El spleen de París
O Pequeños poemas en prosa
[Edición bilingüe]
El Spleen de París
|
Le Spleen de Paris
LECTURA RECOMENDADA
El spleen de París pdf
| El spleen de París
epub |
El spleen de París Kindle
Charles Baudelaire - Poesía Completa

  Charles-Pierre
Baudelaire, nace en París el 9 de abril de 1821. Tiene 6 años cuando su padre
sexagenario, un sacerdote que había colgado los hábitos convertido en
funcionario, muere. Su madre se vuelve a casar poco después con Aupick, un
oficial que llegará a ser general comandante de la plaza fuerte de París. Él
siempre sintió aversión por este padrastro.
Después de su bachillerato, rechaza entrar en la carrera diplomática con el
apoyo de su padrastro. No quiere ser sino escritor. En gran perjuicio de su
familia burguesa, frecuenta la juventud literaria del Barrio Latino. Un consejo
de familia, bajo la presión del general Aupick, lo envía a las Indias, en 1841,
a bordo de un navío mercante.
Pero Charles Baudelaire no desea más que la gloria literaria y durante una
escala en la Isla de la Reunión, deserta y vuelve a París a tomar, puesto que ha
alcanzado su mayoría de edad, posesión de la herencia paterna. Se une a Jeanne
Duval, una actriz mulata de la cual, a pesar de frecuentes desavenencias y
numerosas aventuras, seguirá siendo toda su vida el amante y el sostén.
Participa en el movimiento romántico, juega a ser dandy, y contrae deudas. Sus
excentricidades son tales que su madre y el general Aupick obtienen en 1844 del
Tribunal que sea sometido a un consejo judicial. Baudelaire, herido, no se
repondrá de esta humillación. Privado de recursos, no cesará desde entonces de
evitar los acreedores, mudándose, escondiéndose en casa de sus amantes,
trabajando sin descanso sus poemas intentando mientras tanto ganarse la vida
publicando artículos.
Una primera obra marca sus comienzos como crítico de arte. Loa a su amigo
Delacroix, critica a los pintores oficiales. Ese mismo año, una tentativa de
suicidio le reconcilia provisionalmente con su madre.
En 1846, descubre la obra de Edgar Poe, ese maldito de Ultramar, allende el
Atlántico, ese otro incomprendido que se le asemeja, y, durante diecisiete años,
va a traducirla y revelarla.
Su salud comienza a deteriorarse. Se ahoga, sufre crisis gástricas y una sífilis
contraída diez años antes reaparece. Para combatir el dolor, fuma opio, toma
éter. Físicamente, es una ruina. En la soledad orgullosa donde él se ha
encerrado, dos luces: los escritos admirados de dos escritores todavía
desconocidos, Stéphane Mallarmé y Paul Verlaine, sobre su obra que se resume en
una única recopilación, Las Flores del Mal, a lo que hay que añadir los poemas
en prosa del Spleen de París, ensayos, (Los paraísos artificiales, estudio sobre
los efectos del opio y del hachís), sus artículos de crítica y su
correspondencia.
En 1866, durante una estancia en Bélgica, un ataque lo paraliza y lo deja casi
mudo. Agoniza durante un año; amigos, para ayudarle a sobrellevar el dolor,
acuden junto a su lecho a interpretarle Wagner. Se apaga a los 46 años, el 31 de
agosto de 1867, en los brazos de su madre.
EL
SPLEEN DE PARÍS
o Pequeños Poemas en Prosa
EL SPLEEN DE PARÍS O
PEQUEÑOS POEMAS EN PROSA 5
A ARSÈNE HOUSSAYE 6
I EL EXTRANJERO 7
II LA DESESPERACIÓN DE LA VIEJA 8
III
EL «YO PECADOR» DEL ARTISTA 9
IV UN GRACIOSO 10
V LA ESTANCIA DOBLE 11
VI CADA CUAL, CON SU QUIMERA 13
VII EL LOCO Y LA VENUS 14
VIII EL PERRO Y EL FRASCO 15
IX EL MAL VIDRIERO 16
X A LA UNA DE LA MAÑANA 18
XI LA «MUJER SALVAJE» Y LA QUERIDITA 19
XII LAS MUCHEDUMBRES 21
XIII LAS VIUDAS 22
XIV EL VIEJO SALTIMBANQUI 24
XV EL PASTEL 26
XVI EL RELOJ 28
XVII UN HEMISFERIO EN UNA CABELLERA 29
XVIII LA INVITACIÓN AL VIAJE 30
XIX EL JUGUETE DEL POBRE 32
XX LOS DONES DE LAS HADAS 33
XXI LAS TENTACIONES, O EROS, PLUTO Y LA GLORIA 35
XXII EL CREPÚSCULO DE LA NOCHE 38
XXIII LA SOLEDAD 40
XXIV LOS PROYECTOS 41
XXV LA HERMOSA DOROTEA 43
XXVI LOS OJOS DE LOS POBRES 45
XXVII MUERTE HEROICA 47
XXVIII
LA MONEDA FALSA 50
XXIX EL JUGADOR GENEROSO 52
XXX LA CUERDA 55
XXXI LAS VOCACIONES 58
XXXII EL TIRSO 61
XXXIII EMBRIAGAOS 63
XXXIV ¡YA! 64
XXXV LAS VENTANAS 66
XXXVI EL DESEO DE PINTAR 67
XXXVII LOS BENEFICIOS DE LA LUNA 68
XXXVIII ¿CUÁL ES LA VERDADERA? 69
XXXIX UN CABALLO DE RAZA 70
XL EL ESPEJO 71
XLI EL PUERTO 72
XLII RETRATOS DE QUERIDAS 73
XLIII EL TIRADOR GALANTE 76
XLIV LA SOPA Y LAS NUBES 77
XLV EL TIRO Y EL CEMENTERIO 78
XLVI EXTRAVÍO DE AUREOLA 79
XLVII LA SEÑORITA BISTURÍ 80
XLVIII ANY WHERE OUT OF THE WORLD 82
XLIX ¡MATEMOS A LOS POBRES! 84
L LOS PERROS BUENOS 86
EPÍLOGO 89
A Arsène Houssaye
Mi querido amigo, le envío una obrita que no tiene ni pies ni cabeza porque aquí
todo es pies y cabeza a la vez, alternativa y recíprocamente. Considere las
admirables comodidades que ofrece a todos esta combinación, a usted, a mí y al
lector. Podemos cortar donde queremos, yo mi ensueño, usted el manuscrito y el
lector su lectura, porque no supedito su esquiva voluntad al hilo interminable
de una intriga superflua. Sustraiga una vértebra y los dos trozos de esta
tortuosa fantasía se unirán sin esfuerzo. Córtelo en muchos fragmentos y verá
que cada cual puede existir separado. Con la esperanza de que algunos de estos
pedazos sean lo bastante vívidos para gustarle y divertirlo, me atrevo a
dedicarle la serpiente entera.
Tengo una pequeña confesión que hacerle. Hojeando por lo menos una vigésima vez
el famoso Gaspard et la Nuit de Aloysius Bretrand (¿acaso un libro que conocemos
usted yo y algunos amigos no tiene todo el derecho a ser llamado famoso?) se me
ocurrió intentar algo parecido y aplicar a la descripción de la vida moderna
-mejor dicho, una vida moderna y más abstracta- el procedimiento que él aplicó a
la pintura de la vida antigua, tan extrañamente pintoresca.
¿Quién no ha soñado el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin
rima, tan flexible y contrastada que pudiera adaptarse a los movimientos líricos
del alma, a las ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la
conciencia?
Esta obsesión nace de frecuentar las grandes ciudades, del entrecruzamiento de
sus incontables relaciones. También usted, mi querido amigo, trató de traducir
en canción el grito estridente del vidriero y de expresar en prosa lírica sus
desoladoras resonancias cuando atraviesan las altas brumas de la calle y llegan
a las buhardillas.
A
decir verdad, temo que mi celo no me haya traído felicidad. Apenas iniciado el
trabajo me di cuenta de que estaba muy lejos de mi misterioso y brillante modelo
y que además hacía algo -si puede llamarse algo a esto- singularmente diferente.
Este accidente enorgullecería a cualquier otro, pero humilla profundamente a un
espíritu para quien el más grande honor del poeta es cumplir exactamente con lo
que había proyectado hacer.
Su muy afectuoso C. B.
I
El extranjero
-¿A quién quieres más, hombre enigmático, dime, a tu padre, a tu madre, a tu
hermana o a tu hermano?
-Ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano tengo.
-¿A tus amigos?
-Empleáis una palabra cuyo sentido, hasta hoy, no he llegado a conocer.
-¿A tu patria?
-Ignoro en qué latitud está situada.
-¿A la belleza?
-Bien la querría, ya que es diosa e inmortal.
-¿Al oro?
-Lo aborrezco lo mismo que aborrecéis vosotros a Dios.
-Pues ¿a quién quieres, extraordinario extranjero?
-Quiero a las nubes..., a las nubes que pasan... por allá.... ¡a las nubes
maravillosas!
II
La desesperación de la vieja
La viejecilla arrugada sentíase llena de regocijo al ver a la linda criatura
festejada por todos, a quien todos querían agradar; aquel lindo ser tan frágil
como ella, viejecita, y como ella también sin dientes ni cabellos.
Y se le acercó para hacerle fiestas y gestos agradables.
Pero el niño, espantado, forcejeaba al acariciarlo la pobre mujer decrépita,
llenando la casa con sus aullidos.
Entonces la viejecilla se retiró a su soledad eterna, y lloraba en un rincón,
diciendo: «¡Ay! Ya pasó para nosotras, hembras viejas, desventuradas, el tiempo
de agradar aun a los inocentes; ¡y hasta causamos horror a los niños pequeños
cuando vamos a darles cariño!»
III
El «yo pecador» del artista
¡Cuán penetrante es el final del día en otoño! ¡Ay! ¡Penetrante hasta el dolor!
Pues hay en él ciertas sensaciones deliciosas, no por vagas menos intensas; y no
hay punta más acerada que la de lo infinito.
¡Delicia grande la de ahogar la mirada en lo inmenso del cielo y del mar!
¡Soledad, silencio, castidad incomparable de lo cerúleo! Una vela chica,
temblorosa en el horizonte, imitadora, en su pequeñez y aislamiento, de mi
existencia irremediable, melodía monótona de la marejada, todo eso que piensa
por mí, o yo por ello -ya que en la grandeza de la divagación el yo presto se
pierde-; piensa, digo, pero musical y pintorescamente, sin argucias, sin
silogismos, sin deducciones.
Tales pensamientos, no obstante, ya salgan de mí, ya surjan de las cosas, presto
cobran demasiada intensidad. La energía en el placer crea malestar y sufrimiento
positivo. Mis nervios, harto tirantes, no dan más que vibraciones chillonas,
dolorosas.
Y ahora la profundidad del cielo me consterna; me exaspera su limpidez. La
insensibilidad del mar, lo inmutable del espectáculo me subleva... ¡Ay! ¿Es
fuerza eternamente sufrir, o huir de lo bello eternamente? ¡Naturaleza
encantadora, despiadada, rival siempre victoriosa, déjame! ¡No tientes más a mis
deseos y a mi orgullo! El estudio de la belleza es un duelo en que el artista da
gritos de terror antes de caer vencido.
IV
Un
gracioso
Era la explosión del año nuevo: caos de barro y nieve, atravesado por mil
carruajes, centelleante de juguetes y de bombones, hormigueante de codicia y
desesperación; delirio oficial de una ciudad grande, hecho para perturbar el
cerebro del solitario más fuerte.
Entre todo aquel barullo y estruendo trotaba un asno vivamente, arreado por un
tipejo que empuñaba el látigo.
Cuando el burro iba a volver la esquina de una acera, un señorito enguantado,
charolado, cruelmente acorbatado y aprisionado en un traje nuevo, se inclinó,
ceremonioso, ante el humilde animal, y le dijo, quitándose el sombrero: «¡Se lo
deseo bueno y feliz!» Volviose después con aire fatuo no sé a qué camaradas
suyos, como para rogarles que añadieran aprobación a su contento.
El asno, sin ver al gracioso, siguió corriendo con celo hacia donde le llamaba
el deber.
A mí me acometió súbitamente una rabia inconmensurable contra aquel magnífico
imbécil, que me pareció concentrar en sí todo el ingenio de Francia.
V
La estancia doble
Una estancia parecida a una divagación, una estancia verdaderamente espiritual,
de atmósfera quieta y teñida levemente de rosa y azul.
Toma en ella el alma un baño de pereza aromado de pesar y de deseo. Es algo
crepuscular, azulado, róseo; un ensueño de placer durante un eclipse.
Tienen los muebles formas alargadas, postradas, languidecentes. Tienen los
muebles aire de soñar; creeríaselos dotados de vida sonambulesca, como vegetales
y minerales. Hablan las telas una lengua muda, como las flores, como los cielos,
como las puestas de Sol.
Ninguna abominación artística en las paredes. En relación con el sueño puro, con
la impresión no analizada, el arte definido, el arte positivo, es blasfemia.
Aquí todo tiene la suficiente claridad, la deliciosa obscuridad de la armonía.
Un olor infinitesimal, exquisitamente elegido, al que se mezcla una levísima
humedad, nada en la atmósfera, donde mecen al espíritu adormilado sensaciones de
invernadero.
Llueve abundante muselina delante de las ventanas y delante del lecho; derramase
en cascadas nivosas. En el lecho está acostado el Ídolo, la soberana de los
ensueños. Pero ¿cómo está aquí? ¿Quién la trajo? ¿Qué virtud mágica la instaló
en este trono de ensueño y de placer? ¿Qué importa? ¡Ahí está! La reconozco.
Esos son los ojos cuya llama atraviesa el crepúsculo, miras sutiles y tremendas
que reconozco en su malicia espantosa. Atraen, subyugan, devoran las miradas del
imprudente que las contempla. A menudo estudió esas estrellas negras que imponen
curiosidad y admiración.
¿A qué demonio benévolo debo hallarme así, rodeado de misterio, de silencio, de
paz y de perfumes? ¡Oh beatitud! Lo que solemos llamar vida, aun en su más
dichosa expansión, nada tiene de común con la vida suprema, que ahora conozco y
saboreo de minuto en minuto, de segundo en segundo.
¡No! ¡Ya no hay minutos, ya no hay segundos! Desapareció el tiempo; reina la
Eternidad, una eternidad de delicias.
Pero un golpe terrible, pesado, resonó en la puerta, y, como en sueños
infernales, me ha parecido recibir un golpe de azadón en el estómago.
Luego ha entrado un espectro. Es un alguacil que viene a torturarme en nombre de
la ley, una infame concubina que viene a dar gritos de miseria y a echar las
liviandades de su existencia sobre los dolores de la mía, o el ordenanza de un
director de periódico que viene a pedir más original.
La estancia paradisíaca, el ídolo, la soberana de los ensueños, la Sílfide, como
decía Renato el grande, toda aquella magia desapareció al golpe brutal del
espectro.
¡Horror! ¡Ya recuerdo!, ¡ya recuerdo! ¡Sí! Este desván, esta morada del Eterno
hastío, es la mía. ¡Estos son los muebles necios, polvorientos, descantillados;
la chimenea sin llama y sin ascua, mancillada por los escupitajos; las tristes
ventanas llenas de polvo en que trazó surcos la lluvia; los manuscritos llenos
de tachones, sin concluir; el calendario en que el lápiz marcó las fechas
siniestras!
Y este perfume de otro mundo, del que me embriagué con sensibilidad
perfeccionada, ¡ay!, reemplazado está por un fétido olor a tabaco, mezclado con
no sé que nauseabundo moho. Aquí se respira ahora lo rancio de la desolación.
En este mundo estrecho, pero tan henchido de repugnancia, sólo un objeto
conocido me sonríe: la ampolla de láudano, vieja y terrible amiga, como todas
las amigas; ¡ay!, fecunda en caricias y traiciones.
¡Ah, sí! El tiempo reapareció; el tiempo reina ya como soberano; y con el
horrible viejo volvió todo su acompañamiento de recuerdos, pesares, espasmos,
miedos, angustias, pesadillas, cóleras y neurosis.
Os aseguro que ahora los segundos están acentuados fuerte y solemnemente; que
cada uno al saltar del reloj dice: «¡Soy la Vida, la insoportable, la implacable
Vida!»
No hay más que un segundo en la vida humana que tenga por misión el anuncio de
una buena nueva, la buena nueva que a todos los causa inexplicable miedo.
¡Sí!, el Tiempo reina; ha recobrado la dictadura brutal. Me azuza como a un
buey, con su doble aguijón: «¡Arre, borrico! ¡Suda, esclavo! ¡Vive condenado!»
VI
Cada cual, con su quimera
Bajo un amplio cielo gris, en una vasta llanura polvorienta, sin sendas, ni
césped, sin un cardo, sin una ortiga, tropecé con muchos hombres que caminaban
encorvados.
Llevaba cada cual, a cuestas, una quimera enorme, tan pesada como un saco de
harina o de carbón, o la mochila de un soldado de infantería romana.
Pero el monstruoso animal no era un peso inerte; envolvía y oprimía, por el
contrario, al hombre, con sus músculos elásticos y poderosos; prendíase con sus
dos vastas garras al pecho de su montura, y su cabeza fabulosa dominaba la
frente del hombre, como uno de aquellos cascos horribles con que los guerreros
antiguos pretendían aumentar el terror de sus enemigos.
Interrogué a uno de aquellos hombres preguntándole adónde iban de aquel modo. Me
contestó que ni él ni los demás lo sabían; pero que, sin duda, iban a alguna
parte, ya que les impulsaba una necesidad invencible de andar.
Observación curiosa: ninguno de aquellos viajeros parecía irritado contra el
furioso animal, colgado de su cuello y pegado a su espalda; hubiérase dicho que
lo consideraban como parte de sí mismos. Tantos rostros fatigados y serios,
ninguna desesperación mostraban; bajo la capa esplenética del cielo, hundidos
los pies en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo mismo, caminaban con
la faz resignada de los condenados a esperar siempre.
Y el cortejo pasó junto a mí, y se hundió en la atmósfera del horizonte, por el
lugar donde la superficie redondeada del planeta se esquiva a la curiosidad del
mirar humano.
Me obstiné unos instantes en querer penetrar el misterio; mas pronto la
irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí, y me quedó más profundamente
agobiado que los otros con sus abrumadoras quimeras.
VII
El loco y la Venus
¡Qué admirable día! El vasto parque desmaya ante la mirada abrasadora del Sol,
como la juventud bajo el dominio del Amor.
El éxtasis universal de las cosas no se expresa por ruido ninguno; las mismas
aguas están como dormidas. Harto diferente de las fiestas humanas, ésta es una
orgía silenciosa.
Diríase que una luz siempre en aumento da a las cosas un centelleo cada vez
mayor; que las flores excitadas arden en deseos de rivalizar con el azul del
cielo por la energía de sus colores, y que el calor, haciendo visibles los
perfumes, los levanta hacia el astro como humaredas.
Pero entre el goce universal he visto un ser afligido.
A los pies de una Venus colosal, uno de esos locos artificiales, uno de esos
bufones voluntarios que se encargan de hacer reír a los reyes cuando el
remordimiento o el hastío los obsesiona, emperejilado con un traje brillante y
ridículo, con tocado de cuernos y cascabeles, acurrucado junto al pedestal,
levanta los ojos arrasados en lágrimas hacia la inmortal diosa.
Y dicen sus ojos: Soy el último, el más solitario de los seres humanos, privado
de amor y de amistad; soy inferior en mucho al animal más imperfecto. Hecho
estoy, sin embargo, yo también, para comprender y sentir la inmortal belleza.
¡Ay! ¡Diosa! ¡Tened piedad de mi tristeza y de mi delirio!»
Pero la Venus implacable mira a lo lejos no sé qué con sus ojos de mármol.
VIII
El perro y el frasco
-Lindo perro mío, buen perro, chucho querido, acércate y ven a respirar un
excelente perfume, comprado en la mejor perfumería de la ciudad.
Y el perro, meneando la cola, signo, según creo, que en esos mezquinos seres
corresponde a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone curioso la húmeda nariz
en el frasco destapado; luego, echándose atrás con súbito temor, me ladra, como
si me reconviniera.
-¡Ah miserable can! Si te hubiera ofrecido un montón de excrementos los hubieras
husmeado con delicia, devorándolos tal vez. Así tú, indigno compañero de mi
triste vida, te pareces al público, a quien nunca se ha de ofrecer perfumes
delicados que le exasperen, sino basura cuidadosamente elegida.
IX
El mal vidriero
Hay
naturalezas puramente contemplativas, impropias totalmente para la acción, que,
sin embargo, merced a un impulso misterioso y desconocido, actúan en ocasiones
con rapidez de que se hubieran creído incapaces.
El que, temeroso de que el portero le dé una noticia triste, se pasa una hora
rondando su puerta sin atreverse a volver a casa; el que conserva quince días
una carta sin abrirla o no se resigna hasta pasados seis meses a dar un paso
necesario desde un año antes, llegan a sentirse alguna vez precipitados
bruscamente a la acción por una fuerza irresistible, como la flecha de un arco.
El moralista y el médico, que pretenden saberlo todo, no pueden explicarse de
dónde les viene a las almas perezosas y voluptuosas tan súbita y loca energía, y
cómo, incapaces de llevar a término lo más sencillo y necesario, hallan en
determinado momento un valor de lujo para ejecutar los actos más absurdos y aun
los más peligrosos.
Un amigo mío, el más inofensivo soñador que haya existido jamás, prendió una vez
fuego a un bosque, para ver, según decía, si el fuego se propagaba con tanta
facilidad como suele afirmarse. Diez veces seguidas fracasó el experimento; pero
a la undécima hubo de salir demasiado bien.
Otro encenderá un cigarro junto a un barril de pólvora, para ver, para saber,
para tentar al destino, para forzarse a una prueba de energía, para dárselas de
jugador, para conocer los placeres de la ansiedad, por nada, por capricho, por
falta de quehacer.
Es una especie de energía que mana del aburrimiento y de la divagación; y
aquellos en quien tan francamente se manifiesta suelen ser, como dije, las
criaturas más indolentes, las más soñadoras.
Otro, tímido hasta el punto de bajar los ojos aun ante la mirada de los hombres,
hasta el punto de tener que echar mano de toda su pobre voluntad para entrar en
un café o pasar por la taquilla de un teatro, en que los taquilleros le parecen
investidos de una majestad de Minos, Eaco y Radamanto, echará bruscamente los
brazos al cuello a un anciano que pase junto a él, y le besará con entusiasmo
delante del gentío asombrado...
¿Por qué? ¿Por qué..., porque aquella fisonomía le fue irresistiblemente
simpática? Quizá; pero es más legítimo suponer que ni él mismo sabe por qué.
Más de una vez he sido yo víctima de ataques e impulsos semejantes, que nos
autorizan a creer que unos demonios maliciosos se nos meten dentro y nos mandan
hacer, sin que nos demos cuenta, sus más absurdas voluntades.
Una mañana me levanté desapacible, triste, cansado de ocio y movido, según me
parecía, a llevar a cabo algo grande, una acción de brillo. Abrí la ventana. ¡Ay
de mí!
(Observad, os lo ruego, que el espíritu de mixtificación, que en ciertas
personas no es resultante de trabajo o combinación alguna, sino de inspiración
fortuita, participa en mucho, aunque sólo sea por el ardor del deseo, del humor,
histérico al decir de los médicos, satánico según los que piensan un poco mejor
que los médicos, que nos mueve sin resistencia a multitud de acciones peligrosas
e inconvenientes.)
La primera persona que vi en la calle fue un vidriero, cuyo pregón, penetrante,
discordante, subió hacia mí a través de la densa y sucia atmósfera parisiense.
Imposible me sería, por lo demás, decir por qué me acometió, para con aquel
pobre hombre, un odio tan súbito como despótico.
«¡Eh, eh!» -le grité que subiese-. Entretanto reflexionaba, no sin cierta
alegría, que, como el cuarto estaba en el sexto piso y la escalera era harto
estrecha, el hombre haría su ascensión no sin trabajo y darían más de un
tropezón las puntas de su frágil mercancía.
Presentose al cabo: examiné curiosamente todos sus vidrios y le dije: «¿Cómo?
¿No tiene cristales de colores? ¿Cristales rosa, rojos, azules; cristales
mágicos, cristales de paraíso? ¿Habrá imprudencia? ¿Y se atreve a pasear por los
barrios pobres sin tener siquiera cristales que hagan ver la vida bella? Y le
empujé vivamente a la escalera, donde, gruñendo, dio un traspiés.
Me llegué al balcón y me apoderé de una maceta chica, y cuando él salió del
portal dejé caer perpendicularmente mi máquina de guerra encima del borde
posterior de sus ganchos, y, derribado por el choque, se le acabó de romper bajo
las espaldas toda su mezquina mercancía ambulante, con el estallido de un
palacio de cristal partido por el rayo.
Y embriagado por mi locura, le grité furioso: «¡La vida bella, la vida bella!»
Tales chanzas nerviosas no dejan de tener peligro y suelen pagarse caras. Pero
¡qué le importa la condenación eterna a quien halló en un segundo lo infinito
del goce!
X
A la una de la mañana
¡Solo por fin! Ya no se oye más que el rodar de algunos coches rezagados y
derrengados. Por unas horas hemos de poseer el silencio, si no el reposo. ¡Por
fin desapareció la tiranía del rostro humano, y ya sólo por mí sufriré!
¡Por fin! Ya se me consiente descansar en un baño de tinieblas. Lo primero,
doble vuelta al cerrojo. Me parece que esta vuelta de llave ha de aumentar mi
soledad y fortalecer las barricadas que me separan actualmente del mundo.
¡Vida horrible! ¡Ciudad horrible! Recapitulemos el día: ver a varios hombres de
letras, uno de los cuales me preguntó si se puede ir a Rusia por vía de tierra
-sin duda tomaba por isla a Rusia-; disputar generosamente con el director de
una revista, que, a cada objeción, contestaba: «Este es el partido de los
hombres honrados»; lo cual implica que los demás periódicos están redactados por
bribones; saludar a unas veinte personas, quince de ellas desconocidas; repartir
apretones de manos, en igual proporción, sin haber tomado la precaución de
comprar unos guantes; subir, para matar el tiempo, durante un chaparrón, a casa
de cierta corsetera, que me rogó que le dibujara un traje de Venustre; hacer la
rosca al director de un teatro, para que, al despedirme, me diga: «Quizá lo
acierte dirigiéndose a Z...; es, de todos mis autores, el más pesado, el más
tonto y el más célebre; con él podría usted conseguir algo. Háblele, y allá
veremos»; alabarme -¿por qué?- de varias acciones feas que jamás cometí y negar
cobardemente algunas otras fechorías que llevó a cabo con gozo, delito de
fanfarronería, crimen de respetos humanos; negar a un amigo cierto favor fácil y
dar una recomendación por escrito a un tunante cabal. ¡Uf! ¿Se acabó?
Descontento de todos, descontento de mí, quisiera rescatarme y cobrar un poco de
orgullo en el silencio y en la soledad de la noche. Almas de los que amé, almas
de los que canté, fortalecedme, sostenedme, alejad de mí la mentira y los vahos
corruptores del mundo; y vos, Señor, Dios mío, concededme la gracia de producir
algunos versos buenos, que a mí mismo me prueben que no soy el último de los
hombres, que no soy inferior a los que desprecio.
XI
La «mujer salvaje» y la queridita
«En verdad, querida, me molestáis sin tasa y compasión; diríase, al oíros
suspirar, que padecéis más que las espigadoras sexagenarias y las viejas
pordioseras que van recogiendo mendrugos de pan a las puertas de las tabernas.
Si vuestros suspiros expresaran siquiera remordimiento, algún honor os harían;
pero no traducen sino la saciedad del bienestar y el agobio del descanso. Y,
además, no cesáis de verteros en palabras inútiles: ¡Quiéreme! ¡Lo necesito
«tanto»! ¡Consuélame por aquí, acaríciame por «allá»! Mirad: voy a intentar
curaros; quizá por dos sueldos encontremos el modo, en mitad de una fiesta y sin
alejarnos mucho.
«Contemplemos bien, os lo ruego, esta sólida jaula de hierro tras de la cual se
agita, aullando como un condenado, sacudiendo los barrotes como un orangután
exasperado por el destierro, imitando a la perfección ya los brincos circulares
del tigre, ya los estúpidos balanceos del oso blanco, ese monstruo hirsuto cuya
forma imita asaz vagamente la vuestra.
«Ese monstruo es un animal de aquellos a quienes se suelen llamar «¡ángel mío!»,
es decir, una mujer. El monstruo aquél, el que grita a voz en cuello, con un
garrote en la mano, es su marido. Ha encadenado a su mujer legítima como a un
animal, y la va enseñando por las barriadas, los días de feria, con licencia de
los magistrados; no faltaba más.
¡Fijaos bien! Veis con qué veracidad -¡acaso no simulada!- destroza conejos
vivos y volátiles chillones, que su cornac le arroja. «Vaya -dice éste-, no hay
que comérselo todo en un día»; y tras las prudentes palabras le arranca
cruelmente la presa, dejando un instante prendida la madeja de los desperdicios
a los dientes de la bestia feroz, quiero decir de la mujer.
¡Ea!, un palo para calmarla; porque está flechando con ojos terribles de codicia
el alimento arrebatado. ¡Dios eterno! El garrote no es garrote de comedia.
¿Oísteis sonar la carne, a pesar de la pelambrera postiza? Por eso ahora se le
saltan los ojos de la cabeza y aúlla muy naturalmente. En su rabia, centellea
toda, como hierro en el yunque.
¡Tales son las costumbres conyugales de estos dos descendientes de Eva y de
Adán, obras de vuestras manos, Dios mío! Incontestablemente, desdichada es esta
mujer, aunque, en último término, quizá los goces titilantes de la gloria no lo
sean desconocidos. Desdichas más irremediables hay que no tienen compensación.
Pero en el mundo adonde la arrojaron, nunca pudo ella pensar que una mujer
mereciera otro destino.
¡Hablemos ahora vos y yo, preciosa querida! A la vista de los infiernos que
pueblan el mundo, ¿qué he de pensar yo de vuestro lindo infierno, si vos no
descansáis más que sobre telas tan suaves como vuestra piel, y sólo coméis
carnes cocidas, cuyos pedazos se cuida de trinchar un doméstico hábil?
¿Y qué pueden significar para mí todos esos suspirillos que os hinchan el pecho
perfumado, robusta coqueta? ¿Y todas esas afectaciones aprendidas en los libros,
y esa infatigable melancolía, hecha para inspirar a los espectadores un
sentimiento en todo distinto de la compasión? A la verdad, me entran ganas
algunas veces de enseñaros lo que es la verdadera desdicha.
Viéndoos así, hermosa delicada mía, con los pies en el fango, vueltos
vaporosamente los ojos al cielo, como para pedirle rey, se os tomara con
verosimilitud por una rana joven invocando al ideal. Si despreciáis la viga -lo
que yo soy ahora, como sabéis-, cuidado con la grúa que ha de mascaros, tragaros
y mataros a su gusto.
Por poeta que sea, no soy tan cándido como quisierais creer, y si harto a menudo
me cansáis con vuestros primorosos lloriqueos, he de trataros como a mujer
salvaje, o arrojaros por la ventana como botella vacía.»
XII
Las muchedumbres
No a todos les es dado tomar un baño de multitud; gozar de la muchedumbre es un
arte; y sólo puede darse a expensas del género humano un atracón de vitalidad
aquel a quien un hada insufló en la cuna el gusto del disfraz y la careta, el
odio del domicilio y la pasión del viaje.
Multitud, soledad: términos iguales y convertibles para el poeta activo y
fecundo. El que no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en una
muchedumbre atareada.
Goza el poeta del incomparable privilegio de poder a su guisa ser él y ser
otros. Como las almas errantes en busca de cuerpo, entra cuando quiere en la
persona de cada cual. Sólo para él está todo vacante; y si ciertos lugares
parecen cerrársele, será que a sus ojos no valen la pena de una visita.
El paseante solitario y pensativo saca una embriaguez singular de esta universal
comunión. El que fácilmente se desposa con la muchedumbre, conoce placeres
febriles, de que estarán eternamente privados el egoísta, cerrado como un cofre,
y el perezoso, interno como un molusco. Adopta por suyas todas las profesiones,
todas las alegrías y todas las miserias que las circunstancias le ofrecen.
Lo que llaman amor los hombres es sobrado pequeño, sobrado restringido y débil,
comparado con esta inefable orgía, con esta santa prostitución del alma, que se
da toda ella, poesía y caridad, a lo imprevisto que se revela, a lo desconocido
que pasa.
Bueno es decir alguna vez a los venturosos de este mundo, aunque sólo sea para
humillar un instante su orgullo necio, que hay venturas superiores a la suya,
más vastas y más refinadas. Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos,
los sacerdotes misioneros, desterrados en la externidad del mundo, conocen, sin
duda, algo de estas misteriosas embriagueces; y en el seno de la vasta familia
que su genio se formó, alguna vez han de reírse de los que les compadecen por su
fortuna, tan agitada, y por su vida, tan casta.
XIII
Las viudas
Dice Vauvenargues que en los jardines públicos hay paseos frecuentados
principalmente por la ambición venida a menos, por los inventores desgraciados,
por las glorias abortadas, por los corazones rotos, por todas esas almas
temblorosas y cerradas en que rugen todavía los últimos suspiros de una
tempestad, que se alejan de la insolente mirada de los satisfechos y de los
ociosos. En estos refugios umbríos se dan cita los lisiados por la vida.
A esos lugares, sobre todo, gustan el poeta y el filósofo de dirigir sus ávidas
conjeturas. Pasto cierto hay en ellos. Porque si algún paraje desdeñan visitar,
es, sobre todo, como insinué hace un momento, la alegría de los ricos. Tal
turbulencia en el vacío nada tiene que les atraiga. Por el contrario, siéntense
irresistiblemente arrastrados hacia todo lo débil, lo arruinado, lo contristado,
lo huérfano.
Una mirada experta nunca se engaña. En esas facciones rígidas o abatidas, en
esos ojos hundidos y empañados o brillantes con los últimos fulgores de la
lucha, en esas arrugas hondas y múltiples, en ese andar tan lento o tan brusco,
al instante descifra las innumerables leyendas del amor engañado, de la
abnegación incomprendida, de los esfuerzos sin recompensa, del hambre y del frío
soportados humilde y silenciosamente.
¿Visteis alguna vez en esos bancos solitarios viudas pobres? Enlutadas o no,
fácil es conocerlas. Además, siempre hay en el luto del pobre algo a faltar, una
ausencia de armonía que le infunde mayor desconsuelo. Se ve obligado a escatimar
en su dolor. El rico lleva el suyo de bote en bote.
¿Qué viuda es más triste y entristecedora, la que tira de la mano de un niño,
con el que no puede compartir su divagación, o la que está sola del todo? No
sé... Una vez llegué a seguir durante largas horas a una vieja afligida de tal
especie; tiesa, erguida, con un corto chal gastado, llevaba en todo su ser una
altanería de estoica.
Estaba evidentemente condenada por una soledad absoluta a los hábitos de un
solterón, y el carácter masculino de sus costumbres ponía una sazón misteriosa
en su austeridad. No sé en qué café miserable ni de qué manera almorzó. La seguí
al gabinete de lectura y la espié mucho tiempo, mientras que buscaba en las
gacetas con ojos activos, quemados tiempo atrás por las lágrimas, noticias de
interés poderoso y personal.
Al cabo, por la tarde, bajo un cielo de otoño encantador, uno de esos cielos de
que bajan en muchedumbre pesares y recuerdos, sentose aparte en un jardín, para
escuchar, lejos del gentío, un concierto de esos con que la música de los
regimientos regala al pueblo parisiense.
Aquel era, sin duda, el exceso de la vieja inocente -o de la vieja purificada-,
el bien ganado consuelo de uno de esos pesados días sin amigo, sin charla, sin
alegría, sin confidente, que Dios dejaba caer sobre ella, quizá desde muchos
años antes, trescientas sesenta y cinco veces al año.
Otra más:
Nunca pude contener una mirada, si no de universal simpatía, por lo menos
curiosa, a la muchedumbre de parias que se apretujan en torno al recinto de un
concierto público. Lanza la orquesta, a través de la noche, cantos de fiesta, de
triunfo o de placer. Los vestidos de las mujeres arrastran rebrillando; crúzanse
las miradas; los ociosos, cansados de no hacer nada, se balancean, fingen
saborear, indolentes, la música. Aquí nada que no sea rico, venturoso; nada que
no respire e inspire despreocupación y gozo de dejarse vivir; nada, salvo el
aspecto de aquella turba que se apoya allá, en la valla exterior, cogiendo
gratis, a merced del viento, un jirón de música y mirando la centelleante
hornaza interior.
Siempre ha sido interesante el reflejo de la alegría del rico en el fondo de los
ojos del pobre. Pero aquel día, a través del pueblo vestido de blusa y de
indiana, vi un ser cuya nobleza formaba llamativo contraste con toda la
trivialidad del contorno.
Era una mujer alta, majestuosa y de nobleza tal en todo su porte, que no guardo
recuerdo de semejante suya en las colecciones de las aristocráticas bellezas del
pasado. Un perfume de altanera virtud emanaba de toda su persona. Su faz, triste
y enflaquecida, casaba perfectamente con el luto riguroso de que iba vestida.
También, como la plebe con que se había mezclado sin verla, miraba al mundo
luminoso con ojos profundos, y, gacha suavemente la cabeza, escuchaba.
¡Visión singular! «De seguro -me dije-, esa pobreza, si hay tal pobreza, no ha
de admitir la economía sórdida; una tan noble faz me lo fía. ¿Por qué, pues,
permanece voluntariamente en un medio en el que es mancha tan llamativa?»
Pero, al pasar curioso junto a ella, creí adivinar la razón. La viuda alta
llevaba de la mano un niño, vestido, como ella, de negro; por módico que fuese
el precio de la entrada, bastaba acaso aquel precio para pagar un día las
necesidades de la criatura, o, mejor tal vez, una superfluidad, un juguete.
Y se habrá vuelto a su casa a pie, meditando y soñando, sola, porque el niño es
travieso, egoísta, no tiene dulzura ni paciencia, y ni siquiera puede, como el
puro animal, como el gato y el perro, servir de confidente a los dolores
solitarios.
XIV
El viejo saltimbanqui
Por
doquiera se ostentaba, se derramaba, se solazaba el pueblo en holgorio. Era una
solemnidad de esas que, con mucha antelación, son esperanza de los
saltimbanquis, de los prestidigitadores, de los domadores de bichos y de los
vendedores ambulantes, para compensar los malos tiempos del año.
En días así, el pueblo me parece que se olvida de todo, del dolor y del trabajo;
se vuelve como los niños. Para los chiquillos es día de asueto, es el horror de
la escuela aplazado por veinticuatro horas. Para los mayores es un armisticio
concertado con las potencias maléficas de la vida, un alto en la contienda y la
lucha universal.
Hasta el hombre de mundo y el hombre dado a trabajos espirituales escapan
difícilmente a la influencia del júbilo popular. Absorben sin querer su parte de
esa atmósfera de despreocupación. Por lo que a mí toca, no dejo nunca, como buen
parisiense, de pasar revista a todas las barracas que se pavonean en esas épocas
solemnes.
Hacíanse, en verdad, competencia formidable: chillaban, mugían, aullaban. Era
una mezcolanza de gritos, detonaciones de cobre y explosiones de cohetes.
Titiriteros y payasos ponían convulsiones en los rasgos de sus rostros atezados
y curtidos por el viento, la lluvia y el sol; soltaban, con aplomo de
comediantes seguros del efecto, chistes y chuscadas, de una comicidad sólida y
densa como la de Molière... Los Hércules, orgullosos de la enormidad de sus
miembros, sin frente y sin cráneo, como orangutanes, se hinchaban
majestuosamente bajo las mallas lavadas la víspera para la solemnidad. Las
bailarinas, hermosas como hadas o princesas, saltaban y hacían cabriolas al
fulgor de las linternas, que les llenaba de chispas el faldellín.
No había más que luz, polvo, gritos, gozo, tumulto; gastaban unos, ganaban
otros, alegres unos y otros por igual. Colgábanse los niños de la falda de sus
madres para conseguir una barra de caramelo, o se subían en hombros de sus
padres para ver bien a un escamoteador relumbrante como una divinidad. Y por
todas partes circulaba, dominando todos los perfumes, un olor a frito, que era
como el incienso de la fiesta.
Al extremo, al último extremo de la fila de barracas, como si, vergonzoso, se
hubiera él mismo desterrado de todos aquellos esplendores, vi a un pobre
saltimbanqui, encorvado, caduco, decrépito, a la ruina de un hombre, recostado
en un poste de su choza; choza más miserable que la del salvaje embrutecido,
harto bien iluminada todavía en su desolación por dos cabos de vela corridos y
humeantes.
Por dondequiera, gozo, lucro, liviandad; por dondequiera, certidumbre del pan de
mañana; por dondequiera, explosión frenética de la vitalidad. Aquí, miseria
absoluta, miseria embozada, para colmo de horror, en harapos cómicos, en
contraste traído, más que por el arte, por la necesidad. ¡No se reía aquel
desgraciado! No lloraba, no bailaba, no gesticulaba, no gritaba, no cantaba
ninguna canción, alegre ni lamentable, ni imploraba tampoco. Estaba mudo,
inmóvil; había renunciado, abdicado... Su destino estaba cumplido.
Pero, ¡qué mirada profunda, inolvidable, paseaba por el gentío y las luces,
cuyas olas movedizas iban a pararse a pocos pasos de su repulsiva miseria! Sentí
que la mano terrible de la histeria me oprimía la garganta, y me pareció que me
ofuscaban los ojos lágrimas rebeldes, de las que se niegan a caer.
