El reino de este mundo (fragmento)
ENLACE RELACIONADO
Susana Cella - Los reinos de este mundo. El boom latinoamericano
LECTURA RECOMENDADA
Noé Jitrik, Blanco, negro ¿mulato? Una lectura de El reino de este mundo de
Alejo Carpentier (Capítulo), Buenos Aires, 1987


 Carpentier,
Alejo (1904-1980), novelista, ensayista y musicólogo cubano, que influyó
notablemente en el desarrollo de la literatura latinoamericana, en particular a
través de su estilo de escritura, que incorpora todas las dimensiones de la
imaginación -sueños, mitos, magia y religión- en su idea de la realidad.
Aunque Carpentier aseguraba haber nacido en La Habana el 26 de diciembre de
1904, algunas investigaciones posteriores a su fallecimiento, en 1980, señalan
que en realidad nació en Lausanne, Suiza, hecho que Carpentier ocultó toda su
vida. Hijo de un arquitecto francés y de una cubana de origen ruso de refinada
educación, estudió los primeros años en La Habana y a los doce años, como su
familia se trasladó a París, durante unos años asistió al liceo de Jeanson de
Sailly, y se inició en los estudios musicales con su madre, desarrollando una
intensa vocación musical. Ya de regreso a Cuba comenzó a estudiar arquitectura,
pero no terminó la carrera. Empezó a trabajar como periodista y a participar en
movimientos políticos de izquierda. Fue encarcelado y a su salida se exilió en
Francia. Volvió a Cuba donde trabajó en la radio y llevó a cabo importantes
investigaciones sobre la música popular cubana. Viajó por México y Haití donde
se interesó por las revueltas de los esclavos del siglo XVIII. Marchó a vivir a
Caracas en 1945 y no volvió a Cuba hasta 1959, año en el que se produjo el
triunfo de la Revolución. Desempeñó diversos cargos diplomáticos, murió en 1980
en París, donde era embajador de Cuba.
Carpentier recibió la influencia directa del surrealismo, y escribió para la
revista Révolution surréaliste, por encargo expreso del poeta y crítico
literario francés André Breton. Sin embargo, mantuvo una posición crítica
respecto a la poco reflexiva aplicación de las teorías del surrealismo e intentó
incorporar a toda su obra la maravilla, una forma de ver la realidad que,
mantenía, era propia y exclusiva de América. Entre sus novelas cabe citar El
reino de este mundo (1949), escrita tras un viaje a Haití, centrada en la
revolución haitiana y el tirano del siglo XIX Henri Christophe, y Los pasos
perdidos (1953), el diario ficticio de un músico cubano en el Amazonas, que
trata de definir la relación real entre España y América siguiendo la conquista
española. Se considera que es su obra maestra, un intento de llevar a cabo su
idea de construir una novela que llegue más allá de la narración, que no sólo
exprese su época sino que la interprete. Guerra del tiempo (1958) se centra en
la violencia y en la naturaleza represiva del gobierno cubano durante la década
de 1950. En 1962 publicó El siglo de las luces, en la que narra la vida de tres
personajes arrastrados por el vendaval de la Revolución Francesa. Más que una
novela histórica, o una novela de ideas es, en la interpretación de algunos
críticos, una cabal novela filosófica. Concierto Barroco (1974) es una novela en
la que expone sus visiones acerca de la mezcla de culturas en Hispanoamérica.
Finalmente El recurso del método (1974) y La consagración de la primavera
(1978), obras complementarias y difíciles; la primera suele "considerarse como
la historia de la destrucción de un mundo", la caída del mito del hombre de
orden, mientras que la segunda representa la larga crónica del triunfo en Cuba
de un nuevo mito, que Carpentier trata de explicar desde su imposible papel de
espectador: el autor trata de explicar el inconciliable desajuste entre el
tiempo del hombre y el tiempo de la historia.
A pesar de su corta producción narrativa, Carpentier está considerado como uno
de los grandes escritores del siglo XX. Él fue el primer escritor
latinoamericano que afirmó que Hispanoamérica era el barroco americano abriendo
una vía literaria imaginativa y fantástica pero basado en la realidad americana,
su historia y mitos. Su lenguaje rico, colorista y majestuoso está influido por
los escritores españoles del Siglo de Oro y crea unos ambientes universales
donde no le interesan los personajes concretos, ni profundizar en la psicología
individual de sus personajes, sino que crea arquetipos -el villano, la víctima,
el liberador- de una época.
Ilustración Ricardo Ajler.
EL REINO DE ESTE MUNDO
(fragmento)
…Lo
que se ha de entender desto de convertirse
en lobos es que hay una enfermedad a quien
llaman los médicos manía lupina…
(Los trabajos de Persiles y Segismunda.)
A
fines del año 1943 tuve la suerte de poder visitar el reino de Henrí Christophe
-las ruinas, tan poéticas, de Sans-Souci; la mole, imponentemente intacta a
pesar de rayos y terremotos, de la Ciudadela La Ferriére- y de conocer la
todavía normanda Ciudad del Cabo -el Cap Françáis de la antigua colonia-, donde
una calle de larguísimos balcones conduce al palacio de cantería habitado antaño
por Paulina Bonaparte. Después de sentir el nada mentido sortilegio de las
tierras de Haití, de haber hallado advertencias mágicas en los caminos rojos de
la Meseta Central, de haber oído los tambores del Petro y del Rada, me vi
llevado a acercar la maravillosa realidad vivida a la acotante pretensión de
suscitar lo maravilloso que caracterizó ciertas literaturas europeas de estos
últimos treinta años. Lo maravilloso, buscado a través de los viejos clisés de
la selva de Brocelianda, de los caballeros de la Mesa Redonda, del encantador
Merlín y del ciclo de Arturo. Lo maravilloso, pobremente sugerido por los
oficios y deformidades de los personajes de feria - ¿no se cansarán los jóvenes
poetas franceses de los fenómenos y payasos de la fête foraine, de los que ya
Rimbaud se había despedido en su Alquimia del Verbo?-. Lo maravilloso, obtenido
con trucos de prestidigitación, reuniéndose objetos que para nada suelen
encontrarse: la vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y
de la máquina de coser sobre una mesa de disección, generador de las cucharas de
armiño, los caracoles en el taxi pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una
viuda, de las exposiciones surrealistas. O, todavía, lo maravilloso literario:
el rey de la Julieta de Sade, el supermacho de Jarry, el monje de Lewis, la
utilería escalofriante de la novela negra inglesa: fantasmas, sacerdotes
emparedados, licantropías, manos clavadas sobre la puerta de un castillo.
Pero, a fuerza de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos
se hacen burócratas. Invocado por medio de fórmulas consabidas que hacen de
ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de
costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o
langosta o máquina de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el
interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa,
decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria. Y hoy existen códigos de lo
fantástico, basados en el principio del burro devorado por un higo, propuesto
por los Cantos de Maldoror como suprema inversión de la realidad, a los que
debemos muchos "niños amenazados por ruiseñores", o los "caballos devorando
pájaros" de André Masson. Pero obsérvese que cuando André Masson quiso dibujar
la selva de la isla de Martinica, con el increíble entrelazamiento de sus
plantas y la obscena promiscuidad de ciertos frutos, la maravillosa verdad del
asunto devoró al pintor, dejándolo poco menos que impotente frente al papel en
blanco. Y tuvo que ser un pintor de América, el cubano Wilfredo Lam, quien nos
enseñara la magia de la vegetación tropical, la desenfrenada Creación de Formas
de nuestra naturaleza -con todas sus metamorfosis y simbiosis-, en cuadros
monumentales de una expresión única en la era contemporánea. Ante la
desconcertante pobreza imaginativa de un Tanguy, por ejemplo, que desde hace
veinticinco años pinta las mismas larvas pétreas bajo el mismo cielo gris, me
dan ganas de repetir una frase que enorgullecía a los surrealistas de la primera
hornada: Vous qui ne voyes pas, pensez a ceux qui voient. Hay todavía demasiados
"adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres
recién muertas" (Lautreamont), sin advertir que lo maravilloso estaría en
violarlas vivas. Pero es que muchos se olvidan, con disfrazarse de magos a poco
costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de
una alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la
realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las
inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y
categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una
exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de "estado límite". Para
empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en
santos no pueden curarse con milagros de santos, ni los que no son Quijotes
pueden meterse, en cuerpo, alma y bienes, en el mundo de Amadís de Gaula o
Tirante el Blanco. Prodigiosamente fidedignas resultan ciertas frases de Rutilio
en Los trabajos de Persiles y Segismunda, acerca de hombres transformados en
lobos, porque en tiempos de Cervantes se creía en gentes aquejadas de manía
lupina. Asimismo el viaje del personaje, desde Toscana a Noruega, sobre el manto
de una bruja. Marco Polo admitía que ciertas aves volaran llevando elefantes
entre las garras, y Lutero vio de frente al demonio a cuya cabeza arrojó un
tintero. Víctor Hugo, tan explotado por los tenedores de libros de lo
maravilloso, creía en aparecidos, porque estaba seguro de haber hablado, en
Guernesey, con el fantasma de Leopoldina. A Van Gogh bastaba con tener fe en el
Girasol, para fijar su revelación en una tela. De ahí que lo maravilloso
invocado en el descreimiento -como lo hicieron los surrealistas durante tantos
años- nunca fue sino una artimaña literaria, tan aburrida, al prolongarse, como
cierta literatura onírica "arreglada'', ciertos elogios de la locura, de los que
estamos muy de vuelta. No por ello va a darse la razón, desde luego, a
determinados partidarios de un regreso a lo real -término que cobra, entonces,
un significado gregariamente político-, que no hacen sino sustituir los trucos
del prestidigitador por los lugares comunes del literato "enrolado" o el
escatológico regodeo de ciertos existencialistas. Pero es indudable que hay
escasa defensa para poetas y artistas que loan el sadismo sin practicarlo,
admiran el supermacho por impotencia, invocan espectros sin creer que respondan
a los ensalmos, y fundan sociedades secretas, sectas literarias, grupos
vagamente filosóficos, con santos y señas y arcanos fines -nunca alcanzados-,
sin ser capaces de concebir una mística válida ni de abandonar los más mezquinos
hábitos para jugarse el alma sobre la temible carta de una fe.
Esto se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al
hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real
maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad
creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe
colectiva produjera un milagro el día de su ejecución. Conocía ya la historia
prodigiosa de Bouckman, el iniciado jamaiquino. Había estado en la Ciudadela La
Ferriére, obra sin antecedentes arquitectónicos, únicamente anunciada por las
Prisiones Imaginarias del Piranese. Había respirado la atmósfera creada por
Henri Christophe, monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que
todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías
imaginarias, aunque no padecidas. A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero
pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era
privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía
no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo
real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que
inscribieron fechas en la historia del Continente y dejaron apellidos aún
llevados: desde los buscadores de la Fuente de la Eterna Juventud, de la áurea
ciudad de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes
modernos de nuestras guerras de independencia de tan mitológica traza como la
coronela Juana de Azurduy. Siempre me ha parecido significativo el hecho de que,
en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaran todavía a la
busca de El Dorado, y que, en días de la Revolución Francesa -¡vivan la Razón y
el Ser Supremo!-, el compostelano Francisco Menéndez anduviera por tierras de
Patagonia buscando la Ciudad Encantada de los Césares. Enfocando otro aspecto de
la cuestión, veríamos que, así como en Europa occidental el folklore danzario,
por ejemplo, ha perdido todo carácter mágico o invocatorio, rara es la danza
colectiva, en América, que no encierre un hondo sentido ritual, creándose en
torno a él todo un proceso iniciado: tal los bailes de la santería cubana, o la
prodigiosa versión negroide de la fiesta del Corpus, que aun puede verse en el
pueblo de San Francisco de Yare, en Venezuela.
Hay un momento, en el sexto canto de Maldoror, en
que el héroe, perseguido por toda la policía del mundo, escapa a "un ejército de
agentes y espías" adoptando el aspecto de animales diversos y haciendo uso de su
don de transportarse instantáneamente a Pekín, Madrid o San Petersburgo. Esto es
"literatura maravillosa" en pleno. Pero en América, donde no se ha escrito nada
semejante, existió un Mackandal dotado de los mismos poderes por la fe de sus
contemporáneos, y que alentó, con esa magia, una de las sublevaciones más
dramáticas y extrañas de la Historia. Maldoror -lo confiesa el mismo Ducasse- no
pasaba de ser un “poético Rocambole”. De él sólo quedó una escuela literaria de
vida efímera. De Mackandal el americano, en cambio, ha quedado toda una
mitología, acompañada de himnos mágicos, conservados por todo un pueblo que aun
se cantan en las ceremonias del Vaudou. (Hay, por otra parte, una rara
casualidad en el hecho de que Isidoro Ducasse, hombre que tuvo un excepcional
instinto de lo fantástico-poético, hubiera nacido en América y se jactara tan
enfáticamente al final de uno de sus cantos, de ser “ Le Montevidéen"). Y es
que, por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la
presencia fáustica del indio y del negro, por la Revelación que constituyó su
reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está
muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías.
Sin habérmelo propuesto de modo sistemático, el texto que sigue ha respondido a
este orden de preocupaciones. En él se narra una sucesión de hechos
extraordinarios, ocurridos en la isla de Santo Domingo, en determinada época que
no alcanza el lapso de una vida humana, dejándose que lo maravilloso fluya
libremente de una realidad estrictamente seguida en todos sus detalles. Por que
es menester advertir que el relato que va a leerse ha sido establecido sobre una
documentación extremadamente rigurosa que no solamente respeta la verdad
histórica de los acontecimientos, los nombres de personajes -incluso
secundarios-, de lugares y hasta de calles, sino que oculta, bajo su aparente
intemporalidad, un minucioso cotejo de fechas y de cronologías. Y sin embargo,
por la dramática singularidad de los acontecimientos, por la fantástica apostura
de los personajes que se encontraron, en determinado momento, en la encrucijada
mágica de la Ciudad del Cabo, todo resulta maravilloso en una historia imposible
de situar en Europa, y que es tan real, sin embargo, como cualquier suceso
ejemplar de los consignados, para pedagógica edificación, en los manuales
escolares. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo
real-maravilloso? A. C.
EL
REINO DE ESTE MUNDO
I
DEMONIO: Licencia de entrar demando.
PROVIDENCIA: ¿Quién es?
DEMONIO: El rey de Occidente.
PROVIDENCIA: Ya se quién eres, maldito. Entra.
(Entra ahora).
DEMONIO: ¡Oh tribunal bendito, Providencia eternamente! ¿Dónde envías a Colón
para renovar mis daños? ¿No sabes que ha muchos años que tengo allí posesión?
Lope de Vega
1. LAS CABEZAS DE CERA
Entre los veinte garañones traídos al Cabo Francés por el capitán de barco que
andaba de media madrina con un criador normando, Ti Noel había elegido sin
vacilación aquel semental cuadralbo, de grupa redonda, bueno para la remonta de
yeguas que parían potros cada vez más pequeños. Monsieur Lenormand de Mezy,
conocedor de la pericia del esclavo en materia de caballos, sin reconsiderar el
fallo, había pagado en sonantes luises. Después de hacerle una cabezada con
sogas, Tí Noel se gozaba de todo el ancho de la sólida bestia moteada, sintiendo
en sus muslos la enjabonadura de un sudor que pronto era espuma ácida sobre la
espesa pelambre percherona. Siguiendo al amo, que jineteaba un alazán de patas
más livianas, había atravesado el barrio de la gente marítima, con sus almacenes
olientes a salmuera, sus lonas atiesadas por la humedad, sus galletas que habría
que romper con el puño, antes de desembarcar en la Calle Mayor, tornasolada, en
esa hora mañanera, por los pañuelos a cuadros de colores vivos de las negras
domésticas que volvían del mercado. El paso de la carroza del gobernador,
recargada de rocallas doradas, desprendió un amplio saludo a Monsieur Lenormand
de Mezy. Luego, el colono y el esclavo amarraron sus cabalgaduras frente a la
frente a la tienda del peluquero que recibía La Gaceta de Leyde para solaz de
sus parroquianos cultos.
Mientras el amo se hacía rasurar, Ti Noel pudo contemplar a su gusto las cuatro
cabezas de cera que adornaban el estante de la entrada. Los rizos de las pelucas
enmarcaban semblantes inmóviles, antes de abrirse, en un remanso de bucles,
sobre el tapete encarnado. Aquellas cabezas parecían tan reales -aunque tan
muertas, por la fijeza de los ojos- como la cabeza parlante que un charlatán de
paso había traído al Cabo, años atrás, para ayudarlo a vender un elixir contra
el dolor de muelas y el reumatismo. Por una graciosa casualidad, la tripería
contigua exhibía cabezas de terneros, desolladas, con un tallito de perejil
sobre la lengua, que tenían la misma calidad cerosa, como adormecidas entre
rabos escarlatas, patas en gelatina, y ollas que contenían tripas guisadas a la
moda de Caen. Sólo un tabique de madera separaba ambos mostradores, y Ti Noel se
divertía pensando que, al lado de las cabezas descoloridas de los terneros, se
servían cabezas de blancos señores en el mantel de la misma mesa. Así como se
adornaba a las aves con sus plumas para presentarlas a los comensales de un
banquete, un cocinero experto y bastante ogro habría vestido las testas con sus
mejor acondicionadas pelucas. No les faltaba más que una orla de hojas de
lechuga o de rábanos abiertos en flor de lis. Por lo demás, los potes de espuma
arábiga, las botellas de agua de lavanda y las cajas de polvos de arroz, vecinas
de las cazuelas de mondongo y de las bandejas de riñones, completaban, con
singulares coincidencias de frascos y recipientes, aquel cuadro de un abominable
convite.
Había abundancia de cabezas aquella mañana, ya que, al lado de la tripería, el
librero había colgado de un alambre, con grapas de lavandera, las últimas
estampas recibidas de París. En cuatro de ellas, por lo menos, ostentábase el
rostro del rey de Francia, en marco de soles, espadas y laureles. Pero había
otras muchas cabezas empelucadas, que eran probablemente las de altos personajes
de la Corte. Los guerreros eran identifícables por sus ademanes de partir al
asalto. Los magistrados, por su ceño de meter miedo. Los ingenios, porque
sonreían sobre dos plumas aspadas en lo alto de versos que nada decían a Ti
Noel, pues los esclavos no entendían de letras. También había grabados en
colores, de una factura más ligera, en que se veían los fuegos artificiales
dados para festejar la toma de una ciudad, bailables con médicos armados de
grandes jeringas, una partida de gallina ciega en un parque, jóvenes libertinos
hundiendo la mano en el escote de una camarista, o la inevitable astucia del
amante recostado en el césped, que descubre, arrobado, los íntimos escorzos de
la dama que se mece inocentemente en un columpio. Pero Ti Noel fue atraído, en
aquel momento por un grabado en cobre, último de la serie. que se diferenciaba
de los demás por el asunto y la ejecución. Representaba algo así como un
almirante o un embajador francés recibido por un negro rodeado de plumas y
sentado sobre un trono adornado de figuras de monos y de lagartos.
-¿Qué gente es ésta? -preguntó atrevidamente al librero, que encendía una larga
pipa de barro en el umbral de su tienda.
-Ese es un rey de tu país.
No hubiera sido necesaria la confirmación de lo que ya pensaba, porque el joven
esclavo había recordado, de pronto, aquellos relatos que Mackandal salmodiaba en
el molino de cañas, en horas en que el caballo más viejo de la hacienda de
Lenormand de Mezy hacía girar los cilindros. Con voz fingidamente cansada para
preparar mejor ciertos remates, el mandinga solía referir hechos que habían
ocurrido en los grandes reinos de Popo, de Arada, de los Nagós, de los Fulas.
