"Todas las armas son
eliminadas y en la próxima guerra ya sólo estará permitido morder".
Elías Canetti
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Elías Canetti
en pocas palabras |
Sobre Masas y Poder, por Susana
Wahnón | El invisible, por Elías
Canetti

  Elias
Canetti en pocas palabras
Por L. Fernando Moreno Claros
Al margen de sus memorias y ensayos, el escritor búlgaro de origen sefardita y
expresión alemana escribió miles de aforismos, sentencias y textos
fragmentarios. El cuarto volumen de sus obras completas reúne esos apuntes,
justo el género que le hizo más popular a partir de ser galardonado en 1981 con
el Premio Nobel de Literatura.
Elias Canetti, judío sefardita nacido en Bulgaria en 1905 y fallecido en Suiza
en 1994, es considerado un autor clave del siglo XX. Galaxia Gutenberg y Círculo
de Lectores iniciaron en 2002 la publicación de sus Obras completas en una
modélica edición dirigida por Juan José del Solar, bajo el asesoramiento de
Ignacio Echevarría y la colaboración de solventes traductores. Hasta la fecha
han aparecido tres tomos publicados bajo títulos genéricos: Masa y poder,
Historia de una vida y La escuela del buen oír, que incluyen respectivamente el
gran ensayo homónimo de Canetti, los tres libros de su autobiografía y la novela
Auto de fe junto a otras prosas. Las traducciones, nuevas o revisadas, se
acompañan de un extraordinario aparato crítico dotado de apéndices, índices y
textos de apoyo.
Este cuarto volumen, de idén
tico esplendor que los anteriores, contiene todos los libros de "apuntes" (Aufzeichnungen)
publicados en vida de Canetti así como otros que vieron la luz de manera
póstuma. Aquí encontrará el lector títulos tan emblemáticos como La provincia
del hombre,
El suplicio de las moscas y El corazón secreto del reloj; así como los
apuntes "rescatados" de Hamsptead y las dos colecciones con anotaciones de los
años 1973-1984 y 1992-1993. Y también se incluye el cuaderno inédito de apuntes
que Canetti regaló a su amiga la pintora Marie-Louise von Motesiczky en 1942; y,
además, algunos apuntes "descartados" que no cupieron en los libros citados. El
lector de Canetti ya conocía la mayor parte de estos libros, publicados en
castellano con anterioridad por Muchnik, Galaxia/Círculo o Taurus; pero las
nuevas versiones, los inéditos y el aparato crítico del volumen -rematado con un
útil índice conceptual y onomástico- lo convierten en imprescindible.
Canetti huyó de Europa en 1939 junto a su esposa Veza, pues corrían peligro de
que los nazis los asesinaran por judíos. Se instalaron en Londres, donde
residirían durante más de veinticinco años. En el exilio, Canetti se obsesionó
con la elaboración de un extenso estudio sobre las masas y su relación con el
poder; con esa obra singular, con la que pretendía pasar a la historia como
pensador ecléctico, quería "agarrar el siglo XX por el cuello". El macroestudio,
titulado Masa y poder, vería la luz en 1960, pero los trabajos intelectuales
para la obra duraron diecinueve años. Canetti leía sin parar, filosofía,
sociología, antropología, todo le interesaba y lo agotaba. Para hallar "alivio
mental" a semejante tensión, comenzó a anotar casi a diario "apuntes" sueltos
que apenas si tenían que ver con la obra que lo obsesionaba. Eran noticias
breves, rápidas e imprevistas consignadas en pocas palabras, que a menudo
adoptaban la forma de sentencias y aforismos, de diversa temática e índole: el
amor, la muerte, el género humano; observaciones sobre su entorno o sobre sí
mismo, o también fantasías, esbozos literarios y hasta microrrelatos. Ramalazos
de espontaneidad que en un principio compartía con Veza y que, al cabo del
tiempo, continuó escribiendo para sí mismo, puesto que se convirtió en costumbre
y en respiradero necesario. Poco tenían que ver los "apuntes" con sus "diarios"
propiamente dichos, a los que también se consagraba -éstos verán la luz en el
año 2024-; en los primeros no consignaba acontecimientos cotidianos, y huía
siempre de la primera persona del singular.
Lichtenberg -uno de los maestros más queridos de Canetti por su arte para las
anotaciones breves- aseguraba que si cualquier persona con cabeza consignara
algunos de los efímeros pensamientos que se le ocurren a menudo, seguro que se
sorprendería de su propio saber; así, Canetti, quien con esta técnica terminó
por descubrirse a sí mismo y centrarse en medio de la realidad e irrealidad de
cuanto lo rodeaba.
Andando el tiempo, algunos
de estos apuntes vieron la luz, primero en una antología de textos del autor y,
más tarde, a petición de un editor alemán, en una selección en forma de libro.
