por la
duda, la decepción. El pueblo, al contrario, adopta desde el principio
posiciones globales. La tierra y el pan: ¿qué hacer para obtener la tierra y
el pan? Y ese aspecto preciso, aparentemente limitado, restringido del
pueblo es, en definitiva, el modelo operatorio más enriquecedor y más
eficaz. El problema de la verdad debe solicitar igualmente nuestra
atención. En el seno del pueblo, desde siempre, la verdad sólo corresponde a
los nacionales. Ninguna verdad absoluta, ningún argumento sobre la
transparencia del alma puede destruir esa posición. A la mentira de la
situación colonial, el colonizado responde con una mentira semejante. La
conducta con los nacionales es abierta; crispada e ilegible con los colonos.
La verdad es lo que precipita la dislocación del régimen colonial y pierde a
los extranjeros. En el contexto colonial no existe una conducta regida por
la verdad. Y el bien es simplemente lo que les hace mal a los otros. Se
advierte entonces que el maniqueísmo primario que regía la sociedad colonial
se conserva intacto en el periodo de descolonización. Es que el colono no
deja de ser nunca el enemigo, el antagonista, precisamente el hombre que hay
que eliminar. El opresor, en su zona, hace existir el movimiento, movimiento
de dominio, de explotación, de pillaje. En la otra zona, la cosa colonizada,
arrollada, expoliada, alimenta como puede ese movimiento, que va sin cesar
desde las márgenes del territorio a los palacios y los muelles de la
"metrópoli". En esa zona fija, la superficie está quieta, la palmera se
balancea frente a las nubes, las olas del mar rebotan sobre los guijarros,
las materias primas van y vienen, legitimando la presencia del colono
mientras que agachado, más muerto que vivo, el colonizado se eterniza en un
sueño siempre igual. El colono hace la historia. Su vida es una epopeya, una
odisea. Es el comienzo absoluto: "Esta tierra, nosotros la hemos hecho." Es
la causa permanente: "Si nos vamos, todo está perdido, esta tierra volverá a
la Edad Media." Frente a él, seres embotados, roídos desde dentro por las
fiebres y las costumbres ancestrales, constituyen un marco casi mineral del
dinamismo innovador del mercantilismo colonial. El colono hace la
historia y sabe que la hace. Y como se refiere constantemente a la historia
de la metrópoli, indica claramente que está aquí como prolongación de esa
metrópoli. La historia que escribe no es, pues, la historia del país al que
despoja, sino la historia de su nación en tanto que ésta piratea, viola y
hambrea. La inmovilidad a que está condenado el colonizado no puede ser
impugnada sino cuando el colonizado decide poner término a la historia de la
colonización, a la historia del pillaje, para hacer existir la historia de
la nación, la historia de la descolonización. Mundo dividido en
compartimientos, maniqueo, inmóvil, mundo de estatuas: la estatua del
general que ha hecho la conquista, la estatua del ingeniero que ha
construido el puente. Mundo seguro de sí, que aplasta con sus piedras las
espaldas desolladas por el látigo. He ahí el mundo colonial. El indígena es
un ser acorralado, el apartheid no es sino una modalidad de la división en
compartimientos del mundo colonial. La primera cosa que aprende el indígena
es a ponerse en su lugar, a no pasarse de sus límites. Por eso sus sueños
son sueños musculares, sueños de acción, sueños agresivos. Sueño que salto,
que nado, que corro, que brinco. Sueño que río a carcajadas, que atravieso
el río de un salto, que me persiguen muchos autos que no me alcanzan jamás.
Durante la colonización, el colonizado no deja de liberarse entre las nueve
de la noche y las seis de la mañana. Esa agresividad sedimentada en sus
músculos, va a manifestarla el colonizado primero contra los suyos. Es el
periodo en que los negros se pelean entre sí y los policías, los jueces de
instrucción no saben qué hacer frente a la sorprendente criminalidad
norafricana. Más adelante veremos lo que debe pensarse de este fenómeno.2
Frente a la situación colonial, el colonizado se encuentra en un estado de
tensión permanente. El mundo del colono es un mundo hostil, que rechaza,
pero al mismo tiempo es un mundo que suscita envidia. Hemos visto cómo el
colonizado siempre sueña con instalarse en el lugar del colono. No con
convertirse en colono, sino con sustituir al colono. Ese mundo hostil,
pesado, agresivo, porque rechaza con todas sus asperezas a la masa
colonizada, representa no el infierno del que habría que alejarse lo más
pronto posible, sino un paraíso al alcance de la mano protegido por
terribles canes. El colonizado está siempre alerta, descifrando
difícilmente los múltiples signos del mundo colonial; nunca sabe si ha
pasado o no del límite. Frente al mundo determinado por el colonialista, el
colonizado siempre se presume culpable. La culpabilidad del colonizado no es
una culpabilidad asumida, es más bien una especie de maldición, una espada
de Damocles. Pero, en lo más profundo de sí mismo, el colonizado no reconoce
ninguna instancia. Está dominado, pero no domesticado. Está inferiorizado,
pero no convencido de su inferioridad. Espera pacientemente que el colono
descuide su vigilancia para echársele encima. En sus músculos, el colonizado
siempre está en actitud expectativa. No puede decirse que esté inquieto, que
esté aterrorizado En realidad, siempre está presto a abandonar su papel de
presa y asumir el de cazador. El colonizado es un perseguido que sueña
permanentemente con transformarse en perseguidor. Los símbolos sociales
-gendarmes, clarines que suenan en los cuarteles, desfiles militares y la
bandera allá arriba- sirven a la vez de inhibidores y de excitantes. No
significan: "No te muevas", sino "Prepara bien el golpe". Y de hecho, si el
colonizado tuviera tendencia a dormirse, a olvidar, la altivez del colono y
su preocupación por experimentar la solidez del sistema colonial, le
recordarían constantemente que la gran confrontación no podrá ser
indefinidamente demorada. Ese impulso de tomar el lugar del colono mantiene
constantemente su tensión muscular. Sabemos, en efecto, que en condiciones
emocionales dadas, la presencia del obstáculo acentúa la tendencia al
movimiento. Las relaciones entre colono y colonizado son relaciones de
masa. Al número, el colono opone su fuerza. El colono es un exhibicionista.
Su deseo de seguridad lo lleva a recordar en alta voz al colonizado que:
"Aquí el amo soy yo." El colono alimenta en el colonizado una cólera que
detiene al manifestarse. El colonizado se ve apresado entre las mallas
cerradas del colonialismo. Pero ya hemos visto cómo, en su interior, el
colono sólo obtiene una seudopetrificación. La tensión muscular del
colonizado se libera periódicamente en explosiones sanguinarias: luchas
tribales, luchas de çofs, luchas entre individuos. Al nivel de los
individuos, asistimos a una verdadera negación del buen sentido. Mientras
que el colono o el policía pueden, diariamente, golpear al colonizado,
insultarlo, ponerlo de rodillas, se verá al colonizado sacar su cuchillo a
la menor mirada hostil o agresiva de otro colonizado. Porque el último
recurso del colonizado es defender su personalidad frente a su igual. Las
luchas tribales no hacen sino perpetuar los viejos rencores arraigados en la
memoria. Al lanzarse con todas sus fuerzas a su venganza, el colonizado
trata de convencerse de que el colonialismo no existe, que todo sigue como
antes, que la historia continúa. Observamos con plena claridad, en el nivel
de las colectividades, esas famosas formas de conducta de prevención, como
si anegarse en la sangre fraterna permitiera no ver el obstáculo, diferir
hasta más tarde la opción, sin embargo, inevitable, la que desemboca en la
lucha armada contra el colonialismo. Autodestrucción colectiva muy concreta
en las luchas tribales, tal es, pues, uno de los caminos por donde se libera
la tensión muscular del colonizado. Todos esos comportamientos son reflejos
de muerte frente al peligro, conductas suicidas que permiten al colono, cuya
vida y dominio resultan tanto más consolidados, comprobar que esos hombres
no son racionales. El colonizado logra igualmente, mediante la religión, no
tomar en cuenta al colono. Por el fatalismo, se retira al opresor toda
iniciativa, la causa de los males, de la miseria, del destino está en Dios.
El individuo acepta así la disolución decidida por Dios, se aplasta frente
al colono y frente a la suerte y, por una especie de reequilibrio interior,
logra una serenidad de piedra. Mientras tanto, la vida continúa y es de
los mitos terroríficos, tan prolíficos en las sociedades subdesarrolladas,
de donde el colonizado va a extraer las inhibiciones de su agresividad:
genios maléficos que intervienen cada vez que alguien se mueve de lado,
hombres leopardos, hombres serpientes, canes con seis patas, zombis, toda
una gama inagotable de formas animales o de gigantes crea en torno del
colonizado un mundo de prohibiciones, de barreras, de inhibiciones, mucho
más terrible que el mundo colonialista. Esta superestructura mágica que
impregna a la sociedad autóctona cumple, dentro del dinamismo de la economía
de la libido, funciones precisas. Una de las características, en efecto, de
las sociedades subdesarrolladas es que la libido es principalmente cuestión
de grupo, de familia. Conocemos ese rasgo, bien descrito por los etnólogos,
de sociedades donde el hombre que sueña que tiene relaciones sexuales con
una mujer que no es la suya debe confesar públicamente ese sueño y pagar el
impuesto en especie o en jornadas de trabajo al marido o a la familia
afectada. Lo que prueba de paso, que las sociedades llamadas prehistóricas
dan una gran importancia la inconsciente. La atmósfera de mito y de
magia, al provocar miedo, actúa como una realidad indudable. Al
aterrorizarme, me integra en las tradiciones, en la historia de mi comarca o
de mi tribu, pero al mismo tiempo me asegura, me señala un status, un acta
de registro civil. El plano del secreto, en los países subdesarrollados, es
un plano colectivo que depende exclusivamente de la magia. Al
circunscribirme dentro de esa red inextricable donde los actos se repiten
con una permanencia cristalina, lo que se afirma es la perennidad de un
mundo mío, de un mundo nuestro. Los zombis son más aterrorizantes, créamelo,
que los colonos. Y el problema no está ya entonces, en ponerse en regla con
el mundo bardado de hierro del colonialismo, sino en pensarlo tres veces
antes de orinar, escupir o salir de noche. Las fuerzas sobrenaturales,
mágicas, son fuerzas sorprendentemente yoicas. Las fuerzas del colono quedan
infinitamente empequeñecidas, resultan ajenas. Ya no hay que luchar
realmente contra ellas puesto que lo que cuenta es la temible adversidad de
las estructuras míticas. Todo se resuelve como se ve, en un permanente
enfrentamiento en el plano fantasmagórico. De cualquier manera, en la
lucha de liberación, ese pueblo antes lanzado en círculos irreales, presa de
un terror indecible, pero feliz de perderse en una tormenta onírica, se
disloca, se reorganiza y engendra, con sangre y lágrimas, confrontaciones
reales e inmediatas. Dar de comer a los mudjahidines, apostar centinelas,
ayudar a las familias creyentes de lo más necesario, reemplazar al marido
muerto o prisionero: ésas son las tareas concretas que debe emprender el
pueblo en la lucha por la liberación. En el mundo colonial, la
efectividad del colonizado se mantiene a flor de piel como una llaga viva
que no puede ser cauterizada. Y la psique se retracta, se oblitera, se
descarga en demostraciones musculares que han hecho decir a hombres muy
sabios que el colonizado es un histérico. Esta afectividad erecta, espiada
por vigías invisibles, pero que se comunican directamente con el núcleo de
la personalidad, va a complacerse eróticamente en las disoluciones motrices
de la crisis. En otro ángulo, veremos cómo la afectividad del colonizado
se agota en danzas más o menos tendientes al éxtasis. Por eso un estudio del
mundo colonial debe tratar de comprender, forzosamente, el fenómeno de la
danza y el trance. El relajamiento del colonizado es, precisamente, esa
orgía muscular en el curso de la cual la agresividad más aguda, la violencia
más inmediata se canalizan, se transforman, se escamotean. El círculo de la
danza es un círculo permisible. Protege y autoriza. A horas fijas, en fechas
fijas, hombres y mujeres se encuentran en un lugar determinado y, bajo la
mirada grave de la tribu, se lanzan a una pantomima aparentemente
desordenada, pero en realidad muy sistematizada en la que, por múltiples
vías, negaciones con la cabeza, curvatura de la columna vertebral,
inclinación hacia atrás de todo el cuerpo, se descifra abiertamente el
esfuerzo grandioso de una colectividad para exorcizarse, liberarse,
expresarse. Todo está permitido... en el ámbito de la danza. El montículo al
que han subido como para estar más cerca de la luna, el ribazo en el que se
han deslizado como para manifestar la equivalencia de la danza y la
ablución, la purificación, son lugares sagrados. Todo está permitido porque,
en realidad, no se reúnen sino para dejar que surja volcánicamente la libido
acumulada, la agresividad reprimida. Muertes simbólicas, cabalgatas
figuradas, múltiples asesinatos imaginarios todo eso tiene que salir. Los
malos humores se derraman, tumultuosos como torrentes de lava. Un paso
más y caemos en pleno trance. En verdad, son sesiones de
posesión-desposesión las que se organizan: vampirismo, posesión por los
djinns, por los zombis, por Legba, el dios ilustre del Vudú. Estas
trituraciones de la personalidad, esos desdoblamientos, esas disoluciones
cumplen una función económica primordial en la estabilidad del mundo
colonizado. A la ida, los hombres y las mujeres estaban impacientes,
excitados, "nerviosos". Al regreso, vuelven a la aldea la calma, la paz, la
inmovilidad. En el curso de la lucha de liberación, se asistirá a un
despego singular por esas prácticas. Frente a paredón, con el cuchillo en la
garganta o, para ser más precisos, con los electrodos en las partes
genitales, el colonizado va a verse obligado a dejar de narrarse historias.
