UMBERTO ECO: LA BELLEZA
Y LA FEALDAD
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Ilustración Tullio Pericoli
Umberto Eco nació el 5 de
Enero de 1932 en Turín, Italia. Crítico literario, semiólogo y novelista
italiano. Licenciado en filosofía, se gradúa en 1954 y a partir de ese
año es profesor de estética y semiótica en universidades como las de
Milán, Bolonia, Florencia y Turín.
Se da a conocer a partir de su tesis El problema estético en Santo Tomás
de Aquino (1956). Algún tiempo después, ejerció dando clases en la Universidad
de Milán durante dos años, antes de convertirse en profesor de Comunicación
visual en Florencia en 1966. Fue en esos años cuando publicó sus importantes
estudios Obra abierta (1962) y La estructura ausente (1968).
Con Obra abierta (1962) se orienta hacia la investigación de los sistemas
de significación y los procesos de comunicación. Desarrolla otras obras
como Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas (1965), La
forma y el contenido (1971), El signo (1973), Tratado de Semiótica General
(1975), El super-hombre de masas (1976) y Desde la periferia al imperio
(1977).
Al mismo tiempo que sus trabajos teóricos sobre el análisis de los signos
y los significados ha influido y creado escuela en círculos académicos,
Eco se ha hecho popular a través de dos novelas, El nombre de la rosa
(1981) una historia detectivesca que se desarrolla en un monasterio
en el año 1327, llevada al cine en 1986 por el director francés Jean-Jacques
Annaud, en la que aúna a su erudición, la fuerza narrativa de una sensibilidad
que para muchos poco tiene que ver con el rigor académico de sus obras
anteriores, y El péndulo de Foucault (1988), una fantasía acerca de
una conspiración secreta de sabios, construida en torno a temas esotéricos
y desde una perspectiva ideológica, propicia una revaloración del arte
narrativo del siglo XX.
Estas novelas se basan en los amplios conocimientos que Eco ha ido adquiriendo
sobre filosofía y literatura.
En 1995 se publica su novela La isla del día de antes y en 1998 Cinco
escritos morales. En 2001 publicó la novela Baudolino.
En febrero de 2000 creó en Bolonia la Escuela Superior de Estudios Humanísticos.
La 'Superescuela', como se la conoce ya en Italia, es una iniciativa
académica sólo para licenciados de altísimo nivel destinada a difundir
la cultura universal. También es secretario (y fundador desde 1969)
de la Asociación Internacional de Semiótica.
Es doctor honoris causa por 25 universidades de todo el mundo, entre
ellas, la Complutense (1990), la de Tel Aviv (1994), la de Atenas (1995),
la de Varsovia (1996), la de Castilla-La Mancha (1997) y la Universidad
Libre de Berlín (1998). Posee numerosos premios y condecoraciones, como
la Legión de Honor de Francia.
Es asimismo autor de otras obras como Arte y belleza en la estética
medieval, Interpretación y sobreinterpretación, La búsqueda de la lengua
perfecta, De los espejos y otros ensayos, Apostillas a El nombre de
la rosa, Diario íntimo, Entre mentira e ironía o Kant y el ornitorrinco.
Recientemente ha publicado en español Historia de la belleza (2004)
y La misteriosa flama de la reina Loana (2005).
En 2007 se publica en castellano Historia de la fealdad, en la
que después de Historia de la belleza (Lumen, 2004), Eco se sitúa en
el polo opuesto, ya que para para la comprensión de las ideas estéticas
a través de los tiempos no basta con una historia de la belleza, hace
falta también una historia de la fealdad. En los últimos años publica El
cementerio de Praga (2010); y Número cero, que fue publicada en 2015.
Umberto Eco murió en su residencia a
los 84 años, el 19 de febrero de 2016.
Fuente: www.booksfactory.com
 La
belleza ya no es lo que era
Por José Fernández Vega Ilustración Ricardo Ajler
El gesto vanguardista de Marcel Duchamp, al exponer un mingitorio
como obra de arte, asestó un golpe mortal al anhelo de belleza
que la humanidad creía implícito en toda expresión artística.
Desacreditada, ridiculizada como ideal burgués o decadente,
la belleza se tomó venganza invadiéndolo todo: la moda,
la publicidad, el diseño y cada rincón de la vida cotidiana.
Como dice Umberto Eco en su reciente "Historia de la belleza",
nuestra época se rindió "a la orgía de la tolerancia, al
imparable politeísmo de la belleza". ¿Es posible aún hallar
un criterio sobre qué es lo bello y lo feo en el arte?
Una historia de la belleza se puede transformar con mucha
facilidad en una historia del mundo, sin que ello implique,
por supuesto, que ni ese mundo ni esa historia hayan sido
especialmente bellos. Más bien significa que a lo largo
de épocas, y de muy distinta manera en cada una, la belleza
ha sido un propósito persistente y un anhelo profundo. Desde
la decoración del hogar, del palacio o del templo hasta
el encuentro amoroso entre las personas pasando por el éxtasis
ante las maravillas de la naturaleza estuvieron gobernados
por un deseo de belleza. Sin olvidar por cierto lo que hoy
llamaríamos formas estéticas, las cuales contribuyeron a
definir la identidad de cada momento del pasado humano.
Pero en la actualidad la idea de belleza parece haber perdido
el venerable, indiscutido arraigo del que gozó durante la
mayor parte de la historia. Las vanguardias artísticas del
siglo XX pusieron en crisis su vigencia, su carácter homogéneo
y reconocible, incluso dejaron de aspirar a ella. La marginaron
y la ridiculizaron. Pocas nociones se hallan tan asociadas
a nuestra idea convencional del arte como la de belleza;
pocas, sin embargo, se encuentran tan a menudo alejadas
de nuestra experiencia habitual del arte contemporáneo.
¿Cómo se llegó a este agudo contraste?
Umberto Eco no profundiza en este interrogante central para
nuestro tiempo, aunque lo registra. Su historia de la belleza,
plasmada en un —bello— libro suntuosamente ilustrado, es
un reflejo de su proverbial capacidad docente: clara, amena,
sistemática. Pero el viejo ímpetu intelectual que distinguía
al autor de Obra abierta o Diario Mínimo derivó con los
años en solvencia profesional y eficacia comunicativa. Nada
que reprochar; pero hay algo para echar de menos en esta
metamorfosis: la ausencia de un espírtu más inquisitivo
que enriquezca el sólido relato de este libro destinado
sin duda a complementar la clásica y popular Historia del
arte de Gombrich.
Desde los griegos, y durante más de dos milenios, la belleza
fue la característica principal de la obra de arte o de
lo que se entendiera por tal. Si en Platón el concepto no
tenía, primariamente al menos, una carga estética, en la
Poética aristotélica ya encontramos una definición apropiada
de belleza artística: orden y magnitud eran los requisitos
esenciales que debía cumplimentar una obra lograda. En su
Metafísica, Aristóteles añadió otro término, el de armonía.
Ese legado griego, de ninguna manera originado en Aristóteles,
pero potenciado por él, sería una fórmula perdurable en
el pensamiento occidental.
Todavía Tomás de Aquino, a cuyo pensamiento estético
Eco dedicó en 1956 su primer libro (nunca traducido), define
a la belleza en términos similares. Sólo en el siglo XVIII
la estética burguesa iniciaría una revisión. Pero ella no
estuvo dirigida a discutir los términos de la definición,
sino que más bien intentó hallar un lugar para las nuevas
pretensiones del sujeto. El arte bello, afirmaría Kant hacia
el final de ese siglo, era aquel cuya forma generaba un
sentimiento de placer en el observador. No eran por tanto
las propiedades objetivas de la obra cuanto sus efectos
sobre la sensibilidad individual —sobre el gusto— lo que
caracterizaba a la belleza. Por otra parte, ella no estaba
restringida, para Kant, a las obras de arte. También la
naturaleza generaba un placer estético análogo.