Pero sólo a partir de la concesión del Nobel de Literatura en 1981, los Apuntes
conquistaron a más lectores y fue a partir de esa fecha cuando aparecieron los
libros que hoy admiramos. Con todo, lo publicado constituye apenas un diez por
ciento del total de los "miles" de apuntes todavía inéditos. El biógrafo oficial
del escritor, Sven Hanuschek, ha denominado a este cúmulo de anotaciones breves
"el macizo central" de la obra de Canetti. En efecto, lo que comenzó como un
ejercicio de oxigenación y descanso mental se transformó en un proceso
ininterrumpido, en un "método" bastante anárquico pero muy eficaz de enfrentarse
al mundo, a sus enigmas y sorpresas, en un modo de vivirlo, pensarlo e intentar
comprenderlo. Para Canetti, como para Descartes, pensar era sinónimo de vivir. Y
vida y pensamiento es lo que en suma contienen los apuntes, estos fragmentos de
lucidez, cromáticos, desiguales, tan serios y solemnes o tan jocosos, y ya "tan
de Canetti", maestro de la respiración breve y no de parrafadas de largo
aliento; son, pues, ráfagas sapienciales de un pensador anárquico y libre,
dotado del suficiente orgullo como para querer pensarlo "todo de nuevo" por sí
mismo -y a partir de mil puntos diferentes-, "a fin de que todo se junte en una
sola cabeza y vuelva a ser unidad". Nada extraño que en los Apuntes esté lo
mejor de Canetti. [www.elpais.com, 03/03/2007]
Obras de Elias
Canetti
La comedia de la vanidad (1934)
Auto de fe (1935)
Historia de una vida (1956)
Masa y poder (1960)
Las voces de Marrakech (1968)
El otro proceso de Kafka: sobre las cartas a Felice (1969)
La provincia del hombre (1972)
Cincuenta caracteres (1974) El testigo escuchón; El testigo escuchador
La conciencia de las palabras (1975)
La lengua absuelta: autorretrato de infancia (1977) La lengua salvada
La antorcha al oído (1980)
El juego de los ojos (1985)
Custodio de la metamorfosis: homenaje a Elías Canetti en su 80º aniversario
(1985)
El corazón secreto del reloj (1987)
El suplicio de las moscas (1992)
Apuntes (1942-1993)
Hampstead: apuntes rescatados 1954-1971 (1994)
Fiesta bajo las bombas: los años ingleses (2003)
 Sobre
Masa y Poder, de Elías Canetti
Por Sultana Wahnón
A Elías Canetti lo conocemos, sobre todo, por su obra narrativa y, más en
concreto, por esa gran novela que es Auto de fe y por esa magnífica
autobiografía novelada en tres volúmenes que, en 1981, lo hicieron merecedor,
junto a sus obras de teatro, del Premio Nobel de Literatura. Pero hay otra parte
menos conocida de su obra, que es la integrada por ensayos tan valiosos como El
otro proceso de Kafka –dedicado al narrador contemporáneo que más admiró– y
como, especialmente, el titulado Masa y poder, que acaba de conocer una nueva
edición en español y al que voy a dedicar estas páginas. Masa y poder fue
considerada por Canetti su obra magna, y desde luego a ninguna otra dedicó
tantos años de trabajo e investigación como a ésta: nada menos que treinta y
cinco años transcurrieron desde que la concibió, en 1925, hasta que la publicó
por fin en 1960. A pesar de la alta valoración en que la tuvo su autor, ha sido
hasta ahora un libro poco leído y poco analizado fuera de la cultura en lengua
alemana. Su mismo título es, a pesar de ello, un indicativo más que suficiente
del interés que, para el lector actual y en este preciso momento, puede tener su
lectura.
Canetti dejó relatado en su autobiografía (en el volumen La antorcha al oído) el
origen de este libro. Y, según se cuenta allí, habrían sido dos los
acontecimientos que contribuyeron a su nacimiento: uno libresco y otro vivencial
o biográfico. El primero ocurrió en 1925, cuando el autor tenía apenas veinte
años, y consistió en el encuentro con un libro que Freud había publicado cuatro
años antes, Psicología de las masas. La reacción del joven Canetti hacia este
libro de Freud fue de rechazo: a decir del propio Canetti, la Psicología de las
masas le habría causado, nada más empezar a leerlo, "desde la primera palabra",
una "desagradable" impresión. Y habría sido precisamente este sentimiento de
desagrado hacia la teoría freudiana de la masa el que le habría obligado a
tratar de pensar por su cuenta sobre este importante fenómeno de la vida
moderna, de manera que podría decirse que Masa y poder –un libro en el que nunca
se cita a Freud– es, a pesar de esto, un libro que se escribe a partir de –e
incluso contra– la teoría freudiana de la masa. Esto es lo que lo convierte ya
de entrada en un libro de obligada consulta.
El otro acontecimiento que habría estado en el origen del libro fue ya
biográfico y ocurrió tan sólo dos años después de que Canetti leyera la
Psicología de las masas, cuando se encontraba trabajando en su tesis doctoral en
el Instituto de Química de Viena. La mañana del 15 de julio de 1927 Canetti leyó
en un periódico nacional un titular en grandes letras que le pareció
escandaloso. El titular, que decía "Una sentencia justa", se refería a la
absolución sin cargos de los autores de unos tiroteos a resultas de los cuales
habían muerto varios obreros. El hecho no le indignó sólo a él, sino que provocó
una irritación terrible en el pueblo de Viena, que, de repente, desde todos los
barrios de la ciudad, empezó a dirigirse en filas cerradas hacia el Palacio de
Justicia. Canetti se unió a esas filas y participó, por tanto, en la rebelión
ciudadana que había de culminar en el incendio del Palacio de Justicia, donde
ardieron todas las actas (imagen que, a decir del autor, le inspiró el tema de
Auto de fe), y en la represión policial que arrojó un saldo de noventa muertos
entre los manifestantes.
Canetti concedía una enorme importancia al hecho de haber vivido esta
experiencia de masa en 1927. Creyó siempre que la diferencia entre su teoría de
la masa y la de Freud residía, precisamente, en el hecho de que éste no hubiera
vivido nunca de cerca el fenómeno, de que se hubiera limitado a estudiarlo con
métodos de laboratorio, científicamente, como si la masa –decía Canetti– fuera
un virus. A diferencia de Freud, Canetti habría tratado de abordar el tema no
sólo analítica y científicamente, sino sobre todo vivencialmente. En Masa y
poder el fenómeno se nos aparece desde una perspectiva casi hermenéutica,
comprendido por un espectador (Canetti) que, sin implicarse del todo en el
fenómeno pero participando de él, lo describe desde luego objetivamente, pero en
términos de experiencia. Lo que importa es que, al estudiarse desde otra
perspectiva y con métodos diferentes, la masa, vista por Canetti, acaba siendo
una masa muy poco parecida a la que conocemos a través de Freud.
