VATHEK
NOTAS EN ESTA SECCION
Sobre el "Vathek" de
William Beckford, por Jorge Luis Borges |
Vathek (cuento árabe)



William
Beckford nació en 1759 en Fonthill Giard (Inglaterra). Era el único hijo
legítimo de sir William Beckford. Lord Mayor del reino, de quien heredó
una inmensa riqueza. En 1796 comenzó a construir en Fonthill un
fantástico palacio que albergaría su colección de manuscritos y objetos
artísticos. Beckford fue un bibliófilo único en su época. Tras haber
gastado buena parte de su fortuna en manuscritos e incunables, murió en
Bath en 1844. Su única hija, la duquesa de Hamilton. donó una parte de
la colección a la Biblioteca de Berlín. El resto se subastó en Londres,
entre 1882 y 1884, alcanzándose precios nunca pagados hasta entonces por
una biblioteca privada.
Sobre
el "Vathek" de William Beckford
Por Jorge Luis Borges (Otras inquisiciones, 1952)
Wilde
atribuye la siguiente broma a Carlyle: una biografía de Miguel Angel que
omitiera toda mención de las obras de Miguel Angel. Tan compleja es la
realidad, tan fragmentaria y tan simplificada la historia, que un
observador omnisciente podría redactar un número indefinido, y casi
infinito, de biografías de un hombre, que destacan hechos independientes
y de las que tendríamos que leer muchas antes de comprender que el
protagonista es el mismo. Simplifiquemos desaforadamente una vida:
imaginemos que la integran trece mil hechos. Una de las hipotéticas
biografías registraría la serie 11 , 22, 33…; otra, la serie 9, 13, 17,
21..; otra, la serie 3, 12, 21, 30, 39… No es inconcebible una historia
de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de su cuerpo; otra, de
las falacias cometidas por él; otra, de todos los momentos en que se
imaginó las pirámides; otra, de su comercio con la noche y con las
auroras. Lo anterior puede parecer meramente quimérico;
desgraciadamente, no lo es. Nadie se resigna a escribir la biografía
literaria de un escritor, la biografía militar de un soldado; todos
prefieren la biografía genealógica, la biografía económica, la biografía
psiquiátrica, la biografía quirúrgica, la biografía tipográfica.
Setecientas páginas en octavo comprende cierta vida de Poe; el autor,
fascinado por los cambios de domicilio, apenas logra rescatar un
paréntesis para el Maelstrom y para la cosmogonía de Eureka. Otro
ejemplo: esta curiosa revelación del prólogo de una biografía de
Bolívar: «En este libro se habla tan escasamente de batallas como en el
que el mismo autor escribió sobre Napoleón». La broma de Carlyle
predecía nuestra literatura contemporánea: en 1943 lo paradójico es una
biografía de Miguel Angel que tolere alguna mención de las obras de
Miguel Angel.
El examen de una reciente biografía de William Beckford (1760
1844) me dicta las anteriores observaciones. William Beckford, de
Fonthill, encarnó un tipo suficientemente trivial de millonario, gran
señor, viajero, bibliófilo, constructor de palacios y libertino;
Chapman, su biógrafo, desentraña (o procura desentrañar) su vida
laberíntica, pero prescinde de un análisis de Vathek, novela a cuyas
últimas diez páginas William Beckford debe su gloria.
He
confrontado varias críticas de Vathek. El prólogo que Mallarmé redactó
para su reimpresión de 1876, abunda en observaciones felices (ejemplo:
hace notar que la novela principia en la azotea de una torre desde la
que se lee el firmamento, para concluir en un subterráneo encantado),
pero está escrito en un dialecto etimológico del francés, de ingrata o
imposible lectura. Belloc (A Conversation with an Angel, 1928) opina
sobre Beckford sin condescender a razones; equipara su prosa a la de
Voltaire y lo juzga uno de los hombres más viles de su época, one of the
vilest men of his time. Quizá el juicio más lúcido es el de Saintsbury,
en el undécimo volumen de la Cambridge History of English Literature.
Esencialmente la fábula de Vathek no es compleja. Vathek (Harún
Benalmotásim Vatiq Bilá, noveno califa abbasida) erige una torre
babilónica para descifrar los planetas. Estos le auguran una sucesión de
prodigios, cuyo instrumento será un hombre sin par, que vendrá de una
tierra desconocida. Un mercader llega a la capital del imperio: su cara
es tan atroz que los guardias que lo conducen ante el califa avanzan con
los ojos cerrados. El mercader vende una cimitarra al califa; luego
desaparece. Grabados en la hoja hay misteriosos caracteres cambiantes
que burlan la curiosidad de Vathek. Un hombre (que luego desaparece
también) los descifra; un día significan: Soy la menor maravilla de una
región donde todo es maravilloso y digno del mayor príncipe de la
tierra; otro: Ay de quien temerariamente aspira a saber lo que debería
ignorar. El califa se entrega a las artes mágicas; la voz del mercader,
en la oscuridad, le propone abjurar la fe musulmana y adorar los poderes
de las tinieblas. Si lo hace, le será franqueado el Alcázar del Fuego
Subterráneo. Bajo sus bóvedas podrá contemplar los tesoros que los
astros le prometieron, los talismanes que sojuzgan el mundo, las
diademas de los sultanes preadamitas y de Suleimán Bendaúd. El ávido
califa se rinde; el mercader le exige cuarenta sacrificios humanos.
Transcurren muchos años sangrientos; Vathek, negra de abominaciones el
alma, llega a una montaña desierta. La tierra se abre; con terror y con
esperanza, Vathek baja hasta el fondo del mundo. Una silenciosa y pálida
muchedumbre de personas que no se miran erra por las soberbias galerías
de un palacio infinito. No le ha mentido el mercader: el Alcázar del
Fuego Subterráneo abunda en esplendores y en talismanes, pero también es
el Infierno. (En la congénere historia del doctor Fausto, y en las
muchas leyendas medievales que la prefiguraron, el Infierno es el
castigo del pecador que pacta con los dioses del Mal; en ésta es el
castigo y la tentación.)
Saintsbury
y Andrew Lang declaran o sugieren que la invención del Alcázar del Fuego
Subterráneo es la mayor gloria de Beckford. Yo afirmo que se trata del
primer Infierno realmente atroz de la literatura . Arriesgo esta
paradoja: el más ilustre de los avernos literarios, el dolente regno de
la Comedia, no es un lugar atroz; es un lugar en el que ocurren hechos
atroces. La distinción es válida.
Stevenson (A Chapter on
Dreams) refiere que en los sueños de la niñez lo perseguía un matiz
abominable del color pardo; Chesterton (The Man who was Thursday, IV)
imagina que en los confines occidentales del mundo acaso existe un árbol
que ya es más, y menos, que un árbol, y en los confines orientales,
algo, una torre, cuya sola arquitectura es malvada. Poe, en el
Manuscrito encontrado en una botella, habla de un mar austral donde
crece el volumen de la nave como el cuerpo viviente del marinero;
Melville dedica muchas páginas de Moby Dick a dilucidar el horror de la
blancura insoportable de la ballena… He prodigado ejemplos; quizá
hubiera bastado observar que el Infierno dantesco magnifica la noción de
una cárcel; el de Beckford, los túneles de una pesadilla. La Divina
Comedia es el libro más justificable y más firme de todas las
literaturas: Vathek es una mera curiosidad, the perfume and suppliance
of a minute; creo, sin embargo, que Vathek pronostica, siquiera de un
modo rudimentario, los satánicos esplendores de Thomas de Quincey y de
Poe, de Charles Baudelaire y de Huysmans. Hay un intraducible epíteto
inglés, el epíteto uncanny, para denotar el horror sobrenatural; ese
epiteto (unheimlich en alemán) es aplicable a ciertas páginas de Vathek;
que yo recuerde, a ningún otro libro anterior.
Chapman indica
algunos libros que influyeron en Beckford: la Bibliothéque Orientale, de
Barthélemy d’Herbelot; los Quatre Facardins, de Hamilton; La Princesa de
Babylone, de Voltaire; las siempre denigradas y admirables Mille et une
Nuits, de Galland. Yo complementaría esa lista con las Carceri
d’invenzione, de Piranesi; aguafuertes alabadas por Beckford, que
representan poderosos palacios, que son también laberintos
inextricables. Beckford, en el primer capítulo de Vathek, enumera cinco
palacios dedicados a los cinco sentidos; Marino, en el Adone, ya había
descrito cinco jardines análogos. Sólo tres días y dos noches del
invierno de 1782 requirió William Beckford para redactar la trágica
historia de su califa. La escribió en idioma francés; Henley la tradujo
al inglés en 1785. El original es infiel a la traducción; Saintsbury
observa que el francés del siglo XVIII es menos apto que el inglés para
comunicar los «indefinidos horrores» (la frase es de Beckford) de la
singularísima historia.
La versión inglesa de Henley figura en el volumen 856 de la
Everyman’s Library; la editorial Perrin, de París, ha publicado el texto
original, revisado y prologado por Mallarmé. Es raro que la laboriosa
bibliografía de Chapman ignore esa revisión y ese prólogo.
40 De
la literatura, he dicho, no de la mística: el electivo Infierno de
Swedenborg -De coelo et inferno, 545, 554-es de fecha anterior.
Vathek
(Cuento árabe)
Por William
Beckford
(Traducción: Manuel Serrat Crespo)
Vathek,
noveno Califa de la estirpe de los Abbassidas, era hijo de Motassem y
nieto de Haroun Al-Rachid. Subió al trono en la flor de la edad. Las
grandes cualidades que ya entonces poseía daban a sus subditos la
esperanza de que su reinado iba a ser largo y feliz. Su rostro era
agradable y majestuoso; pero cuando se encolerizaba uno de sus ojos se
hacía tan terrible que su mirada resultaba intolerable: el desgraciado
sobre quien la fijaba caía de espaldas y, a veces, incluso expiraba en
aquel mismo instante. De modo que, temiendo despoblar sus estados y
convertir su palacio en un desierto, el príncipe sólo se encolerizaba
muy de tarde en tarde.
Era bastante aficionado a las mujeres y a
los placeres de la mesa, su generosidad no tenía límites y sus orgías
eran desmesuradas. No creía, como Ornar Ben Abdalaziz que fuese
necesario convertir este mundo en un infierno para ganar el paraíso en
el otro.
Sobrepasó en magnificencia a todos sus predecesores. El
palacio de Alkorremi, construido por Motassem en la colina de los
caballos píos, y que dominaba toda la ciudad de Samarah, no le pareció
suficiente. Le añadió cinco alas o mejor dicho, cinco palacios más, y
destinó cada uno de ellos a la satisfacción de uno de los sentidos.
En el primero de aquellos palacios las mesas estaban siempre repletas de
los manjares más exquisitos. Se renovaban noche y día, a medida que iban
enfriándose. Los más delicados vinos y los mejores licores manaban a
chorros de cien fuentes que jamás se secaban. Aquel palacio se llamaba
Festín eterno o Insaciable.
El segundo palacio se llamaba Templo
de la melodía o Néctar del alma. En él se albergaban los mejores músicos
y poetas de aquellos tiempos, que tras haber ejercitado sus talentos en
aquel lugar, se dispersaban por grupos y hacían resonar con sus cantos
los alrededores.
El palacio denominado Delicias de los ojos o
Soporte de la memoria, era un continuo encantamiento. Se hallaban allí,
en profusión y buen orden, rarezas traídas de todos los rincones del
mundo. Podía verse una galería de cuadros del célebre Mani y estatuas
que parecían animadas. Allí una perspectiva bien buscada encantaba la
vista; aquí, la magia de la óptica la engañaba placenteramente; acullá
se hallaban todos los tesoros de la naturaleza. En una palabra, Vathek,
el más curioso de los hombres, no había omitido en aquel palacio nada de
cuanto podía satisfacer la curiosidad de quienes lo visitaban.
El
palacio de los perfumes, que se llamaba también Aguijón de la
voluptuosidad, estaba dividido en varias salas. Antorchas y lámparas
aromáticas estaban siempre encendidas, incluso en pleno día. Para
disipar la agradable embriaguez que aquel lugar producía, se bajaba a un
vasto jardín en el que la unión de todas las flores hacía respirar un
aire suave y restaurador.
En el quinto palacio llamado Reducto de
la alegría o El peligroso, se hallaban varios, grupos de muchachas. Eran
hermosas y obsequiosas como Hurís y jamás se cansaban de dispensar buena
acogida a quienes el califa quería admitir en su compañía.
Pese a
todas las voluptuosidades en las que Vathek se sumía, aquel príncipe no
era por ello menos amado ni menos querido por sus subditos. Se creía que
un soberano entregado al placer es, por lo menos, tan apto para gobernar
como aquel que se declara su enemigo. Pero su carácter ardiente e
inquieto no le permitió limitarse a eso. Mientras su padre vivía, había
estudiado tanto, para no aburrirse, que sabía en exceso; quiso,
finalmente, saberlo todo, incluso las ciencias que no existen. Le
gustaba discutir con los sabios; pero éstos no debían llevar demasiado
lejos la contradicción. A unos les cerraba la boca por medio de regalos;
aquellos cuya tozudez resistía su liberalidad eran enviados a prisión
para calmar sus ímpetus; remedio que con frecuencia tenía éxito.
Vathek quiso también intervenir en las querellas teológicas, y no se
declaró a favor de la opinión tenida por lo general como ortodoxa. Por
esta razón, todos los devotos se pusieron contra él; entonces les
persiguió, pues quería tener razón al precio que fuera.
El gran
profeta Mahoma, de quien los califas son los Vicarios, estaba indignado,
en el séptimo cielo, por la irreligiosa conducta de uno de sus
sucesores. Dejémosle hacer, decía a los genios que se hallan siempre
dispuestos a recibir sus órdenes: veamos hasta dónde llega su locura y
su impiedad; si va demasiado lejos, sabremos castigarle
convenientemente. Ayudadle a levantar la torre que, imitando a Nemrod,
ha comenzado a construir; no, como ese gran guerrero, para salvarse del
nuevo diluvio, sino por la insolente curiosidad de penetrar en los
secretos del Cielo. ¡Por mucho que haga, jamás adivinará el destino que
le aguarda!
Los genios obedecieron; y cuando los obreros
levantaban un codo la torre, durante el día, ellos añadían dos durante
la noche. La rapidez con la que se construyó aquel edificio halagó la
vanidad de Vathek. Creía que la propia materia insensible se prestaba a
sus designios. Aquel príncipe no tenía en cuenta, pese a toda su
ciencia, que los éxitos del insensato y del malvado se convierten en las
primeras varas con las que son golpeados.
Su orgullo llegó al
colmo cuando, tras haber subido por primera vez los once mil escalones
de su torre, miró hacia abajo. Los hombres le parecieron hormigas, las
montañas, conchas y las ciudades, panales de abejas. La idea que tal
elevación le produjo de su propia grandeza acabó trastornándole del todo
la cabeza. Quería adorarse a sí mismo, cuando, al levantar los ojos,
advirtió que los astros estaban tan lejos de él como si se hallara al
nivel del suelo. Se consoló, sin embargo, del involuntario sentimiento
de su pequeñez, con la idea de parecer grande a los ojos de los demás;
se jactó, por otra parte, de que las luces de su espíritu sobrepasarían
el alcance de sus ojos, y haría revelar a las estrellas los secretos de
su destino.
A tal efecto pasaba la mayoría de las noches en lo
alto de su torre y, creyéndose iniciado en los misterios astrológicos,
imaginó que los planetas le anunciaban maravillosas aventuras. Un hombre
extraordinario debía llegar, de un país del que jamás se había oído
hablar, y ser su heraldo. Entonces multiplicó la atención para con los
extranjeros e hizo proclamar al son de la trompa, por las calles de
Samarah, que ninguno de sus subditos retuviera ni alojara viajero
alguno; quería que todos fueran llevados a su palacio.
Algún
tiempo después de esta proclamación, apareció un hombre cuyo rostro era
tan espantoso que los guardias que le detuvieron se vieron obligados a
cerrar los ojos mientras le conducían a palacio. El propio Califa
pareció asombrado ante su horrible aspecto; pero la alegría ocupó pronto
el lugar de aquel involuntario espanto. El desconocido mostró al
príncipe rarezas que jamás había visto y cuya existencia ni siquiera
había podido concebir.
Nada, en efecto, era más extraordinario
que las mercancías del extranjero. La mayoría de sus joyas estaban tan
bien trabajadas como magníficas eran. Tenían, además, una virtud
particular, descrita en un rollo de pergamino unido a cada pieza. Había
pantuflas que ayudaban a los pies a caminar; cuchillos que cortaban sin
el movimiento de la mano; sables que herían al menor gesto: todo
enriquecido con piedras preciosas que nadie conocía.
Entre
aquellas curiosidades había unos sables cuyas hojas brillaban
cegadoramente. El Califa quiso poseerlos y se prometió descifrar a
placer los desconocidos caracteres que habían grabado en ellos. Sin
preguntar al mercader cuál era su precio hizo que depositasen ante él
todo el oro en monedas del tesoro y le dijo que tomara cuanto quisiera.
Este tomó muy poco, manteniendo un profundo silencio.
Vathek
Por Stéphane
Mallarmé
Fantasía
oriental de finales del siglo XVIII. Escrito por el
coleccionista de manuscritos antiguos y bibliófilo inglés
William Beckford, inicia de cierta forma el género de la
literatura fantástica moderna.
Vasto conocedor de
mitos y leyendas orientales que apoyan su relato, nos
adentra en un laberinto que conduce a la catástrofe.
Elogiada por H. P. Lovecraft en su ensayo "El horror en la
literatura" esta novela narra la historia del califa Vathek,
un personaje desmesurado a quien su sed de conocimiento
acaba precipitando en el Palacio del Fuego Subterráneo, el
Infierno, donde encuentra a otros príncipes condenados que
le relatan, a su vez, sus desventuras.
En opinión de
Jorge L. Borges, en ciertas páginas de Vathek se encuentra,
como en ningún otro libro anterior, el horror sobrenatural
en estado puro, un mundo que a diferencia del Infierno de
Dante, resulta atroz e inquietante en sí mismo: El Vathek
—señala— contiene el primer infierno verdaderamente atroz de
la literatura.
Borges reseña que el infierno dantesco
magnifica la noción de una cárcel; mientras que el infierno
de Beckford, los túneles de una pesadilla.
La
historia del califa Vathek comienza en lo más alto de una
torre, desde donde se lee el firmamento, para terminar en un
subterráneo encantado; cuadros graves o gozosos, y prodigios
cubren el lapso de tiempo entre ambos extremos. ¡Magistral
arquitectura de la fábula y de su no menos hermoso concepto!
Algo fatal, algo que parece inherente a una ley apresura la
caída, del poder a los infiernos, de un príncipe acompañado
de su reino; solo, al borde del precipicio, quiso renegar de
la religión oficial, en la que la omnipotencia se fatiga de
ir unida a la universal genuflexión, por prácticas mágicas
aliadas a un insaciable deseo. |
Vathek no
dudó en absoluto de que el silencio del desconocido fuese provocado por
el respeto que su presencia le inspiraba. Le hizo avanzar con
benevolencia y le preguntó, con aire afable, quién era, de dónde venía y
dónde había adquirido tan hermosos objetos.
El hombre, o
mejor dicho, el monstruo, en vez de responder a estas preguntas frotó
tres veces su frente, más negra que el ébano, se golpeó tres veces el
vientre, cuya circunferencia era enorme, abrió de par en par unos ojos
que parecían dos ascuas y se echó a reír con una risa horrenda,
mostrando grandes dientes de color ámbar estriado de verde.
El
Califa, algo sobrecogido, repitió su pregunta; pero no recibió otra
respuesta. Entonces, el príncipe comenzó a impacientarse y gritó:
¿Sabes, desgraciado, quién soy yo? ¿Sabes de quién te estás riendo? Y
dirigiéndose a sus guardias les preguntó si le habían oído hablar.
Respondieron que había hablado, pero que no había dicho gran cosa. Que
hable de nuevo, pues, continuó Vathek, que hable como pueda y que me
diga quién es, de dónde viene y dónde obtuvo las extrañas curiosidades
que me ofrece. Juro por la burra de Balaam que, si sigue callando, haré
que se arrepienta de su obstinación. Y diciendo estas palabras, el
Califa no pudo evitar lanzar sobre el desconocido una de sus peligrosas
miradas; éste ni se inmutó: el ojo asesino no le produjo el menor
efecto.
Imposible imaginarse el asombro de los cortesanos cuando advirtieron
que aquel mercader incivil aguantaba semejante prueba. Ellos se habían
arrojado de cara al suelo, y habrían permanecido así si el Califa no les
hubiese dicho con voz furiosa: ¡Levantaos, poltrones, y coged a este
miserable! ¡Que lo arrojen a un calabozo y lo custodien mis mejores
soldados! Puede llevarse todo el dinero que acabo de darle; que se lo
quede, pero que hable. Al oír estas palabras, se arrojaron de todas
partes sobre el extranjero; le cargaron de fuertes cadenas y le
condujeron a la prisión de la gran torre. Siete cercas de barrotes de
hierro, con puntas largas y aceradas como asadores, le rodeaban por
todas partes.
El Califa permaneció, sin embargo, en la más violenta agitación. No
hablaba ya; apenas si quiso sentarse a la mesa y sólo comió treinta y
dos platos de los trescientos que le servían cada día. Aquella dieta, a
la que no estaba acostumbrado, hubiera podido por sí sola impedirle
dormir. Imaginad qué efecto debió de producirle, unido a la inquietud
que ya le poseía. De modo que, en cuanto fue de día, corrió a la prisión
para hacer nuevos esfuerzos ante el tozudo desconocido.
Pero su
rabia fue indescriptible cuando vio que ya no estaba allí, que las rejas
de hierro habían sido rotas y los guardias estaban sin vida. El más
extraño delirio se apoderó de él. Comenzó a dar grandes patadas a los
cadáveres que le rodeaban y prosiguió golpeándolos del mismo modo
durante todo el día. Sus cortesanos y sus visires hicieron cuanto
pudieron para tranquilizarle; pero al ver que no podían conseguirlo,
gritaron todos juntos: ¡El Califa se ha vuelto loco! ¡El Califa se ha
vuelto loco!
El grito fue pronto repetido en todas las calles de
Samarah. Llegó por fin a oídos de la princesa Carathis, madre de Vathek.
Acudió ésta muy alarmada, para intentar utilizar el poder que tenía
sobre el espíritu de su hijo. Sus llantos y sus brazos consiguieron
fijar al Califa en un mismo lugar, y cediendo pronto a sus ruegos, se
dejó llevar de nuevo a su palacio.
Carathis no quiso abandonarle
ante sí mismo. Tras haber ordenado que le metieran en el lecho, se sentó
a su lado e intentó consolarse y tranquilizarle con sus palabras. Nadie
podía conseguirlo mejor. Vathek la amaba y la respetaba como a una
madre, pero también como a una mujer dotada de una inteligencia
superior. Era griega y le había hecho adoptar los sistemas y las
ciencias de aquel pueblo, muy respetado entre los buenos musulmanes. La
astrología judiciaria era una de aquellas ciencias, y Carathis la
dominaba a la perfección. Su primer esfuerzo fue, pues, hacer que su
hijo recordara lo que las estrellas le habían prometido, y propuso
consultarlas de nuevo. ¡Ay!, le dijo el Califa en cuanto pudo hablar,
soy un insensato, no por haber dado cuarenta mil patadas a mis guardias,
que se han dejado matar estúpidamente, sino por no haber adivinado que
ese hombre extraordinarío era el que los planetas me habían anunciado.
En vez de maltratarle hubiera debido intentar ganármelo por medio de la
suavidad y las caricias. El pasado no puede volver, respondió Carathis;
hay que pensar en el porvenir; tal vez veamos de nuevo a quien añoráis;
tal vez los escritos que hay en las hojas de los sables os darán
noticias suyas. Comed y dormid, querido hijo; mañana veremos lo que debe
hacerse.
Vathek siguió el prudente consejo, se levantó en mejor
estado de ánimo e hizo que le trajeran los sables maravillosos. Para que
su brillo no le deslumbrara, los miró a través de un vidrio colorado y
se esforzó en descifrar los caracteres; pero fue en vano: por más que se
golpeó la frente no reconoció una sola letra. Aquel contratiempo le
hubiera llevado a sus furores iniciales si Carathis no hubiese entrado
justo a tiempo.
Tened paciencia, hijo mío, le dijo; sin duda
domináis todas las ciencias. Saber idiomas es una bagatela destinada a
los pedantes. Prometed recompensas dignas de vos a quienes expliquen las
bárbaras palabras que no comprendéis, y cuya comprensión está por debajo
de vos; pronto, estaréis satisfecho. ¡Es posible!, dijo el Califa; pero
mientras, tendré que soportar una multitud de sabios a medias que lo
intentarán tanto para tener el placer de charlar conmigo como para
obtener la recompensa. Tras un momento de reflexión, añadió: Quiero
evitarme este inconveniente. Haré matar a quienes no me satisfagan;
pues, gracias al Cielo, tengo bastante juicio para ver si se traduce o
se inventa.
¡Oh, eso no lo dudo!, respondió Carathis. Pero hacer
morir a los ignorantes es un castigo algo severo y que puede tener
enojosas consecuencias. Contentaos con ordenar que les quemen las
barbas; las barbas no son, en un Estado, tan necesarias como los
hombres. El Califa se plegó una vez más a las razones de su madre e hizo
llamar a su primer visir. Morakanabad, le dijo, haz que un pregonero
público anuncie, en Samarah y en todas las ciudades de mi imperio, que
quien descifre esos caracteres, de apariencia indescifrables, tendrá
pruebas de mi liberalidad conocida por todo el mundo; pero que si no
tiene éxito, se le quemarán las barbas hasta el último pelo. Que se
anuncie también que daré cincuenta hermosas esclavas y cincuenta cajas
de albaricoques de la isla de Kirmith a quien me dé noticias del extraño
hombre a quien deseo ver de nuevo.
Los subditos del Califa, siguiendo el ejemplo de su señor, gustaban
mucho de las mujeres y de las cajas de albaricoques de la isla de
Kirmith, Estas promesas les hicieron la boca agua, pero no las probaron,
pues nadie sabía qué había sido del extranjero. No sucedió lo mismo con
la primera solicitud del Califa. Los sabios, los medio-sabios y todos
cuantos no eran ni una cosa ni la otra, pero creían serlo todo, fueron
valerosamente a arriesgar su barba, y todos la perdieron. Los eunucos no
hacían otra cosa que quemar barbas; lo que les daba un olor a
chamusquina tan molesto para las mujeres del serrallo que fue necesario
ofrecer a otros el empleo.
