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IV. BOMBA DE INCENDIOS
En tales días los autobuses se alinean como elefantes en una parada de circo. De
Morningside Heights a Washington Square, de Penn Station a Granes Tumb. Chicas y
chicos se empujan magreándose, calle arriba, calle abajo; se magrean
empujándose, plaza tras plaza, hasta que la luna nueva ríe en lo alto de
Weehawken, hasta que las ráfagas de un domingo muerto les soplan polvo a la
cara, el polvo de un crepúsculo borracho.
Van subiendo por una alameda en Central Park.
Parece que tiene un divieso en el cuello -dice Ellen ante la estatua de Burns.
-Ah -murmura Harry Goldweiser con un suspiro gutural-, pero era un gran poeta.
Ellen sigue andando con su ancho sombrero y su pálido vestido flotante, que el
viento de vez en cuando ciñe a sus piernas y a sus brazos; sigue andando con un
frufrú de seda por entre las enormes ampollas de luz crepuscular, rojizas,
moradas, verdes, que suben de la hierba, de los árboles, de los estanques, se
hinchan entre las altas casas que bordean el parque, como dientes muertos y
estallan en el añil del cenit. Cuando habla él, redondeando las frases con sus
labios gruesos, comiéndosela con los ojos, Ellen siente que sus palabras se
aprietan contra su cuerpo, se meten en los huecos que su vestido forma al
ceñirse. El miedo de escucharle le dificulta la respiración.
-The Zinnia Girl va a ser un exitazo, Elaine, se lo digo yo, y el papel parece
estar escrito para usted. Me gustaría que trabajáramos otra vez juntos, de
veras... ¡Es usted tan diferente de las otras!... Ese es su mayor encanto. Todas
estas chicas de Nueva York, son iguales. ¡De una monotonía!... Naturalmente,
usted podría cantar si quisiera... Desde que la conocí a usted estoy como loco.
Y ya hará de esto sus buenos seis meses. Me siento a la mesa y no le saco el
gusto a la comida... Usted no puede comprender qué solo se siente un hombre
cuando año tras año ha tenido que estrangular sus sentimientos en lo íntimo de
su corazón. De joven era diferente, pero qué va uno a hacer, tenía que ganarme
la vida, abrirme camino. Y así años y años. Por primera vez me siento contento
de haberlo hecho, de haber amasado una fortuna, porque ahora puedo ofrecérselo
todo a usted. ¿Comprende lo que quiero decirle?... Todos aquellos ideales, que
iba guardando dentro de mí mientras me abría camino como un hombre, eran la
semilla plantada. Usted es la flor.
De cuando en cuando el dorso de su mano se roza con la de Ellen, y ésta,
molestada, cierra el puño y lo aparta para evitar el contacto insistente y
cálido de la mano de él.
La alameda está llena de parejas, de familias que esperan la hora de la música.
Huele allí a chicos, a sobaqueras y a polvos de talco. Un vendedor ambulante
pasa arrastrando tras él, como un racimo de uvas invertido, globos rojos,
amarillos, rosados.
-¡Oh, cómpreme un globo!...
Las palabras se le escapan de la boca antes de que pueda contenerlas.
-¡Eh, déme uno de cada color!... Y otro de esos dorados también. No, quédese con
el vuelto.
Ellen pone los hilos de los globos en las manos pegajosas de tres chiquillas con
cara de mona que llevan boinas rojas. Cada globo toma en los arcos voltaicos
media luna de fulgor violeta.
-Le gustan los chicos, ¿verdad, Elaine? A mí me gusta que a las mujeres les
gusten los chicos.
Ellen está sentada en la terraza medio adormilada. El olor de las cocinas y el
ritmo de una banda que toca He's a Ragpicker remolinean a su alrededor. De
cuando en cuando unta de mantequilla un trocito de pan y se lo mete en la boca.
Se siente perdida, impotente, atrapada como una mosca en la telaraña de sus
frases pegajosas, dulzonas.
-Nadie en todo Nueva York hubiera podido hacerme andar tanto, puede usted
creerme... Ya anduve bastante en mis tiempos, ¿comprende?, cuando de chico
vendía periódicos y estaba de recadero en Schwartz, el bazar de juguetes... Todo
el día en pie, menos por la noche, que iba a clase. Pensaba hacerme abogado.
Todos los del East Side pensábamos hacernos abogados. Después trabajé como ujier
en Irving Place. Allí cogí el microbio del teatro... No me salió mal, pero tiene
muchas quiebras. Ahora me da igual. Lo único que pretendo es cubrir gastos. Esto
es lo malo. Que tengo treinta y cinco, y ya todo me da igual. Hace sólo diez
años no era más que un empleadillo en las oficinas del viejo Erlanger, y ahora
muchos a quienes yo limpiaba las botas se darían con un canto en la cabeza por
poder barrer los suelos de mi casa... Esta noche puedo llevarla a usted a
cualquier parte, a los sitios más caros y más chic... y en otros tiempos,
nosotros, pobretes, nos creíamos en la gloria cuando disponíamos de cinco
dólares para llevar un par de chicas a Coney Island... Pero lo que yo quiero es
revivir las emociones de aquellos días, ¿comprende?... ¿Adónde podríamos ir?
-¿Por qué no Coney Island? Yo no he estado nunca.
-Hay mucha gentuza... Podemos, sin embargo, dar una vuelta en auto. ¿Vamos? Voy
a llamar el coche.
Ellen está sentada, sola, contemplando su taza de café. Pone un terrón de azúcar
en la cucharilla, lo moja en el café, se lo mete en la boca, lo masca
lentamente, frotando con la punta de la lengua los granitos de azúcar contra el
paladar. La orquesta toca un tango.
El sol, colándose en el despacho por debajo de las cortinas, da un corte sesgado
de muaré en el humo de los cigarros.
-Con muchísima prudencia -decía George Baldwin subrayando las palabras-, Gus,
hay que obrar con muchísima prudencia.
Gus McNiel, rechoncho, congestionado, estaba sentado en la butaca, y asentía a
todo sin decir palabra, dando chupadas a su cigarro. Una maciza cadena de reloj
cruzaba su chaleco.
-Tal como están las cosas, ahora ningún tribunal confirmará semejante
requerimiento... requerimiento que me parece simplemente una maniobra política
por parte del juez Connor, pero hay ciertos elementos...
-Usté lo ha dicho... Mire, George, yo voy a dejar todo este asunto en sus manos.
Usté me sacó de aquel lío de los docks de East New York, y confío que podrá
sacarme también de éste.
-Pero, Gus, usted se ha mantenido siempre dentro de los límites legales. De no
ser así yo no me encargaría del asunto, ni siquiera por un viejo amigo como
usted.
-Usté me conoce, George... Yo nunca he traicionado a nadie y espero que nadie me
haga traición a mí.
Gus se puso en pie dificultosamente y empezó a cojear por el despacho apoyándose
en un bastón con puño de oro.
-Connor es un canalla... y usté no lo creerá, pero antes de ir a Albany era una
persona decente.
-Mi táctica será sostener que en toda esta cuestión su actitud ha sido
intencionadamente mal interpretada. Connor ha aprovechado su posición en el
Tribunal con un fin político.
-¡Dios!, si pudiéramos persuadirlo... Yo creía que era de los nuestros, y lo fue
hasta que se mezcló con todos esos piojosos republicanos del norte. Albany ha
sido la ruina de muchos hombres buenos.
Baldwin se levantó de la mesa de nogal donde estaba sentado entre altos rimeros
de papel de barba, y le puso a Gus la mano sobre el hombro.
-No pierda usted el sueño por esto...
-No me preocuparía si no fuera por esos bonos del Interborough.
-¿Qué bonos?... ¿Quién ha visto bonos de ninguna clase?... Hay que traer a ese
individuo aquí... Joe. ¡Ah, otra cosa, Gus! Por amor de Dios, ni una palabra...
Si un reportero, sea quien sea, va a verle, háblele de su viaje a las
Bermudas... Podemos conseguir toda la publicidad que queramos cuando la
necesitemos. Por el momento es necesario que la prensa no se entere de nada, si
no los reformistas no tardarán en roernos los zancajos.
-¿No son amigos suyos? Usted puede arreglar con ellos.
-Gus, yo soy un abogado y no un político..., no quiero meterme en sus líos... No
me interesan.
Baldwin dejó caer la palma de la mano sobre un timbre. Una mujer de piel
marfileña, con ojos sombríos y pelo de azabache, entró en el despacho.
-¿Cómo va, señor McNiel?
-¡Caramba, está usted espléndida, señorita Levitsky!
-Emily, diga que dejen pasar a ese joven que está esperando al señor McNeil.
Joe O'Keefe entró arrastrando un poco los pies, con el sombrero de paja en la
mano.
-¿Cómo está usted, señor?
-Bueno, Joe, ¿qué dice usted, señor McCarthy?
-La Asociación de Contratistas y Constructores va a declarar el paro desde el
lunes.
-¿Y la Unión?
-Estamos en fondos. Vamos a la lucha.
Baldwin se sentó en el borde de la mesa.
-Yo quisiera saber cuál será la actitud de Mitchel, el alcalde.
-Esa pandilla de reformistas está como siempre a la mira -dijo Gus cortando
salvajemente con los dientes la punta de un cigarro-. ¿Cuándo se hará pública la
decisión?
-El sábado.
-Bueno, siga en relación con nosotros.
-Muy bien, señores. Y hagan el favor de no llamarme por teléfono. No sería
prudente. No es mi oficina, ¿saben?
-Podrían espiar, además. Esos tíos son capaces de todo. Hasta pronto.
Joe inclinó la cabeza y salió. Baldwin, frunciendo el entrecejo, se volvió a
Gus.
-Gus, yo no sé qué voy a hacer con usted si no se deja de todas estas
zarandajas. Un político de nacimiento como usted, debiera tener más sentido. Por
ahí no se va a ninguna parte.
-Pero si tenemos la ciudad entera con nosotros...
-Yo sé que una gran parte no lo está. Pero, gracias a Dios, a mí no me va ni me
viene nada en ello. El truco de los bonos esos bien está, pero si se mete en un
jaleo con la cuestión de la huelga, me veré obligado a abandonar su asunto.
Nuestra firma no podría apoyarlo -murmuró con rudeza.
Luego, con su tono habitual, añadió en voz alta:
-Bueno, ¿cómo está su mujer, Gus?
Fuera, en el reluciente hall de mármol, Joe O'Keefe silbaba Sweet Rosy O'Grady,
esperando el ascensor. «Tiene una secretaria que quita la cabeza.» Dejó de
silbar y dio un resoplido sordo apretando los labios. En el ascensor saludó a un
hombre ojizarco vestido con un traje a cuadros.
-¡Hola, Buck!
-¿Ya de vacaciones?
Joe, en pie, con las piernas abiertas y las manos en los bolsillos, sacudió la
cabeza.
-Me marcho el sábado.
-Creo que yo mismo me iré un par de días a Atlantic City.
-¿Cómo puedes?
-¡Oh, yo me las entiendo!...
Al salir, O'Keefe tuvo que abrirse paso entre el gentío agolpado en el portal.
Un cielo de pizarra aprisionado entre los altos edificios escupía sobre las
aceras monedas de cincuenta centavos. Los hombres corrían a refugiarse con los
sombreros de paja bajo sus chaquetas. Dos muchachas se habían hecho capuchones
con periódicos para taparse sus gorritos de verano. Joe sorprendió al cruzarse
con ellas el azul de sus ojos, el destello de sus labios y sus dientes. Corrió
hasta la esquina y montó en marcha en un tranvía ascendente. Una densa sábana de
agua avanzaba calle abajo, resplandeciente y crepitante, azotando los
periódicos, rebotando sobre el asfalto en pezones de plata, rayando las
ventanas, barnizando la pintura de los tranvías y de los taxis. Pasada la calle
14 no llovía; el aire era bochornoso.
-Al tiempo, ¡cualquiera lo entiende! -dijo un viejo a su lado.
O'Keefe gruñó:
-Cuando yo era muchacho vi yover en un lado de nuestra caye y en una casa cayó
un rayo y en nuestra acera no cayó una gota, y eso que mi padre necesitaba agua
pa unos tomates que acababa de plantar.
Al cruzar la calle 23, O'Keefe vislumbró la torre de Madison Square Garden.
Saltó en marcha del tranvía y el impulso lo llevó hasta la acera. Bajándose de
nuevo el cuello de la chaqueta, atravesó la plaza. En la punta de un banco, bajo
un árbol, dormitaba Joe Harland. O'Keefe se desplomó a su lado en el asiento.
-¡Hola, Joe! ¿Un cigarro?
-¡Hola, Joe! Me alegro de verte, muchacho. Gracias. Hace mucho que yo no he
fumado un fulano de éstos... ¿Qué haces tú aquí? Este no es tu campo de
operaciones...
-Estaba tan preocupado que para distraerme salí a comprarme un billete para el
match del sábado.
-¿Qué te pasa?
-¡Diantre! No sé... Parece que las cosas no marchan. Ahora que me he hundido
hasta el cuello en la política, no creo que pueda sacar nada. ¡Si yo tuviera la
educación de usté...!
-¡De mucho me ha servido a mí!
-No diría yo eso... Si yo pudiera coger su pista no la perdería, no.
-Nunca se sabe, Joe, los tropiezos que puede tener un hombre.
-Las mujeres, por ejemplo.
-No me refiero a eso... Pero acaba uno por asquearse.
-Pero, ¡diablos!, yo no sé cómo un hombre con dinero puede asquearse de nada.
-Entonces sería el alcohol.... No sé.
Se quedaron un momento silenciosos. La tarde enrojecía con la puesta del sol. El
humo de los cigarros serpenteaba sobre sus cabezas.
-Fíjese qué socia... ¡Vaya unos andares! ¡Qué rica está!... Así me gustan a mí,
muy requetecompuestas, con mucha coba y con los labios pintaos... Pero cuestan
un ojo de la cara estas fulanas.
-Son como todas, Joe.
¡Qué va!
-Oye, Joe, ¿no te sobra algún dólar?
-Puede.
-Mi estómago está un poco estropeado... Quisiera tomar alguna cosilla para
componerlo, y estoy pelado hasta el sábado que me paguen... A ti t'es igual,
¿no? Dame tus señas y te lo mando el lunes por la mañana.
-Vaya, hombre, no se preocupe! Ya le veré por ahí cualquier día.
-Gracias, Joe. Y por amor de Dios no juegues más a la bolsa con Blue Peter Mines
sin consultarme. Yo seré un cero a la izquierda, pero todavía puedo distinguir
de valores con los ojos cerrados.
-Oh, yo he recobrado ya lo mío.
-Por chamba.
-Tié gracia esto de prestar un dólar a un individuo que fue el amo de Wall
Street.
-¡Oh, nunca tuve tanto como dicen!.
-¡Qué país!...
-¿Cuál?
-Psch, no sé... En todas partes será lo mismo, supongo... Bueno, hasta la vista,
Joe. Creo que voy a comprar el billete ése... Va a ser un match de primera.
Joe Harland se quedó mirando al joven que, con el sombrero ladeado, se alejaba
por la plaza con un paso corto y vivo. Luego se levantó y tomó por la calle 23.
Aunque el sol se había puesto ya, el pavimento y las paredes de las casas
despedían calor todavía. Se paró delante de un cabaret que hacía esquina y
examinó atentamente un grupo de armiños disecados, grises de polvo, que ocupaban
el centro del escaparate. Por la puerta de dos hojas salía un murmullo de voces
tranquilas y una frescura de malta. Joe enrojeció de pronto, se mordió el labio
superior, y después de mirar furtivamente a derecha e izquierda, empujó la
puerta y avanzó tambaleándose hasta el bar, resplandeciente de latón y de
botellas.
Después de la lluvia, el olor a estuco del teatro les producía un picorcillo
acre en las narices. Ellen colgó su impermeable mojado detrás de la puerta y
dejó en un rincón del cuarto el paraguas, que no tardó en hacer un charco.
-Y yo no podía quitarme de la cabeza -decía ella en voz baja a Stan, que la
seguía vacilante- una cancioncita que me enseñó no sé quién cuando era pequeña:
Y el solo superviviente de la gran inundación fue Jack del Istmo el Zancudo.
-Yo no sé por qué la gente tiene hijos. Es confesar la derrota. La procreación
es una confesión de un organismo incompleto. La procreación es una confesión de
la derrota.
-Stan, por amor de Dios, no chilles; vas a escandalizar a los tramoyistas... No
debía haberte dejado venir. Ya sabes lo que se chismorrea en los teatros.
-Me estaré callado como un ratoncito... Déjame esperar a que Milly venga a
vestirte. Verte vestir es el único placer que me queda... Reconozco que yo, como
organismo, soy incompleto.
-Y dentro de poco, si sigues bebiendo así, no serás organismo de ninguna clase.
-Beberé..., beberé hasta que cuando me corte salga whisky a chorros. ¿Para qué
sirve la sangre cuando se puede tener whisky en las venas?
-Oh, Stan.
-La única cosa que un organismo incompleto puede hacer es beber... Vosotros, los
bellos organismos completos, no necesitáis beber... Yo me voy a acostar y a
dormir la mona.
-No, Stan, por Dios santo. Si te encuentran aquí borracho no te lo perdonaré
nunca.
Dieron dos golpecitos en la puerta.
-Entre, Milly.
Milly era una mujer pequeña con dos ojos negros en una cara arrugada. Unas gotas
de sangre negra abultaban sus labios violáceos y daban cierta lividez a su
blanquísima piel.
-Son las ocho y cuarto -dijo al entrar.
Echó una mirada de soslayo a Stan y se volvió a Ellen con el entrecejo un poco
fruncido.
-Stan, tienes que marcharte... Te veré luego en Beaux Arts o donde quieras.
-Yo quiero dormir.
Sentada frente al espejo del tocador, Ellen, frotándose con una toallita, se
quitaba la crema de la cara. De su caja de maquillaje salía un olor a grasa y a
mantequilla de cacao que se difundía por todo el cuarto.
-No sé qué hacer con él esta noche -cuchicheó a Milly quitándose el vestido-.
¡Si dejase de beber!...
-Yo le pondría bajo la ducha y abriría el grifo del agua fría.
-¿Cómo está el teatro esta noche, Milly?
-Poca gente, señorita Elaine.
-Será el mal tiempo... Yo voy a estar fatal.
-No se consuma usté tanto por él, señorita. Los hombres no lo merecen.
-Yo quiero dormirla.
Stan se tambaleaba, cejijunto, en medio del camarín.
-Señorita Elaine, lo voy a meter en el cuarto de baño; así nadie lo verá.
-Eso es, que duerma en la bañera.
Ellie, yo la dormiré en la bañera.
Las dos mujeres lo empujaron al cuarto de baño. El se desplomó, fláccido, en la
bañera, y se quedó dormido con los pies en el aire y la cabeza sobre los grifos.
Milly chasqueaba la lengua rápidamente.
-Es como un nene que tiene sueño cuando se pone así -murmuró Ellen con ternura.
Dobló la esterilla del baño y se la colocó bajo la cabeza. Luego le retiró de Ja
frente el pelo empapado en sudor. El apenas respiraba. Ellen se inclinó y le
besó los párpados dulcemente.
-Señorita Elaine, tiene que darse prisa... Están levantando el telón.
-Pronto, mira, ¿estoy bien?
-Bonita como un sol... una bendición de Dios.
Ellen corrió escaleras abajo, salió a los bastidores y esperó, en pie, jadeando
de miedo, como si hubiera estado a punto de ser atropellada por un auto. Luego
arrancó de manos del traspunte el rollo de música que tenía que seguir, buscó su
réplica y salió a plena luz.
-¿Cómo hace usted, Elaine?-decía Harry Goldweiser, que, sentado en la silla de
atrás, meneaba su cabeza de becerro.
Ella le veía en el espejo mientras se quitaba el maquillaje. Un hombre más alto,
con ojos y cejas grises, estaba en pie a su lado.
-¿Recuerda usted que cuando le repartieron este papel yo dije al señor Fallik:
Sol no puede con esto?¿Verdad, Sol?
-Verdad, Harry.
-Yo pensé que una muchacha tan joven, tan bonita, no podría poner, sabe
usted..., poner toda la pasión, todo el terror, comprende... Sol y yo estuvimos
en primera fila para la escena del último acto.
-Maravilloso, maravilloso -graznó el señor Fallik-. Díganos cómo hace usted,
Elaine.
El maquillaje salía negro y rosa en el trapo. Milly iba y venía discretamente,
colgando los vestidos.
-¿Saben ustedes quién me ensayó esa escena? John Oglethorpe. Es pasmoso los
efectos escénicos que se le ocurren.
-Lástima que sea tan perezoso... Hubiera sido un actor notable.
-No es exactamente pereza...
Ellen se soltó el pelo con un movimiento de cabeza y se hizo una trenza con las
dos manos. Vio que Harry Goldweiser tocaba con el codo al señor Fallik.
-Espléndido, ¿eh?
-¿Qué tal marcha Red Red Rose?
-¡Oh, no me pregunte, Elaine! La semana pasada hicimos la función para los
acomodadores. ¿Qué le parece? No se por qué no gusta; se pega al oído... Mae
Merril tiene una bonita figura. ¡Ay, el teatro como negocio ya no es lo que era!
Ellen se puso .la última horquilla en su pelo cobrizo. Levantó la barbilla.
-A mí me gustaría probar algo así.
-Cada cosa a su tiempo, querida mía; acabamos apenas de lanzarla como actriz de
temperamento emocional.
-No me gusta. Es falso. Algunas veces me dan ganas de acercarme a las candilejas
y decir al auditorio: «Váyanse a casa, idiotas; esta obra no vale un pito y los
actores no dan una, y ustedes debían saberlo.» En una opereta se puede ser
sincero.
-¿No le dije que era descacharrante, Sol?¿No se lo dije?
-Voy a utilizar ese discursito la semana que viene como publicidad... Puedo
sacar partido de él.
-No puede usted hacerle hablar mal de la obra.
-No, pero puedo escribir en la columna consagrada a las aspiraciones de las
celebridades. Ya sabe usted. Fulano es presidente de la Zozodont Company y
preferiría ser bombero, mientras que Zutano, por su gusto, sería guardián del
Parque Zoológico... Cosas de gran interés humano.
-Puede usted decirles, señor Fallik, que el sitio de la mujer es la casa...;
esto para los ñoños.
-Ja... ja... ja... -río Harry Goldweiser enseñando dientes de oro en ambos lados
de la boca-. Yo sé que usted puede cantar y bailar como cualquier otra, Elaine.
-¿No fui corista dos años, antes de casarme con Oglethorpe?
-Usted debe de haber empezado en la cuna -dijo el señor Fallik mirando de reojo
entre sus pestañas grises.
-Bueno, señores, les ruego que salgan de aquí un momento mientras me cambio de
ropa. Estoy hecha una sopa, como todas las noches después de este último acto.
-De todos modos teníamos que marcharnos... ¿Puedo usar su cuarto de baño un
momento?
Milly estaba en pie a la puerta del cuarto de baño. Ellen sorprendió su mirada
de azabache en su cara blanca.
-Lo siento, pero es imposible, Harry. Está descompuesto.
-Iré al de Charley... Le diré a Thompson que mande al fontanero para ver qué
pasa... Buenas noches, nena. Que sea usted buena.
-Buenas noches, señorita Oglethorpe -graznó el señor Fallik-, y si no puede
usted ser buena, sea prudente.
Milly cerró la puerta.
-¡Huy, qué alivio! -exclamó Ellen estirando los brazos.
-Le digo a usté que yo he pasado el gran susto... No deje nunca que un tipo así
la acompañe al teatro. He visto a más de una actriz hundirse por cosas así. Se
lo digo por lo mucho que la quiero, señorita Elaine. Créame, sé lo que pasa en
el teatro.
-Es verdad, Milly, tiene usted razón... Vamos a ver si lo podemos despertar.
-¡Dios mío, Milly, mire usted esto!
Stan estaba tendido, tal como ellas lo habían dejado, en la bañera llena de
agua. El faldón de la chaqueta y una mano flotaban en la superficie.
-Salta fuera de ahí, Stan, idiota... ¡Podías ahogarte, estúpido, estúpido!
Ellen le cogió por el pelo y le sacudió la cabeza.
-¡Huy, qué baño! -gimió él con una vocecita de chico dormido.
-Sal de ahí, Stan... Estás empapado.
Stan echó hacia atrás la cabeza y abrió los ojos bruscamente.
-Sí, estoy hecho una sopa.