La principal
diferencia entre las teorías de Freud y de Canetti es la que concierne al
carácter libidinal de los fenómenos de masa. En Masa y poder Canetti no se opuso
explícitamente al que era, sin duda, el núcleo de la teoría freudiana, pero, al
vincular la masa no al Eros, sino al Poder, lo negó sin siquiera mencionarlo
–cosa que sí haría, en cambio, en su autobiografía, donde se enfrentó ya
abiertamente con este aspecto de la teoría de Freud. Sin embargo, la diferencia
que voy a desarrollar aquí no es ésta (que concierne más al otro gran tema del
libro, el del Poder), sino la que se refiere a la visión exclusivamente negativa
que Freud tenía del comportamiento de masa, en el sentido de considerarlo un
fenómeno de regresión a un estadio primitivo de la especie humana, una especie
de arcaísmo. Vinculándola directamente a lo que ya en una obra anterior –Tótem y
tabú– había llamado la horda primitiva, Freud describió a la masa en su
Psicología de las masas como el grupo de hombres sometidos "al dominio absoluto
de un poderoso macho". Para el fundador del psicoanálisis, toda masa no era,
pues, sino la resurrección de la horda primitiva. Ya en su autobiografía, y en
ese explícito ajuste de cuentas con Freud al que nos venimos refiriendo, Canetti
llegaría a decir que, si Freud concibió así la masa, fue porque se basó sólo en
ese tipo de muchedumbres que pudo ver en las calles de Viena en los momentos
previos al estallido de la I Guerra Mundial: esas masas belicistas y
germanófilas que tan parecidas se nos revelan a las que años después
protagonizarían también los acontecimientos de la II Guerra. Para Freud, sólo
habría existido –según Canetti– un tipo de masa: la masa agresiva, que sale a la
calle con intenciones hostiles hacia un grupo de seres humanos.
Foto de Portada de Masa y PoderLo que Canetti hizo en Masa y poder fue,
precisamente, corregir esta deficiencia de la teoría freudiana, elaborando una
clasificación de tipos de masa, que es sin lugar a dudas una de las grandes
aportaciones del original ensayo. Las páginas que siguen tratarán de dar cuenta
de algunos aspectos de esta clasificación, haciendo especial hincapié en
aquellos que acaban revelándose pertinentes en lo que se refiere al concepto que
Canetti tenía del fenómeno religioso. Dada la riqueza y complejidad de las tesis
contenidas en Masa y poder, el lector debe entender que se trata aquí tan sólo
de ofrecer una lectura inevitablemente parcial y selectiva de aquello que en
este libro tiene relación con estos dos hechos: comportamientos de masa y
religiones. Se dejan de lado las no menos interesantes reflexiones de Canetti
sobre el Poder, así como aquellos temas que, aunque relacionados con la masa, no
tendrían relación con el tema de la religión.
Pese a cuanto se lleva dicho sobre la polémica de Canetti con Freud, lo cierto
es que Masa y poder tiene muchos rasgos de los que consideramos propios del
pensamiento freudiano. Por ejemplo, también Canetti, al igual que Freud, trata
de hacer una arqueología de la masa, es decir, de definir la masa a partir de su
prehistoria, de sus orígenes en el pasado más remoto. Ahora bien, su arqueología
de la masa no localizaría el origen de la misma en la horda primitiva, sino en
algo que se le parecería mucho, aunque no sería exactamente igual: lo que el
autor llamó la muta, un grupo humano primitivo de diez o veinte personas. Lo que
diferenciaría a esta muta de Canetti de la más conocida horda freudiana iría
implícito en el término elegido para designarla. El término muta procede del
francés meute, que actualmente sólo significa "jauría" (grupo de perros
cazadores), pero que en francés antiguo conservaba todavía la acepción del étimo
latino movita, con el significado de "alzamiento" o "levantamiento" que hoy
tendría la palabra motín. Serían estas dos acepciones las que Canetti habría
querido conservar en la palabra elegida, que reuniría en sí el factor humano de
la palabra motín y el factor animal de la palabra jauría. De este modo quiso el
autor evitar la unilateralidad de la teoría que vincula la masa sólo a la
agresividad animal de la jauría y sustituirla por otra más compleja y dialéctica
en la que la muta (o su sucesora, la masa) no se movería sólo por la finalidad
cazadora de la jauría, sino también por la finalidad subversiva del motín.
[Fragmento]
Nada teme el hombre más que ser tocado por lo desconocido. En todas partes el
hombre elude el contacto con lo extraño. Aún cuando nos mezclamos con la gente
en la calle, evitamos cualquier contacto físico. Si lo llegamos a hacer, es
porque alguien nos ha caído en gracia. La rapidez con que nos disculpamos cuando
se produce un contacto físico involuntario, pone en evidencia esta aversión al
contacto.
Solamente inmerso en la masa, puede liberarse el hombre de este temor a ser
tocado. Es la única situación en la que ese temor se convierte en su contrario.
Para ello es necesaria la masa densa, en la que cada cuerpo se estrecha con el
otro; densa, también, en su constitución cívica, pues dentro de ella no se
presta atención a quién es el que se estrecha contra uno. En cuanto nos
abandonamos a la masa, dejamos de temer su contacto. Llegados a esta situación
ideal, todos somos iguales.
La compulsión a crecer es la primera y suprema característica de la masa.
Incorpora a todos los que se pongan a su alcance. La masa natural es la masa
abierta, sin límites prefijados. Con la misma rapidez que surge, la masa se
desintegra. Siempre permanece vivo en ella el presentimiento de la
desintegración, de la amenaza y de la que intenta evadirse mediante un
crecimiento acelerado. La masa cerrada renuncia al crecimiento y se concentra en
su permanencia, busca establecerse creando su propio espacio para limitarse.
...
Las masas cerradas tienden a la estabilidad, mediante la invención de reglas y
ceremonias características que capturan a sus integrantes. En la frecuentación
regular de la Iglesia, en la repetición precisa y conocida de ciertos ritos, se
garantiza a la masa algo así como una experiencia domesticada de sí misma.
...
El ataque desde fuera sólo puede fortalecer a la masa. Físicamente separados,
sus miembros tienden a reunirse con más fuerza. El ataque desde dentro es, en
cambio, peligroso de verdad. Una huelga que haya obtenido determinadas
concesiones se desintegrará a ojos vistas. El ataque desde dentro obedece a
apetencias individuales. La masa lo siente como un soborno, como algo inmoral,
ya que se opone a su clara y transparente condición básica. Todo el que
pertenece a una masa lleva en sí a un pequeño traidor deseoso de comer, beber,
amar y vivir en paz. La masa está siempre amenazada desde adentro y desde
afuera. Una masa que no aumenta está en ayunas.
Los atributos principales de la masa son los siguientes:
1. La masa siempre quiere crecer.
2. En el interior de la masa reina la igualdad. Todas las exigencias de
justicia, todas las teorías igualitarias extraen su energía, en última
instancia, de esta experiencia de igualdad que cada cual reconoce a su manera a
partir de la masa.
