NOTAS EN ESTA SECCION
La pornografía o el erotismo
del otro, Carlos Pérez Jara |
La fotografía pornográfica desde sus inicios a la era digital, Valentina
Montero
La tortura como pornografía, Joana
Burke | Nada nuevo bajo
el sol: Las posturas eróticas de Friedrich Karl
Forberg
NOTA RELACIONADA
Antología erótica
| Marqués de Sade - Aline y Valcour o la Novela
Filosófica
LECTURA RECOMENDADA
Obras
del Marqués de Sade
Algunos textos e imágenes de esta sección pueden tener contenido
sexual implícito. |
 La
pornografía o el erotismo del otro
Por Carlos Pérez Jara
Se indaga sobre lo que suele entenderse en Occidente por
erotismo
y pornografía, y se intenta saber si las separaciones de ambas son necesarias
o bien gratuitas, máxime cuando quienes las hacen apelan a la cultura sublime
y a una supuesta estética sin fundamento
«Las pinturas más audaces, las descripciones
más osadas, las
situaciones
más extraordinarias, las máximas más
espantosas, las pinceladas más enérgicas tienen el solo objeto de obtener
una de las más sublimes lecciones de moral que el hombre haya recibido nunca»
Marqués de Sade
1. Introducción.
Hablar de erotismo, como de pornografía, es algo absurdo en términos generales.
El comportamiento
del hombre es siempre demasiado maleable (dependiente
de reglas específicas, tradiciones, leyes y conductas) como para que uno
se convierta ahora en el juez supremo del Género Humano. Cada civilización
ha albergado, como hoy alberga, ejemplos de ese llamado erotismo pornográfico
cuya razón de ser se esconde, al margen de los estipulados estéticos y los
análisis teóricos sobre este asunto, en el puro deseo animal, convertido
por la sofisticación de la mente humana en una compleja
estructura simbólica
de apetencias propias. Bajo la clásica distinción entre las dos naturalezas
del hombre, la de ser parte de lo sublime y parte de las bajezas e instintos
animales, podemos decir que la visión erótica, ya sea festiva o artística
(o ambas cosas) se entremezcla con el deseo corpóreo que emana de tantas
obras de toda clase, hasta el extremo de que, como podremos ver más abajo,
es imposible definir una línea fronteriza entre un amor sublimado y sus
pasiones recurrentes, habitadas por impulsos «oscuros» que aún irritan a
muchos. También trataremos de destruir el mito de una inocencia posible
frente al erotismo pornográfico; es decir, el mito de que, frente al inocente
(el puro, el casto, el inmaculado hombre imposible) la pornografía corrompe
las virtudes humanas. El erotismo necesita del otro, de ese otro que mire
la probable intención de aquello que cualquiera defina como le apetece o
lo cree necesario. No, dejemos la inocencia para ese momento antes en que
Eva se dispone a morder la manzana de nuestras desdichas. De modo que, en
los siguientes epígrafes, trataremos de descubrir las falacias sobre las
que está apoyado el ideario puritano y demagogo de quienes hacen tajantes
delimitaciones entre pornografía y erotismo y el buen y mal gusto.
2. ¿Qué es lo obsceno?
Para ocuparnos de lo que, popularmente, se conoce como pornografía, es preciso
que estudiemos uno de sus atributos ineludibles: lo obsceno. Y es que, de
manera casi infalible, si muchos catalogan algo como pornográfico no es
sino para añadirle, como quien no quiera la cosa, el oscuro sello de lo
impúdico. Los psicólogos actuales no dudan en esforzarse en distinguir lo
obsceno de lo erótico, para lo cual apelan a la semántica de cada una de
las palabras. Obscenidad tiene su raíz en lo que se halla sobre escena (obcenus),
lo que sirve a muchos para dictaminar sobre lo que no debe ponerse de tal
forma, lo que debe ser oculto, privado, nunca público, pues ese aspecto
de revelación produce, según parece, una gran repugnancia. Establecen luego
que es esa repugnancia la que atrae a muchos individuos, lo que no hace
sino precipitarlos al campo de la sicopatología moderna. «Hay que aceptar,
pues, lo que ya es común, que la pornografía es obscena y que obscenidad
es indecencia sexual», dicen hoy tantos iluminados siquiatras, Manuel Zambrano
entre otros. Lamentablemente, eso de la indecencia en el sexo nos recuerda
a los preceptos católicos de las grandes virtudes del hombre casto. Y es
que tales opiniones no son sino un conjunto farragoso de patrañas con las
que, bajo el célebre peso de la Ciencia moderna, situarnos ante la supuesta
certeza de cosas que ni los mismos iluminados se toman la molestia en definir,
tal vez, suponemos, porque el resultado de dicha definición no les satisface,
o porque no la encuentran acorde a sus propios prejuicios, con los que encima
lanzan peroratas y homilías seudo científicas cargadas de una arrogancia
inadmisible. ¿Qué es la indecencia, y aún más, y sobre todo, qué supone
la indecencia sexual? Si se mantiene un respeto a los principios morales
impuestos, si no se daña ninguno de esos principios establecidos por cada
comunidad humana, ¿cómo puede decirse que la pornografía es indecencia?
Ese respeto a la moral sexual, hija de los contenidos y estructuras políticas
y sociales de un Estado concreto, ¿en qué sentido específico hemos de entenderla?
O para ser más concretos, si tanto se dice que lo obsceno es lo sucio ¿quién
define qué es lo sucio de lo limpio, un psicólogo, un ama de casa, un filósofo
borracho? ¿Qué es eso de suciedad? «Discutir la naturaleza y el significado
de la obscenidad es casi tan difícil como hablar con Dios» dice, bien a
propósito, el escritor americano Henry Miller.
Hacemos, por tanto, la acusación
de que los detractores de la pornografía se mueven entorno a ideas confusas,
cuando no deliberadamente retorcidas y adaptables a sus intenciones. Como
resumen de lo que apuntamos, el poeta y novelista Mario Benedetti, lo expresa
con gran transparencia: «Esta discrecionalidad es justamente el peligro,
ya que todo lo confía a la inteligencia, sensibilidad y amplitud de los
censores, profesión esta en la que no suelen abundar los dos dedos de frente.
El origen etimológico de la palabra pornografía (del griego "porne", o sea,
prostituta, y "graphe", o sea, descripción) justifica ampliamente la primera
acepción del Diccionario de la Real Academia Española: "Tratado acerca de
la prostitución". Pero ¿cuántas obras acusadas de pornográficas caben dentro
de esa acepción? Probablemente, ninguna. La segunda acepción dice: "Carácter
obsceno de obras literarias o artísticas". Lo peligroso es fijar la frontera,
ese movedizo límite donde termina presumiblemente lo artístico y empieza
(no menos presumiblemente) lo obsceno.» Como es obvio, bajo el origen de
esta palabra, solo verdaderos tratados de proselitismo pueden ser encuadrados
dentro de tal concepto. Pero es que esa acepción empleada para obscenidad
nos remite, tal y como apunta Benedetti, a la meta censuradora de la que
hablamos antes, y que se apoya en conceptos vagos y nebulosos. Bajo niveles
universales, el pudor se convierte en algo tan gratuito como cualquier mención
sobre los honores de manera independiente a cualquier otro detalle de importancia:
lugar, época, leyes, régimen político, revoluciones...
Pese a una enorme cantidad de trabajos en los que se alerta sobre el pensamiento
difuso de tantas mentes timoratas, aún prevalece la idea de que, mientras
el erotismo es elegante y sublime, la pornografía posee una naturaleza sórdida
e injustificable. El afán de esos individuos por destruir lo que ellos consideran
como «la decadencia y depravación humanas» posee, tal y como podemos imaginarnos,
no solo muchos rasgos de gran hipocresía (pues algunos de esos iluminados
con vocación censuradora no hacen sino apropiarse, en su vida privada, de
los mismos productos que en lo público vilipendian con indignación tan vehemente)
sino también de intensa ignorancia respecto al concepto mismo que tanto
rehuyen a toda costa. La Iglesia cristiana lleva más de dos mil años utilizando
semejante estrategia: pues lo pertinente, bajo el propósito de sus ministros,
no es tanto definir como ocultar, y no solo el producto o actitud que persigan
sino a la propia palabra que los representa. Nada se adapta mejor a los
intereses de alguien que aquello que permanece bajo una definición vaga,
brumosa, esencialmente maleable. Para ello, actualmente no se ha dudado
un segundo es esgrimir razones espurias sobre lo bello y lo feo, lo elegante
o lo tosco, lo casto y lo impuro. En la Iglesia hay numerosos ejemplos de
teóricos de la vida sexual de sus contemporáneos; uno de ellos es San Juan
Crisóstomo, que ataca la relación de dependencia sentimental del matrimonio
al establecer que dicho vínculo es como una cárcel con la que se impide
una ascensión hasta las alturas divinas. El hombre en matrimonio se preocupa
más de los aspectos terrenales que de los sagrados o divinos. Ya San Pablo,
en la carta a los Corintios, había dicho que el matrimonio era un refugio
de débiles para huir de las tentaciones de la carne. Para San Agustín el
contacto físico con la mujer precipita al hombre a un pozo de degeneraciones
espirituales: «Nada contribuye tanto a derribar la mente del hombre de su
ciudadela como las lisonjas de las mujeres. Y ese contacto físico sin el
que no es posible poseer una esposa». El sexo para este «santo» queda asociado
a un fin exclusivamente reproductor, nunca como forma de sublimar pasiones
latentes o de conseguir un cierto grado de purificación del espíritu.
La Iglesia ha edificado un conjunto de pilares de la sexualidad del buen
creyente. Curiosamente, la proclamación de la Familia como un «valor cristiano»
es un asunto bastante más moderno de lo que muchos piensan, como ya ha quedado
reflejado en algunos grandes padres de esta misma Iglesia, detractores de
uniones de matrimonio y de apegos terrenales. Pues esta religión positiva,
de tanto poder sobre Occidente, es una de las que mayor presencia tienen
sobre las costumbres y ritos de tantos hombres. Hoy, en cambio, se predica
la familia casi como un invento católico, cuando no es sino un giro de timón
en su política establecida. El Vaticano ha ejercido durante mucho tiempo
la labor de juez espiritual y estético, pues según sus postulados nada que
atente contra Dios es, o puede ser bello, y en consecuencia, como el vicio
y los seres concupiscentes representan una seria amenaza al Supremo, éstos
no son sino feos, horribles o degenerados. Sería curioso sumergirse en la
supuesta estética de ciertos poderes: lo bello es lo casto porque lo casto
es lo cercano a Dios. Ese tipo de valoraciones se ha cuajado en artistas
contemporáneos que establecen que existe una indisoluble unión entre lo
ético (lo que ellos entienden por ética) y lo estético. Un aspecto nada
superfluo, pues en gran medida en esto se basan los censores a la hora de
esgrimir alguna razón contra parte de una obra humana. El argumento es el
siguiente: la belleza no es sino el producto de una vida honesta. Lamentablemente,
aunque quisiéramos creer tal cosa, no podemos sino decir que la honestidad
(o la castidad, o aquello que quieran unir a lo bello como una idea supuestamente
objetiva) no es una virtud encadenada a la belleza estética, pues ni siquiera
se dice lo que se entiende por belleza (ya el propio Kant lo enuncia en
su ensayito Sobre lo bello y lo sublime) ni si ésta es un atributo imprescindible
de virtudes humanas. ¿Se habla de una belleza física, en una obra de arte,
o bajo qué aspecto exactamente? Y en cualquier caso, lo que se supone bello,
sobre todo en una obra, ¿es reflejo indudable de alguna supuesta virtud
moral o ética? Ética y estética son dos lazos unidos por la casualidad de
la Historia.
Desde
la poderosa influencia del Vedanta en Grecia, sobre la base de un desprecio
hacia los sentidos como parte del velo de Maya, pasando por el pensamiento
platónico, según el cual las percepciones sensibles, aunque sombras sobre
la caverna, permiten por medio del progressus ascender al mundo arquetípico
y eterno de las Ideas, hasta los cambiantes postulados de la Iglesia cristiana,
empapada a su manera de platonismo «interesado», el uso de la palabra impudicia
ha sido extraordinariamente variable. Los regímenes políticos y sus propias
ideologías han sido el eje de fuerza para retorcer esta idea tratando, asimismo,
de venderla como algo universal. No obstante, a lo largo de la Historia,
muchos escritores y filósofos han sido calificados de desvergonzados, valoración
que, como repetimos, ha ido variando según el territorio y la época en donde
nos hallemos: la estela es muy larga, sin duda, y de ella destacan, tanto
algunos escritos libertinos de Ovidio, que mucho disgustaron al emperador
Augusto, deseoso de imponer en Roma un nuevo modelo de virtudes (algo que
acabó, por cierto, chocando con los desmanes de su propia familia, y en
concreto de su nada casta hija Julia, a quien tuvo que desterrar finalmente
a un islote), pasando por Boccacio y su propia obra, hasta el mismo modernismo
de James Joyce, con esos pasajes del Ulises en donde se trata de forma poco
«recatada» temas escandalosos de entonces, como el adulterio. Son bien conocidos
los casos de censura que impusieron diversas fórmulas políticas, catalogando
ciertas obras como «repugnantes»; tal es el caso, por ejemplo, del archifamoso
poema Las flores del mal, de Charles Baudelaire, uno de esos poetas a quien
deciden convertir en maldito casi por confusión generalizada. Y es que parece
que lo que, desde ciertas instancias políticas y religiosas, se pretende
proteger no es sino la conservación de un orden establecido. Ese supuesto
orden moral es el que se ciñe como una cota de malla, no tanto para suprimir
por completo los comportamientos y actos que penaliza, como para circunscribirlos
dentro de los márgenes angostos de una marginalidad permanente. Sería interesante
ver que dicha cota de malla ha funcionado, y funciona, como el resultado
implícito de una falsa conciencia.