¿Qué haría yo? ¿Para qué preguntar al infortunado qué curiosidad, qué maravilla
podría enseñar en aquellas tinieblas malolientes, detrás de la cortina
desgarrada? No me atrevía, a la verdad; y aunque la razón de mi timidez haya de
moveros a risa, confesaré que temí humillarle. Acababa por fin de resolverme a
dejar al paso algún dinero en una tabla de aquéllas, esperando que adivinara mi
intento, cuando un gran reflujo de gente, causado no sé por qué perturbación,
hubo do arrastrarme lejos de allí.
Y al marcharme, obsesionado por aquella visión, traté de analizar mi dolor
súbito, y me dije: ¡Acabo de ver la imagen del literato viejo, superviviente de
la generación de que fue entretenimiento brillante; del poeta viejo sin amigos,
sin familia, sin hijos, degradado por la miseria y por la ingratitud pública, en
la barraca donde no quiere entrar ya la gente olvidadiza!
XV
El pastel
Viajaba. El paisaje en medio del cual me había colocado tenía grandeza y nobleza
irresistibles. Algo de ellas se comunicó sin duda en aquel momento a mi alma.
Revoloteaban mis pensamientos con ligereza igual a la de la atmósfera; las
pasiones vulgares, como el odio y el amor profano, aparecíanseme ya tan alejadas
como las nubes que desfilaban por el fondo de los abismos, a mis pies; mi alma
parecíame tan vasta y pura como la cúpula del cielo que me envolvía; el recuerdo
de las cosas terrenales no llegaba a mi corazón sino debilitado y disminuido,
como el son de la esquila de los rebaños imperceptibles que pasan lejos, muy
lejos, por la vertiente de otra montaña. Sobre el lago pequeño, inmóvil, negro
por su inmensa profundidad, pasaba de vez en cuando la sombra de una nube, como
el reflejo de la capa de un gigante aéreo que volara cruzando el cielo. Y
recuerdo que aquella sensación solemne y rara, causada por un gran movimiento
perfectamente silencioso, me llenaba de una alegría mezclada con miedo. En suma,
que me sentía, gracias a la embriagadora belleza que me rodeaba, en paz perfecta
conmigo mismo y con el universo; y aun sospecho que en mi perfecta beatitud y en
mi total olvido de todo el mal terrestre, había llegado a no encontrar tan
ridículos a los periódicos que pretenden que el hombre nació bueno, cuando,
renovadas las exigencias de la materia implacable, pensé en reparar la fatiga y
en aliviar el apetito despierto por tan larga ascensión. Saqué del bolsillo un
buen pedazo de pan, una taza de cuero y un frasco de cierto elixir que los
farmacéuticos de aquellos tiempos solían vender a los turistas, para mezclarlo,
llegada la ocasión, con agua de nieve.
Partía tranquilamente el pan, cuando un ruido muy leve me hizo levantar los
ojos. Ante mí estaba una criaturilla desharrapada, negra, desgreñada, cuyos ojos
hundidos, fríos y suplicantes, devoraban el pedazo de pan. Y le oí suspirar en
voz baja y ronca la palabra ¡pastel! No pude contener la risa al oír el
apelativo con que se dignaba honrar a mi pan casi blanco. Cortó una buena
rebanada y se la ofrecí. Acercose lentamente, sin quitar los ojos del objeto de
su codicia; luego, echando mano al pedazo, retrocedió vivamente, como si hubiese
temido que mi oferta no fuese sincera, o que me fuese a volver atrás.
Pero en el mismo instante le derribó otro chiquillo salvaje, que no sé de dónde
salía, tan perfectamente semejante al primero, que se le hubiera podido tomar
por hermano gemelo suyo. Juntos rodaron por el suelo, disputándose la preciada
presa, sin que ninguno de ellos quisiera, indudablemente, sacrificar la mitad a
su hermano. Exasperado el primero, agarró del pelo al segundo; cogiole éste una
oreja entro los dientes, y escupió un pedacito ensangrentado, con un soberbio
reniego dialectal. El propietario legítimo del pastel trató de hundir las
menudas garras en los ojos del usurpador; éste, a su vez, aplicó todas sus
fuerzas a estrangular al adversario con una mano, mientras que con la otra
intentaba meterse en el bolsillo el galardón del combate. Pero, reanimado por la
desesperación, levantose el vencido y echó a rodar por el suelo al vencedor de
un cabezazo en el estómago. ¿Para qué describir una lucha horrorosa, que duró,
en verdad, más tiempo del que parecían prometer las fuerzas infantiles? Viajaba
el pastel de mano en mano y cambiaba a cada momento de bolsillo; pero, ¡ay!, iba
cambiando también de volumen; y cuando, por fin, extenuados, jadeantes,
ensangrentados, paráronse, en la imposibilidad de seguir, no quedaba, a decir
verdad, motivo ninguno de batalla; el pedazo de pan había desaparecido y estaba
desparramado en migajas, semejantes a los granos de arena con que se mezclaban.
Tal espectáculo había llenado de bruma el paisaje, y el gozo tranquilo en que se
solazaba mi alma, antes de haber visto a los hombrecillos, había desaparecido
por entero; me quedé mucho tiempo triste, repitiéndome sin cesar: ¡Conque hay un
país soberbio en que al pan le llaman 'pastel', golosina tan rara que basta para
engendrar una guerra perfectamente fratricida!»
XVI
El reloj
Los chinos ven la hora en los ojos de los gatos. Cierto día, un misionero que se
paseaba por un arrabal de Nankin advirtió que se le había olvidado el reloj, y
le preguntó a un chiquillo qué hora era.
El chicuelo del Celeste Imperio vaciló al pronto; luego, volviendo sobre sí,
contestó: «Voy a decírselo.» Pocos instantes después presentose de nuevo,
trayendo un gatazo, y mirándole, como suele decirse, a lo blanco de los ojos,
afirmó, sin titubear: «Todavía no son las doce en punto.» Y así era en verdad.
Yo, si me inclino hacia la hermosa felina, la bien nombrada, que es a un tiempo
mismo honor de su sexo, orgullo de mi corazón y perfume de mi espíritu, ya sea
de noche, ya de día, en luz o en sombra opaca, en el fondo de sus ojos adorables
veo siempre con claridad la hora, siempre la misma, una hora vasta, solemne,
grande como el espacio, sin división de minutos ni segundos, una hora inmóvil
que no está marcada en los relojes, y es, sin embargo, leve como un suspiro,
rápida como una ojeada.
Si algún importuno viniera a molestarme mientras la mirada mía reposa en tan
deliciosa esfera; si algún genio malo e intolerante, si algún Demonio del
contratiempo viniese a decirme: «¿Qué miras con tal cuidado? ¿Qué buscas en los
ojos de esa criatura? ¿Ves en ellos la hora, mortal pródigo y holgazán?» Yo, sin
vacilar, contestaría: «Sí; veo en ellos la hora. ¡Es la Eternidad!»
¿Verdad, señora, que éste es un madrigal ciertamente meritorio y tan enfático
como vos misma? Por de contado, tanto placer tuve en bordar esta galantería
presuntuosa, que nada, en cambio, he de pediros.
XVII
Un hemisferio en una cabellera
Déjame respirar mucho tiempo, mucho tiempo, el olor de tus cabellos; sumergir en
ellos el rostro, como hombre sediento en agua de manantial, y agitarlos con mi
mano, como pañuelo odorífero, para sacudir recuerdos al aire.
¡Si pudieras saber todo lo que veo! ¡Todo lo que siento! ¡Todo lo que oigo en
tus cabellos! Mi alma viaja en el perfume como el alma de los demás hombres en
la música.
Tus cabellos contienen todo un ensueño, lleno de velámenes y de mástiles;
contienen vastos mares, cuyos monzones me llevan a climas de encanto, en que el
espacio es más azul y más profundo, en que la atmósfera está perfumada por los
frutos, por las hojas y por la piel humana.
En el océano de tu cabellera entreveo un puerto en que pululan cantares
melancólicos, hombres vigorosos de toda nación y navíos de toda forma, que
recortan sus arquitecturas finas y complicadas en un cielo inmenso en que se
repantiga el eterno calor.
En las caricias de tu cabellera vuelvo a encontrar las languideces de las largas
horas pasadas en un diván, en la cámara de un hermoso navío, mecidas por el
balanceo imperceptible del puerto, entre macetas y jarros refrescantes.
En el ardiente hogar de tu cabellera respiro el olor del tabaco mezclado con
opio y azúcar; en la noche de tu cabellera veo resplandecer lo infinito del azul
tropical; en las orillas vellosas de tu cabellera me emborracho con los olores
combinados del algodón, del almizcle y del aceite de coco.
Déjame morder mucho tiempo tus trenzas, pesadas y negras. Cuando mordisqueo tus
cabellos elásticos y rebeldes, me parece que como recuerdos.
XVIII
La invitación al viaje
Hay un país soberbio, un país de Jauja -dicen-, que sueño visitar con una
antigua amiga. País singular, anegado en las brumas de nuestro Norte, y al que
se pudiera llamar el Oriente de Occidente, la China de Europa: tanta carrera ha
tomado en él la cálida y caprichosa fantasía; tanto la ilustró paciente y
tenazmente con sus sabrosas y delicadas vegetaciones.
Un verdadero país de Jauja, en el que todo es bello, rico, tranquilo, honrado;
en que el lujo se refleja a placer en el orden; en que la vida es crasa y suave
de respirar; de donde están excluídos el desorden, la turbulencia y lo
improvisto; en que la felicidad se desposó con el silencio; en que hasta la
cocina es poética, pingüe y excitante; en que todo se te parece, ángel mío.
¿Conoces la enfermedad febril que se adueña de nosotros en las frías miserias,
la ignorada nostalgia de la tierra, la angustia de la curiosidad? Un país hay
que se te parece, en que todo es bello, rico, tranquilo y honrado, en que la
fantasía edificó y decoró una China occidental, en que la vida es suave de
respirar, en que la felicidad se desposó con el silencio. ¡Allí hay que irse a
vivir, allí es donde hay que morir!
Sí, allí hay que irse a respirar, a soñar, a alargar las horas en lo infinito de
las sensaciones. Un músico ha escrito la Invitación al vals; ¿quién será el que
componga la invitación al viaje que pueda ofrecerse a la mujer amada, a la
hermana de elección?
Sí, en aquella atmósfera daría gusto vivir; allá, donde las horas más lentas
contienen más pensamientos, donde los relojes hacen sonar la dicha con más
profunda y más significativa solemnidad.
En tableros relucientes o en cueros dorados con riqueza sombría, viven
discretamente unas pinturas beatas, tranquilas y profundas, como las almas de
los artistas que las crearon. Las puestas del Sol, que tan ricamente colorean el
comedor o la sala, tamizadas están por bellas estofas o por esos altos
ventanales labrados que el plomo divide en numerosos compartimientos. Vastos,
curiosos, raros son los muebles, armados de cerraduras y de secretos, como almas
refinadas. Espejos, metales, telas, orfebrería, loza, conciertan allí para los
ojos una sinfonía muda y misteriosa; y de todo, de cada rincón, de las rajas de
los cajones y de los pliegues de las telas se escapa un singular perfume, un
vuélvete de Sumatra, que es como el alma de la vivienda.
Un verdadero país de Jauja, te digo, donde todo es rico, limpio y reluciente
como una buena conciencia, como una magnífica batería de cocina, como una
orfebrería espléndida, como una joyería policromada. Allí afluyen los tesoros
del mundo, como a la casa de un hombre laborioso que mereció bien del mundo
entero. País singular, superior a los otros, como lo es el Arte a la Naturaleza,
en que ésta se reforma por el ensueño, en que está corregida, hermoseada,
refundida.
¡Busquen, sigan buscando, alejen sin cesar los límites de su felicidad esos
alquimistas de la horticultura! ¡Propongan premios de sesenta y de cien mil
florines para quien resolviere sus ambiciosos problemas! ¡Yo ya encontró mi
tulipán negro y mi dalia azul!
Flor incomparable, tulipán hallado de nuevo, alegórica dalia, allí, a aquel
hermoso país tan tranquilo, tan soñador, es adonde habría que irse a vivir y a
florecer, ¿no es verdad? ¿No te encontrarías allí con tu analogía por marco y no
podrías mirarte, para hablar, como los místicos, en tu propia correspondencia?
¡Sueños! ¡Siempre sueños!, y cuanto más ambiciosa y delicada es el alma tanto
más la alejan de lo posible los sueños. Cada hombre lleva en sí su dosis de opio
natural, incesantemente segregada y renovada, y, del nacer al morir, ¿cuántas
horas contamos llenas del goce positivo, de la acción bien lograda y decidida?
¿Viviremos jamás, estaremos jamás en ese cuadro que te pintó mi espíritu, en ese
cuadro que se te parece?
Estos tesoros, estos muebles, este lujo, este orden, estos perfumes, estas
flores milagrosas son tú. Son tú también estos grandes ríos, estos canales
tranquilos. Los enormes navíos que arrastran, cargados todos de riquezas, de los
que salen los cantos monótonos de la maniobra, son mis pensamientos, que duermen
o ruedan sobre tu seno. Tú los guías dulcemente hacia el mar, que es lo
infinito, mientras reflejas las profundidades del cielo en la limpidez de tu
alma hermosa; y cuando, rendidos por la marejada y hastiados de los productos de
Oriente, vuelven al puerto natal, son también mis pensamientos, que tornan,
enriquecidos de lo infinito, hacia ti.
XIX
El juguete del pobre
Quiero dar idea de una diversión inocente. ¡Hay tan pocos entretenimientos que
no sean culpables!
Cuando salgáis por la mañana con decidida intención de vagar por la carretera,
llenaos los bolsillos de esos menudos inventos de a dos cuartos, tales como el
polichinela sin relieve, movido por un hilo no más; los herreros que martillan
sobre el yunque; el jinete de un caballo, que tiene un silbato por cola; y por
delante de las tabernas, al pie de los árboles, regaládselos a los chicuelos
desconocidos y pobres que encontréis. Veréis cómo se les agrandan
desmesuradamente los ojos. Al principio no se atreverán a tomarlos, dudosos de
su ventura. Luego, sus manos agarrarán vivamente el regalo, y echarán a correr
como los gatos que van a comerse lejos la tajada que les disteis, porque han
aprendido a desconfiar del hombre.
En una carretera, detrás de la verja de un vasto jardín, al extremo del cual
aparecía la blancura de un lindo castillo herido por el sol, estaba en pie un
niño, guapo y fresco, vestido con uno de esos trajes de campo, tan llenos de
coquetería.
El lujo, la despreocupación, el espectáculo habitual de la riqueza, hacen tan
guapos a esos chicos, que se les creyera formados de otra pasta que los hijos de
la mediocridad o de la pobreza.
A su lado, yacía en la hierba un juguete espléndido, tan nuevo como su amo,
brillante, dorado, vestido con traje de púrpura y cubierto de penachos y cuentas
de vidrio. Pero el niño no se ocupaba de su juguete predilecto, y ved lo que
estaba mirando:
Del lado de allá de la verja, en la carretera, entre cardos y ortigas, había
otro chico, sucio, desmedrado, fuliginoso, uno de esos chiquillos parias, cuya
hermosura descubrirían ojos imparciales, si, como los ojos de un aficionado
adivinan una pintura ideal bajo un barniz de coche, lo limpiaran de la
repugnante pátina de la miseria.
A través de los barrotes simbólicos que separaban dos mundos, la carretera y el
castillo, el niño pobre enseñaba al niño rico su propio juguete, y éste lo
examinaba con avidez, como objeto raro y desconocido. Y aquel juguete que el
desharrapado hostigaba, agitaba y sacudía en una jaula, era un ratón vivo. Los
padres, por economía, sin duda, habían sacado el juguete de la vida misma.
Y los dos niños se reían de uno a otro, fraternalmente, con dientes de igual
blancura.
XX
Los dones de las hadas
Había gran asamblea de hadas para proceder al reparto de dones entre todos los
recién nacidos llegados a la vida en las últimas veinticuatro horas.
Todas aquellas antiguas y caprichosas hermanas del Destino; todas aquellas
madres raras del gozo y del dolor, eran muy diferentes: tenían unas aspecto
sombrío y ceñudo; otras, aspecto alocado y malicioso; unas, jóvenes que habían
sido siempre jóvenes; otras, viejas que habían sido siempre viejas.
Todos los padres que tienen fe en las hadas habían acudido, llevando cada cual a
su recién nacido en brazos.
Los dones, las facultades, los buenos azares, las circunstancias invencibles
habíanse acumulado junto al tribunal, como los premios en el estrado para su
reparto. Lo que en ello había de particular era que los dones no servían de
recompensa a un esfuerzo, sino, por el contrario, eran una gracia concedida al
que no había vivido aún, gracia capaz de determinar su destino y convertirse lo
mismo en fuente de su desgracia que de su felicidad.
Las pobres hadas estaban ocupadísimas, porque la multitud de solicitantes era
grande, y la gente intermediaria puesta entre el hombre y Dios está sometida,
como nosotros, a la terrible ley del tiempo y de su infinita posteridad, los
días, las horas, los minutos y los segundos.
En verdad, estaban tan azoradas como ministros en día de audiencia o como
empleados del Monte de Piedad cuando una fiesta nacional autoriza los desempeños
gratuitos. Hasta creo que miraban de tiempo en tiempo la manecilla del reloj con
tanta impaciencia como jueces humanos que, en sesión desde por la mañana, no
pueden por menos de soñar con la hora de comer, con la familia y con sus
zapatillas adoradas. Si en la justicia sobrenatural hay algo de precipitación y
de azar, no nos asombremos de que ocurra lo mismo alguna vez en la justicia
humana. Seríamos nosotros, en tal caso, jueces injustos.
También se cometieron aquel día ciertas ligerezas que podrían llamarse raras si
la prudencia, más que el capricho, fuese carácter distintivo y eterno de las
hadas.
Así, el poder de atraer mágicamente a la fortuna se adjudicó al único heredero
de una familia riquísima, que, por no estar dotada de ningún sentido de caridad
y tampoco de codicia ninguna por los bienes más visibles de la vida, habían de
verse más adelante prodigiosamente enredados entre sus millones.
Así, se dio el amor a la Belleza y a la Fuerza poética al hijo de un sombrío
pobretón, cantero de oficio, que de ninguna manera pedía favorecer las
disposiciones ni aliviar las necesidades de su deplorable progenitura.
Se me olvidaba deciros que el reparto, en casos tan solemnes, es sin apelación,
y que no hay don que pueda rehusarse.
Levantábanse todas las hadas, creyendo cumplida su faena, porque ya no quedaba
regalo ninguno, largueza ninguna que echar a toda aquella morralla humana,
cuando un buen hombre, un pobre comerciantillo, según creo, se levantó, y
cogiendo del vestido de vapores multicolores al hada que más cerca tenía,
exclamó:
«¡Eh! ¡Señora! ¡Que nos olvida! Todavía falta mi chico. No quiero haber venido
en balde.»
El hada podía verse en un aprieto, porque nada quedaba ya. Acordose a tiempo,
sin embargo, de una ley muy conocida, aunque rara vez aplicada, en el mundo
sobrenatural habitado por aquellas deidades impalpables amigas del hombre y
obligadas con frecuencia a doblegarse a sus pasiones, tales como las hadas,
gnomos, las salamandras, las sílfides, los silfos, las nixas, los ondinos y las
ondinas -quiero decir de la ley que concede a las hadas, en casos semejantes, o
sea en el caso de haberse agotado los lotes, la facultad de conceder otro,
suplementario y excepcional, siempre que tenga imaginación bastante para crearlo
de repente.
Así, pues, la buena hada contestó, con aplomo digno de su rango: «¡Doy a tu
hijo..., le doy... el don de agradar!»
«Pero, ¿agradar cómo? ¿Agradar?... ¿Agradar por qué?» -preguntó tenazmente el
tenderillo, que sin duda sería uno de esos razonadores tan abundantes, incapaz
de levantarse hasta la lógica de lo absurdo.
«¡Porque sí! ¡Porque sí!» -replicó el hada colérica, volviéndole la espalda; y
al incorporarse al cortejo de sus compañeras, les iba diciendo-: «¿Qué os parece
ese francesito vanidoso, que quiere entenderlo todo, y que, encima de lograr
para su hijo el don mejor, aun se atreve a preguntar y a discutir lo
indiscutible?»
XXI
Las tentaciones, o Eros, Pluto y la Gloria
Dos satanes y una diablesa, no menos extraordinaria, subieron la pasada noche
por la escalera misteriosa con que el infierno asalta la flaqueza del hombre
dormido y se comunica en secreto con él. Y vinieron a colocarse gloriosamente
delante de mí, en pie, como sobre un estrado. Un esplendor sulfúreo emanaba de
los tres personajes, que resaltaban así en el fondo opaco de la noche. Tenían
aspecto tan altivo y dominante, que al pronto los tomé a los tres por verdaderos
dioses.
La cara del primer Satán era de sexo ambiguo, y había también, en las líneas de
su cuerpo, la malicia de los antiguos Bacos. Sus bellos ojos lánguidos, de color
tenebroso e indeciso, parecían violetas cargadas aún de las densas lágrimas de
la tempestad, y sus labios, entreabiertos, pebeteros cálidos, de los que se
exhalaba un bienoliente perfume; y cada vez que suspiraba, insectos almizclados
iluminábanse en revoloteo al ardor de su hálito.
Arrollábase a su túnica de púrpura, a manera de cinturón, una serpiente de tonos
cambiantes que, levantando la cabeza, volvía languideciente hacia él los ojos de
brasa. De ese vivo cinturón colgaban, alternados con ampollas colmadas de
licores siniestros, cuchillos brillantes o instrumentos de cirugía. Tenía en la
mano derecha otra ampolla, cuyo contenido era de un rojo luminoso, con estas
raras palabras por etiqueta: «Bebed; esta es mi sangre, cordial perfecto»; en la
izquierda, un violín, que le servía, sin duda, para cantar sus placeres y sus
dolores y para extender el contagio de su locura en noches de aquelarre.
Arrastraban de sus tobillos delicados varios eslabones de una cadena de oro
rota, y cuando la molestia que le producía le obligaba a bajar los ojos al
suelo, contemplaba vanidoso las uñas de sus pies, brillantes y pulidas como bien
labradas piedras.
Me miró con ojos de inconsolable desconsuelo, que vertían embriaguez insidiosa,
y me dijo con voz de encanto: «Si quieres, si quieres, te haré señor de las
almas, y serás dueño de la materia viva, más que el escultor pueda serlo del
barro, y conocerás el placer, sin cesar renaciente, de salir de ti mismo para
olvidarte en los otros y de atraer las almas hasta confundirlas con la tuya.»
Y yo le contesté: «¡Mucho te lo agradezco! De nada me sirve esa pacotilla de
seres que no valen sin duda más que mi pobre yo. Aunque algo me avergüence el
recuerdo, nada puedo olvidar; y si no te hubiese conocido, viejo monstruo, tus
cuchillos misteriosos, tus ampollas equívocas, las cadenas que te traban los
pies, son símbolos que explican con claridad bastante los inconvenientes de tu
amistad. Guárdate tus regalos.»
El segundo Satán no tenía el aspecto a la vez trágico y sonriente, ni las buenas
maneras insinuantes, ni la belleza delicada y perfumada del otro. Era un hombre
basto, de rostro grueso y sin ojos, cuya pesada panza se desplomaba sobre sus
muslos, cuya piel estaba toda dorada e ilustrada, como por un tatuaje, con
multitud de figurillas movedizas, que representaban las formas múltiples de la
miseria universal Había hombrecillos macilentos que se colgaban voluntariamente
de un clavo; había gnomos chicos y deformes, flacos, que pedían limosna más con
los ojos suplicantes que con las manos trémulas, y también madres viejas con
abortos agarrados a las tetas extenuadas, y otros muchos más había.
El gordo Satán se golpeaba con el puño la inmensa panza, de donde salía entonces
un largo y resonante tintineo de metal, que terminaba en un vago gemido hecho de
numerosas voces humanas. Y se reía, mostrando impúdico los dientes estropeados,
con enorme risa imbécil, como ciertos hombres de todos los países cuando han
comido demasiado bien.
Y éste me dijo: «Puedo darte lo que todo lo consigue, lo que vale por todo, lo
que a todo reemplaza!» Y se golpeó el vientre monstruo, cuyo eco sonante sirvió
de comentario a las palabras groseras.
Me volví con repugnancia y contesté: «No necesito, para mi goce, la miseria de
nadie; y no quiero riqueza entristecida, como papel de habitaciones, por todas
las desdichas representadas en tu piel.»
Por lo que toca a la diablesa, mentiría yo si no confesara que a primera vista
hallé raro encanto en ella. Para definir tal encanto no lo podría comparar a
nada mejor que al de las bellísimas mujeres maduras, que, sin embargo, ya no
envejecen, y cuya hermosura conserva la magia penetrante de las ruinas. Tenía a
la vez aspecto imperioso y desmadejado, y sus ojos, a pesar del cansancio,
conservaban fuerza fascinadora. Lo que más me llamó la atención fue el misterio
de su voz, en la que encontraba el recuerdo de las contraltos más deliciosas y
un poco también de la ronquera de las gargantas lavadas sin cesar por el
aguardiente.
«¿Quieres conocer mi poderío? -dijo la falsa diosa con su voz encantadora y
paradójica-. Escucha.»
Y se llevó a los labios una trompeta gigantesca y llena de cintas como un
mirlitón, con los títulos de todos los periódicos del universo, y a través de la
trompeta gritó mi nombre, que rodó así por el espacio con el ruido de cien mil
truenos, y volvió a mí repercutido por el eco más lejano del planeta.
«¡Diablo -salté, casi subyugado-, eso es bonito!» Pero al examinar más
atentamente al marimacho seductor me pareció reconocerla vagamente, por haberla
visto brincar con algunos pilletes conocidos míos; y el ronco sonar del cobre me
trajo a los oídos no sé qué recuerdo de trompeta prostituida.
Por eso respondí, con todo mi desdén: «¡Vete! ¡No estoy guisado para casarme con
la querida de algunos que no quiero nombrar!»
Tenía yo derecho, ciertamente, a estar orgulloso de tan valerosa abnegación.
Mas, por desgracia, me despertó y todas mis fuerzas me abandonaron. «En verdad
-me dije-, muy aletargado tenía que estar para mostrar tales escrúpulos. ¡Ay!
¡Si pudiesen volver cuando estoy despierto, no me las daría de tan delicado!»
Y los invoqué en alta voz, suplicándoles que me perdonaran, ofreciéndoles que me
deshonraría lo más a menudo que fuese necesario para merecer sus favores; pero
les había ofendido gravemente, sin duda, porque no han vuelto jamás.
XXII
El crepúsculo de la noche
Va cayendo el día. Una gran paz llena las pobres mentes, cansadas del trabajo
diario, y sus pensamientos toman ya los colores tiernos o indecisos del
crepúsculo.
Sin embargo, desde la cima de la montaña llega hasta mi balcón, a través de las
nubes transparentes del atardecer, un gran aullido, compuesto de una multitud de
gritos discordes que el espacio transforma en lúgubre armonía, como de marea
ascendente o de tempestad que empieza.
¿Quiénes son los infortunados a quien la tarde no calma, y toman, como los
búhos, la llegada de la noche por señal de aquelarre? Este siniestro ulular nos
llega del negro hospital encaramado en la montaña, y al atardecer, fumando y
contemplando el reposo del valle inmenso erizado de casas en que cada ventana
nos dice: «¡Aquí está la paz ahora; aquí está la alegría de la familia!», puedo,
cuando el viento sopla de arriba, mecer mi pensamiento, asombrado en esa
imitación de las armonías infernales.
El crepúsculo excita a los locos. Recuerdo que tuve dos amigos a quien el
crepúsculo ponía malos. Uno, desconociendo entonces toda relación de amistad y
cortesía, maltrataba como un salvaje al primero que llegaba. Le he visto tirar a
la cabeza de un camarero un pollo excelente, porque se imaginó ver en él no sé
que jeroglífico insultante. El atardecer, premisor de los goces profundos, le
echaba a perder lo más suculento.
El otro, ambicioso herido, se iba volviendo, conforme bajaba la luz, más agrio,
más sombrío, más reacio. Indulgente y sociable durante el día, era despiadado de
noche; y no sólo con los demás, sino consigo mismo esgrimía rabiosamente su
manía crepuscular.
El primero murió loco, incapaz de reconocer a su mujer y a su hijo; el segundo
lleva en sí la inquietud de un malestar perpetuo, y aunque le gratificaran con
todos los honores que pueden conferir repúblicas y príncipes, creo que el
crepúsculo encendería en él aun el ansia abrasadora de distinciones imaginarias.
La noche, que ponía tinieblas en su mente, trae luz a la mía; y, aunque no sea
raro ver a la misma causa engendrar dos efectos contrarios, ello me tiene
siempre lleno de intriga y de alarma.
¡Oh noche! ¡Oh refrescantes tinieblas! ¡Sois para mí señal de fiesta interior,
sois liberación de una angustia! ¡En la soledad de las llanuras, en los
laberintos pedregosos de una capital, centelleo de estrellas, explosión de
linternas, sois el fuego de artificio de la diosa Libertad!
¡Crepúsculo, cuán dulce y tierno eres! Los resplandores sonrosados que se
arrastran aún por el horizonte, como agonizar del día bajo la opresión
victoriosa de su noche, las almas de los candelabros que ponen manchas de un
rojo opaco en las últimas glorias del Poniente, los pesados cortinajes que corro
una mano invisible de las profundidades del Oriente, inician todos los
sentimientos complicados que luchan dentro del corazón del hombre en las horas
solemnes de la vida.
Tomaríasele también por uno de esos raros trajes de bailarina en que la gasa
transparente y sombría deja entrever los esplendores amortiguados de una falda
brillante, como bajo el negro presente se trasluce el delicioso pasado, y las
estrellas vacilantes de oro y de plata que la salpican representan esas luces de
la fantasía que no se encienden bien sino en el luto profundo de la Noche.
XXIII
La soledad
Un gacetillero filántropo me dice que la soledad es mala para el hombre; y en
apoyo de su tesis cita, como todos los incrédulos, palabras de los padres de la
Iglesia.
Sé que el Demonio frecuenta gustoso los lugares áridos, y que el espíritu del
asesinato y de la lubricidad se inflama maravillosamente en las soledades. Pero
sería posible que esta soledad sólo fuese peligrosa para el alma ociosa y
divagadora, que la puebla con sus pasiones y con sus quimeras.
Cierto que un charlatán, cuyo placer supremo consiste en hablar desde lo alto de
una cátedra o de una tribuna, correría fuerte peligro al volverse loco furioso
en la isla de Robinsón. No exigiré a mi gacetillero las animosas virtudes de
Crusoe; pero le pido que no entable acusación contra los enamorados de la
soledad y del misterio.
Hay en nuestras razas parlanchinas individuos que aceptarían con menor
repugnancia el suplicio supremo si se les permitiera lanzar desde lo alto del
patíbulo una copiosa arenga, sin miedo de que los tambores de Santerre les
cortasen intempestivamente la palabra.
No los compadezco, porque adivino que sus efusiones oratorias les procuran
placeres iguales a los que otros sacan del silencio y del recogimiento; pero los
desprecio.
Deseo, ante todo, que mi gacetillero maldito me dejo divertirme a mi gusto.
«Pero ¿no siente usted nunca -me dice, en tono nasal archiapostólico- necesidad
de compartir sus goces?» ¡Miren el sutil envidioso! ¡Sabe que desdeño los suyos
y viene a insinuarse en los míos, el horrible aguafiestas!
«¡La desgracia grande de no poder estar solo!...» -dice en algún lado La
Bruyère, como para avergonzar a todos los que corren a olvidarse entre la
muchedumbre, temerosos, sin duda, de no poder soportarse a sí mismos.
«Casi todas nuestras desgracias provienen de no haber sabido quedarnos en
nuestra habitación» -dice otro sabio, creo que Pascal, llamando así a la celda
del recogimiento a todos los alocados que buscan la dicha en el movimiento y en
una prostitución que llamaría yo fraternitaria, si quisiera hablar la hermosa
lengua de mi siglo.
XXIV
Los Proyectos
Decíase
él, paseando por un vasto parque solitario: «¡Cuán bella estaría con un traje de
corto, complicado y fastuoso, bajando, a través de la atmósfera de una bella
tarde, los escalones de mármol de un palacio, frente a extensas praderas de
césped y de estanques! ¡Porque tiene naturalmente aspecto de princesa!»
Al pasar más tarde por una callo detúvose ante una tienda de grabados, y como
hallara en una carpeta una estampa, representación de un paisaje tropical, se
dijo: «¡No! No es en un palacio donde yo quisiera poseer su amada existencia. No
estaríamos en casa. Además, las paredes, acribilladas de oro, no dejarían sitio
para colgar su imagen; en las solemnes galerías no hay un rincón para la
intimidad. Decididamente, ahí es donde habría que irse para cultivar el ensueño
de mi vida.»
Y mientras analizaba con los ojos los detalles del grabado, proseguía
naturalmente. «A la orilla del mar, una hermosa cabaña de madera, envuelta por
todos estos árboles raros y relucientes, cuyos nombres olvidé...; en la
atmósfera, un aroma embriagador, indefinible...; en la cabaña, un poderoso
perfume de rosas y de almizcle...; más lejos, detrás de nuestro breve dominio,
puntas de mástiles mecidos por la marea...; en derredor, más allá de la
estancia, iluminada por una luz rosa, tamizada por las cortinillas, decorada con
esterillas frescas y flores mareantes y con raros asientos de un rococó
portugués, de madera pesada y tenebrosa -en donde ella descansaría, tan quieta,
tan bien abanicada, fumando tabaco levemente opiáceo-; más allá de la varenga,
el bullicio de los pájaros, ebrios de luz, y el parloteo de las negritas... Y
por la noche, para hacer compañía a mis sueños, el cantar quejumbroso de los
árboles de música, de los filaos melancólicos. Sí; ahí tengo, en verdad, el
fondo que buscaba. ¿Para qué quiero un palacio?»
Y más allá, caminando por una gran avenida, vio una posada limpita, con una
ventana avivada por unas cortinas de indiana multicolor, a la que asomaban dos
cabezas risueñas. Y en seguida: «Muy vagabundo tiene que ser mi pensamiento -se
dijo- para ir a buscar tan lejos lo que tan cerca está de mí. Placer y ventura
se hallan en la primera posada que se ve, en la posada del azar, tan fecunda en
voluptuosidades. Un buen fuego, lozas vistosas, cena aceptable, vino áspero,
cama muy ancha, con colgaduras algo toscas, pero nuevas. ¿Qué hay mejor?»
Y cuando volvió a casa, a la hora en que los consejos de la sabiduría no están
ya apagados por el zumbido de la vida exterior, se dijo:»Tuve hoy, en sueños,
tres domicilios en los que hallé un mismo goce. ¿Para qué forzar al cuerpo a
cambiar de sitio, si mi alma viaja tan de prisa? ¿Y para qué ejecutar proyectos,
si es ya el proyecto en sí goce suficiente?»
XXV
La hermosa Dorotea
Agobia el Sol a la ciudad con su luz recta y terrible; la arena resplandece y el
mar espejea. Cobardemente se rinde el mundo estupefacto y duerme la siesta,
siesta que es una especie de muerte sabrosa en que el dormido, despierto a
medias, saborea los placeres de su aniquilamiento.
Sin embargo, Dorotea, fuerte y altiva como el Sol, avanza por la calle desierta,
único ser vivo a esta hora bajo el inmenso azul, y forma en la luz una mancha
brillante y negra.
Avanza, balanceando muellemente el torso tan fino sobre las caderas tan anchas.
Su vestido de seda ajustado, de tono claro y rosa, contrasta vivamente con las
tinieblas de su piel, moldeando con exactitud su tallo largo, su espalda hundida
y su pecho puntiagudo.
La sombrilla roja, tamizando la luz, proyecta en su rostro sombrío el afeite
ensangrentado de sus reflejos.
El peso de su enorme cabellera casi azul echa atrás su cabeza delicada y le da
aire de triunfo y de pereza. Pesados pendientes gorjean secretos en sus orejas
lindas.
De tiempo en tiempo, la brisa del mar levanta un extremo de su falda flotante y
deja ver la pierna luciente y soberbia; y su pie, semejante a los pies de las
diosas de mármol que Europa encierra en sus museos, imprime fielmente su forma
en la arena menuda. Porque Dorotea es tan prodigiosamente coqueta, que el gusto
de verse admirada vence en ella al orgullo de la libertad, y aunque es libre,
anda sin zapatos.
Avanza así, armoniosamente, dichosa de vivir, sonriente, con blanca sonrisa,
como si viese a lo lejos, en el espacio, un espejo que reflejara su porte y su
hermosura.
A la hora en que los mismos perros gimen de dolor al sol que los muerde, ¿qué
poderoso motivo hace andar así a la perezosa Dorotea, hermosa y fría como el
bronce?
¿Por qué dejó la estrecha cabaña, tan coquetamente dispuesta con flores y
esterillas, que a tan poca costa le forman tocador perfecto; donde halla tanto
placer en estarse peinando, en fumar, en que le den aire o en mirarse en el
espejo de sus anchos abanicos de plumas, mientras el mar, que azota la playa a
cien pasos de allí, da a sus divagaciones indecisas un poderoso y monótono
acompañamiento, y la marmita de hierro, en que está puesto a cocer un guisado de
cangrejos con arroz y azafrán, le envía, desde el fondo del patio, sus perfumes
excitantes?
Quizá tiene cita con algún ofícialillo que en playas lejanas oyó a sus
compañeros hablar de la famosa Dorotea. Infaliblemente, la sencilla criatura le
pedirá que le describa el baile de la Ópera, y le preguntará si se puede ir
descalza, como a la danza del domingo, en que hasta las viejas cafrinas se ponen
borrachas y furiosas de gozo, y también si las bellas señoras de París son todas
más guapas que ella.
A Dorotea todos la admiran y la halagan, y sería perfectamente feliz si no
tuviese que amontonar piastra sobre piastra para el rescate de su hermanita, que
tendrá once años, y ya está madura y es tan hermosa. ¡Lo conseguirá sin duda la
buena Dorotea! ¡El amo de la niña es tan avaro! Demasiado avaro para comprender
otra hermosura que la de los escudos.
XXVI
Los ojos de los pobres
¡Ah!,
queréis saber por qué hoy os aborrezco. Más fácil os será comprenderlo, sin
duda, que a mí explicároslo; porque sois, creo yo, el mejor ejemplo de
impermeabilidad femenina que pueda encontrarse.
Juntos pasamos un largo día, que me pareció corto. Nos habíamos hecho la promesa
de que todos los pensamientos serían comunes para los dos, y nuestras almas ya
no serían en adelante más que una; ensueño que nada tiene de original, después
de todo, a no ser que, soñándolo todos los hombres, nunca lo realizó ninguno.
Al anochecer, un poco fatigada, quisisteis sentaros delante de un café nuevo que
hacía esquina a un bulevar, nuevo, lleno todavía de cascotes y ostentando ya
gloriosamente sus esplendores, sin concluir. Centelleaba el café. El gas mismo
desplegaba todo el ardor de un estreno, e iluminaba con todas sus fuerzas los
muros cegadores de blancura, los lienzos deslumbradores de los espejos, los oros
de las medias cañas y de las cornisas, los pajes de mejillas infladas
arrastrados por los perros en traílla, las damas risueñas con el halcón posado
en el puño, las ninfas y las diosas que llevaban sobre la cabeza frutas,
pasteles y caza; las Hebes y las Ganimedes ofreciendo a brazo tendido el
anforilla de jarabe o el obelisco bicolor de los helados con copete: la historia
entera de la mitología puesta al servicio de la gula.
Enfrente mismo de nosotros, en el arroyo, estaba plantado un pobre hombre de
unos cuarenta años, de faz cansada y barba canosa; llevaba de la mano a un niño,
y con el otro brazo sostenía a una criatura débil para andar todavía. Hacía de
niñera, y sacaba a sus hijos a tomar el aire del anochecer. Todos harapientos.
Las tres caras tenían extraordinaria seriedad, y los seis ojos contemplaban
fijamente el café nuevo, con una admiración igual, que los años matizaban de
modo diverso.
Los ojos del padre decían: «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! ¡Parece como si todo el
oro del mísero mundo se hubiera colocado en esas paredes!» Los ojos del niño:
«¡Qué hermoso!, ¡qué hermoso!; ¡pero es una casa donde sólo puede entrar la
gente que no es como nosotros!» Los ojos del más chico estaban fascinados de
sobra para expresar cosa distinta de un gozo estúpido y profundo.
Los cancioneros suelen decir que el placer vuelve al alma buena y ablanda los
corazones. Por lo que a mí toca, la canción dijo bien aquella tarde. No sólo me
había enternecido aquella familia de ojos, sino que me avergonzaba un tanto de
nuestros vasos y de nuestras botellas, mayores que nuestra sed. Volvía yo los
ojos hacia los vuestros, querido amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me
sumergía en vuestros ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en vuestros ojos
verdes, habitados por el capricho e inspirados por la Luna, cuando me dijisteis:
«¡Esa gente me está siendo insoportable con sus ojos tan abiertos como puertas
cocheras! ¿Por qué no pedís al dueño del café que los haga alejarse?»
¡Tan difícil es entenderse, ángel querido, y tan incomunicable el pensamiento,
aun entre seres que se aman!
XXVII
Muerte heroica
Fanciullo era un admirable bufón, casi un amigo del príncipe. Mas, para las
personas consagradas a lo cómico por profesión, lo serio tiene atractivos
fatales, y por raro que pueda parecer que las ideas de patria y de libertad se
apoderen despóticamente del cerebro de un histrión, un día Fanciullo tomó parte
en cierta conspiración tramada por algunos señores descontentos.
