EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS
NOTAS EN ESTA SECCION
Presentación del autor y la obra, por Malva Flores
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Sobre la novela, por Ignacio Arellano |
Parte I |
Parte II
LECTURAS RECOMENDADAS
Cobardes y traidores, por Noé Jitrik, Páginas|12,
02/12/09 |
Conrad - Cuentos de inquietud
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Conrad por Simja Sneh

  “El
corazón de las tinieblas es el corazón del hombre”
Por Malva Flores
En 1910, Josef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, es decir, Joseph Conrad,
retirado de la marina mercante británica, dedicaba su tiempo a la escritura no
sólo de novelas y cuentos, sino también de prosas críticas y artículos para un
periódico londinense. En una de estas colaboraciones, recogida en Notes on Life
and Letters, Conrad plantea una idea que se filtra como líquido vital y como
problema moral en gran parte de sus obras: el hombre enfrentado a la disyuntiva
de la eterna elección entre el bien y el mal. Observa el narrador: Los más de
nosotros nos hemos descubierto en un momento u otro cierta disposición a
perdernos por el mal camino.
"¿Y qué hemos hecho, en nuestro orgullo y cobardía? Echando miradas furtivas y
aguardando el momento oscuro hemos enterrado nuestro descubrimiento
discretamente, para seguir luego en la misma dirección de antes y en esa senda
tan transitada, que no tuvimos el valor de dejar y que ahora, más claramente que
nunca, advertimos que no es sino el largo camino que lleva a la tumba."
Esta declaración, extraña en sí misma, parecería señalar cierta proclividad en
Conrad hacia el "mal camino", pero una lectura cuidadosa nos permite comprender
el sentido profundo de dicha aseveración, la cual convoca la certeza de que toda
elección conlleva riesgos, pero que el más severo, mortal para el espíritu antes
que para la carne, es soslayar la posibilidad del cambio y la apuesta moral que
ello significa.
Hijo de Apollo Korzeniowski, un nacionalista polaco, Conrad nació el año de 1857
en Berdyczew, región ucraniana de Polonia, entonces dominada por el ejército
ruso.
Desde finales del siglo XVIII, Polonia se encontraba ocupada por tres potencias
que se habían repartido su territorio -Rusia, Prusia y Austria-, y desde
entonces la familia de Conrad participó en la lucha por la liberación. Esta
participación culminó con la muerte de sus padres, quienes, obligados a cumplir
trabajos forzados en Rusia, vivieron siete años en el exilio.
Bajo la custodia de un tío, Conrad pasó la infancia en Kiev, y en Cracovia la
adolescencia. Después de viajar por Alemania, Suiza e Italia, abandona su tierra
natal, recientemente liberada, y a los 17 años se traslada al sur de Francia
donde conoce la que sería la gran pasión de su vida, el mar; asimismo, obtiene
su primer trabajo al servicio de la marina mercante francesa, embarcándose en el
Mont-Blanc con destino a las Indias.
Sin embargo, su colaboración con el comercio francés fue breve, cuatro años
escasos. Agobiado por las deudas, y después de un intento de suicidio, Conrad
decide cambiar de aires. En 1878 inicia una carrera de 16 años en la flota de
Inglaterra, país cuyo idioma desconocía y del que adopta la nacionalidad en
1886.
Diez años después se casará con la inglesa Jessie George.
Durante su servicio marítimo, Conrad viajó a diversos países, tanto asiáticos
como africanos, experiencia que posteriormente se reflejaría en su obra. Así, en
1890, contratado por la Sociedad Anónima Belga para el Comercio del Congo,
realiza un viaje que por varias razones resulta desastroso: las dificultades
padecidas le dejaron secuelas emocionales que a lo largo de toda su vida
reaparecen con frecuencia.
Cuatro años después, a pesar suyo, abandona el mar y se dedica exclusivamente a
la literatura.
Su obra tuvo que esperar algunos años para ser aceptada por el gran público; en
contraste, desde la aparición de los primeros títulos de este autor, escritores
como Henry James y H. G. Wells vieron en su narrativa la revelación de un gran
escritor.
Extranjero
de la lengua en que escribió, Conrad es considerado uno de los más importantes
exponentes de la literatura inglesa de este siglo. Catalogarlo únicamente como
un escritor de novelas de aventuras simplifica el valor de su obra. La aventura
en Conrad es distinta a la de los viajes acechados por los peligros de la
naturaleza.
Otros son, en su caso, el viaje y los peligros. La aventura es diferente porque
se trata del enfrentamiento moral del hombre no sólo con el destino, sino con su
propio albedrío. Y sin embargo, es una apuesta trágica, llevada al extremo de la
representación sin héroes, pues los personajes de Conrad poseen dimensiones
contrarias a lo heroico, en los términos arquetípicos de la tragedia y la
epopeya clásicas.
Sólo el hombre "capaz de gracia", en palabras del novelista, puede superar
favorablemente la línea de sombra que preside su destino, frontera entre el bien
y el mal, entre la honra y el deshonor. Los linderos entre la integridad y la
cobardía guían la trama de la mayor parte de las narraciones de este autor,
siendo Lord Jim (1900) el ejemplo más notable.
Sin alcanzar la maestría de esta última, El corazón de las tinieblas (1902) es,
no obstante, una obra de singulares resonancias. Su acción se desarrolla en el
Congo, lugar de recuerdos nada gratos para Conrad. El viejo marinero Marlow
sirve al escritor para contar una historia inquietante (ya antes, en Youth,
1902, y en Lord Jim, se había valido de este personaje para dotar de
verosimilitud a la narración mediante el "testimonio" de un testigo).
La anécdota es por demás sencilla. Marlow decide hacer realidad un sueño de
infancia: navegar por un río en medio de la selva. Después de ciertos
contratiempos y gracias a algunas recomendaciones familiares, es nombrado
capitán de un barco que, con motivo del tráfico de marfil, debe recorrer el
corazón de la jungla. Su misión es encontrar al agente Kurtz, jefe de una
estación río arriba, y preparar su regreso a la Estación Central de la Compañía.
A partir de la primera mención a Kurtz y hasta su encuentro, la narración de
Marlow (una suerte de monólogo ocasionalmente interrumpido para intensificar el
suspenso de la historia) se vuelve cada vez más angustiosa y obsesiva, revelando
el verdadero sentido de la obra: el enfrentamiento de Marlow, un hombre
"civilizado", ante un ser de extraordinarias cualidades sumido en la locura,
producto de su estancia en la selva.
"Con ese hombre no se habla, se le escucha", señala algún adepto del agente;
Kurtz "era una voz", dice a su vez Marlow, y esa sentencia pone de manifiesto
una certeza: el poder devastador de la palabra, su capacidad para transformar
vidas y espíritus.
La reflexión sobre la naturaleza moldeable del hombre en circunstancias
extremas, surge en Conrad a manera de aviso: "¿Cómo poder imaginar entonces a
qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un
hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema...?"
Esa región, nombrable sólo mediante la invocación a "los poderes de las
tinieblas", forma parte de una crítica que no únicamente involucra al desdichado
Kurtz y su insaciable deseo de poder y riqueza, sino que alude también a los
horrores de la colonización, en cualquiera de sus formas o épocas. Al igual que
Marlow, atestiguamos cómo los conquistadores, en nombre de la civilización,
llegan incluso a ser más salvajes e inhumanos que los propios nativos.
No es gratuita la aparición, en reiteradas ocasiones, de la palabra ominoso.
Quizá sea la que define mejor las circunstancias y ambiente en que se desarrolla
este encuentro. El juego de luces impuesto por Conrad a una historia cuya
tensión se mantiene de principio a fin, contribuye de manera decisiva al
carácter simbólico del relato: el corazón de las tinieblas es el corazón del
hombre.
[Presentación de la primera edición de la Universidad Veracruzana, México, 1996]
[La imagen pertenece al artista Ricardo Ajler]
  Sobre
“El corazón de las tinieblas”
Por Ignacio Arellano *
El corazón de la tinieblas, escrito entre 1898 y 1899, no es una novela tan
ambiciosa como las monumentales Lord Jim o Nostromo, pero es seguramente una de
las más significativas y perfectas de la vasta escritura de Joseph Conrad. Es,
como le gustaban a su autor, un relato de marinero, contado con un ritmo oral
«que apela a nuestra capacidad de deleite y asombro, a los sentidos del misterio
que rodean nuestras vidas, a nuestros sentimientos de piedad y de belleza»
(prefacio de El negro del Narcissus). Una historia con el color de la pintura y
el sonido de la música, que recupera además la experiencia personal de un viaje
al Congo que no iba a olvidar fácilmente (a Edward Garnett reconoció Conrad la
impresión fundamental de esa aventura: «antes del Congo yo no era más que un
simple animal»).
En la desembocadura del Támesis, mientras se adensa el crepúsculo, Marlow cuenta
a unos compañeros su viaje a África, en busca de Kurtz, agente comercial que
está enviando a su compañía ingentes cantidades de marfil. El viaje de Marlow es
una odisea: el barco en el que navegan es viejo, el río peligroso, acechado de
nativos que atacan en los recodos, el calor insoportable... Marlow avanza
obsesionado por Kurtz, del cual se va formando una imagen contradictoria y
mitificada. Otros empleados le van describiendo los rasgos y atributos del
agente: voz profunda y potentísima, elevada estatura, ojos fulminantes, mente
lúcida y voluntad indomable que le permite recolectar más marfil que todos los
demas agentes juntos...
Por fin lo encontrará enfermo, en una choza cercada de cabezas humanas
empaladas, adorado por tribus indígenas a las que subyuga con el terror. El
extraordinario personaje que ha ido modelando la imaginación de Marlow se erige
ahora en símbolo de la corrupción y la entrega a la barbarie ancestral,
impulsado por un ansia ilimitada de poder y riqueza, enfrentado consigo mismo en
la soledad y vencido por la influencia de lo salvaje: «La selva había logrado
poseerlo pronto y se había vengado en él de la fantástica invasión de que había
sido objeto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no
conocía, cosas de las que no tenía idea. Al quedarse solo en la selva había
mirado a su interior y había enloquecido. El denso y mudo hechizo de la selva
parecía atraerle hacia su seno despiadado despertando en él olvidados y brutales
instintos, recuerdos de pasiones monstruosas».
Kurtz ha rendido su humanidad y se ha convertido en un depredador que somete a
castigos brutales a los nativos rebeldes («no había poder sobre la tierra que
pudiera impedirle matar a quien se le antojara») y cuyo mundo solo conoce ya «el
horror» (palabras finales que pronunciará en su agonía).
El universo que rodea a Kurtz es igualmente terrible y absurdo: indígenas y
colonizadores pertenecen al caos, a una máquina desquiciada por la degradación:
«Veía la estación y aquellos hombres que caminaban sin objeto por el patio bajo
los rayos del sol. Caminaban de un lado para otro con sus absurdos palos en la
mano, como peregrinos embrujados en el interior de una cerca podrida. La palabra
marfil permanecía en el aire, en los murmullos, en los supiros. Un tinte de
imbécil rapacidad coloreaba todo aquello, como si fuera la emanación de un
cadáver».
La novela puede leerse (lo es en parte) como alegato contra la colonización del
Congo, pero su reflexión moral va más allá de una situación histórica concreta.
Kurtz llega a África iluminado de ideales de progreso. Redacta una guía para
orientar el recto diseño del comercio y la tarea civilizadora: «Cada estación de
la compañía debería ser como un faro en medio del camino, que iluminara la senda
hacia cosas mejores». Sin embargo la luz sucumbe ante las tinieblas: el hombre
«civilizado» oculta bajo una frágil superficie bestiales instintos que salen a
flote en contacto con ese mundo fuera del tiempo, sumergido en la penumbra de la
floresta primitiva. El viaje de Kurtz (que Marlow reproduce) es un viaje a los
infiernos, un descenso por el río del olvido: «Remontar aquel río era como
volver a los inicios de la creación cuando la vegetación estalló sobre la faz de
la tierra. Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable. El
aire era caliente, denso, embriagador. No había ninguna alegría en el resplandor
del sol. Aquel camino de agua corría desierto en la penumbra de las grandes
extensiones. Uno llegaba a tener la sensación de estar embrujado, lejos de todas
las cosas una vez conocidas. Penetramos más y más espesamente en el corazón de
las tinieblas. A veces, por la noche, un redoble de tambores, detrás de la
cortina vegetal, corría por el río. Tuve la sensación de haber puesto el pie en
algún tenebroso círculo del infierno».
Marlow, uno de esos personajes de Conrad (como el arquetípico Lord Jim) que
edifican su vida sobre la estricta dignidad y el deber y que forma parte de la
raza de los hombres íntegros, consigue salir entero de este infierno, pero no
sucede lo mismo con Kurtz. Pues la tiniebla no está solo en la selva hostil
poblada de hipopótamos y cocodrilos. La fuente última de la oscuridad es otra,
es «el mal escondido en las profundas tinieblas del corazón humano». Kurtz no ha
sido capaz de mantener la fatigosa disciplina necesaria para conservar su
conciencia moral, su entidad humana, y en su búsqueda de la luz ha llegado a un
territorio en el que late sin cesar, como los tambores caníbales que baten en la
selva, el verdadero corazón de las tinieblas, el oscuro corazón del hombre.
* Catedrático de Literatura, Universidad de Navarra, 06/10/01
EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS (fragmento)
[La
obra de Joseph Conrad (1857-1924) se encuentra en Argentina bajo dominio
público, al expirar el plazo de protección del derecho de autor de 70 años, a
partir de la muerte del autor. El plazo puede variar en cada país.]
I
El Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin
una sola vibración de las velas y permaneció inmóvil. El flujo de la marea había
terminado, casi no soplaba viento y, como había que seguir río abajo, lo único
que quedaba por hacer era detenerse y esperar el cambio de la marea.
El estuario del Támesis se prolongaba frente a nosotros como el comienzo de un
interminable camino de agua. A lo lejos el cielo y el mar se unían sin ninguna
interferencia, y en el espacio luminoso las velas curtidas de los navíos que
subían con la marea parecían racimos encendidos de lonas agudamente
triangulares, en los que resplandecían las botavaras barnizadas. La bruma que se
extendía por las orillas del río se deslizaba hacia el mar y allí se desvanecía
suavemente. La oscuridad se cernía sobre Gravesend, y más lejos aún, parecía
condensarse en una lúgubre capa que envolvía la ciudad más grande y poderosa del
universo.
El director de las compañías era a la vez nuestro capitán y nuestro anfitrión.
Nosotros cuatro observábamos con afecto su espalda mientras, de pie en la proa,
contemplaba el mar. En todo el río no se veía nada que tuviera la mitad de su
aspecto marino. Parecía un piloto, que para un hombre de mar es la
personificación de todo aquello en que puede confiar. Era difícil comprender que
su oficio no se encontrara allí, en aquel estuario luminoso, sino atrás, en la
ciudad cubierta por la niebla.
Existía entre nosotros, como ya lo he dicho en alguna otra parte, el vínculo del
mar. Además de mantener nuestros corazones unidos durante largos periodos de
separación, tenía la fuerza de hacernos tolerantes ante las experiencias
personales, y aun ante las convicciones de cada uno. El abogado el mejor de los
viejos camaradas tenía, debido a sus muchos años y virtudes, el único almohadón
de la cubierta y estaba tendido sobre una manta de viaje. El contable había
sacado la caja de dominó y construía formas arquitectónicas con las fichas.
Marlow, sentado a babor con las piernas cruzadas, apoyaba la espalda en el palo
de mesana. Tenía las mejillas hundidas, la tez amarillenta, la espalda erguida,
el aspecto ascético; con los brazos caídos, vueltas las manos hacia afuera,
parecía un ídolo. El director, satisfecho de que el ancla hubiese agarrado bien,
se dirigió hacia nosotros y tomó asiento. Cambiamos unas cuantas palabras
perezosamente. Luego se hizo el silencio a bordo del yate. Por una u otra razón
no comenzábamos nuestro juego de dominó. Nos sentíamos meditabundos, dispuestos
sólo a una plácida meditación. El día terminaba en una serenidad de tranquilo y
exquisito fulgor. El agua brillaba pacíficamente; el cielo, despejado, era una
inmensidad benigna de pura luz; la niebla misma, sobre los pantanos de Essex,
era como una gasa radiante colgada de las colinas, cubiertas de bosques, que
envolvía las orillas bajas en pliegues diáfanos. Sólo las brumas del oeste,
extendidas sobre las regiones superiores, se volvían a cada minuto más sombrías,
como si las irritara la proximidad del sol.
Y por fin, en un imperceptible y
elíptico crepúsculo, el sol descendió, y de un blanco ardiente pasó a un rojo
desvanecido, sin rayos y sin luz, dispuesto a desaparecer súbitamente, herido de
muerte por el contacto con aquellas tinieblas que cubrían a una multitud de
hombres.
Inmediatamente se produjo un cambio en las aguas; la serenidad se volvió menos
brillante pero más profunda. El viejo río reposaba tranquilo, en toda su
anchura, a la caída del día, después de siglos de buenos servicios prestados a
la raza que poblaba sus márgenes, con la tranquila dignidad de quien sabe que
constituye un camino que lleva a los más remotos lugares de la tierra.
Contemplamos aquella corriente venerable no en el vívido flujo de un breve día
que llega y parte para siempre, sino en la augusta luz de una memoria perenne. Y
en efecto, nada le resulta más fácil a un hombre que ha, como comúnmente se
dice, «seguido el mar» con reverencia y afecto, que evocar el gran espíritu del
pasado en las bajas regiones del Támesis. La marea fluye y refluye en su
constante servicio, ahíta de recuerdos de hombres y de barcos que ha llevado
hacia el reposo del hogar o hacia batallas marítimas. Ha conocido y ha servido a
todos los hombres que han honrado a la patria, desde sir Francis Drake hasta sir
John Franklin, caballeros todos, con título o sin título... grandes caballeros
andantes del mar. Había transportado a todos los navíos cuyos nombres son como
resplandecientes gemas en la noche de los tiempos, desde el Golden Hind, que
volvía con el vientre colmado de tesoros, para ser visitado por su majestad, la
reina, y entrar a formar parte de un relato monumental, hasta el Erebus y el
Terror, destinados a otras conquistas, de las que nunca volvieron. Había
conocido a los barcos y a los hombres. Aventureros y colonos partidos de
Deptford, Greenwich y Erith; barcos de reyes y de mercaderes; capitanes,
almirantes, oscuros traficantes animadores del comercio con Oriente, y
«generales» comisionados de la flota de la India. Buscadores de oro, enamorados
de la fama: todos ellos habían navegado por aquella corriente, empuñando la
espada y a veces la antorcha, portadores de una chispa del fuego sagrado. ¡Qué
grandezas no habían flotado sobre la corriente de aquel río en su ruta al
misterio de tierras desconocidas!... Los sueños de los hombres, la semilla de
organizaciones internacionales, los gérmenes de los imperios.
El sol se puso. La oscuridad descendió sobre las aguas y comenzaron a aparecer
luces a lo largo de la orilla. El faro de Chapman, una construcción erguida
sobre un trípode en una planicie fangosa, brillaba con intensidad. Las luces de
los barcos se movían en el río, una gran vibración luminosa ascendía y
descendía. Hacia el oeste, el lugar que ocupaba la ciudad monstruosa se marcaba
de un modo siniestro en el cielo, una tiniebla que parecía brillar bajo el sol,
un resplandor cárdeno bajo las estrellas.
Y también éste dijo de pronto Marlow ha sido uno de los lugares oscuros de la
tierra.
De entre nosotros era el único que aún «seguía el mar». Lo peor que de él podía
decirse era que no representaba a su clase. Era un marino, pero también un
vagabundo, mientras que la mayoría de los marinos llevan, por así decirlo, una
vida sedentaria. Sus espíritus permanecen en casa y puede decirse que su hogar
el barco va siempre con ellos; así como su país, el mar. Un barco es muy
parecido a otro y el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad de cuanto los
circunda, las costas extranjeras, los rostros extranjeros, la variable
inmensidad de vida se desliza imperceptiblemente, velada, no por un sentimiento
de misterio, sino por una ignorancia ligeramente desdeñosa, ya que nada resulta
misterioso para el marino a no ser la mar misma, la amante de su existencia, tan
inescrutable como el destino. Por lo demás, después de sus horas de trabajo, un
paseo ocasional, o una borrachera ocasional en tierra firme, bastan para
revelarle los secretos de todo un continente, y por lo general decide que
ninguno de esos secretos vale la pena de ser conocido. Por eso mismo los relatos
de los marinos tienen una franca sencillez: toda su significación puede
encerrarse dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no era un típico hombre
de mar (si se exceptúa su afición a relatar historias), y para él la importancia
de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo la anécdota de
la misma manera que el resplandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos
halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de
la claridad de la luna.
A nadie pareció sorprender su comentario. Era típico de Marlow. Se aceptó en
silencio; nadie se tomó ni siquiera la molestia de refunfuñar. Después dijo, muy
lentamente:
 Joseph
Conrad en el cine
LORD JIM (1925) de Victor Fleming. Primera adaptación del clásico de Conrad, que
posteriormente conocería mayor fama con la superior adaptación de Richard
Brooks. El director de "Lo que le viento se llevó" contó con el protagonismo de
Percy Mamont, Shirley Mason y Noah Berry.
PARAISO PELIGROSO (1930) de William Wellman. Correcta película de aventuras
protagonizada por Richard Arlen y Nancy Carlon y realizada por el siempre
eficiente e interesante William Wellman.
SABOTAJE (1936) de Alfred Hitchcock. Estupenda e infravalorada adaptación de la
novela "El agente secreto", con Sylvia Sidney, Oscar Homolka, Desmod Tester y
John Loder. Alfred Hitchcock posteriormente realizaría un film con igual título
pero que poco tenía que ver con el libro de Conrad.
VICTORY (1940) de John Cromwell. Muy aceptable versión de la novela homónima de
Joseph Conrad, llevada anteriormente al cine en varias ocasiones, entre ellas la
firmada por William Wellman "Paraiso peligroso". Fredric March y Betty Field son
las estrellas del film.
DESTERRADO DE LAS ISLAS (1952) de Carol Reed. Ralph Richardson, Trevor Howard y
Robert Morley protagonizan esta magnífica adaptación de la novela de Conrad
sobre un aventurero metido en líos en una isla malaya.
LORD JIM (1965) de Richard Brooks. Una de las adaptaciones más conocidas de la
obra de Joseph Conrad, que contaba con el protagonismo principal de Peter
O'Toole. A su lado, un reparto impresionante: Eli Wallach, James Mason, Jack
Hawkins, Curd Jurgens y Akim Tamiroff.