Por fin, cierto día, se presentó un
anciano cuya barba sobrepasaba en un codo y medio todas las que habían
visto. Los oficiales del palacio, al introducirle, se decían unos a
otros: ¡Qué lástima! ¡Qué gran lástima quemar una barba tan hermosa! El
Califa pensó lo mismo; pero no tuvo que hacerlo. El anciano leyó sin
esfuerzos los caracteres y los explicó, palabra por palabra, del
siguiente modo: «Hemos sido hechos donde todo se hace bien; somos la
menor de las maravillas de una región en la que todo es maravilloso y
digno del mayor Príncipe de la tierra!» ¡Oh!, lo has traducido a la
perfección, gritó Vathek; conozco al que designan estos caracteres. Que
se dé a este anciano tantos vestidos de gala y tantos millares de
cequíes como palabras ha pronunciado: ha limpiado mi corazón de una
parte de la inquietud que lo dominaba.
Tras estas palabras,
Vathek le invitó a cenar e, incluso, a pasar algunos días en su palacio.
A la mañana siguiente, el Califa le hizo llamar y le dijo: léeme de
nuevo lo que me leíste; no me cansaría de escuchar estas palabras que
parecen prometerme el bien por el que suspiro. El anciano se puso en
seguida sus anteojos verdes. Pero éstos le cayeron de la nariz cuando
advirtió que los caracteres de la víspera habían dejado su lugar a
otros. — ¿Qué te pasa?, le preguntó el Califa; ¿qué significan estas
muestras de asombro? — Soberano del mundo, los caracteres de estos
sables no son ya los mismos. — ¿Qué me dices?, continuó Vathek; pero qué
importa; si puedes, explícame su significado. — Este es, señor, dijo el
anciano: «Desgracia para el temerario que quiere saber lo que debiera
ignorar y emprender lo que supera su poder.» — ¡Desgracia sobre ti
mismo!, gritó el Califa fuera de sí. ¡Sal de mi presencia! Sólo te
quemarán la mitad de la barba, porque ayer tradujiste bien; por lo que
se refiere a mis presentes, jamás tomo lo que ya he dado.
El
anciano, bastante prudente como para pensar que había salido bien
librado de la tontería que había cometido diciendo a su señor una verdad
desagradable, se retiró en seguida y ya no reapareció.
Vathek no
tardó en arrepentirse de su ímpetu. Puesto que no dejaba de examinar
aquellos caracteres, descubrió que, efectivamente, cambiaban todos los
días; y nadie se presentó para explicárselos. Tan inquieta ocupación
inflamó su sangre, le produjo vértigos, deslumbramientos y tan gran
debilidad que apenas si podía sostenerse; en tal estado, no dejaba de
ordenar que le llevaran a la torre, esperando leer algo agradable en los
astros; pero aquélla fue una esperanza engañosa. Sus ojos, ofuscados por
los vapores de su cabeza, lo confundían; sólo veía una nube negra y
espesa: un augurio que le parecía de los más funestos.
Agotado por tantas preocupaciones, el Califa perdió por completo el
valor; la fiebre se apoderó de él, el apetito le abandonó y, en vez de
seguir siendo el mayor comedor de la tierra, se convirtió en el más
decidido bebedor. Una sed sobrenatural le devoraba; y su boca, abierta
como un embudo, recibía noche y día torrentes de líquido. Entonces aquel
desgraciado príncipe, al no poder saborear ningún placer, ordenó cerrar
los Palacios de los cinco sentidos, dejó de aparecer en público, de
mostrar su magnificencia, de impartir justicia a su pueblo y se retiró
al interior del serrallo. Siempre había sido buen marido; sus mujeres se
desconsolaban ante su estado, no se fatigaban de pronunciar votos por su
salud y de darle de beber.
Mientras,
la princesa Carathis sufría el más vivo dolor. Se encerraba todos los
días con el visir Morakanabad, para buscar los medios de curar o, al
menos, de aliviar al enfermo. Persuadidos de que había en ello algún
encantamiento, hojeaban juntos los libros de magia y hacían buscar por
todas partes al horrible extranjero, a quien acusaban de ser el autor
del hechizo.
A poca millas de Samarah había una alta montaña
cubierta de tomillo y serpol; una deliciosa llanura coronaba su cima;
podía confundírsela con el paraíso destinado a los fieles musulmanes.
Cien bosquecillos de arbustos aromáticos y otros tantos bosques en los
que el naranjo, el cedro y el limonero ofrecían, entrelazándose con la
palmera, la viña y el granado, igual satisfacción al gusto y al olfato.
La tierra estaba salpicada de violetas; matas de alhelíes embalsamaban
el aire con sus suaves aromas. Cuatro fuentes claras, y tan abundantes
que hubieran podido saciar la sed de diez ejércitos, parecían fluir en
aquel lugar sólo para mejor imitar el jardín del Edén, regado por ríos
sagrados; en sus verdeantes orillas el ruiseñor cantaba el nacimiento de
la rosa, su bienamada, y se lamentaba de la poca duración de sus
encantos. La tórtola lloraba la pérdida de placeres más reales mientras
la alondra saludaba con sus trinos la luz que reanima la naturaleza:
allí, más que en ningún otro lugar del mundo, el gorjeo de los pájaros
revelaba sus diversas pasiones; los deliciosos frutos que picoteaban a
placer parecían darles una doble energía.
A veces, Vathek era llevado a la cima de aquella montaña para que
pudiera respirar aire puro y beber a voluntad de las cuatro fuentes. Su
madre, sus esposas y algunos eunucos eran los únicos que le acompañaban.
Todos se apresuraban a llenar grandes copas de cristal de roca
presentándoselas de inmediato; pero aquel celo no podía saciar su
avidez; a menudo se tendía en el suelo para beber el agua a lengüetadas.
Cierto día en que el infeliz príncipe había permanecido mucho tiempo en
tan vil postura, una voz ronca, pero fuerte, se dejó oír, y le increpó
así: ¿Por qué haces el ejercicio de un perro? ¡Oh, Califa, tan orgulloso
de tu dignidad y de tu poder!; ante aquellas palabras, Vathek levanta la
cabeza y ve al extranjero causa de tantas penas. Al verle se turba, la
cólera inflama su corazón; grita: ¿y tú, maldito Giaour, qué estás
haciendo aquí? ¿No te sientes satisfecho con haber convertido a un
príncipe ágil y dispuesto en algo parecido a un odre? ¿No ves que muero,
tanto por haber bebido demasiado como por mi necesidad de beber?
—Bebe pues, este nuevo trago, le dijo el extranjero, presentándole
un frasco lleno de un licor rojizo; y entérate, para calmar la sed de tu
alma, tras la de tu cuerpo, que soy indio, pero pertenezco a una región
que nadie conoce.
Una región que nadie conoce... Estas palabras
fueron un rayo de luz para el Califa. Eran el cumplimiento de una parte
de sus deseos; y creyendo que iban a ser todos satisfechos, tomó el
licor mágico y lo bebió sin dudar. Al instante se halló restablecido,
saciada su sed, y su cuerpo se hizo más ágil que nunca. Su alegría fue
entonces muy grande; saltó al cuello del espantoso indio, y besó sus
feos belfos abiertos y babosos con tanto ardor como si fueran los labios
de coral de sus más hermosas mujeres.
Estos transportes no
habrían finalizado si la elocuencia de Carathis no le hubiera devuelto
la calma. Ella convenció a su hijo de que regresara a Samarah y él hizo
que le precediera un heraldo proclamando, con todas sus fuerzas: ¡El
maravilloso extranjero ha reaparecido, ha curado al Califa, ha hablado,
ha hablado!
De inmediato, todos los habitantes de aquella gran
ciudad salieron de sus casas. Grandes y pequeños corrían en masa para
ver pasar a Vathek y al indio. No se cansaban de repetir: ¡Ha curado a
nuestro soberano, ha hablado, ha hablado! Aquellas palabras se hicieron
las palabras del día, y no fueron olvidadas en las fiestas públicas que
se dieron aquella misma noche en señal de gozo; los poetas las
convirtieron en el estribillo de todas las canciones que compusieron
sobre tan hermoso tema.
Entonces, el Califa hizo abrir de nuevo
los Palacios de los Sentidos; y como estaba más ansioso de visitar el
del Gusto que ningún otro, ordenó que se sirviera en él un espléndido
festín al que fueron admitidos sus favoritos y todos los grandes
oficiales. El indio colocado junto al Califa fingió creer que, para
merecer tanto honor, no podía comer en demasía, ni beber en demasía, ni
hablar en demasía. Los manjares desaparecían de la mesa en cuanto eran
servidos. Todo el mundo se miraba con asombro; pero el indio, sin
aparentar advertirlo, bebía grandes tragos a la salud de todo el mundo,
cantaba a voz en grito y hacía improvisaciones que hubieran sido
aplaudidas de no ser declamadas con tan horrendas muecas; durante toda
la comida charló más que veinte astrólogos, comió más que cien mozos de
cuerda y bebió en proporción.
Pese a que la mesa se había llenado
treinta y dos veces, el Califa sufría por la voracidad de su vecino. Su
presencia se le hacía insoportable y apenas si podía ocultar su malhumor
y su inquietud; finalmente halló el modo de decir al oído del jefe de su
eunucos: ¡Ya ves, Babalouk, que este hombre lo hace todo a lo grande!
¡Qué ocurriría si pudiera llegar hasta mis esposas! Ve, redobla la
vigilancia y, sobre todo, presta atención a mis circasianas, que le
gustarían más que todas las demás.
El pájaro de la mañana había
renovado por tres veces su canto cuando sonó la hora del Diván: Vathek
había prometido presidirlo en persona. Se levantó de la mesa y se apoyó
en el brazo de su visir, más aturdido por el estruendo de su ruidoso
huésped que por el vino que había bebido; el pobre príncipe apenas si
podía sostenerse.
Los visires, los oficiales de la Corona, la
gente de leyes se colocaron alrededor de su soberano, en semicírculo y
guardando respetuoso silencio; mientras el indio, con tanta sangre fría
como si permaneciera en ayunas, iba a situarse sin miramiento alguno en
uno de los escalones del trono y reía, por lo bajo, ante la indignación
que su atrevimiento producía a todos los espectadores.
Entretanto, el Califa, que tenía la cabeza bastante confusa, dictaba
de cualquier modo su justicia. El primer visir lo advirtió y recordó, de
pronto, un ardid que le permitió interrumpir la audiencia y salvar el
honor de su señor. Le dijo en voz baja: Señor, la princesa Carathis ha
pasado la noche consultando los planetas; ella me manda deciros que os
amenaza un acuciante peligro. Cuidad de que este extranjero, cuyas joyas
mágicas pagáis con tantas atenciones, no haya atentado contra vuestra
vida. Su licor parece haberos curado; tal vez se trate sólo de un veneno
cuyo efecto será repentino. No desechéis tal sospecha; preguntadle al
menos, de qué está compuesto, de dónde lo ha sacado y mencionad los
sables que parecéis haber olvidado.
Fatigado por las insolencias
del indio, Vathek respondió a su visir con un gesto de cabeza y,
dirigiéndose a aquel monstruo: Levántate, le dijo, y declara en pleno
Diván de qué drogas está compuesto el licor que me has dado a beber;
aclara, sobre todo, el enigma de los sables que me vendiste: ¡agradece
así las bondades con que te he colmado!
El Califa se calló tras
estas palabras, que pronunció en tono tan moderado como le fue posible.
Pero el indio, sin responder ni dejar su lugar, renovó sus carcajadas y
sus horribles muecas. Entonces, Vathek no pudo contenerse; de una patada
le arrojó del estrado, le persiguió y le golpeó con tal rapidez que todo
el Diván se sintió incitado a imitarle. Todos los pies se levantaron; en
cuanto le daban un golpe todos parecían verse obligados a repetirlo.
El indio se dejaba hacer. Siendo pequeño se había encogido como si fuera
una bola y rodaba bajo los golpes de sus atacantes, que le seguían por
todas partes con inaudito encarnizamiento. Rodando así de sala en sala,
de habitación en habitación, la bola atraía tras de sí a cuantos
encontraba. El palacio, en plena confusión, resonaba bajo el más
espantoso estruendo. Las sultanas, aterrorizadas, miraron a través de
los cortinajes; y en cuanto apareció la bola, no pudieron contenerse. En
vano, para detenerlas, los eunucos las pellizcaban hasta hacer brotar
sangre; ellas escaparon de sus manos y los fieles guardianes, medio
muertos de espanto, no podían tampoco evitar seguir la pista de la bola
fatal.
Tras haber recorrido así los salones, las habitaciones,
las cocinas, los jardines y las cuadras del palacio, el indio tomó por
fin el camino de los patios. El Califa, más encarnizado que los demás,
le seguía de cerca dándole tantas patadas como podía: su celo motivó que
recibiera él mismo algunas de las coces dirigidas a la bola.
Carathis, Morakanabad y dos o tres visires, cuya prudencia había hasta
entonces resistido a la general atracción, queriendo impedir que el
Califa diera tal espectáculo, se arrojaron a sus rodillas para
detenerle; pero saltó por encima de sus cabezas y continuó su carrera.
Ordenaron entonces a los muecines que llamaran al pueblo a la oración.
Tanto para sacarlo del camino como para que evitaran, con sus rezos, tal
calamidad; todo fue inútil. Bastaba con ver la infernal bola para
sentirse atraído por ella. Los propios muecines, aunque sólo la vieran
de lejos, bajaron de sus minaretes y se unieron a la muchedumbre. Esta
aumentó de tal modo que, pronto, no quedaron en las casas de Samarah más
que paralíticos, tullidos, moribundos y niños de pecho cuyas nodrizas se
habían desembarazado de ellos para correr con más rapidez: incluso
Carathis, Morakanabad y los demás se habían unido por fin a la partida.
Los gritos de las mujeres escapadas de sus serrallos; los de los eunucos
que se esforzaban en no perderlas de vista; las blasfemias de los
maridos que, mientras corrían, se amenazaban unos a otros; las patadas
dadas y devueltas; las caídas a cada paso, todo, en fin, hacía que
Samarah pareciera una ciudad tomada al asalto y entregada al saqueo. Por
fin, el maldito indio, hecho una bola, tras haber recorrido calles,
plazas públicas, dejó la ciudad desierta, tomó el camino de la llanura
de Catoul y se dirigió a un valle al pie de la montaña de las cuatro
fuentes.
Uno de los flancos de este valle estaba bordeado por una
alta colina; al otro lado se abría un espantoso abismo formado por la
caída de las aguas. El Califa y la multitud que les seguía temieron que
la bola fuera a arrojarse en él y renovaron sus esfuerzos para
alcanzarla, pero fue en vano; rodó por el abismo y desapareció recio
como un rayo.
Sin duda Vathek se hubiera precipitado tras el
pérfido Giaour de no haber sido detenido como por una mano invisible. La
muchedumbre se detuvo también; todo volvió a la calma. Se miraron con
aire asombrado, y, pese al ridículo de la situación, nadie se rió.
Todos, con los ojos bajos, el aspecto confuso, tomaron el camino de
Samarah y se ocultaron en sus casas, sin pensar que una fuerza
irresistible podía, por sí sola, producir la extravagancia que se
reprochaban; pues justo es que los hombres que se vanaglorian del bien
del que son sólo instrumento, se atribuyan también las tonterías que no
han podido evitar.
Sólo el Califa no quiso abandonar el valle. Ordenó que plantaran sus
tiendas; y, pese a las reprensiones de Carathis y de Morakana-bad, se
apostó al borde del abismo. Por más que le dijeran que, en aquel lugar,
el terreno podía desplomarse y que, por otra parte, se hallaba demasiado
cerca del hechicero, sus consideraciones fueron inútiles. Tras haber
hecho encender mil antorchas y ordenar que las mantuvieran continuamente
encendidas, se tumbó en los fangosos bordes del abismo e intentó, al
favor de las artificiales claridades, ver a través de las tinieblas que
todas las lámparas del imperio no hubieran podido penetrar. Creía unas
veces oír voces que hablaban desde el fondo del abismo, otras imaginaba
descubrir entre ellas el acento del indio; pero era sólo el rugido de
las aguas y el ruido de las cataratas que caían de las montañas a
grandes borbotones.
Vathek
pasó la noche en tan forzada situación. En cuanto el día comenzó a
nacer, se retiró a su tienda, y allí, sin haber comido nada, se durmió y
sólo despertó cuando la oscuridad cubrió el hemisferio. Regresó entonces
al lugar de la víspera y no lo dejó en varias noches. Se le veía caminar
a grandes pasos y mirar las estrellas con aire furioso, como si les
reprochara haberle engañado.
De pronto, desde el valle hasta más allá de Samarah, en el azul del
cielo se mezclaron largos brazos sanguinolentos; aquel horrible fenómeno
parecía llegar a la gran torre. El califa quiso subir, pero sus fuerzas
le abandonaron, y, transido de terror, se cubrió la cabeza con un
pliegue de su vestido.
Aquellos aterrorizadores prodigios no
hacían más que excitar su curiosidad, de modo que, en vez de serenarse,
persistió en el designio de permanecer donde había desaparecido el
indio.
Una noche, mientras hacía su solitario paseo por el llano,
la luna y las estrellas se eclipsaron de pronto; espesas tinieblas
reemplazaron la luz y escuchó, brotando de la tierra que temblaba, la
voz del Giaour, gritando en un estruendo más poderoso que el trueno:
¿Quieres entregarte a mí, adorar las influencias terrestres y renunciar
a Mahoma?; con estas condiciones te abriré el palacio del fuego
subterráneo. Allí, bajo inmensas bóvedas, verás los tesoros que las
estrellas te han prometido; de allí saqué mis sables; allí reposa
Suleiman, hijo de Daud, rodeado de los talismanes que subyugan al mundo.
El Califa, asombrado, respondió tembloroso, pero en el tono del hombre
acostumbrado a las aventuras sobrenaturales: ¿Dónde estás? ¡Muéstrate a
mis ojos! ¡Disipa estas tinieblas de las que estoy cansado! Tras haber
quemado tantas antorchas para descubrirte, lo menos que puedes hacer es
mostrarme tu espantoso rostro. Abjura, pues, de Mahoma, repitió el
indio; dame pruebas de tu sinceridad o no me verás nunca.
El
desgraciado Califa lo prometió todo. De inmediato el cielo se esclareció
y, a la luz de los planetas que parecían inflamados, Vathek vio
entreabierta la tierra. En sus profundidades apareció un portal de
ébano. El indio, tendido delante, mantenía en su mano una llave de oro y
la hacía sonar contra las cerraduras.
¡Ah!, gritó Vathek. ¿Cómo
puedo bajar hasta aquí sin romperme el cuello? Ven a buscarme y abre en
seguida tu puerta.— ¡Más despacio!, respondió el indio: entérate que
tengo mucha sed y que sólo podré abrir cuando la haya saciado. Necesito
la sangre de cincuenta niños: tómalos de entre los hijos de tus visires
y los grandes de tu Corte... Ni mi sed ni tu curiosidad estarán
satisfechas. Regresa, pues, a Samarah; tráeme lo que deseo; arrójalo tú
mismo a este abismo; entonces verás.
Tras estas palabras, el
indio le volvió la espalda; y el Califa inspirado por los demonios, se
decidió a hacer el horrendo sacrificio. Simuló, pues, haber recuperado
su tranquilidad y se encaminó hacia Samarah entre las aclamaciones de un
pueblo que todavía le amaba. Disimuló bien el involuntario trastorno de
su alma, hasta el punto de que Carathis y Morakanabad fueron engañados
como los demás. Ya sólo se habló de fiestas y alegría. Se puso, incluso,
sobre el tapete la historia de la bola, de la que nadie había osado
todavía hablar: se reía por todas partes; sin embargo no todo el mundo
tenía motivos de risa. Varios eran los que permanecían aún en manos de
los cirujanos a consecuencia de las heridas recibidas en aquella
memorable aventura.
Vathek se sentía muy contento de que el
asunto se tomara de tal modo, porque veía que aquello facilitaría sus
abominables proyectos. Se mostraba afable con todo el mundo, sobre todo
con sus visires y los grandes de su Corte. A la mañana siguiente les
invitó a una suntuosa comida. Poco a poco fue llevando la conversación
hacia sus hijos y preguntó, en tono benevolente, cuál de ellos tenía más
hermosos muchachos. De inmediato, todos los padres se apresuraron a
colocar a los suyos por encima de los demás. La discusión se caldeó; y
hubieran llegado a las manos de no estar presente el Califa, que fingió
querer juzgar por sí mismo.
Pronto vieron llegar un grupo de
aquellos desgraciados niños. La ternura materna les había acicalado con
todo aquello que pudiera realzar su belleza. Pero mientras la brillante
juventud atraía los ojos y los corazones, Vathek la examinó con una
pérfida avidez y eligió cincuenta para sacrificarlos al Giaour.
Entonces, con aire bonachón propuso dar a sus pequeños favoritos una
fiesta en la llanura. Debían, dijo, alegrarse más que todos los demás de
que él hubiese recuperado la salud. La bondad del Califa los conmovió y
pronto fue conocida en toda Samarah. Se prepararon literas, camellos,
caballos en los que mujeres, niños, ancianos, jóvenes, todos se
colocaron a su gusto. El cortejo se puso en marcha, seguido por todos
los confiteros de la ciudad y sus alrededores; el pueblo siguió a pie,
en inmensa muchedumbre; todo el mundo estaba contento y ni uno solo
recordaba lo que tomar ese camino costó a muchos la última vez.
El atardecer era hermoso, el aire fresco, el cielo sereno; las flores
exhalaban sus perfumes. La naturaleza, en reposo, parecía alegrarse bajo
los rayos del sol poniente. Su dulce luz doraba la cima de la montaña de
las cuatro fuentes; embellecía su ladera y coloreaba los rebaños
saltarines. Sólo se escuchaba el ruido de las fuentes, el sonido de los
caramillos y las voces de los pastores llamándose por las colinas.
Las infelices víctimas, que iban a ser inmoladas dentro de poco,
realzaban más todavía la conmovedora escena. Llenas de inocencia y
seguridad, los niños avanzaban hacia la llanura sin dejar de retozar;
uno corría persiguiendo mariposas, otro cortaba flores o recogía
pequeñas piedrecillas relucientes; varios se alejaban con paso ligero
para tener el placer de alcanzarse e intercambiar mil besos.
Ya,
a lo lejos, se veía el horrendo abismo en cuyo fondo se hallaba el
portal de ébano que, como un trazo negro, cortaba por la mitad la
llanura. Morakanabad y sus compañeros lo tomaron por una de aquellas
extravagantes obras que tanto complacían al Califa; ¡Infelices!, no
imaginaban a qué estaba destinada. Vathek, no deseando que se examinase
de muy cerca el lugar fatal, detiene la marcha y hace trazar un gran
círculo. La guardia de los eunucos avanza para medir la palestra
destinada a las carreras pedestres y para preparar los anillos que las
flechas deben atravesar. Los cincuenta jóvenes se desnudan
apresuradamente; se admira su agilidad y los agradables contornos de sus
delicados miembros. Sus ojos chispean con una alegría que se refleja en
los de sus padres. Cada cual ruega por el pequeño combatiente que más le
interesa: todo el mundo permanece atento a los juegos de aquellos seres
amables e inocentes.
El Califa elige ese momento para alejarse de
la muchedumbre, avanza hacia el borde del abismo y escucha, no sin
estremecerse, al indio que dice, rechinando los dientes: ¿Dónde están,
dónde están? ¡Implacable Giaour!, responde Vathek turbado, ¿no hay modo
de satisfacerte sin el sacrificio que exiges? ¡Ah!, si vieras la belleza
de estos niños, su gracia, su ingenuidad, te enternecerías. — ¡Al diablo
con tu enternecimiento, charlatán!, gritó el indio; ¡dame, dámelos
pronto!, o mi puerta te estará cerrada para siempre. — No grites tanto,
replicó el Califa ruborizándose.— ¡Oh!, de acuerdo, dijo el Giaour con
una sonrisa de ogro; no te falta ánimo; tendré paciencia y aguardaré
todavía un momento.
Durante aquel horrible diálogo, los juegos se hallaban en pleno
desarrollo. Terminaron, por fin cuando el crepúsculo cubrió las
montañas. Entonces, el Califa, incorporándose al borde de la enorme
grieta, gritó con todas sus fuerzas: ¡Que mis cincuenta pequeños
favoritos se acerquen a mí y que vengan en el orden en que han triunfado
en los juegos. Al primero de los vencedores le daré mi brazalete de
diamantes, al segundo mi collar de esmeraldas, al tercero mi cinturón de
topacios, y a cada uno de los demás algunas piezas de mi vestido, hasta
llegar a mis pantuflas.
Al oír aquellas palabras, las
aclamaciones se hicieron más fuertes; la bondad del príncipe era
ensalzada hasta las nubes ya que se despojaba de sus vestidos para
divertir a sus súbditos y alentar a la juventud. Entre tanto, el Califa,
desnudándose poco a poco y levantando el brazo tanto como podía, hacía
relucir cada uno de los premios; pero mientras con una mano lo entregaba
al niño que se apresuraba a recibirlo, con la otra le empujaba al abismo
donde el Giaour, siempre refunfuñando, repetía sin cesar: ¡Más, más...!
Esta horrible artimaña era tan rápida que el niño que se acercaba no
podía sospechar la suerte de quienes le habían precedido; y por lo que
se refiere a los espectadores, la oscuridad y la distancia les impedían
ver. Finalmente Vathek, tras haber precipitado a la víctima que hacía el
número cincuenta, creyó que el Giaour vendría a buscarle y presentarle
la llave de oro. Imaginaba ya ser tan grande como Suleiman, y no tener
que rendir cuentas, cuando, con gran sorpresa por su parte, la grieta se
cerró, y sintió bajo sus pies la tierra tan firme como era de ordinario.
Su rabia y su desesperación fueron inexpresables. Maldecía la perfidia
del indio; le llamaba con los más infames apelativos y golpeaba con el
pie como si hubiera perdido el juicio. Sus visires y los grandes de la
corte, más próximos a él que los demás, creyeron al principio que se
había sentado en la hierba para jugar con los niños; pero una especie de
inquietud les embargó y, avanzando, vieron al Califa solo que les dijo
con aire de extravío: ¿Qué queréis? ¡Nuestros hijos, nuestros hijos!,
gritaron. Qué graciosos sois, les respondió, queréis hacerme responsable
de los accidentes de la vida, vuestros hijos han caído, jugando, en el
precipicio que se abrió en este lugar, y yo mismo habría caído de no
haber dado un salto hacia atrás.