En todas partes hay hombres de bien que denuncian al Poder los individuos de
humor atrabiliario, que quieren desposeer a los príncipes y operar, sin
consultarla, la mudanza de una sociedad. Los señores en cuestión fueron
detenidos, y con ellos Fanciullo, y condenados a muerte cierta.
Gustoso creería yo que al príncipe llegó a enfadarlo aquello de encontrar entre
los rebeldes a su comediante favorito. El príncipe no era ni mejor ni peor que
los demás; pero una sensibilidad excesiva le hacía en muchos casos más cruel y
más déspota que todos sus semejantes. Apasionado por las bellas artes, y además
entendido en ellas como pocos, mostrábase verdaderamente insaciable de placeres.
Harto indiferente con relación a los hombres y a la moral, artista verdadero en
persona, no conocía enemigo más peligroso que el aburrimiento, y los esfuerzos
raros que hacía para huir de este tirano del mundo o vencerle le hubieran
atraído ciertamente, por parte de un historiador severo, el epíteto de monstruo,
si hubiera dejado que en sus dominios se escribiese algo que no tendiera
únicamente al placer o al asombro, que es una de las más delicadas formas del
placer. La gran desdicha de aquel príncipe fue no tener nunca un teatro
suficientemente vasto para su genio. Hay Nerones jóvenes que se ahogan en
límites sobrado estrechos; los siglos por venir han de ignorar siempre su nombre
y su buena voluntad. La Providencia, imprevisora, había dado a aquél facultades
mayores de sus estados.
Corrió de repente la voz de que el soberano quería otorgar gracia a todos los
conjurados; y origen de tal rumor fue el anuncio de un gran espectáculo en que
Fanciullo había de representar uno de sus papeles principales y mejores, y al
que asistirían también, según informes, los caballeros condenados; signo
evidente, agregaban los espíritus superficiales, de las tendencias generosas del
príncipe ofendido.
Por parte de un hombre tan natural y voluntariamente excéntrico, todo era
posible, hasta la virtud, hasta la clemencia, sobre todo si pensaba encontrar en
ella placeres inesperados. Mas para los que, como yo, habían podido penetrar más
adentro en las profundidades de aquella alma curiosa y enferma, era
infinitamente más probable que el príncipe quisiera juzgar del valor de los
talentos escénicos de un hombre condenado a muerte. Quería aprovechar la ocasión
para hacer un experimento fisiológico de interés capital, y comprobar hasta qué
punto las facultades habituales de un artista podían alterarse o modificarse
ante la situación extraordinaria en que él se encontraba; después de esto,
¿existía en su alma una intención más o menos resuelta de clemencia? Punto es
éste que jamás ha podido aclararse.
Llegó, al cabo, el gran día, y la reducida corte desplegó todas sus pompas;
difícil sería concebir, sin haberlo visto, cuántos esplendores puede ostentar la
clase privilegiada de un Estado con recursos restringidos en una verdadera
solemnidad. Aquélla era doblemente verdadera; lo primero, por la magia del lujo
desplegado, y después, por el interés moral y misterioso que llevaba consigo.
Maese Fanciullo sobresalía, ante todo, en los papeles mudos, o poco cargados de
palabras, que suelen ser los principales en esos dramas de magia, cuyo objeto es
representar simbólicamente el misterio de la vida. Entró en escena con ligereza
y con perfecta soltura, y ello contribuyó a fortalecer en el noble auditorio la
idea de benignidad y de perdón.
Cuando de un comediante se dice: «Ese es un buen comediante», se echa mano de
una fórmula que implica que, tras el personaje, se deja adivinar el cómico, es
decir, el arte, el esfuerzo, la voluntad. Pues si un comediante llega a ser, con
relación al personaje que está encargado de expresar, lo que las mejores
estatuas antiguas, milagrosamente animadas, vivas, andantes, videntes, podrían
ser, con respecto a la idea general y confusa de belleza, ése sería, a no dudar,
caso singular y totalmente improvisto. Fanciullo fue aquella noche una perfecta
idealización, que era imposible no suponer viva, posible, real. El bufón iba,
venía, reía, lloraba, entraba en convulsión, con una indestructible aureola en
derredor de la cabeza, aureola invisible para todos, pero visible para mí, que
unía en extraña amalgama los rayos del arte con la gloria del martirio.
Fanciullo introducía, por no sé qué gracia especial suya, lo divino y lo
sobrenatural, hasta en las bufonadas más extravagantes. Tiembla mi pluma, y
lágrimas de emoción siempre presente se me suben a los ojos cuando intento
describiros aquella inolvidable velada. Demostrábame Fanciullo, de manera
perentoria, irrefutable, que la embriaguez del arte es más apta que otra
cualquiera para velar los terrores del abismo; que el genio puede representar la
comedia al borde de la tumba con una alegría que no le deje ver la tumba,
perdido como está en un paraíso que excluye toda idea de tumba y destrucción.
Todo aquel público, por estragado y frívolo que fuese, pronto sintió el
omnipotente dominio del artista. Nadie soñó ya en muerte, luto o suplicio. Cada
cual se abandonó, sin inquietud, a los placeres múltiples que da la vista de una
obra maestra de arte vivo. Las explosiones de gozo y admiración sacudieron
varias veces las bóvedas del edificio con la energía de un trueno continuo.
Hasta el príncipe, embriagado, mezcló su aplauso al de su corte.
Sin embargo, para los ojos clarividentes, su embriaguez no carecía de mezcla.
¿Sentíase vencido en su poderío de déspota? ¿Humillado en su arte de atemorizar
corazones y embotar ánimos? ¿Frustrado en sus esperanzas y afrentado en sus
previsiones? Tales supuestos, no exactamente justificados, pero no en absoluto
injustificables, cruzaron por mi mente mientras contemplaba yo el rostro del
príncipe, en el que una palidez nueva iba a juntarse sin cesar con su habitual
palidez, como nieve sobre nieve. Apretábanse cada vez con más fuerza sus labios,
y sus ojos se iluminaban con fuego interior, semejante al de los celos y al del
odio, hasta cuando aplaudía ostensiblemente los talentos de su antiguo amigo, el
extraño bufón, que tan bien bufoneaba con la muerte. En determinado momento vi a
su alteza inclinarse hacia un pajecillo, colocado detrás de él, y hablarle al
oído. La cara traviesa del lindo muchacho se iluminó con una sonrisa, y salió
vivamente después del palco principesco, cual si fuera a cumplir un encargo
urgente.
Pocos minutos más tarde, un silbido agudo, prolongado, interrumpió a Fanciullo
en uno de sus mejores momentos, y desgarró a la vez oídos y corazón del artista.
Del sitio de donde había brotado aquella inesperada desaprobación, un muchacho
se precipitaba al pasillo ahogando la risa.
Fanciullo, sacudido, despertando de su sueño, cerró primero los ojos, los volvió
a abrir casi enseguida, agrandados desmesuradamente, abrió luego la boca como
para respirar convulso, vaciló un poco hacia adelante, otro poco hacia atrás, y
cayó después muerto de repente en las tablas.
El silbido, rápido como el acero, ¿había frustrado en realidad al verdugo?
¿Había el príncipe mismo advertido toda la homicida eficacia de su treta?
Permitida está la duda. ¿Tuvo sentimiento por su querido e inimitable Fanciullo?
Dulce y legítimo es creerlo.
Los caballeros culpables habían gozado por última vez del espectáculo de la
comedia. Aquella misma noche fueron borrados de la vida.
Desde entonces acá, varios mimos, justamente apreciados en diferentes países,
han venido a representar ante la corte de ***, pero ninguno de ellos ha podido
reanimar los maravillosos talentos de Fanciullo ni levantarse hasta el mismo
favor.
XXVIII
La moneda falsa
Conforme nos alejábamos del estanco, mi amigo iba haciendo una cuidadosa
separación de sus monedas; en el bolsillo izquierdo del chaleco deslizó unas
moneditas de oro; en el derecho, plata menuda; en el bolsillo izquierdo del
pantalón, un puñado de cobre, y, por último, en el derecho, una moneda de plata
de dos francos que había examinado de manera particular:
«¡Singular y minucioso reparto!» -dije para mí.
Nos encontramos con un pobre que nos tendió la gorra temblando. Nada conozco más
inquietador que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes que tienen a la vez,
para el hombre sensible que sabe leer en ellos, tanta humildad y tantas
reconvenciones. Encuentra algo próximo a esa profundidad de asentimiento
complicado en los ojos lacrimosos de los perros cuando se les azota.
El don de mi amigo fue mucho más considerable que el mío, y lo dije: «Hace bien;
después del placer de asombrarse, no lo hay mayor que el de causar una
sorpresa.» «Era la moneda falsa», me contestó tranquilamente, como para
justificar su prodigalidad.
Pero en mi cerebro miserable, siempre ocupado en buscar lo que no se halla (¡qué
abrumadora facultad me ha regalado la Naturaleza!), entró de repente la idea de
que semejante conducta por parte de mi amigo sólo tenía excusa en el deseo de
crear un acontecimiento en la vida de aquel infeliz, y quizá el de conocer las
distintas consecuencias, funestas o no, que una moneda falsa puede engendrar en
manos de un mendigo. ¿No podía multiplicarse en piezas buenas? ¿No podía
llevarle asimismo a la cárcel? Un tabernero, un panadero, por ejemplo, le
mandarían acaso detener por monedero falso, o como a expendedor de moneda falsa.
También podría ocurrir que la moneda falsa fuese, para un pobre especulador
insignificante, germen de la riqueza de algunos días. Y así mi fantasía
progresaba, prestando alas a la mente de mi amigo y sacando todas las
deducciones posibles de todas las hipótesis posibles.
Pero él rompió bruscamente mi divagación recogiendo mis propias palabras: «Sí,
estáis en lo cierto; no hay placer más dulce que el de sorprender a un hombre
dándole más de lo que espera.»
Le miré a lo blanco de los ojos y me quedé asustado al ver que en los suyos
brillaba un incontestable candor. Entonces vi claro que había querido hacer al
mismo tiempo una caridad y un buen negocio; ganarse cuarenta sueldos y el
corazón de Dios; alcanzar económicamente el paraíso; lograr, en fin, gratis,
credencial de hombre caritativo. Casi le hubiera perdonado el deseo del goce
criminal de que le supuse capaz poco antes; me hubiera parecido curioso,
singular, que se entretuviera en comprometer a los pobres; pero nunca le
perdonaré la inepcia de su cálculo. No hay excusa para la maldad; pero el que es
malo, si lo sabe, tiene algún mérito; el vicio más irreparable es el de hacer el
mal por tontería.
XXIX
El jugador generoso
Ayer, entre la muchedumbre del bulevar, sentí que me rozaba un ser misterioso
que siempre tuve deseo de conocer, y a quien reconocí en seguida, aunque no le
hubiese visto jamás. Había, sin duda, en él para conmigo un deseo análogo,
porque al pasar me lanzó significativamente un guiño, al que me di prisa por
obedecer. Le seguí con atención, y pronto bajé detrás de él a una mansión
subterránea deslumbradora, en que brillaba un lujo del cual ninguna de las
habitaciones superiores de París podría ofrecer ejemplo aproximado. Parecíame
raro que hubiese podido yo pasar tan a menudo cerca de aquel misterioso cobijo
sin adivinar su entrada. Reinaba allí una atmósfera exquisita, aunque de mareo,
que casi hacía olvidar instantáneamente todos los fastidiosos horrores de la
vida; respirábase allí una sombría beatitud, análoga a la que debieron de sentir
los comedores de loto cuando, al desembarcar en una isla encantada, iluminada
por los resplandores de una eterna prima tarde, sintieron nacer dentro de sí el
sonido adormecedor de las cascadas melodiosas, el deseo de no volver a ver nunca
sus penates, a sus mujeres, a sus hijos, y de no tomar nunca a mecerse en las
altas olas del mar.
Había allí rostros extraños de hombres y de mujeres, señalados por una hermosura
fatal, que me parecía haber ya visto en épocas y en países que no podía recordar
exactamente, y antes me inspiraban fraternal simpatía que ese temor nacido de
ordinario al aspecto de lo desconocido. Si intentara definir de un modo
cualquiera la expresión singular de sus miradas, diría que nunca vi ojos en que
más enérgicamente brillara el horror del hastío y el deseo inmortal de sentirse
vivir.
Mi huésped y yo éramos ya, cuando nos sentamos, antiguos y perfectos amigos.
Comimos y bebimos sin tasa toda clase de vinos extraordinarios, y lo que es más
extraordinario aún, me pareció, después de varias horas, que yo no estaba más
borracho que él. Sin embargo, el juego, placer sobrehumano, había interrumpido
con diversos intervalos nuestras libaciones frecuentes, y tengo que deciros que
me había jugado y perdido el alma, mano a mano, con una despreocupación y una
ligereza heroicas. El alma es cosa tan impalpable, tan inútil a menudo, y en
ocasiones tan molesta, que, al perderla, no sentí más que una emoción algo menor
que si se me hubiera extraviado, yendo de paseo, una tarjeta de visita.
Fumamos largamente algunos cigarros cuyo sabor y aroma incomparables daban al
alma la nostalgia de países y de venturas desconocidos, y embriagado de tantas
delicias, me atreví, en un acceso de familiaridad que no pareció desagradarle, a
exclamar, echando mano a una copa llena hasta el borde: «¡A vuestra salud,
inmortal viejo Chivo!»
Hablamos también del Universo, de su creación y de su destrucción futura; de la
idea grande del siglo, es decir, del progreso y de la perfectibilidad, y, en
general, de todas las formas de la infatuación humana. Tratándose de esto, su
alteza no agotaba las chanzas ligeras e irrefutables, expresándose con una
suavidad de dicción y una tranquilidad en la chacota que no he visto nunca en
ninguno de los más célebres conversadores de la Humanidad. Me explicó lo absurdo
de las diferentes filosofías que se habían posesionado hasta entonces del
cerebro humano, y hasta se dignó declararme, en confianza, algunos principios
fundamentales cuyos beneficios y propiedad no me conviene compartir con nadie.
No se quejó en lo más mínimo de la mala reputación de que goza en todas las
partes del mundo; me aseguró que él, en persona, era el mayor interesado, en
destruir la superstición, y llegó a confesarme que no había temido por su propio
poder más que una vez sola, el día en que oyó decir desde el púlpito a un
predicador más listo que sus cofrades: «Queridos hermanos, no olvidéis nunca,
cuando oigáis elogiar el progreso de las luces, que la más bonita astucia del
diablo está en persuadiros de que no existe.»
El recuerdo de aquel célebre orador nos llevó naturalmente al asunto de las
academias; mi extraño huésped me afirmó que no tenía a menos, en muchos casos,
inspirar la pluma, la palabra, la conciencia de los pedagogos, y que asistía
siempre en persona, aunque invisible, a todas las sesiones académicas.
Animado por tantas bondades, le pedí noticias de Dios y le pregunté si le había
visto recientemente. Me contestó con un despego matizado de alguna tristeza:
«Nos saludamos si nos vemos; pero como dos caballeros ancianos que no hubieran
conseguido apagar del todo el recuerdo de pasadas rencillas en una cortesía
innata.»
Es dudoso que su alteza haya dado jamás audiencia tan larga a un simple mortal,
y yo temía estar abusando. Por fin, cuando la trémula aurora blanqueaba los
cristales, aquel famoso personaje, cantado por tantos poetas y servido por
tantos filósofos, que, sin saberlo, trabajan por su gloria, me dijo: «Quiero que
tenga buen recuerdo de mí, y voy a demostrarle que yo, de quien tan mal se
habla, soy algunas veces un buen diablo, para servirme de una locución vulgar.
En compensación por la pérdida irremediable de su alma, le doy la puesta que
hubiese ganado si la suerte se hubiera declarado en favor suyo, es decir, la
posibilidad de aliviar y de vencer, durante toda la vida, esa rara afección del
hastío, fuente de todas vuestras enfermedades y de todos vuestros miserables
progresos. Nunca formulará deseo que yo no le ayude a realizar; reinará sobre
todos sus vulgares semejantes; tendrá buena provisión de halagos y aun de
adoraciones; la plata, el oro, los diamantes, los palacios de magia saldrán a
buscarle, y le rogarán que los acepte, sin que haya necesidad de esfuerzo para
guardarlos; cambiará de patria y de país tan a menudo como su fantasía se lo
ordene; se emborrachará de placeres, sin cansancio, en países encantadores donde
siempre hace calor y donde las mujeres huelen tan bien como las flores,
etcétera, etc... -añadió levantándose y despidiéndome con amable sonrisa.
Si no hubiera sido por temor a humillarme delante de tan numerosa asamblea, de
buena gana hubiese yo caído a los pies del generoso jugador, para darle gracias
por su munificencia inaudita., Pero, poco a poco, luego que le hube dejado, fue
volviendo a mi seno la desconfianza incurable; no me atreví ya a creer en
felicidad tan prodigiosa, y mientras me acostaba, rezando una vez más, por un
resto de costumbre imbécil, repetíame medio dormido: «¡Dios mío! ¡Señor Dios
mío! ¡Haced que el diablo me cumpla su palabra!»
XXX
La cuerda
A Édouard Manet.
«Las ilusiones -me decía un amigo- son tan innumerables quizá como las
relaciones de los hombres entre sí o de los hombres con las cosas.» Y cuando la
ilusión desaparece, es decir, cuando vemos al ser o el hecho tal como existe
fuera de nosotros, experimentamos un raro sentimiento complicado, mitad pesar
por la desaparición del fantasma, mitad agradable sorpresa ante la novedad, ante
la realidad del hecho. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre parecido
y de naturaleza ante la cual sea imposible equivocarse, es el amor materno. Tan
difícil es suponer una madre sin amor materno como una luz sin calor. ¿No será,
por tanto, perfectamente legítimo atribuir al amor materno todas las acciones y
las palabras de una madre relativas a su hijo? Pues oíd, sin embargo, esta breve
historia, en la que me he dejado engañar singularmente por la ilusión más
natural.
Mi profesión de pintor me mueve a mirar atentamente las caras, las fisonomías
que se atraviesan en mi camino, y ya sabéis el goce que sacamos de semejante
facultad, que hace la vida más viva a nuestros ojos y más significativa que para
los demás hombres. En el barrio apartado en que vivo, que tiene todavía vastos
trechos de hierba entro las casas, he solido observar a un niño cuya fisonomía
ardiente y traviesa, más que la de los otros, me sedujo desde el primer momento.
Más de una vez me sirvió de modelo, y le transformé, ya en gitanillo, ya en
ángel, ya en amor mitológico. Lo di a llevar el violín del vagabundo, la corona
de espinas y los clavos de la Pasión, y la antorcha de Eros. Acabé por tomar
gusto tan vivo a la gracia de aquel chicuelo, que un día fui a pedir a sus
padres, unos pobres, que me lo cedieran, prometiendo que le vestiría bien y le
daría algún dinero, y no le impondría más trabajo que el de limpiar los pinceles
y hacer algunos recados. El niño, en cuanto se le lavó, se quedó hecho un
encanto, y la vida que junto a mí llevaba lo parecía un paraíso en comparación
con la que hubiera tenido que soportar en el tugurio paterno. Sólo tendré que
añadir que el muñequillo me asombró algunas veces con crisis singulares de
tristeza precoz, y que pronto empezó a manifestar afición inmoderada por el
azúcar y los licores, tanto, que un día en que pude comprobar, no obstante mis
repetidas advertencias, un nuevo latrocinio de tal género cometido por él, le
amenacé con devolvérselo a sus padres. Luego salí, y mis asuntos me retuvieron
bastante rato fuera de casa.
¿Cuál no sería mi horror y mi asombro cuando, al volver a ella, lo primero que
me atrajo mi vista fue mi muñequillo, el travieso compañero de mi vida, colgado
de un tablero de este armario? Los pies casi tocaban al suelo; una silla,
derribada sin duda de una patada, estaba caída cerca de él; la cabeza se apoyaba
convulsa en el hombro; la cara hinchada y los ojos desencajados con fijeza
espantosa me produjeron, al pronto, la ilusión de la vida. Descolgarle, no era
tarea tan fácil como pudierais creer. Estaba ya tieso, y sentía yo repugnancia
inexplicable en dejarle caer bruscamente al suelo. Había que sostenerle en peso
con un brazo, y con la mano del otro cortar la cuerda. Pero con eso no estaba
hecho todo; el pequeño monstruo había empleado un cordel muy fino, que había
penetrado hondamente en las carnes, y ya era preciso buscar la cuerda, con unas
tijeras muy finas, entre los rebordes de la hinchazón, para libertar el cuello.
Se me olvidó deciros que antes pedí socorro; pero todos los vecinos se negaron a
darme ayuda, fieles así a las costumbres del hombre civilizado, que nunca
quiere, no sé por qué, tratos con ahorcados. Vino, por fin, un médico, y declaró
que el niño estaba muerto desde hacía varias horas. Cuando, más tarde, tuvimos
que desnudarle para el entierro, la rigidez cadavérica era tal, que, desesperado
de doblar los miembros, tuvimos que rasgar y cortar los vestidos para
quitárselos.
Al comisario, a quien, como es natural, hube de declarar el accidente, me miró
de reojo y me dijo «¡El asunto no está claro!», movido, sin duda, por un
inveterado deseo y un hábito profesional de infundir temor, valga por lo que
valiere, lo mismo a inocentes que a culpables.
Un paso supremo había que dar aún, y sólo de pensarlo sentía yo angustia
terrible: había que avisar a los padres. Los pies se negaban a llevarme. Por fin
tuvo ánimos. Pero, con gran asombro mío, la madre se quedó impasible, sin que
brotase una lágrima de sus ojos. Achaqué tal extrañeza al horror mismo que debía
de sentir, y recordé la máxima conocida: «Los dolores más terribles son los
dolores mudos.» El padre se contentó con decir, con aspecto entre embrutecido y
ensimismado: «¡Después de todo, así es mejor; tenía que acabar mal!»
Entretanto, el cuerpo estaba tendido en un sofá, y, con ayuda de una criada,
ocupábame yo en los últimos preparativos, cuando la madre entró en mi estudio.
Quería, según indicó, ver el cadáver de su hijo. A la verdad, yo no podía
impedir que se embriagase de su infortunio, ni negarle aquel supremo y sombrío
consuelo. En seguida me pidió que le enseñara el armario de que se había
ahorcado el niño. «¡Ah! ¡No, señora -le contesté-; le haría daño!» Y como
involuntariamente se volviesen hacia el armario mis ojos, eché de ver con
repugnancia, mixta de horror y de cólera, que el clavo se había quedado en el
tablero, con un largo trozo de cuerda colgando todavía. Me lancé vivamente a
arrancar aquellos últimos vestigios de la desgracia, y cuando iba a tirarlos por
la ventana, abierta, la pobre mujer me cogió del brazo y me dijo con voz
irresistible: «¡Señor, déjemelo! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!»
La desesperación -así lo pensé - de tal modo la había enloquecido, que se
enamoraba con ternura de lo que sirvió de instrumento de muerte a su hijo;
quería conservarlo como reliquia horrible y amada. Y se apoderó del clavo y del
cordel.
¡Por fin, por fin se acabó todo! Ya no me quedaba más que ponerme a trabajar de
nuevo, con mayor viveza todavía que la habitual, para rechazar poco a poco aquel
pequeño cadáver, que se metía entre los repliegues de mi cerebro, y cuyo
fantasma me cansaba con sus ojazos fijos. Pero al día siguiente recibí un montón
de cartas: una de inquilinos de la casa, otras de casas vecinas; una del piso
primero, otra del segundo, otra del tercero, y así sucesivamente; unas en estilo
semichistoso, como si trataran de disfrazar con una chacota aparente la
sinceridad de la petición; otras de una pesadez descarada y sin ortografía, pero
todas dirigidas a lo mismo, esto es: a lograr de mí un trozo de la funesta y
beatífica cuerda. Entre los firmantes había, fuerza es decirlo, más mujeres que
hombres; pero no todos, creedlo, pertenecían a la clase ínfima y vulgar. He
conservado las cartas.
Entonces, súbitamente se hizo la luz en mi cerebro, y comprendí por qué la madre
insistió tanto para arrancarme el cordel y con qué tráfico se proponía encontrar
consuelo.
XXXI
Las vocaciones
En un hermoso jardín, donde los rayos del sol otoño parecían rezagarse a gusto,
bajo un cielo verdoso ya, con nubes de oro flotantes como continentes viajeros,
cuatro bellos niños, cuatro muchachos, cansados sin duda del juego, hablaban
entre sí.
Uno decía: «Ayer me llevaron al teatro. En palacios grandes y tristes, al fondo
de los cuales se ve el mar y el cielo, unos hombres y unas mujeres, serios y
tristes también, pero más hermosos y mucho mejor vestidos que los que solemos
ver, hablan con voz que es un cantar. Amenázanse, suplican, se angustian y se
llevan la mano con frecuencia a un puñal atravesado en el cinto. ¡Ay, qué bonito
es! Las mujeres son mucho más guapas y más altas que las que vienen a casa a
vernos, y, por terrible que sea el aspecto que les den sus ojazos hundidos y sus
mejillas arrebatadas, nadie puede por menos de quedarse encantado al verlas.
Infunden miedo, ganas de llorar, y, sin embargo, se goza tanto... Y lo más
singular es que entran ganas de ir vestido como ellos, de hacer y decir lo
mismo, de hablar con la misma voz...»
Uno de aquellos cuatro niños, que desde hacía unos segundos no escuchaba ya el
discurso de su compañero y observaba con fijeza asombrosa no sé qué parte del
cielo, dijo de repente: «¡Mirad, mirad... allá lejos! ¿Le veis? Está sentado en
aquella nubecilla sola, en aquella nubecilla de color de fuego, que anda
despacito. Él también parece que nos mira.»
«Pero ¿quién?» -preguntaron los demás.
«¡Dios! -contestó con acento de convicción entera-. ¡Ay! Ya está muy lejos;
dentro de poco no podréis verle ya. Está sin duda de viaje, visitando todos los
países. Mirad, va a pasar por detrás de aquella hilera de árboles que está casi
en el horizonte..., y ahora baja por detrás del campanario... ¡Ay, ya no se le
ve!»
Y el niño permaneció mucho tiempo vuelto del mismo lado, fijos en la línea que
separa la tierra del cielo los ojos, en que brillaba una inefable expresión de
éxtasis y de pesar.
«¡Será tonto, con ese Dios que nadie más que él ha visto! -dijo entonces el
tercero, cuya personilla se señalaba por una vivacidad y una vitalidad
singulares-. Yo voy a contaros cómo me pasó una cosa que no os ha pasado nunca a
vosotros, y que tiene mayor interés que vuestro teatro y vuestras nubes. Hace
unos días, mis padres me llevaron consigo a viajar, y como en la posada donde
hicimos alto no había cama bastantes para todos, resolvieron que yo durmiese en
el mismo lecho de mi criada.»
Llamó más cerca de sí a sus compañeros, y habló con voz más baja:
«Es curioso el efecto que causa no estar acostado solo y hallarse en un lecho
con la criada, en tinieblas. Como no me dormía, me entretuve, mientras dormía
ella, en pasarle las manos por los brazos, por el cuello y por los hombros.
Tiene los brazos y el cuello mucho más gruesos que todas las demás mujeres, y la
piel tan suave, tan suave, que parece papel de cartas o papel de seda. Tanto
gusto me daba, que hubiera seguido por mucho tiempo, si no me hubiese dado
miedo; lo primero, miedo de despertarla, y, después, miedo de no sé qué. Metí en
seguida la cabeza entre sus cabellos, que le caían por la espalda, espesos como
una crin, y olían tan bien, os lo aseguro, como las flores del jardín a estas
horas. ¡Probad, cuando podáis, a hacer lo mismo, y ya veréis!»
El joven autor de tan prodigioso relato tenía, durante la narración,
desencajados los ojos por una especie de estupor ante lo que aún sentía, y los
rayos del sol poniente, deslizándose a través de los bucles rojizos de su
cabellera enmarañada, encendían en derredor de ella como una aureola sulfúrea de
pasión. Fácil era de adivinar que aquel no había de pasarse la vida buscando a
la Divinidad en las nubes, y que la encontraría a menudo en otras partes.
Por último, el cuarto dijo: «Ya sabéis que yo en casa no suelo divertirme; al
teatro nunca me llevan; mi tutor es avaro en demasía; Dios no se ocupa de mí ni
de mi aburrimiento, y no tengo criada guapa que me duerma. Muchas veces he
creído que encontraría gusto en andar siempre adelante, en línea recta, sin
saber adónde, sin que a nadie le cause inquietud, y en ver siempre nuevos
países. Nunca estoy bien en ninguna parte, y siempre creo que estaría mejor en
otra parte que no allí donde estoy. Pues, bueno; en la última feria del pueblo
vecino, vi tres hombres que viven como yo querría vivir. Vosotros no reparasteis
en ellos. Eran altos, casi negros y muy altivos, aunque harapientos, con trazas
de no necesitar de nadie. Sus ojazos sombríos se volvieron todo brillantez
mientras tocaban música, una música tan sorprendente que da gana ya de bailar,
ya de llorar o de las dos cosas al mismo tiempo; se volvería uno como loco si lo
escuchara mucho rato. Uno, arrastrando el arco sobre el violín, parecía cantar
una pena, y otro, haciendo saltar el martillito sobre las cuerdas de un piano
corto colgado a su cuello de una correa, parecía burlarse del lamento de su
vecino, en tanto que el tercero juntaba de vez en cuando los platillos con
violencia extraordinaria. Tan contentos estaban de sí mismos, que siguieron
tocando su música de salvajes aun después que se hubo dispersado la muchedumbre.
Recogieron, por último, sus cuartos, se echaron los bártulos a la espalda y se
fueron. Yo, por saber dónde vivían, los seguí de lejos hasta el lindero del
bosque; sólo allí llegué a comprender que no vivían en ninguna parte.
«Entonces dijo uno: «¿Hay que abrir la tienda?»
«No, nada de eso -contestó otro- ¡Está la noche tan hermosa!»
El tercero contaba lo recaudado, y decía: «Esa gente no siente la música, y sus
mujeres bailan como los osos. Por fortuna, antes de un mes estaremos en Austria,
donde hallaremos un pueblo más amable.»
«Más valdría quizá que fuésemos a España, porque ya se va pasando la estación;
huyamos antes de las lluvias y no nos mojemos más el gaznate» -dijo uno de los
otros.
«Todo lo recuerdo, como veis. En seguida se bebió cada cual una taza de
aguardiente y se durmieron, vuelta la frente a las estrellas. Al principio me
entró deseo de pedirles que me llevaran consigo y me enseñaran a tocar sus
instrumentos; pero no me atreví, sin duda porque siempre es muy difícil
decidirse por cualquier cosa, y también porque temía que me volviesen a coger
antes de haber salido de Francia.»
El aspecto poco interesado de los otros tres compañeros me llevó a pensar que
aquel muchacho era ya un incomprendido. Le miraba con atención; tenía en los
ojos y en la frente ese no sé qué precozmente fatal que suele alejar a la
simpatía, y que, no sé por qué, excitaba la que hay en mí, hasta tal punto, que
se me ocurrió por un instante la extraña idea de que podía yo tener un hermano
que yo mismo no conocía.
Habíase puesto el Sol. La noche solemne ocupaba ya su lugar. Separáronse los
niños, yéndose cada cual, sin saberlo, según las circunstancias y los azares, a
madurar su destino, a escandalizar al prójimo y a gravitar hacia la gloria o
hacia el deshonor.
XXXII
El tirso
A Franz Liszt.
¿Qué
es un tirso? Según el sentido moral y poético, es un emblema sacerdotal en manos
de los sacerdotes o de las sacerdotisas que celebran a la divinidad, cuyos
intérpretes y servidores son. Pero, físicamente, no es más que un palo, un
sencillo palo, percha de lúpulo, rodrigón de viña, seco, duro y derecho. En
derredor de ese palo, en meandros caprichosos, juegan como locos tallos y
flores, sinuosas y huidizas éstas, inclinados aquéllos como campanas o copas
vueltas del revés. Una gloria asombrosa mana de tal complejidad de líneas y de
colores, tiernas o brillantes. ¿No se diría que la curva y la espiral hacen la
corte a la línea recta, bailando en torno suyo con adoración muda? ¿No se diría
que todas esas corolas delicadas, todos esos cálices, explosiones de aromas y de
color, ejecutan un fandango místico en derredor del pelo hierático? ¿Y cuál es,
sin embargo, el mortal imprudente que se atrevería a decidir si las flores y los
pámpanos se han hecho para el palo, o si el palo no es más que el pretexto para
mostrar la hermosura de pámpanos y flores? El tirso es la representación de
vuestra asombrosa dualidad, maestro poderoso y venerando, caro bacante de la
belleza misteriosa y apasionada. Jamás la ninfa exasperada por Baco invencible,
sobre las cabezas de sus compañeras enloquecidas sacudió el tirso con tanto
vigor y capricho como vos agitáis vuestro genio sobre los corazones de vuestros
hermanos. El palo es vuestra voluntad recta, firme e inquebrantable; las flores
son el paseo de vuestra fantasía en derredor de vuestra voluntad; es el elemento
femenino que ejecuta en redor del macho sus prestigiosas piruetas. Línea recta y
línea de arabesco, intención y expresión, rigidez de la voluntad, sinuosidad del
verbo, unidad del propósito, variedad de los medios, amalgama todopoderosa o
indivisible del genio, ¿qué analítico tendrá el detestable valor de dividiros y
separaros?
¡Querido Liszt: a través de las brumas y más allá de los ríos, por encima de las
ciudades en que los pianos cantan vuestra gloria y la imprenta traduce vuestro
saber, dondequiera que os halléis vos, en los esplendores de la ciudad eterna o
en las nieblas de los países soñadores consolados por Gambrinus, improvisando
cantos de deleite o de dolor inefable o confiando al papel vuestras meditaciones
abstrusas, cantor del placer y de la angustia eternos, filósofo, poeta y
artista, yo os saludo en la inmortalidad!
XXXIII
Embriagaos
Hay que estar siempre borracho. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para
no sentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina
hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua.
Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero
embriagaos.
Y si alguna vez, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso,
en la tristona soledad de vuestro cuarto, os despertáis, diminuida ya o disipada
la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a
todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta,
a todo lo que habla, preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la
estrella, el ave, el reloj, os contestarán: «¡Es hora de emborracharse! Para no
ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino,
de poesía o de virtud; de lo que queráis.»
XXXIV
¡Ya!
Cien veces había brotado ya el Sol radiante o contristado de la cuba inmensa del
mar, cuyos bordes apenas se dejan ver; cien veces se había vuelto a sumergir,
centelleante o lúgubre, en su inmenso baño vespertino. Desde muchos días atrás
podíamos contemplar el otro lado del firmamento y descifrar el alfabeto celeste
de los antípodas. Y cada uno de los pasajeros gemía y gruñía. Hubiérase dicho
que la profundidad de la tierra lo exasperaba el sufrimiento. «¿Cuándo -decían-
acabaremos de dormir un sueño sacudido por las olas, turbado por un viento que
ronca más alto que nosotros?»
Había quien pensaba en su hogar, quien echaba de menos a su mujer infiel y basta
y a su prole chillona. Tan enloquecidos estaban todos por la imagen de la tierra
ausente, que, a mi parecer, hubieran comido hierba con más entusiasmo que los
animales.
Por fin, fue señalada una orilla, y vimos, al acercarnos, que era una tierra
magnífica, deslumbradora. Parecía que las músicas de la vida se desprendiesen de
ella en vago murmullo, y que en aquellas costas, ricas en verdor de toda
especie, se exhalase hasta muchas leguas más allá delicioso aroma de flores y
frutas.
Pronto se tornaron todos felices, abdicando su mal humor cada cual. Todas las
riñas se olvidaron, todas las ofensas recíprocas quedaron perdonadas, borráronse
de la memoria los desafíos concertados y los rencores se desvanecieron como el
humo.
Yo solo estaba triste, inconcebiblemente triste. Semejante al sacerdote a quien
arrancaran su divinidad, no podía yo, sin desconsoladora amargura, desprenderme
de aquel mar tan monstruosamente seductor, de aquel mar tan infinitamente,
variado en su espantosa sencillez, que parece contener en sí, y representar en
sus juegos, en su porte, en sus cóleras y sonrisas, los humores, las agonías y
los éxtasis de todas las almas que han vivido, viven y vivirán.
Al despedirme de tan incomparable hermosura, sentíame abatido hasta la muerte;
por eso cuando cada uno de mis compañeros dijo: ¡Por fin! Yo, sólo pude dar un
grito: ¡Ya!
Era, pues, la tierra, la tierra con su ruido, sus pasiones, sus comodidades, sus
fiestas; era una tierra magnífica, henchida de promesas, que nos enviaba un
misterioso perfume de rosas y almizcle, y de donde las músicas de la vida
llegaban hasta nosotros en aromoso murmullo.
XXXV
Las ventanas
El que desde afuera mira por una ventana abierta, nunca ve tantas cosas como el
que mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más
fecundo, más tenebroso, más deslumbrador, que una ventana iluminada por una
vela. Lo que se puede ver al sol, siempre es menos interesante que lo que pasa
detrás de un vidrio. En aquel agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la
vida, padece la vida.
Mas allá de las olas de los tejados, veo una mujer, madura y arrugada ya, pobre,
inclinada siempre sobre algo, sin salir nunca. Con su rostro, con su vestido,
con su gesto, con casi nada, he reconstruido la historia de aquella mujer, o,
mejor, su leyenda, y a veces me la cuento a mí mismo llorando.
Si hubiera sido un pobre viejo, yo hubiese reconstruido la suya con la misma
facilidad.
Y me acuesto, orgulloso de haber vivido y padecido en seres distintos de mí.
Acaso me digáis: «¿Estás seguro de que tal leyenda sea la verdadera?» ¿Qué
importa lo que pueda ser la realidad colocada fuera de mí si me ayudó a vivir, a
sentir que soy y lo que soy?
XXXVI
El deseo de pintar
¡Desdichado tal vez el hombre, pero dichoso el artista desgarrado por el deseo!
Ardiendo estoy por pintar a la que tan raras veces se me apareció para huir tan
de prisa, como una cosa bella que se ha de echar de menos tras el viajero
arrebatado en la noche. ¡Cuánto tiempo hace ya que desapareció!
Es hermosa y más que hermosa: es sorprendente. Lo negro en ella abunda; y es
nocturno y profundo cuanto inspira. Sus ojos son de astros en que centellea
vagamente el misterio, y su mirada ilumina como el relámpago: es una explosión
en las tinieblas.
La compararía a un sol negro si se pudiese concebir un astro negro capaz de
verter luz y felicidad. Pero hace pensar más a gusto en la luna, que
indudablemente la señaló con su temible influjo; no en la luna blanca de los
idilios, semejante a una novia fría, sino en la luna siniestra y embriagadora,
colgada del fondo de una noche de tempestad y atropellada por las nubes que
corren; no en la luna apacible y discreta, visitadora del sueño de los hombres
puros, sino en la luna arrancada del cielo, vencida y rebelde, a quien los
brujos tesalios obligan duramente a danzar sobre la hierba aterrorizada.
En su estrecha frente moran la voluntad tenaz y el amor a la presa. Sin embargo,
en la parte baja de ese rostro inquietador, donde las móviles aletas de la nariz
aspiran lo desconocido y lo imposible, estalla, con gracia inexpresable, la risa
de un boca grande, roja y blanca y deliciosa, que hace soñar en el milagro de
una soberbia flor abierta en un terreno volcánico.
Hay mujeres que inspiran deseos de vencerlas o de gozarlas; pero ésta infunde el
deseo de morir lentamente ante sus ojos.
XXXVII
Los beneficios de la Luna
La Luna, que es el capricho mismo, se asomó por la ventana mientras dormías en
la cuna, y se dijo: «Esa criatura me agrada.»
Y bajó muellemente por su escalera de nubes y pasó sin ruido a través de los
cristales. Luego se tendió sobre ti con la ternura flexible de una madre, y
depositó en tu faz sus colores. Las pupilas se te quedaron verdes y las mejillas
sumamente pálidas. De contemplar a tal visitante, se te agrandaron de manera tan
rara los ojos, tan tiernamente te apretó la garganta, que te dejó para siempre
ganas de llorar.
Entretanto, en la expansión de su alegría, la Luna llenaba todo el cuarto como
una atmósfera fosfórica, como un veneno luminoso; y toda aquella luz viva estaba
pensando y diciendo: «Eternamente has de sentir el influjo de mi beso. Hermosa
serás a mi manera. Querrás lo que quiera yo y lo que me quiera a mí: al agua, a
las nubes, al silencio y a la noche; al mar inmenso y verde; al agua informe y
multiforme; al lugar en que no estés; al amante que no conozcas; a las flores
monstruosas; a los perfumes que hacen delirar; a los gatos que se desmayan sobre
los pianos y gimen como mujeres, con voz ronca y suave.
«Y serás amada por mis amantes, cortejada por mis cortesanos. Serás reina de los
hombres de ojos verdes a quienes apreté la garganta en mis caricias nocturnas;
de los que quieren al mar, al mar inmenso, tumultuoso y verde; al agua informe y
multiforme, al sitio en que no están, a la mujer que no conocen, a las flores
siniestras que parecen incensarios de una religión desconocida, a los perfumes
que turban la voluntad y a los animales salvajes y voluptuosos que son emblema
de su locura.»
Y por esto, niña mimada, maldita y querida, estoy ahora tendido a tus pies,
buscando en toda tu persona el reflejo de la terrible divinidad, de la fatídica
madrina, de la nodriza envenenadora de todos los lunáticos.