LOS DUELISTAS (1977) de Ridley Scott. Uno de los mejores filmes de Ridley Scott
fue su debut, una sensacional y absorbente película protagonizada por Keith
Carradine y Harvey Keitel, con un eterno duelo en el contexto de las guerras
napoleónicas.
APOCALYPSE NOW (1978) de Francis Ford Coppola. Coppola translando "El corazón de
las tinieblas" a la guerra del Vietnam con óptimos resultados. El mejor papel en
la carrera de Martin Sheen, que está acompañado por Marlon Brando, Dennis Hopper
y un joven Harrison Ford.
EL AGENTE SECRETO (1996) de Christopher Hampt. Floja revisitación británica de
"El agente secreto", libro que ya había llevado al cine con anterioridad el
maestro Alfred Hitchcock con muchos mejores resultados en "Sabotaje" (1936).
EL HOMBRE QUE VINO DEL MAR (1997) de Beeban Kidron. Recreación de una homónima
novela corta de Joseph Conrad con el francés Vincent Perez y la británica Rachel
Weisz como pareja protagonista de este drama romántico ambientado en el Siglo
XIX. Junto a ellos Ian McKellen, Kathy Bates y Joss Ackland. |
Estaba pensando en épocas
remotas, cuando llegaron por primera vez los romanos a estos lugares, hace
diecinueve siglos... el otro día... La luz iluminó este río a partir de
entonces. ¿Qué decía, caballeros? Sí, como una llama que corre por una llanura,
como un fogonazo del relámpago en las nubes. Vivimos bajo esa llama temblorosa.
¡Y ojalá pueda durar mientras la vieja tierra continúe dando vueltas! Pero la
oscuridad reinaba aquí aún ayer. Imaginad los sentimientos del comandante de un
hermoso... ¿cómo se llamaban?... trirreme del Mediterráneo, destinado
inesperadamente a viajar al norte. Después de atravesar a toda prisa las Galias,
teniendo a su cargo uno de esos artefactos que los legionarios (no me cabe duda
de que debieron haber sido un maravilloso pueblo de artesanos) solían construir,
al parecer por centenas en sólo un par de meses, si es que debemos creer lo que
hemos leído. Imaginadlo aquí, en el mismo fin del mundo, un mar color de plomo,
un cielo color de humo, una especie de barco tan fuerte como una concertina,
remontando este río con aprovisionamientos u órdenes, o con lo que os plazca.
Bancos de arena, pantanos, bosques, salvajes. Sin los alimentos a los que estaba
acostumbrado un hombre civilizado, sin otra cosa para beber que el agua del
Támesis. Ni vino de Falerno ni paseos por tierra. De cuando en cuando un
campamento militar perdido en los bosques, como una aguja en medio de un pajar.
Frío, niebla, bruma, tempestades, enfermedades, exilio, muerte acechando siempre
tras los matorrales, en el agua, en el aire. ¡Deben haber muerto aquí como las
moscas! Oh, sí, nuestro comandante debió haber pasado por todo eso, y sin duda
debió haber salido muy bien librado, sin pensar tampoco demasiado en ello salvo
después, cuando contaba con jactancia sus hazañas. Era lo suficientemente hombre
como para enfrentarse a las tinieblas. Tal vez lo alentaba la esperanza de
obtener un ascenso en la flota de Ravena, si es que contaba con buenos amigos en
Roma y sobrevivía al terrible clima. Podríamos pensar también en un joven
ciudadano elegante con su toga; tal vez habría jugado demasiado, y venía aquí en
el séquito de un prefecto, de un cuestor, hasta de un comerciante, para rehacer
su fortuna. Un país cubierto de pantanos, marchas a través de los bosques, en
algún lugar del interior la sensación de que el salvajismo, el salvajismo
extremo, lo rodea... toda esa vida misteriosa y primitiva que se agita en el
bosque, en las selvas, en el corazón del hombre salvaje. No hay iniciación para
tales misterios. Ha de vivir en medio de lo incomprensible, que también es
detestable. Y hay en todo ello una fascinación que comienza a trabajar en él. La
fascinación de lo abominable. Podéis imaginar el pesar creciente, el deseo de
escapar, la impotente repugnancia, el odio.
Hizo una pausa.
Tened en cuenta comenzó de nuevo, levantando un brazo desde el codo, la palma de
la mano hacia afuera, de modo que con los pies cruzados ante sí parecía un Buda
predicando, vestido a la europea y sin la flor de loto en la mano , tened en
cuenta que ninguno de nosotros podría conocer esa experiencia. Lo que a nosotros
nos salva es la eficiencia... el culto por la eficiencia. Pero aquellos jóvenes
en realidad no tenían demasiado en qué apoyarse. No eran colonizadores; su
administración equivalía a una pura opresión y nada más, imagino. Eran
conquistadores, y eso lo único que requiere es fuerza bruta, nada de lo que
pueda uno vanagloriarse cuando se posee, ya que la fuerza no es sino una
casualidad nacida de la debilidad de los otros. Se apoderaban de todo lo que
podían. Aquello era verdadero robo con violencia, asesinato con agravantes en
gran escala, y los hombres hacían aquello ciegamente, como es natural entre
quienes se debaten en la oscuridad. La conquista de la tierra, que por lo
general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o
narices ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se
observa con atención. Lo único que la redime es la idea. Una idea que la
respalda: no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia generosa en
esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrarse y
ofrecerse en sacrificio...
Se interrumpió. Unas llamas se deslizaban en el río, pequeñas llamas verdes,
rojas, blancas, persiguiéndose y alcanzándose, uniéndose y cruzándose entre sí,
otras veces separándose lenta o rápidamente. El tráfico de la gran ciudad
continuaba al acentuarse la noche sobre el río insomne. Observábamos el
espectáculo y esperábamos con paciencia. No se podía hacer nada más mientras no
terminara la marea. Pero sólo después de un largo silencio, volvió a hablar con
voz temblorosa:
Supongo que recordaréis que en una época fui marino de agua dulce, aunque por
poco tiempo.
Comprendimos que, antes de que empezara el reflujo, estábamos predestinados a
escuchar otra de las inacabables experiencias de Marlow.
No quiero aburriros demasiado con lo que me ocurrió personalmente comenzó,
mostrando en ese comentario la debilidad de muchos narradores de aventuras que a
menudo parecen ignorar las preferencias de su auditorio . Sin embargo, para que
podáis comprender el efecto que todo aquello me produjo es necesario que sepáis
cómo fui a dar allá, qué es lo que vi y cómo tuve que remontar el río hasta
llegar al sitio donde encontré a aquel pobre tipo. Era en el último punto
navegable, la meta de mi expedición. En cierto modo pareció irradiar una especie
de luz sobre todas las cosas y sobre mis pensamientos. Fue algo bastante
sombrío, digno de compasión... nada extraordinario sin embargo... ni tampoco muy
claro. No, no muy claro. Y sin embargo parecía arrojar una especie de luz.
»Acababa yo de volver, como recordaréis, a Londres, después de una buena dosis
de Océano Índico, de Pacífico y de Mar de China; una dosis más que suficiente de
Oriente, seis años o algo así, y había comenzado a holgazanear, impidiendoos
trabajar, invadiendo vuestras casas, como si hubiera recibido la misión
celestial de civilizaros. Por un breve periodo aquello resultaba excelente, pero
después de cierto tiempo comencé a fatigarme de tanto descanso. Entonces empecé
a buscar un barco; hubiera aceptado hasta el trabajo más duro de la tierra. Pero
los barcos parecían no fijarse en mí, y también ese juego comenzó a cansarme.
»Debo decir que de muchacho sentía pasión por los mapas. Podía pasar horas
enteras reclinado sobre Sudamérica, África o Australia, y perderme en los
proyectos gloriosos de la exploración. En aquella época había en la tierra
muchos espacios en blanco, y cuando veía uno en un mapa que me resultaba
especialmente atractivo (aunque todos lo eran), solía poner un dedo encima y
decir: cuando crezca iré aquí. Recuerdo que el Polo Norte era uno de esos
espacios. Bueno, aún no he estado allí, y creo que ya no he de intentarlo. El
hechizo se ha desvanecido. Otros lugares estaban esparcidos alrededor del
ecuador, y en toda clase de latitudes sobre los dos hemisferios. He estado en
algunos de ellos y... bueno, no es el momento de hablar de eso. Pero había un
espacio, el más grande, el más vacío por así decirlo, por el que sentía
verdadera pasión.
»En verdad ya en aquel tiempo no era un espacio en blanco. Desde mi niñez se
había llenado de ríos, lagos, nombres. Había dejado de ser un espacio en blanco
con un delicioso misterio, una zona vacía en la que podía soñar gloriosamente un
muchacho. Se había convertido en un lugar de tinieblas. Había en él
especialmente un río, un caudaloso gran río, que uno podía ver en el mapa, como
una inmensa serpiente enroscada con la cabeza en el mar, el cuerpo ondulante a
lo largo de una amplia región y la cola perdida en las profundidades del
territorio. Su mapa, expuesto en el escaparate de una tienda, me fascinaba como
una serpiente hubiera podido fascinar a un pájaro, a un pajarillo tonto.
Entonces recordé que había sido creada una gran empresa, una compañía para el
comercio en aquel río. ¡Maldita sea! Me dije que no podían desarrollar el
comercio sin usar alguna clase de transporte en aquella inmensidad de agua
fresca. ¡Barcos de vapor! ¿Por qué no intentaba yo encargarme de uno? Seguí
caminando por Fleet Street, pero no podía sacarme aquella idea de la cabeza. La
serpiente me había hipnotizado.
»Como todos sabéis, aquella compañía comercial era una sociedad europea, pero yo
tengo muchas relaciones que viven en el continente, porque es más barato y no
tan desagradable como parece, según cuentan.
»Me desconsuela tener que admitir
que comencé a darles la lata. Aquello era completamente nuevo en mi. Yo no
estaba acostumbrado a obtener nada de ese modo, ya lo sabéis. Siempre seguí mi
propio camino y me dirigí por mis propios pasos a donde me había propuesto ir.
No hubiera creído poder comportarme de ese modo, pero estaba decidido en esa
ocasión a salirme con la mía. Así que comencé a darles la lata. Los hombres
dijeron “mi querido amigo” y no hicieron nada. Entonces, ¿podéis creerlo?, me
dediqué a molestar a las mujeres. Yo, Charlie Marlow, puse a trabajar a las
mujeres... para obtener un empleo. ¡Santo cielo! Bueno, veis, era una idea lo
que me movía. Tenía yo una tía, un alma querida y entusiasta. Me escribió: “Será
magnífico. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa, todo lo que esté en mis manos
por ti. Es una idea gloriosa. Conozco a la esposa de un alto funcionario de la
administración, también a un hombre que tiene gran influencia allí”, etcétera.
Estaba dispuesta a no parar hasta conseguir mi nombramiento como capitán de un
barco fluvial, si tal era mi deseo.
»Por supuesto que obtuve el nombramiento, y lo obtuve muy pronto. Al parecer la
compañía había recibido noticias de que uno de los capitanes había muerto en una
riña con los nativos. Aquélla era mi oportunidad y me hizo sentir aún más
ansiedad por marcharme. Sólo muchos meses más tarde, cuando intenté rescatar lo
que había quedado del cuerpo, me enteré de que aquella riña había surgido a
causa de un malentendido sobre unas gallinas. Sí, dos gallinas negras. Fresleven
se llamaba aquel joven.., era un danés. Pensó que lo habían engañado en la
compra, bajó a tierra y comenzó a pegarle con un palo al jefe de la tribu. Oh,
no me sorprendió ni pizca enterarme de eso y oír decir al mismo tiempo que
Fresleven era la criatura más dulce y pacífica que había caminado alguna vez
sobre dos piernas. Sin duda lo era; pero había pasado ya un par de años al
servicio de la noble causa, sabéis, y probablemente sintió al fin la necesidad
de afirmar ante sí mismo su autoridad de algún modo. Por eso golpeó sin piedad
al viejo negro, mientras una multitud lo observaba con estupefacción, como
fulminada por un rayo, hasta que un hombre, el hijo del jefe según me dijeron,
desesperado al oír chillar al anciano, intentó detener con una lanza al hombre
blanco y por supuesto lo atravesó con gran facilidad por entre los omóplatos.
Entonces la población se internó en el bosque, esperando toda clase de
calamidades. Por su parte, el vapor que Fresleven comandaba abandonó también el
lugar presa del pánico, gobernado, creo, por el maquinista. Después nadie
pareció interesarse demasiado por los restos de Fresleven, hasta que yo llegué y
busqué sus huellas. No podía dejar ahí el cadáver. Pero cuando al fin tuve la
oportunidad de ir en busca de los huesos de mi predecesor, resultó que la hierba
que crecía a través de sus costillas era tan alta que cubría sus huesos. Estaban
intactos. Aquel ser sobrenatural no había sido tocado después de la caída. La
aldea había sido abandonada, las cabañas se derrumbaban con los techos podridos.
Era evidente que había ocurrido una catástrofe. La población había desaparecido.
Enloquecidos por el terror, hombres, mujeres y niños se habían dispersado por el
bosque y no habían regresado. Tampoco sé qué pasó con las gallinas; debo pensar
que la causa del progreso las recibió de todos modos. Sin embargo, gracias a ese
glorioso asunto obtuve mi nombramiento antes de que comenzara a esperarlo. Me di
una prisa enorme para aprovisionarme, y antes de que hubieran pasado cuarenta y
ocho horas atravesaba el canal para presentarme ante mis nuevos patrones y
firmar el contrato. En unas cuantas horas llegué a una ciudad que siempre me ha
hecho pensar en un sepulcro blanqueado. Sin duda es un prejuicio. No tuve
ninguna dificultad en hallar las oficinas de la compañía. Era la más importante
de la ciudad, y todo el mundo tenía algo que ver con ella. Iban a crear un gran
imperio en ultramar, las inversiones no conocían límite.
»Una calle recta y estrecha profundamente sombreada, altos edificios,
innumerables ventanas con celosías venecianas, un silencio de muerte, hierba
entre las piedras, imponentes garajes abovedados a derecha e izquierda, inmensas
puertas dobles, pesadamente entreabiertas. Me introduje por una de esas
aberturas, subí una escalera limpia y sin ningún motivo ornamental, tan árida
como un desierto, y abrí la primera puerta que encontré. Dos mujeres, una gorda
y la otra raquítica, estaban sentadas sobre sillas de paja, tejiendo unas
madejas de lana negra. La delgada se levantó, se acercó a mí, y continuó su
tejido con los ojos bajos. Y sólo cuando pensé en apartarme de su camino, como
cualquiera de ustedes lo habría hecho frente a un sonámbulo, se detuvo y levantó
la mirada. Llevaba un vestido tan liso como la funda de un paraguas. Se volvió
sin decir una palabra y me precedió hasta una sala de espera.
»Di mi nombre y miré a mi alrededor. Una frágil mesa en el centro, sobrias
sillas a lo largo de la pared, en un extremo un gran mapa brillante con todos
los colores del arco iris. En aquel mapa había mucho rojo, cosa que siempre
resulta agradable de ver, porque uno sabe que en esos lugares se está realizando
un buen trabajo, y una excesiva cantidad de azul, un poco de verde, manchas
color naranja, y sobre la costa oriental una mancha púrpura para indicar el
sitio en que los alegres pioneros del progreso bebían jubilosos su cerveza. De
todos modos, yo no iba a ir a ninguno de esos colores. A mí me correspondía el
amarillo. La muerte en el centro. Allí estaba el río, fascinante, mortífero,
como una serpiente. ¡Ay! Se abrió una puerta, apareció una cabeza de secretario,
de cabellos blancos y expresión compasiva; un huesudo dedo índice me hizo una
señal de admisión en el santuario. En el centro de la habitación, bajo una luz
difusa, había un pesado escritorio. Detrás de aquella estructura emergía una
visión de pálida fofez enfundada en un frac. Era el gran hombre en persona.
Tenía seis pies y medio de estatura, según pude juzgar, y su mano empuñaba un
lapicero acostumbrado a la suma de muchos millones. Creo que me la tendió,
murmuró algo, pareció satisfecho de mi francés. Bon voyage.
»Cuarenta y cinco segundos después me hallaba nuevamente en la sala de espera
acompañado del secretario de expresión compasiva, quien, lleno de desolación y
simpatía, me hizo firmar algunos documentos. Según parece, me comprometía entre
otras cosas a no revelar ninguno de los secretos comerciales. Bueno, no voy a
hacerlo.
»Empecé a sentirme ligeramente a disgusto. No estoy acostumbrado, ya lo sabéis,
a tales ceremonias. Había algo fatídico en aquella atmósfera. Era exactamente
como si hubiera entrado a formar parte de una conspiración, no sé, algo que no
era del todo correcto. Me sentí dichoso de poder retirarme. En el cuarto
exterior las dos mujeres seguían tejiendo febrilmente sus estambres de lana
negra. Llegaba gente, y la más joven de las mujeres se paseaba de un lado a otro
haciéndolos entrar en la sala de espera. La vieja seguía sentada en el asiento;
sus amplias zapatillas reposaban en un calentador de pies y un gato dormía en su
regazo. Llevaba una cofia blanca y almidonada en la cabeza, tenía una verruga en
una mejilla y unos lentes con montura de plata en el extremo de la nariz. Me
lanzó una mirada por encima de los cristales. La rápida e indiferente placidez
de aquella mirada me perturbó. Dos jóvenes con rostros cándidos y alegres eran
piloteados por la otra en aquel momento; y ella lanzó la misma mirada rápida de
indiferente sabiduría. Parecía saberlo todo sobre ellos y también sobre mí. Me
sentí invadido por un sentimiento de importancia. La mujer parecía desalmada y
fatídica. Con frecuencia, lejos de allí, he pensado en aquellas dos mujeres
guardando las puertas de la Oscuridad, tejiendo sus lanas negras como para un
paño mortuorio, la una introduciendo, introduciendo siempre a los recién
llegados en lo desconocido, la otra escrutando las caras alegres e ingenuas con
sus ojos viejos e impasibles. Ave, viejas hilanderas de lana negra. Morituri te
salutant. No a muchos pudo volver a verlos una segunda vez, ni siquiera a la
mitad.
»Yo debía visitar aún al doctor. “Se trata sólo de una formalidad”, me aseguró
el secretario, con aire de participar en todas mis penas. Por consiguiente un
joven, que llevaba el sombrero caído sobre la ceja izquierda, supongo que un
empleado (debía de haber allí muchísimos empleados aunque el edificio parecía
tan tranquilo como si fuera una casa en el reino de la muerte), salió de alguna
parte, bajó la escalera y me condujo a otra sala. Era un joven desaseado, con
las mangas de la chaqueta manchadas de tinta, y su corbata era grande y ondulada
debajo de un mentón que por su forma recordaba un zapato viejo. Era muy temprano
para visitar al doctor, así que propuse ir a beber algo. Entonces mostró que
podía desarrollar una vena de jovialidad. Mientras tomábamos nuestros vermuts,
él glorificaba una y otra vez los negocios de la compañía, y entonces le expresé
accidentalmente mi sorpresa de que no fuera allá. En seguida se enfrió su
entusiasmo. “No soy tan tonto como parezco, les dijo Platón a sus discípulos”,
recitó sentenciosamente. Vació su vaso de un solo trago y nos levantamos.
»El viejo doctor me tomó el pulso, pensando evidentemente en alguna otra cosa
mientras lo hacía. “Está bien, está bien para ir allá”, musitó, y con cierta
ansiedad me preguntó si le permitía medirme la cabeza. Bastante sorprendido le
dije que sí. Entonces sacó un instrumento parecido a un compás calibrado y tomó
las dimensiones por detrás y delante, de todos lados, apuntando unas cifras con
cuidado. Era un hombre de baja estatura, sin afeitar y con una levita raída que
más bien parecía una gabardina. Tenía los pies calzados con zapatillas y me
pareció desde el primer momento un loco inofensivo. “Siempre pido permiso,
velando por los intereses de la ciencia, para medir los cráneos de los que
parten hacia allá”, me dijo. “¿Y también cuando vuelven?”, pregunté. “Nunca los
vuelvo a ver”, comentó, “además, los cambios se producen en el interior, sabe
usted.” Se río como si hubiera dicho alguna broma placentera. “De modo que va
usted a ir. Debe ser interesante.” Me lanzó una nueva mirada inquisitiva e hizo
una nueva anotación. “¿Ha habido algún caso de locura en su familia?”, preguntó
con un tono casual. Me sentí fastidiado. “¿También esa pregunta tiene algo que
ver con la ciencia?” “Es posible”, me respondió sin hacer caso de mi irritación,
“a la ciencia le interesa observar los cambios mentales que se producen en los
individuos en aquel sitio, pero...” “¿Es usted alienista?”, lo interrumpí. “Todo
médico debería serlo un poco”, respondió aquel tipo original con tono
imperturbable. “He formado una pequeña teoría, que ustedes, señores, los que van
allá, me deberían ayudar a demostrar. Ésta es mi contribución a los beneficios
que mi país va a obtener de la posesión de aquella magnífica colonia. La riqueza
se la dejo a los demás. Perdone mis preguntas, pero usted es el primer inglés a
quien examino.” Me apresuré a decirle que de ninguna manera era yo un típico
inglés. “Si lo fuera, no estaría conversando de esta manera con usted.” “Lo que
dice es bastante profundo, aunque probablemente equivocado”, dijo riéndose.
“Evite usted la irritación más que los rayos solares. Adiós. ¿Cómo dicen
ustedes, los ingleses? Good-bye. ¡Ah! Good-bye. Adieu. En el trópico hay que
mantener sobre todas las cosas la calma.” Levantó el índice e hizo la
advertencia: “Du calme, du calme. Adieu.”
»Me quedaba todavía algo por hacer, despedirme de mi excelente tía. La encontré
triunfante. Me ofreció una taza de té. Fue mi última taza de té decente en
muchos días. Y en una habitación muy confortable, exactamente como os podéis
imaginar el salón de una dama, tuvimos una larga conversación junto a la
chimenea. En el curso de sus confidencias, resultó del todo evidente que yo
había sido presentado a la mujer de un alto funcionario de la compañía, y quién
sabe ante cuántas personas más, como una criatura excepcionalmente dotada, un
verdadero hallazgo para la compañía, un hombre de los que no se encuentran todos
los días. ¡Cielos! ¡Yo iba a hacerme cargo de un vapor de dos centavos! De
cualquier manera parecía que yo era considerado como uno de tantos trabajadores,
pero con mayúsculas. Algo así como un emisario de la luz, como un individuo
apenas ligeramente inferior a un apóstol. Una enorme cantidad de esas tonterías
corría en los periódicos y en las conversaciones de aquella época, y la
excelente mujer se había visto arrastrada por la corriente. Hablaba de “liberar
a millones de ignorantes de su horrible destino”, hasta que, palabra, me hizo
sentir verdaderamente incómodo. Traté de insinuar que lo que a la compañía le
interesaba era su propio beneficio.