Al oír estas palabras, los
padres de los cincuenta niños lanzaron desgarradores gritos, que las
madres repitieron una octava más alta; mientras, los demás, sin saber de
qué gritaban, intentaban sobrepasarles con sus aullidos. Pronto se dijo
por todas partes: ¡Es una jugada que nos ha hecho el Califa para
complacer a su maldito Giaour; castiguémosle por su perfidia,
venguémonos, venguemos la sangre inocente. Arrojemos a este cruel
príncipe en la catarata y que incluso su memoria sea aniquilada.
Carathis, aterrada por tal rumor, se acercó a Morakanabad. Visir, le
dijo, habéis perdido dos hermosos niños, debéis ser el más desolado de
los padres; pero sois virtuoso, salvad a vuestro señor. Sí, Señora,
respondió el visir; intentaré, con peligro de mi vida, sacarle del
peligro en que se halla; luego le abandonaré a su funesto destino.
Bababalouk, prosiguió la mujer, poneos a la cabeza de vuestros eunucos;
apartemos a la muchedumbre; llevemos, si es posible, a este infeliz
príncipe a su palacio. Bababalouk y sus compañeros, por primera vez, se
felicitaron de que les hubieran arrebatado la posibilidad de ser padres.
Obedecieron al visir, y éste, secundándoles lo mejor que pudo, llevó a
cabo por fin su generosa empresa. Entonces, se retiró para llorar a sus
anchas.
En cuanto el Califa hubo regresado, Carathis hizo que
cerraran las puertas de palacio. Pero viendo que el tumulto aumentaba y
que de todos lados brotaban imprecaciones, le dijo a su hijo: ¡No
importa si tenéis razón o no!, hay que salvar vuestra vida. Retirémonos
a vuestros apartamentos; desde allí pasaremos por el subterráneo, que
sólo conocemos vos y yo, y llegaremos a la torre donde, ayudados por los
mudos que jamás han salido de allí, resistiremos. Bababalouk creerá que
seguimos en el palacio y defenderá la entrada por su propio interés;
entonces, sin preocuparnos de los consejos del llorón Morakanabad,
veremos lo que puede hacerse.
Vathek no respondió una sola
palabra a cuanto su madre le decía y se dejó conducir como ella quiso;
pero, mientras caminaba repetía: ¿Dónde estás, horrible Giaour? ¿No has
devorado todavía a esos niños? ¿Dónde están tus sables, tu llave de oro,
tus talismanes? Aquellas palabras permitieron a Carathis adivinar parte
de la verdad. Cuando su hijo, ya en la torre, se hubo tranquilizado, un
poco, no le costó sonsacársela por completo. Y no sintió escrúpulo
alguno, pues era tan malvada como pueda serlo una mujer, que ya es
decir, porque este sexo se vanagloria de sobrepasar en todo al que le
discute la superioridad. El relato del Califa no produjo, pues, a
Carathis ni sorpresa ni horror; le impresionaron tan sólo las promesas
del Giaour, y dijo a su hijo: Debe reconocerse que el tal Giaour es algo
sanguinario; sin embargo, las potencias terrestres deben ser más
terribles todavía; pero las promesas del uno y los dones de los otros
bien valen algunos pequeños esfuerzos; ningún crimen debe parecemos
costoso cuando tales tesoros son su recompensa. Dejad, pues, de quejaros
del indio; me parece que no habéis cumplido todas las condiciones que
pone a sus servicios. No dudo que debe ser necesario hacer un sacrificio
a los genios subterráneos y tendremos que pensar en ello cuando se haya
apaciguado el motín; voy a restablecer la calma y, por mi parte, no
temería vuestros tesoros puesto que tendremos muchos más. Aquella
princesa, que poseía por completo el arte de persuadir, volvió a
recorrer el subterráneo y, llegando a palacio, se mostró al pueblo desde
la ventana. Lo arengó mientras Bababalouk arrojaba oro a manos llenas.
Ambos métodos tuvieron éxito, el motín se. apaciguó: Todos regresaron a
sus casas y Carathis recorrió de nuevo el camino de la torre.
Anunciaban la plegaria del amanecer cuando Carathis y Vathek
subieron los innumerables escalones que conducían a la cúspide de la
torre y, aunque la mañana fuera triste y lluviosa, permanecieron allí
algún tiempo. Aquella sombría luminosidad gustaba a sus malvados
corazones. Cuando vieron que el sol iba a atravesar las nubes, hicieron
plantar un pabellón para ponerse al abrigo de sus rayos. El Califa,
abrumado por la fatiga, no pensó, primero, más que en reposar, y con la
esperanza de tener visiones significativas, se entregó al sueño. Por su
parte, la activa Carathis, seguida de una parte de sus mudos, bajó para
preparar el sacrificio que debía llevarse a cabo la noche siguiente.
Por pequeños escalones tallados en el espeso muro y que sólo conocían
ella y su hijo, bajó a pozos misteriosos que guardaban las momias de los
antiguos faraones, arrancadas de sus tumbas; se dirigió a una galería
donde, custodiados por cincuenta negras mudas y tuertas del ojo derecho,
se conservaba el aceite de las serpientes más venenosas, cuernos de
rinoceronte y maderas de sofocante olor cortadas por magos en lo más
profundo de las Indias; sin mencionar mil horribles rarezas más. La
misma Carathis había reunido aquella colección, con la esperanza de
tener, un día u otro, algún trato con las potencias infernales a las que
amaba apasionadamente y cuyos gustos conocía. Para acostumbrarse a los
horrores que meditaba, permaneció algún tiempo con sus negras que
bizqueaban atractivamente del único ojo que poseían y miraban con
delicia las calaveras y los esqueletos.
A medida que iban
sacándolos de los armarios, hacían espantosas contorsiones, y, admirando
a la princesa, chillaban hasta aturdiría. Por fin, ahogándose por el
hedor, Carathis se vio obligada a abandonar la galería tras haberla
despojado de sus monstruosos tesoros.
Entre tanto, el Califa no
había tenido las visiones que esperaba; pero había recuperado en
aquellas elevadas regiones su voraz apetito. Pidió comida a los mudos y,
tras haber olvidado por completo que eran sordos, les pegó, les mordió y
les pellizcó porque no se movían. Por fortuna para aquellas miserables
criaturas, Carathis llegó para poner fin a tan indecente escena. «¿Qué
es esto, hijo mío?, dijo sin aliento; me ha parecido oír el grito de mil
murciélagos expulsados de su cubil, y son sólo esos pobres mudos a
quienes estáis maltratando: realmente no merecéis las excelentes
provisiones que os traigo. — ¡Dádmelo, dádmelo!, gritó el Califa; me
muero de hambre. — ¡A fe mía!, buen estómago tendríais, dijo, si
pudierais digerir todo lo que aquí tengo.— Apresuraos, repitió el
Califa. ¡Pero, cielos! ¡Qué horror! ¿Qué queréis hacer? Estoy a punto de
vomitar. — Vamos, vamos, replicó Carathis, no seáis tan delicado,
ayudadme a ordenar todo esto; ya veréis cómo los mismos objetos que
ahora os dan asco, os harán feliz. Preparemos la pira para el sacrificio
de esta noche, y no penséis en comer hasta que la hayamos levantado.
¿Ignoráis que todos los ritos solemnes deben ser precedidos por un ayuno
riguroso?»
El Califa, sin atreverse a replicar, se abandonó al
dolor y a las ventosidades que comenzaban a asolar sus entrañas,
mientras su madre seguía con sus ocupaciones. Pronto estuvieron
dispuestos, en las balaustradas de la torre, los frascos de aceite de
serpiente, las momias y las osamentas. La pira empezó a elevarse y, en
tres horas, tuvo veinte codos de altura. Por fin llegaron las tinieblas
y Carathis, gozosa, se despojó de sus vestiduras: palmeaba y blandía una
antorcha de grasa humana; los mudos la imitaron; pero Vathek, extenuado
de hambre, no pudo aguantar más tiempo y cayó desvanecido.
Ya los
ardientes goterones de las antorchas encendían la madera mágica, el
aceite envenenado arrojaba mil brillos azulados, las momias se consumían
lanzando torbellinos de un humo negro y opaco; por fin las llamas
llegaron a los cuernos de rinoceronte, se propagó un hedor tan infecto
que el Califa volvió sobresaltado en sí y recorrió con ojos extraviados
la llameante escena. El aceite inflamado corría a grandes regueros y las
negras, que no dejaban de traer más, unían sus aullidos a los gritos de
Carathis. Las llamas se hicieron tan violentas y el acero pulido las
reflejaba con tanta vivacidad que el Califa, sin poder soportar ya su
ardor ni su brillo, se refugió bajo el estandarte imperial.
Sorprendidos por la luz que iluminaba toda la ciudad, los habitantes
de Samarah se levantaron apresuradamente, subieron a sus techos, vieron
la torre incendiada y bajaron a la plaza medio desnudos. El amor por su
soberano despertó de nuevo en aquel momento y, creyendo que iba a
abrasarse en su torre, no pensaron más que en salvarle. Morakanabad
salió de su retiro enjugando sus lágrimas y gritando fuego como los
demás. Bababalouk, cuya nariz estaba más habituada a los olores mágicos,
sospechaba que Carathis estaba llevando a cabo uno de sus hechizos y
aconsejó a todo el mundo que permaneciera tranquilo. Le trataron de
perezoso y de insigne traidor, hicieron avanzar los camellos y los
dromedarios cargados de agua; pero ¿cómo entrar en la torre?
Mientras se obstinaban en forzar sus puertas, un furioso viento se
levantó del noroeste e hizo llegar las llamas muy lejos. Primero, el
pueblo retrocedió, luego redobló su celo. Los infernales hedores de los
cuernos y las momias, llenándolo todo, apestaban el aire, y varias
personas, casi sofocadas, cayeron a suelo. Quienes permanecían en pie
decían a sus vecinos: Alejaos, os envenenaréis. Morakanabad, más enfermo
que los demás, daba lástima; en todas partes la gente se tapaba la
nariz. Pero nada detuvo a quienes derribaban las puertas. Ciento
cuarenta de los más robustos y más determinados lo consiguieron. Ganaron
la escalera y recorrieron un buen trecho en un cuarto de hora.
Carathis, alarmada por las señales de sus mudos y sus negras, avanza
hacia la escalera, baja algunos escalones y oye varias voces que gritan:
¡Aquí hay agua! Bastante ágil para su edad, regresa rápidamente a la
plataforma y dice a su hijo: Un momento; suspended el sacrificio; pronto
tendremos algo para hacerlo más hermoso. Algunos, imaginando sin duda
que el pueblo estaba en la torre, han tenido la temeridad de romper las
puertas, hasta ahora inviolables, y se acercan llevando agua. Debe
reconocerse que son muy bondadosos al haber olvidado vuestra falta; pero
¡qué importa! Dejémosles subir, les sacrificaremos al Giaour. A nuestros
mudos no les falta ni fuerza ni experiencia. — Sea, respondió el Califa,
terminemos de una vez y comamos.
Aquellos infelices no tardaron
en aparecer. Sin aliento tras haber subido tan de prisa once mil
escalones, desesperados al ver sus cubos medio vacíos, no habían hecho
más que llegar cuando el brillo de las llamas y el hedor de las momias
ofuscaron simultáneamente todos sus sentidos. Fue una lástima, pues no
vieron la agradable sonrisa con la que los mudos y las negras les ponían
la cuerda al cuello; pero no todo se había perdido ya que aquellas
agradables personas no gozaron por ello menos de tal escena. Nunca nadie
había estrangulado con mayor facilidad; todos caían sin resistencia y
expiraban sin lanzar un grito; de modo que Vathek se halló pronto
rodeado por los cuerpos de sus más fieles subditos que fueron arrojados
a la pira. Carathis, que estaba en todo, creyó tener ya bastante; hizo
tensar las cadenas y cerrar las puertas de acero que se hallaban en el
corredor.
Apenas fueron ejecutadas aquellas órdenes cuando la
torre tembló; los cadáveres desaparecieron y las llamas, de oscuro
carmesí, se volvieron de hermoso color rosa. Un vapor suave hizo sentir
sus delicias; las columnas de mármol arrojaron armoniosos sones y los
cuernos licuados exhalaron un encantador perfume. Carathis, en éxtasis,
gozaba por adelantado el éxito de sus conjuros; mientras, los mudos y
las negras, a quienes los buenos olores daban cólicos, se retiraron a
sus cubiles refunfuñando.
En cuanto se hubieron marchado, la
escena cambió. La pira, los cuernos y las momias dejaron paso a una mesa
magníficamente servida. En ella se veía, entre una multitud de
exquisitos manjares, frascos de vino, jarros de Fagfouri donde un
excelente sorbete reposaba sobre nieve. El Califa se arrojó sobre todo
ello como un buitre y comenzó a devorar un lechal con alfóncigos; pero
Carathis, ocupada en otras cosas, extraía de una urna afiligranada un
pergamino enrollado del que no se veía el final y que su hijo ni
siquiera había advertido. Terminad de una vez, glotón, le dijo en tono
imponente, y escuchad las magníficas promesas que os hacen; entonces
leyó en voz alta lo que sigue:
«Vathek, mi bien amado, has
sobrepasado mis esperanzas; mi nariz ha saboreado el aroma de tus
momias, de tus excelentes cuernos y, sobre todo, de la sangre humana que
has derramado sobre la pira. Cuando la luna alcance su plenitud, sal de
tu palacio rodeado de todas las señales de tu poder; que los coros de
tus músicos te precedan al son de clarines y redoble de timbales, haz
que te siga la flor y nata de tus esclavos y tus más queridas esposas,
hazte acompañar de mil camellos suntuosamente cargados y toma el camino
de Istakhar. Allí te espero; allí, ceñido por la diadema de Gian Ben
Gian y nadando en toda clase de delicias, los talismanes de Suleiman y
los tesoros de los sultanes preadamitas te serán entregados ; pero ay de
ti si en el camino aceptas asilo alguno.»
El Califa, pese a su cotidiano lujo, jamás había cenado tan bien. Se
entregó a la alegría que le inspiraban tan buenas nuevas y bebió de
nuevo. Carathis no odiaba el vino y aceptaba de buena gana todos los
brindis que, por ironía, hacía su hijo a la salud de Mahoma. Aquel
pérfido licor le llenó de impía confianza. Blasfemaba; el asno de
Balaam, el perro de los siete Durmientes y los demás animales que se
hallan en el paraíso del Santo Profeta fueron blanco de sus escandalosas
bromas. En ese estado bajaron alegremente los once mil escalones,
burlándose de los rostros inquietos que veían, en la plaza, a través de
los tragaluces de la torre; llegaron al subterráneo y se dirigieron a
los apartamentos reales. Bababalouk paseaba por ellos con aire
tranquilo, dando órdenes a los eunucos que avivaban las velas y pintaban
los hermosos ojos de las circasianas. En cuanto divisó al Califa dijo:
¡Ah, ya veo que no os habéis abrasado!; lo sospechaba.— Qué nos importa
lo que has pensado o lo que has dejado de pensar, gritó Carathis. Ve,
corre, di a Morakanabad que queremos hablarle y, sobre todo, no te
entretengas haciendo tus insípidas reflexiones.
El gran visir llegó de inmediato, Vathek y su madre le recibieron
con mucha gravedad diciéndole, en tono plañidero, que el fuego de la
cúspide de la torre había sido apagado; pero que, por desgracia, había
costado la vida a los valientes que habían acudido en su auxilio.
¡Nuevos infortunios!, gritó gimiendo Morakanabad: ¡Ah! Comendador de los
Fieles; nuestro santo el Profeta está sin duda irritado con nosotros; a
vos os toca apaciguarle. Le apaciguaremos, respondió el Califa con una
sonrisa que no anunciaba nada bueno. Tendréis tiempo suficiente para
dedicarlo a vuestras plegarias; este lugar me echa a perder la salud,
quiero cambiar de aires; la montaña de las cuatro fuentes me aburre,
tengo que beber en el riachuelo de Rocnabad y complacerme en los
hermosos valles que riega. En mi ausencia vos gobernaréis el Estado de
acuerdo con los consejos de mi madre, y le procuraréis cuanto precise
para sus experiencias; pues bien sabéis que nuestra torre está llena de
cosas preciosas para las ciencias.
Aquella torre no gustaba
demasiado a Morakanabad; su construcción había agotado preciosos tesoros
y nunca había visto que se llevaran a ella otra cosa que negras, mudos y
abominables drogas. Tampoco sabía qué pensar de Carathis que, como un
camaleón, tomaba todos los colores. Su maldita elocuencia había puesto a
menudo entre la espada y la pared al pobre musulmán; pero si ella no
valía gran cosa, su hijo era todavía peor, y se alegraba viéndose libre
de él. Fue pues a tranquilizar al pueblo y a prepararlo todo para el
viaje de su señor.
Vathek, esperando complacer más todavía a los
espíritus del palacio subterráneo, quiso que su viaje fuera de inaudita
magnificencia. Para ello, confiscó a diestro y siniestro los bienes de
sus subditos, mientras su digna madre visitaba los harenes y los
despojaba de sus pedrerías. Todas las costureras, todas las bordadoras
de Samarah y otras grandes ciudades a cincuenta leguas a la redonda,
trabajaron sin descanso en los palanquines, sofás, canapés y literas que
debían embellecer el cortejo del monarca. Se tomaron todas las hermosas
telas de Masulipatan y se empleó tanta muselina para adornar a
Bababalouk y los demás eunucos negros que no quedó una sola alna en todo
el Irak babilonio.
Mientras se hacían tales preparativos,
Carathis daba pequeñas cenas para hacerse agradable a las potencias
tenebrosas. Fueron invitadas las damas más famosas por su belleza.
Buscó, sobre todo, las más blancas y las más delicadas. Nada era más
elegante que aquellas cenas; pero, cuando la alegría se hacía general,
sus eunucos soltaban bajo la mesa víboras y vaciaban cestos llenos de
escorpiones. Puede imaginarse que todo aquello mordía a maravilla.
Carathis fingía no advertirlo y nadie se atrevía a moverse. Cuando veía
que los comensales iban a expirar, se divertía curando algunas heridas
con un excelente teriaca de su invención; pues aquella buena princesa
sentía horror por la ociosidad.
Vathek no era tan laborioso como
su madre. Pasaba el tiempo alimentando sus sentidos en los palacios que
les estaban dedicados. Ya no se le veía ni
en el Diván ni en la
mezquita; y mientras la mitad de Samarah seguía su ejemplo, la otra
mitad se lamentaba de los progresos de la corrupción.
Entretanto
regresó la embajada que se había enviado a La Meca en tiempos más
piadosos. La componían los más reverendos mu-llahs. Su misión había sido
perfectamente llevada a cabo y traían una de aquellas preciosas escobas
que habían limpiado la sagrada Cahaba: era un regalo realmente digno del
mayor príncipe de la tierra.
El Califa se hallaba, en aquel
momento, retenido en un lugar poco adecuado para recibir embajadores.
Escuchó la voz de Bababalouk que gritaba detrás de la puerta: Aquí están
el excelente Edris Al Shafei y el seráfico Mouhateddin que traen la
escoba de La Meca y que, con lágrimas de alegría desean ardientemente
presentarla a Vuestra Majestad. — Que me traigan aquí esa escoba, dijo
Vathek; es posible que me sea de alguna utilidad. ¿Cómo?, respondió
Bababalouk fuera de sí.— ¡Obedece!, replicó el Califa, ésta es mi
suprema voluntad; quiero recibir aquí, y en ninguna otra parte, a esa
buena gente que te extasía.
El eunuco se fue murmurando y dijo al
venerable cortejo que le siguiera. Una santa alegría recorrió a los
respetables ancianos y, aunque algo fatigados por su largo viaje,
siguieron a Bababalouk con una agilidad que parecía milagrosa. Enfilaron
los augustos pórticos y les pareció muy halagador que el Califa no les
recibiera, como a la gente ordinaria, en la sala de audiencias. Pronto
llegaron al interior del serallo donde, a través de gruesos cortinajes
de seda, creyeron percibir grandes y hermosos ojos azules y negros que
iban y venían como relámpagos. Llenos de respeto y de asombro, poseídos
de su misión celeste, avanzaron en procesión hacia estrechos corredores
que parecían no llevar a parte alguna y que les condujeron a la pequeña
celda donde les aguardaba el Califa.
¿Estará enfermo el Comendador de los Fieles?, decía en voz baja
Edris Al Shafei a su compañero. — Sin duda está en su oratorio,
respondió Al Mouhateddin. Vathek, que escuchaba aquel diálogo, les
gritó: ¿Qué os importa dónde estoy?, seguid avanzando. Entonces, sacó su
mano a través de las cortinas y pidió la sagrada escoba. Todos se
prosternaron respetuosamente, tanto como se lo permitió el corredor, e
incluso en un semicírculo bastante correcto. El respetable Edri Al
Shafei sacó la escoba de entre los lienzos bordados y perfumados que
ocultaban su vista a los ojos del vulgo, se adelantó a sus compañeros y
avanzó pomposamente hacia el pretendido oratorio. ¡Qué sorpresa y qué
horror se apoderaron de él! Vathek, con una risa burlona, le arrebató la
escoba que mantenía con mano temblorosa y, mirando algunas telas de
araña suspendidas del azulado techo, las barrió sin dejar una.
Los ancianos, petrificados, no osaban levantar sus barbas del suelo. Lo
veían todo, ya que Vathek había corrido negligentemente la cortina que
les separaba de él. Sus lágrimas humedecieron el mármol. Al Mouhateddin
se desmayó de despecho y fatiga, mientras el Califa se dejaba caer de
espaldas, riendo y palmeando sin misericordia. Moreno mío, dijo por fin
a Bababalouk, ofrece a esta buena gente mi vino de Shiraz. Puesto que
pueden vanagloriarse de conocer mi palacio mejor que nadie, ningún honor
es demasiado para ellos. Diciendo tales palabras les arrojó a la cara la
escoba y fue a reírse con Carathis. Bababalouk hizo cuanto pudo para
consolar a los ancianos, pero dos de los más débiles murieron de
inmediato; los otros, no queriendo ya ver la luz, se hicieron llevar a
sus lechos de donde no salieron jamás.
A la noche siguiente,
Vathek y su madre subieron a lo más alto de la torre para consultar a
los astros sobre su viaje. Las constelaciones se hallaban en una
posición de las más favorables y el Califa quiso gozar de tan halagador
espectáculo. Cenó alegremente en la plataforma, ennegrecida todavía por
el horrendo sacrificio. Durante la comida se escucharon grandes
carcajadas que resonaban en la atmósfera y de las que dedujo el más
favorable augurio.
Todo estaba en movimiento en el palacio. Las
luces no se apagaban en toda la noche, el estruendo de los yunques y los
martillos, la voz de las mujeres y de sus guardianes que cantaban
mientras bordaban, todo interrumpía el silencio de la naturaleza y
complacía infinitamente a Vathek, que creía estar ya subiendo,
triunfante, al trono de Suleiman.
El pueblo no se alegraba menos
que el Califa. Todos ponían manos a la obra para apresurar el instante
que debía liberarles de la tiranía de tan extravagante señor.
El
día que precedió a la partida de aquel príncipe insensato, Carathis
creyó prudente renovarle sus consejos. No cesaba de repetir los decretos
del pergamino misterioso, que había aprendido de memoria, y
recomendarle, sobre todo, que no entrara durante el viaje en casa
alguna. Ya sé, le decía, que te gustan los buenos platos y las
muchachas; pero conténtate con tus antiguos cocineros, que son los
mejores del mundo, y recuerda que en tu serrallo ambulante hay, por lo
menos, tres docenas de hermosos rostros a los que Bababalouk no ha
levantado todavía el velo. Si mi presencia no fuera necesaria aquí, yo
misma vigilaría tu conducta, me apetecería mucho ver el palacio
subterráneo, lleno de objetos interesantes para gente de nuestra
condición; nada me complace más que las cavernas; tengo un gusto
decidido por los cadáveres y las momias, y apuesto a que encontrarás la
quintaesencia de este género. No me olvides, pues, en cuanto estés en
posesión de los talismanes que deben darte la realeza de los metales
perfectos y abrirte el centro de la tierra, no dejes de enviarme algún
genio de confianza para que venga a recogerme con mi gabinete. El aceite
de las serpientes, a las que he pellizcado hasta la muerte, será un
hermoso presente para nuestro Giaour, que debe apreciar este tipo de
golosinas.
Cuando Carathis hubo terminado tan hermoso discurso,
el sol se ocultó tras la montaña de las cuatro fuentes y dejó paso a la
luna. El astro, entonces en todo su esplendor, cobraba una belleza y una
circunferencia extraordinarias a los ojos de las mujeres, de los eunucos
y los pajes que ardían en deseos de partir. La ciudad hervía de gritos
gozosos y fanfarrias. Sólo se veían plumas flotando en todos los
pabellones y penachos brillando a la dulce claridad de la luna. La gran
plaza parecía un arriate esmaltado de los más bellos tulipanes de
Oriente.
El Califa, vestido de ceremonia, apoyándose en su visir y en
Bababalouk, descendió la gran rampa de la torre. Toda la multitud estaba
prosternada y los camellos, magníficamente cargados, se arrodillaron
ante él. El espectáculo era soberbio y el propio Califa se detuvo para
admirarlo. Todo guardaba un respetuoso silencio que, sin embargo, se vio
algo turbado por los gritos de los eunucos de retaguardia. Estos
vigilantes servidores habían advertido que algunos de los palanquines de
las damas se inclinaban demasiado hacia un costado; algunos mozos se
habían hábilmente introducido en ellos; pero pronto fueron expulsados de
allí y entregados, con precisas instrucciones, a los cirujanos del
serrallo.
Tan mínimos incidentes no interrumpieron la majestad de
la augusta escena, Vathek saludó a la luna con aire de complicidad, y
los doctores de la ley se escandalizaron ante tal idolatría, así como
los visires y los grandes, reunidos para gozar de las últimas miradas de
su soberano. Por fin, los clarines y las trompetas dieron, desde lo alto
de la torre, la señal de partida. Aunque perfectamente afinados, se
creyó, sin embargo, advertir algunas disonancias; era Carathis que
cantaba himnos al Giaour mientras las negras y los mudos le hacían la
segunda voz. Los buenos musulmanes creyeron escuchar el bordoneo de
insectos nocturnos de mal augurio y suplicaron a Vathek que cuidara de
su sagrada persona.
