MANHATTAN TRANSFER (fragmento)
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  Prólogo
a la segunda edición
Por José Robles Pazos
John Dos Passos, de origen portugués; seis pies de talla, desgarbado, miope,
hizo sus estudios en la Universidad de Harvard. A poco de graduarse fue por
primera vez a España. Luego, cuando los Estados Unidos entraron en la guerra,
sirvió en el frente hasta que se firmó el armisticio. Desde entonces no ha
parado seis meses en el mismo sitio. Tan pronto está en México como en Teherán o
en Constantinopla. De cuando en cuando reaparece en Nueva York, que puede
llamarse, aunque algo impropiamente, su residencia fija. Barzonea algún tiempo
por Greenwich Village, y un día cualquiera, sin que nadie se entere, toma de
nuevo el portante.
Sin embargo, Dos Passos no es de esos americanos que, como él mismo dice, viajan
por pasear sus baúles. Su insaciable curiosidad no se contenta con ver. Necesita
vivir la vida que le rodea, amoldarse a las costumbres, aprender la lengua del
país que visita. Es, en una palabra, todo lo contrario de un turista.
Radical hasta la médula de los huesos, tomó parte activa en la tragedia
Sacco-Vanzetti, colabora en las revistas avanzadas,
simpatiza con el bolchevismo. Como escritor se limita a transcribir lo que ve,
lo que siente, lo que oye y lo que huele, sin tratar de hacer a la fuerza una
obra trascendental. No se nota en él ese ingenuo prurito de escribir libros
profundos y definitivos, tan común entre los literatos norteamericanos que, por
temor a parecer superficiales, pontifican a menudo en tono pedantesco y solemne.
Es admirable la modestia de este novelista. Siempre ausente de su obra, deja a
sus personajes en absoluta libertad y no se interpone nunca en su camino.
Three Soldiers, 1921, le hizo célebre en los Estados Unidos. Un año antes había
publicado en Inglaterra One man´s initiation, su primer protesta contra los
traficantes de carne humana; pero esta novela pasó injustamente desapercibida.
Tres soldados por el contrario, tuvo un gran éxito. Los radicales aludieron, los
patrioteros se escandalizaron: todo el mundo discutió; la censura intervino.
Tratábase, en efecto, de una pintura muy poco aduladora de aquella cosa tan
extraña que de 1917 a 1919 se llamó el ejército americano. Los tres soldados,
Fuselli, Chrifield y Andrews, salen de la esclavitud militar, física y
moralmente destrozados. El primero cae enfermo y pierde el respeto a sí mismo;
Chrisfield sufre la persecución de la justicia; Andrews deserta y se expone a
veinte años de presidio para poder “conservar la integridad de su pensamiento".
En segundo término aparece una multitud de oficiales, enfermeras, aristócratas,
empleados, campesinos, cuyas relaciones perfectamente normales contrastan con la
rebeldía del triple protagonista.
Estas dos novelas de la guerra fueron en parte redactadas en España, donde el
autor pasó una larga temporada después de librarse del uniforme. La España de
Dos Passos no es la España convencional que suelen ver los extranjeros. Sus
ensayos sobre nuestras costumbres, nuestra psicología, nuestra literatura,
nuestras ciudades, publicados en revistas neoyorquinas y reunidos después en el
volumen Rocinante to the road again, 1922, así como los croquis madrileños
incluidos en el libro de poesías A pushcart at the curb, publicado en la misma
fecha, rebelan una perspicacia y una agudeza de observación que ya quisieran
para sí muchos de nuestros ensayistas y poetas.
 La
ficha
John Dos Pasos (1896-1970), escritor estadounidense representativo de la llamada
generación "perdida", o "maldita", cuyas novelas, amargas y profundamente
impresionistas atacan la hipocresía y el materialismo de los Estados Unidos
entre las dos guerras mundiales y tuvieron una honda influencia en varias
generaciones de novelistas europeos y estadounidenses. John Roderigo Dos Passos
nació en Chicago (Estados Unidos), el 14 de enero de 1896. Dos Passos provenía
de una familia de origen portugués, hijo de un abogado llamado John Randalph Dos
Passos, y de Lucy Addison Sprigg, quienes no se casarían hasta 1910, catorce
años después del nacimiento de John Roderigo.
Dos Passos viajó con sus padres poco después de su nacimiento por diferentes
países, entre ellos México, Bélgica e Inglaterra. Retornó a su país natal y
estudió entre 1912 y 1916 en la Universidad de Harvard. Después de concluir su
periplo universitario, se marchó a España para estudiar la arquitectura
hispanomusulmana. Esta experiencia le sirvió para escribir el libro "Rocinante
vuelve al camino" (1922). En Europa participó en la Primera Guerra Mundial como
conductor de ambulancias en Francia e Italia. La guerra dejó huella en su
personalidad y en su obra, iniciada con la novela "Iniciación de un hombre"
(1919).
El éxito le llegó con su segundo libro, "Tres soldados" (1921), corroborado
posteriormente con uno de sus títulos clave, "Manhattan Transfer" (1925). En
1929 John se casó con Kate Smith, quien falleció en 1947 en un accidente de
tránsito. En 1949 contrajo matrimonio con Elizabeth Holridge, con la que tuvo
una hija llamada Lucy.
Dos Passos fue miembro de la denominada
Generación Perdida, en donde también se incluyen autores como Ernest Hemingway o
Francis Scott Fitzgerald. Su estilo se encuadra en el realismo de la Escuela de
Chicago, en el cual se desmitifica el sueño americano desde una gradación
expresionista y una tonalidad desilusionada y pesimista.
Además de los títulos citados, sus novelas más significativas son "El paralelo
42" (1930), "1919" (1932) y "El gran dinero" (1936), tríada de novelas que
componen la llamada "Trilogía USA". Tampoco son desdeñables "Hombre joven a la
aventura" (1939), "El número uno" (1943) y "El gran proyecto" (1949), títulos
estos últimos que integran tambíén otra trilogía, la denominada "Distrito de
Columbia".
Murió a causa de un fallo cardiaco en Baltimore
el 28 de septiembre de 1970. Tenía 74 años.
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En 1923, con Streets
of Night, Dos Passos vuelve a la novela. Ha abandonado el tema belicoso. Le
atrae ahora la tragedia de la juventud intelectual americana, juventud presa de
un malestar sordo, de una vaga neurastenia que conduce a veces al suicidio. Tal
es el caso de Wenny, uno de los protagonistas que se pega un tiro para acabar
con la angustia que le atormenta. La censura prohibió Calles de noche en
diversos estados de la Unión. No porque el estilo sea demasiado crudo para las
sensibilidades puritanas -reproche que actualmente se hace a Dos Passos-, sino
porque Wenny, hijo de un pastor protestante, no ve en su padre más que un ser
mezquino y un tanto ridículo con su cuello abrochado por detrás. Se comprende
que la rigidez de tal hombre no es ajena al suicidio de su hijo; y la gente
mojigata clamó contra semejante falta de respeto a la sagrada institución de la
familia.
Así como La iniciación de un hombre es un boceto de Tres soldados, en Calles de
noche está el germen de Manhattan Transfer donde Dos Passos aborda el problema
técnico de pintar una ciudad enorme y lo resuelve por un procedimiento
dramático. Su novela es una sucesión de escenas. La masa en bloque no aparece
nunca, pero los personajes se suman, se multiplican, hasta formar una multitud
abigarrada de rentistas, negociantes, cómicos, obreros, millonarios,
prostitutas, militares. Unos nacen, otros mueren, otros se casan, otros terminan
en la cárcel, otros se eclipsan durante años para reaparecer con el cabello gris
enriquecidos o arruinados. La habilidad con que el autor pone en contacto a
todos estos personajes tan heterogéneos es asombrosa.
Sería necesario cruzar cien veces la ciudad de punta a punta, meterse en todos
sus rincones, viajar en todos sus trenes, para sacar la misma impresión de
vértigo que causa la lectura de esta serie de cuadros impresionistas, hilvanados
con un hilo apenas perceptible que el autor rompe cuando lo tiene por
conveniente. Como en la pantalla del cine, la acción, que abarca veintitantos
años, cambia bruscamente de lugar. Los personajes, más de ciento, andan de aquí
para allá, subiendo y bajando en los ascensores, yendo y viniendo en el Metro,
saliendo y entrando en los hoteles, en los vapores, en las tiendas, en los
music-hall, en las peluquerías, en los teatros, en los rascacielos, en los
teléfonos, en los Bancos. Y todas estas personas y personillas que bullen por
las páginas de la novela como por las aceras de la gran metrópoli, aparecen sin
la convencional presentación y se despiden del lector “a la francesa”. Cada uno
tiene su personalidad bien marcada, pero todos se asemejan en la falta de
escrúpulos. Son gentes materialistas dominadas por el sexo y por el estómago,
cuyo fin único parece ser la prosperidad económica. A unos los sorprendemos
emborrachándose discretamente, a otros, cohabitando detrás de las cortinas; a
otros estafando al prójimo sin salirse de la ley.. Los abogados viven de
chanchullos, los banqueros seducen a sus secretarias, los policías se dejan
sobornar y los médicos hacen abortar a las actrices. Los más decentes son los
que atracan las tiendas con pistolas de pega. Entre toda esta gentuza destaca
Jimmy Herí, tipo de burgués idealista repetido en otras obras de Dos Passos.
Pero el verdadero protagonista no es Jimmy, sino Manhattan mismo, con sus viejas
iglesias empotradas entre geométricos rascacielos, con sus cabarets
resplandecientes, con su puerto brumoso y humeante y con su puerto brumoso y
humeante, y con sus carteles luminosos, que parpadean de noche en las avenidas
donde la gente se atropella ensordecida por el trepidar de los trenes elevados.
Dos Passos no ha tenido miedo de pintarlo tal como es, cruel, obsceno, ruidoso y
magnífico, en una de las mejores novelas que ha producido la nueva literatura
norteamericana.
  Manhattan
Transfer
Traducción José
Robles
PRIMERA SECCIÓN
I. EMBARCADERO
Tres gaviotas giran sobre las cajas rotas, las cáscaras de naranja, los repollos
podridos que flotan entre los tablones astillados de la valla. Las olas verdes
espumajean bajo la redonda proa del ferry que, arrastrado por la marea, corta el
agua, resbala, atraca lentamente en el embarcadero. Manubrios que dan vueltas
con un tintineo de cadenas, compuertas que se levantan, pies que saltan a
tierra. Hombres y mujeres entran a empellones en el maloliente túnel de madera,
apretujándose y estrujándose como las manzanas al caer del saetín a la prensa.
La enfermera, llevando la cesta en el brazo estirado, como si fuera una silleta,
abrió la puerta de una gran sala excesivamente caldeada. En el aire impregnado
de olor a alcohol y a yodoformo, ásperos berridos subían en espiral de otras
cestas colocadas a lo largo de las paredes verdosas. Al dejar la cesta en el
suelo le echó una mirada con los labios fruncidos. El recién nacido se retorció
débilmente entre algodones como un hervidero de gusanos.
En el ferry iba un viejo tocando el violín. Tenía una cara de mona, toda torcida
de un lado, y seguía el compás con la punta de un zapato de charol
resquebrajado. Bud Korpenning, sentado en la barandilla de espaldas al río, le
miraba. La brisa le alborotaba el pelo alrededor del borde ajustado de su gorra,
y secaba el sudor de su frente. Tenía los pies llenos de ampollas, estaba hecho
polvo, pero cuando el ferry se alejó del embarcadero, sintió por todas sus venas
un cálido hormigueo.
-Oiga, amigo, ¿hay mucho desde donde desembarcamos hasta la ciudad?-preguntó a
un joven de sombrero de paja y corbata a rayas blancas y azules, que estaba en
pie junto a él.
La mirada del muchacho subió desde los zapatos deformados por la caminata hasta
las muñecas rojas de Bud, que asomaban por las rozadas mangas de su chaqueta,
atravesó su delgado pescuezo de pavo y fue a clavarse impúdicamente en sus ojos
resueltos, sombreados por una visera rota.
-Depende de adonde quiera usted ir.
-¿Dónde está Broadway ?... Quiero ir al centro.
-Tome usted hacia el este, baje luego por Broadway y llegará al mismo centro si
anda un trecho.
-Gracias. Eso haré.
El violinista recorría la multitud, tendiendo su sombrero, y el viento agitaba
mechones de pelo gris en su calva raída. Bud le vio volver hacia él su rostro
triste, con dos ojos negros como cabezas de alfiler, que le miraban fijamente.
-Nada -dijo con aspereza.
Y se volvió a mirar la inmensidad del río, brillante como un cuchillo. Los
tablones del embarcadero se unieron, crujieron al choque del ferry. Hubo un
rechinar de cadenas, y Bud fue arrastrado por la multitud muelle adelante. Salió
por entre dos vagones de carbón a una calle polvorienta por donde pasaban
tranvías amarillos. Las rodillas le empezaron a temblar. Hundió las manos hasta
el fondo de sus bolsillos.
Entró en un figón antes de la esquina. Se instaló con dificultad en una banqueta
giratoria y se puso a estudiar con cuidado la lista de precios.
-Huevos fritos y un café.
-¿Vueltos?-preguntó un hombre pelirrojo que detrás del mostrador se limpiaba con
el delantal sus brazos gordos llenos de pecas.
-¿Qué?-preguntó Bud sobresaltado.
-Los huevos, si los quiere usted vueltos o con la yema encima.
-Ah, sí, vueltos.
Bud se dejó caer de nuevo sobre el mostrador, con la cabeza entre las manos.
-Mala cara trae usted, amigo -dijo el hombre cascando los huevos en la grasa
chirriante de la sartén.
-Vengo andando desde el norte del Estado. Esta mañana anduve quince millas.
El del mostrador lanzó un sonido silbante entre dientes.
-Y viene usted aquí a buscar trabajo, ¿eh?
Bud hizo un signo afirmativo con la cabeza. El otro echó los huevos crepitantes
en un plato que empujó hacia Bud después de poner un poco de pan y mantequilla
en el borde.
-Voy a darle un consejito, amigo, que no le costará nada. Antes de ponerse a
buscar, aféitese, córtese el pelo, cepíllese el traje, que está lleno de pajas.
Así le será más fácil encontrar algo. En esta ciudad lo que cuenta es la facha.
-Yo puedo trabajar como cualquiera. Soy un buen trabajador -gruñó Bud con la
boca llena.
-Le digo a usted que eso es todo -replicó el pelirrojo.
Y se volvió a su hornillo.
Ed Thatcher subía
temblando las escaleras de mármol del gran vestíbulo del hospital. El olor de
las medicinas se le pegaba a la garganta. Una mujer de cara almidonada le miraba
por encima de una mesa de escritorio. Él trató de hablar con voz firme.
-¿Quiere usted decirme cómo está la señora Thatcher ?
-Sí, puede usted subir.
-¿Pero marcha todo bien?
-La enfermera del piso le podrá dar cualquier información que usted le pida.
Escalera de la izquierda, tercer piso, sala de maternidad.
Ed Thatcher llevaba un ramo de flores envuelto en un papel verde. La gran
escalera oscilaba al subir él tropezando con las puntas de los pies en las
varillas de bronce que sujetaban la esterilla. Una puerta cortó, al cerrarse, un
chillido ahogado. Ed detuvo a una enfermera.
-Me hace el favor, quisiera ver a la señora Thatcher.
-Bueno, vaya usted, si sabe dónde está.
-Pero la han cambiado de sitio.
-Entonces tendrá usted que preguntar en el escritorio, al fondo de la galería.
Se mordió los labios. En el fondo de la galería una mujer colorada le miró
sonriendo.
-Todo va bien. Es usted feliz padre de una robusta niñita.
-Sabe usted, es nuestro primer hijo y Susie es tan delicada -balbuceó
parpadeando.
-Ah, sí, comprendo, a usted le preocupaba, naturalmente... Puede usted entrar y
hablarle cuando se despierte. La niña nació hace dos horas. Tenga mucho cuidado
de no fatigarla.
Ed Thatcher, un hombre pequeño con un bigotillo rubio y unos ojos descoloridos,
le cogió la mano a la enfermera y se la sacudió, mostrando en una sonrisa sus
dientes amarillos y desiguales.
-Es el primero, sabe usted.
-Mi enhorabuena -dijo la enfermera.
Filas de camas bajo la biliosa luz de los mecheros, un olor nauseabundo a
sábanas constantemente sacudidas, caras gordas, demacradas, amarillas, blancas.
Aquí está. Las trenzas rubias de Susie ceñían su carita torcida y crispada.
Desenvolvió sus rosas y las puso sobre la mesilla de noche. Mirar por la ventana
era lo mismo que mirar al fondo del agua. Los árboles de la plaza se entretejían
como azules telarañas. A lo largo de la avenida se encendían lámparas que
proyectaban reflejos verdes sobre los violáceos bloques color ladrillo de las
casas. Chimeneas y tanques de agua se recortaban en un cielo sonrosado como
carne. Los párpados azulados se levantaron.
-¿Tú, Ed?... ¡Oh, pero son Jacks! ¡Qué locura!
-No lo pude remediar, queridita. Sabía que te gustarían.
Una enfermera rondaba a los pies de la cama.
-¿No podría usted dejarnos ver a la niña ?
La enfermera asintió. Era una mujer carienjuta, de labios delgados.
-La odio -murmuró Susie-, me ataca los nervios esa mujer. Es el tipo perfecto de
la solterona ruin.
-No hagas caso, querida. Esto es cosa de un día o dos.
Susie cerró los ojos.
-¿Sigues pensando en llamarla Ellen ?
La enfermera volvió con una cesta y la puso en la cama al lado de Susie.
-¡Qué preciosidad! -dijo Ed-. Mira cómo respira... Y le han dado una untura.
Ed ayudó a su mujer a incorporarse sobre un codo; la rubia trenza de su pelo se
soltó cubriéndole el brazo y la mano.
-¿Cómo puede usted distinguirlos, enfermera ?
-A veces no podemos -dijo ésta rasgando la boca con una sonrisa.
Susie, desconfiando, miraba la diminuta cara amoratada.
-¿Está usted segura de que ésta es la mía?
-Por supuesto.
-Pero no tiene etiqueta.
-Se la pondré en seguida.
-Pero la mía era morena.
Susie se tendió en la almohada tratando de respirar mejor.
-Tiene una pelusilla clara del mismo color que su pelo.
Susie, extendiendo los brazos, gritó:
-¡No es la mía, no es la mía... Que se lleven eso... Esta mujer me ha robado mi
niña!
-¡Querida, por amor de Dios! -suplicó el marido tratando de arroparla con el
cobertor.
-Malo, malo -dijo tranquilamente la enfermera recogiendo la cesta-; tendré que
darle un calmante.
Susie se había sentado en la cama.
-¡Que se lleven eso! -gritó y cayó hacia atrás con un ataque de nervios,
profiriendo continuamente débiles quejidos.
-¡Dios mío! -exclamó Ed Thatcher juntando las manos.
-Mejor sería que se marchara usted ya, señor Thatcher... La enferma se
tranquilizará en cuanto usted se vaya... Voy a poner las rosas en agua.
En el último tramo alcanzó a un hombre rechoncho que bajaba lentamente,
frotándose las manos. Sus ojos se encontraron.
-¿Todo fa pien, señor?-preguntó el hombre rechoncho.
-Sí, creo que sí -respondió Thatcher débilmente.
El gordo se volvió a él, bulléndole la alegría en su voz ronca:
-Felisíteme, felisíteme; mein mujer ha dado a lus un chico.
Thatcher estrechó una mano regordeta. -La mía es niña -confesó tímidamente.
-Yo en sinco años sinco niñas, y ahora, figúrese, ¡un chico!
-Sí -dijo Thatcher al llegar a la acera- es un gran momento.
-¿Me permite ustet, señor, que le infite a selebrarlo con un traquito ?
En la esquina de la Tercera Avenida se batían las medias puertas de rejilla de
un bar. Después de restregarse los pies delicadamente pasaron a la sala del
fondo.
-Ach! -dijo el alemán mientras tomaba asiento en una mesa toda rajada- la fida
de familia está llena de cuidados.
-Así es, señor, éste es mi primero.
-¿Quiere ustet serfesa ?
-Sí, cualquier cosa.
-Dos potellas de Culmbacher importado, para peper a la salud de nuestra gente
menuda.
-Las botellas detonaron y la espuma veteada de sepia subió a los vasos.
-A la suya... Prosit! -dijo el germano alzando el vaso, y luego limpiándose la
espuma del bigote y dando un puñetazo en la mesa con su puño rosado-: Sería
intiscreto, señor...
-Me llamo Thatcher.
-¿Sería indiscreto, señor Thatcher, precuntarle su profesión ?
-Contable. Espero que pronto me nombrarán definitivamente.
-Yo soy impresor y me llamo Zucher, Marco Antonio Zucher.
-Mucho gusto en conocerle, señor Zucher.
Se estrecharon las manos a través de la mesa por entre las botellas.
-Un contable gana mucho dinero -dijo el señor Zucher.
-Mucho dinero es lo que yo necesito para mi pequeña.
-Los chicos comen dinero -continuó el señor Zucher con voz grave.
-¿No me dejará usted pagar una botella?-dijo Thatcher calculando lo que tenía en
el bolsillo-. A la pobre Susie no le gustaría verme bebiendo en un tugurio como
éste; pero por una vez.., y además me estoy instruyendo en el arte de ser padre.
-Cuantos más, mejor... -dijo Zucher-, pero los chicos comen dinero..., no hasen
más que comer y destrosar ropa. Cuando yo ponga mi negosio en pie... Ach! Ahora
con las hipotecas y las dificultades para optener préstamos y los salarios que
supen mit esos locos de sosialistas y dinamiteros...
-En fin, a su salud, señor Zucher.
El señor Zucher con el pulgar y el índice de cada mano exprimió la espuma de su
bigote:
-No todos los días traemos al mundo un niño, señor Thatcher.
-O una niña, señor Zucher.
El del bar trajo otras botellas, limpió la mesa y se quedó escuchando, con el
trapo entre las manos.
-Y me da el corasón que cuando mi chico pepa a la salud del suyo, será con
champaña. Ach! Así son las cosas en esta cran siudat.
-A mí me gustaría que mi hija fuese una muchacha casera, tranquila, no como
éstas de ahora, todo perifollos, volantes y cinturitas. Yo para entonces ya me
habré retirado y tendré una finquita a orillas del Hudson. Por las tardes
trabajaré en el jardín... Conozco tipos que se han retirado con tres mil dólares
de renta. Ahorrando se llega a eso.
-El ahorro no sirve de ná -dijo el del bar-. Yo he estao ahorrando diez años, y
el Banco quebró y no me quedó más que un talonario pa recuerdo. No hay más que
un sistema, que le den a uno el soplo y aventurarse.
-Eso es jugar -interrumpió Thatcher.
-Sí, señor; es jugar -dijo el otro.
Y se volvió a su bar balanceando las botellas vacías.
-Jugar. No va descaminado -dijo el Sr. Zucher clavando en su cerveza una mirada
vidriosa y pensativa-. El hombre ampisioso tiene que afenturarse. La ampisión
fue lo que me trajo aquí desde Francfort a los dose años, und ahora que tengo
que trabajar para un hijo... Ach!, le pondremos Wilhelm como el káiser.