Hasta
el siglo XVIII, entonces, la historia de la belleza presenta
muchas ramificaciones si la consideráramos en detalle, tal
como hace Eco, pero apenas alguna fase realmente revolucionaria
respecto de los parámetros fijados por la antigüedad. Claro
que la belleza se adaptó a la poderosa presencia del pensamiento
cristiano durante la Edad Media (un avatar complejo que
Eco condensó en su Arte y belleza en la estética medieval)
por no hablar de las evoluciones a todo nivel del Renacimiento.
Pero un cierto trasfondo entre platónico y matemático (la
noción de proporción asociada al número, por ejemplo) siguió
definiendo a la belleza.
En su último libro, Arthur Danto, una de las principales
figuras de la estética actual, intentó indagar la crisis
del concepto (y del completo cambio en la vivencia) de la
belleza en el arte contemporáneo. El verdadero terremoto,
sostiene, tuvo lugar ya al comienzo del siglo XX, con el
emblemático mingitorio de Duchamp y las vanguardias plásticas
y literarias que allanaron el camino para la introducción
de obras difícilmente aceptables siquiera como arte (es
decir, sin considerar su valor estético, bueno o malo, sino
su mero estatuto) en los 25 siglos que nos preceden. A la
muerte del arte anunciada oscuramente por Hegel se sumaba
ahora la desintegración de uno de sus componentes básicos:
la belleza. La modernidad puede verse, por cierto, como
un angustiante funeral colectivo. Todas las grandes y antiguas
palabras empezaron a perder su sentido y a prepararse para
una larga, interminable agonía. En esta época, de acuerdo
con la broma corriente que Eco repite en otro de sus encantadores
ensayos, Dios ha muerto, el arte dejó de existir, la historia
ha llegado a su fin, y yo mismo no me siento del todo bien.
Es en ese contexto que los trastornos de la belleza confluyen
con la crisis de la cultura contemporánea constituyendo
uno de sus capítulos más curiosos. Aprovechada, y redefinida,
por el diseño industrial o el reclamo comercial, ¿qué relación
sigue manteniendo la belleza con el arte? Eco no ignora
desde luego la crisis de la belleza ni las provocaciones
de los artistas o los escritores. Con vigor y capacidad
de síntesis da cuenta tanto de la confusión entre lo culto
y lo popular que los medios masivos de comunicación trajeron
aparejada como de la dificultad para identificar un ideal
específico de belleza en una era como la nuestra que, según
las palabras finales de su obra, se halla rendida "a la
orgía de la tolerancia, al sincretismo total, al absoluto
e imparable politeísmo de la belleza".
Con todo, Eco no explora a fondo las causas de dicha situación
en relación con el arte, y éste no es un asunto marginal.
Aunque al comienzo de su relato aclare que una historia
de la belleza no debe confundirse con una historia del arte,
no puede prescindir de la tradición visual (apenas se habla
aquí del otro sentido jerarquizado desde los griegos: el
del oído) o literaria. La plástica de Occidente (acaso en
fallido desafío a la dictadura de la corrección política,
Eco olvida siquiera señalar que su panorama no considera
en absoluto a Oriente) aporta la enorme mayoría de las imágenes
de su libro, secundada a distancia por piezas arqueológicas,
retratos de actores, de edificios o de máquinas. Una selección
de citas filosóficas y extractos literarios completan el
aporte de fuentes ilustrativas del volumen, escrito por
partes iguales con Girolamo de Michele.
La belleza del cuerpo humano resulta por supuesto crucial
para una aproximación no específicamente artística (aunque
todos los ejemplos previos al final del siglo XIX sean para
nosotros artísticos), en especial si recordamos que la hermosura
femenina es uno de los temas más remotos y constantes en
la tradición occidental desde Homero. Eco consagra abundante
espacio a este tópico e incluye un abanico de imágenes que
abarca desde estatuas antiquísimas que representan mujeres
fellinescas (la por muchos motivos vertiginosa pieza denominada
"Venus de Willendorf" data del siglo 30 antes de Cristo)
hasta las más recientes y raquíticas chicas de calendario
sin olvidar el esquizoide modelo de mujer típico del cine:
la femme fatale y la vecina de al lado.
No es sólo que cada época tenga su ideal de belleza, sino
que, al mismo tiempo, en cada una conviven muchas tendencias
divergentes, incluso sin llegar a los extremos de profusión
que distingue a la nuestra, en la que el propio ideal se
halla asimismo cuestionado. La empresa en la que se embarcó
Eco parecía por eso imposible puesto que debía conjugar
un relato en sí mismo complejo y vinculado, además, a problemas
mayores como los del bien y la verdad, siempre mezclados
con lo bello por la filosofía y la religión. Sin embargo,
logró sortear el abismo con sobrios movimientos. Su libro
reserva un lugar para la inspiración pitagórica y para los
oscuros impulsos hacia lo feo teorizados en el siglo XIX,
para el resplandor divino que el catolicismo vio en las
imágenes y para la fascinación romántica ante la muerte,
la crueldad o el dolor. La armonía de la figura humana y
su deformidad, la alegría y la melancolía, la rivalidad
entre la jardinería barroca y la neoclásica, un mármol romano
y una estación de subte parisina conviven en sus páginas.
En esta parafernalia Eco consiguió imprimir un orden elegante
y erudito. Que su repaso histórico no haya logrado iluminar
direcciones decisivas para el presente cabe atribuirlo al
hecho de que la belleza del mundo nunca parece suficiente.
Y esto es casi lo único cierto que se puede decir sobre
ella a través de los siglos.
Fuente: www.antroposmoderno.com
 Historia
de la belleza (adelanto)
Ilustración Tullio Pericoli. El resto de las ilustraciones pertenecen a Mark Ryder y Roland Topor
y no integran la obra de Eco.
En su nuevo libro Historia de
la belleza, Umberto Eco rastrea a lo largo de dos mil quinientos
años de historia las formas que tomó el ideal estético,
que es a la vez resultado de una época y su marca para la
posteridad. Se reproduce aquí el capítulo dedicado al gran
enfrentamiento de nuestro tiempo: las vanguardias versus
los medios masivos, y algunos pasajes en los que la belleza
hizo historia.
Imaginemos un historiador del arte del futuro o un explorador llegado
del espacio que se planteen ambos la siguiente pregunta: ¿cuál es
la idea de belleza dominante en el siglo XX?
En el fondo, en un paseo por la historia de la belleza en la Grecia
antigua, el Renacimiento o en la primera o segunda mitad del siglo
XIX, siempre tenemos la sensación, mirando "desde lejos", de que
cada siglo presenta características unitarias o, a lo sumo, una
única contradicción fundamental.
Puede suceder que los intérpretes del futuro, mirando también "desde
lejos", consideren que hay algo realmente característico del siglo
XX, y que den la razón a Marinetti, por ejemplo, diciendo que la
Niké de Samotracia del siglo recién concluido era un hermoso coche
de carreras, olvidando tal vez a Picasso o a Mondrian. Nosotros
no podemos mirar desde tan lejos; podemos contentarnos con destacar
que la primera mitad del siglo XX, y a lo sumo los años ‘60 de ese
siglo (luego será más difícil), es el escenario de una lucha dramática
entre la belleza de la provocación y la belleza del consumo.
La vanguardia o la belleza de la provocación
La belleza de la provocación es la que proponen los distintos
movimientos de vanguardia y del experimentalismo artístico: del
futurismo al cubismo, del expresionismo al surrealismo, de Picasso
a los grandes maestros del arte informal y otros.
El arte de las vanguardias no plantea el problema de la belleza.