XXXVIII
¿Cuál es la verdadera?
Conocí a una tal Benedicta, que llenaba la atmósfera de ideal y cuyos ojos
derramaban deseo de grandeza, de hermosura, de gloria, de todo lo que lleva a
creer en la inmortalidad.
Pero la milagrosa muchacha era bella en demasía para vivir mucho tiempo; así,
murió algunos días después de haberla conocido yo, y yo mismo la enterré, un día
en que la primavera agitaba su incensario hasta los cementerios. Yo fui quien la
enterró, bien guardada en un féretro de madera perfumada, incorruptible como los
cofres de la India.
Y como los ojos se me quedaran clavados en el lugar donde hundí mi tesoro, vi
súbitamente una criaturilla que se parecía de modo singular a la difunta, y que,
pisoteando la tierra fresca con violencia histérica y rara, decía soltando la
risa: «¡La verdadera Benedicta soy yo! ¡Soy yo, valiente bribona! Y en castigo
de tu locura y de tu ceguera, me querrás como soy.»
Pero yo, furioso, contesté: «¡No!, ¡no!, ¡no!» Y para acentuar mejor mi
negativa, di tan fuerte golpe en la tierra con el pie, que la pierna se me
hundió hasta la rodilla en la sepultura reciente, y, como lobo cogido en la
trampa, sigo preso, tal vez para siempre, en la fosa de mi ideal.
XXXIX
Un caballo de raza
Es muy fea. ¡Y sin embargo, es deliciosa!
El Tiempo y el Amor la han señalado con sus garras y la han enseñado cruelmente
lo que cada minuto y cada beso se llevan de juventud y de frescura.
Es verdaderamente fea; es hormiga, araña, si queréis hasta esqueleto: ¡pero
también es brebaje, magisterio, hechizo! En suma, es exquisita.
No pudo el Tiempo romper la armonía chispeante de su andar y la elegancia
indestructible de su armazón. El Amor no pudo alterar la suavidad de su hálito
infantil, y el tiempo nada arrancó de su abundante crin que exhala en leonados
perfumes toda la vitalidad endiablada del Mediodía francés: Nimes, Aix, Arles,
Aviñón, Narbona, Tolosa, ¡ciudades benditas del sol, enamoradas y encantadoras!
En vano la mordieron con buenos dientes el Tiempo y el Amor; en nada amenguaron
el encanto vago, pero eterno, de su pecho de doncel.
Gastada quizá, pero no fatigada, y siempre heroica, hace pensar en esos caballos
de raza fina que los ojos del verdadero aficionado distinguen aunque vayan
enganchados a un coche de alquiler o a un lento carromato.
¡Y es, además, tan dulce y ferviente! Quiere como se quiere en otoño; diríase
que la proximidad del invierno prende en su corazón un fuego nuevo, y nada de
fatigoso hubo jamás en lo servil de su ternura.
XL
El espejo
Un hombre espantoso entra y se mira al espejo.
«¿Por qué se mira al espejo si no ha de verse en él más que con desagrado?»
El hombre espantoso me contesta: «Señor mío, según los principios inmortales del
ochenta y nueve, todos los hombres son iguales en derechos; así, pues, tengo
derecho a mirarme; con agrado o con desagrado, ello no compete más que a mi
conciencia.»
En nombre del buen sentido, yo tenía razón, sin duda; pero, desde el punto de
vista de la ley, él no estaba equivocado.
XLI
El Puerto
Un puerto es morada encantadora para un alma cansada de las luchas de la vida.
La amplitud del cielo, la arquitectura móvil de las nubes, el colorido cambiante
del mar, el centelleo de los faros, son prisma adecuado maravillosamente para
distraer los ojos sin cansarlos nunca. Las formas esbeltas de los navíos de
aparejo complicado, a los que la marejada imprime oscilaciones armoniosas,
sirven para mantener en el alma el gusto del ritmo y de la belleza. Y además,
sobre todo, hay una suerte de placer misterioso y aristocrático, para el que ya
no tiene curiosidad ni ambición, en contemplar, tendido en la azotea o apoyado
de codos en el muelle, todos los movimientos de los que se van y de los que
vuelven, de los que tienen todavía fuerza para querer, deseo de viajar o de
enriquecerse.
XLII
Retratos de queridas
En un gabinete de hombres solos, es decir, en la sala de fumar perteneciente a
un elegante garito, cuatro hombres fumaban y bebían. No eran precisamente
jóvenes ni viejos, guapos ni feos; pero, viejos o jóvenes, ostentaban esa
distinción no despreciable de los veteranos del goce, ese indescriptible no sé
qué, esa tristeza fría y burlona que dice claramente: «Hemos vivido con
intensidad y buscamos algo que pudiéramos querer y estimar.»
Uno de ellos guió la conversación al tema de las mujeres. Más filosófico hubiera
sido no decir nada de eso; pero hay personas de ingenio que, después de haber
bebido, no menosprecian las conversaciones triviales. Oyen al que habla como se
oiría música de baile.
-Todos los hombres -decía aquél- han pasado por la edad de Querubín. Es la época
en que, a falta de dríadas, se da un abrazo sin repugnancia al tronco de una
encina. Es el primer escalón del amor. En el segundo escalón se empieza a
elegir. Estar en disposición de deliberar ya es decadencia. Entonces se busca
decididamente la hermosura. Yo, señores, me glorío de haber llegado mucho tiempo
a la época climatérica del tercer escalón, en que la misma hermosura no basta si
no la sazonan perfumes, aderezos, etc. Hasta confesaré que en ocasiones, como a
felicidad desconocida, aspiro a cierto cuarto escalón que ha de señalar calma
absoluta. Pero en toda mi vida, salvo en la edad de Querubín, he sido más
sensible que otro cualquiera a la enervadora necedad, a la medianía irritante de
las mujeres. Lo que sobre todo me gusta en los animales es el candor. Juzgad,
pues, cuánto me haría pasar mi última querida.
Era bastarda de príncipe. Guapa, no hay que decirlo. Si no, ¿me hubiera acercado
a ella? Pero echaba a perder esa gran cualidad con una ambición indecorosa y
deforme. ¡Era mujer que gustaba de echárselas de hombre! «¡Usted no es hombre!
¡Ah, si yo fuera hombre! ¡Entre nosotros dos, yo soy el hombre!» Tales eran los
estribillos insoportables que salían de aquella boca, cuando yo hubiese querido
que sólo echase a volar canciones. A propósito de un libro, de una poesía, de
una ópera, cuando se me escapaba mi admiración: «¿Cree que eso está muy bien?
-decía al punto-. ¿Usted qué sabe de lo que es estar bien?» -y empezaba a
argüir.
Un día se dedicó a la química; de tal modo, que entre mi boca y la suya encontré
en adelante una mascarilla de cristal. Y, con todo ello, muy gazmoña. Si la
atropellaba alguna vez con ademán amoroso en demasía, le entraba la convulsión
como a una sensitiva violada...
-Y ¿cómo acabó aquello? -dijo uno de los otros-. No le creí con tanta paciencia.
-Dios -prosiguió él- trajo el remedio para la enfermedad. Un día me encontré a
aquella Minerva, hambrienta de vigor ideal, de palique con un criado, y en
situación que me obligaba a retirarme discretamente para que no se ruborizasen.
Por la noche los despedí a los dos, pagándoles lo devengado de su salario.
-Pues yo -dijo entonces el interruptor- sólo de mí puedo quejarme. La felicidad
se vino a vivir a mi casa y yo no la reconocí. El Destino, en estos últimos
tiempos, me había otorgado el goce de una mujer que era la más suave, la más
sumisa, la más abnegada criatura. ¡Siempre a punto! ¡Y sin entusiasmo! «Quiero,
ya que le gusta» -solía ser su respuesta-. Si dierais de palos a esa pared o
este sofá, más suspiros sacaríais de ellos que los transportes del más insensato
amor sacaban del seno de mi querida. Después de un año de vida común, me confesó
que no había gozado nunca. Me dio repugnancia aquel duelo desigual, y la
muchacha incomparable se casó. Más tarde me dio la ocurrencia de verla, y
enseñándome seis hermosos niños, me dijo: «Pues bueno, querido amigo, la esposa
es aún tan virgen como lo fue su querida.» Nada había cambiado en aquella
persona. A veces la echo de menos: hubiera debido casarme con ella.»
Echáronse a reír los demás, y un tercero dijo a su vez:
-Yo, señores, he conocido placeres que quizá vosotros habéis desdeñado. Quiero
hablar de lo cómico en el amor, de un carácter cómico que no excluye la
admiración. Yo admiré más a mi última querida, me parece, de lo que vosotros
hayáis podido aborrecer o amar a las vuestras. Y todos la admiraban lo mismo que
yo. Cuando entrábamos en un restaurante, al cabo de pocos minutos todos se
olvidaban de comer para contemplarla. Hasta los mozos y la señorita del
mostrador sentían aquel éxtasis contagioso que los llevaba a descuidar sus
obligaciones. En suma: que viví algún tiempo mano a mano con un fenómeno vivo.
Comía, mascaba, molía, devoraba, tragaba, pero con el porte más ligero y
despreocupado del mundo. Así me tuvo por mucho tiempo en éxtasis. Poseía una
manera dulce, soñadora, inglesa y novelesca de decir: «¡Tengo hambre!», y lo
repetía día y noche, enseñando los más lindos dientes, que os hubiesen
enternecido y regocijado a la vez. Hubiera yo podido hacer fortuna enseñándola
por las ferias como monstruo polífago. La alimentaba bien, y, sin embargo, me
abandonó.
-¿Por un contratista de víveres, sin duda?
-Algo por el estilo: una especie de empleado de intendencia que, con cierta
varita de virtudes que él poseía, dio tal vez a la pobre criatura la ración de
varios soldados. Tal supuse yo por lo menos.
-Yo -dijo el cuarto- he padecido sufrimientos atroces por lo contrario de lo que
se le suele echar en cara a la hembra egoísta. ¡Mal aconsejados me parecéis
vosotros, harto afortunados mortales, cuando os quejáis de las imperfecciones de
vuestras queridas!
Díjose aquello, en tono sobrado serio, por un hombre de aspecto tranquilo y
reposado, de fisonomía casi clerical, infelizmente iluminada por unos ojos de
color gris claro, ojos cuya mirada dice: «Quiero», o «Es necesario», o «Nunca
perdono.»
-Si usted, G..., con lo nervioso que es, y ustedes, K... y J..., con su flojedad
y ligereza, se hubiesen arrimado a cierta mujer que yo conozco, o hubieran
echado a correr o se habrían muerto. Yo, como ven, he sobrevivido. Figúrense una
persona incapaz de cometer un error de sentimiento o de cálculo; figúrense una
serenidad desoladora de carácter, una abnegación sin comedia y sin énfasis, una
dulzura sin debilidad, una energía sin violencia. La historia de mi amor se
parece a un viaje interminable por una superficie pura y tersa como un espejo,
vertiginosamente monótono, que reflejara todos mis sentimientos y mis gestos con
la exactitud irónica de mi propia conciencia, de suerte que no podía permitirme
gesto o sentimiento que no fuese razonable sin ver inmediatamente la muda
reconvención de mi inseparable espectro. El amor se me aparecía como una tutela.
¡Cuántas tonterías evitó que hiciese, con lo que siento no haberlas cometido!
¡Cuántas deudas pagadas contra mi voluntad! Me privaba de todos los beneficios
que hubiera podido yo sacar de mi propia locura. Con ley fría e infranqueable se
atravesaba en todos mis caprichos. Para colmo de horror, ni agradecimiento
exigía una vez pasado el peligro. ¡Cuántas veces me tuve que contener para no
agarrarla del cuello, gritándole: «¡Pero sé imperfecta, miserable, para que
pueda yo quererte sin malestar y sin cólera!» Durante algunos años la admiré,
con el corazón henchido de aborrecimiento. Pero, en fin, el muerto no soy yo.
-¡Ah! dijeron los otros-. ¿Conque ha muerto ella?
-Sí; aquello no podía continuar. El amor se me había vuelto pesadilla
abrumadora. Vencer o morir, como dice la Política; tal alternativa me imponía el
destino. Un anochecer, en un bosque, a la orilla de una charca..., después de un
paseo melancólico en que los ojos de ella reflejaban la dulzura del cielo, y mi
corazón estaba como el infierno, crispado...
-¿Qué?
-¿Cómo?
-¿Qué va usted a decirnos?
-Era inevitable. Tengo demasiado sentimiento de la equidad para pegar, ultrajar
o despedir a un servidor irreprochable. Pero había que concertar ese sentimiento
con el horror que aquel ser me inspiraba; desembarazarme de tal ser sin faltarle
al respeto. ¿Qué iba a hacer con ella yo, si era perfecta?
Los tres compañeros miraron al otro con mirada vaga y levemente entontecida,
como si fingieran no entender y confesaran implícitamente que, por su parte, no
se sentían capaces de acción tan rigurosa, aunque estuviese, por lo demás,
perfectamente explicada.
Mandaron llevar en seguida otras botellas para matar el tiempo, que tiene vida
tan dura, y acelerar la vida, que va tan despacio.
XLIII
El tirador galante
Cuando el carruaje pasaba por el bosque, mandó parar en las cercanías de un
tiro, diciendo que le sería grato tirar unas balas para matar el Tiempo. Matar a
ese monstruo, ¿no es la ocupación más ordinaria y más legítima de cada cual? Y
ofreció galantemente la mano a su querida, deliciosa y execrable mujer, a
aquella mujer misteriosa a quien debía tantos placeres, tantos dolores, y acaso
también gran parte de su genio.
Algunas balas fueron a dar lejos del blanco; una, hasta se clavó en el techo, y
como la criatura encantadora se echara a reír locamente, burlándose de la
torpeza de su esposo, éste se volvió brusco hacia ella, y le dijo: «Mira aquella
muñeca, allá, a la derecha, la de la nariz arremangada, de rostro tan altivo.
Pues bueno, ángel mío: me figuro que eres tú.» Y, cerrando los ojos, disparó. La
muñeca quedó decapitada en seco.
Entonces, inclinándose hacia su querida, su deliciosa, su execrable mujer, su
inevitable y despiadada musa, y besándole respetuosamente la mano, añadió: «¡Ay
ángel mío, cuánto te agradezco mi habilidad!»
XLIV
La sopa y las nubes
Mi amada locuela me invitaba a comer, y por la ventana abierta del comedor iba
yo contemplando las movedizas arquitecturas que Dios hace con los vapores, las
construcciones maravillosas de lo impalpable. Y me decía, a través de mi
contemplación: «Todas esas fantasmagorías son casi tan bellas como los ojos de
mi hermosa amada, la locuela monstruosa de ojos verdes.»
De pronto, sentí una violenta puñada en la espalda y oí una voz ronca y
encantadora, una voz histérica y como enronquecida por el aguardiente, la voz de
mi chiquilla amada, que decía «¿Cuándo acabas de comerte la sopa, o... mercader
de nubes?»
XLV
El tiro y el cementerio
A la vista del cementerio, Bebidas.» ¡Muestra singular -díjose nuestro
paseante-, pero buena para excitar la sed! De fijo que el dueño de esta taberna
sabe apreciar a Horacio y a los poetas discípulos de Epicuro Quizá hasta conoce
el profundo refinamiento de los antiguos egipcios, para quien no había buen
festín sin esqueleto o sin un emblema cualquiera de la brevedad de la vida.»
Y entró, se bebió un vaso de cerveza frente a las sepulturas y se fumó
lentamente un cigarro. Luego tuvo la ocurrencia de bajar a aquel cementerio de
hierba tan alta, tan invitadora, y en que reinaba un sol tan rico.
En efecto, la luz y el calor eran rabiosos y hubiérase dicho que el sol, ebrio,
se revolcaba cuan largo era sobre una alfombra de flores magníficas, alimentadas
por la destrucción. Un inmenso rumor de vida llenaba el aire -la vida de los
infinitamente pequeños-, cortado a intervalos regulares por el crepitar de los
disparos de un tiro próximo, que estallaban como la explosión de los tapones del
champaña en el zumbido de una sinfonía con sordina.
Entonces, bajo el sol que le calentaba los sesos y en la atmósfera de los
ardientes perfumes de la muerte, oyó que una voz cuchicheaba en la tumba donde
se había sentado, y la voz decía: «¡Malditos vuestros blancos y vuestras
escopetas, turbulentos vivos, que tan poco os cuidáis de los difuntos y de su
divino reposo! ¡Malditas vuestras ambiciones, malditos vuestros cálculos,
impacientes mortales, que venís a estudiar el arte de matar junto al santuario
de la Muerte! ¡Si supierais cuán fácil de ganar es el premio, cuán fácil de
tocar es la meta, y cómo todo es nada, menos la Muerte, no os fatigaríais tanto,
laboriosos vivos, y menos a menudo vendríais a turbar el sueño de los que tanto
tiempo ha dieron en el blanco, en el único blanco verdadero de la detestable
vida!»
XLVI
Extravío de aureola
-Pero, ¿cómo? ¿Vos por aquí, querido? ¡Vos en un lugar de perdición! ¡Vos, el
bebedor de quintas esencias! ¡Vos, el comedor de ambrosía! En verdad, tengo de
qué sorprenderme.
---Querido, ya conocéis mi terror de caballos y de coches. Hace un momento,
mientras cruzaba el bulevar, a toda prisa, dando zancadas por el barro, a través
de ese caos movedizo en que la muerte llega a galope por todas partes a la vez,
la aureola, en un movimiento brusco, se me escurrió de la cabeza al fango del
macadán. No he tenido valor para recogerla. He creído menos desagradable perder
mis insignias que romperme los huesos. Y además, me he dicho, no hay mal que por
bien no venga. Ahora puedo pasearme de incógnito, llevar a cabo acciones bajas y
entregarme a la crápula como los simples mortales. ¡Y aquí me tenéis, semejante
a vos en todo, como me estáis viendo!
-Por lo menos deberíais poner un anuncio de la aureola, o reclamarla en la
comisaría.
-No, a fe mía. Me encuentro bien aquí. Vos sólo me habéis reconocido. Por otra
parte, la dignidad me aburre. Luego, estoy pensando con alegría que algún mal
poeta la recogerá y se la pondrá en la cabeza impúdicamente. ¡Qué gozo hacer a
un hombre feliz! ¡Y, sobre todo, feliz al que me dé risa! ¡Pensad en X o en Z!
¡Vaya! ¡Sí que va a ser gracioso!
XLVII
La señorita Bisturí
Cuando llegaba yo al extremo del arrabal, a los destellos del gas sentí que un
brazo se escurría suavemente por debajo del mío, y oí una voz que al oído me
decía:
-Es usted médico, ¿verdad?
Miré; era una chica alta, robusta, de ojos muy abiertos, con ligero afeite; sus
cabellos flotaban al viento, como las cintas de su gorra.
-No, no soy médico. Déjeme pasar.
-Sí. Usted es médico. Se lo conozco. Venga a mi casa. Quedará contento de mí.
¡Ande!
-Sí, sí; ya iré a verla, pero más tarde, después del médico. ¡Qué diablo!...
-¡Ah, ah! -lanzó, sin soltar mi brazo, con una carcajada-. Es usted un médico
bromista; he conocido varios por el estilo. Venga.
Me gusta con pasión el misterio, porque siempre tuve la esperanza de aclararlo.
Así, pues, me dejé arrastrar por la compañera, o más bien, por aquel enigma
inesperado.
Omito la descripción del tugurio; la podrían encontrar en varios conocidísimos
poetas franceses. Sólo -detalle que no advirtió Regnier- dos o tres retratos de
doctores célebres estaban colgados de la pared.
¡Qué mimos recibí! Buen fuego, vino caliente, cigarros; y al ofrecerme aquellas
cosas tan buenas, mientras ella encendía también un cigarro, la chistosa
criatura me decía:
-Figúrese usted que está en su casa, amigo mío; póngase cómodo. Así recordará el
hospital y los buenos tiempos de la juventud. ¡Anda! ¿De dónde ha sacado estas
canas? No estaba usted así, no hará mucho todavía, cuando era interno de L...
Recuerdo que en las operaciones graves usted me asistía. ¡Aquél era un hombre
amigo de cortar, de sajar y raspar! Usted le iba dando los instrumentos, las
hilas y las esponjas. ¡Y con qué orgullo decía, una vez hecha la operación,
mirando el reloj de bolsillo: «¡Cinco minutos, señores!» ¡Oh! Yo voy por todas
partes. Ya conozco yo a todos esos caballeros.
Algunos instantes después, tuteándome, volvía a su estribillo y me decía:
-Eres médico. ¿Verdad, gatito mío?
Aquella muletilla ininteligible me hizo ponerme en pie de un brinco.
-¡No! -grité furioso.
-Pues serás cirujano...
-¡No, no! Como no sea para cortarte la cabeza...
-Espera -continuó-. Vas a ver.
Y de un armario sacó un legajo de papeles, que no era sino una colección de
retratos de los médicos ilustres de entonces, litografiados por Maurin, que
muchos años he visto expuesta en el Quai Voltaire.
-Mira. ¿Reconoces a éste?
-Sí; es X. Además, tiene el nombre debajo; pero lo conozco personalmente.
-¡Ya decía yo! Mira. Aquí está Z, el que decía en clase, hablando de X: «Ese
monstruo, que lleva en la cara lo negro de su alma.» ¡Y todo porque no era de su
opinión en cierto asunto! ¡Qué risa levantaba todo esto en la escuela por aquel
entonces! ¿Te acuerdas? Mira: éste es K, el que denunciaba al Gobierno a los
insurrectos que curaba en el hospital. Eran tiempos de motines. ¿Cómo podrá
tener tan poco corazón un hombre tan guapo? Aquí tienes ahora a W, un médico
inglés famoso; lo pesqué cuando vino a París. Parece una señorita, ¿verdad?
Y, corno yo tocase un paquete atado con un bramante que había sobre el velador:
-Espera un poco -dijo-, éstos son los internos, y los del paquete, los externos.
Desplegó en forma de abanico un montón de fotografías que representaban caras
más jóvenes.
-Cuando nos volvamos a ver, me darás tu retrato, ¿verdad, querido?
-Pero -le dije, siguiendo yo a mi vez con mi idea fija-, ¿por qué crees que soy
médico?
-¡Eres tan simpático y tan bueno con las mujeres!
-¡Lógica singular! -dije para mis adentros.
-¡Oh, no suelo engañarme! He conocido muchísimos. Tanto me gustan esos
caballeros que, aun sin estar enferma, voy a verlos muchas veces nada más que
por verlos. Hay quien me dice fríamente: «¡Usted no tiene enfermedad ninguna!»
Pero otros hay que me comprenden, porque les hago gestos.
-¿Y cuando no te comprenden?...
-¡Hombre! Como les he molestado inútilmente, les dejo diez francos encima de la
chimenea. ¡Son tan buenos y tan cariñosos esos hombres! He descubierto en la
Pitié un chico interno, bonito como un ángel, y ¡tan bien educado! ¡Lo que
trabaja el pobre chico! Sus compañeros me han dicho que no tiene un cuarto,
porque sus padres son pobres y no pueden enviarle nada. Eso me ha dado
confianza. Después de todo, bastante guapa ya soy, aunque no demasiado joven. Le
he dicho: «Ven a verme, ven a verme a menudo. Y por mí no te apures; yo no
necesito dinero.» Pero ya comprenderás que se lo he dado a entender con muchos
miramientos; no se lo dije así, en crudo; ¡tenía tanto miedo de humillarle al
pobrecillo! Pues bueno, ¿creerás que tengo un capricho tonto y que no me atrevo
a decírselo? ¡Quisiera que viniese a verme con el estuche y el delantal, hasta
un poco manchado de sangre!...
Lo dijo en tono muy cándido, como un hombre sensible diría a una cómica de la
que estuviese enamorado: «Quiero verla vestida con el traje que saca en ese
famoso papel que ha creado.»
Siguiendo en mi obstinación, continué:
-¿Puedes acordarte de la época y de la ocasión en que ha nacido en ti esa pasión
tan especial?
Difícilmente conseguí que me entendiera, pero lo logré al cabo. Solo que
entonces me contestó con aire tristísimo, y, si no recuerdo mal, hasta apartando
de mí los ojos:
-No sé..., no me acuerdo...
¿Qué rarezas no encuentra uno en una gran ciudad, cuando sabe andar por ella y
mirar? En la vida, los monstruos inocentes pululan. ¡Señor, Dios mío! ¡Vos, el
Creador; Vos, el Maestro; Vos, que hicisteis la ley y la libertad; Vos, el
Soberano que deja hacer; Vos, el Juez que perdona; Vos, que estáis lleno de
motivos y de causas, y que habéis puesto acaso en mi espíritu el gusto por el
horror para convertir mi corazón, como la salud en la punta de una cuchilla;
Señor, apiadaos, apiadaos de los locos y de las locas! ¡Oh, Creador! ¿Pueden
existir monstruos ante los ojos de Aquel que sólo sabe por qué existen, cómo se
han hecho y cómo hubieran podido no hacerse?
XLVIII
Any Where Out of the World
(En cualquier parte, fuera del mundo)
Hospital es la vida en que cada enfermo está poseído del deseo de cambiar de
cama. Este querría padecer junto a la estufa y aquél cree que se curaría frente
a la ventana.
A mí me parece que estaría bien allí donde no estoy, y esa idea de mudanza es
una de las que discuto sin cesar con mi alma.
«Dime, alma mía, pobre alma enfriada, ¿qué te parecería vivir en Lisboa? Allí
hará calor, y te estirarás como un lagarto. La ciudad está a la orilla del agua;
dicen que está edificada en mármol, y que tanto odia el pueblo a lo vegetal, que
arranca todos los árboles. Ese es un paisaje para tu gusto, un paisaje hecho con
luz y con mineral, y lo líquido para reflejarlo.»
Mi alma no contesta.
«Puesto que tanto te gusta el reposo, con el espectáculo del movimiento,
¿quieres venirte a Holanda, tierra beatífica? Tal vez te divirtieras en ese país
cuya imagen has admirado tantas veces en los museos. ¿Qué te parecería
Rotterdam, a ti que gustas de los bosques de mástiles y de los navíos amarrados
al pie de las casas?...»
Mi alma sigue muda.
«¿Te sonreiría tal vez Batavia? Encontraríamos en ella, desde luego, el espíritu
de Europa enlazado con la belleza tropical.»
Ni una palabra. ¿Se me habrá muerto el alma?
«¿Conque a tal punto de embotamiento has llegado que sólo en tu mal te recreas?
Si así es, huyamos hacia los países que son analogía de la muerte. ¡Ya tengo lo
que nos conviene, pobre alma! Haremos los baúles para Borneo. Vámonos aún más
allá, al último extremo del Báltico; más lejos aun de la vida, si es posible;
instalémonos en el Polo. Allí el sol no roza más que oblicuamente la tierra, y
las lentas alternativas de la luz y la obscuridad suprimen la variación y
aumentan la monotonía, que es la mitad de la nada. Allí podremos tomar largos
baños de tinieblas, en tanto que, para divertirnos, las auroras boreales nos
envíen de tiempo en tiempo sus haces sonrosados, como reflejos de un fuego
artificial del infierno.»
Al cabo, mi alma hace explosión, y sabiamente me grita: «¡A cualquier parte! ¡A
cualquier parte! ¡Con tal que sea fuera de este mundo!»
XLIX
¡Matemos a los pobres!
Durante quince días me recluí en la habitación, rodeado de los libros de moda
entonces -hará diez y seis o diez y siete años-; quiero decir de los libros en
que se trata del arte de hacer a los pueblos dichosos, buenos y ricos en
veinticuatro horas. Había, pues, digerido -es decir, tragado- todas las
elucubraciones de esos contratistas de la felicidad pública de los que aconsejan
a todos los pobres que se hagan esclavos y de los que llegan a persuadirles de
que todos son reyes destronados-. No habrá de causar sorpresa que estuviese yo
entonces en una disposición de espíritu cercana del vértigo o de la estupidez.
Únicamente me había parecido que sentía, confinado en el fondo de mi intelecto,
el germen obscuro de una idea superior a todas las fórmulas de buena mujer, cuyo
diccionario había recorrido yo no hacía mucho. Pero no era más que la idea de
una idea, algo infinitamente vago.
Y salí con una gran sed. Porque el gusto apasionado de las malas lecturas
engendra una necesidad en proporción de aire libre y de refrescos.
A punto de entrar en la taberna, un mendigo me alargó el sombrero, con una de
esas miradas inolvidables que derribarían tronos si el espíritu moviese la
materia y si los ojos de un magnetizador hiciesen madurar las uvas.
Al mismo tiempo oí una voz que me cuchicheaba al oído, una voz que reconocí
perfectamente: era la de un Ángel bueno o la de un Demonio bueno, que a todas
partes me acompaña. Puesto que Sócrates tenía su Demonio bueno, ¿por qué no
había yo de tener mi Ángel bueno, y por qué no tendría, como Sócrates, el honor
de alcanzar mi certificado de locura, firmado por el sutil Lélut y por el
avispado Baillarger?
Esta diferencia existe entre el Demonio de Sócrates y el mío; que el de Sócrates
no se le manifestaba sino para defender, avisar o impedir, y el mío se digna
aconsejar, sugerir, persuadir. El pobre Sócrates no tenía más que un Demonio
prohibitivo; el mío es gran afirmador, el mío es Demonio de acción, Demonio de
combate.
Su voz, pues, me cuchicheaba esto: «Sólo es igual a otro quien lo demuestra, y
sólo es digno de libertad quien sabe conquistarla.»
Inmediatamente me arrojé sobre mi mendigo. De un solo puñetazo le hinché un ojo,
que en un segundo se volvió del tamaño de una pelota. Me partí una uña al
romperle dos dientes, y como no me sentía con fuerza bastante, porque soy
delicado de nacimiento y me he ejercitado poco en el boxeo, para matar al viejo
con rapidez, le cogí con una mano por la solapa del vestido, le agarré del
pescuezo con la otra y empecé a sacudirle vigorosamente la cabeza contra la
pared. He de confesar que antes había inspeccionado los alrededores en una
ojeada, para comprobar que en aquel arrabal desierto me encontraba, por tiempo
bastante largo, fuera del alcance de todo agente de policía.
Como en seguida, de un puntapié en la espalda, bastante enérgico para romperle
los omoplatos, acogotara al débil sexagenario, me apoderé de una gruesa rama que
estaba caída y le golpeé con la energía obstinada de los cocineros que quieren
ablandar un biftec.
De repente -¡Oh milagro!, ¡oh goce del filósofo que comprueba lo excelente de su
teoría!- vi que la vieja armazón de huesos se volvía, se levantaba con energía,
que nunca hubiera sospechado yo en máquina tan descompuesta, y con una mirada de
odio que me pareció de buen agüero, el decrépito malandrín se me echó encima, me
hinchó ambos ojos, me rompió cuatro dientes, y con la misma rama me sacudió leña
en abundancia. Con mi enérgica medicación le había devuelto el orgullo y la
vida.
Hícele señas entonces, para darle a entender que yo daba por terminada la
discusión, y, levantándome tan satisfecho como un sofista del Pórtico, le dije:
«¡Señor mío, es usted igual a mí! Concédame el honor de compartir conmigo mi
bolsa; y acuérdese, si es filántropo de veras, que a todos sus colegas, cuando
la pidan limosna, hay que aplicarles la teoría que he tenido el dolor de ensayar
en sus espaldas.»
Me juró que se daba cuenta de mi teoría y que sería obediente a mis consejos.
L
Los perros buenos
A M. Joseph Stevens.
Nunca me avergoncé, ni aun delante de los escritores jóvenes de mi siglo, de
admirar a Buffon; mas hoy no he de llamar en mi ayuda al alma de ese pintor de
la Naturaleza pomposa. No.
De más buena gana me dirigiría a Sterne, para decirle: «¡Baja del Cielo, o sube
hasta mí de los Campos Elíseos, para inspirarme en favor de los perros buenos,
de los pobres perros, un canto digno de ti, sentimental, bromista, bromista
incomparable! Vuelve a horcajadas en el asno famoso que te acompaña siempre en
la memoria de la posteridad; y, sobre todo, que no se lo olvide al asno traer,
delicadamente suspenso entre sus labios, el inmortal macarrón!»
¡Atrás la musa académica! Nada quiero con semejante vieja gazmoña. Invoco a la
musa familiar, a la ciudadana, a la viva, para que me ayude a cantar a los
perros buenos, a los pobres perros, a los perros sucios, a los que todos echan,
como a pestíferos y piojosos, excepto el pobre con quien se han asociado y el
poeta que los mira con ojos fraternos.
¡Malhaya el perro hermosote, el gordo cuadrúpedo, danés, king-charles, dogo o
faldero, tan encantado consigo mismo, que se lanza indiscretamente a las piernas
o a las rodillas del visitante, como si estuviera seguro de agradar, turbulento
como un niño, necio como una loreta, a veces arisco e insolente como un criado!
¡Malhayan sobre todo esas serpientes de cuatro patas, temblorosas y desocupadas,
que se llaman galgos, y que ni siquiera dan albergue en su hocico puntiagudo al
suficiente olfato para seguirle la pista a un amigo, ni en la cabeza plana la
inteligencia bastante para jugar al dominó!
¡A la perrera todos esos aburridos parásitos!
¡Vuélvanse a la perrera sedosa y mullida! Yo canto al perro sucio, al perro
pobre, al perro sin domicilio, al perro corretón, al perro saltimbanqui, al
perro cuyo instinto, como el del pobre, el del gitano y el del histrión, está
maravillosamente aguijado por la necesidad, madre tan buena, verdadera patrona
de las inteligencias!
Canto a los perros calamitosos, ya sean de los que van errantes, solitarios, por
los barrancos sinuosos de las inmensas ciudades, ya de los que dijeron al hombre
abandonado con ojos pestañeantes e ingeniosos: «Llévame contigo, y con nuestras
dos miserias haremos acaso una especie de felicidad.»
«¿Adónde van los perros? -decía, años ha, Néstor Roqueplán en un folletón
inmortal que ha olvidado sin duda, y del cual puede ser que sólo Sainte-Beuve y
yo nos acordemos hoy todavía.»
¿Adónde van los perros, preguntáis, hombres sin atención? Van a sus quehaceres.
Citas de negocios, citas de amor. A través de la bruma, a través de la nieve, a
través del barro, bajo la canícula que muerde, bajo la lluvia que chorrea, van,
vienen, trotan, pasan por debajo de los coches, excitados por las pulgas, la
pasión, la necesidad o el deber. Como nosotros, se levantaron de mañanita y se
buscan la vida o corren a sus quehaceres.
Los hay que duermen en una ruina de suburbio, y vienen, un día y otro, a hora
fija, a reclamar la espórtula a la entrada de una cocina del Palais Royal; otros
que acuden en tropel, desde más de cinco leguas, para compartir la comida que
les preparó la caridad de ciertas doncellas sexagenarias, que entregan a los
animales el corazón desocupado, porque los hombres ya no lo quieren.
Otros que, como negros cimarrones, enloquecidos de amor, dejan en ciertos días
su vivienda para venir a la ciudad a corretear durante una hora en derredor de
una perra guapa, algo negligente de su tocado, pero altanera y agradecida.
Y todos son puntualísimos, sin cuadernos, notas ni carteras.
¿Conocéis; Bélgica, la perezosa, y habéis admirado, como yo, a esos perros
vigorosos enganchados a la carretilla de los carniceros, de la lechera, del
panadero, y que demuestran con sus ladridos triunfantes el placer orgulloso que
sienten al rivalizar con los caballos?
¡Mirad ahora a dos que pertenecen a un orden más civilizado todavía! Permitidme
que os introduzca en el cuarto del saltimbanqui ausente. Una cama, de madera
pintada, sin cortinas; unas mantas que arrastran, mancilladas por las chinches;
dos sillas de paja, una estufa de hierro, uno o dos instrumentos de música,
descompuestos. ¡Qué triste mobiliario! Pero mirad, os lo ruego, aquellos dos
personajes inteligentes, vestidos con trajes a la vez raídos y suntuosos, con
gorros de trovador o de militar, que vigilan con atención de brujos la obra sin
nombre puesta a cocer en la estufa encendida, con una larga cuchara en medio,
que se yergue, plantada como uno de esos mástiles anuncio de edificio terminado.
¿No será justo que comediantes tan celosos no se pongan en camino sin echarse al
estómago el lastre de una sopa fuerte y sólida? ¿Y no perdonaréis un poco de
sensualidad a esos pobretes, que han de afrontar todo el día la indiferencia del
público y las injusticias de un director, que se toma la parte más abultada y se
come él solo más sopa que cuatro comediantes?
¡Cuántas veces contemplé, sonriente y enternecido, a todos esos filósofos de
cuatro patas, esclavos complacientes, sumisos o abnegados, que e l diccionario
de la República podría calificar igualmente de oficiosos, si la República, harto
ocupada de la felicidad de los hombres, tuviese tiempo para respetar el honor de
los perros!
¡Y cuántas veces he pensado que habrá tal vez en alguna parte -¡quién sabe,
después de todo!-, para recompensar tantos ánimos, tanta paciencia y labor, un
paraíso especial para los perros buenos, para los pobres perros, para los perros
sucios y desolados! ¡Swedenborg afirma que hay uno para los turcos y otro para
los holandeses!
Los pastores de Virgilio y de Teócrito esperaban, en premio de sus cantos
alternativos, un buen queso, una flauta del mejor artífice o una cabra de tetas
hinchadas. El poeta que ha cantado a los pobres perros tuvo por recompensa un
hermoso chaleco, todo de un color, rico y marchito a la vez, que hace pensar en
los soles de otoño, en la belleza de las mujeres maduras y en los veranillos de
San Martín.
Ninguno de los presentes en la taberna de la calle de Villa-Hermosa olvidará la
petulancia con que el pintor se despojó del chaleco en favor del poeta; también
comprendió que era bueno y honrado cantar a los pobres perros.
Tal un magnífico tirano italiano, del buen siglo, ofrecía al divino Aretino ya
una daga con ornato de pedrería, ya un manto de corte, a cambio de un precioso
soneto o de un curioso poema satírico.
Y cuantas veces el poeta se pone el chaleco del pintor, se ve obligado a pensar
en los perros buenos, en los perros filósofos, en los veranillos de San Martín y
en la belleza de las mujeres muy maduras.
Epílogo
A la montaña he subido, satisfecho el corazón.
En su amplitud, desde allí, puede verse la ciudad:
un purgatorio, un infierno, burdel, hospital, prisión.
Florece como una flor allí toda enormidad.
Tú ya sabes, ¡oh Satán, patrón de mi alma afligida,
que yo no subí a verter lágrimas de vanidad.
Como el viejo libertino busca a la vieja querida,
busqué a la enorme ramera que me embriaga como un vino,
que con su encanto infernal rejuvenece mi vida.
Ya entre las sábanas duermas de tu lecho matutino,
de pesadez, de catarro, de sombra, o ya te engalanes
con los velos de la tarde recamados de oro fino,
te amo, capital infame. Vosotras, ¡oh cortesanas!,
y vosotros, ¡oh bandidos!, brindáis a veces placeres
que nunca comprende el necio vulgo de gentes profanas.

Le Spleen de Paris
o Petits Poèmes en Prose
LE SPLEEN DE PARIS O
PETITS POEMES EN PROSE 90
A ARSÈNE HOUSSAYE 91
I L'ETRANGER 92
II LE DESESPOIR DE LA VIEILLE 93
III LE CONFITEOR DE L'ARTISTE 94
IV UN PLAISANT 95
V LA CHAMBRE DOUBLE 96
VI CHACUN SA CHIMERE 98
VII LE FOU ET LA VENUS 99
VIII LE CHIEN ET LE FLACON 100
IX LE MAUVAIS VITRIER 101
X A UNE HEURE DU MATIN 103
XI LA FEMME SAUVAGE 104
XII LES FOULES 106
XIII LES VEUVES 107
XIV LE VIEUX SALTIMBANQUE 109
XV LE GATEAU 111
VI L'HORLOGE 113
XVII UN HEMISPHERE DANS UNE CHEVELURE 114
XVIII L'INVITATION AU VOYAGE 115
XIX LE JOUJOU DU PAUVRE 117
XX LES DONS DES FEES 118
XXI LES TENTATIONS OU EROS, PLUTUS ET LA GLOIRE 120
XXII LE CREPUSCULE DU SOIR 122
XXIII LA SOLITUDE 124
XXIV LES PROJETS 125
XXV LA BELLE DOROTHEE 127
XXVI LES YEUX DES PAUVRES 129
XXVII UNE MORT HEROÏQUE 131
XXVIII LA FAUSSE MONNAIE 134
XXIX LE JOUEUR GENEREUX 136
XXX LA CORDE 138
XXXI LES VOCATIONS 141
XXXII LE THYRSE 144
XXXIII ENIVREZ-VOUS 145
XXXIV DEJA 146
XXXV LES FENETRES 147
XXXVI LE DESIR DE PEINDRE 148
XXXVII LES BIENFAITS DE LA LUNE 149
XXXVIII LAQUELLE EST LA VRAIE ? 150
XXXIX UN CHEVAL DE RACE 151
XL LE MIROIR 152
XLI LE PORT 153
XLII PORTRAITS DE MAITRESSES 154
XLIII LE GALANT TIREUR 157
XLIV LA SOUPE ET LES NUAGES 158
XLV LE TIR ET LE CIMETIERE 159
XLVI PERTE D'AUREOLE 160
XLVII MADEMOISELLE BISTOURI 161
XLVIII N'IMPORTE OU HORS DU MONDE 163
XLIX ASSOMMONS LES PAUVRES ! 164
L LES BONS CHIENS 166
EPILOGUE 169
A Arsène Houssaye
Mon cher ami, je vous envoie un petit ouvrage dont on ne pourrait pas dire, sans
injustice, qu'il n'a ni queue, ni tête, puisque tout, au contraire y est à la
fois tête et queue, alternativement et réciproquement. Considérez, je vous prie,
quelles admirables commodités cette combinaison nous offre à tous, à vous, à moi
et au lecteur. Nous pouvons couper où nous voulons, moi ma rêverie vous le
manuscrit, le lecteur sa lecture. Enlevez une vertèbre, et les deux morceaux de
cette tortueuse fantaisie se rejoindront sans peine. Hachez-la en nombreux
fragments, et vous verrez que chacun peut exister à part. Dans l'espérance que
quelques-uns de ces tronçons seront assez vivants pour vous plaire et vous
amuser, j'ose vous dédier l'ensemble du serpent. J'ai une petite confession à
vous faire. C'est en feuilletant, pour la vingtième fois au moins, le fameux
Gaspard de la nuit d'Aloysius Bertrand (un livre connu de vous, de moi, et de
quelques-uns de nos amis, n'a-t-il pas tous les droits d'être appelé fameux ?),
que l'idée m'est venue de tenter quelque chose d'analogue, et d'appliquer à la
description de la vie moderne, ou plutôt d'une vie moderne et plus abstraite, le
procédé qu'il avait appliqué à la peinture de la vie ancienne, si étrangement
pittoresque. Quel est celui de nous qui n'a pas, dans ses jours d'ambition, rêvé
le miracle d'une prose poétique, musicale sans rythme et sans rime, assez souple
et assez heurtée pour s'adapter aux mouvements lyriques de l'âme, aux
ondulations de la rêverie, aux soubresauts de la conscience ? C'est surtout de
la fréquentation des villes énormes, c'est du croisement de leurs innombrables
rapports que naît cet idéal obsédant.