-Mi hijita se llamará Ellen, como mi madre.
A Ed Thatcher se le llenaron los ojos de lágrimas. El señor Zucher se levantó.
-Pueno, adiós, Sr. Thatcher. Encantado de haperle conocido. Me fuelfo a casa con
mis hijitas.
Thatcher estrechó otra vez la mano regordeta, y absorto en dulces pensamientos
de maternidad, paternidad, cumpleaños y navidades, vio entre una espumosa niebla
sepia al señor Zucher salir anadeando por las puertas batientes. Después de un
rato estiró los brazos. Bueno, a la pobre Susie no le gustaría verle allí...
Todo por ella y por aquel encanto de chiquilla.
-Eh, eh, que se olvida usted de pagar -le gritó el del bar cuando ya estaba en
la puerta.
-¿No pagó el otro?
-¡Qué diablos va a pagar!
-Pero si es que él me había convidado...
El del bar se echó a reír guardándose el dinero.
-Nada, que este tío cree en el ahorro.
Un hombrecillo barbudo y patizambo, de sombrero hongo, subía por Allen Street,
túnel rayado de sol, tendido de colchas azul celeste, salmón ahumado y
amarillo-mostaza, rebosante de muebles de ocasión color jengibre. Con las manos
frías cruzadas sobre los faldones de su levita, iba abriéndose paso entre cajas
de embalaje y chiquillos que correteaban. No cesaba de morderse los labios ni de
trenzar y destrenzar los dedos. Marchaba sin oír los gritos de la chiquillería
ni el anonadante trepitar de los trenes elevados. Tampoco notaba el olor rancio
y agridulce de las viviendas atestadas.
En la esquina de Canal Street se paró ante una droguería amarilla y se quedó
mirando la cara pintada en un anunció. Era una cara afeitada, distinguida, con
cejas arqueadas y un bigotazo bien recortado: la cara de un hombre que tiene
dinero en el Banco, portentosamente colocada sobre un cuello de pajarita ceñido
por amplia corbata negra. Debajo, en letra inglesa, se leía la firma KING C.
GILLETE. Sobre la cabeza campeaba el lema: no stropping no honning. El
hombrecillo barbudo se echó el hongo atrás descubriendo su frente sudorosa, y se
quedó largo rato mirando los ojos de KING C. GILLETE, llenos del orgullo que da
el dólar. Luego apretó los puños, sacó pecho y entró en la droguería.
Su mujer y sus hijas habían salido. Calentó un jarro de agua en el gas. Después,
con las tijeras que encontró encima de una repisa, se cortó los largos rizos de
la barba. En seguida empezó a afeitarse muy cuidadosamente con la nueva
maquinilla de níquel. Estaba en pie, tembloroso, pasándose los dedos por las
mejillas blancas y suaves, frente al espejo empañado, y comenzaba a recortarse
el bigote, cuando oyó ruido detrás. Volvió hacia ellas una cara lisa como la
cara de KING C. GILLETE, una cara que sonreía con el orgullo que da el dólar.
Los ojos de las dos niñas se salían de las órbitas.
-¡Mamá..., es papá! -gritó la mayor.
Su mujer se desplomó como un saco de ropa en la mecedora y se tapó la cabeza con
el delantal.
-¡Huy, huy! ¡Huy, huy! -gemía meciéndose.
-¿Pero qué te pasa?¿Es que no te gusta?
El andaba de un lado para otro con su flamante maquinilla en la mano, frotándose
suavemente de cuando en cuando la barbilla lisa.
II. METRÓPOLI
Babilonia y Nínive eran de ladrillo. Toda Atenas era doradas columnas de mármol.
Roma reposaba en anchos arcos de mampostería. En Constantinopla los minaretes
llamean como enormes cirios en torno del Cuerno de Oro... Acero, vidrio,
baldosas, hormigón, serán los materiales de los rascacielos. Apilados en la
estrecha isla, edificios de mil ventanas surgirán resplandecientes, pirámide
sobre pirámide, blancas nubes encima de la tormenta.
Cuando la puerta del cuarto se cerró tras él, Ed Thatcher se sintió muy solo,
lleno de punzante inquietud. Si Susie estuviera allí le diría cuánto dinero iba
a ganar, le diría que cada semana depositaría diez dólares en la caja de ahorros
para la pequeña Ellen, lo cual haría quinientos veinte dólares al cabo del
año... En diez años, sin contar el interés, más de cinco mil dólares. Tengo que
calcular el interés compuesto de quinientos veinte dólares al cuatro por ciento.
Ed daba vueltas por el cuarto, muy agitado. La luz de gas ronroneaba
confortablemente como un gato. Sus ojos cayeron sobre el titular de un periódico
que andaba por los suelos junto al cubo de carbón donde lo había tirado cuando
salió a buscar un coche para llevar a Susie al hospital.
MORTON FIRMA EL PROYECTO DE ENSANCHE
DE NUEVA YORK
Aprueba el decreto que hará de Nueva York la segunda
metrópoli del mundo
Respirando profundamente dobló el periódico y lo dejó en la mesa. La segunda
metrópoli del mundo... Y papá quería que me quedara en su viejo tenducho de
Onteora. Y quizá me hubiese quedado si no fuera por Susie... Señores, esta noche
que ustedes me hacen el señalado favor de ofrecerme una participación en su
casa, quiero presentarles a mi mujercita. Todo se lo debo a ella.
En la reverencia que hizo a la chimenea, tropezó con la consola próxima a la
librería y tiró una figurilla de China. Chasqueando la lengua, se agachó a
recogerla. La cabeza de la holandesita, en porcelana azul, estaba separada del
cuerpo. Y la pobre Susie, tan encariñada con sus bibelots... Mejor será irse a
la cama.
Levantó la ventana y se asomó. Un tren elevado retumbaba al extremo de la calle.
Una fumarada de carbón le dio en las narices. Con medio cuerpo fuera de la
ventana se quedó largo rato mirando a la calle a derecha y a izquierda. La
segunda metrópoli del mundo. Las casas de ladrillo, la luz empañada de los
faroles, las voces de un grupo de granujillas que se peleaban en las escaleras
de la casa fronteriza, el paso firme y regular de un policía, le daban una
impresión de movimiento, como de soldados en marcha, como un vapor de ruedas
remontando el Hudson, como una parada electoral que se dirigiese por las largas
calles hacia algo muy grande, muy blanco, lleno de columnas, majestuoso,
Metrópoli.
De pronto, carreras por la calle. Una voz ahogada gritó:
-¡Fuego!
-¿Dónde?
Los chiquillos desaparecieron de las escaleras de enfrente. Thatcher se volvió a
su cuarto. Hacia un calor sofocante. Estaba ansioso de verse fuera. En la calle
sonaban los cascos de los caballos y la campanilla frenética de un coche de
bomberos. Sólo un vistazo. Echó a correr escaleras abajo con el sombrero en la
mano.
-¿Hacia dónde es?
-Ahí al lado.
-Es una casa de vecinos.
Era un edificio de seis pisos, con ventanas estrechas. Acababan de poner las
escalas. Un humo negruzco salpicado de chispas salía violentamente por las
ventanas más bajas. Tres policías blandían sus porras empujando a la multitud
contra las escaleras y las verjas de las casas de enfrente. En el espacio vacío,
en medio de la calle, resplandecía el latón de la bomba v de la manguera. La
gente miraba en silencio las ventanas superiores, por donde cruzaban sombras
entre fulgores intermitentes. Una llama delgada empezó a brillar sobre la casa
como una bengala.
-La ventilación -murmuró un hombre al oído de Thatcher.
Una ráfaga de viento llenó la calle de humo y de un olor a trapos quemados.
Thatcher se sintió repentinamente indispuesto. Cuando el humo se disipó vio un
racimo de gente que pataleaba colgada del saliente de una ventana. Del otro lado
los bomberos ayudaban a las mujeres a bajar por una escala. La llama central se
avivaba por momentos. Un bulto negro se había desprendido de una ventana y yacía
en el pavimento dando gritos. Los policías hacían retroceder al gentío hacia
esquinas de la manzana. Llegaban más coches de bomberos.
-Hay cinco timbres de alarma en la casa -dijo uno-. ¿Qué le parece? Los de los
pisos superiores han sido bloqueados. Esto es obra de un incendiario, de un
cochino incendiario.
Un joven estaba agazapado en la acera junto a un farol. Thatcher, empujado por
la muchedumbre, se encontró frente a él.
-Es un italiano.
-Su mujer está dentro de la casa.
-La policía no le deja acercarse. Su mujer está encinta. No habla inglés y no
puede preguntar a los polizontes.
El italiano llevaba unos tirantes azules atados atrás con un trozo de bramante.
Le temblaba la espalda y de cuando en cuando soltaba una ristra de palabras que
nadie entendía.
Thatcher se abrió paso entre la multitud. En la esquina, un hombre examinaba la
señal de alarma. Al rozarse con él, Thatcher notó que sus ropas olían a
petróleo. El hombre le miró cara a cara sonriendo. Tenía unas mejillas sebosas,
colgantes, y los ojos brillantes y saltones. Thatcher sintió que se le enfriaban
de repente los pies y las manos. El incendiario. Los periódicos dicen que se
quedan así, rondando para mirar. Se fue a casa corriendo, subió a toda prisa la
escalera y cerró la puerta con llave. El cuarto estaba callado y vacío. Había
olvidado que Susie no estaría allí esperándole. Comenzó a desnudarse. No podía
olvidar el olor a petróleo de las ropas de aquel hombre.
Mr. Perry sacudía las hojas de bardana con su bastón. El agente de negocios
argüía con voz cantarina:
-No tengo inconveniente en decir a usted, Sr. Perry, que esta ocasión no la debe
desperdiciar. Ya sabe usted lo que dice el refrán...: la fortuna llama sólo una
vez a la puerta de la juventud. Le garantizo que en seis meses estos solares
valdrán el doble. Y ahora que formamos parte de Nueva York, la segunda ciudad
del mundo, fíjese bien... No tardará en llegar el día, y nosotros seguramente lo
veremos, en que puentes y más puentes sobre el East River hagan de Long Island y
Manhattan un solo todo. Entonces Borough Queens será corazón y centro de la gran
metrópoli como Astor Place lo es hoy.
-Sí, sí; pero yo busco algo totalmente seguro. Y además quiero edificar. Mi
mujer no ha estado bien de salud estos últimos años.
-Pero ¿puede haber nada más seguro que mi proposición? Comprenda usted, Sr.
Perry, que, con gran perjuicio mío, le meto a usted en una de las mayores
empresas de propiedad urbana de los tiempos modernos. Pongo a su disposición no
sólo seguridad, sino comodidad, confort, lujo. Sr. Perry, queramos o no, somos
arrastrados por una gran ola de expansión y progreso. Grandes acontecimientos
nos esperan en años muy próximos. Todas estas invenciones mecánicas -teléfonos,
electricidad, puentes de acero, vehículos sin caballos- tienen que dar algún
resultado. De nosotros depende ir a la cabeza del progreso... Dios, no puedo
decirle a usted todo lo que esto significará...
Hurgando la hierba seca y las hojas de bardana, el señor Perry había removido
algo con su bastón. Se agachó y recogió un cráneo triangular con un par de
cuernos retorcidos.
-¡Caray! -dijo-. Debió ser un buen morueco.
Entontecido con el olor de la espuma, de lociones, de pelo chamuscado, que
flotaba en el aire enrarecido de la peluquería, Bud se sentó cabeceando, las
manazas rojas entre las rodillas. A través del tijereteo sentía aún en sus oídos
el golpear de sus pies sobre el camino de Nyak.
-¡Primero!
-¿Qué?... ¡Ah, sí!; afeitarme y cortarme el pelo.
Las regordetas manos del barbero se hundieron en su pelambre, las tijeras
zumbaron como un avispón detrás de sus orejas. Se le cerraban los ojos y él se
esforzaba en abrirlos luchando con el sueño. Más allá del paño rayado, sembrado
de pelos rojos, veía la rizada cabeza del negro que le limpiaba las botas.
-Sí, señor -zumbó el vozarrón del que ocupaba la silla contigua-; ya es hora de
que el partido democrático nombre un fuerte...
-¿Le afeito el cogote también?
La grasienta cara de luna del peluquero se pegó a la suya. Bud hizo un gesto
afirmativo.
-¿Shampoo?
-No.
Cuando el barbero echó atrás la silla para afeitarle, él trató de estirar el
cuello como una tortuga patas arriba. La espuma iba extendiéndose lentamente por
sus mejillas, le hacía cosquillas en la nariz, se le metía por las orejas. Se
ahogaba en olas de espuma azul, negra, cortadas por el lejano brillo de la
navaja, el brillo del azadón a través de nubes de espuma azulnegra. El viejo
tendido de espaldas en el patatar, la barba al aire, de un blanco espumoso,
llena de sangre. Llenos de sangre los calcetines, de aquellas ampollas en los
talones. Sus manos se crisparon frías y callosas como las manos de un cadáver
bajo la sábana. Déjeme levantar... Abrió los ojos. Unos dedos blandos le
frotaban la barbilla. Miró al techo donde cuatro moscas trazaban ochos alrededor
de una campana roja de papel crepé. Sentía en la boca la lengua seca como un
pedazo de cuero. El barbero enderezó de nuevo la silla. Bud miró a un lado y a
otro entornando los ojos.
-Cincuenta centavos, y un «níquel»1 por los zapatos.
«CONFIESA HABER MATADO A SU MADRE
INVALIDA...»
-¿Puedo sentarme aquí un momento a leer el periódico? Su propia voz le golpeaba
en los oídos.
-¡No faltaba más!...
«LOS AMIGOS DE PARKER PROTEGEN...»
Los caracteres negros bailan ante sus ojos. Los rusos...
LA CHUSMA APEDREA... (DESPACHO ESPECIAL
PARA EL HERALD)
«Trentón, N.J.
Nathan Sibbetts, de catorce años, después de haber negado rotundamente durante
dos semanas su delito, confesó hoy a la policía que había matado a su anciana y
baldada madre, Hannah Sibbetts, a consecuencia de una discusión en su casa de
Jacor Creek, seis millas al norte de esta ciudad. Esta noche ha sido encarcelado
en espera de la decisión del jurado.»
«SOCORRE A PUERTO ARTURO, CARA AL ENEMIGO»
« ...Mrs. Rix pierde las cenizas de su marido.»
«El martes, 24 de mayo, a eso de las ocho y media, volví a casa después de
dormir en la aplastadora toda la noche, dijo, y subí para dormir otro poco.
Apenas había cerrado los ojos cuando mi madre subió también y me dijo que me
levantase, que sino, me tiraba por las escaleras. Yo la tiré primero. Rodó hasta
abajo. Luego bajé y la encontré con la cabeza torcida. Vi que estaba muerta y
entonces la tapé con el cobertor de mi cama.»
Bud dobla el periódico cuidadosamente, lo deja en la silla y sale. Fuera, el
aire huele a muchedumbre, está lleno de ruidos y de sol. No soy más que una
aguja en un montón de heno... «Y tengo veinticinco años», murmuró en voz alta.
«Pensar que un chico de catorce...» Bud aprieta el paso a lo largo del
estruendoso pavimento donde el sol, atravesando la armazón del tren elevado,
traza en la calle azul franjas de un amarillo cálido. «No soy más que una aguja
en un montón de heno.»
Ed Thatcher, encorvado sobre las teclas del piano, trataba de sacar la Parada
del mosquito. El sol de la tarde dominguera se filtraba entre las rojas rosas de
la alfombra, llenaba el desordenado gabinete de motas y esquirlas de luz. Susie
Thatcher, desfallecida, sentada junto a la ventana, miraba a su marido con ojos
demasiado azules para su cara pálida. Entre los dos, pisando cuidadosamente por
entre las rosas del soleado campo de la alfombra, la pequeña Ellen bailaba. Dos
manitas levantaban el vestido rosa plisado y de cuando en cuando una vocecilla
enfática decía: «Mamita, fíjate en mi expresión.»
-Mira la niña -dijo Thatcher sin dejar el piano-: es una verdadera bailarina.
El periódico del domingo se había caído de la mesa. Ellen se puso bailar encima,
desgarrando las hojas con sus piececitos ágiles.
-No hagas eso, Ellen querida -suspiró Susie desde su silla de felpa rosa.
-Pero, mamita, si lo puedo hacer sin dejar de bailar.
-No lo hagas, te dice mamá.
Ed Thatcher había atacado La barcarola. Ellen la bailaba cimbreando los brazos,
desgarrando el periódico con sus pies ágiles.
-Ed, por amor de Dios, saca de ahí a esa niña; esta rompiendo el periódico.
El dejó caer los dedos en un acorde lánguido.
-Queridita, no hagas eso, papá no ha acabado de leerlo.
Ellen continuó. Thatcher saltó del taburete y la sentó en sus rodillas. La
pequeña se retorcía de risa.
-Ellen, debes hacer caso siempre a lo que mamá te diga, y no ser tan destrozona,
rica. Hacer ese periódico cuesta dinero, muchos obreros han trabajado en él, y
papá fue a comprarlo, y no ha terminado de leerlo. Ellen comprende ahora,
¿verdad? Lo que necesitamos en este mundo es cons-trucción y no des-trucción.
Luego volvió a su barcarola y Ellen siguió bailando, poniendo cuidadosamente los
pies entre las rosas del soleado campo de la alfombra.
En la mesa del lunch-room seis hombres, con los sombreros en la coronilla,
comían apresuradamente.
-¡Recristo! -gritó desde un extremo de la mesa el joven que tenía en una mano un
periódico y una taza de café en la otra -. ¿Se ha visto semejante cosa?
-¿El qué?-gruñó un hombre carilargo que mascaba un palillo.
-Un culebrón aparece en la Quinta Avenida... Esta mañana a las once y media, las
mujeres escaparon gritando a la vista de un culebrón que, saliendo por una
grieta del muro del depósito de aguas, empezó a cruzar la acera en la esquina de
la Quinta Avenida con la calle 42...
-Un camelo.
-Eso no tiene ná de particular -dijo un viejo-; cuando yo era chico tirábamos a
los becardones en Brooklyn.
-;Dios santo, las nueve y cuarto!-murmuró el joven doblando el periódico.
Y apresuradamente salió a Hudson Street. Hombres y muchachas marchaban a buen
paso en la luz rosada de la mañana. El martilleo de las herraduras de los
caballos, de cascos peludos, y el chirriar de las ruedas de los camiones,
cargados de víveres, levantaban un ruido ensordecedor. El aire se llenaba de un
polvillo cortante. Delante de la puerta de M. Sullivan & Co., Guardamuebles y
Almacén, le esperaba una chica. Llevaba un sombrero de flores y bajo la barbilla
levantada con impertinencia, un gran lazo malva. El joven se sintió lleno de
efervescencia como una botella de gaseosa recién descorchada.
-¡Hola, Emily!... Oye, me han ascendido.
-Por poco llegas tarde, ¿sabes?
-Pero es de veras, me han aumentado dos dólares.
Ella ladeó su barbilla, primero a un lado, luego al otro.
-No me importa un bledo.
-Ya sabes lo que me prometiste si me ascendían.
Le clavó los ojos burlona.
-Y esto no es más que el principio...
-Pero ¿qué se hace con quince dólares a la semana?
-Pues son sesenta al mes, y de paso aprendo el comercio de importación.
-Llegarás tarde por tonto.
Dio media vuelta y subió corriendo las sucias escaleras. Su falda, plisada en
forma de campana, se balanceaba de un lado para otro.
-¡Dios! ¡La odio, la odio!
Y sorbiéndose las lágrimas que le abrasaban los ojos, bajó rápidamente Hudson
Street hasta las oficinas de Winkle & Gulick, importadores de las Antillas.
La cubierta, junto al torno delantero, estaba caliente, húmeda, salobre.
Tendidos el uno junto al otro, cuchicheaban soñolientos. En sus oídos resonaba
el espumajeo del agua hendida por la proa, que cortaba brutalmente el oleaje
verdoso del Gulf Stream.
-J'te dis, mon vieux, moi j’fous le camp a New York...2 En cuanto amarremos,
salto a tierra y allí me quedo. ¡Estoy harto de esta vida de perros!
El camarero tenía el pelo rubio y una cara ovalada entre rosa y crema. Una
colilla apagada se desprendió de sus labios al hablar:
-¡Mon Dieu!
Trató de atraparle mientras rodaba por la cubierta, pero se le escapó de las
manos y desapareció por el imbornal.
-Déjala, yo tengo de sobra -dijo el otro que, echado de bruces, agitaba en el
sol brumoso un par de pies sucios-. Seguramente el cónsul te embarcará otra vez.
-Si me agarra.
-¿Y tu servicio militar?
-Al cuerno con él. Y con Francia también por lo mismo.
-¿Te vas a hacer ciudadano americano?
-¿Por qué no? Todo hombre tiene derecho a escoger su patria.
El otro, como meditando, se restregó la nariz con el puño, y dio un largo
silbido.
-Emile, tú eres un cuco -dijo.
-Pero, Congo, ¿por qué no vienes tú también? Supongo que no querrás pasarte la
vida recogiendo basura en la cocina de un cochino barco.
Congo dio una vuelta, se sentó con las piernas cruzadas, y se rascó la cabellera
negra y crespa.
-Oye, ¿cuánto cuesta una mujer en Nueva York?
-No sé; mucho, me figuro... Yo no voy a tierra a correrla. Voy a buscar un buen
empleo y a trabajar. ¿No puedes pensar más que en mujeres?
-¡Qué más da! ¿Por qué no?-dijo Congo.
Y se tendió otra vez cuan largo era en la cubierta, hundiendo la cara negra de
hollín en sus brazos cruzados.
-Lo que yo digo es que quiero llegar a algo en este mundo. Europa está podrida,
apesta. En América uno puede abrirse camino. El nacimiento no importa, la
educación no importa. Todo es abrirse camino.
-Y si hubiera aquí ahora una buena hembra, cachonda, aquí mismo en la cubierta,
¿no te gustaría revolcarte con ella?
-Cuando seamos ricos tendremos sobra de todo.
-¿Y no tienen servicio militar?
-¿Para qué? Lo único que buscan son los cuartos. No quieren pelearse con el
prójimo, sino negociar con él.
Congo no respondió.
El camarero tendido boca arriba miraba las nubes, que flotaban hacia el este,
apiñadas como enormes edificios, traspasados por la luz del sol, blanca y
brillante como papel de estaño. El se paseaba por largas calles blancas,
bordeadas de altos edificios, y, pavoneándose con su levita y su gran cuello
blanco, subía escaleras de estaño, amplias, relucientes. Por portales azules,
entraba en halls de veteados mármoles, donde el dinero corría y tintineaba en
grandes mesas de papel de estaño. Billetes, plata, oro.
-¡Mon Dieu, v'là l'heure! 3
La doble campana del vigía llegó débilmente a sus oídos.
-Que no te olvides. Congo, la primera noche que echemos pie a tierra...
(chasqueó los labios) ni visto ni oído.
-Estaba dormido. Soñaba con una rubia. La hubiera atrapado, si no me despiertas.