3. La masa ama la densidad.
4. La masa siempre se mueve hacia algo. Existirá mientras tenga una meta no
alcanzada.
La masa de acoso se constituye teniendo como finalidad la consecución rápida de
un objetivo. Éste le es conocido, y está señalado con precisión; se encuentra,
además, próximo. La masa sale a matar y sabe a quién quiere matar. Con decisión
incomparable avanza hacia esa meta y es imposible escamoteársela. Basta con
dársela a conocer, basta con comunicar quién debe morir, para que se forme la
masa. La determinación de matar es de índole muy particular, y no hay ninguna
que la supere en intensidad. Todos quieren participar, todos golpean. Para poder
asestar su golpe, cada cual se abre paso hasta llegar al lado mismo de la
víctima. Si no puede golpear, quiere ver cómo golpean los demás. Todos los
brazos salen como de una misma criatura. Pero los brazos que golpean tienen más
valor y más peso. El objetivo lo es todo. La víctima es el objetivo, pero
también es el punto de máxima densidad: concentra en sí misma, las acciones de
todos.
Una razón importante del rápido crecimiento de la masa de acoso es la ausencia
de peligro. No hay peligro porque la superioridad de la masa es enorme. La
víctima nada puede contra ella. O huye o queda atrapada. Para la gran mayoría de
los hombres, un asesinato sin riesgo, tolerado, estimulado y compartido con
muchos otros resulta irresistible.
Es una empresa tan fácil y se desarrolla con tanta rapidez, que hay que darse
prisa para llegar a tiempo. La prisa, la euforia y la seguridad de una masa
semejante tienen algo de siniestro. Es la excitación de unos ciegos, tanto más
ciegos, cuanto que de pronto creen ver. La masa procede al sacrificio y
ejecución de la víctima para liberarse de golpe y como para siempre de la muerte
de todos los que la constituyen. Lo que luego le sucede, es todo lo contrario. A
partir de la ejecución, aunque solo después de ella se siente mas que nunca
amenazada por la muerte. Se desintegra y se dispersa en una especie de fuga. Su
miedo será mayor cuanto más elevada sea la categoría de la víctima. Sólo podrá
mantener su cohesión si se suceden con gran rapidez una serie de hechos y de
eventos idénticos.
Entre los tipos de muerte que una horda o un pueblo puede imponer a un
individuo, puede distinguirse dos formas principales. Una de ellas es la
exclusión, y la otra, la ejecución colectiva. En este segundo caso, se conduce
al condenado a un lugar abierto y se lo lapida. Todo el mundo participa en esta
muerte; alcanzado por las piedras de todos el culpable se desploma. Nadie es
designado como el ejecutor. Es la comunidad entera la que mata. La tendencia a
matar colectivamente subsiste incluso allí donde se ha perdido la costumbre de
lapidar. La muerte por el fuego puede comparársele: el fuego actúa en lugar de
la muchedumbre que deseó la muerte del condenado.
Todas las formas de ejecución pública remiten a la antigua práctica de la
ejecución colectiva. El verdadero verdugo es la masa, que se reúne en torno al
patíbulo. No se deje arrebatar la víctima fácilmente. El anuncio de la condena
de Cristo refleja este hecho en toda su esencia. El grito de “¡Crucificadlo!”
sale de la masa. Ella es lo realmente activo; en otros tiempos, ella misma se
habría encargado de todo y habría lapidado a Cristo.
El efecto que en la muchedumbre produce ver la cabeza del ajusticiado no se
agota, en absoluto, en la descarga. Al caer la cabeza entre las de la multitud,
y dejar de ser superior igualándose con todas, cada individuo se ve reflejado en
ella. La cabeza cercenada constituye, así, una amenaza. En tanto que la cabeza
pasa a formar parte de la masa, ésta también se ve afectada por su muerte:
asustada y aquejada un misterioso espanto comienza a desintegrarse. Y va
dispersándose en una especie de huída.
La desintegración de la masa de acoso, una vez que ha cobrado su víctima, es
particularmente rápida. Los poderosos que se sienten amenazados son muy
concientes de este hecho y suelen arrojar una víctima a la masa para detener su
crecimiento. Muchas ejecuciones políticas han sido ordenadas sólo con este fin.
La repulsa que provoca la ejecución colectiva es de fecha muy reciente y no debe
subestimarse. Pero también hoy participa todo el mundo en las ejecuciones
públicas a través de los medios de comunicación. En el público de los medios se
ha mantenido viva una masa de acoso moderado, tanto más irresponsable cuanto más
alejada queda de los acontecimientos; estaríamos tentados de decir que es su
forma más despreciable y, al mismo tiempo, más deseable.
Fuera de las masas de acoso, Canetti distingue otros cuatro tipos de masas: las
masas de fuga, las masas de prohibición, las masas de inversión, y las masas
festivas.
Canetti denomina “cristales de masa” a esos pequeños y rígidos grupos humanos,
bien delimitados y de gran estabilidad, que sirven para desencadenar la
formación de masas. Es importante que tales grupos sean visibles en su conjunto,
que se los abarque de una mirada. Su unidad importa mucho más que su tamaño. El
cristal de masa es duradero. Sus integrantes han sido adiestrados para compartir
un plan de acción o unas determinadas ideas. Quien los vea o los conozca deberá
sentir, ante todo, que jamás se desintegrarán.
La nitidez, el aislamiento y la constancia del cristal de masa, contrastan con
los agitados fenómenos que se dan en el seno de la masa misma. El proceso de
crecimiento, rápido e incontrolable, y la amenaza de desintegración que
confieren a la masa su capacidad de estabilidad no actúan en el interior del
cristal.
Canetti llama símbolos de masa a las unidades colectivas que no están formadas
por hombres, y, sin embargo, son percibidas como masas. Tales unidades son el
trigo y el bosque, la lluvia, el viento, la arena, el mar y el fuego. Nos
recuerdan la masa, y la representan simbólicamente en el mito y el sueño, en el
discurso y el canto.