I
L'étranger
Qui aimes-tu le mieux, homme énigmatique, dis ? Ton père, ta mère, ta soeur ou
ton frère?
- Je n'ai ni père, ni mère, ni soeur, ni frère.
- Tes amis ?
- Vous vous servez là d'une parole dont le sens m'est restée jusqu'à ce jour
inconnu.
- Ta patrie ?
- J'ignore sous quelle latitude elle est située.
- La beauté ?
- Je l'aimerais volontiers, déesse et immortelle.
- L'or ?
- Je le hais comme vous haïssez Dieu.
- Eh ! qu'aimes-tu donc, extraordinaire étranger ?
- J'aime les nuages. Les nuages qui passent... là-bas...là-bas les merveilleux
nuages !
II
Le désespoir de la vieille
La petite vieille ratatinée se sentit toute réjouie en voyant ce joli enfant à
qui chacun faisait fête, à qui tout le monde voulait plaire ; ce joli être si
fragile comme elle, la petite vieille, et, comme elle aussi, sans dents et sans
cheveux. Et elle s'approcha de lui, voulant lui faire des risettes et des mines
agréables. Mais l'enfant épouvanté se débattait sous les caresses de la bonne
femme décrépite, et remplissait la maison de ses glapissements. Alors la bonne
vieille se retira dans sa solitude éternelle, et elle pleurait dans un coin, se
disant : - " Ah ! pour nous, malheureuses vieilles femelles, l'âge est passé de
plaire, même aux innocents ; et nous faisons horreur aux petits enfants que nous
voulons aimer.
III
Le confiteor de l'artiste
Que les fins de journées d'automne sont pénétrantes ! Ah ! pénétrantes jusqu'à
la douleur ! car il est de certaines sensations délicieuses dont le vague
n'exclut pas l'intensité ; et il n'est pas de pointe plus acérée que celle de
l'infini. Grand délice que celui de noyer son regard dans l'immensité du ciel et
de la mer ! Solitude, silence, incomparable chasteté de l'azur ! une petite
voile frissonnante à l'horizon, et qui, par sa petitesse et son isolement, imite
mon irrémédiable existence, mélodie monotone de la houle, toutes ces choses
pensent par moi, ou je pense par elles ( car dans la grandeur de la rêverie, le
moi se perd vite !) ; elles pensent, dis-je, mais musicalement et
pittoresquement, sans arguties, sans syllogismes, sans déductions. Toutefois,
ces pensées, qu'elles sortent de moi ou s'élancent des choses, deviennent
bientôt trop intenses. L'énergie dans la volupté crée un malaise et une
souffrance positives. Mes nerfs trop tendus ne donnent plus que des vibrations
criardes et douloureuses. Et maintenant la profondeur du ciel me consterne; sa
limpidité m'exaspère. L'insensibilité de la mer, l'immuabilité du spectacle, me
révoltent... Ah ! faut-il éternellement souffrir, ou fuir éternellement le beau
? Nature enchanteresse sans pitié, rivale toujours victorieuse, laisse-moi !
Cesse de tenter mes désirs et mon orgueil ! L'étude du beau est un duel où
l'artiste crie de frayeur avant d'être vaincu.
IV
Un plaisant
C'était l'explosion du nouvel an : chaos de boue et de neige, traversé de mille
carrosses, étincelant de joujoux et de bonbons, grouillant de cupidités et de
désespoirs, délire officiel d'une grande ville fait pour troubler le cerveau du
solitaire le plus fort. Au milieu de ce tohu-bohu et de ce vacarme, un âne
trottait vivement, harcelé par un malotru armé d'un fouet. Comme l'âne allait
tourner l'angle d'un trottoir, un beau monsieur ganté, verni, cruellement
cravaté et emprisonné dans des habits tout neufs, s'inclina cérémonieusement
devant l'humble bête, et lui dit, en ôtant son chapeau : " je vous la souhaite
bonne et heureuse ! " puis se retourna vers je ne sais quels camarades avec un
air de fatuité, comme pour les prier d'ajouter leur approbation à son
contentement. L'âne ne vit pas ce beau plaisant, et continua de courir avec zèle
où l'appelait son devoir. Pour moi,je fus pris subitement d'une incommensurable
rage contre ce magnifique imbécile, qui me parut concentrer en lui tout l'esprit
de la France.
V
La chambre double
Une chambre qui ressemble à une rêverie, une chambre véritablement spirituelle,
où l'atmosphère stagnante est légèrement teintée de rose et de bleu. L'âme y
prend un bain de paresse, aromatisé par le regret et le désir. - c'est quelque
chose de crépusculaire, de bleuâtre et de rosâtre ; un rêve de volupté pendant
une éclipse. Les meubles ont des formes allongés, prostrées, alanguies. Les
meubles ont l'air de rêver ; on les dirait doués d'une vie somnambulique, comme
le végétal et le minéral. Les étoffes parlent une langue muette, comme les
fleurs, comme les ciels, comme les soleils couchants. Sur les murs nulle
abomination artistique. Relativement au rêve pur, à l'impression non analysée,
l'art défini, l'art positif est un blasphème. Ici, tout a la suffisante clarté
et la délicieuse obscurité de l'harmonie. Une senteur infinitésimale du choix le
plus exquis à laquelle se mêle une très légère humidité nage dans cette
atmosphère, où l'esprit sommeillant est bercé par des sensations de serre chaude.
La mousseline pleut abondamment devant fenêtres et devant le lit ; elle
s'épanche en cascades neigeuses. Sur ce lit est couchée l'idole, la souveraine
des rêves. Mais comment est-elle ici ? Qui l'a amenée ? quel pouvoir magique l'a
installée sur ce trône de rêverie et de volupté ? Qu'importe ? la voilà ! je la
reconnais. Voilà bien ces yeux dont la flamme traverse le crépuscule ; ces
subtiles et terribles mirettes, que je reconnais à leur effrayante malice !
Elles attirent, elles subjuguent, elles dévorent le regard de l'imprudent qui
les contemple. Je les ai souvent étudiées, ces étoiles noires qui commandent la
curiosité et l'admiration. A quel démon bienveillant dois-je d'être ainsi
entouré de mystère, de silence, de paix et de parfums ? O béatitude ! ce que
nous nommons généralement la vie, même dans son expansion la plus heureuse, n'a
rien de commun avec cette vie suprême dont j'ai maintenant connaissance et que
je savoure minute par minute, seconde par seconde ! Non! il n'est plus de
minutes, il n'est plus de secondes ! Le temps a disparu ; c'est l'éternité qui
règne, une éternité de délices. Mais un coup terrible, lourd, a retenti à la
porte, et, comme dans les rêves infernaux, il m'a semblé que je recevais un coup
de pioche dans l'estomac. Et puis un spectre est entré. C'est un huissier qui
vient me torturer au nom de la loi ; une infâme concubine qui vient crier misère
et ajouter les trivialités de sa vie aux douleurs de la mienne ; ou bien le
saute-ruisseau d'un directeur de journal qui réclame la suite du manuscrit. La
chambre paradisiaque, l'idole, la souveraine des rêves, la Sylphide, comme
disait le grand René, toute cette magie a disparu au coup brutal frappé par le
spectre. Horreur! je me souviens! je me souviens! Oui! ce taudis, ce séjour de
l'éternel ennui, est bien le mien. Voici les meubles sots, poudreux, écornés :
la cheminée sans flamme et sans braise souillée de crachats ; les tristes
fenêtres où la pluie a tracé des sillons dans la poussière ; les manuscrits,
raturés ou incomplets ; l'almanach où le crayon a marqué les dates sinistres. Et
ce parfum d'un autre monde, dont je m'enivrais avec une sensibilité
perfectionnée, hélas ! il est remplacé par une fétide odeur de tabac mêlée à je
ne sais quelle nauséabonde moisissure. On respire ici maintenant le ranci de la
désolation. Dans ce monde étroit, mais si plein de dégoût, un seul objet connu
me sourit : la fiole de laudanum ; une vieille et terrible amie ; comme toutes
les amies, hélas! féconde en caresses et en traîtrises. Oh ! oui ! le temps a
reparu ; le temps règne en souverain maintenant, et avec le hideux vieillard est
revenu tout son démoniaque cortège de souvenirs, de regrets, de spasmes, de
peurs, d'angoisses, de cauchemars, de colères et de névroses. Je vous assure que
les secondes maintenant sont fortement et solennellement accentuées, et chacune,
en jaillissant de la pendule, dit : "je suis la vie, l'insupportable,
l'implacable vie !" Il n'y a qu'une seconde dans la vie humaine qui ait mission
d'annoncer une bonne nouvelle, la bonne nouvelle qui cause à chacun une
inexplicable peur. Oui! le temps règne; il a repris sa brutale dictature. Et il
me pousse, comme si j'étais un boeuf, avec son double aiguillon. - "Et hue donc!
bourrique! sue donc, esclave! vis donc, damné!"
VI
Chacun sa chimère
Sous un grand ciel gris, dans une grande plaine poudreuse, sans chemin, sans
gazon, sans un chardon, sans une ortie, je rencontrai plusieurs hommes qui
marchaient courbés. Chacun d'eux portait sur son dos une énorme chimère, aussi
lourde qu'un sac de farine ou de charbon, ou le fourniment d'un fantassin romain.
Mais la monstrueuse bête n'était pas un poids inerte ; au contraire, elle
enveloppait et opprimait l'homme de ses muscles élastiques et puissants ; elle
s'agrafait avec ses deux vastes griffes à la poitrine de sa monture ; et sa tête
fabuleuse surmontait le front de l'homme, comme un de ces casques horribles par
lesquels les anciens guerriers espéraient ajouter à la terreur de l'ennemi. Je
questionnai l'un de ces hommes, et je lui demandai où ils allaient ainsi. Il me
répondit qu'il n'en savait rien, ni lui, ni les autres ; mais qu'évidemment ils
allaient quelque part, puisqu'ils étaient poussés par un invincible besoin de
marcher. Chose curieuse à noter : aucun de ces voyageurs n'avait l'air irrité
contre la bête féroce suspendue à son cou et collée à son dos ; on eût dit qu'il
la considérait comme faisant partie de lui-même. Tous ces visages fatigués et
sérieux ne témoignaient d'aucun désespoir ; sous la coupole spleenétique du ciel,
les pieds plongés dans la poussière d'un sol aussi désolé que ce ciel, ils
cheminaient avec la physionomie résignée de ceux qui sont condamnés à espérer
toujours. Et le cortège passa à côté de moi et s'enfonça dans l'atmosphère de
l'horizon, à l'endroit où la surface arrondie de la planète se dérobe à la
curiosité du regard humain. Et pendant quelques instants je m'obstinai à vouloir
comprendre ce mystère ; mais bientôt l'irrésistible indifférence s'abattit sur
moi, et j'en fus plus lourdement accablé qu'ils ne l'étaient eux-mêmes par leurs
écrasantes chimères.
VII
Le Fou et la Vénus
Quelle admirable journée ! Le vaste parc se pâme sous l'oeil brûlant du soleil,
comme la jeunesse sous la domination de l'amour. L'extase universelle des choses
ne s'exprime par aucun bruit; les eaux elles-mêmes sont comme endormies. Bien
différentes des fêtes humaines, c'est ici une orgie silencieuse. On dirait
qu'une lumière toujours croissante fait de plus en plus étinceler les objets ;
que les fleurs excitées brûlent du désir de rivaliser avec l'azur du ciel par
l'énergie de leurs couleurs, et que la chaleur, rendant visibles les parfums,
les fait monter vers l'astre, comme des fumées. Cependant, dans cette jouissance
universelle, j'ai aperçu un être affligé. Aux pieds d'une colossale Vénus, un de
ces fous artificiels, un de ces bouffons volontaires chargés de faire rire les
rois quand le remords ou l'ennui les obsède, affublé d'un costume éclatant et
ridicule, coiffé de cornes et de sornettes, tout ramassé contre le piédestal,
lève des yeux pleins de larmes vers l'immortelle déesse. Et ses yeux disent :
"je suis le dernier et le plus solitaire des humains, privé d'amour et d'amitié,
et bien inférieur en cela au plus imparfait des animaux. Cependant je suis fait,
moi aussi, pour comprendre et sentir l'immortelle beauté ! Ah ! déesse ! Ayez
pitié de ma tristesse et de mon délire. Mais l'implacable Vénus regarde au loin
je ne sais quoi avec ses yeux de marbre.
VIII
Le chien et le flacon
Mon beau chien, mon bon chien, mon cher toutou, approchez et venez respirer un
excellent parfum acheté chez le meilleur parfumeur de la ville et le chien, en
frétillant de la queue, ce qui est, je crois, chez ces pauvres êtres, le signe
correspondant du rire et du sourire, s'approche et curieusement son nez humide
sur le flacon débouché ; puis, reculant soudainement avec effroi, il aboie
contre moi, en manière de reproche. Ah ! misérable chien, si je vous avais
offert un paquet d'excréments, vous l'auriez flairé avec délices et peut-être
dévoré. Ainsi, vous-même, indigne compagnon de ma triste vie, vous ressemblez au
public, à qui il ne faut jamais présenter des parfums délicats qui l'exaspèrent,
mais des ordures soigneusement choisies.
IX
Le mauvais vitrier
Il y a des natures purement contemplatives et tout à fait impropres à l'action
qui cependant, sous une impulsion mystérieuse et inconnue, agissent quelquefois
avec une rapidité dont elles se seraient crues elles-mêmes incapables. Tel qui,
craignant de trouver chez son concierge une nouvelle chagrinante, rôde lâchement
devant sa porte sans oser rentrer, tel qui garde quinze jours une lettre sans la
décacheter, ou ne se résigne qu'au bout de six mois à opérer une démarche
nécessaire depuis un an, se sentent quelquefois brusquement précipités vers
l'action par une force irrésistible comme la flèche d'un arc. Le moraliste et le
médecin, qui prétendent tout savoir, ne peuvent pas expliquer d'où vient si
subitement une si folle énergie à ces âmes paresseuses et voluptueuses, et
comment, incapables d'accomplir les choses les plus simples et les plus
nécessaires, elles trouvent à une certaine minute un courage de luxe pour
exécuter les actes LES PLUS absurdes et souvent même LES PLUS dangereux. Un de
mes amis, le plus inoffensif rêveur qui ait existé, a mis une fois le feu à une
forêt pour voir, disait-il, si le feu prenait avec autant de facilité qu'on
l'affirme généralement. Dix fois de suite, l'expérience manqua ; mais, à la
onzième, elle réussit beaucoup trop bien. Un autre allumera un cigare à côté
d'un tonneau de poudre, pour voir, pour savoir, pour tenter la destinée, pour se
contraindre lui-même à faire preuve d'énergie, pour faire le joueur, pour
connaître les plaisirs de l'anxiété, pour rien, par caprice, par désoeuvrement.
C'est une espèce d'énergie qui jaillit de l'ennui et de la rêverie ; et ceux en
qui elle se manifeste si inopinément sont, en général, comme je l'ai dit, les
plus indolents et les plus rêveurs des êtres. Un autre, timide à ce point qu'il
baisse les yeux même devant les regards des hommes, à ce point qu'il lui faut
rassembler toute sa pauvre volonté pour entrer dans un café ou passer devant le
bureau d'un théâtre, où les contrôleurs lui paraissent investis de la majesté de
Minos, d'Eaque et de Rhadamanthe, sautera brusquement au cou d'un vieillard qui
passe à côté de lui et l'embrassera avec enthousiasme devant la foule étonnée.
Pourquoi ? parce que... parce que cette physionomie lui était irrésistiblement
symphatique ? peut-être ; mais il est plus légitime de supposer que lui-même il
ne sait pas pourquoi. J'ai été plus d'une fois victime de ces crises et de ces
élans, qui nous autorisent à croire que des démons malicieux se glissent en nous
et nous font accomplir, à notre insu, leurs plus absurdes volontés. Un matin je
m'étais levé maussade, triste, fatigué d'oisiveté, et poussé me semblait - il, à
faire quelque chose de grand, une action d'éclat ; et j'ouvris la fenêtre, hélas
! ( observez, je vous prie, que l'esprit de mystification qui, chez quelques
personnes, n'est pas le résultat d'un travail ou d'une combinaison, mais d'une
inspiration fortuite, participe beaucoup, ne fût-ce que par l'ardeur du désir,
de cette humeur, hystérique selon les médecins, satanique selon ceux qui pensent
un peu mieux que les médecins, qui nous pousse sans résistance vers une foule
d'actions dangereuses ou inconvenantes La première personne que j'aperçus dans
la rue, ce fut un vitrier dont le cri perçant, discordant, monta jusqu'à moi à
travers la lourde et sale atmosphère parisienne. Il me serait d'ailleurs
impossible de dire pourquoi je fus pris à l'égard de ce pauvre homme, d'une
haine aussi soudaine que despotique. "- Hé! hé!" et je lui criai de monter.
Cependant je réfléchissais non sans quelque gaieté, que, la chambre étant au
sixième étage et l'escalier fort étroit, l'homme devait éprouver quelque peine à
opérer son ascension et accrocher en maints endroits les angles de sa fragile
marchandise. Enfin il parut ; j'examinai curieusement toutes ses vitres, et je
lui dis : "Comment ? vous n'avez pas de verres de couleur ? des verres roses,
rouges, bleus, des vitres magiques, des vitres de paradis ? imprudent que vous
êtes, vous osez vous promener dans des quartiers pauvres, et vous n'avez pas
même de vitres qui fassent voir la vie en beau !" Et je le poussai vivement dans
l'escalier, où il trébucha en grognant. Je m'approchai du balcon et je me saisis
d'un petit pot de fleurs, et quand l'homme reparut au débouché de la porte, je
laissai tomber perpendiculairement mon engin de guerre sur le rebord postérieur
de ses crochets ; et le choc le renversant, il acheva de briser sous son dos
toute sa pauvre fortune ambulatoire qui rendit le bruit éclatant d'un palais de
cristal crevé par la foudre. Et, ivre de ma folie, je lui criai furieusement : "
La vie en beau ! la vie en beau ! " Ces plaisanteries nerveuses ne sont pas sans
péril, et on peut souvent les payer cher. Mais qu'importe l'éternité de la
damnation à qui a trouvé dans une seconde l'infini de la jouissance ?
X
A une heure du matin
Enfin ! seul ! On n'entend plus que le roulement de quelques fiacres attardés et
éreintés. Pendant quelques heures, nous possèderons le silence, le repos. Enfin
! la tyrannie de la face humaine a disparu, et je ne souffrirai plus que par
moi-même. Enfin ! il m'est donc permis de me délasser dans un bain de ténèbres !
D'abord, un double tour à la serrure. Il me semble que ce tour de clef
augmentera ma solitude et fortifiera les barricades qui me séparent actuellement
du monde. Horrible vie ! Horrible ville ! Récapitulons la journée : avoir vu
plusieurs hommes de lettres, dont l'un m'a demandé si l'on pouvait aller en
Russie par voie de terre ( il prenait sans doute la Russie pour une île ); avoir
disputé généreusement contre le directeur d'une revue, qui à chaque objection
répondait : "C'est ici le parti des honnêtes gens", ce qui implique que tous les
autres journaux sont rédigés par des coquins ; avoir salué une vingtaine de
personnes, dont quinze me sont inconnues ; avoir distribué des poignées de main
dans la même proportion, et cela sans avoir pris la précaution d'acheter des
gants ; être monté pour tuer le temps, pendant une averse, chez une sauteuse qui
m'a prié de lui dessiner un costume de Vénustre ; avoir fait ma cour à un
directeur de théâtre, qui m'a dit en me congédiant : " Vous feriez peut-être
bien de vous adresser à Z... ; c'est le plus lourd, le plus sot et le plus
célèbre de tous mes auteurs ; avec lui vous pourriez peut-être aboutir à quelque
chose. Voyez- le, et puis nous verrons " ; m'être vanté ( pourquoi ? ) de
plusieurs vilaines actions que je n'ai jamais commises, et avoir lâchement nié
quelques autres méfaits que j'ai accomplis avec joie, délit de fanfaronnade,
crime de respect humain ; avoir refusé à un ami un service facile, et donné une
recommandation écrite à un parfait drôle ; ouf ! est-ce bien fini ? Mécontent de
tous et mécontent de moi, je voudrais bien me racheter et m'enorgueillir un peu
dans le silence et la solitude de la nuit. Ames de ceux que j'ai aimés, âmes de
ceux que j'ai chantés, fortifiez - moi, soutenez - moi, éloignez de moi le
mensonge et les vapeurs corruptrices du monde ; et vous, seigneur mon dieu !
accordez-moi la grâce de produire quelques beaux vers qui me prouvent à moi-même
que je ne suis pas le dernier des hommes, que je ne suis pas inférieur à ceux
que je méprise !
XI
La Femme sauvage
" Vraiment, ma chère, vous me fatiguez sans mesure et sans pitié ; on dirait, à
vous entendre soupirer, que vous souffrez plus que les glaneuses sexagénaires et
que les vieilles mendiantes qui ramassent des croûtes de pain à la porte des
cabarets. O si au moins vos soupirs exprimaient le remords, ils vous feraient
quelque honneur ; mais ils ne traduisent que la satiété du bien-être et
l'accablement du repos. Et puis, vous ne cessez de vous répandre en paroles
inutiles : " Aimez - moi bien ! j'en ai tant besoin ! Consolez - moi par-ci,
caressez - moi par là !" Tenez, je veux essayer de vous guérir ; nous en
trouverons peut- être le moyen, pour deux sols, au milieu d'une fête, et sans
aller bien loin. " Considérons bien, je vous prie, cette solide cage de fer
derrière laquelle s'agite, hurlant comme un damné, secouant les barreaux comme
un orang-outang exaspéré par l'exil, imitant, dans la perfection, tantôt les
bonds circulaires du tigre, tantôt les dandinements stupides de l'ours blanc, ce
monstre poilu dont la forme imite assez vaguement la vôtre. " Ce monstre est un
de ces animaux qu'on appelle généralement " mon ange ! " c'est-à-dire une femme.
L'autre monstre, celui qui crie à tue-tête, un bâton à la main, est un mari. Il
a enchaîné sa femme légitime comme une bête, et il la montre dans les faubourgs,
les jours de foire, avec permission des magistrats, cela va sans dire. " Faites
bien attention ! Voyez avec quelle voracité ( non simulée peut-être ! ) elle
déchire des lapins vivants et des volailles piaillantes que lui jette son
cornac. " Allons, dit- il, il ne faut pas manger tout son bien en un jour ", et,
sur cette sage parole, il lui arrache cruellement la proie, dont les boyaux
dévidés restent un instant accrochés aux dents de la bête féroce, de la femme,
veux - je dire. " Allons ! un bon coup de bâton pour la calmer ! car elle darde
des yeux terribles de convoitise sur la nourriture enlevée. Grand Dieu ! le
bâton n'est pas un bâton de comédie, avez-vous entendu résonner la chair, malgré
le poil postiche ? Aussi les yeux lui sortent maintenant de la tête, elle hurle
plus naturellement. Dans sa rage, elle étincelle tout entière, comme le fer
qu'on bat. " Telles sont les moeurs conjugales de ces deux descendants d'Eve et
d'Adam, ces oeuvres de vos mains, ô mon Dieu ! Cette femme est incontestablement
malheureuse, quoique après tout, peut-être, les jouissances titillantes de la
gloire ne lui soient pas inconnues. Il y a des malheurs plus irrémédiables, et
sans compensation. Mais dans le monde où elle a été jetée, elle n'a jamais pu
croire que la femme méritait une autre destinée. Maintenant, à nous deux, chère
précieuse! A voir les enfers dont le monde est peuplé, que voulez-vous que je
pense de votre joli enfer, vous qui ne reposez que sur des étoffes aussi douces
que votre peau, qui ne mangez que de la viande cuite, et pour qui un domestique
habile prend soin de découper les morceaux ? Et que peuvent signifier pour moi
tous ces petits soupirs qui gonflent votre poitrine parfumée, robuste coquette ?
Et toutes ces affectations apprises dans les livres, et cette infatigable
mélancolie, faite pour inspirer au spectateur un tout autre sentiment que la
pitié ? En vérité, il me prend quelquefois envie de vous apprendre ce que c'est
que le vrai malheur. " A vous voir ainsi, ma belle délicate, les pieds dans la
fange et les yeux tournés vaporeusement vers le ciel, comme pour lui demander un
roi, on dirait vraisemblablement une jeune grenouille qui invoquerait l'idéal.
Si vous méprisez le soliveau ( ce que je suis maintenant, comme vous savez bien
), gare la grue qui vous croquera, vous gobera et vous tuera à son plaisir ! "
Tant poète que je sois, je ne suis pas aussi dupe que vous voudriez le croire,
et si vous me fatiguez trop souvent de vos précieuses pleurnicheries, je vous
traiterai en femme sauvage, ou je vous jetterai par la fenêtre, comme une
bouteille vide.
XII
Les Foules
Il n'est pas donné à chacun de prendre un bain de multitude : jouir de la foule
est un art ; celui-là seul peut faire, aux dépens du genre humain, une ribote de
vitalité, à qui une fée a insufflé dans son berceau le goût du travestissement
et du masque, la haine du domicile et la passion du voyage. Multitude, solitude
: termes égaux et convertibles par le poète actif et fécond. Qui ne sait pas
peupler sa solitude, ne sait pas non plus être seul dans une foule affairée. Le
poète jouit de cet incomparable privilège, qu'il peut à sa guise être lui-même
et autrui. comme ces âmes errantes qui cherchent un corps, il entre, quand il
veut, dans le personnage de chacun. Pour lui seul, tout est vacant ; et si de
certaines places paraissent lui être fermées, c'est qu'à ses yeux elles ne
valent pas la peine d'être visitées. Le promeneur solitaire et pensif tire une
singulière ivresse de cette universelle communion. celui-là qui épouse
facilement la foule connaît des jouissances fiévreuses, dont seront
éternellement privés l'égoïste, fermé comme un coffre, et le paresseux, interné
comme un mollusque. Il adopte comme siennes toutes les professions, toutes les
joies et toutes les misères que la circonstance lui présente. Ce que les hommes
nomment amour est bien petit, bien restreint et bien faible, comparé à cette
ineffable orgie, à cette sainte prostitution de l'âme qui se donne tout entière,
poésie et charité, à l'imprévu qui se montre, à l'inconnu qui passe. Il est bon
d'apprendre quelquefois aux heureux de ce monde, ne fût-ce que pour humilier un
instant leur sot orgueil, qu'il est des bonheurs supérieurs au leur, plus vastes
et plus raffinés. Les fondateurs de colonies, les pasteurs de peuples, les
prêtres missionnaires exilés au bout du monde, connaissent sans doute quelque
chose de ces mystérieuses ivresses ; et, au sein de la vaste famille que leur
génie s'est faite, ils doivent rire quelquefois de ceux qui les plaignent pour
leur fortune si agitée et pour leur vie si chaste.
XIII
Les Veuves
Vauvenargues dit que dans les jardins publics il est des allées hantées
principalement par l'ambition déçue, par les inventeurs malheureux, par les
gloires avortées, par les coeurs brisés, par toutes ces âmes tumultueuses et
fermées, en qui grondent encore les derniers soupirs d'un orage, et qui reculent
loin du regard insolent des joyeux et des oisifs. Ces retraites ombreuses sont
les rendez-vous des éclopés de la vie. C'est surtout vers ces lieux que le poète
et le philosophe aiment diriger leurs avides conjectures. Il y a là une pâture
certaine. Car s'il est une place qu'ils dédaignent de visiter, comme je
l'insinuais tout à l'heure, c'est surtout la joie des riches. Cette turbulence
dans le vide n'a rien qui les attire. Au contraire, ils se sentent
irrésistiblement entraïnés vers tout ce qui est faible, ruiné, contristé,
orphelin. Un oeil expérimenté ne s'y trompe jamais. Dans ces traits rigides ou
abattus, dans ces yeux caves et ternes, ou brillants des derniers éclairs de la
lutte, dans ces rides profondes et nombreuses, dans ces démarches si lentes ou
si saccadées, il déchiffre tout de suite les innombrables légendes de l'amour
trompé, du dévouement méconnu, des efforts non récompensés, de la faim et du
froid humblement, silencieusement supportés. Avez-vous quelquefois aperçu des
veuves sur ces bancs solitaires, des veuves pauvres ? Qu'elles soient en deuil
ou non, il est facile de les reconnaître. D'ailleurs, il y a toujours dans le
deuil du pauvre quelque chose qui manque, une absence d'harmonie qui le rend
plus navrant. Il est contraint de lésiner sur sa douleur. Le riche porte la
sienne au grand complet. Quelle est la veuve la plus triste et la plus
attristante, celle qui traîne à sa main un bambin avec qui elle ne peut pas
partager sa rêverie, ou celle qui est tout à fait seule ? Je ne sais... Il m'est
arrivé une fois de suivre pendant de longues heures une vieille affligée de
cette espèce ; celle-là roide, droite, sous un petit châle usé, portait dans
tout son être une fierté de stoïcienne. Elle était évidemment condamnée, par une
absolue solitude, à des habitudes de vieux célibataire, et le caractère masculin
de ses moeurs ajoutait un piquant mystérieux à leur austérité. Je ne sais dans
quel misérable café et de quelle façon elle déjeuna. Je la suivis au cabinet de
lecture ; et je l'épiai longtemps pendant qu'elle cherchait dans les gazettes,
avec des yeux actifs, jadis brûlés par les larmes, des nouvelles d'un intérêt
puissant et personnel. Enfin dans l'après-midi, sous un ciel d'automne charmant,
un de ces ciels d'où descendent en foule les regrets et les souvenirs, elle
s'assit à l'écart dans un jardin, pour entendre, loin de la foule, un de ces
concerts dont la musique des régiments gratifie le peuple parisien. C'est sans
doute là la petite débauche de cette vieille innocente (ou de cette vieille
purifiée), la consolation bien gagnée d'une de ces lourdes journées sans ami,
sans causerie, sans joie, sans confident, que Dieu laissait tomber sur elle,
depuis bien des ans peut-être ! trois cent soixante-cinq fois par an. Une autre
encore : Je ne puis jamais m'empêcher de jeter un regard, sinon universellement
sympathique, au moins curieux, sur la foule de parias qui se pressent autour de
l'enceinte d'un concert public. L'orchestre jette à travers la nuit des chants
de fête, de triomphe ou de volupté. Les robes traînent en miroitant ; les
regards se croisent ; les oisifs, fatigués de n'avoir rien fait, se dandinent,
feignant de déguster indolemment la musique. Ici rien que de riche, d'heureux ;
rien qui ne respire et n'inspire l'insouciance et le plaisir de se laisser vivre
; rien, excepté l'aspect de cette tourbe qui s'appuie là-bas sur la barrière
extérieure, attrapant gratis, au gré du vent, un lambeau de musique, et
regardant l'étincelante fournaise intérieure. C'est toujours quelque chose
d'intéressant que ce reflet de la joie du riche au fond de l'oeil du pauvre.
Mais ce jour-là, à travers ce peuple vêtu de blouses et d'indienne, j'aperçus un
être dont la noblesse faisait un éclatant contaste avec toute la trivialité
environnante. C'était une femme grande, majestueuse, et si noble dans tout son
air, que je n'ai pas souvenir d'avoir vu sa pareille dans les collections des
aristocratiques beautés du passé. Un parfum de hautaine vertu émanait de toute
sa personne. Son visage, triste et amaigri, était en parfaite accordance avec le
grand deuil dont elle était revêtue. Elle aussi, comme la plèbe à laquelle elle
s'était mêlée et qu'elle ne voyait pas, elle regardait le monde lumineux avec un
oeil profond, et elle écoutait en hochant doucement la tête. Singulière vision !
"A coup sûr, me dis-je, cette pauvreté -là, si pauvreté il y a, ne doit pas
admettre l'économie sordide ; un si noble visage m'en répond. Pourquoi donc
reste - t - elle volontairement dans un milieu où elle fait une tache si
éclatante?" Mais en passant curieusement auprès d'elle, je crus en deviner la
raison. La grande veuve tenait par la main un enfant comme elle vêtu de noir ;
si modique que fût le prix d'entrée, ce prix suffisait peut-être pour payer un
des besoins du petit être, mieux encore, une superfluité, un jouet. Et elle sera
rentrée à pied, méditant et rêvant, seule, toujours seule ; car l'enfant est
turbulent, égoïste, sans douceur et sans patience ; et il ne peut même pas,
comme le pur animal, comme le chien et le chat, servir de confident aux douleurs
solitaires.
XIV
Le vieux saltimbanque
Partout s'étalait, se répandait, s'ébaudissait le peuple en vacances. C'était
une de ces solennités sur lesquelles, pendant un long temps, comptent les
saltimbanques, les faiseurs de tours, les montreurs d'animaux et les boutiquiers
ambulants, pour compenser les mauvais temps de l'année. En ces jours - là il me
semble que le peuple oublie tout, la douleur et le travail ; il devient pareil
aux enfants. Pour les petits c'est un jour de congé, c'est l'horreur de l'école
renvoyée à vingt-quatre heures. Pour les grands c'est un armistice conclu avec
les puissances malfaisantes de la vie, un répit dans la contention et la lutte
universelles. L'homme du monde lui-même et l'homme occupé de travaux spirituels
échappent difficilement à l'influence de ce jubilé populaire. Ils absorbent,
sans le vouloir, leur part de cette atmosphère d'insouciance. Pour moi, je ne
manque jamais, en vrai Parisien, de passer la revue de toutes les baraques qui
se pavanent à ces époques solennelles. Elles se faisaient en vérité, une
concurrence formidable : elles piaillaient, beuglaient, hurlaient. C'était un
mélange de cris, de détonations de cuivre et d'explosions de fusées. Les
queues-rouges et les Jocrisses convulsaient les traits de leurs visages basanés,
racornis par le vent, la pluie et le soleil ; ils lançaient, avec l'aplomb des
comédiens sûrs de leurs effets, des bons mots et des plaisanteries d'un comique
solide et lourd comme celui de Molière. Les Hercules, fiers de l'énormité de
leurs membres, sans front et sans crâne, comme les orangs-outangs, se
prélassaient majestueusement sous les maillots lavés la veille pour la
circonstance. Les danseuses, belles comme des fées ou des princesses, sautaient
et cabriolaient sous le feu des lanternes qui remplissaient leurs jupes
d'étincelles. Tout n'était que lumière, poussière, cris, joie, tumulte ; les uns
dépensaient, les autres gagnaient, les uns et les autres également joyeux. Les
enfants se suspendaient aux jupons de leurs mères pour obtenir quelque bâton de
sucre, ou montaient sur les épaules de leurs pères pour mieux voir un escamoteur
éblouissant comme un dieu. Et partout circulait, dominant tous les parfums, une
odeur de friture qui était comme l'encens de cette fête. Au bout, à l'extrême
bout de la rangée de baraques, comme si, honteux, il s'était exilé lui-même de
toutes ces splendeurs, je vis un pauvre saltimbanque, voûté, caduc, décrépit,
une ruine d'homme, adossé contre un des poteaux de sa cahute ; une cahute plus
misérable que celle du sauvage le plus abruti, et dont deux bouts de chandelles,
coulants et fumants, éclairaient trop bien encore la détresse. Partout la joie,
le gain, la débauche ; partout la certitude du pain pour les lendemains ;
partout l'explosion frénétique de la vitalité. Ici la misère absolue, la misère
affublée, pour comble d'horreur, de haillons comiques, où la nécessité, bien
plus que l'art, avait introduit le contraste. Il ne riait pas, le misérable ! Il
ne pleurait pas, il ne dansait pas, il ne gesticulait pas, il ne criait pas ; il
ne chantait aucune chanson, ni gaie, ni lamentable, il n'implorait pas. Il était
muet et immobile. Il avait renoncé, il avait abdiqué. Sa destinée était faite.
Mais quel regard profond, inoubliable, il promenait sur la foule et les
lumières, dont le flot mouvant s'arrêtait à quelques pas de sa répulsive misère
! Je sentis ma gorge serrée par la main terrible de l'hystérie, et il me sembla
que mes regards étaient offusqués par ces larmes rebelles qui ne veulent pas
tomber. Que faire ? A quoi bon demander à l'infortuné quelle curiosité, quelle
merveille il avait à montrer dans ces ténèbres puantes, derrière son rideau
déchiqueté ? En vérité, je n'osais; et dût la raison de ma timidité vous faire
rire, j'avouerai que je craignais de l'humilier. Enfin, je venais de me résoudre
à déposer en passant quelque argent sur une de ses planches, espérant qu'il
devinerait mon intention, quand un grand reflux de peuple, causé par je ne sais
quel trouble, m'entraîna loin de lui. Et, m'en retournant, obsédé par cette
vision, je cherchai à analyser ma soudaine douleur, et je me dis : Je viens de
voir l'image du vieil homme de lettres qui a survécu à la génération dont il fut
le brillant amuseur ; du vieux poète sans amis, sans famille, sans enfants,
dégradé par sa misère et par l'ingratitude publique et dans la baraque de qui le
monde oublieux ne veut plus entrer !
XV
Le Gâteau
Je voyageais. Le paysage au milieu duquel j'étais placé était d'une grandeur et
d'une noblesse irrésistibles. Il en passa sans doute en ce moment quelque chose
dans mon âme. Mes pensées voltigeaient avec une légèreté égale à celle de
l'atmosphère ; les passions vulgaires, telles que la haine et l'amour profane,
m'apparaissaient maintenant aussi éloignées que les nuées qui défilaient au fond
des abîmes sous mes pieds ; mon âme me semblait aussi vaste et aussi pure que la
coupole du ciel dont j'étais enveloppé ; le souvenir des choses terrestres
n'arrivaient à mon coeur qu'affaibli et diminué, comme le son de la clochette
des bestiaux imperceptibles qui paissaient loin, bien loin, sur le versant d'une
autre montagne. Sur le petit lac immobile, noir de son immense profondeur,
passait quelquefois l'ombre d'un nuage, comme le reflet du manteau d'un géant
aérien volant à travers le ciel. Et je me souviens que cette sensation
solennelle et rare, causée par un grand mouvement parfaitement silencieux, me
remplissait d'une joie mêlée de peur. Bref, je me sentais, grâce à
l'enthousiasmante beauté dont j'étais environné, en parfaite paix avec moi-même
et avec l'univers ; je crois même que, dans ma parfaite béatitude et dans mon
total oubli de tout le mal terrestre, j'en étais venu à ne plus trouver
ridicules les journaux qui prétendent que l'homme est né bon ; quand, la matière
incurable renouvelant ses exigences, je songeai à réparer la fatigue et à
soulager l'appétit causés par une si longue ascension. Je tirai de ma poche un
gros morceau de pain, une tasse de cuir et un flacon d'un certain élixir que les
pharmaciens vendaient en temps-là aux touristes pour le mêler à l'occasion avec
de l'eau de neige. Je découpais tranquillement mon pain, quand un bruit très
léger me fit lever les yeux. Devant moi se tenait un petit être déguenillé,
noir, ébouriffé, dont les yeux creux, farouches et comme suppliants, dévoraient
le morceau de pain. Et je l'entendis soupirer, d'une voix basse et rauque, le
mot : gâteau ! Je ne pus m'empêcher de rire en entendant l'appellation dont il
voulait bien honorer mon pain presque blanc, et j'en coupais pour lui une belle
tranche que je lui offris. Lentement il se rapprocha, ne quittant pas des yeux
l'objet de sa convoitise ; puis, happant le morceau avec sa main, se recula
vivement, comme s'il eût craint que mon offre ne fût pas sincère ou que je m'en
repentisse déjà. Mais au même instant il fut culbuté par un autre petit sauvage,
sorti je ne sais d'où, et si parfaitement semblable au premier qu'on aurait pu
le prendre pour son frère jumeau. Ensemble ils roulèrent sur le sol, se
disputant la précieuse proie, aucun n'en voulant sans doute sacrifier la moitié
pour son frère. Le premier exaspéré, empoigna le second par les cheveux;
celui-ci lui saisit l'oreille avec les dents, et en cracha un petit morceau
sanglant avec un superbe juron patois. Le légitime propriétaire du gâteau essaya
d'enfoncer ses petites griffes dans les yeux de l'usurpateur ; à son tour
celui-ci appliqua toutes ses forces à étrangler son adversaire d'une main,
pendant que de l'autre, il tâchait de glisser dans sa poche le prix du combat.
