
NOTAS EN ESTA SECCION
Poeta del barrio, por Miguel Germino |
El trabajo e la
poesía, por Rodolfo Edwards |
La poesía de los '60, por Carlos Patiño
Mario Jorge de Lellis, por Isidoro Blaistein
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De Lellis en Santa Clara
LECTURA RECOMENDADA
Poesía y
Fútbol, breve antología, por Estación Quilmes


Poeta
del barrio
Por Miguel Eugenio
Germino
[Mario Jorge de
Lellis, Buenos Aires 14 de mayo de 1922 - 14 de noviembre de 1966]
“…Para poder decirte enteramente habría que beber, por ti, jugo de estrellas.
Habría que charlar de cosas inocentes como hacen tus niños al borde de la
siesta…”
Antes
de ser poeta e intelectual, Mario Jorge de Lellis fue un hombre, un ser humano
“lleno de cosas”, “un hombre del pueblo y maneras de Almagro”, así se
consideraba a sí mismo.
Supo pintar el barrio de poesía además de definir al país y sus habitantes con
sus noblezas y sus mezquindades. Engalanó con un dulce manto las cosas más
simples e inocentes. Con la contundencia de un látigo, enarboló sus versos en
contra de las inequidades y despotismos de un mundo al revés, como en “Los
hombres del pan duro”:
“Tienen hijos de cobre, muy sonoros; tienen mujeres recias, cigarrillos
baratos en sus dedos, hondas causas vitales manchando sus orejas. Están aquí y
allá. Suenan, resuenan. Son de una gama gris. Andan y trepan… Son esos hombres
duros como el cobre. Suenan, resuenan”.
Nació en una casona de la calle Sarmiento 3565, un 14 de marzo de 1922, en una
antigua vivienda de principios del siglo XX, hoy ya demolida. De su unión con
Nira Etchenique (Cilzanira Edith) nació Sandra. Nira, que también escribía,
participó con él en la lúcida Generación del 60, la que produjo un alumbramiento
de poetas, escritores y compositores que dejaron huellas imborrables. Era el
tiempo de las revistas Grillo de Papel y El Escarabajo de Oro. Compartió las
tertulias de entonces con figuras de la talla de los hermanos
Tuñón,
Roberto Santoro, Juan Gelman,
Olga Orozco, Catulo Castillo, Homero Manzi,
Julián Centeya,
Macedonio Fernández,
Nicolás Olivari. Justamente Olivari dirá de él: “Sus poemas son iracundos,
sentimentales y populares”, confirmando así los principios del género, de
conmover con figuras teñidas de emociones junto a sentencias claras y
categóricas. Mario Jorge era un caminador de las calles del barrio. Con sus ojos
fotografiaba todas las vivencias, que plasmaba luego en el papel. Hallaba
inspiración en los viejos cafés de Almagro, tales el desaparecido El Motivo, de
Corrientes 3975, o Gildo, de Medrano y Corrientes, donde hilvanó poemas como
Puente de Bustamante, Valentín Gómez 3887 – 2º E, Amistad con Buenos Aires o
Radiografía de Almagro…
Compartía allí las mesas con amigos luego de hacer largas caminatas, enfundado
en un sombrero negro y luciendo unos clásicos bigotes, a veces más gruesos,
otras más delgados, estilo típico de los años 1940/50, período durante el cual
modeló la parte fundamental de su obra. Escudriñaba el barrio en lo más íntimo,
a su vez hurgaba en las cosas más simples, que para muchos pasaban inadvertidas.
Pero al mismo tiempo exploraba el proceder de los hombres, de las instituciones
burocráticas, la mecánica de los factores de poder, de las injusticias cometidas
en nombre de una falsa verdad, desde el originario saqueo de las tierras durante
las “invasiones españolas” hasta las cometidas en nombre del señor dinero, del
señor dólar, como lo expresa en su poema: “Canto a los hombres del dólar”:
“…Porque pusieron pie y robaron tierra. Porque nosotros somos ese ejército
limpio de cachorros con un diente en la lengua y un puño en cada lance y un
amargo sudor donde acabadamente han de caer los hombres de los dólares, los
cajeros del caucho y del petróleo, los que nos dieron luz sin alumbrarnos, los
ricos mercaderes que creyeron que América no es de carne y hueso”.
O en “Canto a los hombres de Papel Sellado”:
“…Uno los ve con corbatas y gominas, electores correctos, fanatizados cuerpos
bajo el saco, inmóviles, de negro, cerrando abriendo puertas, decreciendo en
constante pulso inútil Uno los ve al margen de las cosas vivas, hazmerreíres
serios, impermeabilizados…”
Éstos se le mezclaban con otros poemas dedicados al barrio, tales Tranvía 14,
dedicado a la desaparecida estación de tranvías Federico Lacroze, de la esquina
SO de Corrientes y Medrano:
“Muy solo en este viejo tranvía tan catorce me prolongué hasta ti, como un
amigo. Daban las dos de la mañana (en otro tiempo el vigilante de Salguero
estaba ya dormido). Daban las dos de la mañana (la 104 se estrenaba su arpege y
su vestido). Daban las dos de la mañana (un recuerdo bebía de su copa en un
rincón del Gildo)”.
de Lellis fue un poeta íntegro y autentico, que tenía mucho más para entregar de
no haber sido arrebatada tan pronto su vida por la maldita enfermedad, con sólo
45 años. Y lo extrañaron las calles de Almagro –su barrio–. Las mesas de Gildo,
con su antigua atmósfera de humo de tabaco. Y lo extrañaron sus amigos de las
encendidas charlas sobre literatura, sobre política y sobre el club de sus
amores, Boca Juniors, al que también le escribió versos. de Lellis se convirtió
en otro más de los grandes que transitaron por Almagro, como el
Gordo Pichuco, que se inició en el Cine-Teatro Medrano de Corrientes 3976.
No faltó tampoco un poema para uno de sus escritores predilectos,
Roberto Arlt: “…Blasfemó y escribió. Con todo el
corazón, todo el cansancio. Capítulo a capítulo nos describió la piel, nos
mostró gorrioneras de hambre flaca, largos galpones duros donde el dolor dolía,
Buenos Aires cayéndose sonámbulo…” Su obra soslaya cuestiones meramente
formales, para permitirse expresiones claras, esquivando el silbato del capanga
antes de soltar los sabuesos adiestrados en el oficio de vapulear al revoltoso
que no acepta los moldes determinados. El sistema encubre las miserias y las
injusticias, y en esas miserias se amamantan los obsecuentes que marcan como
parias a los poetas, escritores, compositores y cantores que hacen del arte otra
manera de rechazarlas. Los que no aceptan las reglas hechas por los poderosos
para que las cumplan los sumisos, desde el inicio de los siglos de
anquilosamiento en la Edad Media, oscurantista y contenida en el tiempo,
frenando el desarrollo cultural y social. Se negó como toda aquella camada de la
generación del 60 a recibir órdenes y obedecer en silencio con tal de recoger
los sobrantes, en un país en que los nativos deben considerarse extranjeros,
extraños en su propio suelo. Mario Jorge nos dejó un 14 de noviembre de 1966, ya
muy enfermo y bajo el constante cuidado de su segunda esposa, también escritora,
Lucina Álvarez, más tarde tragada y desaparecida por la última dictadura
militar. En un justo reconocimiento a la trayectoria y obra de Mario de Lellis
la Legislatura de Buenos Aires, mediante el decreto 969 del 15 de agosto de
2002, le puso su nombre a la plazoleta de la intersección de Lezica y el pasaje
Peluffo. Es un minúsculo espacio verde en forma de triángulo que se produjo al
desaparecer la antigua estación Almagro del Ferrocarril Oeste; fue inaugurado
como plazoleta el 28 de septiembre de aquel año.