Como bien dijo Theodor Schroeder, la obscenidad no se encuentra en ningún
libro ni representación alguna, sino que supone «una cualidad de la mente
que lee o mira». La pornografía, dejando a un lado la nebulosa conceptual
de tantos censores (censores de palabra y de actos, pues la mente censuradora
registra su repudio público respecto a cualquier manifestación que suponga
una amenaza a su no menos difusa «escala de valores») se halla así no tanto
en las cualidades del objeto sobre el que se aplica como en la actitud de
quien lo juzga. La frase del cineasta estadounidense Woody Allen de que
el erotismo es la pornografía del otro es absolutamente certera por cuanto
que describe ese hecho, tan pocas veces comentado, de que es el censor quien
aporta los atributos de obscenidad y no su objeto de desprecio. Ese objeto
de desprecio no lo es (despreciable) sino porque, sin duda, encarna en la
mente de quien lo condena o rechaza una serie de ideas contrarias a las
que este mismo inquisidor propugna. A este respecto, se habla hoy de que
debe existir una censura televisiva, lo cual en muchos casos se debe a la
estupidez de algunos demagogos y, en otros, a la ingenuidad de unos cuantos
bienpensantes. La estupidez se halla en el hecho de considerarse rectores
universales de lo que debe o no ser puesto en escena, tal y como ya ha hablado
de esto Gustavo Bueno acerca de la «telebasura»: como si ellos encarnaran
la voz definitiva e infalible que habla en nombre de la sociedad sobre la
que actúan decidiendo contenidos. Por otro lado, la ingenuidad de algunos
porque, pese a su buena disposición por suprimir ciertos programas de la
tele, o al menos la de desplazarlos a franjas horarias que no estén al alcance
de los niños (pues, ciertamente, resulta un poco preocupante que a la hora
de la programación infantil se emitan sesudos debates formados por zorritas
de medio pelo, cotillas homosexuales y chaperos calvos y enfadados), no
ven la circunstancia de que, aplicando el mazo inquisidor para esto, habrían
de hacerlo para otras muchas cosas, pues es difícil, por no decir imposible,
saber cuándo concluye la censura, y cuándo ésta es o no necesaria: es el
viejo problema de arrogarse unas competencias para algo que nos parece justo
cuando el hecho de ejercer la censura para lo concreto supone, de inmediato,
poder aplicarla para lo general.
Ahora que ya hemos desarticulado el término pornográfico, de uso mayoritariamente
público entre quienes se han forjado una idea de lo que supone tal palabra,
vemos que lo que se establece por consenso (una idea no menos vaga que dejarle
a los censores la tarea de dilucidar qué es obsceno) como cosa pornográfica
no es sino el hecho mismo en el cual se representan formalmente los órganos
genitales humanos. Es muy superfluo decir que la pornografía es un producto
humano, pues esto es claramente obvio. El que aparezca, como aparecen en
tantos documentales de «vida salvaje», la relación sexual explícita de dos
hipopótamos (mientras uno enorme y encaramado sobre el otro se afana en
hacer bien su tarea sobre una charca), o la de dos canguros, o la del buen
león de la sabana, no es, desde luego, algo pornográfico sino tan solo biológico:
es sexualidad revelada en el plano puramente instintivo. Y es que para adentrarnos
en las posibles intenciones sobre lo obsceno como supuesta exposición, sin
tapujos, de los genitales humanos, es necesario que hablemos ahora del recato,
algo también propio del hombre. Los humanos sentimos pudores de nuestro
cuerpo (unos en mayor medida que otros, por supuesto, y en no en todas partes
ni bajo cualquier «cultura» del mismo modo) y es por eso por lo que, fundamentalmente
en los países del llamado primer mundo, tendemos a creer que el pudor es
una parte propia de nuestra naturaleza cuando no es sino el producto consumado
de una sociedad en concreto. Hay muchas tribus de la selva amazónica en
donde las madres enseñan a masturbarse a sus hijos, lo que sin duda aquí,
en España, es visto por muchos con gran perplejidad, cuando no con repugnancia
absoluta. Queremos decir con ello lo que tantas veces se ha insinuado: que
el pudor, como la obscenidad, no es sino un concepto confuso, pues varía
con el tiempo y con las estructuras sociales que los emplea.
Existen
tantos tipos de obscenidades como hombres para calificarlos. Exponer gráficamente
(o por medio de la evocación literaria de imágenes) órganos sexuales en
funcionamiento, ha servido, por lo común, para definir con alivio (ahora
que el tratado sobre la prostitución no nos vale) el concepto de pornografía,
así como para diferenciarlo del de erotismo. De esa forma, el erotismo,
que se define como amor sensual, puede distinguirse, para estos mencionados
censores, de la otra palabra, pornografía, en virtud del dudoso hecho de
que entre una y otra existe una muralla llamada sexo revelado. Los frescos
satíricos de la Roma imperial, en donde figuran en multitud de posturas
los avatares amorosos de hombres y mujeres, hoy se consideran como una «pieza
de gran valor artístico e histórico», escenas divertidas y curiosas de orgías
humanas; no obstante, bajo el prisma del presente, nunca, o muy pocas veces
suelen ser estimadas como repugnantes, vituperables, incluso impúdicas,
etc. No solo eso: hasta se ha generado ese tipo de simpatías que se despiertan
entre tantos pudorosos que, al ver los actos del pasado, no pueden sino
verse reconocidos en ellos de alguna forma, sobre todo en la medida en que
sienten una atracción inconfesable hacia ciertas imágenes desnudas, para
las cuales no dudan en ponerse las manos sobre los ojos, aunque, eso sí,
dejando siempre un hueco para seguir mirando. Otro tanto de lo mismo sucede
con los Epigramas de Marcial, que al ser valorados como un documento histórico
(un fresco de la vida diaria romana) no recae sobre ellos ninguna estimación
peyorativa, sino que, a lo sumo, se les concede la categoría de satíricos
o traviesos. Y sin embargo, cuando volvemos la mirada a ese pasado en el
cual tratamos de ver las raíces del erotismo como concepto, no podemos sino
asombrarnos ante el hecho de que esos frescos, esos libros y ciertas pintadas
callejeras hoy serían muy mal vistas, consideradas como sórdidas o estúpidas,
lo mismo que ir llevando por la calle un amuleto de Príapo, un solitario
falo alrededor del cuello.
Lo difuso no está solo en el concepto de pornografía sino también en el
de erotismo, que parece aquejado de los mismos males que su otra palabra
hermana. La distinción no es baladí, desde luego, pues sirve para darnos
cuenta de que las asignaciones no resultan, la mayor parte de las veces,
sino arbitrarias, dependientes de contenidos morales, de estructuras sociales
y políticas. La Cultura, descendiente del reino de la Gracia como un saber
con el que el hombre supera a la Naturaleza, desciende su mirada benévola
hacia las «obras de arte» del pasado para que con ello nadie, o muy pocos
(tal vez, en el caso de EEUU, algún republicano timorato e hipócrita que
mande tapar los pechos de las estatuas de su recinto de trabajo) se atrevan
a acusarlas de inmorales, de «sucias» o repugnantes. Bajo los principios
de que el erotismo es propio del arte, pues son innumerables los ejemplos
de obras artísticas que han podido ser clasificadas de esa forma (desde
Las Mil y Una Noches, pasando por El arte de amar, de Ovidio, hasta un largo
etcétera), y de que lo pornográfico es la actividad o resultado de una conducta
humana reprobable, los iluminados (que, son por cierto, muchos hoy en día)
han trazado una línea del buen gusto con el fin de discernir lo que «es»
de lo que «debe ser». El cine, la literatura, las pinturas, nos dejan testimonios
constantes de representaciones explícitas de sexo (como la colección de
dibujos al carboncillo de Pablo Picasso, o su serie de «Violaciones», tan
aplaudidas por la crítica) que, sin embargo, y en base a la estima pública
otorgada por la mitológica cultura en la que están inscritas, refulgen hoy
como obras eróticas, y no pornográficas: son famosos los cuadros de Salvador
Dalí de carácter «obsceno», como es el caso de El gran masturbador, o esa
serie de dibujos muy explícitos de Picasso que abordan la sexualidad masculina
tomando la mitológica forma de un toro.
Sobre
los cánones de nuestro mundo, la pornografía no suele ser considerada como
parte integrante de ninguna disciplina artística. Constantemente se dice
que representa el mal gusto, cuando lo cierto es que no solo no se explica
qué se entiende por tal cosa, sino que, además, a estas dos palabras se
les otorga cualidades casi metafísicas, al plantearlas como Ideas que gravitan
por encima de una conciencia universal, de un sentido común invariable.
Atribuir a un producto humano (ya sea una película, un libro, un cuadro,
etc) los adjetivos de bondad o maldad del gusto no es sino volver a ese
campo tan oscuro de las apreciaciones personales, que no se fundamentan
en criterios estéticos objetivos sino en prejuicios de orden moralista entorno
a la exposición y difusión de temáticas que, a ojo de tantos mentecatos,
dañan la dignidad humana hasta deteriorarla. El mal gusto existe, no queremos
ponerlo en duda, pero para ello es necesario, no solo decir si es un «mal
gusto» de uno o varios individuos, o si lo es de todos al mismo tiempo,
sino también qué representa lo malo respecto a lo llamado bueno, y cuáles
son los criterios que hacen que lo malo sea desdeñable respecto a eso que
se nos vende como bueno. Por supuesto, el catolicismo ha pintado mucho en
todas estas consideraciones, como ya apuntamos antes en las ideas de orden
y poder de la Iglesia, siempre atenta de regir la vida ética y sexual de
sus fieles. El cinturón de castidades morales que predica aún hoy el Vaticano,
junto a sus alegres opiniones acerca de diversos aspectos, como el uso de
preservativos (condenando incluso el usarlos en países de África contaminados
por el SIDA) o la relación física entre homosexuales (a quienes llaman viciosos),
no hace sino situarnos en el contexto de una cierta ideología que no se
percata del hecho de que, bajo el reino de Dios, los cambios y estimaciones
sobre diversas materias han cambiado con los siglos, las épocas y los hombres.
No digamos ya si nos referimos a la moralidad impuesta del Islam y esos
preceptos de un macho dominante que decide sobre la vida y obra de sus mujeres.
Ya se sabe que el buen fiel y suicida que lucha en nombre de Mahoma va al
Paraíso, en donde le esperan 73 vírgenes tan hermosas como serviles. Hoy,
esa misma promesa de sexo ultraterreno se instala en la conciencia mutilada
de tantos «mártires» que vienen a inmolarse porque Aláh les ayuda en su
causa. Las religiones positivas mayoritarias (Cristianismo e Islam) controlan
así los instintos de sus adeptos a través de la fórmula clásica, aunque
no por ello menos útil, del premio y el castigo. El homosexual en el cristianismo
va derecho al caluroso infierno, eso es inevitable. En cambio, el padre
de familia y fiel de su propia esposa tiene todas las papeletas para irse
al Cielo.
La antropología ha dedicado buena parte de sus esfuerzos al propósito de
ver los condicionantes sociales y políticos que determinan los distintos
roles de la sexualidad humana. Desde los Paraísos perdidos de Margaret Mead
y sus Adanes y Evas samoanas hasta la sexología moderna, abanderada por
feministas ociosas y resentidas, existe un largo catalogo de tratados sobre
esos instintos que, al aplicarse a un celo eterno (esto es, a un deseo que
no depende de ninguna época del año), adquiere una dimensión gigantesca
en toda sociedad política. Pulsiones que, controladas por cada cultura,
cada tradición establecida y cada régimen de turno, quedan de ese modo a
merced de los criterios de fanáticos religiosos, de políticos moralistas,
de ciertas multinacionales sin escrúpulos, de células poderosas e interconectadas
que cambian el sentido y concepto de las palabras con el fin de manipularlas
a su propio antojo. Y es que el sexo viene inscrito en el entramado social,
y no como lo entienden en la Polinesia, por ejemplo, donde se considera
como algo esencialmente malo y que no pertenece a dicho conjunto. Pero,
si dentro de una sociedad existen mecanismos de poder, entonces, ¿no es
razonable que consideremos que el control del sexo como actividad social
es un control de la vida de los ciudadanos, de los consumidores? La clasificación
de lo obsceno o lo pecaminoso tiene resonancias puramente religiosas por
cuanto que la Iglesia tiende a creer que la vida sexual fuera de los preceptos
marcados por sus dogmas no es sino una seria amenaza a su propia estructura.
El cieno, el barro moral con el que se salpica la conciencia del hombre
contemporáneo hace que, muy a menudo, éste se sienta cohibido ante la manifestación
de esas referidas pulsiones. Sin embargo, no podemos quedarnos solo en el
terreno de la Iglesia católica: debemos ir desde la ideología y dogmas impuestos
a los políticos que proyectan leyes relevantes (sobre el aborto, el matrimonio
de homosexuales, la píldora anticonceptiva, etc) hasta los mandatos de grandes
corporaciones que, inmersas en el mercado pletórico, no hacen sino marcarnos
continuamente pautas de conducta sexual establecidas.
¿Y
qué es lo obsceno entonces? Lo obsceno es, popularmente, lo sucio, y lo
sucio es así lo condenable, lo que es necesario reprimir mientras los políticos
deciden en el Parlamento la regulación de ciertas relaciones humanas, la
Iglesia bendice a sus fieles y condena el anticonceptivo, y las multinacionales
nos venden su propia noción de los pecados carnales, representada en las
televisiones y anuncios como el factor constante de una moda, de una tentación
(sexual, se entiende) hacia el producto en venta. De todos modos, luego
nos ocuparemos de la pornografía del mercado pletórico. Nótese a este respecto
que lo obsceno es un asunto que queda hoy centrado, obsesivamente, en el
sexo y sus circunstancias: en la nebulosa ideológica decir «eso es obsceno»
es imponerle a lo referido una inevitable etiqueta sexual. Y yo me pregunto:
¿es esa vinculación artificiosa de lo obsceno al sexo algo que nace espontáneamente?
Es razonable decir que no. Y es que existen intereses más o menos ocultos
por atribuir a la sexualidad humana atributos preestablecidos con los que,
ya de partida, imponer peticiones de principio. Por eso muchos piensan que
lo «pornográfico» es obsceno, y como lo obsceno es algo repugnante (lo que
se enseña sin tapujos, «sobre escena»), la pornografía repugna o es asquerosa,
o simplemente degrada. Se ha construido un molde, una mascara de infamia.
Quiénes construyen la mascara es algo complejo de discernir, pues no son
pocos los poderosos a los que les interesa esto: la Iglesia, los partidos
políticos, ciertas agrupaciones, algunas multinacionales y sus principios
depredadores de mercado libre. Las grandes corporaciones mandan mensajes
subliminales de modelos de macho y hembra humana, de patrones de conducta
y de relación social: ¿no es el sexo una parte prioritaria de dicha relación?
Como ejemplo de lo apuntado, ya se sabe la influencia que poseen los laboratorios
farmacéuticos, capaces de imponer lo que debe venderse al mercado, no por
asunto de ningún fin público, sino por grandes remesas de algún fármaco
en stock y en el que se han invertido millones de euros. Por ejemplo, es
bien conocida esa tendencia a hacer una tragedia pública sobre la menopausia
cuando son los laboratorios quienes, a través de la publicidad visual de
sus «antídotos contra la depresión de las mujeres», no hacen sino conducir
a tantas consumidoras a la compra de ciertos productos relacionados con
esta fase biológica femenina: se venden así millones de cápsulas con hormonas
amén de otros productos que, en el pasado, se ha demostrado que, no solo
no fueron beneficiosos para sus organismos, sino que les provocaron algunos
trastornos severos. Y sin embargo, hoy estos centros de poder marcan lo
que debe o no venderse, lo que debe o no hacerse, lo que debe o no decirse.
Intereses financieros, estrategias políticas, afanes religiosos (de religiones
positivas), todos estos elementos presionan de un lado o de otro con el
fin de modificar concepciones maleables solo para su propio provecho.
3. ¿Qué es lo erótico?