Se enarbola el gran estandarte del califato;
veinte mil lanzas brillan tras de él, y el Califa, pisando
majestuosamente los tejidos de oro extendidos a su paso, sube a la
litera entre las aclamaciones de sus subditos. Entonces, se abre la
marcha en el mejor orden y en tan gran silencio que se oyen cantar las
cigarras en los matorrales de la llanura de Cacoult. Recorrieron seis
buenas leguas antes del alba, y la estrella de la mañana brillaba
todavía en el firmamento cuando el numeroso cortejo llegó a orillas del
Tigris, donde se levantaron las tiendas para reposar el resto de la
jornada.
Tres días transcurrieron del mismo modo. Al cuarto, el
airado cielo estalló en mil llamaradas: el rayo produjo un espantoso
estruendo y las circasianas, temblorosas, se asían a sus inmundos
guardianes. El Califa comenzó a echar de menos el Palacio de los
Sentidos; sentía un gran deseo de refugiarse en el gran burgo de
Ghulchiffar, cuyo gobernador había acudido a ofrecerle un refrigerio.
Pero tras mirar sus tablillas, se dejó, intrépidamente, empapar hasta
los huesos, pese a los ruegos de sus favoritas. Su empresa le importaba
demasiado y las grandes expectativas mantenían su valor. Muy pronto el
cortejo se perdió; se hizo venir a los geógrafos para saber dónde
estaban. Pero sus empapados mapas se hallaban en un estado tan
lamentable como su persona; además, desde Haroun Al-Rachid no se habían
hecho más viajes y no sabían hacia dónde dirigirse. Vathek, que poseía
grandes conocimientos sobre la situación de los cuerpos celestes,
ignoraba en qué lugar de la tierra se encontraba. Rugía con más fuerzas
aún que el trueno y soltaba, de vez en cuando, la palabra horca, que no
sonaba agradablemente en lo oídos literarios. Por fin, no queriendo
seguir más que sus propias ideas, ordenó cruzar los escarpados
roquedales y tomar el camino que, según creía, iba a conducirle en
cuatro días a Rocnabad; por más que se le hicieron algunas objeciones,
su decisión estaba tomada.
Los eunucos y las mujeres, que jamás
habían visto nada semejante, se estremecían ante el aspecto de las
gargantas montañosas y lanzaban lamentables gritos viendo los horribles
precipicios que bordeaban el pendiente sendero en el que se encontraban.
La noche cayó antes de que el cortejo llegase a la cima del más alto
roquedal. Entonces, un viento impetuoso hizo jirones las cortinas de los
palanquines y las literas, y dejó a las pobres damas entregadas a todos
los furores de la tempestad. La oscuridad del cielo acentuó el terror de
aquella noche desastrosa; así que todo eran lamentos de los pajes y
llantos de las muchachas.
Además, para mayor desgracia, se
escucharon espantosos rugidos y pronto se divisaron, en la espesura de
los bosques, ojos llameantes que sólo podían pertenecer a diablos o
tigres. Los exploradores, que preparaban el camino del mejor modo
posible, y una parte de la vanguardia fueron devorados antes de poder
advertirlo. La confusión era extrema; los lobos, los tigres y demás
carniceros, invitados por sus compañeros, acudían de todas partes. Se
escuchaban crujidos de huesos y, en el aire, un espantoso aleteo; los
buitres comenzaban a añadirse al festín.
El espanto llegó por fin
al gran contingente de tropas que rodeaba al monarca y su serrallo, que
se hallaba a dos leguas de distancia. Vathek, amparado por sus eunucos,
no se había dado cuenta todavía de nada; estaba perezosamente tendido en
los cojines de seda de su amplia litera; y mientras dos pequeños pajes,
más blancos que el esmalte de Franguistan, le espantaban las moscas,
dormía profundamente y veía, en sus sueños, brillar los tesoros de
Suleiman. Los clamores de sus mujeres le despertaron y, en vez de al
Giaour con su llave de oro, vio a Bababalouk tembloroso y consternado:
Sire, gritó el fiel servidor del más poderoso de los monarcas, las
desgracias han llegado al colmo; las bestias feroces, que no os
respetarían más que a un asno muerto, han caído sobre vuestros camellos.
Treinta de los más ricamente cargados han sido devorados con sus
conductores; vuestros panaderos, vuestros cocineros y los que acarreaban
vuestras provisiones de boca han sufrido la misma suerte y, si nuestro
Santo Profeta no nos protege, no volveremos a comer en toda nuestra
vida. Al oír la palabra comer, el Califa perdió todo comedimiento, aulló
y se dio grandes golpes. Bababalouk, viendo que su señor había perdido
por completo la cabeza, se tapó los oídos para evitar al menos el
escándalo del serrallo. Y, puesto que las tinieblas aumentaban y el
estruendo se hacía cada vez más grande, tomó una decisión heroica.
Vamos, señoras y compañeros, gritó con todas sus fuerzas; pongamos manos
a la obra, démosle pronto al pandero. Que no se diga que el Comendador
de los verdaderos Creyentes ha servido de pasto a infieles animales.
Aunque había entre las bellas no pocas rebeldes y caprichosas, todas
se sometieron en esa ocasión. En un abrir y cerrar de ojos, aparecieron
llamas en todas las literas. Diez mil antorchas se encendieron de
inmediato, todo el mundo se armó de grandes cirios e incluso el mismo
Califa lo hizo. Estopas empapadas en aceite y ardiendo en la punta de
largos venablos arrojaban tanta luz que las rocas parecían iluminadas
como en pleno día. El aire se llenó de torbellinos chisporroteantes, y
el viento, que los llevaba a todas partes, hizo que el fuego prendiera
en los helechos y los matorrales. Poco tiempo después, el incendio hizo
rápidos progresos; se vieron serpientes reptando por todas partes,
llenas de desesperación, que buscaban sus nidos dando espantosos
silbidos. Los caballos, encabritados, relinchaban, coceaban y pataleaban
sin cesar.
Uno de los bosques de cedros que bordeaba el camino se
incendió y las ramas que colgaban hacia el sendero comunicaron sus
llamas a las finas muselinas y a las bellas telas que cubrían los
palanquines de las damas, que se vieron obligadas a salir de ellos aun a
riesgo de romperse el cuello. Vathek, vomitando mil blasfemias, se vio
obligado, como los demás, a poner en tierra sus sagrados pies.
Jamás había ocurrido nada igual. Las damas que no sabían salir del apuro
caían en el barro llenas de despecho, de vergüenza y de rabia. ¡Yo,
caminar yo!, decía una de ellas; ¡mojarme yo los pies!, decía otra;
¡ensuciar mis ropas!, gritaba la tercera; ¡odioso Bababalouk!, decían
todas a la vez. ¡Basura del infierno! ¿Qué necesidad tenías de
antorchas? Mejor verse devoradas por los tigres que encontrarnos en el
estado en que estamos. Henos aquí perdidas para siempre. No habrá
descargador en el ejército, ni limpiador de camellos que no pueda
vanagloriarse de haber contemplado una parte de nuestro cuerpo y, lo que
es peor, nuestros rostros. Diciendo estas palabras, las más púdicas se
arrojaron de bruces sobre el camino. Las que tenían algo más de valor
guardaron rencor a Bababalouk; pero él, que las conocía y que era
delicado, puso pies en polvorosa con sus cofrades, sacudiendo sus
antorchas y redoblando sus timbales.
El incendio expandió luz tan
viva como la del sol en el más hermoso día de la canícula, y daba un
calor proporcional. ¡Oh, colmo de horror! ¡El Califa estaba atollado
como un simple mortal! Sus sentidos comenzaban a adormecerse; ya no
podía caminar. Una de sus mujeres etíopes (pues las tenía en gran
variedad) se compadeció de él, le tomó en brazos, le cargó sobre sus
hombros y, viendo que el fuego avanzaba por todas partes, salió como un
rayo pese a su cargamento. Las demás damas, a quienes el peligro había
devuelto el uso de las piernas, la siguieron con todas sus fuerzas; los
guardas echaron a galopar tras ellas y los palafreneros azuzaron a los
camellos, tropezando unos con otros.
Llegaron por fin al lugar
donde las bestias feroces habían comenzado la carnicería; pero éstas
eran demasiado inteligentes como para no haberse retirado al oír tan
tremendo escándalo, habiendo además cenado a las mil maravillas.
Bababalouk se apoderó sin embargo de dos o tres de las más gordas, que
se habían atiborrado de tal modo que no podían ya moverse: comenzó a
despellejarlas con limpieza; y, puesto que estaban ya bastante alejados
del incendio como para que el calor fuera tan sólo moderado y agradable,
decidieron detenerse en el lugar donde se hallaban. Recogieron jirones
de tapices; enterraron los restos del banquete de los lobos y los
tigres; se vengaron con unas docenas de buitres ahítos, y, tras haber
hecho recuento de los camellos, que tranquilamente se disponían a
producir sal de amoníaco, se encestó a las damas de cualquier modo y se
plantó la tienda imperial sobre terreno menos pedregoso.
Vathek
se tendió sobre sus colchones de pluma y comenzó a recuperarse de las
sacudidas de la etíope; ¡aquélla había sido una ruda montura! El
descanso reavivó su acostumbrado apetito; pidió comida pero, ¡ay!,
aquellos delicados panecillos que se cocían en hornos de plata para su
real boca, aquellos exquisitos pasteles, sus ambarinas confituras,
aquellos frascos de vino de Shiraz, aquellas porcelanas llenas de nieve,
aquellos excelentes racimos de uva que crecían a orillas del Tigris,
todo había desaparecido. Bababalouk sólo podía ofrecerle un gran lobo
asado, buitres adobados, hierbas amargas, setas venenosas, cardos y
raíces de mandrágora que llagaban la garganta y hacían pedazos la
lengua. Por todo licor poseía sólo algunas botellas de mal aguardiente
que los marmitones habían ocultado en sus babuchas. No es difícil
imaginar que una comida tan detestable desesperase a Vathek; se tapaba
la nariz y masticaba con espantosas muecas. Sin embargo, comió bastante
y se durmió para digerir mejor.
Mientras, las nubes habían
desaparecido del horizonte. El sol era ardiente y sus rayos,
reflejándose en las rocas, abrasaban al Califa, pese a las cortinas que
le rodeaban. Un enjambre de hediondos mosquitos color absenta le picaban
hasta hacerle sangrar. Sin poder resistirlo más, despertó sobresaltado
y, fuera de sí, no sabía qué hacer y se debatía con todas sus fuerzas,
mientras Bababalouk seguía roncando, cubierto de aquellos horribles
insectos que cortejaban su nariz. Los pajecillos habían dejado en el
suelo sus abanicos. Estaban medio muertos y empleaban sus expirantes
voces en hacer amargos reproches al Califa que, por primera vez en su
vida, escuchó la verdad.
Reinició entonces sus imprecaciones
contra el Giaour y comenzó incluso a hacer algunas alabanzas a Mahoma.
¿Dónde estoy?, gritó; ¡qué horrendas rocas son éstas! ¡Qué tenebrosos
valles! ¿Hemos llegado al horrible Caf? ¿Vendrá la Simorga a sacarme los
ojos para vengar mi impía expedición? Y diciendo esto, pasó la cabeza
por una abertura del pabellón; pero, ¡ay!, qué paisajes se presentaron a
su vista. Por un lado, una llanura de negra arena cuyo fin no podía
percibirse; por el otro, declives de rocas cubiertas de aquellos
abominables cardos que le escocían aún en la lengua. Creyó, sin embargo,
descubrir, entre abrojos y espinas, algunas flores gigantescas; se
engañaba: no eran más que jirones de tapices y restos de su magnífico
cortejo. Como en la roca se veían varias grietas, Vathek aguzó el oído
con la esperanza de oír el rumor de algún torrente, pero sólo escuchó el
sordo murmullo de la gente, que maldiciendo su viaje, pedía agua. Los
había incluso que gritaban contra él: ¿Por qué nos habéis conducido
hasta aquí? ¿Tiene nuestro Califa que construir otra torre? ¿O tal vez
los Afritas implacables, que Carathis tanto ama, tienen aquí su morada?
Al oír el nombre de Carathis, Vathek recordó ciertas tablillas que ella
le había dado, aconsejando que recurriera a ellas en casos desesperados.
Mientras las ojeaba, escuchó un grito de júbilo y algunas palmadas; las
cortinas del pabellón se abrieron y vio a Bababalouk seguido de un grupo
de sus favoritas. Le traían dos enanos de un codo de altura que llevaban
un gran cesto lleno de melones, de naranjas y granadas, y que con voz
argentina cantaban: «Vivimos en la cima de estos roquedales, en una
cabana hecha de cañas y juncos; las águilas envidian nuestra morada; una
pequeña fuente nos proporciona el medio de hacer el Abdesto y jamás pasa
un día sin que recitemos las plegarias prescritas por nuestro Santo
Profeta. ¡Os amamos, oh Comendador de los Fieles! Nuestro señor, el buen
emir Fakreddin, os ama también; reverencia en vos al Vicario de Mahoma.
Por más pequeños que seamos, tiene confianza en nosotros; sabe que
nuestros corazones son tan buenos como despreciables son nuestros
cuerpos, y nos ha ordenado permanecer aquí para socorrer a quienes se
pierden en estas tristes montañas. Estábamos, la noche pasada, ocupados
en nuestra pequeña celda leyendo el santo Corán, cuando los impetuosos
vientos apagaron de pronto nuestras luces e hicieron temblar nuestra
habitación. Transcurrieron dos horas en las más profundas tinieblas;
entonces escuchamos, a lo lejos, unos sonidos que nosotros habíamos
tomado por los de las campanillas de una Cáfila atravesando las rocas.
Pronto unos gritos, unos rugidos y el sonido de los timbales llegaron a
nuestros oídos. Helados de espanto, pensamos que el Deggial, con sus
ángeles exterminadores, venía a esparcir sus plagas por la tierra. En
medio de estas reflexiones, llamas sanguinolentas se elevaron en el
horizonte, y un instante después nos vimos cubiertos de chispas. Fuera
de nosotros mismos ante tan aterrorizador espectáculo, nos arrodillamos,
abrimos el libro dictado por las bienaventuradas inteligencias y, a la
luz de los incendios que nos rodeaban, leímos el versículo que dice:
Sólo debe confiarse en la misericordia del cielo; sólo hay socorro en el
Santo Profeta; la misma montaña de Caf puede temblar, sólo el poder de
Allah es inquebrantable. Tras haber pronunciado estas palabras, una
calma celestial se apoderó de nuestras almas; se hizo un profundo
silencio y nuestros oídos escucharon claramente, en el aire, una voz que
decía: Servidores de mi fiel Servidor, calzaos vuestras sandalias y
bajad al hermoso valle que habita Fakreddin; decidle que se presenta una
ocasión ilustre de satisfacer la sed de su corazón hospitalario: El
Comendador de los verdaderos Creyentes vaga en persona por estas
montañas; hay que socorrerle. Alegremente, obedecimos a la angélica voz;
y nuestro dueño, lleno de piadoso celo, cogió con sus propias manos
estos melones, estas naranjas, estas granadas; nos sigue con cien
dromedarios cargados de las aguas más límpidas de sus fuentes; viene a
besar el borde de vuestras sagradas vestiduras y a suplicaros que
entréis en su humilde morada , engarzada en estos áridos desiertos como
una esmeralda en plomo.» Los enanos, tras haber hablado de este modo,
permanecieron de pie con las manos cruzadas sobre el estómago y en un
profundo silencio.
Durante tan florida arenga, Vathek se había
apoderado del cesto y, mucho tiempo antes de que la hubieran terminado,
los frutos habían desaparecido en su boca. A medida que iba comiendo se
iba haciendo piadoso, recitaba sus plegarias y pedía al mismo tiempo el
Corán y azúcar.
En esta disposición de ánimo se hallaba cuando le
saltaron de la vista las tablillas que había dejado al aparecer los
enanos. Volvió a cogerlas, pero creyó desplomarse al ver, en grandes
caracteres rojos trazados por la mano de Carathis, estas palabras muy
apropiadas para hacerle temblar:
«Guárdate mucho de los viejos
doctores y de sus pequeños mensajeros que no miden más de un codo;
desconfía de las piadosas supercherías; en vez de comer sus melones es
mejor asarlos. Si eres bastante débil como para entrar en su casa, la
puerta del palacio subterráneo se cerrará y su movimiento te hará
pedazos. Escupirán sobre tu cuerpo; los murciélagos anidarán en tu
vientre.»
¿Qué significa este galimatías espantoso?, gritó el
Califa: ¿Es preciso que muera de sed en estos desiertos arenosos
mientras puedo refrescarme en el feliz valle de los melones y los
pepinos? ¡Maldito sea el Giaour con su portal de ébano! Ya me ha
fastidiado bastante; además, ¿quién puede dictarme leyes? Dicen que no
puedo entrar en casa de nadie; ¿acaso existe algún lugar que no me
pertenezca? Bababalouk, que no perdía una sola palabra de este
soliloquio, lo aplaudía con todo su corazón y las damas compartieron su
opinión; cosa que nunca había sucedido hasta entonces.
Se agasajó
a los enanos, se les acarició, se les acomodó en pequeños cuadraditos de
satén, se admiró la simetría de su diminuto cuerpo, querían verlo todo y
se les obsequió con bombones y pequeñas joyas; pero lo rechazaron con
admirable gravedad. Treparon al estrado del Califa y, colocándose en sus
hombros, le murmuraron plegarías en ambos oídos. Sus lengüecillas se
movían como hojas de álamo y la paciencia de Vathek se estaba agotando,
cuando las aclamaciones de las tropas anunciaron la llegada de Fakreddin
acompañado de cien vejestorios, otros tantos Coranes y otros tantos
dromedarios. Hicieron rápidamente las abluciones y recitaron el
Bismillah. Vathek se desembarazó de sus inoportunos mentores e hizo lo
mismo; pues sentía que los pies le ardían.
El buen Emir, que era
rey religioso a ultranza y gran cumplidor, hizo una arenga cinco veces
más larga y cinco veces menos interesante que la de sus pequeños
precursores. El Califa, no pudiendo soportarlo más, gritó: ¡Por el amor
de Mahoma!, terminemos, querido Fakreddin, y vayamos a vuestro verde
valle para comer los hermosos frutos que os ha donado el Cielo. Tras
estas palabras se pusieron en marcha; los ancianos avanzaban con alguna
lentitud; pero Vathek, a escondidas, había ordenado a los pajecillos que
espolearan los dromedarios. Las cabriolas que hacían estos animales y
los problemas de sus octogenarios caballeros eran tan divertidos que
sólo se escuchaban carcajadas en todos los palanquines.
Con todo,
llegaron felizmente al valle por grandes escaleras que el Emir había
hecho tallar en la roca; y comenzaba ya a escucharse el murmullo de los
riachuelos y los estremecimientos de las hojas. El cortejo tomó un
sendero bordeado de arbustos florecidos que desembocaba en un gran
bosque de palmeras cuyas ramas daban sombra a un vasto edificio de
piedra tallada. Este edificio estaba coronado por nueve cúpulas y
adornado con otros tantos portales de bronce en los que se había grabado
con esmaltes las siguientes palabras: «Este es el asilo de los
peregrinos, el refugio de los viajeros y el depósito de los secretos de
todos los países del mundo.»
Nueve pajes, hermosos como el día y
decentemente vestidos con largas túnicas de lino de Egipto, se hallaban
en cada puerta. Recibieron a la comitiva con expresión franca y
acariciadora. Cuatro de los más amables colocaron al Califa en una
magnífico tecthraval; otros cuatro, algo menos graciosos, se encargaron
de Bababalouk que se estremecía de gozo al ver la feliz yacija que iba a
tener: el resto del cortejo fue atendido por los demás pajes.
Cuando todo lo que era macho hubo desaparecido, la puerta de un gran
recinto que se veía a la derecha giró sobre sus armoniosos goznes y
salió por ella una joven personita de ligero talle y cuya cabellera, de
un rubio ceniza, flotaba al capricho de los céfiros crepusculares. Una
banda de muchachas, parecidas a las Pléyades, la seguía de puntillas.
Acudieron a los pabellones donde se hallaban las sultanas, y la
damisela, inclinándose con gracia, les dijo: Mis encantadoras princesas,
os esperamos; hemos dispuesto lechos de reposo y llenado vuestras
estancias de jazmín: ningún insecto apartará el sueño de vuestros
párpados; nosotros los espantaremos con un millón de plumas. Venid,
pues, amables damas, a refrescar vuestros delicados pies y vuestros
miembros de marfil en baños de agua de rosas; y a la dulce claridad de
lámparas perfumadas nuestras servidoras os contarán cuentos. Las
sultanas aceptaron con gran placer tan encantadoras ofertas y siguieron
a la damisela hasta el harén del Emir; pero debemos dejarlas por unos
instantes para regresar al Califa.
El príncipe había sido
conducido bajo una gran cúpula, iluminada por mil lámparas de cristal de
roca. Otros tantos jarrones de la misma materia, llenos de deliciosos
sorbetes, brillaban sobre una gran mesa en la que había gran profusión
de delicados manjares. Se veía allí, entre otras cosas, arroz con leche
de almendras, potajes al azafrán y corderillo con nata, que al Califa le
gustaba mucho. Comió con exceso, testimonió su gran amistad hacia el
Emir con el júbilo de su corazón, e hizo bailar, contra su voluntad, a
los enanos; pues los pequeños devotos no se atrevieron a desobedecer al
Comendador de los Fieles. Por fin, se tendió en el sofá y durmió con más
tranquilidad que nunca en su vida.
Reinaba bajo aquella cúpula un
apacible silencio sólo interrumpido por el ruido de las mandíbulas de
Bababalouk, rehaciéndose del triste ayuno al que se había visto
condenado en las montañas. Como estaba de excesivo buen humor para
dormir y no le gustaba permanecer desocupado, quiso ir de inmediato al
harén para cuidar a sus damas, ver si se habían frotado convenientemente
con bálsamo de La Meca, si sus cejas y las demás cosas se mantenían en
orden; en una palabra, para proporcionales todos los pequeños servicios
que necesitaban.
Buscó durante mucho tiempo, aunque sin éxito, la
puerta que llevaba al harén. Temiendo despertar al Califa, no se atrevía
a gritar y nadie se movía en el palacio. Comenzaba ya a desesperarse por
no poder llevar a cabo su propósito, cuando escuchó un pequeño
cuchicheo; eran los enanos que habían regresado a su antigua ocupación y
que, por noningentésima novena vez, leían el Corán. Invitaron, muy
cortésmente, a Bababalouk a que les escuchara; pero él tenía muchas
otras cosas que hacer. Los enanos, aunque un poco escandalizados, le
indicaron el camino de los apartamentos que buscaba. Era preciso, para
llegar a ellos, pasar por cien corredores bastante oscuros. Los recorrió
a tientas y, por fin, en el extremo de una larga avenida, comenzó a
escuchar el agradable susurrar de las mujeres, y su corazón se alegró de
sobremanera. ¡Ah, ah!, todavía no dormía, gritó, dando grandes pasos; no
creáis que he abdicado de mis cargos; sólo me había detenido un instante
para comer los restos de nuestro señor. Dos eunucos negros, al oír
hablar en voz tan alta, se separaron apresuradamente de los demás, con
el sable en la mano; pero pronto se escuchó por todas partes: ¡No es mas
que Bababalouk, no es más que Bababalouk! En efecto, el vigilante
guardián avanzó hacia unos cortinajes de seda encarnada, que dejaban
traslucir una agradable claridad que" le permitió distinguir un gran
baño de pórfido oscuro, de forma oval. Amplias cortinas, cayendo en
grandes pliegues, rodeaban el baño; estaban entreabiertas y permitían
entrever grupos de jóvenes esclavas, entre las que Bababalouk reconoció
a sus antiguas pupilas, distendiendo perezosamente los brazos, como para
estrechar el agua perfumada y reponerse de sus fatigas. Las miradas
lánguidas y tiernas, las palabras murmuradas al oído, las encantadoras
sonrisas que acompañaban sus pequeñas confidencias, el suave olor de las
rosas, todo inspiraba una voluptuosidad contra la que Bababalouk mismo
se defendía a duras penas.
Mantuvo sin embargo un aspecto muy
serio ordenó, en tono magistral, que hicieran salir a las bellas del
agua y las peinaran cuidadosamente. Mientras daba estas órdenes, la
joven Nouronihar, hija del Emir, gentil como una gacela y llena de
viveza, indicó por señas a una de sus esclavas que bajara despacio el
gran columpio que se hallaba sujeto al techo por cordones de seda.
Mientras llevaban a cabo el manejo, se dirigió, también por señas, a las
mujeres que estaban en el baño y que, muy molestas al verse obligadas a
abandonar sus morosos juegos, enredaron sus cabellos para dar trabajo a
Bababalouk y le hicieron otras mil jugarretas.
Cuando Nouronihar
le vio al límite de su paciencia, se acercó a él con fingido respeto y
le dijo: Señor, no está bien que el jefe de los eunucos del Califa,
nuestro soberano, se mantenga así de pie; dignaos reclinar vuestra
gentil persona en este sofá, que se quebrará desesperado si no tiene el
honor de acogeros. Encantado ante tan halagadores acentos, Bababalouk
respondió con galantería: Delicia de mis ojos, acepto la proposición que
mana de vuestros azucarados labios; y, a decir verdad, mis sentidos se
han debilitado ante la admiración que me ha causado el resplandeciente
esplendor de vuestros encantos.
—Descansad, pues —continuó la bella colocándole en el pretendido
sofá.
De pronto, la máquina se puso en marcha como un rayo. Todas las
mujeres, viendo entonces de qué se trataba, salieron desnudas de su baño
y comenzaron a empujar como locas el columpio. En un instante, cruzó de
un lado a otro la elevada cúpula, cortando la respiración al desgraciado
Bababalouk. A veces rozaba el agua y otras iba a dar de narices contra
los cristales; en vano enardecía el aire con sus gritos y voz, que
sonaba como una olla rota; las carcajadas no permitían oírla.
Nouronihar, ebria de juventud y de alegría, estaba muy habituada a los
eunucos de los harenes ordinarios; pero jamás había visto uno tan
repugnante y de tal realeza; de modo que se divertía más que las otras.
Finalmente comenzó a parodiar versos persas y cantos: «Dulce y blanca
paloma que vuela por los aires, concede una mirada a tu fiel compañera.
Gorjeante ruiseñor, yo soy tu rosa; cántame algunas agradables
estrofas.»
Las sultanas y las esclavas, animadas por tales
bromas, empujaron tanto el columpio que la cuerda se rompió y el pobre
Bababalouk cayó como una tortuga en medio del baño. Se escuchó un grito
general; doce puertecillas que no se veían se abrieron y todas escaparon
de prisa, tras haberle arrojado a la cabeza todos los trapos y haber
apagado las luces.