Después de azos de irrealismo, después de haberse revolcado entre los
fantasmas más increíbles, el colonizado, empuñando la ametralladora, se
enfrenta por fin a las únicas fuerzas que negaban su ser: las del
colonialismo. Y el joven colonizado que crece en una atmósfera de hierro y
fuego puede burlarse -y no se abstiene de hacerlo- de los antepasados
zombis, de los caballos de dos cabezas, de los muertos que resucitan, de los
djinns que se aprovechan de un bostezo para penetrar en nuestro cuerpo. El
colonizado descubre lo real y lo transforma en el movimiento de su praxis,
en el ejercicio de la violencia, en su proyecto de liberación. Hemos
visto que durante todo el periodo colonial esta violencia, aunque a flor de
piel, gira en el vacío. La hemos visto canalizada por las descargas
emocionales de la danza o el trance. La hemos visto agotarse en luchas
fratricidas. Ahora se plantea el problema de captar esa violencia en camino
de reorientarse. Mientras antes se expresaba en los mitos y se ingeniaba en
descubrir ocasiones de suicidio colectivo, he aquí que las condiciones
nuevas van a permitirle cambiar de orientación. En el plano de la táctica
política y de la Historia, en la época contemporánea se plantea un problema
teórico de importancia capital con motivo de la liberación de las colonias;
¿cuando puede decirse que la situación está madura para un movimiento de
liberación nacional? ¿Cuál debe ser su vanguardia? Como las
descolonizaciones han revestido formas múltiples, la razón vacila y se
prohíbe decir lo que es una verdadera descolonización y una falsa
descolonización. Veremos que para el hombre comprometido es urgente decidir
los medios, es decir, la conducta y la organización. Fuera de eso, no hay
sino un voluntarismo ciego con los albures terriblemente reaccionarios que
supone. ¿Cuáles, son las fuerzas que, en el periodo colonial, proponen a
la violencia del colonizado nuevas vías nuevos polos de inversión? Primero
los partidos políticos y las élites intelectuales o comerciales. Pero lo que
caracteriza a ciertas formas políticas es el hecho de que proclaman
principios, pero se abstienen de dar consignas. Toda la actividad de esos
partidos políticos nacionalistas en el periodo colonial es una actividad de
tipo electoral, una serie de disertaciones filosófico-políticas sobre el
tema del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos, del derecho de
los hombres a la dignidad y al pan, la afirmación continua de “cada hombre
un voto”. Los partidos políticos nacionalistas no insisten jamás en la
necesidad de la prueba de fuerza, porque su objetivo no es precisamente la
transformación radical del sistema. Pacifistas, legalistas, de hecho
partidarios del orden… nuevo, esas formaciones políticas plantean crudamente
a la burguesía colonialista el problema que les parece esencial: “Dennos el
poder.” Sobre el problema específico de la violencia, las élites son
ambiguas. Son violentas en las palabras y reformistas en las actitudes.
Cuando los cuadros políticos nacionalistas burgueses dicen una cosa,
advierten sin ambages que no la piensan realmente. Hay que interpretar
esa característica de los partidos nacionalistas tanto por la calidad de sus
cuadros como por la de sus partidarios. Los partidarios de los partidos
nacionalistas son partidarios urbanos. Esos obreros, esos maestros, esos
artesanos y comerciantes han empezado -en el nivel menor, por supuesto- a
aprovechar ala situación colonial, tienen intereses particulares. Lo que
esos partidarios reclaman es el mejoramiento de su suerte, el aumento de sus
salarios. El diálogo entre estos partidarios políticos y el colonialismo no
se rompe jamás. Se discuten arreglos, representación electoral, libertad de
prensa, libertad de asociación. Se discuten reformas. No hay que
sorprenderse; pues, de ver a gran húmero de indígenas militar en las
sucursales de las formaciones políticas de la metrópoli: Esos indígenas
luchan por un lema abstracto "él poder para el proletariado" olvidando que,
en su región; hay que fundar el combate principalmente en lemas carácter
nacionalista. El intelectual colonizado ha invertido su agresividad en su
voluntad apenas velada de asimilarse al mundo colonial. Ha puesto su
agresividad al servicio de sus propios intereses, de sus intereses de
individuo; Así surge fácilmente una especie de esclavos manumisos: lo qué
reclama el intelectual es la posibilidad de multiplicar los manumisos, la
posibilidad de organizar una auténtica clase de manumisos. Las masas, por el
contrario, no pretenden el aumento de las oportunidades de éxito de los
individuos. Lo que exigen no es el status del colono, sino el lugar del
colono. Los colonizados, en su inmensa mayoría, quieren la finca del colono.
No se trata de entrar en competencia con él. Quieren su lugar. El
campesinado es descuidado sistemáticamente por la propaganda de la mayoría
de los partidos nacionalistas Y es evidente que en los países coloniales
sólo el campesinado es revolucionario. No tiene nada que perder y tiene todo
por ganar. El campesinado, el desclasado, el hambriento, es el explotado que
descubre más pronto que sólo vale la violencia. Para él no hay
transacciones, no hay posibilidad de arreglos. La colonización o la
descolonización, son simplemente una relación de fuerzas. El explotado
percibe que su liberación exige todos los medios y en primer lugar la
fuerza. Cuando en 1956, después de la capitulación de Guy Mollet frente a
los colonos de Argelia, el Frente de Liberación Nacional, en un célebre
folleto, advertía que el colonialismo no cede sino con el cuchillo al
cuello, ningún argelino consideró realmente que esos términos eran demasiado
violentos. El folleto no hacía sino expresar lo que todos los argelinos
resentían en lo más profundo de sí mismos: el colonialismo no es una máquina
de pensar, no es un cuerpo dotado de razón. Es la violencia en estado de
naturaleza y no puede inclinarse sino ante una violencia mayor. En el
momento de la explicación decisiva, la burguesía colonialista que había
permanecido hasta entonces en su lecho de plumas, entra en acción. Introduce
esta nueva noción que es, hablando propiamente, una creación de la situación
colonial: la no violencia. En su forma bruta, esa no violencia significa
para las élites intelectuales y económicas colonizadas que la burguesía
colonialista tiene los mismos intereses que ellas y que resulta entonces
indispensable, urgente, llegar a un acuerdo en pro de la salvación común. La
no violencia es un intento de arreglar el problema colonial en torno al
tapete verde de una mesa de juego, antes de cualquier gesto irreversible,
cualquier efusión de sangre, cualquier acto lamentable. Pero si las masas,
sin esperar a que se dispongan las sillas, no oyen sino su propia voz y
comienzan los incendios y los atentados, se advierte entonces cómo las
"élites" y los dirigentes de los partidos burgueses nacionalistas se
precipitan hacia los colonialistas para decirles: "¡Esto es muy grave! Nadie
sabe como va a acabar todo esto, hay que encontrar una solución hay que
encontrar una transacción." Ésta idea de la transacción es muy importante
en el fenómeno de la descolonización, ya que está lejos de ser simple. La
transacción, en efecto, concierne tanto al sistema colonial como a la joven
burguesía nacional. Los sustentadores del sistema colonial descubren que las
masas corren el riesgo de destruirlo todo. El sabotaje de puentes, la
destrucción de las fincas, las represiones, la guerra afectan duramente a la
economía. Transacción igualmente para la burguesía nacional que, sin
determinar muy bien las posibles consecuencias del tifón, teme en realidad
ser barrida por esa formidable borrasca y no deja de decir a los colonos:
"Todavía somos capaces de detener la carnicería, las masas tienen aún
confianza en nosotros, apúrense si no quieren comprometer todo." Un paso más
y el dirigente del partido nacionalista guarda su distancia en relación con
esa violencia. Afirma en alta voz que no tiene nada que ver con esos
Mau-Mau, con esos terroristas, con esos degolladores. En el mejor de los
casos, se atrinchera en un no man's land entre los terroristas y los colonos
y se presenta gustosamente como "interlocutor": lo que significa que, como
los colonos no pueden discutir con los Mau-Mau, él está dispuesto a
facilitarles las negociaciones. Es así como la retaguardia de la lucha
nacional, esa parte del pueblo que nunca ha dejado de estar del otro lado de
la lucha, se encuentra situada por una especie de gimnasia a la vanguardia
de las negociaciones y de la transacción -porque precisamente siempre se ha
cuidado de no romper el contacto con el colonialismo. Antes de la
negociación, la mayoría de los partidos nacionalistas se contentan en el
mejor de los casos, con explicar, excusar ese “salvajismo”. No reivindican
la lucha popular y no es raro que se dejen ir, en círculos cerrados, hasta
condenar esos actos espectaculares declarados odiosos por la prensa y la
oposición de la metrópoli. La preocupación por ver las cosas objetivamente
constituye la excusa legítima de esta política de inmovilidad. Pero esa
actitud clásica de intelectual colonizado y de los dirigentes de los
partidos nacionalistas, no es verdaderamente objetiva. En realidad no están
seguros de que esa violencia impaciente de las masas sea el medio más eficaz
para defender sus propios intereses. Además están convencidos de la
ineficacia de los métodos violentos. Para ellos no hay duda: todo intento de
quebrar la opresión colonial mediante la fuerza es una medida desesperada,
una conducta suicida. Es que, en sus cerebros, los tanques de los colonos y
los aviones de caza ocupan un lugar enorme. Cuando se les dice: hay que
actuar, ven las bombas sobre sus cabezas, los tanques blindados avanzando
por las carreteras, la metralla, la policía… y se quedan sentados. Desde un
principio se sienten perdedores. Su incapacidad para triunfar por la
violencia no necesita demostrarse, la asumen en su vida cotidiana y en sus
maniobras. Se han quedado en la posición pueril que Engels adoptaba en su
célebre polémica con esa montaña de puerilidad que era Dühring: “Lo mismo
que Robinson pudo procurarse una espada, podemos admitir igualmente que
Viernes aparezca un buen día con un revolver cargado en la mano y entonces
toda la relación de 'violencia' se invierte: Viernes manda y Robinson se
obliga a trabajar… En consecuencia, el revolver vence a la espada y hasta el
más pueril amante de axiomas concebirá sin duda que la violencia no es un
simple acto de voluntas, sino que exige para ponerse en práctica condiciones
previas muy reales, especialmente instrumentos, el más perfecto de los
cuales prevalece sobre le menos imperfecto; que, además, esos instrumentos
pueden ser producidos, lo que significa que el productor de instrumentos de
violencia más perfectos, hablando en términos gruesos de las armas,
prevalece sobre el productor de los menos perfectos y que, en una palabra,
la victoria de la violencia descansa en la producción de armas y ésta, a su
vez, en la producción en general, por tanto… en el “poder económico”, en el
Estado económico, en los medios materiales que están a disposición de la
violencia.”3 En realidad, los dirigentes reformistas no dicen otra cosa:
“¿Con qué quieren ustedes luchar contra los colonos? ¿Con sus cuchillos?