También una esquina del barrio, la de la Confitería Las Violetas, de Rivadavia y
Medrano, pasó a denominarse Mario Jorge de Lellis a partir del 28 de septiembre
de 2009, otro galardón para el poeta de Flores del silencio (1941), Cantos de la
tecla negra (1942), Siglo rojo (1943), Tiempo aparte (1946), Calles de marzo
(1947), Litoral de angustia (1949), Mediodía por dentro (1951), Ciudad sin
tregua (1953), y su obra póstuma: “Ortigal de Almagro”. “Tú me quisiste siempre
como a un gorrión que juega. Y eso de andar, Almagro, cobijándome, es gaje de tu
oficio centinela… …Yo que nací por marzo en este barrio tuyo, Te miro como a
alguien que me habrá comprendido”.
FUENTES -Granelli, Omar Pedro, Almagro en el Intento, Ed. del Autor, 1999.
-http://campodemaniobras.blogspot.com/20l0/06/mario-jorge-de-lellis.htnl
-http://decidor.blogspot.com/2006/12/jorge-mario-de-lellis.thml
-http://elmundoincompleto.blogspot.com/2009/09/que-reloj-de…
-http://hectornegro.blogspot.com/2008/10/mario-jorge-de-lellis.html
-http://www.elinterpretador.net/34Rodolfo Eduards-El Trabajo DeLaP… -Trueba,
Carlos Manuel, Almagro: El pasado que perdura, Fundación Boston, 1989.
http://primerapagina93.blogspot.com/2010/11/mario-jorge-de-lellis.html
Imagen: Mario Jorge
de Lellis por Juan Carlos Castagnino

Mario
Jorge de Lellis: El trabajo de la poesía (vivir en estado manifiesto)
Por Rodolfo Edwards
Hay ciertas obras de arte que dejan cicatrices en el receptor. Quizás porque
tocan alguna fibra íntima provocan un estado de exaltación, una ebullición
interna y obligan a levantar la vista buscando la línea del horizonte. Se nos
infla el pecho y, como en un trance sonambulista, acompañamos al artista y su
obra en un sidecar invisible, sintiéndonos parte de la cosa, partícipes y
cómplices del acto en cuestión. En el caso de la poesía, las palabras se
reproducen en alguna víscera del lector haciendo brotar esos fluidos internos
que los fisiócratas llaman emoción. Qué importante que sigue siendo que un poema
emocione. Tal vez esto suene desubicado en estos tiempos ostensiblemente
anómicos pero qué bueno es emocionarse, escupir una lágrima, ese transparente y
caprichoso catarrito del corazón y mandar a paseo al correlato objetivo de Eliot
y a los fríos números de las preceptivas y las toscas academias. A un buen poema
hay que montarlo a pelo, se deben sentir los ritmos, las palpitaciones, los
sonidos que bajan y suben de tonalidades, los pies deben caminar descalzos por
el suelo lleno de esos versos largos, medianos o mínimos, que se esparcen
desparejos como la vida. Aclaro que no me gusta toda la poesía, es más: me gusta
muy poco de la poesía. Pero para la inteligentzia queda bien decir que uno es
“ecléctico” o “cosmopolita”. Yo no soy ecléctico, me gusta un solo tipo de
poesía: la que conmueve, la que sorprende e importuna, la que shockea, como una
buena hembra, como una comida rica, como un trago fuerte. Todo el resto es
gabinete, masonería, solipsismo, indoor games. Un poema es un organismo vivo, un
artefacto reluciente y decidor que puede lucir en el ajuar de la dama o del
caballero, entre los enseres de la cocina o en el revistero del baño, siempre y
cuando tenga ese “touch”, “el ángel” que invocaba Lorca.
Del poeta Nicolás Olivari alguna vez se dijo que sus poemas eran “iracundos,
sentimentales y populares”. Esos tres calificativos definen campos infinitamente
fértiles y productivos que el sistema poético argentino, su rancia estirpe,
solemne y estreñida, se ha encargado de marginar desde sus púlpitos nacarados.
De ese cúmulo de textos que conforman mis escrituras sagradas, elijo uno que me
parece muy relevante e ilustrativo en esta guerra civil: “Canto a los hombres
del pan duro”, del poeta Mario Jorge de Lellis, quien escribió la mayor parte de
su producción entre las décadas del cuarenta y del cincuenta (se recomienda
leerlo muy despacito, saboreando cada palabra).
Canto a los hombres del pan duro
Nacen, se reproducen, después mueren.
De
cobre son y el cobre los golpea.
Llevan de cobre el corazón y la camisa.
Llevan de cobre las mujeres recias.
Llevan de cobre el ojo y los abuelos.
De cobre son y suenan.
Nacen, se reproducen, después, mueren.
Y es de cobre el vapor del caldo escaso,
de cobre el duro tálamo, la higuera,
el defendible hinojo,
la charla sobre el pan, el hasta cuándo,
las mesas de hule roto, la impaciencia
por ver caras alegres, frutillas, casas propias,
amigos bajo el sol, bajo la siesta.
Nacen, se reproducen, después, mueren.
Fueron cadetes de la industria,
albañiles de andamios,
fabricantes de cosas inútiles modernas,
paladines del aire y del martillo,
fregadores de pisos, humo de chimeneas.
Nacen, se reproducen, después mueren.
¿Quién obtuvo sus sangres?
¿Quién destinó sus vértebras?
¿Quién los puso de gallos en la aurora
caminando y gritando, pateando y acatando,
hirviéndoles la sangre compañera?
Yo los he visto hastiados hasta decir no quiero,
los he visto matando en frigoríficos,
matando en primaveras
en que todo nacía sin motivo aparente
como nacen las flores;
lo he visto con bolsas,
moverse, trabajando, cuando era
la hora de comer,
la hora egregia del amor y del descanso;
los he visto trepados a las torres,
trepados a las viejas torres,
dándoles cal, charlando con los ángeles,
mirando un punto de la tierra,
un
solo punto vivo
al cual pertenecían
y por el cual hilaban sus días, sus esencias.
Los he visto volviendo a sus hogares
con la honradez al hombro, mirándose las piernas,
detallándose niños y costumbres,
algunas cosas que suceden,
pisándose las huellas,
hollándose los marzos, los octubres,
los panes sin almuerzo, las amargas cosechas
del frío, las amargas recolecciones para otros
y las amargas siembras
del cobre que resuena en el alma
como un gran acordeón tocando a fiesta.
Yo sé que nacen, sí.
Yo sé: se reproducen. Yo sé: se mueren.