El camarero se levantó gruñendo y se quedó un momento en pie mirando al
poniente, donde el oleaje terminaba en una línea ondulante que cortaba un cielo
de níquel. Luego empujó la cabeza de Congo contra el suelo y corrió a popa. Los
zuecos le repiqueteaban en los pies desnudos.
Fuera, el caluroso sábado de junio arrastraba sus extremidades por la calle 1 10
abajo. Susie Thatcher, incómodamente tendida en la cama, con las manos azules y
huesudas sobre la colcha, oía voces a través del tabique. Una joven gritaba
nasalizando:
-Te digo, mamá, que no vuelvo con él.
Una voz vieja y ponderada de judía respondió en tono de reconvención:
-Pero, Rosie, la vida de matrimonio no consiste sólo en beber y divertirse. La
mujer debe someterse y trabajar para su marido.
-No quiero. No puedo. No quiero volver con ese asqueroso bruto.
Susie se sentó en la cama, pero no pudo oír lo que a continuación dijo la vieja.
-Es que ya no soy judía -chilló súbitamente la joven-. No estamos en Rusia;
estamos en Nueva York. Una mujer tiene aquí sus derechos.
Sonó un portazo y todo volvió a quedar en silencio.
Susie Thatcher, malhumorada, rebullía en la cama. Esa gentuza no me deja un
momento en paz. De abajo llegaba el tintín de una pianola que tocaba el vals de
La viuda alegre. «Oh, Dios, ¿por qué no vuelve Ed a casa? Es una crueldad dejar
a una enferma así sola. Egoísta.» Hizo una mueca y se echó a llorar. Luego se
quedó otra vez quieta, con los ojos fijos en el techo, mirando las pesadas
moscas que zumbaban alrededor de la lámpara. Un coche trepitaba calle abajo. Los
chiquillos gritaban. Un chaval pasó voceando un «extra». ¡Si fuera un incendio!
Aquel horrible fuego en un teatro de Chicago. ¡Voy a volverme loca! Se revolvía
en la cama, clavándose las uñas puntiagudas en las palmas de las manos. «Tomaré
otra pastilla. A ver si logro dormirme.» Se incorporó sobre el codo y sacó la
última tableta de una cajita de lata. El sorbo de agua que arrastró la tableta
le suavizó la garganta. Cerró los ojos y se quedó tranquila.
Despertó sobresaltada. Ellen correteaba por el cuarto, con su boina verde caída
hacia atrás y los bucles cobrizos en desorden. -Mamá, yo quiero ser chico.
-No grites, rica. Mamá no se siente nada bien.
-Yo quiero ser chico.
-¿Qué le has hecho a la niña, Ed? Está desatada.
-Los dos estamos excitadísimos. Hemos visto una comedia maravillosa. A ti te
hubiera encantado, tan poética y... ya sabes. Maude Adams estaba estupenda.
Ellen no se aburrió un minuto.
-Ya te lo dije. Ed: es ridículo llevar a esa criatura...
-Yo quiero ser un chico, papaíto.
-A mí me gusta mi niña tal como es. Tendremos que volver contigo, Susie.
-Bien sabes, Ed, que nunca me hallaré en estado de ir. -Se incorporó de repente,
rígida. El pelo lacio y amarillento le colgaba por la espalda-. Quisiera
morirme..., quisiera morirme y no ser más una carga para vosotros. Me odiáis los
dos. Si no me odiarais no me dejaríais así sola.
Y se echó a llorar tapándose la cara.
-Quiero morirme, quiero morirme -sollozó entre los dedos.
-Vamos, Susie, por amor de Dios, no está bien que digas esas cosas.
La abrazó y se sentó en la cama a su lado. Llorando en silencio, Susie dejó caer
la cabeza sobre el hombro de su marido. Ellen, en pie, los miraba con sus
grandes ojos grises. Luego se puso a saltar por el cuarto canturreando: «Ellie
va a ser un chico, Ellie va a ser un chico.»
A grandes zancadas, cojeando un poco a causa de sus pies ampollados, Bud
descendía Broadway. Pasó por delante de solares vacíos donde brillaban latas de
conserva entre hierbas y matojos de zumaque y zuzón; pasó entre filas de
carteleras y anuncios de Bull Durham; pasó por delante de chozas y casucas
abandonadas, dejando atrás vertederos llenos de escombros y ruedas, donde los
volquetes descargaban cenizas y escorias; pasó ante moles de roca gris que las
perforadoras de vapor taladraban y roían continuamente, ante excavaciones desde
las cuales subían trabajosamente a la calle carros cargados de cascote y greda.
Hasta que se encontró andando por aceras nuevas, entre filas de casas de
ladrillo amarillo. Bud miraba los escaparates de las tiendas de comestibles, de
las lavanderías chinas, de los lunch-rooms, de las tiendas de flores, de las
verdulerías, sastrerías y reposterías. Al pasar por debajo del andamiaje de un
edificio en construcción, su mirada se cruzó con la de un viejo que estaba
sentado al borde de la acera, componiendo lámparas de aceite. Bud se paró a su
lado, se subió los pantalones, carraspeó:
-Oiga, ¿no puede usté decirme de un buen sitio donde me den trabajo?...
-Buenos sitios donde den trabajo no los hay, amigo... Malos, si, de sobra... Yo
dentro de un mes y cuatro días cumpliré los sesenta y cinco, y he trabajado
desde que tenía cinco años, creo, y no he encontrado un buen empleo aún.
-Yo con cualquier trabajo me contento.
-¿Tiene usté tarjeta de la Unión?
-No tengo ná.
-Sin tarjeta no le darán trabajo en el gremio de constructores -dijo el viejo.
Se restregó los pelos grises de su barbilla con el dorso de la mano, y volvió a
sus lámparas. Bud se quedó mirando la selva de vigas de hierro, blancas de
polvo, del nuevo edificio, pero al fijarse en un hombre de sombrero hongo que le
miraba por la ventanilla de la caseta del vigilante, echó a andar, molesto,
arrastrando penosamente sus pies: «Si pudiera meterme en el mismo centro...»
En la otra esquina se agolpaba la gente alrededor de un automóvil blanco, muy
alto. Nubes de humo salían de la parte de atrás. Un policía sostenía a un
chiquillo por los sobacos. Desde el coche un hombre colorado, blancas patillas
de morsa, gritaba enfurecido:
-Le digo a usted, guardia, que tiró una piedra... Esto tiene que acabar. Un
policía ponerse de parte de los pillos y granujas...
Una mujer con el pelo recogido sobre la coronilla en un moño tieso, vociferaba
amenazando con el puño al hombre del auto:
-¡Por poco me pilla, guardia, por poco me pilla!
Bud se arrimó aun joven, con mandil de carnicero, que llevaba una gorra de
baseball echada hacia atrás.
-¿Qué pasa?
-¡Yo qué sé!... Uno d'esos jaleos d'autos, me figuro. ¿No lé usté los
periódicos? Hacen bien, ¿no cré usté? ¿Con qué derecho van ésos malditos chismes
disparaos por las calles atropellando mujeres y críos?
-¡Arrea!, pero ¿hacen eso?
-Pos claro que lo hacen.
-Oiga... mmm... ¿puede usté decirme d'un buen sitio ande me den trabajo?
El carnicero soltó una carcajada echando atrás la cabeza.
-¡Anda!... Y yo que pensé que m'iba usté a pedir limosna... Apuesto a que no es
usté neoyorquino... Yo le diré lo que tiene qu'hacer... Siga tó derecho por
Broadway abajo, hasta el Yuntamiento...
-¿Es ahí el centro de los negocios?
-Esatamente... Aluego sube usté arriba... Pregunta al alcalde... Dígame, ¿hay
alguna vacante en el concejo?...
-¡Qué diablos va a haber! -gruñó Bud alejándose rápidamente.
-Venga de ahí... rodar, rodar, canallas.
-Eso es hablar, Slats.
-¡Sal, siete, sal!
Slats tiró los dados, chasqueando el pulgar contra sus dedos sudorosos.
-¡Demontre!
-¡Vaya una manera de tirar, Slats!
Las manos sucias añadieron cada una un níquel al montón que se elevaba en el
centro del círculo formado por rodillas remendadas. Los cinco chicos estaban
sentados sobre sus talones a la luz de un farol en South Street.
-Vamos, ricos, que estamos esperando. ¡Venga de ahí, granujas, venga de ahí!
-¡Chicos, a pirárselas! Ahí baja ese grandullón de Leonard con su pandilla.
Le rompería el bautismo por un...
Cuatro de ellos se largaban ya muelle adelante desparramándose sin volver la
cabeza. El más pequeño, con su cara de pico, se quedó atrás tranquilamente para
recoger el dinero. Luego corrió pegado a la pared y desapareció por un oscuro
pasadizo entre dos casas. Allí esperó aplastado detrás de una chimenea. Las
voces contusas de la pandilla irrumpieron en el pasadizo; luego se perdieron
calle abajo. El chaval contaba los cuartos que tenía en la mano. Diez «¡Atiza!
Cincuenta centavos... Les diré que Leonard arreó con el parné.» Como sus
bolsillos no tenían fondo, anudó los cuartos en los faldones de la camisa.
En cada sitio de la mesa ovalada, resplandeciente de blancura, una copa de gin
alternaba con otra de champaña. En ocho platos blancos, lustrosos, ocho canapés
de caviar, flanqueados por rajas de limón, rociados con salpicón de cebolla y
clara de huevo, parecían redondeles de perlas negras sobre las hojas de lechuga.
-Beaucoup de soin,4 no lo olvides -advirtió el viejo camarero arrugando una
frente llena de bultos.
Era un hombre menudo, con andares de pato, y unas hebras de pelo negro muy
pegadas al cráneo abombado.
-Bien -aprobó Emile con un gesto de cabeza.
Le apretaba el cuello. Estaba removiendo la última botella de champaña en un
cubo de hielo, encintado de níquel, que había en el trinchero.
-Beaucoup de soin, ¡madonna!...5 El tío este tira el dinero como si fuera
confetti, ¿sabes?... Da propinas, ¿sabes?... Es muy rico. No le importa gastar.
Emile pasó la mano por el mantel para estirarlo.
-Fais pas como ça...6 Tienes las manos sucias. Puedes dejar la señal.
Descansando primero sobre un pie, luego sobre el otro, esperaban con la
servilleta al brazo. Del piso bajo, entre el olor a mantequilla de la comida y
el retintín de cuchillos, tenedores y platos, subía la giratoria melodía de un
vals.
Cuando vio al viejo camarero inclinarse en la puerta, Emile apretó los labios en
una sonrisa deferente. Una rubia de dientes largos, envuelta en una salida de
teatro color salmón, entraba dando el brazo a un hombre con cara de luna que
llevaba la chistera delante como un tope., Venían tras ellos una jovenzuela de
azul, muy rizada, que reía enseñando los dientes; una mujerona con una diadema y
una cinta de terciopelo negro alrededor del cuello; unas narizotas como
apagavelas, una cara larga color cigarrillo..., pecheras almidonadas, manos que
enderezaban corbatas blancas, negros reflejos en los sombreros de copa y en los
zapatos de charol. Venía también un señor que parecía una comadreja con dientes
de oro. No paraba de mover los brazos, escupiendo saludos a diestro y siniestro.
Llevaba en la pechera un diamante del tamaño de un níquel. La muchacha rubicunda
del guardarropa recogía los abrigos. El viejo camarero le dio con el codo a
Emile:
-Es él, el pez gordo -dijo entre dientes, inclinándose.
Emile se aplastó contra la pared mientras ellos pasaban con un crujido de sedas
y de zapatos. Una ráfaga de pacholí le hizo enrojecer hasta la raíz del pelo.
-Pero ¿dónde anda Fifí Waters?-gritó el del diamante.
-Dijo que no podría estar aquí antes de media hora. Me figuro que los tenorios
no la dejan franquear la puerta del escenario.
-Lo siento, no podemos esperarla, por más que sea su cumpleaños. En mi vida he
esperado yo a nadie.
Se quedó un momento en pie pasando revista a las mujeres que rodeaban la mesa.
Después sacó un poco los puños de las mangas de su frac, y se sentó bruscamente.
El caviar desapareció en un abrir v cerrar de ojos.
-Eh, camarero, ¿y ese vino del Rin?-graznó secamente.
-De suite, monsieur.7
Emile, conteniendo la respiración y mordiéndose los carrillos; se llevaba los
platos. Las copas se cubrieron de vaho cuando el viejo camarero escanció el vino
de una jarra de cristal tallado, donde flotaban hojas de menta, trozos de hielo,
cortezas de limón y largas tiras de pepino.
-Ajajá, esto es lo que nos hace falta.
El del diamante se llevó el vaso a los labios, los chasqueó, y lo volvió a
dejar, mirando de reojo a su vecina. Ella untaba de mantequilla trocitos de pan
y se los metía en la boca murmurando:
-Yo sólo puedo comer bocaditos, sólo bocaditos.
-Lo cual no te impide beber, ¿verdad, Mary?
Ella cacareó como una gallina y le dio en el hombro con el abanico cerrado:
-¡Eres un número!
-Allume-moi ça, ¡madonna! 8 -siseó el camarero viejo al oído de Emile.
Cuando encendió los dos calientaplatos del trinchero, un olor a jerez caliente,
crema y langosta se esparció por el comedor. El aire estaba caldeado, lleno de
vibraciones, de perfumes y de humo. Después de ayudar a servir la langosta a la
Newburg y de llenar los vasos, Emile se apoyé contra la pared y se pasó la mano
por el pelo húmedo. Sus ojos, resbalando por los rollizos hombros de la mujer
que tenía enfrente, bajaron por la empolvada espalda hasta un diminuto broche de
plata que se había soltado bajo un mar de encajes. El calvo que estaba a su lado
le había enganchado una pierna con la suya. Ella era joven, de la edad de Emile,
y, con los labios húmedos, entreabiertos, no dejaba un momento de mirar al
calvo. Esto le daba el vértigo a Emile, pero no podía apartar la vista.
-Pero ¿qué le habrá ocurrido a la bella Fifí?-chirrié el señor del diamante con
la boca llena de langosta . Supongo que habrá tenido esta noche otro éxito tal
que nuestra modesta reunioncita ya no le dice nada.
-Hay de sobra para trastornar a cualquier muchacha.
-Bueno, se va a llevar el primer chasco de su vida si pensaba que íbamos a
esperar. ¡Ja, ja, ja! -carcajeó el hombre del diamante-. Yo en mi vida he
esperado por nadie y no voy a empezar ahora.
Al otro extremo de la mesa el cara de luna había retirado su plato y jugueteaba
con la pulsera de su vecina.
-Es usted la perfecta Gibson Girl esta noche, Olga.
-Estoy posando ahora para mi retrato -dijo ella alzando su copa a contraluz.
-¿Para Gibson?
-No, para un pintor de veras.
-Como hay Dios que lo compraré.
-Tal vez no tendrá usted ocasión.
Olga inclinó hacia él su peinado Pompadour.
-Es usted una guasona insoportable, Olga.
Ella sonrió apretando los labios contra sus largos dientes.
Un individuo, inclinándose hacia el señor del diamante, golpeaba la mesa con un
dedo cuadrado.
-De ningún modo; como negocio de fincas la calle 23 ha fracasado... Es la
opinión corriente... Pero lo que yo quiero decirle reservadamente algún día,
señor Godalming, es esto... Cómo se han hecho las grandes fortunas en Nueva
York, Astor, Vanderbilt, Fish... Con los inmuebles, claro está. Ahora depende de
nosotros participar o no de los próximos beneficios... No tardará mucho la
cosa... Compre en la 40...
El del diamante arqueó una ceja y sacudió la cabeza.
-«Por una noche de belleza, demos de lado a nuestras cuitas»... o algo por el
estilo... Eh, mozo, ¿por qué demonios tarda usted tanto en servir el champaña?
Se puso de pie, tosió en la mano y comenzó a cantar dando graznidos:
Si todo el Atlántico fuera de champaña,
brillantes y pálidas olas de champaña.
Todo el mundo aplaudió. El viejo camarero acababa de trinchar un Alaska asado y,
rojo como una remolacha, descorchaba con grandes apuros una botella de champaña.
Con el estampido del corcho, la señora de la diadema dio un chillido. Se brindó
por el del diamante.
Porque es un tipo jovial...
-Bueno, ¿cómo le llaman ustedes a este plato?-preguntó el narizotas inclinándose
hacia su vecina, que llevaba el pelo partido al medio y un vestido verdeclaro
con mangas ahuecadas.
Guiñó un ojo despacio y luego se quedó mirándole fijo a las pupilas negras.
-Es el guiso más fantástico que nunca me he llevado a la boca... ¿Sabe usted,
señorita?; yo no vengo a menudo a esta ciudad... (Se tragó el resto del vaso). Y
cuando lo hago me voy generalmente bastante asqueado...
Su mirada brillante y febril, efecto del champaña, exploraba el contorno del
cuello y de los hombros y resbalaba por el brazo desnudo.
-Pero esta vez creo que...
-Debe ser una vida espléndida la del buscador de oro -interrumpió ella
ruborizándose.
-Era, sí, en otros tiempos, una vida ruda, pero una vida de hombre... Me alegro
mucho de haber hecho mi agosto entonces... No tendría la misma suerte ahora.
Levantó los ojos hacia él:
-Qué modestia, ¡llamar suerte a eso!
Emile estaba en pie ante la puerta del gabinete reservado. No había nada más que
servir. La rubia del guardarropa pasó con una gran capa de volantes al brazo. El
sonrió tratando de llamarle la atención. La chica torció la nariz y se retiró
con la cabeza alta. «No me quiere mirar porque soy un camarero. Cuando haga
dinero ya verán.»
-Dis, pide a Charlie otras dos botellas de Moet y Chandon, goût américain -le
dijo al oído su compañero, con voz silbante.
El cara de luna estaba en pie:
-Señoras y señores...
-Silencio en la pocilga...
-El gran cerdo quiere hablar -dijo Olga a media voz.
-Señoras y señores, debido a la ausencia de nuestra estrella de Belén y primera
act...
-Gilly, no blasfemes -dijo la dama de la diadema.
-Señoras y señores, no teniendo costumbre de...
-Gilly, estás borracho.
-...si la marea... digo, si las aguas están con nosotros o contra nosotros...
Uno le dio un tirón del frac y el cara de luna se sentó bruscamente en su silla.
-Es horrible... -dijo la dama de la diadema dirigiéndose al hombre cara larga
color tabaco, que estaba sentado a la cabecera de la mesa-, es horrible,
coronel, lo que blasfema Gilly cuando ha bebido...
El coronel desenrollaba meticulosamente el papel de plata de un cigarro.
-¿Es posible, querida?-dijo arrastrando las palabras.
Su cara, sobre el bigote gris erizado, no tenía expresión.
-Se cuenta una historia horrorosa de ese pobre Atkins, Elliot Atkins, el que
actuaba con Mansfield...
-¿De veras?-dijo fríamente el coronel cortando la punta del cigarro con un
pequeño cortaplumas de mango nacarado.
-Oiga, Chester, ¿ha oído usted decir que Mabie Evans estaba haciendo furor?
-Verdaderamente, Olga, no sé cómo. No tiene figura...
-Pues bien, una noche que pararon en Kansas, durante una tournée, empezó a
discursear, borracho perdido, ¿comprende usted...?
-Si no sabe cantar...
-El pobre nunca hizo gran cosa en Broadway...
-De figura no vale ni pizca...
-Y pronunció un discurso estilo Bob Ingersoll.
-¡Qué hombre simpático!... Ah, yo le traté mucho, en nuestros buenos tiempos, en
Chicago...
-¡Imposible!
El coronel acercó cuidadosamente una cerilla encendida a la punta de su cigarro.
-Entonces brilló un relámpago y una bola de fuego entró por una ventana y salió
por otra.
-Y... mmm... ¿murió?
El coronel lanzó al techo una bocanada de humo azul.
-¿Cómo decía usted?¿Que a Bob Ingersoll lo mató un rayo?-chilló Olga-. Bien
empleado, por ateo.
-No, no es eso exactamente; pero con el escarmiento se ha dado cuenta de lo que
importa esta vida, y ahora se ha hecho metodista.
-Es curioso que tantos cómicos se metan a pastores.
-Es la única manera de asegurarse un auditorio -graznó el señor del diamante.
Los dos camareros, del otro lado de la puerta, escuchaban el jaleo del interior.
-Tas de sacrés cochons, ¡madonna!9 -siseó el viejo a Emile, que se encogió de
hombros-. La morena se ha estado timando contigo toda la noche -añadió
guiñándole un ojo a su compañero-. Puede que algo bueno te espere.
-No quiero nada con ellas ni con sus puercas enfermedades tampoco.
El otro se dio una palmada en el muslo.
-Ya no hay hombres... Cuando yo era joven no reparaba en nada.
-Ni siquiera le miran a uno -dijo Emile apretando los dientes-. Un maniquí
animado: eso somos para ellas.
-Espera un poco, ya irás aprendiendo.
La puerta se abrió. Ambos se inclinaron respetuosamente ante el diamante.
Alguien le había dibujado dos piernas de mujer en la pechera. Tenía un rosetón
rojo en cada mejilla. El párpado inferior de un ojo se abolsaba, dando a su cara
de comadreja una estrambótica asimetría.
-¡Qué diablo, Marco, qué diablo! -rezongaba-. No tenemos nada que beber...
Tráete el Océano Az-lántico y otras dos botellas.
-De suite, monsieur...10
El mayordomo se inclinó.
-Emile, dícelo a Augusto, inmediatamente et bien frappé.11
Por el corredor, Emile les oía cantar:
Si todo el Atlántico fuera de champaña,
brillantes y páaáa...
La luna llena y el apagavelas volvían del lavabo tambaleándose del brazo, entre
las palmeras de hall,
-Esos majaderos me dan cien patadas en el estómago.
-¡Ah, sí! No son éstos los champañas «supers» de Frisco. ¡Tiempos aquéllos!
-Entonces nos dábamos la gran vida...
-A propósito, amigo Holyoke (el cara de luna se apoyó contra la pared), ¿has
visto mi precioso articulito sobre el comercio de gomas en los periódicos de
esta mañana?... Los accionistas van a caer como ratoncitos.
-¿Qué shabes tú de gomas?... No te sirve el truco.
-Eshpera y abre el ojo, Holyoke, mi querido amigo, si no quieres perder la gran
ocashión... Borracho o no, yo huelo el dinero... en el aire...
-¿Por qué no lo tienes entonces?
La cara roja del narizotas se puso violeta. La risa le hacía doblarse en dos.
-Porque siempre les soplo a mis amigos lo que sé -dijo el otro con calma-. Eh,
tú, mozo, ¿dónde está el comedor reservado ese?
-Par ici, monsieur.12
Un vestido rojo con pliegues de acordeón pasó junto a ellos como un torbellino:
una carita ovalada, con marco de bucles castaños, dientes nacarados en una boca
abierta de risa.
-¡Fifí Waters! -gritaron todos-. Ah, Fifí, queridita, ven a mis brazos.
La subieron a una silla, donde ella se quedó balanceándose, ya en un pie, ya en
el otro. El champaña chorreaba de una copa ladeada.
-¡Felices Pascuas!
-¡Buen año nuevo!