Se levantó, apoyando ambas manos en el borde de la bañera. En pie,
tambaleándose, chorreando sobre el agua enturbiada por sus ropas y sus zapatos,
soltó una carcajada sonora. Ellen, apoyada contra la puerta del cuarto de baño,
se reía con los ojos llenos de lágrimas.
-Ni siquiera puede una enfadarse con él, Milly; eso es lo que me exaspera. Y
ahora, ¿qué vamos a hacer?
-Suerte que no se ha ahogado... Déme sus papeles y su cartera. Trataré de
secarlos con una toalla -dijo Milly.
-Pero no puedes pasar así por delante del portero..., aunque te retorciéramos...
Stan, tienes que desnudarte y ponerte un vestido mío. Luego te envuelves en mi
impermeable, saltamos a un taxi y te llevo a casa... ¿Qué le parece, Milly?
Milly ponía los ojos en blanco y meneaba la cabeza mientras retorcía el traje de
Stan. En la jofaina había amontonado los restos de una cartera, un block,
lapiceros, una navaja sevillana, dos rollos de película, un frasco.
-De todos modos, yo quería tomar un baño -dijo Stan.
-Oh, te daría de palos. ¿Estás ya sereno al menos?
-Como un pingüino.
-Bueno, tienes que ponerte mi ropa, ya está...
-Yo no puedo vestirme de mujer.
-No hay más remedio... Ni siquiera tienes un impermeable para taparte. Si no lo
haces te dejo encerrado en el cuarto de baño.
-Está bien, Ellie... Estoy desolado de veras.
Milly envolvió las ropas en un periódico después de escurrirlas en la bañera.
Stan se miró al espejo.
-Dios, tengo una facha indecente con este vestido... Bueno, a mí, plin.
-Nunca he visto espantajo semejante... No, estás muy bien: un poco ordinario
quizás... Ahora, por Dios santo, vuelve la cara hacía mí cuando pasemos por
delante del viejo Barney.
-Mis zapatos están chorreando.
-¡Qué le vamos a hacer!... Gracias a que tenía aquí esta capa... Milly, será
usted un ángel si arregla todo este revoltijo.
-Buenas noches, querida, y recuerde lo que le dije... Es una simple advertencia.
-Stan, da pasos pequeños, y si nos encontramos a alguien sigue adelante y salta
en un taxi... No hay peligro si vas de prisa.
Cuando bajaban las escaleras, las manos de Ellen temblaban. Metió una bajo el
brazo de Stan y empezó a cuchichear en voz baja.
-¿No sabes, querido?, papá vino a ver la función hace dos o tres noches y se
escandalizó atrozmente. Me dijo que una muchacha se degrada mostrando sus
sentimientos de ese modo ante el público... ¿No es absurdo?... Sin embargo, los
bombos que el Herald y el World me dieron el domingo le han hecho cierta
impresión... Buenas noches, Barney. ¡Vaya tiempecito! ¡Dios mío!..: Un taxi,
sube. ¿Dónde vamos?
En la oscuridad del taxi sus ojos brillaban en su larga cara arrebozada en el
capuchón azul; brillaban tan sombríos que Ellen tuvo miedo como si de pronto en
las tinieblas se encontrara al borde de un abismo.
-Bueno, iremos a mi casa. Será meterse en la boca del lobo... Chófer, Bank
Street.
El taxi arrancó. Iban traqueteando a través de planos entrecruzados de luz roja,
de luz verde, de luz amarilla, picoteados por los abalorios de los anuncios
eléctricos de Broadway. De repente, Stan se inclinó a ella y la besó fuerte, muy
de prisa, en la boca.
-Stan, tienes que dejar de beber. Ya pasa de broma.
-¿Por qué no han de pasar de broma las cosas? Tú estás pasando de broma también
y yo no me quejo.
-¡Pero, querido, si es que te vas a matar!
-¿Y qué?
-Oh, no te comprendo, Stan.
-Tampoco yo a ti, Ellie, pero te quiero mucho..., muchísimo.
Tenía su voz baja un temblor roto que la aturdía de felicidad.
Ellie pagó el taxi. Una sirena vibró en crescendo y luego se apagó en un
lánguido gemido. Una bomba de incendios pasó roja y fulgurante, y detrás una
escalera tocando la campana.
-Vamos a ver el fuego, Ellie.
-¿Contigo en ese traje?... En la vida.
El la siguió callado escaleras arriba. El cuarto de Ellen olía a frescura.
-Ellie, ¿no estás enfadada conmigo?
-Claro que no, bobo.
Ellen desató el paquete de la ropa mojada y la puso a secar en la cocina junto a
la estufa. El gramófono que tocaba Hels a devil in his own home, la hizo volver.
Stan se había quitado el vestido. Estaba bailando con una silla y alrededor de
sus piernas peludas flotaba la bata azul de Ellen.
-¡Oh, Stan, qué idiota eres!
El dejó la silla en el suelo y avanzó hacia ella, moreno, macho, esbelto, con su
absurda bata. El gramófono terminó su canción y el disco, rechinando, siguió
dando vueltas y vueltas.
V. FUIMOS A LA FERIA DE LOS ANIMALES
Luz roja. Campana. Cuatro filas de automóviles esperan en el paso a nivel. Los
guardabarros tocan las luces traseras, los estribos rozan los estribos, los
motores braman, los escapes humean. Autos Babylon, de Jamaica, autos de Monkawk,
de Port Jefferson, de Patchogue, «limousines» de Long Beach, de Far Rockaway,
«roadsters» de Great Neck... autos llenos de arters y trajes de baño mojados,
cuellos tostados del sol, bocas pringosas de sodas y salchichas... autos
empolvados de polen de zuzón y cardillo.
Luz verde. Los motores aceleran, las palancas encajan en primera. Los autos se
espacian, fluyen en larga cinta por el espectral camino de cemento, entre
fábricas de hormigón con ventanas negras y anuncios de brillantes colorines,
hacia el resplandor de la ciudad que se alza increíblemente en el cielo de la
noche, como el cono dorado de un circo de lona.
Sarajevo. La palabra se le atragantó cuando trató de pronunciarla.
-Es terrible pensarlo, terrible -refunfuñaba George Baldwin-.
Wall Street se hunde... Cerrarán la Bolsa; no se puede hacer otra cosa.
-Yo nunca he estado en Europa tampoco... Una guerra debe ser un espectáculo
extraordinario.
Ellen, con su traje de terciopelo azul, cubierto por un abrigo de cuero, iba
recostada en los cojines del taxi que zumbaba suavemente.
-Yo siempre me imagino la historia como las litografías de los libros de
escuela: generales pronunciando arengas, figurillas de hombres corriendo a campo
traviesa con los brazos extendidos, facsímiles de firmas.
Conos de luz cortan conos de luz a lo largo de la carretera resonante. Los faros
dan brochazos de cal en los árboles, las casas, las carteleras, los postes
telegráficos. El taxi dio media vuelta y paró en medio del campo frente a un
restaurante que rezumaba luz roja y ragtimes por todas sus rendijas.
-Un yeno esta noche -dijo el chófer a Baldwin cuando éste la pagó.
-¿Por qué será?-preguntó Ellen.
-El crimen del Canarsie tendrá algo que ver con eyo, supongo.
-¿Qué crimen?
-Una cosa horrible. Yo lo vi.
-¿Usted vio el crimen?
-No lo vi cometer. He visto los cadáveres tiesos antes de llevarlos al depósito.
Nosotros los chicos le yamábamos el tío Santa Claus, porque tenía patiyas
blancas... Yo le conocía desde pequeño.
Los autos de atrás tocaban impacientemente los claxons.
-Más vale que me largue... Buenas noches, señora.
El pasillo rojo olía a langosta, a almejas al horno y a cocktails.
-¡Hola, Gus!... Elaine, tengo el gusto de presentarle al señor y a la señora
McNiel... señorita Oglethorpe.
Ellen seguía los faldones del mayordomo bordeando el entarimado enguantada
manita de su mujer.
-Gus, quiero verle un momento antes de marcharnos.
Ellen seguí los faldones del mayordomo bordeando el entarimado donde se bailaba.
Se sentaron en una mesa junto a la pared. La música tocaba Every body's Doing
It. Baldwin tarareaba al inclinarse sobre ella para colocar el abrigo en el
respaldo de la silla.
-Elaine, es usted una mujer más encantadora... -empezó sentándose frente a
ella-. Es horroroso. Parece imposible.
-¿Qué?
-Esta guerra. No puedo pensar en otra cosa.
-Yo sí...
Ella clavó los ojos en el menú.
-¿Se ha fijado usted en esa pareja que le he presentado?
-Sí. ¿Es ése el McNiel de quien hablan tanto los periódicos? No sé qué lío de
una huelga complicada con la emisión de obligaciones del Interborough.
-Todo es política. Apuesto a que ese pobre Gus se alegra de la guerra. Siempre
servirá para quitar su asunto de la primera plana... Luego le contaré cosas de
él... ¿No le gustarán las almejas al vapor? Son muy buenas aquí.
-Me encantan, George.
-Entonces pediremos un clásico cubierto a la marinera.
-¿Qué le parece?
Al dejar los guantes en el borde de la mesa, Ellen rozó un búcaro de rosas rojas
y amarillas. Un chaparrón de pétalos marchitos revoloteó sobre su mano, sobre
sus guantes, sobre la mesa. Ella se los sacudió.
-Y haga usted que se lleven esas rosas, George... Odio las flores marchitas.
El vaho de la plateada escudilla de almejas se retorcía en el rosado resplandor
de la pantalla. Baldwin miraba embobado cómo Ellen, con sus dedos rosados y
finos, sacaba los moluscos de su concha, los empapaba en mantequilla derretida
y, goteando, se los llevaba a la boca. Ella estaba ensimismada en esta
operación. Baldwin suspiró.
-Elaine, soy muy desgraciado... Encontrarme con la mujer de McNiel..... Después
de tantos años. Figúrese... Yo estuve locamente enamorado de ella y ahora no
puedo acordarme de su nombre de pila... ¡Qué cosas, eh! Mis asuntos iban
bastante mal desde que me puso a ejercer por mi cuenta. Fue una temeridad, pues
sólo hacía dos años que había salido de la Facultad de Derecho y no tenía dinero
para resistir. Yo en aquellos tiempos era un hombre audaz. Cierto día decidí que
si antes de la noche no surgía alguna cosa, lo echaría todo a rodar y volvería a
trabajar de pasante. Salí a dar una vuelta para despejar la cabeza y en el
apartadero de la Avenida Undécima vi un tren de carga chocar con el carro de un
lechero. Lo hizo añicos, y cuando recogimos al pobre hombre, me dije: «O le saco
la indemnización que le corresponde, o me arruino intentándolo.» Gané el pleito
y aquello me dio a conocer a varias personalidades. Así fue como empezamos él su
carrera y yo la mía.
-¿Conque él era el lechero, dice usted? Yo tengo a los lecheros por la mejor
gente del mundo. El mío es adorable.
-No cuente esto a nadie, Elaine... Tengo en usted confianza absoluta.
-Soy muy honrada, George. ¿No es asombroso que las mujeres se vayan pareciendo
cada día más a la señora Castle? Eche un vistazo alrededor.
-Era como una flor silvestre, Eleine; fresca y rosada y tan alegre... Y ahora es
una jamona regordeta con aire de mujer de negocios.
-Y usted no ha cambiado nada. Así es la vida.
-No sé, no sé. No puede usted imaginar qué vacío, qué hueco me parecía todo
antes de conocerla. Cecily y yo no podemos vivir juntos. Nuestra vida en común
es un infierno.
-¿Dónde está ahora?
-Está en Bar Hargor... Yo tuve mucha suerte y muchos éxitos cuando era todavía
joven... Aún no he cumplido los cuarenta.
-Le tiene que gustar a usted por fuerza la abogacía, de lo contrario, no hubiera
triunfado así.
-¡Oh, triunfar... triunfar! ¿Qué significa eso?
-Pues a mí me gustaría tener éxito.
-Ya lo tiene usted, mi querida amiga.
-¡Oh, no lo digo por eso!
-A mí no me interesa. Lo único que hago es sentarme en la oficina y dejar que
trabajen los jóvenes. Mi porvenir está trazado. Ya sé que podría ponerme solemne
y pomposo y dedicarme a pequeños vicios privados..., pero en mí hay algo más...
-¿Por qué no se mete usted en la política?
-¿Para qué ir a Washington a enfangarme en aquella charca cuando precisamente
estoy en el sitio donde se dan las órdenes? Lo terrible es que cuando uno se
harta de Nueva York no hay dónde ir. Es el vértice del mundo. El único recurso
es dar vueltas y vueltas como una ardilla enjaulada.
Ellen miraba las parejas vestidas de verano, que bailaban en el encerado
rectángulo del centro. Divisó la cara ovalada y rosácea de Tony Hunter, en una
mesa al fondo de la sala. Oglethorpe no estaba con él. Herf, el amigo de Stan,
estaba sentado de espaldas a ella. Le vio reír, con su cabeza alborotada un poco
ladeada sobre el cuello flaco. A los otros dos no los conocía.
-¿A quién mira usted?
-A unos amigos de Jojo... ¿A qué habrán venido aquí?, digo yo. No es éste su
barrio precisamente.
-Siempre así cuando trato de salirme con la mía -dijo Baldwin con una sonrisa
forzada.
-Usted ha hecho lo que ha querido toda la vida.
-¡Oh, Elaine, con que sólo me dejara usted hacer lo que ahora quiero! ¡Si me
permitiera usted hacerla feliz! No sé cómo usted puede valerse sola. Está usted
tan llena de amor, de misterio, de luz...
Se turbó, bebió un trago de vino y continúo todo ruborizado:
-Parezco un colegial. Estoy haciendo el tonto, Elaine; haría cualquier cosa por
usted.
-Todo lo que voy a pedirle es que se lleven esta langosta. No creo que esté muy
fresca.
-¡Demonio...!, todo puede ser... ¡En efecto!... ¡Eh, camarero! Estaba tan
atolondrado que me la estaba comiendo sin darme cuenta.
-Puede usted pedir pollo en cambio.
-¡No faltaba más! Se estará usted muriendo de hambre, pobrecilla.
-...Y una mazorca de maíz... Ahora comprendo por qué es usted tan buen abogado,
George. Hace tiempo que a cualquier jurado se le hubiesen saltado las lágrimas
con un alegato tan apasionado.
-¿Y a usted, Elaine?
-George, por favor, no me pregunte.
En la mesa donde Jimmy Herf estaba sentado se bebía whisky con soda. Un hombre
amarillento, de pelo claro y una nariz fina, torcida entre dos ojos azules de
niño, hablaba con un sonsonete confidencial.
-De veras, los tenía en mis manos. La policía es tolili, completamente tolili.
¡Calificar el caso de rapto y suicidio! Ese viejo y su inocente hija han sido
asesinados, cochinamente asesinados. ¿Y sabéis por quién?...
Con un dedo regordete, sucio de tabaco, señaló a Tony Hunter.
-No me interrogue usted, señor juez, yo no estoy enterado de nada -dijo éste
bajando sus largas pestañas.
-Por la Mano Negra.
-No fastidies, Bullock -dijo Jimmy Herf riendo.
Bullock dio tal puñetazo en la mesa que los platos y los vasos tintinearon.
-Carnasie está infestado de Mano Negra, de anarquistas, de secuestradores y de
indeseables. Nuestra obligación es seguirles la pista y vindicar el honor de ese
pobre viejo que se llama, ¿cómo?
-Mackintosh -dijo Jimmy-. La gente de por aquí le llamaba Santa Claus. Claro que
todo el mundo reconoce que llevaba muchos años loco.
-Nosotros no reconocemos nada más que la majestad de la ciudadanía americana...
Pero ¿qué diablos va uno a hacer cuando esta maldita guerra ocupa toda la
primera plana? Yo iba a llenar una página y me han dejado en media columna. ¿Qué
vida es ésta?'
-Puedes inventar algo así como que era heredero al trono de Austria, y que fue
asesinado por razones políticas.
-No está mal la idea, Jimmy.
-Pero eso es horrible -dijo Tony Hunter.
-Tú te crees que somos una partida de brutos, ¿verdad, Tony?
-No, pero no veo el gusto que puede sacar la gente de leer tales atrocidades.
-¡Oh, es lo de siempre -dijo Jimmy-. Lo que me pone carne de gallina es la
movilización, el bombardeo de Belgrado, la invasión de Bélgica... Todo eso. No
puedo imaginármelo... Han matado a Jaurès.
-¿Quién era?
-Un socialista francés.
-Esos cochinos franceses son tan degenerados que no saben más que batirse en
duelo y dormir con las mujeres de los otros. Apuesto a que los alemanes entran
en París antes de dos semanas.
-La cosa no puede durar mucho -dijo Framingham, un individuo ceremonioso con un
bigotillo rubio muy afilado que estaba sentado junto a Hunter.
-Pues a mí me gustaría que me nombraran corresponsal de guerra.
-Oye, Jimmy, ¿conoces a ese francés que tiene aquí el bar?
-¿Congo Jake? Claro que lo conozco.
-¿Qué tal tipo es?
-Excelente sujeto.
-Vamos a hablar con él. Puede que sepa algo del crimen. ¡Cuerno, si encontrara
manera de encajarlo en el conflicto mundial!...
-Tengo gran confianza -comenzó Flamingham- en que los ingleses lo arreglen todo.
Jimmy se fue al bar siguiendo a Bullock.
Al cruzar la sala divisó a Ellen. Su pelo parecía completamente rojo al
resplandor de la lámpara cercana. Baldwin, inclinado sobre la mesa, tenía los
labios húmedos y los ojos brillantes. Jimmy sintió en su pecho una cosa
brillante que saltó como un muelle. Volvió la cabeza bruscamente por miedo a que
ella le viera. Bullock le dio un codazo en las costillas.
-Oye, Jimmy, ¿quiénes son esos dos tipos que están con nosotros?
-Son amigos de Ruth. No los conozco muy bien. Framingham es un decorador de
interiores, creo.
En el bar bajo una fotografía del Lusitania, un hombre moreno con una chaqueta
blanca abombada por un robusto pecho de gorila, sacudía un cubilete entre sus
manos peludas. Frente al bar, un camarero esperaba con una bandeja de vasos. El
cocktail espumajeó en ellos verde-blancuzco.
-Hola, Congo -dijo Jimmy.
-¿Ah, bonsoir, monsieur'Erf ça biche?
-Vamos tirando... Congo, voy a presentarle a un amigo mío, Grant Bullock, del
American.
-Mucho gusto. Usté y el señor Erf tomen algo a cuenta de la casa. El camarero
levantó la bandeja a la altura del hombro y se la llevó en la palma de la mano.
-Supongo que un gin fizz encima de todo ese whisky sentará como un tiro pero voy
a tomarlo de todos modos... ¿No bebe usted con nosotros, Congo?
Bullock puso un pie en la barra de latón y tomó un sorbo.
-Decía yo si no se sabría por aquí nada de ese crimen de la carretera.
-Cada cual tiene su teoría.
Jimmy notó un guiño imperceptible en uno de los ojos negros y hundidos de Congo.
-¿Vive usted por estos andurriales?-le preguntó para no reírse.
-En medio de la noche siento un automóvil pasar muy de prisa con el escape
abierto. Creí que tropieza con algo porque se para en seco y vuelve p'atrás
mucho más de prisa, como rayo.
-¿Oyó usted un disparo?
Congo sacudió la cabeza misteriosamente.
-Oí voces, voces muy furiosas.
-Nada, hay que investigar esto -dijo Bullock tragándose de un golpe el resto del
vaso-. Vamos con las chicas.
Ellen miraba la cara arrugada como una nuez y los ojos de besugo frito del
camarero que les servía el café. Baldwin, recostado en una silla, la contemplaba
con los párpados entornados. Hablaba en tono bajo y monótono.
-¿No comprende usted que me volveré loco si no puedo hacerla mía? Es usted la
única cosa de este mundo que he deseado de veras.
-George, yo no quiero ser de nadie... ¿Es que no le cabe a usted en la cabeza
que una mujer necesita libertad? Sea razonable. Tendré que marcharme a casa si
sigue usted hablando así.
-¿Por qué darme ánimos, entonces? Yo no soy de esos hombres con los que se juega
como con un muñeco. Usted lo sabe perfectamente.
Ella le miró cara a cara con sus largos ojos grises. La luz ponía un viso dorado
en las motitas oscuras del iris.
-No hay manera de tener amigos, está visto.
Ellen bajó los ojos y se quedó con la vista fija en sus dedos, apoyados en el
borde de la mesa. Baldwin miraba el fulgor cobrizo de sus pestañas. De pronto
rompió el silencio que los separaba:
-Bueno, vamos a bailar.
J'ai fait trois fois le tour du monde
dans mes voyages51
tarareaba Congo Jake mientras el gran cubilete reluciente palpitaba entre sus
manos peludas. El estrecho bar, empapelado de verde, estaba abarrotado y
ensordecido de voces. El alcohol subía en espirales, el hielo tintineaba en los
vasos, y de tarde en tarde se oía la música del cuarto contiguo. Jimmy Herf,
solo en un rincón, bebía en pie un gin fizz. Cerca de él Gus McNiel daba
amistosos golpecitos en la espalda a Bullock y le gritaba al oído:
-Bueno, como no cierren la Bolsa... se presentará una de ocasiones antes que
estalle... No lo olvide usté, un pánico es el momento propicio para que un
hombre de sangre fría haga dinero.
-Ya ha habido quiebras, y esto no es más que el principio del fin...
-La ocasión no llama más que una vez a la puerta de la juventud... Fíjese en lo
que le digo: cuando una de esas grandes firmas de agentes de bolsa se declara en
bancarrota la gente honrada se puede felicitar... Pero usté no publicará todo lo
que le estoy diciendo en el periódico, ¿eh? Usté es una persona decente... La
mayor parte de los periodistas ponen en boca de uno lo que se les antoja. No se
puede fiar de ninguno de ustedes. Una cosa le diré, sin embargo, y es que el
cierre favorece a los contratistas. Con la guerra, de todos modos, la
construcción de casas había de estacionarse.
-No durará más de dos semanas, y además no sé que tenga nada que ver con
nosotros.
-El mundo entero se resentirá... Hola, Joey, ¿qué diablos vienes a hacer tú
aquí?
-Quisiera hablarle a solas un momento, señor. Hay noticias gordas..:
El bar se vaciaba poco a poco. Jimmy y Herf seguía en pie apoyado contra la
pared del fondo.
-Usté nunca s'emborracha, señor Erf.
Congo Jake se sentó detrás del mostrador para beber una taza de café. -Prefiero
ver a los demás.
-Muy bien. Inútil gastarse montones de dinero para tener un dolor de cabesa al
día siguiente.
-Vaya un lenguaje para un barman.
-Digo lo que pienso
-Oiga, siempre he querido preguntarle... No tendrá usted inconveniente en
decírmelo, supongo... ¿De dónde ha sacado usted ese nombre de Congo Jake?
Congo soltó una carcajada profunda.
-No sé... Cuando salí al mar, un crío era yo, me llaman Congo porque tengo pelo
rizo y negro como un negro. Luego cuando trabajo en América, en un barco
americano y demás uno me pregunta: ¿cómo va, Congo?, y yo digo: Jake... Y por
eso me llaman Congo Jake.
-Buen apodo... Yo pensé que seguiría usted de marinero.
-Es una vida muy dura... Le diré a usted, señor Erf, la mala suerte me persigue.
Mi primer recuerdo de un lanchón, usted me comprende... en el canal, un hombre
que no era mi padre me surraba todos los días. Luego me escapo y trabajo en
barcos de vela a Burdeos, ¿sabe?
-Yo estuve allí de niño, creo.
-Seguro... Usté comprende las cosas, señor Erf. Pero un tipo como usté, buena
educación y demás, no sabe lo que es la vida. Yo a los diecisiete años vine a
Nueva York... Nueva York no bueno. No pensaba más que en juerguear. Luego me
embarqué otra ves y a rodar por el mundo. En Shanghai aprendí a hablar americano
y el negocio del bar. Volví a Frisco y me casé. Entonces quiero hacerme
americano. Pero mala pata otra ves, vea. Antes de casarme con esa chica vivimos
juntos un año en la gloria, pero en cuanto nos casamos, no bueno. Me hacía burla
y me llamaba franchute porque no hablo americano bien, y además no salía nunca
de casa y entonses la mandé al cuerno. Cosa graciosa la vida de un hombre.