Sé que suenan a cobre, sé que suenan
a rasgadoras fiebres, a pan hermoso y triste.
Tienen hijos de cobre, muy sonoros;
tienen mujeres recias,
cigarrillos baratos en los dedos,
hondas causas vitales manchando sus ojeras.
Están aquí y allá.
Suenan, resuenan.
Son de una gama gris.
Andan y trepan.
Naturalmente cobres, naturalmente solos,
tienen el sol cerrado sobre la mano abierta.
Y un día caen trizados por el tiempo,
con unos ojos amplios hacia el norte
y un pan duro indicando sus presencias.
Son esos hombres duros como el cobre.
Suenan, resuenan.
Las cuestiones estrictamente formales quedan en segundo plano cuando la
contundencia del mensaje adquiere una absoluta nitidez. Pero igual podemos
hablar del impecable fraseo de De Lellis, su sentido musical siempre alerta, la
cantarina fluencia, los contrapesos dentro de un mismo verso, las inesperadas
asociaciones sustantivas, los adverbios que dinamizan y airean el poema
historizándolo, y esos latigazos que hacen de cada verso una sentencia, una
proclama. En definitiva un buen poema es aquel que elige las palabras correctas,
lo que es muy arduo, no se logra fácilmente. Reaccionarios de toda laya siempre
se encargaron de bajar línea en contra de una fuerte tradición de la poesía
argentina que privilegiaba el decir popular. Aprovechando sus lugares de poder
vienen limando mentes y espíritus de varias generaciones para convertirlos a su
credo de vileza y desprecio. Si a un poeta se le ocurre escribir un panfleto,
¿qué hay de malo en ello? Apenas un artista expresa claramente sus ideas en un
texto, tocan pito, largan los perros y estas larvas lo condenan a la papelera de
reciclaje. Los poetas sociales siguen siendo señalados como parias, como
lúmpenes. Y el sacrilegio consiste en haber cambiado el “yo poético” por el
“nosotros poético”. La escolar dicotomía entre forma y contenido parece que
nunca fue zanjada: los “formalistas” siguen siendo los porongas y a los
“contenidistas” le ponen el sayo de “boludos”, cuando esa división es falaz y
maliciosa: hay buena poesía y mala poesía, no hay vuelta que darle, pero como
los malos son mayoría, suelen ganar por simples cuestiones aritméticas. La
resistencia es fatigosa y larga pero siempre aparecerán voces de los subsuelos,
bruñidas de bronca y barro. Todo arte que no rebota en los arrabales y en las
oscuras tramoyas de la injusticia para erguirse luego, gallardo y cantor, será
un arte pobre, para pocos, estéril y misántropo.
“Canto a los hombres del pan duro” es la puesta en acto de una serie de
elementos esenciales de toda gran poesía: vivir en estado de manifiesto, aplicar
la experiencia del mundo en la obra como una vacuna para inmunizarse de los
virus profesorales, de los castradores, de los buchones que señalan a la oveja
que se les escapa del rebaño. Meter el dedo en la llaga, buscando la verdad y
encontrarla en una calle cualquiera, desnuda, malherida, pero irredenta. Una
radical urgencia vibra en el poema “Canto a los hombres del pan duro” y aun hoy
puede darse el lujo de hacer un “fuck you” a los cínicos relativistas. Obsérvese
las similitudes de este poema de De Lellis con “Construcción”, aquella enorme
canción del brasileño Chico Buarque, otro notable poeta que honró a su tribu.
Poetizando la ingrata circunstancia de un laburante, Buarque dice como cosas
como éstas:
Sentóse a descansar como si fuese un pájaro,
Y flotó en el aire cual si fuese un príncipe,
Y terminó en el suelo como un bulto alcohólico,
Murió a contramano entorpeciendo el sábado.
Las palabras de disponen como ladrillos de una construcción hasta lograr la
canción perfecta. Las implacables acentuaciones esdrújulas al final de los
versos unidas a una música estruendosa y machacante sostenida por una sesión de
vientos, derivan en una plegaria laica, redonda y rotunda. Golazo. Es realmente
improbable que Buarque haya leído a De Lellis, pero igual el tiempo los hermana,
los junta en la misma mesa imaginaria de los justos.
“Pan duro”, se llamó un grupo de poetas formado a mediados de la década del 50
del siglo pasado, donde militaron Juana Bignozzi, Juan Gelman y Humberto
Costantini. Mario Jorge de Lellis se llamó un legendario taller literario en el
que hicieron sus primeros pasos poetas hoy de fecunda trayectoria como Irene
Gruss, Leonor García Hernando, Jorge Aulicino y Daniel Freidemberg. Incluso
pasaron por aquel taller narradores como Marcelo Cohen y Jorge Asís. Sin ningún
lugar a dudas De Lellis formateó a la denominada “Generación del 60”, por ese
incontenible impulso vitalista que se derramó generosamente sobre su obra. Así
lo recordó su amigo Isidoro Blaisten: “De Lellis era un estupendo creador
verbal, capaz de soliviantar los menudos sucesos, darlos vueltas al revés y
producir siempre algo inesperado”. Por más que lo sigan ninguneando, la poesía
de Mario Jorge de Lellis siempre se erguirá fresca y lozana sobre estas ruinas.
http://lamaqdeescribir.blogspot.com/2009/06/la-poesia-de-mario-jorge-de-lellis.html


La
Poesía de los '60
Por Carlos Patiño
Las influencias confluentes de la Generación del 60
De bosteros, boliches y locura
Mario Jorge de Lellis
Para mí, personalmente, una de las influencias fundamentales para la concreción
de una estética particular y significativa, de una estética característica de la
Generación del 60, se llama Mario Jorge de Lellis. El descubrimiento de su obra
fue, para mí, como hallar decenas de respuestas a decenas de preguntas. Como
dije alguna vez, yo andaba por ahí solitario y rilkiano, perdido en divagaciones
metafísicas, sobaco ilustrado en torres de marfil y ciego al esplendor de vida
que me rodeaba. En alguna olvidada lectura de poemas conocí a Marcos Silber y
Marcos me rescató de esas oscuridades llevándome al grupo Barrilete. Pero las
cosas no podían ser automáticas, no es posible que por el solo hecho de que
conozcas a un grupo de gente que expresa concretamente ese algo oscuro que bulle
en tu interior sin encontrar salida, mágicamente aparezca lo nuevo. Se necesita
un proceso, un aprendizaje, un amontonamiento de hechos coincidentes que
modifiquen tus puntos de vista y en especial tu modo de encarar la creación.
Trabajosamente los fui asimilando. Pero el quiebre hacia esa particular
concepción estética fue Hombres del vino, del álbum y del corazón, Editorial
Lautaro, 1962, por supuesto, de Mario Jorge de Lellis.