El deplorable animal, con agua hasta el cuello
y a oscuras, no podía desembarazarse del montón de tela que le habían
arrojado y escuchaba, muy a su pesar, carcajadas por doquier. En vano se
debatía para salir del baño; el borde, cubierto de aceite que se había
derramado de las lámparas rotas, le hacía resbalar y caer de nuevo con
un sordo ruido que resonaba en la cúpula. A cada caída las malditas
carcajadas volvían a comenzar. Creyendo que el lugar estaba habitado por
demonios y no por mujeres, tomó la decisión de no tantear más y de
permanecer tristemente en el baño. Su malhumor se expresó en soliloquios
repletos de imprecaciones, de los que sus maliciosas vecinas,
negligentemente acostadas juntas, no perdían una sola palabra. La mañana
le sorprendió en tan airosa postura; lo sacaron por fin de bajo el
montón de lencería, medio ahogado y empapado hasta los huesos. El Califa
lo había hecho buscar por todas partes y se presentó ante su señor
cojeando y castañeteando los dientes. Al verle en aquel estado Vathek
gritó: ¿Qué te pasa?, ¿quién te ha puesto en remojo? ¿Y a vos quién os
ha hecho penetrar en tan mala morada?, preguntó a su vez Bababalouk.
¿Acaso un Monarca como vos debe meterse con su harén en casa de un Emir
vejestorio que no sabe vivir? ¡Graciosas damiselas las que tiene aquí!
Imaginad que me han empapado como una corteza de pan y me han hecho
bailar toda la noche en su maldito columpio, como un saltimbanqui. ¡Qué
buen ejemplo para vuestras sultanas a quienes tanto comedimiento había
inspirado yo!
Vathek, sin comprender nada de tal discurso, se
hizo explicar toda la historia. Pero en vez de compadecer al pobre
diablo, se rió con todas sus fuerzas del aspecto que debía tener en el
columpio. Bababalouk se ofendió y faltó poco para que le perdiera todo
el respeto. Reíd, reíd, señor, dijo; me gustaría que esta Nouronihar os
hiciera también alguna jugarreta; y es lo bastante malvada como para no
respetaros ni siquiera a vos.
Estas palabras no hicieron al
principio gran impresión al Califa; pero las recordó más tarde.
En mitad de esta conversación, llegó Fakreddin para invitar a Vathek a
las solemnes plegarias y a las abluciones que se llevaban a cabo en un
vasto prado, regado por innumerables riachuelos. El Califa halló fresca
el agua, pero mortalmente aburridas las plegarias. Se divirtió, sin
embargo, con la multitud de calenderos, santones y derviches que iban y
venían por la llanura. Los bramanes, los faquires y otros mojigatos
llegados de las Indias y que en su viaje se habían detenido en casa del
Emir, le divirtieron mucho. Todos tenían alguna bobería favorita: unos
arrastraban una gran cadena, otros un orangután, otros iban armados de
disciplinas, y todos ejecutaban a maravilla sus distintos ejercicios.
Veíanse algunos que trepaban a los árboles, mantenían un pie en el aire,
se balanceaban sobre una hoguera y se daban de latigazos sin piedad. Los
había también que gustaban de los parásitos, que tan convenientemente
respondían al agasajo que se les hacía. Los santones ambulantes daban
náuseas a los derviches, los calenderos y los beatos. Los habían puesto
juntos con la esperanza de que la presencia del Califa los curaría de su
locura y los convertiría a la fe musulmana; pero, ¡ay!, estaban muy
equivocados. En vez de sermonearles, Vathek los trató como a bufones,
les ordenó que presentaran sus respetos a Vishnú y a Ixhora, y se
encaprichó de un gran vejestorio de la isla de Seremdib, que era el más
ridículo de todos ellos. ¡Hombre!, le dijo, por amor de tus dioses, haz
algún truco que me divierta.
El anciano, ofendido, rompió a
llorar; y como era un detestable llorón, Vathek le dio la espalda.
Bababaluok, que seguía al Califa con una sombrilla, le dijo entonces:
Tenga cuidado vuestra majestad con esta canalla: ¡Qué diabólica idea la
de reunirlos aquí! Acaso un gran monarca debe regalarse con el
espectáculo, de estos bonzos más sarnosos que perros! Si yo fuera vos
haría encender una gran hoguera y libraría a esta tierra del Emir, de su
harén y de todo su bestiario. ¡Cállate!, respondió Vathek. Todo esto me
divierte mucho y no dejaré el prado sin haber contemplado todos los
animales que lo habitan.
A medida que el Califa iba avanzando, se
le presentaban toda clase de lamentables objetos: ciegos, tuertos,
desnarizados, damas sin orejas, todo para mostrar la gran caridad de
Fakreddin que, con sus vejestorios, distribuía en derredor cataplasmas y
emplastes. A mediodía hizo su entrada una soberbia colección de tullidos
y pronto se vieron en la llanura multitudes de tarados. Los ciegos,
tanteando, se hallaban junto a los ciegos; los cojos cojeaban juntos y
los mancos gesticulaban con el único brazo que les quedaba. A orillas de
una gran cascada estaban los sordos; los de Pegu tenían las más hermosas
y anchas orejas, y gozaban del placer de oír aún menos que los demás.
Aquel lugar era, también, el punto de reunión de toda clase de
futilidades como bocios, jorobas e, incluso, cuernos, algunos muy
bruñidos.
El Emir quiso solemnizar la fiesta y honrar en lo
posible a su ilustre huésped; en consecuencia, hizo tender sobre el
césped gran cantidad de pieles y manteles. Se sirvieron toda clase de
pilafs de todos los colores, y otros manjares ortodoxos para los buenos
musulmanes. Vathek, que era vergonzosamente tolerante, había tenido la
precaución de encargar algunos platillos abominables que escandalizaron
a los fieles. Muy pronto, toda la santa asamblea se puso a comer a dos
carrillos. El Califa sintió deseos de hacer lo mismo; y, pese a todas
las admoniciones del jefe de los eunucos, quiso comer en aquel mismo
lugar. Inmediatamente el Emir hizo disponer una mesa a la sombra de los
sauces. Como primer plato se sirvió un pescado extraído de un arroyuelo
que corría sobre arena dorada, al pie de una colina bastante alta. El
pescado era asado a medida que lo iban capturando y se sazonaba luego
con finas hierbas del monte Sina; ya que en la mansión del Emir todo era
tan piadoso como excelente.
Estaban en el entrante del festín
cuando, de pronto, el melodioso sonido de unos laúdes, repetido por los
ecos, se dejó escuchar en la colina. El Califa, lleno de asombro y de
placer, levantó la cabeza y recibió en el rostro un ramillete de jazmín.
Mil carcajadas siguieron a la pequeña travesura y, a través de los
matorrales, pudieron percibirse las elegantes formas de varias muchachas
que brincaban como cervatillos. El aroma de sus cabelleras perfumadas
llegó hasta Vathek; suspendió su comida y, como hechizado, dijo a
Bababalouk: ¿Acaso las Pairikas han bajado de sus esferas? ¿Ves aquella
de delicado talle que con tanta intrepidez corre al borde de los
precipicios y que, girando su cabeza, parece ocuparse sólo de los
graciosos pliegues de su vestido? ¡Con qué hermosa impaciencia disputa
su velo a los matorrales! ¿Será ella la que me ha arrojado los jazmines?
¡Oh!, ciertamente es ella, respondió Bababalouk, y es una muchacha capaz
de arrojaros a vos del roquedal; la reconozco: es mi buena amiga
Nouronihar, que con tanta amabilidad me prestó su columpio. Vamos, mi
querido señor y dueño, permitidme que vaya a azotarla puesto que os ha
faltado al respeto. El Emir no podrá quejarse; ya que, salvo lo que su
piedad merece, comete un gran error dejando en las montañas a un rebaño
de damiselas; el aire libre da excesiva actividad a los pensamientos.
¡Paz, blasfemo!, dijo el Califa; no hables así de la que atrae mi
corazón hacia esas montañas. Consigue, mejor, que mis ojos se fijen en
los suyos y que yo pueda respirar su dulce aliento. ¡Con qué gracia y
ligereza corre palpitante por el campo!
Y diciendo estas
palabras, Vathek tendió sus brazos hacia la colina y, levantando sus
ojos con una agitación que jamás había sentido, intentó no perder de
vista a la que ya le había cautivado. Pero su carrera era tan difícil de
seguir como el vuelo de una de aquellas hermosas mariposas azuladas de
Cachemira, tan raras y retozonas.
Vathek, no satisfecho con ver a
Nouronihar, quiso también escucharla, y dispuso con avidez el oído para
distinguir sus acentos. Por fin, la oyó decir a una de sus compañeras,
cuchicheando tras el pequeño matorral desde donde había arrojado el
ramo: Hay que reconocer que un Califa es algo hermoso de contemplar:
pero mi pequeño Gulchenrouz es mucho más amable; una trenza de su dulce
cabellera vale por todos los ricos bordados de las Indias; prefiero sus
dientes mordisqueándome maliciosamente el dedo que el más hermoso anillo
del tesoro imperial. ¿Dónde le has dejado, Sutlememe? ¿Por qué no está
aquí?
El Califa, inquieto, hubiera querido oír algo más; pero
ella se alejó con todas sus esclavas. El enamorado monarca la siguió con
los ojos hasta verla desaparecer, y permaneció como un viajero perdido
durante la noche, y a quien las nubes le ocultan la constelación que le
sirve de guía. Una cortina de tinieblas parecía haberse corrido ante él;
todo le parecía desvaído, todo había cambiado de aspecto. El rumor del
arroyo llenó su alma de melancolía y sus lágrimas cayeron en los
jazmines que había albergado en su ardiente seno. Tomó, incluso, algunos
guijarros para recordar el lugar donde había sentido los primeros
impulsos de una pasión que hasta entonces le era desconocida. Mil veces
intentó alejarse de ella, pero fue en vano. Una dulce languidez se
apoderó de su alma. Tendido a orillas del riachuelo, dirigió los ojos
hacia la azulada cima de la montaña. ¿Qué me ocultas, implacable roca?,
gritaba: ¿Qué se ha hecho de ella? ¿Qué ocurre en tus soledades?
¡Cielos! ¡Quizá en estos momentos vaga por tus grutas con su feliz
Gulchenrouz!
Mientras, el relente comenzó a caer. El Emir,
preocupado por la salud del Califa, hizo avanzar la litera imperial;
Vathek se dejó llevar sin advertirlo y fue devuelto al soberbio salón
donde había sido recibido la víspera.
Pero dejemos al Califa
entregado a su nueva pasión y sigamos por los roquedales a Nouronihar,
que se ha reunido por fin con su querido y pequeño Gulchenrouz. Este
Gulchenrouz era el único hijo de Alí Hassan, hermano del Emir, además de
ser la criatura más delicada y amable del universo. Hacía diez años que
su padre había partido para viajar por mares desconocidos y le había
confiado a los cuidados de Fakreddin. Gulchenrouz sabía escribir en
distintos caracteres con una precisión maravillosa, y pintaba sobre
vitela los más hermosos arabescos del mundo. Su voz era dulce y la
combinaba con el laúd del modo más enternecedor. Cuando cantaba los
amores de Meignoun y Leilah, o de otros amantes desgraciados de antiguos
siglos, las lágrimas bañaban los ojos de su auditorio. Sus versos (pues,
como Meignoun, era poeta) inspiraban una languidez y una suavidad muy
peligrosas para las mujeres. Todas le amaban con locura; y pese a que
tenía trece años ya, no habían podido todavía sacarle del harén. Su
baile era ligero como el de las pelusas que los céfiros hacen danzar en
el aire de primavera. Pero sus brazos, que tan graciosamente se
entrelazaban con los de las muchachas cuando bailaba, no eran capaces de
lanzar dardos en las cacerías, ni domar los fogosos caballos que su tío
criaba en sus pastaderos. Tiraba, sin embargo, al arco con mano segura,
y habría vencido a todos los muchachos en la carrera, si se hubiera
atrevido a romper los vínculos de seda que le unían a Nouronihar.
Los dos hermanos se habían prometido sus hijos el uno al otro, y
Nouronihar amaba a su primo más aún que a sus propios ojos, por muy
hermosos que fueran. Ambos tenían los mismos gustos y las mismas
ocupaciones, las mismas miradas profundas y lánguidas, la misma
cabellera, la misma blancura; y cuando Gulchenrouz se vestía con las
ropas de su prima, parecía más mujer que ella misma. Si por azar salía
un momento del harén para ir al encuentro de Fakreddin, lo hacía con la
timidez del cervatillo separado de la cierva. Con todo, era bastante
travieso como para burlarse de los solemnes vejestorios; de modo que, a
veces, éstos le reprendían sin piedad. Entonces él se ocultaba
trastornado en el interior del harén, corría tras de sí todos los
cortinajes y se refugiaba sollozando en los brazos de Nouronihar. Ella
amaba sus defectos más que lo que ha podido amarse nunca a una virtud.
Pues bien, Nouronihar, tras haber dejado al Califa en la pradera, corrió
con Gulchenrouz por las montañas alfombradas de césped que protegían el
valle en donde Fakreddin tenía su residencia. El sol abandonaba ya el
horizonte; y aquellos jóvenes, cuya imaginación era viva y exaltada,
creyeron ver en las hermosas nubes del poniente las cúpulas de
Shaddukkian y de Ambreabad, donde tenían las Pairikas su morada.
Nouronihar se había sentado en la ladera de la colina y mantenía la
perfumada cabeza de Gulchenrouz en sus rodillas. Pero la llegada
imprevista del Califa y el lujo que le rodeaba habían turbado ya su
ardiente alma; arrastrada por su vanidad no pudo evitar dejarse ver por
el príncipe. Ella había advertido que él recogía los jazmines que le
había arrojado, y su amor propio se sintió halagado. De modo que se
turbó mucho cuando Gulchenrouz le preguntó qué había sucedido con el
ramito que él había cogido. Por toda respuesta bajó la frente y, tras
levantarse presurosa, caminó a grandes pasos, presa de una agitación y
de una inquietud indescriptibles.
Mientras la noche avanzaba, el
puro oro del sol poniente había dado paso a un rojo cruento; colores
semejantes a los de un horno ardiente se reflejaban en las encendidas
mejillas de Nouronihar. El pobre y pequeño Gulchenrouz lo advirtió. Se
sobresaltó hasta lo más profundo de su alma ante la gran agitación de su
dulce prima.
Retirémonos, le dijo con voz tímida, hay algo
funesto en los cielos. Estos tamarindos tiemblan más de lo común y este
viento me hiela el corazón. Vamos, retirémonos; este atardecer es muy
lúgubre. Y diciendo estas palabras, tomó la mano de Nouronihar y la
arrastró con todas sus fuerzas. Ella le siguió sin saber qué estaba
haciendo. Mil extrañas ideas se agitaban en su espíritu. Pasó junto a
una gran mata de madreselva, a la que tenía gran cariño, sin prestarle
atención; sólo Gulchenrouz, aunque corriera como si una bestia salvaje
le pisara los talones, no pudo evitar arrancar algunos tallos.
Las muchachas, viéndoles venir tan de prisa, creyeron que, según
acostumbraban, querían bailar. Inmediatamente formaron un círculo
tomándose de las manos; pero Gulchenrouz, sin aliento, se dejó caer
sobre el musgo. Entonces, la consternación se apoderó de aquella
retozona banda; Nouronihar, casi fuera de sí y tan fatigada por el
tumulto de sus pensamientos como por la carrera que acababa de dar, se
arrojó sobre el muchacho. Tomó sus heladas y pequeñas manos, las calentó
en su seno y frotó sus sienes con una pomada aromática. Por fin, él
volvió en sí, y cubriéndose la cabeza con las vestiduras de Nouronihar,
le suplicó que no volvieran todavía al harén. Temía que Shaban, su
cuidador, viejo eunuco arrugado y no muy complaciente, le riñera. A
aquel avinagrado guardián le hubiera parecido mal haber interrumpido el
habitual paseo de Nouronihar. El grupo se sentó, pues, formando un
círculo en el césped y comenzaron mil juegos infantiles. Los eunucos se
colocaron a cierta distancia y se entretuvieron juntos. Todo el mundo
estaba alegre, pero Nouronihar permaneció pensativa y abatida. La
nodriza lo advirtió y comenzó a narrar hermosos cuentos con los que
Gulchenrouz, que había olvidado ya todas sus inquietudes, se complació
mucho. Reía, palmeaba y hacía mil pequeñas jugarretas a todo el grupo,
incluso a los eunucos, a quienes quiso a toda costa hacer correr para
perseguirle, pese a su edad y su decrepitud.
Mientras, la luna se
levantó; la noche era deliciosa y se encontraban tan bien que decidieron
cenar al aire libre. Uno de los eunucos corrió a buscar melones; los
otros hicieron llover almendras frescas sacudiendo los árboles que daban
sombras a la amable concurrencia. Sutlememe, que hacía muy bien las
ensaladas, llenó grandes fuentes de porcelana con las hierbas más
delicadas, huevos de pajarillos, leche cuajada, jugo de limón y
rebanadas de pepinos, y lo sirvió todo con una gran cuchara de Cocknos.
Pero Gulchenrouz acurrucado, como solía, en el seno de Nouronihar
cerraba sus pequeños labios bermejos cuando Sutlememe le presentaba
alguna cosa. No quería recibir nada que no procediera de la mano de su
prima y se prendía de su boca como una abeja que se embriaga con el
néctar de las flores.
En medio de aquella alegría general, se
divisó una luz en la cima de la más alta montaña. Dicha luz difundía una
dulce claridad, y hubiérase tomado por la de la luna llena si el astro
no hubiese estado en el horizonte. El espectáculo causó general emoción;
se agotaron en conjeturas. No podía ser el efecto de un incendio, pues
la luz era clara y azulada. Jamás se había visto meteoro de tal color ni
de tal tamaño. Por momentos la extraña claridad palidecía; instantes
después se reanimaba. Primero la creyeron fija en la cima de la roca; de
pronto dejó su lugar y brilló en un tupido bosque de palmeras; desde
allí, deslizándose a lo largo de los torrentes, fue a detenerse por fin
a la entrada de un estrecho y tenebroso vallecillo. Gulchenrouz, cuyo
corazón temblaba ante todo lo imprevisto y extraordinario, se estremecía
de miedo. Tiraba de las vestiduras de Nouronihar y le suplicaba que
regresaran al harén. Las mujeres hicieron lo mismo; pero la curiosidad
de la hija del Emir era excesivamente fuerte y venció. Fuera lo que
fuese, quiso correr tras el fenómeno.
Mientras disputaban así,
brotó de la luz un trazo de fuego tan deslumbrante que todo el mundo
huyó dando grandes gritos. Nouronihar dio también unos pasos; pero
pronto se detuvo y avanzó hacia el fenómeno. El globo se había detenido
en el vallecillo y ardía allí en majestuoso silencio. Nouronihar,
cruzando entonces las manos sobre el pecho, dudó unos momentos. El miedo
de Gulchenrouz, la profunda soledad en que se hallaba por primera vez en
su vida, la imponente calma de la noche: todo contribuía a asustarla.
Más de mil veces estuvo a punto de dar la vuelta; pero el globo luminoso
brillaba siempre frente a ella. Empujada por un impulso irresistible se
acercó a través de abrojos y espinas, y pese a todos los obstáculos que
debían haberla detenido.
Cuando se halló a la entrada del
vallecillo, espesas tinieblas la rodearon de pronto y sólo advirtió un
débil brillo a lo lejos. El ruido de las cascadas, el rumor de las ramas
de las palmeras y los gritos fúnebres y discontinuos de los pájaros que
vivían en los troncos de los árboles; todo eso llenaba de terror a su
alma. A cada instante creía pisar algún reptil venenoso. Las historias
que le habían contado de malignos Divos y sombríos Ghuls, regresaron a
su memoria. Se detuvo por segunda vez; pero la curiosidad venció de
nuevo, y tomó valerosamente un tortuoso sendero que conducía hacia el
resplandor. Hasta entonces siempre había sabido dónde se hallaba; pero
en cuanto se hubo internado por el sendero, se perdió. ¡Ay!, decía, por
.qué no estaré en las estancias seguras y bien iluminadas, donde
transcurrían mis veladas con Gulchenrouz. ¡Niño querido, cómo
palpitarías si vagaras como yo por tan profundas soledades! Y hablando
de este modo, seguía avanzando. De pronto, unos escalones practicados en
la roca se presentaron ante sus ojos; la luz aumentaba y parecía
detenida, sobre su cabeza, y en lo más alto de la montaña. Subió
audazmente los escalones. Cuando hubo llegado a cierta altura, la luz le
pareció provenir de una especie de antro; sones dolientes y melodiosos
se escuchaban: eran como voces que formaran una especie de canto,
parecido a los himnos que se entonan sobre las tumbas. Un ruido,
semejante al que se hace cuando se llenan los baños, llegó al mismo
tiempo a sus oídos. Descubrió grandes cirios llameantes, plantados en
distintos lugares por entre las grietas de la roca. Aquel mundo la heló
de espanto; sin embargo, continuó subiendo; el sutil y violento olor que
exhalaban los cirios la reanimó y llegó así a la entrada de la gruta. En
aquella especie de éxtasis echó una ojeada al interior y vio una gran
bañera de oro, llena de un agua cuyo suave vapor dejaba en su rostro una
lluvia de esencia de rosas. Una dulce sinfonía resonaba en la caverna;
en los bordes de la bañera se veían vestiduras reales, diademas y plumas
de garza real, relucientes de carbúnculos. Mientras admiraba aquella
magnificencia, la música cesó y se dejó oír una voz que decía: ¿Para qué
monarca se han encendido estos cirios, se ha preparado este baño y estas
vestiduras que sólo convienen a los soberanos, no sólo de la tierra sino
también de las potencias talismánicas? — Para la encantadora hija del
Emir Fakreddin, respondió una segunda voz. —
¡Cómo!, continuó la
primera, para aquella locuela que pierde su tiempo con un niño
veleidoso, hundido en la molicie, y que nunca será más que un lamentable
marido. — ¡Qué estás diciendo!, replicó la otra voz; ¿cómo podría
divertirse con tales tonterías cuando el Califa arde de amor por ella?
El Soberano del mundo, aquel que debe gozar los tesoros de los Sultanes
preadamitas, un príncipe de seis pies de altura y cuya mirada penetra
hasta la médula de las muchachas. No, ella no podrá rechazar una pasión
que la colma de gloria y despreciará su infantil chuchería; entonces,
todas las riquezas que están aquí, así como el carbúnculo de Giamchid,
le pertenecerán. — Creo que tienes razón, dijo la primera voz, y voy a
Istakhar para preparar el palacio del fuego subterráneo que recibió a
los dos esposos.
Las voces callaron, las antorchas se
extinguieron, la más espesa oscuridad sucedió a la brillante claridad y
Nouronihar se halló tendida cuan larga era en un sofá del harén de su
padre. Dio unas palmadas y acudieron, de inmediato, Gulchenrouz y las
mujeres, que se desesperaban por haberla perdido y habían enviado a los
eunucos para que la buscaran por todas partes. También compareció
Shaban, que la riñó con severidad. Pequeña impertinente, dijo, o tenéis
llaves falsas o algún Ginn os ama y os ha dado una ganzúa. Ya averiguaré
cuál es vuestro poder; entrad inmediatamente en la habitación de los dos
tragaluces y no contéis con que Gulchenrouz os acompañe. Vamos, andando,
Señora, voy a encerraros con doble llave. Ante estas amenazas,
Nouronihar levantó su altiva cabeza y abrió a Shaban sus negros ojos,
muy agrandados tras el diálogo de la gruta maravillosa. Ve, le dijo, y
habla de este modo a las esclavas; pero respeta a quien ha nacido para
dar leyes y someterlo todo a su imperio.
Iba a continuar en el
mismo tono, cuando se oyó gritar: ¡Aquí está el Califa, aquí está el
Califa! Todas las cortinas se corrieron de inmediato, las esclavas se
prosternaron en dos hileras y el pobre y pequeño Gulchenrouz se ocultó
bajo un estrado. Primero se vio aparecer una hilera de eunucos negros,
arrastrando tras ellos largas colas de muselina recamada en oro;
llevaban en las manos unas cazoletas que difundían un suave perfume de
madera de áloe. Luego caminaba gravemente Bababalouk, que no estaba muy
contento de la visita y movía la cabeza. Vathek magníficamente vestido,
le seguía de cerca. Su porte era noble y resuelto; se hubiera admirado
su buen aspecto aun cuando no hubiese sido el Soberano del mundo. Se
acercó a Nouronihar y, cuando hubo mirado sus resplandecientes ojos, que
sólo había entrevisto, se sintió fuera de sí. Nouronihar se dio cuenta y
los bajó en seguida; pero su confusión aumentaba su belleza e inflamaba
más todavía el corazón de Vathek.
Bababalouk, experto en esos
asuntos, pensó que al mal tiempo había de poner buena cara, y ordenó a
todo el mundo que se retirara. Recorrió todos los rincones de la sala
para comprobar que nadie se había ocultado y vio unos pies que surgían
del estrado. Bababalouk tiró de ellos sin ceremonia y, viendo que eran
los de Gulchenrouz, lo cargo sobre sus hombros y se lo llevó haciéndole
mil odiosas caricias. El pequeño gritaba, se debatía, sus mejillas
enrojecieron como la flor del granado y sus húmedos ojos brillaron de
despecho. En su desesperación dirigió una significativa mirada a
Nouronihar que el Califa advirtió, diciendo: ¿Acaso es éste vuestro
Gulchenrouz? — Soberano del mundo, respondió ella, perdonad a mi primo,
cuya inocencia y dulzura no merecen vuestra cólera. — Tranquilizaos,
respondió Vathek sonriendo; está en buenas manos; Bababalouk ama a los
niños y tiene siempre bombones y confituras. La hija de Fakreddin,
aturdida dejó que se llevaran a Gulchenrouz sin añadir una palabra. Sin
embargo, el movimiento del seno de Nouronihar revelaba la agitación de
su corazón. Vathek se sentía transportado y se entregó al delirio de su
más viva pasión; sólo se le oponía una débil resistencia cuando el Emir,
entrando de pronto, se arrojó a los pies del Califa con la frente en el
suelo. Comendador de los Creyentes, le dijo, no os rebajéis ante vuestra
esclava. — No, Emir, respondió Vathek, por el contrario, la elevo hasta
mí. La declaro mi esposa, y la gloria de vuestra familia se extenderá de
generación en generación. — ¡Ay!, Señor, respondió Fakreddin
arrancándose algunos pelos de la barba, abreviad los días de vuestro
fiel servidor antes de que éste falte a su palabra. Nouronihar fue
solemnemente prometida a Gulchenrouz, el hijo de mi hermano Ali Hassan;
sus corazones están unidos; se han dado mutuamente la palabra: tan
sagrados juramentos no pueden ser violados. — ¡Cómo!, replicó
bruscamente el Califa, quieres entregar esta divina belleza a un marido
aún más femenino que ella! ¡Crees que permitiré que se marchiten sus
encantos bajo manos tan cobardes y débiles! ¡No; debe pasar la vida en
mis brazos; éste es mi deseo! Retírate y no turbes una noche que
consagro al culto de su belleza. El Emir, ultrajado, desenvainó entonces
su sable, lo presentó a Vathek y, ofreciendo su cuello, le dijo en tono
firme: Señor, herid a vuestro infortunado huésped; demasiado ha vivido
ya, puesto que tiene la desgracia de ver cómo el Vicario del Profeta
viola las sagradas leyes de la hospitalidad. Nouronihar, que había
permanecido cohibida durante toda la escena, no pudo seguir soportando
la lucha de las distintas pasiones que se repartían su alma. Cayó
desfallecida, y Vathek, tan asustado por su vida como furioso de que le
opusieran resistencia, dijo a Fakreddin: ¡Socorred a vuestra hija!, y se
retiró lanzándole su terrible mirada rada. El desgraciado Emir cayó
inmediatamente de espaldas, bañado en mortal sudor.