Acabamos de confirmar que ciertas cuestiones relacionadas con el sexo se
hallan controladas, en buena medida, por grandes centros financieros y políticos,
y que son éstos y sus propios intereses los que marcan los roles de cada
mujer y cada hombre en Occidente. Naturalmente se trata de una influencia
cuyo origen no es espontáneo ni en cuyo fundamento dejamos de ver el hecho
de que ninguna de estas estructuras poderosas existen de forma independiente
o aislada, sino que se encuentran, asimismo, determinadas por causas efectivas,
dentro de concéntricas nebulosas ideológicas. No se trata tanto de que halla
un Gran Hermano que controle la vida sexual de cada persona como de la existencia
absoluta de centros poderosos cuyas metas son las de ejercer dicho control,
algo que finalmente consiguen en ciertos sectores sociales. La sexualidad
es uno de los temas que más tienden a manipularse, a falsearse. El mercado
pletórico ha hecho difundir con eficacia mensajes contradictorios respecto
a temas sobre sexo. Igual que con la obscenidad, núcleo sobre el que gira
el pensamiento de tantos conservadores que predican la decadencia del americano
y el europeo sobre la base de sus costumbres relajadas, el erotismo se halla
en el centro de la polémica, pues, paradójicamente, y al contrario que con
lo obsceno, lo llamado erótico posee un veredicto positivo o favorable.
Con las particularidades pertinentes, lo cierto es que, a lo largo del siglo
anterior (y especialmente en las últimas décadas) se ha fomentado una idea
de erotismo que entronca con el estudio de Nietzsche sobre lo apolíneo como
base de las artes humanas. La contemplación extática por lo bello ha hecho
que, sobre la fórmula mágica de la Kultur alemana, las obras de la Antigüedad
tomen el cariz de eróticas por cuanto que el erotismo proviene, como producto
de Eros, de la contemplación por lo Bello, lo que no sucede con lo llamado
obsceno, que entra a formar parte de aquello que atenta, supuestamente,
contra el arte y la Cultura con mayúsculas. El erotismo es obra del artista,
del creador que refleja una idea pura del arte que no debe ser corrompida
por la llamada pornografía, descendiente de Voluptuosidad. Sin embargo,
tal y como veremos pronto, esa muchacha (Voluptuosidad) sigue siendo hija
de quien es, es decir, de Eros, por lo que lleva su misma sangre.
En
Europa ha habido no pocos casos de choque entre ese supuesto buen orden
moralista y ciertas obras trasgresoras, algunas de las cuales ya hemos mencionado
antes, como el célebre poema de Baudelaire. Pero con el cine este impacto
ha sido muy superior por cuanto que confronta, de forma simultánea, los
prejuicios de muchos espectadores con la realidad de ciertas películas.
Cuando se estrenó en el festival de Cannes la película japonesa de Nagisa
Oshima El Imperio de los sentidos (1976), se produjo por toda Europa un
gran revuelo, pues era la primera vez que muchos se enfrentaban a una obra
que siendo, a juicio de tantos especialistas, un buen relato (esto es, tras
aplicarle los criterios estéticos y supuestamente objetivos de los que hemos
hablado en el anterior epígrafe), resultaba salpicada de escenas de sexo
obvio. El occidental bienpensante no podía entender que una obra de arte
cinematográfica pudiera hallarse «contaminada» por la sombra de la pornografía.
Entonces, algo confusos, decidieron con rapidez transformar el concepto
para convertirlo en erotismo. La dureza del deseo, lo llamaron, y de esa
forma se salieron por la tangente sin tener que enfrentarse a sus propios
prejuicios. De cualquier modo, el caso es que ya entonces regresó el dilema
erotismo-pornografía, y es que la «crítica seria» tuvo que aceptar, aunque
fuese a regañadientes, la evidencia de que un producto de valor artístico,
o de cierto interés narrativo, puede tener a veces temáticas «obscenas».
La obscenidad sexual dejó de ser, durante muy poco, el refugio marginado
de mentes mórbidas y supuestamente deformes, de seres autocomplacientes
e improductivos.
Películas posteriores como El último tango en París (1973) de Bernardo Bertolucci,
o la cruda y visionaria Crash (1996), del canadiense David Cronenberg, han
acentuado este dilema del sensualismo y la sordidez, ambos dentro del territorio
del valor estético. El llamado cine X (que posee, como sabemos, esa clasificación
fundamentalmente debida a que es lo innombrable, lo «desconocido», como
la constante matemática, que permanece en la sombra) existe casi desde el
nacimiento del cinematógrafo, pues es obvio que, desde el mismo instante
en que un hombre se hizo con una cámara, y tuvo cerca a una o varias mujeres
dispuestas a colaborar con su deseo (lo expreso en términos no morbosamente
machistas sino aplicados a la realidad histórica de entonces, donde la mujer
tenía mucho menos poder que ahora), o incluso de llamar a otros hombres
para tal rodaje (nacimiento del cine llamado Gay), se constituyó en seguida
un mundo entonces oscuro destinado al consumo clandestino de ciertas clases
pudientes. Ya se sabe, por ejemplo, que el rey Alfonso XIII demandaba películas
de este tipo para su propio uso y disfrute. El cine pornográfico, apoyado
en los logros tecnológicos de una nueva industria (la del cinematógrafo)
permaneció durante mucho tiempo recluido en las sombrías salas de consumidores
no confesos, e incluso avergonzados por su pecaminosa conducta. Sin embargo,
la llegada de Oshima y sus obras El imperio de los sentidos (1976) y El
imperio de la pasión (1978), hicieron retorcer la idea clásica y pública
de una pornografía encerrada tras los barrotes del Mal gusto.
La
difusión extraordinaria de productos cuyo sentido, directo o incidental,
se esconde en la estimulación erógena (o sensual, como a muchos gusta decir
para tener limpia su conciencia) por medio de una serie de clichés preconcebidos,
de los que luego nos ocuparemos, supone en el siglo XX toda una revolución
para una industria, la del sexo, que en las últimas décadas ha tomado un
poder e influencia formidables. El sector del ocio y el entretenimiento
han incorporado a sus filas a un incómodo compañero llamado pornografía,
un negocio boyante que cada año mueve miles de millones de euros, con empresas,
americanas y europeas, que poseen casi tanto poder como muchos paupérrimos
países de África, auténticos oligopolios que cotizan en Bolsa y que mantienen
sus acciones por las nubes. Tras dos guerras mundiales que conformaron la
estructura política del planeta, bajo el Imperio americano de EEUU, y ya
asentados los Estados del Bienestar en Europa (aunque ahora presenten ciertas
dificultades, entre otras cosas por la pujanza de China que, con su competencia
feroz, ha hecho que países como Alemania reduzcan por el momento sus prestaciones
sociales) se puede decir que solo hay dos negocios cuya rentabilidad permanece
invariable, constante y próspera: uno es el negocio de pompas fúnebres,
el otro el del sexo. La habitación roja, verdadera metáfora del carácter
clandestino que durante tanto tiempo han tomado los productos asociados
con la pornografía (o el erotismo, en su caso, pues en ciertos países es
pornográfico que una mujer enseñe un pie desnudo, por ejemplo) se ha transformado,
con el auge de los medios de comunicación y el imparable ascenso del torbellino
tecnológico, en una zona abierta y sin fronteras a la que acceden millones
de personas diariamente. El 80 % del contenido de Internet, verdadero y
cósmico cajón de sastre de la Humanidad, es de naturaleza sexual y, en casi
todos los casos, de carácter pornográfico en la medida en que se muestran
infinitas imágenes, publicaciones y películas donde lo que prevalece es,
básicamente, ver a uno, dos o más seres humanos haciendo sexo. La cota de
malla de los pudores se ha disuelto en el ácido de un ámbito en el que cada
cual puede exhibir lo que quiera, lo que nos ha demostrado, asimismo, lo
mucho que quieren enseñar algunos cuando les permiten hacerlo. Naturalmente,
este inmenso río de imágenes, caudaloso y en constante crecimiento, se desborda
a veces ante la aparición de redes delictivas que trafican con videos y
fotos hechas a niños. Un mundillo realmente sórdido que, a través de las
acusaciones de proselitismo (sería, en efecto, el único caso que pudiese
solaparse a la acepción de la Real academia de la Lengua española) ha manchado
a otras partes de un negocio con las cuentas tan claras como cualquier otro.
La prostitución, el narcotráfico, el abuso a niños, todo este rosario de
infamias se achaca a la pornografía actual, al menos en la vertiente de
ciertas acusaciones sin mucho fundamento, hechas por predicadores iluminados
y por guardianes del buen orden.
Sin embargo, estas mismas acusaciones pueden plantearse también para un
almacén chino de alpargatas que sirva de tapadera a negocios turbios relacionados
con las mencionadas actividades delictivas, por lo que no es el carácter
pornográfico de una industria (o su bondadoso reflejo erótico) lo que hace
que se registren casos de pederastia, o de venta de droga. Se ha tendido
a relacionar casos particulares con una industria en su conjunto de la que
muchos, en su infinita hipocresía, echan pestes mientras siguen consumiendo
de ella. En ningún caso, a excepción de las religiones, se materializa mejor
el fenómeno de la falsa conciencia como con la pornografía. Por supuesto,
ha habido y hay quienes sencillamente la detestan, o quienes la reducen
a un espectáculo bochornoso e indigno donde el hombre se convierte en una
máquina automática, un juguete con atributos imposibles que se encuentra
amenazado por la posibilidad de caer roto en cualquier instante. Pero todos
esos críticos no hacen sino exhibir los mismos prejuicios que tienen los
iluminados respecto a las consideraciones estéticas y el buen gusto. Muchos
de los clichés de las novelitas eróticas francesas del siglo XIX tienen
a doncellas que espían detrás de una puerta. Lo que hay tras la puerta no
tiene significado si la doncella novelesca no se lo otorga, si no se perturba
o excita ante la visión que la cerradura le ofrece. Podemos así aferrarnos
a la palabra pornografía como si tratase de un producto de la actividad
humana que, al quedar representado en revelación de imágenes (una película,
un cuadro, un dibujo) o bien en evocaciones literarias, produce un estímulo
erógeno cuya variación depende de quien observa o evoca tales escenas. Bajo
ese plano definitorio, no son pornográficas las relaciones íntimas de una
pareja, sino simplemente sexuales; tiene que existir, como sabemos, una
intención interpretativa, o meramente descriptiva de ese mismo asunto, para
que alcance el supuesto estatus de pornográfico: por eso la pornografía,
como el erotismo, está relacionada con la intención y no con la mera práctica
de unos hechos. Por eso, el llamado erotismo, como la pornografía, se ocupa
de un aspecto esencial de la vida humana cuyo origen es, en su fondo, semejante
al de las obras adscritas al género de terror o de comedia. Como hemos apuntado,
ese voyeurismo (palabra francesa que explica bien el fenómeno) es el núcleo
de la pornografía moderna, plagada y saturada de imágenes que suelen plasmarse
en una pantalla de televisión o cine. El género erótico necesita, como cualquier
otro género, de una complicidad entre el supuesto sentido de la obra y los
esquemas mentales de quien la interpreta.
Ahora
que los buenos puritanos, muy a su pesar, contemplan cómo es ya imposible
recluir a esta industria en una simbólica habitación roja, se abalanzan
contra ella acusándola de machista, de tener a la mujer como un mero objeto.
Lo cierto es que, en no pocas ocasiones, tienen razón a la hora de darle
semejante apelativo, ya que la mujer no controla sino una parte minúscula
del negocio (aunque con las salvedades de ciertas actrices americanas y
europeas, ya millonarias) y muchas veces es, encima, supuestamente «usada»
por los hombres que manejan los resortes de dicha industria. Pero con eso
no se está sino atacando a un modelo cuya relativa y supuesta verdad genérica
no consume el hecho de que no por pornográfica ha de ser machista una obra,
pues también existen ejemplos de mujeres, como la célebre escritora Anaïs
Nin, que han hecho erotismo «obsceno», y sin embargo nadie las ha acusado
de feministas o, si lo han hecho, no es con un negro deje inquisidor. Si
el sistema social es machista (también debemos ver cuál sistema en concreto,
con sus particularidades) entonces hay que aplicar esa misma valoración
a cualquier otro género de actividad humana, y no solo a las industrias
del porno. Es esa estructura y su funcionamiento, por medio del control
de aparatos de poder gubernamentales, principalmente, la que se apodera
de las empresas y no al contrario, por lo que la industria del sexo es solo
un ejemplo de sus efectos y no la causa misma. También es machista Hollywood
al pagarle, por lo común, mucho menos a sus actrices que a los actores,
y sin embargo nadie suele decir que la mayoría de asuntos y temas abordados
en las películas americanas -a excepción de obras como Las horas (2002),
por ejemplo- tienen a hombres como protagonistas. Claro que eso no interesa,
o si lo hace es siempre bajo la condescendiente mirada de quien juzga un
asunto que, después de todo, se repite en todas partes. Y es que nos referimos
al doble rasero con el que se marcan juicios morales cuando algo encaja,
o no, en el rígido modelo de algunas mentes puritanas.
Lo que pasa es que cuando ese machismo se aplica a los contenidos explícitos
del sexo, enseguida se convierte en degradación femenina. No dudamos, insisto,
que haya, como las hay, interpretaciones machistas que convierten a la mujer
en el objeto de deseo del hombre. Pero precisamente en eso se basa, en gran
medida, una parte del erotismo, que es el que concibe dicho hombre: ¿por
razón de qué argumento se puede decir que ese erotismo masculino es peor
que el realizado por las mujeres? Existen obras maestras del género que
han sido creadas por la sensibilidad masculina, que es, por cierto, una
de esas cosas en las que muchos idiotas no creen de ningún modo, pues tienden
a caricaturizar al macho humano y a reducirlo a la condición de primate
en celo con instintos básicos, inútil para sutilezas. Por otra parte, el
erotismo femenino también utiliza al hombre como objeto de su deseo, pues
no de otra forma se puede entender dicho erotismo. Según un estudio científico,
entre las fantasías eróticas más frecuentes, tanto de hombres como mujeres,
se encuentra la de tener ciertas aventuras con extraños, por ejemplo, algo
muy común a ambos sexos. Una y otra visión, masculina y femenina, completan
el conjunto de la compleja sexualidad humana, de manera que hacer distinciones
y jerarquías entorno a las cuales, no se sabe bien por qué, ensalzar un
erotismo por encima del otro, no es sino ver solo un lado de los dos existentes.