Cristales de masa y masa, derivan de una unidad más antigua, en la que todavía
coinciden: la muta. En hordas de reducido número, que van en pequeñas bandas de
diez o veinte hombres, la muta es una forma de excitación colectiva con la que
nos topamos en todas partes. La muta es una unidad de acción y se manifiesta de
manera concreta. De ella ha de partir quien desee explorar los orígenes del
comportamiento de las masas. Canetti distingue cuatro formas de muta: la de
casa, la de guerra, la de lamentación y la de multiplicación.
Catolicismo y masa
Un examen imparcial descubre en el catolicismo cierta lentitud y calma, unidas a
una gran amplitud. Su principal aspiración, la de dar cabida a todos, se haya ya
contenida en su nombre. El catolicismo desea que todos se conviertan a él, y
cualquiera es aceptado bajo determinadas condiciones que no pueden considerarse
duras. El catolicismo ha conservado un último vestigio de igualdad, que ofrece
un marcado contraste con su estructura ya jerarquizada.
Su calma, que junto con su amplitud ejerce sobre muchos una enorme atracción, la
debe a su antigüedad y su aversión hacia cualquier tipo de violencia masiva.
La peligrosidad de los estallidos públicos, la facilidad con que se propagan, su
rapidez y, sobre todo, la supresión por su parte del lastre de las distancias,
entre las que deben ponerse en primer plano las impuestas por las jerarquías
eclesiásticas, todo ello condujo a la Iglesia, ya en fecha muy temprana, a ver
en la masa abierta a su principal enemigo y a oponerse a ella por todos los
medios posibles.
Todos sus contenidos doctrinales, así como todos los mecanismos de su
organización, están imbuidos de esta inconmovible convicción. |
Empecemos por el
factor animal de la jauría, el más freudiano. Canetti no niega, en efecto, que
el origen del comportamiento de masa sea, en primer lugar, la caza. Esos grupos
de diez o veinte hombres que integraban la muta primitiva se comportaban casi
exactamente igual que lo hacían las especies animales con las que estaba
acostumbrado a tratar, y, por tanto, la más antigua y limitada forma de muta, la
de caza, debería su aparición entre los hombres "a un modelo animal: a la manada
de animales que cazan juntos". Por otro lado, todavía en la actualidad
existirían comportamientos de masa directamente emparentados con este tipo de
muta de caza. Dentro de su original clasificación de tipos de masa, Canetti
habla en concreto de dos que serían de esta clase agresiva u hostil: la masa de
acoso y la masa de guerra. Tanto en una como en otra se reproduciría lo esencial
del comportamiento de la muta más antigua, de esa muta primigenia que sería la
de caza. En la llamada masa de acoso lo único que cambiaría sería que la presa,
en lugar de ser animal, sería humana: por lo demás, tanto en esencia como en
funcionamiento, muta de caza y masa de acoso serían prácticamente una misma
cosa, como lo demostraría el enorme parecido que existe entre las vívidas
descripciones que Canetti hace de las dos. Si la muta de caza se describe
concentrada en la presa, excitada por la sed de sangre, frenética en el momento
de la caza, repentinamente silenciosa ante la víctima caída, respetuosa en el
reparto de la carne según reglas establecidas, la masa de acoso es descrita por
Canetti en estos términos: "Sale a matar y sabe a quién quiere matar. Con una
decisión sin parangón avanza hacia la meta; es imposible privarla de ella. Basta
dar a conocer tal meta, basta comunicar quién debe morir, para que la masa se
forme. La concentración para matar es de índole particular y no hay ninguna que
la supere en intensidad. Cada cual quiere participar en ella, cada cual golpea.
Para poder asestar su golpe, cada cual se abre paso hasta las proximidades
inmediatas de la víctima. (...). La víctima nada puede hacer. Huye o perece. No
puede golpear, en su impotencia es tan sólo víctima".
Por su parte, la llamada masa de guerra también tendría su precedente más remoto
en la muta de caza, aunque el más directo sería el de la llamada muta de guerra.
Tanto la masa de guerra como su más directa predecesora, la muta de guerra,
serían fenómenos de doble masa: lo que cambia aquí con respecto a la muta de
caza es que no se trata ya de un grupo frente a una víctima, sino de dos grupos
que tendrían exactamente la misma y enfrentada intención uno respecto del otro.
Los grupos no serían nunca muy diferentes entre sí, y, de hecho, en las formas
primitivas de la guerra, tal como se deduce de los relatos de pueblos primitivos
que Canetti selecciona, los dos grupos se parecían tanto que les era difícil
distinguirse entre sí. Los dos tenían la misma manera de abalanzarse unos sobre
otros, su armamento era más o menos idéntico, los dos lanzaban el mismo tipo de
salvajes y amenazadores gritos. Sólo esta imposibilidad de distinguir al enemigo
habría cambiado en las actuales masas de guerra, que por lo demás serían
esencialmente idénticas a su ancestro, la muta de guerra. Lo más característico
del fenómeno de doble masa en que consiste la masa de guerra residiría en que lo
masivo concierne aquí no sólo a los que matan, sino también a los que son
muertos, que mueren a montones, pues sería la muerte misma la que, en la guerra,
se transformaría en fenómeno de masa: "Hay que acabar con la mayor cantidad
posible de enemigos; la peligrosa masa de adversarios vivos ha de convertirse en
un montón de muertos. Vence el que mata a más enemigos".
Tanto la masa de acoso como la de guerra serían, pues, ejemplos de esa
pervivencia de lo arcaico en las formas actuales de vida que Freud interpretaba
en términos de regresión. Canetti, que escribe Masa y poder no como un ensayo
sobre el nazismo, pero sí teniéndolo siempre presente, no habría dudado en
identificar este tipo de masas, las de acoso y las de guerra, como las
propiamente características del régimen hitleriano. Aun cuando el nombre y la
personalidad de Hitler sólo aparecen mencionadas de pasada dos o tres veces a lo
largo de todo el libro, hay muchos indicios que nos permiten suponer que, en
buena parte, Masa y poder es un intento de esclarecer la índole de los
acontecimientos de masa propios del nazismo, diferenciándolos de otros
comportamientos de masa que, como el vivido por el propio Canetti el 15 de julio
de 1927, no tendrían un parentesco directo con la muta de caza.