Recuerdo perfectamente el impacto emocional que me causó leer ese extenso poema,
a pesar de no aprobar algunas sensiblerías desde mi punto de vista baratas que
de cuando en cuando contiene. Pero el todo, el lenguaje, el enfoque, la
intención, la invención lingüística y el clima que supo crear Mario evocando la
gente del pueblo, del boliche, de la tribuna futbolera, de la calle y de la
ciudad de Buenos Aires fue dar con el adelantado que decía las cosas que yo
quería decir y no sabia cómo decirlas. De mas esta decir que en un comienzo fue
pura y desdichada imitación. Es que no es sencillo hallar la propia palabra,
todo el secreto del asunto. La palabra propia, la nuestra, la que dice aquello
que únicamente nosotros podemos expresar de esa manera. Pienso que toda la tarea
del poeta es precisamente esa: encontrar la propia palabra, la inconfundible.
Uno también leía a Gelman, a Luchi, a Costantini,
tipos que ya habían hallado SU palabra. Pero esto a uno no le era útil. Era la
palabra de ELLOS, no la nuestra. Y la nuestra andaba por territorios de de
Lellis, por esa delgada frontera entre el costumbrismo, la cursilería, el
lenguaje popular, el compromiso y el contenido humano que sudaban los adoquines
de Buenos Aires. Manteniendo o encumbrando un LENGUAJE POÉTICO. Peleamos por
conseguirlo y la historia dirá si lo logramos. Uno no es buen juez de su
trabajo. En realidad, es el peor de los jueces.
Vi a de Lellis en su lecho de muerte, transido por un cáncer de piel. Antes,
cuando todavía la enfermedad no había obrado su infinita crueldad, hablamos
largamente durante un atardecer en su casa del barrio de Almagro. Me regaló
todos sus libros, desde aquellos "cultos" del principio, hasta aquellos en que
de Lellis halló su propia palabra. Recuerdo como si estuviera viendo estas
letras que, cansado y harto de dedicatorias, en los dos últimos puso "este libro
también es de Patiño". Y recuerdo que en la última visita que le hicimos, casi
en bloque, la gente de Barrilete, mientras Lucina Alvarez, su última mujer, poco
más que una niña, diligentemente lo atendía, me dijo en un aparte "Negro, dame
un pucho, la mina esta no me deja fumar". Y yo se lo di. ¿Cómo privarlo? Y
recuerdo que cuando Lucina -una muchacha muy bella, poeta cercano al grupo de
Abelardo Castillo, que el Proceso "desapareció" unos
años después, cuando acababa de ser madre de un niño de su pareja de ese
momento, el escritor Oscar Barros, también desaparecido, junto con ella, en
1976- pasó a su lado, de Lellis le tocó el trasero. En su lecho de muerte,
todavía tuvo fuerzas para pensar en el amor. O en el sexo. O en el placer. Todos
signos de vida.
Mario Jorge de Lellis fue un gran poeta. Es justo que quienes no tuvieron la
fortuna de leerlo, lo hagan. Entenderán buena parte de lo que fue la Generación
del 60.


Mario
Jorge de Lellis
Por Isidoro Blaisten
Iba como buscando flores por la
vida. Viviendo sólo lo decantado. “Suelo olvidar detalles”, dijo una vez en un
poema. Y los olvidaba, porque tenía que vivir apresuradamente, en función de
poesía, quemando etapas, casi contra reloj, con ese presentimiento de la muerte,
con esa solemnidad de la muerte que tenía en la mirada “…como si su instinto lo
llevara a sacar provecho de este último chorro de vida. Como si supiera que
viene la muerte, que tiene que dejar escrito hasta el último verso que ha
sedimentado su alma”. Esto que Mario escribió de Vallejo tiene valor para él.
Toda su poesía tiene una relación directa con la muerte. No una lamentación,
sino una especie de acatamiento vital.
“En las tres cuartas partes de la vida…”, escribió en un poema, cuando tenía 33
años. Y vivió 44. Trabajó duramente para ganarse un peso, escribió catorce
libros de poesía, una novela, dos biografías, uno de cuentos, uno de viajes, más
de trescientos cuentos para revistas femeninas, publicó catorce números de su
Ventana de Buenos Aires, una de las más hermosas revistas literarias que
existieron, fue veinte años al hipódromo, no dejó de ver a Boca, viajó por
muchos países, tomó mucho vino, tuvo muchos hijos, amó a muchas mujeres.
Además concitaba la magia. La urgencia de pasar rápidamente por sobre lo
cotidiano, lo llevaba a convocar algo extraño que iba desde acertar la triple
hasta olvidarse una máquina de escribir en un café a la italiana de Sarmiento y
Florida, y encontrarla al día siguiente en el mismo lugar, confundido el color
de la funda contra el mármol negro de la balaustrada, o volver de China sin un
peso y descubrir en la cubierta una cartera llena de miles de liras.
Efectivamente, era de un pobre inmigrante. La devolvió. Se pasó el viaje
agasajado, comiendo con la oficialidad como un héroe de la honradez.
Por medio de la magia se le pegaban los tipos más insólitos, Una tarde fuimos a
tomar un vino a un bar extraño, que queda por Tacuarí y Rivadavia. Primero vimos
a una loca que esperaba en la puerta a que los parroquianos se levantasen para
entrar corriendo y tomarse cualquier cosa que quedaba en los vasos, todo muy
rápido, para volver a la entrada a montar guardia.
De Lellis en ese momento esbozaba su teoría del miércoles. Era un día que no le
gustaba. Decía que era un día de miércoles, que no era ni chicha ni limonada,
que estaba en mitad de la semana y que por eso a las mujeres había que pegarles
todos los miércoles con la toalla mojada.
En eso entro un sujeto raro y antiguo, con un sombrero hongo empotrado hasta las
cejas. Despaciosamente, fue mirando con severidad todo el salón. Cuando nos vio
se acercó un poco y nos estudió con una insistencia torva, casi despreciativa. Y
se fue. Con la misma dignidad con que había entrado, dio media vuelta y se fue.
Nos miramos en silencio. Entonces Mario dijo:
–Inspector de angustiados.
Una noche estábamos con Jorge Vázquez Santamaría. Comimos en el Pippo y después
Mario siguió tomando. Era imposible seguirle el tren. Pedía anís turco, grapa,
ginebra, hesperidina y moscato y lo mechaba con traviatas y capuchinos, panes de
salud y académicos.
Recorrimos tantos boliches que a las seis y media de la mañana nos sentamos en
un bar frente a la Plaza Once. En la mesa de al lado había un hombre solo.
Parecía esperar a alguien. Tenía un paquete grande como una caja de zapatos.
Mario comenzó a semblantearlo:
–¡Jé,
vos sí que tenés tu paquete!
El otro se sobresaltó. Después esbozó una sonrisa idiota.
–Te compro el paquete.
Ahora sonrió menos. Dijo algo que no entendimos.
–Te doy dos lucas.
El hombre no sonrió más.
–Mirá, todo lo que tengo son siete lucas. Te doy siete lucas si me das el
paquete. Acá están. Tomá.
El hombre se levantó, apretó el paquete y se fue rápidamente. Cuando pasó por la
caja,nos seguía mirando con miedo.
Fue un gran poeta, con un gran conocimiento de la poesía y un gran rigor y había
llegado paulatinamente, a fuerza de sublimación a ese lenguaje tan
intransferiblemente suyo, tan descaradamente copiado por los indios de opereta,
por los mestizos de la literatura.