J'ai fait trois fois le tour du monde
dans mes voyages
Congo reanudó la canción con su ronca voz de barítono.
Una mano se posó en el brazo de Jimmy. Este se volvió.
-¿Qué hay, Ellie, qué pasa?
-Estoy con un loco, tiene usted que venir en mi auxilio.
-Este es Congo Jake... Tiene usted que conocerle, Ellie, es una excelente
persona. Mi amiga es une très grande artiste,52 Congo.
-¿No quiere la señora tomar una copita de anís?
-Beba usted algo con nosotros... Se está tan bien aquí ahora que todo el mundo
se ha ido...
-No, gracias, me voy a casa.
-Pero si es tan pronto todavía...
Bueno, tendrá usted que entendérselas con mi loco... Dígame, Herf ¿ha visto a
Stan hoy?
-No, no le he visto.
-Estaba citada con él y no apareció.
-¡Si usted le quitara de beber tanto, Ellie!... Empieza a preocuparme.
-Yo no soy su tutor.
-Ya, pero usted sabe lo que quiero decir.
-¿Qué piensa nuestro amigo de todos esos rumores de guerra?
-Yo no iré... Un trabajador no tiene patria. Yo voy a haserme ciudadano
americano... Serví en la marina una ves, pero...
Se dio un golpe con la mano en el antebrazo doblado, y una risa profunda resonó
en su garganta.
-¡A la porra! Moi, je suis anarchiste, vous comprenez, monsieur.53
-Entonces no puede usted ser ciudadano americano.
Congo se encogió de hombros.
-Oh, es un tipo delicioso -murmuró Ellen al oído de Jimmy.
-Ustedes saben por qué hasen esta guerra... Para que los obreros no hagan una
gran revolusión... Demasiado ocupaos combatiendo. De modo que Guillaume y
Viviani y Krupp y Rothschild y Morgan disen: «Vamos a haser una guerra »...
¿Saben ustedes lo primero que hasen? Matan a Jaurès porque sosialista. Los
sosialistas son traidores a la Internasional pero es lo mismo...
-Pero ¿cómo pueden hacer pelear a la gente si no quiere?
-En Europa los pueblos son esclavos por miles de años. No como aquí... Pero yo
he visto guerra. Muy grasioso. Yo tuve un bar en Puerto Arturo, un chico
entonses era. Muy grasioso.
-¡Dios, si me dieran un puesto de corresponsal!
-Yo podría ir como enfermera de la Cruz Roja.
-Corresponsal muy buena cosa... Siempre borracho en bar americano muy lejos del
campo de batalla.
Rieron.
-Pero, ¿no estamos nosotros mismos muy lejos del campo de batalla, Herf?
-Bueno, vamos a bailar. Tendrá usted que perdonarme si bailo mal.
-Le daré con el pie si se equivoca.
Su brazo era como de yeso cuando la agarró de la cintura. Altas murallas de
ceniza crujían y se desmoronaban en su interior. Se sentía subir como un globo
de fuego en el perfume de su pelo.
-De puntillas y al compás de la música... Moverse en línea recta, eso es todo.
Su voz cortaba como una sierrecita flexible y acerada. Codazos, caras rígidas,
ojos saltones, hombres gordos y mujeres delgadas, mujeres delgadas y hombres
gordos giraban densamente a su alrededor. El se desmenuzaba como yeso, sintiendo
en su pecho algo que resonaba dolorosamente. Ella entre sus brazos era una
intrincada máquina, con dientes de sierra refulgente de luz blanca azul y
cobriza. Cuando pararon de bailar Jimmy sintió que su pecho, su cadera y su
muslo se ceñían a su cuerpo. Se le agolpó de repente la sangre y sudaba como un
caballo desbocado. Por una puerta abierta la brisa disolvía el humo de tabaco en
el aire cargado y rosáceo del restaurante.
-Herf, quiero ir a ver la quinta del crimen. Acompáñeme.
-Como si yo no hubiera visto bastantes X marcando el sitio donde el crimen se
cometió.
En el hall les alcanzó George Baldwin. Estaba pálido como un muerto. Tenía su
corbata negra torcida, las ventanas de su fina nariz dilatadas y rayadas por
venillas rojas.
-Hola, George.
Su voz graznaba agriamente como un claxon.
-Elaine, la he estado buscando. Tengo que hablarle... Cree usted quizá que es
broma. Yo nunca bromeo.
-Herf, perdóneme un momento... Bien, ¿qué ocurre, George?
-Vuelva usted a la mesa.
-George, yo tampoco bromeaba... ¿Quiere llamar un taxi, Herf?
Baldwin la agarró por la muñeca.
-Ya ha jugado usted bastante conmigo, ¿oye? El día menos pensado un hombre
empuñará un revólver y la matará. Usted cree que puede jugar conmigo como con
todos esos mocosos... No vale usted más que una prostituta.
-Herf, le he dicho que me pidiera un taxi.
Jimmy se mordió nerviosamente los labios y salió por la puerta principal.
-Elaine, ¿qué va usted a hacer?
-George, a mí no me manda nadie.
Un objeto de níquel brilló en la mano de Baldwin. Gus McNiel se adelantó y le
agarró la muñeca con su manaza roja.
-Déme eso, George... ¡Por amor de Dios, hombre, serénese!
McNiel se metió el revólver en el bolsillo.
Tambaleándose, Baldwin se dirigió hacia la pared. El índice de su mano derecha
sangraba.
-Ya está aquí en el taxi -dijo Herf mirando una por una las caras petrificadas,
lívidas.
-Muy bien, llévela usted a su casa... No ha pasado nada, un simple ataque de
nervios. No hay por qué alarmarse.
McNiel gritaba como un orador callejero. El mayordomo y la chica del guardarropa
se miraban inquietos.
-No ha pasado nada... El señor está un poco nervioso... Exceso de trabajo,
¿comprende usted?
McNiel, bajando la voz, murmuró en tono tranquilizador: -No pensemos más en
ello.
Al entrar en el taxi Ellen dijo de repente con una vocecilla de niña:
-No recordaba que íbamos a ver la quinta del crimen... Dígale al chófer que nos
espere. Me gustaría andar un poco al aire libre.
Se respiraba un olor salado a marismas. En la noche de mármol brillaba la luna
entre nubes. Los sapos sonaban en las zanjas como cascabeles.
-¿Está lejos?-preguntó ella.
-No, es allí abajo, en la esquina.
La grava crujía bajo sus pies. Luego sus pisadas resonaron blandamente en el
macadam. Un faro los cegó; se pararon para dejar pasar el coche. El olor de la
gasolina les llenó las narices, luego se confundió con el olor de las marismas.
Era una casa gris de tejado puntiagudo con un porche que daba al camino,
protegido por celosías rotas. Un policía se paseaba de arriba abajo por delante,
silbando distraídamente. Un gajo de luna nielado salió un momento de detrás de
las nubes, transformó en papel de plata el vidrio roto de una ventana entornada,
destacó las hojitas redondas del algarrobo y rodó como una moneda perdida por
una ranura de nubes.
Ninguno de los dos dijo nada. Volvieron hacia el restaurante.
-¿De veras, Herf, no ha visto usted a Stan?
-No, y no tengo idea de dónde puede estar escondido.
-Si lo ve dígale que me telefonee inmediatamente... Herf, ¿cómo las llamaban a
aquellas mujeres que seguían a los ejércitos durante la revolución francesa?
-Deje que piense. ¿No era cantonnieres?
-Algo así... Eso me gustaría a mí ser.
Un tren eléctrico pitó, lejos, hacia su derecha, se acercó resonando y se perdió
en la lejanía.
El restaurante, que rezumaba un tango, se fundía rosa como un helado. Jimmy iba
a entrar con ella en el taxi.
-No, quiero irme sola, Herf.
-Pero yo tendría mucho gusto en acompañarla a casa... No quisiera dejarla sola.
No se dieron la mano. El taxi le echó a la cara una bocanada de polvo y de
gasolina quemada. Jimmy se quedó en los escalones, sin decidirse a volver al
ruido y al humo.
Nellie McNiel se quedó sola en la mesa. Frente a ella una silla retirada, con la
servilleta en el respaldo, la silla que su marido había ocupado. Nellie tenía la
mirada perdida. Los que bailaban pasaban como sombras ante sus ojos. Al otro
extremo del local vio a George Baldwin, pálido y demacrado, que volvía a su mesa
andando despacio como un enfermo. El abogado examinó atentamente la cuenta, la
pagó y se quedó mirando distraído a su alrededor. La buscaba. El camarero trajo
el vuelto en una bandeja y se inclinó profundamente. Baldwin barrió con una
mirada sombría las caras de los que bailaban, dio media vuelta y salió.
Recordando la insoportable dulzura de los lirios chinos, ella sintió que se le
llenaban los ojos de lágrimas. Sacó un carné de citas de su bolso de malla, lo
hojeó rápidamente y puso varias señales con un lápiz de plata. Después de un
rato levantó los ojos con una mueca de despecho e hizo una seña al camarero.
-¿Quiere usted hacer el favor de decir al señor McNiel que la señora McNiel
desea hablarle? Está en el bar.
-Saravejo, Saravejo, la palabra que electriza los cables -gritaba Bullock al
friso de caras y vasos alineados en el bar.
-Oiga -dijo O'Keefe confidencialmente sin dirigirse a nadie en particular-, uno
que trabaja en telégrafos me ha dicho que ha habido una gran batalla naval cerca
de St. John, Terranova, y que los ingleses han hundido una escuadra alemana de
cuarenta barcos.
-¡Córcholis, eso acabará la guerra en el acto!
-¡Pero si todavía no se ha declarado la guerra...!
-¿Cómo lo sabe usted? Los cables están tan atascados que no pasa una noticia.
-¿Ha visto que ha habido cuatro quiebras más en Wall Street?
-Me han dicho que en Chicago el mercado de trigos es la locura
-Debían cerrar todas las Bolsas hasta que esto acabe.
-Quizá cuando los alemanes le hayan propinado una buena tunda, Inglaterra dará
la libertad a Irlanda.
-Pero si ya... La Bolsa no se abrirá mañana.
-Para el hombre que tenga fondos y no pierda la cabeza, éste es el momento ideal
para ponerse las botas.
-Bueno, amigo Bullock, me voy a casa -dijo Jimmy-. Esta es la única noche de
descanso y no quiero desperdiciarla.
Bullock guiñó un ojo y dio al aire un manotazo de borracho. En los oídos de
Jimmy el vocerío palpitaba como un rumor elástico, cerca, lejos, cerca, lejos...
Muere como un perro. En marcha, dijo. Se gastó todo el dinero que tenía menos
veinticinco centavos. Fusilado al amanecer. Declaración de guerra. Rompimiento
de hostilidades. Y le dejaron solo con su gloria. Leipzig, el yermo, Waterloo,
donde los granjeros en campaña dispararon el tiro que retumbó por... No puedo
tomar un taxi; después de todo, tengo ganas de andar. Ultimátum. Trenes de
soldados van cantando al matadero, con flores en las orejas. Y vergüenza sobre
el falso Etrusco que se queda en su casa mientras...
Bajaba por el sendero de grava a la carretera, cuando un brazo se enganchó en el
suyo.
-¿Le molestará que le acompañé? No quiero quedarme aquí.
-De ningún modo, Tony.
Herf andaba a zancadas, mirando hacia adelante. Las nubes habían oscurecido el
cielo donde quedaba la tenue lactescencia de la luna. A derecha e izquierda,
fuera de los conos gris violeta de los escasos arcos voltaicos, la oscuridad
estaba salpicada de puntos luminosos. Más lejos el resplandor de las calles se
alzaba en borrosos riscos amarillos y rojizos.
-Yo no le soy simpático, ¿verdad?-dijo Tony Hunter, medio ahogándose, minutos
después.
Herf retardó el paso.
-¡Oh, no le conozco gran cosa! Me parece usted una persona muy agradable...
-No mienta; no tiene usted por qué... Creo que me voy a matar esta noche.
-Hombre, no haga usted eso... ¿Qué le ocurre?
-No tiene usted derecho a decirme que no me mate. Usted no sabe nada de mí. Si
yo fuera mujer no sería usted tan indiferente.
-Pero en fin, ¿qué es lo que le pasa a usted?
-Me estoy volviendo loco, eso es lo que me pasa. Es tan horrible todo... Cuando
le vi a usted por primera vez con Ruth, una noche, creí que nos haríamos amigos,
Herf. Parece usted tan simpático y tan comprensivo... Pensé que era usted como
yo, pero ahora se está usted volviendo tan insensible...
-Será la influencia del Times... Me echarán pronto, no se preocupe.
-Estoy cansado de ser pobre. Quiero triunfar, triunfar.
-Muy bien. Todavía es usted joven; debe ser usted más joven que yo.
Tony no respondió.
Bajaban por una ancha avenida, entre denegridas casas de madera. Un largo
tranvía amarillo pasó silbando.
-Debemos estar en Flatbush.
-Herf, yo creí antes que usted era como yo, pero ahora nunca le veo a usted más
que con mujeres.
-¿Qué quiere usted decir?
-Nunca se lo he dicho a nadie... Dios, si le contara usted esto a alguien... De
niño fui de una precocidad sexual espantosa, tendría yo unos diez o doce años.
Sollozaba. Al pasar bajo una farola, Jimmy notó el brillo de las lágrimas en sus
mejillas.
-No se lo diría a usted si no estuviera borracho.
-Pero esas cosas le pasan a todo el mundo de chico... No debe usted preocuparse.
-Pero es que ahora sigo igual, y eso es lo terrible. No me gustan las mujeres,
por más que he tratado... ¿Sabe usted?, me cogieron, por sorpresa. Me dio tal
vergüenza que estuve no se cuántas semanas sin ir a la escuela. Mi madre lloraba
y lloraba. ¡Tengo tal vergüenza!... ¡Tengo tanto miedo de que la gente se
entere! Siempre estoy luchando por ocultarlo, por ocultar mis sentimientos.
-Puede que todo sea imaginación. Quizá consiga usted vencerse. Vaya a un
psicoanalista.
-No puedo hablar de esto a nadie. Es que esta noche estoy borracho. He tratado
de consultar una enciclopedia... Ni siquiera lo trae el diccionario.
Se detuvo y se apoyó contra un farol, la cara entre las manos.
-Ni siquiera lo trae el diccionario.
Jimmy Herf le dio unos golpecitos en la espalda.
-¡Vamos, hombre, ánimo! ¡Qué diablo!, hay la mar de personas en su caso. El
teatro está lleno.
-Los odio a todos... No son tipos así de quienes me enamoro. Yo me odio también.
Y supongo que usted me odiará desde esta noche.
-¡Qué tontería! ¡A mí qué me importa!
-Ahora ya sabe usted por qué quiero matarme... Oh, es una injusticia, Herf, es
una injusticia... Nunca he tenido suerte en mi vida. Comencé a ganarme la vida
en cuanto salí del instituto. Fui botones en los hoteles de verano. Mi madre
vivía en Lakewood y yo le mandaba todo lo que ganaba. Tanto trabajar para llegar
a esto. Si se supiera, sise armara un escándalo y todo saliera a relucir, sería
mi ruina.
-Pero eso se dice de todos los galanes y a ninguno le preocupa.
-Siempre que me quitan un papel creo que es por causa de eso. Odio y desprecio a
todos los hombres de esa especie... No quiero quedarme en galán. Quiero ser
primer actor. ¡Qué infierno, qué infierno!
-Pero ahora está usted ensayando, ¿no?
-Una comedia estúpida que nunca pasará de Stamford. Ahora cuando usted oiga que
lo he hecho no le tomará de sorpresa.
-¿Hecho qué?
-Matarme.
Siguieron andando sin hablarse. Había empezado a llover. Al fondo de la calle,
detrás de las casas verdinegras y cuadradas como cajas de zapatos, zigzagueaba
de cuando en cuando un relámpago violeta. Un olor a humedad y a polvo subía del
asfalto batido por los sonoros goterones.
-Debe haber una estación del metro por aquí cerca... ¿No es aquella una luz
azul? Si no corremos nos vamos a mojar.
-¡Qué diablos, Tony, a mí me da igual mojarme o no!
Jimmy se quitó el flexible. Las gotas caían frías sobre su frente. El olor de la
lluvia, de los tejados, del barro y del asfalto le quitaba el sabor picante del
whisky y de los cigarrillos.
-¡Pardiez, es tremendo! -gritó de pronto.
-¿Qué?
-Todas esas historias del sexo. Nunca hasta esta noche me he dado cuenta de la
extensión de esa agonía... Debe de pasarlo usted muy mal. Todos lo pasamos mal a
veces. En el caso de usted es mala suerte, una suerte perra. Martín solía decir:
Todo andaría mejor si de pronto sonara una campana y los unos se dijeran a los
otros honradamente lo que hicieron, cómo vivieron, cómo amaron. El ocultar las
cosas es lo que les hace pudrirse... ¡Dios mío, es horrible! Como si la vida no
fuera ya bastante difícil sin eso.
-Yo voy a tomar el metro en esta estación.
-Tendrá usted que esperar horas.
-No importa, estoy cansado y no quiero mojarme.
-Pues entonces, buenas noches.
-Buenas noches, Herf.
Retumbó un largo trueno. Empezó a llover a cántaros. Jimmy se encasquetó el
sombrero hasta las orejas y se subió el cuello de la chaqueta. Sentía ganas de
correr gritando «¡Miserables!» con todas las fuerzas de sus pulmones. Los
relámpagos zigzagueaban entre las filas de ventanas muertas. La lluvia batía el
adoquinado, los escaparates, las escaleras de piedra. Tenía las rodillas
mojadas. Por la espalda abajo le corría un chorro de agua, y frías cascadas le
caían de las mangas por las muñecas. Todo el cuerpo le picaba. Atravesó
Brooklyn. Obsesión de todas las camas de todas las alcobas, donde las gentes
dormían retorcidas, enredadas, estranguladas como raíces de plantas en maceta.
Obsesión de pies que crujían en las escaleras de los hospedajes, de manos que
buscaban a tientas los picaportes. Obsesión de sienes palpitantes y de cuerpos
solitarios, rígidos sobre sus colchones.
J'ai fait trois fois le tour du monde
Vive le sang, vive le sang...
Moi, monsieur, je suis anarchiste...54 And three times roun went ourgallant
ship, and three times roun... Entre eso y dinero, ¡pardiez! And she sank to the
botton of the sea...55 En buen sitio hemos caído.
J'ai fait trois fois le tour du monde
dans mes voya... ges
Declaración de guerra..., redoble de tambores..., alabarderos vestidos de rojo
marchaban tras el resplandeciente bastón del tambor mayor que lleva un sombrero
como un manguito peludo... El puño de plata gira, relampaguea... ran, rataplán,
plan, plan, la revolución mundial. Rompimiento de hostilidades con una larga
parada en las calles desiertas azotadas por la lluvia. Extra, extra, extra.
Santa Claus mata a su hija después de intentar violarla. SE SUICIDA CON UNA
ESCOPETA... se colocó el cañón bajo la barbilla y disparó el gatillo con el dedo
gordo del pie. Las estrellas miran a Frederiktown. Obreros del mundo, uníos.
Vive la sang, vive la sang.
-Estoy hecho una sopa -dijo Jimmy Jerf en voz alta.
Hasta donde alcanzaba su vista la calle se extendía, desierta, bajo la lluvia,
entre filas de ventanas muertas tachonadas aquí y allá por las bolas violáceas
de los arcos voltaicos. Siguió andando desesperadamente.
VI. CINCO CAUSAS LEGALES
Se instalaron por parejas apresuradamente. SE PROHIBE TERMINANTEMENTE PONERSE DE
PIE EN LOS COCHES. La cadena de tracción rechina, coge los dientes. La vagoneta
sube traqueteando la pendiente, lejos de las girándulas, del olor a muchedumbre,
a maíz cocido y a cacahuetes, sube traqueteando rechinante, por la alta noche de
los meteoros septembrinos.
Mar, olor de marismas, las luces de un vapor que zarpa del muelle. Al fondo, en
la oscuridad añil, un faro parpadea. Luego el descenso. El mar sube y baja, las
luces se remontan. El pelo de ella en la boca de él, la mano de él en las
costillas de ella, los muslos frotándose.
El viento de la caída se ha llevado sus gritos. Aturdidos por las sacudidas
suben a través la maraña de vigas metálicas. Arriba. Abajo, burbujas luminosas
en un sandwich de mar y negrura. Cataplum. CONSERVEN LOS ASIENTOS PARA EL
PRÓXIMO VIAJE.
-Entre, Joe, voy a ver si la vieja nos echa algo de comer.
-Muchas gracias... Pero ¿sabe?, es que... nnn... no estoy vestido como para
presentarme ante una señora.
-Oh, no importa. Si es mi madre. Siéntese, voy a llamarla.
Harland se sentó en una silla cerca de la puerta, en la cocina oscura, y apoyó
en las rodillas sus manos temblonas, que estaban rojas y llenas de mugre. Sentía
su lengua áspera como un rallador, efecto del whisky barato que había bebido la
semana anterior. Tenía el cuerpo entero entumecido, reblandecido y avinagrado.
Joe O'Keefe volvió a la cocina.
-Está acostada. Dice que hay un poco de sopa detrás del hornillo... Aquí está.
Eso le entonará... Joe, si hubiera usted estado donde yo estuve anoche... Fui a
la Seaside Inn a prevenir al jefe que según los rumores van a cerrar la Bolsa...
¡Cuerno!, en mi vida he visto nada igual. Este tipo que es un abogado muy
conocido entre la gente de negocios, estaba en el hall gritando como un
energúmeno por no sé qué cosa... ¡Tenía una cara!... Y luego sacó un revólver y
la iba a matar o algo así, cuando el jefe va y salta, y le quitó el revólver y
se lo metió en el bolsillo antes que nadie se percata de lo que había pasado...
El Baldwin ése es amigo suyo, ¿sabe?... ¡Cuerno!, en mi vida he visto cosa
igual, ni parecida. Luego el tío se encogió todo como un...
-Te digo, chico -interrumpió Joe Harland-, que más tarde o más temprano les da a
todos.
-Ande, llénese bien. No ha comido usted bastante.
-No puedo comer mucho.
-¿No ha de poder?... Oiga, Joe, ¿qué sabe usté d'eso de la guerra?
-Creo que de esta hecha va de veras... Yo lo veía venir desde el incidente de
Agadir.
-¡Cuerno!, a mí me gustaría que alguien le zurrara la badana a Inglaterra por no
querer darle la autonomía a Irlanda.
-Tendremos que ayudarles... Sea como sea, esto no puede durar. Los financieros
que manejan el capital internacional no lo permitirán Después de todo, el que
tiene las cuerdas de la Bolsa es el banquero.
-¿Nosotros ayudar a Inglaterra? No, señor. ¡Después de lo que han hecho a
Irlanda y en la revolución y en la guerra civil!...
-Joe, te estás armando un lío con toda esa historia que empollas por la noche en
la biblioteca pública... Tú sigue las cotizaciones de la Bolsa y estate alerta y
no te dejes camelar por toda esa palabrería periodística de huelgas,
levantamientos y socialismos... Me gustaría verte salir adelante, Joe y...
Bueno, mejor será que me vaya ya.
-No, quédese un rato, abriremos una botella de aguardiente. Oyeron unas pisadas
fuertes en el pasillo.
-¿Quién va?
-¿Eres tú, Joe?
Un muchachote, con el pelo tieso, la cara roja y el cuello empotrado entre dos
hombros cúbicos, penetró dando tumbos en el cuarto.
-¿Quién diablos cree usté que será éste?... Pues es mi hermanito Mike.
-Bueno, ¿y qué?
Mike se balanceaba con la barbilla hundida en el pecho. Sus espaldas se
encorvaban contra el techo bajo de la cocina.
-Qué ballena, ¿eh? Pero, rediós, Mike, ¿no t'he dicho que no entres aquí
bebido?... Es capaz de echar la casa abajo.
-Tengo que venir alguna vez, ¿no? Desde que te has metido a tutor, Joe, me
pinchas más que el viejo. Gracias a que no voy a quedarme en esta cochina ciudad
mucho tiempo. Es pa guillar a cualquiera. Como encuentre un barco que apareje
antes del Golden Gate, ¡por éstas que me largo!
-Hombre, a mí no me molesta que te quedes aquí. Es que no me gusta que armes un
escándalo a cada rato.
-Yo hago lo que me da la gana, ¿oyes?
-Ahueca el ala, Mike, y no vuelvas hasta que te despejes.