»”Olvidas, querido Charlie, que el trabajador merece también su recompensa”,
dijo ella con brío. Es extraordinario comprobar cuán lejos de la realidad pueden
situarse las mujeres. Viven en un mundo propio, y nunca ha existido ni podrá
existir nada semejante. Es demasiado hermoso; si hubiera que ponerlo en pie se
derrumbaría antes del primer crepúsculo. Alguno de esos endemoniados hechos con
que nosotros los hombres nos las hemos tenido que ver desde el día de la
creación, surgiría para echarlo todo a rodar.
»Después de eso fui abrazado; mi tía me recomendó que llevara ropas de franela,
me hizo asegurarle que le escribiría con frecuencia, y al fin pude marcharme. Ya
en la calle, y no me explico por qué, experimenté la extraña sensación de ser un
impostor. Y lo más raro de todo fue que yo, que estaba acostumbrado a largarme a
cualquier parte del mundo en menos de veinticuatro horas, con menos reflexión de
la que la mayor parte de los hombres necesitan para cruzar una calle, tuve un
momento, no diría de duda, pero sí de pausa ante aquel vulgar asunto. La mejor
manera de explicarlo es decir que durante uno o dos segundos sentí como si en
vez de ir al centro de un continente estuviera a punto de partir hacia el centro
de la tierra.
»Me embarqué en un barco francés, que se detuvo en todos los malditos puertos
que tienen allá, con el único propósito, según pude percibir, de desembarcar
soldados y empleados aduanales. Yo observaba la costa. Observar una costa que se
desliza ante un barco equivale a pensar en un enigma. Está allí ante uno,
sonriente, torva, atractiva, raquítica, insípida o salvaje, muda siempre, con el
aire de murmurar: “Ven y me descubrirás.” Aquella costa era casi informe, como
si estuviera en proceso de creación, sin ningún rasgo sobresaliente. El borde de
una selva colosal, de un verde tan oscuro que llegaba casi al negro, orlada por
el blanco de la resaca, corría recta como una línea tirada a cordel, lejos, cada
vez más lejos, a lo largo de un mar azul, cuyo brillo se enturbiaba a momentos
por una niebla baja. Bajo un sol feroz, la tierra parecía resplandecer y
chorrear vapor. Aquí y allá apuntaban algunas manchas grisáceas o blancuzcas
agrupadas en la espuma blanca, con una bandera a veces ondeando sobre ellas.
Instalaciones coloniales que contaban ya con varios siglos de existencia y que
no eran mayores que una cabeza de alfiler sobre la superficie intacta que se
extendía tras ellas. Navegábamos a lo largo de la costa, nos deteníamos,
desembarcábamos soldados, continuábamos, desembarcábamos empleados de aduana
para recaudar impuestos en algo que parecía un páramo olvidado por Dios, con una
casucha de lámina y un asta podrida sobre ella; desembarcábamos aún más
soldados, para cuidar de los empleados de aduana, supongo. Algunos, por lo que
oí decir, se ahogaban en el rompiente, pero, fuera o no cierto, nadie parecía
preocuparse demasiado. Eran arrojados a su destino y nosotros continuábamos
nuestra marcha. La costa parecía ser la misma cada día, como si no nos
hubiésemos movido; sin embargo, dejamos atrás diversos lugares, centros
comerciales con nombres como Gran Bassam, Little Popo; nombres que parecían
pertenecer a alguna sórdida farsa representada ante un telón siniestro. Mi
ociosidad de pasajero, mi aislamiento entre todos aquellos hombres con quienes
nada tenía en común, el mar lánguido y aceitoso, la oscuridad uniforme de la
costa, parecían mantenerme al margen de la verdad de las cosas, en el estupor de
una penosa e indiferente desilusión. La voz de la resaca, oída de cuando en
cuando, era un auténtico placer, como las palabras de un hermano. Era algo
natural, que tenía razón de ser y un sentido. De vez en cuando un barco que
venía de la costa nos proporcionaba un momentáneo contacto con la realidad. Los
remeros eran negros. Desde lejos podía vislumbrarse el blanco de sus ojos.
Gritaban y cantaban; sus cuerpos estaban bañados de sudor; sus caras eran como
máscaras grotescas; pero tenían huesos, músculos, una vitalidad salvaje, una
intensa energía en los movimientos, que era tan natural y verdadera como el
oleaje a lo largo de la costa. No necesitaban excusarse por estar allí.
Contemplarlos servía de consuelo. Durante algún tiempo pude sentir que
pertenecía todavía a un mundo de hechos naturales, pero esta creencia no duraría
demasiado. Algo iba a encargarse de destruirla. En una ocasión, me acuerdo muy
bien, nos acercamos a un barco de guerra anclado en la costa. No había siquiera
una cabaña, y sin embargo disparaba contra los matorrales. Según parece los
franceses libraban allí una de sus guerras. Su enseña flotaba con la
flexibilidad de un trapo desgarrado. Las bocas de los largos cañones de seis
pulgadas sobresalían de la parte inferior del casco. El oleaje aceitoso y espeso
levantaba al barco y lo volvía a bajar perezosamente, balanceando sus espigados
mástiles. En la vacía inmensidad de la tierra, el cielo y el agua, aquella nave
disparaba contra el continente. ¡Paf!, haría uno de sus pequeños cañones de seis
pulgadas; aparecería una pequeña llama y se extinguiría; se esfumaría una ligera
humareda blanca; un pequeño proyectil silbaría débilmente y nada habría
ocurrido. Nada podría ocurrir. Había un aire de locura en aquella actividad; su
contemplación producía una impresión de broma lúgubre. Y esa impresión no
desapareció cuando alguien de a bordo me aseguró con toda seriedad que allí
había un campamento de aborígenes (¡los llamaba enemigos!), oculto en algún
lugar fuera de nuestra vista.
»Le entregamos sus cartas (me enteré de que los hombres en aquel barco solitario
morían de fiebre a razón de tres por día) y proseguimos nuestra ruta. Hicimos
escala en algunos otros lugares de nombres grotescos, donde la alegre danza de
la muerte y el comercio continuaba desenvolviéndose en una atmósfera tranquila y
terrenal, como en una catacumba ardiente. A lo largo de aquella costa informe,
bordeada de un rompiente peligroso, como si la misma naturaleza hubiera tratado
de desalentar a los intrusos, remontamos y descendimos algunos ríos, corrientes
de muerte en vida, cuyos bordes se pudrían en el cieno, y cuyas aguas, espesadas
por el limo, invadían los manglares contorsionados que parecían retorcerse hacia
nosotros, en el extremo de su impotente desesperación. En ningún lugar nos
detuvimos el tiempo suficiente como para obtener una impresión precisa, pero un
sentimiento general de estupor vago y opresivo se intensificó en mí. Era como un
fatigoso peregrinar en medio de visiones de pesadilla.
»Pasaron más de treinta días antes de que viera la boca del gran río. Anclamos
cerca de la sede del gobierno, pero mi trabajo sólo comenzaría unas doscientas
millas más adentro. Tan pronto como pude, llegué a un lugar situado treinta
millas arriba.
»Tomé pasaje en un pequeño vapor. El capitán era sueco, y cuando supo que yo era
marino me invitó a subir al puente. Era un joven delgado, rubio y lento, con una
cabellera y porte desaliñados. Cuando abandonamos el pequeño y miserable muelle,
meneó la cabeza en ademanes despectivos y me preguntó: “¿Ha estado viviendo
aquí?” Le dije que sí. “Estos muchachos del gobierno son un grupo excelente”,
continuó hablando el inglés con gran precisión y considerable amargura. “Es
gracioso lo que algunos de ellos pueden hacer por unos cuantos francos al mes.
Me asombra lo que les ocurre cuando se internan río arriba.” Le dije que pronto
esperaba verlo con mis propios ojos. “¡Vaya!”, exclamó. Luego me dio por un
momento la espalda mirando con ojo vigilante la ruta. “No esté usted tan seguro.
Hace poco recogí a un hombre colgado en el camino. También era sueco.” “¿Se
colgó? ¿Por qué, en nombre de Dios?”, exclamé. Él seguía mirando con
preocupación el río. “¿Quién puede saberlo? ¡Quizás estaba harto del sol! ¡O del
país!”
»Al fin se abrió ante nosotros una amplia extensión de agua. Apareció una punta
rocosa, montículos de tierra levantados en la orilla, casas sobre una colina,
otras con techo metálico, entre las excavaciones o en un declive. Un ruido
continuo producido por las caídas de agua dominaba esa escena de devastación
habitada. Un grupo de hombres, en su mayoría negros desnudos, se movían como
hormigas. El muelle se proyectaba sobre el río. Un crepúsculo cegador hundía
todo aquello en un resplandor deslumbrante. “Ésa es la sede de su compañía”,
dijo el sueco, señalando tres barracas de madera sobre un talud rocoso. “Voy a
hacer que le suban el equipaje. ¿Cuatro bultos, dice usted? Bueno, adiós.”
»Pasé junto a un caldero que estaba tirado sobre la hierba, llegué a un sendero
que conducía a la colina. El camino se desviaba ante las grandes piedras y ante
unas vagonetas tiradas boca abajo con las ruedas al aire. Faltaba una de ellas.
Parecía el caparazón de un animal extraño. Encontré piezas de maquinaria
desmantelada, y una pila de rieles mohosos. A mi izquierda un macizo de árboles
producía un lugar umbroso, donde algunas cosas oscuras parecían moverse. Yo
pestañeaba; el sendero era escarpado. A la derecha oí sonar un cuerno y vi
correr a un grupo de negros. Una pesada y sorda detonación hizo estremecerse la
tierra, una bocanada de humo salió de la roca; eso fue todo. Ningún cambio se
advirtió en la superficie de la roca. Estaban construyendo un ferrocarril.
Aquella roca no estaba en su camino; sin embargo aquella voladura sin objeto era
el único trabajo que se llevaba a cabo.
»Un sonido metálico a mis espaldas me hizo volver la cabeza. Seis negros
avanzaban en fila, ascendiendo con esfuerzo visible el sendero. Caminaban
lentamente, el gesto erguido, balanceando pequeñas canastas llenas de tierra
sobre las cabezas. Aquel sonido se acompasaba con sus pasos. Llevaban trapos
negros atados alrededor de las cabezas y las puntas se movían hacia adelante y
hacia atrás como si fueran colas. Podía verles todas las costillas; las uniones
de sus miembros eran como nudos de una cuerda. Cada uno llevaba atado al cuello
un collar de hierro, y estaban atados por una cadena cuyos eslabones colgaban
entre ellos, con un rítmico sonido. Otro estampido de la roca me hizo pensar de
pronto en aquel barco de guerra que había visto disparar contra la tierra firme.
Era el mismo tipo de sonido ominoso, pero aquellos hombres no podían, ni aunque
se forzara la imaginación, ser llamados enemigos. Eran considerados como
criminales, y la ley ultrajada, como las bombas que estallaban, les había
llegado del mar cual otro misterio igualmente incomprensible. Sus pechos
delgados jadeaban al unísono. Se estremecían las aletas violentamente dilatadas
de sus narices. Los ojos contemplaban impávidamente la colina. Pasaron a seis
pulgadas de donde yo estaba sin dirigirme siquiera una mirada, con la más
completa y mortal indiferencia de salvajes infelices. Detrás de aquella materia
prima, un negro amasado, el producto de las nuevas fuerzas en acción, vagaba con
desaliento, llevando en la mano un fusil. Llevaba una chaqueta de uniforme a la
que le faltaba un botón, y al ver a un hombre blanco en el camino, se llevó con
toda rapidez el fusil al hombro. Era un acto de simple prudencia; los hombres
blancos eran tan parecidos a cierta distancia que él no podía decir quién era
yo. Se tranquilizó pronto y con una sonrisa vil, y una mirada a sus hombres,
pareció hacerme partícipe de su confianza exaltada. Después de todo, también yo
era una parte de la gran causa, de aquellos elevados y justos procedimientos.
»En lugar de seguir subiendo, me volví y bajé a la izquierda. Me proponía dejar
que aquella cuerda de criminales desapareciera de mi vista antes de que llegara
yo a la cima de la colina. Ya sabéis que no me caracterizo por la delicadeza; he
tenido que combatir y sé defenderme. He tenido que resistir y algunas veces
atacar (lo que es otra forma de resistencia) sin tener en cuenta el valor
exacto, en concordancia con las exigencias del modo de vida que me ha sido
propio. He visto el demonio de la violencia, el demonio de la codicia, el
demonio del deseo ardiente, pero, ¡por todas las estrellas!, aquéllos eran unos
demonios fuertes y lozanos de ojos enrojecidos que cazaban y conducían a los
hombres, sí, a los hombres, repito. Pero mientras permanecía de pie en el borde
de la colina, presentí que a la luz deslumbrante del sol de aquel país me
llegaría a acostumbrar al demonio blando y pretencioso de mirada apagada y
locura rapaz y despiadada. Hasta dónde podía llegar su insidia sólo lo iba a
descubrir varios meses después y a unas mil millas río adentro. Por un instante
quedé amedrentado, como si hubiese oído una advertencia. Al fin, descendí la
colina, oblicuamente, hacia la arboleda que había visto.
»Evité un gran hoyo artificial que alguien había abierto en el declive, cuyo
objeto me resultaba imposible adivinar. No se trataba ni de una cantera ni de
una mina de arena. Era simplemente un hoyo. Podía relacionarse con el
filantrópico deseo de proporcionar alguna ocupación a los criminales. No lo sé.
Después estuve casi a punto de caer por un estrecho barranco, no mucho mayor que
una cicatriz en el costado de la colina. Descubrí que algunos tubos de drenaje
importados para los campamentos de la compañía habían sido dejados allí. Todos
estaban rotos. Era un destrozo lamentable. Al final llegué a la arboleda. Me
proponía descansar un momento a su sombra, pero en cuanto llegué tuve la
sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno. Las
cascadas estaban cerca y el ruido de su caída, precipitándose ininterrumpida,
llenaba la lúgubre quietud de aquel bosquecillo (donde no corría el aire, ni una
hoja se movía) con un sonido misterioso, como si la paz rota de la tierra herida
se hubiera vuelto de pronto audible allí.
»Unas figuras negras gemían, inclinadas, tendidas o sentadas bajo los árboles,
apoyadas sobre los troncos, pegadas a la tierra, parcialmente visibles,
parcialmente ocultas por la luz mortecina, en todas las actitudes de dolor,
abandono y desesperación que es posible imaginar. Explotó otro barreno en la
roca, y a continuación sentí un ligero temblor de tierra bajo los pies. El
trabajo continuaba. ¡El trabajo! Y aquél era el lugar adonde algunos de los
colaboradores se habían retirado para morir.
»Morían lentamente... eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales, no
eran nada terrenal, sólo sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían
confusamente en la tiniebla verdosa. Traídos de todos los lugares del interior,
contratados legalmente, perdidos en aquel ambiente extraño, alimentados con una
comida que no les resultaba familiar, enfermaban, se volvían inútiles, y
entonces obtenían permiso para arrastrarse y descansar allí. Aquellas formas
moribundas eran libres como el aire, tan tenues casi como él. Comencé a
distinguir el brillo de los ojos bajo los árboles. Después, bajando la vista, vi
una cara cerca de mis manos. Los huesos negros reposaban extendidos a lo largo,
con un hombro apoyado en el árbol, y los párpados se levantaron lentamente, los
ojos sumidos me miraron, enormes y vacuos, una especie de llama blanca y ciega
en las profundidades de las órbitas. Aquel hombre era joven al parecer, casi un
muchacho, aunque como sabéis con ellos es difícil calcular la edad. Lo único que
se me ocurrió fue ofrecerle una de las galletas del vapor del buen sueco que
llevaba en el bolsillo. Los dedos se cerraron lentamente sobre ella y la
retuvieron; no hubo otro movimiento ni otra mirada. Llevaba un trozo de estambre
blanco atado alrededor del cuello. ¿Por qué? ¿Dónde lo había podido obtener?
¿Era una insignia, un adorno, un amuleto, un acto propiciatorio? ¿Había alguna
idea relacionada con él? Aquel trozo de hilo blanco llegado de más allá de los
mares resultaba de lo más extraño en su cuello.
»Junto al mismo árbol estaban sentados otros dos haces de ángulos agudos con las
piernas levantadas. Uno, la cabeza apoyada en las rodillas, sin fijar la vista
en nada, miraba al vacío de un modo irresistible e intolerante; su hermano
fantasma reposaba la frente, como si estuviera vencido por una gran fatiga.
Alrededor de ellos estaban desparramados los demás, en todas las posiciones
posibles de un colapso, como una imagen de una matanza o una peste. Mientras yo
permanecía paralizado por el terror, una de aquellas criaturas se elevó sobre
sus manos y rodillas, y se dirigió hacia el río a beber. Bebió, tomando el agua
con la mano, luego permaneció sentado bajo la luz del sol, cruzando las piernas,
y después de un rato dejó caer la cabeza lanuda sobre el esternón.
»No quise perder más tiempo bajo aquella sombra y me apresuré a dirigirme al
campamento. Cerca de los edilicios encontré a un hombre vestido con una
elegancia tan inesperada que en el primer momento llegué a creer que era una
visión. Vi un cuello alto y almidonado, puños blancos, una ligera chaqueta de
alpaca, pantalones impecables, una corbata clara y botas relucientes. No llevaba
sombrero. Los cabellos estaban partidos, cepillados, aceitados, bajo un parasol
a rayas verdes sostenido por una mano blanca. Era un individuo asombroso;
llevaba un portaplumas tras la oreja.
»Estreché la mano de aquel ser milagroso, y me enteré de que era el principal
contable de la compañía, y de que toda la contabilidad se llevaba en ese
campamento. Dijo que había salido un momento para tomar un poco de aire fresco.
Aquella expresión sonó de un modo extraordinariamente raro, con todo lo que
sugería de una sedentaria vida de oficina. No tendría que mencionar para nada
ahora a aquel individuo, a no ser que fue a sus labios a los que oí pronunciar
por vez primera el nombre de la persona tan indisolublemente ligada a mis
recuerdos de aquella época. Además sentí respeto por aquel individuo. Sí,
respeto por sus cuellos, sus amplios puños, su cabello cepillado. Su aspecto era
indudablemente el de un maniquí de peluquería, pero en la inmensa
desmoralización de aquellos territorios, conseguía mantener esa apariencia. Eso
era firmeza. Sus camisas almidonadas y las pecheras enhiestas eran logros de un
carácter firme. Había vivido allí cerca de tres años, y, más adelante, no pude
dejar de preguntarle cómo lograba ostentar aquellas prendas. Se sonrojó
ligeramente y me respondió con modestia: “He logrado adiestrar a una de las
nativas del campamento. Fue difícil. Le disgustaba hacer este trabajo.” Así que
aquel hombre había logrado realmente algo. Vivía consagrado a sus libros, que
llevaba con un orden perfecto.
»Todo lo demás que había en el campamento estaba presidido por la confusión;
personas, cosas, edificios. Cordones de negros sucios con los pies aplastados
llegaban y volvían a marcharse; una corriente de productos manufacturados,
algodón de desecho, cuentas de colores, alambres de latón, era enviada a lo más
profundo de las tinieblas, y a cambio de eso volvían preciosos cargamentos de
marfil.
»Tuve que esperar en el campamento diez días, una eternidad. Vivía en una choza
dentro del cercado, pero para lograr apartarme del caos iba a veces a la oficina
del contable. Estaba construida con tablones horizontales y tan mal unidos que,
cuando él se inclinaba sobre su alto escritorio, se veía cruzado desde el cuello
hasta los talones por estrechas franjas de luz solar. No era necesario abrir la
amplia celosía para ver. También allí hacía calor. Unos moscardones gordos
zumbaban endiabladamente y no picaban sino que mordían. Por lo general me
sentaba en el suelo, mientras él, con su aspecto impecable (llegaba hasta a usar
un perfume ligero), encaramado en su alto asiento, escribía, anotaba. A veces se
levantaba para hacer ejercicio. Cuando colocaron en su oficina un catre con un
enfermo (un inválido llegado del interior), se mostró moderadamente irritado.
“Los quejidos de este enfermo”, dijo, “distraen mi atención. Sin concentración
es extremadamente fácil cometer errores en este clima.”
»Un día comentó, sin levantar la cabeza: “En el interior se encontrará usted con
el señor Kurtz.” Cuando le pregunté quién era el señor Kurtz, me respondió que
era un agente de primera clase, y viendo mi desencanto ante esa información,
añadió lentamente, dejando la pluma: “Es una persona notable.” Preguntas
posteriores me hicieron saber que el señor Kurtz estaba por el momento a cargo
de una estación comercial muy importante en el verdadero país del marfil, en el
corazón mismo, y que enviaba tanto marfil como todos los demás agentes juntos.
»Empezó a escribir de nuevo. El enfermo estaba demasiado grave para quejarse.
Las moscas zumbaban en medio del silencio.
»De pronto se oyó un murmullo creciente de voces y fuertes pisadas. Había
llegado una caravana. Un rumor de sonidos extraños penetró desde el otro lado de
los tablones. Todo el mundo hablaba a la vez, y en medio del alboroto se dejó
oír la voz quejumbrosa del agente jefe “renunciando a todo” por vigésima vez en
ese día... El contable se levantó lentamente. “¡Qué horroroso estrépito!”, dijo.
Cruzó la habitación con paso lento para ver al hombre enfermo y volviéndose
añadió: “Ya no oye” “¡Cómo! ¿Ha muerto?”, le pregunté, sobresaltado. “No, aún
no”, me respondió con calma. Luego, aludiendo con un movimiento de cabeza al
tumulto que se oía en el patio del campamento, añadió: “Cuando se tienen que
hacer las cuentas correctamente, uno llega a odiar a estos salvajes, a odiarlos
mortalmente.” Permaneció pensativo por un momento. “Cuando vea al señor Kurtz”,
continuó, “dígale de mi parte que todo está aquí”, señaló al escritorio,
“registrado satisfactoriamente. No me gusta escribirle... con los mensajeros que
tenemos nunca se sabe quién va a recibir la carta... en esa Estación Central.”
Me miró fijamente con ojos afectuosos: “Oh, él llegará muy lejos, muy lejos.
Pronto será alguien en la administración. Allá arriba, en el Consejo de Europa,
sabe usted... quieren que lo sea.”
»Volvió a sumirse en su labor. Afuera el ruido había cesado, y, al salir, me
detuve en la puerta. En medio del revoloteo de las moscas, el agente que volvía
a casa estaba tendido ardiente e insensible; el otro, reclinado sobre sus
libros, hacía perfectos registros de transacciones perfectamente correctas; y
cincuenta pies más abajo de la puerta podía ver las inmóviles fronteras del foso
de la muerte.