Lo que Canetti tenía claro, desde luego, es que la experiencia de masa que él
mismo vivió aquel 15 de julio en que ardió el Palacio de Justicia no era
susceptible de ser integrada en ninguna de las dos categorías de masa
mencionadas. Tal como Canetti podía recordar su vivencia personal de masa, las
riadas de personas que confluyeron en el Palacio de Justicia no se concentraron
allí ni para dar muerte a una víctima ni para enfrentarse a un grupo de enemigos
armados. Tenía que tratarse, entonces, de otro tipo de masa. Lo más cerca que
habría estado Freud de reconocer la existencia de esta otra clase de masa habría
sido ese momento de la Psicología de las masas en que escribió que "bajo la
influencia de la sugestión, las masas son también capaces del desinterés y del
sacrificio por un ideal". Pero, para Canetti, que también en esto habría
discrepado con Freud, no se trataría de un fenómeno de sugestión, inducido por
la figura de un líder poderoso, ni menos aún de una cuestión de desinterés o
sacrificio por un ideal, sino de algo tan interesado y tan poco abnegado, pero a
la vez tan comprensible, como lo que él llama inversión. En los capítulos de
Masa y poder que Canetti dedica al tema del Poder, se llama así al proceso por
el que los sometidos a un sistema de órdenes o de poder pueden, llegado el caso,
tratar de invertir la situación, rebelándose contra los que sentirían como sus
opresores.
Lo que Canetti llama masa de inversión presupone siempre la existencia de
relaciones de poder entre grupos humanos y, por tanto, una organización social
compleja. Para que se dé una masa de inversión, es necesario que exista una
sociedad estratificada o jerarquizada, en la que uno o varios grupos estén
sometidos a otro u otros grupos. La masa de inversión resulta del levantamiento
o amotinamiento de los grupos inferiores contra los superiores: esclavos contra
señores, soldados contra oficiales, negros contra blancos, pueblo contra
gobierno, etc. Y, aunque su finalidad no sea el exterminio de otros, este tipo
de masa no carecería de agresividad. Tendría la propiamente suya, pues para
invertir sería siempre necesario agredir y destruir, y tendría, además, la que
le proporcionaría la formación de otras clases de masa en su interior: así, en
muchas situaciones revolucionarias se daría caza a hombres singulares y se los
mataría, bien en forma de tribunal, bien incluso sin juicio previo.
En realidad, la masa de inversión, en la forma en que Canetti la describe (y en
la forma en que él mismo la vivió), sería un fenómeno propiamente moderno. Pero,
si hubiera que buscarle precedentes en hechos parecidos (aunque no exactamente
iguales), éstos no se encontrarían en la prehistoria, sino en la Antigüedad y
siempre vinculados a fenómenos religiosos. Esto es lo que hace Canetti en Masa y
poder, dando lugar a otra de las tesis más originales del ensayo, que resulta
ser así también de interés para la teoría de las religiones. Las religiones,
concebidas por Canetti como fenómenos de masa, tendrían al menos en parte un
parentesco con las modernas masas de inversión, aun cuando en su caso se
trataría de masas lentas de inversión.
Así ocurriría, por ejemplo, en el caso de los hechos narrados en el Éxodo
bíblico. Aquí, una masa de esclavos que había llegado a ser tan numerosa como la
arena del mar –de 600 a 700 mil personas–, se liberó de 430 años de sometimiento
al poder egipcio, emprendiendo la larga travesía de cuarenta años por el
desierto que había de conducirla a la Tierra Prometida, al reino de justicia
presidido por la Ley de Moisés. Masa de inversión, diríamos, pero masa lenta,
puesto que los judíos dejaron de ser esclavos en Egipto, pero la inversión que
debía convertirlos en dueños de sí mismos no se realizó allí mismo, en Egipto,
sino que se pospuso a otro momento y otro lugar. En el Éxodo judío la inversión
es, desde luego, la meta, pero es una meta lejana: se convierte en promesa de la
tierra, en Tierra Prometida.
Pero la meta –dice Canetti– puede también situarse fuera de la tierra, en un más
allá aún más lejano que la postergada Tierra Prometida, el más allá del
Cristianismo: "Los últimos serán los primeros en el reino de los cielos",
promesa de inversión postergada a otra vida no terrenal. Canetti advierte que en
los dos casos, el judío y el cristiano, lo que mantendría unida a la masa
creyente en su camino lento y largo hacia la meta sería la esperanza. No
obstante, por tratarse de una promesa terrenal, la meta judía sería en su
opinión mucho más vulnerable que la cristiana: una vez alcanzada, la tierra
prometida puede ser –como de hecho lo fue– ocupada y devastada por enemigos, y
los judíos pueden verse obligados una y otra vez a desalojarla. En cambio, la
meta cristiana, al estar situada en el más allá, en el reino de los cielos,
viviría sólo de la fe y nadie podría negarle ni reprocharle nada. Para el
creyente cristiano, la inversión estaría plenamente garantizada: en el otro
mundo volverá a vivir y aquel que fue aquí el más pobre y el que no hizo nada
malo, será el que más valor tendrá allí, en la otra vida. Y nadie podría
objetarle nada a este invisible reino de justicia por la misma razón de que
nadie lo ve en su realización.
Ahora bien, la misma terrenalidad que haría a la meta judía mucho más vulnerable
que la cristiana sería también la que la haría, a juicio igualmente de Canetti,
una meta más renovable. La masa judía puede una y otra vez revivir el Éxodo,
migrando en busca de la Tierra Prometida, en otro lugar, en otro momento.
Aplazada siempre en una historia de continuas migraciones y continuas
decepciones, la vulnerabilidad de la meta no amenazaría seriamente la
integración en unidad de un pueblo vinculado por el deseo insatisfecho de un
reino de justicia en la Tierra. En cambio, la meta cristiana, porque sólo
viviría de la fe en la vida eterna, sería también una meta menos renovable:
basta con que esa fe se pierda, con que no se crea ya en el reino de los cielos,
para que la inversión parezca un imposible y la masa que permanecía unida en
torno a esa creencia se descomponga y desintegre. Desde esta perspectiva, no
sería entonces casual que, justo en el momento en que esa fe en el más allá
empezó a descomponerse en la sociedad occidental, la masa lenta del Cristianismo
dejara paso a la moderna masa de inversión, a la masa rápida de las revoluciones
políticas, cuya meta sería tan terrenal como la del judaísmo, pero que, a
diferencia de ella, no toleraría postergaciones y exigiría ya la inmediata y
perfecta realización del prometido reino de justicia.