No digamos ya cuando las feministas actuales acusan al hombre (ahí es nada,
como un ente genérico) de «segmentar» a la mujer en partes por medio del
fetichismo, un asunto del que también se ha hablado y escrito mucho, y que
tiene a Freud como a uno de sus mayores estudiosos. No obstante, pronto
se descubre que las mujeres tienen también sus fantasías, y que si el fetichismo
no está supuestamente tan arraigado en ellas no es sino por causas sociales
y culturales, y nunca biológicas o psicológicas: nosotros consideramos,
a este respecto, que tanto hombres como mujeres se centran en detalles,
más o menos sutiles, respecto del otro sexo, pues es evidente que nadie
imagina a nadie usando criterios amorfos, abstractos, o empleando formas
místicas como las que usa San Juan de la Cruz a la hora de describir a su
Amado: Llama de amor viva, las montañas, las ínsulas extrañas, los valles,
los ríos nemorosos... . todos esos simbolismos poseen una profundidad sensual
enorme de la que artísticamente no dudamos, pero no reducen la cuestión
de base. Si muchas mujeres controlasen la industria del sexo, es muy posible
que usaran hoy su propia sensibilidad, su propia visión, su propia forma
de ver las cosas (influida, asimismo, por la sociedad y el modelo político
establecido), la cual no es ni mejor ni peor que la usada por los varones.
Pero también, sin duda, pronto aplicarían ellas los objetos de sus fantasías
propias, teniendo, por lo común, al hombre como objeto de su deseo.
Desde
ciertas instancias, puritanas, feministas o simplemente demagogas, existen
muchos reproches hacia la pornografía masculina. Acusaciones despectivas
como la de la neo feminista Shere Hite, al establecer que, en base a los
clichés y al modelo de mujer-objeto que vende la industria del entretenimiento
erótico, la pornografía difunde una enseñanza perniciosa, me recuerdan a
las de aquellos que consideran que el mundo de los videojuegos de acción
convierte a sus hijos en asesinos en potencia. Pero con esto, lejos de acercarnos
a la realidad, estos demagogos no hacen sino alejarnos de ella, pues, para
el caso de los videjuegos (a los que, por cierto, también acusan de machistas)
la vida que tratan de enseñar a los niños es muy distinta de la realidad
con la que han de enfrentarse. Cuando se acusa a una película de violenta,
no se está sino describiendo un fenómeno al que, en seguida, se le otorga
una clasificación moral: la violencia es mala, dicen los pedagogos de hoy
en día. Y, no obstante, ninguno de esos que critican la violencia de la
pornografía hace lo propio a la hora de poner a sus hijos frente a un televisor
repleto de imágenes truculentas, propias de cada telediario. Habrá que definir
antes qué entienden ellos por violencia, y en tal caso, si ésta ha de ser
calificada con designaciones morales de buena o mala (la buena violencia,
la mala) cuando lo cierto es que cada acto del ser humano está presidido
por esa misma cualidad básica, explícita o implícita, pero realmente existente
en cada uno de nuestros actos. Respecto a otra famosa acusación, la de que
el cine pornográfico no es un género, o que en todo caso no es sino un repertorio
de documentales escenificados sin trama ni valor artístico alguno, de nuevo
volvemos al ejemplo de directores como Nagisa Oshima, que han revolucionado
ese timorato prejuicio de que cada vez que surgen órganos genitales en funcionamiento,
esa obra es deleznable. Acusan a la pornografía de utilitarista, de onanismo
visual, de estar construida entorno a clichés predefinidos: y sin embargo,
quienes la acusan de esto no suelen decir que, como todo género (literario,
pictórico, cinematográfico) la pornografía se ciñe rigurosamente a sus propios
esquemas. Es como si acusamos al género del western de repetitivo y previsible,
cuando lo cierto es que no hay película donde no salga un Saloon, un cuatrero,
un horizonte de montañas agujereadas y moduladas por la erosión del desierto.
Y es que cuando aplicamos el mismo criterio del western al del cine erótico,
por ejemplo, nos damos cuenta de que este cine utiliza resortes semejantes:
en lugar de un Saloon suele haber una cama, en vez de un cuatrero lo que
existe es un personaje fogoso (quizás el clásico hombre del butano, figura
ad hoc pero necesaria), en lugar de un horizonte de montañas aparece un
dormitorio. Quien afirma categóricamente que el cine porno no es un género,
y por tanto, que no puede haber en él obras de interés artístico, debe considerar
que la aplicación de los clichés de la novelita francesa decimonónica es
la misma, por ejemplo, que para el caso de la Ciencia ficción, que, con
sus particularidades, presenta siempre mundos futuros, androides, y naves
galácticas: ¿por qué no dicen que ésos tampoco son géneros?
En consecuencia, ni un producto humano de naturaleza pornográfica es machista
por el hecho de ser pornográfico (Anaïs Nin es un ejemplo de ello, aunque
también hay una larga ristra de mujeres que usan el erotismo en sus obras,
como la libertina escritora inglesa Aphra Behn), ni el cine ni la literatura
«obscenos» dejan de ser un género, tan respetable como cualquier otro. Y
si existen productos realmente utilitaristas, habría que definir también
qué entienden los timoratos por tal cosa, pues dicho concepto económico
que, tiene en el estudio de la Utilidad marginal su máximo hito, es igualmente
aplicable a cualquier otro aspecto. Si uno lee una novela con la intención
de entretenerse, y si dicho libro consigue ese resultado, entonces, con
independencia de posibles valores artísticos, la tal obra posee un carácter
utilitarista. La utilidad marginal, que es la utilidad adicional que un
consumidor obtiene por cada unidad añadida de producto que consume, se adapta
con perfecta simetría, de la misma forma para una obra de suspense (otro
género establecido) que para una erótica.
Desde
que el hombre ha concebido un universo simbólico entorno a su propia sexualidad,
la función simplemente reproductora ha pasado a un segundo plano, encontrando
en el sexo la manera idónea de conseguir un bienestar físico. Naturalmente,
este deseo, adaptado a las condiciones actuales de la era moderna, y cuando
en el primer mundo se dispone de toda clase de objetos del mercado pletórico,
se ha metamorfoseado en obsesión auténtica sobre la cual reposa la vida
cotidiana de muchos individuos. Las clases de terapia sexual, las «conversiones»
de la mística hindú, despojadas de su sustrato ideológico y centradas, cómo
no, en el centro gravitatorio del orgasmo, han pasado a ser el pan nuestro
de cada día. Un mercado que impone formas y modelos, pero de los que la
pornografía no es el verdugo o culpable sino una más de sus numerosas victimas.
Los programas de educación sexual también juegan ahora, como hace algunos
años lo hicieron capitaneados por la señora Elena Ochoa (hoy, Elena Foster,
esposa del famoso arquitecto del high-tech) una importancia grande en los
programas televisivos de varias cadenas españolas, entre los que destaca,
sin duda, la presencia casi inevitable de la sexóloga Lorena Verdún, una
joven con cara de niña empollona, propia de las alumnas distraídas aunque
formales que, durante clase de matemáticas, piensan en la foto de un pene
vista en el recreo. No obstante, como sucede con las esterilizadas enseñanzas
del Tantra, las clases de sexo no son, generalmente, sino reclamos de audiencia
en las cuales, por medio de un atroz banalismo, se cuentan anécdotas sobre
campeonas del orgasmo, erecciones a media asta o sobre vibradores supersónicos.
Otro aspecto de interés unido al satanizado mundo de la pornografía erótica
es el de la publicidad, que también es un negocio que mueve mucho, mucho
dinero, y que hoy gravita entorno a los reclamos, más o menos suaves, del
deseo físico y sus encantos. Si quieren vendernos un coche, nos meten dentro
una chica bonita, si nos ofrecen un perfume de mujeres, aparece un macho
musculoso y afeitado, medio desnudo... .Y es que está demostrado que el
sexo, no solo vende, sino que incita al consumo por medio de excusas a veces
difícilmente explicables. Tanto es así que podemos decir, a estas alturas,
que uno de los engranajes más efectivos del mercado pletórico se encuentra
en el erotismo. Es más: usando los mismos resortes de la pornografía (la
misma incitación, los mismos clichés) marcas tan prestigiosas como Coca
Cola (y su anuncio del machito sudoroso de la construcción que es observado
por un grupo de secretarias libidinosas), Alpha Romeo o Channel (aquel anuncio
de aquella apetitosa caperucita roja de piernas largas), se sirven de modelos
y formas de los que luego, muchos admiradores de estas imágenes, reniegan
al verlos trasladados a una obra con propósito erógeno. Y sin embargo, como
ya hemos repetido, la pornografía actual no es la culpable de ninguna situación
creada sino la consecuencia de algo cuya causa permanece, en ocasiones,
muy oculta. Los iluminados de espíritu que, una y otra vez, reniegan del
erotismo porno al considerarlo degenerado, dicen toda clase de maravillas
sobre esos anuncios en los que el producto del mercado pletórico se confunde
con el cebo sexual: la chica con el coche, el hombretón con el perfume,
etc. De nuevo la falsa conciencia planea sobre esta sociedad conformista
y autocomplaciente. La estructura, el mecanismo de captación hacia un «objeto»
(ya sea un video casero, un coche o una lata de refresco) es idéntico al
empleado por ese sector «perverso» del erotismo pornográfico. Se acusa a
la pornografía de vivir solo en base a reglas anquilosadas de conducta,
a esos clichés según los cuales no hay espacio para mentes imaginativas,
pero luego, curiosamente, no se dice lo mismo sobre el inmenso planetario
de imágenes sexuales cuya finalidad es, en su fondo, mucho menos honesta
que la del género llamado pornográfico, pues en el primer caso se emplean
artimañas de estímulos y respuestas para atraer a un consumidor en potencia
hacia un producto que no tiene relación alguna con el cebo que lo hace atractivo,
mientras que con el porno (ya sea, en forma de películas, revistas, fotografías,
fotonovelas, cuadros, etc) lo que existe es una transparencia razonable
en cuanto a lo que se persigue y lo que se alcanza.
Por
tanto, ya que hemos demostrado que el erotismo pornográfico es un género
como cualquier otro, incluso desde ese reconocimiento muchos se resisten
a aplicarle los mismos calificativos que a cualquier otra obra de ficción.
No obstante, los ejemplos de obras narrativas cubiertas por el supuesto
velo degradante de la «cruda» representación visual de sexos y coitos (llamémoslos
así, por ser finos) son muchos, y se pueden hallar, sin ir muy lejos, en
los casos clásicos de la literatura. El compendio de cuentos y narraciones
orientales (y no solo musulmanas) de Las Mil y Una Noches, es una punta
de lanza medieval con la que atravesar la conciencia retrógrada de estos
censores de palabra, cuando no de actos. Leamos, si no, este pasaje del
cuento Historia del rey Umar al- Numán y de sus dos hijos Sarkán y Daw al-Makán:
«Al día siguiente la esclava Marchana se acercó a su señora y le lavó la
cara, las manos y los pies. Después llevó agua de rosas y le lavó la cara
y la boca. Entonces la reina Ibriza tosió, vomitó el narcótico y sacó de
su estómago un pedazo como si fuese una píldora. Lavó de nuevo la boca y
las manos y preguntó a Marchana: «Dime, ¿qué me ha ocurrido?» Le refirió
que la habían encontrado tendida sobre la espalda, con la sangre corriendo
entre los muslos. Así se dio cuenta la reina de que el rey Umar la había
poseído y se había unido a ella gracias a una estratagema.»
¿No les parece a estos seres inquisitoriales que los resultados de la violación
de la reina del cuento alcanzan una supuesta falta de pudores muy visible,
bien propia de la pornografía? Pero si esto no les convence, lean nuevas
descripciones de otros relatos de este gigantesco mosaico narrativo: «Al
verme sonrió, me cogió entre sus brazos y me estrechó contra su pecho. Puso
su boca en la mía y me chupó la lengua. Yo hice lo mismo.»
O bien, para entrar en calor:
«Cuando el genio la vio, dijo:
—¡Oh, señora de las sederías, a quien rapté en la noche de bodas! Quiero
dormir un poco.
A continuación, el genio apoyó la cabeza en las rodillas de la muchacha
y se durmió. Ella levantó entonces la cabeza del genio de encima de sus
rodillas, la dejó en el suelo, se plantó debajo del árbol y les dijo por
señas:
—¡Bajad! ¡No temáis a ese efrit!
—¡No, Dios nos proteja! ¡Dispénsanos!
—¡Os lo digo: o bajáis o despierto al efrit en perjuicio vuestro, ya que
os matará de mala manera!
Estas palabras les atemorizaron y descendieron. La joven se plantó delante
de ellos y les dijo:
—Alanceadme con un potente lanzazo; si no lo hacéis, despertaré al efrit
y lo instigaré contra vosotros.»
Esta última historia (curiosamente, la primera de esta obra) sobre un genio
maravilloso que viaja con un baúl en cuyo interior esconde a una ninfómana
a quien le gusta chantajear a otros hombres para que se revuelquen con ella,
no es sino el relato clásico del que se nutre el género de ficción erótica,
y en donde una jovencita de apariencia recatada (de nuevo la virtud como
enseña o estandarte) resulta ser un putón verbenero que engaña siempre a
su propio marido: uno de los clichés predilectos del cine y la literatura
pornográfica, llena de situaciones comunes que afrontan excusas con las
que proyectar los estímulos adecuados. Por otra parte, haciendo un breve
repaso, podemos asegurar que la literatura, como forma de expresión artística,
nos ha dejado la obra erótica de muchos autores, como los irreverentes latinos
o los poetas sufíes y su mística sensualista. En el ámbito de las religiones
cristianas también hay ejemplos bastante insignes. Del siglo VII d.c. tenemos
poetas como Strabon, Sedulio Scoto o Agatías (éste último famoso por ese
compendio de poemas amorosos titulado Dafníaca). En el siglo XI aparece
Baudril de Bourgueil, con un poema tan sensual como ambiguo:
Me achacan también que, hablando cual los jóvenes hablan,
escriba versos a muchachas y muchachos.
He escrito, sí, varias cosas donde amor es el tema,
y a mis versos les gusta el uno y otro sexo.
Del
siglo XII destaca Hilario, autor de dudosa procedencia aunque supuestamente
inglés, y en cuya obra anuncia a los goliardos. Y así podemos pasearnos
por el medievo dejando constancia de una expresión, que modulada por los
versos latinos, se halla constante en cada tierra, en cada régimen, en cada
reinado. Una evocación que, partiendo de la lírica de lo idealizado, conduce
inevitablemente hasta el refugio de una promesa hacia los placeres carnales.
Leamos, si no, lo que dejó escrito el obispo de Rennes, Marbod (1035-1123)
y que alumbra el hecho de que, pronto, como ya antes había dejado claro
Platón en el Fedro, la Idea (lo que para nosotros toma la envoltura de instintos
primarios) toma fuerza bajo la supuesta apariencia del deseo físico:
Loca erraba mi mente, presa de ardor de placeres...
¿No amé por ventura a ellos o a ellas más que a mis ojos?
Pero ahora, alado niño, autor de amor, queda fuera,
y lugar para ti, Citerea, no la haya en mi casa
Los brazos de un sexo y del otro ya no me deleitan.