Hablaba de vastas migraciones de pueblos, de guerras seculares, de prodigiosas
batallas en que los animales habían ayudado a los hombres. Conocía la historia
de Adonhueso, del Rey de Angola, del Rey Da, encarnación de la Serpiente, que es
eterno principio, nunca acabar, y que se holgaba místicamente con una reina que
era el Arco Iris, señora del agua y de todo parto. Pero sobre todo se hacia
prolijo con la gesta de Kankán Muza, el fiero Muza, hacedor del invencible
imperio de los mandinga, cuyos caballos se adornaban con monedas de plata y
gualdrapas bordadas, y relinchaban más arriba del fragor de los hierros,
llevando el trueno en los parches de dos tambores colgados de la cruz. Aquellos
reyes, además, cargaban con la lanza a la cabeza de sus hordas, hechos
invulnerables por la ciencia de los Preparadores, y sólo caían heridos si de
alguna manera hubieran ofendido a las divinidades del Rayo o las divinidades de
la Forja. Reyes eran, reyes de verdad, y no esos soberanos cubiertos de pelos
ajenos, que jugaban al boliche y sólo sabían hacer de dioses en los escenarios
de sus teatros de corte, luciendo amaricada la pierna al compás de un rigodón.
Más oían esos soberanos blancos las sinfonías de sus violones y las chifonías de
los libelos, los chismes de sus queridas y los cantos de sus pájaros de cuerda,
que el estampido de cañones disparando sobre el espolón de una media luna.
Aunque sus luces fueran pocas, Tí Noel había sido instruido en esas verdades por
el profundo saber de Mackandal. En el África, el rey era guerrero, cazador, juez
y sacerdote; su simiente preciosa engrosaba, en centenares de vientres, una
vigorosa estirpe de héroes. En Francia, en España, en cambio, el rey enviaba sus
generales a combatir, era incompetente para dirimir litigios, se hacía regañar
por cualquier fraile confesor, y, en cuanto a riñones, no pasaba de engendrar un
príncipe debilucho, incapaz de acabar con un venado sin ayuda de sus monteros,
al que designaban, con inconsciente ironía, por el nombre de un pez tan
inofensivo y frívolo como era el delfín. Allá, en cambio - en Gran Allá-, había
príncipes duros como el yunque, y príncipes que eran el leopardo, y príncipes
que conocían el lenguaje de los árboles, y príncipes que mandaban sobre los
cuatro puntos cardinales, dueños de la nube, de la semilla, del bronce y del
fuego.
Ti Noel oyó la voz del amo que salía de la peluquería con las mejillas demasiado
empolvadas. Su cara se parecía sorprendente mente, ahora, a las cuatro caras de
cera empañada que se alineaban en el estante, sonriendo de modo estúpido. De
paso, Monsieur Lenormand de Mezy compró una cabeza de ternero en la tripería,
entregándola al esclavo. Montado en el semental ya impaciente por pastar, Ti
Noel palpaba aquel cráneo blanco y frío, pensando que debía de ofrecer al tacto,
un contorno parecido al de la calva que el amo ocultaba debajo de su peluca.
Entretanto, la calle se había llenado de gente. A las negras que regresaban del
mercado, habían sucedido las señoras que salían de la misa de diez. Más de una
cuarterona, barragana de algún funcionario enriquecido, se hacia seguir por una
camarera de tan quebrado color como ella, que llevaba el abanico de palma, el
breviario y el quitasol de borlas doradas. En una esquina bailaban los títeres
de un bululú. Más adelante, un marinero ofrecía a las damas un monito del
Brasil, vestido a la española. En las tabernas se descorchaban botellas de vino,
refrescadas en barriles llenos de sal y de arena mojada. El padre Cornejo, cura
de Limonade, acababa de llegar a la Parroquial Mayor, montado en su mula de
color burro.
Monsieur Lenormand de Mezy y su esclavo salieron de la ciudad por el camino que
seguía la orilla del mar. Sonaron cañonazos en lo alto de la fortaleza. La
Courageuse, de la armada del rey, acababa de aparecer en el horizonte de vuelta
de la Isla de la Tortuga. En sus bordas se pintaron ecos de blancos estampidos.
Asaltado por recuerdos de sus tiempos de oficial pobre, el amo comenzó a silbar
una marcha de pífanos. Ti Noel, en contrapunteo mental, tarareó para sus
adentros una copla marinera, muy cantada por los toneleros del puerto, en que se
echaban mierdas al rey de Inglaterra. De lo último sí estaba seguro, aunque la
letra no estuviese en créole. Por lo mismo, la sabía. Además, tan poca cosa era
para él el rey de Inglaterra como el de Francia o el de España, que mandaba en
la otra mitad de la isla, y cuyas mujeres -según afirmaba Mackandal- se
enrojecían las mejillas con sangre de buey y enterraban fetos de infantes en un
convento cuyos sótanos estaban llenos de esqueletos rechazados por el cielo
verdadero, donde no se querían muertos ignorantes de los dioses verdaderos,
2. LA PODA
Ti Noel se había sentado sobre una batea volcada, dejando que el caballo viejo
hiciera girar el trapiche a un paso que el hábito hacia absolutamente regular.
Mackandal agarraba las cañas por haces, metiendo las cabezas, a empellones,
entre los cilindros de hierro. Con sus ojos siempre inyectados, su torso
potente, su delgadísima cintura, el mandinga ejercía una extraña fascinación
sobre Ti Noel. Era fama que su voz grave y sorda le conseguía todo de las
negras. Y que sus artes de narrador, caracterizando los personajes con muecas
terribles, imponían el silencio a los hombres, sobre todo cuando evocaba el
viaje que hiciera, años atrás, como cautivo, antes de ser vendido a los negreros
de Sierra Leona. El mozo comprendía, al oírlo, que el Cabo Francés, con sus
campanarios, sus edificios de cantería, sus casas normandas guarnecidas de
larguísimos balcones techados, era bien poca cosa en comparación con las
ciudades de Guinea. Allá había cúpulas de barro encarnado que se asentaban sobre
grandes fortalezas bordeadas de almenas; mercados que eran famosos hasta más
allá del lindero de los desiertos, hasta más allá de los pueblos sin tierras. En
esas ciudades los artesanos eran diestros en ablandar los metales, forjando
espadas que mordían como navajas sin pesar más que un ala en la mano del
combatiente. Ríos caudalosos, nacidos del cielo, lamían los pies del hombre, y
no era menester traer la sal del País de la Sal En casas muy grandes se
guardaban el trigo, el sésamo, el millo, y se hacían, de reino en reino,
intercambios que alcanzaban el aceite de oliva y los vinos de Andalucía. Bajo
cobijas de palma dormían tambores gigantescos, madres de tambores, que tenían
patas pintadas de rojo y semblantes humanos. Las lluvias obedecían a los
conjuros de los sabios, y, en las fiestas de circuncisión, cuando las
adolescentes bailaban con los muslos lacados de sangre, se golpeaban lajas
sonoras que producían una música como de grandes cascadas domadas. En la urbe
sagrada de Widah se rendía culto a la Cobra, mística representación del ruedo
eterno, así como a los dioses que regían el mundo vegetal y solían aparecer,
mojados y relucientes, entre las junqueras que asordinaban las orillas de lagos
salobres.
El caballo, vencido de manos, cayó sobre las rodillas. Se oyó un aullido tan
desgarrado y largo que voló sobre las haciendas vecinas, alborotando los
palomares. Agarrada por los cilindros, que habían girado de pronto con
inesperada rapidez, la mano izquierda de Mackandal se había ido con. las cañas,
arrastrando el brazo hasta el hombro. En la paila del guarapo se ensanchaba un
ojo de sangre. Asiendo un cuchillo, Ti Noel cortó las correas que sujetaban el
caballo al mástil del trapiche. Los esclavos de la tenería invadieron el molino,
corriendo detrás del amo. También llegaban los trabajadores del bucan y del
secadero de cacao. Ahora. Mackandal tiraba de su brazo triturado, haciendo girar
los cilindros en sentido contrario. Con su mano derecha trataba de mover un codo
una muñeca, que habían dejado de obedecerle. Atontada la mirada, no parecía
comprender lo que le había ocurrido. Comenzaron a apretarle un torniquete de
cuerdas en la axila, para contener la hemorragia. El amo ordenó que se trajera
la piedra de amolar, para dar filo al machete que se utilizaría en la
amputación.
3. LO QUE HALLABA LA MANO
Inútil para trabajos mayores, Mackandal fue destinado a guardar el ganado.
Sacaba la vacada de los establos antes del alba, llevándola hacia la montaña en
cuyos flancos de sombra crecía un pasto espeso, que guardaba el rocío hasta bien
entrada la mañana. Observando el lento desparramo de las bestias que pacían con
los tréboles por el vientre, se le había despertado un raro interés por la
existencia de ciertas plantas siempre desdeñadas. Recostado a la sombra de un
algarrobo, apoyándose en el codo de su brazo entero, forrajeaba con su única
mano entre las yerbas conocidas en busca de todos los engendros de la tierra
cuya existencia hubiera desdeñado hasta entonces. Descubría, con sorpresa, la
vida secreta de especies singulares, afectas al disfraz, la confusión, el verde
verde, y amigas de la pequeña gente acorazada que esquivaba los caminos de
hormigas. La mano traía alpistes sin nombre, alcaparras de azufre, ajíes
minúsculos; bejucos que tejían redes entre las piedras; matas solitarias, de
hojas velludas, que sudaban en la noche; sensitivas que se doblaban al mero
sonido de la voz humana; cápsulas que estallaban, a mediodía, con chasquido de
uñas aplastando una pulga; lianas rastreras, que se trababan, lejos del sol, en
babeantes marañas. Había una enredadera que provocaba escozores y otra que
hinchaba la cabeza de quien descansara a su sombra. Pero ahora Mackandal se
interesaba más aun por los hongos. Hongos que olían a carcoma, a redoma, a
sótano, a enfermedad, alargando orejas, lenguas de vaca, carnosidades rugosas,
se vestían de exudaciones o abrían sus quitasoles atigrados en oquedades frías,
viviendas de sapos que miraban o dormían sin parpadear. El mandinga deshacía la
pulpa de un hongo entre sus dedos, llevándose a la nariz un sabor a veneno.
Luego, hacía husmear su mano por una vaca. Cuando la bestia apartaba la cabeza
con ojos asustados, respirando a lo hondo, Mackandal iba por más hongos de la
misma especie, guardándolos en una bolsa de cuero sin curtir que llevaba colgada
del cuello.
Con el pretexto de bañar a los caballos, Ti Noel solía alejarse de la hacienda
de Lenormand de Mezy durante largas horas, para reunirse con el manco. Ambos se
encaminaban, entonces, hacia el lindero del valle, hacia donde la tierra se
hacía fragosa, y la falda de los montes era socavada por grutas profundas. Se
detenían en la casa de una anciana que vivía sola, aunque recibía visitas de
gentes venidas de muy lejos. Varios sables colgaban de las paredes, entre
banderas encarnadas, de astas pesadas, herraduras, meteoritas y lazos de alambre
que apresaban cucharas enmohecidas, puestas en cruz, para ahuyentar al barón
Samedi, al barón Piquant, al barón La Croix y otros amos de cementerios.
Mackandal mostraba a la Mamán Loi las hojas, las yerbas, los hongos, los simples
que traía en la bolsa. Ella los examinaba cuidadosamente, apretando y oliendo
unos, arrojando otros. A veces, se hablaba de animales egregios que habían
tenido descendencia humana. Y también de hombres que ciertos ensalmos dotaban de
poderes licantrópicos. Se sabía de mujeres violadas por grandes felinos que
habían trocado, en la noche, la palabra por el rugido. Cierta vez, la Maman Loi
enmudeció de extraña manera cuando se iba llegando a lo mejor de un relato.
Respondiendo a una orden misteriosa, corrió a la cocina, hundiendo los brazos en
una olla llena de aceite hirviente. Ti Noel observó que su cara reflejaba una
tersa indiferencia, y, lo que era más raro, que sus brazos, al ser sacados del
aceite, no tenían ampollas ni huellas de quemaduras, a pesar del horroroso
sonido de fritura que se había escuchado un poco antes. Como Mackandal parecía
aceptar el hecho con la más absoluta calma, Ti Noel hizo esfuerzos por ocultar
su asombro. Y la conversación siguió plácidamente, entre el mandinga y la bruja,
con grandes pausas para mirar a lo lejos.
Un día agarraron un perro en celo que pertenecía a las jaurías de Lenormand de
Mezy. Mientras Ti Noel, a horcajadas sobre él, le sujetaba la cabeza por las
orejas, Mackandal le frotó el hocico con una piedra que el zumo de un hongo
había teñido de amarillo claro. El perro contrajo los músculos. Su cuerpo fue
sacudido, en seguida, por violentas convulsiones, cayendo sobre el lomo, con las
patas tiesas y los colmillos de fuera. Aquella tarde, al regresar a la hacienda,
Mackandal se detuvo largo rato en contemplar los trapiches, los secaderos de
cacao y de café, el taller de la añilería, las fraguas, los aljibes y bucanes.
-Ha llegado el momento -dijo. Al día siguiente lo llamaron en vano. El amo
organizó una batida, para mera edificación de las negradas, aunque sin darse
demasiado trabajo. Poco valía un esclavo con un brazo de menos. Además, todo
mandinga -era cosa sabida- ocultaba un cimarrón en potencia. Decir mandinga, era
decir díscolo, revoltoso, demonio. Por eso los de ese reino se cotizaban tan mal
en los mercados de negros. Todos soñaban con el salto al monte. Además, con
tantas y tantas propiedades colindantes, el manco no llegaría muy lejos. Cuando
fuera devuelto a la hacienda se le supliciaría ante la dotación, para
escarmiento. Pero un manco no era más que un manco. Hubiera sido tonto correr el
albur de perder un par de mastines de buena raza dado el caso de que Mackandal
pretendiera acallarlos con un machete.
4. EL RECUENTO
Ti Noel estaba profundamente acongojado por la desaparición de Mackandal. De
haberle sido propuesta la cimarronada, hubiera aceptado con júbilo la misión de
servir al mandinga. Ahora pensaba que el manco lo había considerado demasiado
poca cosa para hacerlo partícipe de sus proyectos. En las noches largas, cuando
el mozo era dolorido por esta idea, se levantaba del pesebre en que dormía y se
abrazaba, llorando, al cuello del semental normando, hundiendo la cara entre sus
crines tibias, que olían a caballo bañado. La partida de Mackandal era también
la partida de todo el mundo evocado por sus relatos. Con él se habían ido
también Kankán Muza, Adonhueso, los reyes reales y el Arco Iris de Widah.
Perdida la sal de la vida, Ti Noel se aburría en las calendas dominicales,
viviendo con sus brutos, cuyas orejas y perinés tenía siempre bien limpios de
garrapatas. Así transcurrió toda la estación de las lluvias.
Un día, cuando los ríos hubieron vuelto a su cauce, Ti Noel se encontró con la
vieja de la montaña en las inmediaciones de las cuadras. Le traía un recado de
Mackandal. Por ello, al abrirse el alba, el mozo penetró en una caverna de
entrada angosta, llena de estalagmitas que descendían hacia una oquedad más
honda, tapizada de murciélagos colgados de sus patas. El suelo estaba cubierto
de una espesa capa de guano que apresaba enseres líticos y espinas de pescado
petrificadas. Tí Noel observó que varias botijas de barro ocupaban el centro y
que por ellas reinaba en aquella húmeda penumbra, un olor acre y pesado. Sobre
hojas de queso se amontonaban pieles de lagarto. Una laja grande y varias
piedras redondas y lisas habían sido utilizadas, sin duda, en recientes trabajos
de maceración. Sobre un tronco, aplanado a filo de machete en toda su longitud,
estaba un libro de contabilidad, robado al cajero de la hacienda, en cuyas
páginas se alineaban gruesos signos trazados con carbón. Ti Noel no pudo menos
que pensar en las tiendas de los herbolarios del Cabo, con sus grandes
almireces, sus recetarios en atriles, sus potes de nuez vómica y de asa fétida,
sus mazos de raíz de altea para curar las encías. Sólo faltaban algunos
alacranes en alcohol, las rosas en aceite y el vivero de sanguijuelas.
Mackandal había adelgazado. Sus músculos se movían, ahora, a ras de la osamenta,
esculpiendo su torso con potentes relieves. Pero su semblante, que ofrecía
reflejos oliváceos a la luz del candil, expresaba una tranquila alegría. Su
frente era ceñida por un pañuelo escarlata, adornado con sartas de cuentas. Lo
que más asombró a Ti Noel fue la revelación de un largo y paciente trabajo,
realizado por el mandinga desde la noche de su fuga. Tal parecía que hubiera
recorrido las haciendas de la llanura, una por una entrando en trato directo con
los que en ellas laboraban. Sabía, por ejemplo, que en la añilería del Dondón
podía contar con Olain el hortelano, con Romaine, la cocinera de los barracones,
con el tuerto Jean-Pierrot: en cuanto a la hacienda de Lenormand de Mezy, había
enviado mensajes a los tres hermanos Pongué, a los congos nuevos, al fula
patizambo y a Marinette, la mulata que había dormido, en otros tiempos, en la
cama del amo, antes de ser devuelta a la lejía por la llegada de una
Mademoiselle de la Martiniére, desposada por poderes en un convento de El Havre,
al embarcar para la colonia. También se había puesto en contacto con los dos
angolas de más allá del Gorro del Obispo, cuyas nalgas acebradas conservaban las
huellas de hierros al rojo, aplicados como castigo de un robo de aguardiente.
Con caracteres que sólo él era capaz de descifrar, Mackandal había consignado en
su registro el nombre del Bocor de Millot, y hasta de conductores de recuas,
útiles para cruzar la cordillera y establecer contactos con la gente del
Artíbonite.
Ti Noel se enteró ese día de lo que el manco esperaba de él. Aquel mismo
domingo, cuando volvía de misa, el amo supo que las dos mejores vacas lecheras
de la hacienda - las coliblancas traídas de Rouen- estaban agonizando sobre sus
boñigas, soltando la hiel por los belfos. Ti Noel le explicó que los animales
venidos de países lejanos solían equivocarse en cuanto al pasto que comían,
tomando a veces por sabrosas briznas ciertos retoños que les emponzoñaban la
sangre.
5. DE PROFUNDIS
El veneno se arrastraba por la Llanura del Norte, invadiendo los potreros y los
establos. No se sabía cómo avanzaba entre las gramas y alfalfas, cómo se
introducía en las pacas de forraje, cómo se subía a los pesebres. El hecho era
que las vacas, los bueyes, los novillos, los caballos, las ovejas, reventaban
por centenares, cubriendo la comarca entera de un inacabable hedor de carroña.
En los crepúsculos se encendían grandes hogueras, que despedían un humo bajo y
lardoso, antes de morir sobre montones de bucráneos negros, de costillares
carbonizados, de pezuñas enrojecidas por la llama. Los más expertos herbolarios
del Cabo buscaban en vano la hoja, la resina, la savia, posibles portadoras del
azote. Las bestias seguían desplomándose, con los vientres hinchados, envueltas
en un zumbido de moscas verdes. Los techos estaban cubiertos de grandes aves
negras, de cabeza pelada, que esperaban su hora para dejarse caer y romper los
cueros, demasiado tensos, de un picotazo que liberaba nuevas podredumbres.