¿Con sus escopetas de caza? Es verdad que los instrumentos son tan
importantes en el campo de la violencia puesto que todo descansa en
definitiva en el reparto de esos instrumentos. Pero resulta que, en ese
terreno, la liberación de los territorios coloniales aporta una nueva luz.
Hemos visto, por ejemplo, que en la campaña de España, esa auténtica guerra
colonial, Napoleón, a pesar de los efectivos, que alcanzaron durante las
ofensivas de primavera de 1810 la cifra enorme de 400 000 hombres, se vio
obligado a retroceder. No obstante, el ejército francés hacía temblar a toda
Europa por sus instrumentos bélicos, por el valor de sus soldados, por el
genio militar de sus capitanes. Frente a los medios enormes de las tropas
napoleónicas, los españoles, animados por una fe nacional inquebrantable,
descubrieron la famosa guerrilla que, veinticinco años antes, las milicias
norteamericanas habían experimentado contra las tropas inglesas. Pero la
guerrilla del colonolizado no sería nada como instrumento de violencia
opuesto a otros instrumentos de violencia, si no fuera un elemento nuevo en
el proceso global de la competencia entre trust y monopolios. Al
principio de la colonización, una columna podía ocupar territorios inmensos:
el Congo, Nigeria, la Costa de Marfil, etc... Pero actualmente la lucha
nacional del colonizado se inserta en una situación absolutamente nueva El
capitalismo, en su periodo de ascenso, veía en las colonias una fuente de
materias primas que, elaboradas, podían ser vendidas en el mercado europeo.
Tras una fase de acumulación del capital, ahora modifica su concepción de la
rentabilidad de un negocio. Las colonias se han convertido en un mercado. La
población colonial es una clientela que compra. Si la guarnición debe ser
eternamente reforzada, si el comercio disminuye, es decir, si los productos
manufacturados e industriales no pueden ser exportados ya, eso prueba que la
solución militar debe ser descartada. Un dominio ciego de tipo esclavista no
es económicamente rentable para la metrópoli. La fracción monopolista de la
burguesía metropolitana no sostiene a un gobierno cuya política es
únicamente la de la espada. Lo que esperan de su gobierno los industriales y
los financieros de la metrópoli no es que diezme a la población, sino que
proteja con ayuda de convenios económicos, sus "intereses legítimos''.
Existe, pues, una complicidad objetiva del capitalismo con las fuerzas
violentas que brotan en el territorio colonial. Además, el colonizado no
está solo frente al opresor. Existe, por supuesto, la ayuda política y
diplomática de los países y pueblos progresistas. Pero, sobre todo, está la
competencia, la guerra despiadada a que se entregan los grupos financieros.
Una Conferencia de Berlín pudo repartir el África despedazada entre tres o
cuatro banderas. Actualmente, lo que importa no es que tal región africana
sea territorio de soberanía francesa o belga: lo que importa es que las
zonas económicas estén protegidas. El bombardeo de artillería, la política
de la tierra quemada han cedido el paso a la sujeción económica. Hoy no se
dirige ya una guerra de represión contra cualquier sultán rebelde. La
actitud es más elegante, menos sanguinaria, y se decide la liquidación
pacífica del régimen castrista. Se trata a estrangular a Guinea, se suprime
a Mossadegh. El dirigente nacional que tiene miedo a la violencia se
equivoca, pues, si imagina que el colonialismo "va a matarnos a todos”. Los
militares, por supuesto, siguen jugando con las muñecas que datan de la
conquista, pero los medios financieros se apresuran a volverlos a la
realidad. Por eso se pide a los partidos políticos nacionales razonables
que expongan lo más claramente posible sus reivindicaciones y que busquen
con la parte colonialista, con calma y sin apasionamiento, una solución que
respete los intereses de las dos partes. Si ese reformismo nacionalista, que
se presenta con frecuencia como una caricatura del sindicalismo, se decide a
actuar lo hará por vías altamente pacíficas: paros en las pocas industrias
establecidas en las ciudades, manifestaciones de masas para aclamar al
dirigente, boicot de los autobuses o de los productos importados. Todas
estas acciones sirven a la vez para presionar al colonialismo y permitir que
el pueblo se desgaste. Esta práctica de hibernoterapia, esa "cura de sueño"
del pueblo puede en ocasiones tener éxito. En la discusión en torno al
tapete verde surge la promoción política que permite a M. M'ba, presidente
de la República de Gabón afirmar solemnemente a su llegada en visita oficial
a París: "Gabón es independiente, pero nada ha cambiado entre Gabón y
Francia, todo sigue como antes." En realidad, el único cambio es que M. M'ba
es presidente de la República gabonesa y que es recibido por el presidente
de la República francesa. La burguesía colonialista es auxiliada en su
labor de tranquilizar a los colonizados, por la inevitable religión. Todos
los santos que han ofrecido la otra mejilla, que han perdonado las ofensas,
que han recibido sin estremecerse los escupitajos y los insultos, son
citados y puestos como ejemplo. Las élites de los países colonizados, esos
esclavos manumisos, cuando se encuentran a la cabeza del movimiento, acaban
inevitablemente por producir un ersatz del combate. Utilizan la esclavitud
de sus hermanos para provocar la vergüenza de los esclavistas o para dar un
contenido ideológico de humanismo ridículo a los grupos financieros
competidores de sus opresores. Nunca en realidad, apelan realmente a los
esclavos, jamás los movilizan concretamente. Por el contrario, a la hora de
la verdad, es decir, para ellos de la mentira, enarbolan la amenaza de una
movilización de masas como el arma decisiva que provocaría como por encanto
el “fin del régimen colonial”. Hay evidentemente en el seno de esos partidos
políticos, entre sus cuadros, revolucionarios que dan deliberadamente la
espalda a la farsa de la independencia nacional. Pero en seguida sus
intervenciones, sus iniciativas, sus movimientos de cólera molestan a la
maquinaria del partido. Progresivamente, esos elementos son aislados y
luego, definitivamente separados. Al mismo tiempo, como si hubiera
concomitancia dialéctica, la policía colonialista se les hecha encima. Sin
seguridad en las ciudades, evitados por los militantes, rechazados por las
autoridades del partido, esos indeseables de mirada incendiaria van a parar
al campo. Es entonces cuando perciben concierto vértigo que las masas
campesinas comprenden de inmediato sus palabras y directamente les plantean
la pregunta para la cual no tienen preparada la respuesta: “¿Para cuando?”
Este encuentro de revolucionarios procedentes de las ciudades con los
campesinos ocupará más adelante nuestra atención. Conviene ahora volver a
los partidos políticos, para mostrar el carácter progresista, a pesar de
todo, de su acción. En sus discursos, los dirigentes políticos “nombran” a
la nación. Las reivindicaciones del colonizado reciben así una forma. No hay
contenido, no hay programa político ni social. Hay una forma vaga, pero no
obstante nacional, un marco, lo llamaremos la exigencia mínima. Los partidos
políticos toman la palabra, que escriben en los periódicos nacionalistas,
hacen soñar al pueblo. Evitan la subversión, pero de hecho introducen
terribles fermentos de subversión en la conciencia de oyentes o lectores.
Con frecuencia se utiliza la lengua nacional o tribal. Esto es también
fomentar el sueño, permitir que la imaginación se libere del orden colonial.
A veces esos políticos dicen: “Nosotros los negros, nosotros lo árabes” y
esa apelación cargada de ambivalencias durante el periodo colonial recibe
una especie de consagración. Los partidos nacionalistas juegan con fuego.
Porque, como decía recientemente un dirigente africano a grupo de jóvenes
intelectuales: “Reflexionen antes de hablar a las masas, pues se inflaman
pronto.” Hay, pues, una astucia de la historia, que actúa terriblemente en
las colonias. Cuando un dirigente político invita al pueblo a un mitin
puede decirse que hay sangre en el ambiente. Sin embargo, el dirigente, con
mucha frecuencia, se preocupa sobre todo por “mostrar” sus fuerzas… para no
tener que utilizarlas. Pero la agitación así mantenida - ir, venir, oír
discursos, ver al pueblo reunido, a los policías alrededor, las
demostraciones militares, los arrestos, las deportaciones de los dirigentes-
todo ese revuelo le da al pueblo la impresión de que ha llegado el momento
de hacer algo. En esos periodos de inestabilidad, los partidos políticos
dirigen a la izquierda múltiples llamados a la calma, mientras que, a la
derecha, escrutan el horizonte, tratando de descifrar las intenciones
liberales del colonialismo. El pueblo utiliza igualmente para mantenerse
en forma, para conservar su capacidad revolucionaria, ciertos episodios de
la vida de la colectividad. El bandido, por ejemplo, que se sostiene en el
campo durante varios días frente a gendarmes lanzados en su persecución,
quien, en combate singular, sucumbe después de haber matado a cuatro o cinco
policías, quien se suicida para no delatar a sus cómplices son para el
pueblo faros, modelos de acción, “héroes”. Y de nada sirve decir,
evidentemente, que ese héroe es un ladrón, un crapuloso o un depravado. Si
el acto por el que ese hombre es perseguido por las autoridades
colonialistas es un acto dirigido exclusivamente contra una persona o un
bien colonial, la demarcación es clara, flagrante. El proceso de
identificación es automático. Hay que señalar igualmente el papel que
desempeña, en ese fenómeno de maduración, la historia de la resistencia
nacional a la conquista. Las grandes figuras del pueblo colonizado son
siempre las que han dirigido la resistencia nacional a la invasión.
Behanzin, Soundiata, Samory, Abd-el-Kader reviven con singular intensidad en
el periodo que precede a la acción. Es la prueba de que el pueblo se dispone
a reanudar la marcha, a interrumpir el tiempo muerto introducido por el
colonialismo, a hacer la Historia. El surgimiento de la nación nueva, la
demolición de las estructuras coloniales son el resultado de una lucha
violenta del pueblo independiente, o de la acción, que presiona al régimen
colonial, de la violencia periférica asumida por otros pueblos colonizados.