-Que cumplas muchos...
-Llame un coche, mozo,
Un joven que había entrado tras ella, hacía complicadas eses alrededor de la
mesa cantando:
Fuimos a la feria de los animales,
pájaros y fieras tenían allí,
y al claro de luna su pelo rojizo
estaba peinándose el viejo mandril.
-¡Hurra! -gritó Fifí Waters, alborotándole el pelo al señor del diamante-.
¡Hurra!
Se bajó de un salto y se puso a hacer cabriolas por la sala, levantando mucho la
pierna, con la falda por la rodilla.
-¡Oh là là! ¡Qué bien jalea las piernas la francesita!
-Atención al Pony Ballet.
Las esbeltas piernas, las medias de seda negra, los rojos zapatitos de borla,
relampagueaban ante las caras de los hombres.
-¡Qué loca! -gritó la dama de la diadema.
-¡Upa!
Holyoke se tambaleaba en la puerta. Fifí, dando un grito, le tiró de un puntapié
la chistera ladeada sobre el bulbo colorado de su nariz.
-¡Gol! -gritó todo el mundo.
-¡Recristo, me has dado una patada en el ojo!
Ella le miró un segundo y luego estalló en lágrimas sobre la pechera del señor
del diamante:
-A mí no se me insulta de ese modo -sollozó.
-Frótate el otro ojo.
-Busque una venda alguno.
-¡Diantre, pudo saltarle el ojo!
-Llame un coche, mozo.
-¿Dónde hay un doctor?
-¡Va a ser dificilillo!
Apretándose el ojo con un pañuelo lleno de lágrimas y sangre, el narizotas salió
dando tropezones. Hombres y mujeres le siguieron apresuradamente. El joven rubio
salió el último haciendo eses y cantando:
y al claro de luna su pelo rojizo
estaba peinándose el viejo mandril.
Fifí Waters sollozaba con la cabeza sobre la mesa.
-No llores, Fifí -dijo el coronel, que seguía en el mismo sitio donde había
estado sentado toda la noche-. Aquí tienes algo que me figuro te sentará bien.
Y a través de la mesa empujó hacia ella una copa de champaña.
Ella se sorbió las lágrimas y empezó a beber a traguitos.
-Hola, ¿cómo vamos, amigo Rogers?
-Vamos muy bien, gracias... Bastante aburridos... ¡Una noche con semejantes
juerguistas!...
-Tengo hambre.
-Creo que no queda nada comestible.
-De saber que estabas aquí, hubiera venido más temprano.
-¿De veras?... Eso sí que es amabilidad.
La larga ceniza se desprendió del cigarro del coronel. Este se levantó.
-Oye, Fifí, tomaremos un coche y daremos una vuelta por el parque...
Fifí terminó de un trago el champaña y aceptó radiante.
-¡Dios mío, son las cuatro!...
-Tendrás abrigo a propósito, ¿eh?
Ella dijo que sí con la cabeza.
-Espléndido. Fifí... Estás de primera.
La cara tabacosa del coronel se deshacía en sonrisas.
-Bueno, vamos.
Fifí miraba a su alrededor como aturdida.
-¿No había venido yo con alguien?
-¡No había para qué!
En el hall encontraron al joven rubio vomitando tranquilamente en un cubo de
incendios, bajo una palmera artificial.
-Oh, dejémosle -dijo ella respingando la nariz.
-¡No había para qué! -repitió el coronel.
Emile les trajo los abrigos. La del pelo rojo se había ido a casa.
-Oiga, mozo (el coronel blandió su bastón), llame un coche, haga el favor...
Procure que el caballo sea decente y que el cochero no esté borracho.
-De suite, monsieur.
Más allá de los tejados y de las chimeneas, un cielo de zafiro. El coronel
aspiró fuertemente tres o cuatro veces el aire de la madrugada y tiró el cigarro
a la alcantarilla.
-¿Y si nos fuéramos a desayunar a Cleremont? No encontré nada comible esta
noche. ¡Uf, qué asco de champaña dulce!
Fifí rió como una tonta. Después que el coronel hubo examinado las cernejas del
caballo, le acarició la cabeza, y subieron al coche. El coronel acurrucó a Fifí
cuidadosamente bajo su brazo y partieron. Emile se .quedó un momento en la
puerta del restaurante, desarrugando un billete de cinco dólares. Estaba
cansado, le dolían los empeines.
Cuando Emile salió por la puerta trasera del restaurante encontró a Congo que le
esperaba sentado en un escalón, con el cuello de la chaqueta subido. Su tez
estaba de un verde que daba frío.
-Este es mi amigo -dijo Emile a Marco-, vinimos en el mismo vapor.
-Di, ¿no tienes una botella de fine en la chaqueta? Sapristi, he visto salir de
aquí una pollitas muy aceptables.
-Pero ¿qué te pasa?
-Ná, que perdí mi colocación... No quiero ná con ese tío. Vamos a tomarnos un
café.
Pidieron café y buñuelos en una cantina instalada en un solar.
-Y bien, ¿le gusta a usté esta porquería de país?-preguntó Marco.
-¿Por qué no? Todo es lo mismo. En Francia te pagan mal y vives bien; aquí te
pagan bien y vives mal.
-Questo paese e completamente soto copra.13
-Creo que volveré al mar...
-Eh, ustés, ¿por qué caracho no aprendéis inglés?-dijo el tío de la cantina
dejando violentamente las tres tazas en el mostrador.
-Si hablamos inglés -replicó Marco- a lo mejor no le gusta a usté lo que
decimos.
-¿Por qué te echaron?
-¡Diable!, no sé. Tuve una agarrada con el camello que dirige el
establecimiento... Vivía al lado de la cochera; además de lavar los coches me
hacía fregar los pisos de su casa... Su mujer tenía una cara así. (Congo se
chupó los labios y trató de ponerse bizco.)
Marco rompió a reír:
-¡Santísima Vergine!
-¿Cómo te entendías con ellos?
-Señalaban las cosas con el dedo; entonces yo sacudía la cabeza y decía
Awright14. Entraba a las ocho y trabajaba hasta las seis, y cada día me daban
más cosas sucias que hacer... Anoche me mandaron limpiar la taza del retrete. Yo
sacudí la cabeza... Eso es trabajo pa mujeres... Ella se puso furiosa y empezó a
chillar. Entonces yo empecé a saber inglés... Go awright to'ell15, le digo...
Entonces llega el viejo con uno de sus látigos y me pone en la calle, diciéndome
que no me pagará la semana. Mientras peleábamos apareció un policía, y cuando yo
trato de explicarle al policía que el viejo me debía diez dólares por la semana,
va y me dice: «¡Anda allá, piojoso italiano!», y me da con la porra en el
coco... ¡Au diable alors!
Marco estaba rojo de indignación.
-¡Piojoso italiano le llamó!
Congo, con la boca llena de buñuelo, hizo un gesto afirmativo.
-Y él no era más que un hampón irlandés -dijo el inglés Marco-. Estoy más harto
de esta cochina ciudad...
-En el mundo entero pasa lo mismo: la policía moliéndonos a palos, los ricos
explotándonos con sus míseros jornales, ¿y quién tiene la culpa?... ¡Per Dios!
Usté, yo, Emile, todos tenemos la culpa.
-Nosotros no hemos hecho el mundo... Son ellos los que lo han hecho o Dios
quizá.
-Dios está de su parte, como un policía... Cuando llegue la hora mataremos a
Dios... Yo soy anarquista.
Congo tarareó: «Les bourgeois à la lanterne, nom de Dieu!»
-Es usté uno de los nuestros?
Congo se encogió de hombros.
-No soy católico ni protestante; no tengo dinero, no tengo trabajo. Miren.
Con su dedo sucio Congo señaló un largo siete en la rodilla de su pantalón.
-Esto es anarquismo... Caracho, me voy a ir al Senegal y hacerme negro.
-Ya lo pareces -rió Emile.
-Por eso me llaman Congo.
-Pero todo eso son bobadas -continuó Emile-. Todas las personas son lo mismo.
Sólo que algunas van para arriba y otras no... Por eso vine yo a Nueva York.
-Dio mio, eso pensaba yo también hace veinticinco años... Cuando seas viejo como
yo, ya verás. ¿No te da a veces vergüenza? Aquí... (se golpeó la pechera
almidonada con los nudillos)... Yo siento algo que me quema, que me ahoga,
aquí... Entonces me digo: «Courage,16 ya llegará nuestro día, nuestro día de
sangre».
-Pues yo me digo -interrumpió Emile-: «Cuando tengas dinero, chico...»
-Escucha: Antes de marcharme de Turín, cuando fui la última vez a ver a la mamá,
estuve en un mitin de camaradas... Uno de Capua se levantó para hablar..., un
guapo mozo, alto, delgado... Dijo que no habría más fuerza cuando, después de la
revolución, nadie viviera del trabajo del otro... Policía, gobiernos, ejércitos,
presidentes, reyes..., todo eso es fuerza. La fuerza no es realidad: es ilusión.
El obrero es quien inventa todo eso porque cree en ello. El día que cesemos de
creer en el dinero y en la propiedad, será como un sueño cuando despertemos. No
habrá necesidad de bombas ni de barricadas... Religión, política, democracia y
demás, es para tenernos dormidos... Todos debemos ir diciendo al pueblo:
«Despierta.»
-Cuando se eche usted a la calle estaré con usté -dijo Congo.
-¡Ustedes conocen al hombre de quien hablo?... Ese hombre, Enrico Malatesta, es
el más grande de Italia después de Garibaldi... Se pasa la vida en la cárcel o
en el destierro, en Egipto, en Inglaterra, en Sudamérica, en todas partes... Si
yo pudiera ser un hombre así no me importaría lo que me hicieran: colgarme,
fusilarme..., me da igual..., sería feliz.
-Pero un sujeto así debe estar loco -dijo Emile lentamente-. Debe estar loco.
Marco sorbió el último trago de su café.
-Espera un poco. Eres muy joven aún. Ya comprenderás... Uno por uno, nos van
convenciendo a todos... Y acuérdate de lo que te digo... Seré quizá demasiado
viejo, habré muerto quizá, pero llegará un día en que los obreros despertarán de
su esclavitud... Saldréis a la calle y la policía echará a correr, entraréis en
un Banco y allí andará el dinero por los suelos y no os agacharéis a
recogerlo... pues ya no os servirá para nada. Nos estamos preparando por todo el
mundo. Hay camaradas hasta en China... Vuestra Comune, en Francia, fue el
principio... El socialismo fracasó. A los anarquistas les toca dar el próximo
golpe... Si fracasamos nosotros también, otros vendrán...
Congo bostezó.
-Tengo un sueño de caerme.
Fuera, el alba color limón inundaba las calles desiertas, goteando de las
cornisas, de las barandillas de las escaleras de incendios, de los bordes de los
cubos de basura, rompiendo los bloques de sombra entre los edificios. Los
faroles estaban apagados. Desde una esquina miraron hacia Broadway, que parecía
una calle estrecha y rojiza, como si el fuego la hubiera destripado.
-Yo nunca veo el amanecer -dijo Marco, rechinándole la voz en la garganta-, que
no me diga: «Quizás... quizás hoy».
Carraspeó y escupió contra el pie de un farol: después se alejó con su andar de
pato, olfateando bruscamente el aire freso.
-¿Es verdad, Congo, eso de que te embarcas otras vez?
-,Por qué no? Hay que ver mundo...
-Te echaré de menos... tendré que buscar otro cuarto.
-Ya encontrarás amigo con quien compartirlo.
-Pero si haces eso no saldrás de marinero en toda tu vida.
-¿Qué más da? Cuando tú seas rico y estés casado vendré a visitarte.
Bajaban por la Sexta Avenida. Un tren elevado retembló sobre sus cabezas,
dejando al pasar un zumbido metálico a lo largo de las traviesas.
-¿Por qué no buscas otro sitio para quedarte aquí un poco?
Congo sacó dos cigarrillos arrugados del bolsillo superior de su chaqueta,
alargó uno a Emile, encendió una cerilla en la trasera del pantalón y lanzó
despacio el humo por la nariz.
-Te digo que estoy harto de esto... (se llevó la mano chata a la altura de la
nuez) hasta aquí... Puede que me vuelva a mi tierra, a ver las chiquitas de
Burdeos.. Por lo menos no están hechas sólo de ballenas... Me alistaré de
voluntario en la marina y llevaré un pompón rojo... A las mujeres les gusta. Eso
es vivir y namás... Emborracharse, y armar la gorda los días de paga y ver el
Extremo Oriente.
-Y luego morir sifilítico en un hospital, a los treinta...
-¿Y qué?... El cuerpo se le renueva a uno cada siete años.
La escalera de la casa donde vivían olía a verdura y a cerveza agria. Subieron a
trompicones, bostezando.
-El oficio de camarero es una porquería... Cansa mucho... Le duelen a uno las
plantas de los pies... Mira, va a hacer un día espléndido. Ya da el sol en el
tanque de enfrente.
Congo se quitó los zapatos, los calcetines y los pantalones y se apelotonó en su
cama como un gato.
-Esas malditas cortinas dejan pasar toda la luz -murmuró Emile estirándose en el
borde exterior de la cama.
Se agitaba incómodo entre las sábanas arrugadas. A su lado Congo respiraba
profunda y regularmente. «Si yo fuera así -pensaba Emile-, que no me preocupase
de nada... Pero no es ésa la manera de prosperar en el mundo. ¡Dios!, qué
estupidez... Ese bobo de Marco c'est gaga.17»
Y se quedó tendido de espaldas mirando las manchas mohosas del techo,
estremeciéndose siempre que un tren elevado hacia retemblar el cuarto. Sacré nom
de Dieu! Tengo que ahorrar dinero. Cada vez que daba una vuelta, sonaba una bola
de la cama, y entonces se acordaba de la voz ronca y silbante de Marco: Nunca
veo el amanecer que no me diga: quizás.
-Si me perdona un momentito, señor Olafson -dijo el agente-, mientras que usted
y la señora deciden acerca del piso...
Ellos se quedaron el uno junto al otro en el cuarto vacío. Por la ventana veían
el Hudson color pizarra, los barcos de guerra anclados y una goleta que viraba
río arriba. Ella se volvió de repente con los ojos brillantes:
-¡Oh, Billy!
El la agarró por los hombros y la atrajo a si lentamente.
-Casi se puede oler el mar.
-Piensa que vamos a vivir aquí en Riverside Drive. Tengo que fijar un día para
recibir... Sres. William C. Olafson, 218 Riverside Drive... No sé si estará bien
poner las señas en nuestras tarjetas de visita.
Lo tomó de la mano y lo llevó a través de los cuartos vacíos, bien barridos,
donde nadie había vivido aún. El era un hombre grandote y pesado, con ojos de un
azul borroso, hundidos en una cabeza blanca, de niño.
-Mucho dinero es, Bertha.
-Ahora podemos pagarlo, claro que podemos. Debemos vivir conforme a nuestros
ingresos... Tu posición lo pide... Y piensa qué felices seremos aquí.
El agente volvía por el hall frotándose las manos.
-Vaya, vaya, vaya... Veo que hemos tomado una decisión favorable... Cuerdo
acuerdo... No hay mejor sitio en toda Nueva York, y dentro de pocos meses no
podrían ustedes encontrar nada por aquí ni con influencia ni con dinero.
-Sí, lo tomamos desde primero de mes.
-Muy bien... No se arrepentirá usted de su decisión, señor Olafson.
-Le enviaré a usted un cheque mañana por la mañana.
-Como usted guste... ¿Y cuál es su dirección actual?, me hace el favor...
El agente sacó un carnet y humedeció la punta de un lápiz con la lengua.
-Ponga usted Hotel Astor.
Ella se plantó delante de su marido.
-Nuestras cosas están en un guardamuebles ahora.
El señor Olafson se puso colorado.
-Y... mmm... desearíamos el nombre de dos personas para referencia... en Nueva
York.
-Estoy con Keating & Bradley, ingenieros sanitarios, Park Avenue, 43...
-Acaban de hacerlo subinspector general -añadió la señora Olafson.
Cuando salieron a la Avenida, donde soplaba un viento agresivo, ella exclamó:
-Soy tan feliz, amor mío... Ahora sí que valdrá la pena vivir.
-Pero, ¿por qué le dijiste que vivíamos en el Astor?
-Hombre, no podía decirle que vivíamos en el Bronx. Hubiera pensado que éramos
judíos y no nos hubiera alquilado el piso.
-Pero ya sabes que no me gustan esas cosas.
-Bueno, no tenemos más que mudarnos al Astor lo que queda de semana si sientes
tantos escrúpulos... Yo no he parado en mi vida en un gran hotel del centro.
-Oh, Bertha, son los principios... No me gusta que seas así...
-Ella se volvió y le miró arrugando la nariz.
-Eres tan pamplinoso, Billy... ¡Lo que yo daría por haberme casado con un
hombre!
El la tomo del brazo.
-Vamos por aquí -dijo ásperamente, con la cara vuelta.
Subieron por una bocacalle, entre dos solares. En una esquina se veía aún la
desvencijada mitad de una alquería, construida de tablas solapadas. Quedaba aún
media habitación, con un papel azul de flores comido por manchas pardas, una
chimenea ahumada, un chinero destrozado y una caja de hierro toda doblada.
Los platos resbalaban sin cesar entre los grasientos dedos de Bud. Olor a
bazofia y jabonaduras. Dos restregones con el estropajo, al agua, a enjuagarlos
y a colocarlos en el escurridor para que el judío narigudo los seque; las
rodillas húmedas de salpicaduras, la grasa subiéndole por los brazos, los codos
entumecidos.
-Caramba, éste no es trabajo para un blanco.
-A mí qué, con tal de comer-dijo el pequeño judío entre el ruido de los platos y
el borbolloneo del fogón donde tres sudorosos cocineros freían huevos y jamón,
albondiguillas, patatas y picadillo de cecina.
-Sí, yo como bien -dijo Bud, pasándose la lengua por los dientes, de donde salió
una tirilla de carne salada que estrujó contra el paladar. Dos restregones con
el estropajo, al agua, a enjuagarlos y a colocarlos en el escurridor para que el
judío les seque. Hubo un descanso. El mozo judío alargó a Bud un cigarrillo.
Estaban en pie apoyados contra la pila.
-No es ninguna mina que digamos, esto de lavar platos.
Cuando el judío hablaba, el cigarrillo vacilaba entre sus labios gruesos.
-En todo caso, este trabajo no es para un blanco -dijo Bud-. Más vale servir,
hay propinas.
Un hombre con un hongo castaño llegó al lunch-room por la puerta oscilante.
Tenía una gran mandíbula, ojillos de cerdo y un largo cigarro muy tieso en medio
de la boca. Bud le vio y sintió un estremecimiento frío retorcerle las tripas.
-¿Quién es ése?-murmuró.
-No sé, un cliente, supongo.
-¿No crees que tiene cara de detective?
-¿Cómo diablos lo voy a saber yo? Nunca he estado en la cárcel.
El muchacho judío se puso colorado y sacó la mandíbula.
Un mozo trajo otra pila de platos sucios. Dos restregones con el estropajo, al
agua, a enjuagarlos y a colocarlos en el escurridor. Cuando el hombre del hongo
castaño volvió a pasar por la cocina, Bud no apartó los ojos de sus rojas manos
grasientas: «¿Y qué me importa que sea un detective...?» Cuando Bud hubo
terminado su tarea, se dirigió a la puerta enjugándose las manos, cogió su
chaqueta y su sombrero de la percha y se escurrió por la puerta de servicio,
entre latas de basura, a la calle. «Qué idiota, desperdiciar dos horas de paga.»
En el escaparate de un óptico el reloj marcaba las dos y veinticinco. Bajó por
Broadway, pasó Lincoln Square, atravesó Columbus Circle, marchando siempre hacia
el centro de los negocios, donde la multitud sería más densa.
Ellie estaba acostada, las rodillas dobladas hasta la barbilla, el camisón bien
remetido bajo los pies.
-Ahora, estírate y duerme, queridita... Promete a mamá que vas a dormirte.
-¿Es que papá no va a venir a darme las buenas noches y a besarme?
-Vendrá cuando vuelva. Ha tenido que ir otra vez a la oficina, y mamá va a ir a
jugar al euchre a casa de los señores Spingard.
-¿Cuándo volverá papá?
-Ellie, te he dicho que te duermas... Dejaré la luz.
-No, mamá; hace sombras... ¿Cuándo volverá papá?
-Cuando le parezca bien.
Apagó el gas... De todos los rincones salían sombras que uniendo sus alas se
enlazaban.
-Buenas noches, Ellen.
La raya luminosa de la puerta se estrechó al salir mamá, se estrechó lentamente
hasta quedar como un hilo. La cerradura crujió, los pasos se alejaron por el
vestíbulo, la puerta de la calle se cerró de golpe. El tictac de un reloj en
algún rincón del cuarto silencioso. Fuera del piso, fuera de casa, ruedas,
galopar de cascos, voces que se pierden. El estruendo aumenta. Todo negro menos
los dos hilos de luz como una L invertida en el ángulo de la puerta.
Ellie hubiera querido estirar las piernas, pero le daba miedo. No se atrevía a
quitar los ojos de la L invertida en el ángulo de la puerta. Si cerraba los ojos
la luz se iría. Detrás de la cama, entre las cortinas de la ventana, dentro del
armario, debajo de la mesa, las sombras le hacían muecas. Ellie se apelotonaba
apretando su barbilla contra las rodillas. La almohada estaba llena de sombras,
las sombras se deslizaban, se le metían en la cama. Si cerraba los ojos, la luz
se iría.
De la calle un fragor negro subía en espirales, se filtraba a través de las
paredes haciendo palpitar las sombras enlazadas. Su lengua chasqueaba entre los
dientes como el tic-tac del reloj. Sus brazos y sus piernas estaban rígidos; el
cuello, rígido también; iba a gritar. Gritar hasta ahogar el estruendo de la
calle, gritar para que papá la oiga, para que papá vuelva a casa. Tomó aliento y
gritó más. Para que papá vuelva a casa. Las sombras se tambaleaban y bailaban.
Las sombras daban vueltas y más vueltas. Entonces se echó a llorar. Sus ojos se
llenaron de lágrimas ardientes, tranquilizadoras, que rodaban por sus mejillas
hasta las orejas. Dio una vuelta y lloró, con la cabeza hundida en la almohada.
Los faroles de gas oscilaban un momento en las calles moradas de frío, luego se
apagan en un amanecer lívido. Gus McNiel, con los ojos todavía pegados de sueño,
marcha al lado de su carro, balanceando una cesta de rejilla, llena de botellas
de leche. Para en las puertas, recoge las botellas vacías, sube las escaleras
heladas, deja los cuartillos de leche, calidad A o calidad B, mientras tras las
cornisas, los tanques de agua, los caballetes de los tejados, las chimeneas, el
cielo se tiñen de rosa y amarillo. La escarcha blanca destella en los escalones
y en las aceras. El caballo, cabeceando, avanza de puerta en puerta. Las pisadas
comienzan a oscurecer el pavimento escarchado. Un camión de cerveza retumba
calle abajo.
-¿Cómo va, Moike? Vaya un fresquito, ¿eh?-grita Gus McNiel a un guardia que se
frota los brazos en la esquina de la Octava Avenida.