Pronto se supo, con espanto, que el veneno había entrado en las casas. Una
tarde, al merendar una ensaimada, el dueño de la hacienda de Coq-Chante se había
caído, súbitamente, sin previas dolencias, arrastrando consigo un reloj de pared
al que estaba dando cuerda. Antes de que la noticia fuese llevada a las fincas
vecinas, otros propietarios habían sido fulminados por el veneno que acechaba,
como agazapado para saltar mejor, en los vasos de los veladores, en las cazuelas
de sopa, en los frascos de medicinas, en el pan, en el vino, en la fruta y en la
sal. A todas horas escuchábase el siniestro claveteo de los ataúdes. A la vuelta
de cada camino aparecía un entierro. En las iglesias del Cabo no se cantaban
sino Oficios de Difuntos, y las extremaunciones llegaban siempre demasiado
tarde, escoltadas por campanas lejanas que tocaban a muertes nuevas. Los
sacerdotes habían tenido que abreviar los latines, para poder cumplir con todas
las familias enlutadas. En la Llanura sonaba, lúgubre, el mismo responso
funerario, que era el gran himno del terror. Porque el terror enflaquecía las
caras y apretaba las gargantas. A la sombra de las cruces de plata que iban y
venían por los caminos, el veneno verde, el veneno amarillo, o el veneno que no
teñía el agua, seguía reptando, bajando por las chimeneas de las cocinas,
colándose por las hendijas de las puertas cerradas, como una incontenible
enredadera que buscara las sombras para hacer de los cuerpos sombras. De
misereres a de profundis proseguía, hora tras hora, la siniestra antífona de los
sochantres.
Exasperados por el miedo, borrachos de vino por no atreverse ya a probar el agua
de los pozos, los colonos azotaban y torturaban a sus esclavos, en busca de una
explicación. Pero el veneno seguía diezmando las familias, acabando con gentes y
crías, sin que las rogativas, los consejos médicos, las promesas a los santos,
ni los ensalmos ineficientes de un marinero bretón, nigromante y curandero,
lograran detener la subterránea marcha de la muerte. Con prisa involuntaria por
ocupar la última fosa que quedaba en el cementerio, Madame Lenormand de Mezy
falleció el domingo de Pentecostés, poco después de probar una naranja
particularmente hermosa que una rama, demasiado complaciente, había puesto al
alcance de sus manos. Se había proclamado el estado de sitio en la Llanura. Todo
el que anduviera por los campos, o en cercanía de las casas después de la puesta
del sol, era derribado a tiros de mosquete sin previo aviso. La guarnición del
Cabo había desfilado por los caminos, en risible advertencia de muerte mayor al
enemigo inapresable. Pero el veneno seguía alcanzando el nivel de las bocas por
las vías mas inesperadas. Un día, los ocho miembros de la familia Du Periguy lo
encontraron en una barrica de sidra que ellos mismos habían traído a brazos
desde la bodega de un barco recién anclado. La carroña se había adueñado de toda
la comarca.
Cierta tarde en que lo amenazaban con meterle una carga de pólvora en el
trasero, el fula patizambo acabó por hablar. El manco Mackandal, hecho un
houngán del rito Radá, investido de poderes extraordinarios por varias caídas en
posesión de dioses mayores, era el Señor del Veneno. Dotado de suprema autoridad
por los Mandatarios de la otra orilla, había proclamado la cruzada del
exterminio, elegido, como lo estaba, para acabar con los blancos y crear un gran
imperio de negros libres en Santo Domingo. Millares de esclavos le eran adictos.
Ya nadie detendría la marcha del veneno. Esta revelación levantó una tempestad
de trallazos en la hacienda. Y apenas la pólvora, encendida de pura rabia, hubo
reventado los intestinos del negro hablador, un mensajero fue despachado al
Cabo. Aquella misma tarde se movilizaron todos los hombres disponibles para dar
caza a Mackandal. La Llanura hedionda a carne verde, a pezuñas mal quemadas, a
oficio de gusanos- se llenó de ladridos y de blasfemias.
6. LAS METAMORFOSIS
Durante varias semanas, los soldados de la guarnición del Cabo y las patrullas
formadas por colonos, contadores y mayorales, registraron la comarca, arboleda
por arboleda, barranca por barranca, junquera por junquera, sin hallar el
rastrode Mackandal. El veneno, por otra parte, sabida su procedencia, había
detenido la ofensiva, volviendo a las tinajas que el manco debía de haber
enterrado en alguna parte, haciéndose espuma en la gran noche de la tierra, que
noche de tierra era ya para tantas vidas. Los perros los hombres volvían del
monte al atardecer, sudando el cansancio y el despecho por todos los poros.
Ahora que la muerte había recobrado su ritmo normal, en un tiempo que sólo
aceleraban ciertas destemplanzas de enero, o ciertas fiebres peculiares,
levantadas por las lluvias, los colonos se daban al aguardiente y al juego,
maleados por una forzada convivencia con la soldadesca. Entre canciones obscenas
y tramposas martingalas, sobándose de paso los senos de las negras que' traían
vasos limpios, se evocaban las hazañas de abuelos que habían tomado parte en el
saqueo de Cartagena de Indias o habían hundido las manos en el tesoro de la
corona española cuando Piet Hein, pata de palo, lograra en aguas cubanas la
fabulosa hazaña soñada por los corsarios durante cerca de dos siglos. Sobre
mesas manchadas de vinazo, en el ir y venir de los tiros de dados se proponían
brindis a l’Esnambuc, a Bertrand d'Ogeron, a Du Rausset y a los hombres de pelo
en pecho que habían creado la colonia por su cuenta y riesgo, haciendo la ley a
bragas, sin dejarse intimidar nunca por edictos impresos en París ni por las
blandas reconvenciones del Código Negro. Dormidos bajo los escabeles, los perros
descansaban de las carlancas. Llevadas ahora con gran pereza, con siestas y
meriendas a la sombra de los árboles, las batidas contra Mackandal se
espaciaban. Varios meses habían transcurrido sin que se supiera nada del manco.
Algunos creían que hubiera refugiado al centro del país, en las alturas nubladas
de la Gran Meseta, allá donde los negros bailaban fandangos de castañuelas.
Otros afirmaban que el houngán, llevado en una goleta, estaba operando en la
región de Jacmel, donde muchos hombres que habían muerto trabajaban la tierra,
mientras no tuvieran oportunidad de probar la sal. Sin embargo, los esclavos se
mostraban de un desafiante buen humor. Nunca habían golpeado sus tambores con
más ímpetu los encargados de ritmar el apisonamiento del maíz o el corte de las
cañas. De noche, en sus barracas y viviendas, los negros se comunicaban, con
gran regocijo, las más raras noticias: una iguana verde se había calentado el
lomo en el techo del secadero de tabaco; alguien había visto volar, a medio día,
una mariposa nocturna; un perro grande, de erizada pelambre, había atravesado la
casa, a todo correr, llevándose un pernil de venado; un alcatraz había largado
los piojos -tan lejos del mar- al sacudir sus alas sobre el emparrado del
traspatio.
Todos sabían que la iguana verde, la mariposa nocturna, el perro desconocido, el
alcatraz inverosímil, no eran sino simples disfraces. Dotado del poder de
transformarse en animal de pezuña, en ave, pez o insecto, Mackandal visitaba
continuamente las haciendas de la Llanura para vigilar a sus fieles y saber si
todavía confiaban en su regreso. De metamorfosis en metamorfosis, el manco
estaba en todas partes, habiendo recobrado su integridad corpórea al vestir
trajes de animales. Con alas un día, con agallas al otro, galopando o reptando,
se había adueñado del curso de los ríos subterráneos, de las cavernas de la
costa, de las copas de los árboles, y reinaba ya sobre la isla entera. Ahora,
sus poderes eran ilimitados. Lo mismo podía cubrir una yegua que descansar en el
frescor de un aljibe, posarse en las ramas ligeras de un aromo o colarse por el
ojo de una cerradura. Los perros no le ladraban; mudaba de sombra según le
conviniera. Por obra suya, una negra parió un niño con cara de jabalí. De noche
solía aparecerse en los caminos bajo el pelo de un chivo negro con ascuas en los
cuernos. Un día daría la señal del gran levantamiento, y los Señores de Allá,
encabezados por Damballah, por el Amo de los Caminos y por Ogun de los Hierros,
traerían el rayo y el trueno, para desencadenar el ciclón que completaría la
obra de los hombres. En esa gran hora -decía Ti Noel- la sangre de los blancos
correría hasta los arroyos, donde los Loas, ebrios de júbilo, la bebe rían de
bruces, hasta llenarse los pulmones.
Cuatro años duró la ansiosa espera, sin que los oídos bien abiertos desesperaran
de escuchar, en cualquier momento, la voz de los grandes caracoles que debían de
sonar en la montaña para anunciar a todos que Mackandal había cerrado el ciclo
de sus metamorfosis, volviendo a asentarse, nervudo y duro, con testículos como
piedras, sobre sus piernas de hombre.
7. EL TRAJE DE HOMBRE
Después de haber reinstalado en su habitación, por un cierto tiempo, a Marinette
la lavandera, Monsieur Lenormand de Mezy, alcahueteado por el párroco de
Limonada, se había vuelto a casar con una viuda rica, coja y devota. Por ello,
cuando soplaron los primeros nortes de aquel diciembre, los domésticos de la
casa, dirigidos por el bastón del ama, comenzaron a disponer santones
provenzales en torno a una gruta de estraza, aun oliente a cola tibia, destinada
a iluminarse, en Navidad, bajo el alar de un soportal. Toussaint, el ebanista,
había tallado unos reyes magos, en madera, demasiado grandes para el conjunto,
que nunca acababan de colocarse, sobre todo a causa de las terribles córneas
blancas de Baltasar -particularmente realzado a pincel-, que parecían emerger de
la noche del ébano con tremebundas acusaciones de ahogado. Ti Noel y demás
esclavos de la dotación asistían a los progresos del Nacimiento, recordando que
se aproximaban los días de aguinaldos y misas de gallo, y que las visitas y los
convites de los amos hacían que se relajara un tanto la disciplina, hasta el
punto de que no fuese dificil conseguir una oreja de cochino en las : cocinas,
llevarse una bocanada de vino de la canilla de un tonel o colarse de noche en el
barracón de las mujeres angolas, recién compradas que el amo iba a acoplar, bajo
cristiano sacramento, después de las fiestas. Pero esta vez Ti Noel sabía que no
estaría presente cuando se encendieran las velas y brillaran oros de la gruta.
Pensaba estar lejos esa noche largándose a la calenda organizada los de la
hacienda Dufrené, autorizados festejar con un tazón de aguardiente español por
cabeza el nacimiento de un primer varón en la casa del amo.
Roulé, roulé, Congoa roulé!
Roulé, roulé, Congoa roulé!
A fort ti fille ya dansé congo ya-ya-ró!
Hacía mas de dos horas que los parches tronaban a la luz de las antorchas y que
las mujeres repetían en compás de hombros su continuo gesto de lava-lava, cuando
un estremecimiento hizo temblar por un instante la voz de los cantadores. Detrás
del Tambor Madre se había erguido la humana persona de Mackandal. El mandinga
Mackandal. Mackandal Hombre. El Manco. El Restituido. El Acontecido. Nadie lo
saludó, pero su mirada se encontró con la de todos. Y los tazones de aguardiente
comenzaron a correr, de mano en mano, hacia su única mano que debía traer larga
sed. Ti Noel lo veía por vez primera al cabo de sus metamorfosis. Algo parecía
quedarle de sus residencias en misteriosas moradas; algo de sus sucesivas
vestiduras de escamas, de cerda o de vellón. Su barba se aguzaba con felino
alargamiento, y sus ojos debían haber subido un poco hacia las sienes, como los
de ciertas aves de cuya apariencia se hubiera vestido. Las mujeres pasaban y
volvían a pasar delante de él, contorneando el cuerpo al ritmo del baile. Pero
había tantas interrogaciones en el ambiente que, de pronto, sin previo acuerdo,
todas las voces se unieron en un yanvalú solemnemente aullado sobre la
percusión. Al cabo de una espera de cuatro años, el canto se hacía cuadro de
infinitas miserias:
Yenvalo moin Papa!
Moin pas mangé q'm bambó
Yenvalou, Papá, yanvalou moin!
Ou vlai moin lavé chaudier;
Yenvalo moin?
¿Tendré que seguir lavando las calderas? ¿Tendré que seguir comiendo bambúes?
Como salidas de las entrañas, las interrogaciones se apretaban, cobrando, en
coro, el desgarrado gemir de los pueblos llevados al exilio para construir
mausoleos, torres o interminables murallas. ¡Oh, padre, mi padre, cuan largo es
el camino! ¡Oh, padre, mi padre cuan largo es el penar! De tanto lamentarse, Ti
Noel había olvidado que los blancos también tenían oídos. Por eso, en el patio
de la vivienda Dufrené se procedía en ese mismo momento a guarnecer de
fulminantes todos los mosquetes, trabucos y pistolas que habían sido descolgados
de las panoplias del salón. Y, por lo que pudiera pasar, se hizo una reserva de
cuchillos, estoques y cachiporras, que quedarían al cuidado de las mujeres, ya
entregadas a sus rezos y rogativas por la captura del mandinga.
8. EL GRAN VUELO
Un lunes de enero, poco antes del alba, las dotaciones de la Llanura del Norte
comenzaron a entrar en la Ciudad del Cabo. Conducidos por sus amos y mayorales a
caballo, escoltados por guardias con armamento de campaña, los esclavos iban
ennegreciendo lentamente la Plaza Mayor, donde las cajas militares redoblaban
con solemne compás. Varios soldados amontonaban laces de leña al pie de un poste
de quebracho mientras otros atizaban la lumbre de un brasero. En el atrio de la
Parroquial Mayor, junto al gobernador, a los jueces y funcionarios del rey, se
hallaban las autoridades capitulares, instaladas en altos butacones encarnados,
a la sombra de un toldo funeral tendido sobre pértigas y tornapuntas. Con alegre
alboroto de flores en un alféizar, movíanse ligeras sombrillas en los balcones.
Como de palco a palco de un vasto teatro conversaban a gritos las damas de
abanicos y mitones, con las voces deliciosamente alteradas por la emoción.
Aquellos cuyas ventanas daban sobre la plaza, habían hecho preparar refrescos de
limón y de horchata para sus invitados. Abajo, cada vez más apretados y
sudorosos, los negros esperaban un espectáculo que había sido organizado para
ellos; una función de gala para negros, a cuya pompa se habían sacrificado todos
los créditos necesarios. Porque esta vez la letra entraría con fuego y no con
sangre, y ciertas luminarias, encendidas para ser recordadas, resultaban
sumamente dispendiosas.
De pronto, todos los abanicos se cerraron a un tiempo. Hubo un gran silencio
detrás de las cajas militares. Con la cintura ceñida por un calzón rayado,
cubierto de cuerdas y de nudos, lustroso de lastimaduras frescas, Mackandal
avanzaba hacia el centro de la plaza. Los amos interrogaron las caras de sus
esclavos con la mirada. Pero los negros mostraban una despechante indiferencia.
¿Qué sabían los blancos de cosas de negros? En sus ciclos de metamorfosis,
Mackandal se había adentrado muchas veces en el mundo arcano de los insectos,
desquitándose de la falta de un brazo humano con la posesión de varias patas, de
cuatro élitros o de largas antenas. Había sido mosca, ciempié, falena, comején,
tarántula, vaquita de San Antón y hasta cocuyo de grandes luces verdes. En el
momento decisivo, las ataduras del mandinga, privadas de un cuerpo que atar,
dibujarían por un segundo el contorno de un hombre de aire, antes de resbalar a
lo largo del poste. Y Mackandal, transformado en mosquito zumbón, iría a posarse
en el mismo tricornio del jefe de las tropas, para gozar del desconcierto de los
blancos. Eso era lo que ignoraban los amos; por ello habían despilfarrado tanto
dinero en organizar aquel espectáculo inútil, que revelaba su total impotencia
para luchar contra el hombre ungido por los grandes Loas. Mackandal estaba ya
adosado al poste de torturas. El verdugo había agarrado un rescoldo con las
tenazas. Repitiendo un gesto estudiado la víspera frente al espejo, el
gobernador desenvainó su espada de corte y dio orden de que se cumpliera la
sentencia. El fuego comenzó a subir hacia el manco, sollamándole las piernas. En
ese momento Mackandal agitó su muñón que no habían podido atar, en un gesto
combinatorio que no por menguado era menos terrible, aullando conjuros
desconocidos y echando violentamente el torso hacia adelante. Sus ataduras
cayeron, y el cuerpo del negro se espigó en el aire, volando por sobre las
cabezas, antes de hundirse en las ondas negras de la masa de esclavos. Un solo
grito llenó la plaza.
-Mackandal sauvé!
Y fue la confusión y el estruendo. Los guardias se lanzaron, a culatazos, sobre
la negrada aullante, que ya no parecía caber entre las casas y trepaba hacia los
balcones. Y a tanto llegó el estrépito y la grita y la turbamulta, que muy pocos
vieron que Mackandal, agarrado por diez soldados, era metido de cabeza en el
fuego, y que una llama crecida por el pelo encendido ahogaba su último grito.
Cuando las dotaciones se aplacaron, la hoguera ardía normalmente, como
cualquiera hoguera de buena leña, y la brisa venida del mar levantaba un buen
humo hacia los balcones donde más de una señora desmayada volvía en sí. Ya no
había nada que ver.
Aquella tarde los esclavos regresaron a sus haciendas riendo por todo el camino.
Mackandal había cumplido su promesa, permaneciendo en el reino de este mundo.
Una vez más eran birlados los blancos por los Altos Poderes de la Otra Orilla. Y
mientras Monsieur Lenormand de Mezy, de gorro de dormir, comentaba con su beata
esposa la insensibilidad de los negros ante el suplicio de un semejante -sacando
de ello ciertas consideraciones filosóficas sobre la desigualdad de las razas
humanas, que se proponía desarrollar en un discurso colmado de citas latinas- Ti
Noel embarazó de jimaguas a una de las fámulas de cocina, trabándola, por tres
veces, dentro de uno de los pesebres de la caballeriza.
II
"...je lui dis qu'elle serait reine là-bas; qu'elle irait en palanquín; q'une
esclave serait attentive au moíndre de sus mouvements pour executer sa volunté;
qu'elle se promenerait sous les orangers en fleur; que les serpents ne devraient
luí faire aucune peur, attendu, qu'il n'y en avait pas dans les Antilles; que
les sauvages n'etaient plus a craindre; que ce n’etait pas la que la broche
etait mise pour rotir les gens: enfin j’achevais mon discours en lui disant
qu'elle serait bien folie mise en creóle,"
Madame D'Abrantes
1. LA HIJA DE MINOS Y DE PASIFAE
Poco después de la muerte de la segunda esposa de Monsieur Lenormand de Mezy, Ti
Noel tuvo oportunidad de ir al Cabo para recibir unos arreos de ceremonia
encargados a París. En aquellos años la ciudad había progresado asombrosamente.