-Quisiera yo ver cómo me echas de aquí.
Harland se levantó.
-Bueno, yo me marcho -dijo-. Tengo que ver si pesco esa colocación.
Mike avanzaba a través de la cocina con los puños cerrados. Joe, apretando las
mandíbulas, agarró una silla.
-Te la rompo en la crisma.
-¡Por todos los santos y mártires del cielo!, ¿no podrá una vivir en paz ni en
su propia casa?
Una mujerota de pelo cano se interpuso gritando entre ellos. Tenía dos ojos
negros brillantes, muy separados en una cara arrugada como una manzana del año
pasado. Manoteaba con sus manos estropeadas por el trabajo.
-Callarse la boca los dos, siempre jurando y peleando por la casa como si no
hubiera Dios... Tú, Mike, subes y te acuestas en tu cama hasta que te pase la
borrachera.
Eso le estaba diciendo yo -respondió Joe.
La vieja se dirigió a Harland. Su voz chirriaba como la tiza en el encerado.
- Y usted se larga de aquí. Yo no admito curdas en mi casa. ¡Fuera de aquí! No
me importa quien le haya traído.
Harland miró a Joe con una sonrisa amarga, se encogió de hombros y salió.
-¡Sirvienta! -murmuró tambaleándose sobre sus piernas doloridas por la
polvorienta calle de ceñudas casas de ladrillo.
El sofocante sol de la tarde parecía darle golpes en la espalda. En sus oídos,
voces de doncellas, asistentas, cocineras, mecanógrafas, secretarias. Sí, señor
Harland. Gracias, señor Harland. Oh señor, mil gracias, señor Harland, señor...
Un rayo de sol la despierta zumbando rojo en sus párpados. Ella se sumerge de
nuevo en los purpúreos y sedosos corredores del sueño, se despierta otra vez, da
una vuelta bostezando, levanta las rodillas hasta la barbilla para apretar mejor
el capullo del sueño. Un camión retumba por la calle abajo. El sol pinta
ardientes franjas en su espalda. Ella bosteza desesperadamente, se retuerce y se
queda tendida de espaldas, con los ojos abiertos y las manos bajo la nuca,
mirando al techo. Desde muy lejos, a través de las calles y de los paredones, el
largo gemido de la sirena de un barco llega hasta ella como la mata de hierba
que se abre paso a través de la grava. Ellen se sienta, sacude la cabeza para
espantar una mosca que zumba alrededor de su cara. La mosca brilla y se esfuma
en el sol. Pero Ellen siente vibrar en su interior una congoja persistente,
inexplicable, resto de los amargos pensamientos de la noche anterior. Sin
embargo, está contenta, bien despierta, y aún es temprano. Se levanta y se pone
a pasear por el cuarto en camisón. En el entarimado hay manchas de sol. Ellen al
pisarlas siente en las plantas de los pies una agradable sensación de calor. Los
gorriones pían en el borde de la ventana. En el piso de arriba repiquetea una
máquina de coser. Al salir del baño su cuerpo está suave y terso; se frota con
una toalla, contando las horas del largo día que tiene por delante: dar un paseo
por las atestadas y sucias calles de la ciudad baja hasta aquel muelle de East
River donde amontonan las grandes vigas de caoba, desayunar sola en el
Lafayette, café, panecillos y mantequilla; ir de compras a Lord & Taylor,
tempranito, antes que el almacén esté irrespirable y las dependencias marchitas;
almorzar con... Y entonces el dolor que la ha estado atormentando toda la noche
brota, estalla: «Stan, Stan... ¡Dios mío!», dice en voz alta. Se sienta frente
al espejo y se queda mirando de hito en hito sus negras pupilas dilatadas.
Se viste de prisa y sale; baja por la Quinta Avenida y tuerce al este por la
calle 8; sin mirar ni a derecha ni a izquierda. El sol ya calienta y hierve en
las aceras, en los cristales, en las placas esmaltadas de polvo... Las caras de
los hombres y de las mujeres que se cruzan con ella están ajadas y grises como
almohadas donde se ha dormido demasiado. Después de atravesar la Lafayette
Street, atronada por el ir y venir de autos y camiones, siente en la boca un
sabor a polvo y en sus dientes rechinan partículas de arena. Más allá se cruza
con carretillas. Los dependientes limpian los mostradores de mármol de los
puestos de refrescos, un organillo toca el Danubio azul. Las brillantes y
rápidas espirales del vals giran en la calle, donde un puesto de pepinillos
derrama su olor ácido. En Tompkins Square los chiquillos corretean dando gritos
por el asfalto mojado. A sus pies un montón de chiquillos con las camisas rotas
y sucias, las bocas babosas, se retuercen, se pegan, se muerden, se arañan,
despidiendo un olor agrio a pan mohoso. De repente, Ellen siente flaquear sus
rodillas. Da media vuelta y se vuelve por donde ha venido.
El sol le ciñe la cintura como él, le acaricia los antebrazos desnudos como él,
es su aliento en sus mejillas.
-Las cinco causas legales nada más -dijo Ellen aun hombre huesudo que tenía dos
ojos como ostras, dirigiéndose a la pechera de su camisa planchada.
-¿Así que se concede el decreto?-preguntó solemne.
-Naturalmente, y sin disputa.
-Pues lo siento mucho como antiguo amigo de ambas partes.
-Mire usted, Dick. Yo le tengo un gran afecto a Jojo, de veras. Le debo mucho...
Es una bella persona por muchos conceptos, pero no había más remedio que hacer
esto.
-¿Quiere usted decir que hay otro?
Ella le miró con los ojos brillantes y medio asintió.
-Pero el divorcio es un paso muy serio, mi querida amiga.
-Oh, no tan serio como parece.
Vieron a Harry Goldweiser venir hacia ellos a través del gran salón con molduras
de nogal. Ellen levantó la voz de pronto.
-Dicen que esa batalla del Marne terminará la guerra.
Harry Goldweiser le tomó una mano entre las suyas regordetas y se inclinó.
-¡Qué amabilidad la suya, Elaine, molestarse en venir aquí para que estos viejos
solterones no se mueran de aburrimiento! Hola, Snow, ¿cómo va?
-¿Y a qué se debe que tengamos el placer de encontrarle aquí todavía?
-Oh, varias cosas me han detenido... Además odio las playas de moda.
-Nada tan bonito como Long Beach, en todo caso... Bar Harbor... no iría yo a Bar
Harbor por un millón... aunque me lo pusieran en la mano.
El señor Snow soltó un resoplido de mal humor.
-Me parece haber oído que se ha metido usted allí en un negocio de inmuebles,
Goldweiser.
-Compré una villa para mí y nada más. Es asombroso esto de no poder comprarse
uno siquiera una villa sin que todos los vendedores de periódicos de Times
Square se enteren. Vamos a la mesa, mi hermana vendrá en seguida.
Una mujer regordeta con un traje de lentejuelas entró después de estar ellos a
la mesa en el gran comedor adornado con cuernos de ciervo. Era pequeña y de piel
cetrina.
-¡Oh, señorita Oglethorpe, cuánto me alegro de conocerla! -gorjeó con una
vocecilla de cotorra-. La he visto a usted a menudo y siempre me pareció usted
monísima... He hecho todo lo posible para que Harry la trajera un día a mi casa.
-Mi hermana Rachel -dijo Goldweiser a Ellen sin levantarse-. Ella es quien me
cuida la casa.
-Snow, quisiera que me ayudara a convencer a la señorita Oglethorpe de que
acepte ese papel en el reparto de The Zinnia Girl... Parece escrito para usted,
de veras.
-Pero es tan insignificante...
-Desde luego, no es un papel de primera actriz, pero desde el punto de vista de
su reputación de artista versátil y exquisita, es lo mejor de la obra.
-¿Quisiera usted un poco más de pescado, señorita Oglethorpe? -gorjeó la
señorita Goldweiser.
El señor Snow resopló.
-Ya no hay grandes actores: Booth, Jefferson, Mansfield...; no queda uno. Ahora
todo es anuncio; actores y actrices se lanzan al mercado como medicinas
patentadas, ¿no es verdad, Elaine?... Anuncio, anuncio.
-Pero no es eso lo que hace el éxito... Si se pudiera triunfar sólo con el
anuncio todos los empresarios de Nueva York serían millonarios -intercaló
Goldweiser-. Lo que hace subir la entrada en tal o cual taquilla es la fuerza
oculta y misteriosa que empuja a las multitudes en las calles y las mete en un
teatro determinado. El anuncio no puede hacerlo, la buena crítica tampoco. Será
tal vez el genio, será tal vez la suerte, pero si uno puede dar al público lo
que quiere, cuando quiere y donde quiere, éxito seguro. Esto es lo que hizo
Elaine en la última obra... Se puso en contacto con el público. Pudiera haber
sido la mejor comedia del mundo, representada por los mejores actores del mundo
y fracasar completamente. Y yo no sé cómo hace usted, nadie lo sabe. Una noche
se va uno a la cama con el local lleno de entradas de favor y a la mañana
siguiente amanece uno con un éxito estruendoso. El empresario no tiene más
dominio sobre esto que el meteorologista sobre el tiempo. ¿Es verdad o no lo que
digo?
-Ah, el gusto del público neoyorquino ha degenerado lastimosamente desde los
tiempos de Wallack.
-Pero se han dado algunas comedias bonitas -gorjeó la señorita Goldweiser.
El amor le rizaba los bucles negros..., los bucles negros... y con fulgores de
acero en sus ojos... Ellen cortaba con su tenedor el cogollo rizado y blanco de
una lechuga. Decía palabras, mientras otras palabras totalmente distintas se
desgranaban en su pecho como las cuentas de un collar roto. Estaba sentada
delante de un cuadro que representaba dos mujeres y dos hombres sentados a la
mesa en un comedor decorado con molduras, bajo un temblequeante candelabro de
cristal. Levantó la vista del plato y vio que la señorita Goldweiser la miraba
con sus ojillos de pájaro llenos de dulces reproches.
-Oh, Nueva York es realmente más agradable en pleno verano que en cualquier otra
estación. Hay menos prisa y menos bulla.
-Sí, es la verdad pura, señorita Goldweiser.
Ellen sonrió de pronto a los circunstantes... El amor le rizaba los bucles
negros y brillaba en sus ojos sombríos con fulgores de acero...
En el taxi las rodillas cortas y anchas de Goldweiser oprimían las suyas. Sus
furtivas miradas le tejían con arte de araña una red dulce y asfixiante
alrededor del cuello y de la cara. La señorita Goldweiser se había instalado
cómodamente a su lado. Dick Snow tenía un cigarrillo apagado en la boca y le
daba vueltas con la lengua... Ellen trataba de recordar exactamente cómo era
Stan, su recia esbeltez de saltador de pértiga. No podía reconstruir su cara por
completo; veía sus ojos, sus labios, una oreja.
En Times Square parpadeaban las luces de colores; grandes planos luminosos se
entrecruzaban. Subieron en el ascensor del Astor. Ellen, detrás de la señorita
Goldweiser pasó por entre las mesas del roofgarden. Hombres y mujeres de
etiqueta, con muselinas de verano, con trajes ligeros se volvían a mirarla. Como
pegajosos zarcillos de vid las miradas se prendían en ella al pasar. La orquesta
tocaba In my Harem. Se instalaron en una mesa.
-¿Bailamos?-preguntó Goldweiser.
Ellen le sonrió con una sonrisa violenta cuando él le pasó el brazo por la
espalda. Su enorme oreja cubierta de solemnes y solitarios pelos quedó a la
altura de los ojos de ella.
-Elaine -suspiró-, yo me tenía por hombre avispado, de veras (contuvo la
respiración), pero no lo soy... Usted me ha dado marcha, no tengo más remedio
que confesarlo. ¿Por qué no puede usted quererme un poco? Quisiera que nos
casáramos en cuanto obtenga usted su divorcio... ¿No sería usted buena para
conmigo siquiera una vez?... Yo haría cualquier cosa por usted, usted lo sabe...
y hay la mar de cosas en Nueva York que yo puedo hacer por usted.
La música cesó. Se aislaron bajo una palmera.
-Elaine, venga usted a mi despacho a firmar ese contrato. Le he dicho a Ferrari
que espere... Podemos estar de vuelta dentro de quince minutos.
-Tengo que pensarlo. Nunca hago nada sin consultarlo con la almohada.
-¡Dios, es usted capaz de volver loco a cualquiera!
De repente Ellen recordó la cara de Stan. Estaba en pie frente a ella con el
lazo de la corbata torcido sobre su camisa blanda, el pelo en desorden, bebiendo
otra vez.
-¡Oh, Ellie, cuánto me alegro de verte!...
-Señor Emery... señor Goldweiser.
-Vengo de hacer un viaje extraordinario... Lástima que no nos hayas
acompañado... Fuimos a Montreal y a Quebec y volvimos por Niágara Falls y no
paramos de empinar desde que salimos de este Nueva York de mis pecados, hasta
que nos arrestaron por embalar, en el camino de Boston, ¿verdad, Pearline?
Ellen no le quitaba ojo a una muchacha, algo achispada, que estaba detrás de
Stan, con un sombrerito de paja encajado sobre un par de ojos azules como leche
aguada.
-Ellie, ésta es Pearline... Bonito nombre, ¿verdad? Yo estuve a punto de
reventar de risa cuando me lo dijo... Pero no sabes lo mejor... Nos
emborrachamos de tal modo en Niágara Falls que cuando recobramos el sentido nos
encontramos con que estábamos casados... Y tenemos nuestra licencia de
matrimonio... adornada con pensamientos.
Ellen no podía verle la cara. La orquesta, el clamor de las voces, el ruido de
los platos, brotaban en espirales estentóreas a su alrededor...
Las mujeres del harén
sabían llevarlas bien
hace tiempo allá en Bagdad...
-Buenas noches, Stan.
Su voz le raspaba la garganta. Oía claramente sus propias palabras al
pronunciarlas.
-¡Oh, Ellie! ¿Por qué no vienes a correrla con nosotros?...
-Gracias... gracias.
Se puso de nuevo a bailar con Harry Goldweiser. El roofgarden giraba
vertiginosamente, luego más despacio. El ruido disminuía. Ellen se sintió de
repente indispuesta.
-Perdóneme un momento, Harry. Volveré luego a la mesa.
En el tocador de señoras se sentó cuidadosamente en el sofá de felpa. Se miró la
cara en el redondo espejito de su polvera. Sus pupilas negras como cabezas de
alfiler se dilataron poco a poco hasta que todo quedó negro.
Jimmy Herf sentía sus piernas cansadas de andar toda la tarde. Sentado en un
banco junto al Acuarium miraba el agua. El fresco viento de septiembre daba un
tinte de acero a las olas crespas del puerto y al cielo gris pizarra. Un gran
vapor blanco, con una chimenea amarilla, pasaba frente a la estatua de la
Libertad. El humo del remolcador salía limpiamente recortado como un papel. A
pesar de los muelles, la punta de Manhattan le parecía como la proa de una
gabarra que avanzase lenta y regularmente por el puerto. Las gaviotas planeaban
chillando. Se puso en pie de un brinco.
-¡Caramba, tengo que hacer algo!
Se quedó un momento en pie, vacilante, los músculos en tensión. El tipo haraposo
que miraba los fotograbados de un periódico, tenía una cara que él había visto
antes.
-¡Hola!... -dijo vagamente.
-Te reconocí en seguida -dijo el hombre sin tenderle la mano-. Tú eres el hijo
de Lily Herf... Creí que no me ibas a dirigir la palabra. No había razón para
ello.
-Ya... usted es el primo Joe Harland, ¿no?... Me alegro muchísimo de verle...
Muchas veces he pensado qué sería de usted.
-¿Por?
-Oh, no sé... no se piensa nunca que los parientes son personas como uno,
¿verdad?
Herf volvió a tomar asiento.
-¿Quiere usted un cigarrillo?... Es un Camel y gracias.
-Bueno, no importa... ¿Qué haces Jimmy? ¿No te ofenderás porque te llame así?
Jimmy Herf encendió una cerilla, que se apagó; encendió otra y se la alargó a
Harland.
-Es el primer pitillo que fumo esta semana... Gracias.
Jimmy echó una mirada al hombre que tenía a su lado. La larga hendidura de su
mejilla gris hacía un ángulo con el profundo pliegue que arrancaba de la
comisura de los labios.
-Me encuentras hecho una ruina, ¿verdad?-escupió Harland-. Sientes haberte
sentado, ¿no? Sientes que tu madre te educase como un caballero en vez de
educarte como un golfo.
-Estoy de reportero en el Times... Una porquería de trabajo que me da asco -dijo
Jimmy arrastrando las palabras.
-No hables así, Jimmy, eres demasiado joven... Nunca llegarás a nada con esa
actitud.
-¿Y si no quisiera llegar a nada?
-La pobre Lily estaba tan orgullosa de ti... Quería que fueras un gran hombre...
No olvidarás a tu madre, Jimmy. Fue la única amiga que tuve en la familia.
Jimmy se rió.
-Yo no dije que no fuera ambicioso.
-Por amor de Dios, por la memoria de tu madre, ten cuidado con lo que haces.
Estás empezando a vivir... Todo depende de los dos años próximos. Mírate en mí.
-Oh, el Brujo de Wall Street no ha salido tan malparado, después de todo... No,
lo que pasa es que yo no quiero aceptar todo lo que se tiene que aceptar de esta
cochina gente. Estoy asqueado de inclinarme ante todos esos chupatintas que no
me inspiran el menor respeto... ¿Qué hace usted, primo Joe?
-No me lo preguntes...
-¿Ve usted ese barco con las chimeneas rojas? Es francés. Mire, están quitando
la lona del cañón de popa... Yo quisiera ir a la guerra. El único inconveniente
es que yo no sirvo para meterme en cuestiones.
Harland se mordía el labio superior. Después de un silencio rompió a hablar con
voz ronca y rota.
-Jimmy, te voy a pedir una cosa por la memoria de Lily... hmmm... ¿llevas algún
dinero suelto? Por una desgraciada coincidencia, no he comido muy bien los dos o
tres últimos días... Me siento algo débil..., ¿comprendes?
-¡No faltaba más! Precisamente iba a proponerle que fuéramos a tomar café o té o
algo... Conozco un buen restaurante sirio en Washington Street.
-Vamos allá entonces -dijo Harland poniéndose en pie-. ¿Estás seguro que no te
importa que te vean con un espantapájaros como yo?
El periódico se le cayó de las manos. Jimmy se agachó a recogerlo. Una cara
borrosa modelada con trazos grises, le dio una punzada como si algo le hubiera
tocado el nervio de un diente. No, no era ella. Sí... JOVEN ACTRIZ DE TALENTO
HACE SENSACIÓN EN THE ZINNIA GIRL...
-Gracias, no te molestes, me lo encontré ahí -dijo Harland. Jimmy tiró el
periódico. Ella cayó de bruces.
-Qué fotografías tan malas, ¿eh?
-Mirándolas se mata el tiempo. A mí me gusta estar al corriente de lo que pasa
en Nueva York... Un gato puede mirar a un rey, ¿sabes?; un gato puede mirar a un
rey.
-Oh, lo que yo decía era que estaban mal tomadas.
VII. MONTAÑA RUSA
El crepúsculo de plomo pesa sobre los secos miembros de un viejo que marcha
hacia Broadway. Al doblar la esquina, ocupada por un puesto de Nedik, algo salta
en sus ojos como un muelle. Muñeco roto entre las filas de muñecos barnizados,
articulados, se lanza cabizbajo al horno palpitante, a la incandescencia de los
letreros luminosos. «Recuerdo cuando todo esto era campo», murmura al pequeño.
LOUIS EXPRESS ASSOCIATION: las letras rojas del cartel bailan ante los ojos de
Stan. Baile anual. Muchachos y muchachas entran. De dos en dos en elefante y el
canguro. La baraúnda de una orquesta se filtra por las puertas del hall. Fuera
llueve. Otro río, otro río que cruzar. Se plancha las solapas de su chaqueta, da
a su boca un gesto de sobriedad, paga dos dólares y entra en un gran salón
ruidoso, adornado con colgaduras rojas, blancas y azules. Vértigo. Se apoya un
momento contra la pared. Otro río... El entarimado donde bailan tropezándose las
parejas se mece como la cubierta de un barco. El bar es más estable. «Gus McNiel
está aquí.» Todo el mundo dice: «el bueno de Gus.» Manos grandes caen sobre
anchas espaldas, las bocas rugen, negras en las caras rojas... Los vasos se
levantan, se entrechocan y fulguran, se levantan y se entrechocan en una especie
de danza. Un hombrachón con cara de remolacha, ojos hundidos y pelo rizoso,
atraviesa el bar cojeando, apoyado en un bastón.
-¿Cómo va, Gus?
-¡Ahí está el jefe!
-Bravo por el viejo McNiel. Al fin vino.
-¿Cómo va, señor McNiel?
El bar se aquieta. Gus McNiel blande su bastón.
-¡Hurra, muchachos! Divertirse... Eh, Burke, yo pago una ronda a la compañía.
-Anda, ahí está el padre Mulvaney con él también. ¡Viva el padre Mulvaney!...
Ese sí que es un as.
Porque es un tipo jovial
nadie lo puede negar.
Anchas espaldas respetuosamente encorvadas siguen al grupo, avanzando con tardo
paso por entre las parejas.
Y al claro de luna su pelo rojizo
estaba peinándose el viejo mandril.
-¿No quiere usted bailar?
La muchacha vuelve un hombro blanco y se larga.
Soy soltero y vivo solo
y trabajo en un telar...
Stan se sorprende cantando en su propia cara, frente al espejo. Una de sus cejas
se junta con su pelo, la otra con sus pestañas... No, yo no soy célibe, soy un
hombre casado... Me pego con cualquiera que diga que no soy un hombre casado y
vecino de la ciudad de Nueva York, condado de Nueva York, Estado de Nueva York.
Subido en una silla discursea golpeándose una mano con el puño... «Romanos,
amigos y compatriotas, prestadme cinco machacantes... Venimos a amordazar a
César, no a afeitarle... Según la constitución de la ciudad de Nueva York,
condado de Nueva York, Estado de Nueva York, y debidamente atestado y suscrito
ante el fiscal del distrito, conforme a las cláusulas de la ley del 13 de julio
de 1888... ¡Al diablo con todo!»
-Eh, basta ya. Chicos, vamos a echar a este tipo a la calle. No es uno de los
nuestros. No sé cómo ha entrado aquí. Está borracho como una cuba.
Stan salta con los ojos cerrados sobre una selva de puños. Le arrean en los
ojos, en la mandíbula, y sale como disparado de un cañón a la calle silenciosa,
mojada por la fría llovizna.
Soy soltero, vivo solo
y hay un río que cruzar,
otro río hasta el Jordán,
otro río que cruzar...
Soplaba un viento frío que le azotaba la cara. Estaba sentado en el frente de un
ferryboat cuando volvió en sí. Le rechinaban los dientes y todo él temblaba...
Tengo el D.T. ¿Quién soy yo?¿Dónde estoy? Ciudad de Nueva York, Estado de Nueva
York... Stanwood Emery, edad veinticinco años, profesión estudiante... Pearline
Anderson, veintiuno, profesión, actriz. Que se vaya al cuerno. Tengo cuarenta y
nueve dólares y ochenta centavos. ¿Dónde demonios he estado yo? Nadie me los ha
devuelto. Pues no, no tengo el delirium tremens. Me siento muy bien, sólo que un
poco débil. No necesito más que un traguito. ¡Hola!, creí que había alguien
aquí. Mejor será que me calle.
Cuarenta y nueve dólares cuelgan de la pared,
cuarenta y nueve dólares cuelgan de la pared...
Del otro lado del agua, los altos muros, los edificios de la ciudad baja,
rielaban en la rosada mañana como un clamor de trompas a través de una bruma
chocolatosa. Al acercarse al bar las casas se adensaban en una montaña de
granito hendida por tajos de cuchillo. El ferry pasó junto a un vapor rechoncho,
que estaba anclado, un poco escorado hacia Stan, de manera que éste podía ver
todas las cubiertas. Un remolcador de Ellis Island rezongaba a su costado. Las
cubiertas, atestadas de caras vueltas hacia arriba, como una carga de melones,
despedían un olor rancio. Tres gaviotas planeaban chillando. Una se remontó en
espiral; las blancas alas se empaparon de sol; la gaviota se deslizaba inmóvil
en la luz dorada. El borde del sol acababa de aparecer sobre la banda violeta de
nubes, al este de Nueva York. Un millón de ventanas fulguraban. La ciudad
zumbaba estruendosamente.