Recuerdo cuando Marcelo Ravoni, miraba el reloj y decía: “ –ya–”. Mario escribía
“poesía rimada al minuto” sobre el dorso de los descartes de fotocopias. “–Este
va en nueve– decía”. Y escribía largas estrofas con una métrica perfecta,
frescos retratos de amigos, llenos de humor. De ese endiablado humor que lo
acompañó hasta el final.
Fue un gran poeta. Un poeta popular que no necesitó de malas palabras para
hablar al corazón de la gente. Nunca adoptó posturas de exquisito. Antes de ser
un intelectual, fue un ser humano. Un ser humano “lleno de cosas”, como decía
él. Un hombre de pueblo “y maneras de Almagro”. Mario se fue. Lo enterraron un
miércoles. Quizás esa tarde los gorriones se hayan callado un momento. Pero
algún día se va a escribir la historia. La verdadera historia. Y cuando aquellos
que una vez le pagaron treinta pesos por una nota, los que nunca le dieron ni un
tercero, ni un quinto, ni un sexto premio municipal ni barrial, ni nada, los que
dijeron: “…sí, pero tomaba”, estén muertos “nutridos de materia./ Duros,
Solos.”, las muchachas que tendrán la edad de Sandra, leerán sus poemas, leerán,
por ejemplo: “Sandra/ algún día leerás estos poemas/¿seguirás siendo Sandra? "
[De "Anticonferencias"]


Tranvía
14
Muy
solo en este viejo tranvía tan catorce
me prolongué hasta ti, como un amigo.
Daban las dos de la mañana
(en otro tiempo el vigilante de Salguero estaba ya dormido).
Daban las dos de la mañana
(la 104 se estrenaba su arpege y su vestido).
Daban las dos de la mañana
(un recuerdo bebía de su copa en un rincón del Gildo).
Puente Bustamante Pasabas tú, bajando, tú
y un nolopienses dicho hasta tu alma
y lluvias en esquinas y mateos
y finales tan dulces como las rosas dadas.
Pasaba el puente mismo,
el morirse en las vías, el despedirse en humo
y voz entrecortada
y pasaba palermo, pringles, barrios pobres,
felices por el pie de tu zapato y el calor de tu cara.
Te decía que no
y te miraba.
Valentín
Gómez 3887 - 2° E
Cuántas veces yendo y viniendo en
torno a lo que amamos,
más libres que este raro olor a lino,
más próximos, más justos o acaso
más injustos
por pretender bajar la luna a nuestras manos
más comunes a todo
sin festejos de sábados
sin elegantes formas, sin pañuelos
diciendo adioses falsos
acá estamos, acá
yendo y viniendo, entre un café y un trago,
muy simples, muy amigos,
dolidos y sonrientes, afectuosos, conversando
de largas cosas vivas.
La puerta siempre abierta para Almagro.

Puente
Bustamante
Pasabas tú, bajando, tú
y un nolopienses dicho hasta tu alma
y lluvias en esquinas y mateos
y finales tan dulces como las rosas dadas.
Pasaba el puente mismo,
el morirse en las vías, el despedirse en humo
y voz entrecortada
y pasaba palermo, pringles, barrios pobres,
felices por el pie de tu zapato y el calor de tu cara.
Te decía que no
y te miraba.
Radiografía
de Almagro
Fue en una de las tantas tardes
en que pisando tiempo, corazón o acera,
me incliné a tu adoquín y a tus paredes,
a tus camisas amplias de obreros o a tus polleras
tornasoladas de amor;
a tus tacos muy altos de niñas fabriqueras,
a tu heredad de gaita y mandolina,
a tu abecé de bares que te pueblan
y recogí tu gusto, tu palpitar de barrio
y me senté contigo en un umbral, como se sienta
un pobre diablo que ha encontrado
la única moneda.
Quiero cantar, decirte, llenarte hasta mi vaso,
cabecilla lunar de esta ciudad sin tregua,
punto final de chacras y de quintas,
quintaesencia
de oeste en Buenos Aires,
quintaesencia
del ancho muro amargo de la vida, donde uno se para
y se golpea el corazón, el aire y las maneras
y se sabe hasta aquí,
tan mezclado de cielo y tan de tierra.
Aquí canté y lloré y anduve tu adoquín
con el alma doblada a tus umbrales y a tus puertas.
Y tuve lasitudes de amor
y ganas de fumar y ganas de tristeza.
Tú me quisiste siempre
como a un gorrión que juega.
Y eso de andar, almagro, cobijándome,
es gaje de tu oficio de centinela.
Para poder decirte enteramente
habría que beber, por ti, jugo de estrellas.
Habría que charlar de cosas inocentes
como hacen tus niños al borde de la siesta.
O habría, acaso, que inventar un himno
más simple que la marcha de una escuela.
[De “Buenos Aires, mi ciudad”, 1963]
María del portón
A la que llaman, en la calle
Corrientes, “María la loca” (*).
María del Portón,
María que no tienes pan ni vino
ni maría; que vives acá, en la ciudad de calles.
en la postergación del huevo y la semilla, tras lo barrido,
bajo el Pórtland, el muro, y el andamio,
en el portón vacío,
y que sueles andar pisándote la sombra con mayor sinrazón
que un ángel sin ofrendas y un ventanal sin vidrios.
Con tu cajón a cuestas, en un sitio,
derrumbada de años –que tanto tiempo tienes-
y sola y perseguida de estrellas y de malos niños
y cada vez más loca, más tuya, más María,
María del Portón, María de la calle...escucha lo que digo:
Este mundo gotea su polvo y su abundancia.
Mientras tú, con el único cayado de la ciudad, oblicuo
como el que usaron todas las marías de tu ropa
persigues el umbral donde abrigar tu hueso antiguo,
más de un millón de pipas se tuercen en las bocas
y las pantuflas gordas calman los dedos ricos.
Y mientras tú, bloqueada de una tierra final,
con tu olvido de blusa y taco alto, de parto, de haber sido,
no gimes ya del bofetón primero, ni del delgado postre,
ni de la trampa del varó, ni del castigo,
(fuiste, sin duda alguna, muchacha de altos senos, tuyos, codiciados,
y anduviste la tarde como una novia rota, sin camino);
mientras tú no te mueles de odio y de distancia
y te es simple el aire, alrededor de ti, el hombre, ese mismo
que te tira monedas y te reclama un llanto,
el hombre de zapato que te disputa el sitio;
el mineral, terrestre, coetáneo, perteneciente al núcleo
de la ley y el reloj; ése que ha sucedido
por vía natural, por germen, por raigambre,
porque todo es nacer, permanecer, poblar un siglo,
decantarse en andar del sueño al alba, sin fantasmas que humillan,
sin ver la cucaracha, sin consolar a un ratón con miedo, sin tino
para aceptar que un día se nos caerán los astros sobre el lomo;
ese hombre, María del Portón,
que nunca fatigó su miel ni acanaló si oído
para curar tu piel rasgada
y endurecer tu grito,
se odia a pesar del plato y la cuchara,
se odia a pesar del sábado y domingo.
Unos y otros son parientes desde el hueso.
¿Es esto lo que hay que hacer? ¿Buscar el vínculo?