Casi todas las casas eran de dos pisos, con balcones de anchos alares en vuelta
de esquina y altas puertas de medio punto, ornadas de finos alamudes o pernios
trebolados. Había más sastres, sombrereros, plumajeros, peluqueros, en una
tienda se ofrecían violas y flautas traverseras, así como papeles de
contradanzas y de sonatas. El librero exhibía el último número de la Gazette de
Saint Domingue, impresa en papel ligero, con páginas encuadradas por viñetas y
medias cañas. Y, para más lujo, un teatro de drama y ópera había sido inaugurado
en la calle Vandreuil. Esta prosperidad favorecía muy particularmente la calle
de los Españoles, llevando los más acomodados forasteros al albergue de La
Corona, que Henri Christophe, el maestro cocinero, acababa de comprar a
Mademoiselle Monjeon, su antigua patrona. Los guisos del negro eran alabados por
el justo punto del aderezo -cuando tenia que vérselas con un cliente venido de
París-,o por la abundancia de viandas en olla podrida, cuando quería satisfacer
el apetito de un español sentado, de los que llegaban de la otra vertiente de la
isla con trajes tan fuera de moda que más parecían vestimentas de bucaneros
antiguos. También era cierto que Henri Christophe, metido de alto gorro blanco
en el humo de su cocina, tenía un tacto privilegiado para hornear el volován de
tortuga o adobar en caliente la paloma torcaz. Y cuando ponía la mano en la
artesa, lograba masas reales cuyo perfume volaba hasta más allá de la calle de
los Tres Rostros.
Nuevamente solo, Monsieur Lenormand de Mezy no guardaba la menor consideración a
la memoria de su finada, haciéndose llevar cada vez más a menudo al teatro del
Cabo, donde verdaderas actrices de París cantaban arias de Juan Jacobo Rousseau
o escandían noblemente los alejandrinos trágicos, secándose el sudor al marcar
un hemistiquio. Un anónimo libelo en versos, flagelando la inconstancia de
ciertos viudos, reveló a todo el mundo, en aquellos, días que un rico
propietario de la Llanura solía solazar sus noches con la abundosa belleza
flamenca de una Mademoiselle Floridor, mala intérprete de confidentes, siempre
relegada a las colas de reparto, pero hábil como pocas en artes falatorias.
Decidido por ella, al final de una temporada, el amo había partido a París,
inesperadamente, dejando la administración de la hacienda en manos de un
pariente. Pero entonces le había ocurrido algo muy sorprendente: al cabo de
pocos meses, una creciente nostalgia de sol, de espació, de abundancia, de
señorío, de negras tumbadas a la orilla de una cañada, le había revelado que ese
"regreso a Francia", para el cual había estado trabajando durante largos años,
no era ya, para él, la clave de la felicidad. Y después de tanto maldecir de la
colonia, de tanto renegar de su clima, tanto criticar la rudeza de los colonos
de cepa aventurera, había regresado a la hacienda, trayendo consigo a la actriz,
rechazada por los teatros de París a causa de su escasa inteligencia dramática.
Por eso, los domingos, dos magníficos coches habían vuelto a adornar la Llanura,
camino de la Parroquial Mayor, con sus postillones de gran librea. Dominando la
berlina de Mademoiselle Floridor -la cómica insistía en hacerse llamar por su
nombre de teatro-, nunca quietas en el asiento trasero, diez mulatas de enaguas
azules piaban a todo trapo, en gran tremolina de hembras al viento.
Sobre todo esto habían transcurrido veinte años. Ti Noel tenía doce hijos de una
de las cocineras. La hacienda estaba más floreciente que nunca, con sus caminos
bordeados de ipecacuana, con sus vides que ya daban un vino en agraz. Sin
embargo, con la edad, Monsieur Lenormand de Mezy se había vuelto maniático y
borracho. Una erotomía perpetua lo tenía acechando, a todas horas, a las
esclavas adolescentes cuyo pigmento lo excitaba por el olfato. Era cada vez más
aficionado a imponer castigos corporales a los hombres, sobre todo cuando los
sorprendía fornicando fuera de matrimonio. Por su parte, ajada y mordida por el
paludismo, la cómica se vengaba de su fracaso artístico haciendo azotar por
cualquier motivo a las negras que la bañaban y peinaban. Ciertas noches se daba
a beber. No era raro entonces que hiciera levantar la dotación entera, alta ya
la luna, para declamar ante los esclavos, entre eructos de malvasía, los grandes
papeles que nunca había alcanzado a interpretar. Envuelta en sus velos de
confidente, de tímida mujer de séquito, atacaba con voz quebrada los altos
trozos de bravura del repertorio:
Mes crimes desarmáis ont camblé la mesure
Je respire a la fois I' inceste el l’imposture
Mes homicides mains, promptes a me venger,
Dans le sang innocent brulent de se plonger.
Estupefactos, sin entender nada, pero informados por ciertas palabras que
también en creóle se referían a faltas cuyo castigo iba de una simple paliza a
la decapitación, los negros habían llegado a creer que aquella señora debía
haber cometido muchos delitos en otros tiempos y que estaba probablemente en la
colonia por escapar a la policía de París, como tantas prostitutas del Cabo, que
tenían cuentas pendientes en la metrópoli. La palabra "crimen" era parecida en
la jerga insular; todo el mundo sabía cómo llamaban en francés a los jueces; y.
en cuanto al infierno de diablos colorados, bastante que les había hablado de él
la segunda esposa de Monsieur Lenormand de Mezy, feroz censora de toda
concupiscencia. Nada de lo que confesaba aquella mujer, vestida de una bata
blanca que se transparentaba a la luz de los hachones, debía de ser muy
edificante:
Minos, juge aux enfers tous les pales humains. Ah, combien fremira son ombre
epouvantée, Lorsqu' il verra sa filie a ses yeux presentée, Contrainte d' avouer
tant de forfaits divers, Et des crimes peut-etre ínconnus aux enfers!
Ante tantas inmoralidades, los esclavos de la hacienda de Lenormand de Mezy
seguían reverenciando a Mackandal. Ti Noel transmitía los relatos del mandinga a
sus hijos, enseñándoles canciones muy simples que había compuesto a su gloria,
en horas de dar peine y almohaza a los caballos. Además, bueno era recordar a
menudo al Manco, puesto que el Manco, alejado de estas tierras por tareas de
importancia, regresaría a ellas el día menos pensado.
2. EL PACTO MAYOR
Los truenos parecían romperse en aludes sobre los riscosos perfiles del Morne
Rouge, rodando largamente al fondo de las barrancas, cuando los delegados de las
dotaciones de la Llanura del Norte llegaron a las espesuras de Bois Caimán,
enlodados hasta la cintura y temblando bajo sus camisas mojadas. Para colmo,
aquella lluvia de agosto, que pasaba de tibia a fría según girara el viento,
estaba apretando cada vez más desde la hora de la queda de esclavos. Con el
pantalón pegado a las ingles, Ti Noel trataba de cobijar su cabeza bajo un saco
de yute, doblado a modo de capellina. A pesar de la obscuridad era seguro que
ningún espía se hubiese deslizado en la reunión. Los avisos habían dados, muy a
última hora, por hombres probados. Aunque se hablara en voz baja, el rumor de
las conversaciones llenaba todo el bosque, confundiéndose con la constante
presencia del aguacero en las frondas estremecidas.
De pronto, una voz potente se alzó en medio del congreso de sombras. Una voz,
cuyo poder de pasar sin transición del registro grave al agudo daba un raro
énfasis a las palabras. Había mucho de invocación y de ensalmo en aquel discurso
lleno de inflexiones coléricas y de gritos. Era Bouckman el jamaiquino quien
hablaba de esta manera. Aunque el trueno apagara frases enteras, Ti Noel creyó
comprender que algo había ocurrido en Francia, y que unos señores muy
influyentes habían declarado que debía darse la libertad a los negros, pero que
los ricos propietarios del Cabo, que eran todos unos hideputas monárquicos, se
negaban a obedecer. Llegado a este punto, Bouckman dejó caer la lluvia sobre los
árboles durante algunos segundos, como para esperar un rayo que se abrió sobre
el mar. Entonces, cuando hubo pasado el retumbo, declaró que un Pacto se había
sellado entre los iniciados de acá y los grandes Loas del África, para que la
guerra se iniciara bajo los signos propicios. Y de las aclamaciones que ahora lo
rodeaban brotó la admonición final:
-El Dios de los blancos ordena el crimen. Nuestros dioses nos piden venganza.
Ellos conducirán nuestros brazos y nos darán la asistencia. ¡Rompan la imagen
del Dios de los blancos, que tiene sed de nuestras lágrimas; escuchemos en
nosotros mismos la llamada de la libertad!
Los delegados habían olvidado la lluvia que les corría de la barba al vientre,
endureciendo el cuero de los cinturones. Una alarida se había levantado en medio
de la tormenta. Junto a Bouckman, una negra huesuda, de largos miembros, estaba
haciendo molinetes con un machete ritual.
Fai Ogún, Fai Ogún, Fai Ogún, oh!
Damballah m'ap tiré canon!
Fai Ogún, Fai Ogún, Fai Ogún, oh!
Damballah m'ap tiré canon!
Ogún de los hierros, Ogún el guerrero, Ogún de las fraguas, Ogún mariscal, Ogún
de las lanzas, Ogún-Changó, Ogún-Kankanikán, Ogún-Batala, Ogún-Panamá,
Ogún-Bakulé, eran invocados ahora por la sacerdotisa del Radá, en medio de la
grita de sombras:
Ogún Badagrí,
General sanglant
Saizi z'orage
Ou scell’orage
Ou fait Kataonn z’ eclai?
El machete se hundió súbita mente en el vientre de un cerdo negro, que largó las
tripas y los pulmones en tres aullidos. Entonces, llamados por los nombres de
sus amos, ya que no tenían mas apellido, los delegados desfilaron de uno en uno
para untarse los labios con la sangre espumosa del cerdo, recogida en un gran
cuenco de madera. Luego, cayeron de bruces sobre el suelo mojado. Ti Noel, como
los demás, juró que obedecería siempre a Bouckman. El jamaiquino abrazó entonces
a Jean Francois, a Biassou, a Jeannot, que no habrían de volver aquella noche a
sus haciendas. El estado mayor de la sublevación estaba formado. La señal se
daría ocho días después. Era muy probable que se lograra alguna ayuda de los
colonos españoles de la otra vertiente, enemigos irreconciliables de los
franceses. Y en vista de que sería necesario redactar una proclama y nadie sabía
escribir, se pensó en la flexible pluma de oca del abate de la Haye, párroco del
Dondón, sacerdote volteriano que daba muestras de inequívocas simpatías por los
negros desde que había tomado conocimiento de la Declaración de Derechos del
Hombre.
Como la lluvia había hinchado los ríos, Ti Noel tuvo que lanzarse a nado en la
cañada verde, para estar en la caballeriza antes del despertar del mayoral. La
campana del alba lo sorprendió sentado y cantando, metido hasta la cintura en un
montón de esparto fresco, oliente a sol.
3. LA LLAMADA DE LOS CARACOLES
Monsieur Lenormand de Mezy estaba de pésimo humor desde su última visita al
Cabo, El gobernador Blanchelande, monárquico como el, se mostraba muy agriado
por las molestas divagaciones de los idiotas utopístas que se apiadaban, en
París, del destino de los negros esclavos. ¡Oh! Era muy fácil, en el Café de la
Regence, en las arcadas del Palais Royal, soñar con la igualdad de los hombres
de todas las razas, entre dos partidas de faraón. A través de vistas de puertos
de América, embellecidas por rosas de los vientos y tritones con los carrillos
hinchados; a través de los cuadros de mulatas indolentes, de lavanderas
desnudas, de siestas en platanales, grabados por Abraham Brunias y exhibidos en
Francia entre los versos de Du Parny y la profesión de fe del vicario saboyano,
era muy fácil imaginarse a Santo Domingo como el paraíso vegetal de Pablo y
Virginia, donde los melones no colgaban de las ramas de los árboles, tan sólo
porque hubieran matado a los transeúntes al caer de tan alto. Ya en mayo, la
Asamblea Constituyente, integrada por una chusma liberaloide y enciclopedista,
había acordado que se concedieran derechos políticos a los negros, hijos de
manumisos. Y ahora, ante el fantasma de una guerra civil, invocado por los
propietarios, esos ideólogos a la Estanislao de Wimpffen respondían: "Perezcan
las colonias antes que un principio."
Serian las diez de la noche cuando Monsieur Lenormand de Mezy, amargado por sus
meditaciones, salió al batey de la tabaquería con el ánimo, de forzar a alguna
de las adolescentes que a esa hora robaban hojas en los secaderos para que las
mascaran sus padres. Muy lejos, había sonado una trompa de caracol. Lo que
resultaba sorprendente, ahora, era que al lento mugido de esa concha respondían
otros en los montes y en las selvas. Y otros, rastreantes, más hacia el mar,
hacia las alquerías de Millot. Era como si todas las porcelanas de la costa,
todos los lambíes indios, todos los abrojines que servían para sujetar las
puertas, todos los caracoles que yacían, solitarios y petrificados, en el tope
de los Moles, se hubieran puesto a cantar en coro. Súbitamente, otro guamo alzó
la voz en el barracón principal de la hacienda. Otros, más aflautados,
respondieron desde la añilería, desde el secadero de tabaco, desde el establo.
Monsieur Lenormand de Mezy, alarmado, se ocultó detrás de un macizo de
buganvillas.
Todas las puertas de los barracones cayeron a la vez, derribadas desde adentro.
Armados de estacas, los esclavos rodearon las casas de los mayorales,
apoderándose de las herramientas. El contador, que había aparecido con una
pistola en la mano, fue el primero en caer, con la garganta abierta de arriba a
abajo, por una cuchara de albañil. Luego de mojarse los brazos en la sangre del
blanco, los negros corrieron hacia la vivienda principal, dando mueras a los
amos, al gobernador, al Buen Dios y a todos los franceses del mundo. Pero,
impulsados por muy largas apetencias, los más se arrojaron al sótano en busca de
licor. A golpes de pico se destriparon los barriles de escabeche. Abiertos de
duelas, los toneles largaran el morapio a borbotones, enrojeciendo las faldas de
las mujeres. Arrebatadas entre gritos y empellones, las damajuanas de
aguardiente, las bombonas de ron, se estrellaban en las paredes. Riendo y
peleando, los negros resbalaban sobre un jaboncillo de orégano, tomates
adobados, alcaparras y huevas de arenque, que clareaba, sobre el suelo de
ladrillo, el chorrear de un odrecillo de aceite rancio. Un negro desnudo se
había metido, por broma, dentro de un tinajón lleno de manteca de cerdo. Dos
viejas peleaban, en congo, por una olla de barro. Del techo se desprendían
jamones y colas de abadejo. Sin meterse en la turbamulta, Ti Noel pegó la boca,
largamente, con muchas bajadas de la nuez, a la canilla de un barril de vino
español. Luego, subió al primer piso de la vivienda, seguido de sus hijos
mayores, pues hacia mucho tiempo ya que soñaba con violar a Mademoiselle
Floridor, quien, en sus noches de tragedia, lucía aún, bajo la túnica ornada de
meandros, unos senos nada dañados por el irreparable ultraje de los años.
4. DOGÓN DENTRO DEL ARCA
Al cabo de dos días de espera en el fondo de un pozo seco, que no por su escasa
hondura era menos lóbrego, Monsieur Lenormand de Mezy, pálido de hambre y de
miedo, sacó la cara, lentamente, sobre el canto del brocal. Todo estaba en
silencio. La horda había partido hacia el Cabo, dejando incendios que tenían un
nombre cuando se buscaba con la mirada la base de columnas de humo que se
abovedaban en el cielo. Un pequeño polvorín acababa de volar hacia la
Encrucijada de los Padres. El amo se acercó a la casa, pasando junto al cadáver
hinchado del contador. Una horrible pestilencia venía de las perreras quemadas:
ahí 1os negros habían saldado una vieja cuenta pendiente, untando las puertas de
brea para que no quedara animal vivo. Monsieur Lenormand de Mezy entró en su
habitación. Mademoiselle Floridor yacía, despatarrada, sobre la alfombra, con
una hoz encajada en el vientre. Su mano muerta agarraba todavía una pata de la
cama con gesto cruelmente evocador del que hacía la damisela dormida de un
grabado licencioso que, con el título de El Sueño, adornaba la alcoba. Monsieur
Lenormand de Mezy, quebrado en sollozos, se desplomó a su lado. Luego agarró un
rosario y rezó todas las oraciones que sabía, sin olvidar la que le habían
enseñado, de niño, para la cura de los sabañones. Y así pasó varios días,
aterrorizado, sin atreverse a salir de la casa entregada, abierta de puertas a
su propia ruina, hasta que un correo a caballo frenó su montura en el traspatio
con tal brusquedad que la bestia se fue de ollares contra una ventana,
resbalando sobre chispas. Las noticias, dadas a gritos, sacaron a Monsieur
Lenormand de Mezy de su estupor. La horda estaba vencida. La cabeza del
jamaiquino Bouckman se engusanaba ya, verdosa y boquiabierta, en el preciso
lugar en que se había hecho ceniza hedionda la carne del manco Mackandal. Se
estaba organizando el exterminio total de negros, pero todavía quedaban partidas
armadas que saqueaban las viviendas solitarias. Sin poder demorarse en dar
sepultura al cadáver de su esposa, Monsieur Lenormand de Mezy se montó en la
grupa del caballo del mensajero, que salió gualtrapeando por el camino del Cabo.
A lo lejos sonó una descarga de fusilería. El correo apretó los tacones.
El amo llegó a tiempo para impedir que Ti Noel y doce esclavos más, marcados por
su hierro, fuesen amacheteados en el patio del cuartel, donde los negros, atados
de dos en dos, lomo a lomo, esperaban la muerte por armas de filo, porque era
más prudente economizar la pólvora. Eran los únicos esclavos que le quedaban y,
entre todos, valían por lo menos seis mil quinientos pesos españoles en el
mercado de La Habana. Monsieur Lenormand de Mezy clamó por los más tremendos
castigos corporales, pero pidió que se aplazara la ejecución en tanto no hubiera
hablado con el gobernador. Temblando de nerviosidad, de insomnio, de excesos de
café, Monsieur Blanchelande andaba de un extremo al otro de su despacho adornado
por un retrato de Luis XVI y de María Antonieta con el Delfín. Difícil era sacar
una orientación precisa de su desordenado monólogo, en que los vituperios a los
filósofos alternaban con citas de agoreros fragmentos de cartas suyas, enviadas
a París, y que no habían sido contestadas siquiera. La anarquía se entronizaba
en el mundo. La colonia iba a la ruina. Los negros habían violado a casi todas
las señoritas distinguidas de la Llanura. Después de haber destrozado tantos
encajes, de haberse refocilado entre tantas sábanas de hilo, de haber degollado
a tantos mayorales, ya no habría modo de contenerlos. Monsieur Blanchelande
estaba por el exterminio total y absoluto de los esclavos, así como de los
negros y mulatos libres. Todo el que tuviera sangre africana en las venas, así
fuese cuarterón, tercerón, mameluco, grifo o marabú, debía ser pasado por las
armas. Y es que no había que dejarse engañar por los gritos de admiración
lanzados por los esclavos, cuando se encendían, en Pascuas, las luminarias de
Nacimientos. Bien lo había dicho el padre Labat, luego de su primer viaje a
estas islas: los negros se comportaban como los filísteos, adorando a Dogón
dentro del Arca. El gobernador pronunció entonces una palabra a la que Monsieur
Lenormand de Mezy no había prestado, hasta entonces, la menor atención: el
Vaudoux. Ahora recordaba que, años atrás, aquel rubicundo y voluptuoso abogado
del Cabo que era Moreau de Saint Mery había recogido algunos datos sobre las
prácticas salvajes de los hechiceros de las montañas, apuntando que algunos
negros eran ofidiólatras. Este hecho, al volver a su memoria, lo llenó de
zozobra haciéndole comprender que un tambor podía significar, en ciertos casos,
algo más que una piel de chivo tensa sobre un tronco ahuecado. Los esclavos
tenían pues, una religión secreta que los alentaba y solidarizaba en sus
rebeldías. A lo mejor durante años y años, habían observado las prácticas de esa
religión en sus mismas narices, hablándose con los tambores de calendas, sin que
él lo sospechara. ¿Pero acaso una persona culta podía haberse preocupado por las
salvajes creencias de gentes que adoraban una serpiente? …
Hondamente deprimido por el pesimismo del gobernador, Monsieur Lenormand de Mezy
anduvo sin rumbo, hasta el anochecer en las calles de la ciudad. Contempló
largamente la cabeza de Bouckman, escupiéndola de insultos hasta aburrise de
repetir las mismas groserías. Estuvo un rato en la casa de la gruesa Louison,
cuyas muchachas, ceñidas de muselina blanca, se abanicaban los senos desnudos en
un patio lleno de malangas puestas en tiestos. Pero reinaba en todas partes Una
mala atmósfera. Por ello, se dirigió a la calle de los Españoles, con el ánimo
de beber en la hostería de La Corona Al ver la casa cerrada, recordó que el
cocinero Henri Christophe había dejado el negocio, poco tiempo antes, para
vestir el uniforme de artillero colonial. Desde que se había llevado la corona
de latón dorado que por tanto tiempo fuera la enseña del figón, no quedaba en el
Cabo lugar donde un caballero pudiera comer a gusto. Algo alentado por un vaso
de ron, servido en un mostrador cualquiera, Monsieur Lenormand de Mezy se puso
al habla con el patrón de una urca carbonera, inmovilizada desde hacía meses,
que levaría nuevamente las anclas, con rumbo a Santiago de Cuba, apenas se la
acabara de calafatear.