Mais, ravivé par le désespoir, le vaincu se redressa et fit rouler le vainqueur
par terre d'un coup de tête dans l'estomac. A quoi bon décrire une lutte hideuse
qui dura en vérité plus longtemps que leurs forces enfantines ne semblaient le
promettre? Le gâteau voyageait de main en main et changeait de poche à chaque
instant ; mais hélas ! il changeait aussi de volume, et lorsque enfin, exténués,
haletants, sanglants, ils s'arrêtèrent par impossibilité de continuer, il n'y
avait plus, à vrai dire, aucun sujet de bataille ; le morceau de pain avait
disparu, et il était éparpillé en miettes semblables aux grains de sable
auxquels il était mêlé. Ce spectacle m'avait embrumé le paysage, et la joie
calme où s'ébaudissait mon âme avant d'avoir vu ces petits hommes avait
totalement disparu; j'en restai triste assez longtemps, me répétant sans cesse :
" Il y a donc un pays superbe où le pain s'appelle gâteau, friandise si rare
qu'elle suffit pour engendrer une guerre parfaitement fratricide !"
VI
L'Horloge
Les Chinois voient l'heure dans l'oeil des chats. Un jour un missionnaire, se
promenant dans la banlieue de Nankin, s'aperçut qu'il avait oublié sa montre, et
demanda à un petit garçon quelle heure il était. Le gamin du céleste Empire
hésita d'abord ; puis, se ravisant, il répondit : "Je vais vous le dire." Peu
d'instants après, il reparut, tenant dans ses bras un fort gros chat, et le
regardant, comme on dit, dans le blanc des yeux il affirma sans hésiter : Il
n'est pas encore tout à fait midi."Ce qui était vrai. Pour moi, si je me penche
vers la belle Féline, la si bien nommée, qui est à la fois l'honneur de son
sexe, l'orgueil de mon coeur et le parfum de mon esprit, que ce soit la nuit,
que ce soit le jour, dans la pleine lumière ou dans l'ombre opaque, au fond de
ses yeux adorables je vois toujours l'heure distinctement, toujours la même, une
heure vaste, solennelle, grande comme l'espace, sans division de minutes ni de
secondes, - une heure immobile qui n'est pas marquée sur les horloges, et
cependant légère comme un soupir, rapide comme un coup d'oeil. Et si quelque
importun venait me déranger pendant que mon regard repose sur ce délicieux
cadran, si quelque génie malhonnête et intolérant, quelque démon du contre -
temps venait me dire : " Que regardes-tu là avec tant de soin ? Que cherches- tu
dans les yeux de cet être ? Y vois-tu l'heure, mortel prodigue et fainéant ? "
Je répondrais sans hésiter : "Oui, je vois l'heure ; il est l'éternité !"
N'est-ce pas, madame, que voici un madrigal vraiment méritoire, et aussi
emphatique que vous-même ? En vérité, j'ai eu tant de plaisir à broder cette
prétentieuse galanterie,que je ne vous demanderai rien en échange.
XVII
Un hémisphère dans une chevelure
Laisse-moi respirer longtemps, longtemps, l'odeur de tes cheveux, y plonger tout
mon visage, comme un homme altéré dans l'eau d'une source, et les agiter avec ma
main comme un mouchoir odorant, pour secouer des souvenirs dans l'air Si tu
pouvais savoir tout ce que je vois ! tout ce que je sens! tout ce que j'entends
dans tes cheveux ! mon âme voyage sur le parfum comme l'âme des autres hommes
sur la musique. Tes cheveux contiennent tout un rêve, plein de voilures et de
mâtures, ils contiennent de grandes mers dont les moussons me portent vers de
charmants climats, où l'espace est plus bleu et plus profond, où l'atmosphère
est parfumée par les fruits, par les feuilles et par la peau humaine. Dans
l'océan de ta chevelure, j'entrevois un port fourmillant de chants
mélancoliques, d'hommes vigoureux de toutes nations et de navires de toutes
formes découpant leurs architectures fines et compliquées sur un ciel immense où
se prélasse l'éternelle chaleur. Dans les caresses de ta chevelure, je retrouve
les langueurs des longues heures passées sur un divan, dans la chambre d'un beau
navire, bercées par le roulis imperceptible du port, entre les pots de fleurs et
les gargoulettes rafraîchissantes. Dans l'ardent foyer de ta chevelure, je
respire l'odeur du tabac mêlée à l'opium et au sucre ; dans la nuit de ta
chevelure, je vois resplendir l'infini de l'azur tropical ; sur les rivages
duvetés de ta chevelure, je m'enivre des odeurs combinées du goudron, du musc et
de l'huile de coco. Laisse-moi mordre longtemps tes tresses lourdes et noires.
Quand je mordille tes cheveux élastiques et rebelles, il me semble que je mange
des souvenirs.
XVIII
L'invitation au voyage
Il est un pays superbe, un pays de Cocagne, dit-on, que je rêve de visiter avec
une vieille amie. Pays singulier, noyé dans les brumes de notre Nord, et qu'on
pourrait appeler l'Orient de l'Occident, la Chine de l'Europe, tant la chaude et
capricieuse fantaisie s'y est donné carrière, tant elle l'a patiemment et
opiniâtrement illustré de ses savantes et délicates végétations. Un vrai pays de
cocagne, où tout est beau, riche, tranquille, honnête; où le luxe a plaisir à se
mirer dans l'ordre ; où la vie est grasse et douce à respirer ; d'où le
désordre, la turbulence et l'imprévu sont exclus ; où le bonheur est marié au
silence; où la cuisine elle-même est poétique, grasse et excitante à la fois; où
tout vous ressemble, mon cher ange. Tu connais cette maladie fiévreuse qui
s'empare de nous dans les froides misères, cette nostalgie du pays qu'on ignore,
cette angoisse de la curiosité ? Il est une contrée qui te ressemble, où tout
est beau, riche, tranquille et honnête, où la fantaisie a bâti une Chine
occidentale, où la vie est douce à respirer, où le bonheur est marié au silence.
C'est là qu'il faut aller vivre, c'est là qu'il faut aller mourir ! Oui c'est là
qu'il faut aller respirer, rêver et allonger les heures par l'infini des
sensations. Un musicien a écrit l'Invitation à la valse ; quel est celui qui
composera l'Invitation au voyage, qu'on puisse offrir à la femme aimée, à la
soeur d'élection ? Oui, c'est dans cette atmosphère qu'il ferait bon vivre,-
là-bas, où les heures plus lentes contiennent plus de pensées, où les horloges
sonnent le bonheur avec une plus profonde et plus significative solennité. Sur
des panneaux luisants, ou sur des cuirs dorés et d'une richesse sombre, vivent
discrètement des peintures béates, calmes et profondes, comme les âmes des
artistes qui les créèrent. Les soleils couchants, qui colorent si richement la
salle à manger ou le salon, sont tamisés par de belles étoffes ou par ces hautes
fenêtres ouvragées que le plomb divise en nombreux compartiments. Les meubles
sont vastes, curieux, bizarres, armés de serrures et de secrets comme des âmes
raffinées. Les miroirs les métaux, les étoffes, l'orfèvrerie et la faïence y
jouent pour les yeux une symphonie muette et mystérieuse; et de toutes choses,
de tous les coins, des fissures des tiroirs et des plis des étoffes s'échappe un
parfum singulier, un revenez-y de Sumatra, qui est comme l'âme de l'appartement.
Un vrai pays de cocagne, te dis-je, où tout est riche, propre, luisant, comme
une belle conscience, comme une magnifique batterie de cuisine, comme une
splendide orfèvrerie, comme une bijouterie barriolée ! Les trésors du monde y
affluent, comme dans la maison d'un homme laborieux et qui a bien mérité du
monde entier. Pays singulier, supérieur aux autres, comme l'art l'est à la
nature, où celle-ci est reformée par le rêve, où elle est corrigée, embellie,
refondue. Qu'ils cherchent, qu'ils cherchent encore, qu'ils reculent sans cesse
les limites de leur bonheur,ces alchimistes de l'horticulture! Qu'ils proposent
des prix de soixante et de cent mille florins pour qui résoudra leurs ambitieux
problèmes! Moi, j'ai trouvé ma tulipe noire et mon dahlia bleu ! Fleur
incomparable, tulipe retrouvée, allégorique dahlia, c'est là, n'est-ce-pas, dans
ce beau pays si calme et si rêveur, qu'il faudrait aller vivre et fleurir ? Ne
serais-tu pas encadrée dans ton analogie, et ne pourrais-tu pas te mirer, pour
parler comme les mystiques, dans ta propre correspondance ? Des rêves ! toujours
des rêves ! et plus l'âme est ambitieuse et délicate, plus les rêves l'éloignent
du possible. Chaque homme porte en lui sa dose d'opium naturel, incessamment
sécrétée et renouvelée, et, de la naissance à la mort, combien comptons-nous
d'heures remplies par la jouissance positive, par l'action réussie et décidée ?
Vivrons-nous jamais, passerons-nous jamais dans ce tableau qu'a peint mon
esprit, ce tableau qui te ressemble ? Ces trésors, ces meubles, ce luxe, cet
ordre, ces parfums, ces fleurs miraculeuses, c'est toi. C'est encore toi, ces
grands fleuves et ces canaux tranquilles. Ces énormes navires qu'ils charrient,
tout chargés de richesses, et d'où montent les chants monotones de la manoeuvre,
ce sont mes pensées qui dorment ou qui roulent sur ton sein. Tu les conduis
doucement vers la mer qui est l'Infini, tout en réfléchissant les profondeurs du
ciel dans la limpidité de ta belle âme ; - et quand, fatigués par la houle et
gorgés des produits de l'Orient, ils rentrent au port natal, ce sont encore mes
pensées enrichies qui reviennent de l'infini vers toi.
XIX
Le joujou du pauvre
Sur une route, derrière la grille d'un vaste jardin, au bout duquel apparaissait
la blancheur d'un joli château frappé par le soleil, se tenait un enfant beau et
frais, habillé de ces vêtements de campagne si pleins de coquetterie. Le luxe,
l'insouciance et le spectacle habituel de la richesse rendent ces enfants-là si
jolis, qu'on les croirait faits d'une autre pâte que les enfants de la
médiocrité ou de la pauvreté. A côté de lui gisait sur l'herbe un joujou
splendide, aussi frais que son maître, verni, doré, vêtu d'une robe pourpre, et
couvert de plumets et de verroteries. Mais l'enfant ne s'occupait pas de son
joujou préféré, et voici ce qu'il regardait: De l'autre côté de la grille, sur
la route, entre les chardons et les orties, il y avait un autre enfant, sale,
chétif, fuligineux, un de ces marmots-parias dont un oeil impartial découvrirait
la beauté, si, comme l'oeil du connaisseur devine une peinture idéale sous un
vernis de carrossier, il le nettoyait de la répugnante patine de la misère. A
travers ces barreaux symboliques séparant deux mondes, la grande route et le
château, l'enfant pauvre montrait à l'enfant riche son propre joujou, que
celui-ci examinait avidement comme un objet rare et inconnu. Or, ce joujou, que
le petit souillon agaçait, agitait et secouait dans une boîte grillée, c'était
un rat vivant ! Les parents, par économie sans doute, avaient tiré le joujou de
la vie elle-même. Et les deux enfants se riaient l'un à l'autre fraternellement,
avec des dents d'une égale blancheur.
XX
Les Dons des Fées
C'était grande assemblée des Fées, pour procéder à la répartition des dons parmi
tous les nouveau-nés, arrivés à la vie depuis vingt-quatre heures. Toutes ces
antiques et capricieuses Soeurs du Destin, toutes ces Mères bizarres de la joie
et de la douleur, étaient fort diverses : les unes avaient l'air sombre et
rechigné, les autres, un air folâtre et malin ; les unes, jeunes, qui avaient
toujours été jeunes ; les autres, vieilles, qui avaient toujours été vieilles.
Tous les pères qui ont foi dans les Fées étaient venus, chacun apportant son
nouveau-né dans ses bras. les Dons, les Facultés, les bons Hasards, les
Circonstances invincibles, étaient accumulés à côté du tribunal, comme les prix
sur l'estrade, dans une distribution de prix. Ce qu'il y avait ici de
particulier, c'est que les Dons n'étaient pas la récompense d'un effort, mais
tout au contraire une grâce accordée à celui qui n'avait pas encore vécu, une
grâce pouvant déterminer sa destinée et devenir aussi bien la source de son
malheur que de son bonheur. Les pauvres Fées étaient très affairées ; car la
foule des solliciteurs était grande, et le nombre intermédiaire placé entre
l'homme et Dieu est soumis comme nous à la terrible loi du Temps et de son
infinie postérité, les Jours, les Heures, les Minutes, les Secondes. En vérité,
elles étaient aussi ahuries que des ministres un jour d'audience, ou des
employés du Mont-de-Piété quand une fête nationale autorise les dégagements
gratuits. Je crois même qu'elles regardaient de temps à autre l'aiguille de
l'horloge avec autant d'impatience que des juges humains qui, siégeant depuis le
matin, ne peuvent s'empêcher de rêver au dîner, à la famille et à leurs chères
pantoufles. Si, dans la justice surnaturelle, il y a un peu de précipitation et
de hasard, ne nous étonnons pas qu'il en soit de même quelquefois dans la
justice humaine. Nous serions nous-mêmes, en ce cas, des juges injustes. Aussi
furent commises ce jour-là quelques bourdes qu'on pourrait considérer comme
bizarres, si la prudence, plutôt que le caprice, était le caractère distinctif,
éternel des Fées. Ainsi la puissance d'attirer magnétiquement la fortune fut
adjugée à l'héritier unique d'une famille très riche, qui, n'étant doué d'aucun
sens de charité, non plus que d'aucune convoitise pour les biens les plus
visibles de la vie, devait se trouver plus tard prodigieusement embarrassé de
ses millions. Ainsi furent donnés l'amour du Beau et la Puissance poétique au
fils d'un sombre dieu, carrier de son état, qui ne pouvait, en aucune façon,
aider les facultés, ni soulager les besoins de sa déplorable progéniture. J'ai
oublié de vous dire que la distribution, en ces cas solennels, est sans appel,
et qu'aucun don ne peut être refusé. Toutes les Fées se levaient, croyant leur
corvée accomplie; car il ne restait plus aucun cadeau, aucune largesse à jeter à
tout ce fretin humain, quand un brave homme, un pauvre petit commerçant, je
crois, se leva, et empoignant par sa robe de vapeurs multicolores la Fée qui
était le plus à sa portée, s'écria : " Eh! madame! vous nous oubliez! Il y a
encore mon petit ! Je ne veux pas être venu pour rien. " La Fée pouvait être
embarrassée; car il ne restait plus rien. Cependant elle se souvint à temps
d'une loi bien connue, quoique rarement appliquée, dans le monde surnaturel,
habité par ces déités impalpables, amies de l'homme, et souvent contraintes de
s'adapter à ses passions, telles que les Fées, les Gnomes, les Salamandres, les
Sylphides, les Sylphes, les Nixes, les Ondins et les Ondines, - je veux parler
de la loi qui concède aux Fées, dans un cas semblable à celui-ci, c'est-à-dire
le cas d'épuisement des lots, la faculté d'en donner encore un, supplémentaire
et exceptionnel, pourvu toutefois qu'elle ait l'imagination suffisante pour le
créer immédiatement. Donc la bonne Fée répondit, avec un aplomb digne de son
rang : " Je donne à ton fils... je lui donne... le Don de plaire ! " " Mais
plaire comment? plaire...? plaire pourquoi? demanda opiniâtrement le petit
boutiquier, qui était sans doute un de ces raisonneurs si communs, incapables de
s'élever jusqu'à la logique de l'Absurde. " Parce que! parce que! " répliqua la
Fée courroucée, en lui tournant le dos ; et rejoignant le cortège de ses
compagnes, elle leur disait : " Comment trouvez-vous ce petit Français vaniteux,
qui veut tout comprendre et qui ayant obtenu pour son fils le meilleur des lots,
ose encore interroger et discuter l'indiscutable ?
XXI
Les Tentations ou Eros, Plutus et la Gloire
Deux superbes Satans et une Diablesse, non moins extraordinaire, ont la nuit
dernière monté l'escalier mystérieux par où l'Enfer donne assaut à la faiblesse
de l'homme qui dort, et communique en secret avec lui. Et ils sont venus se
poser glorieusement devant moi, debout comme sur une estrade. Une splendeur
sulfureuse émanait de ces trois personnages, qui se détachaient ainsi du fond
opaque de la nuit. Ils avaient l'air si fier et si plein de domination, que je
les pris d'abord tous les trois pour de vrais Dieux. Le visage du premier Satan
était d'un sexe ambigu, et il y avait aussi, dans les lignes de son corps, la
mollesse des anciens Bacchus. Ses beaux yeux languissants, d'une couleur
ténébreuse et indécise, ressemblaient à des violettes chargées encore des lourds
pleurs de l'orage, et ses lèvres entrouvertes à des cassolettes chaudes, d'où
s'exhalait la bonne odeur d'une parfumerie ; et à chaque fois qu'il soupirait,
des insectes musqués s'illuminaient, en voletant, aux ardeurs de son souffle.
Autour de sa tunique de pourpre était roulé, en manière de ceinture, un serpent
chatoyant qui, la tête relevée, tournait langoureusement vers lui ses yeux de
braise. A cette ceinture vivante étaient suspendus, alternant avec des fioles
pleines de liqueurs sinistres, de brillants couteaux et des instruments de
chirurgie. Dans sa main droite il tenait une autre fiole dont le contenu était
d'un rouge lumineux, et qui portait pour étiquette ces mots bizarres : " Buvez,
ceci est mon sang, un parfait cordial "; dans la gauche, un violon qui lui
servait sans doute à chanter ses plaisirs et ses douleurs, et à répandre la
contagion de sa folie dans les nuits de sabbat. A ses chevilles délicates
traînaient quelques anneaux d'une chaîne d'or rompue, et quand la gêne qui en
résultait le forçait à baisser les yeux vers la terre, il contemplait
vaniteusement les ongles de ses pieds, brillants et polis comme des pierres bien
travaillées. Il me regarda avec ses yeux inconsolablement navrés, d'où
s'écoulait une insidieuse ivresse, et il me dit d'une voix chantante : " Si tu
veux, si tu veux, je te ferai le seigneur des âmes, et tu seras le maître de la
matière vivante, plus encore que le sculpteur peut l'être de l'argile ; et tu
connaîtras le plaisir, sans cesse renaissant, de sortir de toi-même pour
t'oublier dans autrui, et d'attirer les autres âmes jusqu'à les confondre avec
la tienne. " Et je lui répondis : " Grand merci ! je n'ai que faire de cette
pacotille d'êtres qui, sans doute, ne valent pas mieux que mon pauvre moi. Bien
que j'aie quelque honte à me souvenir, je ne veux rien oublier; et quand même je
ne te connaîtrais pas, vieux monstre, ta mystérieuse coutellerie, tes fioles
équivoques, les chaînes dont tes pieds sont empêtrés, sont des symboles qui
expliquent assez clairement les inconvénients de ton amitié. Garde tes présents.
" Le second Satan n'avait ni cet air à la fois tragique et souriant, ni ces
belles manières insinuantes, ni cette beauté délicate et parfumée. C'était un
homme vaste, à gros visage sans yeux, dont la lourde bedaine surplombait les
cuisses, et dont toute la peau était dorée et illustrée, comme d'un tatouage,
d'une foule de petites figures mouvantes représentant les formes nombreuses de
la misère universelle. Il y avait de petits hommes efflanqués qui se
suspendaient volontairement à un clou; il y avait de petits gnomes difformes,
maigres, dont les yeux suppliants réclamaient l'aumône mieux encore que eurs
mains tremblantes; et puis de vieilles mères portant des avortons accrochés à
leurs mamelles exténuées. Il y en avait encore bien d'autres. Le gros Satan
tapait avec son poing sur son immense ventre, d'où sortait alors un long et
retentissant cliquetis de métal, qui se terminait en un vague gémissement fait
de nombreuses voix humaines. Et il riait, en montrant impudemment ses dents
gâtées, d'un énorme rire imbécile, comme certains hommes de tous les pays quand
ils ont trop bien dîné. Et celui-là me dit : " Je puis te donner ce qui obtient
tout, ce qui vaut tout, ce qui remplace tout ! " Et il tapa sur son ventre
monstrueux, dont l'écho sonore fit le commentaire de sa grossière parole. Je me
détournai avec dégoût et je répondis : "Je n'ai besoin, pour ma jouissance, de
la misère de personne ; et je ne veux pas d'une richesse attristée, comme un
papier de tenture, de tous les malheurs représentés sur ta peau. " Quant à la
Diablesse, je mentirais si je n'avouais pas qu'à première vue je lui trouvai un
bizarre charme. Pour définir ce charme, je ne saurais le comparer à rien de
mieux qu'à celui des très-belles femmes sur le retour, qui cependant ne
vieillissent plus, et dont la beauté garde la magie pénétrante des ruines. Elle
avait l'air à la fois impérieux et dégingandé, et ses yeux, quoique battus,
contenaient une force fascinatrice. Ce qui me frappa le plus, ce fut le mystère
de sa voix, dans laquelle je retrouvais le souvenir des contralti les plus
délicieux et aussi un peu de l'enrouement des gosiers incessamment lavés par
l'eau-de-vie. " Veux-tu connaître ma puissance? " dit la fausse déesse avec sa
voix charmante et paradoxale. " Ecoute. " Et elle emboucha alors une gigantesque
trompette, enrubannée, comme un mirliton, des titres de tous les journaux de
l'univers, et à travers cette trompette elle cria mon nom, qui roula ainsi à
tra- vers l'espace avec le bruit de cent mille tonnerres, et me revint répercuté
par l'écho de la plus lointaine planète. " Diable! " fis-je, à moitié subjugué,
" voilà qui est précieux ! " Mais en examinant plus attentivement la séduisante
virago, il me sembla vaguement que je la reconnaissais pour l'avoir vue
trinquant avec quelques drôles de ma connaissance; et le son rauque du cuivre
apporta à mes oreilles je ne sais quel souvenir d'une trompette prostituée.
Aussi je répondis, avec tout mon dédain : " Va- t'en ! Je ne suis pas fait pour
épouser la maîtresse de certains que je ne veux pas nommer. " Certes, d'une si
courageuse abnégation j'avais le droit d'être fier. Mais malheureusement je me
réveillai, et toute ma force m'abandonna. " En vérité, me dis-je, il fallait que
je fusse bien lourdement assoupi pour montrer de tels scrupules. Ah ! s'ils
pouvaient revenir pendant que je suis éveillé, je ne ferais pas tant le délicat
! " Et je les invoquai à haute voix, les suppliant de me pardonner, leur offrant
de me déshonorer aussi souvent qu'il le faudrait pour mériter leurs faveurs ;
mais je les avais sans doute fortement offensés, car ils ne sont jamais revenus.
XXII
Le crépuscule du soir
Le jour tombe. Un grand apaisement se fait dans les pauvres esprits fatigués du
labeur de la journée ; et leurs pensées prennent maintenant les couleurs tendres
et indécises du crépuscule. Cependant du haut de la montagne arrive à mon
balcon, à travers les nues transparentes du soir, un grand hurlement, composé
d'une foule de cris discordants, que l'espace transforme en une lugubre
harmonie, comme celle de la marée qui monte ou d'une tempête qui s'éveille.
Quels sont les infortunés que le soir ne calme pas, et qui prennent, comme les
hibous, la venue de la nuit pour un signal de sabbat ? Cette sinistre ululation
nous arrive du noir hospice perché sur la montagne ; et, le soir, en fumant et
en contemplant le repos de l'immense vallée, hérissée de maisons dont chaque
fenêtre dit : " C'est ici la paix maintenant ; c'est ici la joie de la famille!"
je puis, quand le vent souffle de là-haut, bercer ma pensée étonnée à cette
imitation des harmonies de l'enfer. Le crépuscule excite les fous.- Je me
souviens que j'ai eu deux amis que le crépuscule rendait tout malades. L'un
méconnaissait alors tous les rapports d'amitié et de politesse, et maltraitait,
comme un sauvage, le premier venu. Je l'ai vu jeter à la tête d'un maître
d'hôtel un excellent poulet, dans lequel il croyait voir je ne sais quel
insultant hiéroglyphe. Le soir, précurseur des voluptés profondes, lui gâtait
les choses les plus succulentes. L'autre, un ambitieux blessé, devenait, à
mesure que le jour baissait, plus aigre, plus sombre, plus taquin. Indulgent et
sociable encore pendant la journée, il était impitoyable le soir; et ce n'était
pas seulement sur autrui, mais aussi sur lui-même, que s'exerçait rageusement sa
manie crépusculeuse. Le premier est mort fou, incapable de reconnaître sa femme
et son enfant ; le second porte en lui l'inquiétude d'un malaise perpétuel, et
fût-il gratifié de tous les honneurs que peuvent conférer les républiques et les
princes, je crois que le crépuscule allumerait encore en lui la brûlante envie
de distinctions imaginaires. La nuit, qui mettait ses ténèbres dans leur esprit,
fait la lumière dans le mien ; et, bien qu'il ne soit pas rare de voir la même
cause engendrer deux effets contraires, j'en suis toujours comme intrigué et
alarmé. O nuit ! ô rafraîchissantes ténèbres ! vous êtes pour moi le signal
d'une fête intérieure, vous êtes la délivrance d'une angoisse ! Dans la solitude
des plaines, dans les labyrinthes pierreux d'une capitale, scintillement des
étoiles, explosion des lanternes, vous êtes le feu d'artifice de la déesse
Liberté ! Crépuscule, comme vous êtes doux et tendre ! Les lueurs roses qui
traînent encore à l'horizon comme l'agonie du jour sous l'oppression victorieuse
de la nuit, les feux des candélabres qui font des taches d'un rouge opaque sur
les dernières gloires du couchant, les lourdes draperies qu'une main invisible
attire des profondeurs de l'Orient,imitent tous les sentiments compliqués qui
luttent dans le coeur de l'homme aux heures solennelles de la vie. On dirait
encore une de ces robes étranges de danseuses, où une gaze transparente et
sombre laisse entrevoir les splendeurs amorties d'une jupe éclatante, comme sous
le noir présent transperce le délicieux passé ; et les étoiles vacillantes d'or
et d'argent, dont elle est semée, représentent ces feux de la fantaisie qui ne
s'allument bien que sous le deuil profond de la Nuit.
XXIII
La solitude
Un gazetier philanthrope me dit que la solitude est mauvaise pour l'homme et à
l'appui de sa thèse, il cite, comme tous les incrédules, des paroles des Pères
de l'Eglise; Je sais que le Démon fréquente volontiers les lieux arides, et que
l'Esprit de meurtre et de lubricité s'enflamme merveilleusement dans les
solitudes. Mais il serait possible que cette solitude ne fût dangereuse que pour
l'âme oisive et divagante qui la peuple de ses passions et de ses chimères. Il
est certain qu'un bavard, dont le suprême plaisir consiste à parler du haut
d'une chaire ou d'une tribune, risquerait fort de devenir fou furieux dans l'île
de Robinson. Je n'exige pas de mon gazetier les courageuses vertus de Crusoé,
mais je demande qu'il ne décrète pas d'accusation les amoureux de la solitude et
du mystère. Il y a dans nos races jacassières, des individus qui accepteraient
avec moins de répugnance le supplice suprême, s'il leur était permis de faire du
haut de l'échafaud une copieuse harangue, sans craindre que les tambours de
Santerre ne leur coupassent intempes- tivement la parole. Je ne les plains pas,
parce que je devine que leurs effusions oratoires leur procurent des voluptés
égales à celles que d'autres tirent du silence et du recueillement ; mais je les
méprise. Je désire surtout que mon maudit gazetier me laisse m'amuser à ma
guise. " Vous n'éprouvez donc jamais, - me dit-il, avec un ton de nez très
apostolique, -le besoin de partager vos jouissances"? Voyez-vous le subtil
envieux! Il sait que je dédaigne les siennes, et il vient s'insinuer dans les
miennes, le hideux trouble-fête ! "Ce grand malheur de ne pouvoir être seul
!..." dit quelque part La Bruyère, comme pour faire honte à tous ceux qui
courent s'oublier dans la foule, craignant sans doute de ne pouvoir se supporter
eux-mêmes. " Presque tous nos malheurs nous viennent de n'avoir pas su rester
dans notre chambre ", dit un autre sage, Pascal, je crois, rappelant ainsi dans
la cellule du recueillement tous ces affolés qui cherchent le bonheur dans le
mouvement et dans une prostitution que je pourrais appeler fraternitaire, si je
voulais parler la belle langue de mon siècle.
XXIV
Les Projets
Il se disait, en se promenant dans un grand parc solitaire : " Comme elle serait
belle dans un costume de cour, compliqué et fastueux, descendant, à travers
l'atmosphère d'un beau soir, les degrés de marbre d'un palais, en face des
grandes pelouses et des bassins ! Car elle a naturellement l'air d'une
princesse." En passant plus tard dans une rue, il s'arrêta devant une boutique
de gravures, et, trouvant dans un carton une estampe représentant un paysage
tropical, il se dit : " Non ! ce n'est pas dans un palais que je voudrais
posséder sa chère vie. Nous n'y serions pas chez nous. D'ailleurs ces murs
criblés d'or ne laisseraient pas une place pour accrocher son image ; dans ces
solennelles galeries, il n'y a pas un coin pour l'intimité. Décidément, c'est là
qu'il faudrait demeurer pour cultiver le rêve de ma vie. " Et, tout en analysant
des yeux les détails de la gravure, il continuait mentalement : " Au bord de la
mer, une belle case en bois, enveloppée de tous ces arbres bizarres et luisants
dont j'ai oublié les noms..., dans l'atmosphère, une odeur enivrante,
indéfinissable..., dans la case un puissant parfum de rose et de musc..., plus
loin, derrière notre petit domaine, des bouts de mâts balancés par la houle...,
autour de nous, au-delà de la chambre éclairée d'une lumière rose tamisée par
les stores, décorée de nattes fraîches et de fleurs capiteuses, avec de rares
sièges d'un rococo portuguais, d'un bois lourd et ténébreux ( où elle reposerait
si calme, si bien éventée, fumant le tabac légèrement opiacé !), au-delà de la
varangue, le tapage des oiseaux ivres de lumières, et le jacassement des petites
négresses..., et, la nuit, pour servir d'accompagnement à mes songes, le chant
plaintif des arbres à musique, des mélancoliques filaos ! Oui, en vérité, c'est
bien là le décor que je cherchais. Qu'ai-je à faire de palais? " Et plus loin,
comme il suivait une grande avenue, il aperçut une auberge proprette, où d'une
fenêtre égayée par des rideaux d'indienne bariolée se penchaient deux têtes
rieuses. Et tout de suite : " Il faut, - se dit-i , - que ma pensée soit une
grande vagabonde pour aller chercher si loin ce qui est si près de moi. Le
plaisir et le bonheur sont dans la première auberge venue, dans l'aubergedu
hasard, si féconde en voluptés. Un grand feu, des faïences voyantes, un souper
passable, un vin rude, et un lit très-large avec des draps un peu âpres, mais
frais ; quoi de mieux? " Et en rentrant seul chez lui, à cette heure où les
conseils de la Sagesse ne sont plus étoués par les bourdonnements de la vie
extérieure, il se dit : " J'ai eu aujourd'hui, en rêve, trois domiciles où j'ai
trouvé un égal plaisir. Pourquoi contraindre mon corps à changer de place,
puisque mon âme voyage si lestement? Et à quoi bon exécuter des projets, puisque
le projet est en lui-même une jouissance suffisante? "
XXV
La belle Dorothée
Le soleil accable la ville de sa lumière droite et terrible; le sable est
éblouissant et la mer miroite. Le monde stupéfié s'affaisse lâchement et fait la
sieste, une sieste qui est une espèce de mort savoureuse où le dormeur, à demi
éveillé, goûte les voluptés de son anéantissement. Cependant Dorothée, forte et
fière comme le soleil, s'avance dans la rue déserte, seule vivante à cette heure
sous l'immense azur, et faisant sur la lumière une tache éclatante et noire.
Elle s'avance, balançant mollement son torse si mince sur ses hanches si larges.
Sa robe de soie collante, d'un ton clair et rose, tranche vivement sur les
ténèbres de sa peau et moule exactement sa taille longue, son dos creux et sa
gorge pointue. Son ombrelle rouge, tamisant la lumière, projette sur son visage
sombre le fard sanglant de ses reflets. Le poids de son énorme chevelure presque
bleue tire en arrière sa tête délicate et lui donne un air triomphant et
paresseux. De lourdes pendeloques gazouillent secrètement à ses mignonnes
oreilles. De temps en temps la brise de mer soulève par le coin sa jupe
flottante et montre sa jambe luisante et superbe ; et son pied, pareil aux pieds
des déesses de marbre que l'Europe enferme dans ses musées, imprime fidèlement
sa forme sur le sabIe fin. Car Dorothée est si prodigieusement coquette que le
plaisir d'être admirée l'emporte chez elle sur l'orgueil de l'affranchie, et,
bien qu'elle soit libre, elle marche sans souliers. Elle s'avance ainsi,
harmonieusement, heureuse de vivre et souriant d'un blanc sourire, comme si elle
apercevait au loin dans l'espace un miroir reflétant sa démarche et sa beauté. A
l'heure où les chiens eux-mêmes gémissent de douleur sous le soleil qui les
mord, quel puissant motif fait donc aller ainsi la paresseuse Dorothée, belle et
froide comme le bronze? Pourquoi a-t-elle quitté sa petite case si coquettement
arrangée, dont les fleurs et les nattes font à si peu de frais un parfait
boudoir; où elle prend tant de plaisir à se peigner, à fumer, à se faire éventer
ou à se regarder dans le miroir de ses grands éventails de plumes, pendant que
la mer, qui bat la plage à cent pas de là, fait à ses rêveries indécises un
puissant et monotone accompagnement, et que la marmite de fer, où cuit un ragoût
de crabes au riz et au safran, lui envoie, du fond de la cour, ses parfums
excitants? Peut-être a-t-elle un rendez-vous avec quelque jeune officier qui,
sur des plages lointaines, a entendu parler par ses camarades de la célèbre
Dorothée. Infailliblement elle le priera, la simple créature, de lui décrire le
bal de l'Opéra, et lui demandera si on peut y aller pieds nus, comme aux danses
du dimanche, où les vieilles Cafrines elles-mêmes deviennent ivres et furieuses
de joie ; et puis encore si les belles dames de Paris sont toutes plus belles
qu'elle. Dorothée est admirée et choyée de tous, et elle serait parfaitement
heureuse si elle n'était obligée d'entasser piastre sur piastre pour racheter sa
petite soeur qui a bien onze ans, et qui est déjà mûre, et si belle. Elle
réussira sans doute, la bonne Dorothée; le maître de l'enfant est si avare, trop
avare, pour comprendre une autre beauté que celle des écus!
XXVI
Les yeux des pauvres
Ah ! vous voulez savoir pourquoi je vous hais aujourd'hui. Il vous sera sans
doute moins facile de le comprendre qu'à moi de vous l'expliquer ; car vous
êtes, je crois, le plus bel exemple d'imperméabilité féminine qui se puisse
rencontrer. Nous avions passé ensemble une longue journée qui m'avait paru
courte. Nous nous étions bien promis que toutes nos pensées nous seraient
communes à l'un et à l'autre, et que nos deux âmes désormais n'en feraient plus
qu'une ; - un rêve qui n'a rien d'original, après tout, si ce n'est que, rêvé
par tous les hommes, il n'a été réalisé par aucun. Le soir, un peu fatiguée,
vous voulûtes vous asseoir devant un café neuf qui formait le coin d'un
boulevard neuf, encore tout plein de gravois et montrant déjà glorieusement ses
splendeurs inachevées. Le café étincelait. Le gaz, lui-même, y déployait toute
l'ardeur d'un début, et éclairait de toutes ses forces les murs aveuglants de
blancheur, les nappes éblouissantes des miroirs, les ors des baguettes et des
corniches, les pages aux joues rebondies traînés par des chiens en laisse, les
dames riant au faucon perché sur leur poing, les nymphes et les déesses portant
sur leur tête des fruits, des pâtés et du gibier, les Hébés et les Ganymèdes
présentant à bras tendu la petite amphore à bavaroises ou l'obélisque bicolore
des glaces panachées ; toute l'histoire et toute la mythologie mises au service
de la goinfrerie. Droit devant nous, sur la chaussée, était planté un brave
homme d'une quarantaine d'années, au visage fatigué, à la barbe grisonnante,
tenant d'une main un petit garçon et portant sur l'autre bras un petit être trop
faible pour marcher. Il remplissait l'office de bonne et faisait prendre à ses
enfants l'air du soir. Tous en guenilles. Ces trois visages étaient
extraordinairement sérieux, et ces six yeux contemplaient fixement le café
nouveau avec une admiration égale, mais nuancée diversement par l'âge. Les yeux
du père disaient :" Que c'est beau ! que c'est beau ! on dirait que tout l'or du
pauvre monde est venu se porter sur ces murs." - Les yeux du petit garçon : "
Que c'est beau ! que c'est beau ! mais c'est une maison où peuvent seuls entrer
les gens qui ne sont pas comme nous." Quant aux yeux du plus petit, ils étaient
trop fascinés pour exprimer autre chose qu'une joie stupide et profonde. Les
chansonniers disent que le plaisir rend l'âme bonne et amollit le coeur. La
chanson avait raison ce soir-là, relativement à moi. Non seulement j'étais
attendri par cette famille d'yeux, mais je me sentais honteux de nos verres et
de nos carafes, plus grands que notre soif. Je tournais mes regards vers les
vôtres, cher amour, pour y lire ma pensée plongeais dans vos yeux si beaux et si
bizarrement doux, dans vos yeux verts habités par le caprice et inspirés par la
Lune, quand vous me dîtes : " ces gens me sont insupportables avec les yeux
ouverts comme des portes cochères ! Ne pourriez-vous pas prier le maître du café
de les éloigner d'ici ?" Tant il est difficile de s'entendre, mon cher ange, et
tant la pensée est incommunicable, même entre gens qui s'aiment !
XXVII
Une mort héroïque
Fancioulle était un admirable bouffon. et presque un des amis du Prince. Mais
pour les personnes vouées par état au comique, les choses sérieuses ont de
fatales attractions, et, bien qu'il puisse paraître bizarre que les idées de
patrie et de liberté s'emparent despotiquement du cerveau d'un histrion, un jour
Fancioulle entra dans une conspiration formée par quelques gentilshommes
mécontents. Il existe partout des hommes de bien pour dénoncer au pouvoir ces
individus d'humeur atrabilaire qui veulent déposer les princes et opérer, sans
la consulter, le déménagement d'une société. Les seigneurs en question furent
arrêtés, ainsi que Fancioulle, et voués à une mort certaine. Je croirais
volontiers que le Prince fut presque fâché de trouver son comédien favori parmi
les rebelles. Le Prince n'était ni meilleur ni pire qu'un autre ; mais une
excessive sensibilité le rendait, en beaucoup de cas, plus cruel et plus despote
que tous ses pareils. Amoureux passionné des beaux-arts, excellent connaisseur
d'ailleurs, il était vraiment insatiable de voluptés. Assez indifférent
relativement aux hommes et à la morale, véritable artiste lui-même, il ne
connaissait d'ennemi dangereux que l'Ennui, et les efforts bizarres qu'il
faisait pour fuir ou pour vaincre ce tyran du monde lui auraient certainement
attiré, de la part d'un historien sévère, l'épithète de " monstre ", s'il avait
été permis, dans ses domaines, d'écrire quoi que ce fût qui ne tendît pas
uniquement au plaisir ou à l'étonnement, qui est une des formes les plus
délicates du plaisir. Le grand malheur de ce Prince fut qu'il n'eût jamais un
théâtre assez vaste pour son génie. Il y a des jeunes Nérons, qui étouffent dans
des limites trop étroites, et dont les siècles à venir ignoreront toujours le
nom et la bonne volonté. L'imprévoyante Providence avait donné à celui-ci des
facultés plus grandes que ses Etats. Tout d'un coup le bruit courut que le
souverain voulait faire grâce à tous les conjurés ; et l'origine de ce bruit fut
l'annonce d'un grand spectacle où Fancioulle devait jouer l'un de ses principaux
et de ses meilleurs rôles, et auquel assisteraient même, disait-on, les
gentilshommes condamnés ; signe évident, ajoutaient les esprits superficiels,
des tendances généreuses du Prince offensé. De la part d'un homme aussi
naturellement et volontairement excentrique, tout était possible, même la vertu,
même la clémence, surtout s'il avait pu espérer d'y trouver des plaisirs
inattendus. Mais pour ceux qui, comme moi, avaient pu pénétrer plus avant dans
les profondeurs de cette âme curieuse et malade, il était infiniment plus
probable que le Prince voulait juger de la valeur des talents scéniques d'un
homme condamné à mort. Il voulait profiter de l'occasion pour aire une
expérience physiologique d'un intérêt capital, et vérifier Jusqu'à quel point
les facultés habituelles d'un artiste pouvaient être altérées ou modifiées par
la situation extraordinaire où il se trouvait ; au-delà, existait-il dans son
âme une intention plus ou moins arrêtée de clémence ? C'est un point qui n'a
jamais pu être éclairci. Enfin, le grand jour arrivé, cette petite cour déploya
toutes ses pompes, et il serait difficile de concevoir, à moins de l'avoir vu,
tout ce que la classe privilégiée d'un petit Etat, à ressources restreintes,
peut montrer de splendeurs pour une vraie solennité. Celle-là était doublement
vraie, d'abord par la magie du luxe étalé, ensuite par l'intérêt moral et
mystérieux qui y était attaché. Le sieur Fancioulle excellait surtout dans les
rôles muets ou peu chargés de paroles, qui sont souvent les principaux dans ces
drames féeriques dont l'objet est de représenter symboliquement le mystère de la
vie. Il entra en scène légèrement et avec une aisance parfaite, ce qui contribua
à fortifier dans le noble public, l'idée de douceur et de pardon. Quand on dit
d'un comédien : " Voilà un bon comédien ", on se sert d'une formule qui implique
que sous le personnage se laisse encore deviner le comédien : c'est-à-dire
l'art, l'effort, la volonté. r, si un comédien arrivait à être, relativement au
personnage qu'il est chargé d'exprimer, ce que les meilleures statues de
l'antiquité, miraculeusement animées, vivantes, marchantes, voyantes, seraient
relativement à l'idée générale et confuse de beauté, ce serait là, sans doute,
un cas singulier et tout à fait imprévu. Fancioulle fut, ce soir-là, une
parfaite idéalisation qu'il était impossible de ne pas supposer vivante,
possible, réelle. Ce bouffon allait, venait, riait, pleurait, se convulsait,
avec une indestructible auréole autour de la tête, auréole invisible pour tous,
mais visible pour moi, et où se mêlaient, dans un étrange amalgame, les rayons
de l'Art et la Gloire du Martyre. Fancioulle introduisait, par je ne sais quelle
grâce spéciale, le divin et le surnaturel, jusque dans les plus extravagantes
bouffonneries. Ma plume tremble et des larmes d'une émotion toujours présente me
montent aux yeux pendant que je cherche à vous décrire cette inoubliable soirée.