Como expone Harold Alvarado Tenorio en su artículo Poesía y erotismo en
la edad de la fe, son muchos los testimonios de obras eróticas en una época
marcada por el imperio absoluto de la Iglesia. Sobre la estela de narraciones
orientales de Las Mil y Una Noches, El Decamerón (1349-1351) es un hito
en la literatura de Occidente. Esta obra marca un punto y aparte en la tradición
e insufla una influencia que atraviesa años y revoluciones: desde Juliette,
o las prosperidades del vicio, de Sade, pasando por el erotismo velado y
romántico de Madame Bovary, Ana Karenina o Historia del ojo, hasta ciertas
novelitas modernas como Delta de Venus, de Anaïs Nin. Pero quizás sea Sade,
el «divino» marqués, quien encarna mejor la figura de esa sombra tenebrosa
de la virtud a la que ataca desde todos los frentes, constituyendo, no solo
una cumbre del mejor erotismo, sino el establecimiento de unas Ideas que
golpean muy fuerte al optimismo de Leibnz, por ejemplo, algo de lo que ya
toma nota el propio Volteaire en su Cándido, aunque con otro enfoque: y
es que Sade, como Voltaire, se nutre del pensamiento cervantino de que el
mundo es como es y no como les gustaría a algunos que fuese. La lucha de
la virtud de Justine contra las tentaciones del vicio recuerda, poderosamente,
a esa confrontación quijotesca entre la virtud caballeresca y la falta de
principios de un mundo corrupto e imperfecto. Ponemos un ejemplo de su novela
Historia de Juliette, que es donde puede verse mejor lo que hablamos sobre
esos infortunios de la virtud maltrecha:
«Durante esta inteligente exposición,
Mme. de Norceuil y los muchachos se habían dormido.
—¡Qué imbéciles son estos seres –Dice Norceuil–; son las máquinas de nuestras
voluptuosidades, y eso es demasiado poco para sentir nada. Tu espíritu más
sutil me capta, me entiende, me adivina; Juliette, lo veo, amas el mal.»
En
otro orden, en el opuesto, podemos decir que, bajo la fe cristiana y su
dedicación a la «virtud» religiosa, en nuestra propia literatura tenemos
el ejemplo sublime de San Juan de la Cruz, que usando toda clase de metáforas
sensuales, y sobre la cima de la poesía erótica sufí, no hace sino establecer
una gran mística del erotismo. Caso particular y casi único que confirma
el hecho de que, a veces, los extremos, como puntas de una herradura, tienden
a tocarse. El uso reiterado de imágenes con una vocación inefable (el Amado,
experiencia extra sensorial) se apoya en la contradicción visible de escenas
y objetos que en obras como Cántico espiritual (obra inspirada en esa cima
del erotismo que es el Cantar de los cantares bíblico) no hacen sino ejercer
la presencia de un fetiche. Veamos, si no, este fragmento de dicho Cántico:
«Gocémonos, Amado,
Y vámonos a ver en tu hermosura
Al monte o al collado
Do mana el agua pura;
Entremos más adentro en la espesura»
En esta obra maestra, una vez acallada la pasión, Juan describe sin tapujos
la feliz melancolía que flota tras la fogosidad de un encuentro con resonancias
eróticas:
«Que nadie lo miraba,
Aminadab tampoco parecía,
Y el cerco sosegaba,
Y la caballería
A vista de las aguas descendía.»
Los
simbolismos repetidos degeneran y se transforman en tópicos inevitables,
en situaciones comunes. Cuando en un género se abusa de recursos manidos,
de círculos viciosos, acaba pareciendo una mera deformación de sí mismo,
de sus fines o sus posibilidades. Pero, en el erotismo, como muestra el
poeta español, los tópicos no pertenecen sino a quienes los emplean, y no
a todo un género. Podríamos seguir colocando ejemplos de esos llamados clichés
de la pornografía erótica en obras que hoy gozan de la mayor de las reputaciones.
Un caso es el Ulises de James Joyce, con ese pasaje erógeno de la descripción
del sexo de una joven que mantiene las piernas abiertas en una playa irlandesa,
aunque, claro, ¿quién puede acusar de sórdida a esta obra encumbrada por
la crítica de todas las generaciones, incluso por aquellos que no conocen
ni comprenden el experimento modernista? ¿Y quién no deja de reconocer en
el marqués de Sade a un buen escritor, un clásico de la literatura erótica,
cuando sus obras, y en concreto Justine, presentan pasajes claramente obscenos
(al menos en la mente de quienes los juzgan de tal modo)? ¿Es que no hay
pornografía en Trópico de Capricornio, en Ada o el ardor, en El amante,
en un largo etcétera a los que la crítica, de nuevo, y bajo las ideas sublimes
de la Cultura, ha otorgado la clasificación de obras inmortales? Si de hecho
existe esa obscenidad de contenidos, ¿puede decirse que ésta es, o puede
ser erótica? ¿Es lo obsceno erótico o, a fin de cuentas, puede llegar a
serlo? La respuesta entonces a la pregunta qué es el erotismo se apoya en
su reflejo temible: erotismo es, sin duda, la pornografía del otro, de ese
otro que estima como degradante algo cuyo sentido cambia según numerosos
factores.
4. La pornografía del mercado pletórico
El cine nos hace volver a la fórmula literaria de la doncella que espía
tras la puerta. La cámara es hoy la cerradura, nosotros la doncella. La
compenetración entre las imágenes reveladas y el espectador que, no solo
las recibe sino también las interpreta (como ya apuntamos antes), hace que
cada ojo receptor adopte la categoría del mirón, del voyeur afrancesado.
Podemos mirar y asomarnos por la pantalla (como muestra Cronenberg en su
Videodrome) y no importa lo que veamos: lo importante es que lo estamos
viendo, que las imágenes están siendo procesadas en nuestro cerebro y que,
de alguna forma, algunas de ellas poseen un poder específico que nos afecta
en mayor o menor medida. A través de la cerradura de la puerta (1900) es
una obra pionera en ese sentido, como también lo es El amor a todas las
edades, de Lucien Norguet (1902), muestra de tempranero cine erótico. Pero,
como apunta Francisco Campa en un artículo sobre este tema, quizás la película
primigenia del erotismo cinematográfico sea El beso, de 1896, un año después
de que los hermanos Lumiére mostrasen su máquina de las maravillas en un
Café de reputación dudosa. Es en El beso donde aparece por primera vez una
manifestación amorosa y explícita entre una mujer y un hombre, algo escandaloso
para el buen recato de muchos. Por supuesto, para nosotros las supuestas
perversiones, el erotismo o lo pecaminoso no están tanto en la simbólica
cerradura (la lente de una cámara) como en el ojo que mira a través de ella,
pues a veces se tiende a confundir ambas miradas cuando ambas son distintas.
Es obvio que el cine parte de una cierta actitud, algo que han dejado patente
autores como Dziga Vertov, Luis Buñuel o Alfred Hitchcock. Pero, en el fondo,
en la vida no ofende aquel que quiere
hacerlo,
sino quien toma como objeto de su ofensa a los que, bajo ciertas condiciones,
han de ofenderse. Como en esos carteles, formulados en grandes rótulos parpadeantes,
en los que se alerta sobre lo mucho que se puede herir la sensibilidad de
uno ante ciertas imágenes, lo cierto es que quien desea asomarse por la
cerradura de la puerta está tomando una posición de partida de no menor
calibre que la de quien hizo la obra en concreto. Luego, se puede ofender
por medio del visionado de una película, en la que se encuentren cosas que
puedan desagradar a cualquiera de los mirones pero, ya de partida, el que
mira ha tomado una posición muy clara, propia de ese voyeur curioso que
se asoma ante la excitante posibilidad que le ofrece lo que pueda ser desconocido,
o aquello que viene a atraerle. El sentido verdadero de la obra no se «materializa»
sino hasta cuando el espectador recibe, ya en su propia mente, la secuencia
de dicho trabajo rodado o escrito. De la misma forma, un libro no es erótico
(ni sentimental, ni cómico ni existencialista) sino hasta el momento en
que quien lo lee percibe la intención de su autor, la cual no ha de ser
exactamente la misma en uno y otro individuo, pues el erotismo visual de
Rita Hayworth en Gilda (1946) varía según el «ojo» que lo valora. La intención,
tan necesaria en la pornografía como en el erotismo (separando ambas por
el momento) es imprescindible, pero también se hace inevitable que haya
un receptor que interprete la obra. Un libro no es más que un objeto, una
cosa material cuyo supuesto fin puede ser el que sea, pero que no cobra
su fuerza, su propósito revelado, si no hasta cuando alguien lo abre y comienza
a leerlo.
Sobre este asunto habla Carmen Peña-Ardid en su libro Literatura y cine
(Editorial Cátedra, Signo e imagen) donde estudia a conciencia las cualidades
del cinematógrafo: «Recordemos, a este propósito, la interesante reflexión
que hizo Roland Barthes - a partir de algunos fotogramas aislados de los
films de Eisenstein - entorno a lo que llama el «sentido obtuso» de la imagen.
Dicho sentido, más allá del sentido obvio y de los simbolismos que éste
implica, será definido como un «significante sin significado», puesto que
no se puede describir al quedar «fuera del lenguaje (articulado), pero,
sin embargo, en el interior de la interlocución». Estemos o no de acuerdo
con Barthes cuando localiza aquí la esencia de lo fílmico, lo cierto es
que la imagen y la cadena de imágenes del film producen un suplemento de
significación que trasciende su mera representatividad e, incluso, su función
en la estructura del relato ¿En qué medida capta el espectador este «sentido
obtuso» tan difícilmente verbalizable en principio? Dependerá quizá de su
competencia, de su formación, de lo «evidente» que lo haga el film. Pero,
en cualquier caso, hay que contar con ello antes de situar la imagen «analógica»
por debajo de la potencia significativa de la palabra (pensemos, además,
que no han faltado escritores que hayan aplicado, en su recreación de motivos
filmicos, a intentar «describir» o parafrasear esos «sentidos obtusos» más
o menos como hace el propio Barthes recurriendo al modelo del haiku japonés)»
Captar el sentido de las imágenes viene así determinado por la formación
y conocimiento de quienes las procesan in situ, que es a lo que acabamos
de referirnos antes, y de lo que también habla Peña-Ardid respecto a los
iconos. La designación del «sentido obtuso» de la imagen nos sirve ahora
para encajarla en nuestro razonamiento sobre la implicación activa del individuo
que ve una película o lee un libro. Umberto Eco también hace alusión a ese
hecho de la imagen muda, la cual, como tantas veces suele decirse, no es
tan «elocuente» frente a mil palabras (esa estupidez de «una imagen vale
por mil palabras»). Y es que para Eco la prueba evidente de que el signo
icónico no es siempre tan incontestable (tan explícito en su contenido con
solo observarlo) es que va muchas veces acompañado por textos alusivos:
«incluso cuando se lo puede reconocer aparece cargado de una cierta ambigüedad
- nos dice el señor Eco- siempre denota con más facilidad lo universal que
lo particular... por ello, en las comunicaciones que apuntan a la precisión
referencial, necesita ser anclado por un texto verbal». Prueba necesaria
de lo que apuntamos, y a lo que se refiere el ilustre semiólogo, y es que
esa naturaleza visual no habla tantas veces por sí misma como muchos pretenden
hacernos creer: ¿qué habla por sí misma, la imagen o el supuesto símbolo
que la representa? ¿No será más bien la cualidad y percepción de quien la
juzga y analiza la que otorgue rangos establecidos a dicha imagen? Fuera
de la intención del director o escritor ¿es que no existe una atribución
de «significados», de simbologías? Parece razonable que así es.
Entonces,
sobre estos cimientos, podemos suponer que existen más que sólidas razones
para desintegrar, de una vez por todas, esa falacia de que el cine porno
«habla por sí solo», como si quienes afirman esto no quisieran concluir
cualquier conato de polémica respecto a ese mismo hecho, es decir, respecto
a ese aspecto relativo de lo que habla por sí solo. Pero nada habla por
sí solo si no hay una interpretación que comprenda ese supuesto lenguaje
de significados. Decir que la Las meninas de Velázquez es un cuadro que
habla por sí solo no es decir prácticamente nada. Y además, en el espacio
del arte, ¿Quién puede atribuirse la función universal de catalizador estético?
¿Quién dice eso de «esta obra habla por sí misma»? La realidad es que se
trata de otra artimaña, tan bien urdida como la de la asociación de lo obsceno
a lo pornográfico, ya que es un modo de zanjar cualquier posible opinión
contraria sobre imágenes reveladas cuyo significado es, para ellos, universal
e independiente, no ya de quienes las vean, sino de las épocas en donde
se sitúen. Por eso, muchos de esta escuela del puritanismo hipócrita dicen:
«es que esas imágenes son asquerosas, lo dicen todo de la película» Bien,
a estos argumentos falaces habría que replicar con lo siguiente: lo dicen
todo para usted, no me cabe duda, pero no para un improbable ente cósmico
ni para cualquier individuo con independencia de su formación u origen.
Esta generalización, consistente en pasar de lo particular a lo genérico
es muy propia de ese tipo de personas. No digamos ya si hablamos de los
centros de poder en cuyos mensajes se esconden razones ocultas y manipuladoras.
Pero está claro que quienes hablan en esos términos no hacen valoraciones
estéticas sino dogmáticas, procedentes de mil causas que no se hallan en
si la película es «bonita» o «fea», sino si se adapta o no a las normativas
que ciertos centros de influencia les han inculcado a ellos desde la tierna
infancia, casi desde que una «mano invisible» (al buen estilo de Adam Smith)
iba meciendo sus propias cunas.
En su estudio El porno no ha alcanzado su edad de oro, Raymond Lefevre procuró
hacer una separación figurada entre lo erótico y lo pornográfico. Para ello
se basó en su teoría de la «estética del close up», y según la cual, supuestamente,
mientras el cine erótico hace gala del elegante plano medio, el porno cinematográfico
se centra solo en un primer plano cerrado cuyo objeto son los genitales.
Dicho plano supone una revelación severa de lo que apenas se intuye en el
plano medio. Según Lefevre, el cine porno destruye el misterio de un erotismo
encadenado por puritanos y mentes retrógradas. Personalmente, considero
que esta apreciación de orden estilístico (erotismo = plano medio, pornografía
= primer plano revelado) no es sino una descripción particular que no consume
la naturaleza de ambos géneros, supuestamente diferenciados por la posición
de la cámara. Pues, si se mira bien de cerca, los argumentos de Lefevre
no son ciertos en la medida en que la pornografía no presupone una dedicación
única y obsesiva a ese primer plano de los mecanismos sexuales humanos,
ya que volvemos de nuevo al problema que se planteó al principio: la dificultad
extrema en hacer separaciones, no ya entre un género u otro (en apariencia
dos géneros diferentes) sino entre ambas naturalezas; el problema de ver
si, en efecto, lo erótico no puede ser pornográfico y viceversa. De manera
que esa alegre matización de «estilos» (el pornógrafo es, bajo esa inopinada
teoría de Raymond, un miope frente a la amplitud de campo visual del erotómano)
no es sino teórica, aparente, ya que nos conduce a la certeza absoluta de
que, no solo en algunas partes lo erótico es pornográfico, sino que algo
puede ser pornográfico y erótico al mismo tiempo, coexistiendo su finalidad
erógena y su condición de imágenes reveladas. ¿Quién dice que la revelación
de la imagen ha de ser por fuerza empobrecedora? ¿No es esto un juicio estético
de quien lo afirma con tanta seguridad? Porque lo cierto es que hemos demostrado
que una obra puede ser erótica en el sentido en que transmita una sensualidad
(si nos adaptamos, aunque sea un segundo, a esa nebulosa puritana de quienes
entienden erotismo como algo bello pero que no causa excitación alguna)
teniendo dentro de dicho sensualismo contenidos e «imágenes» de sexo explícito
que se adentran en el maldito campo de lo obsceno. La ocultación no tiene
por qué ser erótica, ni tampoco la pornografía es obscena si bajo ciertas
estructuras sociales encaja dentro de aquello que mantiene el pudor y no
ofende a las tradiciones y leyes. Por eso, ya de antemano, antes de sumergirnos
un poco en la Historia del cine X moderno, habría que decir que lo que muchos
se esfuerzan en separar no se encuentra tanto en las raíces de ambos conceptos
como en la disposición reguladora, dogmática o cargada de prejuicios de
los censuradores.