Se sobreentiende, sin duda, que las nuevas imágenes son artísticamente
"bellas" y han de proporcionar el mismo placer procurado a sus contemporáneos
por un cuadro de Giotto o de Rafael, precisamente porque la provocación
vanguardista viola todos los cánones estéticos respetados hasta
ese momento. El arte ya no se propone proporcionar una imagen de
la belleza natural, ni pretende procurar el placer sosegado de la
contemplación de formas armónicas. Al contrario, lo que pretende
es enseñar a interpretar el mundo con una mirada distinta, a disfrutar
del retorno a modelos arcaicos o exóticos: el mundo del sueño o
de las fantasías de los enfermos mentales, las visiones inducidas
por las drogas, el redescubrimiento de la materia, la nueva propuesta
alterada de objetos de uso en contextos improbables (véase nuevo
objeto, dadá, etcétera), las pulsiones del inconsciente...
Sólo
una corriente del arte contemporáneo ha recuperado una idea de armonía
geométrica que puede recordarnos la época de las estéticas de la
proporción, y es el arte abstracto. Rebelándose contra la dependencia
tanto de la naturaleza como de la vida cotidiana, el arte abstracto
nos ha propuesto formas puras, desde las geometrías de Mondrian
a las grandes telas monocromas de Klein, Rothko o Manzoni. Pero
quien haya visitado una exposición o un museo en los últimos tiempos
con toda seguridad habrá escuchado a personas que, ante un cuadro
abstracto, se preguntan "qué representa" y protestan con la inevitable
pregunta: "Pero, ¿esto es arte?". Por consiguiente, este retorno
"neopitagórico" a la estética de las proporciones y del número se
produce en contra de la sensibilidad común, en contra de la idea
que el hombre corriente tiene de la belleza.
Existen, por último, muchas corrientes del arte contemporáneo (happenings,
actos en que el artista corta o mutila su propio cuerpo, implicaciones
del público en fenómenos luminosos o sonoros) en las que parece
que bajo el signo del arte se desarrollan más bien ceremonias de
sabor ritual no muy diferentes de los antiguos ritos mistéricos;
cuya finalidad no es la contemplación de algo bello, sino una experiencia
casi religiosa (aunque de una religiosidad primitiva y carnal) de
la que los dioses están ausentes.
Por otra parte, de carácter mistérico son las experiencias musicales
de enormes multitudes en las discotecas o en los conciertos de rock,
donde entre luces estroboscópicas y sonidos ensordecedores se practica
una formade "estar juntos" (a menudo acompañada del consumo de sustancias
estimulantes) que puede parecer incluso "bella" (en el sentido tradicional
de un espectáculo circense) a quien la contempla desde fuera, aunque
no es así como la viven los que están inmersos en ella. Los que
participan en ella podrán hablar incluso de una "hermosa experiencia",
pero en el sentido en que se habla de un buen baño, de una buena
carrera en moto o de un coito satisfactorio.
La belleza de consumo
Nuestro visitante del futuro no podrá evitar hacer otro curioso
descubrimiento. Los que acuden a visitar una exposición de arte
de vanguardia, compran una escultura "incomprensible" o participan
de un happening van vestidos y peinados según los cánones de la
moda, llevan vaqueros o ropa de marca, se maquillan según el modelo
de belleza propuesto por las revistas de moda, por el cine, por
la televisión, es decir, por los medios de comunicación de masas.
Siguen los ideales de belleza del mundo del consumo comercial, contra
el que el arte de las vanguardias ha luchado durante más de cincuenta
años. ¿Cómo hay que interpretar esta contradicción? Sin pretender
explicarla: es la contradicción típica del siglo XX. El visitante
del futuro deberá preguntarse, por tanto, cuál ha sido el modelo
de belleza propuesto por los medios de comunicación de masas, y
descubrirá que se ha producido una doble censura a lo largo del
siglo.
La primera se produce entre un modelo y otro en el transcurso del
mismo decenio. Veamos tan sólo un ejemplo: el cine propone en los
mismos años el modelo de mujer fatal encarnado por Greta Garbo o
por Rita Hayworth, y el modelo de "la vecina de al lado" personificado
por Claudette Colbert o por Doris Day. Presenta como héroe del Oeste
al fornido y sumamente viril John Wayne y al blando y vagamente
femenino Dustin Hoffman. Son contemporáneos Gary Cooper y Fred Astaire,
y el flaco Fred baila con el rotundo Gene Kelly. La moda ofrece
trajes femeninos suntuosos como los que vemos desfilar en Roberta,
y al mismo tiempo los modelos andróginos de Coco Chanel. Los medios
de comunicación de masas son totalmente democráticos, ofrecen un
modelo de belleza tanto para aquella a quien la naturaleza ha dotado
ya de gracia aristocrática como para la proletaria de formas opulentas;
la esbelta Delia Scala constituye un modelo para la que no se corresponde
con el tipo de la exuberante Anita Ekberg; para el que no posee
la belleza masculina y refinada de Richard Gere, existe la fascinación
delicada de Al Pacino y la simpatía proletaria de Robert De Niro.
Y, por último, el que no puede llegar a poseer la belleza de un
Maserati puede optar por la belleza proporcionada del Mini Morris.
La segunda censura divide el siglo en dos partes. A fin de cuentas,
los ideales de belleza a los que se remiten los medios de comunicación
de los primeros sesenta años del siglo XX evocan las propuestas
de las artes "mayores".
Damas de la pantalla como Francesca Bertini o Rina de Liguoro son
parientes próximas de las lánguidas mujeres de D’Annunzio; las mujeres
que aparecen en los carteles publicitarios de los años ‘20 o ‘30
evocan la belleza filiforme del estilo floral, del Liberty o del
Art Déco.
En la publicidad de diversos productos se nota la inspiración futurista,
cubista y también surrealista. Los cómics de Little Nemo están inspirados
en el Art Nouveau, mientras que el urbanismo de otros mundos que
aparece en Flash Gordon recuerda las utopías de arquitectos modernistas
como Sant’Elia, e incluso anticipa las formas de los futuros misiles.
Los cómics de Dick Tracy manifiestan una lenta adaptación a la propia
pintura de vanguardia. Y en el fondo basta seguir a Mickey Mouse
y a Minnie, desde los años ‘30 hasta los años ‘50, para ver cómo
el dibujo se adapta al desarrollo de la sensibilidad estética dominante.
Pero cuando por un lado el pop art se apodera, como arte experimental
y de provocación, de lasimágenes del mundo del consumo, de la industria
y de los medios de comunicación de masas, y por el otro los Beatles
revisan con gran sabiduría incluso formas musicales que proceden
de la tradición, el espacio entre arte de provocación y arte de
consumo se reduce. No sólo eso, sino que si parece que existen aún
dos niveles entre arte "culto" y arte "popular", el arte culto,
en ese ambiente que se ha llamado posmoderno, ofrece al mismo tiempo
nuevas experimentaciones más allá de lo figurativo y retornos a
lo figurativo, como revisiones de la tradición.
Por su parte, los medios de comunicación de masas ya no presentan
un modelo unificado, un ideal único de belleza. Pueden recuperar,
incluso en una publicidad destinada a durar tan sólo una semana,
todas las experiencias de la vanguardia y ofrecer a la vez modelos
de los años ‘20, ‘30, ‘40 o ‘50, llegando incluso al redescubrimiento
de formas ya en desuso de los automóviles de mediados de siglo.
Los medios proponen de nuevo una iconografía decimonónica, el realismo
fabuloso, la exuberancia de Mae West y la gracia anoréxica de las
últimas modelos, la belleza negra de Naomi Campbell y la nórdica
de Claudia Schiffer, la gracia del claqué tradicional de A Chorus
Line y las arquitecturas futuristas y gélidas de Blade Runner, la
mujer fatal de tantas transmisiones televisivas o de tantos mensajes
publicitarios y la muchacha con la cara recién lavada al estilo
de Julia Roberts o de Cameron Díaz, ofrecen Rambo y Platinette,
o un George Clooney de cabellos cortos y los neocyber con el rostro
metalizado y el cabello transformado en una selva de cúspides coloreadas
o pelados al ras. Nuestro explorador del futuro ya no podrá distinguir
el ideal estético difundido por los medios de comunicación del siglo
XX en adelante. Deberá rendirse a la orgía de la tolerancia, al
sincretismo total, al absoluto e imparable politeísmo de la belleza.
