NOTAS EN ESTA SECCION
"La gracia me
llegó en forma de gato", por Juan Gelman |
El ciudadano de la
noche roja | Yonqui (fragmento)


"La
gracia me llegó en forma de gato"
Por Juan Gelman
“La gracia me llegó en forma de gato”,
anotó William Burroughs en sus diarios finales; especialmente en forma de Riski,
su preferido. El ídolo de los beatniks quería bastante menos a los seres
humanos, pensaba que el amor “es mayormente un fraude, una mescolanza de sexo y
sentimentalismo que ha sido sistemáticamente vulgarizada y degradada por el
virus del poder”. Estos diarios no son el canto del cisne de un gran heterodoxo:
más bien dan testimonio de las imposiciones de la vejez, como “Qué es el mundo”,
el poema que Beckett escribiera un año antes de morir. El título de los diarios,
publicados en el 2000, es sin duda adecuado: “Last words”. Hace además
referencia a la fascinación del autor de El almuerzo desnudo por el delirio
terminal del gangster Dutch Schultz –rigurosamente transcripto por un taquígrafo
de la policía– que lo llevó a crear un guión cinematográfico sobre el tema.
Felinos aparte, en estas páginas abundan otras entidades no humanas, demonios,
extraterrestres que él no ve y espíritus de diversa especie que sí ve.
“Una vez pregunté en un sueño a un espíritu maligno italiano ‘¿quién eres?’ Y él
se reía y se reía, y siguió riéndose en una laguna oscura de mármol contra un
decorado italiano y era deliciosamente maligno”, apunta quien compusiera
Yonquis, ese cuasi tratado sobre la drogadicción. Burroughs había regresado a la
ingesta de drogas a los 63 de edad, luego de 18 años de abstinencia. James
Grauerhotlz, editor y prologuista de los diarios, describe la vida cotidiana de
Burroughs entonces y hasta su muerte en 1997. Habitaba una cabaña de dos
ambientes en Lawrence, Kansas, con rosales en el porche y una etiqueta en la
puerta que informaba de la presencia de gatos en el interior que debían ser
salvados en caso de emergencia. Comenzaba la mañana con una inyección de
metadona y un desayuno suculento. Después de mediodía practicaba tiro al blanco
con pistola y cuchillo. El tiempo de los tragos llegaba a las 15.30 en punto y
solía trabajar en sus diarios hasta la cena con amigos. Se acostaba a las 9 de
la noche, no sin antes hacer una ronda alrededor de la cabaña pistola al cinto.
Burroughs había cambiado. Atrás quedaban las larguísimas tenidas de droga y
alcohol. En una de ellas –es notorio– mató a su mujer cuando trataba de partir
con un tiro la manzana que ella tenía sobre la cabeza. Sucedió en México y en
estos diarios afirma que equivocó el disparo porque estaba poseído por “El
Espíritu Feo”. Consigna que se comunica con los muertos, fabrica conjuros, opera
una “máquina deseante” que le permite el acceso a una suerte de soñar despierto,
reconoce espíritus que lo protegen y demonios que lo asaltan. Estos raptos de
ocultismo y magia negra alternan con las expresiones de odio que propina a
humanistas negadores de otras dimensiones y a la irracionalidad de un mundo que
usa el disfraz de la razón. Burroughs tenía conciencia plena de los campos de
concentración, del racismo y la censura, de las seguridades que deshumanizan. Su
obra, como la de Daumier o Goya, es una sátira violenta contra el autoritarismo
y una parodia de los amantes y ocupantes del poder.
Burroughs precisó estas posiciones en una entrevista radiofónica que Eric
Mottram le hiciera para la BBC de Londres en 1964 con motivo de la prohibición
de sus libros. “El virus del poder –dijo el autor de Nova Express– se manifiesta
a sí mismo de muchas maneras. En la construcción de armas nucleares, en
prácticamente todos los sistemas existentes que procuran anular la libertad
interior, es decir, controlarla. Se manifiesta en la extrema sordidez de la vida
diaria en los países occidentales. Se manifiesta en la fealdad y la vulgaridad
que vemos en las personas y se manifiesta, por supuesto, en las enfermedades
causadas por el virus. Por otra parte, los que resisten están en todas partes,
pertenecen a todas las razas y naciones. El que resiste puede ser definido
simplemente como un individuo que tiene conciencia del enemigo, de sus métodos
operativos, y que está empeñado activamente en combatir a ese enemigo.” Bush
hijo incluiría a Burroughs en la lista de terroristas más buscados.
La
escritura de estos diarios es similar a la de sus novelas, en las que se
entrecruzan sueños, fragmentos de relatos en borrador, citas propias y de otros
autores, frases de periódicos y revistas, versos de viejas canciones, ideas que
aparecen al correr del pensamiento, párrafos de cartas a los amigos carentes de
todo contexto personal. Es la técnica del “cut-up” –“cut and paste”, se diría en
lenguaje cibernético– o del collage, tan empleada en la pintura. Burroughs
grababa al azar ese material aparentemente inconexo, escuchaba luego la cinta y
la detenía en un punto para pasar a máquina una frase o varias. El segundo paso
consistía en componer un texto doblando una de las páginas mecanografiadas e
instalando la mitad en otra página “con la intención de alterar y expandir
estados de conciencia en uno mismo y también en los lectores”. Decía que las
palabras “están vivas como animales, no les gusta que las enjaulen. Corten las
páginas y dejen a las palabras en libertad”.
La obra de Burroughs fue muy
criticada y aun atacada –censurada además– por su exposición sin tapujos del
sexo, el alcoholismo y la drogadicción. Anthony Burgess fue uno de los pocos que
descubrieron muy temprano su naturaleza innovadora: “Si algún escritor hay que
puede reanimar una forma agotada y mostrarnos lo que todavía es posible hacer
con una lengua que Joyce pareció exprimir hasta dejarla seca, ése es William
Burroughs”. El que amaba a los gatos. Lo vi en un encuentro internacional de
poesía que tuvo lugar en Roma a fines de los años ‘70. Menudo, delgado, con
sombrero panamá, impecable traje gris, camisa blanca, corbata al tono y
coca-cola en mano, pasaba entre los asistentes de manera inadvertida, casi
sigilosa. Recordé las impresiones de Paul Bowles cuando en 1961 Burroughs lo
visitó en su lecho de enfermo en Tánger: “Su figura era tan tenue que su
presencia en la habitación era incierta”.
Fuente: Página 12, 04/01/04

 William
Burroughs: el ciudadano de la noche roja
Poquísimas personalidades fuera de la esfera
musical ejercieron tanta influencia sobre el rock como el novelista William
Burroughs. Un outsider provocador y controvertido, que vivió el R&R Way of Life
años antes de que siquiera se inventara esa música, y que existió en los bordes
de la sociedad en una niebla de drogas, armas y violencia, permaneciendo como el
santo patrono de la vanguardia hasta el día de su muerte. Su obra combina la
fuerza visionaria con la sátira libertaria; en lo formal, se caracteriza por el
uso de técnicas innovadoras como el montaje, el collage, la escritura automática
y el libre fluir de la conciencia. Y además, esta especie de profeta bíblico en
ácido tuvo el mérito de ser muy bien leído por gente como Bob Dylan, John
Lennon, Frank Zappa, Lou Reed, Tom Waits, William Gibson, Bruce Sterling,
Joaquín Sabina o el Indio Solari...
"QUE SE OIGAN EN TODAS PARTES MIS
ÚLTIMAS PALABRAS. QUE SE OIGAN EN TODOS LOS MUNDOS MIS ÚLTIMAS PALABRAS. OIGAN
TODOS USTEDES, SINDICATOS Y GOBIERNOS DE LA TIERRA. Y USTEDES AUTORIDADES QUE
APAÑAN NEGOCIADOS INMUNDOS CONCERTADOS VAYA UNO A SABER EN QUÉ LETRINAS PARA
APODERARSE DE LO QUE NO ES DE USTEDES. PARA VENDER EL SUELO BAJO LOS PIES DE LOS
QUE NO NACERÁN - (...) ¿TIEMPO PARA QUÉ? ¿PARA MÁS MENTIRAS? ¿PREMATURO?
¿PREMATURO PARA QUÉ? DIGO A TODOS QUE ESTAS PALABRAS NO SON PREMATURAS. ESTAS
PALABRAS PUEDEN SER DEMASIADO TARDÍAS. FALTAN MINUTOS. MINUTOS PARA EL OBJETIVO
ENEMIGO – (...) MENTIROSOS COBARDES COLABORACIONISTAS TRAIDORES. MENTIROSOS QUE
QUIEREN MÁS TIEMPO PARA MÁS MENTIRAS. (...) PARA ESO HAN VENDIDO USTEDES A SUS
HIJOS. HAN VENDIDO EL SUELO BAJO LOS PIES DE LOS QUE NUNCA NACERÁN. (...) REÚNAN
EL ESTADO DE LAS NOTICIAS - INVESTIGUEN DESDE EL ESTADO HASTA EL AUTOR - ¿QUIÉN
MONOPOLIZÓ TIME LIFE Y FORTUNE? ¿QUIÉN LES QUITÓ LO QUE ES DE USTEDES? ¿LO
DEVOLVERÁN TODO AHORA? ¿ALGUNA VEZ HAN DADO ALGO A CAMBIO DE NADA? ¿ALGUNA VEZ
HAN DADO ALGO MÁS DE LO QUE TENÍAN PARA DAR? ¿ACASO NO HAN VUELTO A APODERARSE
DE LO QUE HABÍAN DADO CADA VEZ QUE HA SIDO POSIBLE Y SIEMPRE LO HA SIDO? (...)"
(Expreso Nova, 1964)
William Seward Burroughs nació el 5
de febrero de 1914 en San Luis, Missouri, en el seno de una familia acomodada
del Medio Oeste norteamericano (era nieto del fundador de la compañía de
máquinas de oficina Burroughs Adding Machine, y su madre estaba emparentada con
el general Lee, jefe de los ejércitos confederados durante la Guerra de
Secesión). De chico ya leía las obras de poetas malditos como Arthur Rimbaud,
Charles Baudelaire y William Blake; luego estudió literatura inglesa en Harvard,
medicina en Viena, antropología en México, viajó por América y Europa y continuó
ampliando el universo de sus lecturas (Jung, Wilhelm Reich, Korzibsky, Joyce,
Spengler, L. Ron Hubbard, Kafka, Nietzsche, Zoroastro, El Libro Tibetano de los
Muertos, el Tao Te King, los Upanishads).
Pero el joven Burroughs estaba
fascinado por las armas y el submundo del delito, y terminó rechazando una a una
todas las convenciones de la clase a la que pertenecía. Cierto: por un buen
tiempo vivió de la fortuna de sus padres, pero su vida y obra posteriores
demuestran acabadamente que era bastante más que un mero burguesito rebelde hijo
de mamá...
Tras ocuparse en varios oficios (periodista, exterminador de
cucarachas) y un breve paso por el Ejército, se radicó en Nueva York, donde
medró en la clandestinidad de los homosexuales y los drogadictos de la época.
Hacia 1944 conoció allí a las futuras figuras de la Generación Beat como Jack
Kerouac, Allen Ginsberg y Lucien Carr, así como a quien luego sería su esposa,
Joan Vollmer, con la que se casó en 1946 tras divorciarse de su primera mujer
(una refugiada alemana de origen judío, con la que se había casado con el solo
fin de asegurarle un permiso de residencia en Estados Unidos). La amplitud de su
cultura y bagaje de experiencias fueron en extremo inspiradoras para el resto
del grupo.
A pesar de ser mayor que los demás, Burroughs todavía tenía que comenzar a
escribir, como ya Kerouac y Ginsberg habían hecho. Finalmente completó "Junkie",
editada en 1953, una historia autobiográfica sobre su adicción a la heroína,
firmada con el seudónimo de William Lee y publicada por Ace Books, donde
refulgen sentencias como "He aprendido la ecuación de la droga. La droga no es
como el alcohol o la hierba, un medio para incrementar el disfrute de la vida.
La droga no proporciona alegría ni bienestar: es una manera de vivir". "Queer"
("raro"), un examen de su homosexualidad igualmente descarnado, fue rechazado
por el editor y no salió a la luz pública por décadas.
A
principios de los años '50 Burroughs, perseguido por las autoridades
antinarcóticos, debió emigrar con su familia a México. Allí, intentando
impresionar a sus amigos con sus habilidades como tirador, le pidió a Joan que
participara en una prueba al estilo de Guillermo Tell; un tiro fallido mató a la
Vollmer y lo obligó a huir por medio planeta, tras ser acusado de homicidio
involuntario. Burroughs terminó estableciéndose en Tánger, Marruecos.
En
una biografía publicada en 1982 ("Literary outlaw", o "forajido literario")
Burroughs formula la terrible declaración de que fue el asesinato de su esposa
lo que lo convirtió en un escritor serio. "Me vi forzado a extraer la espantosa
conclusión de que nunca me habría convertido en escritor de no ser por la muerte
de Joan, y a comprender la magnitud hasta la cual tal evento ha motivado y
formulado mis escritos. Vivo con la constante amenaza de la posesión, y una
constante necesidad de escapar de la posesión, del Control. Entonces la muerte
de Joan me puso en contacto con el invasor, el Espíritu Feo, y me llevó a una
vida de lucha en la que no tuve otra elección que abrirme camino escribiendo".
Tras el éxito de sus respectivos "En la carretera" y "Aullido", tanto Kerouac
como Ginsberg se habían convertido en celebridades, y con la Generación Beat en
su esplendor, rastrearon a William Burroughs hasta África, encontrándolo hundido
en su adicción, aunque todavía capaz de escribir brillantes fragmentos de prosa
experimental. Kerouac comenzó a tipear el material e incluso le dio un título,
"The naked lunch" ("el almuerzo desnudo").
Como casi toda su obra, es de difícil lectura de corrido. (“No pretendo
imponer relato, argumento, continuidad... En la medida en que consigo un
registro DIRECTO de ciertas áreas del proceso psíquico, quizá desempeñe una
función concreta... no pretendo entretener”). Empero, la prosa de Burroughs es
extrañamente sugestiva, casi hipnótica, e increíblemente poderosa. "El almuerzo
desnudo" es un registro descarnado de la manera en que funciona (o no) la mente
de un adicto. Burroughs usa técnicas de escritura no convencionales para pintar
la historia (hasta donde hay una historia) de un mundo subterráneo enfrentado a
una sociedad tecnológica autodestructiva. A la vez fue saludado como prueba de
un genio literario y desechado como basura indescifrable, porque la novela fue
escrita fuera de todo estándar de la prosa narrativa, con abruptas transiciones
de sentido, capítulos en orden aleatorio, largas digresiones guiadas por el
libre flujo de la conciencia, extrañas construcciones gramaticales y palabras
inventadas pero de poderosa sonoridad, porque, como él afirmara: "las palabras
son una manera de hacer las cosas con rodeos, como si avanzáramos en un carro
tirado por bueyes... son instrumentos torpes que finalmente serán dejados de
lado".
Y Burroughs no sólo despedaza el lenguaje: también lo hace con la
hipocresía de la moral burguesa, la manipulación de los grandes medios de
comunicación, la criminalización de las drogas como medio para implantar el
control gubernamental de la vida privada de los ciudadanos, la prepotencia
imperial de la política exterior de su país. Su anarquismo extremo era una forma
de individualismo radical muy norteamericana: tampoco le resultaban simpáticos
los regímenes socialistas.
Tras un exitoso tratamiento contra su adicción
y la publicación de "El almuerzo desnudo" en 1959, Burroughs se convirtió en una
celebridad. La novela, que sufrió un proceso por obscenidad del que resultó
absuelto y fue un hito en la defensa de la libertad de expresión, permanece aún
hoy como su libro más conocido e influyente.
LA TÉCNICA DEL CUT-UP
"Brion Gysin fue el principal instigador de los
'cut-ups' [algo así como "corte"]. Emergen nuevas palabras y nuevos
significados: al cortar palabras, nuevas palabras aparecen, a veces la palabra
justa. Es un proceso de expansión de la conciencia. (¿Cuán aleatorio es el
azar?). Cada vez que se mira por la ventana, se camina alrededor de la casa o se
anda por cualquier calle, el fluir de la conciencia es interrumpido por palabras
e imágenes aparentemente al azar".
En 1959, el artista plástico Brion
Gysin le comentó a Burroughs que "la literatura estaba cincuenta años atrasada
con respecto a la pintura". Le sugirió, siguiendo el ejemplo de movimientos de
vanguardia como los dadaístas y los surrealistas, que usara técnicas de collage
en su escritura. Burroughs y Gysin experimentaron con montajes de texto e
imágenes, por ejemplo, superponiendo discursos presidenciales y fragmentos de
Rimbaud o Shakespeare. Burroughs había utilizado sin saberlo la técnica del
cut-up en "El almuerzo desnudo", pero el comentario de Gysin lo liberó de sus
prejuicios y lo invitó a continuar experimentando.
Dijo
el crítico Robin Lydenberg: "en lugar de licuefacción condensada en una sola
imagen, Burroughs crea una aleatoria, infinita variedad de implosiones y
explosiones, el ritmo pulsante mismo de la vida". Esto es, una manera de
expresar múltiples visiones por medio de la mezcla de hechos disparatados,
ciencia ficción e imaginería para hallar puntos de convergencia que antes
estaban escondidos. Un ejemplo en la red de su prosa, de los menos abiertamente
"experimentales": http://www.apocatastasis.com/almuerzo-desnudo-naked-lunch.htm
DESPUÉS DEL ALMUERZO...
... Burroughs continuó editando libros. En
1961 salió "La máquina blanda", primer resultado de la aplicación de la técnica
del cut-up; un año después salió "El tiquet que explotó"; en 1963, un volumen de
su correspondencia con Allen Ginsberg, "Cartas del yage". (La amistad y
colaboración literaria con el poeta sobrevivió a la ruptura de su relación
sentimental; Ginsberg lo echó con una memorable frase, gritada en plena calle en
Nueva York: "no quiero tu asquerosa pija").
Tras "Expreso Nova" (1964)
grabó el disco "Call me Burroughs", una colección de lecturas de materiales de
"El almuerzo desnudo" y "La máquina blanda".
En 1971 apareció " The wild boys: a book of the dead", y en 1973,
"Exterminator!". En colaboración con John Giorno editó sus discos "Nothing here
now but the recordings" (1975) y "You're the guy I want to share my money with"
(1981). En ese año se radicó en Lawrence, Kansas, y salió su libro "Cities of
the Red Night".
Su estilo había cambiado. Como él mismo dijera: "creo que
Finnegan`s Wake ejemplifica muy bien la trampa en que puede caer la literatura
experimental cuando se convierte en puramente experimental. Yo he ido así de
lejos en algunos experimentos concretos y luego he retrocedido; es decir, ahora
vuelvo a escribir narrativa lineal puramente convencional, pero aplicando lo que
he aprendido con el cut-up y con las otras técnicas a los problemas de la
escritura convencional”.
A fines de los '80 era una especie de ícono pop,
un oscuro símbolo de la sordidez de lo dionisíaco. Un papel secundario en 1989
en "Drugstore Cowboy", de Gus Van Sant, le dio su mayor exposición a la luz
pública. En 1991 el cineasta canadiense David Cronenberg filmó "El almuerzo
desnudo", en realidad un collage expresionista que tomaba elementos de la vida
real de Burroughs (la muerte de su esposa, su relación con Ginsberg y Kerouac,
circunstancias de su exilio en Tánger), tanto como de "El almuerto desnudo",
"Exterminador" y "Junkie" (de hecho, el personaje principal de la película se
llama William Lee, como el seudónimo que usara Burroughs). Cronenberg fue lo
suficientemente inteligente como para no intentar una traducción automática del
libro, sino que trató de asimilar las obsesiones del viejo Bill y expresarlas en
el lenguaje del cine, algo que logra en buena medida. Cronenberg dijo en una
oportunidad que una adaptación literal "duraría cuatro horas, costaría 90
millones de dólares y sería prohibida en cada país de la Tierra".
En
1990 salió "Dead City Radio", una colección de lecturas respaldadas en la música
de, entre otros, Sonic Youth, John Cale y la Orquesta Sinfónica de la NBC. En
1992 apareció en la canción de Ministry "Just one fix", y al año siguiente grabó
" The 'priest' they called him" con Kurt Cobain. Ese año también salió su último
disco, "Spare Ass Annie and other tales" [Annie Culo de Repuesto y otros
cuentos] junto a los Disposable Heroes of Hiphoprisy.
En sus últimos
años, su voz sampleada apareció en discos de Jesus and Mary Chain, Laurie
Anderson y Material; coescribió con Tom Waits la ópera gótica "The black rider",
y apareció brevemente en el final del videoclip de U2 "Last night on Earth", de
1997, unas pocas semanas antes de morir pacíficamente de un ataque al corazón,
el 2 de agosto, en Lawrence, nada menos que a los 83 años de edad...
Fuente: www.cinefania.com

 Yonqui
(fragmento)
YONQUI, WILLIAM BURROUGHS Traducción Martín Lendínez, 1980
WILLIAM BURROUGHS Nació en St. Louis, en los Estados Unidos, en 1914. Graduado
en Harvard, ejerció innumerables oficios en Europa y América a lo largo de sus
viajes. Su experiencia vital, legendaria y activa, y que transcurre entre
México, París, Londres y Tánger, le proporcionó material de primera mano para
sus novelas. Los ejes fundamentales de su obra son la sociedad de la posguerra
en los países totalitarios del Este, la marginación de la homosexualidad y su
propia experiencia con las drogas duras.
OTRAS OBRAS DEL AUTOR El almuerzo desnudo (1959) El exterminador
(1960) Máquina blanda (1961) Cartas del yage (1963) Nova Express (1964)
BREVES NOTAS A LA TRADUCCIÓN Siempre que aparece la palabra «droga», debe
considerarse traducción de «junk», es decir, producto destinado a «pincharse»,
fundamentalmente opiáceo y, sobre todo, heroína. Cuando se trata de otras
sustancias que la ley también incluye en el apartado de drogas, se utiliza su
nombre, tanto científico como jergal, según convenga al original. «Yonqui» es
una castellanización de «junkie» (o de «junky», como Burroughs ha retitulado
recientemente la novela con ocasión de su edición masiva inglesa en los
conocidos libros de bolsillo, «Penguin»). Es decir, el que usa «junk». En
principio, es una palabra de uso bastante extendido y habitual entre los que «se
pinchan». Un «grano» («grain») es una medida de peso anglosajona que equivale a
60 miligramos; la dosis terapéutica de morfina más usual oscila entre 10 y 30
miligramos. Se ha traducido «drugstore» por «botica», que parece corresponderse
mejor con el local designado por la palabra americana, que «farmacia». «Fije» es
la traducción de «fix» («pinchazo»), «chute», de «shot» («inyección, disparo»);
ambas también de uso corriente entre «yonquis». M. L.
PROLOGO
Nací en 1914 en una sólida casa de ladrillo de tres pisos, en una gran ciudad
del Medio Oeste. Mis padres eran gente acomodada. Mi padre poseía y dirigía un
negocio de maderas. La casa tenía un prado delante, un patio interior con
jardín, un estanque y tina cerca muy alta de madera a todo su alrededor.
Recuerdo al farolero encen diendo los faroles de gas de la calle y el inmenso y
brillante Lincoln negro y los paseos por el parque los domingos. Todas las
ventajas de una vida acomodada, segura, que ya se ha ido para siempre. Podría
escribir sobre alguna de aquellas nostálgicas costumbres del viejo médico alemán
que vivía en la puerta de al lado y sobre las ratas co rreteando por el patio
interior y el coche eléctrico de mi tía y mi sapo favorito que vivía junto al
estanque. En realidad mis primeros recuerdos están teñidos por un miedo de
pesadilla. Me asustaba estar solo, y me asustaba la oscuridad, y me asustaba ir
a dormir a causa de mis sueños, en los que un horror sobrenatural siempre
parecía a punto de adquirir forma. Temía que cualquier día el sueño siguiera
estando allí cuando me despertase. Me acuerdo de oír a una sirvienta hablando
del opio y de cómo fumar opio proporcionaba sueños agradables, y me dije:
-Cuando sea mayor fumaré opio. De niño tenía alucinaciones. Una vez me desperté
con la primera luz de la mañana y vi a unos hombrecillos jugando dentro de una
casa de bloques de madera que yo había construido. No tuve miedo, sólo sentí
sosiego y sorpresa. Otra alucinación o pesadilla recurrente se refería a
«animales en la pared», y comenzó con el delirio de una extraña fiebre no
diagnosticada que tuve a los cuatro o cinco años de edad. Fui a un colegio
progresista con los futuros ciudadanos honorables, los abogados, médicos y
hombres de negocios de una gran ciudad del Medio Oeste. Con otros niños me
mostraba tímido y me asustaba la violencia física. Había una pequeña lesbiana
muy agresiva que quería arrancarme el pelo siempre que me veía. Ahora me
gustaría romperle la cara, pero hace años que se partió el cuello al caerse de
un caballo. Cuando tenía unos siete años mis padres decidieron trasladarse a las
afueras «para apartarse de la gente». Construyeron una enorme casa con parque y
bosque y un estanque donde había ardillas en lugar de ratas. Allí vivían en una
confortable cápsula, con un hermoso jardín y sin mantener contacto con la vida
de la ciudad. Fui a un colegio privado de las afueras. No era especialmente
bueno ni malo en los deportes, ni tampoco brillante ni retrasado en los
estudios. Tenía una evidente falta de visión para las matemáticas o las cosas
mecánicas. Jamás me gustaron los juegos colectivos de competición y los evitaba
siempre que podía. De hecho, me convertí en un enfermo imaginario crónico. Me
gustaba pescar,
cazar
y caminar por el campo. Leía más de lo normal para un muchacho norteamericano de
aquella época y lugar: Oscar Wilde, Anatole France, Baudelaire, incluso Gide.
Mantuve una relación ro mántica con otro chico y pasábamos los domingos
explorando antiguas canteras, andando por ahí en bicicleta y pescando en
estanques y ríos. En esta época, quedé muy impresionado por la autobiografía de
un ladrón, titulada No puedes ganar. El autor aseguraba haber pasado gran parte
de su vida en la cárcel. Eso me sonaba bien comparado con la inercia de un lugar
de las afueras de una ciudad del Medio Oeste en que cualquier contacto con la
vida estaba cortado. Consideraba a mi amigo un aliado, un cómplice en el crimen.
Encontramos una fábrica abandonada y rompimos todos los cristales y robamos un
formón. Fuimos atrapados y nuestros padres tuvieron que pagar los daños. Después
de esto mi amigo me dio pasaporte porque nuestra relación ponía en peligro su
permanencia en el grupo. Comprendí que no existía compromiso posible entre el
grupo, los otros y yo, y me encontré solo gran parte del tiempo. Los alrededores
estaban vacíos, el enemigo oculto y yo me dediqué a solitarias aventuras. Mis
actos criminales eran gestos, carecían de provecho y la mayor parte de las veces
quedaban sin castigo. A veces entraba en las casas y las reco rría sin llevarme
nada. En realidad, no necesitaba dinero. Otras veces paseaba en coche por el
campo con una carabina del 22 disparando a las gallinas. Recorría las carreteras
conduciendo temerariamente hasta que tuve un accidente del que salí ileso de
milagro. Esto me hizo ser más precavido. Fui a una de las tres grandes
universidades, donde me matriculé en Literatura Inglesa, debido a mi falta de
interés por cualquier otra materia. Odiaba la universidad y odiaba la ciudad
donde estaba. Todo lo que se relacionaba con aquel lugar estaba muerto. La
universidad tenía una falsa organización inglesa regentada por graduados en
falsos colegios de pago ingleses. Estaba solo. No conocía a nadie y los extraños
eran vistos con desagrado por la cerrada corporación de los deseables. Conocí
por casualidad a algunos homosexuales ricos, pertenecientes a ese círculo
internacional de locas que se extiende por el mundo, tropezándose unas con otras
en los locales de maricas, de Nueva York a El Cairo . Encontré un modo de vida,
un vocabulario, referencias, un sistema simbólico completo, como dicen los
sociólogos. Pero aquellas personas eran en su mayor parte unos cursis y, tras un
período inicial de fascinación, me aparté del círculo. Cuando me gradué, sin
honores, me dieron una asignación de ciento cincuenta dólares mensuales. Eran
los años de la depresión y no había trabajo y, en cualquier caso, no podía
pensar en ningún trabajo que me gustara. Anduve por Europa durante un año o así.