Cine
X y cine erótico se entremezclan tanto que, realmente, para ciertos eruditos
en la materia, se hace muchas veces imposible distinguirlos a uno del otro,
tal vez porque juntos forman un solo cuerpo creativo del que no se ha hablado
aún demasiado y cuya consecuencia directa es, sin duda, la demolición de
los antiguos términos bajo el reemplazo de alguno nuevo que defina con mayor
exactitud lo que se pretende. Sin embargo, es muy posible que también entonces
no hubiera acuerdos generales por la sencilla razón de que estamos hablando
de un cine cuyo eje es la sexualidad humana, y que, por tanto, se halla
condicionado a la «cultura» de cada Estado de origen. Por centrarnos en
el tema que nos compete, desde que el cine X occidental adquirió un cierto
perfil maduro con la exhibición de películas rodadas en 35 mm y en salas
grandes, el panorama ha cambiado de muy diversas formas. Los largometrajes
de los 70 son ejercicios de entretenimiento con guiones con vocación narradora,
y en los que el erotismo se superpone hábilmente a la trama. Tras la puerta
verde (1972) es un ejemplo significativo de cine porno que, flotando siempre
entorno al centro magnético de los encuentros sexuales, posee una cierta
finalidad artística. Algunos críticos sesudos tienden a decir que, por aquella
época (antes del la primera crisis del petróleo), aún bajo los restos residuales
de la era Hippy y la psicodelia narcotizada, se elaboraron un buen puñado
de obras clásicas del género erótico, vertebradas, casi exclusivamente,
bajo la excusa de la excitación erógena. Bajo los mismos principios sublimes
de la Cultura mitológica, se quiso creer (como aún se cree actualmente)
que solo las obras hechas en 35 mm y exhibidas en salas de arte y ensayo
podían aspirar al rango artístico. No obstante, como ya hemos apuntado,
la trayectoria de esta clase de cine no pudo ser sino diametralmente opuesta
a la de dichos prejuicios y consideraciones. Desde la ya clásica Garganta
Profunda (1972) hasta los clónicos subproductos del video doméstico que
se vuelcan continuamente sobre la pantalla de Internet, los cambios de la
industria del sexo han sido enormes. Y es que, ante los menores costes en
el rodaje de películas de baja o nula calidad, los productores decidieron
un cambio de estrategia, optando por los espacios confortables de los videoclubs,
a los que acudían los clientes secretos y camuflados de estas películas,
que en cada visita alquilaban, por ejemplo, y como quien no quiere la cosa,
Las aventuras del pato Lucas, E.T. el extraterrestre y, debajo de todas
las anteriores, formando una pila sobre el mostrador del negocio, Sandy
la ninfómana.
Hacia
los años 80 el cine erótico pornográfico se difunde en cantidad de millares
de películas al año: a partir de entonces, y más que nunca, el género se
adapta sin complejos a su condición de marginalidad fingida, pues es evidente
que, aunque nadie ve una porno (todo el mundo niega hacerlo) las cuentas
de resultados de las mayores productoras se van incrementando de forma vertiginosa.
El consumo es tan masivo como silencioso, y no se ha parado en ningún momento.
EEUU es el país donde se ejerce con mayor elasticidad la falsa conciencia
del puritanismo hipócrita, capaz de poner el grito en el cielo porque la
cantante Janet Jackson enseñe una teta, y la vez ser uno de los mayores
productores de esa misma pornografía que tantos repudian. En las últimas
elecciones a gobernador de California, una actriz porno llamada Mary Carey,
de la productora Kick Ass, se presentó como candidata competidora de Arnold,
el favorito, y lo cierto es que no sacó malos resultados después de todo.
Si la votaron es porque muchos la conocían, suponemos, y si en sus campañas
electorales la rubia y siliconizada Mary aparece enseñando una camisa ajustada,
casi desbordada por sus propios atributos, es porque el reclamo de los anuncios
televisivos se aplica de igual forma a la promesa de un buen gobierno: un
buen gobierno (bajo asociaciones casi absurdas) es igual a una ninfómana.
Por cierto, en este orden de cosas, no podemos olvidarnos de la diputada
italiana Cicciolina, que durante sus años mozos llegó a protagonizar películas
de zoofilia junto a caballos tan bien dotados como confusos. Vemos de esa
forma que, cada vez que el monstruo pornográfico asoma la cabeza al recatado
mundo de los grandes pudores, aparecen las contradicciones visibles entre
quienes reniegan del mismo y quienes, casi subrepticiamente, lo apoyan,
pues es obvio que, aunque nadie, o muy pocos salen a la luz reconociendo
ver pornografía, el negocio crece a pasos de gigante, estimulado por una
supuesta fuerza solitaria e invisible. El género pornográfico ha encontrado
en el cine su medio de difusión perfecta, pues es en la explicitud de las
imágenes en donde se apoya gran parte de su «filosofía». Ha encontrado en
la tecnología de la imagen y en la difusión de los mercados un ámbito perfecto
para consumir, si hace falta de modo clandestino, una serie de gustos personales,
una serie de confesiones privadas o de secretos inconfesos. El mercado proporciona
de continuo toda clase de ofertas variadas acordes a las demandas de cada
persona, lo que quiere decir, en el orden de lo que hablamos, unidas a la
naturaleza de sus preferencias sexuales.
Un aspecto interesante con el que confirmar definitivamente que nos hallamos
ante un género como cualquier otro, ha sido y es la confirmación del nacimiento
de «estrellas» de la pantalla que se convierten en verdaderos mitos. La
mitología se encuentra asociada a la constitución de leyendas que tienden
a darle a cada historia humana un halo épico. Entre los millares de actores
porno de la industria del sexo visual, destacan actrices y actores cuya
fama traspasa los espacios supuestamente cerrados de lo clandestino. Tal
vez la mitomanía comience con el actor John Holmes, famoso por el casi inverosímil
tamaño de su miembro erecto: estamos seguros de que, en tiempos de Calígula,
Holmes (verdadero homo erectus), hubiera sido considerado como la auténtica
reencarnación de Príapo. Es en este actor, ya fallecido, en donde se inspira
Paul Thomas Anderson en su Boogy nights (1996) para recrear el mundillo,
entre decadente y alegre, de la industria de los 70 y parte de los 80. La
actriz norteamericana Tracy Lords también ha pasado a los anales del cine
X por causa morbosa de sus primeras películas, las que hizo hacia los 80,
cuando aún era menor de edad, lo que ocasionó entonces un gran escándalo
público. Este mismo caso, con algunas resonancias sórdidas, se matiza bastante
cuando vemos que nadie obligó a Lords (por supuesto, se trata de un seudónimo)
a intervenir en esos productos, y que
incluso, durante aquellos años de «actuación», fue una de sus mejores y
más reputadas actrices. En la actualidad, la señora Lords protagoniza películas
supuestamente «serias», con más pena que gloria, aunque a sus seguidores
les inunda ya una agridulce nostalgia al verla haciendo cameos (en este
caso, en sentido figurado) en películas de acción como Blade 2, del mexicano
Guillermo del Toro. Ron Jeremy es otro icono que ha destacado entre la masa
de trogloditas automáticos y muñecas de plástico; y es que resulta difícil
olvidar, aunque se haya visto solo una vez, a ese hombre moreno, con un
bigote de vendedor de plátanos y una barriga redonda y peluda como la de
ciertos simios. Pero tal vez uno de los mayores mitos de la historia sea
el italiano Rocco Siffredi, que ha hecho trascender este cine por medio
de su popularidad carismática, centrada en su fogosa puesta en escena; tanto
ha contribuido a que el género llegue hoy incluso a los oídos de los más
timoratos, que puede considerarse uno de sus mejores embajadores. El mercado
pletórico ha encontrado en Rocco el modelo perfecto con el que difundir
la esencia del porno; actor versátil y sorprendente (destacado por Hamlet
X y la versión «dura» de Tarzán, o por su caracterización del marqués de
Sade, en una de las mejores obras de Joe D'Amato) Siffredi colabora en otras
películas con vocación ambigua, como Romance (1999), dirigida por la francesa
Catherine Breillat, además de hacerse famoso por haber asegurado, en previsión
de posibles contingencias, su «herramienta de trabajo» en un millón de dólares.
Como ya hemos dicho, los 80 son los años de la proliferación masiva del
video doméstico, lo que hizo evitar a muchos ese mal trago de ir a una sala
de cine X vestido con gabardina y gafas solares. Entonces, el video californiano
se difunde como las esporas de una semilla que anega el mercado, constituyendo
la base de un tipo de películas en las que, a diferencia de los argumentos
más o menos sólidos de las obras de los 70, las tramas son casi inexistentes.
Es decir, las películas, ahora revestidas de un carácter comercial intenso,
volvieron a los orígenes del siglo XX, cuando se mostraban escenas cuyo
fin era la simple excitación sexual. Además, se crearon con ello cuadros
comunes de un universo repetitivo y automático en el que los actores americanos,
verdaderos culturistas robotizados, retozan eternamente junto a esa clase
de rubias de silicona que se mueven como juguetes artificiales. Probablemente,
esta clase de subproductos ha contribuido a ejercer y asentar el prejuicio
de que la pornografía atenta contra la imaginación mientras el erotismo
la sublima. Respecto a esto último podemos decir que de nuevo volvemos a
las raíces del problema planteado, pues erotismo no presupone, como estimulación
erógena, ninguna fantasía maravillosa de la mente. Es más bien una supuesta
mala utilización de la pornografía (de lo que se conoce como tal, aunque
según cuándo y dónde, ¿no les parece?) lo que ha hecho que se suponga que,
como esas películas idénticas de los 80 y 90 se centran solo en los primeros
planos genitales, la pornografía no puede concebir imaginación alguna: lamentablemente
para los iluminados y censuradores de espíritu, obras como las aludidas
Mil y Una Noches o El imperio de los sentidos contradicen esta creencia.
Pero
si aún hoy quedan resabiados que se resisten a creer que haya obras de sexo
explícito donde la trama sea una parte importante de las mismas, nos quedan
los ejemplos categóricos de directores como Tinto Brass, que a menudo ha
hecho sus pinitos en el género en películas como Calígula (1979), protagonizada
por Peter O'Toole; Valerian Borowczyk, con su famosa La Bestia (1975), auténtica
fábula erótica que explora el lado esencialmente primitivo de ciertas pulsaciones,
reducidas por la civilización moderna a la categoría de residuos inconvenientes;
Mario Salieri, autor afamado que ha dirigido obras donde el morbo y la poesía
se unen formando un vínculo secreto, como es el caso de sus Cuentos inmorales
(2001); Lars Von Trier, autor esnobista y vanguardista que, no solo no dudó
en meter una escena pornográfica en su famosa Los idiotas (1998), sino que
además ha rodado una serie de películas de este género, aunque bajo una
difusión y popularidad mucho menores; Pierre Woodman, antiguo «niño prodigio»
de la superpoderosa productora sueca Private, en donde ha filmado obras
de cine X que rompen todos los prejuicios entorno a un mundillo de camas
y argumentos nulos, lo cual viene formalmente demostrado en obras maestras
como La Pirámide (1996), rodada en El Cairo y con argumento detectivesco,
o la extraordinaria Tatiana (1998), una trilogía ambientada en la Rusia
de Nicolás II; también destacan autores como Andrew Blake, experto en convertir
una película de sexo explícito en un preciosista espectáculo de fotografía
delicada, como un anuncio de perfumes, y a años luz de la consideración
de que el porno ha de ser o es por fuerza chabacano.
5. Una conclusión
A modo de conclusión, solo nos queda resaltar las falacias sobre las que
se sustenta el pensamiento moderno de Occidente, cargado de prejuicios y
manipulaciones mediáticas con las que se estigmatiza a la pornografía actual
por considerarla obscena, cuando lo cierto es que ninguno de esos detractores
sabe bien qué se entiende por obscenidad, ni, en cualquier caso, qué significa
con exactitud hablar en nombre del Género Humano respecto al pudor cuando
éste no es sino el resultado de cada civilización existente. Hemos visto
que estos mismos iluminados, tranquilos por sentirse miembros del planeta
Cultura, otorgan un cierto esplendor al erotismo, al que no dudan en definir
del modo más elogioso cuando lo cierto es que, tampoco en este caso, definen
claramente qué es, con absoluta precisión, lo erótico; y es que suele hablarse
de lo erótico apelando al buen sentido común, como si tal designación cubriese
a la especie humana con independencia de las estructuras sociales, políticas,
religiosas. Nuestra conclusión no deja la menor duda: el erotismo existe
como condición inevitable del hombre, pero no es un concepto unívoco respecto
del cual pueda decirse que se manifiesta del mismo modo en todos los lugares
y épocas. La pornografía suele definirse como la representación formal de
unos contenidos explícitos, pero esta descripción no agota ni aclara nada,
fundamentalmente cuando, desde la Real academia de la Lengua española, se
nos insiste en decirnos que pornográfico es aquello que resulta obsceno,
falto de pudores, lo que nos precipita, por enésima vez, a la dificultad
de origen, a la nebulosa definitoria, en cuyo uso, por cierto, nunca se
han escatimado fatigas a la hora de emprender feroces ataques de puritanismo
recalcitrante. Por supuesto, nuestra posición sigue clara: la evocación
o inducción de unas ciertas sensaciones erógenas no se encuentra ligada
al hecho de si ciertos contenidos son, en efecto, explícitos o implícitos,
principalmente porque los mayores inquisidores de lo pornográfico, utilizando
las mismas estrategias que con el erotismo (esto es, hablando en nombre
de la Humanidad, del Buen sentido común) nos hablan, para triturarla, del
buen gusto frente al malo. Todos estos conceptos (pornografía, erotismo,
obscenidad, buen y mal gusto) son tan relativos y, en ocasiones, tan difusos
que tales empresas de diatriba en nombre de la moral o algo semejante, no
son sino vulgares excusas con las que imponer un orden establecido de pareceres.