El pueblo colonizado no está solo. A pesar de los esfuerzos del
colonialismo, sus fronteras son permeables a las noticias, a los ecos.
Descubre que la violencia es atmosférica, que estalla aquí y allá y aquí y
allá barre con el régimen colonial. Esta violencia que triunfa tiene un
papel no sólo informativo sino operatorio para el colonizado. La gran
victoria del pueblo vietnamita en Dien-Bien-Phu no es ya, estrictamente
hablando, una victoria vietnamita. Desde julio de 1954, el problema que se
han planteado los pueblos colonialistas ha sido el siguiente: "¿Qué hay que
hacer para lograr un Dien-Bien-Phu? ¿Cómo empezar?" Ningún colonizado podía
dudar ya de la posibilidad de ese Dien-Bien-Phu. Lo que constituía el
problema era la distribución de las fuerzas, su organización, el momento de
su entrada en acción. Esta violencia del ambiente no modifica sólo a los
colonizados, sino igualmente a los colonialistas que toman conciencia de
múltiples Dien-Bien-Phu. Por eso un verdadero pánico ordenado va a
apoderarse de los gobiernos colonialistas. Su propósito es tomar la
delantera, inclinar hacia la derecha los movimientos de liberación, desarmar
al pueblo: descolonicemos rápidamente. Descolonicemos el Congo antes de que
se transforme en Argelia. Votemos la ley fundamental para África, formemos
la Comunidad, renovemos esta Comunidad, pero, os conjuro, descolonicemos,
descolonicemos... Se descoloniza a tal ritmo que se impone la independencia
a Houphouet-Boigny. A la estrategia del Dien-Bien-Phu, definida por el
colonizado, el colonialista responde con la estrategia del encuadramiento...
respetando la soberanía de los Estados. Pero volvamos a esa violencia
atmosférica, a esa violencia a flor de piel. Hemos visto en el desarrollo de
su maduración cómo es impulsada hacia la salida. A pesar de las metamorfosis
que el régimen colonial le impone en las luchas tribales o regionalistas, la
violencia se abre paso, el colonizado identifica a su enemigo, da un nombre
a todas sus desgracias y lanza por esa nueva vía toda la fuerza exacerbada
de su odio y de su cólera. ¿Pero cómo pasamos de la atmósfera de violencia a
la violencia en acción? ¿Qué es lo que provoca la explosión de la caldera?
En primer lugar, está el hecho de que ese proceso no deja incólume la
tranquilidad del colono. El colono que "conoce" a los indígenas se da cuenta
por múltiples indicios, de que algo está cambiando. Los buenos indígenas van
escaseando, se hace el silencio al acercarse el opresor. En ocasiones, las
miradas se endurecen, las actitudes y las expresiones son abiertamente
agresivas. Los partidos nacionalistas se agitan, multiplican los mítines y,
al mismo tiempo, se aumentan las fuerzas policíacas, llegan refuerzos del
ejército. Los colonos, los agricultores sobre todo, aislados en sus fincas,
son los primeros en alarmarse. Reclaman medidas enérgicas. Las
autoridades toman, en efecto medidas espectaculares, arrestan a uno o dos
dirigentes, organizan desfiles militares, maniobras, incursiones aéreas. Las
demostraciones, lo ejércitos bélicos, el olor a pólvora que carga ahora la
atmósfera no hace retroceder al pueblo. Esas bayonetas y esos cañonazos
fortalecen su agresividad. Una atmósfera dramática se instala, cada cual
quiere probar que está dispuesto a todo. Es en estas circunstancias cuando
la cosa estalla sola, porque los nervios se han debilitado, se ha instalado
el miedo y a la menor cosa se tiene sensibilidad para poner el dedo en el
garillo. Un accidente trivial y empieza el ametrallamiento: Sétif en
Argelia, las Canteras Centrales en Marruecos, Moramanga en Madagascar.
Las represiones, lejos de quebrantar el impuso, favorecen el avance de la
conciencia nacional. En las colonias, las hecatombes, a partir de ciertos
estadios de desarrollo embrionario de la conciencia, fortalecen esa
conciencia, porque indican que entre opresores y oprimidos todo se resuelve
por la fuerza. Hay que señalar aquí que los partidos políticos no han
lanzado la consigna de la insurrección armada, no han preparado esa
insurrección. Todas esas represiones, todos esos actos suscitados por el
miedo, no son deseados por los dirigentes. Los acontecimientos los pillan
por sorpresa. Es entonces cuando los colonialistas pueden decidir el arresto
de los dirigentes nacionalistas. Pero actualmente los gobiernos de los
países colonialistas saben perfectamente que es muy peligroso privar a las
masas de sus dirigentes. Porque entonces el pueblo, ya sin bridas, se lanza
a la sublevación, a los motines y a los “instintos sanguinarios” e imponen
al colonialismo la liberación de los dirigentes a los que tocará la difícil
tarea de restablecer la calma. El pueblo colonizado, que había encauzado
espontáneamente su violencia en la tarea colosal de la destrucción del
sistema colonial, va a encontrarse pronto con la consigna inerte, infecunda:
"Hay que liberar a X o a Y."4 Entonces el colonialismo liberará a esos
hombres y discutirá con ellos. Ha empezado la etapa de los bailes populares.
En otro caso, el aparato de los partidos políticos puede permanecer intacto.
Pero después de la represión colonialista y de la reacción espontánea del
pueblo, los partidos son desbordados por sus militantes. La violencia de las
masas se opone vigorosamente a las fuerzas militares del ocupante, la
situación empeora y se pudre. Los dirigentes en libertad se encuentran
entonces en una situación difícil. Convertidos de pronto en inútiles, con su
burocracia y su programa razonable se les ve, lejos de los acontecimientos,
intentar la suprema impostura de "hablar en nombre de la nación amordazada".
Por regla general, el colonialismo se lanza ávidamente sobre esa
oportunidad, transforma a esos inútiles en interlocutores y, en cuatro
segundos, les otorga la independencia, encargándolos de restablecer el
orden. Se advierte, pues, que todo el mundo tiene conciencia de esa
violencia y que no se trata siempre de responder con una mayor violencia
sino más bien de ver cómo resolver la crisis. ¿Qué es pues, en realidad,
esa violencia? Ya lo hemos visto: es la intuición que tienen las masas
colonizadas de que su liberación debe hacerse, y no puede hacerse más que
por la fuerza. ¿Por qué aberración del espíritu esos hombres sin técnica,
hambrientos y debilitados, no conocedores de los métodos de organización
llegan a convencerse, frente al poderío económico y militar del ocupante, de
que sólo la violencia podrá liberarlos? ¿Cómo pueden esperar el triunfo?
Porque la violencia, y ahí está el escándalo, puede constituir, como método,
la consigna de un partido político. Los cuadros pueden llamar al pueblo a la
lucha armada. Hay que reflexionar sobre esta problemática de la violencia.
Que el militarismo alemán decida resolver sus problemas de fronteras por la
fuerza no nos sorprende, pero que el pueblo angolés, por ejemplo, decida
tomar las armas, que el pueblo argelino rechace todo método que no sea
violento, prueba que algo ha pasado o está pasando. Los hombres colonizados,
esos esclavos de los tiempos modernos, están impacientes. Saben que sólo esa
locura puede sustraerlos de la opresión colonial. Un nuevo tipo de
relaciones se ha establecido en el mundo. Los pueblos subdesarrollados hacen
saltar sus cadenas y lo extraordinario es que lo logran. Puede afirmarse que
en la época del sputnik es ridículo morirse de hambre, pero para las masas
colonizadas la explicación es menos lunar. La verdad es que ningún país
colonialista es capaz actualmente de adoptar la única forma de lucha que
tendría posibilidades de éxito: el establecimiento prolongado de importantes
fuerzas de ocupación. En el plano interior, los países colonialistas se
enfrentan a contradicciones, a reivindicaciones obreras que exigen el empleo
de sus fuerzas policíacas. Además, en la coyuntura internacional actual,
esos países necesitan de sus tropas para proteger su régimen. Por último, es
bien conocido el mito de los movimientos de liberación dirigidos desde
Moscú. En la argumentación del régimen para causar pánico, eso significa:
"si esto continúa, existe el peligro de que los comunistas se aprovechen de
los trastornos para infiltrarse en esas regiones". En la impaciencia del
colonizado, el hecho de que esgrima la amenaza de la violencia prueba que
tiene conciencia del carácter excepcional de la situación contemporánea y
que esta dispuesto a aprovecharla. Pero, también en el plano de la
experiencia inmediata, el colonizado, que tiene oportunidad de ver la
penetración del mundo moderno hasta los rincones más apartados de la selva,
cobra conciencia muy aguda de lo que no posee. Las masas, por una especie de
razonamiento... infantil, se convencen de que todas esas cosas les han sido
robadas. Por eso en ciertos países subdesarrollados, las masas van muy de
prisa y comprenden, dos o tres años después de la independencia, que han
sido frustradas, que "no valía la pena" pelear si la situación no iba a
cambiar realmente. En 1789, después de la Revolución burguesa, los pequeños
agricultores franceses se beneficiaron sustancialmente de esa
transformación. Pero resulta trivial comprobar y decir que en la mayoría de
los casos, para el 95 por ciento de la población de los países
subdesarrollados, la independencia no aporta un cambio inmediato. El
observador alerta se da cuenta de la existencia de una especie de
descontento larvado, como esas brasas que, después de la extinción de un
incendio, amenazan siempre con reanimarlo. Se dice entonces que los
colonizados quieren ir demasiado de prisa. Pero no hay que olvidar nunca que
no hace mucho tiempo se afirmaba su lentitud, su pereza, su fatalismo. Ya se
percibe que la violencia encauzada en vías muy precisas en el momento de la
lucha de liberación, no se apaga mágicamente después de la ceremonia de izar
la bandera nacional. Tanto menos cuanto que la construcción nacional sigue
inscrita dentro del marco de la competencia decisiva entre capitalismo y
socialismo. Esta competencia da una dimensión casi universal a las
reivindicaciones más localizadas. Cada mitin, cada acto de represión
repercute en la arena internacional. Los asesinatos de Sharpeville
sacudieron la opinión mundial durante meses. En los periódicos, en los
radios, en las conversaciones privadas, Sharpeville se convirtió en un
símbolo. A través de Sharpeville, hombres y mujeres han abordado el problema
del apartheid en África del Sur. Y no puede afirmarse que sólo la demagogia
explica el súbito interés de los Grandes por los pequeños problemas de las
regiones subdesarrolladas. Cada rebelión, cada sedición en el Tercer Mundo
se inserta en el marco de la Guerra Fría. Dos hombres son apaleados en
Salisbury y todo un bloque se conmueve, habla de esos dos hombres y, con
motivo de ese apaleamiento plantea el problema particular de Rodesia
-ligándolo al conjunto de África y a la totalidad de los hombres
colonizados. Pero el otro bloque mide igualmente, por la amplitud de la
campaña realizada, las debilidades locales de su sistema. Los pueblos
colonizados se dan cuenta de que ningún clan se desinteresa de los
incidentes locales. Dejan de limitarse à sus horizontes regionales, inmersos
como están en esa atmósfera de agitación universal. Cuando, cada tres meses,
nos enteramos de que la 6ª o la 7ª flota se dirige hacia tal o cual costa,
cuando Jruschof amenaza con salvar a Castro mediante los cohetes, cuando
Kennedy, a propósito de Laos, decide recurrir a las soluciones extremas, el
colonizado o el recién independizado tiene la impresión de que, de buen o
mal grado, se ve arrastrado a una especie de marcha desenfrenada. En
realidad, ya está marchando. Tomemos, por ejemplo, el caso de los gobiernos
de países recientemente liberados. Los hombres en el poder pasan dos
terceras partes de su tiempo vigilando los alrededores, previendo el peligro
que los amenaza, y la otra tercera parte trabajando para su país. Al mismo
tiempo, buscan apoyos. Obedeciendo a la misma dialéctica, las oposiciones
nacionales se apartan con desprecio de las vías parlamentarias. Buscan
aliados que acepten apoyarlos en su empresa brutal de sedición. La atmósfera
de violencia, después de haber impregnado la fase colonial, sigue dominando
la vida nacional. Porque, como hemos dicho, el Tercer Mundo no está
excluido. Está, por el contrario, en el centro de la tormenta. Por eso, en
sus discursos, los hombres de Estado de los países subdesarrollados
mantienen indefinidamente el tono de agresividad y de exasperación que
habría debido desaparecer normalmente. De la misma manera se comprende la
descortesía tan frecuentemente señalada de los nuevos dirigentes. Pero lo
que menos se advierte es la extremada cortesía de esos mismos dirigentes en
sus contactos con sus hermanos o camaradas. La descortesía es una forma de
conducta con los otros, con los ex colonialistas que vienen a ver y a
preguntar. El ex colonizado tiene con demasiada frecuencia la impresión de
que la conclusión de esas encuestas ya ha sido redactada. El viaje del
periodista no es sino una justificación. Las fotografías que ilustran el
artículo son la prueba de que se sabe de lo que se está hablando, que se ha
ido al lugar. La encuesta se propone comprobar la evidencia: todo marcha mal
por allá desde que nosotros no estamos. Los periodistas se quejan
frecuentemente de que son mal recibidos, de que no pueden trabajar en buenas
condiciones, de que tropiezan con un muro de indiferencia o de hostilidad.