»Al día siguiente abandoné por fin el campamento, con una caravana de sesenta
hombres, para recorrer un tramo de doscientas millas.
»No es necesario que os cuente lo que fue aquello. Veredas, veredas por todas
partes. Una amplia red de veredas que se extendía por el jardín vacío, a lo
largo de amplías praderas, praderas quemadas, a través de la selva, subiendo y
bajando profundos barrancos, subiendo y bajando colinas pedregosas asoladas por
el calor. Y una soledad absoluta. Nadie. Ni siquiera una cabaña. La población
había desaparecido mucho tiempo atrás. Bueno, si una multitud de negros
misteriosos, armados con toda clase de armas temibles, emprendiera de pronto el
camino de Deal a Gravesend con cargadores a ambos lados soportando pesados
fardos, imagino que todas las granjas y casas de los alrededores pronto
quedarían vacías. Sólo que en aquellos lugares también las habitaciones habían
desaparecido. De cualquier modo, pasé aún por algunas aldeas abandonadas. Hay
algo patéticamente pueril en las ruinas cubiertas de maleza. Día tras día, el
continuo paso arrastrado de sesenta pares de pies desnudos junto a mí, cada par
cargado con un bulto de sesenta libras. Acampar, cocinar, dormir, levantar el
campamento, emprender nuevamente la marcha. De cuando en cuando un hombre muerto
tirado en medio de los altos yerbajos a un lado del sendero, con una cantimplora
vacía y un largo palo junto a él. A su alrededor, y encima de él, un profundo
silencio. Tal vez en una noche tranquila, el redoble de tambores lejanos,
apagándose y aumentando, un redoble amplio y lánguido; un sonido fantástico,
conmovedor, sugestivo y salvaje que expresaba tal vez un sentimiento tan
profundo como el sonido de las campanas en un país cristiano. En una ocasión un
hombre blanco con un uniforme desabrochado, acampado junto al sendero con una
escolta armada de macilentos zanzíbares, muy hospitalario y festivo, por no
decir ebrio, se encargaba, según nos dijo, de la conservación del camino. No
puedo decir que yo haya visto ningún camino, ni ninguna obra de conservación, a
menos que el cuerpo de un negro de mediana edad con un balazo en la frente con
el que tropecé tres millas más adelante pudiera considerarse como tal. Yo iba
también con un compañero blanco, no era mal sujeto, pero demasiado grueso y con
la exasperante costumbre de fatigarse en las calurosas pendientes de las
colinas, a varias millas del más mínimo fragmento de sombra y agua. Es un
fastidio, sabéis, llevar la propia chaqueta sobre la cabeza de otro hombre como
si fuera un parasol mientras recobraba el sentido. No pude contenerme y en una
ocasión le pregunté por qué había ido a parar a aquellos lugares. Para hacer
dinero, por supuesto. “¿Para qué otra cosa cree usted?”, me dijo desdeñosamente.
Después tuvo fiebre y hubo que llevarlo en una hamaca colgada de un palo. Como
pesaba ciento veinte kilos, tuve dificultades sin fin con los cargadores. Ellos
protestaban, amenazaban con escapar, desaparecer por la noche con la carga...
era casi motín. Una noche lancé un discurso en inglés ayudándome de gestos,
ninguno de los cuales pasó inadvertido por los sesenta pares de ojos que tenía
frente a mí, y a la mañana siguiente hice que la hamaca marchara delante de
nosotros. Una hora más tarde todo el asunto fracasaba en medio de unos
matorrales... el hombre, la hamaca, quejidos, cobertores, un horror. El pesado
palo le había desollado la nariz. Yo estaba dispuesto a matar a alguien, pero no
había cerca de nosotros ni la sombra de un cargador. Me acordé de las palabras
del viejo médico: “A la ciencia le interesa observar los cambios mentales que se
producen en los individuos en aquel sitio.” Sentí que me comnzaba a convertir en
algo científicamente interesante. Sin embargo, todo esto no tiene importancia.
Al decimoquinto día volví a ver nuevamente el gran río, y llegué con dificultad
a la Estación Central. Estaba situada en un remanso, rodeada de maleza y de
bosque, con una cerca de barro maloliente a un lado y a los otros tres una valla
absurda de juncos. Una brecha descuidada era la única entrada. Una primera
ojeada al lugar bastaba para comprender que era el diablo el autor de aquel
espectáculo. Algunos hombres blancos con palos largos en las manos surgieron
desganadamente entre los edificios, se acercaron para echarme una ojeada y
volvieron a desaparecer en alguna parte. Uno de ellos, un muchacho de bigote
negro, robusto e impetuoso, me informó con gran volubilidad y muchas
digresiones, cuando le dije quién era, que mi vapor se hallaba en el fondo del
río. Me quedé estupefacto. ¿Qué, cómo, por qué? ¡Oh!, no había de qué
preocuparse. El director en persona se encontraba allí. Todo estaba en orden.
“¡Se portaron espléndidamente! ¡Espléndidamente! Debe usted ir a ver en seguida
al director general. Lo está esperando”, me dijo con cierta agitación.
»No comprendí de inmediato la verdadera significación de aquel naufragio. Me
parece que la comprendo ahora, pero tampoco estoy seguro... al menos no del
todo. Lo cierto es que cuando pienso en ello todo el asunto me parece demasiado
estúpido, y sin embargo natural. De todos modos... Bueno, en aquel momento se me
presentaba como una maldición. El vapor había naufragado. Había partido hacía
dos días con súbita premura por remontar el río, con el director a bordo,
confiando la nave a un piloto voluntario, y antes de que hubiera navegado tres
horas había encallado en unas rocas, y se había hundido junto a un banco de
arena. Me pregunté qué tendría que hacer yo en ese lugar, ahora que el barco se
había hundido. Para decirlo brevemente, mi misión consistió en rescatar el barco
del río. Tuve que ponerme a la obra al día siguiente. Eso, y las reparaciones,
cuando logré llevar todas las piezas a la estación, consumió varios meses.
»Mi primera entrevista con el director fue curiosa. No me invitó a sentarme, a
pesar de que yo había caminado unas veinte millas aquella mañana. El rostro, los
modales y la voz eran vulgares. Era de mediana estatura y complexión fuerte. Sus
ojos, de un azul normal, resultaban quizá notablemente fríos, seguramente podía
hacer caer sobre alguien una mirada tan cortante y pesada como un hacha. Pero
incluso en aquellos instantes, el resto de su persona parecía desmentir tal
intención. Por otra parte, la expresión de sus labios era indefinible, furtiva,
como una sonrisa que no fuera una sonrisa. Recuerdo muy bien el gesto, pero no
logro explicarlo. Era una sonrisa inconsciente, aunque después dijo algo que la
intensificó por un instante. Asomaba al final de sus frases, como un sello
aplicado a las palabras más anodinas para darles una significación especial, un
sentido completamente inescrutable. Era un comerciante común empleado en
aquellos lugares desde su juventud, eso es todo. Era obedecido, a pesar de que
no inspiraba amor ni odio, ni siquiera respeto. Producía una sensación de
inquietud. ¡Eso era! Inquietud. No una desconfianza definida, sólo inquietud,
nada más. Y no podéis figuraros cuán efectiva puede ser tal... tal... facultad.
Carecía de talento organizador, de iniciativa, hasta de sentido del orden. Eso
era evidente por el deplorable estado que presentaba la estación. No tenía
cultura, ni inteligencia. ¿Cómo había logrado ocupar tal puesto? Tal vez por la
única razón de que nunca enfermaba. Había servido allí tres periodos de tres
años... Una salud triunfante en medio de la derrota general de los organismos
constituye por sí misma una especie de poder. Cuando iba a su país con licencia
se entregaba a un desenfreno en gran escala, pomposamente. Marinero en tierra,
aunque con la diferencia de que lo era sólo en lo exterior. Eso se podía deducir
por la conversación general. No era capaz de crear nada, mantenía sólo la
rutina, eso era todo. Pero era genial. Era genial por aquella pequeña cosa que
era imposible deducir en él. Nunca le descubrió a nadie ese secreto. Es posible
que en su interior no hubiera nada. Esta sospecha lo hacía a uno reflexionar,
porque en el exterior no había ningún signo. En una ocasión en que varias
enfermedades tropicales hablan reducido al lecho a casi todos los “agentes” de
la estación, se le oyó decir: “Los hombres que vienen aquí deberían carecer de
entrañas.” Selló la frase con aquella sonrisa que lo caracterizaba, como si
fuera la puerta que se abría a la oscuridad que él mantenía oculta. Uno creía
ver algo... pero el sello estaba encima. Cuando en las comidas se hastió de las
frecuentes querellas entre los blancos por la prioridad en los puestos, mandó
hacer una inmensa mesa redonda para la que hubo que construir una casa especial.
Era el comedor de la estación. El lugar donde él se sentaba era el primer
puesto, los demás no tenían importancia. Uno sentía que aquélla era su
convicción inalterable. No era cortés ni descortés. Permanecía tranquilo.
Permitía que su “muchacho”, un joven negro de la costa, sobrealimentado, tratara
a los blancos, bajo sus propios ojos, con una insolencia provocativa.
»En cuanto me vio comenzó a hablar. Yo había estado demasiado tiempo en camino.
Él no podía esperar. Había tenido que partir sin mí. Había que revisar las
estaciones del interior. Habían sido tantas las dilaciones en los últimos
tiempos que ya no sabía quién había muerto y quién seguía con vida, cómo andaban
las cosas, etcétera. No prestó ninguna atención a mis explicaciones, y, mientras
jugaba con una barra de lacre, repitió varias veces que la situación era muy
grave, muy grave. Corrían rumores de que una estación importante tenía
dificultades y de que su jefe, el señor Kurtz, se encontraba enfermo. Esperaba
que no fuera verdad. El señor Kurtz era... Yo me sentía cansado e irritado. ¡A
la horca con el tal Kurtz!, pensaba. Lo interrumpí diciéndole que ya en la costa
había oído hablar del señor Kurtz. “¡Ah! ¡De modo que se habla de él allá
abajo!”, murmuró. Luego continuó su discurso, asegurándome que el señor Kurtz
era el mejor agente con que contaba, un hombre excepcional, de la mayor
importancia para la compañía; por consiguiente yo debía tratar de comprender su
ansiedad. Se hallaba, según decía, “muy, muy intranquilo”. Lo cierto era que se
agitaba sobre la silla y exclamaba: “¡Ah, el señor Kurtz!” En ese momento rompió
la barra de lacre y pareció confundirse ante el accidente. Después quiso saber
cuánto tiempo me llevaría rehacer el barco. Volví a interrumpirlo. Estaba
hambriento, sabéis, y seguía de pie, por lo que comencé a sentirme como un
salvaje. “¿Cómo puedo afirmar nada?”, le dije. “No he visto aún el barco.
Seguramente se necesitarán varios meses.” La conversación me parecía de lo más
fútil. “¿Varios meses?”, dijo. “Bueno, pongamos tres meses antes de que podamos
salir. Habrá que hacerlo en ese tiempo.” Salí de su cabaña (vivía solo en una
cabaña de barro con una especie de terraza) murmurando para mis adentros la
opinión que me había merecido. Era un idiota charlatán. Más tarde tuve que
modificar esta opinión, cuando comprobé para mi asombro la extraordinaria
exactitud con que había señalado el tiempo necesario para la obra.
»Me puse a trabajar al día siguiente, dando, por decirlo así, la espalda a la
estación. Sólo de ese modo me parecía que podía mantener el control sobre los
hechos redentores de la vida. Sin embargo, algunas veces había que mirar
alrededor; veía entonces la estación y aquellos hombres que caminaban sin objeto
por el patio bajo los rayos del sol. En algunas ocasiones me pregunté qué podía
significar aquello. Caminaban de un lado a otro con sus absurdos palos en la
mano, como una multitud de peregrinos embrujados en el interior de una cerca
podrida. La palabra marfil permanecía en el aire, en los murmullos, en los
suspiros. Me imagino que hasta en sus oraciones. Un tinte de imbécil rapacidad
coloreaba todo aquello, como si fuera la emanación de un cadáver. ¡Por Júpiter!
Nunca en mi vida he visto nada tan irreal. Y en el exterior, la silenciosa
soledad que rodeaba ese claro en la tierra me impresionaba como algo grande e
invencible, como el mal o la verdad, que esperaban pacientemente la desaparición
de aquella fantástica invasión.
»¡Oh, qué meses aquellos! Bueno, no importa. Ocurrieron varias cosas. Una noche
una choza llena de percal, algodón estampado, abalorios y no sé qué más, se
inflamó en una llamarada tan repentina que se podía creer que la tierra se había
abierto para permitir que un fuego vengador consumiera toda aquella basura. Yo
estaba fumando mi pipa tranquilamente al lado de mi vapor desmantelado, y vi
correr a todo el mundo con los brazos en alto ante el resplandor, cuando el
robusto hombre de los bigotes llegó al río con un cubo en la mano y me aseguró
que todos “se portaban espléndidamente, espléndidamente”. Llenó el cubo de agua
y se largó de nuevo a toda prisa. Pude ver que había un agujero en el fondo del
cubo.
»Caminé río arriba. Sin prisa. Mirad, aquello había ardido como si fuera una
caja de cerillas. Desde el primer momento no había tenido remedio. La llama
había saltado a lo alto, haciendo retroceder a todo el mundo, y después de
consumirlo todo se había apagado. La cabaña no era más que un montón de ascuas y
cenizas candentes. Un negro era azotado cerca del lugar. Se decía que de alguna
manera había provocado el incendio; fuera cierto o no, gritaba horriblemente.
Volví a verlo días después, sentado a la sombra de un árbol; parecía muy
enfermo, trataba de recuperarse; más tarde se levantó y se marchó, y la selva
muda volvió a recibirlo en su seno. Mientras me acercaba al calor vivo desde la
oscuridad, me encontré a la espalda de dos hombres que hablaban entre sí. Oí que
pronunciaban el nombre de Kurtz y que uno le decía al otro: “Deberías aprovechar
este incidente desgraciado.” Uno de los hombres era el director. Le deseé buenas
noches. “¿Ha visto usted algo parecido? Es increíble”, dijo y se marchó. El otro
hombre permaneció en el lugar. Era un agente de primera categoría, joven, de
aspecto distinguido, un poco reservado, con una pequeña barba bifurcada y nariz
aguileña. Se mantenía al margen de los demás agentes, y éstos a su vez decían
que era un espía al servicio del director. En lo que a mí respecta, no había
cambiado nunca una palabra con él. Comenzamos a conversar y sin darnos cuenta
nos fuimos alejando de las ruinas humeantes. Después me invitó a acompañarlo a
su cuarto, que estaba en el edificio principal de la estación. Encendió una
cerilla, y pude advertir que aquel joven aristócrata no sólo tenía un tocador
montado en plata sino una vela entera, toda suya. Se suponía que el director era
el único hombre que tenía derecho a las velas. Las paredes de barro estaban
cubiertas con tapices indígenas; una colección de lanzas, azagayas, escudos,
cuchillos, colgaba de ellas como trofeos. Según me habían informado, el trabajo
confiado a aquel individuo era la fabricación de ladrillos, pero en toda la
estación no había un solo pedazo de ladrillo, y había tenido que permanecer allí
desde hacía más de un año, esperando. Al parecer no podía construir ladrillos
sin un material, no sé qué era, tal vez paja. Fuera lo que fuese, allí no se
conseguía, y como no era probable que lo enviaran de Europa, no resultaba nada
claro comprender qué esperaba. Un acto de creación especial, tal vez. De un modo
u otro todos esperaban, todos (bueno, los dieciséis o veinte peregrinos)
esperaban que algo ocurriera; y les doy mi palabra de que aquella espera no
parecía nada desagradable, dada la manera en que la aceptaban, aunque lo único
que parecían recibir eran enfermedades, de eso podía darme cuenta. Pasaban el
tiempo murmurando e intrigando unos contra otros de un modo completamente
absurdo. En aquella estación se respiraba un aire de conspiración, que, por
supuesto, no se resolvía en nada. Era tan irreal como todo lo demás, como las
pretensiones filantrópicas de la empresa, como sus conversaciones, como su
gobierno, como las muestras de su trabajo. El único sentimiento real era el
deseo de ser destinado a un puesto comercial donde poder recoger el marfil y
obtener el porcentaje estipulado. Intrigaban, calumniaban y se detestaban sólo
por eso, pero en cuanto a mover aunque fuese el dedo meñique, oh, no. ¡Cielos
santos!, hay algo después de todo en el mundo que permite que un hombre robe un
caballo mientras que otro ni siquiera puede mirar un ronzal. Robar un caballo
directamente, pase. Quien lo hace tal vez pueda montarlo. Pero hay una manera de
mirar un ronzal que incitaría al piadoso de los santos a dar un puntapié.
»Yo no tenía idea de por qué aquel hombre deseaba mostrarse sociable conmigo,
pero mientras conversábamos me pareció de pronto que aquel individuo trataba de
llegar a algo, a un hecho real, y que me interrogaba. Aludía constantemente a
Europa, a las personas que suponía que yo conocía allí, dirigiéndome preguntas
insinuantes sobre mis relaciones en la ciudad sepulcral. Sus ojos pequeños
brillaban como discos de mica, llenos de curiosidad, aunque procuraba conservar
algo de su altivez. Al principio su actitud me sorprendió, pero muy pronto
comencé a sentir una intensa curiosidad por saber qué se proponía obtener de mí.
Me era imposible imaginar qué podía despertar su interés. Era gracioso ver cómo
luchaba en el vacío, porque lo cierto es que mi cuerpo estaba lleno sólo de
escalofríos y en mi cabeza no había otra cosa fuera de aquel condenado asunto
del vapor hundido. Era evidente que me consideraba como un desvergonzado
prevaricador. Al final se enfadó y, para disimular un movimiento de furia y
disgusto, bostezó. Me levanté. Entonces pude ver un pequeño cuadro al óleo en un
marco, representando a una mujer envuelta en telas y con los ojos vendados, que
llevaba en la mano una antorcha encendida. El fondo era sombrío, casi negro. La
mujer permanecía inmóvil y el efecto de la luz de la antorcha en su rostro era
siniestro.
»Eso me retuvo, y él permaneció de pie por educación, sosteniendo una botella
vacía de champaña (para usos medicinales) con la vela colocada encima. A mi
pregunta, respondió que el señor Kurtz lo había pintado, en esa misma estación,
hacía poco más de un año, mientras esperaba un medio de trasladarse a su
estación comercial. “Dígame, por favor”, le pedí, “¿quién es ese señor Kurtz?”
»”El jefe de la estación interior”, respondió con sequedad, mirando hacia otro
lado. “Muchas gracias”, le dije riendo, “y usted es el fabricante de ladrillos
de la Estación Central. Eso todo el mundo lo sabe.” Por un momento permaneció
callado. “Es un prodigio”, dijo al fin. “Es un emisario de la piedad, la ciencia
y el progreso, y sólo el diablo sabe de qué más. Nosotros necesitamos”, comenzó
de pronto a declamar, “para realizar la causa que Europa nos ha confiado, por
así decirlo, inteligencias superiores, gran simpatía, unidad de propósitos.”
“¿Quién ha dicho eso?”, pregunté. “Muchos de ellos”, respondió. “Algunos hasta
lo escriben; y de pronto llegó aquí él, un ser especial, como debe usted saber.”
“¿Por qué debo saberlo?”, lo interrumpí, realmente sorprendido. Él no me prestó
ninguna atención. “Sí, hoy día es el jefe de la mejor estación, el año próximo
será asistente en la dirección, dos años más y... pero me atrevería a decir que
usted sabe en qué va a convertirse dentro de un par de años. Usted forma parte
del nuevo equipo... el equipo de la virtud. La misma persona que lo envió a él
lo ha recomendado muy especialmente a usted. Oh, no diga que no. Yo tengo mis
propios ojos, sólo en ellos confío.” La luz se hizo en mí. Las poderosas
amistades de mi tía estaban produciendo un efecto inesperado en aquel joven.
Estuve a punto de soltar una carcajada. “¿Lee usted la correspondencia
confidencial de la compañía?”, le pregunté. No pudo decir una palabra. Me
resultó muy divertido. “Cuando el señor Kurtz”, continué severamente, “sea
director general, no va usted a tener oportunidad de hacerlo.”
»Apagó la vela de pronto y salimos. La luna se había levantado. Algunas figuras
negras vagaban alrededor, echando agua sobre los escombros de los que salía un
sonido silbante. El vapor ascendía a la luz de la luna, el negro golpeado gemía
en alguna parte. “¡Qué escándalo hace ese animal!”, dijo el hombre infatigable
de los bigotes, quien de pronto apareció a nuestro lado. “De algo le servirá.
Transgresión... castigo... ¡plaf! Sin piedad, sin piedad. Es la única manera.
Eso prevendrá cualquier otro incendio en el futuro. Le acabo de decir al
director...” Se fijó en mi acompañante e inmediatamente pareció perder la
energía: “¿Todavía levantado?”, dijo con una especie de afecto servil. “Bueno,
es natural. Peligro... agitación”, y se desvaneció. Llegué hasta la orilla del
río y el otro me acompañó. Oí un chirriante murmullo: “¡Montón de inútiles,
seguid!” Podía ver a los peregrinos en grupitos, gesticulando, discutiendo.
Algunos tenían todavía los palos en la mano. Yo creo que llegaban a acostarse
con aquellos palos. Del otro lado de la empalizada la selva se erguía espectral
a la luz de la luna, y a través del incierto movimiento, a través de los débiles
ruidos de aquel lamentable patio, el silencio de la tierra se introducía en el
corazón de todos... su misterio, su grandeza, la asombrosa realidad de su vida
oculta. El negro castigado se lamentaba débilmente en algún lugar cercano, y
luego emitió un doloroso suspiro que hizo que mis pasos tomaran otra dirección.
Sentí que una mano se introducía bajo mi brazo. “Mi querido amigo”, dijo el
tipo, “no quiero que me malinterprete, especialmente usted, que verá al señor
Kurtz mucho antes de que yo pueda tener ese placer. No quisiera que se fuera a
formar una idea falsa de mi disposición...”