Los residuos de la posguerra aún se hacían sentir en Europa. Los dólares
norteamericanos podían comprar gran cantidad de habitantes de Austria, machos o
hembras. Esto era en 1936 y los nazis se echaban encima con rapidez. Volví a los
Estados Unidos. Con mi asignación económica podía vivir sin trabajar o
vagabundear. Seguía separado de la vida como lo había estado en las afueras de
aquella ciudad del Medio Oeste. Perdía el tiempo en cursos de psicología para
postgraduados y recibiendo lecciones de jiujitsu. Decidí pasar por un
psicoanálisis y lo continué durante tres años. El análisis eliminó inhibiciones
y ansiedad y entonces pude vivir del modo que yo quería vivir. Gran parte de mis
progresos en el análisis tuvieron lugar a pesar de mi analista, a quien no le
gustaba mi «orientación», como él decía. Finalmente, abandonó la objetividad
analítica y me consideró un «perfecto destructivo». Yo estaba más contento con
los resultados que él. Tras ser rechazado en las pruebas físicas de cinco
programas para entrenamiento de oficiales, fui alistado por el Ejército y
recurrí a mi ficha de salud mental -en una ocasión había montado el truco de Van
Gogh y me corté una falange del dedo para impresionar a alguien que me
interesaba en aquel momento. Los médicos del manicomio donde me internaron nunca
habían oído hablar de Van Gogh. Me consideraron esquizofrénico, añadiendo que
además era del tipo paranoide para explicar el hecho asombroso de que supiera
dónde me encontraba y quién era el presidente de los Estados Unidos. Cuando en
el Ejército vieron el diagnóstico me licenciaron con la nota: «Este hombre nunca
volverá a ser reclutado ni alistado.» Después de esta ruptura de relaciones con
el Ejército desempeñé diversos oficios. En aquellos momentos podía conseguir el
empleo que quisiera. Trabajé de detective privado, de exterminador, de
tabernero. Trabajé en fábricas y oficinas. Anduve jugando en las fronteras del
crimen. Pero mis ciento cincuenta dólares mensuales siempre estaban allí. No
tenía que tener dinero. Parecía una extravagancia romántica poner en juego mi
libertad mediante algún tipo de acto delictivo. Fue entonces y en esas
circunstancias cuando entré en contacto con la droga, convirtiéndome en un
adicto, y de ese modo conseguí la motivación, la auténtica necesidad de dinero
que nunca había tenido antes. La pregunta se plantea con frecuencia: ¿Por qué un
hombre se convierte en drogadicto? La respuesta es que normalmente uno no se
propone convertirse en drogadicto. Por lo menos es necesario pincharse dos veces
al día durante tres meses para adquirir el hábito. Y uno no sabe realmente lo
que es la enfermedad de la droga hasta que ha tenido varios hábitos. Yo tardé
casi seis meses en adquirir mi primer hábito, y aun entonces los síntomas de
carencia eran leves. Creo que no es exagerado decir que fabricar un adicto lleva
cerca de un año y varios cientos de pinchazos. Las preguntas, naturalmente,
pueden responderse: ¿Por qué empieza uno a usar estupefacientes? ¿Por qué sigue
uno usándolos lo bastante como para convertirse en un adicto? Uno se hace adicto
a los narcóticos porque carece de motivaciones fuertes en cualquier otra
dirección. La droga se impone por defecto. Yo empecé por cuestión de seguridad.
Seguí pinchándome mientras pude conseguir droga. Terminé colgado de ella. La
mayor parte de los adictos con los que he hablado cuentan una experiencia
semejante. No empezaron a utilizar drogas por ninguna razón que sean capaces de
recordar. Si uno nunca ha sido adicto, no tiene una idea clara de lo que
significa necesitar droga con la especial necesidad del adicto. Nadie decide ser
un adicto. Una mañana uno se despierta enfermo y ya es adicto. Jamás he
lamentado mi experiencia con las drogas. Creo que tengo mejor salud en la
actualidad como resultado de utilizar droga intermitentemente, de la que tendría
si nunca hubiera sido adicto. Cuando uno deja de crecer empieza a morir. Un
adicto nunca deja de crecer. Muchos adictos cortan el hábito periódicamente, lo
que implica una contracción del organismo y el reemplazamiento de las células
que dependen de la droga. Una persona que utiliza la droga está en un estado
continuo de contracción y crecimiento en ese ciclo diario de necesitar el
pinchazo y el pinchazo recibido. Muchos adictos parecen más jóvenes de lo que
son. Los científicos hicieron recientemente experimentos con un gusano al que
lograban contraer suprimiéndole la alimentación. Por contracción periódica el
gusano estaba en crecimiento continuo, la vida del gusano era prolongada
indefinidamente. Quizá si un yonqui pudiera mantenerse en un estado constante de
tira y afloja podría vivir hasta una edad verdaderamente fenomenal. La droga es
una ecuación celular que enseña al usuario hechos de validez general. Yo he
aprendido muchísimo gracias al uso de la droga: he visto la vida medida por
cuentagotas de solución de morfina. He experimentado la agonizante privación de
la enfermedad de la droga, y el placer del alivio cuando las células sedientas
de droga beben de la aguja. Quizá todo placer sea alivio. Yo he aprendido el
estoicismo celular que la dro ga enseña al que la usa. He visto una celda llena
de yonquis enfermos, silenciosos e inmóviles, en aislada miseria. Ellos conocían
la inutilidad de quejarse o moverse. Ellos sabían que básicamente nadie puede
ayudar a otro. No existe clave, no hay secreto que el otro tenga y que pueda
comunicar. He aprendido la ecuación de la droga. La droga no es, como el alcohol
o la yerba, un medio para incrementar el disfrute de la vida. La droga no es un
estimulante. Es un modo de vivir.
UNO
Mi
primera experiencia con droga fue durante la guerra, en 1944 o 1945. Había
conocido a un hombre llamado Norton que por entonces trabajaba en unos
astilleros. Norton, cuyo verdadero nombre era Morelli o algo así, había sido
expulsado del Ejército antes del comienzo de la guerra por falsificar cheques, y
fue clasificado 4-F debido a su mal carácter. Se parecía a George Raft, aunque
era más alto. Norton estaba intentando mejorar su inglés y adquirir unos modales
afables, educados. Sin embargo, en él la afabilidad no resultaba natural. En
calma, su expresión era hosca y sombría, y se daba uno cuenta de que siempre
tenía ese aspecto sórdido en cuanto le dabas la espalda. Norton era un ladrón
empedernido, y no se sentía bien si no robaba algo todos los días en los
astilleros donde trabajaba. Alguna herramienta, unas latas de conservas, un par
de monos de mecánico, cualquier cosa. Un día me llamó y me dijo que había robado
una metralleta Thompson. ¿Sabía de alguien que quisiera comprarla? Yo le dije:
-Es posible. Tráela. La escasez de viviendas estaba en pleno apogeo. Yo pagaba
quince dólares a la semana por un asqueroso apartamento que daba a la escalera y
jamás veía la luz del sol. El empapelado estaba desgarrado porque el radiador
dejaba salir el agua cuando había agua que pudiera salir de él. Tenía las
ventanas forradas con papel de periódico para protegerme del frío. Todo estaba
lleno de cucarachas y ocasionalmente mataba alguna chinche. Estaba sentado junto
al radiador, un tanto mojado por el vapor, cuando oí llamar a Norton. Abrí la
puerta y allí estaba en el oscuro vestíbulo con un enorme paquete envuelto en
papel de estraza bajo el brazo. Sonrió y dijo: -Hola. Yo dije: -Entra, Norton, y
quítate el abrigo. Desenvolvió la metralleta y nos acercamos a ella y apretó el
gatillo. Dije que encontraría alguien que la comprara. Norton dijo: -Mira, aquí
tengo otra cosa que me he pulido. Se trataba de una caja amarilla con cinco
ampollas de medio grano de tartrato de morfina. -Esto es sólo una muestra
-dijo señalando la morfina-. Tengo otras quince cajas en casa y puedo conseguir
muchas más si te deshaces de éstas. -Veré lo que puedo hacer -le dije. En
aquella época yo nunca había tomado drogas y tampoco se me había ocurrido
probarlas. Empecé a buscar alguien que quisiera comprar las dos cosas y fue
entonces cuando entré en contacto con Roy y Hermán. Yo conocía a un joven
maleante de la zona norte de Nueva York que trabajaba de cocinero en Jarrow,
«para disimular», como él decía. Le llamé y le dije que tenía algo que colocar y
nos citamos en el bar Angle de la Octava Avenida, cerca de la calle 42. Este bar
era el lugar de reunión de los maleantes de la calle 42, un grupo de fanfarrones
y criminales en potencia. Siempre estaban buscando alguien que les invitara a
una copa, alguien que planeara un asunto y les dijera exactamente lo que tenían
que hacer. Como nadie que planeara algo serio se arriesgaba a contar con tipos
tan evidentemente ineptos, cenizos y fracasados, ellos seguían buscando,
fabricando mentiras disparatadas sobre golpes fabulosos y trabajando
ocasionalmente de lavaplatos, camareros, pinches, ligan do de vez en cuando a un
borracho o a un marica tímido; buscando, siempre buscando quien les propusiera
un buen asunto, alguien que les dijera: -Te he estado buscando. Eres la persona
que necesito para este asunto. Escucha bien... Jack -a través del cual conocí a
Roy y Hermán- no era una de estas ovejas perdidas en busca de un pastor con
sortija de diamantes y pistola en la sobaquera y voz firme y segura que sugiere
contactos, sobornos, planes que hacen que cualquier atraco suene a cosa fácil y
de éxito seguro. A Jack le iban bien las cosas de vez en cuando y se le podía
ver con ropa nueva y hasta con coches nuevos. También era un mentiroso
impenitente que parecía mentir más para sí mismo que para cualquier auditorio
visible. Tenía buen aspecto, rostro saludable de campesino, aunque había algo
extrañamente enfermizo en él. Era un tipo que sufría súbitas fluctuaciones de
peso, como un diabético o un enfermo del hígado. Estos cambios de peso solían ir
acompañados de incontrolables arrebatos de inquietud que le hacían desaparecer
durante unos cuantos días. Era algo realmente misterioso. Unas veces se le podía
ver con aspecto de niño sano. Una semana o así después podía volverse delgado,
macilento y envejecido, y era preciso mirarle atentamente un par de veces antes
de reconocerle. Su cara estaba recorrida por un sufrimiento en el que sus ojos
no participaban. Eran sólo sus células las que sufrían. El mismo -el ego
consciente reflejado en la mirada tranquila y alerta de sus ojos de maleante- no
tenía nada que ver con ese sufrimien to de su otro yo, un sufrimiento del
sistema nervioso, de carne y vísceras y células.
Se deslizó en el diván en que yo estaba y pidió un whisky. Se lo bebió de golpe,
dejó el vaso y me miró con la cabeza ligeramente inclinada a un lado y dijo:
-¿Qué es lo que tienes? -Una metralleta Thompson y unos treinta y cinco granos
de morfina. -La morfina puedo colocarla inmediatamente, pero la metralleta quizá
me lleve algún tiempo. Entraron dos policías de paisano, y se apoyaron en la
barra hablando con el barman. Jack hizo un gesto cor la cabeza en su dirección.
-La pasma. Vamos a dar un paseo. Le seguí fuera del bar. Se deslizó a través de
la puerta con disimulo. -Voy a llevarte a ver a alguien que querrá la morfina
-dijo-. Debes olvidar su dirección. Bajamos al andén inferior del metro. La voz
de Jack, dirigiéndose a su invisible auditorio, seguía y seguía. Tenía la
habilidad de lanzar su voz directamente a la conciencia del otro. Ningún ruido
exterior la apagaba. -Sólo tienen que darme un treinta y ocho. Con acariciar el
percutor basta. Soy capaz de tumbar a cualquiera a doscientos metros. Da igual
lo que pienses. Mi hermano tiene dos ametralladoras del calibre 30 escondidas en
Iowa. Salimos del metro y empezamos a caminar por aceras cubiertas de nieve. -El
tío me debía dinero desde hacía tiempo. Sabía que lo tenía pero que no quería
pagarme, así que le esperé a la salida del trabajo. Yo sólo tenía un puñado de
monedas. Nadie puede acusarte de nada por llevar dinero de curso legal. Me dijo
que estaba sin blanca. Le rompí la mandíbula y le quité el dinero que me debía.
Dos de sus amigos estaban delante, pero se mantuvieron aparte. Les había
amenazado con una navaja. Subíamos las escaleras de una casa. Los escalones eran
de metal negro muy gastado. Nos paramos ante una pequeña puerta metálica, y Jack
golpeó la puerta de un modo especial inclinando la cabeza hacia el suelo como un
ladrón de cajas fuertes. La puerta fue abierta por un marica de media edad,
alto, blando, con tatuajes en los brazos e incluso en las manos. -Este es Joey
-dijo Jack. Y Joey dijo: -Hola. Jack se sacó del bolsillo un billete de cinco
dólares y se lo dio a Joey. -Tráenos un litro de Schenley, ¿quieres, Joey? Joey
se puso un abrigo y salió. En muchos apartamentos la puerta da directamente a la
cocina. Eso pasaba en este apartamento y por tanto estábamos en la cocina.
Cuando Joey salió vi que había otro hombre allí que me estaba mirando. Ondas de
hostilidad y desconfianza salían de sus grandes ojos castaños como una especie
de emisión televisada. El efecto casi era como un impacto físico. El hombre era
bajo y muy delgado; su cuello se perdía entre el jersey. Su tez iba del marrón
al amarillo, y se había aplicado maquillaje en un vano intento de disimular una
erupción de la piel. La boca se le estiraba por los lados con una mueca de
aburrimiento petulante. -¿Quién es ése? -dijo. Su nombre, como supe más tarde,
era Hermán. -Es amigo mío. Tiene algo de morfina y quiere deshacerse de ella.
Hermán encogió y estiró los brazos y dijo: -Me parece que no tengo muchas ganas
de molestarme. -Bien -dijo Jack-, se la venderemos a otro. Vamos, Bill. Nos
fuimos a la habitación delantera. Había una radio pequeña, un Buda de porcelana
con una vela encendida delante, algunos otros trastos. Un hombre estaba tumbado
en una cama. Cuando entramos en la habitación se sentó y dijo hola y sonrió de
modo agradable mostrando unos dientes amarillos. Su voz era del sur, con un
ligero acento del este de Texas. Jack dijo: -Roy, éste es un amigo mío. Tiene
algo de morfina y quiere venderla. El hombre se sentó más derecho y bajó las
piernas de la cama. Su mandíbula pendía sin fuerza, dando a la cara una
expresión vacía. La piel de la cara era blanda y oscura. Los pómulos eran altos
y parecía un oriental. Las orejas formaban ángulo con un cráneo asimétrico. Los
ojos eran castaños y tenían un brillo especial, como si hubiera un punto de luz
tras ellos. La luz de la habitación centelleaba sobre los puntos de luz de sus
ojos como un ópalo. -¿Cuánta tienes? -me preguntó. -Setenta y cinco ampollas de
medio grano. -El precio corriente es dos dólares el grano -dijo-, pero las
ampollas valen un poco menos. La gente quiere tabletas. Las ampollas tienen
mucha agua y hay que abrirlas y calentar el líquido. -Se calló y la cara se le
puso blanca-. Puedo pagarte a uno cincuenta el grano -dijo finalmente. -Supongo
que estará bien -dije. Me preguntó cómo podíamos estar en contacto y le di mi
número de teléfono. Joey volvió con el whisky y todos bebimos. Hermán señaló con
la cabeza hacia la cocina y dijo a Jack: -¿Puedo hablar contigo un momento? Les
oí discutir
sobre
algo. Después Jack volvió y Hermán siguió en la cocina. Todos bebimos unos
tragos y Jack empezó a contarnos una his toria. -Mi socio limpiaba el cuarto. El
tipo estaba dormido y yo le vigilaba pegado a él con un trozo de cañería de
baño. La cañería tenía un grifo al final. De pronto, el tío se despierta y salta
de la cama y echa a correr. Le hice una caricia con el grifo y siguió corriendo
hasta la otra habitación, arrojando sangre por la cabeza a tres metros de
distancia con cada latido del corazón. -Hizo un movimiento de bombeo con la
mano- Se le veían los sesos y la sangre que le caía de ellos. -Jack se echó a
reír de modo incontrolable-. Mi chica estaba esperándome en el coche. Me
llamaba, ¡ ja, ja, ja!, me llamaba, ¡ja, ja, ja!, asesino de sangre fría. Se rió
hasta que la cara se le puso morada. Unas noches después de mi entrevista con
Roy y Hermán, utilicé una de las ampollas, lo que constituyó mi primera
experiencia con droga. Las ampollas que yo tenía eran de un tipo especial:
parecían un tubo de pasta de dientes con una aguja al final. Pinchando con un
alfiler a través de la aguja se abría el conducto y la ampolla quedaba lista
para pinchar. La morfina pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego
en la nuca, y después se extiende una gran relajación que despega los músculos
de los huesos y parece que uno flota sin límites, como si estuviera tendido
sobre agua salada caliente. Cuando esta relajación se extendió por mis tejidos,
experimenté un fuerte sentimiento de miedo. Tenía la sensación de que una imagen
horrible estaba allí, más allá de mi campo de visión, moviéndose en cuanto
volvía la cabeza de modo que nunca podía verla. Sentí náuseas; me tumbé y cerré
los ojos. Pasaron una serie de imágenes, como si estuviera viendo una película:
un enorme bar con luces de neón que se hacía más y más grande hasta que calles y
tráfico quedaron incluidos en él; una camarera traía una calavera en una
bandeja; estrellas en el cielo claro. El impacto físico del miedo a la muerte;
el corte de la respiración; la detención de la sangre. Me adormilé y desperté
con un principio de miedo. A la mañana siguiente vomité y me sentí mal hasta el
mediodía. Roy me llamó aquella noche. -Con respecto a lo que estuvimos hablando
la otra noche -me dijo-, puedo darte cuatro dólares por caja y llevarme cinco
cajas ahora mismo. ¿Estás ocupado? Me acercaré hasta tu casa. Llegaremos a un
acuerdo, ya verás. Pocos minutos después llamaba a la puerta. Llevaba una
chaqueta a cuadros y una camisa color café. Miró a su alrededor y dijo: -Si no
te molesta, me pondré una. Abrí la caja. Cogió una ampolla y se la inyectó en la
pierna. Se bajó los pantalones y sacó veinte dólares del bolsillo. Puse cinco
cajas sobre la mesa de la cocina. -Creo que sacaré las ampollas de las cajas
-dijo-. Ocupan demasiado. Se metió las ampollas en los bolsillos de la chaqueta.
Luego dijo: -No creo que se rompan. Oye, te volveré a llamar mañana o así,
cuando haya colocado éstas y tenga dinero para más. -Se puso el sombrero y
dijo-: Hasta la vista. Al día siguiente volvió. Se pinchó otra ampolla y sacó
veinte dólares. Le di diez cajas y me quedé con dos. -Estas son para mí -le
dije. Me miró sorprendido: -¿También tú te picas? -De vez en cuando. -Es mal
asunto -dijo moviendo la cabeza-. Es lo peor que puede sucederle a un hombre.
Todos creemos al principio que podremos controlarlo. Luego ya dejamos de querer
controlarlo -sonrió-. Te compraré todo lo que consigas a este precio. Al día
siguiente volvió. Preguntó si no había cambiado de idea y quería venderle las
dos cajas. Le dije que no. Me compró dos ampollas a dólar cada una, y se las
pinchó. Luego se marchó diciéndome que estaría de viaje un par de meses.
DOS
Durante el mes siguiente utilicé las ocho ampollas que no había vendido.
El miedo que había experimentado tras la utilización de la primera ampolla no se
reprodujo a partir de la tercera; sin embargo, de vez en cuando, y tras una
inyección, despertaba con un comienzo de miedo. Seis semanas después telefoneé a
Roy, aunque no confiaba que hubiera regresado de su viaje. Pero oí su voz al
teléfono. Le dije: -Oye, ¿tienes algo para vender? De aquello que yo te vendí a
ti antes. Hubo una pausa. -Sí -dijo-, puedo pasarte seis, pero el precio es de
tres dólares cada una. Es que no tengo muchas. Ya sabes. -De acuerdo -dije-. Ya
sabes el camino. Acércamelas hasta aquí. Se trataba de doce tabletas de un
cuarto de grano metidas en un tubo estrecho de cristal. Le pagué los dieciocho
dólares y volvió a lamentarse del precio. Al día siguiente volvió a comprarme
dos granos de lo que me había vendido. -Resulta difícil conseguirlas al precio
que sea -dijo, buscándose una vena en la pierna. Por fin, encontró la deseada y
se inyectó el líquido con una burbuja de aire-. Si las burbujas de aire mataran,
no habría ningún yonqui vivo. Ese mismo día Roy me indicó una botica donde
vendían agujas hipodérmicas sin hacer preguntas (hay muy pocas boticas que las
vendan sin receta). Me enseñó cómo hacer un anillo de papel para unir la aguja a
un cuentagotas. Un cuentago tas resulta más fácil de usar que una jeringuilla,
especialmente para inyectarse uno mismo en la vena. Unos días después Roy me
mandó a visitar a un médico con un cuento sobre piedras en el riñon, para
conseguir una receta de morfina. La mujer del médico me dio con la puerta en las
narices, pero Roy consiguió convencerla y el médico extendió una receta de diez
granos. La consulta del médico estaba situada en plena zona de drogadictos, en
la calle 102 junto a Broadway. Era un viejo chocho incapaz de oponer resistencia
a los yonquis que acudían a su consulta y que, de hecho, eran sus únicos
pacientes. Debía sentirse importante viendo su sala de espera llena de gente.
Supongo que había llegado a un punto en el que era capaz de modificar la
apariencia de las cosas según sus deseos y cuando miraba su sala de espera debía
de ver una clientela distinguida, probablemente bien vestida al estilo de 1910,
en lugar de aquel montón de yonquis con pinta de ratas en busca de una receta de
morfina. Roy solía embarcarse cada dos o tres semanas. Sus viajes eran de
transporte de tropas y generalmente cortos. Cuando estaba en la ciudad solía
agenciarse unas cuantas recetas. El viejo médico gruñón de la 102 terminó por
enloquecer del todo y en ninguna farmacia querían despachar sus recetas, pero
Roy localizó a un médico italiano del Bronx que recetaba con facilidad. Yo me
picaba de vez en cuando, pero estaba muy lejos de adquirir el hábito. En esta
época, me trasladé a un apartamento de la parte baja de la zona norte. Se
trataba de una casa cuya puerta daba directamente a la cocina. Empecé a parar en
el bar Angle todas las noches y solía ver a Hermán. Conseguí eliminar la primera
mala impresión que le había causado, y pronto empecé a pagarle bebida y comida,
y él me pedía dinero prestado con cierta regularidad. Entonces Hermán todavía no
tenía el hábito. De hecho, raramen te tenía droga, a no ser que otro se la
comprase. Pero siempre estaba alto con algo - yerba, bencedrina, barbitúricos-.
Solía aparecer por el Angle todas las noches con un tipo asqueroso llamado
Whitey. En el Angle había cuatro Whities, lo que creaba cierta confusión. Este
Whitey reunía la sensibilidad de un neurótico y la inclinación a la violencia de
un psicópata. Estaba convencido de que desagradaba a todo el mundo, y eso era
algo que le hacía sufrir cantidad. Un martes por la noche estábamos Roy y yo en
la barra del Angle. Estaba Mike el Metros y también Frankie Dolan. Dolan era un
irlandés con un defecto en la vista, especialista en borrachos indefensos; les
robaba y cargaba con el mochuelo a sus camaradas. -Carezco de honor. Soy una
rata -solía decir. Luego se reía. Mike el Metros era un tipo de cara ancha,
pálida y grandes dientes. Parecía una especie de animal de alcantarilla que
ataca a los animales de superficie. Trabajaba con habilidad a los borrachos,
pero era muy cobarde. Cualquier policía le echaba el ojo encima con sólo verle,
y era muy conocido por la brigadilla del metro. Por eso, Mike solía pasarse la
mitad del tiempo en la cárcel por vago y maleante. Era un taleguero consumado.
Esa noche Hermán estaba con nembutal encima y la cabeza se le caía pesadamente
sobre la barra. Whitey andaba arriba y abajo intentando que alguien le invitara
a un trago. Los tipos de la barra se mantenían tensos y rígidos, agarrados a sus
bebidas y guardándose apresuradamente las vueltas. Oí que Whitey le decía al
barman: -¿Quieres guardarme esto un momento? -mientras le pasaba su enorme
navaja automática por encima de la barra. Los clientes estaban sentados
silenciosos y lúgubres bajo las luces fluorescentes. Todos tenían miedo de
Whitey. Todos excepto yo. Roy bebía su cerveza con calma. Los ojos le brillaban
con aquella fosforescencia especial suya. Su largo cuerpo asimétrico se apoyaba
en la barra. No miraba a Whitey, sino a la pared de enfrente donde estaban
colocadas las botellas. En una ocasión, me dijo: -No está más borracho que yo.
Todavía puede beber más. Whitey estaba en mitad de la barra con los puños
apretados y las lágrimas rodándole por la cara: -No soy bueno -decía-. No soy
bueno. ¿Alguien es capaz de comprender que ni siquiera sé lo que hago? La gente
se apartaba de él a toda prisa tratando de no atraer su atención. Slim el
Metros, un compinche ocasional de Mike, entró y pidió una cerveza. Era alto y
huesudo y su fea cara tenía aspecto inanimado, como si fuera de madera. Whitey
le dio un golpecito en la espalda y oí que Slim decía: -Por el amor de Dios,
Whitey. Hablaron algo más que yo no oí. Whitey tenía su navaja en la mano. El
barman debía de habérsela devuelto. Atacó a Slim por detrás y le clavó la hoja
en la espalda. Slim cayó hacia adelante aullando. Vi que Whitey se guardaba la
navaja en el bolsillo. -Vamonos -dijo Roy. Whitey había desaparecido y la barra
estaba vacía, exceptuando a Mike, que había agarrado a Slim por un brazo.