¿Mirar la puñalada sin un mohín de culpa?
¿Ser un gentil, tener el tacto fresco de los líquidos,
saber sentarse en molde en los teatros,
aplaudir los clarines, entonar como un grillo?
Muchas veces me hice estas preguntas
y me miré los dedos quebrados de infinito.
Y solamente digo, María del Portón,
María que no tienes pan ni vino,
que esta gente se odia, muy a pesar del plato y la cuchara.
Para que así no fuera tendrían que haber pisado y recorrido
la ruta más amarga: ir a la flor
por gracia del pistillo
y nunca del perfume;
desahogar del mar la sal, los náufragos, las sirenas, los ruidos
del pez y no las playas donde tomar el sol de vez en cuando.
Para que así no fuera hubiera sido necesario tener la luna en un bolsillo.
Ladrar, rumiar, hacer de gato. Hubiera sido necesario
ser algún tiempo loco, coronarse de trigos,
posternarse ante el buey, morder la greda,
y como tú, María del Portón, vivir sin sitio.
Vivir ya por después de un miércoles de abril,
cuando te escribo esto y creer que se nace sin sonido,
como un violín sin cuerda y que hay algo que tocar.
Y hay algo que tocar: tan primitivo
es todo, tan reciente, que estamos esperando todavía
los milagros directos de los dioses y el sinsabor del higo.
María del Portón: tú pasas, tu morirás mañana,
tu esqueleto se irá bajo una tierra tonta; tu apellido
claudicará a la historia y el aire simple que te augura
ira sin tu cayado por otras calles tristes. Tú habrás cumplido.
Pero nosotros... ¿Cuántas veces todavía
cortaremos la uña, el llanto y el camino?
¿Cuántas veces iremos a poner nuestra idea de rodillas
y a ofrecerla a la tarde como un vientre de madre ofrece un hijo?
¿Cuántas veces –tan solos- subiremos a un árbol, buscando a Dios,
y cuántas veces, dílo, cuantas veces, te hallaremos,
certera, sin carne, sin razón, en el vacío?
María del Portón, con tu cajón a cuestas,
¡cuántas veces!
María que no tienes pan ni vino
¡cuántas veces!
María que no tienes sitio
¡cuántas veces!
(*) Una mañana de junio de 1950, dos meses después de haber
sido escrito este poema, “María la Loca” fue hallada, muerta de
frío, en su portón de la calle Corrientes.
Muchacha
sin pronombre
Para Isabel Rousset, “Bola de Sebo”.
Isabel Rousset, Bola de Sebo, muchacha sin pronombre,
carne de alcoba y llanto:
te gustaban los pinos color nieve
las pocilgas sin nadie, los caballos
mordiendo en sus pesebres una pizca de luna;
te gustaba el molino, el lirio abandonado
en las manos solteras, la mediana función de las lagunas,
la fe de los riachos.
Te gustaba comer -¡tan familiar!- junto a tu cesta
y beber el borgoña y nublarte con pájaros.
Te gustaba decir algunas cosas.
Te gustaba reír de vez en cuando.
Isabel Rousset, Bola de Sebo, regresas desde el aire,
con un pecado en torno, diluída y casual como la sombra de algo.
Isabel Rousset, Bola de Sebo...¿Qué hicieron los burgueses
con tu corpiño roto? ¿Qué hicieron con tu llanto?
¿Te dieron de almorzar? ¿Te regalaron pinos y pocilgas?
¿Te festejaron toda con lirios y caballos?
¿Te miraron igual que a sus parientes,
te acreditaron sitio, te lloraron?
Por ti, por esa carne tuya –miga o cielo- y entregada sin rumbo,
ellos siguen de pie, mercado
las espigas y traficando lanas en invierno, tanteando el mar
porque es posible el oro más allá de los peces y los náufragos.
Y están muy bien así, aunque el sol se les cuele en los roperos,
donde sigues viviendo con un olor de cuerpo bien lavado.
Isabel Rousset...¡estos burgueses! ¡Y pensar que lloraban
sus dineros, sus gatos sin tejado,
sus mujeres de moda, sus tierras con orillas,
sus hijos impedidos, sus vientos clausurados!
Isabel Rousset, heroica prostituta: te quitaste el vestido,
tu cadera de amor, tu pecho transitado,
tu soledad de sauce sin ribera,
tu orientación de muerte y un poblado
de cosas que nacían de ti bajo la noche
y te diste al prusiano,
ilimitada, toda, sin urgencia,
tan plena como un sol que cae sobre un sembrado.
Después, sacrificada fruta, légamo caído, sin pronombre,
fuiste a buscar perdón sencillamente. Y te dolía el tacto
y la mirada ahondada de palomas
y el temeroso pie y el cuenco de la mano.
Y el burgués te miró como se mira un pozo.
Y no te perdonó. Nunca, Isabel Rousset, te perdonaron.
Tu final se lloraba detrás de un vidrio corto.
Tu voz se amordazaba con un pañuelo áspero.
Tu corazón de pinos y pocilgas se ahuecaba por dentro.
Isabel Rousset, Bola de Sebo, toma mi mano;
hace ya un tiempo largo que no estás con nosotros
y no ha cambiado nada: ni el nacer, ni el morir, ni el sobresalto.
Poblaremos los puños de centeno y de cobre,
caminaremos largo,
desde la cara hueca del vacuno hasta la cara humana,
desde el pienso a la cifra, desde el mugido triste hasta el vocabulario.
Andaremos con todas las mujeres compradas de la tierra
y tú y yo, Isabel Rousset, diremos algo:
Diremos que algún cuerpo caliente como el tuyo
fue el que pobló hemisferios, que los astros
se aprietan de dolor cuando te escupen,
que no abrigan las colchas y las sábanas sin debajo
no hay quien ame y que es fácil
cosechar la comarca de un rey cuando el esclavo
no tiene voz ni pelo. Y diremos, en fin,
que eres una señora y que estamos
esgrimiendo las picas para tumbar la infamia;
que no impórtale cochero, ni el peón, ni el soldado
que te besó la piel. (Que triunfo:
que un soldado besara en pie de guerra, que un soldado
se pusiera a pensar en cosas distraídas;
en tu sonrisa de algo
y en tu pronombre dicho entre paréntesis...)
Les diremos que estás sentada a la derecha de Dios y que el pecado
procedía de ellos, de sus carnes espesas y aplastantes,
de sus miserias vivas, de sus dientes de lobo, en fila y apretados.
Ven con tu sangre fresca, con tu pelo de niña:
dame la mano.
Tu corazón se mueve con un temblor de agua
en cuyo fondo hay plumón ahogado.
Tu cadera de amor rodea el mundo
tu seno está bien alto,
más allá de las criptas profanadas
con los oídos falsos
y tu pronombre, tú, Isabel Rousset,
tiene que estar vestido con flores y con pájaros.
Isabel Rousset... ¡estos burgueses!
¡Y este trágico estar sin fuerzas para nada! Dame la mano...
A.R.A.
615
Para Jorge, en tierra.
No te hacían señales con banderas.
No pronunciabas isla a sotavento.