Grecia: Por qué las estatuas no se tocan
Se mira y no se toca
El arte griego y el occidental en general, a diferencia de ciertas
formas artísticas orientales, dan mucha importancia a la distancia
correcta de la obra, con la que no se entra en contacto directo:
en cambio, las esculturas japonesas se tocan, y con un mandala tibetano
de arena se interactúa. La belleza griega es expresada, pues, por
los sentidos que permiten mantener la distancia entre el objeto
y el observador: vista y oído más que tacto, gusto u olfato.
Sonido y visión son las dos formas de percepción privilegiadas por
los griegos (probablemente porque, a diferencia del olor y del sabor,
se pueden reducir a medidas y órdenes numéricos). Pero aunque se
reconozca a la música el privilegio de expresar el alma, sólo a
las formas visibles se aplica la definición de bello (kalón) como
"lo que agrada y atrae". Esta diferencia se entiende si se tiene
en cuenta que una estatua debía representar una "idea" (y, por tanto,
suponía una contemplación detenida), mientras que la música se interpretaba
como algo que suscita pasiones.
Debido a esta implicación que se produce en el ánimo del espectador,
las formas perceptibles por el oído, como la música, despiertan
sospechas. El ritmo de la música remite al fluir perenne (y disarmónico,
porque carece de límites) de las cosas. Así pues, desorden y música
constituyen una especie de lado oscuro de la belleza apolínea armónica
y visible, y como tales se incluyen en la esfera de acción de Dionisos.
Edad
Media: Cada color tiene un significado
Así es el color
La Edad Media cree firmemente que todas las cosas en el universo
tienen un significado sobrenatural, y que el mundo es como un libro
escrito por la mano de Dios. Todos los animales tienen un significado
moral o místico, al igual que todas las piedras y todas las hierbas.
Se llega así a atribuir significados positivos o negativos también
a los colores, aunque los estudiosos ofrezcan a veces opiniones
contradictorias respecto del significado de determinado color; esto
sucede por dos razones: ante todo, para el simbolismo medieval una
cosa puede tener incluso dos significados opuestos según el contexto
en el que se contempla (de ahí que el león a veces simbolice a Jesucristo
y a veces al demonio); en segundo lugar, la Edad Media dura casi
diez siglos, y en un período de tiempo tan largo se producen cambios
en el gusto y en las creencias acerca del significado de los colores.
Se ha observado que en los primeros siglos el azul, junto con el
verde, es considerado un color de escaso valor, probablemente porque
al principio no consiguen obtener azules vivos y brillantes, y por
tanto los vestidos o las imágenes azules aparecen descoloridos y
desvaídos.
A partir del siglo XII, el azul se convierte en un color apreciado;
pensemos en el valor místico y en el esplendor estético del azul
de las vidrieras y de los rosetones de las catedrales: domina sobre
los otros colores y contribuye a filtrar la luz de forma "celestial".
En determinados períodos y lugares, el negro es un color real, en
otros es el color de los caballeros misteriosos que ocultan su identidad.
En las novelas del ciclo del rey Arturo, los caballeros pelirrojos
son viles, traidores y crueles, mientras que, unos siglos antes,
Isidoro de Sevilla consideraba que entre los cabellos más hermosos
estaban los rubios y pelirrojos.
Igualmente, las casacas y las gualdrapas rojas expresan valor y
nobleza, aunque el rojo sea también el color de los verdugos y de
las prostitutas.El amarillo es el color de la cobardía y va asociado
a las personas marginales y objeto de rechazo, los locos, los musulmanes,
los judíos, pero también es celebrado como el color del oro, entendido
como el más solar y el más precioso de los metales.
Manierismo: Qué hay detrás de todas esas frutas y verduras
Memento Mori
No es casual que el manierismo no haya sido bien entendido y valorado
hasta la Edad Moderna: si se priva a lo bello de los criterios de
medida, orden y proporción, inevitablemente es sometido a criterios
de juicio subjetivos, indefinidos. Un caso emblemático de esta tendencia
es la figura de Arcimboldo, artista considerado menor o marginal
en Italia, que alcanza éxito y notoriedad en la corte de los Habsburgo.
Sus sorprendentes composiciones, sus retratos con rostros compuestos
de objetos, vegetales, frutas, etcétera, sorprenden y divierten
a los espectadores. La belleza de Arcimboldo está despojada de toda
apariencia de clasicismo y se expresa a través de la sorpresa, lo
inesperado, la agudeza. Arcimboldo demuestra que incluso una zanahoria
puede ser bella, pero al mismo tiempo representa una belleza que
lo es no en virtud de una regla objetiva sino tan solo gracias al
consenso del público, de la "opinión pública" de las cortes.
Desaparece la distinción entre proporción y desproporción, entre
forma e informe, visible e invisible: la representación de lo informe,
de lo invisible, de lo vago trasciende las oposiciones entre bello
y feo, verdadero y falso. La representación de la belleza gana complejidad,
se remite a la imaginación más que a la inteligencia y se dota de
reglas nuevas. Por eso, la belleza manierista expresa un desgarramiento
del alma apenas velado: es una belleza refinada, culta y cosmopolita
como la aristocracia que la aprecia y encarga las obras (mientras
que el barroco tendrá rasgos más populares y emotivos).
Neoclasicismo 1
El gran aporte femenino a la filosofía
La lección de las mujeres
Don Juan, al representar el fracaso existencial del seductor, propone
en cambio una mujer nueva; lo mismo puede decirse de la Muerte de
Marat, que documenta un hecho histórico ocasionado por una mano
femenina: no podía ser de otra manera en un siglo que marca la aparición
de la mujer en la vida pública. También se ve en las imágenes pictóricas,
cuando las damas barrocas son sustituidas por mujeres menos sensuales
pero más libres, despojadas ya del asfixiante corsé, y con la melena
ondeando libremente: a finales del siglo XVIII está de moda no ocultar
el pecho, que a veces se muestra libremente por encima de una faja
que lo sostiene y marca el talle. Las damas parisinas organizan
salones y participan, evidentemente no como coprotagonistas, en
los debates que en ellos se desarrollan, anticipando los clubes
de la Revolución y siguiendo una moda que se había iniciado ya en
el siglo XVII, en las discusiones de salón sobre la naturaleza del
amor. En el seno de estas discusiones nació, a finales del siglo
XVII, una de las primeras novelas de amor, la Princesa de Clèves
de madame de La Fayette, a la que siguieron en el siglo XVIII Moll
Flanders (1722) de Daniel Defoe, Pamela (1742) de Samuel Richardson
y la Nueva Eloísa (1761), de Jean-Jacques Rousseau.
En la novela de amor del siglo XVIII, la belleza es vista con el
ojo interior de las pasiones, preferentemente en forma de diario
íntimo: una forma literaria que contiene ya en sí misma todo el
primer romanticismo. Pero en estas discusiones, sobre todo, se va
abriendo paso la convicción –y es la contribución de las mujeres
a la filosofía moderna– de que el sentimiento no es una simple perturbación
de la mente sino que expresa, junto con la razón y la sensibilidad,
una tercera facultad del hombre.
El sentimiento, el gusto y las pasiones pierden pues el aura negativa
de la irracionalidad y, al ser reconquistados por la razón, se convierten
en protagonistas de una lucha contra la dictadura de la propia razón.
El sentimiento representa una reserva a la que recurre Rousseau
para rebelarse contra la belleza moderna artificiosa y decadente,
recuperando para el ojo y el corazón el derecho a sumergirse en
la belleza originaria e incorrupta de la naturaleza, con un sentimiento
de nostalgia melancólica por el "buen salvaje" y por el niño espontáneo
que originariamente se hallaban en el hombre y que ya se han perdido.