Frankie Dolan le cogía por el otro. Al día siguiente oí a Frank contar que Slim
estaba bien. -El tipo que le atendió en el hospital dijo que la navaja no le
había alcanzado el riñon por muy poco -decía. Roy dijo: -El muy asqueroso. Yo
puedo entendérmelas con un tío musculoso, pero no con una rata como ésa, que se
dedica a distraer las monedas de la barra. Poco después el Angle fue cerrado y
cuando abrió de nuevo había cambiado de nombre y se llamaba Kent Grill. Una
noche fui a la calle Henry en busca de Jack. Una chica alta y pelirroja me abrió
la puerta. -Soy Mary -dijo-, entra. Al parecer, Jack estaba de negocios en
Washington. -Pasa a la habitación por delante -dijo la chica, apartando la
cortina de terciopelo-. Recibo a los caseros y a los cobradores en la cocina.
Vivimos aquí dentro.
Miré
alrededor. La habitación parecía un chop-suey. Había mesas rojas y negras
lacadas esparcidas por todas partes, unas cortinas negras tapaban la ventana. En
el techo estaba pintada una rueda con pequeños cuadrados y triángulos de
diferentes colores, produciendo el efecto de un mosaico. -La hizo Jack -dijo
Mary señalando la rueda-. Tenías que haberle visto. Extendió una tabla entre dos
escaleras y se tumbó encima de ella. La pintura le caía en la cara. A veces le
gusta hacer cosas de ésas. Nos tiramos unos enrolles tremendos con esa rueda
cuando estamos altos. Nos tumbamos mirando a la rueda y enseguida se pone a dar
vueltas. Cuanto más se la mira, más de prisa va. La rueda tenía esa vulgaridad
de pesadilla de los mosaicos aztecas, la sangrienta, vulgar pesadilla, el
corazón latiendo bajo el sol de la mañana, los deslumbrantes rosas y azules de
los ceniceros, tarjetas postales y calendarios de recuerdo de algún sitio. Las
paredes estaban pintadas de negro y había un carácter chino lacado en rojo sobre
una de ellas. -No sabemos lo que significa -dijo. -Camisas a treinta y un
centavos -sugerí. Se volvió hacia mí sonriendo con frialdad. Empezó a hablar de
Jack. -Soy el ligue de Jack -dijo-. Trabaja para ser un buen ladrón. Es un
trabajo como otro cualquiera. A veces por la noche llega a casa con una pistola
y me dice que la esconda. También le gusta trabajar en la casa pintando y
haciendo muebles. Mientras hablaba se movía por el cuarto, saltando de una silla
a otra, cruzando y descruzando las piernas, ajustándose las bragas como para que
viera su anatomía por etapas. Me contó que sus días estaban contados a causa de
una extraña enfermedad. -Sólo se conocen otros veintiséis casos. Dentro de unos
pocos años ya no seré capaz de ponerme de pie. Mi organismo no puede asimilar el
calcio y los huesos se van disolviendo lentamente. Tendrán que amputarme las
piernas y después los brazos. Era, en realidad, como si no tuviera huesos, como
si fuera una criatura de las profundidades marinas. Sus ojos tenían la frialdad
de los de un pez y parecían mirar a través de un medio viscoso. Podía imaginarse
a aquellos ojos en una forma protoplásmica ondulando en las oscuras
profundidades. -La bencedrina es un buen rollo -dijo-. Tres tiras de papel o
unas diez tabletas es bastante. O dos tiras y un par de cápsulas de seconal. Se
juntan adentro y pelean. Un buen golpe. Tres jóvenes maleantes de Brooklyn
entraron. Caras de palo, manos en los bolsillos, estilizados como un ballet.
Buscaban a Jack. Les había estafado en un trapicheo. Por lo menos eso parecía.
Se expresaban menos con palabras que con movimientos de la cabeza y de sus
cuerpos a través del apartamento y apoyándose en las paredes. Por fin, uno de
ellos se dirigió a la puerta. Hizo un gesto con la cabeza y los otros le sigu
ieron. -¿Te gustaría colocarte un poco? -preguntó Mary -. Debe de haber alguna
colilla por algún sitio. -Empezó a rebuscar en cajones y ceniceros-. Me parece
que no queda nada. ¿Por qué no salimos? Conozco a buenos contactos y
probablemente consigamos algo. Una joven entró dando tumbos con un objeto
envuelto en un papel pardo bajo el brazo. -Deshazte de esto al salir -dijo,
poniendo el paquete sobre la mesa. Entró tambaleándose en la habitación del otro
lado de la cocina. Cuando salíamos levantó el papel y vi una caja de cabina
pública forzada con palanqueta. En Times Square subimos a un taxi y empezamos a
recorrer diversas calles. Mary daba las direcciones y de vez en cuando chillaba:
«¡Pare!», y saltaba fuera, con la cabellera pelirroja al viento, para ver a
alguien. En seguida volvía diciendo: -El contacto estaba aquí hace diez minutos,
pero se acaba de marchar. Este tío tiene, pero no hay forma de que suelte nada.
Otras veces decía: -El contacto no volverá en toda la noche. Vive en el Bronx.
Pero vamos a parar aquí un momento. Quizá podamos encontrar a alguien en Rich's.
Finalmente: -Parece que no está nadie en ningún sitio. Ya es un poco tarde para
conseguir nada. Vamos a comprar tubos de bencedrina y después a Denny's. Podemos
tomar café y colocarnos con la bencedrina. Denny's era un sitio cerca de la
calle 52 y la Sexta Avenida, donde solía haber músicos tomando pollo frito y
café a partir de la una de la madrugada. Mary abrió un tubo, sacó el papel
doblado y me pasó algunas tabletas: -Tómalas con el café. El papel soltó un
mareante olor a mentol. Algunos de los de alrededor olfatearon y sonrieron. Me
dieron vómitos al tragar, pero logré pasarla. Mary puso unos cuantos discos
viejos en la máquina y llevaba el ritmo con la mano, golpeando sobre la mesa
poniendo cara de mongólico masturbándose. Empecé a hablar muy de prisa. Tenía la
boca seca y la saliva espesa y pegajosa, formando bolas blancas -escupir algodón
se llama eso-. Estábamos caminando por Times Square. Mary quería localizar a
alguien con un «piccolo» (victrola). Me sentía lleno de buenos sentimientos y
muy ex pansivo, quería llamar a gente a la que no había visto hacía meses e
incluso años, gente que no me gustaba y a quien yo no gustaba. Hicimos algunos
infructuosos intentos tratando de localizar al dueño del piccolo ideal que Mary
buscaba. En algún lugar durante nuestra búsqueda encontramos a Peter y
finalmente decidimos volver al apartamento de la calle Henry, donde por lo menos
había una radio. Peter y Mary y yo pasamos las siguientes trece horas en el
apartamento. De vez en cuando hacíamos café y tragábamos más bencedrina. Mary
describía las técnicas que usaba para obtener dinero de los «cabritos», lo que
constituía su principal fuente de ingresos. -Siempre hay cabritos. Son
diferentes de los puteros. Cuando te acuestas con un putero hay que estar alerta
todo el tiempo. No tienes que darle nada. Sólo hay que quitarle cosas. Pero un
donjuán es diferente. Le tienes que dar lo justo por su precio. Cuando te
acuestas con él te lo pasas bien y quieres que él también se divierta. »Si lo
que quieres es hundir a un tío, basta con encender un pitillo en mitad de la
folladera. Claro que a mí los hombres no me gustan sexualmente. Lo que de verdad
me gustan son las tías. Me enrolla mucho ligarme a una tía orgullosa y hundirla,
hacerle ver que sólo es un animal. Una tía ya nunca es guapa una vez que la has
hundido. Mira, eso es como el rollo del fuego -dijo señalando a la radio, que
era la única luz encendida en la habitación. Su cara se contraía en una
expresión de rabia simiesca cuando hablaba de los tíos que la molestaban por la
calle-. Hijos de puta -gruñó-. No saben ni enterarse de cuándo una mujer está de
ligue. Yo solía pasearme con un puño de metal debajo del guante esperando a que
uno de esos paletos se acercase a mí. Un día Hermán me habló de un kilo de yerba
de primera calidad de Nueva Orleans, que podía conseguir por setenta dólares.
Trapichear con yerba parece fácil sobre el papel, algo así como cultivar pieles
o criar ranas. A setenta y cinco centavos el porro y setenta porros hacen una
onza, eso sonaba a dinero. Estaba convencido y compré la yerba. Hermán y yo nos
asociamos para colocar la yerba. Él conocía a una lesbiana llamada Marian que
vivía en el Village y decía que era poetisa. Guardamos la yerba en el
apartamento de Marian, a condición de que la dejásemos fumar lo que quisiera y
le diéramos el cincuenta por ciento de comisión en las ventas. Otra lesbiana se
instaló con ella, y siempre que iba al apartamento de Marían me encontraba con
aquella pelirroja llamada Lizzie que me miraba con sus ojos de pez llenos de
estúpido odio. Un día, la pelirroja Lizzie abrió la puerta y me impidió el paso.
Su cara estaba pálida de muerte e hinchada del nembutal. Me tiró el paquete de
yerba diciendo: -Toma esto y llévatelo. Nos miró con ojos de odio y dijo:
-¡Cabrones! Cerró la puerta de un portazo. El ruido debió despertarla. Abrió la
puerta de nuevo y empezó a gritar con una rabia histérica. Desde la calle
todavía podíamos oírla. Hermán contactó a otros fumetas. Todos ellos nos ponían
los nervios de punta. En la práctica, traficar con yerba sólo trae quebraderos
de cabeza. Para empezar, la yerba ocupa mucho sitio. Se necesita una
maleta
llena para conseguir algo de dinero. Si la pasma llama a la puerta, es lo mismo
que tener una bala de alfalfa. Los fumetas no son como los yonquis. Un yonqui
suelta el dinero, coge la droga y se las pira. Pero los fumetas no hacen eso.
Esperan que el traficante les invite a unos porros y se sientan sin querer
largarse antes de media hora o así. Y tienes que aguantar todo eso para vender
dos dólares. Si vas directamente al asunto dicen que eres un siniestro de la
mierda. De hecho, un tipo que trapichea con yerba nunca dice que es un
traficante. No, él sólo coloca algo de yerba entre unos cuantos tíos y tías
porque se mueve bien y sabe hacerse las cosas y conoce a mucha gente. Todo el
mundo sabe que él es el vendedor, pero está mal decirlo. Dios sabe por qué. A mi
juicio, los fumetas son inescrutables. Hay muchos secretos profesionales en el
negocio de la yerba, y los fumetas mantienen esos supuestos secretos con una
astucia estúpida. Por ejemplo, la yerba tiene que estar curada porque si está
verde raspa la garganta. Pero pregunta a un fumeta cómo hay que curar la yerba y
te dará una respuesta ambigua mirándote estúpidamente. Quizá la yerba afecta al
cerebro o puede ser que los fumetas sean estúpidos por naturaleza. La yerba que
yo tenía estaba verde y la puse en la tetera. Metí la tetera en el horno hasta
que la yerba tuvo ese color pardusco que debe tener. Este es el secreto de curar
la yerba, o al menos un modo de curarla. Los fumetas son gregarios, son
sensibles y paranoicos. Si te consideran un cenizo o un pelmazo no lograrás
hacer negocios con ellos. Pronto me di cuenta que no podía tratar con ese tipo
de gente y me alegraba de que cualquiera me quitara la yerba de las manos sin
mirar el precio. A partir de entonces decidí no traficar nunca más con yerba. En
1937, la yerba quedó incluida en la Ley Harrison de Narcóticos. Las autoridades
afirman que la yerba es una droga adictiva, que su uso es perjudicial para mente
y cuerpo, y que hace cometer delitos a quien la usa. Estos son los hechos: la
yerba no es adictiva. Uno puede fumar yerba durante años y no experimentará
ninguna molestia si de pronto deja de hacerlo. He visto fumetas en la cárcel y
ninguno de ellos mostraba síntomas de carencia. Yo mismo he fumado yerba durante
quince años y nunca sentí molestias cuando dejaba de hacerlo una temporada. La
yerba es menos adictiva que el tabaco. La yerba no daña la salud. De hecho,
muchos de los que la fuman aseguran que aumenta el apetito y tonifica el
organismo. No conozco ningún otro producto similar que incremente el apetito. En
una ocasión suprimí un hábito de droga con yerba. El segundo día después de
dejar de pincharme fui capaz de comer. Por lo general, después de dejar de
pincharme soy incapaz de comer durante unos ocho días. La yerba no empuja a
nadie a cometer delitos. Jamás he visto que nadie se pusiera agresivo bajo la
influencia de la yerba. Las fumetas son muy sociables. Demasiado sociables para
mi gusto. No puedo entender por qué la gente que asegura que la yerba induce al
crimen no exige que se prohiba también el alcohol. Todos los días se producen
crímenes cometidos por borrachos que no obrarían así estando sobrios. Se ha
hablado mucho de los efectos afrodisíacos de la yerba. Por alguna razón, los
científicos se niegan a admitir que la yerba sea afrodisíaca, y muchos
farmacólogos dicen que «no hay pruebas para mantener la creencia popular de que
la yerba posee propiedades afrodisíacas». Yo puedo asegurar que la yerba es un
afrodisíaco y que el sexo es más agradable bajo la influencia de la yerba que
sin ella. Cualquiera que haya usado yerba verificará esta afirmación. Se oye
decir que la gente se vuelve loca por usar yerba. Hay, es cierto, una forma de
locura causada por el excesivo uso de yerba. Este estado se caracteriza por
ideas de referencia. La yerba que se puede obtener en los Estados Unidos no es
lo bastante fuerte como para enloquecer a uno, y las psicosis producidas por
yerba son muy raras en este país. La psicosis inducida por yerba se corresponde
más o menos con el delirium tremens y desaparece en cuanto la droga se suprime.
El que fuma unos cuantos cigarrillos al día no tiene más posibilidades de
volverse loco que un hombre que tome unos cuantos cocktails antes de las
comidas. Algo más acerca de la yerba. Un hombre bajo la influencia de la yerba
no está capacitado para conducir un coche. La yerba disturba el sentido del
tiempo y en consecuencia el sentido de las relaciones espaciales. Una vez, en
Nueva Orleans, tuve que aparcar en la cuneta y esperar hasta que se disiparan
los efectos de la yerba. Era incapaz de determinar a qué distancia estaba algo o
cuándo debía girar o frenar en un cruce.
TRES
Ahora
me pinchaba todos los días. Hermán se había trasladado a mi apartamento de Henry
Street, puesto que ya no quedaba nadie que pagara la renta del apartamento que
había compartido con Jack y Mary. Jack fue atrapado mientras realizaba un
trabajo, al parecer muy seguro, y estaba en la cárcel del Bronx en espera de
juicio. Mary se había largado a Florida con un «cabrito». A Hermán nunca se le
había ocurrido que tenía que pagar un alquiler. Había vivido toda su vida en
apartamentos de otras personas. Roy tenía por entonces un buen arreglo. Había
localizado a un médico en Brooklyn que le extendía recetas. El tipo era capaz de
extender tres recetas al día con prescripciones de hasta treinta tabletas cada
una. De vez en cuando se mostraba remolón, pero a la vista del dinero terminaba
siempre por decidirse. Hay diversas variedades de médicos de esta clase. Unos
sólo extienden la receta si están convencidos de que eres un adicto, otros sólo
si están convencidos de que no lo eres. Muchos adictos cuentan historias
gastadas por años de uso. Otros hablan de piedras en la vesícula o el riñon.
Esta es la historia que se cuenta con mayor frecuencia, y yo mismo he visto a
médicos levantarse y enseñarme la puerta en cuanto hablé de cálculos en la
vesícula. Suelo obtener mejores resultados con la neuralgia facial porque me
conozco los síntomas de memoria. Roy tenía una cicatriz de operación en el
estómago y la utilizaba para apoyar su historia de cálculos en la vesícula.
Había un médico viejo que vivía en una casa victoriana de ladrillo por la calle
Setenta Oeste. Con él bastaba con presentar un aspecto respetable. Si uno
conseguía entrar en su consulta, la cosa estaba hecha, pero sólo extendía tres
recetas. Otro médico siempre estaba borracho y había que cogerle en el momento
justo. A veces extendía la receta mal y había que volver para que la corrigiera.
Entonces, podía decir que la receta era falsa y te echaba de su casa. También
estaba otro médico senil al que había que ayudar a llenar la receta. Se olvidaba
de lo que estaba haciendo, dejaba la pluma a un lado y se ponía a recordar a los
pacientes tan importantes que trataba antes. En especial le gustaba hablar de un
hombre, un tal George Gore, que en una ocasión le había dicho: -Doctor, he
estado en la Clínica Mayo y puedo asegurarle que usted sabe más medicina que
toda la clínica junta. Era imposible pararle y el adicto se veía obligado a
escuchar pacientemente. Muchas veces, la mujer del médico aparecía en el último
momento y rompía la receta o se negaba a confirmarla cuando llamaban de la
botica. Por lo general, los médicos ancianos extienden recetas con mayor
facilidad que los jóvenes. Los refugiados extranjeros constituían un buen
terreno, pero los adictos en seguida los quemaban. En ocasiones un médico
montaba en cólera ante la simple mención de estupefacientes y amenazaba con
llamar a la policía. Los médicos están tan atiborrados de ideas exageradas
acerca de su posición que, por lo general, un planteamiento directo es lo peor
que a uno puede ocurrírsele hacer. Aunque no se crean la historia que les largas
prefieren que se la sueltes de cabo a rabo. Algo así como el afeitado ritual de
los orientales. Un hombre interpreta el papel de médico lleno de grandes
propósitos que no quiere extender una receta ni siquiera por mil dólares, el
otro se esfuerza por parecer un enfermo auténtico. Si uno dice: -Mire, doctor,
quiero una receta de estupefacientes y estoy dispuesto a pagarle por ella el
doble de lo normal. Si uno dice algo como eso, el matasanos monta en cólera y te
echa de su consulta. Es necesario saber comportarse con los médicos o no se va a
ninguna parte. Roy se picaba tanto que Hermán y yo
teníamos
que pincharnos más de lo que necesitábamos para mantenernos a su altura y que
nos tocase la parte que nos correspondía. Yo empecé a inyectarme directamente en
la vena para ahorrar material y porque el efecto inmediato era mejor. Empezamos
a tener problemas con las recetas. Muchas boticas sólo nos despachaban una o dos
veces, y otras ni siquiera una vez. Había una botica que nos despachaba todas
las recetas, y por eso íbamos siempre allí, pero Roy dijo que debíamos andarnos
con cuidado para que los inspectores no nos descubrieran. Sin embargo, andar de
botica en botica era molesto y terminábamos por acudir siempre al mismo sitio.
Yo estaba aprendiendo a esconder mi material cuidadosamente para que Roy y
Hermán no lo encontrasen y me lo quitaran. Quitarle a un yonqui parte de la
droga que tiene escondida es pegarle un palo. Resulta difícil protegerse contra
esta forma de robo porque los yonquis saben dónde buscar el material. Hay
algunos que siempre llevan la droga encima, pero un hombre que haga eso se
expone a una acusación de posesión si lo detiene la policía. Cuando empecé a
pincharme diariamente, e incluso varias veces al día, dejé de beber y de salir
por las noches. Cuando se usa droga no se bebe. Es probable que un cuerpo que
tiene una determinada cantidad de droga en sus células no absorba el alcohol. La
bebida se queda en el estómago, poco a poco provoca náuseas, incomodidad y
vértigo. Usar droga quizá sirva como cura de alco hólicos. También dejé de
lavarme. Cuando se usa droga la sensación del agua en la piel resulta
desagradable por alguna razón, y los yonquis suelen negarse a tomar baños. Se
han escrito muchas tonterías sobre los cambios que padece una persona cuando ha
adquirido un hábito. De pronto, el adicto se mira en el espejo y no se conoce.
Los cambios son difíciles de especificar y no aparecen en el espejo. Es decir,
el adicto adquiere una especie de ceguera a medida que progresa en su hábito.
Por lo general, no se da cuenta de que está adquiriendo ese hábito. Dice que no
se adquiere un hábito si se tiene cuidado y se observan unas cuantas reglas,
como por ejemplo pincharse un día sí y otro no. De pronto, deja de observar esas
reglas, pero cada pinchazo extra lo considera excepcional. He hablado con muchos
adictos y dicen que se sorprenden cuando descubren que tienen el primer cuelgue
encima. Muchos de ellos atribuyen sus síntomas a cualquier otra causa. Cuando
una persona se adicciona los demás intereses pierden importancia. La vida queda
enfocada hacia la droga, un fije y a esperar el siguiente, todo está lleno de
«material» y «recetas» y «agujas» y «cuentagotas» y «cucharas». A veces el
adicto cree que lleva una vida normal y que la droga es algo accidental. Hasta
que su provisión no se corta por alguna razón, no se da cuenta de lo que la
droga significa para él. -¿Por qué necesita estupefacientes, señor Lee? -es una
pregunta que suelen hacer los psiquiatras estúpidos. -Necesito droga para
levantarme de la cama por la mañana, para afeitarme y para desayunar. La
necesito para seguir vivo -es la respuesta. Claro es que por lo general los
yonquis no mueren por falta de droga. Pero, en un sentido muy literal,
descolgarse implica la muerte de las células que dependen de la droga y su
reemplazamiento por células que no necesitan droga. Roy y su mujer se
trasladaron al mismo edificio de apartamentos. Todos los días nos reuníamos en
mi casa después de comer para planear nuestro programa diario de droga. Uno de
nosotros tenía que entendérselas con un matasanos. Roy siempre intentaba que
fuera otro el que se ocupara del asunto. -Esta vez yo no puedo ir. He reñido con
él. Pero puedo explicarte lo que tienes que decirle. O trataba de que Hermán o
yo fuéramos a probar con otro médico nuevo. -No puede fallar. No le dejes que te
diga que no. Estoy seguro de que es de los que extienden receta. Yo no puedo ir.
Uno de sus matasanos seguros quiso denunciarme de mano. Se lo conté a Roy y
dijo: -Seguramente está ya quemado. Alguien le hizo una putada uno de estos
días. Seguro que fue por eso. Después de eso no volví a arriesgarme con médicos
desconocidos. Pero nuestro tipo de Brooklyn se hacía el remolón. Todos los
médicos terminan por cortar antes o después. Un día, cuando Roy fue por su
receta, el médico le d ijo: -Esta es la última que le doy y lo mejor que pueden
hacer es desaparecer de aquí un tiempo. El inspector vino a visitarme ayer.
Tiene todas las recetas que les había extendido a sus amigos. Me dijo que
perdería mi licencia si extendía una receta más, así que ésta voy a ponerla con
fecha de an teayer. Dígale al de la botica que ayer se encontraba demasiado mal
para ir a comprarla. Han dado ustedes direcciones falsas en algunas ocasiones y
eso es una violación del artículo 344 de la Ley de Salud Pública, así que no
digan que no les he avisado. Por el amor de Dios, no me denuncien si les
interrogan. Eso significaría el final de mi carrera profesional. Sabe
perfectamente que siempre me he portado bien con ustedes. Quería haber dejado de
hacer todo esto hace meses, pero no quería dejarles en la estacada. Déme un
respiro. Aquí tiene la receta y, por favor, no vuelva más. Roy volvió al día
siguiente. El cuñado del médico estaba allí para proteger el honor de la
familia. Cogió a Roy por la solapa y le echó fuera. -La próxima vez que le
encuentre por aquí molestando al doctor no le dejaré en condiciones de irse
caminando por sí mismo -dijo. Diez minutos después llegó Hermán. El cuñado
estaba dispuesto a darle el mismo tratamiento que a Roy, cuando Hermán sacó un
vestido de seda de debajo de su chaqueta y, volviéndose hacia la mujer del
médico, que había acudido atraída por todo aquel follón, dijo: -Pensé que quizá
le gustase este vestido. De este modo tuvo oportunidad de hablar con el médico,
que le extendió una última receta. Tardó tres días en conseguir que se la
despacharan. En nuestro botica habitual dijeron que les vigilaba el inspector y
que no querían exponerse a despachar más recetas. -Lo mejor será que
desaparezcan -dijo el propietario -. Creo que el inspector tiene órdenes de
detención contra vosotros. Nuestro médico había hecho las maletas. Se largó de
la ciudad. Recorrimos Brooklyn, el Bronx, Queens, Jersey City y Newark. No
podíamos conseguir ni pan topón. Era como si los médicos estuvieran
esperándonos, precisamente esperando por nosotros en su despacho para decirnos:
-Definitivamente, no. Parecía como si todos los médicos de Nueva York y sus
alrededores hubieran decidido de pronto no dar jamás ninguna otra receta de
estupefacientes. Teníamos que dejar la droga. En cuestión de horas nos
encontraríamos sin nada que inyectarnos. Roy decidió ir a la isla de Riker a
sufrir «una cura de treinta días». No se trata de una cura de reducción. No dan
nada de droga, ni siquiera pastillas para dormir. Todo lo que hacen es mantener
encerrados a los adictos treinta días. El sitio está siempre lleno. Hermán fue
detenido en el Bronx mientras buscaba un médico que le extendiese una receta. No
le acusaban de nada concreto, simplemente a dos agentes no les gustó su aspecto.
Cuando le llevaron a la comisaría, los de estupefacientes tenían una orden de
detención contra él extendida por el inspector del Estado. La acusación concreta
era haber falseado la dirección en una receta de estupefacientes. Un abogado de
mala muerte me telefoneó para preguntarme si podía pagar la fianza de Hermán. En
vez de eso le mandé dos dólares para cigarrillos. Si un tipo va a estar preso,
lo mejor es que empiece cuanto antes. En este momento me encontraba limpio de
droga y con los últimos algodones hervidos ya dos veces. La droga se calienta en
una cuchara y se introduce en el cuentagotas o jeringa a través de un trozo de
algodón que sirve de filtro. Algo de la droga se queda en el algodón y los
adictos suelen conservarlos para emergencias. Conseguí una receta de codeína de
un viejo médico, después de largarle un rollo sobre migrañas y dolores de
cabeza. La codeína es mejor que nada y cinco granos en la piel evitan que uno se
ponga enfermo. Por alguna razón, es peligroso inyectarse codeína en la vena.
Recuerdo una noche en que Hermán y yo no teníamos nada excepto sulfato de
codeína. Hermán lo calentó y se inyectó un grano en la vena el primero.
Inmediatamente, se puso rojo, después muy pálido. Se sentó en la cama
débilmente. -¡ Dios mío! -dijo. -¿Qué te pasa? -le pregunté-. Todo está bien. Me
miró agriamente. -¿Que todo está bien, dices? Entonces pínchate un poco. Calenté
mi grano y me preparé para inyectármelo. Hermán me observaba inquieto. Seguía
sentado en la cama. En cuanto me saqué la aguja de la vena tuve una sensación
desagradabilísima, totalmente diferente a la que se siente tras una buena dosis
de morfina. Noté que se me hinchaba la cara. Me senté en la cama, al lado de
Hermán. Mis dedos se habían inflado a un tamaño doble del normal. -Bueno -dijo
Hermán-, ¿todo va bien? -No -dije. -Tenía los labios entumecidos como si me
hubieran pegado un puñetazo en la boca. Un dolor de cabeza terrible. Empecé a
pasear inquieto arriba y abajo por la habitación. Sostenía la vaga teoría de que
si conseguía que la circulación se mantuviera, la sangre podría eliminar la
codeína. Una hora después me sentí un poco mejor y me acosté. Hermán me habló de
un amigo suyo que se había pasado y puesto azul tras una inyección de codeína:
-Le metí una ducha fría y se recuperó -dijo. -¿Por qué no me dijiste eso antes?
-pregunté. Hermán se mostraba súbita e imprevisiblemente irritado. Los orígenes
de sus enfados, por lo general, eran inescrutables. -Bien -comenzó-. Uno se
arriesga a algo cuando se droga. Además, sólo porque una persona tenga una
determinada reacción, no se puede deducir que a los demás les vaya a suceder lo
mismo. Tú parecías estar seguro de que todo iba a ir bien y yo no quería
molestarte con historias.