No estabas ni en la proa ni en la popa,
no te acuñaba el aire, no te estrenaba el viento.
Pero seguía el mar moviendo sus esponjas,
sus tiernas noctilucas, sus mareas, sus misterios
submarinos de ahogados dando vueltas
siempre en torno del mástil compañero.
Cualquier reloj estaba en cualquier hora.
Un día martes trece, marinero.
Tristes grúas lloraban en las dársenas
y antebrazos tatuados se empinaban por ti junto a los puertos.
Las brújulas seguían tu destino de yodo terminado.
Petreles y gaviotas te cruzaban de pañuelos.
Te sabían de sal, de caracol sonoro,
de pipa perfilada, de ojos negros.
Y por eso remaban hasta ti los muelles,
los faros rondadores, las boyas sin grumetes, los pájaros roqueños.
Cualquier reloj estaba en cualquier hora.
Un día martes trece, marinero.
Todo ese mar volcado
que crecía en tu sangre sin saberlo,
te dice que te vas,
te dice que te vas con una voz de náufrago viajero
que llega hasta tu alma. Te dice que te vas
de la escama, del ancla, de los sueños
de muchachas que te esperaban
con jaivas y con lirios detrás de cocoteros,
de barrios pescadores que tenías que oler,
de sumergidos cantos que habrías de cantar en bares extranjeros,
de ese timón colega que te llevaba en vilo
en busca de arcoiris y archipiélago.
Pero ven a la tierra, contramaestre puro,
heredero vikingo, libre fenicio entero.
Ven a la tierra al fin, desmarinado y todo,
desbordado y desecho
de lo que hiciste de agua,
pescador de caminos, caminador de vientos,
ventilador de sueños sumergidos,
curva mayor, 615 nuestro,
que en la tierra el reloj maraca una hora
sin día martes trece, marinero.
Ven a la tierra firme. Bajo la piel te queda
un mapamundi oculto donde mirar los puertos.
Acá tampoco te hacen señales con banderas
ni pronuncias la isla a sotavento,
pero hay un sol torcido en todas las esquinas
y en las frentes ancianas suele atracar el tiempo.
Ven a la tierra firme, desmarinado y todo.
¿Qué importaba tu espada, tu graduación, tu ejemplo?
¿No eras todo de alga, de vela y trinquete?
¿Acaso el mar no tiene cara de amigo bueno?
Ven a la tierra firme... ¡Cuánta saliva amarga
verá tu sal doblada sobre el pecho!
Ven a la tierra firme, 615,
petrel, hombre de playa, marinero.
Canto
a los hombres del vino tinto
Yo sé que vendrán, caminarán,
vendrán, caminarán, darán la vuelta,
dirán mi barco ballenero pesca en las Orcadas,
mi vejez es un canto de rayuela,
mi velador no caza mariposas,
vendrán, caminarán, dirán cualquiera
tiene un gorro frigio,
cualquiera tiene un tango,
tiene un agua tanino;
vendrán, caminarán, dirán la palabrota que les queda,
vendrán, caminarán, dirán del apio,
vendrán, caminarán, dirán que salga pato o gallareta,
dirán, caminarán, dirán qué bárbaro,
dirán imbécil,
dirán yo soy un hombre,
dirán piso la tierra.
Yo sé que ellos vendrán, caminarán.
Dirán, caminarán y cantarán con la violeta
y cantarán el ajo de los guisos
y el ábside, el gorrión, las azoteas.
Vendrán, caminarán, dirán que antepasados
murieron en cadalsos o en hogueras,
murieron sobre camas de hospitales,
sobre catres sin luz o sobre las veredas.
Vendrán, caminarán,
con la antigua zozobra
del alquiler,
con la herramienta húmeda, oxidada;
vendrán, caminarán, vendrán la siesta,
falseadores del sol,
halconeros audaces del de pronto,
viejos amigos míos, cantantes de violetas,
venteando lluvias coloradas,
cayendo, decayendo, diciendo que vendrán, caminarán,
diciendo apenas
que aquí vendrán, caminarán...
Y un chapoteo dulce pica en la piel
y uno sabe que están como los muertos:
acostados y duros y sin pena.
Como los muertos duros.
Los muertos ya no tienen vanagloria. Ni problemas.
Ni decapitación. Ni ley.
Ni llave familiar para el altillo. Ni retratos de abuelas.
Los muertos tienen solamente
un raptado moverse entre las cosas y una cruz oficial
y un pasado rumor de voces vivas en la oreja.
Y están bajo el zapato del que vive,
químicamente amargos, naturalmente pobres y de tierra.
Vendrán, caminarán. Observadores simples,
jugadores de truco, sacrílegos del agua,
bicarbonatos, hígados, confidencias,
lo que yo siempre tuve es poca suerte,
viejos amigos míos, cantantes de violetas.
Vendrán, caminarán.
Tendrán la mano abierta,
un tajo de dolor hundiendo sus infancias,
una hermosura en vino y un vino en la moneda.
Vendrán, caminarán.
La vida es tan correcta,
tan construida así como esas casas de diez pisos,
tan dócilmente puesta
hacia la muerte
que al encontrarlos
uno se siente afuera.
Vendrán, caminarán. Caña, pescado, pipa.
Pelos en la nariz, buenas noches me voy la tengo enferma
yo le voy a contar la historia de mi pueblo,
qué has quedado pensando marivelcha.
Yo sé que ellos vendrán, caminarán,
vendrán, caminarán, darán la vuelta.
Tienen cosas acaso que decir,
tienen qué preguntar: cuántas botellas,
cuántos lagares dulces,
cuánta ocupada mesa,
cuánto codo raído
o pantalón gastado en las veredas
o anoche me soñé vinado en un cadáver
o anoche me soñé a mi María muerta.
Vendrán, caminarán.
Visitarán mi tierra.
Vendrán, caminarán.
Fueron la tierra.
Vendrán, caminarán.
Se los tragó la tierra.
Vendrán, caminarán.
Campanas tocan en las copas. Buenas noches amigos,
buenas noches por catres, bodegones, viento al irse a dormir,
cantantes de violetas.
Canto
a los hombres del dólar
Tened cuidado. ¡Vive la América española!
Hay mil cachorros sueltos del león español.
Rubén Darío
Por suerte están muy lejos.
Por suerte se terminan poco a poco,
declinan sus abyectos cauces,
se anuncian como son -monedas-,
escupen chicles, tienen guatemalas.
Porque donde fueron posible intervención,
donde vieron la fruta sazonada
al alcance del brazo que encajona,
no dudaron de hacerlo.
Porque donde se hallaron
con guano, con petróleo,
con estaño sudado,
con cajeras bonitas y fábricas textiles,
con sucios pescadores de lampreas,
con terrenos de caucho
o magros buscadores de oro en las riberas,
o pequeños patrones de chatas en los puertos,
o aun con simples piedras del paleolítico;
donde hallaron lo útil,
la clásica ganancia para su impavidez,
lo embarcaron en anchas bodegas trasatlánticas,
lo custodiaron mucho
y le dieron destino de usinas o de acciones.
Por suerte están muy lejos.