Fancioulle me prouvait d'une manière péremptoire, irréfutable, que l'ivresse de
l'Art est plus apte que toute autre à voiler les terreurs du gouffre; que le
génie peut jouer la comédie au bord de la tombe avec une joie qui l'empêche de
voir la tombe, perdu, comme il est, dans un paradis excluant toute idée de tombe
et de destruction. Tout ce public, si blasé et frivole qu'il pût être, subit
bientôt la toute-puissante domination de l'artiste. Personne ne rêva plus de
mort, de deuil, ni de supplices. Chacun s'abandonna, sans inquiétude, aux
voluptés multipliées que donne la vue d'un chef-d'oeuvre d'art vivant. Les
explosions de la joie et de l'admiration ébranlèrent à plusieurs reprises les
voûtes de l'édifice avec l'énergie d'un tonnerre continu. Le Prince lui-même,
enivré, mêla ses applaudissements à ceux de sa cour. Cependant, pour un oeil
clairvoyant, son ivresse, à lui, n'était pas sans mélange. Se sentait-il vaincu
dans son pouvoir de despote ? humilié dans son art de terrifier les coeurs et
d'engourdir les esprits? frustré de ses espérances et bafoué dans ses
prévisions? De telles suppositions non exactement justifiées, mais non
absolument injustifiables, traversèrent mon esprit pendant que je contemplais le
visage du Prince, sur lequel une pâleur nouvelle s'ajoutait sans cesse à sa
pâleur habituelle, comme la neige s'ajoute à la neige. Ses lèvres se
resserraient de plus en plus, et ses yeux s'éclairaient d'un feu intérieur
semblable à celui de la jalousie et de la rancune, même pendant qu'il
applaudissait ostensiblement les talents de son vieil ami, l'étrange bouffon,
qui bouffonnait si bien la mort. A un certain moment, je vis Son Altesse se
pencher vers un petit page, placé derrière elle, et lui parler à l'oreille. La
physionomie espiègle du joli enfant s'illumina d'un sourire; et puis il quitta
vivement la loge princière comme pour s'acquitter d'une commission urgente.
Quelques minutes plus tard un coup de sifflet aigu, prolongé, interrompit
Fancioulle dans un de ses meilleurs moments, et déchira à la fois les oreilles
et les coeurs. Et de l'endroit de la salle d'où avait jailli cette
désapprobation inattendue, un enfant se précipitait dans un corridor avec des
rires étouffés. Fancioulle, secoué, réveillé dans son rêve, ferma d'abord les
yeux, puis les rouvrit presque aussitôt, démesurément agrandis, ouvrit ensuite
la bouche comme pour respirer convulsivement, chancela un peu en avant, un peu
en arrière, et puis tomba raide mort sur les planches. Le sifflet, rapide comme
un glaive, avait-il réellement frustré le bourreau? Le Prince avait-il lui-même
deviné toute l'homicide efficacité de sa ruse? Il est permis d'en douter.
Regretta-t-il son cher et inimitable Fancioulle? Il est doux et légitime de le
croire. Les gentilshommes coupables avaient joui pour la dernière fois du
spectacle de la comédie. Dans la même nuit ils furent effacés de la vie. Depuis
lors, plusieurs mimes, justement appréciés dans différents pays, sont venus
jouer devant la cour de ???; mais aucun d'eux n'a pu rappeler les merveilleux
talents de Fancioulle, ni s'élever jusqu'à la même faveur.
XXVIII
La fausse monnaie
Comme nous nous éloignions du bureau de tabac, mon ami fit un soigneux triage de
sa monnaie ; dans la poche gauche de son gilet il glissa de petites pièces d'or;
dans la droite, de petites pièces d'argent; dans la poche de sa culotte, une
masse de gros sols, et enfin, dans la droite, une pièce d'argent de deux francs
qu'il avait particulièrement examinée. " Singulière et minutieuse répartition! "
me dis-je en moi-même. Nous fîmes la rencontre d'un pauvre qui nous tendit sa
casquette en tremblant. - Je ne connais rien de plus inquiétant que l'éloquence
muette de ces yeux suppliants, qui contiennent à la fois, pour l'homme sensible
qui sait y lire, tant d'humilité, tant de reproches. Il trouve quelque chose
approchant cette profondeur de sentiment compliqué, dans les yeux larmoyants des
chiens qu'on fouette. L'offrande de mon ami fut beaucoup plus considérable que
la mienne, et je lui dis : " Vous avez raison ; après le plaisir d'être étonné,
il n'en est pas de plus grand que celui de causer une surprise. - C'était la
pièce fausse ", me répondit-il tranquillement, comme pour se justifier de sa
prodigalité. Mais dans mon misérable cerveau, toujours occupé à chercher midi à
quatorze heures (de quelle fatigante faculté la nature m'a fait cadeau ! ),
entra soudainement cette idée qu'une pareille conduite, de la part de mon ami,
n'était excusable que par le désir de créer un événement dans la vie de ce
pauvre diable, peut-être même de connaître les conséquences diverses, funestes
ou autres, que peut engendrer une pièce fausse dans la main d'un mendiant. Ne
pouvait-elle pas se multiplier en pièces vraies ? ne pouvait-elle pas aussi le
conduire en prison ? Un cabaretier, un boulanger, par exemple, allait peut-être
le faire arrêter comme faux monnayeur ou comme propagateur de fausse monnaie.
Tout aussi bien la pièce fausse serait peut-être, pour un pauvre petit
spéculateur, le germe d'une richesse de quelques jours. Et ainsi ma fantaisie
allait son train, prêtant des ailes à l'esprit de mon ami et tirant toutes les
déductions possibles de toutes les hypothèses possibles. Mais celui-ci rompit
brusquement ma rêverie en reprenant mes propres paroles : " Oui, vous avez
raison; il n'est pas de plaisir plus doux que de surprendre un homme en lui
donnant plus qu'il n'espère. " Je le regardais dans le blanc des yeux, et je fus
épouvanté de voir que ses yeux brillaient d'une incontestable candeur. Je vis
alors clairement qu'il avait voulu faire à la fois la charité et une bonne
affaire; gagner quarante sols et le coeur de Dieu emporter le paradis
économiquement; enfin attraper gratis un brevet d'homme charitable. Je lui
aurais presque pardonné le désir de la criminelle jouissance dont je le
supposais tout à l'heure capable; j'aurais trouvé curieux, singulier, qu'il
s'amusât à compromettre les pauvres ; mais je ne lui pardonnerai jamais
l'ineptie de son calcul. On n'est jamais excusable d'être méchant, mais il y a
quelque mérite à savoir qu'on l'est; et le plus irréparable des vices est de
faire le mal par bêtise.
XXIX
Le joueur généreux
Hier, à travers la foule du boulevard, je me suis senti frôlé par un Etre
mystérieux que j'avais toujours désiré connaître, et que je reconnus tout de
suite, quoique je ne l'eusse jamais vu. Il y avait sans doute chez lui,
relativement à moi, un désir analogue, car il me fit, en passant, un clignement
d'oeil significatif auquel je me hâtai d'obéir. Je le suivis attentivement, et
bientôt je descendis derrière lui dans une demeure souterraine, éblouissante, où
éclatait un luxe dont aucune des habitations supérieures de Paris ne pourrait
fournir un exemple approchant. Il me parut singulier que j'eusse pu passer si
souvent à côté de ce prestigieux repaire sans en deviner l'entrée. Là régnait
une atmosphère exquise, quoique capiteuse, qui faisait oublier presque
instantanément toutes les fastidieuses horreurs de la vie ; on y respirait une
béatitude sombre, analogue à celle que durent éprouver les mangeurs de lotus
quand, débarquant dans une île enchantée éclairée des lueurs d'une éternelle
après-midi ils sentirent naître en eux, aux sons assoupissants des mélodieuses
cascades, le désir de ne jamais revoir leurs pénates, leurs femmes, leurs
enfants, et de ne jamais remonter sur les hautes lames de la mer. Il y avait là
des visages étranges d'hommes et de femmes marqués d'une beauté fatale, qu'il me
semblait avoir vus déjà à des époques et dans des pays dont il m'était
impossible de me souvenir exactement, et qui m'inspiraient plutôt une sympathie
fraternelle que cette crainte qui naît ordinairement à l'aspect de l'inconnu Si
je voulais essayer de définir d'une manière quelconque l'expression singulière
de leurs regards, je dirais que jamais je ne vis d'yeux brillant plus
énergiquement de l'horreur de l'ennui et du désir immortel de se sentir vivre.
Mon hôte et moi, nous étions déjà, en nous asseyant, de vieux et parfaits amis.
Nous mangeâmes, nous bûmes outre mesure de toutes sortes de vins
extraordinaires, et, chose non moins extraordinaire, il me semblait, après
plusieurs heures, que je n'étais pas plus ivre que lui. Cependant le jeu, ce
plaisir surhumain, avait coupé à divers intervalles nos fréquentes libations, et
je dois dire que j'avais joué et perdu mon âme avec une insouciance et une
légèreté héroïques. L'âme est une chose si impalpable, si souvent inutile, et
quelquefois si gênante que je n'éprouvai, quant à cette perte, qu'un peu moins
d'émotion que si j'avais égaré, dans une promenade, ma carte de visite. Nous
fumâmes longuement quelques cigares dont la saveur et le parfum incomparables
donnaient à l'âme la nostalgie de pays et de bonheurs inconnus et, enivré de
toutes ces délices, j'osai, dans un accès de familiarité qui ne parut pas lui
déplaire, m'écrier, en m'emparant d'une coupe pleine jusqu'au bord : " A votre
immortelle santé, vieux bouc !" Nous causâmes aussi de l'univers, de sa création
et de sa future destruction ; de la grande idée du siècle, c'est à dire du
progrès et de la perfectibilité, et, en général, de toutes les formes de
l'infatuation humaine. Sur ce sujet-là, Son altesse ne tarissait pas en
plaisanteries légères et irréfutables, et elle s'exprimait avec une suavité de
diction et une tranquillité dans la drôlerie que je n'ai trouvées dans aucun des
plus célèbres causeurs de l'humanité. Elle m'expliqua l'absurdité des
différentes philosophies qui avaient jusqu'à présent pris possession du cerveau
humain, et daigna même me faire confidence de quelques principes fondamentaux
dont il ne me convient pas de partager les bénéfices et la propriété avec qui
que ce soit. Elle ne se plaignit en aucune façon de la mauvaise réputation dont
elle jouit dans toutes les parties du monde, m'assura qu'elle était, elle-même,
la personne la plus intéressée à la destruction de la superstition, et m'avoua
qu'elle n'avait eu peur, relativement à son propre pouvoir, qu'une seule fois,
c'était le jour où elle avait entendu un prédicateur, plus subtil ques ses
confrères, s'écrier en chaire : " Mes chers frères, n'oubliez jamais, quand vous
entendrez vanter le progrès des lumières, que la plus belle des ruses du diable
est de vous persuader qu'il n'existe pas !" Encouragé par tant de bontés, je lui
demandai des nouvelles de dieu, et s'il l'avait vu récemment. Il me répondit,
avec une insouciance nuancée d'une certaine tristesse : " Nous nous saluons
quand nous nous rencontrons, mais comme deux vieux gentilhommes, en qui une
politesse innée ne saurait éteindre tout à fait le souvenir d'anciennes
rancunes." Il est douteux que Son altesse ait jamais donné une si longue
audience à un simple mortel, et je craignais d'abuser. Enfin, comme l'aube
frissonnante blanchissait les vitres, ce célèbre personnage, chanté par tant de
poètes et servi par tant de philosophes qui travaillent à sa gloire sans le
savoir, me dit : " je veux que vous gardiez de moi un bon souvenir, et vous
prouver que moi, dont on dit tant de mal, je suis quelquefois bon diable, pour
me servir d'une de vos locutions vulgaires. Afin de compenser la perte
irrémédiable que vous avez faite de votre âme, je vous donne l'enjeu que vous
auriez gagné si le sort avait été pour vous, c'est-à-dire la possibilité de
soulager et de vaincre, pendant toute votre vie, cette bizarre affection de
l'ennui, qui est la source de toutes vos maladies et de tous vos misérables
progrès. Jamais un désir ne sera formé par vous, que je ne vous aide à le
réaliser ; vous régnerez sur vos vulgaires semblables ; vous serez fourni de
flatteries et même d'adorations ; l'argent, l'or, les diamants, les palais
féeriques, viendront vous chercher et vous prieront de les accepter, sans que
vous ayez fait un effort pour les gagner ; vous changerez de patrie et de
contrée aussi souvent que votre fantaisie vous l'ordonnera ; vous vous soûlerez
de voluptés, sans lassitude, dans des pays charmants où il fait toujours chaud
et où les femmes sentent aussi bon que les fleurs, - et caetera, et caetera...",
ajouta-t-il en se levant et en me congédiant avec un bon sourire. Si ce n'eût
été la crainte de m'humilier devant une aussi grande assemblée, je serais
volontiers tombé aux pieds de ce joueur généreux, pour le remercier de son
inouïe munificence. Mais peu à peu, après que je l'eus quitté, l'incurable
défiance rentra dans mon sein ; je n'osais plus croire à un si prodigieux
bonheur, et, en me couchant, faisant encore ma prière par un reste d'habitude
imbécile, je répétais dans un demi-sommeil : " mon Dieu ! seigneur, mon Dieu !
faites que le diable me tienne sa parole !
XXX
La corde
A Edouard Manet.
" Les illusions, - me disait mon ami, - sont aussi innombrables peut-être que
les rapports des hommes entre eux, ou des hommes avec les choses. Et quand
l'illusion disparaît, c'est-à-dire quand nous voyons l'être ou le fait tel qu'il
existe en dehors de nous, nous éprouvons un bizarre sentiment, compliqué moitié
de regret pour le fantôme disparu, moitié de surprise agréable devant la
nouveauté, devant le fait réel. S'il existe un phénomène évident, trivial,
toujours semblable, et d'une nature à laquelle il soit impossible de se tromper,
c'est l'amour maternel. Il est aussi difficile de supposer une mère sans amour
maternel qu'une lumière sans chaleur; n'est-il donc pas parfaitement légitime
d'attribuer à l'amour maternel toutes les actions et les paroles d'une mère,
relatives à son enfant ? Et cependant, écoutez cette petite histoire, où j'ai
été singulièrement mystifié par l'illusion la plus naturelle." Ma profession de
peintre me pousse à regarder attentivement les visages, les physionomies qui
s'offrent dans ma route, et vous savez quelle jouissance nous tirons de cette
faculté qui rend à nos yeux la vie plus vivante et plus significative que pour
les autres hommes. Dans le quartier reculé que j'habite, et où de vastes espaces
gazonnés séparent encore les bâtiments, j'observai souvent un enfant dont la
physionomie ardente et espiègle, plus que toutes les autres, me séduisit
d'abord. Il a posé plus d'une fois pour moi, et je l'ai transformé tantôt en
petit bohémien, tantôt en ange, tantôt en Amour mythologique. Je lui ai fait
porter le violon du vagabond, la Couronne d'Epines et les Clous de la Passion,
et la Torche d'Eros. Je pris enfin à toute la drôlerie de ce gamin un plaisir si
vif, que je priai un jour ses parents, de pauvres gens, de vouloir bien me le
céder, promettant de bien l'habiller, de lui donner quelque argent et de ne pas
lui imposer d'autre peine que de nettoyer mes pinceaux et de faire mes
commissions. Cet enfant, débarbouillé, devint charmant, et la vie qu'il menait
chez moi lui semblait un paradis, comparativement à celle qu'il aurait subie
dans le taudis paternel. Seulement je dois dire que ce petit bonhomme m'étonna
quelquefois par des crises singulières de tristesse précoce, et qu'il manifesta
bientôt un goût immodéré pour le sucre et les liqueurs ; si bien qu'un jour où
je constatai que, malgré mes nombreux avertissements, il avait encore commis un
nouveau larcin de ce genre, je le menaçai de le renvoyer à ses parents. Puis je
sortis, et mes affaires me retinrent assez longtemps hors de chez moi. " Quels
ne furent pas mon horreur et mon étonnement quand, rentrant à la maison, le
premier objet qui frappa mon regard fut mon petit bonhomme, l'espiègle compagnon
de ma vie, pendu au panneau de cette armoire ! Ses pieds touchaient presque le
plancher; une chaise, qu'il avait sans doute repoussée du pied, était renversée
à côté de lui ; sa tête était penchée convulsivement sur une épaule; son visage,
boursouflé, et ses yeux, tout grands ouverts avec une fixité effrayante, me
causèrent d'abord l'illusion de la vie. Le dépendre n'était pas une besogne
aussi facile que vous pouvez le croire. Il était déjà fort raide, et j'avais une
répugnance inexplicable à le faire brusquement tomber sur le sol. Il fallait le
soutenir tout entier avec un bras, et, avec la main de l'autre bras, couper la
corde. Mais cela fait, tout n'était pas fini; le petit monstre s'était servi
d'une ficelle fort mince qui était entrée profondément dans les chairs, et il
fallait maintenant, avec de minces ciseaux, chercher la corde entre les deux
bourrelets de l'enflure, pour lui dégager le cou. " J'ai négligé de vous dire
que j 'avais vivement appelé au secours ; mais tous mes voisins avaient refusé
de me venir en aide, fidèles en cela aux habitudes de l'homme civilisé, qui ne
veut jamais, je ne sais pourquoi, se mêler des affaires d'un pendu. Enfin vint
un médecin qui déclara que l'enfant était mort depuis plusieurs heures. Quand
plus tard, nous eûmes à le déshabiller pour l'ensevelissement, la rigidité
cadavérique était telle que, désespérant de fléchir les membres, nous dûmes
lacérer et couper les vêtements pour les lui enlever. " Le commissaire, à qui,
naturellement, je dus déclarer l'accident, me regarda de travers, et dit : "
Voilà qui est louche ! " mû sans doute par un désir invétéré et une habitude
d'état de faire peur, à tout hasard, aux innocents comme aux coupables. "
Restait une tâche suprême à accomplir, dont la seule pensée me causait une
angoisse terrible : il fallait avertir les parents. Mes pieds refusaient de m'y
conduire. Enfin j'eus ce courage. Mais à mon grand étonnement, la mère fut
impassible, pas une larme ne suinta du coin de son oeil. J'attribuai cette
étrangeté à l'horreur même qu'elle devait éprouver, et je me souvins de la
sentence connue : " Les douleurs les plus terribles sont les douleurs muettes."
Quant au père, il se contenta de dire d'un air moitié abruti, moitié rêveur : "
Après tout, cela vaut peut-être mieux ainsi; il aurait toujours mal fini ! " "
Cependant le corps était étendu sur mon divan, et, assisté d'une servante, je
m'occupais des derniers préparatifs, quand la mère entra dans mon atelier. Elle
voulait, disait-elle, voir le cadavre de son fils. Je ne pouvais pas, en vérité,
l'empêcher de s'enivrer de son malheur et lui refuser cette suprême et sombre
consolation. Ensuite elle me pria de lui montrer l'endroit où son petit s'était
pendu. " Oh ! non ! madame, - lui répondis-je, - cela vous ferait mal. " Et
comme involontairement mes yeux se tournaient vers la funèbre armoire, je
m'aperçus, avec un dégoût mêlé d'horreur et de colère, que le clou était resté
fiché dans la paroi, avec un long bout de corde qui traînait encore. Je
m'élançai vivement pour arracher ces derniers vestiges du malheur, et comme
j'allais les lancer au dehors par la fenêtre ouverte, la pauvre femme saisit mon
bras et me dit d'une voix irrésistible : " Oh ! monsieur ! laissez-moi cela ! je
vous en prie ! je vous en supplie ! " Son désespoir l'avait, sans doute, me
parut-il, tellement affolée, qu'elle s'éprenait de tendresse maintenant pour ce
qui avait servi d'instrument à la mort de son fils, et le voulait garder comme
une horrible et chère relique. - Et elle s'empara du clou et de la ficelle. "
Enfin! enfin! tout était accompli. Il ne restait plus qu'à me remettre au
travail, plus vivement encore que d'habitude, pour chasser peu à peu ce petit
cadavre qui hantait les replis de mon cerveau, et dont le fantôme me fatiguait
de ses grands yeux fixes. Mais le lendemain je reçus un paquet de lettres : les
unes, des locataires de ma maison, quelques autres des maisons voisines ; l'une,
du premier étage; l'autre du second; l'autre, du troisième, et ainsi de suite,
les unes en style demi-plaisant, comme cherchant à déguiser sous un apparent
badinage la sincérité de la demande ; les autres, lourdement effrontées et sans
orthographe mais toutes tendant au même but, c'est-à-dire à obtenir de moi un
morceau de la funeste et béatifique corde. Parmi les signataires il y avait, je
dois le dire, plus de femmes que d'hommes ; mais tous, croyez-le bien,
n'appartenaient pas à la classe infime et vulgaire. J'ai gardé ces lettres. " Et
alors, soudainement, une lueur se fit dans mon cerveau, et je compris pourquoi
la mère : tenait tant à m'arracher la ficelle et par quel commerce elle
entendait se consoler."
XXXI
Les Vocations
Dans un beau jardin où les rayons d'un soleil automnal semblaient s'attarder à
plaisir, sous un ciel déjà verdâtre où des nuages d'or flottaient comme des
continents en voyage, quatre beaux enfants, quatre garçons, las de jouer sans
doute, causaient entre eux. L'un disait : " Hier on m'a mené au théâtre. Dans
des palais grands et tristes, au fond desquels on voit la mer et le ciel, des
hommes et des femmes, sérieux et tristes aussi, mais bien plus beaux et bien
mieux habillés que ceux que nous voyons partout, parlent avec une voix
chantante. Ils se menacent, ils supplient, ils se désolent, et ils appuient
souvent leur main sur un poignard enfoncé dans leur ceinture. Ah ! c'est bien
beau ! Les femmes sont bien plus belles et bien plus grandes que celles qui
viennent nous voir à la maison et, quoique avec leurs grands yeux creux et leurs
joues enflammées elles aient l'air terrible, on ne peut pas s'empêcher de les
aimer. On a peur, on a envie de pleurer, et cependant l'on est content... Et
puis, ce qui est plus singulier, cela donne envie d'être habillé de même, de
dire et de faire les mêmes choses, et de parler avec la même voix..." L'un des
quatre enfants, qui depuis quelques secondes n'écoutait plus le discours de son
cama- rade et observait avec une fixité étonnante je ne sais quel point du ciel,
dit tout à coup : " Regardez, regardez là-bas... ! Le voyez-vous? Il est assis
sur ce petit nuage isolé, ce petit nuage couleur de feu, qui marche doucement.
Lui aussi, on dirait qu'il nous regarde." " Mais qui donc? " demandèrent les
autres. " Dieu! " répondit-il avec un accent parfait de conviction. " Ah ! il
est déjà bien loin ; tout à l'heure, vous ne pourrez plus le voir. Sans doute il
voyage, pour visiter tous les pays. Tenez, il va passer derrière cette rangée
d'arbres qui est presque à l'horizon... et maintenant il descend derrière le
clocher... Ah ! on ne le voit plus! " Et l'enfant resta longtemps tourné du même
côté, xant sur la ligne qui sépare la terre du ciel des yeux où brillait une
inexplicable expression d'extase et de regret. " Est-il bête, celui-là, avec son
bon Dieu, que lui seul peut apercevoir! " dit alors le troisième, dont toute la
petite personne était marquée d'une vivacité et d'une vitalité singulières. "
Moi, je vais vous raconter comment il m'est arrivé quelque chose qui ne vous est
jamais arrivé, et qui est un peu plus intéressant que votre théâtre et vos
nuages. - Il y a quelques jours, mes parents m'ont emmené en voyage avec eux,
et, comme dans l'auberge où nous nous sommes arrêtés, il n'y avait pas assez de
lits pour nous tous, il a été décidé que je dormirais dans le même lit que ma
bonne. " - Il attira ses camarades près de lui, et parla d'une voix plus basse.
- " Ca fait un singulier effet, allez, de n'être pas couché seul et d'être dans
un lit avec sa bonne, dans les ténèbres. Comme je ne dormais pas, je me suis
amusé, pendant qu'elle dormait, à passer ma main sur ses bras, sur son cou et
sur ses épaules. Elle a les bras et le cou bien plus gros que toutes les autres
femmes, et la peau en est si douce, si douce, qu'on dirait du papier à lettre ou
du papier de soie. J'y avais tant de plaisir que j'aurais longtemps continué, si
je n'avais pas eu peur, peur de la réveiller d'abord, et puis encore peur de je
ne sais quoi. Ensuite j'ai fourré ma tête dans ses cheveux qui pendaient dans
son dos, épais comme une crinière, et ils sentaient aussi bon, je vous assure,
que les fleurs du jardin, à cette heure-ci. Essayez, quand vous pourrez, d'en
faire autant que moi, et vous verrez! " Le jeune auteur de cette prodigieuse
révélation avait, en faisant son récit, les yeux écarquillés par une sorte de
stupéfaction de ce qu'il éprouvait encore, et les rayons du soleil couchant, en
glissant à travers les boucles rousses de sa chevelure ébouriffée, y allumaient
comme une auréole sulfureuse de passion. Il était facile de deviner que celui-là
ne perdrait pas sa vie à chercher la Divinité dans les nuées, et qu'il la
trouverait fréquemment ailleurs. Enfin le quatrième dit : " Vous savez que je ne
m'amuse guère à la maison; on ne me mène jamais au spectacle ; mon tuteur est
trop avare : Dieu ne s'occupe pas de moi et de mon ennui, et je n'ai pas une
belle bonne pour me dorloter. Il m'a souvent semblé que mon plaisir serait
d'aller toujours droit devant moi, sans savoir où, sans que personne s'en
inquiète, et de voir toujours des pays nouveaux. Je ne suis jamais bien nulle
part, et je crois toujours que je serais mieux ailleurs que là où je suis. Eh
bien! j'ai vu, à la dernière foire du village voisin, trois hommes qui vivent
comme je voudrais vivre. Vous n'y avez pas fait attention, vous autres. Ils
étaient grands, presque noirs et très fiers, quoique en guenilles, avec l'air de
n'avoir besoin de personne. Leurs grands yeux sombres sont devenus tout à fait
brillants pendant qu'ils faisaient de la musique; une musique si surprenante
qu'elle donne envie tantôt de danser, tantôt de pleurer, ou de faire les deux à
la fois, et qu'on deviendrait comme fou si on les écoutait trop longtemps. L'un,
en traînant son archet sur son violon, semblait raconter son chagrin, et
l'autre, en faisant sautiller son petit marteau sur les cordes d'un petit piano
suspendu à son cou par une courroie, avait l'air de se moquer de la plainte de
son voisin, tandis que le troisième choquait de temps à autre ses cymbales avec
une violence extraordinaire. Ils étaient si contents d'eux-mêmes, qu'ils ont
continué à jouer leur musique de sauvages, même après que la foule s'est
dispersée. Enfin ils ont ramassé leurs sous, ont chargé leur bagage sur leur
dos, et sont partis. Moi, voulant savoir où ils demeuraient, je les ai suivis de
loin, jusqu'au bord de la forêt, où j'ai compris seulement alors qu'ils ne
demeuraient nulle part. Alors l'un a dit : " Faut-il déployer la tente? " Ma foi
! non! " a répondu l'autre, " il fait une si belle nuit! " Le troisième disait
en comptant la recette : " Ces gens-là ne sentent pas la musique, et leurs
femmes dansent comme des ours. Heureusement, avant un mois nous serons en
Autriche, où nous trouverons un peuple plus aimable. " " Nous ferions peut-être
mieux d'aller vers l'Espagne, car voici la saison qui s'avance ; fuyons avant
les pluies et ne mouillons que notre gosier ", a dit un des deux autres. " J'ai
tout retenu, comme vous voyez. Ensuite ils ont bu chacun une tasse d'eau-de-vie
et se sont endormis, le front tourné vers les étoiles. J'avais eu d'abord envie
de les prier de m'emmener avec eux et de m'apprendre à jouer de leurs
instruments ; mais je n'ai pas osé, sans doute parce qu'il est toujours très
difficile de se décider à n'importe quoi, et aussi parce quej'avais peur d'être
rattrapé avant d'être hors de France. " L'air peu intéressé des trois autres
camarades me donna à penser que ce petit était déjà un incompris. Je le
regardais attentivement ; il y avait dans son oeil et dans son front ce je ne
sais quoi de précocement fatal qui éloigne généralement la sympathie, et qui, je
ne sais pourquoi, excitait la mienne, au point que j'eus un instant l'idée
bizarre que je pouvais avoir un frère à moi-même inconnu. Le soleil s'était
couché. La nuit solennelle avait pris place. Les enfants se séparèrent, chacun
allant, à son insu, selon les circonstances et les hasards, mûrir sa destinée,
scandaliser ses proches et graviter vers la gloire ou vers le déshonneur.
XXXII
Le thyrse
A FRANZ LISZT
Qu'est-ce qu'un thyrse ? Selon le sens moral et poétique, c'est un emblème
sacerdotal dans la main des prêtres ou des prêtresses célébrant la divinité dont
ils sont les interprètes et les serviteurs. Mais physiquement ce n'est qu'un
bâton, un pur bâton, perche à houblon, tuteur de vigne, sec. dur et droit.
Autour de ce bâton, dans des méandres capricieux, se jouent et folâtrent des
tiges et des fleurs, celles-ci sinueuses et fuyardes, celles-là penchées comme
des cloches ou des coupes renversées. Et une gloire étonnante jaillit de cette
complexité de lignes et de couleurs, tendres ou éclatantes. Ne dirait-on pas que
la ligne courbe et la spirale font leur cour à la ligne droite et dansent autour
dans une muette adoration? Ne dirait-on pas que toutes ces corolles délicates,
tous ces calices, explosions de senteurs et de couleurs, exécutent un mystique
fandango autour du bâton hiératique? Et quel est, cependant, le mortel imprudent
qui osera décider si les fleurs et les pampres ont été faits pour le bâton, ou
si le bâton n'est que le prétexte pour montrer la beauté des pampres et des
fleurs ? Le thyrse est la représentation de votre étonnante dualité, maître
puissant et vénéré, cher Bacchant de la Beauté mystérieuse et passionnée. Jamais
nymphe exaspérée par l'invincible Bacchus ne secoua son thyrse sur les têtes de
ces compagnes affolées avec autant d'énergie et de caprice que vous agitez votre
génie sur les coeurs de vos frères. - Le bâton, c'est votre volonté, droite,
ferme et inébranlable; les fleurs, c'est la promenade de votre fantaisie autour
de votre volonté; c'est l'élément féminin exécutant autour du mâle ses
prestigieuses pirouettes. Ligne droite et ligne arabesque, intention et
expression, raideur de la volonté, sinuosité du verbe, unité du but, variété des
moyens, amalgame tout-puissant et indivisible du génie, quel analyste aura le
détestable courage de vous diviser et de vous séparer? Cher Liszt, à travers les
brumes, par-delà les fleuves, par-dessus les villes où les pianos chantent votre
gloire, où l'imprimerie traduit votre sagesse, en quelque lieu que vous soyez,
dans les splendeurs de la ville éternelle ou dans les brumes des pays rêveurs
que console Gambrinus, improvisant des chants de délectation ou d'ineffable
douleur, ou confiant au papier vos méditations abstruses, chantre de la Volupté
et de l'Angoisse éternelles, philosophe, poète et artiste, je vous salue en
l'immortalité !
XXXIII
Enivrez-vous
Il faut être toujours ivre. Tout est là : c'est l'unique question. Pour ne pas
sentir l'horrible fardeau du temps qui brise vos épaules et vous penche vers la
terre, il faut vous enivrer sans trêve. Mais de quoi? De vin, de poésie ou de
vertu, à votre guise. Mais enivrez - vous. Et si quelquefois, sur les marches
d'un palais, sur l'herbe verte d'un fossé, dans la solitude morne de votre
chambre, vous vous réveillez, l'ivresse déjà diminuée ou disparue, demandez au
vent, à la vague, à l'étoile, à l'oiseau, à l'horloge, à tout ce qui fuit, à
tout ce qui gémit, à tout ce qui roule, à tout ce qui chante, à tout ce qui
parle, demandez quelle heure il est ; et le vent, la vague, l'étoile, l'oiseau,
l'horloge, vous répondront : "Il est l'eure de s'enivrer ! Pour n'être pas les
esclaves martyrisés du temps, enivrez-vous sans cesse ! De vin, de poésie ou de
vertu, à votre guise.
XXXIV
Déjà
Cent fois déjà le soleil avait jailli, radieux ou attristé, de cette cuve
immense de la mer dont les bords ne se laissent qu'à peine apercevoir ; cent
fois il s'était replongé, étincelant ou morose, dans son immense bain du soir
Depuis nombre de jours, nous pouvions contempler l'autre côté du firmament et
déchiffrer l'alphabet céleste des antipodes. Et chacun des passagers gémissait
et grognait. On eût dit que l'approche de la terre exaspérait leur souffrance."
Quand donc ", disaient-ils, " cesserons-nous de dormir un sommeil secoué par la
lame, troublé par un vent qui ronfle plus haut que nous ? quand pourrons-nous
manger de la viande qui ne soit pas salée comme l'élément infâme qui nous porte
? quand pourrons-nous digérer dans un fauteuil immobile ?" Il y en avait qui
pensaient à leur foyer, qui regrettaient leurs femmes infidèles et maussades, et
leur progéniture criarde. Tous étaient si affolés par l'image de la terre
absente, qu'ils auraient, je crois, mangé de l'herbe avec plus d'enthousiasme
que les bêtes. Enfin un rivage fut signalé; et nous vîmes, en approchant, que
c'était une terre magnifique, éblouissante. Il semblait que les musiques de la
vie s'en détachaient en un vague murmure, et que de ces côtes, riches en
verdures de toute sorte, s'exhalait, jusqu'à plusieurs lieues, une délicieuse
odeur de fleurs et de fruits. Aussitôt chacun fut joyeux, chacun abdiqua sa
mauvaise humeur. Toutes les querelles furent oubliées, tous les torts
réciproques pardonnés ; les duels convenus furent rayés de la mémoire, et les
rancunes s'envolèrent comme des fumées. Moi seul j'étais triste,
inconcevablement triste. semblable à un prêtre à qui on arracherait sa divinité,
je ne pouvais, sans une navrante amertume, me détacher de cette mer si
infiniment variée dans son effrayante simplicité, et qui semble contenir en elle
et représenter par ses jeux, ses allures, ses colères et ses sourires, les
humeurs, les agonies et les extases de toutes les âmes qui ont vécu, qui vivent
et qui vivront. En disant adieu à cette incomparable beauté, je me sentais
abattu jusqu'à la mort ; et c'est pourquoi, quand chacun de mes compagnons dit :
"enfin !" je ne pus crier que : "déjà !" Cependant c'était la terre, la terre
avec ses bruits, ses passions, ses commodités, ses fêtes ; c'était une terre
riche et magnifique, pleine de promesses, qui nous envoyait un mystérieux parfum
de rose et de musc, et d'où les musiques de la vie nous arrivaient en un
amoureux murmure.
XXXV
Les Fenêtres
Celui qui regarde du dehors à travers une fenêtre ouverte, ne voit jamais autant
de choses que celui qui regarde une fenêtre fermée. Il n'est pas d'objet plus
profond, plus mystérieux, plus profond, plus fécond, plus ténébreux, plus
éblouissant, qu'une fenêtre éclairée d'une chandelle. Ce qu'on peut voir au
soleil est toujours moins intéressant que ce qui se passe derrière une vitre.
Dans ce trou noir ou lumineux vit la vie, rêve la vie, souffre la vie. Par delà
des vagues de toits, j'aperçois une femme mûre, ridée déjà, pauvre, toujours
penchée sur quelque chose, et qui ne sort jamais. Avec son visage, avec son
vêtement, avec son geste, avec presque rien, j'ai refait l'histoire de cette
femme, ou plutôt sa légende, et quelquefois je me la raconte à moi-même en
pleurant. Si c'eût été un pauvre vieux homme, j'aurais refait la sienne tout
aussi aisément. Et je me couche, fier d'avoir vécu et souffert dans d'autres que
moi-même. Peut-être me direz-vous : "Es-tu sûr que cette légende soit la vraie
?" Qu'importe ce que peut être la réalité placée hors de moi, si elle m'a aidé à
vivre, à sentir que je suis et ce que je suis ?
XXXVI
Le Désir de peindre
Malheureux peut être l'homme, mais heureux l'artiste que le désir déchire. Je
brûle de peindre celle qui m'est apparue si rarement et qui a fui si vite comme
une belle chose regrettable derrière le voyageur emporté dans la nuit. Comme il
y a longtemps déjà qu'elle a disparu! Elle est belle, et plus que belle ; elle
est surprenante. En elle le noir abonde et tout ce qu'elle inspire est nocturne
et profond. Ses yeux sont deux antres où scintille vaguement le mystère, et son
regard illumine comme l'éclair: c'est une explosion dans les ténèbres. Je la
comparerais à un soleil noir, si l'on pouvait concevoir un astre noir versant la
lumière et le bonheur, mais elle fait plus volontiers penser à la lune qui sans
doute l'a marquée de sa redoutable influence ; non pas la lune blanche des
idylles qui ressemble à une froide mariée, mais la lune sinistre et enivrante
suspendue au fond d'une nuit orageuse et bousculée par les nuées qui courent ;
non pas la lune paisible et discrète visitant le sommeil des hommes purs, mais
la lune arrachée du ciel vaincue et révoltée que les sorcières thessaliennes
contraignent durement à danser sur l'herbe terrifiée ! Dans son petit front
habitent la volonté tenace et l'amour de la proie. Cependant au bas de ce visage
inquiétant où des narines mobiles aspirent l'inconnu et l'impossible, éclate
avec une grâce inexprimable le rire d'une grande bouche, rouge et blanche,et
délicieuse qui fait rêver au miracle d'une superbe fleur éclose dans un terrain
volcanique. Il y a des femmes qui inspirent l'envie de les vaincre et de jouir
d'elles mais celle-ci donne le désir de mourir lentement sous son regard.
XXXVII
Les Bienfaits de la Lune
La lune qui est le caprice même regarda par la fenêtre pendant que tu dormais
dans ton berceau, et se dit : " Cette enfant me plaît " Et elle descendit
moelleusement son escalier de nuages, et passa sans bruit à travers les vitres.
Puis elle s'étendit sur toi avec la tendresse souple d'une mère et elle déposa
ses couleurs sur ta face. Tes prunelles en sont restées vertes et tes joues
extraordinairement pâles. C'est en contemplant cette visiteuse que tes yeux se
sont si bizarrement agrandis ; et elle t'a si tendrement serrée à la gorge que
tu en as gardé pour toujours l'envie de pleurer. Cependant dans l'expansion de
sa joie, la lune remplissait toute la chambre comme une atmosphère phosphorique,
comme un poison lumineux et toute cette lumière vivante pensait et disait: " Tu
subiras éternellement l'influence de mon baiser. Tu seras belle à ma manière ;
tu aimeras ce que j'aime et ce qui m'aime: l'eau, les nuages, le silence et la
nuit ; la mer immense et verte ; l'eau informe et multiforme, le lieu où tu ne
seras pas; l'amant que tu ne connaîtras pas ; les fleurs monstrueuses ; les
parfums qui font délirer ; les chats qui se pâment sur les pianos et qui
gémissent comme des femmes, d'une voix rauque et douce ! "Et tu seras aimée de
mes amants, courtisée par mes courtisans Tu seras la reine des hommes aux yeux
verts dont j'ai serré aussi la gorge dans mes caresses nocturnes ; de ceux-là
qui aiment la mer, la mer immense, tumultueuse et verte, l'eau informe et
multiforme, le lieu où ils ne sont pas ; la femme qu'ils ne connaissent pas ;
les fleurs sinistres qui ressemblent aux encensoirs d'une religion inconnue, les
parfums qui troublent la volonté, et les animaux sauvages et voluptueux qui sont
les emblèmes de leur folie ! Et c'est pour cela, maudite chère enfant gâtée que
je suis maintenant couché à tes pieds, cherchant dans toute ta personne le
reflet de la redoutable divinité, de la fatidique marraine, de la nourrice
empoisonneuse de tous les lunatiques !