»Dejé continuar a aquel Mefistófeles de pacotilla; me pareció que de haber
querido hubiera podido traspasarlo con mi índice y no habría encontrado sino un
poco de suciedad blanduzca en su interior. Se había propuesto, sabéis, ser
ayudante del director, y la llegada posible de aquel Kurtz lo había sobresaltado
tanto como al mismo director general. Hablaba precipitadamente y yo no traté de
detenerlo. Apoyé la espalda sobre los restos del vapor, colocado en la orilla,
como el esqueleto de algún gran animal fluvial. El olor del cieno, del cieno
primigenio, ¡por Júpiter!, estaba en mis narices, la inmovilidad de aquella
selva estaba ante mis ojos; había manchas brillantes en la negra ensenada. La
luna extendía sobre todas las cosas una fina capa de plata, sobre la fresca
hierba, sobre el muro de vegetación que se elevaba a una altura mayor que el
muro de un templo, sobre el gran río, que resplandecía mientras corría
anchurosamente sin un murmullo. Todo aquello era grandioso, esperanzador, mudo,
mientras aquel hombre charlaba banalmente sobre sí mismo. Me pregunté si la
quietud del rostro de aquella inmensidad que nos contemplaba a ambos significaba
un buen presagio o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros, extraviados en aquel
lugar? ¿Podíamos dominar aquella cosa muda, o sería ella la que nos manejaría a
nosotros? Percibí cuán grande, cuán inmensamente grande era aquella cosa que no
podía hablar, y que tal vez también fuera sorda. ¿Qué había allí? Sabía que
parte del marfil llegaba de allí y había oído decir que el señor Kurtz estaba
allí. Había oído ya bastante. ¡Dios es testigo! Pero sin embargo aquello no
producía en mí ninguna imagen; igual que si me hubiesen dicho que un ángel o un
demonio vivían allí. Creía en aquello de la misma manera en que cualquiera de
vosotros podría creer que existen habitantes en el planeta Marte. Conocí una vez
a un fabricante de velas escocés que estaba convencido, firmemente convencido,
de que había habitantes en Marte. Si se le interrogaba sobre la idea que tenía
sobre su aspecto y su comportamiento, adoptaba una expresión tímida y murmuraba
algo sobre que “andaban a cuatro patas”. Si alguien sonreía, aquel hombre,
aunque pasaba de los sesenta, era capaz de desafiar al burlón a duelo. Yo no
hubiera llegado tan lejos como a batirme por Kurtz, pero por causa suya estuve
casi a punto de mentir. Vosotros sabéis que odio, detesto, me resulta
intolerable la mentira, no porque sea más recto que los demás, sino porque
sencillamente me espanta. Hay un tinte de muerte, un sabor de mortalidad en la
mentira que es exactamente lo que más odio y detesto en el mundo, lo que quiero
olvidar. Me hace sentir desgraciado y enfermo, como la mordedura de algo
corrupto. Es cuestión de temperamento, me imagino. Pues bien, estuve cerca de
eso al dejar que aquel joven estúpido creyera lo que le viniera en gana sobre mi
influencia en Europa. Por un momento me sentí tan lleno de pretensiones como el
resto de aquellos embrujados peregrinos. Sólo porque tenía la idea de que eso de
algún modo iba a resultarle útil a aquel señor Kurtz a quien hasta el momento no
había visto... ya entendéis. Para mí era apenas un nombre. Y en el nombre me era
tan imposible ver a la persona como lo debe ser para vosotros. ¿Lo veis? ¿Veis
la historia? ¿Veis algo? Me parece que estoy tratando de contar un sueño... que
estoy haciendo un vano esfuerzo, porque el relato de un sueño no puede
transmitir la sensación que produce esa mezcla de absurdo, de sorpresa y
aturdimiento en un rumor de revuelta y rechazo, esa noción de ser capturados por
lo increíble que es la misma esencia de los sueños.»
Marlow permaneció un rato en silencio.
... No, es imposible; es imposible comunicar la sensación de vida de una época
determinada de la propia existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, su
sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos... solos.
Volvió a hacer otra pausa como reflexionando. Después añadió:
Por supuesto, en esto vosotros podréis ver más de lo que yo podía ver entonces.
Me veis a mí, a quien conocéis...
La oscuridad era tan profunda que nosotros, sus oyentes, apenas podíamos vernos
unos a otros. Hacía ya largo rato que él, sentado aparte, no era para nosotros
más que una voz. Nadie decía una palabra. Los otros podían haberse dormido, pero
yo estaba despierto. Escuchaba, escuchaba aguardando la sentencia, la palabra
que pudiera servirme de pista en la débil angustia que me inspiraba aquel relato
que parecía formularse por sí mismo, sin necesidad de labios humanos, en el aire
pesado y nocturno de aquel río.
Sí, lo dejé continuar volvió a decir de nuevo Marlow y que pensara lo que le
diera la gana sobre los poderes que existían detrás de mí. ¡Lo hice! ¡Y detrás
de mí no había nada! No había nada salvo aquel condenado, viejo y maltrecho
vapor sobre el que me apoyaba, mientras él hablaba fluidamente de la necesidad
que tenía cada hombre de progresar. «Cuando alguien llega aquí, usted lo sabe,
no es para contemplar la luna», me dijo. El señor Kurtz era un «genio
universal», pero hasta un genio encontraría más fácil trabajar con «instrumentos
adecuados y hombres inteligentes». Él no fabricaba ladrillos. ¿Por qué? Bueno,
había una imposibilidad material que lo impedía, como yo muy bien sabía, y si
trabajaba como secretario del director era porque ningún hombre inteligente
puede rechazar absurdamente la confianza que en él depositan sus superiores. ¿Me
daba yo cuenta? Sí, me daba cuenta. ¿Qué más quería yo? Lo que realmente quería
eran remaches, ¡cielo santo!, ¡remaches!, para poder continuar el trabajo y
tapar aquel agujero. Remaches. En la costa había cajas llenas de ellos, cajas
amontonadas, rajadas, herrumbrosas. En aquella estación de la colina uno
tropezaba con un remache desprendido a cada paso que daba. Algunos habían rodado
hasta el bosque de la muerte. Uno podía llenarse los bolsillos de remaches sólo
con molestarse en recogerlos; y en cambio donde eran necesarios no se encontraba
uno solo. Teníamos chapas que nos podían servir, pero nada con qué poder
ajustarlas. Cada semana el mensajero, un negro solo, con un saco de cartas al
hombro, dejaba la estación para dirigirse a la costa. Y varias veces a la semana
una caravana llegaba de la costa con productos comerciales, percal horriblemente
teñido que daba escalofríos de sólo mirar, cuentas de cristal de las que podía
comprarse un cuarto de galón por un penique, pañuelos de algodón
estrafalariamente estampados. Y nunca remaches. Tres negros hubieran podido
transportar todo lo necesario para poner a flote aquel vapor.
»Se estaba poniendo confidencial, pero me imagino que al no encontrar ninguna
respuesta de mi parte debió haberse exasperado, ya que consideró necesario
informarme que no temía a Dios ni al diablo, y mucho menos a los hombres. Le
dije que podía darme perfecta cuenta, pero que lo que yo necesitaba era una
determinada cantidad de remaches... y que en realidad lo que el señor Kurtz
hubiera pedido, si estuviese informado de esa situación, habrían sido los
remaches. Y él enviaba cartas a la costa cada semana... “Mi querido señor”
gritó, “yo escribo lo que me dictan.” Seguí pidiendo remaches. Un hombre
inteligente tiene medios para obtenerlos. Cambió de modales. De pronto adoptó un
tono frío y comenzó a hablar de un hipopótamo. Me preguntó si cuando dormía a
bordo (permanecía allí noche y día), no tenía yo molestias. Un viejo hipopótamo
tenía la mala costumbre de salir de noche a la orilla y errar por los terrenos
de la estación. Los peregrinos solían salir en pelotón y descargar sus rifles
sobre él. Algunos velaban toda la noche esperándole. Sin embargo había sido una
energía desperdiciada. “Ese animal tiene una vida encantada, y eso sólo se puede
decir de las bestias de este país. Ningún hombre, ¿me entiende usted?, ningún
hombre tiene aquí el mismo privilegio”, dijo. Permaneció un momento a la luz de
la luna con su delicada nariz aguileña un poco ladeada, y los ojos de mica
brillantes, sin pestañear. Después se despidió secamente y se retiró a grandes
zancadas. Me di cuenta de que estaba turbado y enormemente confuso, lo que me
hizo alentar mayores esperanzas de las que había abrigado en los días
anteriores. Me servía de consuelo apartar a aquel tipo para volver a mi
influyente amigo, el roto, torcido, arruinado, desfondado barco de vapor. Subí a
bordo. Crujió bajo mis pies como una lata de bizcochos Hunley & Palmer vacía que
hubiera recibido un puntapié en un escalón. No era sólido, mucho menos bonito,
pero había invertido en él demasiado trabajo como para no quererlo. Ningún amigo
influyente me hubiera servido mejor. Me había dado la oportunidad de moverme un
poco y descubrir lo que podía hacer. No, no me gusta el trabajo. Prefiero ser
perezoso y pensar en las bellas cosas que pueden hacerse. No me gusta el
trabajo, a ningún hombre le gusta, pero me gusta lo que hay en el trabajo, la
ocasión de encontrarse a sí mismo. La propia realidad, eso que sólo uno conoce y
no los demás, que ningún otro hombre puede conocer. Ellos sólo pueden ver el
espectáculo, y nunca pueden decir lo que realmente significa.
»No me sorprendió ver a una persona sentada en la cubierta, con las piernas
colgantes sobre el barro. Mirad, mis relaciones eran buenas con los pocos
mecánicos que había en la estación, y a los que los otros peregrinos
naturalmente despreciaban; me imagino que por la rudeza de sus modales. Era el
capataz, un fabricante de marmitas, buen trabajador, un individuo seco, huesudo,
de rostro macilento, con ojos grandes y mirada intensa. Tenía un aspecto
preocupado. Su cabeza era tan calva como la palma de mi mano; parecía que los
cabellos, al caer, se le habían pegado a la barbilla y que habían prosperado en
aquella nueva localidad, pues la barba le llegaba a la cintura. Era un viudo con
seis hijos (los había dejado a cargo de una hermana suya al emprender el viaje)
y la pasión de su vida eran las palomas mensajeras. Era un entusiasta y un
conocedor. Deliraba por las palomas. Después del horario de trabajo acostumbraba
ir a veces al barco a conversar sobre sus hijos, y sobre las palomas. En el
trabajo, cuando se debía arrastrar por el barro bajo la quilla del vapor,
recogía su barba en una especie de servilleta blanca que llevaba para ese
propósito, con unas cintas que ataba tras las orejas. Por las noches se le podía
ver inclinado sobre el río, lavando con sumo cuidado esa envoltura en la
corriente, y tendiéndola después solemnemente sobre una mata para que se secara.
»Le di una palmada en la espalda y exclamé: “Vamos a tener remaches.” Se puso de
pie y exclamó: “¿No? ¡Remaches!”, como si no pudiera creer a sus oídos. Luego,
añadió en voz baja: “Usted... ¿Eh?” No sé por qué nos comportábamos como
lunáticos. Me lleve un dedo a la nariz inclinando la cabeza misteriosamente.
“¡Bravo por usted!”, exclamó, chasqueando sus dedos sobre la cabeza y levantando
un pie. Comencé a bailotear. Saltábamos sobre la cubierta de hierro. Un ruido
horroroso salió de aquel casco arrumbado y el bosque virgen desde la otra margen
del río lo envió de vuelta en un eco atronador a la estación dormida. Aquello
debió hacer levantar a algunos peregrinos en sus cabañas. Una figura oscura
apareció en el portal de la cabaña del director, desapareció, y luego, un
segundo o dos después, también la puerta desapareció. Nos detuvimos y el
silencio interrumpido por nuestro zapateo volvió de nuevo a nosotros desde los
lugares más remotos de la tierra. El gran muro de vegetación, una masa
exuberante y confusa de troncos, ramas, hojas, guirnaldas, inmóviles a la luz de
la luna, era como una tumultuosa invasión de vida muda, una ola arrolladora de
plantas, apiladas, con penachos, dispuestas a derrumbarse sobre el río, a barrer
la pequeña existencia de todos los pequeños hombres que, como nosotros,
estábamos en su seno. Y no se movía. Una explosión sorda de grandiosas
salpicaduras y bufidos nos llegó de lejos, como si un ictiosaurio se estuviera
bañando en el resplandor del gran río. “Después de todo”, dijo el fabricante de
marmitas, en tono razonable, “¿por qué no iban a darnos los remaches?” ¡En
efecto, por qué no! No conocía ninguna razón para que no los tuviésemos.
“Llegarán dentro de unas tres semanas”, le dije en tono confidencial.
»Pero no fue así. En lugar de remaches tuvimos una invasión, un castigo, una
visita. Llegó en secciones durante las tres semanas siguientes; cada sección
encabezada por un burro en el que iba montado un blanco con traje nuevo y
zapatos relucientes, un blanco que saludaba desde aquella altura a derecha e
izquierda a los impresionados peregrinos. Una banda pendenciera de negros
descalzos y desarrapados marchaba tras el burro; un equipaje de tiendas, sillas
de campaña, cajas de lata, cajones blancos y fardos grises eran depositados en
el patio, y el aire de misterio parecía espesarse sobre el desorden de la
estación. Llegaron cinco expediciones semejantes, con el aire absurdo de una
huida desordenada, con el botín de innumerables almacenes y abundante acopio de
provisiones que uno podría pensar habían sido arrancadas de la selva para ser
repartidas equitativamente. Era una mezcla indecible de cosas, útiles en sí,
pero a las cuales la locura humana hacía parecer como el botín de un robo.
»Aquella devota banda se daba a sí misma el nombre de Expedición de Exploradores
Eldorado. Parece ser que todos sus miembros habían jurado guardar secreto. Su
conversación, de cualquier manera, era una conversación de sórdidos
filibusteros. Era un grupo temerario pero sin valor, voraz sin audacia, cruel
sin osadía. No había en aquella gente un átomo de previsión ni de intención
seria, y ni siquiera parecían saber que esas cosas son requeridas para el
trabajo en el mundo. Arrancar tesoros a las entrañas de la tierra era su deseo,
pero aquel deseo no tenía detrás otro propósito moral que el de la acción de
unos bandidos que fuerzan una caja fuerte. No sé quién costearía los gastos de
aquella noble empresa, pero un tío de nuestro director era el jefe del grupo.
»Por su exterior parecía el carnicero de un barrio pobre, y sus ojos tenían una
mirada de astucia somnolienta. Ostentaba un enorme vientre sobre las cortas
piernas, y durante el tiempo que aquella banda infestó la estación sólo habló
con su sobrino. Podía uno verlos vagando durante el día por todas partes, las
cabezas unidas en una interminable confabulación.
»Renuncié a molestarme más por el asunto de los remaches. La capacidad humana
para esa especie de locura es más limitada de lo que vosotros podéis suponer. Me
dije: “A la horca con todos.” Y dejé de preocuparme. Tenía tiempo en abundancia
para la meditación, y de vez en cuando dedicaba algún pensamiento a Kurtz. No me
interesaba mucho. No. Sin embargo, sentía curiosidad por saber si aquel hombre
que había llegado equipado con ideas morales de alguna especie lograría subir a
la cima después de todo, y cómo realizaría el trabajo una vez que lo hubiese
conseguido.»
 II
Una noche, mientras estaba tendido en la cubierta de mi vapor, oí voces que se
acercaban. Eran el tío y el sobrino que caminaban por la orilla del río. Volví a
apoyar la cabeza sobre el brazo, y estaba a punto de volverme a dormir, cuando
alguien dijo casi en mi oído: “Soy tan inofensivo como un niño, pero no me gusta
que me manden. ¿Soy el director o no lo soy? Me ordenaron enviarlo allí. Es
increíble...” Me di cuenta de que ambos se hallaban en la orilla, al lado de
popa, precisamente debajo de mi cabeza. No me moví; no se me ocurrió moverme.
Estaba amodorrado. “Es muy desagradable”, gruñó el tío. “Él había pedido a la
administración que le enviaran allí”, dijo el otro, “con la idea de demostrar lo
que era capaz de hacer. Yo recibí instrucciones al respecto. Debe tener una
influencia tremenda. ¿No te parece terrible?” Ambos convinieron en que aquello
era terrible; después hicieron observaciones extrañas: la lluvia... el buen
tiempo... un hombre... el Consejo... por la nariz... Fragmentos de frases
absurdas que me hicieron salir de mi estado de somnolencia. De modo que estaba
en pleno uso de mis facultades mentales cuando el tío dijo: “El clima puede
eliminar esa dificultad. ¿Está solo allá?” “Sí”, respondió el director. “Me
envió a su asistente, con una nota redactada más o menos en estos términos:
“Saque usted a este pobre diablo del país, y no se moleste en enviarme a otras
personas de esta especie. Prefiero estar solo a tener a mi lado la clase de
hombres de que ustedes pueden disponer.” Eso fue hace ya más de un año. ¿Puedes
imaginarte desfachatez semejante?" "¿Y nada a partir de entonces?", preguntó el
otro con voz ronca. "Marfil", masculló el sobrino, "a montones... y de primera
clase. Grandes cargamentos; todo para fastidiar, me parece." "¿De qué manera?"
preguntó un rugido sordo. "Facturas", fue la respuesta. Se podía decir que
aquella palabra había sido disparada. Luego se hizo el silencio. Habían estado
hablando de Kurtz.
»Para entonces yo estaba del todo despierto. Permanecía acostado tal como
estaba, sin cambiar de postura. “¿Cómo ha logrado abrirse paso todo ese
marfil?”, explotó de pronto el más anciano de los dos, que parecía muy
contrariado. El otro explicó que había llegado en una flotilla de canoas, a las
órdenes de un mestizo inglés que Kurtz tenía a su servicio. El mismo Kurtz, al
parecer, había tratado de hacer el viaje, por encontrarse en ese tiempo la
estación desprovista de víveres y pertrechos, pero después de recorrer unas
trescientas millas había decidido de pronto regresar, y lo hizo solo, en una
pequeña canoa con cuatro remeros, dejando que el mestizo continuara río abajo
con el marfil. Los dos hombres estaban sorprendidos ante semejante proceder.
Trataban de encontrar un motivo que explicara esa actitud. En cuanto a mí, me
pareció ver por primera vez a Kurtz. Fue un vislumbre preciso: la canoa, cuatro
remeros salvajes; el blanco solitario que de pronto le daba la espalda a las
oficinas principales, al descanso, tal vez a la idea del hogar, y volvía en
cambio el rostro hacia lo más profundo de la selva, hacia su campamento vacío y
desolado. Yo no conocía el motivo. Era posible que sólo se tratara de un buen
sujeto que se había entusiasmado con su trabajo. Su nombre, sabéis, no había
sido pronunciado ni una sola vez durante la conversación. Se referían a “aquel
hombre”. El mestizo que, según podía yo entender, había realizado con gran
prudencia y valor aquel difícil viaje era invariablemente llamado “ese canalla”.
El “canalla” había informado que “aquel hombre” había estado muy enfermo; aún no
se había restablecido del todo... Los dos hombres debajo de mí se alejaron unos
pasos; paseaban de un lado a otro a cierta distancia. Escuché: “puesto
militar... médico... doscientas millas... ahora completamente solo... plazos
inevitables... nueve meses... ninguna noticia... extraños rumores”. Volvieron a
acercarse. Precisamente en esos momentos decía el director: “Nadie, que yo sepa,
a menos que sea una especie de mercader ambulante, un tipo malvado que les
arrebata el marfil a los nativos.
»¿De quién hablaban ahora? Pude deducir que se trataba de algún hombre que
estaba en el distrito de Kurtz y cuya presencia era desaprobada por el director.
“No nos veremos libres de esos competidores de mala fe hasta que colguemos a uno
para escarmiento de los demás”, dijo. “Por supuesto”, gruñó el otro. “¡Deberías
colgarlo! ¿Por qué no? En este país se puede hacer todo, todo. Eso es lo que yo
sostengo; aquí nadie puede poner en peligro tu posición. ¿Por qué? Porque
resistes el clima. Sobrevives a todos los demás. El peligro está en Europa. Pero
antes de salir tuve la precaución de...”
»Se alejaron y sus voces se convirtieron en un murmullo. Después volvieron a
elevarse. “Esta extraordinaria serie de retrasos no es culpa mía. He hecho todo
lo que he podido.” “Es una lástima”, suspiró el viejo. “Y esa peste absurda que
es su conversación” rugió el otro. “Me molestó mucho cuando estaba aquí: «Cada
estación debería ser como un faro en medio del camino, que iluminara la senda
hacia cosas mejores; un centro comercial, por supuesto, pero también de
humanidad, de mejoras, de instrucción.» ¡Habráse visto semejante asno! ¡Y quiere
ser director! ¡No, es como...!”
»El exceso de indignación lo hizo sofocarse. Yo levanté un poco la cabeza. Me
sorprendió ver lo cerca que estaban, justo debajo de mí. Habría podido escupir
sobre sus sombreros. Miraban el suelo, absortos en sus pensamientos. El director
se fustigaba la pierna con una fina varita. Su sagaz pariente levantó de pronto
la cabeza. “¿Y te has encontrado bien todo el tiempo, desde que llegaste?”,
preguntó. El otro pareció sobresaltarse. “¿Quién? ¿Yo? ¡Oh, perfectamente,
perfectamente! Pero el resto... ¡santo cielo!, todos enfermos. Se mueren tan
rápidamente que no tengo casi tiempo de mandarlos fuera de la región... ¡Es
increíble!” “Hum. Así es precisamente”, gruñó el tío. “Ah, muchacho, confía en
eso... te lo digo, confía en eso.” Le vi extender un brazo que más bien parecía
una aleta y señalar hacia la selva, la ensenada, el barco, el río; parecía
sellar con un gesto vil ante la iluminada faz de la tierra un pacto traidor con
la muerte en acecho, el mal escondido, las profundas tinieblas del corazón
humano. Fue tan espantoso que me puse en pie de un salto y miré hacia atrás, al
lindero de la selva, como esperando encontrar una respuesta a ese negro
intercambio de confidencias. Ya sabéis que a veces uno llega a abrigar las más
locas ideas. Una profunda calma rodeaba a aquellas dos figuras con su ominosa
paciencia, esperando el paso de una invasión fantástica.
»Los dos hombres maldijeron a la vez, de puro miedo creo yo... Después
pretendieron no saber nada de mi existencia y volvieron a la estación. El sol
estaba bajo; e inclinados hacia adelante, uno al lado del otro, parecían tirar a
duras penas, colina arriba, de sus dos sombras grotescas, de longitud irregular,
que se arrastraban lentamente tras ellos sobre la hierba espesa, sin inclinar
una sola brizna.
»Unos días más tarde la Expedición Eldorado se internó en la paciente selva, que
se cerró sobre ellos como el mar sobre un buzo. Algún tiempo después nos
llegaron noticias de que todos los burros habían muerto. No sé nada sobre la
suerte que corrieron los otros animales, los menos valiosos. No me cabe duda de
que, como el resto de nosotros, encontraron su merecido. No hice averiguaciones.