Los animales entraron de dos en dos,
el canguro y el elefante,
y hay otro río hasta el Jordán,
otro río que cruzar...
En la luz blanquecina, tres gaviotas giraban sobre las cajas rotas, las cáscaras
de naranjas, los repollos podridos que flotaban entre los tablones astillados de
la valla. Las olas verdes espumajeaban bajo la redonda proa del ferry que,
arrastrado por la marea, hendía el agua, resbalaba, atracaba lentamente en el
embarcadero. Los manubrios giraron con un ruido de cadenas, las puertas se
alzaron. Stan saltó a tierra y salió haciendo eses por el túnel de madera a
Batery Place. Se sentó en un banco y cruzó las manos sobre las rodillas, para
que no le temblaran tanto. Su cabeza seguía vibrando como una pianola.
Sortijas en los dedos y en los pies cascabeles,
irá la dama blanca montada en su caballo...
Babilonia y Nínive eran de ladrillo. Todo Atenas era de doradas columnas de
mármol. Roma reposaba en anchos arcos de mampostería. En Constantinopla los
minaretes llamean como enormes cirios en torno al Cuerno de oro... Acero,
vidrio, baldosa, hormigón, serán los materiales de los rascacielos. Apilados en
la estrecha isla, edificios de mil ventanas surgirán resplandecientes, pirámide
sobre pirámide, blancas nubes encima de la tormenta...
Oh, llovió cuarenta días
y llovió cuarenta noches,
no escampó hasta Navidad,
y el solo superviviente
de la gran inundación
fue Jack del Istmo el Zancudo.
-¡Cristo, si yo fuera un rascacielos!
La cerradura giraba en redondo para impedir que entrara la llave. Hábilmente,
Stan le cogió el tino y la metió. Se coló de sopetón por la puerta abierta,
anduvo todo el pasillo, llamó a Pearline en el gabinete. Olía a algo raro. El
olor de Pearline. ¡Al cuerno con él! Agarró una silla. La silla quería volar.
Volteó sobre su cabeza, se estrelló contra la ventana. Ruido de cristales. Se
asomó. La calle estaba en pie. Una escalera de incendios y una bomba trepaba por
ella echando chispas, dejando atrás el eco de la aullante sirena. Fuego, fuego,
verted agua. Escocia se quema. Un fuego de mil dólares, un fuego de cien mil
dólares, un fuego de un millón de dólares. Los rascacielos se elevan como
llamas, en llamas, llamas. Se volvió al cuarto. La mesa dio el salto mortal. El
aparador saltó sobre la mesa. Las sillas de roble montaron una sobre otra hasta
el mechero de gas. Echad agua. Escocia está ardiendo. No me gusta el olor de
este cuarto, en la ciudad de Nueva York, condado de Nueva York, Estado de Nueva
York. Tendido de espaldas, en el suelo de la cocina giratoria, reía, reía. El
único superviviente del diluvio montaba una gran mujer en un corcel blanco. Las
llamas suben, suben. Petróleo, murmura una lata grasienta en un rincón de la
cocina. Echad agua... Ya en pie, se tambaleaba sobre las sillas que crujían
patas arriba sobre la mesa patas arriba. El petróleo le lamió con su lengua
blanca. Perdió el equilibrio, agarró el mechero. El mechero cedió. Tendido de
espaldas en un charco, frotaba cerillas. Mojadas, no prendían. Una crujió, se
encendió. Stan protegió la llama cuidadosamente entre sus manos.
-Oh, sí, mi marido es atrozmente ambicioso -decía Pearline a la tendera de
comestibles, vestida de guinga azul-, le gusta divertirse y demás, pero no he
conocido a nadie que tenga tantas ambiciones. Va a hacer que el viejo nos envíe
al extranjero para que pueda estudiar arquitectura. Quiere ser arquitecto.
-Oh, a usted le encantaría... ¡Figúrese, un viaje así!... ¿algo más, señora?
-No, creo que no olvido nada... Si no fuera él quien es, estaría alarmada. Hace
dos días que no le veo. Habrá estado en casa de su padre, supongo.
-¿Y acaban ustedes de casarse?
-Comprenderá unté que no le contaría nada si sospechara que había algo de malo.
No, se está portando muy bien... Bueno, adiós, señora Robinson.
Se metió los paquetes debajo del brazo y bajó por la calle balanceando su bolso
de abalorios en la mano desocupada. El sol calentaba todavía aunque el viento
tuviera ya una fragancia de otoño. Dio un penique a un ciego que tocaba el vals
de La viuda alegre en un organillo. De todos modos mejor sería chillarle un
poquito cuando volviera a casa, no fuera a repetir la gracia a menudo. Dobló por
la calle 200. La gente estaba asomada a las ventanas. La muchedumbre se apilaba.
Era un fuego. Ella aspiró el aire chamuscado. Se le puso la carne de gallina. Le
gustaba ver incendios. Apretó el paso. Oh, es en nuestra casa, en nuestro piso.
El humo, denso como alquitrán, salía por la ventana del quinto. Se echó de
repente a temblar. El negro del ascensor corrió a ella. Tenía la cara verde.
-¡Oh, es nuestro piso -gritó-, y los muebles que trajeron no hace una semana!
Déjenme pasar.
Se le cayeron los paquetes. Una botella de crema se rompió en la acera. Un
policía le cortó el paso. Ella se echó sobre él y empezó a aporrearle el ancho
pecho azul. No podía reprimir los gritos.
-Calma, señorita, calma -decía el agente con voz profunda.
Mientras le daba cabezazos oía en su pecho el sordo rumor de su voz.
-Ya le bajan, sofocado por el humo na más, sofocado por el humo.
-¡Oh, Stanwood, marido mío! -gritó.
Todo se ennegrecía. Se agarró a dos botones brillantes de la chaqueta del
policía y cayó sin sentido.
VIII. OTRO RÍO ANTES DEL JORDÁN
En la Segunda Avenida, esquina a Houston, delante del Café Cosmopolitan, un
hombre subido en una caja de jabón vocifera: «...esos individuos, compañeros...
esclavos del jornal como yo lo era... os impiden respirar… os quitan el pan de
la boca. ¿Dónde están las chicas bonitas que yo veía ir y venir por el bulevar?
Buscadlas en los cabarets elegantes... Estamos oprimidos, amigos, camaradas,
esclavos debiera decir... Nos roban nuestro trabajo, nuestros ideales, nuestras
mujeres... Construyen sus grandes hoteles y clubs para millonarios y sus teatros
que valen millones y sus barcos de guerra y ¿qué nos dejan?... Nos dejan
tuberculosis, raquitismo y un montón de calles sucias llenas de latas de
basura... Estáis pálidos, compañeros... Necesitáis sangre... ¿Por qué no os
metéis una poca sangre en las venas?... Allá en Rusia los pobres... no mucho más
pobres que nosotros... creen en vampiros, que vienen a chuparos la sangre de
noche... Eso es el capitalismo, un vampiro que os chupa la sangre día... y...
noche.»
Empieza a nevar. Los copos se devoran al pasar junto al farol. A través de la
luna el Café Cosmpolitan, donde el humo sube en volutas opalinas, azules y
verdes, parece un acuario cenagoso: en torno a las mesas las caras burbujean,
blancas, como peces mal clasificados. Los paraguas empiezan a combinarse en
racimos por la calle moteada de nieve. El orador se sube el cuello y echa a
andar a prisa por Houston, procurando que su caja de jabón, toda llena de barro,
no le manche los pantalones.
Caras, sombreros, manos, periódicos, saltan en el metro fétido y trepidante,
como maíz en la sartén. El expreso descendente pasó rugiendo, como un relámpago.
Las ventanas se enchufaron hasta encaballarse unas sobre otras como escamas.
-Oye, George -dijo Sandbourne a George Baldwin, que iba colgado de una correa a
su lado-, puedes ver la ley de Fitzgerald.
-Lo que veré será el interior de una funeraria, si no salgo pronto de este
metro.
-Eso os conviene a vosotros, los plutócratas; ver de cuando en cuando ,cómo
viajan los demás mortales... Quizá te hará sugerir a tus amigazos de Tammany
Hall que se dejen de pendencias y que nos den a nosotros, jornaleros, mejores
medios de locomoción... ¡Recristo!, más de una cosa les podría yo decir... Mi
idea es una serie de plataformas sin fin, movibles, bajo la Quinta Avenida.
-Esa idea la has madurado cuando estabas en el hospital, Phil.
-Una porción de cosas maduré yo cuando estaba en el hospital.
-Mira, vamos a salir en Grand Central y andamos. No puedo soportar esto... No
estoy acostumbrado.
-Vamos... Telefonearé a Elsie que llegaré tarde a cenar... Te veo poco ahora,
George.
Salieron empujados al andén por una masa de hombres y mujeres, brazos y piernas,
sombreros echados para atrás sobre nucas sudorosas, y subieron a Lexington
Avenue, tranquila en la neblina vinosa del crepúsculo.
-Pero ¿cómo demonios hiciste para meterte así debajo de un camión?
-Pues no lo sé, chico... Lo último que recuerdo es que estiré el cuello para
mirar a una preciosidad de mujer que pasaba en un taxi. Luego me encontré
bebiendo agua helada por una tetera en el hospital.
-Vergonzoso a tu edad, Phil.
-Ya lo sé, ¡recristo! Pero no soy el único.
-Hay que ver el efecto que una cosa así le hace a uno... Dime, ¿qué has oído de
mí?
-Oh, George, no te pongas nervioso... La he visto en The Zinnia Girl... Ella lo
hace todo. La otra chica, que es la primera actriz, no tiene papel.
-Mira, Phil, si oyes algo acerca de la señora Oglethorpe, hazme el favor de
tapar la boca a quien sea. Es tan estúpido que no pueda uno ir a tomar té con
una mujer sin que todo el mundo empiece a chismorrear... ¡Dios, no quiero
escándalos!... Lo demás no me importa.
-Eh, no te dispares, George.
-Mi posición es muy delicada en este momento... Luego Cecily y yo hemos llegado
a un modus vivendi... Y no quiero echarlo todo a perder. Marchaba en silencio.
Sandbourne llevaba el sombrero en la mano. Tenía el pelo casi blanco, pero sus
cejas eran todavía negras y pobladas. Cambiaba el paso a cada instante como si
le hiciera daño andar. Carraspeó.
-George, me preguntabas antes si yo había urdido algún plan en el hospital...
¿Recuerdas que hace años el viejo Specker solía hablar de baldosas vítreas y
superesmaltadas? Pues bien, yo he estado trabajando según su fórmula en
Hollis... Un amigo mío tiene allí un horno de dos mil grados para cocer
cerámica. Creo que puede comercializarse la cosa... Esto, chico, revolucionaría
toda la industria. Combinado con cemento aumentaría enormemente el número de
materiales a disposición del arquitecto. Podríamos hacer baldosas de cualquier
color, tamaño o hechura. Figúrate esta ciudad cuando todos los edificios, en vez
de ser de un gris sucio, estuvieran ornamentados con vivos colores. Imagínate
bandas de escarlata alrededor de los cornisamentos de los rascacielos. La
baldosa de color revolucionaria la vida de esta ciudad por completo... En lugar
de retroceder a los antiguos órdenes o las decoraciones góticas o románticas,
podríamos desarrollar nuevos modelos, nuevos colores, nuevas formas. Si hubiera
un poco de color en la ciudad, toda esta vida dura y rígida se vendría abajo...
Habría más amor y menos divorcios...
Baldwing soltó la carcajada.
-Hablaremos de eso otro día, Phil. Tienes que venir a cenar a casa cuando esté
Cecily y contarnos todo... ¿No podría Parkhurst hacer algo?
-No quiero que se meta en el asunto. Se apropiaría la idea y me dejaría a la
luna de Valencia en cuanto supiera la fórmula. No le confiaría una moneda falsa.
-¿Por qué no se asocia contigo, Phil?
-Ya me tiene donde quiere tenerme... El sabe que yo soy el que cargo con todo el
trabajo de su maldita oficina. El sabe también que soy yo demasiado arisco para
entendérmelas con la mayoría de las personas. Es un cuco.
-Sin embargo, creo que podrías tantearlo.
-Me tiene donde quiere tenerme y él lo sabe, de modo que yo continúo haciendo el
trabajo para que él amase dinero... Lo encuentro muy lógico. Si yo tuviera más
dinero me lo gastaría. No lo puedo remediar.
-Pero, hombre, mira, tú no eres mucho más viejo que yo... Tú tienes todavía una
carrera por delante.
-Sí, nueve horas diarias delineando... ¡Dios, si tú te asociaras conmigo para
ese negocio de baldosas!...
Baldwing se paró en una esquina y dio una palmada en la cartera que llevaba.
-Ya sabes, Phil, que yo tendría mucho gusto en darte una mano si me fuera
posible... Pero precisamente en este momento mi situación financiera está
terriblemente comprometida. Me he metido en cierto embrollo bastante temerario y
Dios sabe cómo saldré de ello... Por eso no quiero escándalo, ni divorcio, ni
nada semejante. Tú no sabes lo complicadas que son estas cosas... No podría
emprender nada nuevo, al menos por un año. Con esta guerra la situación de la
Bolsa es poco estable. Cualquier cosa puede ocurrir.
-Muy bien. Hasta la vista, George.
Sandbourne giró bruscamente sobre sus talones y retrocedió por la avenida.
Estaba cansado. Le dolían las piernas. Era casi de noche. Camino de la estación,
los sucios bloques de ladrillo y piedra se sucedían monótonamente como los días
de su vida.
Bajo la piel de sus sienes, garfios de hierro se aprietan. La cabeza leva a
estallar como un huevo. Va y viene por la habitación, donde se eriza el aire
cargado, picante. Los colores de los cuadros, de las alfombras, de las sillas,
la ahogan como envolviéndola en una manta caliente. Fuera, los patios rayados
con el azul, lila y topacio de un crepúsculo lluvioso. Abre la ventana. Para
emborracharse no hay hora como el crepúsculo, decía Stan. El teléfono desgranó
las cuentas sonoras de sus tentáculos temblorosos. Baja la ventana de golpe.
¡Dios, no me dejarán nunca en paz!
-Hombre, Harry, no sabía que estaba usted de vuelta... Oh, no sé si podré... Sí,
creo que sí. Venga usted después del teatro... ¡Estupendo! Tiene usted que
contarme.
Apenas deja el receptor el timbre se agarra a ella otra vez.
-¿Quién?... No, no... Oh, sí, quizás... ¿Cuándo volvió usted? (Se echó a reír
con retintín de teléfono.) Pero Howard, estoy ocupadísima... Sí, de veras... ¿Ha
visto usted la función? Bueno, venga usted una de estas noches después del
teatro... Estoy ansiosa de que me cuente su viaje... ya sabe usted... Adiós,
Howard.
Un paseo me sentaría bien. Se sienta al tocador y se suelta el pelo sobre los
hombros.
-Es tan incómodo, tendré que cortármelo... Me crece de un modo... La sombra de
la Muerte Blanca... No debiera trasnochar tanto, esas ojeras negras... Y a la
puerta la Invisible Corrupción... Si al menos pudiera llorar; hay personas que
pueden llorar hasta perder los ojos, llorar hasta quedarse ciegas... Bueno, el
divorcio se llevará a cabo...
Lejos de la ribera y lejos del tropel
cuyas velas jamás corrieron la borrasca.
¡Huy!, ya son las seis. Vuelta a pasear de arriba abajo por el cuarto. Me siento
terriblemente, oscuramente lejos... El teléfono suena.
-¿Quién?... Sí, señorita Oglethorpe... Oh, Ruth, hace una eternidad que no te
veo, desde que vivíamos en casa de la señora Sunderland... ¡Cuánto me gustaría
verte! Ven y tomaremos un piscolabis camino del teatro... Piso tercero.
Cuelga el teléfono y saca un impermeable del guardarropa. El olor a pieles, a
naftalina y a vestidos se le agarra a las narices. Levanta la ventana otra vez y
aspira profundamente el aire húmedo impregnado de la fría nostalgia del otoño.
Oye el ronroneo de un gran vapor en el río. Oscuramente, terriblemente lejos de
esta vida absurda, de esta lucha fútil, estúpida; un hombre puede casarse con un
barco si quiere, pero una mujer... El teléfono desgrana su repiqueteo; llama,
llama, llama.
El timbre de la puerta rezonga al mismo tiempo. Ellen aprieta el botón que
levanta el picaporte.
-¿Quién?... No, lo siento, tendrá usted que decirme quién es... ¡Cómo! ¿Larry
Hopkins?... Creí que estaba usted en Tokio... No le habrán trasladado a usted
otra vez, supongo. Claro, tenemos que vernos... Es absurdo, querido, pero estoy
comprometida toda esta semana y la que viene... Estoy como loca esta noche.
Llámeme otra vez mañana a las doce y trataré de hacer un hueco... Pues claro,
quiero verle a usted en seguida..., es usted un tonino.
Ruth Prynne y Cassandra Wilkins entran sacudiendo el agua de sus paraguas.
-Bueno, adiós Larry... Qué amables haber venido... Quitaos las cosas un
momento... ¿Cassie, no querrás comer con nosotras?
-Tenía que verte... Es tan maravilloso tu maravilloso twiunfo -dice Cassie con
voz temblona-. Y además, querida, recibí tal impwesión cuando me enteré de lo
del señor Emery. Lloré, lloré a chowos, ¿verdad Wuth?
-¡Qué pisito tan mono tienes! -exclamó Ruth al mismo tiempo.
A Ellen le zumbaban los oídos como si fuera a ponerse enferma.
-Todos tenemos que morirnos algún día -dice con aspereza. Ruth da golpecitos en
el suelo con el chanclo y hace una seña a Cassie para que se calle.
-¿No sería mejor que nos marcháramos? Se esta haciendo tarde -dice.
-Perdona un momento Ruth.
Ellen corre al cuarto de baño y da un portazo. Se sienta en el borde de la
bañera y se da puñetazos en las rodillas con los puños cerrados. Esas mujeres me
volverán loca. Luego sus nervios en tensión se relajan, siente algo que fluye
dentro de ella como el agua de un lebrillo. Tranquilamente se da un toque de
rojo en los labios.
Cuando vuelve dice con su voz usual:
-Bueno, vámonos. ¿Tienes contrata ya?
-Pude ir a Detroit con una compañía. Renuncié... No saldré de Nueva York pase lo
que pase.
-Qué no daría yo por una ocasión de marcharme de Nueva York... De verás, si me
ofrecieran cantar en un cine, en Medicine Hat, creo que aceptaría.
Ellen coge su paraguas y las tres mujeres bajan en fila las escaleras y salen a
la calle.
-¡Taxi! -llama Ellen.
El auto que pasa se detiene rechinando. La roja cara de halcón del chófer se
alarga bajo la luz del farol.
-A Eugenie's, calle 48 -dice Ellen mientras las otras suben. Luces verdes y
sombras pasan tras las ventanas encendidas.
Estaba asomada al parapeto del roofgarden con su brazo en el brazo del smoking
de Harry Goldweiser, Bajo ellos se extendía el parque, punteado de escasas
luces, rayado de vetas de niebla, pedazos de un cielo caído. A sus espaldas
ráfagas de un tango, insinuaciones de voces, restregones de pies en el
entarimado del baile. Ellen, con su vestido verde-metálico, se sentía rígida
como una estatua de hierro.
-Ah, pero, la Bernhardt, la Rachel, la Duse, la señora Siddons... No, Elaine, es
lo que le digo. No hay arte de tan altos vuelos como el teatro para interpretar
las pasiones humanas... Si yo pudiera hacer lo que quiero seríamos grandes...
Usted la mejor actriz... Yo el mayor empresario, el invisible constructor,
¿comprende usted? Pero el público no quiere arte, el público de este país no nos
deja hacer nada por él. Todo lo que pide es un melodrama detectivesco o una
cochina farsa francesa, quitada la pimienta, o bien un montón de mujeres guapas
con música. En fin, el interés del empresario es dar al público lo que quiere.
-Yo creo que esta ciudad está llena de personas que quieren cosas
inconcebibles... Fíjese usted.
-Está bien de noche, cuando no se puede ver. No hay sentido artístico, ni
monumentos bonitos, ni atmósfera histórica, eso es lo que pasa.
Se quedaron un momento sin hablar. La orquesta empezó a tocar el vals del Dominó
lila. De pronto, Ellen se volvió a Goldweiser y le dijo en un tono cortante:
-¿Puede usted comprender que una mujer quiera a veces ser una prostituta, una
vulgar zorra?
-Mi querida amiga, ¡qué ocurrencia extraña en boca de una muchacha tan bonita,
tan encantadora!
-Supongo que estará usted escandalizado.
Ella no oyó su respuesta. Sentía que iba a llorar. Se clavó las uñas en las
palmas de las manos y contuvo la respiración hasta contar veinte. Luego, con voz
ahogada de niña, dijo:
-Harry, vamos a bailar un poco.
El cielo, sobre los edificios de cartón, forma una bóveda de plomo batido. Haría
menos frío si nevara. Ellen encuentra un taxi en la esquina de la Séptima
Avenida, y se deja caer en el asiento, frotándose los ateridos dedos de una mano
enguantada contra la palma de la otra mano. «Calle 57, oeste». Con una máscara
de fatiga mira por la ventanilla las fruterías, los carteles, los edificios en
construcción, los camiones, las mujeres, los recaderos, los policías. Si tengo
un hijo, el hijo de Stan crecerá para que le zarandeen a él también por la
Séptima Avenida, bajo un cielo plomo batido, de donde nunca cae la nieve, y
mirará las fruterías, los carteles, los edificios en construcción, los camiones,
las mujeres, los recaderos, los policías... Junta las rodillas, se sienta
derecha en el borde del asiento, cruza las manos sobre el vientre esbelto. ¡Dios
mío, qué mala broma me han jugado llevándoseme a Stan, quemándolo, no dejándome
más que esto que crece en mí y me va a matar!... Lloriquea sobre sus manos
ateridas. ¿Por qué no nevará, Dios mío?
Mientras, de pie en la acera, busca un billete en el bolsillo, un torbellino de
polvo que arremolina papeles rotos en la alcantarilla le llena la boca de arena.
La cara del negro del ascensor es de ébano incrustada de marfil.
-¿La señorita Stanton Wells?
-Sí, señora; piso octavo.
El ascensor susurra al remontarse. El pie, Ellen se mira al espejo. De repente
la invade una gran alegría. Se restriega la cara con el pañuelo retorcido,
sonríe al chico del ascensor con una sonrisa larga como el teclado de un piano,
y vivamente corre hacia la puerta del piso. Una doncella muy peripuesta abre.
Dentro huele a té, a pieles y a flores. Voces femeninas gorjean entre el tintín
de las tazas como pájaros en una pajarera. Todas las miradas revolotean
alrededor de su cabeza cuando entra en la sala.
El mantel estaba manchado de salpicaduras de vino y de motas de tomate. En las
paredes del restaurante había vistas de la bahía de Nápoles pintadas con verdes
y azules caldosos. Ellen, que había retirado un poco su silla de la mesa llena
de jóvenes, miraba el humo de su cigarrillo trazar espirales en torno a la
botella de Chianti. En su plato un helado tricolor se derretía olvidado.
-Pero, señor, ¿es que el hombre no tiene ningún derecho? No, esta civilización
industrial nos fuerza a buscar una nueva adaptación del gobierno a la vida
social...
-¡Cuántas palabras largas! -murmuró Ellen a Herf, que estaba sentado a su lado.
-Lo cual no impide que tenga razón -le replicó él.
-El resultado ha sido poner en manos de unos cuantos hombres más poder que el
que nadie ha tenido en la historia del mundo desde las horribles civilizaciones
esclavas del Egipto y Mesopotamia.
-Oigan, oigan.
-No, hablo en serio... La única defensa que tienen los trabajadores, el
proletariado, productores y consumidores, como quieran llamarles, es formar
uniones y finalmente organizarse de manera que puedan gobernarse por sí mismos.
-Creo que estás completamente equivocado, Martín. Son los capitalistas, esos
horribles capitalistas, los que han hecho de esta nación lo que es hoy.
-¿Sí?, pues mira cómo está... precisamente eso mismo estoy diciendo. Ni un perro
metería yo en esta perrera.
-Yo no pienso así... Admiro este país... Es mi única patria... Y creo que todas
esas masas oprimidas quieren realmente ser oprimidas; no sirven para otra
cosa... Si no se convertirían en prósperos negociantes, como todo el que vale
para algo.