Se notará que esta explicación del fenómeno religioso como único precedente de
la moderna masa de inversión, y por ello como proceso de aplazamiento sine die
de la meta de inversión, guarda un notable parecido con la teoría marxista de la
religión como opio del pueblo. Y, de hecho, no son pocas las veces en las que
Canetti alude a la domesticación de las masas como uno de los objetivos de las
antiguas religiones –en especial, del catolicismo. Lo que, pese a esto,
diferenciaría la teoría de Canetti de la marxista es que en Masa y poder las
religiones no se explican sólo en función de este factor de domesticación de las
masas sometidas. Junto a él se darían en todas las religiones –aunque diferirían
entre sí, dependiendo de la religión de que se trate– otros factores o
componentes que, en parte, explicarían la moderna pervivencia de las religiones
y que estarían estrechamente relacionados con otros comportamientos de masa cuya
meta no sería ya la inversión.
Esto es lo que sucedería, por ejemplo, con el Islam, definido por Canetti como
religión de guerra. La imagen del mundo dividido en dos grandes bloques o masas
antagónicas –la de los fieles y la de los infieles– que se combatirían siempre y
recíprocamente en la guerra santa, hasta llegar todavía separadas al Juicio
Final, no tendría, en efecto, nada que ver con la meta de inversión, sino que se
parecería mucho más a la meta exterminadora de las masas de guerra. Esto no
quiere decir, sin embargo, que el Islam sea sólo esto: Canetti nos advierte de
que en él existe también una promesa de paraíso, así como un fenómeno de masa
lenta y pacífica que es la que protagoniza cada año la peregrinación a La Meca.
Se trataría, con todo, en este caso de una meta en estado puro, ya que lo que se
quiere cuando se peregrina a La Meca es sólo llegar allí, haber estado allí. No
se quiere nada más, y por eso, una vez alcanzada la meta, el musulmán retornaría
a la vida cotidiana con sus deberes y sus derechos sagrados.
En el Cristianismo, además de la promesa de inversión en el más allá, lo que
mantendría unida a la masa –incluso cuando la fe en el más allá ha desaparecido–
sería lo que Canetti llama la lamentación. Las religiones del lamento, como el
Cristianismo o como la religión de la secta de los síies, sí tendrían un
precedente primitivo en las mutas primitivas, en concreto en las que Canetti
llama mutas de lamentación. Además de para la caza y para la guerra, y a veces
justo después de ellas o a consecuencia de ellas, las sociedades primitivas se
reunían en masa para el lamento por los muertos, constituyéndose así en muta de
lamentación. Los ritos y los comportamientos propios de esta clase de mutas
habrían pasado directamente a formar parte de los rituales de las grandes
religiones del lamento, las cuales se formarían siempre alrededor de la leyenda
de un hombre o un dios que pereció injustamente. En todas las religiones del
lamento ese hombre habría muerto a consecuencia de una persecución, de una caza
o de un acoso, que siempre se representa con todo detalle. En torno a la víctima
se constituye primera una pequeña muta de lamentación, integrada por familiares
y amigos, que se niegan a entregar el muerto, que no reconocen su muerte –puesto
que, precisamente, él, por ser el mejor de todos, el salvador, no debería de
haber muerto–, para luego abrirse a una masa que crecería irreprimiblemente en
el culto al muerto, cuya pasión se representaría una y otra vez.
A decir de Canetti, el atractivo de estas religiones del lamento residiría en su
capacidad expiatoria y redentora. Y esto en el siguiente sentido. Puesto que,
para Canetti –que también en esto se nos revela más freudiano de lo que él mismo
habría admitido– los seres humanos no serían criaturas pacíficas incapaces de
hacer daño a una mosca, puesto que no vivirían dedicados a comer hierba, dejando
vivir en paz a los demás, puesto que, por el contrario, vivirían en cierto modo
como perseguidores, la humanidad en su conjunto experimentaría un profundo
sentimiento de culpa, aunado a un enorme temor a ser tratado de la misma manera
por otros. La culpa y el miedo irían creciendo irresistiblemente en el interior
de cada persona, y por eso, al adherirse a una víctima que padeció y sufrió
persecución y muerte, al ponerse de parte de los perseguidos y de las víctimas,
se redimiría en parte de su propia culpa. Esto explicaría que, incluso cuando la
fe en el más allá se ha reducido considerablemente, el Cristianismo siga
perviviendo como religión del lamento. Centrada en la figura de Cristo como
víctima, perviviría –pronosticó Canetti–, en tanto que los seres humanos no
consiguieran renunciar a matar en mutas. Las religiones de lamentación serían,
pues, imprescindibles para la economía espiritual de los seres humanos, tal y
como éstos son y actúan todavía hoy.
A pesar de sus polémicas con Freud, Canetti habría heredado de él (y de su
admirado Kafka) la capacidad de mirar de frente los aspectos más crueles de la
vida humana, sin dejarse llevar por el placer de las sublimaciones estéticas de
la realidad. Ni tan siquiera debe creerse que su concepción del judaísmo como
religión de inversión, por ideal que pueda parecer a primera vista, esté
desprovista de sentido crítico. Canetti fue consciente de que la esperanza judía
no habría sido, como no podría serlo ninguna meta de inversión, ajena a la
agresividad. Ciertamente, el retrato del judaísmo como religión de promesa es
mucho más atractivo que el del Islam como religión de guerra, e incluso que el
del Cristianismo como religión del lamento, pero no creo que de esto deba
deducirse la imagen de una inevitable parcialidad judía. Lo que Canetti hizo fue
trazar a grandes rasgos, en un libro que no es de teoría de las religiones, las
que él creyó que eran las ideas dominantes (los mitos centrales) de cada una de
las grandes religiones monoteístas. Es mucho más útil y quizás más justo para
con el creador considerarlas direcciones de sentido en las que habría que seguir
avanzando, que creerlas definiciones cerradas, últimas y monolíticas de las
religiones con respecto a las cuales sería obligado pronunciarse. En cualquier
caso, si se albergan dudas sobre la objetividad de Canetti para con el judaísmo,
no hay más que leer algunos de los capítulos –sabrosos y despiadados– que, en su
genial autobiografía, versan sobre su relación con el judaísmo y con su familia.