Por suerte ya no tienen talismanes que los salven
y hacen que otros abran sus ventanas,
sus viejas banderolas,
vean de lleno el sol que fecundó las mieses,
vean de lleno obreros, cargadores,
muchachos sin comer,
jerárquicos pastores con la biblia al hombro,
católicos creyéndolos
y raspajes de muerte
en mujeres queridas de turismo,
y entonces es posible que esos otros
los vean como son
y piensen libertades
y crean en el unto de amor de las familias
y busquen desprenderse.
(Se desprenden).
Porque ellos caen de pronto
-felices capataces de las tierras volcánicas,
de las islas varadas en medio del océano,
de las quintas cargadas de rocío
donde crece el tomate como un coágulo,
de la locomoción,
de la primera plana y el teléfono-
caen sin que nadie diga qué importancia
tendrá darles, de más, metros de tierra.
Pero al caer transforman, miden, quitan.
Y con la venia dulce de la luna
se instalan mercaderes de los sueños.
Porque acabadamente,
con letreros y avisos y empresarios
se hicieron democracia en el ocaso
y en el duro maíz
y en la sal de los trópicos.
Porque rastreramente,
con la corbata chic del diplomático
intervinieron muelles, jeroglíficos,
lugares donde matan a cuadrúpedos,
tallarines cantados, ejércitos de negros.
Porque impecablemente
vinieron a llevarse bandoneones
y se fueron.
Porque tardíamente
dieron el oro a cambio del obrero
y con sus duros ganglios de bandidos
después de comprobarnos el declive
se nos fueron.
Porque pusieron pie y robaron tierra.
Porque nosotros somos
ese ejército limpio de cachorros
con un diente en la lengua y un puño en cada lance
y un amargo sudor donde acabadamente
han de caer los hombres de los dólares,
los cajeros del caucho y del petróleo,
los que nos dieron luz sin alumbrarnos,
los ricos mercaderes que creyeron
que América no es de carne y hueso.
Ernesto
Ernesto,
hermano nuestro,
vino nuestro.
Hay que nombrarte en risas, nuez, hinojo,
adoquines cruzados para dormir la siesta
y recostados codos en estaños.
Hay que nombrarte arriba, en un andamio
-de allí te nos caíste--
alegre de gorrión, cantándote vivas madrugadas,
saturando tu pecho de amistades.
Y ahora, dime,
¿de qué alpargata estás en ese mundo,
en esa copa azul, en la mensajería
de estrellas y de vientos?
Hay otro olor a casa en el boliche.
Ya no están los barriles, las mesas malparadas,
ya no está nadie, nada, todo cambió, se fue,
murieron los genioles, todo ha muerto.
Tu paso está en la calle, cruzando el adoquín,
adoquinando el barrio,
mirándote hacia adentro la cara del trabajo.
O en el andamio, cayéndote en estrella.
O en el vinoso amor a los muchachos.
O en nuestro corazón derecho,
recordándote.
El
sillón
Mañana gris y nadie quiere recogerte.
Junto al cordón de la vereda,
tu bordadura de años, tus escombros.
¿Quién descansó allí?
¿Qué fatiga encorvada de horno y pala?
¿Qué romántico amor caridolente
en tus primeras lunas de folletín y arpa?
¿Mi madre, con su rostro de hortensia entre las nubes?
(En las horas de siesta le gustaba
quedarse en una sala con retratos)
¿Mi abuelo? ¿O el primer gringo amigo de mi abuelo,
aquel que ahorraba moneditas para comprar postales?
Y en las veladas de peinetón y polca,
¿qué tornadizo azul torneado
coqueteó en tu estrechez de nido de abanicos?
¿Y qué cosas tuviste cerca tuyo?
¿Qué reloj de cucú, qué mirlo en jaula,
qué pecíolo rojo, qué digno piano?
¿Qué reliquia clavada en la pared
te miró tanto tiempo con los ojos sonámbulos?
¿Qué torreones de sueños se veían
desde tu sitio? ¿Qué pesares borrados?
Mi madre no desconoció tu historia.
Cuando yo te llevé, se sonreía.
Una sonrisa llena de pasado.
Mañana gris y nadie quiere recogerte.
Todo tu tiempo ha terminado.
Roberto
Arlt
Para él no fue el ágape, la peña, el capellán,
el afrancesamiento afeminado,
ni el suplemento azul de los domingos,
ni los señores dulces biselados.
Tuvo una cara de color de loco.
tuvo una flauta de color estaño.
Trepaba a los tranvías,
andaba sin amor, sin pasamano,
filípica en el gesto,
virulencia en la mano.
Loqueó su cara de color de loco.
Tocó su flauta de color estaño.
Pescaba encanallados mercaderes,
blenorrágicos puros, metodistas,
lesbianas, sueños desarticulados,
incorregibles viejas con olor a cama,
incestuosos contentos, parricidas,
burdeles con sabor a llanto.
Blasfemó y escribió.
Con todo el corazón, todo el cansancio.
Capítulo a capítulo nos describió la piel,
nos mostró gorrioneras de hambre flaca, largos
galpones duros donde el dolor dolía,
Buenos Aires cayéndose sonámbulo.
Encajonó verdad, refrigeró la muerte.
Fumó el pucho porteño, tomó su trago.
Con su cara de loco se fue un día.
Con su flauta tocó todo el estaño.
Boca
Juniors
Uno sabe el color bandera sueca
desarrancado gol grito del hincha,
vocación de este Boca boca llena,
tictac de historia de tablones
chuenga a chuenga
Uno siente la sangre de azul-oro
metiéndose en las venas
por un punto de más, por una nada.
Y ocurre que ni almuerzo ni merienda
tienen algo que ver,
ocurre que la novia zaguanera
o el padre encabezando los domingos
miran pasar la tarde bizcochada
y esperan como espera,
pasivamente el lunes.
Uno se va volado, está de loco al paso,
refuerza el corazón, grita sin grieta,
aplaude el gol sellado en la gambeta,
siente su afán,
lo sigue hasta en la sexta
Y siempre, cuando ese sol domingo color pájaro
le pega en la cabeza,
cuando tiene en capilla la memoria
o en blanco la leyenda,
suelta nombres con nombres a medida
que los nombres lo sueltan:
tesoriere capando los penales,
bidoglio con refrán en cada pierna,
lazzatti semafórico a las puntas,
cherro firmando la pelota para una ida y vuelta,
arico llevándola al desprecio,
varela en boina suelta,
sarlanga como dulce golosina,
angelillo maestro, filósofo poeta.
Así, de Boca en boca,
lo inconsolable tiene
consuelo de domingo por la siesta:
léxico libre, loco levantado, potrerío de fiesta.
Hacer la flor de bocajuniors,
hacerlo con belleza,
hablar del pueblo pobre
que sin pedir permiso
se vuelca hacia la izquierda
es una primavera de cosas hipotéticas:
¿qué pensarán los clásicos,
qué pensará la golondrina bécquer,
qué espronceda?
No sé.
Pero ese pueblo vivo que empuja y desempuja,
que parla y parlamenta
es el único eco de estas voces
y el único que cuenta.
Viéndolo andar de Boca al hombro,
de corazón con quince estrellas,
de pasión sin corbata,
le digo este poema.

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