5. SANTIAGO DE CUBA
La urca había doblado el cabo del Cabo. Allá quedaba la ciudad, siempre
amenazada por los negros, sabedores ya de una ayuda en armas ofrecida por los
españoles y del calor con que ciertos jacobinos humanitarios comenzaban a
defender su causa. Mientras Ti Noel y sus compañeros, encerrados en el sollado,
sudaban sobre sacos de carbón, los viajeros de categoría sorbían las tibias
brisas del estrecho de los vientos, reunidos en la popa. Había una cantante de
la nueva compañía del Cabo, cuya fonda había sido quemada la noche de la
sublevación y a la que sólo quedaba por vestimenta el traje de una Dido
Abandonada, un músico alsaciano que había logrado salvar su clavicordio,
destemplado por el salitre, interrumpía a veces un tiempo de sonata de Juan
Federico Edelmann para ver saltar un pez volador sobre un banco de almejas
amarillas. Un marqués monárquico, dos oficiales republicanos, una encajera y un
cura italiano, que había cargado con la custodia de la iglesia, completaban el
pasaje de la embarcación.
La noche de su llegada a Santiago, Monsieur Lenormand de Mezy se fue
directamente el Tívoli, el teatro de guano construido recientemente por los
primeros refugiados franceses, pues las bodegas cubanas, con sus mosqueros y sus
burros arrendados en la entrada, le repugnaban. Después de tantas angustias, de
tantos miedos, de tan grandes cambios, halló en aquel café concierto una
atmósfera reconfortante. Las mejores mesas estaban ocupadas por viejos amigos
suyos, propietarios que, como él, habían huido ante los machetes afilados con
melaza. Pero lo raro era que, despojados de sus fortunas, arruinados, con media
familia extraviada y las hijas convalecientes de violaciones de negros -que no
era poco decir-, los antiguos colonos, lejos de lamentarse, estaban como
rejuvenecidos. Mientras otros, más previsores en lo de sacar dinero de Santo
Domingo, pasaban a la Nueva Orleáns o fomentaban nuevos cafetales en Cuba, los
que nada habían podido salvar se regodeaban eh su desorden, en su vivir al día,
en su ausencia de obligaciones, tratando, por el momento, de hallar el placer en
todo. El viudo redescubría las ventajas del celibato; .la esposa respetable se
daba al adulterio con entusiasmo de inventor; los militares se gozaban con la
ausencia de dianas; las señoritas protestantes conocían el halago del escenario,
luciéndose con arrebol y lunares en la cara. Todas las jerarquías burguesas de
la colonia habían caído. Lo que más importaba ahora era tocar la trompeta,
bordar un trío de minué con el oboe, y hasta golpear el triángulo a compás, para
hacer sonar la orquesta del Tívoli. Los notarios de otros tiempos copiaban
papeles de música; los recaudadores de impuestos pintaban decoraciones de veinte
columnas salomónicas en lienzo de doce palmos. En las horas de ensayos, cuando
todo Santiago dormía la siesta tras sus rejas de madera y puertas claveteadas,
junto a las polvorientas tarascas del último Corpus, no era raro oír a una
matrona, ayer famosa por su devoción, cantando con desmayados ademanes:
Sous ses lois Famour veut qu'on jouisse,
D'un botiheur qui jamáis ne finisse!...
Ahora se anunciaba un gran baile de pastores -de estilo ya muy envejecido en
París-, para cuyo vestuario habían colaborado en común todos los baúles salvados
del saqueo de los negros. Los camerines de hoja de palma real propiciaban
deliciosos encuentros, mientras algún marido barítono, muy posesionado de su
papel, era inmovilizado en la escena por el aria de bravura del Desertor de
Monsigny. Por vez primera se escuchaban en Santiago de Cuba músicas de pasapiés
y de contradanzas. Las últimas pelucas del siglo, llevadas por las hijas de los
colonos, giraban al son de minués vivos que ya anunciaban el vals. Un viento de
licencia, de fantasía, de desorden, soplaba en la ciudad. Los jóvenes criollos
Comenzaban a copiar las modas de los emigrados, dejando para los Cabildantes del
Ayuntamiento el uso de las siempre retrasadas vestimentas españolas. Ciertas
damas cubanas tomaban clase de urbanidad francesa, a hurtadillas de sus
confesores, y se adiestraban en el arte de presentar el pie para lucir primoroso
el calzado. Por las noches, cuando asistía al final del espectáculo con muchas
copas detrás de la pechera, Monsieur Lenormand de Mezy se levantaba con los
demás para cantar, según la costumbre establecida por los mismos refugiados, el
Himno de San Luis y la Marsellesa.
Ocioso, sin poder poner el espíritu en ninguna idea de negocios, Monsieur
Lenormand de Mezy empezó a compartir su tiempo entre los naipes y la oración. Se
deshacía de sus esclavos, uno tras del otro, para jugarse el dinero en cualquier
garito, pagar sus cuentas pendientes en el Tívoli, o llevarse negras, de las que
hacían el negocio del puerto con nardos hincados en las pasas. Pero, a la vez,
viendo que el espejo lo envejecía de semana en semana, empezaba a temer la
inminente llamada de Dios. Masón en otros tiempos, desconfiaba ahora de los
triángulos noveleros. Por ello, acompañado por Ti Noel, solía pasarse largas
horas, gimiendo y sonándose jaculatorias, en la catedral de Santiago. El negro,
entretanto, dormía bajo el retrato de un obispo o asistía al ensayo de algún
villancico, dirigido por un anciano gritón, seco y renegrido, al que llamaban
don Esteban Salas. Era realmente imposible comprender por qué ese maestro de
capilla, al que todos parecían respetar sin embargo, se empeñaba en hacer entrar
a sus coristas en el canto general de manera escalonada, cantando los unos lo
que otros habían cantado antes, armándose un guirigay de voces capaz de indignar
a cualquiera. Pero aquello era, sin duda, de agrado del pertiguero, personaje al
que Ti Noel atribuía una gran autoridad eclesiástica, puesto que andaba armado y
con pantalones como los hombres. A pesar de esas sinfonías discordantes que don
Esteban Salas enriquecía con bajones, trompas y atiplados de seises, el negro
hallaba en las iglesias españolas un calor de vodú que nunca había hallado en
los templos sansulpicianos del Cabo. Los oros del barroco, las cabelleras
humanas de los Cristos, el misterio de los confesionarios recargados de
molduras, el can de los dominicos, los dragones aplastados por santos pies, el
cerdo de San Antón, el color quebrado de San Benito, las Vírgenes negras, los
San Jorge con coturnos y juboncillos de actores de tragedia francesa, los
instrumentos pastoriles tañidos en noches de pascuas, tenían una fuerza
envolvente, un poder de seducción, por presencias, símbolos, atributos y signos,
parecidos al que se desprendía de los altares de los houmforts consagrados a
Damballah, el Dios Serpiente. Además, Santiago es Ogún Fai, el mariscal de las
tormentas, a cuyo conjuro se habían alzado los hombres de Bouckman. Por ello, Ti
Noel, a modo de oración, le recitaba a menudo un viejo canto oído a Mackandal:
Santiago, soy hijo de la guerra:
Santiago,
¿no ves que soy hijo de la guerra?
6. LA NAVE DE LOS PERROS
Una mañana el puerto de Santiago se llenó de ladridos. Encadenados unos a otros,
rabiando y amenazando tras del bozal, tratando de morder a sus guardianes y de
morderse unos a otros, lanzándose hacia las gentes asomadas a las rejas,
mordiendo y volviendo a morder sin poder morder, centenares de perros eran
metidos, a latigazos, en las bodegas de un velero. Y llegaban otros perros, y
otros más, conducidos por mayorales de fincas, guajiros y monteros de altas
botas. Ti Noel, que acababa de comprar un pargo por encargo del amo, se acercó a
la rara embarcación, en la que seguían entrando mastines por docenas, contados,
al paso por un oficial francés que movía rápidamente las bolas de un ábaco.
-¿Adonde los llevan? -gritó Tí Noel a un marinero mulato que estaba desdoblando
una red para cerrar una escotilla.
-¡A comer negros! -carcajeó el otro, por encima de los ladridos.
Esta respuesta, dada en creóle, fue toda una revelación para Ti Noel. Echó a
correr calles arriba, hacia la catedral, en cuyo atrio solían encontrarse otros
negros franceses que aguardaban a que sus amos salieran de misa. Precisamente la
familia Dufrené, perdida toda esperanza de conservar sus tierras, había llegado
a Santiago tres días antes, luego de abandonar la hacienda hecha famosa por la
captura de Mackandal. Los negros de Dufrené traían grandes noticias del Cabo.
Desde el momento de embarcar, Paulina se había sentido un poco reina a bordo de
aquella fragata cargada de tropas que navegaba ahora hacia las Antillas,
llevando en el crujido del cordaje el compás de olas de ancho regazo. Su amante,
el actor Lafont, la había familiarizado con los papeles de soberana, rugiendo
para ella los versos más reales de Bayaceto y de Mitrídates. Muy desmemoriada,
Paulina recordaba vagamente algo del Helesponto blanqueando bajo nuestros remos,
que rimaba bastante bien con la estela de espuma dejada por El Océano, abierto
de velas en un tremolar de gallardetes. Pero ahora cada cambio de brisa se
llevaba varios alejandrinos. Después de haber demorado la partida de todo un
ejército con su capricho inocente de viajar de París a Brest en una litera de
brazos, tenía que pensar en cosas más importantes. En banastas lacradas se
guardaban pañuelos traídos de la Isla Mauricio, los corseletes pastoriles, las
faldas de muselina rayada, que iba a estrenarse en el primer día de calor, bien
instruida como lo estaba, en cuanto a las modas de la colonia, por la duquesa de
Abrantés. En suma, aquel viaje no resultaba tan aburrido. La primera misa dicha
por el capellán desde lo alto del castillo de proa a la salida de los malos
tiempos del Golfo de Gascuña, había reunido a todos los oficiales en uniforme de
aparato en torno al general Leclerc, su esposo. Los había de una esplendida
traza, y Paulina, buena catadora de varones, a pesar de su juventud, se sentía
deliciosamente halagada por la creciente codicia que ocultaban las reverencias y
cuidados de que era objeto. Sabía que cuando los faroles se mecían en lo alto de
los mástiles, en las noches cada vez más estrelladas, centenares de hombres
soñaban con ella en camarotes, castillos y sollados. Por eso era tan aficionada
a fingir que meditaba, cada mañana, en la proa de la fragata, junto a la amura
del trinquete, dejándose despeinar por un viento que le pegaba el vestido al
cuerpo, revelando la soberbia apostura de sus senos.
Algunos días después de pasar por el Canal de las Azores y contemplar, en la
lejanía, las blancas capillas portuguesas de las aldeas, Paulina descubrió que
el mar se estaba renovando. Ahora se ornaba de racimos de uvas amarillas, que
derivaban hacia el este; traía agujones como hechos de un cristal verde; medusas
semejantes a vejigas azules, que arrastraban largos filamentos encarnados; peces
dientusos, de mala espina, y calamares que parecían enredarse en velos de novia
de difusas vaguedades. Pero ya se había entrado en un calor que desabrochaba a
los brillantes oficiales, a los que Leclerc, para poder hacer otro tanto, dejaba
andar despechugados, con las casacas abiertas. Una noche particularmente
sofocante, Paulina abandonó su camarote, envuelta en una dormilona, y fue a
acostarse sobre la cubierta del alcázar, que había sido reservada a sus largas
siestas. El mar era verdecido por extrañas fosforescencias. Un leve frescor
parecía descender de estrellas que cada singladura acrecía. Al alba, el vigía
descubrió, con grato desasosiego, la presencia de una mujer desnuda, dormida
sobre una vela doblada, a la sombra del foque de mesana. Creyendo que se trataba
de una de las cameristas, estuvo a punto de deslizarse hacia ella por una
maroma. Pero un gesto de la durmiente, anunciador del pronto despertar, le
reveló que contemplaba el cuerpo de Paulina Bonaparte. Ella se froto los ojos,
riendo como un niño, toda erizada por el alisio mañanero, y, creyéndose
protegida de las miradas por las lonas que le ocultaban el resto de la cubierta,
se vació varios baldes de agua dulce sobre los hombros. Desde aquella noche
durmió siempre al aire libre, y de tantos fue conocido su generoso descuido que
hasta el seco Monsieur d'Esmenard, encargado de organizar la policía represiva
de Santo Domingo, llegó a soñar despierto ante su academia, evocando en su honor
la Galatea de los griegos.
La revelación de la Ciudad del Cabo y de la Llanura del Norte, con su fondo de
montañas difuminadas por el vaho de los plantíos de cañas de azúcar, encantó a
Paulina, que había leído los amores de Pablo y Virginia y conocía una linda
cortradanza criolla, de ritmo extraño, publicada en París en la calle del
Salmón, bajo el título de La Insular. Sintiéndose algo ave del paraíso, algo
pájaro lira, bajo sus faldas de muselina, descubría la finura de helechos
nuevos, la parda jugosidad de los nísperos, el tamaño de hojas que podían
doblarse como abanicos. En las noches, Leclerc le hablaba, con el ceño fruncido,
de sublevaciones de esclavos, de dificultades con los colonos monárquicos, de
amenazas de toda índole. Previendo peligros mayores, había mandado comprar una
casa en la Isla de la Tortuga. Pero Paulina no le prestaba mucha atención.
Seguía enterneciéndose con Un negro como hay pocos blancos, la lacrimosa novela
de Joseph Lavalée, y gozando despreocupadamente de aquel lujo, de aquella
abundancia que nunca había conocido en su niñez, demasiado llena higos secos, de
quesos de cabra, de aceitunas rancias. Vivía no lejos de la Parroquial Mayor en
una vasta casa de cantería blanca, rodeada de umbroso jardín. Al amparo de los
tamarindos, había hecho cavar una piscina revestida de mosaico azul, en la que
se bañaba desnuda. Al principio se hacía dar masajes por sus cameristas
francesas; pero pensó un día que la mano de un hombre sería más vigorosa y
ancha, y se aseguró los servicios de Solimán, antiguo camarero de una casa de
baño, quien, además de cuidar de su cuerpo, la frotaba con cremas de almendra,
la depilaba y le pulía las uñas de los pies. Cuando se hacía bañar por él,
Paulina sentía un placer maligno en rozar, dentro del agua de la piscina, los
duros flancos de aquel servidor a quien sabía eternamente atormentado por el
deseo, y que la miraba siempre de soslayo, con una falsa mansedumbre de perro
muy ardido por la tralla. Solía pegarle con una rama verde, sin hacerle daño,
riendo de sus visajes de fingí do dolor. A la verdad, le estaba agradecida por
la enamorada solicitud que ponía en todo lo que fuera atención a su belleza. Por
eso permitía a veces que el negro, en recompensa de un encargo prestamente
cumplido o de una comunión bien hecha, le besara las piernas, de rodillas en el
suelo, con gesto que Bernardino de Saint-Pierre hubiera interpretado como
símbolo de la noble gratitud de un alma sencilla ante los generosos empeños de
la ilustración.
Y así iba pasando el tiempo, entre siestas y desperezos, creyéndose un poco
Virginia, un poco Atala, a pesar de que a veces, cuando Leclerc andaba por el
sur, se solazara con el ardor juvenil de algún guapo oficial. Pero una
tarde, el peluquero francés que la peinaba con ayuda de cuatro operarios negros,
se desplomó en su presencia, vomitando una sangre hedionda a medio coagular. Con
su corpiño moteado de plata, un horroroso aguafiestas había comenzado a zumbar
en el ensueño tropical de Paulina Bonaparte.
7. SAN TRASTORNO
A la mañana siguiente, instada por Leclerc que acababa de atravesar pueblos
diezmados por la epidemia, Paulina huyó a la Tortuga seguida por el negro
Solimán y las camaristas cargadas de hatos. Los primeros días se distrajo
bañándose en una ensenada arenosa y hojeando las memorias del cirujano Alejandro
Oliverio Oexmelin, que tan bien había conocido los hábitos y fechorías de los
corsarios y bucaneros de América, de cuya turbulenta vida en la isla quedaban
las ruinas de una fea fortaleza. Se reía cuando el espejo de su alcoba le
revelaba que su tez bronceada por el sol, se había vuelto la de espléndida
mulata. Pero aquel descanso fue de corta duración. Una tarde. Leclerc desembarcó
en la Tortuga con el cuerpo destemplado por siniestros escalofríos. Sus ojos
estaban amarillos. El médico militar que lo acompañaba le hizo administrar
fuertes dosis de ruibarbo.