Romanticismo: Napoleón prohíbe el suicidio por amor
El amor mata
"Como las viejas novelas": a mediados del siglo XVII, la expresión
se refería a las novelas de ambientación medieval y caballeresca,
a las quese oponía la nueva novela sentimental, cuyo tema no era
la vida fantástica de las gestas heroicas sino la vida real, cotidiana.
Esta nueva novela, que había nacido en los salones parisinos, influye
profundamente en la idea romántica de la belleza, en cuya percepción
se mezclan pasión y sentimiento: una muestra excelente, considerando
además el destino posterior del autor, es la novela juvenil de Napoleón
Clisson et Eugénie, en la que ya aparece la novedad del amor romántico
respecto de la pasión amorosa dieciochesca. A diferencia de los
personajes de madame de La Fayette, los héroes románticos –de Werther
a Jacopo Ortis, por citar a los más conocidos– no son capaces de
resistir a la fuerza de las pasiones. La belleza amorosa es una
belleza trágica, frente a la que el protagonista se encuentra inerme
e indefenso.
Además, como veremos, para el hombre romántico la muerte misma,
arrebatada al reino de lo macabro, tiene su fascinación y puede
ser bella: el propio Napoleón, una vez convertido en emperador,
deberá promulgar un decreto contra ese suicidio por amor al que
había destinado a su Clisson, como demostración de la difusión de
las ideas románticas a principios del siglo XIX.
Siglo XX: La fascinación por las máquinas
Horror Vacui
El
comienzo del siglo XX es tiempo ya para la exaltación futurista
de la velocidad, y Marinetti llegará a afirmar, tras haber invitado
a matar el claro de la luna como trasto inútil poético, que un coche
de carreras es más bello que la Niké de Samotracia. De ahí arranca
la época definitiva de la estética industrial: la máquina ya no
necesita ocultar su funcionalidad tras los oropeles de la cita clásica,
como sucedía con Watt, porque ahora se afirma que la forma sigue
a la función, y la máquina será tanto más hermosa cuanto más capaz
sea de exhibir su propia eficiencia.
Sin embargo, en este nuevo clima estético el ideal de un design
esencial alterna también con el del styling, según el cual a la
máquina se le da formas que no derivan de su función sino que tienden
a hacerla más agradable estéticamente y más capaz de seducir a sus
posibles usuarios.
En esta lucha entre design y styling es célebre el magistral análisis
que hizo Roland Barthes del primer ejemplar del Citroën DS, cuya
siglas, que parecen tan tecnológicas, si se pronuncian en francés,
suenan como déesse, es decir, "diosa".
Tampoco ahora nuestra historia será lineal. La máquina, que se vuelve
bella y fascinante por sí misma, no ha dejado de suscitar en estos
últimos siglos nuevas inquietudes que no nacen de su misterio sino
precisamente de la fascinación del engranaje que se pone al descubierto.
Pensemos en las reflexiones sobre el tiempo y sobre la muerte que
el engranaje de un reloj inspira a algunos poetas barrocos que hablan
de esas ruedas dentadas, tan penosas y lacerantes que desgarran
los días y rasgan las horas, mientras el fluir de la arena en el
reloj se percibe como un constante sangrar en el que nuestra vida
se consume en partículas polvorientas.
Dando un salto de casi tres siglos llegaremos a la máquina de En
la colonia penitenciaria de Franz Kafka, en la que engranaje e instrumento
de tortura se identifican y el conjunto resulta tan fascinante que
el propio verdugo se inmola a mayor gloria de su criatura. Máquinas
tan absurdas como la kafkiana pueden, no obstante, dejar de ser
instrumento mortal para convertirse en las llamadas "máquinas célibes",
esto es, en máquinas bellas porque carecen de función, o tienen
funciones absurdas, máquinas de derroche, arquitecturas consagradas
al despilfarro o máquinas inútiles.
La expresión "máquina célibe" procede del proyecto del Gran vidrio,
la obra de Duchamp también conocida como La casada desnudada por
sus solteros, incluso, de la que basta examinar algunos componentes
parahallar directamente, como fuentes de inspiración, las máquinas
de los mecanismos renacentistas.
Máquinas célibes son las que inventa Raymond Roussel en Impresiones
de Africa. Pero si bien las máquinas descritas por Roussel producen
aún efectos reconocibles, como, por ejemplo, sorprendentes texturas,
las construidas como esculturas por un artista como Tinguely sólo
producen su propio movimiento insensato, y su único objetivo es
chirriar sin efecto alguno.
En este sentido son célibes por definición, carentes de finalidad
funcional, nos hacen sonreír y nos incitan al juego, porque con
ello mantenemos bajo control el horror que podrían inspirarnos en
cuanto distinguiéramos un objetivo oculto, que forzosamente habría
de ser maléfico. Las máquinas de Tinguely tienen, por tanto, la
misma función que muchas obras de arte que han sabido exorcizar,
a través de la belleza, el dolor, el miedo, la muerte, lo perturbador
y lo desconocido.
Neoclasicismo 2: Es verdad: antes no existían
El nacimiento de los críticos
Las excavaciones de Pompeya (1748) marcan en cambio el inicio de
una auténtica fiebre por lo antiguo y originario, y consolidan una
profunda transformación del gusto europeo.
Resulta decisivo el descubrimiento de que la imagen renacentista
del clasicismo se refería de hecho a la época de la decadencia:
se descubre que la belleza clásica es en realidad una deformación
efectuada por los humanistas y, al rechazarla, se inicia la búsqueda
de la "verdadera" antigüedad.
De ahí el carácter innovador que caracteriza a las teorías sobre
la belleza en la segunda mitad del siglo XVIII: la búsqueda del
estilo originado implica la ruptura con los estilos tradicionales
y el rechazo de los temas y actitudes tradicionales en favor de
una mayor libertad expresiva.
Pero no son solamente los artistas quienes reclaman una mayor libertad
de los cánones: según Hume, el crítico sólo puede determinar las
reglas del gusto si tiene capacidad para liberarse de los usos y
de los prejuicios que desde el exterior determinan su juicio, que
debe basarse, en cambio, en cualidades internas como buen sentido
y libertad de prejuicios, y también método, delicadeza, habilidad.
Este crítico, como veremos, presupone una opinión pública en la
que las ideas son objeto de circulación, de discusión y también
(¿por qué no?) de mercado. Al mismo tiempo, la actividad del crítico
presupone la liberación definitiva del gusto de las reglas clásicas,
un movimiento que se inicia como muy tarde con el manierismo, y
que en Hume llega a un subjetivismoestético que roza el escepticismo
(término que el propio Hume no duda en atribuir, con valor positivo,
a su propia filosofía).
En este contexto, la tesis fundamental es que la belleza no es inherente
a las cosas, sino que se forma en la mente del crítico, esto es,
del espectador libre de las influencias externas. Este descubrimiento
es tan importante como el descubrimiento del carácter subjetivo
de las cualidades de los cuerpos (caliente, frío, etcétera), que
hizo Galileo en el campo de la física en el siglo XVII. A la subjetividad
del "gusto corporal" –que un alimento tenga sabor dulce o amargo
no depende de su naturaleza, sino de los órganos del gusto de quien
lo prueba– le corresponde una subjetividad análoga del "gusto espiritual":
puesto que no existe un criterio de valoración objetivo e intrínseco
a las cosas, el mismo objeto puede parecer bello a mis ojos y feo
a los ojos de mi vecino.
Fuente: Página/12, 28/02/05
 Historia
de la fealdad
Por Umberto Eco
[Las imágenes son de
Roland Topor y no pertenecen a la obra de Eco]
A lo largo de los siglos, filósofos y artistas han ido proporcionando
definiciones de lo bello, y gracias a sus testimonios se ha podido
reconstruir una historia de las ideas estéticas a través de los
tiempos. No ha ocurrido lo mismo con lo feo, que casi siempre se
ha definido por oposición a lo bello y a lo que casi nunca se han
dedicado estudios extensos, sino más bien alusiones parentéticas
y marginales. Por consiguiente, si la historia de la belleza puede
valerse de una extensa serie de testimonios teóricos (de los que
puede deducirse el gusto de una época determinada), la historia
de la fealdad por lo general deberá ir a buscar los documentos en
las representaciones visuales o verbales de cosas o personas consideradas
en cierto modo "feas".