Se comprenderá entonces que, como él mismo dice allí, de todo lo que sería el
judaísmo Canetti sólo conservó una cosa, el precepto bíblico "No matarás", al
que precisamente Masa y poder estaría dedicado por entero.
Fuente: www.revista-raices.com


El invisible
Por Elías Canetti
Paseaba, al ocaso de la tarde, por la plaza mayor del centro de la ciudad, y lo
que allí buscaba no era su vistosidad y su viveza, con ellas ya contaba, buscaba
un pequeño bulto marrón en el suelo que no sólo se reducía a una voz, sino a un
sonido único. Era un profundo, prolongado «a - a - a - a - a - a - a - a». Ni
disminuía ni aumentaba, pero jamás cesaba y en todo momento era perceptible
sobre los miles de clamores y vocerío de la plaza. Era el sonido más persistente
del Xemaá El Fná, el que a lo largo de toda una noche, y noche tras noche,
permanecía igual.
Lo oía ya desde la lejanía. Cierta desazón, a la que no era capaz de dar una
interpretación correcta, me llevaba allí. Había paseado por la plaza en toda
ocasión; tantas cosas me atraían en ella que jamás dudé no volver a encontrar el
bulto aquél con todo cuanto le era propio. Sólo por esa voz, que había venido a
reducirse a un sonido único, sentía cierto temor. Se encontraba en la frontera
de lo vivo; la vida que generaba no consistía en otra cosa más que en ese
sonido. Por mi parte, escuchaba ansioso y amedrentado y para entonces alcanzaba
un punto preciso en mi camino, justo el mismo sitio, donde de súbito oía algo
así como el zumbido de un insecto: «a-a-a-a-a-a-a- a».
Sentía cómo una calma inaprehensible se expandía a lo largo de mi cuerpo, y en
tanto mi paso había sido hasta el momento algo lento e inseguro, avanzaba ahora,
de repente, con resolución, derecho hacia el sonido. Yo sabía de dónde provenía.
Conocía el hatillo marrón en el suelo, del que no había visto más que un oscuro
y tosco pedazo de tela. Jamás vi la boca de la que provenía el «a - a - a - a -
a - a - a - a»; jamás el ojo, jamás las mejillas; ni una sola parte del rostro.
No habría podido afirmar si ese rostro era el de un ciego o si veía, por el
contrario. La sucia tela marrón era como una capucha totalmente calada que lo
cubría todo. La criatura —alguna había de ser— se acurrucaba en el suelo y
curvaba la espalda bajo la tela. Poca criatura había allí; parecía ligera y
débil, y eso era todo cuanto se podía conjeturar. No supe lo grande que era,
pues jamás la vi de pie. Lo que había en el suelo se mantenía tan agazapado que
aun tropezando involuntariamente con él no habría cesado por ello el sonido.
Nunca lo vi venir, jamás lo vi partir; no sabía si era transportado y depositado
allí o si caminaba por sus propias piernas.
El lugar que había escogido no estaba en absoluto resguardado. Era la parte más
abierta de la plaza, de un incesante ir y venir en torno al montoncillo marrón.
En atardeceres concurridos se esfumaba entre las piernas de la gente, y aunque
yo sabía con exactitud dónde estaba, y oía continuamente su voz, me costaba
trabajo encontrarlo. Pero entonces la multitud se dispersaba y el bulto
permanecía en su lugar, como si a su alrededor, a lo largo y a lo ancho la plaza
estuviese ya vacía. Entonces quedaba en la oscuridad como una vieja y mugrienta,
abandonada, prenda de vestir de la que alguien quería desprenderse y hubiese
dejado caer a hurtadillas entre la multitud para no llamar la atención. Pero
ahora ya había desaparecido la gente y allí quedaba solo el bulto. No esperé a
que se levantase por sí mismo o fuese recogido. Me perdí en la oscuridad con una
ahogada sensación de impotencia y orgullo a su vez.
La impotencia me era propia: Sabía que jamás trataría de hacer algo por llegar
al fondo del enigma. Sentía horror ante su presencia; y puesto que no sabía
otorgarle otra realidad, lo dejaba reposar allí sobre el suelo. Cuando me
aproximaba, cuidaba de no tropezar con él, como si acaso pudiese dañarlo o
ponerlo en peligro. Allí estaba todas las noches; y cada noche se paraba mi
corazón apenas escuchaba por vez primera el sonido, y de nuevo se paralizaba
cuando divisaba el bulto. Su camino de ida y vuelta me resultaba más sagrado aún
que el mío propio. Jamás le seguí el rastro y no sé dónde se perdía el resto de
la noche y de la mañana siguiente. Se trataba de algo excepcional, y quizás se
tenía a sí mismo por tal. A veces caía en la tentación de tocar con un dedo muy
suavemente la capucha marrón —esto lo notaría sin duda—, y quizás poseyese un
segundo sonido con el que responder. Pero esta aspiración se desvanecía
rápidamente en mi impotencia.
Dije que en mi huida todavía me asaltaba otro sentimiento: el orgullo. Me sentía
orgulloso del fardo porque vivía. Lo que pensase mientras respiraba
profundamente hundido entre los demás, jamás lo podré saber. El significado de
su salmodia me resultaba tan oscuro como su entera presencia. Pero vivía, y cada
día, a su hora precisa, estaba de nuevo allí. Jamás vi que recogiese las monedas
que le arrojaban; poco era lo que se le echaba; nunca había más de dos o tres
monedas. Quizás no hubiese llegado a tanta miseria como para tener que
recogerlas. Tal vez no tenía lengua para pronunciar la «l» de «Alá», y el nombre
de Dios lo reducía a un «a - a-a-a-a-a-a- a». Pero vivía sin embargo, y con un
celo y una tenacidad sin par repetía su único acento; y así durante horas y
horas, hasta que se convertía en el único sonido de toda la ancha plaza, en
clamor que acallaba todas las otras voces.
Las voces de Marrakesh: Impresiones de viaje
Traducción José Francisco Ivars
Editorial Valencia, Pre-textos, 1996

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