Gulchenrouz,
por su parte, había escapado de las manos de Bababalouk y regresaba en
aquellos instantes, cuando vio a Fakreddin y su hija tendidos en el
suelo: pidió socorro tanto como pudo. El pobre niño intentaba reanimar a
Nouronihar por medio de sus caricias. Pálido y jadeante, no dejaba de
besar la boca de su amante. Por fin, el dulce calor de sus labios la
hizo volver en sí y pronto se recuperó por completo. Cuando Fakreddin se
hubo repuesto de la mirada del Califa, se sentó en el lecho y, mirando a
su alrededor para comprobar que el peligroso príncipe había salido, hizo
llamar a Shaban y a Sutlememe y, llevándoselos a parte, les dijo: Amigos
míos, a grandes males grandes remedios. El Califa trae el horror y la
desolación a mi familia; no podré resistir su poder; otra de sus miradas
me llevaría a la tumba. Que me den aquel polvo adormecedor que un
derviche trajo del Arracan. Haré tomar un poco a estos dos niños para
que el efecto dure tres días. El Califa los creerá muertos. Entonces,
fingiendo enterrarles, les llevaremos a la caverna de la venerable
Maimoune, al comienzo del gran desierto, junto a la cabana de mis
enanos; y, cuando todo el mundo se haya retirado, vos, Shaban, con
cuatro eunucos elegidos, los transportaréis a orillas del lago, adonde
habréis hecho llevar provisiones para un mes. Un día para la sorpresa,
cinco para los llantos, una quincena para la reflexión, y el resto para
preparar de nuevo la marcha; éste es, según mis cálculos, el tiempo que
Vathek permanecerá aquí, y luego quedaré en paz.
—La idea es
buena, dijo Sutlememe; hay que sacar de ella el máximo partido posible.
Me parece que a Nouronihar le gusta el Califa. Tened la seguridad de que
mientras permanezca aquí, pese a su afecto por Gulchenrouz, no podremos
retenerla en aquellas montañas. Persuadámosle de que está realmente
muerta, al igual que Gulchenrouz, y de que ambos han sido transportados
a aquellos roquedales para que expíen las pequeñas faltas que el amor
les ha hecho cometer. Nosotros les diremos que nos hemos matado por
desesperación, y vuestros pequeños enanos, a quienes no han visto jamás,
les parecerán personajes extraordinarios. Los sermones que les
prodigarán producirán gran efecto en ellos y apuesto que todo saldrá del
mejor modo posible. — Apruebo tu idea, dijo Fakreddin; pongamos manos a
la obra.
Fueron en seguida a buscar el polvo; lo pusieron en un
sorbete y Nouronihar y Gulchenrouz, sin sospechar nada, tragaron la
mezcla. Una hora después sintieron náuseas, palpitaciones del corazón.
Un entumecimiento total se apoderó de ellos. Se levantaron y, subiendo
dificultosamente al estrado, se tendieron en el sofá. Caliéntame,
querida Nouronihar, decía Gulchenrouz, manteniéndola estrechamente
abrazada; pon tu mano en mi corazón: está helada. ¡Ah, estás tan helada
como yo! ¿Nos habrá matado a los dos el Califa, con su terrible mirada?
Muero, respondió Nouronihar con voz débil, abrázame; que al menos exhale
mi alma en tus labios. El tierno Gulchenrouz suspiró profundamente, sus
brazos cayeron y ya no dijeron nada más; ambos quedaron como muertos.
Entonces, grandes gritos resonaron en el harén. Shaban y Sutlememe
representaron con mucha habilidad su papel de desesperados. El Emir,
enojado por tener que llegar a tales extremos, experimentaba por primera
vez el polvo y no necesitaba fingir su aflicción. Se habían apagado las
luces. Dos lámparas arrojaban una triste luminosidad sobre el rostro de
aquellas hermosas flores que se habían marchitado, según se creía, en la
primavera de su vida; y las esclavas, que habían acudido de todas
partes, permanecieron inmóviles ante el espectáculo que se ofrecía a sus
ojos. Se trajeron las vestiduras funerarias, se lavaron los cuerpos con
agua de rosas, los revistieron con togas más blancas que el albatros, y
sus hermosas trenzas, anudadas juntas, fueron perfumadas con los más
exquisitos aromas.
Iban a depositar en sus cabezas dos coronas de
jazmín, su flor favorita, cuando el Califa, que acababa de enterarse del
trágico acontecimiento, llegó. Estaba tan pálido y huraño como los Ghuls
que vagan de noche entre las sepulturas. En aquellas circunstancias se
olvidó de sí mismo y del mundo entero; se precipitó por entre las
esclavas, se prosternó a los pies del estrado y, golpeándose el pecho,
se calificaba de atroz asesino y hacía contra sí mismo mil
imprecaciones. Pero cuando con mano temblorosa hubo levantado el velo
que cubría el pálido rostro de Nouronihar, lanzó un gran grito y cayó al
suelo como muerto. El jefe de los eunucos hizo horribles muecas y se lo
llevó de inmediato, diciendo: Ya le había prevenido de que Nouronihar le
haría alguna jugarreta.
En cuanto el Califa estuvo lejos, el Emir
comenzó el velatorio e hizo que se prohibiera la entrada al harén. Se
cerraron todas las ventanas; se rompieron todos los instrumentos de
música y los Imanes comenzaron a recitar plegarias. Los llantos y los
lamentos redoblaron durante la noche que siguió al lúgubre día. Por lo
que se refiere a Vathek, gemía en silencio. Había sido forzoso adormecer
las convulsiones de su rabia y su dolor dándole pócimas calmantes.
Al alba del día siguiente, se abrieron los grandes batientes de las
puertas del palacio y el cortejo se puso en marcha en dirección a la
montaña. Los tristes gritos del Leillah-Illei-lah llegaron hasta el
Califa. Quiso, a toda costa, infligirse heridas y seguir al fúnebre
séquito; jamás hubieran logrado disuadirle si su gran debilidad le
hubiese permitido caminar; pero cayó al primer paso y fue necesario
meterle en cama, donde permaneció varios días en un estado de
insensibilidad que daba pena incluso al Emir.
Cuando la procesión
llegó a la gruta de Maimoune, Shaban y Sutlememe despidieron a todo el
mundo. Los cuatro eunucos conjurados permanecieron con ellos, y tras
haber descansado unos momentos junto a los dos ataúdes, construidos de
forma que tuvieran aire suficiente, hicieron que los llevaran a orillas
de un pequeño lago bordeado de musgo grisáceo. Aquel lugar era refugio
de garzas reales y de cigüeñas que pescaban continuamente pececillos
azules. Los enanos, advertidos por el Emir, no tardaron en llegar y, con
la ayuda de los eunucos, construyeron cabanas de cañas y juncos; trabajo
que sabían hacer a la perfección. Levantaron también un almacén para las
provisiones, un pequeño oratorio para sí mismos y una pirámide de
madera. Esta estaba hecha con troncos colocados con mucha exactitud, y
servía para el mantenimiento del fuego; pues en las hondonadas de
aquellas montañas hacía frío.
Por la noche se encendieron dos
grandes hogueras al borde del lago; se sacaron los dos hermosos cuerpos
de sus ataúdes y fueron delicadamente colocados en la misma cabana,
sobre un lecho de hojas secas. Los dos enanos comenzaron a recitar el
Corán con sus voces claras y argentinas. Shaban y Sutlememe se mantenían
de pie, a poca distancia, y aguardaban con mucha inquietud que cesara el
efecto de los polvos. Por fin, Nouronihar y Gulchenrouz extendieron
débilmente los brazos y, abriendo los ojos, miraron con el mayor asombro
cuanto les rodeaba. Intentaron incluso levantarse; pero faltándoles las
fuerzas, cayeron de nuevo sobre su lecho de hojas. Sutlememe les hizo
beber, en seguida, un tónico que el Emir les había proporcionado.
Entonces Gulchenrouz despertó por completo, estornudó con mucha fuerza y
se levantó con una rapidez que indicaba su sorpresa. Cuando estuvo fuera
de la cabana, olfateó el aire con extremada avidez y gritó: Respiro,
escucho sonidos, veo un firmamento constelado de estrellas. ¡Todavía
existo! Al escuchar tan queridos acentos, Nouronihar se desprendió de
las hojas y corrió a estrechar entre sus brazos a Gulchenrouz. Las
largas túnicas con las que iban vestidos, sus coronas de flores y sus
pies desnudos fueron las primeras cosas que les llamaron la atención.
Ella ocultó el rostro entre las manos para reflexionar. La visión del
baño encantado, la desesperación de su padre y el majestuoso rostro de
Vathek se agitaban en su espíritu. Recordaba haber estado enferma y
moribunda, al igual que Gulchenrouz; pero todas aquellas imágenes se
confundían en su cabeza. Aquel lago singular, las llamas que se
reflejaban en las apacibles aguas, los pálidos colores de la tierra,
aquellas extrañas cabanas; los juncos que se balanceaban tristemente por
sí mismos; aquellas cigüeñas cuyos lúgubres gritos se mezclaban con la
voz de los enanos; todo la convenció de que el ángel de la muerte le
había abierto la puerta de alguna nueva existencia.
Gulchenrouz,
por su parte, presa de mortales angustias, se había pegado a su prima.
Se creía también en el país de los fantasmas y le aterrorizaba el
silencio que ella mantenía. Habla, le dijo por fin, ¿dónde estamos? ¿Ves
aquellos espectros que remueven las ardientes brasas? ¿Son acaso Monkir
y Nekir que van a arrojarnos a ellas? ¿Atravesará el puente fatal este
lago, cuya tranquilidad nos oculta tal vez un abismo de agua en el que
no dejaremos de hundirnos durante siglos?
—No, hijos míos, les
dijo Sutlememe acercándose a ellos, tranquilizaos; el ángel exterminador
que ha conducido nuestras almas junto a las vuestras nos ha asegurado
que el castigo de vuestra perezosa y voluptuosa vida se limitará a pasar
una larga serie de años en este triste lugar, donde apenas si se muestra
el sol y en el que la tierra no produce frutos ni flores. Aquéllos son
nuestros guardianes — continuó señalando a los enanos; ellos atenderán
nuestras necesidades, pues almas tan profanas como las nuestras
conservan todavía algo de su grosera existencia. Comeréis arroz por todo
alimento y vuestro pan estará mojado en las nieblas que cubren sin cesar
este lago.
Ante tan triste perspectiva, los pobres niños se
deshicieron en lágrimas. Se prosternaron ante los enanos que,
representando perfectamente bien su papel, les hicieron, según
costumbre, un hermoso y largo discurso sobre el camello sagrado que,
pasados algunos miles de años, les llevaría al paraíso.
Terminado
el sermón, hicieron las abluciones, loaron a Allah y al Profeta, cenaron
frugalmente y regresaron a las hojas secas. Nou-ronihar y su pequeño
primo se sintieron muy reconfortados al ver que los muertos dormían en
la misma cabana. Como habían dormido ya bastante, pasaron el resto de la
noche hablando de lo que había ocurrido mientras el miedo a los
espíritus les hacía abrazarse sin cesar.
A la mañana siguiente,
que fue oscura y lluviosa, los enanos treparon a las largas pértigas
plantadas como si fueran minaretes, y llamaron a la oración. Toda la
congregación se reunió: Sutlememe, Shaban, los cuatro eunucos, algunas
cigüeñas que se aburrían pescando y los dos niños. Estos se habían
arrastrado lánguidamente fuera de su cabana y, como sus espíritus se
hallaban llenos de ternura y melancolía, hicieron con fervor sus
devociones. Después Gulchenrouz preguntó a Sutlememe y a los demás cómo
habían logrado morir tan oportunamente. — Nos hemos matado desesperados
por vuestra muerte, respondió Sutlememe. Nouronihar, que pese a todo lo
que había ocurrido no había olvidado su visión, gritó: ¿Y el Califa?
¿Habrá muerto también de dolor? ¿Vendrá también aquí? Los enanos tenían
la palabra y respondieron con gravedad: Vathek está condenado sin
remedio. Así lo creo, gritó Gulchenrouz, y estoy muy contento; pues
pienso que fue su horrible mirada la que nos envió aquí, para comer
arroz y escuchar sermones.
Transcurrió una semana, casi del mismo
modo, a orillas del lago. Nouronihar pensaba en las grandezas que su
enojosa muerte le había hecho perder; y Gulchenrouz hacía cestos de
junco con los enanos, que le agradaban mucho.
Mientras tenía lugar esta escena de inocencia en el corazón de las
montañas, el Califa representaba otra en casa del Emir. En cuanto hubo
recuperado el uso de sus facultades, con una voz que sobresaltó a
Bababalouk, gritó: ¡Pérfido Giaour!, tú mataste a mi querida Nouronihar;
renuncio a ti y pido perdón a Mahoma; él me la habría conservado si yo
hubiera sido más prudente. Vamos, dadme agua para hacer mis abluciones y
que el buen Fakreddin venga aquí, para reconciliarme con él y orar
juntos. Tras ello, iremos ambos a visitar el sepulcro de la infeliz
Nouronihar. Quiero hacerme eremita y pasar mis días en aquella montaña
para expiar mis crímenes.— ¿Y qué comeréis?, le dijo Bababalouk. — No lo
sé, prosiguió Vathek; ya te lo diré cuando tenga hambre, lo que, según
creo, no sucederá hasta dentro de mucho tiempo.
La llegada de
Fakreddin interrumpió esta conversación. En cuanto Vathek lo vio, le
saltó al cuello y le bañó en sus lágrimas diciendo tan piadosas cosas
que el Emir lloraba de alegría y se felicitaba, en voz baja, por la
admirable conversión que acababa de conseguir. Como se comprenderá, no
se atrevió a oponerse a la peregrinación de la montaña; cada uno de
ellos ocupó, pues, sus literas y partieron.
Pese a la atención
con que se cuidaba al Califa, no se pudo evitar que se hiciera algunos
arañazos en el lugar donde decían que Nouronihar estaba enterrada. Costó
mucho arrancarle de allí y él juró solemnemente que regresaría todos los
días, lo que no complació demasiado a Fakreddin; pero suponía que el
Califa no se arriesgaría más allá y que se contentaría haciendo sus
plegarias en la caverna de Meimoune; por otra parte, el lago se hallaba
tan oculto por las rocas que no creía posible que lo encontrara. Esta
seguridad del Emir se veía confirmada por la conducta de Vathek. Cumplía
tan a rajatabla su resolución y volvía de la montaña tan devoto y
contrito, que los vejestorios se sentían extasiados.
Nouronihar,
por su parte, no estaba tampoco muy contenta, aunque amaba a Gulchenrouz
y le habían dejado en libertad con él para aumentar su ternura; le
miraba como una baratija que no le impedía desear ardientemente el rubí
de Giamchid. Incluso algunas veces tenía dudas sobre su estado, y no
podía comprender que los muertos siguieran teniendo las necesidades y
las fantasías de los vivos. Una mañana, para aclararlo, se levantó
suavemente del lado de Gulchenrouz, mientras todos seguían todavía
durmiendo, y tras haberle dado un beso, siguió la orilla del lago y vio
que éste se perdía bajo una roca cuya cima no le parecía inaccesible.
Subió en seguida lo mejor que pudo y, viendo el cielo al descubierto, se
puso a correr como una gacela huyendo del cazador. Aunque saltara con la
ligereza del antílope se vio, sin embargo, obligada a sentarse a la
sombra de unos tamarindos para recuperar el aliento. Estaba haciendo sus
pequeñas reflexiones y creía reconocer los lugares cuando, de pronto,
Vathek apareció. Aquel príncipe, inquieto y agitado, se había adelantado
a la aurora. Cuando divisó a Nouronihar permaneció inmóvil. No se
atrevía a acercarse a aquella figura temblorosa, pálida y todavía
encantadora. Por fin, Nouronihar, con un aire ora contento y ora
afligido, elevó ante él sus hermosos ojos y le dijo: Señor, ¿venís pues
a comer conmigo el arroz y a escuchar sermones? — Sombra querida, gritó
Vathek, ¡habláis! ¡Seguís teniendo las mismas formas elegantes, la misma
espléndida mirada! ¿Sois también palpable?
Y diciendo estas
palabras la besó con todas sus fuerzas, repitiendo sin cesar: Pero si
esto es carne, y animada por una dulce calidez. ¿Qué significa tal
prodigio?
Nouronihar respondió con modestia: Ya sabéis, Señor,
que morí la misma noche en que me honrasteis con vuestra visita. Mi
primo dijo que había sido una de vuestras miradas, pero yo no lo creo;
no me parecieron tan terribles. Gulchenrouz murió conmigo y ambos fuimos
transportados a un paraje muy triste y donde se vive con mucha
estrechez; si habéis muerto también y veníais a reuniros con nosotros,
os compadezco pues os aturdirán los enanos y las cigüeñas. Además, es
enojoso para vos y para mí haber perdido los tesoros del palacio
subterráneo que nos habían sido prometidos.
Al oír el nombre del
palacio subterráneo, el Califa cesó en sus caricias, que habían ido ya
bastante lejos, para poder explicarse lo que Nouronihar quería decir.
Entonces, ella le contó su visión, lo que a continuación había sucedido
y la historia de su pretendida muerte; le describió el lugar de
expiación, de donde había escapado, de un modo que le habría dado risa
de no hallarse tan ocupado en cosas más serias. En cuanto ella dejó de
hablar, Vathek, volviendo a tomarla en sus brazos, le dijo: Vamos, luz
de mis ojos, todo está claro. Ambos estamos llenos de vida; vuestro
padre es un bribón que nos ha engañado para separarnos; y el Giaour, que
según creo entender quiere hacernos viajar juntos, no vale mucho más.
¡Mucho tiempo ha de pasar antes de que nos tenga en su palacio de fuego!
Concedo mayor valor a vuestra hermosa persona que a todos los tesoros de
los sultanes preadamitas; y quiero poseerla a mi voluntad y al aire
libre, durante muchas lunas, antes de hundirme bajo tierra. Olvidad al
tontuelo de Gulchenrouz, y... — Señor, no le hagáis ningún daño,
interrumpió Nouronihar. — No, no, continuó Vathek. Ya os dije que no
temierais nada; está demasiado ahito de leche y azúcar para sentirme
celoso, le dejaremos con los enanos (que, entre paréntesis, son mis
antiguos conocidos); es una compañía que le conviene más que la vuestra.
Por lo demás, no regresaré a casa de vuestro padre; no quiero oírle, ni
a él ni a sus vejestorios, lloriquearme al oído que violo las leyes de
la hospitalidad, como si no fuera mayor honor para vos desposaros con el
Soberano del mundo que con una joven-cita vestida de muchacho.
Nouronihar no desaprobó tan elocuente discurso. Ella hubiera deseado,
tan sólo, que el enamorado Monarca hubiese mostrado algo más de ardor
hacia el rubí de Giamchid, pero pensó que todo llegaría a su tiempo y
estuvo de acuerdo en todo, con la más comprometedora sumisión.
Cuando el Califa lo juzgó oportuno, llamó a Bababalouk, que dormía en la
caverna de Meimoune, soñando que el fantasma de Nouronihar había vuelto
a colocarle en el columpio y le daba tanto impulso que tan pronto volaba
por encima de las montañas como rozaba los abismos. Al oír la voz de su
dueño, despertó sobresaltado, corrió jadeante y a punto estuvo de caer
de espaldas cuando creyó ver el espectro con el que acababa de soñar.
¡Ah, Señor!, gritó dando diez pasos atrás y cubriéndose los ojos con la
mano: ¿Acaso desenterráis a los muertos? ¿Actuáis también como un Ghul?
No esperéis comeros a esta Nouronihar; tras lo que ella me hizo sufrir
la considero bastante malvada como para comeros a vos.
—Deja de hacer el imbécil — dijo Vathek; pronto te convencerás de
que la que tengo en mis brazos es Nouronihar, vivita y coleando. Haz que
planten mis tiendas en un valle que descubrí cerca de aquí; quiero fijar
en él mi morada junto a este bello tulipán cuyos colores reavivaré. Haz
que nos provean de cuanto es necesario para llevar una vida voluptuosa
hasta nueva orden.
Las noticias de tan enojoso incidente llegaron
pronto a oídos del Emir. Desesperado por el fracaso de su estratagema se
abandonó al dolor y se embadurnó, convenientemente, el rostro con
ceniza; sus fieles vejestorios hicieron lo mismo y su palacio cayó en el
más horrendo desorden. Todo estaba en el mayor abandono; ya no se acogía
a los viajeros, ya no se hacían emplastos; y, en vez de la caritativa
actividad que reinaba en aquel asilo, quienes lo habitaban no mostraban
ya más que rostros de más de un codo de largo; todo eran gemidos y
embadurnamientos.
Mientras, Gulchenrouz había quedado petrificado
al no encontrar a su prima. Los enanos no estaban menos sorprendidos que
él. Sólo Sutlememe, más aguda que todos ellos, sospechó desde un
principio lo que había ocurrido. Distrajeron a Gulchenrouz con la
halagadora esperanza de que volvería a encontrar a Nouronihar en un
paraje de las montañas donde la tierra, cubierta de flores de azahar y
de jazmines, ofrecería lechos más agradables que los de las cabanas,
donde cantaría al son de los laúdes y perseguiría a las mariposas.
Sutlememe estaba en lo más vivo de sus descripciones cuando uno de los
cuatro eunucos se la llevó aparte y le esclareció la historia de la fuga
de Nouronihar, comunicándole las órdenes del Emir. Mantuvo en seguida
consejo con Shaban y los enanos; se hizo el equipaje, se colocó todo en
una chalupa y navegaron tranquilamente. Gulchenrouz se adaptaba a todo;
pero cuando llegaron al lugar donde el lago se perdía bajo la bóveda
rocosa, cuando la barca entró en ella y Gulchenrouz se halló en perfecta
oscuridad, se sintió presa de un terrible miedo y prorrumpió en agudos
gritos, pues creía que iban a condenarle por completo por haber hecho
demasiado el pillo con su prima.
Mientras, el califa y la que
reinaba sobre su corazón vivían días felices. Bababalouk había hecho
plantar las tiendas y cerrar las dos entradas del valle con magníficos
biombos, forrados de tela de las Indias y custodiados por esclavos
etíopes sable en mano. Para conservar el césped del hermoso reducto en
perpetua frescura, los eunucos no dejaban de dar vueltas con regaderas
de plata sobredorada. El aire, junto al pabellón imperial, era agitado
sin cesar por el movimiento de los abanicos; una tierna claridad que
pasaba a través de las muselinas iluminaba aquel lugar voluptuoso, y el
Califa gozaba plenamente de los encantos de Nouronihar. Ebrio de
delicias, escuchaba transportado su hermosa voz y los acordes de su
laúd. Por su parte, ella se sentía encantada al escuchar las
descripciones que él le hacía de Samarah y su torre llena de maravillas,
se complacía, sobre todo, haciéndole repetir la aventura de la bola y la
de la grieta, en la que el Giaour se mantenía junto al portal de ébano.
El día transcurría en estas conversaciones y, por la noche, los amantes
se bañaban juntos en una piscina de mármol negro contra la que
destacaba, admirablemente, la blancura de Nouronihar. Bababalouk, en
quien había hallado de nuevo gracia la bella, cuidaba de que sus comidas
fueran servidas con la mayor delicadeza; siempre había algún manjar
nuevo e hizo buscar en Shiraz un vino espumeante y delicioso, que había
sido embodegado antes del nacimiento de Mahoma. En pequeños hornos
practicados en la roca se cocían panecillos amasados con leche, lo que
les daba un sabor tan del gusto de Vathek que olvidaba los estofados que
sus demás esposas le habían hecho; de modo que las pobres abandonadas
morían de pesadumbre en casa del Emir.
La sultana Dilara, que
hasta entonces había sido la favorita, se tomaba muy a pecho aquella
negligencia, con toda la energía de su carácter. Mientras era la
favorita se había imbuido de las extravagantes ideas de Vathek, y ardía
en deseos de ver las tumbas de Istakhar y el palacio de las cuarenta
columnas. Criada, además, entre humaredas, se alegraba de ver al Califa
dispuesto a entregarse al culto del fuego. De modo que la vida
vuluptuosa y de holgazanería que él llevaba con su rival, la afligía por
partida doble. La pasajera piedad de Vathek la había alarmado vivamente;
esto era peor todavía. Tomó, pues, la decisión de escribir a la princesa
Carathis para comunicarle que todo iba mal, que se habían incumplido
claramente las condiciones del pergamino, que se había comido, dormido y
provocado jaleo en casa de un viejo Emir, cuya santidad era muy temible,
y que finalmente no parecía que fueran jamás a poseer los tesoros de los
sultanes preadamitas. Aquella carta fue confiada a dos leñadores que
cortaban leña en uno de los grandes bosques de la montaña, y que,
conocedores de los más cortos atajos, llegaron en diez días a Samarah.
La princesa Carathis jugaba al ajedrez con Morakanabad cuando llegaron
los mensajeros. Desde hacía algunas semanas había abandonado los demás
lugares de su torre, porque todo le parecía confuso entre los astros
cuando los consultaba para su hijo. Por más que repitiera sus
fumigaciones, por más que se tendiera sobre los techos con la esperanza
de tener visiones místicas, sólo soñaba en piezas de brocado, en ramos
de flores y otras boberías semejantes. Aquello le había producido un
abatimiento del que no podían arrancarla las drogas que componía, y su
último recurso era Morakanabad, bonachón, lleno de honesta confianza,
pero que, en su compañía, no se sentía en el mejor de los mundos.