Los mismos que hablan del buen gusto sin tomarse algunas precauciones (como
las que hemos tomado nosotros) son los que apelan a los conceptos sublimes,
como la misma Idea mitológica de Cultura. Y ya se sabe que, bajo el reino
maravilloso de la Gracia, el monstruo pornográfico es un mal sueño que alguna
vez tuvo el Hombre pero del que, no obstante, no sabe bien cómo desembarazarse...
si es que alguna vez quiso hacerlo.
© 2005 www.nodulo.org
 La
fotografía pornográfica desde sus inicios a la era digital
Valentina Montero
La Cámara Indecente
Si se pudiera realizar un catastro de toda la producción fotográfica realizada
en el mundo desde que el invento de Daguerre revolucionó el campo de las
imágenes, probablemente nos encontraríamos con que el tema fotográfico más
dominante entre las miles de copias en papel o en el entramado binario de
los pixeles es, sin lugar a duda, la pornografía.
Llama la atención que aún así el tema de lo pornográfico siga interdicto
en el debate estético e histórico y sea abordado, casi exclusivamente, desde
disciplinas sancionatorias como la psiquiatría y las leyes, o como carnada
para asegurar un buen rating en pretendidos programas periodísticos.
Generalmente se suele hacer comparecer lo erótico y lo pornográfico como
si se tratase de antinomias en donde lo pornográfico estaría emparentado
con el "mal gusto" y por tanto sujeto al desprecio social e intelectual.
Y el adjetivo "erótico", en cambio hubiera surgido, cual papel celofán para
encubrir las obras artísticas (imagen o texto) que tuvieran contenido sexual,
eximiéndolas así de culpa y convirtiéndolas en un producto culto y valorado
socialmente. El factor tiempo y el contexto jugarían como filtro entre estos
dos conceptos. Sólo con la distancia que da el calendario es que se ha desdibujado
el carácter pornográfico de los frisos Kajuraho en la India, o la alfarería
Moche, por ejemplo. Mientras el contexto (una galería de arte) ha convertido
a algunas fotografías de Maplethorpe en eróticas, haciendo que pensadores
como Barthes, la sitúen en el plano de lo erótico, aduciendo que en los
primeros planos de sexo explícito, el punctum estaría desplazado en la textura
y no así en el motivo.
Más que establecer un límite entre lo erótico y lo pornográfico, me inclino
por incluir a la pornografía como otro artificio más dentro del universo
de producción simbólica generado a partir de la sexualidad, cuyo origen
etiológico pareciera ser sólo la reproducción de la especie, pero cuyas
aristas y expresiones parecieran
infinitas.
Etimológicamente,
"pornografía" significa "escritura de la prostituta", pero con los siglos
la palabra se refirió de manera imprecisa a toda expresión que pretendiera
despertar deseos sexuales. Se suele considerar a la pornografía como un
terreno en donde sólo se mueven las peores y más vergonzosas patologías
de una sociedad enferma. Pero sin embargo, por oscuro que parezca este territorio,
la gran cantidad de producción de imágenes con contenido sexual -desde las
pinturas de un hombre pájaro con el sexo erecto en las cuevas de Lascaux,
los frescos pompeyanos (considerados "patrimonio de la humanidad") hasta
la explosión de imágenes lascivas en la web- nos dejan ver que es una realidad
innegable y que se impone a las represiones o valoraciones morales e históricas.
Con el nacimiento de la fotografía, la representación de la sexualidad entró
en crisis. Ya no se trataba simplemente de la subjetividad de un pintor
plasmando en una superficie imágenes "indecentes". La pérdida del aura traía
consigo la cualidad indicial de toda fotografía que daría fe de que lo que
está ahí representado, efectivamente fue . La imagen fotográfica como huella
era la particularidad que la condenaría, pero que en su momento la habría
salvado de ser excomulgada por la iglesia.
La fotografía nace cuestionada, pues pareciera que cualquier dispositivo
que ofrezca la posibilidad de acercarse a la realidad, apropiándosela, contuviera
en sus raíces el mal. 30 años hubo de durar el juicio en el Vaticano hasta
que este nuevo artilugio fuera absuelto de la acusación de "instrumento
diabólico" esgrimido por la iglesia en 1842. El principal argumento a su
favor, fue que la nueva invención catapultaría como "episodio creíble" el
que la imagen de Cristo hubiera quedado plasmada en el llamado "Manto Sagrado"
o de Turín. Así, Santa Verónica sería la patrona de fotógrafos y del invento
mismo. Cualquier "mal uso" de la fotografía sería considerado de responsabilidad
individual. Y tales responsabilidades caerían pronto en varios.
Sólo entre 1840 y 1860 fueron realizados más de cinco mil daguerrotipos
de carácter erótico, y ya en 1845 se pueden encontrar calotipos que dejan
bastante poco lugar a la imaginación. En Paris el año 1861, una publicación
periódica llamada El Monitor de la Fotografía denunciaba como "creciente
un vergonzoso tráfico al cual se dedican hace varios años, ciertos individuos
que deshonran el arte que nosotros queremos ver ennoblecerse". Se trataba
de colecciones de material pornográfico de alto calibre, que circulaban
de preferencia entre las clases más altas. Paralelamente la fotografía pornográfica
era utilizada como ácida herramienta política de sátira y provocación. En
Italia, un matrimonio compuesto por Antonio Diotallevi y Constanza Vaccari
realizaban los primeros porno-montajes, divulgando incendiarias láminas
de la reina Sofía y su esposo en complicadas posiciones sexuales. Misma
suerte correrían el Papa y Garibaldi, entre otros.
La
fotografía pornográfica fue despreciada y criminalizada, al contrario de
la pornografía manual protegida por el mercado del arte. En vistas que la
pornografía pintada o hecha a mano era mucho más cara que la fotografía,
el mayor valor de cambio de lo obsceno purificaba lo indigno y la absolvía
del pecado del original plagiado, de los policías, de la justicia, e incluso
de los curas.
Si bien cuadros como la Olimpia de Manet aportaron una cuota de escándalo
a mediados del siglo XIX, no existió una persecución tan declarada contra
la pintura que refiriera erotismo, como sí existió contra la imagen capturada
por medios mecánicos. Y es que la fotografía introduciendo la realidad,
el detalle, la carnalidad, hizo que la sexualidad se volviera altamente
subversiva. Definida "sin discusión como una droga que intoxica el alma,
mancha la conciencia, hace perder la inocencia, corrompe el espíritu, turba
la mente, promueve el vicio y lleva al infierno", era de temer.
Tal persecución despertó la creatividad de sus productores y traficantes.
En 1863 el Monitor de la Fotografía publicaba el arresto de Phillipe Laufer
con sus Bijoux Microscopiques, pequeñas miniaturas, que se vendían a 1 franco
y que reproducían toda la genitalidad que los frescos religiosos velaban.
Como estos pequeños artilugios microscópicos, se desarrollaron otros con
el mismo fin (taumatropio, viviscopio, zootropio) pero de los que no quedó
registro.
Paradójicamente fue gracias a la criminalística que un gran número de fotografías
pornográficas en formato tradicional fueron conservadas y es posible conocerlas
el día de hoy. Corrían los años 80 del siglo XIX cuando los métodos científicos
eran aplicados en las oficinas policíacas. Por medio de la fotografía se
realizaron estudios centrados en la creación de una (errada) ciencia carcelaria.
La técnica consistía en relacionar las características antropométricas de
los reos con cualidades morales. En Francia, Inglaterra, Alemania, las imágenes
de la prostitución, junto a las fotografías tomadas con pretextos científicos
y antropológicos de las prostitutas y homosexuales, se almacenaban en gran
cantidad en las prefecturas de los palacios de justicia. Sólo en París se
encontraron más de 100.000 fotografías pornográficas gracias a la ardua
tarea de recolección de Eugene Francois Vidocq, comisario de policía. Tiempo
después se intentó destruir este material, pero Jules Jarnes -otro funcionario
policíaco- sería el encargado de salvaguardar este material en pos de la
ciencia, realizando un exhaustivo trabajo de clasificación. Su sistema de
archivo fue infantil, pero enmarcado en el contexto de la manía taxonómica
típica del siglo XIX, que reflejaba una de sus grandes utopias, el positivismo:
apropiarse del mundo al nombrarlo, aplicando infinitas etiquetas tautológicas
que explicaban nada. La utilidad jurídica del archivo fotográfico de Vidocq,
al que podríamos llamar jurídico-sexual, no sirvió tanto como registro jurídico,
sino como registro antropológico.
Ya
entrados al siglo XX el comercio de la fotografía pornográfica fue en aumento
exponencial, desarrollándose una gigantesca industria editorial que encontraría
su culminación paroxística en la inmaterialidad de los bits, dando pie a
una insospechada e inagotable cantidad y variedad de motivos que saturan
el universo de imágenes.
Estrategias de lo pornográfico en la era de la red
Del hedonista al voyeur
La irrupción de la pornografía en internet no sólo trajo consigo el florecimiento
a menor costo de un mercado ya consolidado en la industria editorial, sino
que fue precisamente lo que impulsó el desarrollo de la internet como plataforma
comercial. La optimización de las descargas de imágenes y videos, el afinamiento
de los protocolos de seguridad para las transacciones financieras, la eficiencia
de los navegadores, etc., fueron inicialmente motivados y puestos a prueba
por y para la comercialización de pornografía.
En un litigio por el dominio sex.com el demandante logró la suma de 65 millones
de dólares y la posibilidad de recuperar una marca que le permitiría facturar
más de 500 mil dólares mensuales sólo por concepto de publicidad. Nunca
una sola palabra -"sex"- había sido tasada tan alto.
Pero además, la fotografía pornográfica en la web expandió su potencial
e implicancias sociales y estéticas, pues la vastedad de sus modalidades
y la forma en que se inscribe en la sociedad no hacen sino evidenciar el
carácter cada vez más complejo de la relación entre el sujeto y las imágenes
como construcciones simbólicas que movilizan sentido.
Amnistiada por el secreto que otorga la privacidad del hogar, en donde cualquier
rubor en las mejillas será disimulado por el fulgor de la pantalla del computador,
la experiencia ante el producto u obra pornográfica ya no sólo se reduce
al paradójico acto de gozar vicariamente de un placer que sólo se instala
en la superficie del significante. Ya no sólo se excita el deseo de presencia
garantizado en la ausencia inherente a la imagen, sino que es la propia
mirada, basada en la "pulsión escópica" de la que hablaba Lacan, la que
se hace eje de rotación del sentido.
El nivel y volúmen de producción pornográfica en la red crea un nuevo espacio
en donde el terreno del deseo unívoco (sexual-hedonista) es desplazado por
un imaginario simbólico propio y por sus estrategias de duplicabilidad y
mutación que se han indiferenciado con la lógica del mercado. Las tácticas
de seducción que presenta lo pornográfico, más tienen que ver con las señas
y trazos de una estética publicitaria funcional cuyo fin es ser engranaje
en la maquinaria económica dentro de una cadena de producción dada. Con
recursos retóricos como la hipérbole, sinécdoque, metonimia se ofrece una
construcción y escenificación de los cuerpos que no dista mucho de la venta
de una hamburguesa.
Pero
como la lógica del mercado es dinámica y poliforme, (el producto siempre
inscribe su fecha de caducidad) la fotografía pornográfica como producto
económico requiere de la variedad en la oferta. Ante la saturación de imágenes
de caucásicas bisturizadas y latinos "superdotados" a los que nos tenían
acostumbrados Play Boy o Pent house, en la red es donde se ha explotado
la aparición de una gama mucho más extensa de escenificaciones de lo erótico
o pornográfico, que van desde el amateur al hard-core. Pero este fenómeno
no se da sólo con el fin de ofrecer un abanico de posibilidades acorde a
un público diverso, sino además (y quizás principalmente) con el propósito
de poner en vitrina una nueva estrategia de seducción que ya no sólo tiene
que ver con la satisfacción mediada del deseo, sino con aventurar al consumidor
la posibilidad de convertirse en algo más de lo que su humanidad le permite,
esto es, en ser el super-voyeur, aquel que puede verlo todo.
Como super voyeur, el sujeto se desplaza de la artificiosa frontera que
la pornografía le entregaría, excediendo la mera satisfacción del sustituto
virtual que le facilita el acceder a bajo costo a una experiencia sensible
mediante una imagen, hacia un espacio-tiempo donde le sería permitido simular
un estado de ubicuidad, en donde ningún detalle se escapa a su mirada, en
donde el erotismo inherente de un acto sexual es superado por una visión
casi clínica de la genitalidad de los personajes de la fotografía -zoom
mediante-.
Este super voyeur no sólo estaría favorecido con un ojo ortopédico capaz
y obligado a llegar a la insospechada microbiología de los cuerpos, sino
además se constituirá como un ojo omnisciente capaz de recorrer una cartografía
de conductas y prácticas, también insospechadas y que se perfilan inagotables.
Así, el objeto de la pornografía se vuelve menos la pornografía misma que
la lógica y procedimientos de consumo visual que ella misma produce. Como
en los códices hebreos o chinos, todo se convierte en una categoría, desmenuzada
en rubros y géneros.
Si entendemos la pornografía como aquello carente de misterio, donde lo
obsceno se hace sinónimo de transparencia y obviedad (frente a lo obtuso
del erotismo) la codificación y la hipersegmentación de la oferta de imágenes
sexuales surgiría como una consecuencia natural, dado que clasificar es
acotar el mundo, exponerlo y describirlo en el tablero de disecciones que
la racionalidad auspicia.
De este modo y paradójicamente, lo que pudiera parecer un desborde de "lo
animal" que conlleva o padece el ser humano, termina siendo contenido por
la horizontalidad de la oferta, dejando lugar a que los límites más turbios
de tales expresiones (snuff, pedofilia, zoofilia, etc) queden prácticamente
anestesiados al convertirse en sólo un rubro más dentro de decenas de posibilidades.
El mercado lo aguanta y lo amnistía todo.
El catálogo imaginario de lo pornográfico disponible en la red (teens, over
40, bizarre, interracial, beastiality, lesbian, gay , cumshots, celebrities,
amateur, anal, blowjob, facial, orgy, masturbation, etc., etc.) ya no se
hace útil sólo en la medida de satisfacer las necesidades (patológicas o
no) específicas de los consumidores objetivos, sino que se hace particularmente
eficaz como elemento de seducción en la medida que permite a cualquiera
acceder a todo lo que sea posible ser visto. Es ser Fausto y contenerlo
y devorarlo todo, pero ya rotulado y predigerido. Dios era el único que
todo lo veía. Consumir todas las imágenes del mundo sería consumir el mundo,
sería simular ser Dios por lo menos el tiempo que dure la conexión en la
red.