XXXVIII
Laquelle est la vraie ?
J'ai connu une certaine Bénédicta, qui remplissait l'atmosphère d'idéal, et dont
les yeux répandaient le désir de la grandeur, de la beauté, de la gloire et de
tout ce qui fait croire à l'immortalité. Mais cette fille miraculeuse était trop
belle pour vivre longtemps ; aussi est-elle morte quelques jours après que j'eus
fait sa connaissance, et c'est moi-même qui l'ai enterrée, un jour que le
printemps agitait son encensoir jusque dans les cimetières. C'est moi qui l'ai
enterrée, bien close dans une bière d'un bois parfumé et incorruptible comme les
coffres de l'Inde. Et comme mes yeux restaient fichés sur le lieu où était
enfoui mon trésor, je vis subitement une petite personne qui ressemblait
singulièrement à la défunte, et qui, piétinant sur la terre fraîche, avec une
violence hystérique et bizarre disait, en éclatant de rire : " C'est moi, la
vraie Bénédicta ! C'est moi, une fameuse canaille ! Et pour la punition de ta
folie et de ton aveuglement, tu m'aimeras telle que je suis ! " Mais moi,
furieux, j'ai répondu : "non ! non ! non !" et, pour mieux accentuer mon refus,
j'ai frappé si violemment la terre, que ma jambe s'est enfoncée jusqu'au genou
dans la sépulture récente, et que, comme un loup pris au piège, je reste
attaché, pour toujours peut-être, à la fosse de l'idéal.
XXXIX
Un Cheval de race
Elle est bien laide. elle est délicieuse pourtant ! Le Temps et l'Amour l'ont
marquée de leurs griffes et lui ont cruellement enseigné ce que chaque minute et
chaque baiser emportent de jeunesse et de fraîcheur. Elle est vraiment laide ;
elle est fourmi, araignée, si vous voulez, squelette même ; mais aussi elle
breuvage, magistère, sorcellerie ! en somme, elle est exquise. Le Temps n'a pu
rompre l'harmonie pétillante de sa démarche ni l'élégance indestructible de son
armature. L'Amour n'a pas altéré la suavité de son haleine d'enfant ; et le
Temps n'a rien arraché de son abondante crinière d'où s'exhale en fauves parfums
toute la vitalité endiablée du midi français : Nîmes, Aix, Arles, Avignon,
Narbonne, Toulouse, villes bénies du soleil, amoureuses et charmantes. Le Temps
et l'Amour l'ont vraiment mordue à belles dents ; ils n'ont rien diminué du
charme vague, mais éternel, de sa poitrine garçonnière. Usée peut-être, mais non
fatiguée, et toujours héroïque, elle fait penser à ces chevaux de grande race
que l'oeil du véritable amateur reconnaît, même attelés à un carrosse de louage
ou à un lourd chariot. Et puis elle est si douce et si fervente ! Elle aime
comme on aime en automne ; on dirait que les approches de l'hiver allument dans
son coeur un feu nouveau et la servilité de sa tendresse n'a jamais rien de
fatigant.
XL
Le miroir
Un homme épouvantable entre et se regarde dans la glace. " - Pourquoi vous
regardez-vous au miroir, puisque vous ne pouvez vous y voir qu'avec déplaisir ?
L'homme épouvantable me répond :"Monsieur d'après les immortels principes de ,
tous les hommes sont égaux en droit ; donc je possède le droit de me mirer ;
avec plaisir ou déplaisir, cela ne regarde que ma conscience " Au nom du bon
sens, j'avais sans doute raison ; mais au point de vue de la loi, il n'avait pas
tort.
XLI
Le port
Un port est un charmant séjour pour une âme fatiguée des luttes de la vie.
L'ampleur du ciel, l'architecture mobile des nuages, les colorations changeantes
de la mer, le scintillement des phares, sont un prisme merveilleusement propre à
amuser les yeux sans jamais les lasser. Les formes élancées des navires, au
gréement compliqué, auxquels la houle imprime des oscillations harmonieuses,
servent à entretenir dans l'âme le goût du rythme et de la beauté. Et puis
surtout, il y a une sorte de plaisir mystérieux et aristocratique pour celui qui
n'a plus ni curiosité, ni ambition, à contempler, couché dans le belvédère ou
accoudé sur le môle, tous ces mouvements de ceux qui partent et de ceux qui
reviennent, de ceux qui ont encore la force de vouloir, le désir de voyager ou
de s'enrichir.
XLII
Portraits de maîtresses
Dans un boudoir d'hommes, c'est-à-dire dans un fumoir attenant à un élégant
tripot, quatre hommes fumaient et buvaient. Ils n'étaient précisément ni jeunes
ni vieux, ni beaux ni laids; mais vieux ou jeunes, ils portaient cette
distinction non méconnaissable des vétérans de la joie, cet indescriptible je ne
sais quoi, cette tristesse froide et railleuse qui dit clairement : " Nous avons
fortement vécu, et nous cherchons ce que nous pourrions aimer et estimer. " L'un
d'eux jeta la causerie sur le sujet des femmes. Il eût été plus philosophique de
n'en pas parler du tout ; mais il y a des gens d'esprit qui, après boire, ne
méprisent pas les conversations banales. On écoute alors celui qui parle, comme
on écouterait de la musique de danse. " Tous les hommes, disait celui-ci, ont eu
l'âge de Chérubin: c'est l'époque où, faute de dryades, on embrasse, sans
dégoût, le tronc des chênes. C'est le premier degré de l'amour. Au second degré,
on commence à choisir. Pouvoir délibérer, c'est déjà une décadence. C'est alors
qu'on recherche décidément la beauté. Pour moi, messieurs, je me fais gloire
d'être arrivé, depuis longtemps, à l'époque climatérique du troisième degré où
la beauté elle-même ne suffit plus, si elle n'est assaisonnée par le parfum, la
parure, et caetera. J'avouerai même que j'aspire quelquefois, comme à un bonheur
inconnu, à un certain quatrième degré qui doit marquer le calme absolu. Mais,
durant toute ma vie, excepté à l'âge de Chérubin, j'ai été plus sensible que
tout autre à l'énervante sottise, à l'irritante médiocrité des femmes. Ce que
j'aime surtout dans les animaux, c'est leur candeur. Jugez donc combien j'ai dû
souffrir par ma dernière maîtresse. " C'était la bâtarde d'un prince. Belle,
cela va sans dire ; sans cela, pourquoi l'aurais je prise ? Mais elle gâtait
cette grande qualité par une ambition malséante et difforme. C'était une femme
qui voulait toujours faire l'homme. " Vous n'êtes pas un homme ! Ah! si j'étais
un homme ! De nous deux, c'est moi qui suis l'homme! " Tels étaient les
insupportables refrains qui sortaient de cette bouche d'où je n'aurais voulu
voir s'envoler que des chansons. A propos d'un livre, d'un poème, d'un opéra
pour lequel je laissais échapper mon admiration : " Vous croyez peut-être que
cela est très fort ? disait-elle aussitôt ; " est-ce que vous vous connaissez en
force ?" et elle argumentait. " Un beau jour elle s'est mise à la chimie ; de
sorte qu'entre ma bouche et la sienne je trouvai désormais un masque de verre.
Avec tout cela, fort bégueule. Si parfois je la bousculais par un geste un peu
trop amoureux, elle se convulsait comme une sensitive violée... - Comment cela
a-t-il fini ? dit l'un des trois autres. Je ne vous savais pas si patient. -
Dieu, reprit-il, mit le remède dans le mal. Un jour je trouvai cette Minerve,
affamée de force idéale, en tête-à-tête avec mon domestique, et dans une
situation qui m'obligea à me retirer discrètement pour ne pas les faire rougir.
Le soir, je les congédiai tous les deux, en leur payant les arrérages de leurs
gages. - Pour moi, reprit l'interrupteur, je n'ai à me plaindre que de moi-même.
Le bonheur est venu habiter chez moi, et je ne l'ai pas reconnu. La destinée
m'avait, en ces derniers temps, octroyé la jouissance d'une femme qui était bien
la plus douce, la plus soumise et la plus dévouée des créatures, et toujours
prête ! et sans enthousiasme ! " Je le veux bien, puisque cela vous est
agréable. " C'était sa réponse ordinaire. Vous donneriez la bastonnade à ce mur
ou à ce canapé, que vous en tireriez plus de soupirs que n'en tiraient du sein
de ma maîtresse les élans de l'amour le plus forcené. Après un an de vie
commune, elle m'avoua qu'elle n'avait jamais connu le plaisir. Je me dégoûtai de
ce duel inégal, et cette fille incomparable se maria. J'eus plus tard la
fantaisie de la revoir, et elle me dit, en me montrant six beaux enfants : " Eh
bien! mon cher ami, l'épouse est " encore aussi vierge que l'était votre
maîtresse. " Rien n'était changé dans cette personne. Quelquefois je la regrette
: j'aurais dû l'épouser. " Les autres se mirent à rire, et un troisième dit à
son tour: " Messieurs,j'ai connu des jouissances que vous avez peut-être
négligées. Je veux parler du comique dans l'amour, et d'un comique qui n'exclut
pas l'admiration. J'ai plus admiré ma dernière maîtresse que vous n'avez pu, je
crois, haïr ou aimer les vôtres. Et tout le monde l'admirait autant que moi.
Quand nous entrions dans un restaurant, au bout de quelques minutes, chacun
oubliait de manger pour la contempler. Les garçons eux-mêmes et la dame du
comptoir ressentaient cette extase contagieuse jusqu'à oublier leurs devoirs.
Bref, j'ai vécu quelque temps en tête-à-tête avec un phénomène vivant. Elle
mangeait, mâchait, broyait, dévorait, engloutissait, mais avec l'air le plus
léger et le plus insouciant du monde. Elle m'a tenu ainsi longtemps en extase.
Elle avait une manière douce, rêveuse, anglaise et romanesque de dire : " J'ai
faim ! " Et elle répétait ces mots jour et nuit en montrant les plus jolies
dents du monde, qui vous eussent attendris et égayés à la fois. - J'aurais pu
faire ma fortune en la montrant dans les foires comme monstre polyphage. Je la
nourrissais bien ; et cependant elle m'a quitté... - Pour un fournisseur aux
vivres, sans doute? - Quelque chose d'approchant, une espèce d'employé dans
l'intendance qui, par quelque tour de bâton à lui connu, fournit peut-être à
cette pauvre enfant la ration de plusieurs soldats. C'est du moins ce que j'ai
supposé... - Moi, dit le quatrième, j'ai enduré des souffrances atroces par le
contraire de ce qu'on reproche en général à l'égoïste femelle. Je vous trouve
mal venus, trop fortunés mortels, à vous plaindre des imperfections de vos
maîtresses ! " Cela fut dit d'un ton fort sérieux, par un homme d'aspect doux et
posé, d'une physionomie presque cléricale, malheureusement illuminée par des
yeux d'un gris clair, de ces yeux dont le regard dit : " Je veux ! " ou : " Il
faut ! " ou bien : " Je ne pardonne jamais! " " Si, nerveux comme je vous
connais, vous, G..., lâches et légers comme vous êtes, vous deux K... et J...,
vous aviez été accouplés à une certaine femme de ma connaissance, ou vous vous
seriez enfuis, ou vous seriez morts. Moi, j'ai survécu, comme vous voyez.
Figurez-vous une personne incapable de commettre une erreur de sentiment ou de
calcul; figurez-vous une sérénité désolante de caractère; un dévouement sans
comédie et sans emphase ; une douceur sans faiblesse ; une énergie sans
violence. L'histoire de mon amour ressemble à un interminable voyage sur une
surface pure et polie, comme un miroir, vertigineusement monotone, qui aurait
réfléchi tous mes sentiments et mes gestes avec l'exactitude ironique de ma
propre conscience, de sorte que je ne pouvais pas me permettre un geste ou un
sentiment déraisonnable sans apercevoir immédiatement le reproche muet de mon
inséparable spectre. L'amour m'apparaissait comme une tutelle. Que de sottises
elle m'a empêché de faire, que je regrette de n'avoir pas commises! Que de
dettes payées malgré moi ! Elle me privait de tous les bénéfices que j'aurais pu
tirer de ma folie personnelle. Avec une froide et infranchissable règle, elle
barrait tous mes caprices. Pour comble d'horreur, elle n'exigeait pas de
reconnaissance, le danger passé. Combien de fois ne me suis-je pas retenu de lui
sauter à la gorge, en lui criant : " Sois donc imparfaite, misérable! afin que
je puisse t'aimer sans malaise et sans colère. " Pendant plusieurs années, je
l'ai admirée, le coeur plein de haine. Enfin, ce n'est pas moi qui en suis mort
! - Ah ! firent les autres, elle est donc morte ? - Oui ! cela ne pouvait
continuer ainsi. L'amour était devenu pour moi un cauchemar accablant. Vaincre
ou mourir, comme dit la Politique, telle était l'alternative que m'imposait la
destinée ! Un soir, dans un bois... au bord d'une mare... après une mélancolique
promenade où ses yeux, à elle, réfléchissaient la douceur du ciel, et où mon
coeur, à moi, était crispé comme l'enfer...- Quoi !- Comment !- Que voulez-vous
dire ?- C'était inévitable. J'ai trop le sentiment de l'équité pourbattre,
outrager ou congédier un serviteur irréprochable. Maisil fallait accorder ce
sentiment avec l'horreur que cet êtrem'inspirait ; me débarrasser de cet être
sans lui manquer derespect. Que vouliez-vous que je fisse d'elle,
puisqu'elleétait parfaite? "Les trois autres compagnons regardèrent celui-ci
avec unregard vague et légèrement hébété, comme feignant de ne pascomprendre et
comme avouant implicitement qu'ils ne sesentaient pas, quant à eux, capables
d'une action aussirigoureuse, quoique suffisamment expliquée d'ailleursEnsuite
on fit apporter de nouvelles bouteilles, pour tuerle Temps qui a la vie si dure,
et accélérer la Vie qui coule silentement.
XLIII
Le galant tireur
Comme la voiture traversait le bois, il la fit arrêter dans le voisinage d'un
tir, disant qu'il lui serait agréable de tirer quelques balles pour tuer le
Temps. Tuer ce monstre-là, n'est-ce pas l'occupation la plus ordinaire et la
plus légitime de chacun ? - Et il offrit galamment la main à sa chère,
délicieuse et exécrable femme, à cette mystérieuse femme à laquelle il doit tant
de plaisirs, tant de douleurs, et peut-être aussi une grande partie de son
génie.Plusieurs balles frappèrent loin du but proposé ; l'une d'elles s'enfonça
même dans le plafond ; et comme la charmante créature riait follement, se
moquant de la maladresse de son époux, celui-ci se tourna brusquement vers elle,
et lui dit : "Observez cette poupée, là-bas, à droite, qui porte le nez en l'air
et qui a la mine si hautaine. Et bien ! cher ange, je me figure que c'est vous."
Et il ferma les yeux et il lâcha la détente. La poupée fut nettement décapitée.
Alors s'inclinant vers sa chère, sa délicieuse, son exécrable femme, son
inévitable et impitoyable Muse, et lui baisant respectueusement la main, il
ajouta : "Ah ! mon cher ange, combien je vous remercie de mon adresse !"
XLIV
La soupe et les nuages
Ma petite folle bien-aimée me donnait à dîner, et par la fenêtre ouverte de la
salle à manger, je contemplais les mouvantes architectures que Dieu fait avec
les vapeurs, les merveilleuses constructions de l'impalpable. Et je me disais à
travers ma contemplation :" Toutes ces fantasmagories sont presque aussi belles
que les yeux de ma belle bien-aimée, la petite folle monstrueuse aux yeux verts"
Et tout à coup je reçus un violent coup de poing dans le dos, et j'entendis une
voix rauque et charmante, une voix hystérique et comme enrouée par l'eau-de-vie,
la voix de ma chère petite bien - aimée, qui disait :"Allez-vous bientôt manger
votre soupe, sacré bougre de marchand de nuages ?
XLV
Le tir et le cimetière
A la vue du cimetière, estaminet. - "singulière enseigne, - se dit notre
promeneur, - mais bien faite pour donner soif ! A coup sûr, le maître de ce
cabaret sait apprécier Horace et les poètes élèves d'Epicure. Peut-être même
connaît-il le raffinement profond des anciens Egyptiens, pour qui il n'y avait
pas de bon festin sans squelette, ou sans un emblème quelconque de la brièveté
de la vie. "Et il entra, but un verre de bière en face des tombes, et fuma
lentement un cigare. Puis, la fantaisie le prit de descendre dans ce cimetière,
dont l'herbe était si haute et si invitante, et où régnait un si riche soleil.
En effet, la lumière et la chaleur y faisaient rage, et l'on eût dit que le
soleil ivre se vautrait tout de son long sur un tapis de fleurs magnifiques,
engraissées par la destruction. Un immense bruissement de vie remplissait l'air,
- la vie des infiniments petits, - coupés à intervalles réguliers par la
crépitation des coups de feu d'un tir voisin, qui éclataient comme l'explosion
des bouchons de champagne dans le bourdonnement d'une symphonie en
sourdine.Alors, sous le soleil qui lui chauffait le cerveau et dans l'atmosphère
des ardents parfums de la mort,il entendit une voix chuchoter sous la tombe où
il était assis.Et cette voix disait: "Maudites soient vos cibles et vos
carabines, turbulents vivants, qui vous souciez si peu des défunts et de leur
divin repos! Maudites soient vos ambitions, maudits soient vos calculs, mortels
impatients, qui venez étudier l'art de tuer auprès du sanctuaire de la mort ! Si
vous saviez comme le prix est facile à gagner, comme le but est facile à
toucher, et comme tout est néant, excepté la mort, vous ne vous fatigueriez pas
tant, laborieux vivants, et vous troubleriez moins souvent le sommeil de ceux
qui, depuis longtemps, ont mis dans le but, dans le seul vrai but de la
détestable vie !"
XLVI
Perte d'auréole
Eh ! quoi ! vous ici, mon cher ? vous dans un mauvais lieu ! vous, le buveur de
quintessences ! vous le buveur d'ambroisie ! en vérité, il y a là de quoi me
surprendre.- Mon cher, vous connaissez ma terreur des chevaux et des voitures.
Tout à l'heure, comme je traversais le boulevard, en grande hâte, et que je
sautillais dans la boue, à travers ce chaos mouvant où la mort arrive au galop
de tous les côtés à la fois, mon auréole dans un mouvement brusque a glissé de
ma tête dans la fange du macadam. je n'ai pas eu le courage de la ramasser. J'ai
jugé moins désagréable de perdre mes insignes que de me faire rompre les os. Et
puis, me suis-je dit, à quelque chose malheur est bon. Je puis maintenant me
promener incognito, faire des actions basses et me livrer à la crapule comme les
simples mortels Et me voici tout semblable à vous, comme vous voyez !- Vous
devriez au moins faire afficher cette auréole, ou la faire réclamer par le
commissaire.- Ma foi ! non. je me trouve bien ici. vous seul, vous m'avez
reconnu. D'ailleurs la dignité m'ennuie. Ensuite je pense avec joie que quelque
mauvais poète la ramassera et s'en coiffera impudemment. Faire un heureux,
quelle jouissance ! et surtout un heureux qui me fera rire ! Pensez à X ou à Z !
hein ! comme ce sera drôle !
XLVII
Mademoiselle Bistouri
Comme j'arrivais à l'extrémité du faubourg, sous les éclairs du gaz, je sentis
un bras qui se coulait doucement sous le mien, et j'entendis une voix qui me
disait à l'oreille :" Vous êtes médecin, monsieur ? " Je regardai ; c'était une
grande fille, robuste, aux yeux très ouverts, légèrement fardée, les cheveux
flottant au vent avec les brides de son bonnet." - Non; je ne suis pas médecin.
Laissez-moi passer. - Oh ! si ! vous êtes médecin. Je le vois bien. Venez chez
moi. Vous serez bien content de moi, allez ! - Sans doute, j'irai vous voir,
mais plus tard, après le médecin, que diable!... - Ah! ah! - fit-elle, toujours
suspendue à mon bras, et en éclatant de rire, - vous êtes un médecin farceur,
j'en ai connu plusieurs dans ce genre-là. Venez. " J'aime passionnément le
mystère, parce que j'ai toujours l'espoir de le débrouiller. Je me laissai donc
entraîner par cette compagne, ou plutôt par cette énigme inespérée. J'omets la
description du taudis ; on peut la trouver dans plusieurs vieux poètes français
bien connus. Seulement, détail non aperçu par Régnier, deux ou trois portraits
de docteurs célèbres étaient suspendus aux murs. Comme je fus dorloté ! Grand
feu, vin chaud, cigares ; et en m'offrant ces bonnes choses et en allumant
elle-même un cigare, la bouffonne créature me disait : " Faites comme chez vous,
mon ami, mettez-vous à l'aise. Ca vous rappellera l'hôpital et le bon temps de
la jeunesse. - Ah çà ! où donc avez-vous gagné ces cheveux blancs ? Vous n'étiez
pas ainsi, il n'y a pas encore bien long- temps, quand vous étiez interne de
L... Je me souviens que c'était vous qui l'assistiez dans les opérations graves.
En voilà un homme qui aime couper, tailler et rogner ! C'était vous qui lui
tendiez les instruments, les fils et les éponges. - Et comme, l'opération faite,
il disait fièrement, en regardant sa montre : " Cinq minutes, mes- sieurs ! " -
Oh ! moi, je vais partout. Je connais bien ces Messieurs. "Quelques instants
plus tard, me tutoyant, elle reprenait son antienne, et me disait : " Tu es
médecin, n'est-ce pas, mon chat ? " Cet inintelligible refrain me fit sauter sur
mes jambes. " Non ! criai-je furieux.- Chirurgien, alors? - Non ! non ! à moins
que ce ne soit pour te couper la tête! Sacré saint ciboire de sainte maquerelle
! - Attends, reprit-elle, tu vas voir. " Et elle tira d'une armoire une liasse
de,papiers, qui n'était autre chose que la collection des portraits des médecins
illustres de ce temps, lithographiés par Maurin, qu'on a pu voir étalée pendant
plusieurs années sur le quai Voltaire. " Tiens ! le reconnais-tu celui-ci ? -
Oui ! c'est X. Le nom est au bas d'ailleurs; mais je le connais
personnellement.- Je savais bien ! Tiens ! voilà Z., celui qui disait à son
cours, en parlant de X. : " Ce monstre qui porte sur son visage la noirceur de
son âme! " Tout cela, parce que l'autre n'était pas de son avis dans la même
affaire ! Comme on riait de ça à l'Ecole, dans le temps ! Tu t'en souviens? -
Tiens, voilà K., celui qui dénonçait au gouvernement les insurgés qu'il soignait
à son hôpital. C'était le temps des émeutes. Comment est-ce possible qu'un si
bel homme ait si peu de coeur ? - Voici maintenant W., un fameux médecin anglais
; je l'ai attrapé à son voyage à Paris. Il a l'air d'une demoiselle, n'est-ce
pas? " Et comme je touchais à un paquet ficelé posé aussi sur le guéridon : "
Attends un peu, - dit-elle ; ça, c'est les internes, et ce paquet-ci, c'est les
externes. " Et elle déploya en éventail une masse d'images photographiques,
représentant des physionomies beaucoup plus jeunes." Quand nous nous reverrons,
tu me donneras ton portrait, n'est-ce pas, chéri?- Mais, lui dis-je, suivant à
mon tour, moi aussi, mon idée fixe, - pourquoi me crois-tu médecin ?- C'est que
tu es si gentil et si bon pour les femmes ! - Singulière logique ! me dis-je à
moi-même. - Oh ! je ne m'y trompe guère; j'en ai connu un bon nombre. J'aime
tant ces messieurs, que, bien que je ne sois pas malade, je vais quelquefois les
voir, rien que pour les voir. Il y en a qui me disent froidement : " Vous n'êtes
pas malade du tout! " Mais il y en a d'autres qui me comprennent, parce que je
leur fais des mines. - Et quand ils ne te comprennent pas...? - Dame! comme je
les ai dérangés inutilement, je laisse dix francs sur la cheminée. - C'est si
bon et si doux, ces hommes-là ! - J'ai découvert à la Pitié un petit interne,
qui est joli comme un ange, et qui est poli ! et qui travaille, le pauvre garçon
! Ses camarades m'ont dit qu'il n'avait pas le sou, parce que ses parents sont
des pauvres qui ne peuvent rien lui envoyer. Cela m'a donné confiance. Après
tout, je suis assez belle femme, quoique pas trop jeune. Je lui ai dit : " Viens
me voir, viens me voir souvent. Et avec moi, ne te gêne pas ; je n'ai pas besoin
d'argent. " Mais tu comprends que je lui ai fait entendre ça par une foule de
façons ; je ne lui ai pas dit tout crûment ; j'avais si peur de l'humilier, ce
cher enfant ! - Eh bien ! croirais-tu que j'ai une drôle d'envie que je n'ose
pas lui dire? - Je voudrais qu'il vînt me voir avec sa trousse et son tablier,
même avec un peu de sang dessus! "Elle dit cela d'un air fort candide, comme un
homme sensible dirait à une comédienne qu'il aimerait : " Je veux vous voir
vêtue du costume que vous portiez dans ce fameux rôle que vous avez créé. " Moi,
m'obstinant, je repris : " Peux-tu te souvenir de l'époque et de l'occasion où
est née en toi cette passion si particulière? "Difficilement je me fis
comprendre ; enfin j'y parvins. Mais alors elle me répondit d'un air très
triste, et même, autant que je peux me souvenir, en détournant les yeux : " Je
ne sais pas... je ne me souviens pas. "
Quelles bizarreries ne trouve-t-on pas dans une grande ville, quand on sait se
promener et regarder ? La vie fourmille de monstres innocents. - Seigneur, mon
Dieu! vous, le Créateur, vous, le Maître ; vous qui avez fait la Loi et la
Liberté ; vous, le souverain qui laissez faire, vous, le juge qui pardonnez ;
vous qui êtes plein de motifs et de causes, et qui avez peut-être mis dans mon
esprit le goût de l'horreur pour convertir mon coeur, comme la guérison au bout
d'une lame ; Seigneur, ayez pitié, ayez pitié des fous et des folles !
O créateur ! peut-il exister des monstres aux yeux de Celui-là seul qui sait
pourquoi ils existent, comment ils se sont faits et comment ils auraient pu ne
pas se faire ?
XLVIII
N'importe où hors du monde
Anywhere out of the world
Cette vie est un hôpital où chaque malade est possédé du désir de changer de
lit. Celui-ci voudrait souffrir en face du poêle, et celui-là croit qu'il
guérirait à côté de la fenêtre.Il me semble que je serais toujours bien là où je
ne suis pas, et cette question de déménagement en est une que je discute sans
cesse avec mon âme " Dis - moi mon âme, pauvre âme refroidie,que penserais-tu
d'habiter Lisbonne ? Il doit y faire chaud et tu t'y ragaillardirais comme un
lézard. Cette ville est au bord de l'eau ; on dit qu'elle est bâtie en marbre et
que le peuple y a une telle haine du végétal,qu'il arrache tous les arbres.
Voilà un paysage fait selon ton goût, un paysage fait avec la lumière et le
minéral et le liquide pour les réfléchir !Mon âme ne répond pas." Puisque tu
aimes tant le repos, avec le spectacle du mouvement, veux - tu venir habiter la
Hollande, cette terre béatifiante ? Peut-être te divertiras - tu dans cette
contrée dont tu as souvent admiré l'image dans les musées. Que penserais-tu de
Rotterdam, toi qui aimes les forêts de mats et les navires amarrés au pied des
maisons.Mon âme reste muette.Batavia te sourirait peut-être davantage, nous y
trouverions l'esprit de l'Europe marié à la beauté tropicale
Pas un mot. - Mon âme serait - elle morte ?" En es-tu donc venue à ce point
d'engourdissement que tu ne te plaises que dans ton mal ? S'il en est ainsi,
fuyons vers les pays qui sont les analogies de la Mort -. Je tiens notre
affaire, pauvre âme ! nous ferons nos malles pour Tornéo. Allons plus loin
encore, à l'extrême bout de la Baltique ; encore plus loin de la vie, si c'est
possible ; installons - nous au pôle.Là le soleil ne frise qu'obliquement la
terre, et les lentes alternatives de la lumière et de la nuit suppriment la
variété et augmentent la monotonie, cette moitié du néant... Là, nous pourrons
prendre de longs bains de ténèbres cependant que, pour nous divertir les aurores
boréales nous enverrons de temps en temps leurs gerbes roses, comme des reflets
d'un feu d'artifice de l'enfer !Enfin, mon âme fait explosion et sagement elle
me crie : " N'importe où ! N'importe où ! pourvu que ce soit hors de ce monde !
XLIX
Assommons les Pauvres !
Pendant quinze jours je m'étais confiné dans ma chambre, et je m'étais entouré
des livres à la mode dans ce temps-là (il y a seize ou dix-sept ans) ; je veux
parler des livres où il est traité de l'art de rendre les peuples heureux, sages
et riches, en vingt-quatre heures. J'avais donc digéré, - avalé, veux-je dire, -
toutes les élucubrations de tous ces entrepreneurs de bonheur public, - de ceux
qui conseillent à tous les pauvres de se faire esclaves, et de ceux qui leur
persuadent qu'ils sont tous des rois détrônés. - On ne trouvera pas surprenant
que je fusse alors dans un état d'esprit avoisinant le vertige ou la
stupidité.Il m'avait semblé seulement que je sentais, confiné au fond de mon
intellect, le germe obscur d'une idée supérieure à toutes les formules de bonne
femme dont j'avais récemment parcouru le dictionnaire. Mais ce n'était que
l'idée d'une idée, quelque chose d'infiniment vague.Et je sortis avec une grande
soif. Car le goût passionné des mauvaises lectures engendre un besoin
proportionnel du grand air et des rafraîchissants.Comme j'allais entrer dans un
cabaret, un mendiant me tendit son chapeau, avec un de ces regards inoubliables
qui culbuteraient les trônes, si l'esprit remuait la matière, et si l'oeil d'un
magnétiseur faisait mûrir les raisins.
En même temps, j'entendis une voix qui chuchotait à mon oreille, une voix que je
reconnus bien ; c'était celle d'un bon Ange, ou d'un bon Démon, qui m'accompagne
partout. Puisque Socrate avait son bon Démon, pourquoi n'aurais-je pas mon bon
Ange, et pourquoi n'aurais-je pas l'honneur, comme Socrate, d'obtenir mon brevet
de folie, signé du subtil Lélut et du bien avisé Baillarger ?Il existe cette
différence entre le Démon de Socrate et le mien, que celui de Socrate ne se
manifestait à lui que pour défendre, avertir, empêcher, et que le mien daigne
conseiller, suggérer, persuader. Ce pauvre Socrate n'avait qu'un Démon
prohibiteur ; le mien est un grand affirmateur. le mien est un Démon d'action,
ou Démon de combat.Or, sa voix me chuchotait ceci : " Celui-là seul est l'égal
d'un autre, qui le prouve, et celui-là seul est digne de la liberté, qui sait la
conquérir. "Immédiatement, je sautai sur mon mendiant. D'un seul coup de poing,
je lui bouchai un oeil, qui devint, en une seconde, gros comme une balle. Je
cassai un de mes ongles à lui briser deux dents, et comme je ne me sentais pas
assez fort, étant né délicat et m'étant peu exercé à la boxe, pour assommer
rapidement ce vieillard, Je le saisis d'une main par le collet de son habit, de
l'autre, je l'empoignai à la gorge, et je me mis à lui secouer vigoureusement la
tête contre un mur. Je dois avouer que j'avais préalablement inspecté les
environs d'un coup d'oeil, et que j'avais vérifié que dans cette banlieue
déserte, je me trouvais, pour un assez long temps, hors de la portée de tout
agent de police.
Ayant ensuite, par un coup de pied lancé dans le dos, assez énergique pour
briser les omoplates, terrassé ce sexagénaire affaibli, je me saisis d'une
grosse branche d'arbre qui traînait à terre, et je le battis avec l'énergie
obstinée des cuisiniers qui veulent attendrir un beefsteak.Tout à coup, - ô
miracle ! ô jouissance du philosophe qui vérifie l'excellence de sa théorie ! -
je vis cette antique carcasse se retourner, se redresser avec une énergie que je
n'aurais jamais soupçonnée dans une machine si singulièrement détraquée, et,
avec un regard de haine qui me parut de bon augure, le malandrin décrépit se
jeta sur moi, me pocha les deux yeux, me cassa quatre dents, et, avec la même
branche d'arbre, me battit dru comme plâtre. - Par mon énergique médication, je
lui avais donc rendu l'orgueil et la vie.
Alors, je lui fis force signes pour lui faire comprendre que je considérais la
discussion comme finie, et me relevant avec la satisfaction d'un sophiste du
Portique, je lui dis : " Monsieur, vous êtes mon égal ! veuillez me faire
l'honneur de partager avec moi ma bourse ; et souvenez-vous, si vous êtes
réellement philanthrope, qu'il faut appliquer à tous vos confrères, quand ils
vous demanderont l'aumône, la théorie que j'ai eu la douleur d'essayer sur votre
dos. "Il m'a bien juré qu'il avait compris ma théorie, et qu'il obéirait à mes
conseils.
L
Les bons chiens
Je n'ai jamais rougi, même devant les jeunes écrivains de mon siècle, de mon
admiration pour Buffon ; mais aujourd'hui ce n'est pas l'âme de ce peintre de la
nature pompeuse que j'appellerai à l'aide. Non. Bien plus volontiers je
m'adresserais à Sterne, et je lui dirais : " Descends du ciel, ou monte vers moi
les champs Elyséens, pour m'inspirer en faveur des bons chiens, des pauvres
chiens, un chant digne de toi, sentimental farceur, farceur incomparable !
Reviens à califourchon sur ce fameux âne qui t'accompagne toujours dans la
mémoire de la postérité ; et surtout que cet âne n'oublie pas de porter,
délicatement suspendu entre ses lèvres, son immortel macaron ! " Arrière la muse
académique! Je n'ai que faire de cette vieille bégueule. J'invoque la muse
familière, la citadine, la vivante, pour qu'elle m'aide à chanter les bons
chiens, les pauvres chiens, les chiens crottés, ceux-là que chacun écarte, comme
pestiférés et pouilleux, excepté le pauvre dont ils sont les associés, et le
poète qui les regarde d'un oeil fraternel. Fi du chien bellâtre, de ce fat
quadrupède, danois, king-charles, carlin ou gredin, si enchanté de lui-même
qu'il s'élance indiscrètement dans les jambes ou sur les genoux du visiteur,
comme s'il était sûr de plaire, turbulent comme un enfant, sot comme une
lorette, quelquefois hargneux et insolent comme un domestique ! Fi surtout de
ces serpents à quatre pattes, frissonnants et désoeuvrés, qu'on nomme levrettes,
et qui ne logent même pas dans leur museau pointu assez de flair pour suivre la
piste d'un ami, ni dans leur tête aplatie assez d'intelligence pour jouer au
domino !A la niche, tous ces fatigants parasites! Qu'ils retournent à leur niche
soyeuse et capitonnée! Je chante le chien crotté, le chien pauvre, le chien sans
domicile, le chien flâneur, le chien saltimbanque, le chien dont l'instinct,
comme celui du pauvre, du bohémien et de l'histrion, est merveilleusement
aiguillonné par la nécessité, cette si bonne mère, cette vraie patronne des
intelligences !Je chante les chiens calamiteux, soit ceux qui errent,
solitaires, dans les ravines sinueuses des immenses villes, soit ceux qui ont
dit à l'homme abandonné, avec des yeux clignotants et spirituels : " Prends-moi
avec toi, et de nos deux misères nous ferons peut-être une espèce de bonheur ! "
" Où vont les chiens? " disait autrefois Nestor Roqueplan dans un immortel
feuilleton qu'il a sans doute oublié, et dont moi seul, et Sainte-Beuve
peut-être, nous nous souvenons encore aujourd'hui.Où vont les chiens,
dites-vous, hommes peu attentifs ? Ils vont à leurs affaires.Rendez-vous
d'affaires, rendez-vous d'amour. A travers la brume, à travers la neige, à
travers la crotte, sous la canicule mordante, sous la pluie ruisselante, ils
vont, ils viennent, ils trottent, ils passent sous les voitures, excités par les
puces, la passion, le besoin ou le devoir. Comme nous, ils se sont levés de bon
matin, et ils cherchent leur vie ou courent à leurs plaisirs.Il y en a qui
couchent dans une ruine de la banlieue et qui viennent, chaque jour, à heure
fixe, réclamer la sportule à la porte d'une cuisine du Palais-Royal ; d'autres
qui accourent, par troupes, de plus de cinq lieues, pour partager le repas que
leur a préparé la charité de certaines pucelles sexagénaires, dont le coeur
inoccupé s'est donné aux bêtes, parce que les hommes imbéciles n'en veulent
plus.
D'autres qui, comme des nègres marrons, affolés d'amour, quittent, à de certains
jours, leur département pour venir à la ville, gambader pendant une heure,
autour d'une belle chienne, un peu négligée dans sa toilette, mais fière et
reconnaissante. Et ils sont tous très exacts, sans carnets, sans notes et sans
portefeuilles. Connaissez-vous la paresseuse Belgique, et avez-vous admiré comme
moi tous ces chiens vigoureux attelés à la charrette du boucher, de la laitière
ou du boulanger, et qui témoignent, par leurs aboiements triomphants, du plaisir
orgueilleux qu'ils éprouvent à rivaliser avec les chevaux ? En voici deux qui
appartiennent à un ordre encore plus civilisé ! Permettez-moi de vous introduire
dans la chambre du saltimbanque absent. Un lit, en bois peint, sans rideaux, des
couvertures traînantes et souillées de punaises, deux chaises de paille, un
poêle de fonte, un ou deux instruments de musique détraqués. Oh ! le triste
mobilier ! Mais regardez, je vous prie, ces deux personnages intelligents,
habillés de vêtements à la fois éraillés et somptueux, coiffés comme des
troubadours ou des militaires, qui surveillent, avec une attention de sorciers,
l'oeuvre sans nom qui mitonne sur le poêle allumé, et au centre de laquelle une
longue cuiller se dresse, plantée comme un de ces mâts aériens qui annoncent que
la maçonnerie est achevée.N'est-il pas juste que de si zélés comédiens ne se
mettent pas en route sans avoir lesté leur estomac d'une soupe puissante et
solide ? Et ne pardonnerez-vous pas un peu de sensualité à ces pauvres diables
qui ont à affronter tout le jour l'indifférence du public et les injustices d'un
directeur qui se fait la grosse part et mange à lui seul plus de soupe que
quatre comédiens ? Que de fois j'ai contemplé, souriant et attendri, tous ces
philosophes à quatre pattes, esclaves complaisants, soumis ou dévoués, que le
dictionnaire républicain pourrait aussi bien qualifier d'officieux, si la
république, trop occupée du bonheur des hommes, avait le temps de ménager
l'honneur des chiens! Et que de fois j'ai pensé qu'il y avait peut-être quelque
part (qui sait, après tout ?), pour récompenser tant de courage, tant de
patience et de labeur, un paradis spécial pour les bons chiens, les pauvres
chiens, les chiens crottés et désolés. Swedenborg affirme bien qu'il y en a un
pour les Turcs et un pour les Hollandais !
Les bergers de Virgile et de Théocrite attendaient, pour prix de leurs chants
alternés, un bon fromage, une flûte du meilleur faiseur, ou une chèvre aux
mamelles gonflées. Le poète qui a chanté les pauvres chiens a reçu pour
récompense un beau gilet, d'une couleur, à la fois riche et fanée, qui fait
penser aux soleils d'automne, à la beauté des femmes mûres et aux étés de la
Saint-Martin.Aucun de ceux qui étaient présents dans la taverne de la rue
Villa-Hermosa n'oubliera avec quelle pétulance le peintre s'est dépouillé de son
gilet en faveur du poète, tant il a bien compris qu'il était bon et honnête de
chanter les pauvres chiens.Tel un magnifique tyran italien, du bon temps,
offrait au divin Arétin soit une dague enrichie de pierreries, soit un manteau
de cour, en échange d'un précieux sonnet ou d'un curieux poème satirique. Et
toutes les fois que le poète endosse le gilet du peintre, il est contraint de
penser aux bons chiens, aux chiens philosophes, aux étés de la Saint-Martin et à
la beauté des femmes très mûres.
Epilogue
Le coeur content, je suis monté sur la montagne
D'où l'on peut contempler la ville en son ampleur,
Hôpital, lupanar, purgatoire, enfer, bagne,
Où toute énormité fleurit comme une fleur.
Tu sais bien, ô Satan, patron de ma détresse,
Que je n'allais pas là pour répandre un vain pleur;
Mais comme un vieux paillard d'une vieille maîtresse,
Je voulais m'enivrer de l'énorme catin
Dont le charme infernal me rajeunit sans cesse.
Que tu dormes encor dans les draps du matin,
Lourde, obscure, enrhumée, ou que tu te pavanes
Dans les voiles du soir passementés d'or fin,
Je t'aime, ô capitale infâme ! Courtisanes
Et bandits, tels souvent vous offrez des plaisirs
Que ne comprennent pas les vulgaires profanes.

VOLVER A CUADERNOS DE LITERATURA

|