Como nadie tenía noticias de Vathek, corrían a su cuenta mil
ridiculas historias. Se imaginará, pues, con qué vivacidad abrió
Carathis la carta y cuál fue su cólera cuando se enteró de la cobarde
conducta de su hijo. ¡Ah, ah!, dijo; moriré o penetrará en el palacio
del fuego; muera yo en las llamas y reine Vathek en el trono de
Suleiman. Diciendo estas palabras, hizo tan mágica y espantosa pirueta,
que Morakanabad retrocedió aterrorizado; ordenó que prepararan su gran
camello Alboufaki y que hicieran venir a la horrenda Nerkes y la
implacable Cafour: No quiero más cortejos, dijo al visir; voy por
asuntos urgentes, así que nada de desfiles; cuidaos del pueblo;
desplumadlo bien en mi asuencia; gastamos mucho y no sabemos qué puede
suceder.
La noche era muy oscura y soplaba, de la llanura de
Catoul, un viento malsano que hubiera hecho retroceder a cualquier
viajero por mucha prisa que tuviera; pero Carathis se complacía mucho en
todo lo que fuera funesto, Nerkes pensaba lo mismo y Cafour sentía
particular predilección por las pestilencias. Por la mañana, aquella
gentil caravana, guiada por los dos leñadores, se detuvo a orillas de un
gran pantano del que brotaba un vapor mortífero que habría matado
cualquier otro animal que no fuera Alboufaki que, naturalmente, venteaba
con placer aquellos malignos hedores. Los campesinos suplicaron a las
damas que no durmieran en aquel lugar. ¡Dormir, gritó Carathis, buena
idea! Yo no duermo nunca sino para tener visiones; y, por lo que se
refiere a mi séquito, están demasiado ocupadas como para cerrar el único
ojo que poseen. Aquella pobre gente, que comenzaba a no sentirse a gusto
en tal compañía, quedó con la boca abierta.
Carathis puso pie en
tierra, así como las negras que llevaba en la grupa; y quedándose todas
en camisa y calzones, corrieron bajo el ardiente sol para recoger
hierbas venenosas que abundaban a orillas del pantano. Esta provisión
estaba destinada a la familia del Emir y a todos aquellos que pudieran
oponer el menor impedimento al viaje hacia Istakhar. Los leñadores se
morían de miedo viendo corretear a los tres horrendos fantasmas y no
saboreaban demasiado la compañía de Alboufaki. Mucho peor fue cuando
Carathis les ordenó ponerse en camino, aunque fuera mediodía e hiciese
un calor capaz de calcinar las piedras; pese a todo lo que dijeron, fue
preciso obedecer.
Alboufaki, que gustaba mucho de la soledad,
olfateaba cuando advertía la menor morada, y Carathis, mimándolo a su
modo, la evitaba en seguida. Aquello motivó que los campesinos no
pudieran tomar el menor alimento en el camino. Las cabras y las ovejas
que la Providencia parecía enviarles y cuya leche hubiera podido
refrescarles un poco, huían a la vista del horrendo animal y su extraña
carga. Para Carathis no eran necesarios aquellos alimentos comunes, pues
había inventado desde hacía mucho tiempo un opiato que le bastaba y que
compartía con sus queridas mudas.
Al caer la noche, Alboufaki se
detuvo de pronto y pateó el suelo. Carathis conocía sus mañas y
comprendió que debían hallarse en la vecindad de un cementerio. En
efecto, la luna arrojaba una pálida luminosidad que pronto les hizo
entrever un largo muro y una puerta entreabierta, tan alta que permitía
el paso de Alboufaki. Los miserables guías que estaban llegando al fin
de sus días, rogaron entonces humildemente a Carathis que les enterrara,
puesto que ahora le sería fácil, y entregaron su alma. Nerkes y Cafour
bromearon a su modo sobre la imbecilidad de aquella gente, hallaron muy
de su gusto el aspecto del cementerio y muy alegres los sepulcros;
había, por lo menos, dos mil en la ladera de una colina. Carathis,
demasiado ocupada en sus grandes proyectos como para contemplar aquel
espectáculo, por encantador que fuera a sus ojos, quiso sacar partido de
la situación. Seguramente, se dijo, tan hermoso cementerio es visitado
por los Ghuls; esta especie no carece de inteligencia; como, por falta
de atención, he dejado morir a mis imbéciles guías, preguntaré el camino
a los Ghuls y, para atraerles, les invitaré a regalarse con esos
cadáveres frescos. Tras tan prudente monólogo, habló con los dedos a
Nerkes y a Cafour, diciéndoles que fueran a golpear las tumbas e
hicieran oír en ellas su hermoso gorjeo.
Las negras, muy satisfechas de aquella orden y prometiéndose mucho
placer en compañía de los Ghuls, partieron con aire de conquista y
comenzaron a hacer ¡toc, toc! sobre los sepulcros. A medida que iban
golpeando se oían sordos ruidos en la tierra, la arena se removía y los
Ghuls, atraídos por el frescor de los cadáveres recientes, salían de
todas partes con la nariz al aire. Todos se dirigieron hacia un ataúd de
mármol blanco donde Ca-rathis estaba sentada entre los dos cuerpos de
sus infortunados conductores. Aquella princesa recibió a sus invitados
con distinguida cortesía y, tras haber cenado, charlaron de negocios.
Pronto supo lo que quería saber y, sin perder tiempo, quiso reemprender
la marcha: las negras, que habían iniciado relaciones afectivas con los
Ghuls, le suplicaron con todos sus dedos que esperara al menos la
llegada del alba; pero Carathis, que era la encarnación de la virtud y
enemiga jurada de amores y molicie, rechazó su juego y, montando en
Alboufaki, les ordenó que tomaran en seguida su lugar. Durante cuatro
días y cuatro noches continuó sin detenerse su viaje. Al quinto atravesó
montañas y bosques quemados a medias y al sexto llegó ante los hermosos
biombos que ocultaban a todos los ojos los voluptuosos extravíos de su
hijo.
Amanecía: los guardias roncaban en sus puestos, ajenos a
todo; el trote largo de Alboufaki les despertó sobresaltados; creyeron
ver espectros salidos del negro abismo y huyeron sin más ceremonia.
Vathek estaba en el baño con Nouronihar; escuchaba cuentos y se burlaba
de Bababalouk que los narraba. Alarmado por los gritos de sus guardias,
salió del agua; pero volvió en seguida a ella cuando vio aparecer a
Carathis; ella avanzó con sus negras y, montada todavía en Alboufaki,
desgarraba las muselinas y las finas cortinas del pabellón. Ante tan
súbita aparición, Nouronihar, que no dejaba de sentir remordimientos,
creyó llegado el momento de la venganza celeste y se abrazó amorosamente
al Califa. Entonces Carathis, sin bajar de su camello y espumeante de
rabia ante el espectáculo que se ofrecía a su casta vista, estalló sin
precaución. ¡Monstruo de dos cabezas y cuatro piernas!, gritó, ¿qué
significa este hermoso amontonamiento? ¿No te da vergüenza abrazar este
pimpollo en vez de los cetros de los sultanes preadamitas? ¿A causa de
esta baratija has roto alocadamente las condiciones del Giaour?
¿Consumes con ella tan preciosos momentos? ¿Este es el fruto que sacaste
de los grandes conocimientos que te di? ¿Es éste el fin de tu viaje?
Despréndete de los brazos de esta tontuela; ahógala en el agua y
sigúeme.
En un primer movimiento de furor, Vathek había sentido
deseos de destripar a Alboufaki, y rellenarlo con las negras, e incluso
con Carathis; pero las ideas del Giaour, del palacio de Istakhar, de los
sables y los talismanes hirieron su espíritu con la rapidez del
relámpago. Dijo, pues, a su madre, en tono cortés aunque resuelto:
Temible dama, seréis obedecida; pero no ahogaré a Nouronihar. Es más
dulce que el mirobálano confitado. Le gustan mucho los carbúnculos y, en
especial, el de Giam-chid que le ha sido prometido; vendrá con nosotros,
pues pretendo que duerma en los sofás de Suleiman; ya no puedo dormir
sin ella. — ¡Sea en buena hora!, respondió Carathis, posando los pies en
tierra y dejando a Alboufaki al cuidado de sus negras.
Nouronihar, que no se había soltado, se tranquilizó un poco y dijo
tiernamente al Califa: Querido soberano de mi corazón, os seguiré, si es
preciso, más allá del Caf, al país de los Afritas; no temeré escalar
para vos el nido de la Simorga que, después de vuestra madre, es el ser
más respetable que haya sido creado. He aquí, dijo Carathis, una
jovencita con valor y conocimiento. Nouronihar ciertamente los tenía;
pero pese a toda su firmeza, no podía evitar pensar algunas veces en las
gracias de su pequeño Gulchenrouz y en los días de ternura que con él
había pasado; unas lágrimas mojaron sus ojos y no escaparon a la
atención del Califa; incluso llegó a decir en voz alta y sin advertirlo:
¡Ay!, mi tierno primo, ¿qué será de ti? Ante aquellas palabras, Vathek
frunció el entrecejo y Carathis gritó: ¿Qué significan estas muecas, qué
ha dicho? El Califa respondió: Suspira a destiempo por un muchachuelo,
de lánguidos ojos y dulces trenzas que la amaba. — ¿Dónde está?,
prosiguió Carathis; tengo que conocer a esa hermosa criatura; pues,
prosiguió en voz baja, quiero antes de partir congraciarme con el
Giaour; nada será más apetitoso para él que el corazón de un niño
delicado que se abandona a los primeros impulsos del amor.
Vathek, saliendo del baño, ordenó a Bababalouk que reuniera sus
tropas, sus esposas y los demás miembros de su serrallo, y lo dispusiera
todo para partir en tres días. Por lo que se refiere a Carathis, se
retiró sola a una tienda donde el Giaour la distrajo con alentadoras
visiones. Al despertar, vio a sus pies a Nerkes y Cafour que, por
signos, le dijeron que tras haber llevado a Alboufaki hasta la orilla de
un pequeño lago para que mordisqueara un musgo gris, pasablemente
venenoso, había vista pescados azulados, como los del estanque de la
torre de Samarah. — ¡Ah, ah!, dijo, quiero ir ahora mismo a este lugar.
Por medio de una pequeña operación, puedo convertir en oraculares esos
peces; me esclarecerán muchas cosas y me dirán dónde está este
Gulchenrouz que quiero inmolar a toda costa. E, inmediatamente, se puso
en marcha con su negro cortejo.
Y como hacia las malas empresas, siempre se va de prisa, Carathis y
sus negras no tardaron en llegar al lago. Quemaron drogas mágicas que
llevaban siempre consigo y, tras haberse desnudado por completo entraron
en el agua hasta que les llegó al cuello. Nerkes y Cafour sacudieron
antorchas encendidas mientras Carathis pronunciaba bárbaras palabras.
Entonces, todos los peces sacaron la cabeza del agua, que agitaban
fuertemente con sus aletas; y obligados por el poderío del
encantamiento, abrieron sus lamentables bocas y dijeron a la vez: Os
pertenecemos de la cabeza a la cola; ¿qué queréis de nosotros? — Peces,
dijo Carathis, os conjuro por vuestras brillantes escamas a que me
digáis dónde está el pequeño Gulchenrouz. — Al otro lado de esta roca,
Señora, respondieron todos los peces a coro: ¿Estáis satisfecha? Pues
nosotros no lo estamos en absoluto manteniendo la boca abierta al aire
libre. — Sí, prosiguió la princesa, ya veo que no estáis acostumbrados a
los largos discursos; os dejaré descansar, pues, aunque podría haceros
muchas otras preguntas. Tras ello, el agua se calmó y los peces
desaparecieron.
Carathis, llena de venenosos proyectos, escaló en
seguida el roquedal y vio, bajo una frondosa enramada, al amable
Gulchenrouz que dormía, mientras los dos enanos velaban junto a él
murmurando sus oraciones. Los pequeños personajes tenían el don de
adivinar cuando algún enemigo de los buenos musulmanes se aproximaba;
sintieron, pues, acercarse a Carathis que, deteniéndose de pronto, se
dijo a sí misma: ¡Con qué suavidad inclina su cabecita! Este es
precisamente el niño que necesito. Los enanos interrumpieron aquellas
hermosas reflexiones arrojándose sobre ella y arañándola con todas sus
fuerzas. Nerkes y Cafour tomaron en seguida la defensa de su ama y
pellizcaron con tanta fuerza a los enanos que éstos entregaron el alma,
rogando a Mahoma que hiciera caer su venganza sobre aquella malvada
mujer y toda su familia.
El ruido que el extraño combate hacía en
el valle despertó a Gulchenrouz que dio un furioso salto, trepó a una
higuera y, llegando a la cima del roquedal, corrió sin detenerse para
tomar aliento; finalmente cayó como muerto entre los brazos de un
anciano y buen Genio que adoraba a los niños y sé ocupaba por completo
de protegerles. Aquel Genio, al hacer su ronda por los aires, se había
arrojado contra el cruel Giaour, mientras gruñía en su horrible
hendidura, y le había arrebatado los cincuenta muchachitos que Vathek
tuvo la impiedad de sacrificarle. Educaba a tan interesantes criaturas
en nidos colocados por encima de las nubes, y él mismo habitaba en un
nido mayor que todos los demás reunidos, del que había expulsado a los
Rocs que lo habían construido.
Aquellos seguros refugios se
hallaban protegidos contra los Divos y los Afritas por banderolas
flotantes en las que se había escrito, en caracteres de oro brillantes
como relámpagos, los nombres de Allah y el Profeta. Entonces
Gulchenrouz, que no se había desengañado todavía de su pretendida
muerte, se creyó en las moradas de la paz eterna. Se abandonó sin temor
a las caricias de sus amiguitos; todos se reunieron en el nido del
venerable Genio y según sus deseos, besaron la lisa frente y los
hermosos párpados de su nuevo compañero. Allí, alejado de las
preocupaciones terrenales, de la impertinencia de los harenes, de la
brutalidad de los eunucos y de la inconstancia de las mujeres, halló su
verdadero lugar. Feliz, como sus compañeros, los días, los meses, los
años transcurrieron en tan apacible compañía; pues el Genio, en vez de
colmar a sus pupilos de perecederas riquezas y vanos conocimientos, les
gratificaba con el don de la perpetua infancia.
Carathis, que no
estaba habituada a ver escapar su presa, se encolerizó espantosamente
contra las negras, a las que acusaba de no haber cogido en seguida al
niño y de haberse divertido pellizcando hasta matarlos a los pequeños
enanos que nada significaban. Regresó, murmurando, al valle; y viendo
que su hijo no se había levantado todavía del lecho que compartía con su
bella, arrojó su mal humor sobre él y sobre Nouronihar; se consoló, sin
embargo, con la idea de partir al día siguiente hacia Istakhar y de
conocer al propio Eblis, gracias a los buenos oficios del Giaour; pero
el destino lo había dispuesto de otro modo.
Aquella noche, cuando
la princesa conversaba con Dilara, a la que había hecho venir y que le
complacía mucho, Bababalouk vino a decirle que el cielo se veía muy
iluminado en dirección a Samarah y parecía anunciar algo funesto. Ella
tomó inmediatamente sus astrolabios y sus instrumentos mágicos, midió la
altura de los planetas, hizo sus cálculos y vio, con gran descontento,
que había en Samarah una formidable revuelta; que Motavekel,
aprovechando el horror que su hermano inspiraba, había amotinado al
pueblo, se había apoderado del palacio y estaba sitiando la gran torre a
la que Morakanabad se había retirado con un pequeño número de hombres
que permanecían fieles todavía. ¡Cómo!, gritó, perderé mi torre, mis
mudos, mis negras, mis momias y, sobre todo, mi gabinete de
experimentaciones que tantos desvelos me ha costado; y todo sin saber si
mi aturdido hijo llevará a buen fin su aventura. No, no seré tan tonta;
parto ahora mismo para socorrer a Morakanabad con mis terribles artes y
hacer llover clavos y chatarra ardiente sobre los conspiradores; abriré
mis almacenes de serpientes y tremielgas, que se hallan bajo las grandes
bóvedas de la torre y que deben estar enloquecidas de hambre, y veremos
si resistirán contra tales atacantes. Tras hablar así, Carathis se
dirigió corriendo al encuentro de su hijo, que se daba el gran festín
con Nouronihar en su hermoso pabellón encarnado. ¡Qué tragón eres!, le
dijo; sin mis cuidados pronto no serías más que el comendador de las
tortas; tus Creyentes han renegado de la fe que te habían jurado;
Motovekel, tu hermano, reina ahora en la colina de los caballos píos; y
si no poseyera yo ciertos pequeños recursos en nuestra torre, no sería
fácil hacerle soltar la presa. Pero para no perder tiempo, sólo te diré
unas palabras: Levanta tus tiendas, parte esta misma noche y no te
detengas neciamente en parte alguna. Aunque no hayas cumplido las
condiciones del pergamino, tengo todavía algunas esperanzas; pues hay
que reconocerlo, violaste sobradamente las leyes de la hospitalidad,
seduciendo a la hija del Emir tras haber comido su pan y su sal. Este
tipo de conducta sólo puede complacer al Giaour; y si cometes aún
algunos pequeños crímenes más, todo irá bien y entrarás triunfante en el
palacio de Suleiman. ¡Adiós! Alboufaki y mis negras me esperan a la
puerta.
El Califa no puso inconveniente alguno a todo ello; deseó
buen viaje a su madre y terminó de cenar. A medianoche levantó el campo
a los sones de las fanfarrias y las trompetas; pero por mucho que se
timbaleara no podía evitarse escuchar los gritos del Emir y sus
vejestorios que, a fuerza de llorar, se habían quedado ciegos y ya no
tenían un solo pelo. Nouronihar, a quien aquella música entristecía, se
sintió muy aliviada cuando no pudo escucharla más. Iba con el Califa en
la litera imperial y ambos se divertían imaginando las magnificencias
que muy pronto iban a rodearles. Las demás mujeres se mantenían
entristecidas en sus palanquines, y Dilara se cargaba de paciencia
pensando que iba a celebrar los ritos del fuego en las augustas terrazas
de Istakhar.
Cuatro días después, se hallaban en el alegre valle
de Rocnabad. La primavera estaba en todo su esplendor y las grotescas
ramas de los almendros en flor se recortaban contra el azul de un cielo
resplandeciente. La tierra, sembrada de jacintos y junquillos, exhalaba
un suave aroma; millares de abejas y casi tantos santones habían fijado
allí su morada. Alternativamente alineados a orillas del riachuelo se
veían colmenas y oratorios, cuya limpieza y blancura destacaban sobre el
verde amarronado de los altos cipreses. Los piadosos solitarios se
entretenían cultivando pequeños huertos llenos de frutos, sobre todo de
melones perfumados, los mejores de Persia A veces se les veía
diseminados en la pradera, alimentando pavos reales mas blancos que la
nieve y tórtolas azuladas. Estaban ocupados en ello cuando la vanguardia
del cortejo imperial dijo a grandes gritos: Habitantes de Rocnabad,
prosternaos junto a vuestras límpidas fuentes y dad gracias al Cielo que
os muestra un rayo de su gloria; pues aquí llega el Comendador de los
Creyentes.
Los pobres santones, llenos de sagrada prisa, se
apresuraron a encender cirios en todos los oratorios, abrieron sus
Coranes en facistoles de ébano y se presentaron ante el Califa con
cestillos llenos de higos, miel y melones.
Mientras avanzaban en procesión y acompasadamente, los caballos, los
camellos y los guardias hacían un horrible estropicio entre los
tulipanes y las demás flores del valle. Los santones no podían evitar
mirar compadecidos aquellos destrozos con un ojo, mientras con el otro
miraban al Califa y al Cielo. Nouronihar, encantada con tan hermosos
lugares, que le recordaban las amables soledades de su infancia, rogó a
Vathek que se detuviera; pero el príncipe, pensando que aquellos
pequeños oratorios podrían pasar, en el espíritu del Giaour, por una
habitación, ordenó a sus exploradores que los demolieran. Los santones
quedaron petrificados mientras se ejecutaba la bárbara orden; derramaban
ardientes lágrimas y Vathek les hizo expulsar a patadas por los eunucos.
Salió entonces, con Nouronihar, de su litera y ambos pasearon por la
pradera, recogiendo flores y diciéndose bellas palabras; pero las
abejas, que eran buenas musulmanas, se creyeron obligadas a vengar la
ofensa recibida por sus queridos dueños, los santones, y tanto se
encarnizaron picándoles, que se sintieron muy felices de tener las
tiendas dispuestas a recibirles. Bababalouk, a quien no había pasado
desapercibido la lozanía de pavos reales y tórtolas, hizo que fueran
asadas, de inmediato, algunas docenas y se prepararan otras tantas en
pepitoria. Comieron, rieron, brindaron, blasfemaron a placer cuando
todos los Mullahs, todos los Cheiks, todos los Cadis y todos los Imanes
de Shiraz, que aparentemente no habían encontrado a los santones,
llegaron con asnos adornados de guirnaldas, cintas y cascabeles de
plata, y cargados con cuanto de más preciado había en la región.
Presentaron sus ofrendas al Califa suplicándole que honrara la ciudad y
sus mezquitas con su presencia. ¡Oh, en cuanto a esto, dijo Vathek, me
guardaré mucho de hacerlo!; acepto vuestros presentes y os ruego que me
dejéis tranquilo pues no me gusta resistir la tentación; pero como no es
decente que gente tan respetable como vosotros regrese a pie, y tenéis
aspecto de ser jinetes bastante malos, mis eunucos tomarán la precaución
de ataros sobre vuestros asnos y cuidarán, sobre todo, de que no me deis
la espalda; pues conocen la etiqueta. Había entre ellos vigorosos cheiks
que, creyendo que Vathek estaba loco, formulaban en voz alta su opinión:
Bababalouk se encargó de que les ataran con doble cuerda, y, espoleando
a los asnos con espinas, les hizo partir a galope tendido, coceando y
entrechocando del modo más divertido. Nou-ronihar y su Califa gozaron, a
cual mejor, de tan indigno espectáculo; prorrumpían en grandes
carcajadas cuando los ancianos caían de sus cabalgaduras al arroyo, y
unos quedaban cojos, otros mancos, otros perdían los dientes o algo
mucho peor todavía.
Pasaron en Rocnabad dos días bastante
deliciosos, sin que nuevas embajadas les turbaran. Al tercero se
pusieron de nuevo en marcha; dejaron Shiraz a la derecha y llegaron a
una gran llanura desde donde se veía, en el horizonte, las negras cimas
de las montañas de Istakhar.
Al verlas, el Califa y Nouronihar no
pudieron contener los transportes de sus almas, saltaron de la litera y
prorrumpieron en exclamaciones que asombraron a todos los que pudieron
oírlas. ¿Vamos a palacios resplandecientes de luz, se preguntaban el uno
al otro, o a jardines más deliciosos que los de Sheddad? ¡Pobres
mortales!, así se perdían en conjeturas; el abismo de los secretos del
Todopoderoso les estaba vedado.
Mientras, los buenos Genios que
velaban un poco todavía sobre la conducta de Vathek, se dirigieron al
séptimo cielo junto a Mahoma, y le dijeron: Misericordioso Profeta,
tended vuestros propicios brazos a vuestro Vicario, o caerá sin remedio
en las trampas que los Divos, nuestros enemigos, le han preparado; el
Giaour le aguarda en el abominable palacio del fuego subterráneo; si
pone los pies en él está perdido sin remedio. Mahoma respondió con
indignación: Demasiado ha merecido que se le abandone a sí mismo; sin
embargo, permito que hagáis un nuevo esfuerzo para desviarle de su
empresa.
Repentinamente un buen Genio tomó el aspecto de un
pastor, más famoso por su piedad que todos los derviches y santones del
país; se colocó en la ladera de una pequeña colina, junto a un rebaño de
blancas ovejas, y comenzó a tocar en un instrumento desconocido melodías
cuyas conmovedoras notas penetraban en el alma, despertaban los
remordimientos y borraban todo pensamiento frivolo. A sus enérgicos
sones, el sol se cubrió con una sombría nube y las aguas de un pequeño
lago, más claras que el cristal, se tornaron rojas como la sangre. Todos
los que componían el pomposo cortejo del Califa fueron atraídos, a su
pesar, hacia la colina, todos bajaron los ojos y quedaron consternados;
cada uno de ellos se reprochaba el mal que había hecho, el corazón de
Dilara palpitaba; y el jefe de los eunucos, con aire contrito, pedía
perdón a las mujeres por haberlas atormentado con frecuencia por simple
placer.
Vathek y Nouronihar palidecieron en su litera y,
mirándose con ojos huraños, se reprochaban a sí mismos, el uno, mil
crímenes de los más negros, mil proyectos de impía ambición; la otra, la
desolación de su familia y la pérdida de Gulchenrouz. Nouronihar creyó
escuchar en aquella música fatal los gritos de su padre moribundo y
Vathek los sollozos de los cincuenta niños que había sacrificado al
Giaour. En medio de tales angustias seguían siendo atraídos hacia el
pastor. Su fisonomía tenía algo tan imponente que, por primera vez en su
vida, Vathek perdió el dominio de sí mismo, mientras Nouronihar ocultaba
el rostro entre sus manos. La música cesó y el Genio, dirigiéndose al
Califa, dijo: Príncipe insensato, a quien la providencia confió el
cuidado de los pueblos, ¿así respondes a tu misión? Has llevado al colmo
tus crímenes; ¿te apresuras ahora a correr hacia tu castigo? Sabes que
más allá de estas montañas Eblis y sus malditos Divos tienen su funesto
imperio y, seducido por un maligno fantasma, vas a entregarte a ellos.
Este es el último instante de gracia que te ha sido concedido; abandona
tu atroz designio, vuelve sobre tus pasos, devuelve Nouronihar a su
padre, que conserva todavía una chispa de vida, destruye la torre con
todas sus abominaciones, aléjate de Carathis, sé justo para con tus
subditos, respeta a los Ministros del Profeta, repara tus impiedades por
medio de una vida ejemplar y, en vez de consagrar tus días a la
voluptuosidad, ve a llorar tus crímenes sobre la tumba de tus piadosos
antepasados. ¿Ves estas nubes que te ocultan el sol? Cuando el astro
aparezca de nuevo, si tu corazón no ha cambiado, habrá pasado para ti el
tiempo de la misericordia.