CUATRO

El día que me enteré que Hermán había sido arrestado, imaginé
que yo sería el siguiente, pero ya me sentía mal y carecía de energías para
dejar la ciudad. Fui detenido en mi apartamento por dos policías de paisano y un
agente federal. El inspector del Estado había presentado una denuncia contra mí,
acusándome de haber violado el artículo 334 de la Ley de Salud Pública por dar
un nombre falso al retirar una receta de estupefacientes. Los dos inspectores de
paisano eran el bueno y el malo, como de costumbre. El bueno me preguntó:
-¿Cuánto tiempo llevas drogándote, Bill? Sabes perfectamente que debías haber
dado tu verdadero nombre en la botica. El malo le interrumpía, chillándome:
-Venga, suéltalo de una vez, que no somos hermanas de la caridad. Pero mí caso
no les interesaba demasiado y no necesitaban que hiciera una declaración en toda
regla. Mientras me llevaban a la comisaría, el agente federal me hizo algunas
preguntas y rellenó una especie de formulario. Me llevaron despues a los
calabozos y fui fotografiado y fichado. Mientras esperaba a que me llevaran ante
el juez, el policía bueno me dio un cigarrillo y empezó a hablarme de los
inconvenientes de la droga. -Aunque vayas tirando treinta años, te estás
engañando a ti mismo. Es como los degenerados sexuales -le brillaban los ojos-,
que los médicos dicen que no pueden hacer nada para salvarse. El juez me puso
una fianza de mil dólares. Fui llevado de nuevo a los calabozos y se me ordenó
que me desvistiese y me duchara. Un guardia apático examinó mi ropa. Me vestí de
nuevo, fui al ascensor y me metieron en una celda. A las cuatro de la tarde las
celdas se cerraban. Las puertas corrían automáticamente haciendo un ruido
tremendo que levantaba ecos en las galerías. Se me había terminado la última
codeína que me quedaba. La nariz y los ojos se me empezaron a agitar, sudaba por
todos los poros. Relámpagos fríos y calientes me golpeaban a través de la puerta
que se abría y cerraba continuamente. Me mantuve tumbado en la colchoneta,
demasiado débil para moverme. Las piernas me molestaban y no podía encontrar una
postura cómoda. La voz de un negro cantaba: -Levántate, mujer, levántate, sal
del polvo. Otra voz decía: -¡Cuarenta años! ¡ No puedo pasarme cuarenta años
en la trena! Hacia medianoche, mi mujer pagó la fianza y me dio unas anfetaminas
nada más salir a la calle. Las anfetaminas ayudan un poco. Al día siguiente
estaba peor y no podía levantarme de la cama. Así que seguí en la cama todo el
día tomando nembutal a intervalos. Para la noche, me tomé unas cuantas
bencedrinas y fui hasta un bar, sentándome cerca de la máquina de discos. Cuando
se está enfermo la música suele ayudar bastante. En una ocasión, en Texas, me
descolgué de la heroína con ayuda de la yerba, una pinta de elixir paregórico y
unos cuantos discos de Louis Armstrong. Casi peor que la enfermedad es la
depresión que viene con ella. Una tarde cerré los ojos y vi Nueva York en
ruinas. Ciempiés y escorpiones se deslizaban por los vacíos bares, cafeterías y
boticas de la calle Cuarenta y dos. Entre los adoquines del pavimento crecía la
yerba. No se veía a nadie. A los cinco días empecé a sentirme un poco mejor. A
los ocho días me entró la pájara y sentí un tremendo apetito. Diez días después
la enfermedad había desaparecido. Mi juicio había sido
aplazado.
Hermán volvió de su cura de treinta días en la isla de Riker y me presentó a un
traficante que vendía H mexicana en la Calle 103 y Broadway. Aquellos primeros
años de la guerra, las importaciones de H estaban virtualmente suspendidas y la
única droga que se podía conseguir era la M de las recetas. Sin embargo, las
líneas de comunicación se restablecieron y la heroína comenzó a llegar de
México, donde había campos de amapolas cultivadas por chinos. El caballo
mexicano es de color marrón, pues contiene algo de opio en bruto. El cruce de la
calle 103 y Broadway se parece a cualquier otra zona de Broadway. Una cafetería,
un cine, tiendas. En mitad de Broadway hay una isla con algo de yerba y bancos.
La calle 103 es una parada de metro. Se trata de un territorio de droga. La
droga sale de la cafetería, rodea la manzana de casas y a veces cruza hasta
Broadway para descansar en uno de los bancos de la isla. Un fantasma diurno en
una calle abarrotada hasta los topes. Siempre se puede encontrar a unos cuantos
yonquis sentados en la cafetería o rondando por sus alrededores, mirando
inquietamente como si esperaran a su contacto. Por el verano, suelen sentarse en
los bancos y parecen buitres. El traficante tenía cara de adolescente. No
representaba más de treinta años aunque de hecho tenía cincuenta y cinco. Era un
hombre bajo, siniestro, de cara delgada y aspecto de irlandés. Cuando se dignaba
aparecer -y como muchos yonquis antiguos nunca era puntual- se sentaba en una
mesa de la cafetería. Le dabas el dinero y tres minutos más tarde había que
reunirse con él en una esquina de la calle donde te entregaban la droga. Jamás
llevaba la droga encima, pero debía tenerla escondida en algún sitio cercano.
Este hombre era conocido por el Irlandés. En una ocasión había trabajado para
Dutch Schultz, pero los gángsters no quieren yonquis en su banda porque los
consideran poco de fiar, así que le largaron. Ahora traficaba de vez en cuando y
desvalijaba borrachos en el metro cuando no tenía nada que vender. Una noche, el
Irlandés fue cazado en el metro por vago y maleante. Se ahorcó en los calabozos.
El trabajo de traficante es una especie de servicio público que va rotando de
uno a otro miembro del grupo. La duración de tal servicio suele de unos tres
meses. Todo el mundo está de acuerdo en que se trata de un trabajo ingrato. Como
dijo George el Griego: -Siempre se termina en la cárcel y palmado. Todo el mundo
te llama cabrón si no le fías; y si lo haces, se aprovechan de ti. George era
incapaz de dejar a nadie en la estacada. La gente solía explotar su amabilidad,
comprándole a crédito y pagando al contado a cualquier otro traficante. George
se pasó tres años en el talego y cuando salió se negó a volver a traficar. Los
yonquis modernos, los hipsters esos del bebop, jamás aparecían por la calle 103.
Los tipos de la calle 103 eran todos de los antiguos -caras delgadas y pálidas;
bocas contraídas y amargas; duros y de gestos estilizados. (Hay algunos gestos
que delatan al yonqui igual que la señal en la muñeca delata al esclavo.) Eran
yonquis de diversas nacionalidades y distinto aspecto físico, pero todos se
parecían algo. Guardaban cierta semejanza con la droga. Estaban el Irlandés,
George el Griego, Rosa Pantopón, Louie el Botones, Eric «el Maricón», «el
Sabueso», «el Marinero» y Joe el Manito. Algunos han muerto, otros están en la
trena. Ya no hay yonquis en la calle 103 y Broadway esperando a su contacto. Los
traficantes se han largado a otra parte. Pero la sensación de droga permanece.
Te golpea en las esquinas, te sigue por la manzana, y de pronto desaparece. Joe
el Manito tenía una cara delgada con la nariz larga y puntiaguda y la boca para
abajo, desdentada. La cara de Joe tenía arrugas y cicatrices, pero no era la de
un viejo. A su cara la habían pasado algunas cosas, pero Joe no se vio afectado
por ellas. Sus ojos eran brillantes y jóvenes. Exhalaba amabilidad como les
ocurre a muchos yonquis antiguos. Se le podía distinguir a lo lejos. En la
multitud anónima de la ciudad permanecía aparte, se le podía distinguir entre
los demás como si se le mirara con prismáticos. Era un gran mentiroso y, como
muchos mentirosos, modificaba continuamente sus historias, cambiando tiempo y
personas de un relato a otro. Una vez podía contarte algo de un amigo suyo y la
vez siguiente podía aplicarse la misma historia a sí mismo. Solía sentarse en la
cafetería, ante un café, hablando al azar de sus experiencias. -Conocíamos a un
chino que tenía algo de material escondido y queríamos que nos dijera dónde
estaba. Le atamos a una silla. Encendí unas cuantas cerillas -hizo ademán de
encender una cerilla-, y se las acerqué a las plantas de los pies. No quería
hablar. Me dio pena. Entonces mi compinche le pegó en la cara con la pistola y
la sangre le corrió por la cara. -Se puso las manos sobre la cara y las deslizó
hacia abajo para indicar el fluir de la sangre-. Cuando vi eso me sentí mal y
dije: «Vamonos de una vez, dejemos a este tipo en paz. No nos va a decir nada.»
Louie era mechero y había perdido la tranquilidad que alguna vez tuviera.
Llevaba abrigos largos negros y gastados que le daban aspecto de soplón. Ladrón
y yonqui se unían en él. Las pasaba moradas. Oí que en cierta ocasión había sido
soplón de la policía, pero cuando yo le conocí todos le co nsideraban legal. A
George el Griego no le gustaba Louie y decía que sólo era un vago. -No le
invites nunca a que vaya a tu casa. Se aprovechará de ti. Es capaz de picarse
delante de tu familia. Carece de clase -me dijo en una ocasión. George el Griego
era considerado el arbitro del grupo. Decidía quién era legal y quién no. George
se enorgullecía de su integridad: -Jamás he vendido a nadie. Cuando he tenido
que
comerme algo, me lo he comido yo solo. Había estado ya tres veces en la cárcel.
La vez siguiente la sentencia sería de por vida por reincidente. Trataba por
todos los medios de no comprometerse en nada peligroso. Nada de traficar, nada
de vender; de vez en cuando trabajaba en los muelles. Estaba rodeado por todos
lados y no podía evitar ir hacia abajo. Cuando no podía conseguir droga -lo que
ocurría la mitad de las veces- se emborrachaba o se pegaba lo que fuera. Tenía
dos hijos muy jóvenes que le causaban bastantes problemas. Su rostro tenía las
señales de una batalla constante siempre perdida. La última vez que estuve en
Nueva York no pude encontrar a George. La gente de la calle 103 con quien hablé
ignoraba qué había sido de George el Griego. Fritz el Portero era un hombre
pálido y delgado que daba la impresión de ser paralítico. Estaba en libertad
condicional tras cumplir cinco años por haber ido a comprarle a un soplón. El
soplón necesitaba urgentemente delatar a alguien y entre él y un policía
necesitado de méritos le montaron una historia de gran traficante e hicieron un
arresto sonado. En el fondo, Fritz estaba orgulloso de haber sido tan importante
y en Lexington contaba encantado su rollo de traficante famoso. El Maricón
era un ratero brillante. Se dedicaba a desvalijar borrachos y sus marcas eran
realmente increíbles. Dentro de la jerarquía de los carteristas ocupaba el lugar
más alto. Era el hombre que llega siempre el primero a su presa, nunca el que
aparece cuando el borracho ya ha quedado tirado, con los forros de los bolsillos
al aire. Siempre parecía guiado por un radar especial. Sólo quería dinero,
anillos y relojes. Después de él, venían los que robaban el borracho el
sombrero, los zapatos y el cinturón. Finalmente, llegaban los más miserables,
que se llevaban el abrigo o la chaqueta. El Maricón siempre se las arreglaba
bien. En una ocasión robó mil dólares en la estación de la calle 103. Por lo
general, sus golpes eran de unos cientos. Si el tipo al que robaba se daba
cuenta, fingía que sus intenciones eran sexuales. Su mote se debía a esto.
Siempre iba bien vestido, por lo general con una chaqueta de twed y unos
pantalones de franela. Unas maneras pretendidamente europeas y un ligero acento
escandinavo completaban su aspecto. Imposible tener menos pinta de ratero.
Trabajaba siempre solo. Tenía buena suerte y evitaba la compañía en su trabajo.
El contacto con la gente suele traer mala suerte para los que la tienen buena.
Los yonquis son envidiosos y la gente que pululaba por la calle 103 envidiaba al
Maricón. Pero todos tenían que admitir que era un tío legal y dispuesto a echar
una mano. Las cápsulas de heroína cuestan tres dólares cada una y se necesitan
tres al día para ir tirando. Me encontraba sin dinero, así que empecé a robar
carteras en el metro, acompañado por Roy. íbamos en el vagón hasta que uno de
nosotros descubría a un primo dormido en un banco del andén. Bajábamos. Yo me
ponía delante de él con un periódico abierto y cubría a Roy mientras rebuscaba
en los bolsillos del tipo. Roy solía darme instrucciones entre dientes -«un poco
hacia la izquierda», «más atrás», «ahí», «no te muevas»-. Muchas veces
llegábamos tarde y el borracho estaba ya con los bolsillos vueltos del revés.
También solíamos robar en los propios vagones. Yo me sentaba junto al tipo con
mi periódico y Roy le limpiaba los bolsillos por detrás de mí. Si se despertaba
me veía con ambas manos en el diario. Sacábamos una media de diez dólares por
noche. Una noche normal se desarrollaba más o menos así. Empezábamos a trabajar
hacia las once. Un día en la estación de la calle 149 localicé a un primo. La
estación de la calle 149 tiene varios niveles y resulta peligrosa para los
carteristas porque hay muchos sitios donde puede esconderse un policía y resulta
imposible cubrir todos los ángulos. En el nivel inferior, la única salida
posible es el ascensor. Nos acercamos al tipo haciendo la pared como si no le
viéramos. Era de media edad, se apoyaba contra la pared y respiraba pesadamente.
Roy se sentó a su lado y yo me paré delante de ellos con un periódico abierto.
Roy dijo: -Un poco hacia la derecha. Espera un poco. Ahí. Vale. De pronto, la
pesada respiración se detuvo. Recordé una escena de una película donde la
respiración se detenía durante una operación. Pude sentir la tensa inmovilidad
de Roy ante mí. El borracho masculló algo y cambió de postura. Lentamente la
respiración se reanudó. Roy se levantó. Hizo un gesto afirmativo y caminó
rápidamente hacia el otro extremo de la plataforma. Tenía un puñado de billetes
y contó hasta ocho dólares. Me dio cuatro diciendo: -Es lo que tenía en el
bolsillo del pantalón. No pude dar con la cartera. Por un minuto pensé que iba a
echarse sobre nosotros. Empezamos otra vez, más abajo. En la estación de la
calle 116 localizamos a otro borracho, pero el tipo se levantó y salió a la
calle antes de que consiguiéramos acercarnos a él. Un tipo andrajoso con una
boca enorme se acercó a Roy y comenzó a hablar. Era otro carterista. -El Maricón
triunfa una vez más -dijo-. Dos billetes y un reloj de pulsera en la calle Roy
murmuró algo y miró su periódico. El tipo siguió hablando en voz baja: -Hace
poco uno se me volvió y dijo: «¿Qué haces con la mano en mi bolsillo?» -¡Por el
amor de Dios, no digas esas cosas! -dijo Roy alejándose de él-. ¡ Hijoputa! -No
hay carteristas de verdad, el Maricón y el Sabueso sólo. Todos envidian al
Maricón porque da buenos golpes. Si el primo se da cuenta, hace como si le
estuviera acariciando la pierna. Esos mierdas de la calle 103 se meten con él
porque es bueno, pero no es más maricón que yo -Roy hizo una pausa-. No tanto
como yo, por cierto. Seguimos hasta el final de la línea de Brooklyn sin
localizar a nadie más. En el viaje de vuelta había un borracho dormido en uno de
los coches. Me senté a su lado y abrí el periódico. Sentí el brazo de Roy por
detrás de la espalda. El borracho se despertó y me miró inquieto. Pero mis dos
manos eran perfectamente visibles sobre el periódico. Roy fingió leer el
periódico conmigo. El borracho volvió a dormirse. -Será mejor que nos larguemos
-dijo Roy-. Salgamos un rato a la calle. No compensa estar demasiado tiempo.
Tomamos un café en un bar de la calle 34 y nos repartimos el dinero recién
adquirido. Eran tres dólares. -Cuando uno se trabaja a un tipo en el vagón -me
explicaba Roy-, es preciso seguir el ritmo del balanceo. Antes fui demasiado de
prisa. Por eso se despertó el tío. Sintió algo raro, aunque no supo determinar
de qué se trataba. En Times Square nos encontramos con Mike el Metros. Hizo
un gesto con la cabeza pero no se detuvo. Mike siempre trabajaba solo. -Vamos a
darnos una vuelta por Queens Plaza -dijo Roy-. Pertenece a la Compañía
Independiente. La Independiente tiene policías especiales contratados por la
compañía, pero no llevan armas. Si te cogen, trata de escapar y corre. Queens
Plaza es otra estación peligrosa donde es imposible cubrir todos los ángulos.
Hay que confiar en la puerta. Había un borracho dormido en un banco, pero no
podíamos hacer nada porque había demasiada gente alrededor. -Esperaremos un rato
-dijo Roy-. Recuerda esto: nunca dejes pasar más de tres trenes. Si no ves una
oportunidad clara entonces, lo mejor es que olvides el asunto aunque parezca
clarísimo. Un par de jovenzuelos, aprendices, se apearon llevando a un primo
entre ellos. Se sentaron en un banco, después nos miraron. -Vamos a llevarle al
otro lado -dijo uno de los chavales. -¿Por qué no le desplumáis aquí mismo?
-preguntó Roy. Los juveniles hicieron como que no entendían: -¿Desplumarle,
dices? No entiendo. ¿De qué va el marica este? -dijeron. Se levantaron y se
marcharon con su tipo al otro lado del andén. Roy se dirigió a ellos y sacó una
cartera del bolsillo del nuestro. -No es momento para finezas -dijo. La cartera
estaba vacía. Roy la dejó en el banco. -¡Deja las manos quietas! -gritó uno de
los jóvenes desde el otro lado. -¡ Cállate! -dijo Roy-. Como os vuelva a ver por
aquí os tiro a la vía. Uno de los juveniles vino y le pidió a Roy una parte. Roy
le dijo que no tenía nada y el otro que le había sacado la cartera. -Estaba
vacía -dijo Roy. Paró un tren y nos subimos, dejando al jovenzuelo dudando
todavía si ponerse duro o no. -Estos jóvenes creen que se trata de un juego. Ya
aprenderán cuando se pasen una temporada en el talego... Me parece que estamos
de mala suerte. La vida es así. Unas noches se hacen cien dólares. Otras no se
hace nada.
CINCO
Una
noche cogimos el metro en Times Square. Un hombre vestido llamativamente
caminaba delante de nosotros, vacilando ligeramente. Roy le miró y dijo: -Ahí
tenemos un buen golpe. Vamos a ver dónde va. El pájaro subió en el tren que iba
a Brooklyn. Esperamos de pie en la plataforma hasta que pareció dormido.
Entonces nos acercamos a él y yo me senté a su lado abriendo el New York Times.
El Times era una idea de Roy. Decía que con él yo parecía un hombre de negocios.
El coche estaba vacío y allí estábamos nosotros pegados al tipo con siete metros
vacíos disponibles. Roy comenzó a funcionar por detrás de mi espalda. El hombre
se despertó y me miró con aire de aburrimiento. Un negro que estaba sentado
enfrente sonrió. -Ese de ahí sabe de qué va la cosa. No hay que preocuparse -me
dijo Roy al oído. Roy tenía problemas para encontrarle la cartera. -Cuando te
diga, tropieza con él y moveré el abrigo al tiempo... ¡Ahora...! ¡Vaya por Dios!
Un poco más fuerte... -Dejémoslo -volví a d ecir. Sentía un nudo de miedo en el
estómago-. ¡ Va a despertarse! -No. Vamos a intentarlo... ¡Ahora...I ¿Qué cono
pasa contigo? Sólo tienes que dejarte caer contra él -dijo Roy. -Roy -dije-.
Dejemos esto. Va a despertarse. Intenté levantarme, pero Roy no me dejó hacerlo.
De pronto, me dio un empujón y caí pesadamente contra el tipo. -Ahora lo
conseguí -dijo Roy. -¿Tienes la cartera? -No. He despejado el camino. Ahora
estábamos ya en el elevado. Sentí náuseas de miedo, todos los músculos estaban
rígidos haciendo esfuerzos por controlarse. El hombre sólo estaba medio dormido.
Estaba seguro de que en cualquier momento empezaría a aullar. Por fin, oí a Roy
que decía: -Ya lo tengo. -Entonces, larguémonos. -No, lo que tengo es un
puñado de billetes. Tiene que haber una cartera por algún lado y voy a
encontrarla. Tiene que tener cartera, seguro que la tiene. -Ya no puedo más.
-No. Espera -sentí que seguía funcionando por detrás de mi espalda de modo tan
abierto que me parecía imposible que el hombre pudiera seguir dormido. Era el
final de la línea. Roy se puso de pie y dijo: -Cúbreme. Extendí el periódico lo
más que pude para ocultar sus maniobras a Jos demás pasajeros. Sólo quedaban
tres, pero estaban situados en diferentes extremos del vagón. Roy andaba en los
bolsillos del hombre abiertamente. Al fin dijo: -Salgamos. Estábamos en la
plataforma todavía cuando el tipo se despertó. Metió la mano en su bolsillo.
Entonces se dirigió hacia Roy. -Muy bien, amigo -dijo-, pero ahora devuélveme el
dinero. Roy pareció sorprendido al decir, enseñando las manos vacías: -¿Qué
dinero? ¿De qué está usted hablando? -Sabes cojonudamente de lo que te estoy
hablando. Me has quitado un montón dé billetes. Ya me los estás devolviendo. Roy
hizo un gesto de sorpresa y cansancio: -¿De qué habla usted, señor? No sé nada
de su dinero. -Te veo todas las noches en esta línea. Es tu recorrido habitual.
-Se volvió hacia mí y dijo-: Y éste es tu compinche. Bien, ¿vas a devolverme
ahora mismo lo que me acabas de robar? -Pero ¿qué coño dice de robar? -De
acuerdo. Debo estar equivocado -pero, de pronto, el hombre metió sus manos en
los bolsillos de la chaqueta de Roy mientras gritaba-: ¡Hijoputa de la mierda!
¡Devuélveme el dinero! Roy le pegó en la cara y le apartó diciendo: -¡Quítame
las manos de encima! El conductor, viendo una pelea en marcha, tenía el tren
parado para que nadie cayese a la vía. -Larguémonos -dije yo, y saltamos al
andén. El hombre corrió en nuestra persecución. Alcanzó a Roy y le agarró con
fuerza. No se podía soltar. -¡ Quítame a este cabrón de encima! -gritó Roy.
Golpeé un par de veces al hombre en la cara y cayó de rodillas. -¡ Rómpele
la cabeza! -chilló Roy. Le golpeé y noté que una costilla cedía. Se llevó la
mano al costado. -¡ Socorro! -gritó. No intentó levantarse. -Alejémonos
enseguida -dije. Oí el silbato de un policía. El hombre seguía de rodillas y
gritaba: -¡Auxilio! ¡Auxilio! Cuando llegamos a la calle estaba lloviendo.
Resbalé. Estábamos junto a una gasolinera cerrada, mirando al elevado. -Vamonos
-dije. -Nos verán. -No podemos quedarnos aquí. Echamos a andar. Noté que tenía
la boca completamente seca. Roy sacó un par de anfetaminas. -Tengo la boca
demasiado seca -dije-. No puedo tragarlas. Seguimos andando. -Seguro que nos
buscarán -dijo Roy-. Ojo con los coches. Si viene alguno nos meteremos entre los
árboles. Estarán esperando que volvamos al metro, de modo que lo mejor será
seguir caminando. La lluvia no daba muestras de parar. Ladraban perros a nuestro
paso. -Recuerda lo que debes contar si nos cogen -dijo Roy-. Nos dormimos y
despertamos al final de la línea. El tipo ese nos acusó de que le habíamos
robado el dinero. Nos asustamos, así que le golpeamos y corrimos. Nos van a dar
con ganas, vete pensándolo. -Ahí viene un coche de la policía -dije. Nos
ocultamos entre unos arbustos de la cuneta, nos agachamos bajo un indicador. Se
alejó en seguida y volvimos a caminar. Me sentía muy mal y no sabía si llegaría
a casa y a las morfinas que tenía guardadas. -Cuando estemos más cerca, será
mejor separarse -dijo Roy-. Aquí podemos ayudarnos. Si encontramos un guardia le
diremos que estábamos con unas chicas y vamos hacia el metro. Esta lluvia es una
suerte, los guardias estarán a cubierto, tomando café en algún tugurio. ¡ Y haz
el favor de no mirar para atrás de esa forma! A veces me volvía y miraba. -Mirar
hacia atrás es algo natural -dije. -Sí, natural para los ladrones. Por fin,
llegamos a otra línea de metro y nos dirigimos a Manhattan. Roy dijo: -No
creo que fuera yo solo el que pasaba miedo. Toma, ésta es tu parte. -Me entregó
tres dólares. Al día siguiente le dije que yo había terminado como ratero. -No
te lo reprocho -dijo-. Pero te equivocas. Si aguantaras suficiente tiempo te
encontrarías con buenas cosas, tienes madera.
SEIS
Mi caso fue juzgado. Me condenaron a cuatro meses, pero me
dieron la condicional. Después de haber dejado de robar en el metro, decidí
traficar con droga. No se gana mucho dinero con ello. Casi todos los vendedores
callejeros consiguen sólo lo suficiente para mantener su hábito. Pero, al menos,
cuando uno trafica, tiene una buena provisión de droga y eso proporciona una
sensación de seguridad. Por supuesto que hay gente que hace dinero traficando.
Conocí a un traficante irlan dés que empezó colocando H por la calle dos años
después, cuando le cayeron encima tres años, tenía treinta mil dólares y un
edificio de apartamentos en Brooklyn. Si uno quiere traficar, lo primero que
tiene que hacer es agenciarse un proveedor seguro. Yo carecía de proveedor, así
que me asocié con Bill Gains, que tenía un buen contacto italiano por la parte
baja del lado Este. Adquiríamos el material a noventa dólares el cuarto de onza,
lo cortábamos con lactosa y lo preparábamos en cápsulas de un grano. Las
cápsulas las apalancábamos a dos dólares cada una. Solían contener de un diez a
un dieciséis por ciento de H, lo cual constituye un porcentaje bastante alto. De
cada cuarto de onza de H solíamos obtener unas cien cápsulas. Bill Gains era de
«buena familia» -me parece que su padre había sido presidente de un banco en
algún sitio de Maryland- y tenía clase. Gains tenía la costumbre de robar
abrigos en los restau rantes, y realizaba perfectamente ese trabajo. Un
individuo americano de la clase media alta está compuesto de valores negativos.
Por lo general, puede definírsele por lo que no es. Gains iba más allá. No era
solamente negativo. Era una cierta clase de fantasmas que sólo pueden
materializarse con ayuda de una sábana o de cualquier otra ropa que les
proporcione unos contornos definidos. Gains era de esa clase. Se materializaba
gracias al abrigo de otra persona. Gains tenía una sonrisa maliciosa e infantil
que contrastaba de modo chocante con sus ojos, que eran azul pálido, carecían de
vida y parecían los de un anciano. Sonreía para sus adentros como si hubiera
algo allí que le divirtiera. A veces, después de un fije, sonreía y escuchaba y
decía distraídamente: -Este material es fuerte. Con una sonrisa idéntica era
capaz de referirse a las desgracias de los demás: -Hermán era un tipo agradable
cuando llegó a Nueva York. El problema es que permitió que su imagen se
deteriorara. Gains era uno de los escasos yonquis que tenía especial placer
viendo cómo adquiría un hábito un tipo que todavía no estaba colgado. Muchos
traficantes se ponen contentos al ver un nuevo adicto, pero eso se debe a
razones económicas. Si uno tiene un negocio es natural que desee tener clientes.