-¿Qué hay, Gus, siguen las vacas dando leche?
Ya es completamente de día cuando, al fin, golpeando con las riendas el raído
trasero de su caballo capado, emprende el regreso a la lechería. A sus espaldas
brincan en el carro las botellas vacías. En la Novena Avenida un tren pasa
disparado por lo alto, en dirección al centro, arrastrado por una maquinilla
verde que lanza burbujas blancas, densas como algodón, a disolverse en el aire
crudo, entre rígidas casas de negras ventanas. Los primeros rayos de sol hacen
resaltar el dorado letrero de
DANIEL McGILL Y CUDDY, VINOS Y LICORES
en la esquina de la Décima Avenida. Gus McNiel tiene la lengua seca, y el alba
le da un gusto salado. Un buen vaso de cerveza le entona a uno en una mañana
como ésta. Enrolla las riendas al látigo y salta por encima de la rueda. Sus
pies ateridos le pican al chocar contra el pavimento. Pateando para que le
vuelva la sangre a los dedos, franquea la portezuela.
-Que el diablo me lleve si no es el lechero que nos trae una pinta de crema para
el café.
Gus escupe en la recién lustrada salivadera, junto al mostrador.
-Chico, tengo una sed...
-Apuesto que has bebido mucha leche otra vez, Gus -rugió el dueño del bar con su
cara cuadrada de bistec.
El local huele a lustre y a serrín fresco. A través de una ventana abierta, un
rojo rayo de sol acaricia las nalgas de una mujer desnuda, que, quieta como un
huevo duro sobre un plato de espinacas, aparece reclinada en un cuadro de marco
dorado, detrás del mostrador.
-Bueno, Gus, ¿qué te apetece en una mañana fría como ésta?
-Cerveza, basta, Mac.
La espuma sube en el vaso, tiembla, se derrama. El dueño rasa los bordes con una
paleta de madera, deja que la espuma se asiente un instante, luego pone otra vez
el vaso bajo la espita poco abierta. Gus se instala confortablemente apoyando
los talones en la barra de latón.
-¿Y cómo va el trabajo?
Gus despacha su vaso de cerveza y levanta hasta el cuello la mano, antes de
limpiarse la boca con ella.
-Estoy hasta aquí... Lo que voy a hacer es irme al Oeste, tomar un terreno en
North Dakota, o en cualquier sitio por allá, y plantar trigo... yo me las
arreglo bien en una granja... Esta vida de las ciudades no vale pa ná.
-¿Cómo lo tomará Nellie?
-No se avendrá muy bien al principio, le gustan las comodidades de la casa, sus
costumbres, pero creo que en cuanto se vea allá... Esto no es vida ni pa ella ni
pa mí.
-Tiés razón. Esta ciudad está arruinada... Yo y la señora venderemos esto el
mejor día, pronto me parece. Si pudiéramos comprar un restaurante chic en el
centro o un merendero, eso sí que nos vendría al pelo. Ya le he echado el ojo a
una finquita por cerca de Bronxville, a distancia razonable. (Apoyando
meditativamente la barbilla en un puño como un mazo.) Ya estoy harto de tener
que andar a porrazos con esos malditos curdas todas las noches. Qué diablos, yo
no he dejao el ring pa seguir boxeando. Justamente anoche dos tíos empezaron a
darse golpes y yo tuve que habérmelas con ellos pa despejar el local... Ya estoy
harto de pelear con todos los curdas de la Décima Avenida... Toma algo por
cuenta de la casa.
-Temo que Nellie me lo va a notar por el olor.
-Bah, no te preocupes... Nellie debe estar acostumbrada a que se beba un
poquito. A su padre bien le gusta.
-En serio, Mac, no he agarrao una desde que me casé.
-Haces bien. Es realmente un encanto de mujer, Nellie, vaya si loes. Aquellos
ricitos suyos son para volver loco a cualquiera.
La segunda cerveza lleva un acre torrente de espuma hasta las puntas de sus
dedos. Gus, riendo, se da una palmada en el muslo.
-Es una perla, eso es lo que es, Gus, tan señorita y demás.
-Bueno, creo que me voy a verla.
-Qué tío de suerte, volverte a casa a acostarte con tu mujer, cuando todos
empezamos a trabajar.
La cara de Gus se puso más roja. Los oídos le palpitaban.
-A veces me la encuentro en la cama aún... Hasta la vista, Mac.
Gus sale a la calle. La mañana está triste y fría. Nubes de plomo pesan sobre la
ciudad.
-Arrea., saco de huesos -dice Gus dando un tirón de la rienda.
La Undécima Avenida está cubierta de un polvo helado. Chirrían las ruedas,
martillean los cascos en los adoquines. Por la vía férrea llega el tin-tan de la
campana de la locomotora de un tren de mercancías que entra en agujas. Gus está
en la cama con su mujer hablándole dulcemente: -Mira, Nellie, no te importará
que nos vayamos al Oeste, ¿verdad? He hecho una instancia pidiendo un terreno en
North Dakota, tierra negra donde podremos hacer un montón de dinero con el
trigo. Hay tipos que se han hecho ricos con cinco buenas cosechas... Y es mejor
para los peques también... «Hola, Moike». Aun está ahí el pobre Moike en su
puesto. Mal negocio ser guardia con este frío. Más vale cultivar trigo y tener
una buena granja, con graneros y cerdos y caballos y vacas y gallinas... La
Nellie, tan bonita con su pelo rizado, dando de comer a las gallinas a la puerta
de la cocina...
-¡Eh, amigo!... -le grita uno desde la acera-. ¡Cuidado con el tren!
Una boca que grita bajo una gorra de visera, una bandera verde que ondea. «Dios
mío, estoy en la vía.» De un brusco tirón hace volver la cabeza al caballo. Un
topetazo destroza el carro. Los vagones, el caballo, la bandera verde, las casas
rojas, todo voltea y se hunde en las tinieblas.
III. DÓLARES
Caras todo a lo largo de la batayola; caras en todas las portillas. A sotavento
salía un olor rancio del vapor que estaba fondeado en el puerto, un poco
escorado, con la bandera amarilla de la cuarentena ondeando en el palo mayor.
«Un millón de dólares daría yo -dijo el viejo soltando los remos- por saber a
qué vienen.»
«Por eso mismo, abuelo -dijo el joven sentado a la popa-. ¿No es éste el país de
la oportunidad?»
«Una cosa sé -continuó el viejo-. Y es que cuando yo era muchacho no venían más
qu'irlandeses por primavera, con el primer banco de sábalos... Ya no hay
sábalos, y esa gente Dios sabe de ande vienen.»
«Es el país de la oportunidad.»
Un joven demacrado, con ojos de acero y fina nariz arqueada, estaba recostado en
su silla giratoria, con los pies encima del nuevo escritorio de caoba. Tenía la
piel cetrina, y sus labios se plegaban en un ligero mohín. Removiéndose en la
silla contemplaba los arañazos que sus zapatos hacían en el chapeado de la mesa.
Me importa un pito. Se incorporó de repente, haciendo crujir el asiento, y se
dio un puñetazo en la rodilla. Total tres meses rozándome los pantalones en esta
silla... ¿Para qué pasar por la Facultad de Derecho, sacar la licenciatura de
abogado, si no encuentra uno pleito que defender? Frunció el ceño al ver el
letrero dorado a través de la puerta de cristales esmerilados:
NIWDLAB EGROEG
odabogA
Niwdlab, galés. Se puso en pie de un salto. Llevo leyendo al revés ese condenado
letrero tres meses, todos los días. Me voy a volver loco. Saldré a almorzar.
Se estiró el chaleco, se sacudió los zapatos con un pañuelo y luego, contrayendo
la cara en una expresión de intensa preocupación, salió escapado de su oficina,
bajó a saltos las escaleras y salió a Maiden Lane. Delante del restaurante leyó
en una edición extraordinaria:
LOS JAPONESES ARROJADOS DE MUKDEN
Compró el periódico, lo dobló bajo el brazo y empujó la puerta. Tomó una mesa y
examinó el menú con atención. No puedo excederme por ahora.
-Camarero, tráigame un cubierto a la New England, una ración de tarta de manzana
y un café.
El narigudo camarero escribió la orden en una hoja de papel, mirándole de reojo,
con el ceño fruncido... Este es el almuerzo de un abogado sin pleitos. Baldwin
carraspeó y desdobló el periódico. Con esto subirán las acciones rusas un
poquito. Los veteranos visitan al presidente...
OTRO ACCIDENTE EN LA VÍA DE LA
UNDÉCIMA AVENIDA
Un lechero gravemente herido. ¡Hola, aquí podría sacarse una bonita
indemnización!
Augustus McNiel, 253 W. 4th. Street, repartidor de la Lechería Excelsior, fue
gravemente herido esta madrugada por un tren de carga que retrocedía por la vía
de la New York Central...
Podría poner pleito a la Compañía. ¡Cuerno, yo debía agarrar a ese hombre y
hacerle pedir una indemnización!... No ha vuelto en sí aún... Se habrá muerto
quizá. Entonces su mujer puede demandarlos con mayor motivo... Iré al hospital
esta misma tarde... Tengo que adelantarme a todos esos picapleitos. Mordió un
bocado de pan con aire determinado y masticó enérgicamente. Pues claro que no;
iré a su casa a ver si hay mujer o madre o lo que sea: «Perdóneme usted Sra.
McNiel si vengo a importunar su profunda aflicción pero estoy en este momento
tratando de investigar... Sí, retenido por intereses de capital importancia...»
Bebió el último sorbo de café y pagó la cuenta.
Repitiendo 253 W. 4th. Street sin cesar, montó en un tranvía que subía por
Broadway. Se metió por la calle 4, lado oeste, bordeando Washington Square. Los
árboles extendían sus ramas de un tenue violeta contra un cielo columbino. Las
casas de enfrente con sus grandes ventanas, resplandecían rosadas, impasibles,
prósperas. El gran sitio para un abogado con grande y perseverante clientela.
Bueno, ya veremos esto. Cruzó la Sexta Avenida y siguió la sucia calle en
dirección al oeste. Había por allí un insoportable olor a cuadra, y en las
aceras, llenas de basura, se revolcaban los chiquillos. Pensar que se puede
vivir aquí entre irlandeses de clase baja, y extranjeros, la escoria del
universo. En el número 253 había varios timbres sin nombre. Una mujer con mangas
de guinda remangadas en unos brazos amorcillados, sacó por la ventana una cabeza
gris desgreñada.
-¿Puede usted decirme si vive aquí Augustus McNiel?
-¿Ese que está en el hospital? Sí que vive.
-El mismo. ¿Tiene parientes en la casa?
-¿Y usté para qué los quiere?
-Es cuestión de negocios.
-Suba usté al último piso y allí encontrará a su mujer, pero lo más fácil es que
no pueda recibirle... La probe está toda trastornada con lo de su marido, y no
hacía dieciocho meses que s'habían casao.
En las escaleras se veían huellas de barro y salpicaduras de las latas de la
basura. Arriba encontró una puerta recién pintada de verde oscuro, y llamó.
-¿Quién es?-preguntó una voz de muchacha que le hizo estremecerse.
-(Debe ser joven.) ¿Está la señora McNiel en casa?
-Sí -respondió la cantarina voz-. ¿Qué quiere usté?
-Es un asunto... relacionado con el accidente del señor McNiel.
-¿Con el accidente, dice usté?
La puerta se abrió poco a poco, cautelosamente. Tenía la nariz y la barbilla
bien dibujadas, de un color blanco perla. Una ondulada mata de pelo rojizo ceñía
en lisos bucles su frente alta y estrecha. Dos ojos grises, vivos y recelosos,
le miraban fijamente a la cara.
-¿Podría hablar con usted un momentito acerca del accidente del señor McNiel?
Existen ciertas consecuencias legales que creo mi deber poner en su
conocimiento... A propósito, espero que estará mejor.
-Oh, sí, ya recobró el sentido.
-¿Puedo pasar? La cosa es un poco larga de explicar.
-Sí, ¿por qué no?
El mohín de sus labios se alargó en una sonrisa forzada.
-Digo yo que no irá usted a comerme.
-De veras que no.
El, riéndose con una risa nerviosa, gutural, la siguió a una salita oscura.
-No levanto las cortinas para que no vea usté lo revuelto que está esto.
-Permítame ante todo que me presente, señora McNiel... George Baldwin, 88 Maiden
Lane... Yo, sabe usted, me especializo en casos como éste... Para decirlo en
cuatro palabras... Su marido ha sido atropellado y casi muerto por la
negligencia culpable, y tal vez criminal, de los empleados de la Compañía del
New York Central Railroad. Sobran motivos para poner pleito a la Empresa. Ahora
bien, tengo mis razones para creer que la Lechería Excelsior intentará un
proceso por las pérdidas habidas, caballo, carro, etc...
-¿Quiere usted decir que Gus podría obtener una indemnización también?
-Eso mismo.
-¿Cuánto cree usted que podría sacar?
-Depende de la gravedad de su estado, de la actitud de los tribunales, y acaso
de la pericia del abogado... Creo que diez mil dólares es una estimación
moderada.
¿Y usté no pide nada adelantado?
-Los honorarios del abogado raramente se pagan hasta que el caso se lleva a
feliz término.
-Y es usté abogado, ¿de veras? Parece usté muy joven para ser abogado.
Los ojos grises brillaban fijos en él. Ambos se echaron a reír. Baldwin sintió
una inexplicable sensación de calor por todo el cuerpo.
-Sin embargo, soy abogado. Casos como éste son mi especialidad. Precisamente el
martes pasado saqué seis mil dólares para un cliente mío, a quien un caballo del
ómnibus le dio una coz... En este momento, como usted sabrá, reina gran
agitación contra el privilegio de la vía férrea de la Undécima Avenida... El
momento no puede ser más favorable.
-Oiga, ¿habla usté siempre así o sólo cuando habla de negocios?
El echó la cabeza atrás, estallando de risa.
-¡Pobre Gus, siempre dije que tenía mala estrella!
El vagido de un niño se filtró débilmente a través del tabique.
-¿Qué es eso?
-Nada, el niño... El condenado no sabe más que berrear.
-¿De manera que tiene usted chicos, señora McNiel?
Esta idea le dejó frío.
-Uno solo... ¿qué quiere usted?
-¿Su marido está en el Emergency Hospital?
-Sí, creo que le dejarán a usted verle, por tratarse de lo que se trata. Se
queja de una manera horrible.
-Ahora, si yo pudiera encontrar unos cuantos testigos.
-Mike Doheny lo vio todo... Es de la policía. Un buen amigo de Gus.
-Tenemos el asunto ganado... No será necesario ir a los tribunales... Me voy
derecho al hospital.
Volvieron a oírse berridos en el otro cuarto.
-Oh, ese crío... -murmuró ella crispada-. Ya sabríamos en qué gastar el dinero,
señor Baldwin...
-Bueno, tengo que irme. (Cogió el sombrero.) Y desde luego, haré todo lo que
pueda en este asunto. ¿Puedo venir de vez en cuando para tenerla al corriente?
-Así lo espero.
En la puerta, al despedirse, él no acababa de soltarle la mano. Ella se
ruborizó.
-Bueno, adiós y muchas gracias por su visita -dijo secamente.
Baldwin bajó las escaleras tambaleándose, presa de vértigo. La sangre se le
agolpaba en la cabeza. La mujer más bonita que he visto en mi vida. Fuera
empezaba a nevar. Los copos eran una fría y furtiva caricia en sus mejillas
ardientes.
Sobre el Parque, un cielo moteado de nubecillas con cola, parecía un prado con
gallinas blancas.
-Oye, Alice, vamos a bajar por este caminito.
-Pero Ellen, papá me ha dicho que volviera derecha a casa desde la escuela.
-¡Miedosa!
-Pero Ellen, esos secuestradores...
-Te he dicho que no me llames Ellen.
-Bueno, Elaine, entonces; Elaine, el lirio de Astalot.
Ellen lucía su vestido nuevo escocés, de la Guardia Negra. Alice llevaba gafas y
tenía unas piernas delgadas como horquillas. -¡Gallina!
-Hay unos hombres horrendos en aquel banco. Vámonos a casa, Elaine la bella,
vámonos.
-A mí no me dan miedo. Yo podría volar como Peter Pan si quisiera.
-¿Por qué no lo haces?
-Es que ahora no tengo gana.
Alice comenzó a gimotear.
-Oh, Ellen, no seas mala... Vámonos a casa, Elaine.
-No, yo me voy a pasear por el parque.
Ellen bajó las escaleras. Alice se quedó arriba, balanceándose ya en un pie, ya
en el otro.
-¡Gallina, gallina, qué mieditis tienes! -gritó Ellen.
Alice se marchó corriendo, hecha un mar de lágrimas.
-¡Se lo voy a decir a tu mamá!
Ellen, dando patadas al aire, bajó por el sendero de asfalto, entre los
arbustos.
Ellen con su nuevo traje escocés, de la Guardia Negra, que mamá le había
comprado en Hearn's, bajaba por el sendero asfaltado, dando patadas al aire.
Llevaba un cardo de plata a guisa de broche en la hombrera del vestido nuevo
escocés que mamá le había comprado en Hearn's. Elaine de Lammermoor iba a
casarse. La novia. Uangnaan, nainainai, hacían las gaitas entre el centerno. El
hombre del banco tiene un parche en un ojo. Un parche que ve. Un parche que ve.
El secuestrador de la Guardia Negra; entre los arbustos susurrantes, los
secuestradores montan su Guardia Negra. Ellen no da patadas al aire. Ellen tiene
un miedo horrible del secuestrador de la Guardia Negra, el hombrote hediondo de
la Guardia Negra que lleva un parche en el ojo. Tiene miedo de correr. Sus pies
se pegan al asfalto cuando tratan de echar a correr por el sendero abajo. Tiene
miedo de volver la cabeza. El secuestrador de la Guardia Negra le pisa los
talones. Cuando llegue al farol correré hasta la niñera con el bebé, cuando
llegue hasta la niñera con el bebé correré hasta el árbol grande, cuando llegue
al árbol grande... Oh, qué cansada estoy... Llegaré al Central Park West, bajaré
por la calle a casa... Tenía miedo de volverse. Corría sintiendo una punzada en
un costado. Corría, y la boca le sabía a calderilla.
-¿Por qué corres, Ellie?-preguntó Gloria Drayton, que estaba saltando a la comba
delante de la casa de los Noreland.
-Corro porque quiero -contestó Ellen jadeando.
Un resplandor vinoso teñía las cortinas de muselina y se filtraba en la penumbra
azul de la habitación. Estaban en pie uno a cada lado de la mesa. En una maceta
de narcisos, todavía envuelta en papel de seda, brillaban estrelladas flores,
con pálida fosforescencia, despidiendo un olor a tierra húmeda mezclado a un
perfume lánguido y punzante.
-Muy amable de su parte traerme estas flores, señor Baldwin. Se las llevaré a
Gus al hospital, mañana.
-Por los clavos de Cristo, no me llame usted así.
-Si es que no me gusta el nombre de George.
-No importa, a m í me gusta su nombre, Nellie.
Se quedó mirándola. Le parecía que pesados anillos de perfume le ceñían los
brazos. Las manos le colgaban como guantes vacíos. Ella tenía los ojos negros,
dilatados, y sus labios avanzaban hacia él por encima de las flores. Se tapó la
cara con las manos. El le pasó el brazo por los hombros frágiles.
-Mira, Georgy, tenemos que ser prudentes. No debes venir aquí tan a menudo. No
quiero dar que hablar a todas las comadres de la casa
-No te preocupes... No debemos preocuparnos de nada.
-Me he estado portando como si estuviera loca, esta última semana... Esto tiene
que acabar.
-Tú no pensarás que lo que ocurre es natural en mí, ¿verdad? Juro a Dios,
Nellie, que es la primera vez. Yo no soy un hombre de ésos... Ella mostró sus
dientes regulares en un golpe de risa.
-¡Oh, con los hombres nunca sabe una a qué atenerse!...
-Pero si no fuera esto algo extraordinario, excepcional, comprenderás que yo no
te hubiera perseguido de este modo, ¿verdad? Nunca he estado tan enamorado de
nadie como de ti, Nellie.
-¡Mira con lo que sale!
-Pues es la verdad... Yo nunca me ocupé de tales historias. He tenido que
trabajar demasiado para terminar la carrera y no me ha quedado tiempo para
pensar en mujeres.
-Me parece que tratas de recuperar lo perdido.
-Oh, Nellie, no digas esas cosas.
-No, pero de verdad, Georgy, tengo que acabar con esto. ¿Qué haremos cuando Gus
salga del hospital? Ya no me ocupo de la niña ni de nada.
-Cristo, no me importa lo que ocurra... Oh, Nellie.
El le hizo volver la cabeza. Se agarraron, vacilantes, las bocas furiosamente
unidas.
-Cuidado, por poco tiramos la lámpara.
-Dios, eres maravillosa, Nellie.
Nellie había dejado caer la cabeza sobre su pecho, y él se sentía penetrado por
el perfume de su pelo en desorden.
Era de noche. Las luces verdes de los faroles culebreaban en torno a ellos. Ella
le miraba y sus ojos negros brillaban, terribles, solemnes.
-Oye, Nellie, vamos al otro cuarto -murmuró él con voz temblorosa.
-Está la niña allí.
Se separaron, con las manos frías, sin dejar de mirarse.
-Ven y ayúdame. Tráete la cuna aquí... Cuidado, si la despertamos gritará hasta
desgañitarse -dijo Nellie con voz seca.
La niña dormía con su carita de goma muy engurruñida, con sus puñitos rosados
muy apretados sobre el embozo.
-Está en la gloria -dijo él, con una risita forzada.
-No puedes callarte... Vamos, quítate los zapatos... Bastante ruido hemos metido
ya... Georgy, yo no debiera hacer esto, pero no puedo remediarlo...
El la buscó a tientas en la oscuridad.
-Vida mía...
Y la abrazó torpemente, respirando fuerte, como un loco.
-Flatfoot, nos la estás dando...
-No, de veras, juro por el sepulcro de mi madre qu'es la pura... Latitud sur,
trentisiete por doce ueste... No tenéis más qu'ir ayí y verlo... En aqueya isla
ande fuimos a parar en el barco del segundo, cuando el Elliot P. Simkins se fue
a pique, había cuatro machos y cuarentisiete hembras, incruyendo mujeres y
niños. ¿No fui yo el que le conté todo al tío ese, el repórter, y salió en todos
los periódicos del domingo?
-Pero Flatfoot, ¿cómo demonio te sacaron a ti de allí?
-Me sacaron en una camilla, que me muera si miento. Yo m'iba p'abajo tamién, me
dormía de proa como el viejo Elliot P., que me maten si no es cierto.
Las cabezas echadas hacia atrás soltaron grandes carcajadas, los vasos golpearon
la redonda mesa llena de círculos, las manos cayeron sobre los muslos, los codos
se hundieron en las costillas.
-¿Y cuántos fulanos erais en el barco?
-Seis con el señor Dorkins, el segundo.
-Siete y cuatro once... fss... tocabais a cuatro y tres onzavos por cabeza...
¡Vaya islita!