-Pero yo no creo que un negociante próspero sea el más alto ideal humano.
-Bastante más alto que un cochino anarquista... Los que no son ladrones son
locos.
-Mira, Mead, estás insultando una cosa que no entiendes, que ignoras por
completo... No te lo puedo tolerar... Debieras tratar de comprender estas cosas
antes de insultarlas.
-Un insulto a la inteligencia, eso es toda esa cháchara socialista, nada más.
Ellen le dio a Herf en la manga.
-Jimmy, tengo que irme a casa. ¿Quiere usted acompañarme un rato?
-Martín paga por nosotros, tenemos que marcharnos... Ellie, está usted
atrozmente pálida.
-Es que hace demasiado calor aquí... ¡Uf, qué alivio!... Además odio las
discusiones. Nunca se me ocurre nada que decir.
-Esa pandilla arma un altercado cada noche. No hacen más que pelearse.
La Octava Avenida estaba llena de una niebla que se les agarraba a la garganta.
Las luces brillaban mortecinas a través de ella, las caras se esfumaban, se
perfilaban en silueta y desaparecían como peces en un acuario turbio.
-¿Mejor, Ellie?
-Mucho.
-Me alegro.
-¿No sabe usted que es la única persona que aún me llama Ellie? Me gusta... Todo
el mundo trata de recordarme que ya no soy una niña desde que estoy en el
teatro.
-Stan la llamaba así.
-Quizá por eso me guste -dijo ella con una voz larga y débil como un grito oído
en la noche, muy lejos, en la playa.
Jimmy sintió algo que le apretaba la garganta.
-¡Oh, qué tristeza, Dios mío! -dijo-. ¡Si pudiera uno echar la culpa de todo al
capitalismo como hace Martín!...
-Es muy agradable andar así... Me gusta la niebla.
Iban sin hablar. Las ruedas retumbaban a través de la bruma ensordecedora,
acompañadas por el distante bramido de las sirenas y pitos del río.
-Pero al menos usted tiene una carrera... A usted le gusta su trabajo, tiene
usted un éxito enorme -dijo Herf en la esquina de la calle 14, y la tomó de un
brazo para cruzar.
-No diga eso... Realmente no lo cree. Yo no me hago tantas ilusiones como usted
piensa.
-No, pero es así.
-Me las hacía antes de conocer a Stan, antes de quererle... Usted lo sabe... Yo
era una chiquilla fascinada por el teatro, lanzada a una porción de cosas que no
comprendía, antes que pudiera saber nada de la vida... Casada a los dieciocho y
divorciada a los veintidós, un bonito record... Pero Stan era tan
extraordinario...
-Ya sé.
-Sin decirme nunca nada me hizo sentir que había otras cosas..., cosas
increíbles...
-¡Lástima que fuera tan loco!
-No puedo hablar de eso.
-No hablemos.
-Jimmy, es usted la única persona que me queda con quien realmente puedo hablar.
-No se fíe de mí. El mejor día también yo puedo parecer un obstáculo.
Se echaron a reír.
-Dios, yo estoy encantado de no estar muerto. ¿Usted no, Ellie?
-Yo no sé. Esta es mi casa. No quiero que suba... Me voy a acostar ahora mismo.
Me siento muy mal.
Jimmy, sombrero en mano, se quedó mirándola. Ella buscaba en su bolso la llave.
-Mire, Jimmy, después de todo voy a decírselo...
Se acercó a él y le habló de prisa, con la cara vuelta, apuntándole con el
llavín que reflejaba la luz del farol. La niebla les rodeaba, formando una
tienda de campaña.
-Voy a tener un hijo..., un hijo de Stan. Estoy decidida a dejar esta vida
estúpida y a criarlo. No me importa lo que pase.
-Es la primera vez que oigo hablar así a una mujer... ¡Oh, Ellie, quiero decirle
una cosa!
-Oh, no, (Se le rompió la voz y los ojos se le llenaron de lágrimas.) Soy una
tonta...
Arrugó la cara como un niño pequeño y corrió escaleras arriba. Las lágrimas
rodaban por sus mejillas.
-¡Oh, Ellie, quiero decirle una cosa!
La puerta se cerró tras ella.
Jimmy Herf se quedó clavado al pie de los escalones de piedra. Le palpitaban las
sienes. Hubiera querido romper la puerta. Se hincó de rodillas y besó el escalón
donde ella había estado en pie. La niebla se arremolinaba a su alrededor en
confeti de colorines. Luego el trompetazo de su corazón se extinguió y Jimmy se
sintió caer en un negro boquete. Se quedó inmóvil, clavado al suelo. Los ojos,
redondos como bolas, de un policía, recia columna azul balanceando su porra, le
miraban de arriba abajo. Entonces cerrando violentamente los puños se alejó.
-¡Oh, Dios, qué horrible es la vida! -dijo en voz alta.
Con la manga de la chaqueta se limpió el polvo de los labios.
En el momento de zarpar el ferry, ella le daba la mano para saltar del auto.
-Gracias, Larry.
Y sigue al corpachón, que se dirige amblando hacia la proa. El vientecillo de
río expulsa de sus narices el olor a polvo y a gasolina. En la noche perla, las
siluetas cuadradas de las casas fronteras, a lo largo de Riverside Drive, giran
como fuegos artificiales apagados. El agua chapotea hendida por la proa del
ferry. Un jorobado rasca Marianela en su violín.
-Nada tiene tanto éxito como un éxito -dice Larry con una voz profunda y
cantarina.
-Oh, si supiese usted qué poco me importa ahora todo eso, seguiría dándome la
tabarra. Usted lo sabe, matrimonio, éxito, amor, son palabras nada más.
-Quizá, pero para mí lo significan todo. Creo que le gustaría a usted la vida en
Lima, Elaine... Esperé a que usted estuviera libre. Y ahora aquí me tiene.
-Nadie es libre, ni siquiera... Pero estoy helada.
El viento del río es salobre. Por el viaducto de la calle 125 los tranvías
trepan como escarabajos. Al atracar el ferry oyen el rechinar y el rodar de las
ruedas sobre el asfalto.
-Mejor sería volver al coche, Elaine, divina criatura.
-Después de todo, un día da gusto, ¿verdad, Larry?, volver al centro de las
cosas.
Al lado de la puerta blanca hay dos botones: TIMBRE DE NOCHE y TIMBRE DE DIA.
Ella toca con un dedo temblón. Un hombre bajo y ancho, con cara de rata, y el
pelo liso peinado hacia atrás, abre. Manos cortas de muñeca, color de pulpa de
seta, le cuelgan a los lados. Encorva los hombros en una reverencia.
-¿Es usted la señora?... Adelante.
-¿El doctor Abrahams?
-Sí... ¿Es usted la señora de quien me habló por teléfono mi amigo? Siéntese,
señora mía.
El despacho huele a algo como árnica. Su corazón late desesperadamente entre sus
costillas.
-Comprenda usted... (Su voz que tiembla, la exaspera: va a desmayarse.)
Comprenda usted, doctor Abrahams, es absolutamente necesario. Voy a divorciarme
de mi marido, y tengo que ganarme la vida.
-Muy joven, matrimonio desgraciado... Lo siento.
El doctor masculla como para sí. Exhala un suspiro silbante y de repente clava
en los ojos de ella los suyos, como barrenas de acero negro.
-No se asuste usted, señora, es una operación sencillísima... ¿Está usted
dispuesta ahora?
-Sí. ¿No tardará mucho tiempo, verdad? Si puedo recobrarme lo bastante, tengo
una cita para tomar el té a las cinco.
-Es usted una mujercita valiente. Dentro de una hora ya se le ha olvidado
todo... Lo siento... Es muy triste que estas cosas sean necesarias... Querida
señora, usted debiera tener un hogar y muchos niños y un buen marido... ¿Quiere
usted pasar a la sala de operaciones y prepararse?... Yo trabajo sin ayudante.
El brillante globo de luz cruda se hincha en el centro del techo, enciende el
níquel de los bisturíes, el esmalte, una vitrina cortante llena de instrumentos
cortantes. Ellen se quita el sombrero y se deja caer estremecida en una sillita
esmaltada. Luego se pone en pie rígida, y desata la banda de su falda.
El rumor de la calle rompe como la resaca contra una concha de palpitantes
agonías. Ella contempla la rosa de sus mejillas, el carmín de sus labios, que
son una máscara en su cara. Todos los botones de sus guantes están abrochados.
Levanta la mano. «Taxi». Un coche antiincendios pasa rugiendo, una manguera con
hombres de caras sudorosas poniéndose los impermeables, una escalera que
traquetea. Todo sentimiento se desvanece en ella como el silbido de la sirena.
Un indio de madera pintada, con una mano en alto en la esquina.
-¡Taxi!
-Va, señora.
-Al Ritz.
TERCERA SECCIÓN
I. LA CIUDAD ALEGRE Y CONFIADA
Banderas en todas las astas de la Quinta Avenida, flotando al recio viento de la
historia. Grandes banderas que sujetas por cuerdas a los crujientes palos, con
bolas doradas, tremolan y gualdrapan a lo largo de la Quinta Avenida. Las
estrellas bailan apaciblemente en un cielo de pizarra, las franjas rojas y
blancas se retuercen contra las nubes.
En la algazara de charangas y caballos piafantes, en el estruendoso fragor del
cañón, sombras como sombras de garras, asen las tensas banderas. Las banderas
como lenguas hambrientas lamen, se retuercen, se enroscan.
Un camino largo, largo que serpea...
¡Allá abajo!... ¡Allá abajo!
El muelle está atestado de barcos rayados como cebras, como mofetas. Los Narrows
están obturados con lingotes. En los subterráneos del Tesoro apilan monedas de
oro hasta el techo. Los dólares gimen en la radio, todos los cables inscriben
dólares.
Un camino largo, largo, que serpea...
¡Allá abajo!... ¡Allá abajo!
En el metro los ojos se salen de las órbitas al deletrear Apocalipsis, tifus,
cólera, ametrallamiento, insurrección, muerte en el fuego, muerte en el agua,
muerte en el barro, muerte de hambre.
¡Oh, qué lejos está Madymosell de Armenteers, allá abajo, allá abajo! Ya vienen
los yanquis, ya vienen los yanquis. Por la Quinta Avenida trompetean pidiendo
para el empréstito de la Libertad, para la Cruz Roja. Barcos hospitales se
deslizan puerto arriba y descargan furtivamente, de noche, en los viejos docks
de Jersey. A lo largo de la Quinta Avenida las banderas de diecisiete naciones,
flamean, se retuercen en el viento veraz y cortante.
¡Oh la encina y el freno y el llorón!
Verde crece la hierba en el país de Dios...
Las grandes banderas gualdrapean y flotan en sus amarras en las crujientes astas
de la Quinta Avenida.
El capitán James Merivale, D.S.C., tendido en el sillón con los ojos cerrados,
sentía los dedos blanduchos del barbero sobarle suavemente las mejillas. La
espuma le cosquilleaba en las narices, aspiraba el perfume de las lociones, oía
los tijeretazos y el zumbido de un vibrador eléctrico.
-¿Un poquito de masaje facial, señor, para quitarse esas espinillas?-murmuró el
barbero a su oído.
El barbero era calvo y tenía una barbilla azul y redondita.
-Bueno -repuso Merivale-; haga usted todo lo que quiera. Esta es la primera vez
que me afeito decentemente desde que se declaró la guerra.
-¿Recién llegado, mi capitán?
-Sipi..., luchando por la democracia.
El barbero ahogó sus palabras bajo una toalla caliente.
-¿Un poco de agua de lila, mi capitán?
-No, no me ponga ninguna de esas condenadas lociones; basta un poco de carpe o
un antiséptico cualquiera.
La manicura rubia tenía unas pestañas ligeramente untadas de rimel; le lanzó una
mirada hechicera, entreabriendo sus labios de rosa. -Se conoce que acaba usted
de desembarcar, mi capitán... ¡Qué tostado viene usted! (El abandonó una mano
sobre la blanca mesita). Hace mucho tiempo, mi capitán, que nadie ha cuidado de
estas manos.
-¿Y usted qué sabe?
-Mire cómo le ha crecido la cutícula.
-Estábamos demasiado ocupados para pensar en tales cosas. Soy hombre libre desde
las ocho solamente.
-¡Oh, debe de haber sido terrible!
-Sí, fue una gran guerrita mientras duró.
-Me figuro... ¿Y ahora ha terminado usted por completo, mi capitán?
-Sigo en la reserva, desde luego.
La manicura le dio una última palmadita en la mano y él se puso en pie.
Dejó sendas propinas en la palma blanducha del barbero y en la palma ruda del
negro que le alargó el sombrero, y subió despacio los blancos escalones de
mármol. En el rellano de la escalera había un espejo. El capitán James Merivale
se detuvo a contemplar al capitán James Merivale. Eran un joven alto de
facciones rectilíneas, con una barbilla algo carnosa. Vestía un bien cortado
uniforme de gabardina, realzado por las insignias de la Rainbow División, y todo
decorado de cintajos y galones. La luz del espejo ponía reflejos plateados en
las dos pantorrillas de sus polainas. Carraspeó mientras se miraba, de arriba
abajo. Un joven en traje de paisano se le acercó por detrás.
-Hola, James, te han dejado como nuevo.
-Exacto... Oye, ¿no es una estupidez no dejarnos usar cinturones Sam Browne? Es
echar a perder el uniforme por completo.
-Por mí ya pueden coger todos los cinturones Sam Browne y metérselos al general
en jefe donde le quepan... Yo soy paisano.
-Tú eres todavía oficial de la reserva, no lo olvides.
-La reserva que se la lleven los diablos. Vamos a echar un trago.
-Tengo que ir a ver a la familia.
Habían llegado a la calle 42.
-Bueno, hasta luego James. Yo voy a gozar de un alivio... Figúrate... ¡estar
libre!
-Hasta luego, Harry, no hagas nada que yo no haría.
Merivale se dirigió hacia el oeste por la calle 42. Todavía se veían banderas,
unas colgadas de las ventanas, otras ondulando perezosamente en las astas con la
brisa septembrina. Iba mirando los escaparates, flores, medias de mujer,
bombones, camisas y corbatas, vestidos, telas de color a través de las lunas
resplandecientes, entre un raudal de caras, caras afeitadas de hombres, caras de
mujeres con labios rojos y narices empolvadas. Todo le excitaba, todo le
intranquilizaba. Entró en el metro impaciente. «Fíjate cuántos galones lleva
ése... Es un D.S.C.», oyó que una muchacha le decía a otra. Se apeó en la calle
72, tan familiar para él, y marchó, sacando pecho, en dirección al río.
-¿Cómo está usted, capitán Merivale?-dijo el del ascensor.
-¿Libre al fin, James?-gritó su madre corriendo a abrazarle. El bajó la cabeza y
la besó. La madre, vestida de negro, pálida y ajada. Maisie, también de negro,
apareció tras ella, alta y sonrosada.
-¡Qué alegría encontraros las dos de tan buen semblante!
-Sí, estamos mejor de lo que podía esperarse. Querido, lo hemos pasado muy
mal... Ahora eres el cabeza de familia, James.
-¡Pobre papá... morir así!
-De eso te libraste... Miles de personas murieron de lo mismo, en Nueva York
solamente...
James enlazó a Maisie con un brazo y a su madre con otro. Ninguno de los tres
hablaba.
-Sí -dijo Merivale dirigiéndose al gabinete-, fue una buena guerra mientras
duró.
Su madre y su hermana le siguieron pisándole los talones. El se sentó en el
sillón de cuero y estiró sus piernas relucientes.
-No sabéis lo delicioso que es encontrarse de nuevo en casa.
-La señora Merivale acercó su silla.
-Bueno, ahora, querido, cuéntanos todo.
En la oscuridad de los escalones ante el portal, la agarra violentamente y la
atrae hacia así.
-No, Buoy, no; no seas bruto.
Sus brazos le ciñen la espalda como una cuerda de nudos. A ella le tiemblan las
piernas. Siente en la cara, en la nariz, la boca del hombre que busca ávidamente
la suya. Unos labios le chupan los labios impidiéndole respirar.
-Suéltame, no puedo más.
El la aparta de sí. La chica, sujeta por sus manazas, se tambalea jadeante
contra la pared.
-No tienes que preocuparte -murmuró él en voz baja.
-Tengo que irme, es tarde... tengo que levantarme a las seis.
-Y yo, ¿a qué hora crees tú que me levanto?
-Es que mi madre puede sorprenderme.
-Dile que se vaya a la porra.
-El mejor día le digo algo peor... si no deja de fastidiarme.
Ella le oprime los mofletes, le besa rápida en la boca; desasiéndose de él, sube
corriendo cuatro tramos de mugrientas escaleras.
La puerta está aún sin cerrar. Ella se desata los escarpines y atraviesa con
cuidado la cocina, con los pies doloridos. Del cuarto contiguo, llega el doble
roncar fatigoso de sus tíos. Alguien me quiere bien, y yo no sé quién... La
canción le hormiguea por todo el cuerpo, en sus pies que palpitan, en la parte
de la espalda donde él le apretaba la mano al bailar. Anna, o te olvidas de eso
o no duermes. Anna, hay que olvidar. Los platos tintinean espantosamente cuando
ella se da un topetazo contra la mesa puesta para el desayuno.
-¿Eres tú, Anna?-dice la voz quejicosa y soñolienta de su madre desde la cama.
-Fui a beber agua, mamá.
La vieja gruñe entre dientes. Da una vuelta en la cama y los muelles crujen.
Dormida todo el tiempo.
Alguien me quiere bien yo no sé quién. Anna se quita el vestido de baile y se
pone el camisón; luego, de puntillas, va al guardarropa a colgar el vestido, y
por fin se desliza entre las sábanas, poco a poco para que los hierros no
crujan. Roce de pies, luces brillantes, caras hinchadas, brazos enlazados,
muslos tensos, pies saltantes. Yo no sé quién. Roza que te roza, matraca del
saxófono, pasos al compás del tambor, trombón, clarinete. Pies, muslos, mejillas
pegadas. Alguien me quiere bien... Roza que te roza, yo no sé quién.
El bebé con su carita sonrosada y los puños cerrados dormía en la cama del
camarote. Ellen estaba agachada sobre una maleta de cuero negro. Jimmy Herf, en
mangas de camisa, miraba por la portilla.
-Ahí está la estatua de la Libertad... Ellie, debiéramos estar sobre cubierta.
-Pasarán siglos antes que atraquemos. Sube tú antes. Yo iré con Martín dentro de
un minuto.
-Oh, ven ahora; meteremos todo lo del niño en la bolsa mientras nos remolcan al
muelle.
Salieron a la cubierta en la deslumbrante tarde de septiembre. El agua era
verde-añil. Un viento recio barría las espirales de humo gris y las burbujas de
algodón bajo la enorme bóveda añil del cielo. Contra el horizonte manchado de
hollín, barcazas, vapores, chimeneas de centrales eléctricas, muelles cubiertos,
puentes. La parte baja de Nueva York era una pirámide de cartón recortado.
-Ellie, deberíamos sacar a Martín para que viera.
-Empezaría a bramar como un remolcador... Mejor está donde está.
Se agacharon para pasar bajo unos cables, junto a un malacate rechinante, y
llegaron a la proa.
-¡Oh, Ellie, es el espectáculo más grandioso del mundo!... Yo nunca pensé
volver; ¿y tú?
-Yo siempre tuve intención de volver.
-No así.
-No, creo que no.
-S'il vous plait, madame...56
Un marinero les hacía retroceder. Ellen volvió la cara contra el viento para
quitarse de los ojos los mechones de pelo cobrizo.
-C'est beau n'est-ce pas?57
Ella sonrió en el viento a la cara roja del marinero.
-J’aime mieux le Havre... S'il vous plait, madame58.
-Bueno, me voy abajo; tengo que envolver a Martín.
El chung-chung del remolcador que se acercaba al costado del buque le impidió
oír la respuesta de Jimmy. Ellen se alejó y bajó otra vez al camarote.
Fueron estrujados entre la multitud al extremo de la pasarela.
-Mira, podríamos esperar un mozo -dijo Ellen.
-No, rica, ya las llevo yo.
Jimmy sudaba y tropezaba, con una maleta en cada mano y paquetes bajo los
brazos. En los de Ellen el rorro balbuceaba alargando sus manecitas a las caras
de todos.
-¿Sabes una cosa?-dijo Jimmy al franquear la pasarela-. Más me gustaría
embarcar... Me fastidia volver aquí.
-A mí no... Ahí está la H... Voy en seguida... Quiero ver si Frances y Bob están
ahí.
-Hola...
-Bueno que me...
-Helena, has engordado, estás magnífica. ¿Y Jimps?
Jimmy se frotaba las manos rozadas por las asas de las pesadas maletas.
-Hola, Herf.
-Hola, Frances.
-¡Qué alegría veros!
-Jimps, lo que tengo que hacer es irme corriendo al Brewoort con el chico...
-¡Qué monería!
-¿Tienes cinco dólares?
-Tengo sólo un dólar suelto. Esos ciento están en cheques.
-Yo tengo dinero de sobra. Helena y yo vamos al hotel y vosotros podéis venir
luego con el equipaje.
-Inspector, ¿puedo salir con el niño? Mi marido se ocupará de los baúles.
-¡No faltaba más, señora! Pase usted.
-¿No es mono?¡Oh Frances, eso es divertidísimo!
-Vete, Bob. Yo acabaré más pronto solo... Tú acompaña a las señoras al Brewoort.
-Lástima que tengas que quedarte.
-Vamos, irse... Yo os seguiré dentro de nada.
-Señor James Herf, señora y niño... ¿No es eso?
-Sí, eso es.
-Enseguida soy con usted, señor Herf... ¿Está todo el equipaje aquí?
-Sí, está todo.
-¡Qué bueno es! -cloqueó Frances, que subió con Hildebrand al coche donde ya
Ellen se había instalado.
-¿Quién?
-El niño, por supuesto.
-Oh, tenías que verle algunas veces. Parece que le gusta viajar. Un hombre sin
uniforme abrió la puerta del coche y metió la cabeza dentro, al momento de
salir.
-¿Quiere olernos el aliento?-preguntó Hildebrand.
El hombre, que tenía una cabeza como un taco de madera, cerró la puerta.
-Helena no conoce la prohibición, todavía, ¿verdad?
-Me ha dado el gran susto. Mira.
-¡Atiza!
De debajo de la manta que envolvía al chico sacó un paquete de papel gris...
-Dos litros de nuestro coñac especial... goût famille, Herf... y traigo otro en
un termo escondido en la cintura... Por eso parece que voy a tener otro chico.
Los Hildebrand reventaban de risa.
-Jimps trae otro termo en la cintura y un frasco de chartreuse en el bolsillo
trasero del pantalón... Probablemente tendremos que dar una fianza para sacarle
de la cárcel.
Aún se les saltaban las lágrimas de risa cuando se apearon en el hotel. En el
ascensor el chico empezó a berrear.
Apenas habían cerrado la puerta del espacioso cuarto soleado cuando sacó el
termo de debajo de su vestido.
-Oye, Bob, telefonea que suban un poco de hielo partido y un sifón... Beberemos
un coñac à l'eau de seltz.
-¿No seria mejor esperar a Jimps?
-Oh, estará aquí en seguida... No tenemos nada que declarar... Venimos demasiado
arruinados... ¿Frances, cómo te arreglas tú para la leche en Nueva York?
-¿Cómo voy a saberlo yo, Helena?
Frances Hildebrand, toda ruborizada, se dirigió a la ventana.
-Bueno, seguiremos alimentándole como en el viaje... Parece que le sentaba bien.
Ellen había acostado al crío en la cama. El pataleaba mirando alrededor con sus
redondos ojos negros de reflejos dorados.
-¡Pero qué gordo está!
-Está tan saludable que me temo que sea medio idiota... ¡Cielo santo!, y yo que
tengo que telefonear a mi padre... La vida de la familia es complicada hasta la
desesperación.
Ellen estaba montando su infiernillo de alcohol en el lavabo. El botones entró
con vasos, un cacharro con hielo partido y una botella de White Rock en una
bandeja.
-Prepararé algo con lo del termo. Tenemos que bebernos eso, si no el alcohol
echará a perder la goma... Y brindaremos por el café d'Harcourt.
-Naturalmente, vosotras no comprendéis, chicas -dijo Hildebrand-, lo difícil que
es con la prohibición no emborracharse.