Pero a Gains le gustaba invitar jovencitos a su habitación y darles un pinchazo,
por lo general sacado de algodones viejos, y después observar los efectos
mientras sonreía levemente. Por lo general, los chicos decían que estaba bien, y
eso era todo. Otro rollo como el nembutal, las anfetaminas o la yerba. Pero
siempre había unos cuantos que seguían rondando por allí hasta quedar colgados,
y Gains miraba con agrado a estos nuevos conversos: un sacerdote de la droga.
Poco después, podía oírsele decir: -Mira, chico, debes
comprender
que no puedo mantener tu cuelgue por más tiempo. La relación quedaba rota. Había
llegado el momento de que el chico se la buscase por sí solo. Y tenía que
buscarse toda la vida, en las esquinas de la calle o en las cafeterías, un
contacto, el mediador entre hombre y droga. Gains era un simple párroco en la
jerarquía de la droga. Se refería a sus superiores con tono sepulcral: -Los
contactos dicen... Sus venas habían desaparecido escondidas en el hueso para
escapar de la aguja. Durante algún tiempo se picaba en las arterias, que son más
profundas que las venas y más difíciles de pillar, y debido a ello tenía que
utilizar unas agujas especiales muy largas. Solía rotar de las venas de sus
brazos y manos, a las de sus pies. A veces encontraba una buena vena, pero, por
lo general, la mayor parte de las veces, tenía que pincharse en la piel. Pero
sólo se picaba en la piel después de pasar más de media hora intentando
encontrar una vena, teniendo que limpiar la aguja varías veces puesto que se
obturaba con la sangre coagulada. Uno de mis primeros clientes fue un tipo del
Village que se llamaba Nick. Cuando hacía algo, Nick pintaba. Sus telas eran muy
pequeñas y parecía como si hubieran sido concentradas, comprimidas, pintadas en
un mal momento debido a una tremenda presión. -El producto de una mente
depravada -había pronunciado solemnemente un agente de la brigada de
estupefacientes después de ver uno de los cuadros de Nick. Nick siempre estaba
medio enfermo; sus gran des, suplicantes ojos pardos siempre estaban húmedos y
su fina nariz moqueando. Solía dormir en casas de amigos, sobreviviendo gracias
a la precaria indulgencia de individuos neuróticos, inestables, estúpidamente
susceptibles que, de pronto, sin motivo y sin aviso, le echaban de sus casas.
También les vendía yerba a estos tipos esperando conseguir lo suficiente para
calmar su constante apetito de droga. A veces, sólo obtenía un agradecimiento
distraído, pues el comprador suponía que Nick había obtenido de él por otros
medios el precio de la yerba recibida. Debido a esto, Nick empezó a robar de
verdad. Toda la existencia de Nick se resumía en eso. Su constante, insatisfecho
apetito de droga había destruido cualquier otro interés. Hablaba vagamente de ir
a Lexington para curarse, o de embarcarse en la marina o comprar elixir
paregórico en Connecticut y colocarlo en otra parte. Nick me presentó a Tony, un
camarero de un local del Village. Tony había sido traficante y estuvo a punto de
terminar en la trena cuando los agentes federales irrumpieron en su apartamento.
Apenas tuvo tiempo de tirar la mitad de un cuarto de onza de H debajo del piano.
Los federales no encontraron nada, excepto su instrumental, y le dejaron en paz.
Tony se asustó mucho y dejó de trapichear. Era un italiano joven que obviamente
sabía desenvolverse en la vida. Parecía capaz de mantener la boca cerrada. Un
buen cliente, sin duda. Yo iba todas las noches al bar de Tony y pedía una
coca-cola. Tony me decía cuántas cápsulas quería y entonces yo iba al teléfono o
el retrete y envolvía las cápsulas solicitadas en papel de plata. Cuando volvía
a la barra, el precio de las cápsulas estaba junto al vaso como si se tratara de
cambio. Yo dejaba las cápsulas en el cenicero y Tony lo limpiaba bajo la barra,
cogiendo así las cápsulas. Estas operaciones eran necesarias porque el
propietario sabía que Tony había s ido adicto y le había dicho que, o se
mantenía lejos de la droga, o se buscaba otro
trabajo. De hecho, el hijo del dueño también era yonqui -en esta época estaba en
un sanatorio curándose. Cuando salió se dirigió directamente a mí tratando de
comprarme material. Decía que no podía descolgarse. Un joven hipster italiano
que se llamaba Ray acostumbraba a venir todas las noches a este bar. Parecía
legal, así que también le vendí a él, dejando sus cápsulas en el cenicero junto
a las de Tony. Este bar donde trabajaba Tony era un local muy pequeño unos
cuantos escalones por debajo del nivel de la calle. Sólo tenía una puerta.
Siempre me sentía encerrado cuando entraba. El sitio me producía tal depresión
que tenía que hacer grandes esfuerzos para atravesar la puerta. Después de
atender a Tony y a Ray, por lo general me reunía con Nick en una cafetería de la
Sexta Avenida. Siempre llevaba encima dinero para unas cuantas cápsulas. Yo
sabía, naturalmente, que además de yerba vendía parte de lo que me compraba a
otra gente, pero hacía como que no me daba cuenta. Lo sabía perfectamente porque
Nick siempre estaba en carencia aunque tenía suficiente dinero para comprarme la
droga necesaria para ponerse bien. Hay gente que necesita intermediarios que le
adquieran su droga, bien porque acaban de llegar a la ciudad o porque lleven
tiempo descolgados y no saben dónde conseguirla. Pero el • traficante tiene
motivos para desconfiar de la gente que manda a alguien a comprar para ellos. En
general, la razón por la que un hombre no puede comprar es porque se le
considera «poco legal». Por eso manda a otro que compre para él, y ese otro
quizá no sea «poco legal», sino simplemente alguien que busca desesperadamente
droga y no tiene dinero. Comprar para un confidente es decididamente poco ético.
Por lo general, un hombre que compra para soplones termina convirtiéndose en un
soplón. Yo no estaba en situación de rechazar ningún dinero. Mis márgenes eran
mínimos. Tenía que vender diariamente las cápsulas suficientes para comprar el
próximo cuarto de onza, y nunca me quedaban más que unos pocos dólares. Así que
cogía el dinero que Nick tenía y no hacía preguntas. Empecé a trapichear con
Bill Gains que manejaba el mercado de la parte alta de la ciudad. Me reunía con
él en una cafetería de la Octava Avenida después de terminar en el Village. Bill
tenía unos pocos clientes muy escogidos. El mejor era probablemente Izzy.
Trabajaba de cocinero en un remolcador del puerto. Era uno de los tipos de la
calle 103. Izzy había cumplido una condena por tráfico, era considerado un tipo
legal y tenía una fuente de ingresos regular. El cliente perfecto. A veces Izzy
aparecía con su compinche, Goldie, que trabajaba en el mismo barco. Goldie era
un hombre delgado, de nariz ganchuda, con la piel de la cara tersa y una mancha
de color en cada mejilla. Otro de los amigos de Izzy era un joven
ex
paracaidista que se llamaba Matty, un joven fuerte y guapo que no tenía ninguna
de las características propias del drogadicto. También había un par de putas a
las que atendía Bill. Generalmente, las putas no son un buen negocio. Atraen a
la pasma y la mayoría de ellas hablan. Pero Bill insistía en que estas putas
concretas eran legales. Otro de nuestros clientes era el viejo Bart. Cogía unas
pocas cápsulas cada día y las vendía a comisión. Yo no sabía quiénes eran sus
clientes, pero tampoco me preocupaba. Bart era legal. Si le detenían nunca
hablaría. Además, llevaba treinta años en el rollo de la droga y sabía lo que
estaba haciendo. Cuando llegué a la cafetería donde nos reuníamos, Bill estaba
sentado en una mesa vestido con un traje robado. El viejo Bart, andrajoso e
insignificante, mojaba un bollo en su café. Bill me dijo que ya se había ocupado
de Izzy, así que le di a Bart diez cápsulas para que las vendiera, y Bill y yo
cogimos un taxi hasta mi apartamento. Nos picamos e hicimos cuentas tratando de
reunir noventa dólares para el próximo cuarto de onza. Después de pincharse,
Bill tenía el rostro algo rojo y casi parecía tímido. Era mala señal. Recordé
una ocasión en que contó cómo había intentado ligárselo un marica ofreciéndole
veinte dólares. Bill declinó la oferta diciendo: -Creo que no quedarías
satisfecho. Ahora Bill decía contrayendo sus delgados labios: -Deberías verme
desnudo. Soy realmente atractivo. Uno de los temas de conversación más
desagradables de Bill consistía en los detallados partes que daba del estado de
sus intestinos. -Escucha -le dije-, nuestro contacto nos está dando material de
menos. Sólo conseguí preparar dieciocho cápsulas a partir de la última entrega,
aunque la corté en la proporción de siempre. -Bueno, tampoco puedes esperar
demasiado de tipos así. ¡ Si pudiera ir al hospital para que me dieran un buen
enema! Pero no te lo ponen como no rellenes el boletín de inscripción, y yo no
puedo hacer eso. Te tienen allí esperando durante veinticuatro horas por lo
menos. Yo les dije: «Se supone que estoy en un hospital. Tengo dolores y
necesito tratamiento. ¿Por qué no llaman a alguien que sepa de estas cosas
y...?» No había quien lo parase. Cuando la gente empieza a hablar del movimiento
de sus tripas es tan inexorable como los procesos de los que hablan. Las cosas
siguieron así durante semanas. Uno por uno, los contactos de Nick me
localizaron. Estaban cansados de comprar a través de Nick, que robaba más de la
mitad de las dosis de las cápsulas. ¡Vaya basca! Rateros, maricones, jugadores
de ventaja, soplones, vagabundos -incapaces de trabajar, demasiado inútiles para
robar, siempre sin dinero, siempre comprando a crédito. En todo el grupo no
había ni uno que no fuera a largarlo todo en cuanto un policía le preguntara:
-¿Dónde conseguiste esto? El peor de todos era Gene Doolie, un irlandés huesudo,
muy bajo, con aspecto entre maricón y chuloputas. Gene era soplón hasta los
huesos. Lo más probable es que escribiera sucias listas de gente -sus manos
siempre estaban asquerosas- y se las leyera a la policía. Te lo podías imaginar
denunciando a los independentistas durante el levantamiento irlandés; dando
información a la Gestapo; al servicio de la GPU; sentado en una cafetería
hablando con uno de la estupa. Siempre con la misma cara delgada de rata, con un
traje pasado de moda, con su voz penetrante tan desagradable. Lo más
inaguantable de Gene era su voz. Era algo que te atravesaba de parte a parte.
Aquella voz constituyó mi primer conocimiento de su existencia. Nick acababa de
llegar a mi apartamento con el dinero de las ventas del día cuando fui llamado
al teléfono del vestíbulo. -Soy Gene Doolie -dijo la voz-. Estoy esperando por
Nick, y llevo esperando mucho tiempo. -Su voz alcanzó el nivel de chillido, casi
de aullido cuando llegó a «mucho tiempo». -Está aquí ahora -dije-. Supongo que
lo verás directamente a él -y colgué.

David Bowie y el novelista William
Burroughs, en una imagen tomada en blanco y negro en 1974 y
coloreada posteriormente por Bowie. / Terry O´Neill (Cortesía del
archivo de David Bowie) | El País, España, 06/04/13. |
Al día siguiente Doolie me volvió a llamar. -Estoy cerca de tu
casa. ¿Qué te parece si me acerco hasta ahí? Prefiero que estés solo. Colgó
antes de que pudiera decir nada, y diez minutos más tarde estaba llamando a la
puerta. Cuando una personalidad conoce a otra por primera vez hay un período de
mutuo examen a nivel intuitivo, de empatia e identificación. Pero llegar hasta
el yo de Doolie resultaba absolutamente imposible. En realidad, su yo se reducía
a ser el punto focal de una fuerza hostil. Podía sentírsele moverse por la psiq
ue de uno y mirar a ver si en ella había algo de lo que pudiera hacer uso. Me
retiré un poco de la puerta para evitar su contacto. Entró titubeando y en
seguida se sentó en la cama y encendió un cigarrillo. -Es mejor que nos veamos a
solas -su sonrisa era ambiguamente sexual-. Nick era un tío demasiado nervioso
-se puso de pie y me tendió cuatro dólares-. ¿Qué te parece si me desnudo aquí
mismo? -dijo quitándose la chaqueta. Nunca había oído a nadie usar aquella
expresión para eso. Por un momento pensé que estaba haciéndome proposiciones. Se
quitó la chaqueta y se arremangó la camisa. Le di dos cápsulas y un vaso de
agua. Se lo hizo él todo, cosa que le agradecí. Observé cómo se picaba la vena,
apretaba el cuentagotas y se volvía a bajar la manga. Cuando uno está colgado,
los efectos de un pinchazo no son dramáticos. Pero el observador que sabe mirar
es capaz de ver la acción inmediata de la droga en la sangre y las células de
otro adicto. Pero en Doolie no puede detectar ningún tipo de cambio. Se puso la
chaqueta y cogió el cigarrillo que había dejado en un cenicero. Me miró con sus
ojos azul pálido que parecían no tener profundidad. Eran como artificiales. -Voy
a decirte algo -dijo-. Estás cometien do un error al confiar en Nick. Hace unas
cuantas noches estaba en la cafetería Johnson y entró Rogers, el de la estupa.
Me dijo: «Sé que Nick os anda vendiendo a todos los malditos yonquis del
Village. Estáis consiguiendo un buen material -entre el dieciséis y el veinte
por ciento-. Bien, puedes decirle a Nick esto: podemos atraparle en cuanto
queramos, y cuando le cojamos va a trabajar para nosotros. Ya me hizo un
trabajillo en otra ocasión. Volverá a hacerme unos cuantos. Vamos a averiguar de
dónde viene ese material.» Doolie me miró detenidamente y chupó el cigarrillo.
Luego, como distraídamente, me largó: -Cuando cojan a Nick, te cogerán a ti.
Mejor será que le digas a Nick que si habla le meterás en un saco y le tirarás
al río. Creo que con esto ya sabes bastante. Puedes hacerte cargo de la
situación perfectamente. Me miró tratando de descubrir el efecto de sus
palabras. Era imposible de determinar cuánto me creía de toda esta historia.
Quizá sólo era un modo de decirme: -Nunca sabrás quién te ha jodido vivo.
Nick sería el más sospechoso, pero si yo hablo nunca podrás estar seguro de
quién lo hizo. Lo cierto es que dijo de pronto: -¿Puedes darme una cápsula a
crédito? Lo que te acabo de contar creo que se merece algo. Le di la cápsula y
se la metió en el bolsillo sin decir nada. -Bien, ya volveremos a vernos. Mañana
te llamaré a la misma hora -dijo al marcharse. Hice que siguieran a Doolie para
ver lo que podía saber de él y para comprobar su historia. Nadie sabía nada
concreto. Tony, el camarero, me dijo: -Doolie te delatará si tiene que hacerlo.
Pero no pudo darme datos más concretos. Sí, se sabía que Nick había cantado en
una ocasión. Pero los datos del asunto, en el que Doolie también estaba
implicado, indicaban que el soplo también podía proceder de Doolie. Unos días
después del episodio de Gene, salía del metro en Washington Square cuando se me
acercó un muchacho delgado y rubio. -Bill -me dijo-, supongo que no me conoces.
He estado comprándole a Nick y estoy cansado de que me robe. ¿Puedes atenderme
tú directamente? Pensé: Qué importa. Después de Gene Doolie, ¿por qué voy a
preocuparme? -Vale, muchacho -le dije-. ¿Cuánto quieres? Me dio cuatro dólares.
-Vamos a dar una vuelta -dije, y me dirigí hacia la Sexta Avenida. Tenía un par
de cápsulas en la mano y buscaba un sitio tranquilo para pasárselas. -Estáte
preparado -dije, y le pasé las dos cápsulas. Nos citamos para el día siguiente
en una cafetería de Washington Square. Este chico rubio se llamaba Chris. Había
oído decir a Nick que su familia tenía dinero y que vivía del dinero que le
mandaban. Cuando me encontré con él al día siguiente en Felton, empezó a
soltarme enseguida la historia del ten -cuidado-con-Nick. -A Nick le están
siguiendo. Si le cogen, seguro que les soltará tu nombre, dirección y teléfono.
-Eso ya lo sé -le dije. -Bueno, supongo que sabrás lo que haces -dijo todo
escocido-. Ahora escúchame. Esta tarde recibiré un cheque de mi tía. Mira esto.
Sacó un telegrama del bolsillo. Le eché un ojo. Había una vaga referencia a un
cheque. Él siguió habiéndome del cheque. Mientras hablaba me co gía por el brazo
y me salpicaba de saliva la cara. Me resultaba imposible seguir aguantando a
aquel ser pegajoso. Para cortar de una vez, le di una cápsula antes de que me
pidiera dos o tres. Al día siguiente apareció con dólar och enta. No dijo nada
del cheque. Y así continuó. Siempre venía con menos dinero del necesario, o sin
nada. Seguía hablando continuamente de que iba a recibir dinero de su tía, o de
su suegra, o de alguien. Estas historias las documentaba con cartas y
telegramas. Debía de ser tan falso como Gene Doolie. Otro cliente era Marvin,
camarero de un club nocturno del Village. Siempre estaba sin afeitar y sucio.
Sólo tenía una camisa, que lavaba cada semana o así y secaba en el radiador. El
toque final era que no tenía calcetines. Solía llevarle el material a su
habitación, una asquerosa habitación mal amueblada de una casa de ladrillo rojo
de la calle Jane. Pensé que era mejor llegarme hasta allí que verlo en cualquier
otro sitio. Hay gente alérgica a la droga. Una vez le di una cápsula a Marvin y
se la picó. Yo estaba mirando por la ventana -es una prueba espiritual observar
a alguien cuando se busca la vena- y cuando me volví observé que su cuentagotas
estaba lleno de sangre. Se había desmayado y la sangre salía por el cuentagotas.
Llamé a Nick, que sacó la aguja de la vena y envolvió a Marvin en una toalla
mojada. Se recuperó parcialmente y murmuró algo. -Parece que ya está bien
-dije-. Vamonos. Parecía un cadáver tendido en la cama sucia y revuelta y le
salía del brazo un reguero de sangre que le llegaba al codo. Cuando bajábamos
las escaleras, Nick me dijo que Marvin le había pedido mi dirección. -Óyeme -le
dije-, si se la das, ya puedes ir buscándote otro nuevo contacto. No quiero que
nadie se me muera en la habitación. -Por supuesto, no le daré tu dirección -dijo
Nick aparentemente dolido. -¿Y qué pasó con Doolie? -No sé cómo cono consiguió
la dirección. Te aseguro que yo no se la di.
SIETE
Entre estos miserables me ligué un par de buenos clientes. Un
día, me encontré con Bert, un tipo que conocía del bar Angle. Bert era
considerado un hombre muy fuerte. Tenía aspecto ágil, cara redonda y pinta
engañosa de jovenzuelo especializado en peleas y «llaves». Nunca había sabido
que usara otra cosa que yerba y me sorprendió que me preguntara si tenía algo
para picarse. Le dije que sí, que tenía heroína, y me compró diez cápsulas.
Descubrí que llevaba unos seis meses colgado. Por medio de Bert, conocí a otro
cliente. Se trataba de Louis, un tipo agradable, de buena complexión, delicadas
maneras y sedoso bigote negro. Parecía un retrato de 1890. Louis era un ladrón
bastante habilidoso y generalmente estaba muy bien montado. Cuando me pedía algo
a cuenta, lo que sucedía raramente, siempre me liquidaba al día siguiente. A
veces me traía un reloj, o un traje, en lugar de dinero, lo que me parecía bien.
Una vez me dio un reloj de cincuenta dólares por cinco cápsulas. Traficar con
droga supone una prueba constante para los nervios. Antes o después te vuelves
paranoico y todo el mundo te parece policía. La gente que te rodea en el metro
te mira como si te fueran a detener antes de tener la oportunidad de quitarte de
encima la droga . Doolie me veía todos los días, obsceno, chupón, insufrible.
Por lo general, traía nuevos boletines de la situación Nick-Rogers. No le
importaba que notara que se mantenía en estrecho contacto con Rogers. -Rogers es
astuto, pero poco hábil -me dijo Doolie-. Me contó además que no andaba detrás
de los putos yonquis. Los que le interesaban eran los tipos que hacen dinero con
la droga. «Cuando cojamos a Nick le utilizaremos de cebo -me dijo-. Ya me hizo
un trabajillo en cierta ocasión. Volverá a hacerme otro.» Chris siguió
comprándome a crédito, siempre hablando del dinero que iba a recibir, y esta vez
era totalmente seguro, dentro de unos días o unas horas. Nick parecía
desesperado. Supongo que no tenía dinero para comer. Parecía como si estuviera
en el estado terminal de alguna enfermedad devastadora. Cuando le llevaba algo a
Marvin , me las daba antes de que se picara. Sabía que antes o después una
inyección de droga le mataría y no quería estar delante cuando sucediera. Y
encima de todo eso, sólo conseguía ir tirando malamente. La constante sisa del
que me vendía, las deudas, y los clientes viniendo con veinticinco, cincuenta
centavos, e incluso un dólar de menos, además de mi propio hábito, no me
permitían más que sobrevivir. Cuando me quejé del que me vendía, Bill Gains
chasqueó los dedos y dijo que había que cortar el material aún más. -Estás
repartiendo las mejores cápsulas de todo Nueva York. Nadie vende material al
dieciséis por ciento en la calle. Si tus clientes se quejan, diles que vayan a
comprar a una botica -me dijo. Seguimos cambiando nuestras citas de una
cafetería a otra. Tenía unos seis clientes regulares y eso suponía bastante
movimiento. Así que nos seguíamos moviendo. El bar de Tony seguía produciéndonos
horror. Un día que llovía mucho me dirigía hacia el bar de Tony con una hora de
retraso más o menos. Ray, al que acostumbraba a ver al tiempo que a Tony, sacó
la cabeza por la puerta de un restaurante y me llamó. Nos sentamos en una mesa y
yo pedí té. -Hay un policía afuera. Lleva una gabardina blanca -me dijo Ray-. Me
siguió basta aquí desde el bar de Tony y me da miedo salir. La mesa era de tubo
de metal y Ray me mostró, guiando mi mano bajo la mesa, dónde había un extremo
abierto. Le vendí dos cápsulas. Las envolvió en una servilleta de papel y metió
el envoltorio en el tubo. -Quiero salir limpio por si me atrapan -dijo. Bebí mi
taza de té, le agradecí la información y salí delante de él. Tenía el material
metido en un paquete de pitillos y estaba preparado para tirarlo en los arroyos
de agua que corrían junto a la acera. Había un hombre corpulento de gabardina
blanca resguardado bajo la marquesina de la entrada. En cuanto me vio salir
empezó a caminar disimuladamente delante de mí. Entonces, dobló una esquina,
esperando mi paso para echárseme encima. Di la vuelta y corrí en dirección
opuesta. Cuando llegué a la Sexta Avenida lo tenía quince metros de mí. Entré en
el metro y dejé el paquete de cigarrillos con el material en la rendija detrás
de una máquina de chicle. Entonces cogí un tren que iba a Times Square. Bill
Gains estaba sentado en una de las mesas de la cafetería. Llevaba un abrigo
robado y tenía otro en el regazo. Parecía tranquilo y satisfecho. El viejo Bart
estaba allí. También estaba un taxista sin empleo llamado Kelly, que solía pasar
por la calle 42 y que a veces conseguía unos cuantos dólares vendiendo condones
o pidiendo cincuenta centavos a los oficinistas en el metro. Les hablé del
policía y el viejo Bert fue a buscar el material.
Bill Gains y yo nos dirigimos hacia su casa para chutarnos. -Voy a tener que
decirle a Bart que no puedo seguir atendiéndole. Gains vivía en una casa de
habitaciones barata de la zona Oeste. Abrió la puerta y dijo: -Espera aquí. Voy
a buscar mis herramientas. Como la mayor parte de los yonquis, guardaba sus
instrumentos y cápsulas en algún lugar fuera de su habitación. Volvió con los
instrumentos y nos picamos los dos. Gains era consciente de su invisibilidad y a
veces necesitaba materializarse para poder encontrar la carne suficiente donde
meter la aguja. Ahora había empezado a moverse por la habitación. Sacó un sobre
de un cajón. Me mostró una licencia de Annapolis «por el bien del servicio» y
una carta, vieja y sucia, de «mi amigo el capitán», una tarjeta de los Masones y
otra de los Caballeros de Colón. -Todo puede servir de ayuda -dijo señalando
estas credenciales. Se sentó durante unos cuantos minutos, silencioso y
reflexivo. Después sonrió-. Soy una víctima de las circunstancias - dijo. Se
sentó y guardó cuidadosamente sus documentos, añadiendo-: He recorrido ya todas
las casas de empeños de Nueva York. ¿Te importaría empeñarme estos abrigos?
Después de esto las cosas fueron de mal en peor. Un día, el conserje del hotel
me detuvo en el vestíbulo. -En realidad, no sé cómo decírselo -me. dijo-, pero
hay algo raro en la gente que sube a su habitación. Hace algunos años hice
algunos negocios ilegales. Quería simplemente avisarle de que tenga cuidado. Ya
sabe usted que todas las llamadas pasan por mi centralita. Esta mañana oí algo
que resultaba demasiado obvio. Si hubiera estado escuchando otra persona...
Tenga mucho cuidado y diga a sus amigos que cuando hablen por teléfono procuren
no decir esas cosas. La llamada a la que se refería era una de Doolie. Aquella
mañana me había llamado. -Quiero verte -aullaba-. Estoy enfermo. Necesito verte
inmediatamente. Tenía la sensación de que los federales se me estaban echando
encima. Se trataba de una cuestión de tiempo. No me fiaba de ninguno de mis
clientes del Village, y estaba convencido de que al menos uno era un asqueroso
soplón. Doolie era mi sospechoso número uno, con Nick siguiéndole muy de cerca,
y Chris en tercer lugar. Por supuesto que también estaba Marvin, que muy bien
podía seguir el camino más fácil para conseguirse un par de calcetines. Nick
también les vendía a algunas personas respetables del Village que tenían
trabajos fijos. Las personas de este tipo no son nada seguras debido a su
timidez. Tienen miedo de la policía y temen también perder sus trabajos. No se
les ocurre que no sea legal dar ocasionalmente información a la policía. Es
claro que nunca serán soplones declarados por miedo a verse «implicados», pero
cantan en cuanto la policía les presiona un poco
Los
agentes de la brigada de estupefacientes suelen trabajar con ayuda de
informadores. Lo más corriente es que detengan a alguien con droga encima y le
tengan detenido hasta que su período de carencia llega al punto álgido. Entonces
empieza el discurso. -Pueden caerte cinco años por posesión de droga. También
puedes salir ahora mismo. La decisión depende de ti. Si trabajas con nosotros
harás un buen negocio. Tendrás droga y dinero. Tienes unos cuantos minutos para
pensarlo. El policía saca unas cuantas cápsulas y las pone encima de la mesa.