Paulina estaba aterrorizada. A su mente volvían imágenes, muy desdibujadas, de
una epidemia de cólera en Ajaccio. Los ataúdes que salían de las casas en
hombros de hombres negros; las viudas veladas de negro, que aullaban al pie de
las higueras; las hijas, vestidas de negro, que se querían arrojar a las tumbas
de los padres, y a quienes había que sacar de los cementerios a rastras. De
pronto se sentía angustiada por la sensación de encierro que había tenido muchas
veces, en la infancia. La Tortuga, con su tierra reseca, sus peñas rojizas, sus
eriales de cactos y chicharras, su mar siempre visible, se le asemejaba, en
estos momentos, a la isla natal. No había fuga posible. Detrás de aquella puerta
estorbaba un hombre que había tenido la torpeza de traer la muerte apretada
entre los entorchados. Convencida del fracaso de los médicos, Paulina escuchó
entonces los consejos de Solimán, que recomendaba sahumerios de incienso,
índigo, cáscaras de limón, y oraciones que tenían poderes extraordinarios como
la del Gran Juez, la de San Jorge y la de San Trastorno. Dejó lavar las puertas
de la casa con plantas aromáticas y desechos de tabaco. Se arrodilló a los pies
del crucifijo de madera obscura, con una devoción aparatosa y un poco campesina
gritando con el negro, al final de cada rezo: Malo, Presto, Pasto, E f facio,
Amén. Además aquellos ensalmos, lo de hincar clavos en cruz en el tronco de un
limonero, revolvían en ella un fondo de vieja sangre corsa, más cercano de la
viviente cosmogonía del negro que de las mentiras del Directorio, en cuyo
descreimiento había cobrado conciencia de existir Ahora se arrepentía de haberse
burlado tan a menudo de las cosas santas por seguir las modas del día. La agonía
de Leclerc, acreciendo su miedo, la hizo avanzar más aún hacia el mundo de
poderes que Solimán invocaba con sus conjuros, en verdadero amo de la isla,
único defensor posible contra el azote de la otra orilla, único doctor probable
ante la inutilidad de los recetarios. Para evitar que los miasmas malignos
atravesaran el agua, el negro ponía a bogar pequeños barcos, hechos de un medio
coco, todos empavesados con cintas sacadas del costurero de Paulina, que eran
otros tantos tributos a Aguasú. Señor del Mar. Una mañana, Paulina descubrió un
gálibo de barco de guerra en la impedimenta de Leclerc. Corriendo lo llevo a la
playa, para que Solimán añadiera esa obra de arte a sus ofrendas. Había que
defenderse de la enfermedad por todos los medios: promesas, penitencias,
cilicios, ayunos, invocaciones a quien las escuchara, aunque a veces parara la
oreja velluda el Falso Enemigo de su infancia. Súbitamente, Paulina comenzó a
andar por la casa de manera extraña, evitando poner los pies sobre la
intersección de las losas, que sólo se cortaban en cuadro -era cosa sabida- por
impía instigación de los francmasones, deseosos de que los hombres pisaran la
cruz a todas horas del día. Ya no eran esencias odorantes, frescas aguas de
menta, las que Solimán derramaba sobre su pecho, sino untos de aguardiente,
semillas machacadas, zumos pringosos y sangre de aves. Una mañana, las
camaristas francesas descubrieron con espanto, que el negro ejecutaba una
extraña danza en torno a Paulina, arrodillada en el piso, con la cabellera
suelta. Sin más vestimenta que un cinturón del que colgaba un pañuelo blanco a
modo de cubre sexo, el cuello adornado de collares azules y rojos, Solimán
saltaba como un pájaro, blandiendo un machete enmohecido. Ambos lanzaban gemidos
largos, como sacados del fondo del pecho, que parecían aullidos de perro en
noche de luna. Un gallo degollado aleteaba todavía sobre un reguero de granos de
maíz. Al ver que una de las fámulas contemplaba la escena, el negro, furioso,
cerró la puerta de un puntapié. Aquella tarde, varias imágenes de santos
aparecieron colgadas de las vigas del techo, con la cabeza abajo. Solimán no se
separaba ya de Paulina, durmiendo en su alcoba sobre una alfombra encarnada.
La muerte de Leclerc, agarrado por el vómito negro, llevó a Paulina a los
umbrales de la demencia. Ahora el trópico se le hacia abominable, con sus
buitres pacientes que se instalaban en los techos de las casas donde alguien
sudaba la agonía. Luego de hacer colocar el cadáver de su esposo, vestido con
uniforme de gala, dentro de una caja de madera de cedro, Paulina se embarcó
presurosamente a bordo del Swítshure, enflaquecida, ojerosa, con el pecho
cubierto de escapularios. Pero pronto el viento del este, la sensación de que
París crecía delante de 1a proa, el salitre que iba mordiendo la argollas del
ataúd, empezaron a quitar cilicios a la joven viuda. Y una tarde en que la mar
picada hacía crujir tremendamente los maderos de la quilla, sus velos de luto se
enredaron en las espuelas de un joven oficial, especialmente encargado de honrar
y custodiar los restos del general Leclerc. En la cesta que contenía sus ajados
disfraces de criolla viajaba un amuleto a Papá Legba, trabajado por Solimán,
destinado a abrir a Paulina Bonaparte todos los caminos que la condujeron a
Roma.
La partida de Paulina señaló el ocaso de toda sensatez en la colonia. Con el
gobierno de Rochambeau los últimos propietarios de la Llanura, perdida la
esperanza de volver al bienestar de antaño, se entregaron a una vasta orgía sin
coto ni tregua. Nadie hacía caso de los relojes, ni las noches terminaban porque
hubiera amanecido. Había que agotar el vino, extenuar la carne, estar de regreso
del placer antes de que una catástrofe acabara con una posibilidad de goce. El
gobernador dispensaba favores a cambio de mujeres. Las damas del Cabo se mofaron
del edicto del difunto Leclerc, disponiendo que "las mujeres blancas que se
hubiesen prostituido con negros fuesen devueltas a Francia, cualquiera que fuese
su rango". Muchas hembras se dieron al tribadismo, exhibiéndose en los bailes
con mulatas que llamaban sus cocottes. Las hijas de esclavos eran forzadas en
plena infancia. Por ese camino se llegó muy pronto al horror. Los días de
fiesta, Rochambeau comenzó a hacer devorar negros por sus perros, y cuando los
colmillos no se decidían a lacerar un cuerpo humano, en presencia de tantas
brillantes personas vestidas de seda, se hería a la victima con una espada, para
que la sangre corriera, bien apetitosa. Estimando que con ello los negros se
estarían quietos, el gobernador había mandado a buscar centenares de mastines a
Cuba:
- On leur fera bouffer du noir!
El día que la nave vista por Ti Noel entro en la rada del Cabo, se emparejó con
otro velero que venía de la Martinica, cargado de serpientes venenosas que el
general quería soltar en la Llanura para que mordiera a los campesinos que
vivían en casas aisladas y daban ayuda a los cimarrones del monte. Pero esas
serpientes, criaturas de Damballah, habrían de morir sin haber puesto huevos,
desapareciendo al mismo tiempo que los últimos colonos del antiguo régimen.
Ahora, los Grandes Loas favorecían las armas negras. Ganaban batallas quienes
tuvieran dioses guerreros que invocar. Ogún Badagrí guiaba las cargas al arma
blanca contra las últimas trincheras de la Diosa Razón. Y, como en todos los
combates que realmente merecen ser recordados porque alguien detuviera el sol o
derribara murallas con una trompeta, hubo, en aquellos días, hombres que
cerraron con el pecho desnudo las bocas de cañones enemigos y hombres que
tuvieron poderes para apartar de su cuerpo el plomo de los fusiles. Fue entonces
cuando aparecieron en los campos unos sacerdotes negros, sin tonsura ni
ordenación, que llamaban los Padres de la Sabana. En lo de decir latines sobre
el jergón de un agonizante eran tan sabios como los curas franceses. Pero se les
entendía mejor, porque cuando recitaban el Padre Nuestro o el Avemaría sabían
dar al texto acentos e inflexiones que eran semejantes a las de otros himnos por
todos sabidos. Por fin ciertos asuntos de vivos y de muertos empezaban a
tratarse en familia.
III
"En todas partes se encontraban coronas reales, de oro, entre las cuales
había unas tan gruesas, que apenas si podían levantarse del suelo," '
Karl Ritter, testigo del saqueo de Sans-Souci.
1. LOS SIGNOS
Un negro, viejo pero firme aún sobre sus pies juanetudos y escamados, abandonó
la goleta recién atracada al muelle de Saint-Marc. Muy lejos, hacia el Norte,
una cresta de montañas dibujaba, con un azul apenas más obscuro que el del
cielo, un contorno conocido. Sin esperar más, Ti Noel agarró un grueso palo de
guayacán y salió de la ciudad. Ya estaban lejos los días en que un terrateniente
santiaguero lo ganara por un órdago de mus a Monsieur Lenormand de Mezy, muerto
poco después en la mayor miseria. Bajo la mano de su amo criollo había conocido
una vida mucho más llevadera que la impuesta antaño a sus esclavos por los
franceses de la Llanura del Norte. Así, guardan las monedas que el amo le había
dado aguinaldo, año tras año, había logrado pagar la suma que le exigiera el
patrón de un barco pesquero para viajar en cubierta. Aunque marcado por dos
hierros, Ti Noel era un hombre libre. Andaba ahora sobre una tierra en que la
esclavitud había sido abolida para siempre.
En su primera jornada de marcha alcanzó las riberas del Artibonite; tumbándose
al amparo de un árbol para hacer noche. Al amanecer echó a andar de nuevo,
siguiendo un camino que se alargaba entre parras silvestres y bambúes. Los
hombres que lavaban caballos le gritaban cosas que no entendía muy bien, pero a
las que respondía a su manera, hablando de lo que se le antojara. Además, Ti
Noel nunca estaba solo aunque estuviese solo. Desde hacía mucho tiempo había
adquirido el arte de conversar con las sillas, las ollas, o bien con una vaca,
una guitarra, o con su propia sombra. Aquí la gente era alegre. Pero, a la
vuelta de un sendero, las plantas y los árboles parecieron secarse, haciéndose
esqueletos de plantas y de árboles, sobre una tierra que, de roja y grumosa,
había pasado a ser como de polvo de sótano. Ya no se veían cementerios claros,
con sus pequeños sepulcros de yeso blanco, como templos clásicos del tamaño de
perreras. Aquí los muertos se enterraban a orillas del camino, en una llanura
callada y hostil, invadida por cactos y aromos. A veces, una cobija abandonada
sobre sus cuatro horcones significaba una huida de los habitantes ante miasmas
malévolos. Todas las vegetaciones que ahí crecían tenían filos, dardos, púas y
leches para hacer daño. Los pocos hombres que Ti Noel se encontraba no
respondían al saludo, siguiendo con los ojos pegados al suelo, como el hocico de
sus perros. De pronto el negro se detuvo, respirando hondamente. Un chivo,
ahorcado, colgaba de un árbol vestido de espinas. El suelo se había llenado de
advertencias: tres piedras en semicírculo, con una ramita quebrada en ojiva a
modo de puerta. Más adelante, varios pollos negros, atados por una pata, se
mecían, cabeza abajo, a lo largo de una rama grasienta. Por fin, al cabo de los
Signos, un árbol particularmente malvado, de tronco erizado de agujas negras, se
veía rodeado de ofrendas. Entre sus raíces habían encajado -retorcidas,
sarmentosas, despitorradas- varias Muletas de Legba, el Señor de los Caminos. Ti
Noel cayó de rodillas y dio gracias al cielo por haberle concedido el júbilo de
regrresar a la tierra de los Grande Pactos. Porque él sabía-y lo sabían todos
los negros franceses de Santiago de Cuba- que el triunfo de Dessalines se debía
a una preparación tremenda, en la que habían intervenido Loco, Petro, Ogún
Ferraille, Brise-Pimba, Caplaou-Pimba, Marinette Bois-Cheche y todas las
divinidades de la pólvora y del fuego, en una serie de caídas en posesión de una
violencia tan terrible que ciertos hombres habían sido lanzados al aire o
golpeados contra el suelo por los conjuros. Luego, la sangre, la pólvora, la
harina de trigo y el polvo del café se habían amasado hasta constituir la
Levadura capaz de hacer volver la cabeza a los antepasados, mientras latían los
tambores consagrados y se entrechocaban sobre una hoguera los hierros de los
iniciados. En el colmo de la exaltación, un inspirado se había montado sobre las
espaldas de dos hombres que relinchaban, trabados en piafante perfil de
centauro, descendiendo, como a galope de caballo, hacia el mar que, más allá de
la noche, más allá de muchas noches, lamía las fronteras del mundo de los Altos
Poderes.
2. SANS-SOUCI
Al cabo de varios días de marcha, Ti Noel comenzó a reconocer ciertos lugares.
Por el sabor del agua, supo que se había bañado muchas veces, pero más abajo, en
aquel arroyo que serpeaba hacia la costa. Pasó cerca de la caverna en que
Mackandal otrora, hiciera macerar sus plantas venenosas. Cada vez más
impaciente, descendió por angosto valle de Dondón, hasta desembocar en la
Llanura del Norte. Entonces, siguiendo la orilla del mar, se encaminó hacia la
antigua hacienda de Lenormand de Mezy.
Por las tres ceibas situadas en vértices de triángulo comprendió que había
llegado. Pero ahí no quedaba nada: ni añilería, ni secaderos, ni establos, ni
bucanes. De la casa, una chimenea de ladrillos que habían cubierto las yedras de
antaño, ya degeneradas por tanto sol sin sombra; de los almacenes, unas losas
encajadas en el barro; de la capilla, el gallo de hierro de la, veleta. Aquí y
allá se erguían pedazos de pared, que parecían gruesas letras rotas. Los pinos,
las parras, los árboles de Europa, habían desaparecido, así como la huerta
donde, en otros tiempos, había comenzado a blanquear el espárrago, a espesarse
el corazón de la alcachofa, entre un respiro de menta y otro de mejorana. La
hacienda toda estaba hecha un erial atravesado por un camino. Tí Noel se sentó
sobre una de las piedras esquineras de la antigua vivienda, ahora piedra como
otra cualquiera para quien no recordase tanto. Estaba hablando con las hormigas
cuando un ruido inesperado le hizo volver la cabeza. Hacia él venían, a todo
trote, varios jinetes de uniformes resplandecientes, con dormanes azules
cubiertos de agujetas y paramentos, cuello de pasamanería, entorchados de mucho
fleco, pantalones de gamuza galonada, chacos con penacho de plumas celeste y
botas a lo húsar. Habituado a los sencillos uniformes coloniales españoles, Ti
Noel descubría de pronto, con asombro, las pompas de un estilo napoleónico, que
los hombres de su raza habían llevado a un grado de boato ignorado por los
mismos generales del Corso. Los oficiales pasaron por su lado, como metidos en
una nube de polvo de oro, alejándose hacia Millot. El viejo, fascinado, siguió
el rastro de sus caballos en la tierra del camino.
Al salir de una arboleda tuvo la impresión de penetrar en un suntuoso vergel.
Todas las tierras que rodeaban el pueblo de Millot estaban cuidadas como huerta
de alquería, con sus acequias a escuadra, con sus camellones verdecidos de
posturas tiernas. Mucha gente trabajaba en esos campos, bajo la vigilancia de
soldados armados de látigos que, de cuando en cuando, lanzaban un guijarro a un
perezoso. "Presos", pensó Ti Noel, al ver que los guardianes eran negros, pero
que los trabajadores también eran negros, lo cual contrariaba ciertas nociones
que había adquirido en Santiago de Cuba, las noches en que había podido
concurrir a alguna fiesta de tumbas y catás en el Cabildo de Negros Franceses.
Pero ahora el viejo se había detenido, maravillado por el espectáculo más
inesperado, más imponente que hubiera visto en su larga existencia. Sobre un
fondo de montañas estriadas de violado por gargantas profundas se alzaba un
palacio rosado, un alcázar de ventanas arqueadas, hecho casi aéreo por el alto
zócalo de una escalinata de piedra. A un lado había largos cobertizos tejados,
que debían de ser las dependencias, los cuarteles y las caballerizas. Al otro
lado, un edificio redondo, coronado por una cúpula asentada en blancas columnas,
del que salían varios sacerdotes de sobrepelliz. A medida que se iba acercando,
Tí Noel descubría terrazas, estatuas, arcadas, jardines, pérgolas, arroyos
artificiales y laberintos de boj. Al pie de pilastras macizas, que sostenían un
gran sol de madera negra, montaban la guardia dos leones de bronce. Por la
explanada de honor iban y venían, en gran tráfago, militares vestidos de blanco,
jóvenes capitanes de bicornio, todos constelados de reflejos, sonándose el sable
sobre los muslos. Una ventana abierta descubría el trabajo de una orquesta de
baile en pleno ensayo. A las ventanas del palacio asomábanse damas coronadas de
plumas, con el abundante pecho alzado por el talle demasiado alto de los
vestidos a la moda. En un patio, dos cocheros de librea daban esponja a una
carroza enorme, totalmente dorada, cubierta de soles en relieve. Al pasar frente
al edificio circular del que habían salido los sacerdotes, Ti Noel vio que se
trataba de una iglesia, llena de cortinas, estandartes y baldaquines, que
albergaba una alta imagen de la Inmaculada Concepción.
Pero lo que más asombraba a Ti Noel era el descubrimiento de que ese mundo
prodigioso, como no lo habían conocido los gobernadores franceses del Cabo, era
un mundo de negros. Porque negras eran aquellas honrosas señoras, de firme
nalgatorio, que ahora bailaban la rueda en torno a una fuente de tritones;
negros aquellos dos ministros de medias blancas, que descendían, con la cartera
de becerro debajo del brazo, la escalinata de honor; negro aquel cocinero, con
co1a de armiño en el bonete, que recibía un venado de hombros de varios aldeanos
conducidos por el Montero Mayor; negros aquellos húsares que trotaban en el
picadero; negro aquel Gran Copero, de cadena de plata al cuello, que
contemplaba, en compañía del Gran Maestre de Cetrería, los ensayos de actores
negros en un teatro de verdura, negros aquellos lacayos de peluca blanca, cuyos
botones dorados eran contados por un mayordomo de verde chaqueta, negra, en fin,
y bien negra, era la Inmaculada Concepción que se erguía sobre el altar de la
capilla, sonriendo dulcemente a los músicos negros que ensayaban un salve. Ti
Noel comprendió que se hallaba e Sans-Souci, la residencia predilecta del rey
Henri Christophe, aquel que fuera antaño cocinero en la calle de los Españoles,
dueño del albergue de La Corona, y que hoy fundía monedas con sus iniciales,
sobre la orgullosa divisa de Dios, mi causa y mí espada.
El viejo recibió un tremendo palo en el lomo. Antes de que le fuese dado
protestar, un guardia lo estaba conduciendo, a puntapiés en el trasero, hacia
uno de los cuarteles. Al verse encerrado en una celda, Ti Noel comenzó a gritar
que conocía personalmente a Henri Christophe, y hasta creía saber que se había
casado desde entonces con María Luisa Coidavid, sobrina de una encajera liberta
que iba a menudo a la hacienda de Lenormand de Mezy. Pero nadie le hizo caso.
Por la tarde se le llevó, con otros presos, hasta el pie del Gorro del Obispo,
donde había grandes montones de materiales de construcción. Le entregaron un
ladrillo.
-jSúbelo!... ¡Y vuelve por otro!
-Estoy muy viejo.
Ti Noel recibió un garrotazo en el cráneo. Sin objetar más, emprendió la
ascensión de la empinada montaña, metiéndose en una larga fila de niños, de
muchachas embarazadas, de mujeres y de ancianos, que también llevaban un
ladrillo en la mano. El viejo volvió la cabeza hacia Millot. En el atardecer, el
palacio parecía más rosado que antes. Junto a un busto de Paulina Bonaparte, que
había adornado antaño su casa del Cabo, las princesitas Atenais y Amatista,
vestidas de raso alamarado, jugaban al volante. Un poco más lejos, el capellán
de la reina -único semblante claro en el cuadro- leía las Vidas Paralelas de
Plutarco al príncipe heredero, bajo la mirada complacida de Henri Christophe,
que paseaba, seguido de sus ministros, por los jardines de la reina. De paso, Su
Majestad agarraba distraídamente una rosa blanca, recién abierta sobre los bojes
que perfilaban una corona y un ave fénix al pie de las alegorías de mármol.