Ellen, riendo, se inclinó sobre el infiernillo, que despedía un olor casero a
níquel caliente y a alcohol quemado.
George Baldwin subía por Madison Avenue con su abrigo de entretiempo al brazo.
Su fatigado espíritu se reanimaba en el rutilante crepúsculo de otoño. Calle
tras calle, en el ambiente impregnado de gasolina, dos abogados de frac negro y
almidonados cuellos de pajarita, discutían en su cabeza. Si vas a casa gozarás
de la intimidad de la biblioteca. El piso estará sombrío y tranquilo y podrás
sentarte en zapatillas bajo el busto de Escipión el Africano, en el sillón de
cuero, y leer, y hacer que te sirvan la comida... Nevada estará alegre y
dicharachera y te contará historias picantes... Sabrá todos los chismes del
Ayuntamiento... siempre útil... Pero tú no volverás a ver a Nevada... demasiado
peligrosa; te hace perder la cabeza... Y Cecily ajada, elegante, esbelta,
mordiéndose los labios y odiándome, odiando la vida... Dios mío, ¿cómo podría yo
reorganizar mi existencia? Se paró frente a una tienda de flores. De la puerta
salía una fragancia húmeda, dulce, costosa, que se esparcía densa por la calle
de un vivo azul acerado. Si al menos pudiera consolidar mi posición
financiera... En el escaparate se veía un jardín japonés en miniatura con
puentes de espada rota y estanques donde los peces de colores parecían ballenas.
Proporción, eso es. Trazarse la vida como un prudente jardinero, labrar,
sembrar. No iré a Nevada esta noche. Podría, sin embargo, mandarle unas rosas.
Rosas amarillas, esas rosas de cobre... Elaine es quien debiera llevarlas. ¡Hay
que ver!, casada otra vez y con un chico. Entró en la tienda.
-¿Qué rosas son ésas?
-Oro de Ofir, señor.
-Muy bien, que envíen dos docenas al Brewoort inmediatamente... Señorita
Elaine... No, señor y señora James Herf... Escribiré una tarjeta.
Se sentó en el escritorio con una pluma en la mano. Incienso de rosas, incienso
del sombrío fuego de su pelo... ¡No, por Dios, qué tonterías!
Querida Elaine:
Espero que permitirá usted a un viejo amigo ir a visitarla, a usted y a su
marido, uno de estos días. Y recuerde que estoy siempre sinceramente deseoso
-usted me conoce muy bien para tomar esto como una simple fórmula de cortesía-
de servirles, a usted y a él, de cualquier modo que pueda contribuir a su
felicidad. Perdóneme si me suscribo su esclavo y admirador de toda la vida.
GEORGE BALDWIN
La carta ocupó tres de las blancas tarjetas de la florista. Baldwin la releyó
con los labios fruncidos, cruzando cuidadosamente las tes y puntuando las íes.
Sacó de su bolsillo trasero un rollo de billetes y pagó a la florista. Luego
salió a la calle otra vez. Era ya de noche, cerca de las siete. Todavía dudando
se paró en la esquina mirando pasar los taxis, amarillos, rojos, verdes,
anaranjados.
El chato transporte atraviesa lentamente los Narrows bajo la lluvia. El sargento
mayor O'Keefe y el soldado distinguido Dutch Robertson, resguardados en la
cubierta, miran los barcos anclados en cuarentena y las orillas atestadas de
muelles.
-Mira, algunos están aún pintados como durante la guerra... Barcos del
gobierno..., no valen la pólvora que se gasta en volarlos.
-¡Que no! -repuso Joey O'Keefe vagamente.
-Nueva York me ya a parecer la gloria...
-A mí también, sargen, que llueva o que no, me importa un bledo.
Van pasando junto a una mole de vapores anclados en bloque, algunos bandeados a
un lado, otros a otro, barcos larguiruchos con chimeneas cortas, barcos
rechonchos de altas chimeneas rojas de herrumbre, algunos rayados, salpicados,
moteados de azul, de verde, de pardo, del camuflaje. Un hombre agitaba los
brazos en una gasolinera. Los soldados, con pantalones kaki, apiñados en la
cubierta gris de transporte, comienzan a cantar bajo la lluvia.
La infantería, la infantería
con las orejas llenas de roña...
A través de la niebla luminosa, tras los bajos edificios de Governors Island,
pueden distinguirse los altos pilares, los curvos cables, el aéreo encaje de
Brooklyn Bridge. Robertson saca un paquete de su bolsillo y lo tira por la
borda.
-¿Qué era eso?
-Mi botiquín de profilaxia... No me sirve ya.
-¿Cómo?
-Oh, voy a vivir decentemente y buscar una buena colocación y tal vez casarme.
-No me parece mal la idea. También yo estoy cansado de juerguear. Che, alguno
habrá que se ponga las botas con esos barcos del gobierno.
-Ahí es donde hacían su agosto los que se alistaban por un dólar al año.
-Y bien que sí. Arriba cantan:
Ella trabaja en una fábrica,
lo cual acaso está muy bien...
-Anda, ahora subimos por el East River, sargen. ¿Dónde demonios van a
desembarcarnos?
-¡Dios, las ganas que tengo de irme nadando a la orilla! Y hay que ver la de
tíos que habrán hecho dinero a nuestra costa... Diez dólares diarios de jornal
por trabajar en un astillero, hay que ver...
-Qué diablos, sargen, nosotros tenemos la experiencia.
-¡Experiencia!...
Après la guerre finie59
Back to the States for me...60
-Apuesto a que el capitán ha estao bebiendo beaucoup highballs y toma a Brooklyn
por Hoboken.
-Bueno, ahí está Wall Street.
Pasan bajo el puente de Brooklyn. Los trenes eléctricos zumban por encima de sus
cabezas; de cuando en cuando salta una chispa violeta de los rieles mojados.
Tras ellos, allende los barcos, los remolcadores y los ferries, altos edificios,
rayados de blanco por jirones de vapor y niebla, se alzan como torres grises en
el cielo bajo.
Nadie dijo nada mientras tomaron la sopa. La señora Merivale, de negro, sentada
a la cabecera de la mesa ovalada, miraba a través de las cortinas medio
corridas, por la ventana del salón, una columna de humo blanco que se
desenroscaba al sol sobre el depósito de la estación, pensando en su marido y
recordando cómo había venido, hacía años, a ver el piso en la casa a medio
terminar aún, que olía a yeso y a pintura. Al fin, cuando acabó la sopa se
despabiló y dijo:
-¿Entonces, Jimmy, vuelves al periodismo?
-Creo que sí.
-A James le han ofrecido ya tres colocaciones. Cosa extraordinaria.
-Creo, sin embargo, que aceptaré la oferta del comandante -dijo James Merivale a
Ellen, que estaba sentada a su lado-. El comandante Goodyear, ¿sabe usted, prima
Helena?... uno de los Goodyear de Buffalo. Está al frente de la bolsa extranjera
en el Banker's Trust... Dice que me puede hacer ascender rápidamente. Intimamos
en Europa.
-Sería estupendo -dijo Maisie en un arrullo-, ¿verdad, Jimmy?
Estaba sentada frente a él vestida de negro, esbelta y rosada.
-Va a presentarme en el Piping Rock -continuó Merivale.
-¿Qué es eso?
-¿Cómo, Jimmy?¿No sabes?... Estoy seguro de que la prima Helena ha tomado el té
allí muchas veces.
-Tú sabes, Jimps -dijo Ellen con los ojos en el plato-. Es el club adonde el
pobre Stan Emery solía ir los domingos.
-Oh, ¿conocía usted a ese desgraciado joven? Fue horrible señora Merivale-.Han
sucedido tantos horrores en estos últimos años... Yo casi me había olvidado...
-Sí, lo conocía -dijo Ellen.
-La pata del cordero llegó acompañada de berenjenas fritas, de maíz nuevo y de
batatas.
-Me parece intolerable -dijo la señora Merivale después de trinchar la carne-
que estos chicos no quieran contarnos nada de sus aventuras por esos mundos...
Muchas deben ser extraordinariamente interesantes. Jimmy; creo que debieras
escribir un libro contando tus andanzas.
-He tratado de hacerlo en varios artículos.
-¿Cuándo salen?
-Parece que nadie quiere publicarlos... ¿Sabe usted? En ciertas cuestiones yo
difiero radicalmente de...
-Señora Merivale, hace años que no comía unas batatas tan deliciosas. Saben a
ñame.
-Están buenas, sí... Todo es el modo de hacerlas.
-Sí, fue una buena guerrita mientras duró -dijo Merivale.
-¿Dónde estabas tú la noche del armisticio, Jimmy?
-En Jerusalén, con la Cruz Roja. ¿No es absurdo?
-Yo estaba en París.
-Y yo -dijo Ellen.
-¿Con que usted estaba allí también, Helena? Con el tiempo acabaré por llamarla
Helena, de modo que bien puedo empezar ahora... ¡Qué interesante! ¿Se conocieron
allí usted y Jimmy?
-Oh, no; éramos antiguos amigos... La suerte nos hizo andar juntos a menudo...
Caímos en el mismo departamento de la Cruz Roja, sección de publicidad.
-Un verdadero idilio de la guerra- dijo con sonsonete la señora Merivale-. ¡Qué
interesante!
-Pues bien, compañeros, la cosa es ésta -gritaba Joe O'Keefe con su cara roja
chorreando de sudor-. ¿Vamos a sacar adelante ese proyecto de las pensiones o
no?... Nosotros combatimos por ellos. Vencimos a los de cabeza cuadrada,
¿verdad? y ahora al repatriarnos nos dan un hueso a roer. No hay trabajo...
Nuestras chicas han desaparecido, se han casado con otros... Nos tratan como a
una pandilla de mendigos y holgazanes cuando pedimos nuestra justa, legítima y
legal compensación. ¿Vamos a tolerar esto? No. ¿Vamos a tolerar que una caterva
de políticos nos trate como si pidiéramos limosna a la puerta de servicio?... Os
lo pregunto, compañeros.
Gran pataleo.
-¡No!
-Al diablo con ellos -aullaron varias voces.
-Y yo digo, los políticos al cuerno... Daremos a conocer nuestra campaña al
país... A este gran pueblo americano, generoso y de corazón, por el que
luchamos, por el que dimos nuestra sangre y nuestras vidas.
La enorme sala del arsenal retumbó de aplausos. En primera fila los heridos
golpeaban el suelo con sus muletas.
-Joey es un buen sujeto - dijo un manco a su vecino, que además de ser tuerto
tenía una pierna artificial.
-Sí que lo es, Buddy.
Mientras desfilaban, ofreciéndose mutuamente cigarrillos, un hombre, en pie
junto a la puerta, gritaba: «Reunión del comité. Comité del Bono».
Se sentaron los cuatro alrededor de una mesa en el cuarto que el coronel les
había cedido.
-Bueno, muchachos, echemos un cigarro.
Joe saltó por encima de la mesa y sacó cuatro Romeos.
-Nunca los echaré de menos.
-¡Vaya manos que tienes! -dijo Sid Garnett estirando sus zancas.
-¿No tendrás por ahí a mano una botella de whisky, Joey?-dijo Bill Dougan.
-No, ahora no bebo.
- Yo sé dónde se puede comprar Haig and Haig garantizado -intercaló Segal-,
fabricado antes de la guerra, a seis dólares litro.
-¿Y de dónde, recristo, vamos a sacar los seis dólares?
-Bueno, bueno chicos -dijo Joe sentándose en el borde de la mesa-, vamos al
grano... Lo que tenemos que hacer es levantar un fondo de los compañeros y de
donde podamos... ¿Estamos conformes?
-Naturalmente -dijo Dougan.
-Yo conozco una porción de viejos que creen que se están portando con nosotros
como cerdos... Le llamaremos Brooklyn Bonus Agitation Commitee asociados al
Sheamy O'Reilly Post de la American Legion... De nada sirve hacer las cosas si
no se hacen con todas las de la ley... ¿Estáis conmigo o no?
-Claro que estamos, Joe... tú se lo dices y nosotros marcamos el compás.
-Bueno, Dougan tiene que ser el presidente porque es el mejor tipo.
Dougan se puso rojo y empezó a tartamudear.
-¡Eh, tú, Apolo de playa! -gritó Garnett, burlón.
-Y yo creo que haré un excelente tesorero porque tengo más práctica.
-Porque eres el más ladrón, querrás decir -murmuró Segal entre dientes.
Joe sacó la mandíbula.
-Mira, Segal, ¿estás con nosotros o no? Más vale que lo sueltes ahora.
-Pues claro que está . Déjate de comedias -dijo Dougan-. Joey es quien puede
sacar alante la cosa y tú lo sabes... Cierra el pico... Si no te gusta el asunto
puedes ahuecar.
Segal se frotó la nariz delgada y ganchuda.
-Fue una broma, no lo dije por mal.
-Escucha -continuó Joe enfadado-, ¿qué interés crees tú que tengo en perder el
tiempo?... ¿Por qué ayer mismo rehusé cincuenta dólares semanales? Sid es
testigo. Tú me viste hablando con el fulano.
-Sí que te vi, Joey.
-Bueno, tú, Segal, creo que debías ser secretario, porque sabes de esas cosas de
oficina...
-¿De oficina?
-Naturaca -dijo Joe sacando el pecho fuera-. Tendremos local en el despacho de
un amigo mío... Ya está todo arreglado. Nos lo va a dar de balde hasta que
marche la cosa. Y tendremos papel timbrao. En este mundo no se va a ninguna
parte sin presentar las cosas como se debe.
-¿Y yo qué papel pinto?-preguntó Sid Garnett.
-Tú eres el comité, grandullón.
Después del mitin Joe O'Keefe bajó silbando por Atlantic Avenue. Le parecía
tener muelles en las piernas. En el gabinete del doctor Gordon había luz. Llamó.
Un hombre con una chaqueta blanca y una cara tan blanca como la chaqueta, le
abrió la puerta.
-Hola, doctor.
-¡Ah! ¿Es usted O'Keefe? Entre, querido.
La voz del doctor se le agarró al espinazo como una mano fría.
-¿Qué, salió el análisis, doctor?
-Salió, sí..., positivo; definitivamente positivo.
-¡Cristo!
-No hay que apurarse, amigo, le pondremos como nuevo en pocos meses.
-Meses.
-Hombre, el cincuenta y cinco por ciento, acaso más, de las personas con que
usted se cruza en la calle tienen sífilis.
-Pues no es que haya hecho el idiota. Siempre tuve cuidado allá.
-Inevitable en tiempo de guerra...
-Ahora siento haberme contenido... ¡Las ocasiones que dejé escapar! El doctor se
echó a reír.
-Probablemente no tendrá usted ni síntomas. Es cuestión de inyecciones nada
más... Le dejará sano como una manzana dentro de nada... ¿Quiere usted aguantar
un pinchazo ahora? Lo tengo todo preparado.
A O'Keefe se le quedaron las manos frías.
-Bueno, será lo mejor -dijo con una risa forzada-. Cuando usted me dé de alta
estaré hecho un termómetro.
El doctor soltó una carcajada chirriante.
-Lleno de arsénico y de mercurio, ¿eh?... Eso es.
En la noche de hierro colado el viento soplaba más frío. O'Keefe volvía andando
a su casa. Los dientes le castañeteaban. «¡Qué estupidez desmayarme así cuando
me pinchó!» Sentía aún la dolorosa punzada de la aguja. Rechinó los dientes.
Después de esto tendrá que venir la buena..., tendrá que venir la buena.
Tres hombres, dos fornidos y uno flaco, están sentados a una mesa cerca de la
ventana. La luz de un cielo de cinc arranca vivos reflejos de los vasos, de la
vajilla de plata, de las conchas de las ostras, de los ojos. George Baldwin está
de espaldas a la ventana. Gus McNiel, sentado a su derecha, y Densch, a su
izquierda. Cuando el camarero se inclina para recoger las conchas vacías, ve por
la ventana, más allá del parapeto de piedra gris, los remates de algún edificio
que sobresalen como árboles en el borde de un acantilado y las lejanías del
puerto, color papel de estaño.
-Esta vez me toca a mí sermonearle, George... Vaya por lo que usted me sermoneó
a mí en otros tiempos. Palabra, es una tontería de marca mayor -dijo Gus
McNiel-. Es una solemne tontería perder la ocasión de hacer una carrera política
a su edad... No hay nadie en sus condiciones. Es usted el hombre pintiparado.
-Creo que es su deber, Baldwin -dice Densch con voz profunda, sacando sus lentes
de carey de un estuche y poniéndoselos apresuradamente en la nariz.
El camarero ha traído un gran bistec rodeado por una muralla de setas,
zanahorias picadas, guisantes y puré de patatas rizado. Densch se endereza los
lentes y mira atentamente el bistec.
-Esto tiene muy buena cara, Ben; digo que tiene muy buena cara... La cuestión es
ésta, Baldwin..., según yo la veo... El país está atravesando un período crítico
de reconstrucción... la confusión subsiguiente a todo gran conflicto..., la
bancarrota de un continente..., el bolcheviquismo y las doctrinas subversivas
van en auge... América... -comienza a decir, cortando con el cuchillo de acero
pulido el gordo bistec, crudo y bien salpimentado. (Masca un bocado
lentamente).- América - continúa- está en una posición que le permite ser la
depositaria del mundo. Los grandes principios de democracia, de esa libertad
comercial sobre la que nuestra civilización entera se basa, corren más riesgo
que nunca. Ahora más que en cualquier otro tiempo necesitamos hombres de
habilidad reconocida y absoluta integridad, particularmente en aquellos cargos
públicos que requieren un conocimiento práctico de las cuestiones judiciales y
legales.
-Eso es lo que yo trataba de explicarle el otro día. George.
-Todo eso está muy bien, Gus; pero, ¿quién le dice a usted que yo seré
elegido?... Además, eso significaría abandonar mi bufete por varios años;
significaría...
-Déjeme a mí, George; usted está ya elegido.
-Magnífico bistec -dice Densch-, magnífico. Tengo que confesar...,
charlatanerías aparte..., sé de buena tinta que los elementos indeseables de
este país preparan un complot:.. Demonio, acuérdense de la bomba de Wall
Street... Debo decir que la actividad de la prensa ha sido satisfactoria en
cierto modo... El hecho es que vamos a una unidad nacional no soñada antes de la
guerra.
-Además, George -intercala Gus-, la cosa hay que verla así... El reclamo que le
hará su carrera política redundará en beneficio del bufete.
-Sí y no, Gus.
-Densch desenrolla el papel de estaño de un cigarro.
-En todo caso, es un gran espectáculo.
Se quita los lentes y estira el cuello para mirar la luminosa lámina del puerto,
que, lleno de mástiles, de humo, de burbujas de vapor, de oscuras barcazas
cuadrilongas, se extiende hasta las brumosas colinas de Staten Island.
Brillantes nubecillas se desprendían como escamas de un cielo de añil sobre
Battery, donde una multitud sucia, negruzca, silenciosa, esperaba algo en los
alrededores del desembarcadero de Ellis Island y del muelle de barcos pequeños.
El deshilachado humo de los remolcadores y de los buques flotaba abajo,
arrastrándose sobre el agua opaca y vidriosa. Una goleta de tres palos bajaba
remolcada por el North River. Un foque que acababan de izar aleteaba torpemente
en el viento. Al fondo del puerto se veía más grande cada vez un vapor que
avanzaba de frente, las cuatro chimeneas rojas confundidas en una sola, la
superestructura de un blanco crema, centelleante.
-El Mauretania, que entra con veinticuatro horas de retraso... -gritó el tío del
telescopio y los gemelos-. ¡Miren, señores, el Mauretania, el galgo del océano,
el barco más rápido, con veinticuatro horas de retraso!
-El Mauretania, majestuoso como un rascacielo, entra en el puerto. Un rayo de
sol acentuaba la línea de sombra bajo el puente de mando, y a lo largo de las
blancas franjas de las cubiertas superiores fulguraba en las hileras de
portillas. Las chimeneas se separaron, el casco se alargó. El negro casco reacio
del Mauretania, empujado por remolcadores asmáticos, cortaba como un largo
cuchillo el North River.
Un ferry se alejaba de la estación de emigrantes, un murmullo recorrió la
multitud apretujada en los bordes del muelle. «Deportados... Son los comunistas
que el ministro de Justicia deporta... Deportados... Rojos...
Son los rojos que deportan.» El ferry se alejó del embarcadero. De pie en la
popa, un grupo de hombres, pequeños como soldaditos de plomo. Están mandando los
rojos a Rusia. En el ferry agitaron un pañuelo, un pañuelo rojo. La gente avanzó
de puntillas al borde del muelle, de puntillas y en silencio, como en el cuarto
de un enfermo.
A espaldas de los hombres y mujeres apiñados a la orilla del agua, policías con
cara de gorila y espaldas de chimpancé se paseaban de arriba abajo balanceando
sus porras.
-Son los rojos que mandan a Rusia... Deportados... Agitadores... Indeseables...
Las gaviotas chillan. Una botella de salsa de tomate se bambolea gravemente
sobre las ondas de vidrio molido. Del ferry, que se iba empequeñeciendo conforme
se alejaba, llegaba el rumor de una canción.
C'est la lutte final, groupons-nous et demain
L'Internationale sera la genre humain61.
-Miren, señores, a los deportados... ¿Quién quiere mirar?... ¿Quién quiere mirar
a los extranjeros indeseables?-gritaba el hombre de los telescopios y los
gemelos.
De pronto la voz de una muchacha grito:
Arise, prisoners of starvation.
-Ssss... por eso pueden meterla en chirona.
La canción se perdía en el agua. Al final de una estela de mármol del ferry se
hundía en la niebla. International shall be the human race. La canción murió. De
la parte superior del río llegaba el rumor de las palpitaciones de un paquebote
que zarpaba. Las gaviotas giraban sobre la oscura muchedumbre sucia y mal
vestida que en pie, silenciosa, miraba a lo lejos la bahía.
II. NICKELODEON
Con un níquel antes de medianoche se compra el mañana... Titulares de atracos,
un café en el automático, un paseo por Woodlawn, Fort Lee, Flatbush... Con un
níquel introducido en la ranura se compra goma de mascar Somebody loves me, Baby
Divine, You're in Kentucky, Juss shu'as You're Born... notas contusionadas de
fox-trots salen cojeando por las puertas; blues, valses (We’d Danced the Whole
Night Through), giran y giran, trayendo recuerdos de oropel... En la Sexta
Avenida, en la calle 14, hay todavía estereóscopos con cagadas de mosca, donde
por un níquel puede uno asomarse a los amarillos ayeres. Al lado del crepitante
tiro al blanco puede uno ver: Noches de novios, La sorpresa del soltero, La liga
robada..., cesto de papeles donde yacen nuestros sueños destrozados... Por un
níquel antes de medianoche se compran nuestros ayeres.
Ruth Prynne salió de la oficina del médico ajustándose la piel alrededor del
cuello. Se sentía a punto de desmayarse. Taxi. Al montar recordó el olor a
cosméticos y tostadas, el desordenado corredor de la casa de la Sra. Sunderland.
«¡Oh, no puedo irme a casa ahora!»
-Chófer, al Old English Tea Room de la calle 40.
Abrió su alargado monedero de cuero verde y miró. «¡Dios mío, sólo un dólar, un
cuarter, un níquel y dos peniques!» No apartaba los ojos de los números que
cliqueteaban en el taxímetro. Hubiera querido romper a llorar... ¡Cómo se va el
dinero! Cuando se apeó, el viento polvoriento le rascaba la garganta.
-Ochenta centavos, señorita... No tengo suelto, señorita.
-Está bien. Quédese con la vuelta.
-¡Dios mío, me quedan treinta y dos centavos!
Dentro hacía calor y olía a té y a pastas.
-¡Cómo, Ruth!... Sí, es Ruth... Ven a mis brazos, querida... Después de tantos
años.
Era Billy Waldron. Estaba más gordo y más blanco que antes. Le dio un fuerte
abrazo y la besó en la frente.
-¿Cómo te va? Cuéntame... Qué distinguée estás con ese sombrero.
-Acaban de hacerme la radiografía de la garganta -dijo sonriendo-. Me siento
hecha trizas.
-¿Qué haces ahora, Ruth? Hace siglos que no sé de ti. Me has tirado al cesto
como un número atrasado, ¿no?
Ruth recogió sus palabras altivamente.
-¿Después de tu éxito en The Orchard Queen?
-A decir verdad, Billy, he pasado una racha terrible de mala suerte.