Todo eso es normal. Los dirigentes nacionalistas saben que la opinión
internacional se forja únicamente a través de la prensa occidental. Pero
cuando un periodista occidental nos interroga casi nunca es para hacernos un
servicio. En la guerra de Argelia, por ejemplo, los reporteros franceses más
liberales no han dejado de utilizar epítetos ambiguos para caracterizar
nuestra lucha. Cuando se les reprocha, responden de buena fe que son
objetivos. Para el colonizado, la objetividad siempre va dirigida contra él.
También se comprende ese nuevo tono que invadió a la diplomacia
internacional en la Asamblea General de las Naciones Unidas, en septiembre
de 1960. Los representantes de los países coloniales eran agresivos,
violentos, excesivos, pero los pueblos coloniales no sintieron que
estuvieran exagerando. El radicalismo de los voceros africanos provocó la
maduración del absceso y permitió advertir mejor el carácter inadmisible de
los vetos, del diálogo de los Grandes y, sobre todo, del papel ínfimo
reservado al Tercer Mundo. La diplomacia, tal como ha sido iniciada por
los pueblos recién independizados, no está ya en los matices, los
sobrentendidos, los pases magnéticos. Y es porque esos voceros han sido
designados por sus pueblos para defender a la vez la unidad de la nación, el
progreso de las masas hacia el bienestar y el derecho de los pueblos a la
libertad y al pan. Es, pues, una diplomacia en movimiento, furiosa, que
contrasta extrañamente con el mundo inmóvil, petrificado, de la
colonización. Y cuando Jruschof blande su zapato en la ONU y golpea la mesa
con él, ningún colonizado, ningún representante de los países
subdesarrollados ríe. Porque lo que Jruschof demuestra a los países
colonizados que lo contemplan es que él, el mujik, que además posee cohetes,
trata a esos miserables capitalistas como se lo merecen. Lo mismo que Castro
al acudir a la ONU con uniforme militar, no escandaliza a los países
subdesarrollados. Lo que demuestra Castro es que tiene conciencia de la
existencia del régimen persistente de la violencia. Lo sorprendente es que
no haya entrado en la ONU con su ametralladora. ¿Se habrían opuesto quizá?
Las sublevaciones, los actos desesperados, los grupos armados con cuchillos
o hachas encuentran su nacionalidad en la lucha implacable que enfrenta
mutuamente al capitalismo y al socialismo. En 1945, los 45 000 muertos de
Setif podían pasar inadvertidos; en 1947, los 90 000 muertos de Madagascar
podían ser objeto de una simple noticia en los periódicos; en 1952, las 200
000 víctimas de la represión en Kenya podían no suscitar más que una
indiferencia relativa. Las contradicciones internacionales no estaban
suficientemente definidas. Ya la guerra de Corea y la guerra de Indochina
abrieron una nueva etapa. Pero sobre todo Budapest y Suez constituyen los
momentos decisivos de esa confrontación. Fortalecidos por el apoyo
incondicional de los países socialistas, los colonizados se lanzan con las
armas que poseen contra la ciudadela inexpugnable del colonialismo. Si esa
ciudadela es invulnerable a los cuchillos y a los puños desnudos, no lo es
cuando se decide tener en cuenta el contexto de la guerra fría. En esta
nueva coyuntura, los norteamericanos toman muy en serio su papel de patronos
del capitalismo internacional. En una primera etapa, aconsejan amistosamente
a los países europeos que deben descolonizar. En una segunda etapa, no
vacilan en proclamar primero el respeto y luego el apoyo del principio:
África para los africanos. Los Estados Unidos no temen afirmar oficialmente
en la actualidad que son los defensores del derecho de los pueblos a la
autodeterminación. El último viaje de Mennen Williams no hace ilustrar la
conciencia que tienen los norteamericanos de que el Tercer Mundo no debe ser
sacrificado. Se comprende entonces por qué la violencia del colonizado no es
desesperada, sino cuando se la compara en abstracto con la maquinaria
militar de los opresores. Por el contrario, si se la sitúa dentro de la
dinámica internacional, se percibe que constituye una terrible amenaza para
el opresor. La persistencia de las sublevaciones y de la agitación Mau-Mau
desequilibra la vida económica de la colonia, pero no pone en peligro a la
metrópoli. Lo que resulta más importante a los ojos del imperialismo es la
posibilidad de que la propaganda socialista se infiltre entre las masas, las
contamine. Ya resulta un grave peligro durante la etapa fría del conflicto;
¿pero qué sucedería en caso de guerra caliente, con esa colonia podrida por
las guerrillas asesinas? El capitalismo comprende entonces que su
estrategia militar lleva todas las de perder en el desarrollo de las guerras
nacionales. En el marco de la coexistencia pacífica, todas las colonias
están llamadas a desaparecer y, en última instancia, la neutralidad ha sido
respetada por el capitalismo. Lo que hay que evitar antes que nada es la
inseguridad estratégica, el acceso a las masas de una doctrina enemiga, el
odio radical de decenas de millones de hombres. Los pueblos colonizados son
perfectamente conscientes de esos imperativos que dominan la vida política
internacional. Y por eso, aun aquellos que se expresan contra la violencia
deciden y actúan siempre en función de esa violencia universal. Actualmente,
la coexistencia pacífica entre los dos bloques mantiene y provoca la
violencia en los países coloniales. Mañana quizá veamos desplazarse ese
campo de la violencia después de la liberación integral de los territorios
coloniales. Quizá se plantee la cuestión de las minorías. Ya algunas de
ellas no vacilan en favorecer los métodos violentos para resolver sus
problemas y no es por azar si, como se nos afirma, los extremistas negros en
los Estados Unidos forman milicias y en consecuencia se arman. Tampoco se
debe al azar que, en el mundo llamado libre, existan comités de defensa de
las minorías judías de la URSS o que el general De Gaulle, en uno de sus
discursos, haya derramado algunas lágrimas por los millones de musulmanes
oprimidos por la dictadura comunista. El capitalismo y el imperialismo están
convencidos de que la lucha contra el racismo y los movimientos de
liberación nacional son pura y simplemente trastornos teledirigidos,
fomentados "desde el exterior". Entonces deciden utilizar la siguiente
táctica eficaz: Radio-Europa Libre, comité de apoyo a las minorías
dominadas... Hacen anticolonialismo, como los coroneles franceses en Argelia
hacían la guerra subversiva con los S.A.S. o los servicios psicológicos.
"Utilizaban al pueblo contra el pueblo." Ya sabemos el resultado de esto.
Esta atmósfera de violencia, de amenaza, esos cohetes apostados no asustan
ni desorientan a los colonizados. Hemos visto cómo toda la historia reciente
los predispone a "comprender" esa situación. Entre la violencia colonial y
la violencia pacífica en la que está inmerso el mundo contemporáneo hay una
especie de correspondencia cómplice, una homogeneidad. Los colonizados están
adaptados a esta atmósfera. Son, por una vez, de su tiempo. A veces
sorprende que los colonizados, en vez de comprarle un vestido a su mujer,
compren un radio de transistores. No debería sorprender. Los colonizados
están convencidos de que ahora se juega su destino. Viven en una atmósfera
de fin del mundo y estiman que nada debe escapárseles. Por eso comprenden
muy bien a Fuma y a Fumi, a Lumumba y a Chombé, a Ahidjo y Mumié, a Kenyatta
y a los que periódicamente lanzan para sustituirlo. Comprenden muy bien a
todos esos hombres porque desenmascaran a las fuerzas que están tras ellos.
El colonizado, el subdesarrollado son actualmente animales políticos en el
sentido más universal del término. La independencia ha aportado
ciertamente a los hombres colonizados la reparación moral y ha consagrado su
dignidad. Pero todavía no han tenido tiempo de elaborar una sociedad, de
construir y afirmar valores. El hogar incandescente en que el ciudadano y el
hombre se desarrollan y se enriquecen en campos cada vez más amplios no
existe todavía. Situados en una especie de indeterminación, esos hombres se
convencen fácilmente de que todo va a decidirse en otra parte y para todo el
mundo al mismo tiempo. En cuanto a los dirigentes, frente a esta coyuntura,
vacilan y optan por el neutralismo. Habría mucho que decir sobre el
neutralismo. Algunos lo asimilan a una especie de mercantilismo infecto que
consistiría en aceptar a diestra y siniestra. Ahora bien, el neutralismo,
esa creación de la guerra fría, si permite a los países subdesarrollados
recibir la ayuda económica de las dos partes, no permite en realidad a
ninguna de esas dos partes ayudar en la medida necesaria a las regiones
subdesarrolladas. Esas sumas literalmente astronómicas que se invierten en
las investigaciones militares, esos ingenieros transformados en técnicos de
la guerra nuclear podrían aumentar, en quince años, el nivel de vida de los
países subdesarrollados en un 60 por ciento. Es evidente entonces que el
interés bien entendido de los países subdesarrollados no reside ni en la
prolongación ni en la acentuación de la guerra fría. Pero sucede que no se
les pide su opinión. Entonces, cuando tienen posibilidad de hacerlo, dejan
de comprometerse. ¿Pero pueden hacerlo realmente? He aquí, por ejemplo, que
Francia experimenta en África sus bombas atómicas. Si se exceptúan las
mociones, los mítines y las rupturas diplomáticas no puede decirse que los
pueblos africanos hayan pesado, en ese sector preciso, en la actitud de
Francia. El neutralismo produce en el ciudadano del Tercer Mundo una
actitud de espíritu que se traduce en la vida corriente por una intrepidez y
un orgullo hierático que se parecen mucho al desafío. Ese rechazo declarado
de la transacción, esa voluntad rígida de no comprometerse recuerdan el
comportamiento de esos adolescentes orgullosos y desinteresados, siempre
dispuestos a sacrificarse por una palabra. Todo esto desconcierta a los
observadores occidentales. Porque, propiamente hablando, hay un abismo entre
lo que esos hombres pretenden ser y lo que tienen detrás. Esos países sin
tranvías, sin tropas, sin dinero no justifican la bravata que despliegan.