-¿Cuándo sale el otro ferry ?
-Vamos antes a echar otro traguito... Eh, Charlis, venga otra ronda.
Emile le tiró del codo a Congo.
-Sal afuera un momento. J'ai que'que chose à te dire.18
Congo tenía los ojos húmedos. Tambaleándose un poco, siguió a Emile al bar.
-¡Oh, le petit mystérieux!19
-Mira, tengo que marcharme, me espera una amiga.
-Oh, ¿era eso lo que te preocupaba? Siempre dije que eras un cuco, Emile.
-Mira, aquí te dejo mi dirección en un cacho de papel para en caso que te
olvides: 945 West, 22nd. Puedes venir y dormir allí, si no estás muy curda, y no
traigas amigos, ni mujeres, ni nada. Me entiendo bien con la patrona y no quiero
echarlo a perder... ¿Comprendes?
-Y yo que quería llevarte a una juerga de postín... Faut faire un peu la noce,
nom de Dieu!...20
-Tengo que trabajar por la mañana temprano.
-Yo tengo la paga de ocho meses en el bolsillo...
-De todos modos, pásate mañana a eso de las seis. Te esperaré.
-Tu me tiens pourrit, tu sais, avec les manières.21
Congo lanzó un salivazo a la salivadera que había en un rincón, y se volvió
adentro frunciendo el entrecejo.
-¡Eh, tú, Congo, siéntate! Barney va a cantar The Bastard King of England.
Emile montó en un tranvía ascendente. Se apeó en la calle 18 y se dirigió a la
Octava Avenida. A dos puertas de la esquina, había una tiendecita. Sobre una de
las ventanas ponía CONFISERIE, sobre la otra DELICATESSEN. En medio de la puerta
vidriera, en letras de esmalte blanco, se leía: EMILE RIGAUD, GOLOSINAS
ESCOGIDAS. Emile entró. Sonó la campanilla de la puerta. Una mujerona morena,
con pelos negros en las comisuras de los labios, dormitaba tras el mostrador.
Emile se quitó el sombrero.
-Bonsoir, madame Rigaud.22
Ella levantó la cabeza sobresaltada, luego enseñó dos hoyuelos en una sonrisa.
-Tieng, c'est comme ça qu'ong oublie ses ami-es23 -dijo con un tonante acento
bordelés-. Hace una semana que me estoy diciendo: monsieur Loustec se olvida de
sus amigos.
-No tengo ya tiempo para nada.
-¿Mucho trabajo, mucho dinero, heing?
Al reír le temblaban los hombros y los pechos bajo la ceñida blusa azul.
Emile guiñó un ojo.
-Pudiera irme peor... pero ya estoy harto de servir... Es un oficio muy
cansador; y nadie hace caso de un camarero.
-Es usted hombre de ambición, monsieur Loustec.
-Que voulez vous?24
Enrojeció y dijo tímidamente:
-Me llamo Emile.
Madame Rigaud levantó los ojos al techo.
-Así se llamaba mi difunto marido. Estoy acostumbrada a ese hombre.
Suspiró ella profundamente.
-¿Y cómo van los negocios?
-Comme-ci, comme-ça... 25 El jamón ha vuelto a subir.
-El trust de Chicago tiene la culpa... El monopolio del cerdo, ése si que es un
medio de ganar dinero.
Emile sintió que los ojos saltones de madame Rigaud le escudriñaban los suyos.
-Me gustó tanto lo que usted contó el otro día... lo he recordado a menudo... La
música le hace a uno bien, ¿verdad?
Los hoyuelos de madame Rigaud se señalaban al reír.
-Mi pobre marido no tenía oído... Eso me hacía sufrir mucho.
-.No podría usted cantarme algo esta noche?
-Si usted quiere, Emile... Pero no hay nadie para atender a la parroquia.
-Yo saldré cuando suene el timbre, si usted me lo permite.
-Muy bien... He aprendido una nueva canción americana... C'est chic vous
savez.26
Madame Rigaud cerró la caja con una de las llaves del manojo que llevaba colgado
a la cintura, y se metió en la trastienda por la puerta de cristales. Emile la
siguió, sombrero en mano.
-Déme el sombrero, Emile.
-Oh, no se moleste.
La trastienda era una salita con papel de flores amarillas y cortinas color
salmón. Bajo el brazo del gas, había un piano lleno de fotografías. La banqueta
crujió al sentarse madame Rigaud. Recorrió las teclas con los dedos. Emile se
sentó con precaución en el mismo borde de la silla, al lado del piano. Tenía el
sombrero entre las rodillas, y alargaba la cabeza de modo que ella, mientras
tocaba, podía verle con el rabillo del ojo. Madame Rigaud comenzó a cantar:
Como págarro en jaule de orro
que dishoso parrece cantarr,
ela ríe, perrdido el tesoro
de su liberrtad,
ela ríe, querriendo lorrarr.
El timbre de la tienda sonó estrepitosamente.
-Permettez27 -gritó Emile, saliendo escapado.
-Media libra de salchichón en rajas -dijo una muchachita de trenzas.
Emile pasó el cuchillo por la palma de su mano y cortó el embutido
cuidadosamente. Volvió de puntillas a la salita y dejó el dinero en el borde del
piano. Madame Rigaud seguía cantando:
Juventud y vejez no podrán
congeniarr nunca, nunca, del todo.
A la bela comprró un carcamal
pagando un tesorro
y es un págarro en jaule de orro.
Bud, parado en la esquina de Broadway y Franklin Street, comía cacahuetes
sacándolos de un cartucho de papel. Era mediodía y no le quedaba ningún dinero.
El elevado retumbó sobre su cabeza. Motas de polvo danzaban ante sus ojos en el
sol rayado por las traviesas. Preguntándose hacia dónde tirar, deletreaba por
tercera vez los nombres de las calles. Un coche negro, reluciente, tirado por
dos caballos negros, de ancas lustrosas, dobló la esquina frente a él. Las
ruedas rojas, brillantes, bruscamente frenadas, rechinaron contra los guijarros.
En el pescante, al lado del cochero, iba un baúl de cuero amarillo. En la
berlina un hombre de sombrero hongo, hablaba alto a una mujer que llevaba un boa
de plumas grises y un sombrero de plumas grises también. El hombre se apuntó un
revólver a la boca. Los caballos se encabritaron precipitándose en medio del
gentío que se formaba. Los policías se abrían paso a codazos. Sacaron al hombre
a la acera vomitando sangre, con la cabeza colgando sobre su chaleco a cuadros.
La mujer, en pie a su lado, retorcía entre sus dedos el boa, y las plumas de su
sombrero bamboleaban en el sol rayado por las traviesas del elevado.
-Su mujer se lo llevaba a Europa... El Deutschland sale a las doce. Yo le había
dicho adiós para siempre... Salía en el Deutschland a las doce... El me había
dicho adiós para siempre.
-¡Vamos, largo de ahí!
Un guardia le dio un codazo a Bud en el estómago. Las rodillas le temblaban.
Salió del grupo y se marchó estremecido. Maquinalmente peló un cacahuete y se lo
llevó a la boca. Mejor será guardar el resto para la noche. Retorció la boca de
la bolsa y se la metió en el bolsillo.
Bajo el arco voltaico, que proyectaba una luz rosa y violeta bordeada de verde,
el hombre del traje a cuadros se cruzó con dos muchachas. La cara ovalada, los
labios carnosos, de la que estaba más cerca de él... Sus ojos eran dos
puñaladas. Dio unos pasos, luego se volvió, y las siguió, manoseando su corbata
nueva de satén. Quería asegurarse de que su alfiler, una herradura de diamantes,
estaba en su sitio. Se adelantó a ellas. Una volvió la cara. Quizás era... No,
no lo podía asegurar. Suerte que llevaba cincuenta dólares en la cartera. Se
sentó en un banco y las dejó pasar. Bueno sería equivocarse y ser detenido.
Ellas no se fijaron en él. Las siguió hasta fuera del parque. Le latía el
corazón. Daría un millón de dólares por... Perdón, ¿no es usted miss Anderson?
Las chicas apretaron el paso. Al cruzar Columbus Circle las perdió de vista
entre la multitud. Bajó precipitadamente por Broadway, cruzando calles y calles.
Los labios, gruesos; los ojos, como puñaladas. Iba mirando las caras de las,
mujeres a la derecha e izquierda. ¿Dónde se habrá metido? Siguió andando
precipitadamente por Broadway abajo.
Ellen estaba sentada al lado de su padre, en un banco de Battery Place,
mirándose las botas nuevas. Un rayo de sol jugaba en las punteras y en cada uno
de los botoncitos cuando ella sacaba el pie de la sombra de su vestido.
-Figúrate lo que será -decía Thatcher- hacer un viaje en uno de esos grandes
trasatlánticos. Imagínate, cruzar el Atlántico en seis días.
-Pero, papá, ¿qué es lo que hace la gente todo ese tiempo en un barco?
-No sé... Supongo que se pasearán por la cubierta, jugarán a las cartas, leerán,
y así. Además dan bailes.
-¿Bailes en un barco? Con lo que se moverá -rió Ellen.
-En los grandes vapores modernos lo hacen.
-Papá, ¿por qué no vamos nosotros?
-Quizá vayamos algún día si puedo ahorrar el dinero necesario.
-Oh, papá, date prisa y ahorra mucho dinero. Los padres de Alice Vaughan van
todos los veranos a las White Mountains, pero el verano próximo irán a Europa.
Ed Thatcher miraba la bahía que se extendía en azules destellos hasta la parda
niebla de los Narrows. La estatua de la Libertad se alzaba como una sonámbula
entre la humareda rizada de los remolcadores, los mástiles de las goletas y las
enormes barcazas cargadas de ladrillos y arena. Aquí y allá el sol flameaba en
una vela blanca o en la parte superior de un vapor. Rojos ferry-boats iban y
venían como lanzaderas.
-Papá, ¿por qué no somos ricos nosotros?
-Hay miles de personas más pobres, Ellie... Tú no querrías más a papá si fuera
rico, ¿verdad?
-Oh, sí, papá, te querría más.
Thatcher se echó a reír.
-Bueno, todo pudiera ser... ¿Qué te parecería a ti la firma Edward C.
Thatcher & Co., contables?
Ellen se levantó de un salto.
-Oh, mira qué barco tan grande... En ese barco querría yo ir.
-Es el Harabic -graznó cerca de ellos una voz cockney.
-¿Ah, sí?-dijo Thatcher.
-Sí, señor; mejor barco no cruza la mar, señor -dijo convencido un hombre
desarrapado que estaba sentado junto a ellos, en el mismo banco. (Una gorra con
visera de charol encasquetada en una carilla puntiaguda, que exhalaba un vago
olor a whisky.) Sí, seor, el Harabic, señor.
-Sí que parece un gran barco.
-Uno de los mayores que existen señor. He navegao en él más de una vez, y en el
Majestic y en el Teutonic también, señor; buenos barcos los dos, aunque un sí es
no es atolondraos, por decirlo jasí. He servido de camarero en la Hinman y White
Star Lines más de treinta años y ajora que soy viejo me echan.
-Qué hacer, todos tenemos nuestras rachas de mala suerte.
-Y algunos siempre, señor... Yo me daría por contento su pudiera volver a mi
tierra. Esto no es para viehos, esto es para los hóvenes, para fuertes. (Sacó
una mano retorcida por la gota y apuntó a la estatua.) Mírela, está mirando pa
Jinglaterra, y bien que sí.
-Vámonos, papito. No me gusta ese hombre -cuchicheó Ellen, temblando, al oído de
su padre.
-Muy bien, nos iremos a dar un vistazo a las focas. Buenos días.
-¿No podría usté darme pa una tasa de café, señor? Estoy que me caigo.
Thatcher puso diez céntimos en la mano nudosa y sucia.
-Pero, papaín, mamá dice que no se debe hacer caso a la gente que habla a uno en
la calle, y que hay que llamar a un guardia cuando ocurra, y echar a correr todo
lo que se pueda, por esos secuestros que dicen.
-No hay miedo de que me secuestren a mí, Ellen. Eso les pasa a las niñas nada
más.
-¿Cuando yo sea grande podré hablar así a la gente de la calle?
-No, querida, ciertamente que no.
-¿Y si fuera chico podría?
-Creo que podrías.
Enfrente del Acuario se pararon un momento a mirar la bahía. El trasatlántico,
empujado a cada lado de la proa por un remolcador que lanzaba bocanadas de humo
blanco, se encontraba frente a ellos, dominando las pequeñas embarcaciones del
puerto. Las gaviotas giraban chillando. La luz crema del sol brillaba en las
cubiertas superiores y en la gran chimenea amarilla encaperuzada de negro. En el
palo del trinquete una cuerda de banderitas flotaba airosamente contra el cielo
pizarroso.
-Y hay la mar de personas que vienen en ese barco, ¿verdad, papá?
-Mira, ¿ves?... Las cubiertas están negras de gente.
En la calle 53 viniendo de East River, Bud Koperning se encontró con un montón
de carbón en la acera. Desde el otro lado del montón le miraba una mujer canosa
que vestía un corpiño de encaje con un gran camafeo prendido en la alta curva de
su exuberante seno. Le miraba fijándose en su cara mal afeitada y en sus
descarnadas muñecas que asomaban por las deshilachadas mangas de su chaqueta. El
mismo se sorprendió al preguntar:
-¿No podría yo entrarle este carbón, señora?
Bud cargaba el peso de su cuerpo primero en un pie, luego en otro.
-Justamente, eso podría usted hacer -dijo la mujer con una voz cascada-. Ese
maldito carbonero lo dejó ahí esta mañana y dijo que volvería para entrarlo.
Supongo que estará borracho, como todos. Pero no sé si puedo fiarme de usted en
la casa.
-Soy del norte del Estado, señora -balbuceó Bud.
-¿De dónde?
-De Cooperstown.
Hum!... Yo soy de Buffalo. En esta ciudad nadie es de aquí. Bueno, me figuro que
será usted cómplice de algún ladrón, pero no lo puedo remediar, tengo que meter
ese carbón... Entre, hombre, entre, le voy a dar una pala y un cesto y si no
tira usted nada en el pasillo ni en el suelo de la cocina, porque la asistenta
acaba de marcharse... Naturalmente, el carbón tenía que llegar cuando estaba
todo recién limpio... Le daré a usted un dólar.
Cuando entró la primera carga, ella andaba rondando por la cocina. Bud, con el
estómago vacío, vacilaba pero se sentía contento de verse trabajando en vez de
arrastrar los pies sin cesar, cruzando calles y calles, esquivando camiones,
carros y tranvías.
-¿Cómo es que está usted sin trabajo, buen hombre?-le preguntó ella a Bud, que
volvía anhelante con la cesta vacía.
-Será, digo yo, porque aún no l'he cogio el tino a la ciudá. Yo nací en una
granja y ayí m'he criao.
-¿Y para qué quería usted venir aquí? Esto es horrible. -No podía quedarme más
en la granja.
-No sé lo que va a ser de esto si todos los buenos mozos dejan las granjas para
venirse a las ciudades.
-Pensé que podía trabajar de cargador, señora, pero en los muelles sobra gente.
Quizá que podría embarcarme de marinero, pero nadie quiere aprendices... Ya hace
dos días que no como.
-Qué horror..: Pero ¿no podía usted haber ido a un asilo o algo así, pobre
hombre?
Cuando Bud entró la última carga, encontró un plato de guisado frío sobre la
mesa de la cocina, media hogaza de pan duro y un vaso de leche un poco agria.
Comió de prisa, mascando mal, y se metió las sobras del pan rancio en el
bolsillo.
-¿Qué, le ha gustado a usté el almuerzo?
-Gracias, señora... -dijo con la boca llena.
-Bueno, ahora puede usté marcharse y muchas gracias.
Le puso un quarter en la mano. Bud miró la moneda entornando los ojos.
-Pero, señora, me dijo usté que me daría un dólar.
-Nunca dije tal cosa. Qué idea... Llamaré a mi marido si no se larga usté de
aquí inmediatamente. Y además tengo el propósito de llamar a la policía, puesto
que...
Sin decir palabra Bud embolsó el dinero y se marchó.
-¡Habrase visto ingratitud!... -bufó la mujer al cerrar la puerta.
Un calambre le contrajo el estómago. Dobló otra vez hacia el Este, en dirección
al río, apretándose los costados con los puños. Esperaba vomitar de un momento a
otro. Si devuelvo esto me quedaré otra vez en ayunas. Cuando llegó al fin de la
calle se tendió sobre el declive gris formado por los escombros a lo largo del
muelle. Un dulce olor a lúpulo hervido salía de la cervecería que rumoraba a sus
espaldas. La luz del ocaso flameaba en las ventanas de la fábrica del lado de
Long Island, brillaba en las portillas de los remolcadores, rielaba en franjas
rojas y amarillas sobre la corriente verdipardusca, resplandecía en las
henchidas velas de una goleta que subía lentamente hacia Hell Gate. Bud sufría
menos. No sabía qué, llameó y brilló dentro de su cuerpo como si el sol se
filtrara a través de el. Se sentó. Gracias a Dios, no voy a devolverlo.
Sobre cubierta se siente el frío y la humedad del amanecer. Al pasar la mano por
la batayola se nota que está mojada. Las parduscas aguas del puerto, que huelen
a lavadero, baten dulcemente los costados del vapor. Los marineros levantan las
escotillas de la cala. Se oye un ruido de cadenas y el martilleo del torno donde
un mocetón con zahones azules, maneja una palanca en medio de una nube de vapor,
que se le envuelve a uno por la cara como una toalla mojada.
-Mamita, ¿es de veras el Cuatro de Julio?
Su madre le agarra fuertemente de la mano y le arrastra escaleras abajo hacia el
comedor. Los camareros amontonan el equipaje al pie de las escaleras.
-Mamita, ¿es de veras el Cuatro de Julio?
-Sí, hijo mío, y lo siento... Es horrible llegar un día de fiesta. Sin embargo,
me figuro que todos bajarán a esperarnos.
Ella se ha puesto su traje de jerga azul y un largo velo pardo. Alrededor del
cuello se ha ceñido el animalito de ojos rojos y dientes que son dientes de
verdad. De los baúles deshechos, de los guardarropas llenos de papel de seda,
sale un olor a naftalina. Hace calor en el comedor. Las máquinas sollozan
blandamente detrás de la pared. La cabeza del chico se inclina sobre la taza de
leche caliente apenas coloreada de café. Tres campanadas. La cabeza se levanta
sobresaltada. Los platos tintinean y el café se derrama con el trepidar del
barco. Después un ruido sordo y el rechinar de las cadenas del ancla; luego,
poco a poco, el silencio. Mamá se levanta a mirar por la portilla.
-Pues va a hacer buen día. Creo que el sol podrá con la niebla... Bueno, por fin
estamos en nuestra tierra. Aquí naciste tú, querido.
-¡Y es el Cuatro de Julio!
-Mala suerte... Ahora, Jimmy, vas a prometerme que te quedarás en la cubierta, y
mucho cuidado. Mamá tiene que acabar de hacer las maletas. Prométeme que no
harás ninguna travesura.
-Prometo.
Se enreda un pie en la barra de latón, al salir del salón de fumar, y cae
espatarrado sobre la cubierta. Se levanta frotándose la rodilla, a tiempo para
ver salir el sol de entre nubes chocolate derramando un raudal de luz roja sobre
el agua color masilla. Billy, con sus orejas pecosas; Billy, cuyos padres están
por Roosevelt y no por Parker como mamá, agita una bandera de seda tamaña como
un pañuelo, a los hombres del remolcador blanco y amarillo.
-¿Has visto salir el sol?-preguntas como si el sol fuera suyo.
-Y bien que sí, desde mi portilla -dice Jimmy alejándose después de echar una
larga mirada a la bandera de seda.
Por el otro lado se ve la tierra cerca. En primer término una orilla verde con
árboles y grandes casas blancas con tejados grises.
-¿Qué, jovencito, estás contento de haber llegado?-pregunta el señor de los
bigotes caídos, que lleva un traje de mezclilla.
-¿Está Nueva York por allí?
Jimmy señala con el dedo el agua quieta que va ensanchándose con el sol.
-Sí, señorito; detrás de esa niebla está Manhattan.
-¿Y eso qué es, señor?
-Manhattan es Nueva York... Nueva York, sabes está en la isla de Manhattan.
-¡Cómo! ¿Qué está es una isla?
-¡Muy bonito! ¡Qué te parece un chico que no sabe que su ciudad natal está en
una isla!
Los dientes de oro del señor con traje de mezclilla brillan cuando ríe a
mandíbula batiente. Jimmy da vueltas a la cubierta, golpeando los talones, todo
excitado. Nueva York está en una isla.
-Parece que estás muy contento de llegar a tu tierra, pequeño -dice la señora
meridional.
-Sí que lo estoy, quisiera tirarme en el suelo y besarlo.
-Qué sentimiento tan patriótico... No sabes lo que me gusta oírte eso.
Jimmy está en ebullición. Besar el suelo, besar el suelo... Las palabras zumban
en su cabeza como silbidos. Otra vuelta a la cubierta.
-Ese de la bandera amarilla es el barco de la cuarentona. Un hombre recio, con
los dedos llenos de sortijas -judío él-, habla con el señor del traje de
mezclilla.
-Ah, ya andamos otra vez... Pronto acabaremos, ¿no?
-Llegaremos para el desayuno, un desayuno americano, un buen desayuno a estilo
del país.
Mamá vuelve a la cubierta con su velo flotante.
-Aquí está tu gabán, Jimmy, tienes que llevarlo tú.
-Mamá, ¿puedo sacar aquella bandera?
-¿Qué bandera?
-La bandera americana de seda.
-No, rico, todo está guardado.
-Anda, sí... Yo quería llevar la bandera porque es el Cuatro de Julio...
-Vamos, no lloriquees, Jimmy. Cuando mamá te dice que no, es que no.
Picazón de lágrimas. El chico se traga un nudo y mira a su madre.
-Jimmy, está guardada en el portamantas, y mamá se siente tan cansada de bregar
con esas dichosas maletas...
-Pero Billy Jones tiene una...
-Mira lo que te estás perdiendo... Allí está la estatua de la Libertad. Una
mujer muy grande, verde, con una bata, de pie en un islote, con la mano
levantada.
-¿Qué tiene en la mano?
-Una antorcha, querido... La Libertad iluminando al mundo... Y allí está
Governors Island, al otro lado. Allí donde los árboles... Y mira, ése es el
puente de Brooklyn... Bonita vista, ¿eh? Y todos los muelles... Eso es
Battery... y los mástiles y los barcos... y la flecha de la iglesia de la
Trinidad y el Pulitzer Building...
Mugidos de sirenas, rojos ferries que anadean como patos, batiendo el agua
blanca; todo un tren de vagones en un lanchón empujado por un remolcador, que
ganguea soltando bocanadas de humo algodonoso, todas del mismo tamaño. Jimmy
tiene las manos frías, y ganguea como el remolcador.
-No te exaltes tanto, querido. Baja a ver si mamá se ha dejado algo en el
camarote.