-Oh, ya sé que todo está muerto.
-Tengo una cita con Belasco para la próxima semana... Tal vez salga algo.
-Me alegraré, Ruth... ¿Esperas a alguien?
-No... Oh, Billy, eres el mismo guasón de siempre... No te burles de mí esta
tarde. No estoy para bromas.
-¡Pobrecilla! Siéntate, y toma una taza de té conmigo. Te digo, Ruth, que es un
año terrible. Más de un buen cómico empeñará hasta el último eslabón de la
cadena de su reloj... Supongo que tú también te dedicarás a visitar
empresarios...
-No me hables... Si al menos pudiera ponerme bien de la garganta... Una cosa así
acaba con uno.
-¿Recuerdas nuestros buenos tiempos en la Somerville Stock?
-¿Cómo no me he de acordar, Billy?... ¡Qué juergazo, eh!
-La última vez que te vi, Ruth, fue en Seattle, en The Buterfly on the Wheel. Yo
estaba en el público.
-¿Por qué no entraste a verme?
-Supongo que estaría aún enfadado contigo... Estaba en un momento de gran
depresión. En el valle de la sombra... melancolía, neurastenia. No tenía un
céntimo... Además de mi pobreza, aquella noche me sentía un poco borracho... No
quería que vieras en mí la bestia.
Ruth se sirvió otra taza de té. De pronto se sintió febrilmente alegre.
-Oh, Billy, ¿no te has olvidado aún de todo aquello?... Entonces era yo una
chiquilla tonta... Tenía miedo de que el amor o el matrimonio o cualquier cosa
así se interpusiera en mi carrera artística, ¿sabes?... ¡Tenía tal deseo de
triunfar!...
-¿Harías lo mismo otra vez?
-Lo dudo...
-¿Cómo es aquello de The moving finger writes and having write moves on...?62
-Algo así como Todas tus lágrimas no borrarán una sola palabra... Pero, Billy
-dijo echando atrás la cabeza y riendo-, creí que te estabas preparando a
declararte otra vez... ¡Huy, mi garganta!
-Ruth, en mi opinión debías dejarte de rayos X... He oído que es muy peligroso.
No quiero alarmarte, querida... pero me han dicho que se dan casos de cáncer a
consecuencia del tratamiento.
-Tonterías, Billy... Esto pasa sólo cuando los rayos X no se aplican bien, y
además se necesitan años de exposición... No, creo que este doctor Warner es un
hombre notable.
Más tarde, sentada en un metro expreso, Ruth sentía aún la mano de él
acariciándole su guante. «Adiós, nenita, Dios te bendiga», había dicho
bruscamente. Ella había estado pensando todo el rato que era el comparsa típico.
«Gracias a Dios nunca lo sabrás...» Luego, dando un sombrerazo con su flexible
ala ancha y sacudiendo su blanca testa sedosa, como si estuviera representando
Monsieur Beaucaire, había dado media vuelta y había desaparecido entre la
muchedumbre de Broadway. Yo no tendré suerte, pero en todo caso aún no he
llegado a ese extremo... Cáncer, dijo. Ruth miró a derecha e izquierda los
viajeros que cabeceaban frente a ella. De todas estas personas una al menos debe
tenerlo. CUATRO DE CADA CINCO TIENEN... Qué idiota, no se trata de cáncer.
EXLAX, NUJOL, O'SULLIVAN'S... Ruth se echó mano al cuello. Tenía la garganta muy
hinchada, la garganta le palpitaba febrilmente. Quizás estaba peor. Es una cosa
viva que crece en la carne, le come a uno la vida, le deja a uno horrible,
podrido... Los viajeros sentados junto a ella tenían la vista fija, jóvenes y
muchachos, personas de edad madura, caras verdes bajo la luz lívida, bajo los
anuncios de un color agrio. CUATRO DE CADA CINCO. Un cargamento de cadáveres que
cabeceaban, sacudidos por el traqueteo del expreso que rugía camino de la calle
96. En la 96 tenía que trasbordar.
Dutch Robertson estaba sentado en un banco del puente de Brooklyn, el cuello de
su capote militar levantado, recorriendo con la vista la sección de ofertas y
demandas. Era una sofocante tarde de niebla. El puente, chorreando agua, se
alzaba como una glorieta en un espeso jardín de sirenas de barcos. Dos marineros
pasaron. «No he tenido otra chiripa así desde que estuve en Buenos Aires.»
Consocio, empresa cine, barrio populoso... autoriza investigación... $ 3.000...
Yo no tengo tres mil dólares... Estanco, edificio frecuentado, sacrificio
forzoso... Atractiva tienda de música y radio perfectamente montada... Buena
parroquia... Imprenta moderna, tamaño regular, consistente en cilindros,
Kelleys, alimentadoras Miller, prensas pequeñas, linotipias y taller de
encuadernación completo... Restaurante Kosher, repostería... Juego de bolos...
en lugar frecuentado, gran salón de baile y otros locales. COMPRAMOS DIENTES
POSTIZOS, oro viejo, platino, alhajas viejas. ¡Qué diablos van a comprar! SE
NECESITA UN AYUDANTE... Esto está más dentro de mis aspiraciones...
Escribientes, calígrafos de primera... ¡Imposible! Artista, asistente. Auto.
Taller reparaciones de bicicletas y motocicletas... En el respaldo de un sobre
apuntó las señas. Limpiabotas... Aún no. Chico; no, creo que yo no soy chico ya.
Bombones, Agentes, Lavacoches, Lavaplatos. GANE MIENTRAS APRENDE. Odontología
mecánica, el camino más corto para el éxito... Trabajo permanente.
-Hola, Dutch... Creí que no llegabas nunca.
Una muchacha de cara gris, con un sombrero rojo y un gabán gris de conejo, se
sentó a su lado.
-Dios, estoy cansado de leer anuncios de ofertas.
Dutch estiró los brazos y bostezó dejando resbalar el periódico por sus piernas.
-¿No sientes frío sentado aquí en el puente?
-Puede... Vamos a comer.
Se puso en pie de un salto, y acercó su cara roja de nariz delgada a la de ella.
Sus pálidos ojos grises se clavaron en los negros de la muchacha. Y dándole con
viveza en el brazo unas palmaditas, dijo:
-Hola, Francie... ¿Cómo está mi nena?
Retrocedieron hacia Manhattan, por donde ella había venido. Bajo ellos el río
resplandecía a través de la neblina. Un gran vapor pasó lentamente, las luces ya
encendidas.
Desde la barandilla miraron las negras chimeneas.
-¿Era tan grande como ése el barco en que tú fuiste a Europa, Dutch?
-Más grande.
-¡Lo que me gustaría a mí ir!
-Te llevaré algún día y te enseñaré todos los sitios de por allí... Estuve en
una porción de pueblos aquella vez que me escapé sin permiso. Llegados a la
estación del elevado, vacilaron.
-Francie, ¿estás en fondos?
-Sí, hombre, tengo un dólar... Aunque debía guardarlo para mañana.
-A mí no me quedan más que veinticinco centavos. Vamos a tomarnos dos cenas de
cincuenta y cinco centavos en ese restaurante chino... lo cual hará un dólar
diez.
-Tengo que quedarme con un níquel para ir a la oficina mañana.
-Maldita sea la... Si tuviéramos un poco de dinero...
-¿No has encontrado nada aún?
-Te lo habría dicho ya.
-Vamos, yo tengo medio dólar ahorrado en mi cuarto. Puedo sacar de eso para el
tranvía.
Cambió el dólar y metió dos níqueles en la ranura. Eligieron sitio en el tren de
la Tercera Avenida.
-Oye, Francie, ¿me dejarán bailar con camisa kaki?
-¿Por qué no, Dutch? Está muy decente.
-Me violenta un poco, no creas.
La jazzband del restaurante tocaba Hindustan. Olía a chop suey y a salsa china.
Las mesas estaban separadas por biombos. Se instalaron en una. Jóvenes de pelo
lustroso y muchachitas de melena corta estaban estrechamente abrazados. Al
sentarse se sonrieron mirándose.
-¡Qué hambre tengo!
-¿Mucha, mucha?
Dutch adelantó las rodillas hasta tocar las de ella.
-Eres una buena chica -dijo al terminar la sopa-. De veras, esta semana
encontraré colocación. Y luego buscaremos un buen cuartito y nos casamos...
Cuando se levantaron a bailar temblaban de tal modo que apenas podían llevar el
compás.
-Caballelo... no baile sin plopio tlaje... -dijo un apuesto chino poniendo la
mano en el brazo de Dutch.
-¿Qué quiere?-gruñó él sin dejar de bailar.
-Creo que es la camisa, Dutch.
-¡Qué va!
-Estoy cansada. Prefiero que hablemos en vez de bailar...
Volvieron a su mesa y a su piña de postre.
Después se marcharon por la calle 14, hacia el este.
-Dutch, ¿podemos ir a tu cuarto?
-No tengo cuarto. La vieja bruja me ha echado y no quiere darme mis cosas. En
serio, si esta semana no encuentro colocación, voy a una oficina de
reclutamiento y me reengancho.
-¡Oh, no hagas eso! Así no nos casaremos nunca, Dutch... ¿Por qué no me has
dicho nada?
-No quería darte ese disgusto, Francie... Seis meses sin trabajo... ¡Dios, es pa
volver loco a cualquiera!
-Oye, Dutch, ¿adónde podríamos ir?
-Por ahí... Conozco un muelle.
-¡Pero hace tanto frío!
-Yo no siento frío cuando tú estás conmigo, nena.
-No hables así... No me gusta.
Iban apoyados el uno en el otro por las calles oscuras y encoladas de la orilla
del río, entre enormes tanques de gas, vallas derrumbadas, largos almacenes de
infinitas ventanas. En una esquina bajo un farol un guasón les silbó al pasar.
-Te voy a romper las narices, hijo de mala madre -dijo Dutch torciendo la boca.
-No le contestes -murmuró Francie- si no quieres que toda la pandilla caiga
sobre nosotros.
Se colgaron por la puertecilla de una alta valla por encima de la cual
descollaban absurdos montones de vigas. Olía a río, a madera de cedro y a
serrín. El agua lamía los pilones bajo sus pies. Dutch la acercó así y sus bocas
se juntaron.
-¡Eh!, ¿no saben ustedes que no se puede entrar aquí a hacer eso de noche?-ladró
una voz. El vigilante les enfocó a los ojos una linterna.
-Está bien, no se sulfure... Ibamos dando un paseo.
-Un paseo, sí, sí.
Salieron de nuevo a la calle. La brisa del río les cortaba la cara.
-Cuidado.
Un policía se acercaba silbando distraídamente. Se separaron.
-Oh, Francie, nos llevarán a la comi si seguimos así. Vamos a tu cuarto.
-La patrona me echará, na más que eso.
-No haré ruido... ¿Tú tienes la llave, no? Escurriré el bulto antes de amanecer.
¡Caramba!, le hacen a uno sentirse un bicho repugnante.
-Bueno, Dutch, vamos a casa..., pase lo que pase.
Subieron unos escalones manchados de barro, hasta el último piso.
-Quítate los zapatos -le dijo ella al oído mientras metía la llave en la
cerradura.
-Tengo agujeros en los calcetines.
-¿Qué importa eso, tonto? Voy a ver si se puede pasar. Mi cuarto está al fondo,
pasada la cocina, de modo que si todos están en cama no podrán oírnos.
Cuando se quedó solo sentía los latidos de su corazón. Ella volvió en un
segundo. Dutch la siguió de puntillas por un corredor que crujía. De una puerta
salía un ronquido. En el pasillo olía a verdura y a sueño. Una vez en su cuarto,
Francie cerró la puerta con llave y puso una silla contra ella, bajo el tirador.
Un triángulo de luz cenicienta entraba de la calle.
-Ahora, por los clavos de Cristo, estate callado.
Dutch, con un zapato todavía en cada mano, la abrazó estrechamente.
Acostado junto a ella con los labios pegados a su oído, le hablaba en voz baja.
-Y ya verás, Francie, cómo salgo adelante. Yo llegué a sargento en Europa hasta
que me quitaron los galones por escaparme sin permiso. Eso te prueba que puedo
hacer algo. En cuanto se me presente la primera ocasión ganaré un montón de
billetes y tú y yo iremos a ver Château-Thierry y París y todos esos sitios.
Verás cómo te gusta, Francie... Los pueblos son viejos, raros y tranquilos; allí
se siente uno como en su casa y tienen unas tabernas pistonudas donde te sientas
al aire libre a mirar pasar la gente. La comida es buena también cuando te
acostumbras a ella, y hay miles de hoteles adonde podríamos haber ido esta
noche, por ejemplo, y no preguntan si estás casao ni nada. Y tienen camas
grandes todas de madera muy cómodas y te suben el desayuno a la cama. ¡Oh,
Francie, cómo te gustaría!
Iban a cenar. Nevaba. Grandes copos de nieve giraban, voltejeaban a su
alrededor, moteando el resplandor de las calles de azul, de rosa, de amarillo,
empañando las perspectivas.
-Ellie, me da rabia que tengas que aceptar ese trabajo... Debías seguir con tu
teatro.
-Pero, Jimps, tenemos que vivir.
-Ya lo sé..., ya lo sé. La verdad es que tú no estabas en tu juicio, Ellie,
cuando te casaste conmigo.
-Oh, no hablemos más de ello.
-Vamos a correrla esta noche... Es la primera nevada.
-¿Es aquí?
Habían llegado a la puerta de un sótano, protegida por una verja de complicada
lacería.
-Vamos a ver.
-¿Sonó el timbre?
-Creo que sí.
La puerta interior se abrió y una muchacha con un delantal rosa les miró
atentamente.
-Bonsoir, mademoiselle.63
-Ah..., bonsoir, monsieur, dame.64
La chica les condujo a un vestíbulo alumbrado por lámparas de gas, que olía a
comida. Gabanes, sombreros y bufandas colgaban de los percheros. A través de una
cortina el restaurante les sopló a la cara una ráfaga de pan caliente, de
cocktails, mantequilla frita, perfumes, barras de carmín, bulla y chachareo.
-Me huele a ajenjo -dijo Ellen-. Anda, vamos a tomar una buena curda.
-Hombre, ahí está Congo... ¿No te acuerdas de Congo Jake, el de Seaside Inn?
Estaba en pie, corpulento, al extremo del comedor, haciéndoles señas. Tenía la
cara muy curtida y un lustroso bigote negro.
-Hola, Meester’Erf... ¿Cómo está usted?
-Como Dios. Congo, quiero presentarle a mi mujer.
-Si no les importa entrar en la cocina echaremos un trago.
-Pues claro que no... Es el mejor sitio de la casa. ¿Por qué cojea usted?...
¿Qué se ha hecho usted en la pierna?
-Foutue...65 Me la dejé en Italia... No me la podía traer una vez cortada.
-¿Qué le pasó?
-Nada, una estupidez. Fue en Mont Tomba... Mi cuñao me regaló una pierna
artificial estupenda... Sentarse. Mire, señora, ¿a que no puede usted decir cuál
es la mía?
-No, no puedo -dijo Ellie riendo.
Estaban en una mesita de mármol en el rincón de la atestada cocina. En medio,
una muchacha limpiaba los platos en una mesa de pino. Dos cocineros trabajaban
en el fogón. El aire estaba saturado de un olor grasiento a comida. Congo volvió
cojeando con tres vasos en una bandejita. Se quedó con ellos mientras bebían.
-Salut -dijo alzando su vaso-. Cocktail de ajenjo, como lo hacen en Nueva
Orleans.
-Es néctar.
Congo sacó una tarjeta del bolsillo del chaleco.
MARQUIS DES COULOMMIERS
IMPORTACIONES
Riverside, 11121
-Puede que algún día necesiten ustedes alguna cosilla... Negocio sólo licores
importados antes de la guerra. Soy el mejor bootlegger66 de Nueva York.
-Si alguna vez tengo dinero me lo gastaré desde luego en su casa, Congo... ¿Qué
tal va el negocio?
-Muy bien, ya le contaré. Esta noche tengo mucho que hacer... Voy a buscarles
una mesa en el restaurant.
-¿Es de usted este local también?
-No, es de mi cuñao.
-No sabía que tuviera usted una hermana.
-Ni yo tampoco.
Cuando Congo se retiró cojeando, el silencio cayó entre ellos como un telón de
amianto en un teatro.
-Es un tipo la mar de gracioso -dijo Jimmy con una risa forzada.
-Sí que es.
-¿Vamos a tomar otro cocktail?
-Vamos.
-Tengo que pescarle .un día por mi cuenta, y sonsacarle algunas historias de
bootleggers.
Cuando estiró las piernas bajo la mesa tropezó con los pies de Ellie, que los
retiró. Jimmy sentía sus mandíbulas masticar, le rechinaban tan fuerte dentro de
las mejillas que pensó que Ellie podía oírlas también. Ella estaba sentada junto
4 él, con un traje de sastre gris. Su cuello surgía de la marfileña V formada
por el descote plisado de la blusa, su cabeza se inclinaba graciosamente bajo un
sombrero gris muy encajado. Tenía los labios pintados. Sin decir palabra cortaba
la carne en pedacitos y no comía.
Se sentía paralizado como una pesadilla. Su mujer le parecía una figura de
porcelana dentro de un fanal. Una corriente de aire fresco, lavado por la nieve,
cruzó inesperadamente la luz empañada del restaurante, cortando el vaho de las
comidas, de las bebidas y del tabaco. El aspiró un instante el 'perfume del pelo
de Ellen. Los cocktails ardían en su interior. ¡Dios, no quisiera rodar bajo la
mesa!
Sentados en el restaurante de la Gare de Lyon, juntos, en el banco de cuero
negro. Sus mejillas se rozan cuando se inclina a poner en el plato de ella
arenques, mantequilla, sardinas, anchoas, salchichón. Comen aprisa y corriendo
engullen, ríen, trasiegan vino, se sobresaltan a cada silbido de una máquina...
El tren arranca de Avignon. Ambos se despiertan, se miran a los ojos, en el
departamento lleno de viajeros que roncan, dormidos como leños. El se abre paso
entre piernas entrecruzadas y sale a fumar un cigarrillo en el extremo del
corredor oscilante y sombrío. Tracatrán, rumbo sur, tracatrán, rumbo sur, cantan
las ruedas sobre los rieles por el valle del Ródano. Acodado en la ventanilla
trata de fumar un cigarro que se deshace, tapando con un dedo el agujero.
Glubglub, glubglub, desde los arbustos, desde los plateados álamos que bordean
la vía. «Ellie, Ellie, los ruiseñores cantan en la vía.» «Oh, estaba tan
dormida, querido.» Ellen se acerca a él, a tientas, tropezando con las piernas
de los dormidos. Juntos en la ventanilla, en el corredor oscilante, trepidante.
Tracatrán, hacia el sur. Suspiros de los ruiseñores en los álamos plateados de
la vía. La loca noche de luna huele a jardines, a ajo, a ríos, a campos de rosa
recién estercolados. Suspiros de ruiseñores.
Frente a él la muñeca de Ellie hablaba.
-Dice que la ensalada de langostas se acabó... ¡Qué fastidio!
De repente Jimmy recuperó el habla.
-¡Dios, si fuera eso sólo!
-¿Qué quieres decir?
-¿Para qué habremos vuelto a esta cochina ciudad?
-Desde que vinimos no paras de alabarla.
-Ya lo sé... Será que están verdes las uvas... Voy a tomar otro cocktail...
Ellie, Ellie, ¿por qué somos así?
-Nos vamos a poner malos si seguimos con esto, te lo participo.
-Es lo mismo... Seamos buenos y pongámonos malos.
Cuando se sientan en la cama ven el puerto, ven las velas de un velero y una
balandra blanca y un remolcador rojo y negro, pequeño como un juguete, y casas
sin adornos al fondo, más allá una franja de agua, irisada como la cola de un
pavo real. Cuando se acuestan ven gaviotas en el cielo. Al atardecer se visten,
y soñolientos, trémulos, salen tropezando por los húmedos corredores del hotel a
las calles ruidosas como una charanga, llenas de repiqueteos, de fulgores de
bronce, de reflejos de cristal, de bocinazos, de bramidos de motores... Solos
los dos, al atardecer, beben jerez bajo un plátano de anchas hojas, solos los
dos, entre la abigarrada chusma, como seres invisibles. Y la noche primaveral
surge del mar, noche africana que los envuelve amenazante...
Habían terminado el café. Jimmy había bebido el suyo muy despacio, como si algún
tormento le esperase al acabar.
-¡Qué miedo tenía de encontrarnos con los Barney aquí! -dijo Ellen.
-¿Conocen este sitio?
-Tú mismo los trajiste, Jimmy:.. Y esa pelma de mujer no cesó de hablarme de
bebés en toda la noche. Yo odio hablar de los niños.
-Lo que daría yo por ir al teatro.
-Es tarde, de todos modos.
-Y gastar el dinero que no tengo... Vamos a tomar un coñac para remate. Si nos
da la puntilla, mejor.
-Nos la dará, y no sólo de una manera.
-Ellie, a la salud del ganapán que lleva la carga del hombre blanco.
-Jimmy, creo que sería divertido trabajar en un periódico una temporada.
-Para mí sería divertido tener cualquier trabajo... Bueno, yo siempre puedo
quedarme en casa y cuidar al niño.
-No seas tan pesimista, Jimmy, esto es pasajero.
-La vida es pasajera también.
El taxi paró. Jimmy lo pagó con su último dólar. Ellie metió la llave en la
cerradura. La calle era un remolino de nieve color ajenjo. La puerta de su
cuarto se cerró tras ellos. Sillas, mesas, libros, cortinas, se amontonaban a su
alrededor, tristes con el polvo de ayer; de anteayer, de anteanteayer. Se
sentían oprimidos por el olor a pañales, cafeteras, aceite de la máquina de
escribir, polvos de lavar. Ellen sacó fuera la botella de la leche vacía y se
fue a la cama. Jimmy se quedó paseando nerviosamente por el gabinete. Su
borrachera se disipó dejándole sereno, frío. En el vacío de su cerebro una
palabra de dos caras retiñía como una moneda: Éxito-Fracaso. Éxito-Fracaso.
Estoy loca por Harry,
Harry está loco por mí.
-tararea ella a media voz mientras baila. Es un largo salón con una orquesta al
fondo, iluminada por dos racimos de luces eléctricas colgadas en el centro,
entre cadenetas de papel. En el extremo, cerca de la puerta, una barandilla
barnizada contiene la fila de hombres. Este con quien Anna baila es un sueco
alto y cuadrado cuyos grandes pies siguen torpemente los piececitos de ella,
ágiles y vivos. La música cesa. Ahora es un judío pequeño y delgaducho, de pelo
negro, que trata de ceñirse demasiado.
-Eso no.
Anna lo separa.
-Tenga compasión.
Ella no contesta, y sigue bailando con fría precisión, enferma de cansancio.
Yo y mi amiguito,
mi amigo y yo.
Un italiano le echa a la cara su aliento que apesta a ajo; un sargento de
marina; un gringo; un mozalbete rubio de mejillas sonrosadas, ella le sonríe; un
borracho de edad madura que trata de besarla... Cherley my boy o Charley my
boy... Cabezas lustrosas, cabezas alborotadas, pecas, caras granujientas,
narices chatas, narices rectas, bailarines ágiles, bailarines pesadotes... Voy
al suz... y la boca ya me sabe cañaduz... Contra su espalda manos grandes, manos
calientes, manos sudorosas, manos frías... Por cada baile recibe una ficha; ya
tiene el puño lleno. Este valsa muy bien y está muy elegante con su traje negro.
-¡Uf, qué cansada estoy! -murmura.
-Yo no me canso nunca de bailar.
-Oh, es de bailar así con todo el mundo.
-¿No quiere usted venir a bailar conmigo sólo en algún sitio?-Mi novio me está
esperando a la salida.
Sin más que un retrato
para contarte mis penas...
¿qué haré yo?...
-¿Qué hora es?-pregunta a un sujeto con cara de muy avispado.
-Hora de que usted y yo intimemos, fea...
Ella sacude la cabeza. De repente la música estalla en Auld Long Syne. Ella se
separa de él y corre al mostrador con un enjambre de chicas que acuden dándose
codazos a devolver sus fichas.
-Oye, Anna -dice una rubia de amplias caderas-. ¿Te has fijado en ese tío que
bailaba conmigo?... Va y me dice: «¿Nos veremos?», y yo le contesto al tío: «En
el infierno», y él va y me dice: «¡Un cuerno!...»
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