Sin duda se trata de una impostura. El Tercer Mundo da la impresión,
frecuentemente, de que se goza en el drama y necesita su dosis semanal de
crisis. Esos dirigentes de países vacíos, que hablan fuerte, irritan. Dan
ganas de hacerlos callar. Se les corteja. Se les envían flores. Se les
invita. Digámoslo: se los disputan. Eso es neutralismo. Iletrados en un 98
por ciento, existe, sin embargo, una colosal bibliografía acerca de ellos.
Viajan enormemente. Los dirigentes de los países subdesarrollados, los
estudiantes de los países subdesarrollados son la clientela dorada de las
compañías de aviación. Los responsables africanos y asiáticos tienen la
posibilidad de seguir en un mismo mes un curso sobre la planificación
socialista, en Moscú, y sobre los beneficios de la economía liberal, en
Londres o en la Columbia University. Los sindicalistas africanos, por su
parte, progresan a un ritmo acelerado. Apenas se les confían puestos en los
organismos de dirección, cuando deciden constituirse en centrales autónomas.
No tienen cincuenta años de práctica sindical en el marco de un país
industrializado, pero ya saben que el sindicalismo apolítico no tiene
sentido. No han tenido que hacer frente a la maquinaria burguesa, no han
desarrollado su conciencia en la lucha de clases, pero quizá no sea
necesario. Quizá. Veremos cómo esa voluntad totalizadora, que frecuentemente
se caricaturiza como globalismo es una de las características fundamentales
de los países subdesarrollados. Pero volvamos al combate singular entre
el colonizado y el colono. Se trata, como se ha visto, de la franca lucha
armada. Los ejemplos históricos son: Indochina, Indonesia y, por supuesto,
el norte de África. Pero lo que no hay que perder de vista es que habría
podido estallar en cualquier parte, en Guinea o en Somalia y que todavía hoy
puede estallar en dondequiera que el colonialismo pretende durar aún, en
Angola por ejemplo-. La existencia de la lucha armada indica que el pueblo
decide no confiar, sino en los medios violentos. El pueblo, a quien ha dicho
incesantemente que no entendía sino el lenguaje de la fuerza, decide
expresarse mediante la fuerza. En realidad, el colono le ha señalado desde
siempre el camino que habría de ser el suyo, si quería liberarse. El
argumento que escoge el colonizado se lo ha indicado el colono y, por una
irónica inversión de las cosas es el colonizado el que afirma ahora que el
colonialista sólo entiende el lenguaje de la fuerza. El régimen colonial
adquiere de la fuerza su legitimidad y en ningún momento trata de engañar
acerca de esa naturaleza de las cosas. Cada estatua, la de Faidherbe o
Lyautey, la de Bugeaud o la del sargento Blandan, todos estos conquistadores
encaramados sobre el suelo colonial no dejan de significar una y la misma
cosa: "Estamos aquí por la fuerza de las bayonetas..." Es fácil completar la
frase. Durante la fase insurreccional, cada colono razona con una aritmética
precisa. Esta lógica no sorprende a los demás colonos, pero resulta
importante decir que tampoco sorprende a los colonizados. Y, en primer
lugar, la afirmación de principio: "Se trata de ellos o nosotros" no es una
paradoja, puesto que el colonialismo, lo hemos visto, es justamente la
organización de un mundo maniqueo, de un mundo dividido en compartimientos.
Y cuando, preconizando medios precisos, el colono pide a cada representante
de la minoría opresora que mate a 30, 100 o 200 indígenas, se dan cuenta de
que nadie se indigna y de que, en última instancia, todo el problema
consiste en saber si puede hacerse de un solo golpe o por etapas.5 Este
razonamiento, que prevé aritméticamente la desaparición del pueblo
colonizado, no llena al colonizado de indignación moral. Siempre ha sabido
que sus encuentros con el colono se desarrollarían en un campo cerrado. Por
eso el colonizado no pierde tiempo en lamentaciones ni trata, casi nunca, de
que se le haga justicia dentro del marco colonial. En realidad, si la
argumentación del colono tropieza con un colonizado inconmovible, es porque
este último ha planteado prácticamente el problema de su liberación en
términos idénticos. "Debemos constituir grupos de doscientos o de quinientos
y cada grupo se ocupara de un colono." Es en esta disposición de ánimo
recíproca como cada uno de los protagonistas comienza la lucha. Para el
colonizado, esta violencia representa la praxis absoluta. El militante es,
además, el que trabaja. Las preguntas que la organización formula al
militante llevan la marca de esa visión de las cosas: "¿Dónde has trabajado?
¿Con quién? ¿Qué has hecho?" El grupo exige que cada individuo realice un
acto irreversible. En Argelia, por ejemplo, donde la casi totalidad de los
hombres que han llamado al pueblo a la lucha nacional estaban condenados a
muerte o eran buscados por la policía francesa, la confianza era
proporcional al carácter desesperado de cada caso. Un nuevo militante era
"seguro" cuando ya no podía volver a entrar en el sistema colonial. Ese
mecanismo existió, al parecer, en Kenya entre los Mau-Mau que exigían que
cada miembro del grupo golpeara a la víctima. Cada uno era así personalmente
responsable de la muerte de esa víctima. Trabajar es trabajar por la muerte
del colono. La violencia asumida permite a la vez a los extraviados y a los
proscritos del grupo volver, recuperar su lugar, reintegrarse. La violencia
es entendida así como la mediación real. El hombre colonizado se libera en y
por la violencia. Esta praxis ilumina al agente porque le indica los medios
y el fin. La poesía de Césaire adquiere en la perspectiva precisa de la
violencia una significación profética. Es bueno recordar una página decisiva
de su tragedia, donde el Rebelde (¡cosa extraña!) se explica:
EL
REBELDE (duramente)
Mi apellido: ofendido; mi nombre: humillado; mi estado civil: la
rebeldía; mi edad: la edad de piedra. LA MADRE Mi la raza humana. Mi
religión: la fraternidad... EL REBELDE Mi raza: la raza caída. Mi
religión...
pero no serás tú quien la prepares con su desarme... soy yo con mi
rebeldía y mis pobres puños cenados y mi cabeza hirsuta. (Muy tranquilo).
Me acuerdo de un día de noviembre; no tenía seis meses [mi hijo] cuando el
amo entró en la casucha fuliginosa como una luna de abril y palpó sus
pequeños miembros musculosos, era un amo muy bueno, paseaba en una caricia
sus dedos gruesos por la carita llena de hoyuelos. Sus ojos azules reían y
su boca le decía cosas azucaradas: será una buena pieza, dijo mirándome, y
decía otras cosas amables, el amo, que había que empezar temprano, que
veinte años no eran demasiados para hacer un buen cristiano y un buen
esclavo, buen súbdito y leal, un buen capataz, con la mirada viva y el brazo
firme. Y aquel hombre especulaba sobre la cuna de mi hijo, una cuna de
capataz.
Nos arrastramos con el cuchillo en la mano... LA MADRE
¡Ay! tú morirás EL REBELDE Muerto... lo he matado con mis propias
manos... Sí: de muerte fecunda y fértil...
era de noche. Nos arrastramos entre las cañas. Los cuchillos reían
bajo las estrellas, pero no nos importaban las estrellas.
Las cañas nos pintaban la cara de arroyos de hojas verdes. LA MADRE
Yo había soñado con un hijo que cenara los ojos de su madre. EL REBELDE
Yo he decidido abrir bajo otro sol los ojos de mi hijo. LA MADRE Oh
hijo mío... de muerte mala y perniciosa. EL REBELDE Madre, de muerte
vivaz y suntuosa LA MADRE por haber amado demasiado... EL REBELDE
por haber amado demasiado... LA MADRE Evítame todo esto, me asfixian
tus ataduras. Sangro por tus heridas. EL REBELDE Y a mí el mundo no me
da cuartel... No hay en el mundo un pobre tipo linchado, un pobre hombre
torturado, en el que no sea yo asesinado y humillado. LA MADRE Dios
del cielo, líbralo. EL REBELDE Corazón mío, tú no me librarás de mis
recuerdos...
Era una noche de noviembre... Y súbitamente los clamores iluminaron
el silencio.
Nos habíamos movido, los esclavos; nosotros, el abono; nosotros, las
bestias amarradas al poste de la paciencia. Corríamos como arrebatados;
sonaron los tiros... Golpeamos. El sudor y la sangre nos
refrescaban.
Golpeamos entre los gritos y los gritos se hicieron más estridentes y un
gran clamor se elevó hacia el este, eran los barracones que ardían y la
llama lamía suavemente nuestras mejillas. Entonces asaltamos la casa del
amo.
Tiraban desde las ventanas. Forzamos las puertas. La alcoba del
amo estaba abierta de par en par.
La alcoba del amo estaba brillantemente iluminada, y el amo estaba allí
muy tranquilo... y los nuestros se detuvieron... era el amo... Yo entré.
Eres tú, me dijo, muy tranquilo... Era yo, sí soy yo, le dije, el buen
esclavo, el fiel esclavo, el esclavo esclavo, y de súbito sus ojos fueron
dos alimañas asustadas en días de lluvia... lo herí, chorreó la sangre: es
el único bautismo que recuerdo.6
Se comprende cómo en esta atmósfera
lo cotidiano se vuelve simplemente imposible. Ya no se puede ser fellah,
rufián ni alcohólico como antes. La violencia del régimen colonial y la
contraviolencia del colonizado se equilibran y se responden mutuamente con
una homogeneidad recíproca extraordinaria. Ese reino de la violencia será
tanto más terrible cuanto mayor sea la sobrepoblación metropolitana. El
desarrollo de la violencia en el seno del pueblo colonizado será
proporcional a la violencia ejercida por el régimen colonial impugnado. Los
gobiernos de la metrópoli son, en esta primera fase del periodo
insurreccional, esclavos de los colonos. Esos colonos amenazan a la vez a
los colonizados y a sus gobiernos. Utilizarán contra unos y otros los mismos
métodos. El asesinato del alcalde de Évain, en su mecanismo y motivaciones,
se identifica con el asesinato de Alí Boumendjel. Para los colonos, la
alternativa no está entre una Argelia argelina y una Argelia francesa sino
entre una Argelia independiente y una Argelia colonial. Todo lo demás es
literatura o intento de traición. La lógica del colono es implacable y no
nos desconcierta la contralógica descifrada en la conducta del colonizado
sino en la medida en que no se han descubierto previamente los mecanismos de
reflexión del colono. Desde el momento en que el colonizado escoge la
contraviolencia, las represalias policíacas provocan mecánicamente las
represalias de las fuerzas nacionales. No hay equivalencia de resultados,
sin embargo, porque los ametrallamientos por avión o los cañonazos de la
flota superan en horror y en importancia a las respuestas del colonizado.
Ese ir y venir del terror desmixtifica definitivamente a los más enajenados
de los colonizados. Comprueban sobre el terreno, en efecto, que todos los
discursos sobre la igualdad de la persona humana acumulados unos sobre otros
no ocultan esa banalidad que pretende que los siete franceses muertos o
heridos en el paso de Sakamody despierten la indignación de las conciencias
civilizadas en tanto que "no cuentan" la entrada a saco en los aduares
Guergour, de la derecha Djerah, la matanza de poblaciones en masa que fueron
precisamente la causa de la emboscada. Terror, contra-terror, violencia,
contraviolencia. .. He aquí lo que registran con amargura los observadores
cuando describen el círculo del odio, tan manifiesto y tan tenaz en Argelia.