Me excitaba enormemente la perspectiva de conocer muy pronto a Kurtz. Cuando
digo muy pronto, hablo en términos relativos. Dos meses pasaron desde el momento
en que dejamos la ensenada hasta nuestra llegada a la orilla de la estación de
Kurtz. "Remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación cuando
la vegetación estalló sobre la faz de la tierra y los árboles se convirtieron en
reyes. Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable. El aire
era caliente, denso, pesado, embriagador. No había ninguna alegría en el
resplandor del sol. Aquel camino de agua corría desierto, en la penumbra de las
grandes extensiones. En playas de arena plateada, los hipopótamos y los
cocodrilos tomaban el sol lado a lado. Las aguas, al ensancharse, fluían a
través de archipiélagos boscosos; era tan fácil perderse en aquel río como en un
desierto, y tratando de encontrar el rumbo se chocaba todo el tiempo contra
bancos de arena, hasta que uno llegaba a tener la sensación de estar embrujado,
lejos de todas las cosas una vez conocidas... en alguna parte... lejos de
todo... tal vez en otra existencia. Había momentos en que el pasado volvía a
aparecer, como sucede cuando uno no tiene ni un momento libre, pero aparecía en
forma de un sueño intranquilo y estruendoso, recordado con asombro en medio de
la realidad abrumadora de aquel mundo extraño de plantas, y agua, y silencio. Y
aquella inmovilidad de vida no se parecía de ninguna manera a la tranquilidad.
Era la inmovilidad de una fuerza implacable que envolvía una intención
inescrutable. Y lo miraba a uno con aire vengativo. Después llegué a
acostumbrarme. Y al acostumbrarme dejé de verla; no tenía tiempo. Debía estar
todo el tiempo tratando de adivinar el cauce del canal; tenía que adivinar, más
por inspiración que por otra cosa, las señales de los bancales ocultos,
descubrir las rocas sumergidas. Aprendí a rechinar los dientes sonoramente antes
de que el corazón me estallara cuando rozábamos algún viejo tronco infernal que
hubiera podido terminar con la vida de aquel vapor de hojalata y ahogar a todos
los peregrinos. Necesitaba encontrar todos los días señales de madera seca que
pudiéramos cortar todas las noches para alimentar las calderas al día siguiente.
Cuando uno tiene que estar pendiente de ese tipo de cosas, los meros incidentes
de la superficie, la realidad, sí, la realidad digo, se desvanece. La verdad
íntima se oculta, por suerte, por suerte. Pero yo la sentía durante todo el
tiempo. Sentía con frecuencia aquella inmovilidad misteriosa que me contemplaba,
que observaba mis artimañas de mono, tal como os observa a vosotros, camaradas,
cuando trabajáis en vuestros respectivos cables por... cuánto es... media corona
la vuelta."
Intenta ser más cortés, Marlow gruñó una voz, y supe que por lo menos había otro
auditor tan despierto como yo.
Perdón. ¿En realidad, qué importa el precio si la cosa está bien hecha? Vosotros
desempeñáis muy bien vuestros oficios. Yo tampoco he hecho mal el mío desde que
logré que no naufragara aquel vapor en mi primer viaje. Todavía me asombro de
ello. Imaginad a un hombre con los ojos vendados obligado a conducir un vehículo
por un mal camino. Lo que puedo deciros es que sudé y temblé de verdad durante
aquel viaje. Después de todo, para un marino, que se rompa el fondo de la cosa
que se supone flota todo el tiempo bajo su vigilancia es el pecado más
imperdonable. Puede que nadie se entere, pero él no olvida el porrazo, ¿no es
cierto? Es un golpe en el mismo corazón. Uno lo recuerda, lo sueña, despierta a
media noche para pensar en él, años después, y vuelve a sentir escalofríos. No
pretendo decir que aquel vapor flotara todo el tiempo. Más de una vez tuvo que
vadear un poco, con veinte caníbales chapoteando alrededor de él y empujando.
Durante el viaje habíamos enganchado una tripulación con algunos de esos
muchachos. ¡Excelentes tipos aquellos caníbales! Eran hombres con los que se
podía trabajar, y aún hoy les estoy agradecido. Y, después de todo, no se
devoraban los unos a los otros en mi presencia; llevaban consigo una provisión
de carne de hipopótamo, que una vez podrida hizo llegar a mis narices todo el
misterio de la selva. ¡Puuuf! Aún puedo olerla. Llevaba a bordo al director y a
tres o cuatro peregrinos con sus palos. Eso era todo. Algunas veces nos
acercábamos a una estación próxima a la orilla, pegada a las faldas de lo
desconocido; los blancos salían de sus cabañas con grandes expresiones de
alegría, de sorpresa, de bienvenida. Me parecían muy extraños. Tenían todo el
aspecto de haber sido víctimas de un hechizo. La palabra marfil flotaba un buen
rato en el aire, y luego seguíamos de nuevo en medio del silencio, a lo largo de
inmensas extensiones desiertas, alrededor de mansos recodos, entre los altos
muros de nuestro camino sinuoso, que resonaba en profundos ruidos al pesado
golpe de nuestra rueda de popa. Árboles, árboles, millones de árboles, masas
inmensas de ellos, elevándose hacia las alturas; y a sus pies, navegando junto a
la orilla, contra la corriente, se deslizaba aquel vapor lisiado, como se
arrastra un escarabajo perezoso sobre el suelo de un elevado pórtico. Uno tenía
por fuerza que sentirse muy pequeño, totalmente perdido, y sin embargo aquel
sentimiento no era deprimente. Después de todo, por muy pequeño que fuera, aquel
sucio animalillo seguía arrastrándose, y eso era lo que se le pedía. A dónde
imaginaban arrastrarse los peregrinos, eso sí que no lo sé. Hacia algún lugar
del que esperaban obtener algo, creo. En cuanto a mí, el escarabajo se
arrastraba exclusivamente hacia Kurtz. Pero cuando el casco comenzó a hacer agua
nos arrastramos muy lentamente. Aquellas grandes extensiones se abrían ante
nosotros y volvían a cerrarse, como si la selva hubiera puesto poco a poco un
pie en el agua para cortarnos la retirada en el momento del regreso. Penetramos
más y más espesamente en el corazón de las tinieblas. Allí había verdadera
calma. A veces, por la noche, un redoble de tambores, detrás de la cortina
vegetal, corría por el río, se sostenía débilmente, se prolongaba, como si
revoloteara en el aire por encima de nuestras cabezas, hasta la primera luz del
día. Si aquello significaba guerra, paz u oración es algo que no podría decir.
La aurora se anunciaba por el descenso de una desapacible calma; los leñadores
dormían, sus hogueras se extinguían; el chasquido de una rama lo podía llenar a
uno de sobresalto. Éramos vagabundos en medio de una tierra prehistórica, de una
tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido. Nos podíamos ver a
nosotros mismos como los primeros hombres tomando posesión de una herencia
maldita, sobreviviendo a costa de una angustia profunda de un trabajo excesivo.
Pero, de pronto, cuando luchábamos para cruzar un recodo, podíamos vislumbrar
unos muros de juncos técnicos de hierba puntiagudos, un estallido de gritos, un
revuelo de músculos negros, una multitud de manos que palmoteaban, de pies que
pateaban, de cuerpos en movimiento, de ojos furtivos, bajo la sombra de pesados
e inmóviles follajes. El vapor se movía lenta y dificultosamente al borde de un
negro e incomprensible frenesí. ¿Nos maldecía, nos imprecaba, nos daba la
bienvenida el hombre prehistórico? ¿Quién podría decirlo? Estábamos
incapacitados para comprender todo lo que nos rodeaba; nos deslizábamos como
fantasmas, asombrados y con un pavor secreto, como pueden hacerlo los hombres
cuerdos ante un estallido de entusiasmo en una casa de orates. No podíamos
entender porque nos hallábamos muy lejos, y no podíamos recordar porque
viajábamos en la noche de los primeros tiempos, de esas épocas ya desaparecidas,
que dejan con dificultades alguna huella... pero ningún recuerdo.
»La tierra no parecía la tierra. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la imagen
encadenada de un monstruo conquistado, pero allí... allí podía vérsela como algo
monstruoso y libre. Era algo no terrenal y los hombres eran... No, no se podía
decir inhumanos. Era algo peor, sabéis, esa sospecha de que no fueran inhumanos.
La idea surgía lentamente en uno. Aullaban, saltaban, se colgaban de las lianas,
hacían muecas horribles, pero lo que en verdad producía estremecimiento era la
idea de su humanidad, igual que la de uno, la idea del remoto parentesco con
aquellos seres salvajes, apasionados y tumultuosos. Feo, ¿no? Sí, era algo
bastante feo. Pero si uno era lo suficientemente hombre debía admitir
precisamente en su interior una débil traza de respuesta a la terrible franqueza
de aquel estruendo, una tibia sospecha de que aquello tenía un sentido en el que
uno (uno, tan distante de la noche de los primeros tiempos) podía participar.
¿Por qué no? La mente del hombre es capaz de todo, porque todo está en ella,
tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí, después de todo? Alegría,
miedo, tristeza, devoción, valor, cólera... ¿Quién podía saberlo?... Pero había
una verdad, una verdad desnuda de la capa del tiempo. Dejemos que los estúpidos
tiemblen y se estremezcan... El que es hombre sabe y puede mirar aquello sin
pestañear. Pero tiene que ser por lo menos tan hombre como los que había en la
orilla. Debe confrontar esa verdad con su propia y verdadera esencia... con su
propia fuerza innata. Los principios no bastan. Adquisiciones, vestidos, bonitos
harapos... harapos que velarían a la primera sacudida. No, lo que se requiere es
una creencia deliberada. ¿Hay allí algo que me llama, en esa multitud demoniaca?
Muy bien. La oigo, lo admito, pero también tengo una voz y para bien o para mal
no puedo silenciarla. Por supuesto, un necio con puro miedo y finos sentimientos
está siempre a salvo. ¿Quién protesta? ¿Os preguntáis si también bajé a la
orilla para aullar y danzar? Pues no, no lo hice. ¿Nobles sentimientos, diréis?
¡Al diablo con los nobles sentimientos! No tenía tiempo para ellos. Tenía que
mezclar albayalde con tiras de mantas de lana para tapar los agujeros por donde
entraba el agua. Tenía que estar al tanto del gobierno del barco, evitar
troncos, y hacer que marchara aquella caja de hojalata por las buenas o por las
malas. Esas cosas poseen la suficiente verdad superficial como para salvar a un
hombre sabio. A ratos tenía, además, que vigilar al salvaje que llevaba yo como
fogonero. Era un espécimen perfeccionado; podía encender una caldera vertical.
Allí estaba, debajo de mí y, palabra de honor, mirarlo resultaba tan edificante
como ver a un perro en una parodia con pantalones y sombrero de plumas, paseando
sobre sus patas traseras. Unos meses de entrenamiento habían hecho de él un
muchacho realmente eficaz. Observaba el regulador de vapor y el carburador de
agua con un evidente esfuerzo por comprender, tenía los dientes afilados
también, pobre diablo, y el cabello lanudo afeitado con arreglo a un modelo muy
extraño, y tres cicatrices ornamentales en cada mejilla. Hubiera debido
palmotear y golpear el suelo con la planta de los pies, y en vez de ello se
esforzaba por realizar un trabajo, iniciarse en una extraña brujería, en la que
iba adquiriendo nuevos conocimientos. Era útil porque había recibido alguna
instrucción; lo que sabía era que si el agua desaparecía de aquella cosa
transparente, el mal espíritu encerrado en la caldera mostraría su cólera por la
enormidad de su sed y tomaría una venganza terrible. Y así sudaba, calentaba y
observaba el cristal con temor (con un talismán improvisado, hecho de trapos,
atado a un brazo, y un pedazo de hueso del tamaño de un reloj, colocado entre la
encía y el labio inferior), mientras las orillas cubiertas de selva se
deslizaban lentamente ante nosotros, el pequeño ruido quedaba atrás y se
sucedían millas interminables de silencio... Y nosotros nos arrastrábamos hacia
Kurtz. Pero los troncos eran grandes, el agua traidora y poco profunda, la
caldera parecía tener en efecto un demonio hostil en su seno, y de esa manera ni
el fogonero ni yo teníamos tiempo para internarnos en nuestros melancólicos
pensamientos.
»A unas cincuenta millas de la estación interior encontramos una choza hecha de
cañas y, sobre ella, un mástil inclinado y melancólico, con los restos
irreconocibles de lo que había sido una bandera ondeando sobre él, y al lado un
montón de leña, cuidadosamente apilado. Aquello constituía algo inesperado.
Bajamos a la orilla, y sobre la leña encontramos una tablilla con algunas
palabras borrosas. Cuando logramos descifrarlas, leímos: “Leña para ustedes.
Apresúrense. Deben acercarse con precauciones.” Había una firma, pero era
ilegible. No era la de Kurtz. Era una palabra mucho más larga. Apresúrense.
¿Adónde? ¿Remontando el río? ¿Acercarse con precauciones? No lo habíamos hecho
así. Pero la advertencia no podía ser para llegar a aquel lugar, ya que nadie
tendría conocimiento de su existencia. Algo anormal encontraríamos más arriba.
¿Pero qué, y en qué cantidad? Ése era el problema. Comentamos despectivamente la
imbecilidad de aquel estilo telegráfico. Los arbustos cercanos no nos dijeron
nada, y tampoco nos permitieron ver muy lejos. Una cortina destrozada de sarga
roja colgaba a la entrada de la cabaña, y rozaba tristemente nuestras caras. El
interior estaba desmantelado, pero era posible deducir que allí había vivido no
hacía mucho tiempo un blanco. Quedaba aún una tosca mesa, una tabla sobre dos
postes un montón de escombros en un rincón oscuro y, cerca de la puerta, un
libro que recogí inmediatamente. Había perdido la cubierta y las páginas estaban
muy sucias y blandas, pero el lomo había sido recientemente cosido con cuidado,
con hilo de algodón blanco que aún conservaba un aspecto limpio. El título era
Una investigación sobre algunos aspectos de náutica, y el autor un tal Towsen o
Towson, capitán al servicio de su majestad. El contenido era bastante monótono,
con diagramas aclaratorios y múltiples láminas con figuras. El ejemplar tenía
una antigüedad de unos sesenta años. Acaricié aquella impresionante antigualla
con la mayor ternura posible, temeroso de que fuera a disolverse en mis manos.
En su interior, Towson o Towsen investigaba seriamente la resistencia de tensión
de los cables y cadenas empleados en los aparejos de los barcos, y otras
materias semejantes. No era un libro apasionante, pero a primera vista se podía
ver una unidad de intención, una honrada preocupación por realizar seriamente el
trabajo, que hacía que aquellas páginas, concebidas tantos años atrás,
resplandecieran con una luminosidad no provocada sólo por el interés
profesional. El sencillo y viejo marino, con su disquisición sobre cadenas y
tuercas, me hizo olvidar la selva y los peregrinos, en una deliciosa sensación
de haber encontrado algo inconfundiblemente real. El que un libro semejante se
encontrara allí era ya bastante asombroso, pero aún lo eran más las notas
marginales, escritas a lápiz, con referencia al texto. ¡No podía creer en mis
propios ojos! Estaban escritas en lenguaje cifrado. Sí, aquello parecía una
clave. Imaginad a un hombre que llevara consigo un libro de esa especie a aquel
lugar perdido del mundo, lo estudiara e hiciera comentarios en lenguaje cifrado.
Era un misterio de lo más extravagante.
»Desde hacía un rato era vagamente consciente de cierto ruido molesto, y al
alzar los ojos vi que la pila de leña había desaparecido, y que el director,
junto con todos los peregrinos, me llamaba a voces desde la orilla del río. Me
metí el libro en un bolsillo. Puedo aseguraros que arrancarse de su lectura era
como separarse del abrigo de una vieja y sólida amistad.
»Volví a poner en marcha la inválida máquina. “Debe de ser ese miserable
comerciante, ese intruso”, exclamó el director, mirando con malevolencia hacia
el sitio que habíamos dejado atrás. “Debe ser inglés”, dije yo. “Eso no lo
librará de meterse en dificultades si no es prudente”, murmuró sombríamente el
director. Y yo comenté con fingida inocencia que en este mundo nadie está libre
de dificultades.
»La corriente era ahora más rápida. El vapor parecía estar a punto de emitir su
último suspiro; las aspas de las ruedas batían lánguidamente el agua. Yo
esperaba que aquél fuera el último esfuerzo, porque a decir verdad temía a cada
momento que aquella desvencijada embarcación no pudiera ya más. Me parecía estar
contemplando las últimas llamadas de una vida. Sin embargo, seguíamos avanzando.
A veces tomaba como punto de referencia un árbol, situado un poco más arriba,
para medir nuestro avance hacia Kurtz, pero lo perdía invariablemente antes de
llegar a él. Mantener la vista fija durante tanto tiempo era una labor demasiado
pesada para la paciencia humana. El director mostraba una magnífica resignación.
Yo me impacientaba, me encolerizaba y discutía conmigo mismo sobre la
posibilidad de hablar abiertamente con Kurtz. Pero antes de poder llegar a una
conclusión, se me ocurrió que tanto mi silencio como mis declaraciones eran
igualmente fútiles. ¿Qué importancia podía tener que él supiera o ignorara la
situación? ¿Qué importaba quién fuera el director? A veces tenemos esos
destellos de perspicacia. Lo esencial de aquel asunto yacía muy por debajo de la
superficie, más allá de mi alcance y de mi poder de meditación.
»Hacia la tarde del segundo día creíamos estar a unas ocho millas de la estación
de Kurtz. Yo quería continuar, pero el director me dijo con aire grave que la
navegación a partir de aquel punto era tan peligrosa que le parecía prudente, ya
que el sol estaba a punto de ocultarse, esperar allí hasta la mañana siguiente.
Es más, insistió en la advertencia de que nos acercáramos con prudencia. Sería
mejor hacerlo a la luz del día y no en la penumbra del crepúsculo o en plena
oscuridad. Aquello era bastante sensato. Ocho millas significaban cerca de tres
horas de navegación, y yo había visto ciertos rizos sospechosos en el curso
superior del río. No obstante, aquel retraso me produjo una indecible
contrariedad, y sin razón, ya que una noche poco podía importar después de
tantos meses. Como teníamos leña en abundancia y la palabra precaución no nos
abandonaba, detuve el barco en el centro del río. El cauce era allí angosto,
recto, con altos bordes, como una trinchera de ferrocarril. La oscuridad comenzó
a cubrirnos antes de que el sol se pusiera. La corriente fluía rápida y tersa,
pero una silenciosa inmovilidad cubría las márgenes. Los árboles vivientes,
unidos entre sí por plantas trepadoras, así como todo arbusto vivo en la maleza,
parecían haberse convertido en piedra, hasta la rama más delgada, hasta la hoja
más insignificante. No era un sueño, era algo sobrenatural, como un estado de
trance. Uno miraba aquello con asombro y llegaba a sospechar si se habría vuelto
sordo. De pronto se hizo la noche, súbitamente, y también nos dejó ciegos. A eso
de las tres de la mañana saltó un gran pez, y su fuerte chapoteo me sobresaltó
como si hubiera sido disparado por un cañón. Una bruma blanca, caliente,
viscosa, más cegadora que la noche, empañó la salida del sol. Ni se disolvía, ni
se movía. Estaba precisamente allí, rodeándonos como algo sólido. A eso de las
ocho o nueve de la mañana comenzó a elevarse como se eleva una cortina. Pudimos
contemplar la multitud de altísimos árboles, sobre la inmensa y abigarrada
selva, con el pequeño sol resplandeciente colgado sobre la maleza. Todo estaba
en una calma absoluta, y después la blanca cortina descendió otra vez,
suavemente, como si se deslizara por ranuras engrasadas. Ordené que se arrojara
de nuevo la cadena que habíamos comenzado a halar. Y antes de que hubiera
acabado de descender, rechinando sordamente, un aullido, un aullido terrible
como de infinita desolación, se elevó lentamente en el aire opaco. Cesó poco
después. Un clamor lastimero, modulado con una discordancia salvaje, llenó
nuestros oídos. Lo inesperado de aquel grito hizo que el cabello se me erizara
debajo de la gorra. No sé qué impresión les causó a los demás: a mí me pareció
como si la bruma misma hubiera gritado; tan repentinamente y al parecer desde
todas partes se había elevado a la vez aquel grito tumultuoso y luctuoso.
Culminó con el estallido acelerado de un chillido exorbitante, casi intolerable,
que al cesar nos dejó helados en una variedad de actitudes estúpidas, tratando
obstinadamente de escuchar el silencio excesivo, casi espantoso, que siguió.
»”¡Dios mío! ¿Qué es esto?”, murmuró junto a mí uno de los peregrinos, un
hombrecillo grueso, de cabellos arenosos y rojas patillas, que llevaba botas con
suelas de goma y un pijama color de rosa recogido en los tobillos. Otros dos se
quedaron boquiabiertos por un minuto, luego se precipitaron a la pequeña cabina,
para salir al siguiente instante, lanzando miradas tensas y con los rifles
preparados en la mano. Nada podíamos ver más allá del vapor: veíamos su punta
borrosa como si estuviera a punto de disolverse, y una línea brumosa, de quizás
dos pies de anchura, a su alrededor. Nada más. El resto del mundo no existía
para nuestros ojos y oídos. Aquello era nuestra tierra de nadie. Todo se había
ido, desaparecido, barrido, sin dejar murmullo ni sombras detrás.
»Me adelanté y ordené que acortaran la cadena, con objeto de poder levar anclas
y poner en marcha el vapor si se hacía necesario. “¿Nos atacarán?”, murmuró una
voz amedrentada. “Nos asesinarán a todos en medio de esta niebla” murmuró otro.
Los rostros se crispaban por la tensión, las manos temblaban ligeramente, los
ojos olvidaban el parpadeo. Era curioso ver el contraste entre los blancos y los
negros de nuestra tripulación, tan extranjeros como nosotros en aquella parte
del río, aunque sus hogares estuvieran a sólo una distancia de ochocientas
millas de aquel lugar. Los blancos, como es natural terriblemente sobresaltados,
tenían además el aspecto de sentirse penosamente sorprendidos por aquel
oprobioso recibimiento. Los otros tenían una expresión de alerta, de interés
natural en los acontecimientos, pero sus rostros aparentaban sobre todo
tranquilidad, incluso había uno o dos cuyas dentaduras brillaban mientras
tiraban de la cadena. Algunos cambiaron breves, sobrias frases, que parecían
resolver el asunto satisfactoriamente. Su jefe, un joven de amplio pecho,
vestido severamente con una tela orlada, azul oscuro, con feroces agujeros
nasales y el cabello artísticamente arreglado en anillos aceitosos, estaba en
pie a mi lado. “¡Ajá!”, dije sólo por espíritu de compañerismo. “¡Cogedlos!”,
exclamó, abriendo los ojos inyectados de sangre y con un destello de sus dientes
puntiagudos. “Cogedlos y dádnoslos.” “¿A vosotros?”, pregunté. “¿Qué haríais con
ellos?” “Nos los comeríamos”, dijo tajantemente y, apoyando un codo en la borda,
miró hacia afuera, a la bruma, en una actitud digna y profundamente meditativa.