3. EL SACRIFICIO DE LOS TOROS
En la cima del Gorro del Obispo, hincada de andamios, se alzaba aquella segunda
montaña -montaña sobre montaña- que era la Ciudadela La Ferriére. Una prodigiosa
generación de hongos encarnados, con lisura y cerrazón de brocado, trepaba ya a
los flancos de la torre mayor -después de haber vestido los espolones y
estribos-, ensanchando perfiles de pólipos sobre las murallas de color de
almagre. En aquella mole de ladrillos tostados, levantada más arriba de las
nubes con tales proporciones que las perspectivas desafiaban los hábitos de la
mirada, se ahondaban túneles, corredores, caminos secretos y chimeneas, en
sombras espesas. Una luz de acuario, glauca, verdosa, teñida por los helechos
que se unían ya en el vacío, descendía sobre un vaho de humedad de lo alto de
las troneras y respiraderos. Las escaleras del infierno comunicaban tres
baterías principales con la santabárbara, la capilla de los artilleros, las
cocinas, los aljibes, las fraguas, la fundición, las mazmorras. En medio del
patio de armas, varios toros eran degollados, cada día, para amasar con su
sangre una mezcla que haría la fortaleza invulnerable. Hacia el mar, dominando
el vertiginoso panorama de la Llanura, los obreros enyesaban ya las estancias de
la Casa Real, los departamentos de mujeres, los comedores, los billares. Sobre
ejes de carretas empotrados en las murallas se afianzaban los puentes volantes
por los cuales el ladrillo y la piedra eran llevados a las terrazas cimeras,
tendidas entre abismos de dentro y de fuera que ponían el vértigo en el vientre
de los edificadores. A menudo un negro desaparecía en el vacío, llevándose una
batea de argamasa. Al punto llegaba otro, sin que nadie pensara más en el caído.
Centenares de hombres trabajaban en las entrañas de aquella inmensa
construcción, siempre espiados por el látigo y el fusil, rematando obras que
sólo habían sido vistas, hasta entonces, en las arquitecturas imaginarias del
Piranese. Izados por cuerdas sobre las escarpas de la montaña llegaban los
primeros cañones, que se montaban en cureñas de cedro a lo largo de salas
abovedadas, eternamente en penumbras, cuyas troneras dominaban todos los pasos y
desfiladeros del país. Ahí estaban el Escipión, el Aníbal, el Amílcar, bien
lisos, de un bronce casi dora do, junto a los que habían nacido después del 89,
con la divisa aun insegura de Libertad, Igualdad. Había un cañón español, en
cuyo lomo se ostentaba la melancólica inscripción de Fiel pero desdichado, y
varios de boca más ancha, de lomo más adornado, marcados por el troquel del Rey
Sol, que pregonaban insolentemente su Ultima Ratio Regum .
Cuando Ti Noel hubo dejado su ladrillo al pie de una muralla era cerca de media
noche. Sin embargo, se proseguía el trabajo de edificación a la luz de fogatas y
de hachones. En los caminos quedaban hombres dormidos
sobre grandes bloques de piedra, sobre cañones rodados, junto a mulas coronadas
de tanto caerse en la subida. Agotado por el cansancio, el viejo se tumbó en un
foso, debajo del puente levadizo. Al alba lo despertó un latigazo. Arriba
bramaban los toros que iban a ser degollados en las primeras luces del día.
Nuevos andamios habían crecido al paso de las nubes frías, antes de que la
montaña entera se cubriera de relinchos, gritos, toques de corneta, fustazos,
chirriar de cuerdas hinchadas por el rocío. Ti Noel comenzó a descender hacia
Millot, en busca de otro ladrillo. En el camino pudo observar que por todos los
flancos de la montaña, por todos los senderos y atajos, subían apretadas hileras
de mujeres, de niños, de ancianos, llevando siempre el mismo ladrillo, para
dejarlo al pie de la fortaleza que se iba edifcando como comejenera, como casa
de termes, con aquellos granos de barro cocido que ascendían hacia ella, sin
tregua, de soles a lluvias, de pascuas a pascuas. Pronto supo Ti Noel que esto
duraba ya desde hacía más de doce años y que toda la población del Norte había
sido movilizada por la fuerza para trabajar en aquella obra inverosímil. Todos
los intentos de protesta habían sido acallados en sangre. Andando, andando, de
arriba abajo y de abajo arriba, el negro comenzó a pensar que las orquestas de
cámara de Sans-Souci, el fausto de los uniformes y las estatuas de blancas
desnudas que se calentaban al sol sobre sus zócalos de almocárabes entre los
bojes tallados de los canteros, se debían a una esclavitud tan abominable como
la que había conocido en la hacienda Monsieur Lenormand de Mezy. Peor aún,
puesto que había una infinita miseria en lo de verse apaleado por un negro, tan
negro como uno, tan belfudo y pelicrespo, tan narizñato como uno; tan igual, tan
mal nacido, tan marcado a hierro, posiblemente, como uno. Era como si en una
misma casa los hijos pegaran a los padres, el nieto a la abuela, las nueras a la
madre que cocinaba. Además, en tiempos pasados los colonos se cuidaban mucho de
matar a sus esclavos -a menos de que se les fuera la mano-, por que matar a un
esclavo era abrirse una gran herida en la escarcela. Mientras que aquí la muerte
de un negro nada costaba al tesoro público: habiendo negras que parieran - y
siempre las había y siempre las habría-, nunca faltarían trabajadores para
llevar ladrillos a la cima del Gorro del Obispo.
El rey Christophe subía a menudo a la Ciudadela, escoltado por sus oficiales a
caballo, para cerciorarse de los progresos de la obra. Chato, muy fuerte, de
tórax un tanto abarrilado, la nariz roma y la barba algo undida en el cuello
bordado de la casaca, el monarca recorría las baterías, fraguas y talleres,
haciendo sonar las espuelas en lo alto de interminables escaleras. En su
bicornio napoleónico se abría el ojo de ave de una escarapela bicolor. A veces,
con un simple gesto de la fusta, ordenaba la muerte de un perezoso sorprendido
en plena holganza, o la ejecución de peones demasiado tardos en izar un bloque
de cantería a lo largo de una cuesta abrupta. Y siempre terminaba por hacerse
llevar una butaca a la terraza superior que miraba al mar, al borde del abismo
que hacía cerrar los ojos a los más acostumbrados. Entonces, sin nada que
pudiese hacer sombra ni pesar sobre él, más arriba de todo, erguido sobre su
propia sombra, medía toda la extensión de su poder. En caso de intento de
reconquista de la isla por Francia, él, Henri Christophe, Dios, mí causa y mi
espada, podría resistir ahí, encima de las nubes, durante los años que fuesen
necesarios, con toda su corte, su ejército, sus capellanes, sus músicos, sus
pajes africanos, sus bufones. Quince mil hombres vivirían con él, entre aquellas
paredes ciclópeas, sin carecer de nada. Alzado el puente levadizo de la Puerta
Única, la Ciudadela La Ferriére sería el país mismo, con su independencia, su
monarca, su hacienda y su pompa mayor. Porque abajo, olvidando los padecimientos
que hubiera costado su construcción, los negros de la Llanura alzarían los ojos
hacia la fortaleza, llena de maíz, de pólvora, de hierro, de oro, pensando que
allá, más arriba de las aves, allá donde la vida de abajo sonaría remotamente a
campanas y a cantos de gallos, un rey de su misma raza esperaba, cerca del cielo
que es el mismo en todas partes, a que tronaran los cascos de bronce de los diez
mil caballos de Ogún. Por algo aquellas torres habían crecido sobre un vasto
bramido de coros descollados, desangrados, de testículos al sol, por
edificadores conscientes del significado profundo del sacrificio, aunque dijeran
a los ignorantes que se trataba de un simple adelanto en la técnica de la
albañilería militar.
4. EL EMPAREDADO
Cuando los trabajos de la Ciudadela estuvieron próximos a llegar a su término y
los hombres de oficios se hicieron más necesarios a la obra que los cargadores
de ladrillos, la disciplina se relajó un poco, y aunque todavía subían morteros
y culebrinas hacia los altos riscos de la montaña, muchas mujeres pudieron
volver a sus ollas engrisadas por las telarañas. Entre los que dejaron marchar
por ser menos útiles se escurrió Ti Noel, una mañana, sin volver la cabeza hacia
la fortaleza ya limpia de andamios por el flanco de la Batería de las Princesas
Reales. Los troncos que ahora rodaban, cuesta arriba, a fuerza de palancas,
servirían para carpintear los pisos de los departamentos. Pero nada de esto
interesaba ya a Ti Noel, que sólo ansiaba instalarse sobre las antiguas tierras
de Lenormand de Mezy, a las que regresaba ahora como regresa la anguila al limo
que la vio nacer. Vuelto al solar, sintiéndose algo propietario de aquel suelo
cuyos accidentes sólo tenían un significado para él, comenzó a machetear aquí y
allá, poniendo algunas ruinas en claro. Dos aromos, al caer, sacaron a la luz un
trozo de pared. Bajo las hojas de un calabazo silvestre reaparecieron las
baldosas azules del comedor de la hacienda. Cubriendo con pencas de palma la
chimenea de la antigua cocina -rota a medio derrame-, el negro tuvo una alcoba
en la que había que penetrar de manos, y que llenó de espigas de barba de indio
para descansar de los golpes recibidos en los senderos del Gorro del Obispo.
Ahí pasó los vientos del invierno y las lluvias que siguieron, y vio llegar el
verano con el vientre hinchado de haber comido demasiadas frutas verdes,
demasiados mangos aguados, sin atreverse a salir mucho a los caminos, por miedo
a la gente de Christophe que andaba buscando hombres, a lo mejor, para construir
algún nuevo palacio, tal vez ése, de que hablaban algunos, alzado en las riberas
del Artibonite, y que tenía tantas ventanas como días suma el año. Pero como
transcurrieron otros meses sin mayor novedad, Ti Noel, harto de miseria,
emprendió un viaje a la Ciudad del Cabo, andanndo sin apartarse del mar, junto a
la borrada vereda que tantas veces siguiera antaño, detrás del amo, cuando
regresaba a la hacienda montado en caballo de dientes sin cerrar de esos que
trotan con ruido de cordobán doblado y llevan en el cuello todavía las graciosas
arrugas del potro. La ciudad es buena. En la ciudad, una rama ganchuda encuentra
siempre cosas que meter en un saco que se lleva al hombro. En una ciudad siempre
hay prostitutas de corazón generoso que dan limosnas a los ancianos hay mercados
con alguna música, animales amaestrados, muñecos que hablan y cocineras que se
divierten con quien, en vez de hablar de hambre, señala el aguardiente. Ti Noel
sentía que un gran frío se le iba metiendo en la médula de los huesos. Y añoraba
grandemente aquellos frascos de otros tiempos -los del sótano de la hacienda-,
cuadrados, de cristal grueso, llenos de cáscaras, de hierbas, de moras y berros
macerados en alcohol, que despedían tintas quietas de muy suave olor.
Pero Ti Noel halló a la ciudad entera en espera de una muerte. Era como si todas
las ventanas y puertas de las casas, todas las celosías, todos los ojos de buey,
se hubiesen vuelto hacia la sola esquina del Arzobispado, en una expectación de
tal intensidad que deformaba las fachadas en muecas humanas. Los techos
estiraban el alero, las es quinas adelantaban el filo y la humedad no dibujaba
sino oídos en las paredes. En la esquina del Arzobispado un rectángulo de
cemento acababa de secarse, haciéndose mampostería con la muralla, pero dejando
una gatera abierta. De aquel agujero, negro como boca desdentada, brotaban de
súbito unos alaridos tan terribles que estremecían toda la población, haciendo
sollozar los niños en las casas. Cuando esto ocurría las mujeres embarazadas se
llevaban las manos al vientre y algunos transeúntes echaban a correr sin acabar
de persignarse. Y seguían los aullidos, los gritos sin sentido, en la esquina
del Arzobispado hasta que la garganta, rota en sangre, se terminara de desgarrar
en anatemas, amenazas obscuras, profecías e imprecaciones. Luego era un llanto,
un llanto sacado del fondo del pecho, con lloriqueos de rorro metidos en voz de
anciano, que resultaba más intolerable aún que lo de antes. Al fin, las lágrimas
se deshacían en un estertor en tres tiempos, que iba muriendo con larga cadencia
asmática, hasta hacerse mero respiro. Y esto se repetía día y noche, en la
esquina del Arzobispado. Nadie dormía en el Cabo. Nadie se atrevía a pasar por
las calles aledañas. Dentro de las viviendas se rezaba en voz baja, en las
habitaciones más retiradas. Y es que nadie hubiera tenido la audacia siquiera,
de comentar lo que estaba ocurriendo. Porque aquel capuchino que estaba
emparedado en el edificio del Arzobispado, sepultado en vida dentro de su
oratorio, era Cornejo Breille, duque del Anse, confesor de Henri Christophe.
Había sido condenado a morir ahí, al pie de una pared recién repellada, por el
delito de quererse marchar a Francia conociendo todos los secretos del rey,
todos los secretos de la Ciudadela, sobre cuyas torres encarnadas había caído el
rayo varias veces ya. La reina María Luisa
podía implorar en vano, abrazándose a las botas de su esposo. Henri Christophe,
que ac ababa de insultar a San Pedro por haber mandado una nueva tempestad sobre
su fortaleza, no iba a asustarse por las ineficientes excomuniones de un
capuchino francés. Además, por si podía quedar alguna duda, Sans-Souci tenía un
nuevo favorito: un capellan español de larga teja, tan dado a ir, correr y
decir, como aficionado a salmodiar la misa con hermosa voz de bajo, al que todos
llamaban el padre Juan de Dios. Cansado del garbanzo y la cecina de los toscos
españoles de la otra vertiente, el fraile astuto se encontraba muy bien en la
corte haitiana, cuyas damas lo colmaban de frutas abrillantadas y vinos de
Portugal. Se rumoraba que ciertas frases suyas, dichas como despreocupadamente,
en presencia de Christophe, un día en que enseñaba sus lebreles a saltar por el
rey de Francia, eran la causa de la terrible desgracia de Cornejo Breille.
Al cabo de una semana de encierro, la voz del capuchino emparedado se había
hecho casi imperceptible, muriendo en un estertor más adivinado que oído. Y
luego, había sido el silencio, en la esquina del Arzobispado. El silencio
demasiado prolongado de una ciudad que ha dejado de creer en el silencio y que
sólo un recién nacido se atrevió a romper con un vagido ignorante, reencaminando
la vida hacia su sonoridad habitual de pregones, abures, comadreos y canciones
de tender la ropa al sol. Entonces fue cuando Ti Noel pudo echar algunas cosas
dentro de su saco, consiguiendo de un marino borracho las monedas suficientes
para beberse cinco vasos de aguardiente, uno encima del otro. Tambaleándose a la
luz de la luna, tomó el camino de regreso, recordando vagamente una canción de
otros tiempos, que solía cantar siempre que volvía de la ciudad. Una canción en
la que se decían groserías a un rey. Eso era lo importante: a un rey. Así,
insultando a Henri Christophe, cansándose de imaginarias exoneraciones en su
corona y su prosapia, encontró tan corto el andar que cuando se echó sobre su
jergón de barba de indio llegó a preguntarse si había ido realmente a la Ciudad
del Cabo.
5. CRÓNICA DEL 15 DE AGOSTO
-Quasí palma exaltata sum in Cades, et quasi plantatio rosae in Jericho. Quasi
oliva speciosa in campís, et quasi platanus exaltata sum juxta aquam in plateis.
Sicut cinnamonum et balsamum aromatizans odorem dedi: quasi myrrah electa dedi
suavitatem odoris.
Sin entender los latines dichos por Juan de Dios González con inflexiones
abaritonadas el más seguro efecto, la reina María Luisa hallaba aquella mañana
una misteriosa armonía entre el olor del incienso, la fragancia de los naranjos
de un patio cercano y ciertas palabras de la Lección litúrgica que aludían a
perfumes conocidos cuyos nombres se estampaban sobre los potes de porcelana del
apotecario de Sans-Souci. Henri Christophe, en cambio, no lograba seguir la misa
con la atención recomendable, pues sentía su pecho oprimido por un inexplicable
desasosiego. Contra el parecer de todos, había querido que la misa de Asunción
se cantara en la iglesia de Limonade, cuyos mármoles grises, delicadamente
veteados, daban una deleitosa impresión de frescor, haciendo que se sudara un
poco menos bajo las casacas abrochadas y el peso de las condecoraciones. Sin
embargo, el rey se sentía rodeado de fuerzas hostiles. El pueblo que lo había
aclamado a su llegada estaba lleno de malas intenciones, al recordar demasiado,
sobre una tierra fértil, las cosechas perdidas por estar los hombres ocupados en
la construcción de la Ciudadela. En alguna casa retirada -lo sospechaba- habría
una imagen suya hincada con alfileres o colgada de mala manera con un cuchillo
encajado en el lugar del corazón. Muy lejos se alzaba, a ratos, un pálpito de
tambores que no tocaban, probablemente, en rogativas por su larga vida. Pero ya
se daba comienzo al Ofertorio.
-Assumpta est María, in caelum; gaudent Angelí, collaudantes benedicunt Dominum,
alleluia!
De pronto, Juan de Dios González comenzó a retroceder hacia las butacas reales,
resbalando torpemente sobre los tres peldaños de mármol. La reina dejó caer el
rosario. El rey llevó la mano a la empuñadura de la espada. Frente al altar, de
cara a los fieles otro sacerdote se había erguido, como nacido del aire, con
pedazos de hombros y de brazos aun mal corporizados. Mientras el semblante iba
adquiriendo firmeza y expresión, de su boca sin labios, sin dientes, negra como
agujero de gatera, surgía una voz tremebunda que llenaba la nave con vibraciones
de órgano a todo registro, haciendo temblar los vitrales en sus plomos.
-Absolve Dómine, animas ominum fidelium defunctorum ab omni vínculo delictorum…
El nombre de Cornejo Breille se atravesó en la garganta de Christophe, dejandolo
sin habla. Porque era el arzobispo emparedado, de cuya muerte y podredumbre
sabían todos, quien estaba allí, en medio del altar mayor, ornado por sus pompas
eclesiásticas, clamando el Dies Irae. Cuando, en el trueno de un redoble de
timbal, sonaron las palabras Coget omnes ante thronus, Juan de Dios González se
desplomó, gimiendo, a los pies de la reina. Henri Christophe, desorbitado,
soportó hasta el Rex tremendae majestatis. En ese momento, un rayo que sólo
ensordeción sus oídos cayó sobre la torre de la iglesia, rajando a un tiempo
todas las campanas. Los chantres, los incensarios, el facistol, el pulpito,
habían quedado abajo. El rey yacía sobre el piso, paralizado, con los ojos fijos
en las vigas del techo. Pero ahora, de un gran salto, el espectro había ido a
sentarse sobre una de esas vigas, precisamente donde lo viera Christophe,
aspándose de mangas y de piernas, como para lucir más ancho y sangriento el
brocado. En sus oídos crecía un ritmo que tanto podía ser el de sus propias
venas como el de los tambores golpeados en la montaña. Sacado de la iglesia en
brazos de sus oficiales, el rey masculló vagas maldiciones, amenazando de muerte
a todos los vecinos de Limonade si cantaban los gallos. Mientras recibía los
primeros cuidados de María Luisa y de las princesas, los campesinos,
aterrorizados por el delirio del monarca, comenzaron a bajar gallinas y gallos,
metidos en canastas, a la noche de los pozos profundos, para que se olvidaran de
cloqueos y fanfarronadas. Los burros eran espantados al monte bajo una lluvia de
palos. Los caballos eran amordazados para evitar malas interpretaciones de
relinchos.