Eso es algo semejante a poner un vaso de agua helada delante de un hombre que se
muere de sed. -¿Por qué no las coges? Ahora eres razonable. La primera persona a
quien queremos detener es... Hay algunos que ni siquiera necesitan ser
presionados. Droga y dinero es todo lo que quieren y no les preocupa cómo
conseguirlo. Finalmente, el nuevo soplón recibe unos cuantos billetes marcados y
es enviado a comprar. En cuanto el soplón hace una compra con ese dinero, los
policías, que se mantienen cerca, hacen la detención. Es fundamental que la
detención tenga lugar antes de que el traficante haya podido cambiar el dinero.
Los policías tienen el dinero marcado que consiguió la droga y la droga que
consiguió el dinero marcado. Si el caso es bastante importante, el soplón es
llamado a declarar. Por supuesto que una vez que apareció en el tribunal y
declara, el soplón es conocido y nadie querrá venderle. A menos que la policía
le mande a otra ciudad (algunos soplo nes especialmente hábiles hacen giras), su
carrera como informador se ha terminado. Antes o después, los traficantes
descubren a los soplones y no quieren venderles. Cuando sucede esto, su utilidad
para la policía se termina y entonces suelen ser detenidos. Por lo general, los
soplones terminan en la cárcel cumpliendo condenas superiores a las de
cualquiera de los que han denunciado. Cuando se trata de chicos jóvenes que no
pueden ser utilizados permanentemente como soplones, el procedimiento es
distinto. El policía puede jugar a ser comprensivo y dice algo así: -Me fastidia
tener que mandar a la cárcel a alguien tan joven. Estoy seguro de que ha sido un
mal momento. Eso le puede suceder a cualquiera, no te preocupes. Voy a darte una
oportunidad, pero tienes que cooperar con nosotros. En caso contrario, no podré
ayudarte. Podría encontrar ejemplos de cada una de las clases de informadores
que existen entre mis clientes. Después de que el conserje del hotel me hablara,
me cambié a otro hotel y me inscribí con otro nombre. Dejé de ir al Village y me
cité con todos los clientes en lugares que cambiaba continuamente.
Cuando le conté a Gains lo que el conserje me había dicho y la suerte que
había tenido de que fuera un tipo legal, me dijo: -Creo que vamos a tener que
largarnos. No podemos seguir atendiendo a nuestra clientela. Nos la estamos
jugando. -Bueno -dije-, pero nos están esperando ahora mismo. ¿Acudimos a la
cita? -Sí. Me voy a Lexington a curarme y necesito dinero para el autobús.
Quiero marcharme esta misma noche. En cuanto llegamos cerca del lugar donde nos
habíamos citado, Doolie se separó de los demás y corrió hacia nosotros a toda
velocidad. Calzaba sandalias o zapatillas. -Dame cuatro cápsulas por esto -me
dijo tendiéndome una chaqueta sport de dos tonos-. He estado detenido
veinticuatro horas. Doolie, enfermo, era algo terrible. La envoltura de su
personalidad había desaparecido, se había disuelto por sus células hambrientas
de droga. Vísceras y células, galvanizadas en una repugnante actividad de
insecto, parecían a punto de salir a la superficie. Su cara estaba borrosa. Era
realmente irreconocible. Gains le dio dos cápsulas a Doolie y cogió la chaqueta.
-Esta noche te daré otras dos -dijo-. Nos veremos aquí a las nueve en punto.
Izzy, que estaba cerca, silencioso, miraba a Doolie con desagrado. -i Santo
Dios! -dijo-. Sandalias. Los otros se movían alrededor extendiendo las manos
como una multitud de mendigos asiáticos. Ninguno de ellos tenía dinero. -No hay
crédito -dije y comenzamos a alejarnos calle abajo. Ellos nos seguían
lamentándose y suplicando, tirándonos de la manga. -Sólo una cápsula. Volví a
repetir que no y seguí caminando. Uno tras otro se fueron esfumando. Nos
dirigimos al metro y le dijimos a Izzy que nos largábamos. -Dios -dijo-, no me
extraña. ¡Sandalias! Izzy compró seis cápsulas y le dimos dos al viejo Bart, que
se largaba a Riker para realizar una cura de treinta días. Bill Gains examinaba
la chaqueta de sport con ojo experto. -Esto puede valer unos diez dólares fácil
-dijo-. Conozco a un sastre que me podrá coser esto -un bolsillo estaba algo
descosido-. ¿Dónde la habrá robado? -Dice que en Brooks Brothers, pero es de esa
clase de tipos que dicen que todo lo que roban procede de Brooks Brothers o de
Abercrombie & Fitch. -Lo siento -dijo Gains, sonriendo-. Mi au tobús sale a las
seis. No voy a poder darle las otras dos cápsulas prometidas. -No te preocupes
por eso. Nos debe él a nosotros. Creo que está haciendo doble juego. -¿Ah, sí?
Bueno, entonces me quedo más tranquilo.
OCHO
Bill Gains se fue a Lexington y yo salí hacia Texas en mi coche.
Llevaba 1/16 de onza de droga. Pensaba que con eso tendría bastante para ir
tirando mientras seguía un sistema de reducción de dosis. Suponía que esa
reducción progresiva iba a durar doce días. Tenía la droga disuelta y en otra
botella llevaba agua destilada. Cada vez que cogía un cuentagotas lleno para
picarme, ponía la misma cantidad de agua destilada en la botella de droga.
Terminaría inyectándome sólo agua. Este método todos los yonquis lo conocen
perfectamente. Una variante de tal método es conocida como la cura china, que se
realiza con opio y Tó nico Wampole. A las pocas semanas uno se encuentra
bebiendo Tónico Wampole. Cuatro días después, en Cincinnati, estaba sin droga e
inmovilizado. Yo nunca he conocido a nadie a quien le haya funcionado una de
esas curas de reducción. Siempre se encuentran razones para hacer de cada
pinchazo una excepción que exige un poco más de droga. Finalmente, la droga se
ha ido y uno sigue con su hábito encima. Dejé el coche en un garaje y cogí el
tren hacia Lexington. Carecía de los papeles necesarios para ser admitido, pero
con mi licencia del Ejército fui aceptado. Cuando llegué a Lexington tomé un
taxi para que me llevara al hospital que se en cuentra a unas cuantas millas de
la ciudad. Llegamos al Hospital y a la entrada un viejo vigilante irlandés, tras
mirar mi licencia, dijo: -¿Es usted adicto a las drogas que forman hábito? Dije
que sí. -Bien, siéntese -señaló un banco. Telefoneó al edificio principal. -No,
no tiene documentación, tiene una licencia del Ejército. -Sin soltar el
teléfono, me preguntó-: ¿Ha estado aquí ya? Dije que no. -Dice que no ha estado
aquí antes -el vigilante colgó-. Dentro de unos minutos vendrá un coche a
buscarle. ¿Lleva usted drogas, agujas o jeringas encima? Puede dejar todo eso
aquí, pero si lo lleva hasta el edificio principal pueden acusarle de introducir
artículos de contrabando en un edificio del Gobierno. -No llevo nada de eso
encima -dije. Tras una corta espera, llegó un coche que me condujo hasta el
edificio principal. Una pesada puerta de barrotes de metal se abrió
automáticamente para permitir que el coche entrara, cerrándose inmediatamente
después. Un guardia bastante educado escuchó la historia de mi adicción. -Ha
hecho bien dirigiéndose a nosotros. Tenemos aquí ahora a un hombre que ha pasado
las Navidades de los últimos veinticinco años en cerrado en algún sitio.
Puse mi ropa en una cesta y tomé una ducha. El paso siguiente era un examen
médico. Tuve que esperar unos quince minutos por el médico. El médico se
disculpó por haberme hecho esperar, me examinó físicamente y escuchó mi
historia. Sus gestos eran educados y eficientes. Escu chó la historia de mi
adicción interrumpiéndome con algún comentario ocasional o alguna pregunta.
Cuando le dije que solía comprar la droga en cuartos de onza, sonrió y dijo: -Y
vendía algo para poder alimentar el hábito, ¿verdad? Por fin se repantigó en su
butaca y dijo: -Como usted debe de saber, puede abandonar este lugar con sólo
avisarnos veinticuatro horas antes. Hay personas que nos dejan a los diez días y
no vuelven jamás. Otras personas están seis meses con nosotros y vuelven a los
dos días de salir. Pero, estadísticamente hablando, cuanto más tiempo permanezca
aquí, mayores probabilidades tiene de no volver nunca más. Nuestro sistema es
más o menos impersonal. La cura dura unos ocho o diez días, según la intensidad
de la adicción. Ahora tiene que ponerse esa bata. Señaló unos pijamas y
zapatillas que estaban allí cerca. El médico habló rápidamente por un dictáfono.
Hizo una breve relación de mis condiciones físicas y de mi adicción. -El
paciente parece tranquilo y fundamenta los motivos de su deseo de cura en
razones familiares -dijo finalmente. Un guardia me llevó a mi sala. -Si quiere
mantenerse lejos de las drogas, ha elegido el lugar preciso -dijo. El vigilante
de la sala me preguntó si realmente quería dejar las drogas. Le dije que sí. Me
asignó una habitación privada. Unos quince minutos después el vigilante anunció:
-¡La hora del pinchazo! Todos los de la sala nos alineamos. Cuando decían
nuestro nombre pasábamos el brazo a través de la ventanilla que había en la
puerta del dispensario de la sala y el vigilante nos pinchaba. Enfermo como yo
estaba, el fije me dejó en perfecto estado. Poco después empecé a sentir hambre.
Me dirigí hacia el centro de la sala, donde había bancos, butacas y una radio, y
entablé conversación con un joven italiano con pinta de asesino. Me preguntó si
había estado allí antes. Le dije que no. -Debías de estar con los «Bien
dispuestos» -dijo-. Allí la cura es más larga y las habitaciones mejores.
Los «Bien dispuestos» eran los que estaban en Lexington por primera vez y se
les consideraba especialmente bien dispuestos para curarse de un modo
permanente. Evidentemente, el médico de la recepción no se había creído
demasiado mis buenos propósitos. Se acercaron otros y se unieron a nuestra
conversación. El pinchazo les había hecho sociables. Primero llegó un negro de
Ohio. -¿Cuánto tiempo te han echado encima? -le preguntó el italiano. -Tres años
-dijo el negro. Le habían cazado por falsificador y vender recetas. Empezó a
contar una historia acerca de una condena que había cumplido en Ohio. -Es un
lugar jodido. Está lleno de hijoputas. Cuando le das tu material al policía,
suele acercarse otro que dice: «Dámelo a mí.» Si no se lo das, te pega en toda
la jeta. Después te pegan todos al tiempo. No vas a darles a todos. Un jugador
de ventaja y traficante de San Luis estaba describiendo un método para eliminar
el ácido carbónico de un preparado de fenol, tintura de opio y aceite de oliva.
-Le dije al matasanos que mi madre era vieja y que utilizaba el preparado para
el pelo. Una vez que has filtrado el aceite de oliva, pones el material en una
cuchara que calientas a la llama del gas. De ese modo el fenol se quema. La
operación viene a durar unas veinticuatro horas. Un tipo de unos cuarenta años,
de complexión fuerte y cabello gris, contaba cómo su novia le había pasado
material dentro de una naranja: -Estábamos en la prisión del condado. Nos
cagábamos sin parar. De pronto, noté que la naranja sabía demasiado amarga. Por
lo menos contenía quince o veinte granos inyectados con una jeringa. No sabía
que la chica fuera tan lista. -El guardián me dijo: «¡Drogadicto! ¿Qué cojones
quieres decir con que eres drogadicto, so hijoputa? Aquí no tenemos más medicina
que el jarabe de palo.» -Aceite de oliva y tintura. El aceite flota por arriba y
puedes quitarlo con un cuentagotas. Luego calientas lo que queda hasta que
parece alquitrán. -Entonces me encontré con Philly, que estaba totalmente
jodido. -Bueno, entonces el matasanos dice: «De acuerdo, ¿cuánta cantidad suele
usar usted?» -¿Que nunca usasteis láudano? Si hay miles de tíos que se pasan con
eso... -Lo calientas y después te lo picas. -Dando cabezadas. -Cargado. -Eso era
en el año treinta y tres. Veintiocho dólares la onza. -Solíamos hacer una pipa
con una botella y un tubo de goma. -Lo calientas y después te lo picas.
-Dando cabezadas. -¡Claro que puedes picarte cocaína! Te pega directamente en el
estómago... -Hay coca. Lo hueles al entrar. Eran como seres hambrientos que sólo
hablan de comida. Al cabo de un rato los efectos del pinchazo empezaron a ceder.
La conversación languideció. La gente empezó a separarse. Unos se tumbaron en
sus camas, otros leían, otros jugaban a las cartas. La comida se servía en la
sala y era excelente. Nos pinchaban tres veces al día. Una a las siete de la
mañana, cuando nos levantábamos, otra a la una de la tarde y otra a las nueve de
la noche. Durante la tarde habían llegado dos nuevos conocidos: Matty y Louis.
Corrí hacia Louis cuando estábamos alineados para el pinchazo de la noche. -¿Te
han echado el guante? -me preguntó. -No. He venido a descolgarme. ¿Y tú? -Lo
mismo -respondió. Con el pinchazo de la noche me dieron hidrato de cloral en un
vaso. Cinco nuevos llegaron durante la noche. El vigilante estaba nervioso: -No
sé dónde voy a meterlos. Ya tengo treinta y un drogadictos aquí. Entre los
recién llegados estaba un hombre de cabello blanco llamado Bob Riordan. Tenía
setenta años y era un antiguo traficante y carterista. Parecía un banquero de
1910. Había llegado con dos amigos en un coche. Camino de Lexington habían
llamado al jefe de Sanidad, en Washington, y le rogaron que telefoneara al
hospital para anunciar su llegada. Llamaban Félix al jefe de Sanidad y parecían
conocerle mucho. Pero el único que llegó aquella misma noche fue Riordan. Los
otros dos se dirigieron a un pueblo próximo a Lexington donde conocían a un
médico que podía fijarles antes de que quedaran inmovilizados por falta de
droga. Llegaron hacia el mediodía del día siguiente. Sol Bloom era un tipo gordo
con cara de judío. Apestaba a estafador. Con él llegaba un tipo delgado que se
llamaba Bunky. Bunky podía haber sido un viejo granjero, a no ser por sus ojos
grises, serenos y fríos detrás de sus gafas. Estos eran los dos amigos de
Riordan. Todos ellos habían cumplido varias condenas, por lo general por
tráfico. Eran afables, pero mantenían cierta reserva. Contaban que querían dejar
la droga porque los agentes federales los tenían muy fichados. Como decía Sol:
-Demonio, me gusta la droga y quiero tener una habitación llena de ella. Pero si
no puedo usarla sin que la policía me siga los pasos sin cesar, prefiero dejar
de picarme. Siguió hablando de algunos antiguos amigos suyos que habían empezado
a picarse con él y ahora eran hombres respetables. -Sí, ahora cogen y dicen que
no tienen nada que ver con Sol. Es un drogado, dicen. No creo que esperaran que
nadie se tragara que querían dejar la droga. Sólo se trataba de un modo de decir
que estaban aquí y que las razones por las que estaban no le importaban a nadie.
Otro recién llegado fue Abe Green, un judío cojo de nariz muy larga. Casi
parecía el doble de Jimmy Durante. Sus ojos eran azul pálido, parecían los de un
pájaro. Incluso sin droga irradiaba una fiera vitalidad. En su primera noche en
la sala se encontró tan mal que hasta acudió un médico para atenderle y tuvo que
darle medio grano de morfina extra. A los pocos días ya estaba saltando por la
sala, hablando y jugando a las cartas. Green era un traficante conocido de
Brooklyn, uno de los pocos traficantes independientes. La mayor parte de los
traficantes tienen que trabajar para el sindicato o dejar de hacerlo, pero Green
tenía tantos contactos que podía seguir en el negocio por su cuenta. Estaba en
libertad bajo fianza, pero esperaba salir libre basándose en que le habían
detenido de modo ilegal. -El agente me despertó en plena noche y empezó a
pegarme en la cabeza con su pistola. Quería que le dijera quién era mi contacto.
Le dije: «Tengo cincuenta y cuatro años y nunca he vendido a nadie. Antes de
hacerlo, prefiero morirme.» Hablando de una vez que le detuvieron en Atlanta y
tuvo que quitarse el mono a pavo frío, contaba: -Durante catorce días me
golpeaba la cabeza contra la pared y la sangre me salía por ojos y nariz. Cuando
llegó el guardia le escupí en la cara. -Contado por él, este tipo de relatos
tenía cierta calidad épica. Benny era otro tipo judío de Nueva York. Ya había
estado en Lexington otras once veces y en esta ocasión su estancia se debía a
que le habían aplicado la siguiente ley de Kentucky: «Cualquier persona que use
narcóticos puede ser condenada a un año de cárcel, con la alternativa de seguir
una cura en Lexington.» Era un judío pequeño, bajo y gordo, de cara redonda.
Jamás hubiera sospechado de él que fuera yonqui. Tenía una voz bastante
agradable y cantaba con fuerza; su número mejor era Lluvias de abril. Un día
Benny entró en la sala de reunión muy excitado. -Moishe acaba de registrarse
-dijo-. Es un mendigo y un maricón. Una auténtica desgracia para la raza judía.
-Pero, Benny -dijo alguien -, tiene mujer e hijos. -No importa, aunque tenga
diez hijos -dijo Benny-, sigue siendo un gran maricón. Moishe apareció una hora
después. Obviamente, era afeminado. Tenía unos sesenta años, la piel rosa y el
pelo blanco. Matty siempre andaba por la sala, hablando con todo el mundo,
haciendo preguntas directas, describiendo sus síntomas de carencia con todo
detalle. Nunca se quejaba. Creo que era incapaz de sentir autocompasión. Bob
Riordan le preguntó por qué le habían atrapado y Matty replicó: -Sólo soy un
ladrón cojo y estúpido. Contó una historia sobre un borracho dormido en el banco
de un andén del metro: -Sabía que tenía un montón de pasta en el bolsillo, pero
cada vez que me llegaba a tres metros de él, se despertaba y me decía: «¿Qué
quiere usted?» Era fácil imaginar cómo podían despertar a cualquiera las
emanaciones de Matty. -Entonces me largué y encontré a un tío al que conocía. Se
sentó junto al borracho y a los veinte segundos le había dejado limpio. Cortó el
bolsillo con una navaja. -¿Por qué no le empujaste contra la pared y le quitaste
el dinero? -dijo Riordan con su habitual tono amable. Matty tenía un aguante
ilimitado y no parecía en absoluto un drogadicto. Si en una botica se negaban a
venderle una aguja, era capaz de decir: -¿Por qué no quieren vendérmela? ¿Es que
parezco un drogadicto? La cura en Lexington no está destinada a que los adictos
se sientan cómodos. Empieza con un cuarto de grano de M tres veces al día y dura
ocho días -la preparación usada ahora es una morfina sintética llamada dolofina.
A los ocho días se recibe un pinchazo de despedida y te mandan a otra zona donde
te dan barbitúricos durante tres noches, y eso es el final de la medicación.
Para un hombre con un hábito muy fuerte, es un sistema demasiado rudo. Yo tuve
suerte de haber llegado en carencia, porque de ese modo la cantidad que me
dieron me resultó suficiente. Cuanto más tiempo se lleve sin droga, menor
cantidad se necesita para fijarse. Cuando me llegó el momento de recibir el
último fije, fui enviado a la Sala B, que llamaban «el barrio chino». No tenía
nada que oponer a las comodidades del lugar, pero los internos eran bastante
desagradables. En mi sección había un grupo de viejos vagabundos con la saliva
saliéndoles por la boca. Una vez que la medicación cesa, uno puede permanecer
sin hacer nada durante siete días. Después es preciso elegir un trabajo.
Lexington tiene una granja y una vaquería. Hay una planta conservadora para
enlatar la fruta y los vegetales cultivados en la granja. Los internos llevan un
laboratorio dental donde hacen dientes postizos. También hay un servicio de
reparación de radios y una biblioteca. Trabajan como porteros, cocinan y sirven
la comida, y también trabajan de ayudantes de los vigilantes. Hay, pues, una
gran variedad de trabajos donde elegir. Yo no iba a estar el tiempo suficiente
como para trabajar. En cuanto dejaron de picarme empecé a encontrarme mal.
Incluso con sedantes no conseguí dormir aquella noche. Al día siguiente la cosa
fue peor. Era incapaz de tragar nada y para moverme tenía que hacer grandes
esfuerzos. La dolofina evita el malestar, pero cuando la medicación cesa, uno
empieza a sentirse mal. Cuando la medicación nocturna se detuvo, decidí
despedirme. Una fría tarde, cinco de nosotros cogimos un taxi en Lexington. -Lo
primero que hay que hacer es largarse de Lexington -me dijeron mis compañeros-.
Vete directamente a la estación de autobuses y espera hasta que salga el
primero. En caso contrario, pueden detenerte. En efecto, podían aplicarme la
misma ley que a Benny. Se trata de una ley destinada, entre otras cosas, a
proteger a los boticarios y médicos de Kentucky de las molestias que les
causarían los adictos camino hacia o desde, la granja para drogadictos de
Lexington. También está destinada a evitar que los adictos se instalen en la
ciudad de Lexington. En Cincinnati, tras entrar en varias boticas, conseguí unos
cuantos frascos de una onza de elixir paregórico. Dos onzas de paregórico pueden
fijar a un adicto cuando su hábito es reducido, como el mío en aquella época. Me
bebí tres onzas de paregórico, seguidas de un poquito de agua tibia. A los diez
minutos noté la acción de la droga, y cómo desaparecía el malestar. Sentí hambre
inmediatamente y salí del hotel a comer algo.
NUEVE
Al
final fui a Texas y estuve unos cuatro meses sin tocar la droga. Luego me fui a
Nueva Orleans. Nueva Orleans ofrece una serie de ruinas estratificadas. Ruinas
de los años veinte en Bourbon Street. De allí se pasa a otras ruinas de mayor
antigüedad, en la conjunción del barrio francés con el barrio chino, un estrato
anterior: puestos de chile, hoteles arruinados, salones de otros tiempos con
barras de caoba, escupideras y candelabros de cristal. Ruinas del 1900. En Nueva
Orleans hay gente que no ha salido de los límites de la ciudad. El acento de
Nueva Orleans es terriblemente parecido al de Brooklyn. El barrio francés
siempre está lleno de gente. Turistas, soldados, marineros, jugadores,
degenerados, vagos y maleantes de todos los estados de la Unión. La gente
vagabundea, sin conocer a nadie, sin nada que hacer, y la mayoría tiene aspecto
hosco y hostil. Es un sitio donde uno puede pasarlo bien de verdad. Hasta los
delincuentes vienen aquí para sentirse tranquilos y en calma. Pero una
estructura compleja de tensiones, semejantes a los laberintos eléctricos
empleados por los psicólogos para desequilibrar el sistema nervioso de los
ratones blancos y las cobayas de laboratorio, mantiene a los infelices
buscadores de placeres en un estado de alerta indeclinable. En primer lugar,
Nueva Orleans es extraordinariamente ruidosa. Los automovilistas se guían sobre
todo mediante el uso de los claxons, como los murciélagos. Los residentes son
antipáticos. Los transeúntes resultan un conglomerado sin cohesión interna, de
manera que nunca puede saberse qué comportamiento se puede esperar de ninguno.
Nueva Orleans me resultaba una ciudad ex traña y no había forma de conseguir un
contacto para la droga. Descubrí varias zonas de yonquis paseando por la ciudad:
St. Charles y Poydras, el área alrededor y sobre Lee Circle. Canal y Exchange
Place. Las zonas de droga no se reconocen por su aspecto, sino por cómo se
sienten, por un proceso semejante al del zahori que busca y descubre agua
subterránea. Va uno paseando y de pronto la droga contenida en las células se
mueve y se retuerce como la horquilla del zahori: «¡Aquí hay droga!» No vi a
nadie a quien dirigirme, y además quería seguir limpio, o por lo menos creía que
quería seguir limpio. Una noche estaba yo en el bar de Frank, junto a Exchange
Place, tomando un cuba libre. Era un sitio equívoco: marineros y estibadores,
maricas, tahúres del garito de poker nocturno de al lado, y algunos otros
personajes inclasificables. Al lado mío había un hombre de mediana edad, de cara
delgada y larga y pelo gris. Le pregunté si quería tomar una cerveza conmigo.
-Me gustaría -dijo-, pero desgraciadamente... desgraciadamente no estoy en
situación de poder corresponderle. Estaba claro que se trataba de un hombre que
hacía algún trabajo manual para vivir, autodidacta y un pelmazo absoluto como te
clasifique en la categoría de «hombre instruido». Pedí dos cervezas y empezó a
contarme que él estaba acostumbrado a corresponder a las invitaciones. En cuanto
nos dieron las cervezas, dijo: -¿Nos vamos a una mesa tranquila para poder
discutir de cosas importantes sobre el mundo y el sentido de la vida sin que nos
molesten? Nos llevamos los vasos a una mesa. Yo estaba ya preparando una excusa
para irme. De repente, el hombre dijo: -Por ejemplo, sé que está usted
interesado en cuestiones de estupefacientes. -¿Cómo puede usted saber eso? -le
pregunté. -Lo sé -dijo, con una sonrisa-. Sé que está usted aquí para investigar
sobre el tema. Yo he trabajado mucho en el asunto. He ido al FBI de aquí al
menos cincuenta veces a decirle lo que sé. Estoy seguro de que usted conoce
perfectamente los estrechos lazos entre el comunismo y los estupefacientes. El
año pasado estuve embarcado en la C&A. Es una compañía controlada por los
comunistas. El primer maquinista era uno, seguro. Me di cuenta inmediatamente.