No me cabe duda de que me habría sentido profundamente horrorizado si no se me
hubiese ocurrido que tanto él como sus muchachos debían de estar muy
hambrientos; el hambre seguramente se había acumulado durante el último mes.
Habían sido contratados por seis meses (no creo que ninguno de ellos tuviera una
noción clara del tiempo como la tenemos nosotros después de innumerables siglos;
pertenecían aún a los comienzos del tiempo, no tenían ninguna experiencia
heredada que les indicara lo que eso era) y, por supuesto, mientras existiera un
pedazo de papel escrito de acuerdo con alguna ley absurda, o de cualquier otro
precepto (redactados río abajo), no cabía en la cabeza preocuparse sobre su
sustento. Era cierto que habían embarcado con carne podrida de hipopótamo, que
no podía de cualquier manera durar demasiado tiempo, aun en el caso de que los
peregrinos no hubieran arrojado, en medio de una riña desagradable, gran parte
de ella por la borda. Parecía un proceder arbitrario, pero en realidad se
trataba de una situación de legítima defensa. No se puede respirar carne de
hipopótamo podrida al despertar, al dormir y al comer, y a la vez conservar el
precario asidero a la existencia. Además, se les daba tres pedazos de alambre de
cobre a la semana, cada uno de nueve pulgadas de longitud. En teoría aquella
moneda les permitiría comprar sus provisiones en las aldeas a lo largo del río.
¡Pero hay que ver cómo funcionaba aquello! O no había aldeas, o la población era
hostil, o el director que, como el resto de nosotros, se alimentaba a base de
latas de conserva que ocasionalmente nos ofrecían carne de viejo macho cabrío,
se negaba a que el vapor se detuviera por alguna razón más o menos recóndita. De
modo que, a menos que se alimentaran con el alambre mismo o que lo convirtieran
en anzuelos para pescar, no veo de qué podía servirles aquel extravagante
salario. Debo decir que se les pagaba con una regularidad digna de una gran y
honorable empresa comercial. Por lo demás, lo único comestible (aunque no
tuviera aspecto de serlo) que vi en su posesión eran unos trozos de una materia
como pasta medio cocida, de un color de lavanda sucia, que llevaban envuelta en
hojas y de la cual de vez en cuando arrancaban un pedazo, paro tan pequeño que
parecía más bien arrancado para ser mirado que con un propósito serio de
sustento. ¿Por qué en nombre de todos los roedores diablos del hambre no nos
atacaron (eran treinta para cinco) y se dieron con nosotros un buen banquete? Es
algo que todavía hoy me asombra. Eran hombres grandes, vigorosos, sin gran
capacidad para meditar en las consecuencias, valientes, fuertes aún entonces,
aunque su piel había perdido ya el brillo y sus músculos se habían ablandado.
Comprendí que alguna inhibición, uno de esos secretos humanos que desmienten la
probabilidad de algo, estaba en acción. Los miré con un repentino aumento de
interés, y no porque pensara que podía ser devorado por ellos dentro de poco,
aunque debo reconocer que fue entonces cuando precisamente vi, bajo una nueva
luz, por decirlo así, el aspecto enfermizo de los peregrinos, y tuve la
esperanza, sí, positivamente tuve la esperanza de que mi aspecto no fuera ¿cómo
diría?, tan poco apetitoso. Fue un toque de vanidad fantástica, muy de acuerdo
con la sensación de sueño que llenaba todos mis días en aquel entonces. Quizá me
sintiera también un poco afiebrado. Uno no puede vivir llevándose los dedos
eternamente al pulso. Tenía siempre “un poco de fiebre”, o un poco de algo; los
arañazos juguetones de la selva, las bromas preliminares a un ataque serio, que
se presentó a su debido tiempo. Sí, lo miré como lo podríais hacer vosotros ante
cualquier ser humano, con una curiosidad ante sus impulsos, motivaciones,
capacidad, debilidades, cuando son puestos a prueba por una inexorable necesidad
física. ¿Represión? Pero, ¿de qué tipo? ¿Era superstición, disgusto, paciencia,
miedo, o una especie de honor primitivo? Ningún miedo logra resistir al hambre,
ni hay paciencia que pueda soportarla. La repugnancia sencillamente desaparece
cuando llega el hambre, y en cuanto a la superstición, creencias, y lo que
vosotros podríais llamar principios, pesan menos que una hoja en medio de la
brisa. ¿Sabéis lo diabólica que puede ser una inanición prolongada, su tormento
exasperante, los negros pensamientos que produce, su sombría y envolvente
ferocidad? Bueno, yo sí. Le hace perder al hombre toda su fortaleza innata para
luchar dignamente contra el hambre. Indudablemente es más fácil enfrentarse con
la desgracia, con el deshonor, con la perdición del alma, que con el hambre
prolongada. Es triste, pero cierto. Y aquellos sujetos, además, no tenían
ninguna razón en la tierra para abrigar algún escrúpulo. ¡Represión! Del mismo
modo podría yo esperar represión de una hiena que deambulara entre los cadáveres
de un campo de batalla. Pero allí, frente a mí, estaban los hechos, el hecho
asombroso que podía ver, como un pliegue de un enigma inexplicable, un misterio
mayor, si pienso bien en ello, que aquella curiosa e inexplicable nota de
desesperación y dolor en el clamor salvaje que nos había llegado de las márgenes
del río, más allá de la ciega blancura de la bruma.
»Dos peregrinos discutían en murmullos apresurados sobre cuál de las orillas
estaba ocupada. “A la izquierda.” “No, no. ¿Cómo se te ocurre? Están a la
derecha, por supuesto.” “Esto es muy serio”, oí que decía el director detrás de
mí. “Lamentaría que le hubiera ocurrido algo al señor Kurtz antes de que
lleguemos.” Me volví a mirarlo y no me cupo la menor duda de que hablaba con
sinceridad. Era precisamente de esa especie de hombres que saben guardar las
apariencias. Aquél era su freno. Pero cuando dijo algo sobre la posibilidad de
seguir en el acto, ni siquiera me tomé la molestia de responder. Tanto yo como
él sabíamos que eso era imposible. En cuanto perdiéramos nuestro único punto de
apoyo, el fondo, quedaríamos completamente en el aire, en el espacio. No
podíamos decir adónde iríamos, si hacia arriba o hacia abajo, o hacia los lados,
hasta que llegáramos a alguna de las márgenes, y entonces ni siquiera podríamos
decir en cuál estábamos. Por supuesto no hice ningún movimiento. No podéis
imaginar un sitio más abominable para un naufragio. O nos ahogaríamos enseguida,
o pereceríamos después de una u otra manera. “Le autorizo a correr todos los
riesgos”, dijo, después de un breve silencio. “Me niego a correr ninguno”, dije
tajantemente. Y era la respuesta que él esperaba, aunque el tono quizá lo
sorprendiera. “Bueno, debo ceder a su juicio. Usted es el capitán”, dijo, con
pronunciada cortesía. Hice un movimiento con el hombro en señal de
reconocimiento y miré hacia la niebla. ¿Cuánto podía durar? Era un espectáculo
desesperante. La aproximación a aquel Kurtz que extraía el marfil de aquella
maldita selva estaba rodeada de tantos peligros como la visita a una princesa
encantada, dormida en un castillo fabuloso. “¿Cree usted que nos atacarán?”,
preguntó el director en tono confidencial.
»Yo no pensaba que fueran a atacarnos, por varias razones obvias. La espesa
niebla era una de ellas. Si se alejaban de la orilla en sus piraguas, se
encontrarían perdidos en el río, igual que nosotros si intentábamos movernos. No
obstante, yo había considerado que la selva de ambas orillas era absolutamente
impenetrable y a pesar de ello había allí ojos que nos habían visto. La selva en
ambas márgenes del río era con toda certidumbre muy espesa, pero la maleza podía
por lo visto ser penetrada. Sin embargo, yo no había visto canoas en ninguna
parte, y mucho menos cerca del barco. Pero lo que hacía que me resultara
inconcebible la idea de un ataque era la naturaleza del sonido. Los gritos que
habíamos escuchado no tenían el carácter feroz que precede a una intención
hostil inmediata. A pesar de lo inesperados, salvajes y violentos que fueron, me
habían dejado una impresión de irresistible tristeza. La contemplación del vapor
había llenado a aquellos salvajes, a saber por qué razón, de un dolor
desenfrenado. El peligro, si existía, expliqué, residía en la proximidad de una
gran pasión humana desencadenada. Hasta el dolor más agudo puede al fin
desahogarse en violencia, aunque por lo general tome la forma de apatía...
»¡Debería haber visto la mirada fija de aquellos peregrinos! No se atrevían a
sonreír, o a rebatirme, pero estoy seguro de que creían que me había vuelto
loco, por el miedo, tal vez. Les dirigí casi una conferencia. Queridos amigos,
de nada valía asustarse. ¿Mantenerse en guardia? Bueno, ya podían imaginar que
yo observaba la niebla esperando señales de que se abriera, como un gato puede
observar a un ratón, pero nuestros ojos no nos servían de nada, era igual que si
estuviéramos enterrados a varias millas de profundidad en un montón de algodón
en rama. Así me sentía yo, fastidiado, acalorado, sofocado. Además, todo lo que
decía, por extraño que sonara, era absolutamente cierto. Lo que nosotros
considerábamos como un ataque era realmente un intento de rechazo. La acción
distaba mucho de ser agresiva, ni siquiera era defensiva en el sentido clásico.
Se había iniciado bajo la presión de la desesperación, y en esencia era
puramente protectora.
»Aquello tuvo lugar, por decirlo así, dos horas después de que se levantara la
niebla, y su principio, aproximadamente, fue una milla y media antes de llegar a
la estación de Kurtz. Precisamente acabábamos de ser sacudidos en un recodo,
cuando vi una isla, una colina herbosa de un verde deslumbrante, en medio de la
corriente. Era lo único que se veía, pero cuando nuestro horizonte se ensanchó
vi que era la cabeza de un amplio banco de arena, o más bien de una cadena de
pequeñas porciones de tierra que se extendían a flor de agua. Estaban
descoloridas, junto a la superficie, y todo el grupo parecía estar bajo el agua,
exactamente de la manera en que puede verse la columna vertebral de un hombre
bajo la piel de la espalda. Podíamos dirigirnos a la derecha o a la izquierda.
Por supuesto yo no conocía ningún paso. Ambas márgenes tenían el mismo aspecto,
la profundidad parecía ser la misma. Pero como me habían informado de que la
estación estaba situada en la parte occidental, tomé naturalmente el paso más
próximo a esa orilla.
»No bien acabábamos de entrar, cuando advertí que era mucho más estrecho de lo
que había previsto. A nuestra izquierda se extendía, sin interrupción, el largo
banco de arena, y a la derecha una orilla elevada y abrupta, densamente cubierta
de maleza. Los árboles se agrupaban en filas apretadas. Las ramas colgaban sobre
la corriente, y, de cuando en cuando, el gran tronco de un árbol se proyectaba
rígidamente en ella. Era ya por la tarde, el aspecto del bosque era lúgubre y
una amplia franja de sombra caía sobre el agua. En esa sombra bogábamos muy
lentamente, como ya podéis imaginar. Dirigí el vapor cerca de la orilla, donde
el agua era más profunda, según me informaba el palo de sonda.
»Uno de mis hambrientos y pacientes amigos sondeaba desde la proa, exactamente
debajo de mí. Aquel barco de vapor era exactamente como un lanchón con una
cubierta. En la cubierta había dos casetas de madera de teca, con puertas y
ventanas. La caldera estaba en el extremo anterior, y la maquinaria en la popa.
Sobre todo aquello se tendía una techumbre ligera sostenida por vigas. La
chimenea emergía de aquel techo, y enfrente de la chimenea una pequeña cabina de
tablas delgadas albergaba al piloto. Había en su interior un lecho, dos sillas
de campaña, una escopeta cargada, colgada de un rincón, una pequeña mesa y la
rueda del timón. Tenía una amplia puerta al frente con postigos a ambos lados.
Tanto la puerta como las ventanas estaban siempre abiertas, como es natural. Yo
pasaba los días en el punto extremo de aquella cubierta, junto a la puerta. De
noche dormía, o trataba de hacerlo, sobre el techo. Un negro atlético procedente
de alguna tribu de la costa, y educado por mi desdichado predecesor, era el
timonel. Llevaba un par de pendientes de bronce, una tela azul lo envolvía de la
cintura a los tobillos, y tenía una alta opinión de sí mismo. Era el imbécil
menos sosegado que haya visto jamás. Guiaba con cierto sentido común el barco si
uno permanecía cerca de él, pero tan pronto como se sentía no observado era
inmediatamente presa de una abyecta pereza y era capaz de dejar que aquel vapor
destartalado tomara la dirección que quisiera.
»Estaba yo mirando hacia el palo de sonda, muy disgustado al comprobar que
sobresalía cada vez un poco más, cuando vi que el hombre abandonaba su ocupación
y se tendía sobre cubierta, sin preocuparse siquiera de subir a bordo el palo,
seguía sujetándolo con la mano, y el palo flotaba en el agua. Al mismo tiempo el
fogonero, al que también podía ver debajo de mí, se sentó bruscamente ante la
caldera y hundió la cabeza entre las manos. Yo estaba asombrado. Después miré
rápidamente hacia el río, donde vi un tronco de árbol sumergido. Unas varas,
unas varas pequeñas, volaban alrededor; zumbaban ante mis narices, caían cerca
de mí e iban a estrellarse en la cabina de pilotaje. Pero a la vez el río, la
playa, la selva, estaban en calma, en una calma perfecta. Sólo podía oír el
estruendoso chapoteo de la rueda, en la popa, y el zumbido de aquellos objetos.
¡Por Júpiter, eran flechas! ¡Nos estaban disparando! Entré rápidamente en la
cabina a cerrar las ventanas que daban a la orilla del río. El estúpido timonel,
con las manos en las cabillas del timón, levantaba las rodillas, golpeaba el
suelo con los pies, y se mordía los labios como un caballo sujeto por el freno.
¡El muy imbécil! Estábamos haciendo eses a menos de diez pies de la playa. Al
asomarme para cerrar las ventanas, me incliné a la derecha y pude ver un rostro
entre las hojas, a mi misma altura, mirándome fija y ferozmente. Y entonces,
súbitamente, como si se hubiera removido un velo ante mis ojos, descubrí en la
maleza, en el seno de las oscuras tinieblas, pechos desnudos, brazos, piernas,
ojos brillantes. La maleza hervía de miembros humanos en movimiento, lustrosos,
bronceados. Las ramas se estremecían, se inclinaban, crujían. De ahí salían las
flechas. Cerré el postigo.
»”Guía en línea recta”, le dije al timonel. Su cabeza miraba con rigidez hacia
adelante, los ojos giraban, y continuaba levantando y bajando los pies
lentamente. Tenía espuma en la boca. “¡Mantén la calma!”, le ordené furioso.
Pero era igual que si le hubiera ordenado a un árbol que no se inclinara bajo la
acción del viento. Me lancé hacia afuera. Debajo de mí se oía un estruendo de
pies sobre la cubierta metálica y exclamaciones confusas. Una voz gritó: “¿No
puede dar la vuelta?” Percibí un obstáculo en forma de V delante del barco, en
el agua. ¿Qué era aquello? ¿Otro tronco? Una descarga de fusilería estalló a mis
pies. Los peregrinos habían disparado sus winchesters, rociando de plomo la
maleza. Se elevó una humareda que fue avanzando lentamente hacia adelante. Lancé
un juramento. Ya no podía ver el obstáculo. Yo permanecía de pie, en la puerta,
observando las nubes de flechas que caían sobre nosotros. Podían estar
envenenadas, pero por su aspecto no podía uno pensar que llegaran a matar a un
gato. La maleza comenzó a aullar, y nuestros caníbales emitieron un grito de
guerra. El disparo de un rifle a mis espaldas me dejó sordo. Eché una ojeada por
encima de mi hombro; la cabina del piloto estaba aún llena de humo y estrépito
cuando di un salto y agarré el timón. Aquel imbécil negro lo había soltado para
abrir la ventana y disparar un Martini-Henry. Estaba de pie ante la ventana
abierta y resplandeciente. Le ordené a gritos que volviera, mientras corregía en
ese mismo instante la desviación del barco. No había modo de dar la vuelta. El
obstáculo estaba muy cerca, frente a nosotros, bajo aquella maldita humareda. No
había tiempo que perder, así que viré directamente hacia la orilla donde sabía
que el agua era profunda.
»Avanzábamos lentamente a lo largo de espesas selvas en un torbellino de ramas
rotas y hojas caídas. Los disparos de abajo cesaron, como yo había previsto que
sucedería tan pronto como quedaran vacíos los cargadores. Eché atrás la cabeza
ante un súbito zumbido que atravesó la cabina, entrando por una abertura de los
postigos y saliendo por la otra. El estúpido timonel agitaba su rifle descargado
y gritaba hacia la orilla. Vi vagas formas humanas que corrían, saltaban, se
deslizaban a veces muy claras, a veces incompletas, para desvanecerse luego. Una
cosa grande apareció en el aire delante del postigo, el rifle cayó por la borda
y el hombre retrocedió rápidamente, me miró por encima del hombro, de una manera
extraña, profunda y familiar, y cayó a mis pies. Golpeó dos veces un costado del
timón con la cabeza, y algo que parecía un palo largo repiqueteó a su lado y
arrastró una silla de campaña. Parecía que, después de arrancar aquello a
alguien de la orilla, el esfuerzo le hubiera hecho perder el equilibrio. El humo
había desaparecido, estábamos libres del obstáculo, y al mirar hacia adelante
pude ver que después de unas cien yardas o algo así podría alejar el barco de la
orilla. Pero mis pies sintieron algo caliente y húmedo y tuve que mirar qué era.
El hombre había caído de espaldas y me miraba fijamente, sujetando con ambas
manos el palo. Era el mango de una lanza que, tras pasar por la abertura del
postigo, le había atravesado por debajo de las costillas. La punta no se llegaba
a ver; le había producido una herida terrible. Tenía los zapatos llenos de
sangre, y un gran charco se iba extendiendo poco a poco, de un rojo oscuro y
brillante, bajo el timón. Sus ojos me miraban con un resplandor extraño. Estalló
una nueva descarga. El negro me miró ansiosamente, sujetando la lanza como algo
precioso, como si temiera que intentara quitársela. Tuve que hacer un esfuerzo
para apartar mis ojos de su presencia y atender al timón. Busqué con una mano el
cordón de la sierra, y tiré de él a toda prisa produciendo silbido tras silbido.
El tumulto de los gritos hostiles y guerreros se calmó inmediatamente, y
entonces, de las profundidades de la selva, surgió un lamento trémulo y
prolongado. Expresaba dolor, miedo y una absoluta desesperación, como podría uno
imaginar que iba a seguir a la pérdida de la última esperanza en la tierra. Hubo
una gran conmoción entre la maleza; cesó la lluvia de flechas; hubo algunos
disparos sueltos. Luego se hizo el silencio, en el cual el lánguido jadeo de la
rueda de popa llegaba con claridad a mis oídos. Acababa de dirigir el timón a
estribor, cuando el peregrino del pijama color de rosa, acalorado y agitado,
apareció en el umbral. “El director me envía...”, comenzó a decir en tono
oficial y se detuvo. “¡Dios mío!”, dijo, fijando la vista en el herido.
»Los dos blancos permanecíamos frente a él, y su mirada lustrosa e inquisitiva
nos envolvía. Os aseguro que era como si quisiera hacernos una pregunta en un
lenguaje incomprensible, pero murió sin emitir un sonido, sin mover un miembro,
sin crispar un músculo. Sólo al final, en el último momento, como en respuesta a
una señal que nosotros no podíamos ver, o a un murmullo que nos era inaudible,
frunció pesadamente el rostro, y aquel gesto dio a su negra máscara mortuoria
una expresión inconcebiblemente sombría, envolvente y amenazadora. El brillo de
su mirada interrogante se marchitó rápidamente en una vaguedad vidriosa.
»”¿Puede usted gobernar el timón?”, pregunté ansiosamente al peregrino. El
pareció dudar, pero lo sujeté por un brazo, y él comprendió al instante que yo
le daba una orden, le gustara o no. Para decir la verdad sentía la ansiedad casi
morbosa de cambiarme los zapatos y los calcetines. “Está muerto”, exclamó aquel
sujeto, enormemente impresionado. “Indudablemente”, dije yo, tirando como un
loco de los cordones de mis zapatos, “y por lo que puedo ver imagino que también
el señor Kurtz estará ya muerto en estos momentos.”
»Aquél era mi pensamiento dominante. Era un sentimiento en extremo
desconsolador, como si mi inteligencia comprendiera que me había esforzado por
obtener algo que carecía de fundamento. No podía sentirme más disgustado que si
hubiera hecho todo ese viaje con el único propósito de hablar con Kurtz. Hablar
con... Tiré un zapato por la borda, y percibí que aquello precisamente era lo
que había estado deseando... hablar con Kurtz. Hice el extraño descubrimiento de
que nunca me lo había imaginado en acción, sabéis, sino hablando. No me decía:
ahora ya no podré verlo, ahora ya no podré estrecharle la mano, sino: ahora ya
no podré oírlo. El hombre aparecía ante mí como una voz. Aquello no quería decir
que lo disociara por completo de la acción. ¿No había yo oído decir en todos los
tonos de los celos y la admiración que había reunido, cambiado, estafado y
robado más marfil que todos los demás agentes juntos? Aquello no era lo
importante. Lo importante era que se trataba de una criatura de grandes dotes, y
que entre ellas, la que destacaba, la que daba la sensación de una presencia
real, era su capacidad para hablar, sus palabras, sus dotes oratorias, su poder
de hechizar, de iluminar, de exaltar, su palpitante corriente de luz, o aquel
falso fluir que surgía del corazón de unas tinieblas impenetrables.
»Lancé el otro zapato al fondo de aquel maldito río. Pensé: “¡Por Júpiter, todo
ha terminado! Hemos llegado demasiado tarde. Ha desaparecido... Ese don ha
desaparecido, por obra de alguna lanza, flecha o mazo. Después de todo, nunca
oiré hablar a ese individuo.” Y mi tristeza tenía una extravagante nota de
emoción igual a la que había percibido en el doliente aullido de aquellos
salvajes de la selva. De cualquier manera, no hubiera podido sentirme más
desolado si me hubieran despojado violentamente de una creencia o hubiera errado
mi destino en la vida... ¿A qué vienen esos resoplidos? ¿Os parece absurdo?