Y aquella tarde, la pesada carroza real entró en la explanaba de honor de
Sans-Souci al galope de sus seis cabaIIos. Con la camisa abierta, el rey fue
subido a sus habitaciones. Cayó en la cama como un saco de cadenas. Más córnea
que iris, sus ojos expresaban un furor sacado de lo hondo, por no poder mover
los brazos ni las piernas. Los médicos comenzaron a frotar su cuerpo inerte con
una mezcla de aguardiente, pólvora y pimienta roja. En todo el palacio, las
medicinas, tisanas, sales y ungüentos sahumaban la tibieza de los salones
demasiado llenos de funcionarios y cortesanos. Las princesas Atenais y Amatista
lloraron en el escote de la institutriz norteamericana. La reina, poco
preocupada por la etiqueta en aquellos momentos, se había agachado en un rincón
de la antecámara para vigilar el hervor de un cocimiento de raíces, puesto a
calentar sobre una hornilla de carbón de leña cuyo reflejo de llama verdadera
daba raro realismo al colorido de un Gobelino que adornaba la pared, mostrando a
Venus la fragua de Vulcano. Su Majestad pidió un abanico para avivar el fuego
demasiado lento. Se respiraba una mala atmósfera en aquel crepúsculo de sombras
harto impacientes por abrazarse a las cosas. No acababa de saberse si realmente
sonaban tambores, en la montaña. Pero, a veces, un ritmo caído de altas lejanías
se mezclaba extrañamente con el Avemaría que las mujeres rezaban en el Salón de
Honor, hallando inconfesadas resonancias en más de un pecho.
6. ULTIMA RATIO REGUM
El domingo siguiente, a la puesta del sol, Henri Christophe tuvo la impresión de
que sus rodillas, sus brazos, aun entumecidos, responderían a un gran esfuerzo
de voluntad. Dando pesadas vueltas para salir de la cama, dejó caer sus pies al
suelo, quedando, como quebrado de cintura, de media espalda sobre el lecho. Su
lacayo Solimán lo ayudó a enderezarse. Entonces el rey pudo andar hasta la
ventana, con pasos medidos, como un gran autómata. Llamadas por el servidor, la
reina y las princesas entraron quedamente en la habitación, colocándose en un
rincón obscuro debajo de un retrato ecuestre de Su Majestad. Ellas sabían que en
Haut.-le-Cap se estaba bebiendo demasiado. En las esquinas había grandes
calderos llenos de sopas y carmes abucanadas, ofrecidas por cocineras sudorosas
que tamborileaban sobre las mesas con espumaderas y cucharones. En un callejón
de gritos y risas bailaban los pañuelos de una calenda.
El rey aspiraba el aire de la tarde con creciente alivio del peso que había
agobiado su pecho. La noche salía ya de las faldas de las montañas, difuminando
el contorno de árboles y laberintos. De pronto, Christophe observó que los
músicos de la capilla real atravesaban el patio de honor, cargando con sus
instrumentos. Cada cual se acompañaba de su deformación profesional. El arpista
estaba encorvado, como giboso, por el peso del arpa, aquel otro, tan flaco,
estaba como grávido de una tambora colgada de los hombros; otro se abrazaba a un
helicón. Y cerraba la marcha un enano, casi oculto por el pabellón de un
chinesco, que a cada paso tintineaba por todas las campanillas. El rey iba a
extrañarse de que, a semejante hora, sus músicos salieran así, hacia el monte,
como para dar un concierto al pie de alguna ceiba solitaria, cuando redoblaron a
un tiempo ocho cajas militares. Era la hora del relevo de la guardia. Su
Majestad se dio a observar cuidadosamente a sus granaderos, para cerciorarse de
que, durante su enfermedad, observaban la rígida disciplina a que los tenía
habituados. Pero, de súbito, la mano del monarca se alzó en gesto de colérica
sorpresa. Las cajas destimbradas, habían dejado el toque reglamentario,
desacompasándose en tres percusiones distintas, producidas, no ya por palillos,
sino por los dedos sobre los parches.
- ¡Están tocando el manducumán! gritó Christophe, arrojando el bicornio al
suelo. En ese instante la guardia rompió filas atravesando en desorden la
explanada de honor. Los oficiales corrieron con el sable en claro. De las
ventanas de los cuarteles empezaron a descolgarse racimos de hombres con las
casacas abiertas y el pantalón por encima de las botas. Se dispararon tiros al
aire. Un abanderado laceró el estandarte coronas y delfines del regimiento del
Príncipe Real. En medio de la confusión, un pelotón de Caballos Ligeros se alejó
del palacio a galope tendido, seguido por las mulas de un furgón lleno de
monturas y arneses. Era una desbandada general de uniformes, siempre arreados
por las cajas militares golpeadas con los puños. Un soldado palúdico,
sorprendido por el motín, salió de la enfermería envuelto en una sábana,
ajustándose el barbuquejo de un chacó. Al pasar debajo de la ventana de
Christophe hizo un gesto obsceno y escapó a todo correr. Luego, fue la calma del
atardecer, con la remota queja de un pavo real. El rey volvió la cabeza. En la
noche de la habitación, la reina María Luisa y las princesas Atenais y Amatista
lloraban. Ya se sabía por qué la gente había bebido tanto aquel día en
Haut-le-Cap.
Christophe echó a andar por su palacio, ayudándose con barandas, cortinas y
espaldares de sillas. La ausencia de cortesanos, de lacayos, de guardias, daba
una terrible vaciedad a los corredores y estancias. Las paredes parecían más
altas, las baldosas, más anchas. El Salón de los Espejos no reflejó más figura
que la del rey, hasta el trasmundo de sus cristales más lejanos. Y luego, esos
zumbidos, esos roces, esos grillos del artesonado, que nunca se habían escuchado
antes, y que ahora, con sus intermitencias y pausas, daban al silencio toda una
escala de profundidad. Las velas se derretían lentamente en sus candelabros. Una
mariposa nocturna giraba en la sala del consejo. Luego de arrojarse sobre un
marco dorado, un insecto caía al suelo, aquí, allá, con el inconfundible golpe
de élitros de ciertos escarabajos voladores. El gran salón de recepciones, con
sus ventanas abiertas en las dos fachadas, hizo escuchar a Christophe el sonido
de sus propios tacones, acreciendo su impresión de absoluta soledad. Por una
puerta de servicio bajó a las cocinas, donde el fuego moría bajo los asadores
sin carnes. En el suelo, junto a la mesa de trinchar, había varias botellas de
vino vacías. Se habían llevado las ristras de ajos colgados del dintel de la
chimenea, las sartas de sartas de setas dion-dion, los jamones puestos a ahumar.
El palacio estaba desierto, entregado a la noche sin luna. Era de quien quisiera
tomarlo, pues se habían llevado hasta los perros de caza. Henri Christophe
volvió a su piso. La escalera blanca resultaba siniestramente fría y lúgubre a
la luz de las arañas prendidas. Un murciélago se coló por el tragaluz de la
rotonda, dando vueltas desordenadas bajo el oro viejo del cielo raso. El rey se
apoyo en la balaustrada, buscando la solidez del mármol.
Allá abajo, sentados en el último peldaño de la escalera de honor, cinco negros
jóvenes habían vuelto hacia él sus rostros ansiosos. En aquel instante,
Christophe sintió que los amaba. Eran los Bombones Reales; eran Delivrance,
Valentín, La Couronne, John, Bien Aimé, los africanos que el rey había comprado
a un mercader de esclavos para darles la libertad y hacerles enseñar el lindo
oficio de pajes. Christophe se había mantenido siempre al margen de la mística
africanista de los primeros caudillos de la independencia haitiana, tratando en
todo de dar a su corte un empaque europeo. Pero ahora, cuando se hallaba solo,
cuando sus duques, barones, generales y ministros lo habían traicionado, los
únicos que permanecían leales eran aquellos cinco africanos, aquellos cinco
mozos de nación, congos, fulas o mandingas, que aguardaban sentados como canes
fieles, con las nalgas puestas en el mármol frío de la escalera, una Ultima
Ratio Regum, que ya no podía imponerse por boca de cañones. Christophe contempló
largamente a sus pajes; les hizo un gesto de cariño, al que respondieron con una
entristecida reverencia, y pasó a la sala del trono.
Se detuvo frente al dosel que ostentaba sus armas. Dos leones coronados
sostenían un blasón, el emblema del Fénix Coronado, con la divisa: Renazco de
mis cenizas. Sobre una banderola se redondeaba en pliegues de drapeado el Dios,
mi causa y mi espada. Christophe abrió un cofre pesado, oculto por las borlas
del terciopelo. Sacó un puñado de monedas de plata, marcadas con sus iniciales.
Luego, arrojó al suelo, una tras otra, varias coronas de oro macizo, de distinto
espesor. Una de ellas alcanzó la puerta, rodando, escaleras abajo, con un
estrépito que llenó todo el palacio. El rey se sentó ni el trono, viendo cómo
acababan de derretirse las velas amarillas de un candelabro. Maquinalmente
recitó el texto que encabezaba las actas públicas de su gobierno: "Henri, por la
gracia de Dios y la Ley Constitucional del Estado. Rey de Haití, Soberano de las
Islas de la Tortuga, Gonave y otras adyacentes. Destructor de la Tiranía,
Regenerador y Bienhechor de la Nación Haitiana, Creador de Instituciones
Morales, Políticas y Guerreras, Primer Monarca Coronado del Nuevo Mundo.
Defensor de la Fe, Fundador de la Orden Real y Militar de Saint-Henry, a todos,
presentes y por venir, saludo..." Christophe de súbito, se acordó de la
Ciudadela La Ferriére, de su fortaleza construida allá arriba, sobre las nubes.
Pero, en ese momento, la noche se llenó de tambores. Llamándose unos a otros,
respondiéndose de montaña a montaña, subiendo de las playas, saliendo de las
cavernas, corriendo debajo de los árboles, descendiendo por las quebradas y
cauces, tronaban los tambores radás, los tambores congos, los tambores de
Bouckman, los tambores de los Grandes Pactos, los tambores todos del Vodú. Era
una vasta percusión en redondo, que danzaba sobre Sans-Souci, apretando el
cerco. Un horizonte de truenos que se estrechaba. Una tormenta, cuyo vórtice
era, en aquel instante, el trono sin heraldos ni maceros. El rey volvió a su
habitación y a su ventana. Ya había comenzado el incendio de sus granjas, de sus
alquerías, de sus cañaverales. Ahora, delante de los tambores corría el fuego,
saltando de casa a casa, de sembrado a sembrado. Una llamarada se había abierto
en el almacén de granos, arrojando tablas rojinegras a la nave del forraje. El
viento del norte levantaba la encendida paja de los maizales, trayéndola cada
vez más cerca. Sobre las terrazas del palacio caían cenizas ardientes.
Henri Christophe volvió a pensar en la Ciudadela. Ultima Ratio Regum. Mas
aquella fortaleza, única en el mundo, era demasiado vasta para un hombre solo, y
el monarca no había pensado nunca que un día pudiese verse solo. La sangre de
toros que habían bebido aquellas paredes tan espesas era de recurso infalible
contra las armas de blancos. Pero esa sangre jamás había sido dirigida contra
los negros, que al gritar, muy cerca ya, delante de los incendios en marcha,
invocaban Poderes a los que se hacían sacrificios de sangre. Christophe, el
reformador, había querido ignorar el vodú, formando, a fustazos, una casta de
señores católicos. Ahora comprendía que los verdaderos traidores a su causa,
aquella noche, eran San Pedro con su llave, los capuchinos de San Francisco y el
negro San Benito, con la Virgen de semblante obscuro y manto azul, y los
Evangelistas, cuyos libros había hecho besar en cada juramento de fidelidad; los
mártires todos, a los que mandaba encender cirios que contenían trece monedas de
oro. Después de lanzar una mirada de ira a la cúpula blanca de la capilla, llena
de imágenes que le volvían las espaldas, de signos que se habían pasado la
enemigo, el rey pidió ropa limpia y perfumes. Hizo salir a las princesas y
vistió su más rico traje de ceremonias. Se terció la ancha cinta bicolor,
emblema de su investidura, anudándola sobre la empuñadura de la espada. Los
tambores estaban tan cerca ya que parecían percutir ahí, detrás de las rejas de
la explanada de honor, al pie de la gran escalinata de piedra. En ese momento se
incendiaron los espejos del palacio, las lunas,. los marcos de cristal, el
cristal de las copas, el cristal de las lámparas, lo vidrios, los nácares de las
consolas. Las llamas estaban en todas partes, sin que se supiera cuáles eran
reflejo de las otras. Todos los espejos de Sans-Souci ardían a un tiempo. El
edificio entero había desaparecido en ese fuego frío, que se ahondaba en la
noche, haciendo de cada pared una cisterna de hogueras encrespadas.
Casi no se oyó el disparo, porque los tambores estaban ya demasiado cerca. La
mano de Christophe soltó el arma, yendo a la sien abierta. Así, el cuerpo se
levantó todavía, quedando como suspendido en el intento de un paso, antes de
desplomarse, de cara adelante, con todas sus condecoraciones. Los pajes
aparecieron en el umbral de la sala. El rey moría, de bruces en su propia
sangre.
7. LA PUERTA ÚNICA
Los pajes africanos salieron a todo correr por una puerta trasera que daba a la
montaña,. llevando en hombros, a la manera primitiva, una rama alisada a
machete, de la que pendía una hamaca cuyo estambre roto dejaba pasar las
espuelas del monarca. Detrás de ellos, volviendo la cabeza, tropezando, en la
obscuridad, con las raíces de los flamboyanes, venían las princesas Atenais y
Amatista, calzadas, para menos estorbo, con sandalias de sus camareras, y la
reina, que había arrojado sus zapatos con el primer tacón torcido por las
piedras del camino. Solimán, el lacayo del rey, que antaño fuera masajista de
Paulina Bonaparte, cerraba la retirada, con un fusil en bandolera y un machete
de calabozo en la mano. A medida que se adentraban en la noche arbolada de las
cumbres, el incendio de abajo se veía más apretado, más compacto de llamas,
aunque ya comenzara a detenerse en el linde de las explanadas del palacio. Por
un costado de Millot, sin embargo, el fuego había prendido en las pacas de
alfalfa de las caballerizas. De muy lejos se oían relinchos que más parecían
alaridos de grandes niños torturados, en tanto que un tablaje entero solía
desplomarse en un remolino de astillas incandescentes, dejando paso a un caballo
enloquecido, con las crines chamuscadas y la cola en el hueso. De pronto, muchas
luces comenzaron a correr dentro del edificio. Era un baile de teas que iba de
la cocina a los desvanes, colándose por las ventanas abiertas, escalando las
balaustradas superiores, corriendo por las goteras, como si una increíble
cocuyera se hubiese apoderado de los pisos altos. El saqueo había comenzado. Los
pajes alargaron el paso, sabiendo que aquello detendría, por un buen tiempo, a
los amotinados. Solimán aseguró el cerrojo del fusil echándose al sobaco el
talón de la culata.
Cercana el alba, los fugitivos llegaron a las inmediaciones de la Ciudadela La
Ferriére. La marcha se hacía más trabajosa por lo empinado de las cuestas, y la
cantidad de cañones que yacían en el sendero, sin haber sin haber llegado a sus
cureñas, y que ahora permanecerían ahí para siempre, hasta deshacerse en escama
de herrumbre. El mar clareaba hacia la isla de la Tortuga cuando las cadenas del
puente levadizo corrieron con ruido siniestro sobre la piedra. Lentamente se
abrieron los batientes claveteados de la Puerta Única. Y el cadáver de Henri
Christophe entró en su Escorial, con las botas adelante, siempre envuelto en su
hamaca llevada por los pajes negros. Cada vez más pesado, comenzó a ascender por
las escaleras interiores, llovido por las gotas frías que caían de las falsas
bóvedas. Las dianas rompieron el amanecer, respondiéndose de todos los extremos
de la fortaleza. Totalmente vestida de hongos encarnados, llena de noche
todavía, la ciudadela emergía -sangrienta arriba, herrumbrosa abajo- de las
nubes grises que tanto habían hinchado los incendios de la Llanura.
Ahora, en medio del patio de armas, los fugitivos narraban su gran desgracia al
gobernador de la fortaleza. Pronto las noticias bajaron por los respiraderos,
túneles y corredores, a las cámaras y dependencias. Los soldados empezaron a
aparecer, en todas partes, empujados hacia adelante por nuevos uniformes que
salían de las escaleras, desertaban las baterías, bajaban de las atalayas
desatendiendo las postas. Se oyó una grita jubilosa en el patio de la torre
mayor: liberados por sus guardianes, los presos salían de los calabozos,
subiendo con desafiante alegría hacia donde se encontraban las personas reales.
Cada vez más apretados por esa multitud, los pajes de tocas deslucidas, la reina
descalza, las princesas tímidamente defendidas de manos insolentes por Solimán,
fueron retrocediendo hacia un montón de mortero fresco, destinado a obras
inconclusas, en el que se hundían varias palas acabadas de dejar por los
albañiles. Viendo que la situación se hacia difícil, el gobernador dio orden de
despejar el patio. Su voz levantó una vasta carcajada. Un preso, tan harapiento
que llevaba el sexo de fuera del calzón, alargó un dedo hacia el cuello de la
reina:
-En país de blancos, cuando muere un jefe se corta la cabeza a su mujer.
Al comprender que el ejemplo dado casi treinta años atrás por los idealistas de
la Revolución Francesa era muy recordado ahora por sus hombres, el gobernador
pensó que todo estaba perdido. Pero, en ese preciso instante, el rumor de que la
compañía del cuerpo de guardia se había largado, laderas abajo, cambió
súbitamente el cariz de los acontecimientos. Corriendo, los hombres se
atropellaron, por escaleras y túneles, para llegar antes a la Gran Puerta de la
Ciudadela. A brincos, a resbalones, cayendo, rodando, se arrojaron por los
senderos del monte, buscando atajos para llegar cuanto antes a Sans-Souci. El
ejército de Henri Christophe acababa de deshacerse en alud. Por vez primera el
inmenso edificio se vio desierto, cobrando, con el vasto silencio de sus salas,
una fúnebre solemnidad de sepultura real.
El gobernador entreabrió la hamaca para contemplar el semblante de Su Majestad.
De una cuchillada cercenó uno de sus dedos meñiques, entregándolo a la reina,
que lo guardó el escote, sintiendo cómo descendía hacia su vientre, con fría
retorcedura de gusano. Después, obedeciendo una orden. 1os pajes colocaron el
cadáver sobre el montón argamasa, en el que empezó a hundirse lentamente, de
espaldas, como halado por manos viscosas. El cadáver se había arqueado un poco
en la subida, al haber sido recogido, tibio aún, por los servidores. Por ello
desaparecieron primero su vientre y sus muslos. Los brazos y las botas siguieron
flotando, como indecisos, en la grisura movediza de la mezcla. Luego, sólo quedo
el rostro, soportado por el dosel del bicornio atravesado de oreja a oreja.
Temiendo que el mortero se endureciera sin haber sorbido totalmente la cabeza,
el gobernador apoyó su mano en la frente del rey para hundirla más pronto, con
gesto de quien toma la temperatura a un enfermo. Por fin se cerró la argamasa
sobre los ojos de Henri Christophe, que proseguía, ahora, su lento viaje en
descenso, en la entraña misma de una humedad que se iba haciendo menos
envolvente.
Al fin el cadáver se detuvo, hecho uno con la piedra que lo apresaba. Después de
haber escogido su propia muerte, Henri Christophe ignoraría la podredumbre de su
carne, carne confundida con la materia misma de la fortaleza, inscrita dentro de
su arquitectura, integrada en su cuerpo haldado de contrafuerte. La Montaña del
Gorro del Obispo, toda entera, se había transformado en el mausoleo del primer
rey de Haití.
[EN PROTECCION DE LOS
DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE EL REINO DE ESTE MUNDO]

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