Fumaba en pipa y la encendía con un encendedor de cigarrillos. En realidad usaba
el encendedor para hacer señales. -Me demostró prácticamente cómo hacía el
maquinista para encender su pipa con un mechero de cigarrillos y cómo tapaba y
destapaba la luz para hacer señales-. Era muy astuto, desde luego. -¿Y a quién
le hacía las señales? -le pregunté. -No lo sé con exactitud. Durante un tiempo
fuimos seguidos por un avión. Cada vez que salía a encender la pipa se oía el
motor. Voy a contarle una cosa que le ahorrará mucho tiempo. El sitio donde
puede encontrar la información que usted busca es el hotel Frontier. Es de la
misma gente que controla el Standish de Filadelfia. Todos andan metidos en
drogas y todos están conectados con los comunistas. -¿No es peligroso para usted
contar todas estas cosas? No sabe quién soy. Suponga que yo estuviera de la otra
parte. -Sé con quién hablo -dijo-. Si no lo supiera no estaría aquí. Estaría
muerto. Entre tanta gente como hay en este bar le he elegido a usted, ¿no es
cierto? -Sí, pero ¿por qué? -Hay algo que me dice lo que tengo que hacer -me
enseñó una medalla con un santo que llevaba colgada al cuello -. Si no llevase
esto me hubiera encontrado con un cuchillo o una bala hace ya tiempo. -¿Y
por qué se interesa usted por las drogas? -Porque no me gusta lo que hacen con
la gente. Tuve un compañero en un barco que las usaba. -Cuénteme -le dije- cuál
es exactamente la conexión entre los estupefacientes y el comunismo. -Eso lo
sabe usted mejor que yo. La gente que anda metida en drogas y los comunistas son
los mismos de siempre. En estos momentos controlan la mayor parte de los Estados
Unidos de América. Soy un hombre de mar. Llevo veinte años navegando. ¿Quiénes
consiguen los trabajos buenos en el sindicato? ¿Blancos norteamericanos como
usted y como yo? No. Italianos, hispanos y negros. ¿Y por qué? Porque el
sindicato controla los fletes y los comunistas controlan el sindicato. Estaré
por aquí, si me necesita -dijo mientras yo me levantaba para irme. En el barrio
francés hay unos cuantos bares de maricas que por las noches están tan
atiborrados que las locas desbordan por las aceras. Un local lleno de maricones
es algo que me horroriza. Bailan de un lado para otro como marionetas que
colgasen de cuerdas invisibles, en una galvánica actividad postiza que es la
negación de lo vivo y lo espontáneo. El ser humano vivo ha abandonado sus
cuerpos desde hace eternidades. Pero algo penetró en ellos cuando los abandonó
el inquilino originario. Los maricones son muñecos de ventrílocuo. El maniquí se
sienta en un bar de locas con su cerveza en la mano y parlotea incansablemente
moviendo únicamente la boca en medio de una cara rígida, de muñeco. De vez en
cuando pueden encontrarse personalidades intactas en esos bares, pero los que
imponen su estilo son los maricones, y entrar en uno siempre acaba por
deprimirme. La depresión se acumula. Después de estar una semana en una ciudad
nueva estoy hasta arriba de tugurios de ésos, y tengo que cambiar a otro tipo de
bares, generalmente me voy a uno de o cerca del Barrio Chino. Pero vuelvo por
allí de vez en cuando. Una noche me había lobotomizado, de tan borracho, en
Frank's y me fui a un bar de maricas. Sin duda seguí bebiendo en el sitio aquel,
porque hubo un lapso de tiempo que no recuerdo bien. Estaba amaneciendo en el
exterior cuando se produjo uno de esos extraños momentos de silencio en el
local. El silencio es algo extraordinariamente raro en un bar de maricas.
Imagino que la mayoría de ellos se habrían ido. Yo estaba apoyado contra la
barra con una cerveza que no quería delante de mí. El ruido se disipó como el
humo y vi a un chico pelirrojo que me miraba descaradamente, como a un metro de
distancia. No parecía muy maricón, y le dije: -¿Cómo van las cosas? -o algo
parecido. -¿Te vienes a la cama conmigo? -me dijo. Y yo le dije: -Bien, vamos.
Al irnos agarró mi botella de cerveza y se la metió bajo el abrigo. Fuera ya
había amanecido, el sol empezaba a subir. Fuimos dando tumbos por todo el barrio
francés, pasándonos la botella de cerveza. El dirigía la marcha hacia su hotel,
según dijo. Sentía cómo se anudaba mi estómago como si estuviera a punto de
meterme un picotazo después de mucho tiempo sin droga. Debería tener más
cuidado, desde luego, pero nunca he podido mezclar vigilancia y sexo. Durante
todo este rato el chico hablaba en tono sensual con una voz sureña que no era
una voz de Nueva Orleans, y a la luz del día seguía teniendo buena pinta.
Llegamos a un hotel y me colocó el rollo de siempre de que tenía que entrar
primero él solo. Saqué unos cuantos billetes del bolsillo. Los miró y dijo:
-Vale con diez dólares. Se los di. Entró en el hotel y salió inmediatamente. -No
hay habitaciones. Miraremos a ver en el Savoy. El Savoy estaba justo en la acera
de enfrente. -Espera aquí -dijo. Esperé como una hora hasta que me di cuenta de
qué era lo que había fallado en el primer hotel: no tenía puerta trasera ni
lateral para poder escapar. Volví a mi apartamento y cogí la pistola. Estuve
esperando cerca del Savoy y busqué al muchacho por todo el barrio francés. A
mediodía tuve hambre y me comí un plato de ostras con una cerveza y, de repente,
me sentí tan cansado que al salir del restaurante se me doblaban las piernas
como si alguien me estuviera golpean do detrás de las corvas. Tomé un taxi y
volví a casa y me dejé caer en la cama sin quitarme ni los zapatos. Desperté
sobre las seis de la tarde y me fui al Frank's. Después de tres cervezas me
sentí mejor. Junto a la máquina de discos había un individuo con el que crucé la
mirada unas cuantas veces. Me miraba con un algo especial, como un homosexual
mira a otro, reconociéndose. Parecía una de esas cabezas de terracota en las que
se plantan yerbas. Una cara de campesino, con intuición, estupidez, maldad y
picardía de campesino. El aparato de música estaba apagado. Me acerqué a él y le
pregunté si algo no iba bien . Me dijo que no lo sabía. Le invité a tomar una
copa. Pidió un chocolate y me dijo que se llamaba Pat. Yo le dije que había
llegado hacía poco de la frontera mexicana. -Me gustaría ir por allí abajo.
Pasar algo de material de México -dijo. -La frontera es poco segura -dije.
-Espero que no le parezca a usted mal -empezó- si le digo que parece que usted
también le pega al caballo. -Claro que le pego. -¿Quiere conseguir algo?
-preguntó-. Yo tengo que ir dentro de unos minutos. Tengo que agenciarme la
pasta. Si me paga un fije, puedo conseguirle algo a usted. -Bien -dije.
Fuimos andando hasta pasar la esquina del sindicato de marinos. -Espere aquí un
minuto -dijo, y entró en un bar. Yo estaba casi seguro de ver volar mis cuatro
dólares, pero a los pocos minutos había vuelto: -Bueno -dijo-. Ya lo tengo. Le
pedí que viniera conmigo a mi apartamento S para darnos un toque. Fuimos a mi
habitación y; saqué el instrumental, que no había usado desde hacía cinco meses.
-Si no está colgado es mejor que ande con tiento con este material -me previno-.
Es muy fuerte. Metí como unos dos tercios de cápsula. -Sobra la mitad -me dijo-.
De verdad que es muy fuerte. -Así está bien -dije yo. Pero en cuanto saqué la
aguja de la vena supe que no estaba bien. Noté un golpe suave en el corazón. La
cara de Pat comenzó a ponerse negra por los bordes, y el negro se extendía hasta
cubrirle todo el rostro. Sentí que los ojos se me daban vuelta en las órbitas.
Recobré el conocimiento varias horas más tarde. Pat se había ido. Estaba tumbado
en la cama, con el cuello desabrochado. Me puse de pie y caí de rodillas. Me
sentía mareado, me dolía la cabeza. Del bolsillo interior me faltaban diez
dólares. Supongo que debió pensar que ya no los necesitaría. A los pocos días me
encontré a Pat de nuevo en el mismo bar. -¡Dios bendito! -dijo-. ¡Creí que se
habría muerto! Le aflojé el cuello y le froté la nuca con hielo y se puso
completamente azul y pensé: «¡Dios bendito, este hombre se muere!, ¡ tengo que
largarme de aquí!» Una semana después ya estaba colgado. Pregunté a Pat qué
posibilidades había de vender en Nueva Orleans. -Esto está lleno de soplones -me
dijo-. Realmente difícil. De modo que me dejé ir, comprando por medie de Pat.
Dejé de beber, dejé de salir por las noches, me vi metido en un esquema
rutinario: una cápsula de droga tres veces al día y el tiempo entre una y otra,
a llenarlo de cualquier manera. En general me pasaba el día pintando o haciendo
trabajillos caseros. El trabajo manual hace pasar las horas de prisa. Claro que,
desde luego, algunas veces me llevaba horas conseguir material. La primera vez
que había estado en Nueva Orleans, el mayor traficante -el «Hombre», como dicen
allí- era un tipo llamado el Amarillo. El nombre le venía de su piel
amarillenta, de enfermo del hígado. Era un individuo pequeño y delgado, que
arrastraba una cojera. Operaba en un bar cerca del edificio del sindicato de
marinos y de vez en cuando se atizaba una cerveza para justificar la cantidad de
horas que se pasaba allí sen tado. Estaba en libertad bajo fianza, y cuando se
juzgó el asunto, le cayeron dos años. Siguió un período de confusión durante el
que era difícil encontrar algo. Alguna vez me pasé hasta seis y siete horas
dando vueltas en coche con Pat, esperando y buscando a gentes diversas que a lo
mejor tenían. Por fin Pat dio con un buen contacto, a un dólar cincuenta la
cápsula, compra mínima de veinte. El contacto era Joe Brandon, uno de los pocos
vendedores que he conocido en mi vida que no usase también el material. Pat y yo
empezamos a vender en pequeña escala, lo justo para mantenernos. Nos ocupábamos
únicamente de gente que Pat conocía bien y de la que estaba seguro. Nuestro
mejor cliente era Dupré. Trabajaba en un garito de juego y siempre tenía dinero.
Pero era un drogado insaciable y no podía evitar que se le fuera la mano a la
caja más de la cuenta. Acabó por perder el trabajo. Don, un viejo amigo del
barrio de Pat, trabajaba en el centro.
Era
inspector de algo, pero se pasaba la vida de baja por enfermedad. Nunca tenía
dinero para más de una cápsula, y casi todo lo que tenía se lo daba su hermana.
Pat me dijo que Don tenía cáncer. -Bueno -dije-, me imagino que se morirá
pronto. Y se murió. Se metió en la cama, se pasó una semana vomitando, y se
murió. Willy el Sifones tenía un camión de gaseosas que repartía por una ruta
fija. El negocio le daba para dos cápsulas al día, pero no era un vendedor de
gaseosas muy decidido. Correspondía al tipo que se puede denominar inofensivo;
era delgado, pelirrijo, de carácter suave. -Es un tímido -decía Pat-. Tímido y
estúpido. Otro cliente ocasional era Lonny el Chulo, que había sido educado en
la casa de putas de su madre. Lonny intentaba espaciar sus pinchazos para no
adicionarse. Siempre andaba lamentándose de que no le quedaba nada limpio, que
tenía que apartar tanto y cuanto para cuartos de hotel, que la ley andaba pegada
a sus talones. -¿Tú me entiendes? -decía-. No hay porcentaje. Lonny era un
rufián puro. Flaco y nervioso. No podía permanecer sentado, no podía tener la
boca cerrada. Mientras hablaba movía sus manos finas y cubiertas de pelos largos
y negros, grasientos. Pero no dudaba un instante en pedirnos una cápsula de dos
dólares fiada. Una vez que se había picado, y mientras se bajaba la manga de una
de aquellas camisas de seda a rayas y se ponía los gemelos, decía: -Oíd,
muchachos, ando un poco mal. No os importará ponerme ésta en la cuenta, ¿verdad?
Ya sabéis que soy de fiar. Pat le miraba con sus ojillos llenos de sangre. Una
desabrida mirada de campesino. -Por Dios te lo pido, Lonny, nosotros tenemos que
pagar el material. ¿Qué dirías tú si la gente viniera, se zumbara a tus chicas y
luego quisieran dejarlo a deber? -Pat meneaba la cabeza-. Eres como todos. Lo
único que os importa es metéroslo por la vena. Uno tiene un sitio tran quilo a
donde se puede venir y chutarse, y ¿qué le dan a cambio de dejarles? En cuanto
se lo han metido, todo les importa un rábano. -Hombre, Pat, tampoco quiero que
te fastidies. Toma un dólar ahora y esta tarde traigo el resto, ¿de acuerdo? Pat
tomaba el dólar y se lo metía en el bolsillo sin decir palabra. Fruncía los
labios con desaprobación. Willy el Sifones se dejaba caer sobre las diez, en
medio del reparto, se atizaba una cápsula y compraba otra para la noche. Dupré
aparecía sobre las doce, al salir del trabajo. Estaba en el turno de noche. Los
otros venían cuando se sentían con ganas. Bob Brandon, nuestro contacto, estaba
bajo fianza. Tenía un juicio en el Tribunal del Estado por posesión de droga,
que es delito según las leyes de Louisiana. La acusación se basaba en huellas,
esto es, se había deshecho de la mierda antes de que la bofia pusiese su cuarto
patas arriba. Pero no lavó la jarra en la que guardaba la mierda. Los federales
no hubieran aceptado una acusación basada sólo en «huellas», y se hizo a nivel
de Estado. Esto, en Louisiana, es un procedimiento habitual. Cualquier caso
demasiado endeble para un Tribunal Federal pasa a los del Estado, que están
dispuestos a cualquier cosa. Brandon confiaba en ganar el juicio. Tenía buenas
relacio nes en la maquinaria política y, en cualquier caso, el Estado tenía unas
pruebas muy débiles. Pero el fiscal hizo aparecer los antecedentes de Brandon,
que incluían una condena por homicidio, y le cayeron de dos a cinco añ os. Pat
encontró en seguida otro contacto y seguimos vendiendo. Un trafica llamado
Yonkers empezó a vender en la esquina de Exchange y Canal. Pat perdió unos
cuantos clientes que se pasaron a Yonkers. La verdad es que el material de
Yonkers era mejor y algunas veces yo mismo le compraba a él, o a su socio, un
viejo personaje tuerto llamado Richter. Pat siempre se daba cuenta de algún modo
-era intuitivo como una madre posesiva- y se pasaba dos o tres días cabreado.
Yonkers y Richter no duraron mucho. Canal y Exchange es uno de los sitios menos
seguros de Nueva Orleans en cuestión de drogas. Un día desaparecieron, y Pat
dijo: -Ya verás como ahora muchos de esos tíos vuelven por aquí. Le dije a Lonny
que si quería comprarle a Yonkers que lo hiciera, pero que no volviese a mí
después creyendo que le daría. Ya verás lo que le digo cuando vuelva -y Pat me
dirigió una mirada torva. Un día la encargada del hotel de Pat me paró en el
hall y me dijo: -Tenga usted mucho cuidado. La policía estuvo aquí ayer y
registraron la habitación de Pat de arriba abajo. Y se llevaron detenido al
chico del camión de gaseosas. Ahora está en la cárcel. Le di las gracias. Al
poco rato llegó Pat. Me dijo que la pasma había enganchado a Willy el Sifones
cuando salía del hotel. No le encontraron droga encima y se lo llevaron al
distrito tres para «una investigación a fondo». Lo tuvieron allí setenta y dos
horas, que es el tiempo máximo que pueden retener a alguien sin hacer una
acusación en regla. Los polis registraron la habitación de Pat, pero la droga
estaba escondida en el hall y no la encontraron. Pat dijo: -Me han dicho que
tienen información de que aquí hay un salón de pinchetas y que será mejor que me
vaya porque la próxima vez vendrán y me llevarán con ellos y nada más. -Bien
-dije-, será mejor dejarlo todo, menos a Dupré. Con él no hay peligro. -A Dupré
le acaban de echar del trabajo -dijo Pat-. Ya tiene un pufo de veinte dólares.
Tuvimos que volver a dedicarnos a conseguir la ración de cada día. Descubrimos
que ahora Lonny era «el Hombre». Así eran las cosas en Nueva Orleans. Nunca se
sabía quién iba a ser el próximo «Hombre». Por aquella época se extendió por la
ciudad una fiebre antiestupefacientes. El jefe de policía dijo: -Estas medidas
continuarán mientras quede un solo contraventor de la ley en esta ciudad. Los
legisladores del Estado sacaron una ley que declaraba delito ser adicto a las
drogas. No se especificaba qué, cuándo, cómo o dónde, querían decir con adicto a
las drogas. La pasma empezó a parar adictos por la calle y a examinarles los
brazos para ver si tenían marcas de aguja. Si encontraban alguna marca presio
naban al adicto para que firmase una declaración en la que admitía su condición
y así podían inculparlo bajo la «ley de adictos a las drogas». A esos adictos se
les prometía que saldrían en libertad condicional si se declaraban culpables y
ayudaban a poner en marcha la nueva ley. Los adictos rastreaban sus cuerpos
hasta el último rincón en busca de venas para pincharse fuera de los brazos y su
área. Si la bofia no encontraba marcas, solía dejarlos marchar sin más. Si les
encontraban marcas los detenían durante setenta y dos horas e intentaban
hacerles firmar una declaración. El contacto mayorista de Lonny lo dejó y el
nuevo «Hombre» era un personaje llamado el Viejo Dick. El Viejo Dick venía de
cumplir doce años en Angola. Operaba en un territorio alrededor de Lee Circle,
que era otra de las zonas más quemadas de Nueva Orleans, para droga o para
cualquier otra cosa.
DIEZ
Un
día que estaba sin un chavo cogí una pistola, la envolví y me la llevé a la
ciudad para empeñarla. Cuando llegué al cuarto de Pat había allí dos personas.
Uno era Red McKinney, un yonqui consumido y paralítico; el otro un marinero
joven llamado Colé. Colé no era todavía un adicto y quería conseguir un pogo de
yerba. Era un fumeta. Me dijo que no podía pasarlo bien sin yerba. He conocido
más gente así. Para ellos la mandanga sustituye el alcohol de los otros. No
tienen necesidad absoluta de fumar en sentido físico, pero les resulta imposible
divertirse sin ello. Yo tenía por casualidad unas cuantas onzas de yerba en
casa. Colé aceptó comprar cuatro cápsulas a cambio de una onza de yerba. Nos
fuimos a mi casa. Colé probó la yerba y dijo que era buena. Y salimos a buscar
lo mío. Red dijo que tenía un contacto en la calle Julia: -Seguramente le
encontraremos allí ahora. Pat conducía mi coche, en plena cabezada. Subimos al
ferry para cruzar desde Algiers, donde yo vivía, a Nueva Orleans. De repente Pat
alzó la mirada y abrió sus ojos sanguinolentos. -Este barrio está muy quemado
-dijo en voz alta. -¿Y en qué otro sitio vamos a conseguir? -dijo McKinney-. El
Viejo Dick también anda por esta zona. -Te digo que este barrio está demasiado
quemado -repitió Pat. Se le notaba de muy mal humor, como si lo que veía le
molestase. La verdad es que no había otro sitio donde buscar. Pat dirigió el
coche, sin decir palabra, hacia Lee Circle. Al llegar a Julia, McKinney dijo a
Colé: -Dame el dinero porque le veremos aparecer de un momento a otro. Siempre
da vueltas a esta manzana. Es un contacto ambulante. Colé dio a McKinney quince
dólares. Dimos tres vueltas a la manzana, despacio, pero McKinney no vio al
«Hombre». -Bueno, pues me parece que habrá que buscar al Viejo Dick -dijo
McKinney. Nos pusimos a buscar al Viejo Dick más arriba de Lee Circle. No estaba
en la pensión en que vivía, vieja y destartalada. Dimos unas vueltas lentamente.
De cuando en cuando Pat veía a algún conocido y se paraba. Nadie había visto al
viejo. Algunos de los tipos a los que Pat preguntaba se limitaban a encogerse de
hombros con poca amabilidad y a seguir su camino. -Esta gente no nos dirá ni
palabra -dijo Pat-. Les duele hacer un favor a alguien. Aparcamos cerca de la
pensión de Dick, y McKinney se bajó a comprar un paquete de cigarrillos en la
esquina. Volvió a toda prisa y se metió en el coche. -La pasma -dijo-. Hay que
largarse de aquí. Arrancamos y en seguida nos adelantó un coche patrulla. Vi al
poli que iba al volante mirarnos y echar una segu nda mirada al ver a Pat. -Nos
han cazado, Pat -dije-. ¡Sigue! No hacía falta que se lo dijese. Aceleró y
torció por la primera calle, en dirección a Corondolet. Yo me volví a Colé, que
iba en el asiento de atrás. -Tira la yerba -le ordené. -Un momento -replicó
Colé-, podemos despistarles. -¿Estás loco? -dije. Pat, McKinney y yo gritamos a
coro: -¡ Tírala ahora mismo! Ya estábamos en Corondolet, yendo hacia el centro.
Colé tiró la yerba, que cayó debajo de un coche aparcado. Pat giró por la
primera calle a la derecha, una de dirección única. El coche patrulla bajaba por
aquella misma calle, en dirección contraria y prohibida. Estábamos atrapados. Oí
que Colé gritaba: -¡ Dios, tengo otro porro encima! Los polis se bajaron con las
manos en la pistola, pero sin sacarla. Se acercaron a nuestro coche. Uno de
ellos, el que conducía, que había visto a Pat, sonreía ampliamente. -¿Dónde te
has encontrado el coche, Pat? -preguntó. Le dije que era mío. El otro poli abrió
la puerta de atrás: -¡Fuera todos! -dijo. En el asiento trasero iban McKinney y
Colé. Salieron y los polis empezaron a cachearlos. El guardia que había visto a
Pat encontró en seguida el porro en el bolsillo de la camisa de Colé. -Aquí
tengo lo suficiente para trincarlos a todos -dijo. Tenía la cara roja y blanda y
no dejaba de sonreír ni un instante. Encontró la pistola en la guantera-. Una
pistola de importación - dijo-. ¿Está registrada? -Creía que eso sólo rezaba con
armas automáticas completas -dije. -No -dijo el poli sonriente-, va con todas
las automáticas importadas. Yo sabía que se equivocaba, pero no ganaba nada
con decirlo. Me miró los brazos: -Has estado hurgando en este agujero tanto que
está a punto de infectarse -dijo señalando una picadura de aguja. Llegó el
furgón y nos metieron a todos. Nos llevaron al distrito dos. Los polis miraron
los papeles de mi coche. No podían creerse que fuera mío. Fui registrado lo
menos seis veces por distintas personas. Por fin nos encerraron a todos en una
celda de unos dos metros por dos y medio. Pat sonreía y se frotaba las manos.
-Va a haber unos cuantos drogadictos muy malitos en este antro -dijo. Poco
después llegó el guardia y me llamó. Me llevaron a una habitación pequeña que
daba a la sala de recepción del distrito. En el cuarto había dos detectives
sentados ante una mesa. Uno era alto y gordo, con una gran cara de rana
típicamente sureña. El otro era un irlandés cuadrado, de mediana edad. Le
faltaba un diente de delante, lo que le daba aspecto leporino. Era un tipo que
lo mismo podía haber sido un antiguo vagabundo perdido. En él no había ni rastro
de burócrata. Era evidente que el de cara de rana llevaba la voz cantante. Me
dijo que me sentase frente a él, al otro lado de la mesa. Empujó un paquete de
cigarrillos y una caja de cerillas a través de la mesa; me dijo: -Tome un
pitillo. El poli irlandés se sentaba al final de la mesa, a mi izquierda. Estaba
lo bastante cerca como para poder sujetarme sin necesidad de levantarse. El que
dirigía la cosa estudiaba los papeles de mi coche. Todo lo que me habían sacado
de los bolsillos estaba extendido por encima de la mesa, delante de él: un
estuche de gafas, documentos de identidad, cartera, llaves, una carta de un
amigo de Nueva York; todo excepto mi navaja, que el de la cara blanda se había
guardado en el bolsillo. De pronto recordé aquella carta. El amigo de Nueva York
era un fumeta que vendía yerba de vez en cuando. Me había escrito para
preguntarme el precio de Nueva Orleans, de la de buena calidad. Yo pregunté a
Pat, que me dio un precio aproximado de noventa dólares el kilo. En la carta de
mi amigo se refería al precio de noventa dólares y decía que quería comprar algo
sobre esa base. Al principio creí que no se fijarían en la carta. Eran de la
brigada de coches robados y querían un coche robado. Miraban y miraban los
papeles y me hacían preguntas. Cuando no podía recordar alguna fecha exacta
sobre el coche, se disparaban. Parecía que estaban a punto de ponerse duros.
Finalmente dije: -Miren, sólo es cuestión de comprobar. En cuanto comprueben
verán que les estoy diciendo la verdad y que el coche es mío. Hablando no va a
haber manera de convencerles. Desde luego, si lo que quieren es que diga que as
un coche robado, me lo harán decir. Pero luego, cuando hagan las comprobaciones,
descubrirán que es mío. -Muy bien, comprobáremos. El de cara de rana dobló
cuidadosamente los papeles del coche y los puso a un lado. Tomó el sobre y miró
la dirección y el matasellos. Luego sacó la carta. La leyó en voz baja. Luego
leyó en voz alta, saltándose los párrafos en los que no se hablaba de yerba.
Dejó la carta sobre la mesa y me miró. -Así que no sólo usas yerba, sino que la
vendes -dijo-, y tienes un buen paquete escondido en alguna parte -miró la
carta-. Como noventa kilos nada más -me miró -. Será mejor que me lo cuentes. El
poli viejo, el irlandés, dijo: -Es como todos los tipos. No quiere hablar. Hasta
que se les machacan las costillas. Entonces hablan, y están encantados de
hablar. -Vamos a ir a echar una ojeada a tu casa -dijo el de cara de rana-. Si
encontramos algo metemos a tu mujer en la cárcel también. -¿Por qué no le haces
una proposición? -dijo el viejo poli, el irlandés. Sabía que si registraban mi
casa encontrarían la mandanga. -Llame usted a los federales y le diré dónde está
guardada -dije-, pero quiero que me dé su palabra de que el caso será juzgado
por un tribunal federal y que mi mujer no será molestada. El poli de cara de
rana asintió. -Muy bien -dijo-, acepto tu propuesta. Se volvió a su compañero.
-Vete a buscar a Rogers -dijo. A los pocos minutos volvió el poli viejo. -Rogers
está de viaje y no volverá hasta mañana, y Williams está enfermo. -Bien, pues
llama a Houser. Salimos y nos metimos en un coche. El poli viejo conducía, el
jefe iba detrás conmigo. -Aquí es -dijo el jefe. El poli viejo tocó la bocina y
paró el coche. De la casa salió un individuo con una pipa y se sentó en el
asiento de atrás. Me miró y luego miró hacia adelante, dando chupadas a la pipa.
Parecía joven, en la oscuridad, pero al pasar bajo una farola vi que tenía la
cara arrugada, y grandes orejas. Llevaba el pelo muy corto, cara de chico
americano, una cara que había envejecido pero no madurado. Supuse que sería un
agente federal. Después de varias manzanas en silencio, el agente se volvió
hacia mí y se quitó la pipa de la boca. -¿A quién le compras ahora?
-preguntó. -Está muy difícil encontrar algo -dije-. La mayoría ha desaparecido
del mapa. Empezó a hacerme preguntas sobre qué gente conocía, y mencioné a unos
cuantos que ya se habían quitado de en medio. Pareció satisfecho con tan inútil
información. Si andas jugando con los polis, acaban por darte. Quieren que les
cuen tes siempre algo, aunque no les sirva para nada de nada. Me preguntó si
tenía antecedentes, y le conté lo de la receta de Nueva York. -¿Cuánto te
echaron por ese asunto? -preguntó. -Nada. En Nueva York sólo es falta, no
delito. Ley de Salud Pública. Ley de Salud Pública número 334. creo recordar.
-Está de lo más puesto -dijo el poli viejo. El jefe explicaba al agente que yo
parecía tener especial temor a los tribunales del Estado, y que había llegado a
un acuerdo conmigo para pasar el caso a los federales. -Bueno -dijo el agente-,
el capitán es así. Si le tratas bien, él también te trata bien. Fumó durante un
rato. Estábamos ya en el ferry de Algiers. -Hay dos maneras de hacer las cosas:
fáciles y difíciles -dijo al fin. Cuando llegamos a la casa, el capitán me cogió
por detrás del cinturón. -¿Quién hay ahí aparte de tu mujer? -preguntó. -Nadie
-le dije. Llegamos a la puerta y el tío de la pipa le enseñó a mi mujer la chapa
y le abrió la puerta. Les enseñé medio kilo de yerba que tenía en casa, y unas
pocas dosis de droga. Pero el capitán no quedó satisfecho. Quería noventa kilos
de yerba. -No nos lo estás enseñando todo, Bill -decía-. Venga, venga, nosotros
nos hemos portado bien contigo. Les dije que no tenía nada más. El de la pipa me
miró: -Lo queremos todo -dijo. Sus ojos no querían nada con mucho interés.