Bueno, muy bien, es absurdo. ¡Cielo santo! ¿No debe un hombre siempre...? En
fin, dadme un poco de tabaco.»
Hubo una pausa de profundo silencio, luego brilló una cerilla, y apareció la
delgada cara de Marlow, fatigada, hundida, surcada de arrugas de arriba abajo,
con los párpados caídos, con un aspecto de atención concentrada. Y mientras daba
vigorosas chupadas a su pipa, el rostro parecía avanzar y retirarse en la
oscuridad, con las oscilaciones regulares de aquella débil llama. La cerilla se
apagó.
¡Absurdo! exclamó . Eso es lo peor cuando trata uno de expresar algo... Aquí
estáis todos muy tranquilos, en un viejo barco bien anclado. Tenéis un carnicero
en la esquina, un policía en la otra. Disfrutáis, además, de excelente apetito,
y de una temperatura normal. ¿Me oís? Normal, desde principios hasta finales de
año. Y entonces vais y decís: ¡Absurdo! ¡Claro que es absurdo! Pero, queridos
amigos, ¿qué podéis esperar de un hombre que por puro nerviosismo había arrojado
por la borda un par de zapatos nuevos? Ahora que pienso en ello, me sorprende no
haber derramado lágrimas. Por lo general estoy orgulloso de mi fortaleza. Pero
me sentí como herido por un rayo ante la idea de haber perdido el inestimable
privilegio de escuchar al excepcional Kurtz. Por supuesto, estaba equivocado.
Aquel privilegio me estaba reservado. Oh, sí, y oí más de lo suficiente. Puedo
decir que yo tenía razón. Él era una voz. Era poco más que una voz. Y lo oí, a
él, a eso, a esa voz, a otras voces, todos ellos eran poco más que voces. El
mismo recuerdo que guardo de aquella época me rodea, impalpable, como una
vibración agonizante de un vocerío inmenso, enloquecido, atroz, sórdido,
salvaje, o sencillamente despreciable, sin ninguna clase de sentido. Voces,
voces... incluso la de la muchacha... Pero...
Permaneció en silencio durante largo rato.
Finalmente logré formar el fantasma de sus méritos gracias a una mentira comenzó
a decir de pronto . ¡La muchacha! ¿Cómo? ¿He mencionado ya a la muchacha? ¡Oh,
ella está completamente fuera de todo aquello! Ellas, las mujeres quiero decir,
están fuera de aquello, deberían permanecer al margen. Las deberíamos ayudar a
permanecer en este hermoso mundo que les es propio y asumir nosotros la peor
parte. Sí, ella está al margen de aquello. Debíais haber oído a aquel cadáver
desenterrado que era Kurtz decir “mi prometida". Entonces hubierais percibido
por completo qué lejos se hallaba ella de todo. ¡Y aquel pronunciado hueso
frontal del señor Kurtz! Dicen que a veces el cabello continúa creciendo, pero
aquel... aquel espécimen, era impresionantemente calvo. La calva le había
acariciado la cabeza; y se la había convertido en una bola, una bola de marfil.
La había acariciado y la había blanqueado. Había acogido a Kurtz, lo había
amado, abrazado, se le había infiltrado en las venas, había consumido su carne,
había sellado su alma con la suya por medio de ceremonias inconcebibles de
alguna iniciación diabólica. Lo había convertido en su favorito, mimado y
adulado. ¿Marfil? Ya lo creo. Montañas de marfil. La vieja cabaña de barro
reventaba de él. Vosotros habríais supuesto que no había dejado un solo colmillo
encima o debajo de la tierra en toda la región. "La mayor parte es fósil",
observó desdeñosamente el director. Era tan fósil como lo puedo ser yo, pero él
llamaba fósil a todo lo que había estado enterrado. Según parece los negros
enterraban a veces los colmillos, y por lo visto no habían enterrado aquella
cantidad a la profundidad necesaria para contrariar el hado del dotado señor
Kurtz. Llenamos el vapor y tuvimos que apilar una buena cantidad en cubierta.
Así él pudo verlo y disfrutarlo mientras aún pudo ver, porque el aprecio de
aquel material permaneció vivo en él hasta el final. Debían oírlo, cuando decía
"mi marfil". Oh, sí, yo pude oírlo: "Mi marfil, mi prometida, mi estación, mi
río, mi..." Todo le pertenecía. Aquello me hizo retener el aliento en espera de
que la barbarie estallara en una prodigiosa carcajada que llegara a sacudir
hasta las estrellas. Todo le pertenecía... pero aquello no significaba nada. Lo
importante era saber a quién pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas lo
reclamaban como suyo. Aquella reflexión producía escalofríos. Era imposible, y
además a nadie beneficiaría, tratar de imaginarlo. Había ocupado un alto sitial
entre los demonios de la tierra... lo digo literalmente. Nunca lo entenderéis.
¿Cómo podríais entenderlo, teniendo como tenéis los pies sobre un pavimento
sólido, rodeados de vecinos amables siempre dispuestos a agasajaros o
auxiliaros, caminando delicadamente entre el carnicero y el policía, viviendo
bajo el santo terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo poder
imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden
conducir los pies de un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad
extrema donde no existe policía, el camino del silencio, el silencio extremo
donde jamás se oye la advertencia de un vecino generoso que se hace eco de la
opinión pública? Estas pequeñas cosas pueden constituir una enorme diferencia.
Cuando no existen, se ve uno obligado a recurrir a su propia fuerza innata, a su
propia integridad. Por supuesto puede uno ser demasiado estúpido para
desviarse... demasiado obtuso para comprender que lo han asaltado los poderes de
las tinieblas. Estoy seguro, ningún tonto ha hecho un pacto con el diablo sobre
su alma; puede que el tonto sea demasiado tonto, o el diablo demasiado diablo,
no lo sé. O puede ser uno una criatura tempestuosamente exaltada y quedar sordo
y ciego para todo lo demás, menos para las visiones y sonidos celestiales.
Entonces la tierra se convierte en una estación de tránsito... Si es para bien o
para mal, no pretendo saberlo. Pero la mayor parte de nosotros no somos ni una
cosa ni otra. La tierra para nosotros es un lugar donde vivir, donde debemos
llenarnos de visiones, sonidos, olores; donde debemos respirar un aire viciado
por la carne podrida de un hipopótamo, por así decirlo, y no contaminarnos. Y
entonces, ¿lo veis?, entra en juego la fuerza personal, la confianza en la
propia capacidad para cavar un agujero oculto donde esconder la materia
esencial, el poder de devoción, no hacia uno mismo sino hacia el trabajo oscuro
y aplastante. Y eso es bastante difícil. Creedme, no trato de disculpar, ni
siquiera explicar, trato sólo de ver al señor Kurtz... a la sombra del señor
Kurtz. Aquel espíritu iniciado en el fondo de la nada me honró con sus
asombrosas confidencias antes de desvanecerse definitivamente. Gracias al hecho
de hablar inglés conmigo. El Kurtz original se había educado en gran parte en
Inglaterra y como él mismo solía decir sus simpatías estaban depositadas en el
sitio correcto. Su madre era medio inglesa, su padre medio francés. Toda Europa
participó en la educación de Kurtz. Poco a poco me fui enterando de que, muy
acertadamente, la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes le
había confiado la misión de hacer un informe que le sirviera en el futuro como
guía. Y lo había escrito. Yo lo he visto, lo he leído. Era elocuente, vibrante
de elocuencia, pero demasiado idealista, a mi juicio. Diecisiete páginas de
escritura apretada había llenado en sus momentos libres. Eso debió haber sido
antes de que sus, digamos nervios, se vieran afectados, y lo llevaran a presidir
ciertas danzas a media noche que terminaban con ritos inexpresables, los cuales,
según pude deducir por lo que oí en varias ocasiones, eran ofrecidos en su
honor. ¿Me entendéis? Como tributo al señor Kurtz. Pero aquel informe era una
magnífica pieza literaria. El párrafo inicial sin embargo, a la luz de una
información posterior, podría calificarse de ominoso. Empezaba desarrollando la
teoría de que nosotros, los blancos, desde el punto de evolución a que hemos
llegado "debemos por fuerza parecerles a ellos (los salvajes) seres
sobrenaturales: nos acercamos a ellos revestidos con los poderes de una deidad”,
y otras cosas por el estilo... "Por el simple ejercicio de nuestra voluntad
podemos ejercer un poder para el bien prácticamente ilimitado", etcétera. Ese
era el tono; me llegó a cautivar. Su argumentación era magnífica, aunque difícil
de recordar. Me dio la noción de una inmensidad exótica gobernada por una
benevolencia augusta. Me hizo estremecer de entusiasmo. Las palabras se
desencadenaban allí con el poder de la elocuencia... Eran palabras nobles y
ardientes. No había ninguna alusión práctica que interrumpiera la mágica
corriente de las frases, salvo que una especie de nota, al pie de la última
página, escrita evidentemente mucho más tarde con mano temblorosa, pudiera ser
considerada como la exposición de un método. Era muy simple, y, al final de
aquella apelación patética a todos los sentimientos altruistas, llegaba a
deslumbrar, luminosa y terrible, como un relámpago en un cielo sereno:
"¡Exterminad a estos bárbaros!" Lo curioso era que, al parecer, había olvidado
todo lo relacionado con aquel importante post-scriptum, porque más tarde, cuando
en cierto modo logró volver en sí, me suplicó en repetidas ocasiones que velara
celosamente por "mi planfeto" (así lo llamaba), ya que estaba seguro de que en
el futuro podía influir beneficiosamente en su carrera. Tenía yo entonces una
amplia información sobre esas cosas, y, además, como luego resultó, me tocaría a
mí conservar su memoria. Ya he hecho lo bastante como para concederme el
indiscutible derecho de depositarla, si quiero, para su eterno reposo, en el
cajón de basura del progreso, entre todos los gatos muertos de la civilización.
Pero entonces, veis, yo no podía elegir. No será olvidado. Fuera lo que fuese,
no era un ser común. Poseía el poder de encantar o asustar a las almas
rudimentarias con ritos de brujería que organizaba en su honor. Podía llenar
también las estrechas almas de los peregrinos con amargos recelos: tenía además
un amigo devoto, había conquistado un alma en el mundo que no era rudimentaria
ni estaba viciada por la rapacidad. No, no logro olvidarlo, aunque no estoy
dispuesto a afirmar que fuera digno de la vida que perdimos al ir en su busca.
Yo echaba atrozmente de menos a mí difunto timonel; lo echaba de menos, ya en
los momentos en que su cuerpo estaba tendido en la cabina de pilotaje. Tal vez
juzguéis bastante extraño ese pesar por un salvaje que no contaba más que un
grano de arena en un Sahara negro. Bueno, había hecho algo, había guiado el
barco. Durante meses yo lo había tenido a mis espaldas, como una ayuda, un
instrumento. Era una especie de socio. Conducía el barco y yo tenía que
preocuparme de sus deficiencias, y de esa manera un vínculo sutil se había
creado, del cual fui consciente sólo cuando se rompió. Y la íntima profundidad
de la mirada que me dirigió cuando recibió aquel golpe aún vive en mi memoria,
como una súplica de un parentesco lejano, afirmado en el momento supremo.
»¡Pobre tonto! ¡Si hubiera dejado en paz aquella ventana! Pero no podía estarse
quieto, igual que Kurtz, igual que un árbol sacudido por el viento. Tan pronto
como me puse un par de zapatillas secas, lo arrastré afuera, después de arrancar
de su costado la lanza, operación que debo confesar ejecuté con los ojos
cerrados. Sus talones rebotaron en el pequeño escalón de la puerta; sus hombros
oprimieron mi pecho. Lo abracé por detrás desesperadamente. ¡Oh, era pesado,
pesado!, ¡más de lo que hubiera podido imaginar que pesara cualquier hombre!
Luego, sin más, lo tiré por la borda. La corriente lo arrastró como si fuera una
brizna de hierba; vi el cuerpo volverse dos veces antes de perderlo de vista
para siempre. Los peregrinos y el director se habían reunido en cubierta junto a
la cabina de pilotaje, graznando como una bandada de urracas excitadas, y hubo
un murmullo escandalizado por mi despiadado proceder. Para qué deseaban
conservar a bordo aquel cuerpo es algo que no logro adivinar. Tal vez para
embalsamarlo. Pero también oí otro murmullo, y muy siniestro, en la cubierta
inferior. Mis amigos, los leñadores, estaban igualmente escandalizados y con
mayor razón, aunque admito que esa razón era del todo inadmisible. ¡Oh, sí! Yo
había decidido que si el cuerpo de mi timonel debía ser devorado, sólo serían
los peces quienes se beneficiaran de él. En vida había sido un timonel bastante
incompetente, pero ahora que estaba muerto podía constituir una tentación de
primera clase, y posiblemente la causa de algunos transtornos serios. Además,
estaba ansioso por tomar el timón, porque el hombre del pijama color de rosa
daba muestras de ser desesperadamente ineficaz para aquel trabajo.
»Eso hice precisamente, después de haber realizado aquel sencillo funeral.
Íbamos a media velocidad, manteniéndonos en medio de la corriente. Yo escuchaba
las conversaciones que tenían lugar a mis espaldas. Habían renunciado a Kurtz,
renunciado a la estación. Kurtz habría muerto; la estación habría sido quemada,
etcétera. El peregrino pelirrojo estaba fuera de sí ante el pensamiento de que
por lo menos aquel Kurtz había sido debidamente vengado. “¿No es cierto? Debemos
haber hecho una magnífica matanza entre los matorrales. ¿Eh? ¿Qué piensan?
¿Digan?” Bailaba de júbilo. ¡El pequeño y sanguinario mendigo color jengibre! ¡Y
casi se había desvanecido al ver el cadáver del piloto! No pude contenerme y le
dije: “Al menos produjo usted una gloriosa cantidad de humo.” Yo había podido
ver, por la forma en que las copas de los arbustos crujían y volaban, que casi
todos los disparos habían sido demasiado altos. No es posible dar en el blanco a
menos que apunten y tiren desde el hombro, pero aquellos tipos tiraban con el
arma apoyada en la cadera y los ojos cerrados. La retirada, sostuve, y en eso
tenía toda la razón, había sido provocada por el pitido de la sirena. En ese
momento se habían olvidado de Kurtz y aullaban a mi lado con protestas de
indignación. El director estaba junto al timón, murmurándome confidencialmente
la necesidad de escapar río abajo antes de que oscureciera, cuando vi a
distancia un claro en el bosque y los contornos de una especie de edificio.
“¿Qué es esto?”, pregunté. Dio una palmada sorprendido. “¡La estación!”, gritó.
Me acerqué a la orilla inmediatamente, aunque conservando la navegación a media
velocidad. "A través de mis gemelos vi el declive de una colina con unos cuantos
árboles y el terreno enteramente libre de maleza. En la cima se veía un amplio y
deteriorado edificio, semioculto por la alta hierba. Los grandes agujeros del
techo puntiagudo se observaban desde lejos como manchas negras. La selva y la
maleza formaban el fondo. No había empalizada ni tapia de ninguna especie, pero
era posible que hubiera habido antes una, ya que cerca de la casa pude ver media
docena de postes delgados alineados, toscamente adornados, con la parte superior
decorada con unas bolas redondas y talladas. Los barrotes, o cualquier cosa que
hubiera habido entre ellos, habían desaparecido. Por supuesto el bosque lo
rodeaba todo. La orilla del río estaba despejada, y junto al agua vi a un blanco
bajo un sombrero parecido a una rueda de carro. Nos hacía señas insistentes con
el brazo. Al examinar los lindes del bosque de arriba abajo, tuve casi la
seguridad de ver movimientos, formas humanas deslizándose aquí y allá. Me fui
acercando con prudencia, luego detuve las máquinas y dejé que el barco avanzara
hacia la orilla. El hombre de la playa comenzó a gritar, llamándonos a tierra.
“Hemos sido atacados”, gritó el director. “Lo sé, lo sé. No hay problema”, gritó
el otro en respuesta, tan alegre como se lo puedan imaginar. “Vengan, no hay
problema. Me siento feliz.”
»Su aspecto me recordaba algo, algo que había visto antes. Mientras maniobraba
para atracar, me preguntaba: “¿A quién se parece este tipo?” De pronto encontré
el parecido. Era como un arlequín. Sus ropas habían sido hechas de un material
que probablemente había sido holanda cruda, pero estaban cubiertas de remiendos
por todas partes, parches brillantes, azules, rojos y amarillos, remiendos en la
espalda, remiendos en el pecho, en los codos, en las rodillas; una faja de
colores alrededor de la chaqueta, bordes escarlatas en la parte inferior de los
pantalones. La luz del sol lo hacia parecer un espectáculo extraordinariamente
alegre y maravillosamente limpio, porque permitía ver con cuánto esmero habían
sido hechos aquellos remiendos. Una cara imberbe, adolescente, muy agradable,
sin ningún rasgo característico, una nariz despellejada, pequeños ojos azules,
sonrisas y fruncimientos de la frente, se mezclaban en su rostro como el sol y
la sombra en una llanura asolada por el viento. “Cuidado, capitán”, exclamó.
“Anoche tiraron allí un tronco.” “¿Qué? ¡Otro obstáculo!” Confieso que lancé
maldiciones en una forma vergonzosa. Estuve a punto de agujerear mi cascarón al
concluir aquel viaje encantador. El arlequín de la orilla dirigió hacia mí su
pequeña nariz respingada. “¿Es usted inglés?”, me preguntó con una sonrisa. “¿Y
usted?”, le grité desde el timón. Las sonrisas desaparecieron, movió la cabeza
como apesadumbrado por mi posible desilusión. Luego volvió a iluminársele el
rostro. “¡No importa!”, me gritó animadamente. “¿Llegamos a tiempo?”, le
pregunté. “Él está allá arriba”, respondió, y señaló con la cabeza la colina. De
pronto su aspecto se volvió lúgubre. Su cara parecía un cielo de otoño,
ensombrecido un momento, para despejarse al siguiente.
»Cuando el director, escoltado por los peregrinos, armados todos hasta los
dientes, se dirigieron a la casa, aquel individuo subió a bordo. “Puedo decirle
que no me gusta nada esto”, le dije. “Los nativos están escondidos entre los
matorrales.” Me aseguró confiadamente que no había ningún problema. “Son gente
sencilla”, añadió. “Bueno, estoy contento de que hayan llegado. Me he pasado
todo el tiempo tratando de mantenerlos tranquilos.” “Pero usted me ha dicho que
no había problema”, exclamé. “¡Oh, no querían hacer daño!”, dijo. Y como yo me
le quedé mirando con estupor, se corrigió al instante: “Bueno, no exactamente.”
Después añadió con vivacidad: “¡Dios mío, esta cabina necesita una buena
limpieza!” Y me recomendó tener bastante vapor en la caldera para hacer sonar la
sirena en caso de que se produjera alguna dificultad. “Un buen silbido podrá
hacer más por usted que todos los rifles. Son gente sencilla”, volvió a repetir.
Charlaba tan abundantemente que me abrumó. Parecía querer compensar una larga
jornada de silencio, y en realidad admitió, sonriendo, que tal era su caso. “¿No
habla usted con el señor Kurtz?” “Con ese hombre no se habla, se le escucha”,
exclamó con severa exaltación. “Pero ahora...” Agitó un brazo y en un abrir y
cerrar de ojos se sumió en el silencio más absoluto. Luego pareció volver a
resurgir, se posesionó de mis dos manos, y las sacudió repetidamente, mientras
exclamaba: “Hermano marino... honor, satisfacción... deleite... me presento...
ruso... hijo de un arcipreste... gobierno de Tambov... ¿Qué? ¡Tabaco! ¡Tabaco
inglés, el excelente tabaco inglés! Bueno, esto es fraternidad. ¿Fuma usted?
¿Dónde hay un marino que no fume?”
»La pipa lo tranquilizó, y gradualmente fui sabiendo que se había escapado de la
escuela, se había embarcado en un barco ruso, escapó nuevamente, sirvió por
algún tiempo en barcos ingleses, se reconcilió con el arcipreste. Insistió en
ese punto. Pero cuando se es joven debían verse cosas, adquirir experiencia,
ideas, ensanchar la inteligencia. “¿Aquí?”, lo interrumpí. “Nunca puede uno
decir dónde. Aquí encontré al señor Kurtz”, dijo jovialmente solemne y con
expresión de reproche. Después permanecí en silencio. Al parecer había
persuadido a una casa de comercio holandesa de la costa para que lo equipara con
provisiones y mercancías, y había partido hacia el interior con el corazón
ligero y sin mayor idea de lo que podría ocurrirle de la que pudiera tener un
bebé. Había vagado solo por el río por espacio de dos años, separado de hombres
y de cosas. “No soy tan joven como parezco. Tengo veinticinco años”, dijo. “Al
comienzo el viejo Van Shuyten me quería mandar al diablo”, relató con profundo
regocijo, “pero yo no me apartaba de él. Hablaba, hablaba, hasta que al fin tuvo
miedo de que llegara a hablar de la pata trasera de su perro favorito, así que
me dio algunos productos baratos y unos fusiles, y me dijo que esperaba no
volver a ver mi rostro nunca más. ¡Ah, el buen viejo holandés, Van Shuyten! Hace
un año le envié un pequeño lote de marfil, así que no podrá decir que he sido un
bandido cuando vuelva. Espero que lo habrá recibido. De todos modos me da lo
mismo. Apilé un poco de leña para ustedes. Aquélla era mi vieja casa. ¿La ha
visto?”
»Le di el libro de Towson. Hizo ademán de besarme, pero se contuvo. “El último
libro que me quedaba y pensé que lo había perdido”, dijo mirándome extasiado.
“Le ocurren tantos accidentes a un hombre cuando va errando solo por el mundo,
sabe usted. A veces zozobran las canoas, a veces hay necesidad de partir a toda
prisa, porque el pueblo se enfada.” Pasó las hojas con los dedos. “¿Son
anotaciones en ruso?”, le pregunté. Afirmó con un movimiento de cabeza. “Creí
que estaban en clave.” Se río; luego volvió a quedarse serio. “Tuve mucho
trabajo para tratar de mantener a raya a esta gente” dijo. “¿Querían matarle?”,
pregunté. “¡Oh, no!”, exclamó, y se contuvo. “¿Por qué nos atacaron?”, insistí.
Dudó antes de responder. Al fin lo hizo: “No quieren que se marche.” “¿No
quieren?”, pregunté con curiosidad. Asintió con una expresión llena de misterio
y de sabiduría. “Se lo vuelvo a decir”, exclamó, “ese hombre ha ensanchado mi
mente.” Abrió los brazos y me miró con sus pequeños ojos azules, perfectamente
redondos.»
[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS DE
AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS]

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