No obstante, la historia
de la fealdad tiene algunos rasgos en común con la historia de la
belleza. Ante todo, tan solo podemos suponer que los gustos de las
personas corrientes se correspondieran de algún modo con los gustos
de los artistas de su época. Si un visitante llegado del espacio
acudiera a una galería de arte contemporáneo, viera rostros femeninos
pintados por Picasso y oyera que los visitantes los consideran "bellos",
podría creer erróneamente que en la realidad cotidiana los hombres
de nuestro tiempo consideran bellas y deseables a las criaturas
femeninas con un rostro similar al representado por el pintor. No
obstante, el visitante del espacio podría corregir su opinión acudiendo
a un desfile de moda o a un concurso de Miss Universo, donde vería
celebrados otros modelos de belleza. A nosotros, en cambio, no nos
es posible; al visitar épocas ya remotas, no podemos hacer ninguna
comprobación, ni en relación con lo bello ni en relación con lo
feo, ya que solo conservamos testimonios artísticos de aquellas
épocas. Otra característica común a la historia de la fealdad y
a la belleza es que hay que limitarse a registrar las vicisitudes
de estos dos valores en la civilización occidental. En el caso de
las civilizaciones arcaicas y de los pueblos llamados primitivos,
disponemos de restos artísticos pero no de textos teóricos que nos
indiquen si estaban destinados a provocar placer estético, terror
sagrado o hilaridad.
A un occidental, una máscara ritual africana le parecería horripilante,
mientras que para el nativo podría representar una divinidad benévola.
Por el contrario, al seguidor de una religión no occidental le podría
parecer desagradable la imagen de un Cristo flagelado, ensangrentado
y humillado, cuya aparente fealdad corporal inspiraría simpatía
y emoción a un cristiano. En el caso de otras culturas, ricas en
textos poéticos y filosóficos (como, por ejemplo, la india, la japonesa
o la china), vemos imágenes y formas pero, al traducir textos literarios
o filosóficos, casi siempre resulta difícil establecer hasta qué
punto ciertos conceptos pueden ser identificables con los nuestros,
aunque la tradición nos ha inducido a traducirlos a términos occidentales
como "bello" o "feo". Y aunque se tomaran en consideración las traducciones,
no bastaría saber que en una cultura determinada se considera bella
una cosa dotada, por ejemplo, de proporción y armonía. ¿Qué significan,
en realidad, estos dos términos? Su sentido también ha cambiado
a lo largo de la historia occidental. Solo comparando afirmaciones
teóricas con un cuadro o una construcción arquitectónica de la época
nos damos cuenta de que lo que se consideraba proporcionado en un
siglo ya no lo era en el otro; cuando un filósofo medieval hablaba
de proporción, por ejemplo, estaba pensando en las dimensiones y
en la forma de una catedral gótica, mientras que un teórico renacentista
pensaba en un templo del siglo XVI, cuyas partes estaban reguladas
por la sección áurea, y a los renacentistas les parecían bárbaras
y, justamente, "góticas", las proporciones de las catedrales.
Historia
de la fealdad
Cuatro años después de su
ricamente ilustrada
Historia
de
la
belleza (2004),
Umberto Eco dedica un libro a aquello que puede ser
considerado la contraparte menos estudiada. Frankenstein
y las figuras grotescas de El Bosco, el horror de las
cabezas de serpiente de la "Medusa" de Rubens o el Jesucristo
de la película de Mel Gibson, todo tiene espacio en
"La historia de la fealdad".
Historia de la fealdad
(2007) se compone de quince capítulos en los que se
analiza la evolución de los cánones estéticos. El mal
ha seducido tanto o más que el bien desde aquel conocido
episodio de la serpiente y la manzana en el Paraíso.
¿Podría decirse lo mismo de la fealdad respecto a la
belleza? Umberto Eco trata de averiguar por qué caminos
le lleva esta pregunta en su último libro 'Historia
de la fealdad'.
El autor de 'Historia de la belleza', de la que se han
vendido 500.000 copias en todo el mundo, busca ahora
en la caverna oscura y encuentra los monstruos que pueblan
lienzos antiguos y prestigiosos como los de El Bosco,
figuras poco agradables de Cristo extremadamente dolorido
y hasta jóvenes con 'piercings' que desatan la atracción
por lo escabroso.
"Las sombras contribuyen a que luz resplandezca mejor",
explica Eco, que se sirve de innumerables autores, citas,
textos históricos, poemas, novelas y ensayos para explicar
que la fealdad y la belleza deben ser entendidas según
el momento histórico y los cánones estéticos dominantes.
Brujas y posmodernos
En su nueva obra, Eco menciona a Robert Burton y su
'Anatomía de la melancolía' para reflexionar sobre las
razones por las cuales se ama a una mujer fea. El ensayista
parte de Leonardo, sigue con Rabelais, autor de 'Gargantúa
y Pantagruel', maestro de lo épico y cómico, el gran
genio de lo vulgar, lo grotesco y popular, hasta llegar
a Burton y su visión melancólica del futuro -de la modernidad-,
un autor que influyó en Henry James y en Marcel Proust.
"Para entender los gustos de una época no es justo escuchar
sólo a los filósofos. Es necesario entender qué significa
fealdad para la gente común", reconoce Eco. El texto,
dividido en 15 capítulos, analiza la evolución de los
gustos y constituye una suerte de antología de la cultura
occidental, un libro de arte, con diablos, brujas y
posmodernos, para ilustrar la visión de la fealdad.
La atracción por lo feo, arguye Eco, se muestra en la
abundancia de sinónimos: horrendo, desagradable, monstruoso,
odioso, espantoso, fétido, sucio, repelente, vil, deforme,
repugnante o antiestético. "La historia de la fealdad
es decididamente más interesante que la historia de
la belleza", reconoce Eco, quien al parecer se divirtió
reconstruyendo increíbles historias de horror y desprecio
desde la época de los griegos, pasando por la Edad Media
hasta llegar a la exaltación de la 'fealdad' entendida
como lo diferente en el mundo moderno.
Todavía hay bellezas clásicas como la de Nicole Kidman
o la de George Clooney, e incluso el diseño de televisiones
y automóviles se basa en los cánones renacentistas de
las divinas proporciones. Pero al mismo tiempo triunfan
en el arte los tiburones muertos de Damien Hirst o los
caballos ahorcados de Cattelan, explica el autor de
'El nombre de la rosa'.
La estética de los 'cyborgs', mitad máquina y mitad
humanos, adolecería de ese gusto por lo inquietante.
Lo mismo que la de los telediarios, incide Eco, que
se demoran en el detalle de los muertos en las carreteras
y en las guerra. Algo así como los cuadros de El Bosco,
pero con otros medios.
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Los conceptos de bello
y de feo están en relación con los distintos períodos históricos
o las distintas culturas y, citando a Jenófanes de Colofón (según
Clemente de Alejandría, Stromata , V, 110), "si los bueyes, los
caballos y los leones tuviesen manos, o pudiesen dibujar con las
manos, y hacer obras como las que hacen los hombres, semejantes
a los caballos el caballo representaría a los dioses, y semejantes
a los bueyes, el buey, y les darían cuerpos como los que tiene cada
uno de ellos".