Fuente: http://www.sepiensa.cl, octubre 2004
 La
tortura como pornografía
Por Joana Bourke*
La autora sostiene que las imágenes pornográficas de las torturas a prisioneros
iraquíes "han desnudado por completo la pequeña fuerza que hubiera quedado
en la retórica humanitaria sobre la guerra", además de mostrar que la "mujer
también puede usar el sexo como poder, para humillar y torturar"
La violencia sexual es un crímen de guerra
Una mujer ata un nudo alrededor del cuello de un hombre desnudo y lo obliga
a arrastrarse por el piso. Personas de uniforme desnudan a un grupo de hombres
encapuchados y entonces, laboriosamente, los hacen formar una pirámide.
Los hombres son forzados a masturbarse y a simular felación. En los días
anteriores todos participamos en la contemplación de pornografía. La imagen
de hombres y mujeres jóvenes, admirativos y sonrientes, posando frente a
sus cautivos desnudos y degradados, ha causado un impacto profundo. Esas
instantáneas tal vez nos dicen más de lo que deseamos saber sobre el corazón
de las tinieblas de nuestra sociedad.
Este festival de la violencia es altamente pornográfico. Las víctimas han
sido reducidas a objetos de exhibicionismo o "carne" anónima. O portan capuchas
o el encuadre les ha cortado la cabeza. Personas exultantes toman fotografías
de los genitales de sus víctimas. Aquí no hay confusión moral: los fotógrafos
ni siquiera parecen estar al tanto de que están registrando un crimen de
guerra. Nada sugiere que estén documentando una moralidad particularmente
torcida. Para la persona detrás de la cámara, la estética de la pornografía
protege de la culpa.
De
hecho, hay una atmósfera carnavalesca en las fotografías. Los que perpetraron
esta violencia sexual se están divirtiendo evidentemente. El cliché, "la
guerra es el infierno", cobra un nuevo y helado vigor en estas imágenes.
Después de todo, estas fotografías no son "sobre" los horrores de la guerra.
Muchas, si no la mayoría, son parte de una glorificación de la violencia.
No hay duda de que muchas de estas imágenes fueron tomadas por personas
que les agradaba lo que veían. O lo que habían hecho. Son trofeos; conmemoran
acciones agradables.
Es difícil evitar la conclusión de que para algunos de estos estadunidenses
crear un espectáculo de sufrimiento era parte de un ritual que los unía.
Se está soldando la identidad de un grupo victorioso en un Irak cada vez
más brutalizado: esta es una representación de camaradería entre hombres
y mujeres que se apartan de la sociedad civilizada de su país por medio
de actos de violencia. Sus ritos crueles, y a menudo carnavalescos, constituyen
lo que Mijail Bajtín llamaba "transgresión autorizada".
Después de todo, hay una evidencia de que autoridades militares superiores
sabían lo que pasaba en la prisión pero voltearon hacia otra parte, aceptando
el abuso como necesario para recabar información de inteligencia o para
dar una válvula de escape a individuos en pánico que viven en un país que
se torna cada vez más hostil.
Más aún, la pornografía del dolor que muestran estas imágenes es de naturaleza
fundamentalmente voyeurista. Se representa el abuso para la cámara. Es público,
teatral, y cuidadosamente escenificado. Estas imágenes obscenas tienen su
contraparte en la peor pornografía sadomasoquista no consentida. Está erotizado
el infligir dolor.
Es
importante, sin embargo, no ver las imágenes como insólitas. Después de
todo, la tortura y la violencia sexual son endémicas en tiempos de guerra.
En el pasado, como ahora, el personal militar tiende simplemente a aceptar
que se cometan atrocidades, incluidas las sexuales. Como admitió un coronel
durante la Primera Guerra Mundial: "He visto a mis propios hombres cometer
atrocidades, y debo esperar verlo otra vez. Usted no puede estimular y dejar
suelto al animal y entonces confiar en que será capaz de enjaularlo de nuevo
cuando usted quiera."
Visto como el resultado inevitable de las necesidades sexuales del hombre
(el "animal en el hombre"), la humillación sexual y la violación de prisioneros
de guerra fueron consideradas como un problema militar sólo cuando amenazaban
directamente la conducción de la guerra o la reputación de una potencia
impuesta. Como predijo el general Patton durante la Segunda Guerra Mundial,
"habrá algunas violaciones, incuestionablemente." Era "un poco de relajamiento
y recreación" para el personal. Los factores que facilitaban otras formas
de atrocidades facilitaban la violación. Los uniformes proporcionaban el
anonimato. Se deshumanizaba a las víctimas potenciales; los agresores diluían
su individualidad. En conflictos militares el pene fue codificado explícitamente
como un arma.
Lo que es particularmente interesante en estas fotografías del abuso en
Irak es el papel prominente de Lynndie England. Una rama particular de la
teoría feminista - popularizada por Sheila Brownmiller y Andrea Dworkin-
pretende argumentar que la disposición para violar es inherente al cuerpo
masculino. El argumento de que sólo los hombres violan, tienen fantasías
de violación, o son beneficiarios de la cultura de la violación, no puede
sostenerse frente a ejemplos descarados de autoras femeninas de violencia
sexual. En estas fotografías el pene mismo se vuelve un trofeo. La mujer
también puede usar el sexo como poder, para humillar y torturar.
No
importa cuánto quiera descartar el uso de la palabra "tortura" el secretario
de Estado, Collin Powell, no hay otra palabra que pueda describir estos
actos. En la tortura y en otras formas de abuso, el causar dolor y humillación
no necesariamente busca extraer información. Golpizas, ritos de humillación
e insultos verbales se usan a menudo para hacer que los prisioneros describan
actos o revelen nombres ya conocidos por la policía o los militares. A menudo
las preguntas son de poco valor práctico para los torturadores y para el
régimen. Los interrogatorios se suelen acompañar con la demanda para que
los prisioneros firmen un documento donde declaran que reconocen los errores
de su conducta. La aparente futilidad de esas demandas indica la naturaleza
de la empresa de sus torturadores. Quieren destruir la identidad de la víctima.
El mal de la tortura no se restringe a la violencia extrema inflingida al
cuerpo. Muchos tipos de dolor intenso y sufrimiento físico, ya sea en la
guerra, durante actos de martirio religioso, o simplemente como resultado
de una mala salud, son tolerados con dignidad y paciencia. El mal de la
tortura está en otra parte: éste le niega a la víctima el mínimo reconocimiento
ofrecido por la sociedad y la ley, y al hacerlo así, destruye el respeto
que la gente espera de los otros habitualmente. Más importante aún, la tortura
apunta a minar la forma en que la víctima se relaciona con su propio yo,
y de esta forma amenaza con disolver el fundamento de la personalidad de
un hombre. La tortura encarna la violación de otro individuo. La naturaleza
sexual de estos actos muestra que los torturadores comprenden el papel central
de la sexualidad para la identidad de sus víctimas. Los autores de estas
fotografías apuntan a destruir el sentido del yo de la víctima al infligirle
una humillación sexual extrema y registrarla. Como en la descripción de
Jean Améry, al ser torturada por los nazis, la violación sexual es tan devastadora
no tanto por la agonía física sufrida sino porque las otras personas presentes
son impermeables a la víctima. La tortura destruye "la confianza en el mundo."
Quien haya sucumbido a la tortura
ya no puede considerar que el mundo es su casa."
La muestra del cruel placer
alcanzado en el castigo a los prisioneros iraquíes ha reverberado a través
del mundo, confirmando en muchos países el estereotipo negativo de los occidentales
como decadentes y obsesos sexuales. Muchas personas han cuestionado los
motivos y la acción de guerra en Irak, pero esas imágenes pornográficas
han desnudado por completo la pequeña fuerza que hubiera quedado en la retórica
humanitaria sobre la guerra. En el mundo árabe, el daño ya está hecho, y
es irrevocable.
*Maestra de historia militar y escritora. Fuente; The Guardian (Traducción
de Rubén Moheno) | Rebelión
 
 Nada
nuevo bajo el sol
Las posturas eróticas de Friedrich
Karl Forberg (1770-1848), filósofo alemán, autor del estudio publicado en
latín, "De Figuris Veneris" ("Manual de Erotología Clásica", basado en una
colección de textos griegos y romanos antiguos, referidos a la gran variedad
de comportamientos humanos sexuales existentes.
1. El hombre inclinado hacia adelante, recibiendo entre sus piernas a la
mujer acostada de espaldas, las piernas estiradas.
2. El hombre inclinado hacia adelante, recibido entre sus piernas por la
mujer acostada de espaldas, las piernas separadas.
3. La mujer acostada de espaldas, tiene entre sus piernas una sola de las
piernas del caballero.
4. La mujer acostada de espaldas, los pies cruzados sobre los riñones del
caballero.
5. La mujer acostada de espaldas, una de sus piernas estiradas, la otra
puesta sobre los riñones del hombre.
6. La mujer acostada de espaldas, el caballero montado al revés.
7. La mujer acostada de espaldas, el caballero montado transversalmente.
8. El hombre acostado, la mujer a medias acostada sobre el flanco, las piernas
estiradas.
9. El hombre acostado, la mujer a medias acostada sobre el flanco, una pierna
estirada, la otra levantada sobre los riñones del hombre.
10. La mujer a medias acostada, el caballero montado al revés.
11. El hombre de rodillas, la mujer acostada de espaldas, las piernas separadas.
12. La mujer acostada de espaldas, las piernas levantadas sobre los riñones
del hombre de rodillas.
13. La mujer acostada de espaldas, una pierna estirada, la otra levantada
sobre la espalda del hombre de rodillas.
14. La mujer acostada de espaldas, las piernas levantadas sobre la espalda
del hombre de rodillas.
15. La mujer acostada de espaldas, una pierna estirada, la otra levantada
sobre la espalda del hombre de rodillas.
16.
La mujer acostada de espaldas, una pierna levantada sobre los riñones del
hombre de rodillas, la otra sobre su espalda.
17. El hombre de rodillas atraviesa a la mujer sentada, las piernas separadas.
18. La mujer sentada, una pierna estirada, la otra levantada sobre los flancos
del hombre de rodillas.
19. La mujer sentada, las dos piernas levantadas sobre los dos flancos del
hombre de rodillas.
20. La mujer sentada, una pierna estirada, la otra levantada sobre la espalda
del hombre de rodillas.
21. La mujer sentada, las dos piernas levantadas sobre la espalda del hombre
de rodillas.
22. La mujer sentada, una pierna sobre la espalda del hombre de rodillas,
la otra estirada.
23. El hombre de rodillas, la mujer dada vuelta.
24. El hombre de espaldas, la mujer de frente.
25. El hombre de espaldas, la mujer dada vuelta.
26. El hombre de espaldas, la mujer atravesada.
27. El hombre de espaldas, la mujer levantada.
28. El hombre sentado, la mujer de frente.
29. El hombre sentado, la mujer de frente, las piernas al aire.
30. El hombre sentado, la mujer dada vuelta.
31. El hombre y la mujer de pie.
32. El hombre y la mujer de pie, una pierna del hombre o de la mujer levantada
en el aire.
33. El hombre de pie, la mujer acostada de espaldas, las piernas separadas.
34. La mujer acostada de espaldas, las piernas levantadas sobre los riñones
del hombre de pie.
35. La mujer acostada de espaldas, una pierna estirada, la otra levantada
sobre los riñones del hombre de pie.
36. La mujer acostada de espaldas, las dos piernas levantadas sobre la espalda
del hombre de pie.
37. La mujer acostada de espaldas, una pierna estirada, la otra levantada
sobre la espalda del hombre de pie.
38. La mujer acostada de espaldas, una pierna levantada sobre la espalda
del hombre de pie, la otra sobre sus riñones.
39. El hombre de pie, la mujer a medias acostada sobre el flanco.
40. El hombre de pie, atravesando a la mujer sentada, las piernas separadas.
41. El hombre de pie, atravesando a la mujer sentada, las piernas en el
aire.
42. El hombre de pie, atravesando a la mujer sentada, una pierna estirada,
la otra en el aire.
43. El hombre de pie, la mujer levantada.
44. La mujer levantada, las piernas sobre la espalda del hombre de pie.
45. El hombre de pie, la mujer de rodillas, dada vuelta.
46. El hombre de pie, la mujer en cuclillas, dada vuelta.
47. El hombre de pie, la mujer vuelta de espaldas y levantada de tal modo
que sólo la parte inferior del cuerpo quede en el aire, permaneciendo la
parte superior apoyada.
48. El hombre de pie, la mujer vuelta de espaldas, la parte inferior del
cuerpo levantada artificialmente.
49. Hombre pedicado acostado.
50. Hombre pedicado de pie.
51. Hombre pedicado de rodillas.
52. Hombre pedicado agachado.
53. Irrumateur acostado.
54. Irrumateur sentado.
55. Irrumateur de pie.
56. Irrumateur arrodillado.
57. Irrumateur agachado.
58. Cunnilinge acostada.
59. Cunnilinge sentada.
60. Cunnilinge de pie.
61. Cunnilinge de rodillas.
62. Cunnilinge agachada.
63. Fellatio y cunnilingus.
64. Masturbador.
65. Mano oficiosa.
66. Mano oficiosa de un tercero.
67. Ayuda del dedo.
68. Ayuda de un aparato de cuero.
69. Coito con un cuadrúpedo macho.
70. Coito con un cuadrúpedo hembra.
71. Tríbada practicando la cópula.
72. Tríbada pedicando.
73. Tres participantes: un copulador es pedicado.
74. Tres participantes: un pedicon es pedicado.
75. Tres participantes: un Celador es pedicado.
76. Tres participantes: un Celador practica la cópula.
77. Tres participantes: un Celador pedicado.
78. Tres participantes: un Pelador irrume.
79. Tres participantes: una telatriz es atravesada.
80. Tres participantes: una telatriz es pedicada.
81. Tres participantes: una telatriz sufre un cunnilingus.
82. Tres participantes: un cunnilinge opera la cópula.
83. Tres participantes: un cunnilinge pedica.
84. Tres participantes: un cunnilinge irrume.
85. Tres participantes: un cunnilinge es pedicado.
86. Tres participantes: una cunnilinge es atravesada.
87. Tres participantes: una cunnilinge es pedicada.
88. Cuatro participantes: forman una doble cadena.
89. Cuatro participantes: forman una triple cadena.
90. Grupo de cinco copuladores.
Etc., etc.
Glosario:
Pedicar: mantener sexo anal - Pedicado: el/la penetrado/a analmente
- Pedicador/a: el/la que penetra. - Irrumateur: el/la que acaricia el
miembro masculino por vía oral (felador/ra). - Cunnilinges: "los/las
que ofrendan sacrificios a Venus con la lengua, 'lambendo lingua genitalia',
escondiendo alguna parte, la cabeza baja", como dijo Cicerón. - Tríbadas
o frotadoras: en la antigüedad, reunión de mujeres (con clítoris extremadamente
grandes que permitían reemplazar al hombre). Cuando la tríbada era entre
mujeres de clítoris comunes, se compensaba con un aparato que los griegos
llamaron "olisbos", simulacro viril de cuero curtido. Por extensión,
lesbianas.

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