En las luchas armadas, hay lo que podría llamarse el point of no return. Es
casi siempre la enorme represión que engloba a todos los sectores del pueblo
colonizado, lo que lleva a él. Ese punto fue alcanzado en Argelia, en 1955,
con las 12 000 víctimas de Philippeville y, en 1956, con la instauración,
por Lacoste, de las milicias urbanas y rurales.7 Entonces se hizo evidente
para todo el mundo y aun para los colonos que "eso no podía volver a
empezar" como antes. De todos modos, el pueblo colonizado no lleva la
contabilidad de sus muertos. Registra los enormes vacíos causados en sus
filas como una especie de mal necesario. Porque tan pronto como ha decidido
responder con la violencia, admite todas sus consecuencias. Sólo exige que
tampoco se le pida que lleve la contabilidad de los muertos de los otros. A
la fórmula "Todos los indígenas son iguales", el colonizado responde: "Todos
los colonos son iguales."8 El colonizado, cuando se le tortura, cuando matan
a su mujer o la violan, no va a quejarse a nadie. El gobierno que oprime
podría nombrar cada día comisiones de encuesta y de información. A los ojos
del colonizado, esas comisiones no existen. Y de hecho, ya han pasado siete
años de crímenes en Argelia y ni un solo francés ha sido presentado a un
tribunal francés por el asesinato de un argelino. En Indochina, en
Madagascar, en las colonias, el indígena siempre ha sabido que no tenía nada
que esperar del otro lado. La labor del colono es hacer imposible hasta los
sueños de libertad del colonizado. La labor del colonizado es imaginar todas
las combinaciones eventuales para aniquilar al colono. En el plano del
razonamiento, el maniqueísmo del colono produce un maniqueísmo del
colonizado. A la teoría del "indígena como mal absoluto" responde la teoría
del "colono como mal absoluto". La aparición del colono ha significado
sincréticamente la muerte de la sociedad autóctona, letargo cultural,
petrificación de los individuos. Para el colonizado, la vida no puede surgir
sino del cadáver en descomposición del colono. Tal es, pues, esa
correspondencia estricta de los dos razonamientos. Pero resulta que para
el pueblo colonizado esta violencia, como constituye su única labor, reviste
caracteres positivos, formativos. Esta praxis violenta es totalizadora,
puesto que cada uno se convierte en un eslabón violento de la gran cadena,
del gran organismo violento surgido como reacción a la violencia primaria
del colonialista. Los grupos se reconocen entre sí y la nación futura ya es
indivisible. La lucha armada moviliza al pueblo, es decir, lo lanza en una
misma dirección, en un sentido único. La movilización de las masas,
cuando se realiza con motivo de la guerra de liberación, introduce en cada
conciencia la noción de causa común, de destino nacional, de historia
colectiva. Así la segunda fase, la de la construcción de la nación, se
facilita por la existencia de esa mezcla hecha de sangre y de cólera. Se
comprende mejor entonces la originalidad del vocabulario utilizado en los
países subdesarrollados. Durante el periodo colonial, se invitaba al pueblo
a luchar contra la opresión. Después de la liberación nacional, se le invita
a luchar contra la miseria, el analfabetismo, el subdesarrollo. La lucha, se
afirma, continúa. El pueblo comprueba que la vida es un combate
interminable. La violencia del colonizado, lo hemos dicho, unifica al
pueblo. Efectivamente, el colonialismo es, por su estructura, separatista y
regionalista. El colonialismo no se contenta con comprobar la existencia de
tribus; las fomenta, las diferencia. El sistema colonial alimenta a los
jefes locales y reactiva las viejas cofradías morabíticas. La violencia en
su práctica es totalizadora, nacional. Por este hecho, lleva en lo más
íntimo la eliminación del regionalismo y-del tribalismo. Los partidos
nacionalistas se muestran particularmente despiadados con los caids y con
los jefes tradicionales. La eliminación de los caids y de los jefes es una
condición previa para la unificación del pueblo. En el plano de los
individuos, la violencia desintoxica. Libra al colonizado de su complejo de
inferioridad, de sus actitudes contemplativas o desesperadas. Lo hace
intrépido, lo rehabilita ante sus propios ojos. Aunque la lucha armada haya
sido simbólica y aunque se haya desmovilizado por una rápida
descolonización, el pueblo tiene tiempo de convencerse de que la liberación
ha sido labor de todos y de cada uno de ellos, que el dirigente no tiene
mérito especial. La violencia eleva al pueblo a la altura del dirigente. De
ahí esa especie de reticencia agresiva hacia la maquinaria protocolar que
los jóvenes gobiernos se apresuran a instalar. Cuando han participado,
mediante la violencia, en la liberación nacional, las masas no permiten a
nadie posar como "liberador". Se muestran celosas del resultado de su acción
y se cuidan de no entregar a un dios vivo su futuro, su destino, la suerte
de la patria. Totalmente irresponsables ayer, ahora quieren comprender todo
y decidir todo. Iluminada por la violencia, la conciencia del pueblo se
rebela contra toda pacificación. Los demagogos, los optimistas, los magos
tropiezan ya con una tarea difícil. La praxis que las ha lanzado a un cuerpo
a cuerpo desesperado confiere a las masas un gesto voraz por lo concreto. La
empresa de mixtificación se convierte, a largo plazo, en algo prácticamente
imposible.
Repetidas veces hemos
señalado en las páginas anteriores que en las regiones subdesarrolladas el
responsable político siempre está llamando a su pueblo al combate. Combate
contra el colonialismo, combate contra la miseria y el subdesarrollo,
combate contra las tradiciones esterilizantes. El vocabulario que utiliza en
sus llamadas es un vocabulario de jefe de estado mayor: "movilización de las
masas", "frente de la agricultura", "frente del analfabetismo", "derrotas
sufridas", "victorias logradas". La joven nación independiente evoluciona
durante los primeros años en una atmósfera de campo de batalla. Es que el
dirigente político de un país subdesarrollado mide con espanto el camino
inmenso que debe recorrer su país. Llama al pueblo y le dice: "Hay que
apretarse el cinturón y trabajar." El país, tenazmente transido de una
especie de locura creadora, se lanza a un esfuerzo gigantesco y
desproporcionado. El programa es no sólo salir adelante sino alcanzar a las
demás naciones con los medios al alcance. Si los pueblos europeos, se
piensa, han llegado a esta etapa de desarrollo, ha sido por sus esfuerzos.
Probemos, pues, al mundo y a nosotros mismos que somos capaces de las mismas
realizaciones. Esta manera de plantear el problema de la evolución de los
países subdesarrollados no nos parece ni justa ni razonable. Los europeos
hicieron su unidad nacional en un momento en que las burguesías nacionales
habían concentrado en sus manos la mayoría de las riquezas. Comerciantes y
artesanos, intelectuales y banqueros monopolizaban en el marco nacional las
finanzas, el comercio y las ciencias. La burguesía representaba la clase más
dinámica, la más próspera. Su acceso al poder le permitía lanzarse a
operaciones decisivas: industrialización, desarrollo de las comunicaciones y
muy pronto busca de mercados de "ultramar". En Europa, con excepción de
ciertos matices (Inglaterra, por ejemplo, había cobrado cierto adelanto) los
diferentes Estados en el momento en que se realizaba su unidad nacional
conocían una situación económica más o menos uniforme. Realmente ninguna
nación, por los caracteres de su desarrollo y de su evolución, insultaba a
las demás. Actualmente, la independencia nacional, la formación nacional
en las regiones subdesarrolladas revisten aspectos totalmente nuevos. En
esas regiones, con excepción de algunas realizaciones espectaculares, los
diferentes países presentan la misma ausencia de infraestructura. Las masas
luchan contra la misma miseria, se debaten con los mismos gestos y dibujan
con sus estómagos reducidos lo que ha podido llamarse la geografía del
hambre. Mundo subdesarrollado, mundo de miseria e inhumano. Pero también
mundo sin médicos, sin ingenieros, sin funcionarios. Frente a ese mundo, las
naciones europeas se regodean en la opulencia más ostentosa. Esta opulencia
europea es literalmente escandalosa porque ha sido construida sobre-las
espaldas de los esclavos, se ha alimentado de la sangre de los esclavos,
viene directamente del suelo y del subsuelo de ese mundo subdesarrollado. El
bienestar y el progreso de Europa han sido construidos con el sudor y los
cadáveres de los negros, los árabes, los indios y los amarillos. Hemos
decidido no olvidarlo. Cuando un país colonialista, molesto por las
reivindicaciones de independencia de una colonia, proclama aludiendo a los
dirigentes nacionalistas: "Si quieren ustedes la independencia, tómenla y
vuelvan a la Edad Media", el pueblo recién independizado propende a aceptar
y recoger el desafío. Y, efectivamente, el colonialismo retira sus capitales
y sus técnicos y rodea al nuevo Estado con un mecanismo de presión
económica.9 La apoteosis de la independencia se transforma en maldición de
la independencia. La potencia colonial, por medios enormes de coacción
condena a la joven nación a la regresión. La potencia colonial afirma
claramente: "Si ustedes quieren la independencia, tómenla y muéranse.” Los
dirigentes nacionalistas no tienen otro recurso entonces sino acudir a su
pueblo y pedirle un gran esfuerzo. A esos hombres hambrientos se les exige
régimen de austeridad, a esos músculos atrofiados se les pide un trabajo
desproporcionado. Un régimen autárquico se intuye en cada Estado, con los
medios miserables de que dispone, trata de responder a la inmensa hambre
nacional. Asistimos a la movilización del pueblo que se abruma y se agota
frente a una Europa harta y despectiva. Otros países del Tercer mundo
rechazan esa prueba y aceptan las condiciones de la antigua potencia
tutelar. Utilizando su posición estratégica, posición que les otorga un
privilegio en la lucha de los bloques, esos países firman acuerdos, se
comprometen. El antiguo país dominado se transforma en país económicamente
dependiente. La ex potencia colonial que ha mantenido intactos e inclusive
ha reforzado los circuitos comerciales de tipo colonialista, acepta
alimentar mediante pequeñas inyecciones el presupuesto de la nación
independiente. Entonces se advierto como el acceso a la independencia de los
países coloniales sitúa al mundo frente a un problema capital: la liberación
nacional de los países colonizados revela y hace más insoportable su
situación real. La confrontación fundamental, que parecía ser la del
colonialismo y el anticolonialismo, es decir, el capitalismo y socialismo,
pierde importancia. Lo que cuenta ahora, el problema que cierra el
horizonte, es la necesidad de una redistribución de las riquezas. La
humanidad, so pena de verse sacudida, debe responder a este problema.
Generalmente, se ha pensado que había llegado la hora para el mundo, y
singularmente para el Tercer Mundo, de escoger entre el sistema capitalista
y el sistema socialista. Los países subdesarrollados, que han utilizado la
competencia feroz que existe entre los dos sistemas para asegurar el triunfo
de su lucha de liberación nacional, deben negarse, sin embargo, a participar
en esa competencia. El Tercer Mundo no debe contentarse con definirse en
relación con valores previos. Los países subdesarrollados, por el contrario,
deben esforzarse por descubrir valores propios, métodos y un estilo
específicos. El problema concreto frente al cual nos encontramos no es el de
la opción, a toda costa, entre socialismo y capitalismo tal como son
definidos por hombres de continentes y épocas diferentes. Sabemos,
ciertamente, que el régimen capitalista no puede, como modo de vida,
permitirnos realizar nuestra tarea nacional y universal. La explotación
capitalista, los trusts y los monopolios son los enemigos de los países
subdesarrollados. Por otra parte, la elección de un régimen socialista, de
un régimen dirigido a la totalidad del pueblo, basado en el principio de que
el hombre es el bien más precioso, nos permitirá ir más rápidamente, más
armónicamente, imposibilitando así esa caricatura de sociedad donde unos
cuantos poseen todos los poderes económicos y políticos a expensas de la
totalidad nacional. Pero para que este régimen pueda funcionar
válidamente, para que podamos en todo momento respetar los principios en los
que nos inspiramos, hace falta algo más que la inversión humana. Ciertos
países subdesarrollados despliegan un esfuerzo colosal en esta dirección.
Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, se entregan con entusiasmo a un
verdadero trabajo forzado y se proclaman esclavos de la nación. El don de
sí, el desprecio de toda preocupación que no sea colectiva, crean una moral
nacional que reconforta al hombre, le da confianza en el destino del mundo y
desarma a los observadores más reticentes. Creemos, sin embargo, que
semejante esfuerzo no podrá prolongarse largo tiempo a ese ritmo infernal.
Esos jóvenes países han aceptado el desafío después de la retirada
incondicional del antiguo país colonial. El país se encuentra en manos del
nuevo equipo, pero, en realidad, hay que recomenzar todo, que reformular
todo. El sistema colonial se interesaba, en efecto, por ciertas riquezas,
por ciertos recursos, precisamente los que alimentaban a sus industrias.
Ningún balance serio se había hecho hasta entonces del suelo o del subsuelo.
La joven nación independiente se ve obligada entonces a continuar los
circuitos económicos establecidos por el régimen colonial. Puede exportar,
ciertamente, a otros países, a otras áreas monetarias, pero la base de sus
exportaciones no se modifica fundamentalmente. El régimen colonial ha
cristalizado determinados circuitos y hay que limitarse, so pena de sufrir
una catástrofe, a mantenerlos. Habría que recomenzar todo quizá, cambiar la
naturaleza de las exportaciones y no sólo su destino, interrogar nuevamente
al suelo, a los ríos y ¿por qué no? también al Sol. Pero para hacerlo hace
falta algo más que la inversión humana. Hacen falta capitales, técnicos,
ingenieros, mecánicos, etc... Hay que decirlo: creemos que el esfuerzo
colosal al que son instados los pueblos subdesarrollados por sus dirigentes
no dará los resultados previstos. Si las condiciones de trabajo no se
modifican, pasarán siglos para humanizar ese mundo animalizado por las
fuerzas imperialistas.10 La verdad es que no debemos aceptar esas
condiciones. Debemos rechazar de plano la situación a la que quieren
condenarnos los países occidentales. El colonialismo y el imperialismo no
saldaron sus cuentas con nosotros cuando retiraron de nuestros territorios
sus banderas y sus fuerzas policíacas. Durante siglos, los capitalistas se
han comportado en el mundo subdesarrollado como verdaderos criminales de
guerra. Las deportaciones, las matanzas, el trabajo forzado, la esclavitud
han sido los principales medios utilizados por el capitalismo para aumentar
sus reservas en oro y en diamantes, sus riquezas y para establecer su poder.
Hace poco tiempo, el nazismo transformó a toda Europa en una verdadera
colonia. Las riquezas de las diversas naciones europeas exigieron
reparaciones y demandaron la restitución en dinero y en especie de las
riquezas que les habían sido robadas: obras culturales, cuadros, esculturas,
vitrales fueron devueltos a sus propietarios. Una sola frase se escuchaba en
boca de los europeos en 1945: "Alemania pagará." Por su parte Adenauer,
cuando se abrió el proceso Eichmann, en nombre del pueblo alemán pidió
perdón una vez más al pueblo judío. Adenauer renovó el compromiso de su país
de seguir pagando al Estado de Israel las sumas enormes que deben servir de
compensación a los crímenes nazis.11 Decimos igualmente que los Estados
imperialistas cometerían un grave error y una injusticia incalificable si se
contentaran con retirar de nuestro territorio las cohortes militares, los
servicios administrativos y de intendencia cuya función era descubrir
riquezas, extraerlas y expedirlas hacia las metrópolis. La reparación moral
de la independencia nacional no nos ciega, no nos satisface. La riqueza de
los países imperialistas es también nuestra riqueza. En el plano dé lo
universal, esta afirmación no significa absolutamente que nos sintamos
afectados por las creaciones de la técnica o las artes occidentales. Muy
concretamente, Europa se ha inflado de manera desmesurada con el oro y las
materias primas de los países coloniales; América Latina, China, África. De
todos esos continentes, frente a los cuales la Europa de hoy eleva su torre
opulenta, parten desde hace siglos hacia esa misma Europa los diamantes y el
petróleo, la seda y el algodón, las maderas y los productos exóticos. Europa
es, literalmente, la creación del Tercer Mundo. Las riquezas que la ahogan
son las que han sido robadas a los pueblos subdesarrollados. Los puertos de
Holanda, de Liverpool, los muelles de Burdeos y de Liverpool especializados
en la trata de negros deben su renombre a los millones de esclavos
deportados. Y cuando escuchamos a un jefe de Estado europeo declarar, con la
mano sobre el corazón, que hay que ir en ayuda de los infelices pueblos
subdesarrollados, no temblamos de agradecimiento. Por el contrario, nos
decimos, "es una justa reparación que van a hacernos". No aceptaremos que la
ayuda a los países subdesarrollados sea un programa de "Hermanas de la
Caridad". Esa ayuda debe ser la consagración de una doble toma de
conciencia, toma de conciencia para los colonizados de que las potencias
capitalistas se la deben y, para éstas, de que efectivamente tienen que
pagar.12 Que si, por falta de inteligencia -no hablemos de ingratitud- los
países capitalistas se negaran a pagar, entonces la dialéctica implacable de
su propio sistema se encargaría de asfixiarlos. Las jóvenes naciones, es un
hecho, atraen poco a los capitales privados. Múltiples razones legitiman y
explican esta reserva de los monopolios. Cuando los capitalistas saben, y
son evidentemente los primeros en saberlo, que su gobierno se dispone a
descolonizar, se apresuran a retirar de la colonia la totalidad de sus
capitales. La evasión espectacular de capitales es uno de los fenómenos más
constantes de la descolonización. Las compañías privadas, para invertir
en los países independientes, exigen condiciones que la experiencia califica
de inaceptables o irrealizables. Fieles al principio de rentabilidad
inmediata, que sostienen cuando actúan en "ultramar", los capitalistas se
muestran reticentes acerca de cualquier inversión a largo plazo. Son
rebeldes y con frecuencia abiertamente hostiles a los programas de
planificación de los jóvenes equipos en el poder. En rigor, aceptarían
gustosamente prestar dinero a los jóvenes estados, pero a condición de que
ese dinero sirviera para comprar productos manufacturados, máquinas, es
decir, a mantener activas las fábricas de la metrópoli. En realidad, la
desconfianza de los grupos financieros occidentales se explica por su deseo
de no correr ningún riesgo. Exigen, además, una estabilidad política y un
clima social sereno que es imposible obtener si se tiene en cuenta la
situación lamentable de la población global inmediatamente después de la
independencia. Entonces, en busca de esa garantía, que no puede asegurar la
ex colonia, exigen el mantenimiento de ciertas tropas o la entrada del joven
Estado en pactos económicos o militares. Las compañías privadas presionan
sobre su propio gobierno para que, al menos, las bases militares sean
instaladas en esos países con la misión de asegurar la protección de sus
intereses. En última instancia, esas compañías exigen a su gobierno la
garantía de las inversiones que deciden hacer en tal o cual región
subdesarrollada. Resulta que pocos países satisfacen las condiciones
exigidas por los trusts y los monopolios. Los capitales, faltos de mercados
seguros, siguen bloqueados en Europa y se inmovilizan. Tanto más cuanto que
los capitalistas se niegan a invertir en su propio territorio. La
rentabilidad en ese caso es, en efecto, irrisoria y el control fiscal
desespera a los más audaces. La situación es catastrófica a largo plazo.
Los capitales no circulan o ven considerablemente disminuida su circulación.
Los bancos suizos rechazan los capitales, Europa se ahoga. A pesar de las
sumas enormes que se tragan los gastos militares, el capitalismo
internacional se encuentra acorralado. Pero otro peligro lo amenaza. En
la medida en que el Tercer Mundo está abandonado y condenado a la regresión,
o al estancamiento en todo caso, por el egoísmo y la inmoralidad de las
naciones occidentales, los pueblos subdesarrollados decidirán evolucionar en
autarquía colectiva. Las industrias occidentales se verán rápidamente
privadas de sus mercados de ultramar. Las máquinas se amontonarán en los
depósitos y, en el mercado europeo, se desarrollará una lucha inexorable
entre los grupos financieros y los trusts. Cierre de fábricas, lock-out o
desempleo conducirán al proletariado europeo a desencadenar una lucha
abierta contra el régimen capitalista. Los monopolios comprenderán entonces
que su interés bien entendido consiste en ayudar y hacerlo masivamente y sin
demasiadas condiciones a los países subdesarrollados. Vemos, pues, que las
jóvenes naciones del Tercer Mundo no deben ser objeto de risa para los
países capitalistas. Somos fuertes por derecho propio y por lo justo de
nuestras posiciones. Por el contrario, debemos decir y explicar a los países
capitalistas que el problema fundamental de la época contemporánea no es la
guerra entre el régimen socialista y ellos. Hay que poner fin a esa guerra
fría que no lleva a ninguna parte, detener los preparativos de la
destrucción nuclear del mundo, invertir generosamente y ayudar técnicamente
a las regiones subdesarrolladas. La suerte del mundo depende de la respuesta
que se dé a esta cuestión. Y que los regímenes capitalistas no traten de
ligar a los regímenes socialistas a la "suerte de Europa" frente a las
hambrientas multitudes de color. La hazaña del comandante Gagarin, aunque se
disguste el general De Gaulle, no es un triunfo "que honre a Europa". Desde
hace algún tiempo, los jefes de Estado de los regímenes capitalistas, los
nombres de cultura abrigan una actitud ambivalente respecto de la Unión
Soviética. Después de haber coligado todas sus fuerzas para aniquilar al
régimen socialista, ahora comprenden que hay que contar con él. Entonces se
vuelven amables, multiplican las maniobras de seducción y recuerdan
constantemente al pueblo soviético que "pertenece a Europa". Agitando al
Tercer Mundo como una marea que amenazara tragarse a toda Europa, no se
logrará dividir a las fuerzas progresistas que tratan de conducir a la
humanidad a la felicidad. El Tercer Mundo no pretende organizar una inmensa
cruzada del hambre contra toda Europa. Lo que espera de quienes lo han
mantenido en la esclavitud durante siglos es que lo ayuden a rehabilitar al
hombre, a hacer triunfar al hombre en todas partes, de una vez por todas.
Pero es claro que nuestra ingenuidad no llega hasta creer que esto va a
hacerse con la cooperación y la buena voluntad de los gobiernos europeos.
Ese trabajo colosal que consiste en reintroducir al hombre en el mundo, al
hombre total, se hará con la ayuda decisiva de las masas europeas que, es
necesario que lo reconozcan, se han alineado en cuanto a los problemas
coloniales en las posiciones de nuestros amos comunes. Para ello, será
necesario primero que las masas europeas decidan despertarse, se desempolven
el cerebro y abandonen el juego irresponsable de la bella durmiente del
bosque.