Vathek, titubeando y lleno de temor,
estuvo a punto de prosternarse ante el pastor que, bien se veía, debía
ser de naturaleza superior a la del hombre; pero su orgullo venció y,
levantando audazmente la cabeza, le lanzó una de sus terribles miradas.
Seas quien seas, le dijo, deja de darme inútiles consejos. O quieres
engañarme o te engañas a ti mismo; si lo que he hecho es tan criminal
como pretendes no podría haber para mí un momento de gracia; he nadado
en un mar de sangre para conseguir un poder que hará temblar a tus
semejantes; no esperes, pues, que retroceda a la vista del puerto, ni
que abandone a quien me es más querida que la vida y que tu
misericordia. ¡Reaparezca el sol, ilumine mi camino, no importa dónde
termine! Y diciendo estas palabras, que hicieron estremecer al mismo
Genio, Vathek se arrojó en los brazos de Nouronihar y ordenó que se
obligara a los caballos a reemprender la marcha.
No fue difícil
ejecutar aquella orden; la atracción ya no existía, el sol había
recuperado todo el esplendor de su luz y el pastor había desaparecido
lanzando un lamentable grito. La fatal impresión de la música del Genio
había permanecido, sin embargo, en el corazón de la mayoría de la gente
de Vathek; se miraban con terror unos a otros. Aquella misma noche casi
todos escaparon y no quedó, de aquel numeroso cortejo, más que el jefe
de los eunucos, algunos esclavos idólatras, Dilara y un reducido número
de mujeres que, como ella, practicaban la religión de los Magos.
El Califa, devorado por la ambición de dictar leyes a las inteligencias
tenebrosas, se preocupó poco de aquella deserción. El ardor de su sangre
le impedía dormir y ya no acampó como de ordinario. Nouronihar, cuya
impaciencia sobrepasaba, si es posible, la del Califa, le acicateaba
para que apresurara la marcha y, para aturdirle, le prodigaba mil
tiernas caricias. Ella se creía ya más poderosa que Balkis e imaginaba a
los Genios prosternándose ante el estrado de su trono. Avanzaron así, al
claro de luna, hasta ver las dos rocas enlazadas que formaban una
especie de portal a la entrada del valle cuya extremidad estaba ocupada
por las vastas ruinas de Istakhar. Casi en la cumbre de la montaña se
hallaba la fachada de varios sepulcros de reyes, cuyo horror era
acrecentado por las sombras de la noche. Pasaron por dos villorios casi
desiertos. No quedaban en ellos más que dos o tres ancianos que, al ver
los caballos y las literas, se arrodillaron gritando: ¡Cielos!, ¿son
otra vez estos fantasmas que nos atormentan desde hace seis meses? ¡Ay!,
nuestra gente, asustada por las extrañas apariciones y el ruido que se
oye bajo las montañas, nos abandonó a merced de los espíritus malignos.
Tales lamentos parecieron de mal augurio al Califa; hizo que sus
caballos pasaran sobre el cuerpo de los pobres ancianos y llegó por fin
al pie de la gran terraza de mármol negro. Allí bajó de su litera junto
a Nouronihar. Con el corazón palpitante y dirigiendo miradas extraviadas
a todos los objetos, aguardaron con un involuntario temblor la llegada
del Giaour, pero nada lo anunciaba todavía. Un fúnebre silencio reinaba
en la atmósfera y la montaña. La luna proyectaba en la gran plataforma
la sombra de las altas columnas que se elevaban de la terraza hasta casi
tocar las nubes. Aquellos tristes fanales, cuyo número apenas si podía
contarse, no estaban protegidos por techo alguno; y sus capiteles, de
una arquitectura desconocida en los anales de la tierra, servían de
cubil a los pájaros nocturnos que, alarmados al ver acercarse tanta
gente, huyeron graznando.
El jefe de los eunucos, transido de
miedo, suplicó a Vathek que permitiera encender fuego y tomar algún
alimento. No, no, respondió el Califa, no es tiempo ya de pensar en
tales tonterías; quédate donde estás y aguarda mis órdenes. Diciendo en
tono firme estas palabras, ofreció su mano a Nouronihar y subiendo los
escalones de una gran rampa, llegó a la terraza que estaba empedrada con
losas de mármol y parecía un tranquilo lago en el que no pudiera crecer
hierba alguna. A la derecha se hallaban las teas, alineadas ante las
ruinas de un palacio inmenso, cuyos muros se hallaban cubiertos de
distintas figuras; al frente se veían las gigantescas estatuas de cuatro
animales, mezcla de grifo y leopardo, que inspiraban espanto; no lejos
de ellos se distinguían, a la luz de la luna que iluminaba
particularmente aquel lugar, algunos caracteres parecidos a los que se
hallaban en los sables del Giaour; poseían la misma virtud de cambiar a
cada instante; por fin, se fijaron en letras árabes y el Califa leyó
estas palabras:
«Vathek, no cumpliste las condiciones de mi
pergamino; merecerías que te expulsara: pero en favor de tu compañera y
de cuanto hiciste por adquirirla, Eblis permite que se te abra la puerta
de su palacio y que el fuego subterráneo te cuente entre sus
adoradores.»
Apenas habían leído estas palabras cuando la montaña
contra la que estaba adosada la terraza tembló y los faros parecieron
derrumbarse sobre sus cabezas. La roca se entreabrió y dejó ver, en su
seno, una escalera de mármol pulido, que parecía llegar al abismo. En
cada escalón había dos grandes cirios, parecidos a los que Nouronihar
había contemplado en su visión, y cuyo humo alcanforado se elevaba en
torbellinos bajo la bóveda.
Aquel espectáculo, en vez de asustar
a la hija de Fakreddin, le devolvió el valor; ni siquiera se dignó
despedirse de la luna y del firmamento y, sin dudar, abandonó el aire
puro de la atmósfera para hundirse en las exhalaciones infernales. El
paso de ambos impíos era orgulloso y decidido. Bajando a la viva luz de
aquellas antorchas, se admiraban uno al otro y se encontraban tan
resplandecientes que se creían inteligencias celestiales. Sólo les
inquietaba que los escalones parecían no terminar nunca. Como se
apresuraban con febril impaciencia, sus pasos se aceleraron hasta el
punto de que más que caminar, parecían caer velozmente en un precipicio.
Al fin, se vieron detenidos por un gran portal de ébano que al Califa no
le costó reconocer; allí les esperaba el Giaour con una llave de oro en
la mano. Sed bien venidos a despecho de Mahoma y de todo su séquito, les
dijo con horrenda sonrisa; voy a introduciros en este palacio, pues bien
habéis sabido ganaros un lugar en él. Diciendo estas palabras, tocó con
su llave la cerradura esmaltada e, inmediatamente, los dos batientes se
abrieron con un estruendo más fuerte que el trueno canicular, cerrándose
con idéntico ruido cuando hubieron entrado.
El Califa y
Nouronihar se miraron con asombro al verse en un lugar que, aunque
abovedado, era tan espacioso y alto que les pareció al principio una
inmensa llanura. Sus ojos se habituaron por fin a la magnitud de los
objetos, descubrieron hileras de columnas y arcadas que iban
disminuyendo y terminaban en un punto radiante como el sol cuando lanza
al mar sus últimos rayos. El pavimento, sembrado de polvo de oro y de
azafrán, exhalaba un aroma tan sutil que aturdía. Avanzaron sin embargo,
y advirtieron una infinidad de cazoletas donde ardían ámbar gris y
maderas de áloe. Entre las columnas había mesas cubiertas de innumerable
variedad de manjares y toda clase de vinos que burbujeaban en jarras de
cristal. Una multitud de Ginhs y otros Espíritus juguetones de ambos
sexos danzaban lascivamente, en grupos, al son de una música que
resonaba bajo sus pasos.
Por aquella inmensa sala paseaba una
multitud de hombres y mujeres que llevaban la mano derecha sobre el
corazón, no prestaban atención a objeto alguno y mantenían un profundo
silencio. Todos estaban pálidos como cadáveres y sus ojos, hundidos en
sus rostros, parecían las fosforescencias que se perciben de noche en
los cementerios. Unos espumeaban de rabia y corrían por todos lados,
como tigres heridos por un dardo envenenado; todos se evitaban, y,
aunque en medio de una muchedumbre, cada uno erraba al azar como si
estuviera solo.
A la vista de tan funesta compañía, Vathek y
Nouronihar se sintieron helados de espanto. Preguntaron inoportunamente
al Giaour qué significaba todo aquello y por qué los espectros
ambulantes no quitaban jamás la mano derecha de encima de su corazón. No
os preocupéis por tantas cosas ahora, les respondió bruscamente; lo
sabréis dentro de poco: apresurémonos a presentarnos a Eblis.
Continuaron, pues, su marcha a través de aquella muchedumbre; pero pese
a su primera seguridad, no tenían el valor de prestar atención a las
perspectivas de las salas y las galerías que se abrían a derecha y a
izquierda: todas estaban iluminadas por ardientes antorchas y por
braseros cuya llama se elevaba en pirámide hasta el centro de la bóveda.
Llegaron por fin a un lugar en el que largas cortinas de brocado carmesí
y oro caían de todos lados, en imponente confusión: allí no se
escuchaban ya los coros de la música ni las danzas; la luz que penetraba
parecía venir de lejos.
Vathek y Nouronihar se abrieron paso a
través de aquellas colgaduras y entraron en un vasto tabernáculo
tapizado de pieles de leopardo. Un número infinito de ancianos de larga
barba, de Afritas en armadura completa, estaban prosternados ante las
gradas de un estrado en lo alto del cual, sobre un globo de fuego,
estaba sentado el temible Eblis. Su rostro era el de un joven de veinte
años, cuyos rasgos nobles y regulares parecían haberse marchitado a
causa de malignos vapores. La desesperación y el orgullo estaban
pintados en sus grandes ojos, y su ondulante cabellera tenía algo aún de
la de un ángel de luz. En su delicada mano, aunque ennegrecida por el
rayo, mantenía el cetro de bronce que hacía temblar al monstruo
Duranbad, a los Afritas y a todas las potencias del abismo.
Ante aquella visión, el Califa perdió toda serenidad y se prosternó
con el rostro en tierra. Nouronihar, aunque aterrorizada, no pudo evitar
admirar la forma de Eblis, pues esperaba ver algún gigante espantoso.
Eblis, con voz más dulce de lo que hubiera podido suponerse, pero que
contenía la negra melancolía del alma, les dijo: Criaturas de arcilla,
os recibo en mi imperio; os contáis entre el número de mis adoradores;
gozad de cuanto este palacio ofrece a vuestras miradas, de los tesoros
de los sultanes preadamitas, de sus sables fulminantes y de los
talismanes que forzarán a los Divos a abriros los subterráneos de la
montaña de Caf, que se comunican con éstos. Encontraréis allí lo
necesario para satisfacer vuestra insaciable curiosidad. Sólo de
vosotros dependerá entrar en la fortaleza de Ahernan y en las salas de
Argenk, donde están pintadas todas las criaturas razonables y los
animales que habitaron la tierra antes de la creación de este ser
despreciable que vosotros llamáis el padre de los hombres.
Vathek
y Nouronihar se sintieron consolados y tranquilizados por tal arenga.
Dijeron con vivacidad al Giaour: Conducidnos rápidamente al lugar donde
se hallan estos preciosos talismanes. — Venid, respondió aquel malvado
Divo con su pérfida mueca, venid, poseeréis cuanto nuestro dueño os
promete, y mucho más. Les hizo entonces enfilar una larga avenida que
comunicaba con el tabernáculo; caminaba delante, a grandes pasos, y sus
infelices discípulos le seguían gozosos. Llegaron a una espaciosa sala,
cubierta por una cúpula muy elevada y a cuyo alrededor se veían
cincuenta puertas de bronce, cerradas con candados de acero.
Reinaba en aquel lugar una fúnebre oscuridad y, en lechos de un cedro
incorruptible, se hallaban tendidos los descarnados cuerpos de los
famosos Reyes preadamitas, antaño Monarcas universales de la Tierra.
Tenían todavía vida bastante para comprender su deplorable estado; sus
ojos conservaban un triste movimiento; se miraban entre sí, los unos a
los otros, con languidez y todos mantenían la mano derecha sobre su
corazón. A sus pies se veían las inscripciones que narraban los
acontecimientos de su reinado, su poder, su orgullo y sus crímenes.
Solimán Raad. Solimán Daki y Solimán llamado Gian Ben Gian, que tras
haber encadenado a los Divos en las tenebrosas cavernas de Caf, se
hicieron tan presuntuosos que; dudaron de la suprema potencia, tenían
allí un rango, aunque no como Ben-Daoud. Aquel rey tan famoso por su
prudencia y hallaba en el más alto estrado y directamente bajo la
cúpula. Parecía tener más vida que los demás, y, aunque lanzaba de vez
en cuando profundos suspiros y tenía, como sus compañeros, la mano
derecha sobre el corazón, su rostro estaba más sereno y parecía atento
al ruido de una catarata de negras aguas que se percibía a través de una
de las puertas que estaba enrejada. Ningún otro ruido interrumpía el
silencio de aquellos lúgubres lugares. Una hilera de vasijas de bronce
rodeaba el estrado. Levanta las tapas de estos receptáculos
cabalísticos, dijo el Giaour a Vathek; toma los talismanes que romperán
todas estas puertas de bronce y te harán dueño de los tesoros que
encierran y de los espíritus que los custodian.
El Califa, a
quien había desconcertado por completo este aparato siniestro, se acercó
a las vasijas titubeando y creyó expirar de terror cuando escuchó los
gemidos de Suleiman, pues en su turbación le había tomado por un
cadáver. Entonces, una voz brotó de la lívida boca del profeta y
articuló estas palabras: Ocupé durante mi vida un trono magnífico. Tenía
a mi derecha doce mil sitiales de oro, en los que patriarcas y profetas
escuchaban mi doctrina; a mi izquierda, los sabios y los doctores, en
otros tantos tronos de plata, asistían a mis juicios. Mientras
administraba justicia de este modo a innumerables muchedumbres, los
pájaros, volando en círculos sin cesar sobre mi cabeza, me servían de
dosel contra los ardores del sol. Mi pueblo florecía; mis palacios se
elevaban hasta las nubes: construí un templo al Muy-Alto, que fue la
maravilla del universo; pero me dejé arrastrar cobardemente por el amor
a las mujeres y por una curiosidad que no se limitó a las cosas
sublunares. Escuché los consejos de Aherman y de la hija del Faraón;
adoré el fuego y los astros; y, dejando la ciudad sagrada, ordené a los
Genios que construyeran los soberbios palacios de Istakhar y la terraza
de las luminarias, cada una de las cuales estaba dedicada a una
estrella. Allí, durante un tiempo, gocé plenamente del esplendor del
trono y de las voluptuosidades; no sólo los hombres sino también los
Genios estaban sometidos a mí. Comencé a creer, como lo hicieron estos
infelices Monarcas que me rodean, que la venganza celestial se había
adormecido, cuando el rayo derribó mis edificios y me precipitó en este
lugar. No estoy, sin embargo, como todos los que lo habitan, desprovisto
por completo de esperanza. Un ángel de luz me hizo saber que, en
consideración a la piedad de mis años jóvenes, mis tormentos terminarán
cuando esta catarata, ¡cuento sus gotas!, deje de correr; pero, ¡ay!,
¿cuándo llegará este día tan deseado? Sufro; un implacable fuego devora
mi corazón.
Y diciendo estas palabras, Suleiman elevó sus dos
manos al cielo en señal de súplica y el Califa vio que su seno era de
cristal transparente, a través del cual se descubría su corazón ardiendo
entre las llamas. Ante tan terrible visión Nouronihar cayó como
petrificada en brazos de Vathek: ¡Oh, Giaour!, gritó el infeliz
príncipe, ¿a qué lugar nos has traído? Déjanos salir; te considero
liberado de todas tus promesas. ¡Oh, Mahoma!, ¿no hay ya misericordia
para nosotros? — No, ya no la hay, respondió el maligno Divo; sabe que
ésta es la morada de la desesperación y la venganza; tu corazón arderá
como el de todos los adoradores de Eblis; se te han concedido pocos días
antes de que llegue el fatal término, empléalos como quieras; acuéstate
en montones de oro, da órdenes a las potencias infernales, recorre a tu
gusto estos inmensos subterráneos, ninguna puerta te estará cerrada; por
lo que a mí respecta, he cumplido mi misión y te abandono aquí mismo.
Diciendo estas palabras desapareció.
El Califa y Nouronihar
quedaron en un estado de mortal abatimiento; sus lágrimas no podían
brotar, apenas si podían sostenerse; por fin, se tomaron tristemente de
la mano y salieron titubeando de aquella sala funesta, sin saber adonde
ir. Todas las puertas se abrían cuando se acercaban, los Divos se
prosternaban a su paso, almacenes de riquezas se ofrecían a sus ojos;
pero no sentían ya ni curiosidad, ni orgullo, ni avaricia. Con igual
indiferencia escucharon los coros de los Ginhs y vieron las soberbias
comidas que se les ofrecían por todas partes. Iban errando de habitación
en habitación, de sala en sala, de avenida en avenida, tantos lugares
sin fondo y sin límite, iluminados todos por una sombría claridad,
adornados con la misma triste magnificencia, fatigados por gentes que
buscaban descanso y consuelo; pero lo buscaban en vano, puesto que
llevaban a todas partes su corazón atormentado por las llamas. Evitados
por todos esos infelices que, con su mirada, parecían decirse unos a
otros: Tú me sedujiste, tú me corrompiste, se mantenían al margen y
aguardaban con angustia el instante que los haría semejantes a tales
objetos de terror.
¡Cómo!, decía Nouronihar, ¿llegará un tiempo
en el que arrancaré mi mano de la tuya? — ¡Ah!, decía Vathek, ¿dejarán
un día mis ojos de beber a largos tragos, en los tuyos, la
voluptuosidad? ¿Los dulces momentos que pasamos juntos me producirán
horror? No, no has sido tú la que me has llevado a este lugar
detestable, son los principios impíos con que Carathis pervirtió mi
juventud los que han causado mi pérdida y la tuya: ¡Ah, que al menos
ella sufra con nosotros! Y diciendo estas dolorosas palabras, llamó a un
Afrita que atizaba un brasero y le ordenó que arrebatara a la princesa
Carathis del palacio de Samarah y se la trajera.
Tras haber dado
esta orden, el Califa y Nouronihar continuaron caminando entre la
silenciosa muchedumbre, hasta que oyeron voces en el extremo de una
galería. Suponiendo que serían infelices que, como ellos, no habían
recibido todavía su sentencia final, se dirigieron hacia donde sonaban
las voces y vieron que surgían de una pequeña habitación cuadrada en la
que, sobre divanes, estaban sentados cuatro jóvenes de buen aspecto y
una hermosa mujer conversando tristemente a la luz de una lámpara. Todos
tenían aire triste y abatido, y dos de ellos se abrazaban con mucha
ternura. Al ver entrar al Califa y a la hija de Fakreddin, se levantaron
cortésmente, les saludaron y les dejaron sitio. Luego, el que parecía
más distinguido de todos ellos, dirigiéndose al Califa dijo: Extranjero
que, sin duda, estáis en la misma horrible espera que nosotros, puesto
que no lleváis todavía la mano derecha sobre el corazón, si pensáis
pasar con nosotros los horrendos momentos que deben transcurrir hasta
que llegue nuestro castigo, dignaos contar las aventuras que conducido a
este lugar fatal y nosotros taremos las nuestras, que bien merecen ser
escuchadas. Recordar los propios crímenes, aunque no sea ya tiempo de
arrepentirse, es la única ocupación que conviene a infelices como
nosotros.
El Califa y Nouronihar aceptaron esta proposición y
Vathek, tomando la palabra, les hizo, no sin gemir, un sincero relato de
cuanto le había acontecido. Cuando hubo terminado la penosa narración,
el joven que había hablado comenzó la suya del modo siguiente:
Historia de los dos Príncipes amigos, Alasi y Firoux, encerrados en el
palacio subterráneo.
Historia del Príncipe Borkiarokh, encerrado
en el palacio subterráneo.
Historia del Príncipe Kalilah y de la Princesa Zulkais, encerrados
en el palacio subterráneo.
Se hallaba el tercer Príncipe a la
mitad de su relato, cuando fue interrumpido por un estruendo que hizo
temblar y entreabrirse la bóveda. Pronto un vapor que fue disipándose
poco a poco dejó ver a Carathis, a hombros del Afrita, que se quejaba
horriblemente de su carga. Saltó a tierra y, acercándose a su hijo, le
dijo: ¿Qué haces en esta pequeña habitación? Viendo que los Divos te
obedecían he creído que estabas ya sobre el trono de los Reyes
preadamitas.
—¡Mujer execrable, respondió el Califa, maldito sea
el día en que me arrojaste al mundo! Ve, sigue a este Afrita, él te
conducirá a la sala del profeta Suleiman; allí sabrás a qué está
destinado este palacio que tan deseable te ha parecido, y cuánto debo
odiar los impíos conocimientos que me diste. — El poderío que has
logrado te ha transtornado la cabeza, replicó Carathis. No pido otra
cosa que ofrecer mis homenajes al profeta Suleiman. Sin embargo, es
preciso que sepas que, habiéndome dicho el Afrita que ni tú ni yo
regresaríamos a Samarah, le he rogado que me diera tiempo para poner en
orden mis asuntos y él ha tenido la cortesía de consentirlo; no he
dejado de aprovechar estos instantes; he incendiado nuestra torre, en la
que he quemado vivos a los mudos y a las negras, a las serpientes y a
las tremielgas, que, sin embargo, me habían prestado muy buenos
servicios, y lo mismo habría hecho con el gran visir si no me hubiera
abandonado para seguir a Motavekel. Por lo que se refiere a Bababalouk,
que había cometido la imbecilidad de regresar a Samarah y,
estúpidamente, encontrar allí maridos para tus mujeres, le hubiera
torturado si hubiese tenido tiempo; pero como tenía prisa, sólo hice que
le colgaran, tras haberle tendido una trampa para atraerle a mi lado,
así como a tus mujeres; hice que mis negras las enterraran vivas, éstas
han empleado así sus últimos momentos con plena satisfacción. Dilara,
que siempre me ha gustado, demostró su valor poniéndose, muy cerca de
aquí, al servicio de un mago, y pienso que pronto será de los nuestros.
Vathek estaba demasiado consternado como para expresar la indignación
que le producía tal discurso; ordenó al Afrita que alejara a Carathis de
su presencia, y permaneció en una triste ensoñación que sus compañeros
no se atrevieron a turbar.
Mientras, Carathis penetró bruscamente
en la cúpula de Suleiman y, sin prestar la menor atención a los suspiros
del Profeta, levantó audazmente la tapadera de los receptáculos y se
apoderó de los talismanes. Entonces, levantando una voz como jamás se
había escuchado en aquellos lugares, forzó a los Divos a que le
enseñaran los más ocultos tesoros, los más profundos depósitos que ni el
mismo Afrita había visto jamás. Pasó por empinadas pendientes que sólo
Eblis y sus más poderosos favoritos conocían, y penetró por medio de
aquellos talismanes hasta las entrañas de la tierra de donde sopla el
sanfar, helado viento de la muerte; nada asustaba su indomable corazón.
Encontró sin embargo, en toda aquella gente que llevaba la mano derecha
sobre el corazón, una pequeña peculiaridad que no le gustaba.
Cuando salía de uno de aquellos abismos, Eblis se presentó a sus ojos.
Pero pese a su imponente majestad no perdió el dominio e, incluso, le
cumplimentó con mucha presencia de ánimo; aquel soberbio monarca le
respondió: Princesa, cuyos conocimientos y crímenes merecen un elevado
lugar en mi imperio, bien hacéis en emplear el tiempo que os resta; pues
las llamas y los tormentos que se apoderarán pronto de vuestro corazón
os mantendrán bastante ocupada.
Y diciendo esto desapareció entre
las colgaduras de su tabernáculo.
Carathis quedó algo desconcertada; pero resuelta a proseguir hasta
el fin y a escuchar el consejo de Eblis, reunió todos los coros de Ginhs
y todos los Divos para recibir sus homenajes. Caminaba así, en triunfo,
a través de los vapores de los perfumes y entre las aclamaciones de
todos los espíritus malignos a los que, en su mayoría, conocía. Iba,
incluso, a destronar a uno de los Solimanes para ocupar su lugar, cuando
una voz, saliendo del abismo de la muerte, gritó: ¡Todo se ha cumplido!
De inmediato, la orgullosa frente de la intrépida princesa se cubrió con
las arrugas de la agonía. Lanzó un grito doloroso y su corazón se
convirtió en un ardiente brasero: Se llevó la mano al corazón para no
retirarla ya nunca.
En aquel estado de delirio, olvidando sus
ambiciosos deseos y su sed de los conocimientos que deben permanecer
ocultos a los mortales, derribó las ofrendas que los Ginhs habían
depositado a sus pies, y, maldiciendo el instante de su nacimiento y el
seno que la había albergado, se puso a correr para no detenerse ya ni
gozar de un solo instante de reposo.
Aproximadamente al mismo
tiempo, la misma voz había anunciado al Califa, a Nouronihar, a los
cuatro príncipes y a la princesa el decreto irrevocable. Sus corazones
acababan de inflamarse; y entonces, perdieron el más precioso de los
dones del Cielo, la esperanza. Aquellos infelices se separaron
lanzándose furiosas miradas. Vathek no veía ya en los ojos de Nouronihar
más que rabia y venganza; ella no veía ya en los suyos más que aversión
y desesperanza. Los dos príncipes amigos que, hasta aquel instante, se
habían mantenido tiernamente abrazados, se alejaron, estremeciéndose,
uno de otro. Kalilah y su hermana se dirigieron mutuamente un gesto de
imprecación. Los otros dos príncipes testimoniaron, con espantosas
contorsiones y ahogados gritos, el horror que ellos mismos se producían.
Todos se confundieron con la muchedumbre maldita para errar con ella en
una eternidad de penas.
Este fue, éste debe ser, el castigo de
las pasiones desenfrenadas y de las acciones atroces; éste será el
castigo de la ciega curiosidad, que desea penetrar más allá de los
límites que el Creador puso a los conocimientos humanos; de la ambición
que, deseando adquirir ciencias reservadas a más puras inteligencias,
sólo adquiere un insensato orgullo y no ve que el estado del hombre es
ser humilde e ignorante.
Así, el Califa Vathek que, para llegar a
una vana pompa y a un poder prohibido, se había ennegrecido con mil
crímenes, se ve presa de remordimientos y víctima de un dolor sin fin y
sin límites, y así el humilde, el despreciado Gulchenrouz, pasó siglos
en la dulce calma y felicidad de la infancia.

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