Una faja de agua con una costa de astillas, de cajones, de mondas de naranja, de
hojas de berza, se estrecha y se estrecha entre el barco y el muelle. Una
charanga brilla al sol, gorras blancas, caras rojas sudorosas, tocando «Yankee
Doodle».28
-Eso es por el embajador, ¿sabes?, aquel señor alto que no salía nunca del
camarote.
Bajando la pasarela inclinada, con cuidado de no tropezar. Yankee Doodle went to
town... Una cara negra brillante, ojos blancos de esmalte, dientes blancos de
esmalte. Si señora, si señora. Stuck a fether in his hat an; called it
macaroni... Tenemos puerto libre. Un aduanero azul muestra su calva inclinándose
profundamente... Tunti bum bum MUM BUM BUM... cakes and sugar candy...29
-Aquí está la tía Emilia y todo el mundo... Querida, qué amabilidad la tuya,
bajar a esperarnos.
-Hija, llevo aquí desde las seis.
-¡Huy, cómo ha crecido!
Vestidos claros, centelleo de broches, caras contra la de Jimmy, olor de rosas y
el cigarro del tío.
-Está hecho un hombrecito. Venga usted acá, señorito., que le veamos.
Ella se echa a reír ladeando la cabeza. Tiene las mejillas sonrosadas y sus ojos
centellean bajo el velo pardo.
-Oh, mamá... (Se levanta y le da un beso en la barbilla.) ¡Cuánta gente, mamá!
-Bueno, adiós, señora Herf. Si alguna vez pasa usted por cerca de nosotros...
Jimmy, no te he visto besar el suelo.
-Oh, está graciosísimo con ese aire tan anticuado...
El coche huele a moho. Sube bamboleándose por una ancha avenida donde el polvo
se arremolina, por calles de ladrillo llenas de chiquillos sucios que gritan, y
todo el rato los baúles crujen y traquetean sobre la baca.
-Mamita, ¿no crees que pueden atravesar el techo?
-No, rico.
-Porque es el Cuatro de Julio.
-¿Qué hace ese hombre?
-Debe de estar borracho, querido.
Desde una pequeña tribuna adornada con banderas, un hombre de patillas blancas,
con unas ligas rojas en las mangas de la camisa, está pronunciando un discurso.
-Eso es un orador del Cuatro de Julio... Está leyendo la Declaración de la
Independencia.
-¿Por qué?
-Porque es el Cuatro de Julio.
¡Grang!... Un petardo.
-¡Demonio de chico! Podía haber espantado el caballo... El Cuatro de Julio,
querido, es el día que se firmó la Declaración de la Independencia, en 1776,
durante la Guerra de la Revolución. Mi bisabuelo Harland murió en aquella
guerra.
Un trencito grotesco, con una máquina verde, retumba sobre sus cabezas.
-Ese es el elevado... y mira: esta es la calle 23 y la casa de la Plancha.
El coche entra bruscamente en una plaza deslumbrante de sol que huele a asfalto
y a humanidad, y se para delante de una gran puerta, desde donde negros con
botones de latón corren a su encuentro.
-Ya estamos en el Hotel de la Quinta Avenida.
Helado en casa de tío Jeff; un sabor frío, dulce, a melocotón, que se pega al
paladar. Es curioso que después de salir del barco todavía se siente el
movimiento. Bloques de azul penumbra se funden en las calles recortadas. Los
cohetes chisporrotean en el crepúsculo. Caen estrellas de colorines. Bengalas.
El tío Jeff clava molinillos en un árbol, frente a la puerta de la casa, y los
enciende con su cigarro. Hay que sostener las candelas. «Estate quieto y vuelve
la cabeza del otro lado, pequeño.» Un ruido sordo estalla en las manos; globos
en forma de huevo, rojos, amarillos, verdes se remontan en el aire; olor a
pólvora y papel chamuscado. En la calle rumorosa, resplandeciente, tintinea una
campana, cada vez más cerca, cada vez más aprisa. Los cascos de los caballos
fustigados arrancan chispas. Una bomba de incendios dobla rugiendo la esquina,
roja, humeante, refulgente. «Debe de ser en Broadway.» Detrás la escalera y los
veloces caballos del jefe de los bomberos. Luego el tintirintín de una
ambulancia. Alguien que se llevó lo suyo.
La caja está vacía. La arenilla y el serrín se meten entre las uñas cuando se
pasa la mano. Está vacía. No, aún hay algunas bombas de incendios, de madera,
montadas sobre ruedas. Bombas de verdad. «Hay que hacerlas andar, tío Jeff. ¡Oh,
es lo más bonito de todo, tío Jeff!» Tienen dentro petardos y salen disparadas
sobre el asfalto liso de la calle, empujadas por penachos de chispas, y echan
humo por detrás como las bombas de verdad.
Arropado en la cama, en una habitación hostil, con los ojos ardiendo y las
piernas doloridas.
-Eso es de crecer -dice mamá arropándole, inclinada sobre él con su vistoso
traje de seda.
-Mamita, ¿qué es ese parchecito negro que tienes en la cara?
-¿Esto?... -dice ella haciendo sonar su collar al reír-. Esto es para que mamá
esté más bonita.
Estaba acostado, rodeado de altos armarios y tocadores. Llegaba de fuera ruido
de ruedas y gritería, y de vez en cuando se oía una banda de música a lo lejos.
Las piernas le dolían como si se le fueran a caer, y cuando cerraba los ojos,
corría a toda velocidad a través de una oscuridad fulgurante, en una bomba de
incendios roja, que echaba por la trasera fuego y chispas y bolas de colores.
El sol de julio taladraba los agujeros de las viejas cortinas del despacho. Gus
McNiel estaba sentado en el sillón, con sus muletas entre las rodillas. Tenía la
cara blanca e hinchada de tantos meses de hospital. Nellie, con sombrero de paja
adornado de amapolas rojas, se mecía en la silla giratoria del escritorio.
-Mejor sería que te sentases a mi lado. Nellie. A ese abogao pué que le guste
encontrarte en su mesa.
Ella respingó la nariz y se puso en pie.
-Gus, te digo que estás muerto de miedo.
-Tú también tendrías miedo si hubieras tenido q'entendértelas con el médico de
la Compañía, que me miraba como si fuera un pájaro de cuenta, y con el doctor
judío que el abogao se agenció, que decía que yo estaba totalmente
in-ca-paci-tao. ¡Dios, estoy reventao! De tós modos creo que mentía.
-Gus, tú haces lo que yo te diga. Cierra el pico y deja que hablen los otros.
-No diré esta boca es mía.
Nellie, en pie detrás del sillón, se puso a acariciarle el pelo crespo.
-Qué bueno será verse en casa otra vez, Nellie, con los guisos que sabes hacer y
demás.
La atrajo hacía sí rodeándole el talle con su brazo.
-Quién sabe, tal vez no tenga que guisar.
-Eso ya no creo que me guste tanto. Dios, si no sacamos ese dinero no sé lo que
va a ser de nosotros.
-Oh, papá nos ayudará. Ya lo ha hecho.
-Supongo que no voy a estar enfermo toda la vida.
George Baldwin entró cerrando tras sí de golpe la puerta de cristales. Con las
manos en los bolsillos se quedó un momento mirando a Gus y a su mujer. Luego
dijo sonriendo:
-Pues bien, la cosa está hecha. En cuanto la renuncia de cualquier reclamación
ulterior se firme, los abogados de la Compañía me entregarán un cheque de doce
mil quinientos. Esto es lo que finalmente acordamos.
-¡Doce mil machacantes!... -balbuceó Gus-. Doce mil quinientos dólares. Olga,
espere un momento... Téngame las muletas que me voy a dejar atropellar otra
vez... Aguárdenme a que vaya a decírselo a McGillycuddy. El pobre diablo se va a
arrojar al paso del primer tren de carga... Bueno, señor Baldwin... (Gus se puso
en pie), usté es grande... ¿verdad, Nellie?
-Pues claro que lo es.
Baldwin trataba de no encontrarse con sus ojos. Sentimientos contradictorios le
traspasaban el cuerpo haciéndole flaquear las piernas.
-Ya sé lo que vamos a hacer -dijo Gus-. Tomamos un coche a casa de McGillycuddy
y bebemos algo para refrescar el gaznate, en el bar reservado... Yo convido.
Necesito un traguito para entonarme. Vamos, Nellie.
-Con mucho gusto iría -dijo Baldwin-; pero, desgraciadamente, no puedo. Estos
días ando bastante ocupado. Pero déjeme su firma antes de marchar y le enviaré
el cheque mañana... Firme aquí... y aquí.
McNiel se había acercado renqueando al escritorio y estaba inclinado sobre los
papeles. Baldwin comprendió que Nellie trataba de hacerle una seña. No levantó
la vista. Después que salieron se fijó en el portamonedas, un pequeño bolso de
cuero con pensamientos pirograbados, olvidado en la esquina de la mesa. Dieron
un golpecito en la puerta de cristales. El abrió.
-¿Por qué no querías mirarme?-preguntó ella en voz baja, sin aliento.
-¿Cómo, estando él aquí?
Le alargó el portamonedas.
Ella le echó los brazos al cuello y le besó fuerte en la boca.
-¿Qué vamos a hacer?¿Puedo venir esta tarde? Gus beberá hasta ponerse enfermo,
ahora que ha salido del hospital.
-No, Nellie, no puedo... Los negocios..., los negocios... Estoy ocupadísimo.
-Sí, sí, ocupadísimo... Muy bien, como gustes.
Dio un portazo.
Baldwin, sentado en su escritorio, se mordisqueaba los nudillos sin ver el
montón de papeles que estaba mirando fijamente. «Hay que acabar con esto», dijo
en voz alta levantándose. Paseando de arriba abajo por la estrecha oficina,
contemplaba las estanterías de libros de Derecho, el calendario con un cromo de
la Gibson Girl sobre el teléfono, y el polvoriento cuadrado de sol cerca de la
ventana. Miró el reloj. Hora de almorzar. Se pasó la mano por la frente y fue al
teléfono.
«Rector 1237... ¿Está ahí el señor Sandbourne?... Oye, Phil, voy a buscarte para
almorzar... ¿Quieres salir ahora mismo?... Claro... Sabes, Phil, es un hecho la
indemnización para el lechero... Estoy más contento que unas pascuas. Te voy a
convidar al gran almuerzo para festejar esto... Hasta ahora.»
Se alejó del teléfono sonriendo, descolgó su sombrero de la percha, se lo encajó
cuidadosamente en la cabeza ante el espejito del perchero y se precipitó
escaleras abajo.
En el último tramo se encontró con el señor Emery, de la Sociedad Emery & Emery,
que tenía sus oficinas en el primer piso.
-Hola, señor Baldwin; ¿cómo van los negocios?
El señor Emery, de Emery & Emery, tenía una cara aplastada, con el pelo y las
cejas grises. Su mandíbula inferior avanzaba en forma de cuña. -Muy bien, señor,
muy bien.
-Me han dicho que marcha usted admirablemente... Algo acerca de la New York
Central Co.
-¡Oh! Simsbury y yo arreglamos el asunto por medio de un arbitraje.
-¡Oh!... -dijo el señor Emery, de Emery & Emery.
Cuando estaban a punto de separarse en la calle, el señor Emery dijo
repentinamente:
-¿Quería usted venir a cenar algún día de éstos con mi mujer y conmigo?
-Pues... sí... con mucho gusto.
-Me gusta mucho ver a los jóvenes compañeros de profesión, ¿sabe usted?...
Bueno, le pondré a usted dos letras... Una noche de la próxima semana... Así
podremos charlar un rato.
Baldwin estrechó una mano llena de venas azules, en un lustroso puño almidonado,
y tomó Maiden Lane abajo, abriéndose camino con su elástico paso por entre la
multitud del mediodía. En Pearl Street, trepó un empinado tramo de negras
escaleras, que olían a café tostado, y llamó a una puerta de cristal esmerilado.
-Adelante! -gritó una voz de bajo.
Un hombre moreno y larguirucho, en mangas de camisa, se adelantó a su encuentro.
-Hola, George, pensé que ya no vendrías. Tengo un hambre de todos los demonios.
-Phil, te voy a convidar a un almuerzo como nunca lo has comido en tu vida.
-Bien; no espero otra cosa.
Phil Sandbourne se puso la chaqueta, sacudió la ceniza de su pipa en la esquina
de una mesa de dibujo, y gritó a un despacho interior oscuro:
-Me voy a comer, señor Specker.
-Está bien, váyase -replicó una voz cabruna desde el despacho interior.
-¿Qué tal el viejo?-preguntó Baldwin al salir.
-¿El viejo Specker? Con un pie en la sepultura... Pero lleva así años y años el
pobre. De veras, George, me llevaría un disgustazo si le pasara algo a este
pobre viejo de Specker... Es el único hombre honrado en la ciudad de Nueva York
que además tiene la cabeza en su sitio.
-No le ha servido de mucho -dijo Baldwin.
-Aún puede servirle... aún puede servirle. Hombre, debieras ver sus planes para
edificios de acero solo. Tiene la idea de que el rascacielo del futuro se
construirá exclusivamente de acero y cristal. Hemos estado experimentando
últimamente con baldosas... Cristo, algunos de sus proyectos te dejarían con la
boca abierta. Tiene una frase estupenda de no sé qué emperador romano que
encontró a Roma de ladrillo y la dejó de mármol. Bueno, pues él dice que ha
encontrado a Nueva York de ladrillo y que la va a dejar de acero..., de acero y
cristal. Te tengo que enseñar su proyecto de reedificación de la ciudad. ¡Es un
sueño pistonudo!
Se instalaron en un banco almohadillado en un rincón del restaurante que olía a
carne a la parrilla. Sandbourne estiró las piernas bajo la mesa.
-Chico, ¡vaya lujo!
-Phil, vamos a tomar un cocktail -dijo Baldwin detrás del menú-. Te digo, Phil,
que los cinco primeros años son los más duros.
-No tienes que preocuparte, George; tú eres de los que van para arriba. Yo estoy
ya empantanado.
-No sé por qué: tú puedes siempre encontrar una plaza de delinante.
-Bonito futuro, digo yo, pasaré la vida con el pico de un tablero clavado en la
tripa... ¡Cristo!
-Es que Specker & Sandbourne puede todavía convertirse en una firma famosa.
-Para entonces la gente andará en aeroplano y tú y yo estaremos ya comiendo
tierra.
-En fin, a tu salud.
-A la tuya, George.
Bebieron los Martinis y empezaron a comerse las ostras.
-No sé yo si será verdad que las ostras se vuelven cuero en el estómago bebiendo
alcohol con ellas.
-Ahora verás... Oye, a propósito: ¿cómo te va con aquella taquimeca con quien
salías?
-Chico, la de comidas, bebidas y teatros que me costó aquella niña... Me ha
tenido a mal traer... De veras que sí. Tú haces bien, George, en no ocuparte de
faldas.
-Puede -dijo Baldwin, y escupió un hueso de aceituna en su puño cerrado.
La primera cosa que oyeron fue el trémulo silbido de un vagoncito que humeaba al
borde de la acera, frente a la entrada del ferry. Un chico se apartó del grupo
de emigrantes que vagaba por el embarcadero y corrió al vagoncito.
-Es como una máquina de vapor y está lleno de cacahuetes -gritó al volverse.
-Padraic, quédate aquí.
-Y aquí está la estación del elevado, línea South Ferry -continuó Tim Halloran,
que había venido a buscarles-. Allá arriba está Battery Park y Bowling Green y
Wall Street, el distrito bancario... Vamos, Padraic, el tío Timothy te va a
llevaren el elevado de la Novena Avenida.
Quedaban sólo tres personas en el desembarcadero, una vieja con un pañuelo azul
a la cabeza, y una joven con un chal color magenta, en pie las dos, una a cada
lado de un gran baúl chaveteado con tachuelas de latón. Y un viejo con una
perilla verdosa y una cara toda rayada y retorcida como la raíz de un roble
muerto. La vieja gemía con lágrimas en los ojos: «¡Dove andiamo, Madonna mía,
Madonna mía!»30 La joven desdoblaba una carta y parpadeaba ante la floreada
escritura. De repente se acercó al viejo: «Non posso leggere»31, y le alargó la
carta. El se restregó las manos, balanceó la cabeza y dijo algo que ella no pudo
entender. La joven se encogió de hombros, sonrió y volvió a su baúl. Un
siciliano hablaba con la vieja. Cogió el baúl con la cuerda y lo arrastró a un
carro con un caballo blanco, que estaba parado en la acera de enfrente. Las dos
mujeres siguieron al baúl. El siciliano tendió la mano a la joven. La vieja, sin
dejar de murmurar y de lloriquear, se subió trabajosamente a la trasera. Cuando
el siciliano se inclinó para leer la carta, rozó a la joven con el hombro. Ella
se estrechó. «Awright»32, dijo. Luego, sacudiendo las riendas sobre la grupa del
caballo, se volvió a la vieja y gritó: «Cinque le due... Awright»33.
IV. CARRILES
El turuntuntum turuntuntum se espació, se amortiguó; los topes chocaron con
estrépito a lo largo del tren. El hombre, soltando las barras se dejó caer. Todo
anquilosado, no podía moverse. Reinaba una oscuridad impenetrable. Muy despacio,
salió arrastrándose, se puso de rodillas, luego en pie, y se apoyó jadeante
contra el furgón. Su cuerpo no era su cuerpo; sus músculos parecían astillas,
sus huesos bielas retorcidas. La luz de una linterna le quemó los ojos.
«Vivo, fuera de aquí. Los detectives de la Compañía están dando una batida.»
«Oiga, amigo, ¿es esto Nueva York?»
«Pos claro que es. Sigue mi linterna; pués escapar por el lao del agua.»
Sus pies apenas podían avanzar tropezando en las largas uvés fulgurantes y en
las líneas entrecruzadas de los carriles. Dio un trompicón y cayó sobre una red
de señales. Por fin se encontró sentado al borde de un muelle, con la cabeza
entre las manos. El agua batía dulcemente las estacas, sonando como lametazos de
un perro. Sacó un periódico del bolsillo y desenvolvió un buen cacho de pan y
una tajada de carne cartilaginosa. Se lo comió en seco, masca que te masca,
antes de poder refrescar la boca. Luego se puso en pie, en equilibrio inestable,
se cepilló las migas de las rodillas, y miró a su alrededor. Hacia el sur, más
allá de las vías, el lóbrego cielo se bañaba en un resplandor naranja.
«La Gran Vía Blanca -dijo graznando en voz alta-. The Great White Way.»
Por los cristales estriados de lluvia, Jimmy Herf miraba los paraguas ondular en
el lento remolino de gente que fluía por Broadway arriba. Llamaron a la puerta.
«Adelante», dijo Jimmy, y se volvió a la ventana cuando vio que el camarero no
era Pat. El camarero encendió la luz. Jimmy le vio reflejado en el cristal de la
ventana: un hombre enjuto, de pelo rizado. Sostenía en una mano la bandeja, en
la cual los cubrefuentes de plata se elevaban como cúpulas. Respirando fuerte,
el camarero entró en el cuarto arrastrando tras de sí con la mano libre un
soporte plegable. Lo abrió de un tirón para colocar la bandeja y extendió un
mantel sobre la mesa redonda. Despedía un olor grasiento de despensa. Jimmy
esperó a que se marchara para volverse. Entonces dio la vuelta a la mesa,
levantando los cubrefuentes. Sopa con unas cositas verdes, cordero asado, puré
de patatas, puré de nabos, espinacas, nada de postre.
-¡Mamá!
-¿Qué quieres?
La voz se oyó débilmente a través de la puerta dedos hojas.
-La comida está servida, mamá.
-Empieza tú, querido; yo voy en seguida.
-Yo no quiero empezar sin ti, mamá.
Dio otra vuelta a la mesa, poniendo derechos los cuchillos y los tenedores. Se
colgó una servilleta al brazo. El maître d'hôtel de Delmonico arreglaba la mesa
para Graustark y el Rey Ciego de Bohemia y el príncipe Enrique el Navegante,
y...
-Mamá, ¿qué quieres tú ser: María reina de Escocia o lady Jane G rey?
-Pero si a las dos les cortaron la cabeza, tesoro... Yo no quiero que me corten
la cabeza.
Mamá tenía puesto su vestido salmón. Cuando abrió la puerta, un tenue olor a
agua de colonia y a medicinas salió del dormitorio, prendido en las mangas
orladas de encaje. Se había empolvado demasiado la cara, pero su pelo, su
hermoso pelo castaño, estaba primorosamente peinado. Se sentaron el uno frente
al otro. Ella le puso delante un plato de sopa, sosteniéndolo con sus dos finas
manos de venas azules.
El chico tomó la sopa, que estaba acuosa y no bastante caliente.
-Oh, me olvidé de los picatostes, rico. ,
-Mamita, ¿por qué no comes la sopa tú?
-No quiero sopa esta noche. Me dolía tanto la cabeza que no supe qué pedir. No
importa.
-¿Prefieres ser Cleopatra? Cleopatra tenía un apetito maravilloso y comía todo
lo que le ponían delante, como una niña buena.
-Sí, hasta perlas... Echó una en un vaso de vinagre y se la tragó.
La voz le temblaba. Le tendió la mano a su hijo a través de la mesa. El se la
acarició como un hombrecito, sonriendo.
-Solos tú y yo, Jimmy... Tesoro, tú querrás siempre a tu mamá, ¿verdad?
-¿Qué te pasa, mamita?
-Oh, nada; no sé qué tengo esta noche... ¡Estoy tan cansada de no sentirme nunca
verdaderamente bien!...
Pero después de la operación...
Ahí sí después de la operación... Mira, querido; hay un papel con mantequilla
fresca en el borde de la ventana del cuarto de baño... Si tú me la trajeras
pondría un poco en estos nabos... Temo que voy a tener que volver a quejarme de
la comida. Este cordero no está como debiera. Espero que no nos hará daño.
Jimmy salió corriendo, atravesó el cuarto de su madre y el pasillo, que olía a
naftalina y a seda de la ropa tirada en una silla. El rojo tubo de un irrigador
le dio en la cara al abrir la puerta del cuarto de baño. El olor de las
medicinas le produjo un malestar que le hizo contraer las costillas. Levanto la
ventana que había al extremo de la bañera. La repisa estaba llena de polvo:
partículas de pluma cubrían el platillo vuelto sobre la mantequilla. Se quedó un
momento inclinado sobre el patio, respirando por la boca para no oler las
emanaciones de carbón que subían de la caldera. Abajo, una doncella de gorro
blanco, asomada a una ventana, hablaba con uno de los encargados de las
calderas. En pie, con los brazos desnudos y sucios cruzados sobre el pecho, él
la miraba, la cabeza levantada. Jimmy aguzó el oído para oír lo que decían.
Estar sucio, trajinar con el carbón todo el día, tener todo el pelo lleno de
grasa, y hasta los sobacos...
-¡Jimmy!
-Ya voy, mamá.
Poniéndose colorado, bajó de golpe la ventana y volvió al gabinete, despacio
para que el rubor tuviera tiempo de borrarse de su cara.
-¿Soñando otra vez, Jimmy, mi pequeño visionario?
Dejó la mantequilla al lado del plato de su madre y se sentó.
-Date prisa y cómete el cordero antes que se enfríe. ¿Por qué no pruebas con un
poco de mostaza? Así te sabrá mejor.