En la Edad Media, Giacomo da Vitri ( Libro duo, quorum prior Orientalis,
sive Hierosolymitanae, alter Occidentalis historiae ), al ensalzar
la belleza de toda la obra divina, admitía que "probablemente los
cíclopes, que tienen un solo ojo, se sorprenden de los que tienen
dos, como nosotros nos maravillamos de aquellas criaturas con tres
ojos Consideramos feos a los etíopes negros, pero para ellos el
más negro es el más bello". Siglos más tarde, se hará eco Voltaire
(en el Diccionario filosófico ): "Preguntad a un sapo qué es la
belleza, el ideal de lo bello, lo to kalòn . Os responderá que la
belleza la encarna la hembra de su especie, con sus hermosos ojos
redondos que resaltan de su pequeña cabeza, boca ancha y aplastada,
vientre amarillo y dorso oscuro. Preguntad a un negro de Guinea:
para él la belleza consiste en la piel negra y aceitosa, los ojos
hundidos, la nariz chata. Preguntádselo al diablo: os dirá que la
belleza consiste en un par de cuernos, cuatro garras y una cola".
Hegel, en su Estética , observa que "ocurre que, si no todo marido
a su mujer, al menos todo novio encuentra bella, y bella de una
manera exclusiva, a su novia; y si el gusto subjetivo por esta belleza
no tiene ninguna regla fija, se puede considerar una suerte para
ambas partes Se oye decir con mucha frecuencia que una belleza europea
desagradaría a un chino o hasta a un hotentote, porque el chino
tiene un concepto de la belleza completamente diferente al del negro
Y ciertamente, si consideramos las obras de arte de esos pueblos
no europeos, por ejemplo las imágenes de sus dioses, que han surgido
de su fantasía dignas de veneración y sublimes, a nosotros nos pueden
parecer los ídolos más monstruosos, del mismo modo que su música
puede resultar sumamente detestable a nuestros oídos. A su vez,
esos pueblos considerarán insignificantes o feas nuestras esculturas,
pinturas y músicas".
A menudo la atribución de belleza o de fealdad se ha hecho atendiendo
no a criterios estéticos, sino a criterios políticos y sociales.
En un pasaje de Marx ( Manuscritos económicos y filosóficos de 1844
) se recuerda que la posesión de dinero puede suplir la fealdad:
"El dinero, en la medida en que posee la propiedad de comprarlo
todo, de apropiarse de todos los objetos, es el objeto por excelencia
Mi fuerza es tan grande como lo sea la fuerza del dinero Lo que
soy y lo que puedo no está determinado en modo alguno por mi individualidad.
Soy feo, pero puedo comprarme la mujer más bella. Por tanto, no
soy feo, porque el efecto de la fealdad, su fuerza ahuyentadora,
queda anulado por el dinero. Según mi individualidad, soy tullido,
pero el dinero me procura veinticuatro piernas: luego, no soy tullido
¿Acaso no transforma mi dinero todas mis carencias en su contrario?".
Basta, pues, aplicar esta reflexión sobre el dinero al poder en
general y se entenderán algunos retratos de monarcas de siglos pasados,
cuyas facciones fueron devotamente inmortalizadas por pintores cortesanos,
que desde luego no pretendían destacar demasiado sus defectos, y
hasta hicieron todo lo posible por refinar sus rasgos. No cabe duda
de que estos personajes nos parecen bastante feos (y probablemente
también lo eran en su tiempo), pero era tal su carisma y la fascinación
que les otorgaba su omnipotencia que sus súbditos los contemplaban
con ojos de adoración.
Por último, basta leer uno de los relatos más hermosos de la ciencia
ficción contemporánea, "El centinela" de Fredric Brown, para ver
que la relación entre lo normal y lo monstruoso, lo aceptable y
lo horripilante, puede invertirse según la mirada vaya de nosotros
al monstruo del espacio o del monstruo del espacio a nosotros: "Estaba
completamente empapado y cubierto de barro; tenía hambre y frío
y se hallaba a ciento cincuenta mil años luz de su casa. Un sol
extranjero le iluminaba con una gélida luz azul y la gravedad, dos
veces mayor de lo habitual, convertía cada movimiento en una agonía
de cansancio Los de la aviación lo tenían fácil, con sus aeronaves
relucientes y sus superarmas; pero cuando se llega al momento crucial,
le corresponde al soldado de a pie, a la infantería, tomar la posición
y conservarla, con sangre, palmo a palmo. Como este jodido planeta
de una estrella de la que jamás había oído hablar hasta que lo habían
enviado. Y ahora era suelo sagrado porque también había llegado
el enemigo. El enemigo, la única otra raza inteligente de la galaxia
crueles, asquerosos, repugnantes monstruos Estaba completamente
empapado y cubierto de barro; tenía hambre y frío, y el día era
gris y barrido por un viento violento que le molestaba en los ojos.
Pero los enemigos intentaban infiltrarse y era vital mantener las
posiciones avanzadas. Estaba alerta, con el fusil preparado Entonces
vio a uno de ellos arrastrándose hacia él. Apuntó y disparó. El
enemigo emitió aquel grito extraño, terrorífico, que todos emitían,
y ya no se movió. El grito, la visión del cadáver lo hicieron estremecer.
Muchos se habían acostumbrado con el paso del tiempo y ya no le
prestaban atención; pero él, no. Eran criaturas demasiado asquerosas,
con solo dos brazos y dos piernas, y aquella piel de un blanco nauseabundo
y sin escamas ".
Decir que belleza y fealdad son conceptos relacionados con las épocas
y con las culturas (o incluso con los planetas) no significa que
no se haya intentado siempre definirlos en relación con un modelo
estable. Se podría incluso sugerir, como hizo Nietzsche en el Crepúsculo
de los ídolos , que "en lo bello el hombre se pone a sí mismo como
medida de la perfección" y "se adora en ello El hombre en el fondo
se mira en el espejo de las cosas, considera bello todo aquello
que le devuelve su imagen Lo feo se entiende como señal y síntoma
de degeneración Todo indicio de agotamiento, de pesadez, de senilidad,
de fatiga, toda especie de falta de libertad, en forma de convulsión
o parálisis, sobre todo el olor, el color, la forma de la disolución,
de la descomposición todo esto provoca una reacción idéntica, el
juicio de valor ´feo ¿A quién odia aquí el hombre? No hay duda:
odia la decadencia de su tipo ".
El
argumento de Nietzsche es narcisísticamente antropomorfo, pero nos
dice precisamente que belleza y fealdad están definidas en relación
con un modelo "específico" -y la noción de especie se puede extender
de los hombres a todos los entes, como hacía Platón en la República
, al aceptar que se considerara bella una olla fabricada según las
reglas artesanales correctas, o Tomás de Aquino ( Suma teológica
, I, 39, 8), para quien los componentes de la belleza eran, además
de una proporción correcta, la luminosidad o claridad y la integridad-,
es decir, que una cosa (ya sea un cuerpo humano, un árbol, una vasija)
había de presentar todas las características que su forma debía
haber impuesto a la materia. En este sentido, no solo se consideraba
fea una cosa desproporcionada, como un ser humano con una cabeza
enorme y unas piernas muy cortas, sino que también se consideraban
feos los seres que Tomás definía como turpi en el sentido de "disminuidos"
o -como dirá Guillermo de Auvernia ( Tratado del bien y del mal
)- aquellos a los que les falta un miembro, que tienen un solo ojo
(o tres, porque se puede adolecer de falta de integridad también
por exceso). Por consiguiente, se consideraban feos sin piedad alguna
los adefesios, que los artistas han representado a menudo de forma
despiadada, y en el mundo animal los híbridos, que fundían de forma
violenta los aspectos formales de dos especies distintas.
¿Podrá, pues, definirse simplemente lo feo como lo contrario de
lo bello, un contrario que también se transforma cuando cambia la
idea de su opuesto? ¿La historia de la fealdad puede ser el contrapunto
simétrico de la historia de la belleza?
La primera y más completa Estética de lo feo , la que elaboró en
1853 Karl Rosenkranz, establece una analogía entre lo feo y el mal
moral. Del mismo modo que el mal y el pecado se oponen al bien,
y son su infierno, así también lo feo es "el infierno de lo bello".