Estaba de pie bajo la lámpara. Su cara no había envejecido solamente, se había
desgastado. Tenía la mirada de alguien que sufre una enfermedad incurable. Les
dije: -Ya lo tienen todo. Miró hacia el fondo vagamente y comenzó a revolver
cajones y armarios. Encontró algunas cartas viejas y las leyó agachado en
cuclillas. Me pregunté por qué no se sentaría en una silla. Era evidente que no
quería estar cómodo mientras leía el correo de otra persona. Los dos polis de
coches robados empezaban a aburrirse. Finalmente recogieron la yerba, las
cápsulas y un revólver del 38 q ue había en la casa, y nos preparamos para
irnos. --Ahora es propiedad del Tío -dijo el capitán a mi mujer al irnos.
Volvimos al distrito y allí me encerraron. Esta vez me pusieron en una celda
diferente. Pat y McKinney estaban en la celda de al lado. Pat me llamó y me
preguntó qué había pasado. -Está jodido -dije cuando se lo conté. Pat había dado
diez dólares a un abogaducho de fortuna para que le sacase por la mañana. En mi
celda había cuatro desconocidos, tres de ellos adictos. Sólo teníamos un
camastro, que estaba ocupado, de manera que los demás teníamos que estar de pie
o tumbados en el suelo. Yo me tumbé en el suelo junto a un tipo llamado
McCarthy. Le conocía de vista, de la ciudad. Llevaba dentro casi setenta y dos
horas. Y de vez en cuando dejaba escapar un débil gruñido. Una vez dijo:
-¿Estamos en el infierno? Un yonqui funciona con tiempo de droga. Cuando se
corta el suministro de droga, el reloj se retrasa y se para. Lo único que puede
hacer es esperar que comience el tiempo ajeno a la d roga. Un yonqui enfermo no
tiene posibilidad de escapar del tiempo exterior, no tiene ningún sitio donde
ir. Lo único que le queda es esperar. Colé hablaba de Yokohama. -Todo el caballo
y la coca que quieras. Cuan do te metes caballo y perico juntos puedes hasta
oler cómo entra. McCarthy gimió desesperado desde el suelo. -Por favor -dijo-,
no hables de esas cosas. A la mañana siguiente nos llevaron a declarar. Un chico
epiléptico era el primero de la fila del despacho. Los polis estuvieron un buen
rato tomándole el pelo con su anormalidad. -¿Cuánto tiempo llevas en Nueva
Orleans? -Treinta y cinco días. -¿Y qué has estado haciendo todo ese tiempo? -He
estado treinta y tres en la cárcel. Aquello les pareció gracioso, y siguieron
dándole cuerda otros cinco minutos. Cuando nos llegó el turno, el guardia que
atendía la cola leyó las circunstancias del arresto. -¿Cuántas veces has
estado aquí? -preguntó a Pat. Otro poli se rió y dijo: -Unas cuarenta. Nos
preguntaron a cada uno cuántas veces habíamos sido detenidos y cuánto tiempo nos
habían puesto. Cuando me llegó el turno me preguntaron qué sentencia había
cumplido con lo de la receta de Nueva York. Les dije que nada, que me habían
puesto en libertad condicional. -Muy bien -dijo el poli encargado del asunto-,
ya te pondrán aquí también. De pronto se organizó un jaleo tremendo fuera del
despacho, gritos y ruidos, y pensé que le estaban dando madera al epiléptico.
Pero cuando salí vi que estaba tirado en el suelo con un ataque y dos detectives
trataban de sujetarlo y hablar con él. Otro salió a buscar un médico. Nos tenían
encerrados en una celda. Un detective gordo que parecía conocer a Pat llegó y se
quedó delante de la puerta. -Ese tío es un psicópata -dijo-. Ahora quiere que le
lleven con su capitán. Un psicópata. He mandado por un médico. Después de dos
horas, más o menos, nos volvieron a llevar al distrito, y allí volvimos a
esperar otro par de horas. Hacia mediodía apareció el policía de la pipa con
otro individuo y se llevaron a un grupo a las oficinas federales. El poli nuevo
era joven y gordito. Mascaba un cigarro. Colé, McCarthy, dos negros y yo nos
apretujamos en el asiento de atrás. El tipo del cigarro era el que conducía. Se
sacó el cigarro y dijo, volviéndose hacia mí: -¿A qué se dedica usted, señor
Lee? -me preguntó cortésmente, con tono de hombre educado. -Granjero -contesté.
El hombre de la pipa se rió. -Maíz con yerba entre los surcos, ¿eh? -dijo. El
del puro meneó la cabeza. -No -dijo-. Entre el maíz no crece bien. Tiene que
plantarse sola. -Se volvió hacia McCarthy, hablando por encima del hombro-. Te
voy a mandar a Angola, al penal -dijo. -¿Por qué, señor Morton? -preguntó
McCarthy. -Porque eres un jodido drogadicto. -Yo no, señor Morton. -¿Y todas
esas señales de aguja? -Es que tengo sífilis, señor Morton. -Todos los yonquis
tenéis sífilis -dijo Morton. Su tono era frío, condescendiente y divertido a la
vez. El de la pipa estaba intentando sin el menor éxito bromear con uno de los
negros. El negro era conocido por Embrague, y tenía una mano deforme. -Qué, ¿el
monito se te sube a la espalda? -preguntaba el policía de la pipa. -No sé de qué
está usted hablando -dijo Embrague. Fue una frase sin expresión. Sin insolencia.
No era adicto a la droga y se limitaba a decirlo. Aparcaron delante de las
oficinas federales y nos llevaron al cuarto piso. Allí esperamos en una oficina
exterior hasta que nos llamaron a otra interior, de uno en uno, para
interrogarnos. Cuan do me llegó el turno y entré, el tipo del cigarro puro
estaba sentado ante una mesa. Me indicó una silla. -Me llamo Morton -dijo-.
Agente federal de la de estupefacientes. ¿Quiere usted hacer una declaración?
Como ya sabe, tiene derecho constitucional a rehusar. Naturalmente, acusarle sin
esa declaración lleva más tiempo. Dije que haría la declaración. El hombre de la
pipa estaba allí también. -Bill no se siente muy bien hoy -dijo-. A lo mejor un
pinchacito de heroína le sentaría bien. -A lo mejor -dije. Empezó a hacerme
preguntas, algunas tan sin sentido que no podía creer lo que estaba oyendo. Era
evidente que no tenía intuición policíaca. No sabía distinguir lo que era
importante y lo que no lo era. -¿Quiénes son sus contactos en Texas? -No tengo
ninguno. Era la verdad. -¿Quieres que metamos también a tu mujer en la cárcel?
Me sequé el sudor de la cara con un pañuelo y dije: -No. -Bueno, de todas
maneras, va a ir a la cárcel. Usa bencedrina de ésa. Peor que la droga. ¿Estáis
casados por la ley? -Derecho común. -Te he preguntado si estás casado con tu
mujer legalmente. -No. -¿Has estudiado psiquiatría? -¿Qué? -Pregunto si has
estudiado psiquiatría. Había leído una carta de un amigo mío psiquiatra. En
realidad se había llevado todas las cartas viejas que encontró por casa cuando
estuvieron registrando. -No, no he estudiado psiquiatría. Es una afición, nada
más. -Tienes unas aficiones muy raras.
Morton
se tumbó hacia atrás en su silla y bostezó. El de la pipa cerró el puño de
pronto y se dio un golpe en el pecho. -Soy un policía, ¿te enteras? -dijo-. Vaya
donde vaya me relaciono con otros policías. Tu negocio son las drogas, así que
lo lógico es que conozcas otra gente que ande en tus mismos negocios. No nos
encontramos con gente como tú una vez al mes, los tenemos delante todos los
días. Tú no estabas solo en este asunto. Tienes contactos en Nueva York, en
Texas y aquí, en Nueva Orleans. Y ahora tenías algún negocio a punto de salir,
alguna cosa que estaba al caer. -Me parece que será mejor que mandemos al
granjero este a cultivar la tierra a Angola, a no ser que nos pueda dar alguna
información -dijo Morton. -¿Y qué hay de ese negocio de coches robados? -dijo el
de la pipa dándome la espalda y paseando por la habitación. -¿Qué negocio de
coches robados? -pregunté verdaderamente sorprendido. Sólo después de un tiempo
recordé que había una carta de hacía cinco años que contenía una referencia a
coches robados. El poli siguió y siguió. Se enjugaba la frente y recorría la
habitación. Al fin, Morton le interrumpió. -Por lo que veo, señor Lee -dijo-,
está usted dispuesto a admitir su culpabilidad, pero no a involucrar a nadie
más, ¿correcto? -Correcto -dije. Se cambió el cigarro de lado. -Bien -dijo-, eso
es todo por el momento. ¿Cuántos nos quedan ahí fuera? -gritó. Un guardia asomó
la cabeza: -Unos cinco. Morton hizo un gesto de exasperación. -No tenemos
tiempo. Tengo que estar en la Audiencia a la una en punto. Tráigamelos a todos.
Todos los demás entraron y se quedaron de pie frente a la mesa. Morton ojeó un
mazo de papeles. Miró a McCarthy y se volvió hacia un agente joven, de pelo al
cepillo. -¿Hay algo contra él? -preguntó. El agente meneó la cabeza y sonrió.
Levantó un pie y le dijo a McCarthy: -¿Ves este pie? Pues te lo voy a meter por
el gaznate. -Yo no ando con material, señor Morton -dijo McCarthy-, porque no
quiero ir al penal. -¿Y qué hacías en aquella esquina con todos estos otros
yonquis? -Pasaba por allí. Estaba dándole al Regal, señor Morton. -Se refería a
la cerveza Regal, un producto de Nueva Orleans-. Le pego al Regal siempre que
puedo. Mire -sacó unas cuantas tarjetas de la cartera y las enseñó como si fuera
un prestidigitador preparando un número de cartas; nadie las miró-, trabajo de
camarero, aquí tengo el carnet del sindicato. Puedo entrar en el Roosevelt este
fin de semana. Hay una convención. Es un buen asunto si me dejan ir ustedes. Se
acercó a Morton con la mano tendida. -Déme diez centavos para el autobús, señor
Morton. Morton le puso una moneda en la mano con una palmada. -Lárgate de aquí
de una puñetera vez -dijo. -Te cazaremos la próxima vez -dijeron a coro los
polis. El agente joven de pelo al cepillo se rió. -Apostaría a que bajó por las
escaleras. Morton recogió sus papeles y los metió en un portafolios. -Lo siento
-dijo-, pero no puedo seguir tomando declaraciones hasta esta tarde. -Ya he
llamado al furgón -dijo el individuo de la pipa-. Los llevaremos al distrito
tres y los pondremos a enfriar. En el distrito tres Colé y yo teníamos celda
para nosotros solos. Yo me tumbé en el camastro. Sentía un dolor crudo en los
pulmones. La carencia de droga afecta a la gente de maneras distintas. La mayor
parte sufren sobre todo vómitos y diarrea. Los del tipo asmático, de pecho
estrecho y hundido, suelen tener accesos violentos de estornudos, flujo de nariz
y ojos, y en algunos casos espasmos de los tubos bronquiales que les impiden
respirar. En mi caso, lo peor es la baja de tensión arterial y la consiguiente
pérdida de líquido en el cuerpo, con una debilidad extrema, como tras un shock.
Se siente como si la energía vital hubiese dejado de fluir y entonces todas las
células del cuerpo se ahogan en una pila de hueso. Estuvimos en el distrito
tercero como tres horas y luego los polis nos metieron en el canguro y nos
llevaron a la cárcel de Parish, no sé por qué razón. El hombre de la pipa se
reunió con nosotros en Parish y nos llevó a la oficina federal. Un burócrata de
edad indefinida, sin rostro, me dijo que era el jefe de la oficina de Nueva
Orleans. ¿Quería hacer una declaración? -Sí -dije-. Escríbala usted y yo la
firmaré. No es que su cara fuera vacía o sin expresión, sino que sencillamente
no existía. Lo único que recuerdo de su cara son las gafas. Llamó a un
taquígrafo y se dispuso a dictar la declaración. Se volvió hacia el tipo de la
pipa, que estaba sen tado en otro escritorio, y le preguntó si había algo
especial que quisiera hacer constar en la declaración. El de la pipa dijo:
-Bueno, no, eso es lo que hay. La cabeza del burócrata parecía pensar en
algo -Un minuto -dijo. Se llevó al de la pipa a otro despacho. Volvieron después
de unos minutos y el burócrata siguió con la declaración. En la declaración
admitía la posesión de la yerba y la heroína que se habían encontrado en mi
casa. Me preguntó cómo había adquirido la heroína. Dije que había ido al cruce
de Exchange y Canal y contactado a un vendedor callejero. -¿Y qué hizo luego?
-Volví a casa. -¿En su propio coche? Me di cuenta de lo que pretendía, pero no
tuve energía suficiente para decirle: «He cambiado de idea, no quiero hacer
ninguna declaración.» Además, tenía miedo a tener que pasar otro día enfermo en
el distrito. Así que respondí: -Sí. Por fin firmé también una declaración aparte
en la que reconocía que tenía la intención de declararme culpable de los cargos
imputados ante el Tribunal Federal. Me volvieron a llevar al distrito dos. Los
agentes me aseguraron que sería llevado ante el juez a primera hora del día
siguiente. Colé dijo: -Te encontrarás mejor dentro de cinco días. Lo único que
te puede hacer sentir mejor es el tiempo, o un pinchazo. Eso ya lo sabía yo,
naturalmente. Nadie está dispuesto a estar enfermo por falta de droga, a menos
que le metan en la cárcel, o le corten el suministro de alguna otra manera. La
razón de que sea prácticamente imposible cortar el uso y curarse uno solo
estriba en que la enfermedad dura de cinco a ocho días. Doce horas podrían
resistirse con facilidad, veinticuatro sería posible, pero de cinco a ocho días,
es demasiado tiempo. Permanecí tumbado en la estrecha cama de madera,
retorciéndome a un lado y otro. Tenía el cuerp o duro, contraído, tumefacto, la
carne helada en droga descongelándose en agonía. Me puse boca abajo y una pierna
se me escurrió fuera del camastro. Me eché hacia adelante y el borde redondeado
de la madera, pulido y suavizado por el roce de la tela, se deslizó a lo largo
de la entrepierna. Hubo un repentino fluir de sangre a los genitales bajo ese
ínfimo contacto. En mi cabeza, tras los ojos, explotaban chispas, las piernas se
dispararon: el orgasmo del ahorcado cuando se parte el cuello. El guardia
abrió la puerta de mi celda. -Tu abogado viene a verte, Lee -dijo. El abogado me
miró durante un rato antes de presentarse. Se lo habían recomendado a mi mujer,
y yo no lo había visto nunca antes. El guardia nos guió hacia un cuarto grande,
en el piso de arriba, en el que había bancos. -Ya veo que no tiene usted muchas
ganas de hablar en este momento -empezó el abogado-. Ya entraremos en detalles
más adelante. ¿Ha fir mado usted algo? Le conté lo de la declaración. -Eso ha
sido para coger el coche -dijo-. Es cosa del Estado. He estado hablando con el
fiscal hace una hora, por teléfono, y le pregunté si se encargaría él del caso.
Dijo: «Ni por lo más remoto. Hay involucrado en esto una posesión ilegal y mi
oficina no perseguirá ese caso bajo ninguna circunstancia.» Creo que podré
sacarle a usted y llevarlo al hospital para que le pongan una inyección -dijo
después de una pausa-. El en cargado de la oficina que está ahora es un buen
amigo mío. Bajaré a hablar con él. El guardia me llevó de vuelta a mi celda. A
los pocos minutos abrió la puerta de nuevo y dijo: -Lee, ¿quieres ir al
hospital? Dos polis me llevaron al hospital de la Caridad, en el canguro. La
enfermera de recepción quiso saber qué enfermedad tenía. -Caso de emergencia
-dijo uno de los polis-. Se cayó por una ventana. El guardia se fue hacia
adentro y volvió con un médico joven, macizo, de pelo canoso y gafas con montura
de oro. Hizo unas cuantas preguntas y me miró los brazos. Otro médico de nariz
grande y brazos velludos se acercó a poner su granito de arena. -Después de
todo, doctor -dijo a su colega-, es una cuestión moral. Este nombre debía haber
sabido todo esto antes de usar drogas. -Sí, es una cuestión moral, pero también
es una cuestión médica. Este hombre está enfermo. Se volvió a una enfermera y le
pidió una dosis de morfina. De vuelta al distrito, en el furgón traqueteante,
sentía la morfina extenderse por mis células. Mi estómago se movía y gruñía. Un
pinchazo cuando uno está muy enfermo siempre empieza por hacer moverse el
estómago. La fuerza normal regresaba a todos mis músculos. Tenía hambre y sueño.
Hacia las once de la mañana siguiente, apareció un fiador para que firmara la
fianza. Tenía el mismo aspecto embalsamado de todos los fiadores, como si le
hubiesen inyectado parafina debajo de la piel. Tige, mi abogado, apareció a las
doce, para sacarme. Había arreglado las cosas para que fuese directamente a un
sanatorio a hacer una cura. Me dijo que la cura era imprescindible desde un
punto de vista legal. Fuimos hasta el sanatorio en un coche de la policía, con
dos detectives. Esto formaba parte del plan del abogado, en el que los
detectives tenían el papel de testigos eventuales. Al detenernos delante del
sanatorio, el abogado se sacó unos cuantos billetes del bolsillo y se dirigió a
uno de los polis. -Juégamelo a ese caballo, ¿quieres? -dijo. Los ojos de sapo
del detective reventaban de indignación. No hizo ademán alguno de tomar el
dinero. -No voy a jugar ningún dinero a ningún caballo -dijo. El abogado se rió
y dejó el dinero sobre el asiento del coche. -Mac lo hará -dijo. Esta aparente
falta de tacto para sobornar a los polis delante de mí era deliberada. Cuando le
preguntasen luego por qué lo había hecho les diría. «Pero, hombre, si ese chico
estaba demasiado enfermo para enterarse de nada.» Y así si los detectives eran
convocados como testigos, dirían que yo parecía estar en muy malas condiciones.
El abogado quería testigos que firmasen que yo estaba en muy malas condiciones
cuando firmé mi declaración. Un recepcionista recogió mi ropa y me senté sobre
la cama esperando que me dieran un pinchazo. Mi mujer vino a verme y me contó
que los de la clínica no tenían ni idea de drogas ni de drogados. -Cuando les
dije que estabas enfermo, me dijeron: «¿Qué le pasa?», y les dije que estabas
enfermo y necesitabas una inyección de morfina y me dijeron que habían creído
que se trataba de un caso de adicción a la marijuana. -¡Adicción a la marijuana!
-dije-. ¿Y eso qué coño es? Averigua qué piensan darme -le dije-. Necesito una
cura de reducción. Si no piensan hacerme eso, sácame de aquí inmediatamente.
Volvió al poco rato y me contó que por fin había encontrado un médico, por
teléfono, que parecía saber de qué iba la cosa. Era el médico del abogado, que
no pertenecía al sanatorio. -Pareció sorprendido cuando le dije que no te habían
dado nada. Dijo que llamaría en seguida al hospital para procurar que se
ocupasen de ti como debe ser. Pocos minutos después llegó una enfermera con una
jeringa. Era demerol. El demerol ayuda algo, pero no es ni remotamente tan
efectivo como la codeína para aliviar la carencia de droga. Por la noche
vino un doctor a hacerme un examen físico. Mi sangre estaba espesa y concentrada
debido a la pérdida de fluido corporal. En las cuarenta y ocho horas que había
estado sin droga había adelgazado cinco kilos. El doctor tardó veinte minutos en
poder sacarme un tubo de sangre para hacer un análisis, porque la sangre estaba
tan espesa que tupía la aguja constantemente. A las nueve de la noche me
pusieron otra dosis de demerol. No me hizo ningún efecto. Generalmente el tercer
día y la tercera noche de carencia son los peores. Después del tercer día, la
enfermedad empieza a remitir. Sentía una quemadura fría por toda la superficie
del cuerpo, como si la piel fuera una colmena compacta. Parecía que millares de
hormigas se arrastrasen bajo mi piel. Es posible distanciarse uno mismo de la
mayoría de los dolores -muelas, ojos y genitales presentan las mayores
dificultades- de forma que el dolor sea experimentado como una excitación
neutra. Pero de la carencia de droga no parece haber escapatoria alguna. La
carencia de droga es el opuesto al impulso de la droga. El impuesto de droga es
que es preciso tenerla. Los yonquis funcionan en tiempo de droga y con
metabolismo de droga. Están sujetos al clima de la droga. Son calentados y
enfriados por la droga. El impulso de la droga es vivir bajo condiciones de
droga. No se puede escapar de la enfermedad de la droga igual que no se puede
escapar al efecto de la droga después de un pinchazo. Me encontraba demasiado
enfermo para levantarme de la cama. No podía permanecer en calma. Bajo la
enfermedad de la droga, cualquier línea de acción o inacción concebibles,
parecen intolerables. Un hombre puede morir simplemente porque no puede resistir
la idea de permanecer dentro de su cuerpo. A las seis de la mañana me dieron
otro pinchazo, que pareció hacerme un poco de efecto. Luego me enteré de que no
era de demerol. Incluso fui capaz de tomar un poco de café y una tostada. Cuando
más tarde llegó a verme mi mujer, me contó que estaban ensayando un nuevo
tratamiento conmigo. Este tratamiento había comenzado con la inyección de la
mañana. -Noté la diferencia. Creí que lo de esta mañana era M. -Hablé con el
doctor Moore por teléfono. Me dijo que es la medicina maravillosa que buscaban
para el tratamiento de la adicción. Elimina los síntomas de carencia sin formar
de nuevo hábito. No es estupefaciente, es un antihistamínico. Creo que la llamó
Theforin. -Es decir, que los síntomas de carencia serían una reacción de tipo
alérgico. -Eso dice el doctor Moore. El médico que recomendó el tratamiento era
el de mi abogado. No pertenecía al sanatorio ni era psiquiatra. A los dos días
pude hacer una comida completa. Las inyecciones del antihistamínico duraban de
tres a cinco horas, y entonces volvía el malestar. Los pinchazos eran como si
fuera droga. Cuando me levanté y empezaba a pasear, vino a hablar conmigo un
psiquiatra. Era muy alto. Tenía las piernas largas y un cuerpo pesado en forma
de pera con el lado estrecho hacia arriba. Sonreía al hablar y tenía voz de
plañidera. No era afeminado. Sencillamente no tenía nada de lo que, sea lo que
sea, hace de un hombre un hombre. Era el doctor Fredericks, jefe psiquiátrico
del hospital. Me hizo la pregunta que hacen todos: -¿Por qué siente usted
necesidad de tomar drogas, señor Lee? Cuando se oye esta pregunta se puede estar
completamente seguro de que quien la hace no sabe absolutamente nada de drogas.
-Las necesito para salir de la cama por las mañanas, para afeitarme y para tomar
el desayuno. -Quiero decir físicamente. Me encogí de hombros. Lo mejor sería
darle el diagnóstico que quería, para que se fuera: -Me causa placer. La droga
no causa placer. La cuestión para un adicto es que la droga causa adicción.
Nadie sabe lo que es la droga hasta que se siente enfermo por falta de ella. El
doctor asintió. Personalidad psicótica. Se levantó. Sin transición cambió de
cara y arboló una sonrisa obviamente dirigida a mostrar su comprensión y diluir
mi reticencia. La sonrisa se borró y se transformó en una mueca lúbrica y
demente. Se inclinó hacia adelante y colocó su sonrisa junto a mi cara. -¿Su
vida sexual es satisfactoria? -preguntó-. ¿Sus relaciones sexuales con su mujer
son satisfactorias? -Oh, sí .-respondí-. Cuando no estoy drogado. Se enderezó.
No le había gustado mi respuesta en absoluto. -Muy bien, ya volveré a visitarle.
Enrojeció y se fue hacia la puerta. Me había parecido un farsante cuando entró
en la habitación -era evidente que montaba su número de seguridad en sí mismo
para él y para los demás-, pero esperaba que hubiera sido más duro y profundo.
El doctor explicó a mi mujer que mis perspectivas eran muy malas. Mi actitud
ante la droga era «bueno, ¿y qué?». Podía preverse una recaída a causa de mis
determinantes psíquicas, que continuaban siendo operativas. No podía hacer nada
por mí si yo no cooperaba con él voluntariamente. Si tenía mi cooperación,
podría, al parecer, desarmar mi psique y volver a armarla en ocho días. Los
demás pacientes eran de lo más estrecho y triste. No había ningún otro yonqui.
El único paciente de mi pabellón que sabía de qué iba era un borracho que llegó
con la mandíbula rota y varias heridas más en la cara. Me dijo que los
hospitales públicos le habían rechazado. En el de Caridad le dijeron: -Largo de
aquí, está usted manchándolo todo de sangre. De modo que se vino al sanatorio,
donde ya había estado antes y sabían que era un buen pagador. Los demás eran un
puñado de gente sin interés, hundidos. Del tipo que les gusta a los psiquiatras.
Del tipo al que el doctor Fredericks puede impresionar. Había un hombre pálido,
delgado, de carne sin sangre, casi transparente. Parecía un lagarto frío y
debilitado. Se quejaba de los nervios y se pasaba la mayor parte del día
vagabundeando por los pasillos, arriba y abajo, diciendo: -Dios mío, Dios mío,
ni siquiera me siento humano. Era un personaje que no tenía siquiera la
concentración necesaria para mantenerse entero y su organismo estaba siempre a
punto de desintegrarse, de quedarse en piezas separadas. La mayoría de los
pacientes eran viejos. Miraban a uno con la mirada de vaca moribunda,
confundidos, resentidos, estúpidos. Había unos pocos que nunca salían de su
habitación. Un joven esquizofrénico llevaba las manos atadas delante con una
venda, para que no molestara a los demás pacientes. Un sitio deprimente para
gente deprimente. Empezaba a notar cada vez menos las inyecciones y a los ocho
días empecé a pasar sin ellas. Cuando pude estar veinticuatro horas sin
pinchazo, decidí que era hora de marcharse. Mi mujer fue a ver al doctor
Fredericks y lo encontró en el pasillo, delante de su despacho. Le dijo que
debía quedarme otros cuatro o cinco días. -El todavía no lo sabe -dijo el
doctor-, pero de ahora en adelante se le quitarán las inyecciones. -Ya lleva
veinticuatro horas sin inyecciones -le dijo mi mujer. El doctor enrojeció
vivamente. Cuando pudo hablar, dijo: -De todas formas, puede tener síntomas de
carencia todavía. -No parece muy probable después de diez días, ¿no? -Pero
pudiera ser -dijo el doctor. Y se alejó antes de que ella le pudiera responder
algo. -¡Que se vaya al cuerno! -le dije-. No necesitamos su testimonio. Tige
quiere que este doctor testifique sobre mi estado de salud. No quiero ni pensar
lo que este payaso podría decir ante el tribunal. El doctor Fredericks tuvo que
firmar mi alta de la clínica. Permaneció en su despacho y una enfermera le llevó
el papel para que lo firmase allí. Naturalmente, puso: «Alta voluntaria contra
prescripción facultativa.»
[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS DE
AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE YONQUI]

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