La mostaza le quemó la lengua y le hizo saltar las lágrimas.
-¿Pica demasiado? -preguntó la madre riendo-. Tienes que acostumbrarte a los
picantes... A él le gustaban siempre los picantes.
-¿A quién, madre?
-A uno que yo quería mucho.
Callaron. Jimmy se oía a sí mismo masticar. El ruido de los coches y de los
tranvías penetraba a intervalos a través de las ventanas cerradas. Los
radiadores martilleaban y silbaban. Abajo, el hombre de la caldera, con grasa
hasta los sobacos, escupía palabras a la doncella del gorro almidonado, Palabras
sucias. La mostaza es de color...
-Un penny por saber lo que estás pensando.
-No pensaba en nada.
-No debemos tener secretos el uno para el otro, querido. Recuerda que tú eres el
único consuelo que tu madre tiene en el mundo.
-¿Cómo será ser foca, una foca pequeña de puerto?
-Supongo que se tendrá mucho frío.
-Pero uno no lo sentirá. Las focas están protegidas por una capa de grasa, de
modo que siempre están calientes, aun sentadas en un banco de hielo. Y debe de
ser tan divertido nadar por el mar siempre que uno quiera...Las focas hacen
miles de millas sin parar.
-Pero mamá ha viajado miles de millas sin parar y tú lo mismo.
-¿Cuándo?
-Yendo y viniendo a Europa.
Ella se reía mirándole con los ojos brillantes.
-¡Ah, pero en barco!
-Y cuando navegábamos en el Mary Stuart.
-¡Oh, cuéntame, mamá!
Llamaron.
-Adelante.
El camarero de pelo erizado asomó la cabeza por la puerta.
-¿Puedo recoger, señora?
-Sí, y tráigame una ensalada de fruta, y procure que la fruta esté recién
cortada... Todo estaba detestable esta noche.
Resollando, el mozo amontonaba los platos en una bandeja.
-Lo siento, señora -dijo con un bufido.
-Ya sé que no es culpa suya, camarero... ¿Tú qué vas a tomar, Jimmy?
-¿Puedo tomar un merengue helado?
-Puedes, pero tienes que ser bueno.
-¡Sí! -chilló Jimmy.
-Vida mía, no se grita así en la mesa.
-Pero no importa cuando estamos los dos solos... ¡Viva el merengue helado!
-James, un caballero se porta siempre lo mismo esté en su casa o en las selvas
de África.
-Yo quisiera estar en las selvas de África.
-Yo me moriría de miedo.
-Yo gritaría así para asustar a los leones y a los tigres. Que si gritaría...
El camarero volvió con dos platos en la bandeja.
-Lo siento, señora, pero el merengue helado se terminó... Traje al señorito un
helado de chocolate, en cambio.
-¡Oh, mamá!
-No importa, vida... Después de todo, hubiera sido demasiado empalagoso...
Cómete eso y te dejaré salir después de la cena a comprar bombones.
-Huy, qué ricos!
-Pero no tomes el helado tan de prisa, que te va a sentar mal.
-Ya acabé.
-Te lo has engullido, pícaro... Ponte los chanclos, tesoro.
-¡Pero si no llueve nada!
-Haz lo que te dice tu madre, rico... y no tardes... Dame palabra de que
volverás en seguida. Mamá no está nada bien esta noche y se pone muy nerviosa
cuando estás fuera. Hay tantos peligros...
Jimmy se sentó para ponerse los chanclos. Mientras se los encajaba bien su madre
se acercó con un billete de un dólar. Le rodeó con su manga de seda.
-¡Encanto mío!
Lloraba.
-Madre, no llores.
Al estrecharla fuertemente sintió las ballenas del corsé contra sus brazos
-Volveré dentro de un minutito.
En las escaleras donde una varilla de latón sujetaba la alfombra rojo mate a
cada escalón, Jimmy se quitó los chanclos y se los metió en los bolsillos del
impermeable. Con la cabeza alta pasó corriendo por entre las miradas
escudriñadoras de los botones sentados en un banco, junto al escritorio. «¿A dar
una vuelta?, le preguntó el más pequeño de los botones, uno rubio. Jimmy asintió
discretamente, pasó corriendo ante los llamativos botones del portero y salió a
Broadway, estruendoso, resonante de pisadas, lleno de caras que se ponían
máscaras de sombra cuando salían de las manchas de luz proyectadas por los
escaparates y por los arcos. Andaba de prisa. Pasó el Ansonia. En la entrada
ganduleaba un hombre cejinegro, con un cigarro en la boca. Tal vez un
secuestrador. Pero hay gente bien en el Ansonia, como donde nosotros vivimos.
Luego un despacho de telégrafos, lencerías, una tintorería, una lavandería china
que despedía un misterioso olor a chamusquina. Jimmy aprieta el paso. Los chinos
son terribles secuestradores de niños. Salteadores de caminos. Un hombre con una
lata de petróleo le roza al pasar. Una manga grasienta le roza el hombro. Olor a
sudor y a petróleo. ¡Si fuera un incendiario! La idea del incendiario le pone la
carne de gallina. Fuego. Fuego.
Huyler's. En la puerta se respira un confortable aroma a chocolate mezclado con
el olor a mármol y a níquel bien limpio. El olor del chocolate hirviendo sube en
espiral por las rejillas que hay bajo las cristaleras. Chucherías de papel
rizado para Halloween. Ya va a entrar, cuando se acuerda de Mirror, confitería
situada dos calles más arriba; aquellas locomotoras y automóviles platedos que
le dan a uno el cambio. Me daré prisa. Con patines tardaría menos. Se puede uno
escapar de los bandidos, estranguladores, apaches, con patines, tirando por
encima del hombro, con una carabina automática: Pum... ¡Uno al suelo! Era el
peor de todos. Pum... ¡otro! Los patines son patines mágicos, fftt... suben por
las paredes de ladrillo de las casas, ruedan por los tejados, saltando
chimeneas, por encima del Flatiron, por encima de los cables de Brooklyn Bridge.
Bombones de Mirror. Esta vez entra sin vacilación. Espera un momento ante el
mostrador que le despachen.
-Deme una libra de bombones de chocolate surtidos de a sesenta centavos libra
-dice atolondradamente.
Una rubia un poco bizca le mira maliciosamente sin contestarle.
-Haga el favor, tengo prisa.
-Bueno, cada uno a su turno.
El la mira entornando los ojos, las mejillas ardiendo. Ella le entrega un
paquete envuelto, con un ticket.
«Pague en la caja.» No voy a llorar. La cajera es una mujer pequeña y canosa.
Coge el dólar a través de una puertecita como las puertecitas por donde los
animalitos entran y salen en la Casita de Mamíferos. La registradora da un
alegre tintín, contenta de recibir dinero. Un quarter, un dime,34 un nickel y
una tacita, ¿hacen cuarenta centavos? Pero sólo una tacita en vez de una
locomotora o un automóvil. Recoge el dinero y deja la taza, y sale corriendo con
la caja bajo el brazo. Mamá dirá que he tardado mucho. Vuelve a casa, mirando
hacia adelante, dolido del desprecio de la señora rubia.
-¿Ah, conque a comprar bombones?-dijo el botones rubio.
-Te daré algunos si subes luego -murmuró Jimmy al pasar.
Las varillas de latón suenan cuando él les da con la punta del pie al subir las
escaleras. Ante la puerta color chocolate que tiene un 503 en cifras esmaltadas,
se acordó de los chanclos. Dejó los bombones en el suelo y se los puso en los
zapatos mojados. Suerte que su madre no le esperaba con la puerta abierta. Quizá
la habría visto venir desde la ventana.
-Mamá.
No estaba en el gabinete. Se aterrorizó. Había salido, se había marchado.
-Ven acá, querido.
Su voz débil llegaba del dormitorio. Jimmy se quitó el sombrero y el impermeable
y se precipitó dentro.
-Madre, ¿qué te pasa?
-Nada, rico... Tengo dolor de cabeza, un dolor de cabeza terrible. Echa agua de
colonia en un pañuelo y pónmelo en la frente con cuidado, y sobre todo,
queridito, no me la dejes caer en los ojos como hiciste la otra vez.
Estaba tendida en la cama envuelta en un peinador azul celeste. Tenía la cara
lívida. La bata de seda salmón colgaba fláccida sobre una silla; en el suelo
yacía el corsé en una maraña de cintas rosadas. Jimmy le puso el pañuelo mojado
cuidadosamente sobre la frente. El fuerte olor de la colonia le picaba en las
narices al inclinarse sobre ella.
-¡Oh, qué alivio! -Articuló débilmente-. Mira, telefonea a la tía Emily,
Riverside Drive 2466, y pregúntale si puede venir por aquí esta noche. Tengo que
hablar con ella... ¡Oh, me va a estallar la cabeza!
Con el corazón alterado y los ojos llenos de lágrimas fue al teléfono. La voz de
la tía Emily llegó extraordinariamente pronto.
-Tía Emily, mamá está mala... Quiere que vengas... Va a venir en seguida, mamá
querida -gritó-. Ya ves qué bien. Viene en seguida.
Volvió de puntillas a la habitación de su madre, levantó el corsé y el traje y
los colgó en el guardarropa.
Amorcito -dijo la débil voz-, quítame las horquillas del pelo; me hacen daño en
la cabeza... ¡Oh, hijo mío, siento como si mi cabeza fuera a estallar!
De entre su pelo castaño, que era más sedoso que el traje de casa, sacó
cuidadosamente las horquillas.
-¡Oh, me haces daño!
-Madre, ha sido sin querer.
La tía Emily, delgada, con un impermeable azul echado sobre su traje de noche,
entró precipitadamente en el cuarto, su fina boca plegada en un gesto de
simpatía. Vio a su hermana tendida retorciéndose de dolor en la cama, y al
muchachito flaco y pálido, de pantalón corto, en pie a su lado con las manos
llenas de horquillas.
-¿Qué es esto, Lily?-preguntó tranquilamente.
-Querida mía, algo terrible me sucede -murmuró Lily Herf en un entrecortado
murmullo de angustia.
-Jimmy -dijo tía Emily severamente-, tienes que irte a la cama... Mamá necesita
un reposo absoluto.
-Buenas noches, mamita querida -dijo él.
La tía Emily le dio unas palmaditas en la espalda:
-No te apures, James; yo me ocuparé de todo.
Fue al teléfono y comenzó a llamar un número en una voz baja y precisa.
La caja de bombones estaba en la mesa del salón. Jimmy se sintió culpable cuando
se la puso bajo el brazo. Al pasar junto a la librería agarró un volumen de la
Enciclopedia Americana y se lo encajó bajo el otro brazo. La tía no se enteró de
su salida. Las puertas del calabozo se abrieron. Fuera, un corsario árabe y dos
fieles servidores esperaban para franquearle las fronteras de la libertad. Su
habitación se encontraba tres puertas más abajo. Reinaba allí una oscuridad
espesa y silenciosa. La luz se encendió dócil iluminando la cabina de la goleta
Mary Stuart. Bien, capitán; leve el ancla y emprenda el rumbo a las Islas del
Viento, y que no me molesten hasta el amanecer. Tengo importantes papeles que
repasar. Se arrancó la ropa y se arrodilló en pijama junto al lecho:
Alahoradeacostarme, RuegoaDiosquemialmaguarde, Simueroantesdequedespierte,
QueelSeñormialmaselleve.
Luego abrió la caja de bombones y puso las almohadas una encima de otra al pie
de la cama, bajo la luz. Sus dientes partieron el chocolate y penetraron en la
pulpa dulce. Vamos a ver...
A, la primera de las vocales, la primera letra de todos los alfabetos escritos,
excepto el amharic o abisinio, del cual es la decimatercera, y el rúnico, del
cual es la décima...
Demonio...
AA, Aachen (véase Aquisgrán).
Aardvark...
-¡Huy, qué cara!...
(orycteropus capensis), animal plantígrado, del género mamíferos, orden de los
desdentados, originario de África.
Abd.
Ahd-el-Halim, príncipe egipcio, hijo de Mehmet Alí y una esclava blanca...
Las mejillas se le encendieron cuando leyó:
La reina de las esclavas blancas.
Abdomen (etimología indeterminada)... parte inferior del cuerpo entre el
diafragma y la pelvis...
Abelardo... Las relaciones entre maestro y discípulo no duraron mucho. Un
sentimiento más ardiente que la estimación agitaba sus corazones, y las
infinitas ocasiones de verse que les proporcionaba el canónigo confiado en la
edad de Abelardo (ya iba a cumplir los cuarenta) y en su estado, fueron fatales
para la paz de ambos. La situación de Eloísa estaba a punto de dilatar su
intimidad... Entonces Fulbert se dejó llevar de su salvaje deseo de venganza...,
irrumpió en la habitación de Abelardo con una banda de rufianes y satisfizo su
venganza haciéndole sufrir una atroz mutilación...
Abelitas... denunciaron las relaciones sexuales como un culto satánico.
Abimelech I, hijo de Gedeón y una concubina semita. Se coronó rey después de
haber asesinado a sus setenta hermanos, con excepción de Jothan, y fue muerto
mientras sitiaba la torre de Thebez...
Aborto...
No; tenía las manos heladas y se sentía un poco mal por haberse zampado tantos
bombones...
Abracadabra...
Abydos...
Se levantó a beber un vaso de agua antes de llegar a Abisinia, donde había
grabados de montañas y el incendio de Magdala por los ingleses.
Los ojos le escocían. Se sentía anquilosado y soñoliento. Miró su Ingersoll. Las
once. El terror se apoderó de él súbitamente. Si mamá hubiera muerto... Hundió
la cabeza en la almohada. La veía en pie junto a él, con su traje de baile
blanco adornado de encajes, arrastrando una cola de volantes, y su mano
suavemente perfumada le acariciaba la mejilla con dulzura. Los sollozos le
ahogaban. Dio una vuelta en la cama con la cabeza hundida en la nudosa almohada.
En mucho rato no pudo parar de llorar.
Cuando se despertó se dio cuenta de que la luz seguía encendida y el cuarto
estaba sin ventilar. El libro había rodado al suelo y los bombones,
despachurrados, salían de la caja hechos una pasta. El reloj se había parado a
la 1.45. Abrió la ventana, metió los chocolates en el cajón de la cómoda e iba a
apagar la luz cuando recordó. Temblando de miedo, se puso la bata y las
zapatillas, y despacio, de puntillas, avanzó por el pasillo oscuro. Escuchó a
través de la puerta. Varias personas hablaban en voz baja. Golpeó débilmente con
los nudillos y dio vuelta al tirador. Una mano abrió bruscamente la puerta y
Jimmy se encontró parpadeando frente a la cara recién afeitada de un hombre con
lentes de oro. La otra puerta estaba cerrada. Ante ella había una enfermera toda
almidonada.
-James, hijito, vuélvete a la cama y no te inquietes -dijo la tía Emily con una
voz fatigada-. Tu madre está muy enferma y necesita un reposo absoluto, pero ya
no hay peligro.
-No, al menos por ahora no, señora Merivale -dijo el doctor echando aliento en
sus lentes.
-El pobre pequeño -dijo la enfermera con una tranquilizadora voz de gato- ha
pasado la noche muy inquieto, pero no nos ha molestado ni una vez.
-Voy a arroparte en tu cama -dijo la tía Emily-. Eso es lo que le gusta a mi
James.
-¿Puedo ver a mamá un poquitín, nada más que para saber de seguro que está
mejor?
Jimmy levantó los ojos tímidamente a la abultada cara de los lentes. El doctor
asintió.
-Bueno, tengo que marcharme... Pasaré por aquí de cuatro a cinco para ver qué
tal marcha esto... Buenas noches, señora Merivale. Buenas, noches, señorita
Billings. Buenas noches, pequeño...
-Por aquí.
La enfermera le puso la mano en el hombro a Jimmy. El se la quito de encima
agachándose, y la siguió.
Había una luz encendida en el cuarto de su madre. A guisa de pantalla le habían
puesto alrededor una toalla prendida con alfileres. De la cama salía una
respiración jadeante que no reconoció. La cara, contraída, estaba vuelta hacia
él, los párpados cerrados, la boca torcida a un lado.
La estuvo mirando fijamente medio minuto.
-Bueno, ahora me voy otra vez a la cama -murmuró a la enfermera.
Sus arterias latían desaforadamente. Sin mirar a la tía ni a la enfermera se
dirigió rígido hacia la puerta. Su tía dijo algo. Echó a correr por el pasillo
hasta su cuarto, cerró de golpe la puerta y corrió el pestillo. Se quedó en
medio de la habitación, tieso, frío, con los puños cerrados, «Los odio, los
odio», gritó. Luego, ahogando un sollozo, apagó la luz, se metió en la cama y se
quedó tiritando entre las sábanas frías.
-Dada la importancia de su comercio -decía Emile con su sonsonete-, creo yo que
necesitaría usted de alguien que le ayudase en, la tienda.
-Ya lo sé... Me estoy matando de trabajo, ya lo sé -suspiró madame Rigaud en el
taburete de la caja.
Emile llevaba largo rato mirando un jamón de Westfalia, colocado en una tabla de
mármol, junto a su codo. Por fin, dijo tímidamente:
-Una mujer como usted, una mujer hermosa como usted, madame Rigaud, siempre
tiene amigos.
-Ah, ca... He vivido mucho en mis tiempos... Ya no tengo confianza... Los
hombres son un hatajo de brutos, y las mujeres..., oh, nunca puedo entenderme
con ellas.
-La historia y la literatura... -empezó Emile.
La campanilla sonó en lo alto de la puerta. Un hombre y una mujer entraron en la
tienda. Ella llevaba, sobre el pelo amarillo, un sombrero con un macizo de
flores.
-Vamos, Billy, no seas extravagante -decía ella.
-Pero Norah, tenemos que tomar algo... Te digo que para el sábado tendré guita
otra vez.
-No la tendrás hasta que dejes de+jugar a las carreras.
-Déjame en paz... Vamos a tomar un poco de paté de foie... esa pechuga de pavo
fiambre tiene buena cara...
-Vidita -arrulló la del pelo amarillo.
-Quítate de encima, si quieres. Esto es cuenta mía.
-Sí, señor, el pavo es muy bueno... Tenemos también pollos aún calientes...
Emile, mon ami, cherchez-moi un de ces petits poulets dans la cuisine.35
Madame Rigaud hablaba como un oráculo, sin moverse de su taburete. El hombre se
abanicaba con su sombrero de paja de gruesas alas que tenía una cinta a cuadros.
-¡Qué noche de calor! dijo madame Rigaud.
-Sí que aprieta, sí... Norah, debíamos haber ido a la Isla en vez de andar
flaneando por las calles.
-Billy, tú sabes de sobra por qué no podíamos ir.
-No marees. ¿No te estoy diciendo que el sábado tendremos guita de sobra?
-La historia y la literatura -continuó Emile cuando los clientes se fueron con
su pollo dejando a madame Rigaud medio dólar de plata que guardar en la caja-,
la historia y la literatura nos enseñan que hay amistades, que hay a veces
amores dignos de confianza...
-¡La historia y la literatura! -rezongó madame Rigaud, riendo para sí- ¡bonitas
están la historia y la literatura!
-¿Pero no se siente usted nunca sola en una gran ciudad extranjera como ésta?
Todo es tan difícil... Las mujeres miran al bolsillo y no al corazón... Yo no
puedo aguantar más.
Los anchos hombros y los grandes pechos de madame Rigaud temblaban con la risa.
Su corsé crujió cuando, aún riendo, se bajó del taburete.
-Emile, es usted un buen mozo, juicioso, y se abrirá camino en el mundo... Pero
yo no volveré a ponerme jamás bajo la dependencia de ningún hombre... He sufrido
demasiado... No, aunque viniera usted con cinco mil dólares.
-¡Ah, qué cruel es usted!
Madame Rigaud volvió a reírse:
-Ande, ayúdeme a cerrar.
El domingo, callado y lleno de sol, pesaba sobre la ciudad. Baldwin, sentado en
su escritorio en mangas de camisa, leía un libro de Derecho, encuadernado en
becerro. De cuando en cuando apuntaba una nota en un block, con letra grande y
regular. Sonó el teléfono en el cálido silencio. Concluyó el párrafo que estaba
leyendo y se levantó a contestar.
-Sí, estoy solo; ven si quieres.
Colgó el receptor. «¡Que se vaya al diablo!», murmuró apretando los dientes.
Nellie entró sin llamar, y lo encontró paseando nervioso delante de la ventana.
-Hola, Nellie -dijo sin levantar los ojos.
Ella se quedó parada mirándolo fijamente.
-Mira, Georgy, esto no puede continuar.
-¿Por qué no?
-Estoy cansada de fingir, de mentir siempre.
-Nadie se ha enterado de nada, supongo.
-Oh, claro que no.
Nellie se acercó a él y le enderezó la corbata. George la besó dulcemente en la
boca. Ella llevaba un vestido escarolado de muselina, color lila, y en la mano
una sombrilla azul.
-¿Qué tal van tus asuntos, Georgy?
-Estupendamente. ¿Sabes que me habéis traído suerte? En este momento tengo
varios negocios buenos entre manos, y he hecho algunas relaciones muy valiosas.
-Pues a mí me ha traído bien poca suerte. Aún no me he atrevido a confesarme. El
cura creerá que me he vuelto atea.
-¿Cómo está Gus?
-Lleno de proyectos... Parece como si hubiera ganado ese dinero, del pisto que
se da.
-Oye, Nellie, ¿y si dejaras a Gus y te vinieras a vivir conmigo? Podrías
divorciarte y después casarnos. Así todo se arreglaría.
-Sí, sí... Además, tú no lo dices en serio.
-Sin embargo, valdría la pena, Nellie, te juro que sí.
La abrazó y la besó en los labios, cerrados e inmóviles. Ella se desasió.
-Sea como sea, ya no vuelvo más por aquí... ¡Oh, subía yo las escaleras tan
contenta con la idea de verte!... Estás pagado, asunto concluido.
El notó que sus ricitos estaban sueltos. Un mechón de pelo colgaba sobre una
ceja.
-Nellie, no debemos separarnos así.
-¿Por qué no, di?
-Por lo que nos hemos querido los dos.
-No voy a llorar por eso.
Nellie se dio unos golpecitos en la nariz con el pañuelo arrollado.
-Georgy, te voy a odiar... Adiós.
La puerta se cerró de golpe tras ella.
Baldwin, sentado en su escritorio, mordía la punta de un lápiz. El débil perfume
de su pelo persistía en sus narices. Tenía la garganta llena de sollozos. Tosió.
El lápiz se le cayó de la boca. Se limpió la saliva con el pañuelo y se acomodó
en su sillón. Los nutridos párrafos del libro de Derecho, antes turbios, se
aclararon. Arrancó del block la hoja escrita y la prendió encima de un montón de
documentos. En la nueva hoja empezó a escribir: Decisión del Tribunal Supremo
del Estado de Nueva York... De repente se incorporó en su asiento y se puso otra
vez a morder la punta del lápiz. Fuera se oía el pitido sin fin de un carrito de
cacahuetes. «Oh, bueno, lo hecho, hecho.» Continuó escribiendo con letra grande
y regular: Pleito Patterson contra el Estado de Nueva York... Decisión del
Supremo...


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