Rosenkranz retoma la idea tradicional de que lo feo es lo contrario
de lo bello, una especie de posible error que lo bello contiene
en sí, de modo que cualquier estética, como ciencia de la belleza,
está obligada a abordar también el concepto de fealdad. Pero justamente
cuando pasa de las definiciones abstractas a una fenomenología de
las distintas encarnaciones de lo feo es cuando nos deja entrever
una especie de "autonomía de lo feo", que lo convierte en algo mucho
más rico y complejo que una simple serie de negaciones de las distintas
formas de belleza.
Rosenkranz analiza minuciosamente la fealdad natural, la fealdad
espiritual, la fealdad en el arte (y las distintas formas de imperfección
artística), la ausencia de forma, la asimetría, la falta de armonía,
la desfiguración y la deformación (lo mezquino, lo débil, lo vil,
lo banal, lo casual y lo arbitrario, lo tosco), y las distintas
formas de lo repugnante (lo grosero, lo muerto y lo vacío, lo horrendo,
lo insulso, lo nauseabundo, lo criminal , lo espectral, lo demoníaco,
lo hechicero y lo satánico). Demasiadas cosas para seguir diciendo
que lo feo es simplemente lo opuesto de lo bello entendido como
armonía, proporción o integridad.
Si se examinan los sinónimos de "bello" y "feo", se ve que se considera
bello lo que es bonito, gracioso, placentero, atractivo, agradable,
agraciado, delicioso, fascinante, armónico, maravilloso, delicado,
gentil, encantador, magnífico, estupendo, excelso, excepcional,
fabuloso, prodigioso, fantástico, mágico, admirable, valioso, espectacular,
espléndido, sublime, soberbio, mientras que feo es lo repelente,
horrendo, asqueroso, desagradable, grotesco, abominable, odioso,
indecente, inmundo, sucio, obsceno, repugnante, espantoso, abyecto,
monstruoso, horrible, hórrido, horripilante, sucio, terrible, terrorífico,
tremendo, angustioso, repulsivo, execrable, penoso, nauseabundo,
fétido, innoble, aterrador, desgraciado, lamentable, enojoso, indecente,
deforme, disforme, desfigurado (por no hablar de cómo el horror
puede aparecer también en terrenos como el de lo fabuloso, lo fantástico,
lo mágico y lo sublime, asignados tradicionalmente a lo bello).
La
sensibilidad del hablante común percibe que, si bien en todos los
sinónimos de bello se podría observar una reacción de apreciación
desinteresada, en casi todos los de feo aparece implicada una reacción
de disgusto, cuando no de violenta repulsión, horror o terror.
En su obra sobre La expresión de las emociones en los animales y
en el hombre , Darwin observaba que lo que provoca disgusto en una
determinada cultura no lo provoca en otra, y viceversa, pero concluía
que sin embargo "parece que los distintos movimientos descritos
como expresión de desprecio y de disgusto son idénticos en una gran
parte del mundo".
Conocemos sin duda algunas descaradas manifestaciones de aprobación
ante algo que nos parece bello porque es físicamente deseable; basta
pensar en la broma de mal gusto al paso de una mujer guapa o en
las inconvenientes manifestaciones de alegría del glotón ante su
comida preferida. En estos casos, sin embargo, no se trata tanto
de una expresión de goce estético como de algo parecido a los gruñidos
de satisfacción o incluso a los eructos que se emiten en algunas
civilizaciones para expresar el agrado de un alimento (aunque en
esas ocasiones se trata de una forma de etiqueta). En general, parece
que la experiencia de lo bello provoca lo que Kant ( Crítica del
juicio ) definía como "placer sin interés": si bien nosotros quisiéramos
poseer todo aquello que nos parece agradable o participar en todo
lo que nos parece bueno, la expresión de agrado ante la visión de
una flor proporciona un placer del que está excluido cualquier tipo
de deseo de posesión o de consumo.
En este sentido, algunos filósofos se han preguntado si se puede
pronunciar un juicio estético de fealdad, puesto que la fealdad
provoca reacciones pasionales como el disgusto descrito por Darwin.
A lo largo de nuestra historia deberemos distinguir realmente entre
la fealdad en sí misma (un excremento, una carroña en descomposición,
un ser cubierto de llagas que despide un olor nauseabundo) y la
fealdad formal, como desequilibrio en la relación orgánica entre
las partes de un todo. Imaginemos que vemos por la calle a una persona
con la boca desdentada: lo que nos molesta no es la forma de los
labios o de los pocos dientes que quedan, sino el hecho de que los
dientes supervivientes no estén acompañados de los otros que deberían
estar allí, en aquella boca. No conocemos a esa persona, esa fealdad
no nos implica pasionalmente y sin embargo -ante la incoherencia
o la no completud de aquel conjunto- nos sentimos autorizados a
manifestar desapasionadamente que aquel rostro es feo.
Por esto, una cosa es reaccionar pasionalmente al disgusto que nos
provoca un insecto viscoso o un fruto podrido y otra es decir que
una persona es desproporcionada o que un retrato es feo en el sentido
de que está mal hecho (la fealdad artística es una fealdad formal).
Y respecto a la fealdad artística, recordemos que en casi todas
las teorías estéticas, al menos desde Grecia hasta nuestros días,
se ha reconocido que cualquier forma de fealdad puede ser redimida
por una representación artística fiel y eficaz. Aristóteles ( Poética
, 1448b) habla de la posibilidad de realizar lo bello imitando con
maestría lo que es repelente, y Plutarco ( De audiendis poetis )
nos dice que en la representación artística lo feo imitado sigue
siendo feo, pero recibe como una reverberación de belleza procedente
de la maestría del artista.
Hemos
identificado, pues, tres fenómenos distintos: la fealdad en sí misma
, la fealdad formal y la representación artística de ambas . Lo
que hay que tener presente es que por lo general solo a partir del
tercer tipo de fealdad se podrá inferir lo que eran en una cultura
determinada los dos primeros tipos.
Al hacerlo, nos exponemos a muchos equívocos. En la Edad Media,
Buenaventura de Bagnoregio nos decía que la imagen del diablo se
vuelve bella si representa bien su fealdad; pero ¿realmente era
esto lo que pensaban los fieles que contemplaban escenas de inauditos
tormentos infernales en los portales o en los frescos de las iglesias?
¿No reaccionaban tal vez con terror y angustia, como si hubiesen
visto una fealdad del primer tipo, horripilante y repugnante como
sería para nosotros la visión de un reptil que nos amenaza?
Los teóricos muchas veces no tienen en cuenta numerosas variables
individuales, idiosincrasias y comportamientos desviados. Si bien
es cierto que la experiencia de la belleza implica una contemplación
desinteresada, un adolescente alterado puede experimentar una reacción
pasional incluso ante la Venus de Milo. Lo mismo cabe decir respecto
a lo feo: de noche, un niño puede soñar aterrorizado con la bruja
que ha visto en un libro de cuentos, que para otros niños de su
edad no sería más que una imagen divertida. Probablemente muchos
contemporáneos de Rembrandt, además de apreciar la maestría con
que el artista representaba un cadáver diseccionado sobre la mesa
de anatomía, podían experimentar reacciones de horror como si el
cadáver fuese real, del mismo modo que el que ha padecido un bombardeo
tal vez no puede mirar el Guernica de Picasso de una forma estéticamente
desinteresada, y revive el terror de su antigua experiencia.
De ahí la prudencia con que debemos disponernos a seguir esta historia
de la fealdad, en sus variedades, en sus múltiples articulaciones,
en la diversidad de reacciones que sus distintas formas suscitan,
en los matices conductuales con que se reacciona. Considerando en
cada ocasión si, y hasta qué punto, tenían razón las brujas que
en el primer acto de Macbeth gritan: "Lo bello es feo y lo feo es
bello ".
Traducción: María Pons Irazazábal (La Nación)

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