
Reflexiones
en torno a la historia de la homosexualidad
Por Philippe Ariès
[Blois, 1914 - Paris, 1982. Demógrafo de formación, abrió una nueva senda
en el estudio de la vida privada, concentrándose sobre todo en el mundo
de la infancia y de la muerte, que después de la segunda Guerra Mundial
tuvo su nido en la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Esta emergencia
del seno de la historia cultural o de las mentalidades como la describen
los franceses, no impidió que al mismo tiempo fuera un reaccionario, un
realista sectario que apoyó al régimen de Vichy, un intelectual en la tradición
de la Action Française, y tanto un excelente periodista como un estimulante
escritor de biografias.]
Reflexiones en torno a la historia de la homosexualidad
Es evidente que, como en este mismo volumen muestra Michael Pollak, el debilitamiento
de las restricciones que pesan sobre la homosexualidad es uno de los rasgos
más sobresalientes de la situación moral actual, en las sociedades occidentales.
Los homosexuales forman actualmente un grupo coherente, sin lugar a dudas
aún marginal, pero que ha tomado conciencia de su propia identidad; un grupo
que reivindica sus derechos contra una sociedad dominante que aún no lo
acepta (y que, incluso, en Francia, reacciona con dureza por medio de una
legislación que duplica las penas de los delitos sexuales cuando son cometidos
por individuos del mismo sexo), pero que no está ya tan segura frente al
problema de la homosexualidad y que incluso ve tambalearse sus opiniones
al respecto. Así pues, queda abierta la puerta a la tolerancia y hasta a
una cierta complicidad que era impensable hace treinta años. Recientemente,
los diarios informaban de una ceremonia paramatrimonial en la que un pastor
protestante (desautorizado por su Iglesia) casaba a dos lesbianas, ¡no para
toda la vida, por supuesto!, sino para tanto tiempo como fuera posible.
El mismo Papa ha tenido que intervenir para recordar la condena paulina
de la homosexualidad, lo que no habría sido necesario si no se hubieran
manifestado tendencias contemporizantes en el seno de la Iglesia romana.
Se sabe que en San Francisco, los gays constituyen un grupo de presión con
el que hay que contar. En resumen, los homosexuales están a punto de ser
aceptados, aunque no faltan moralistas conservadores que se indignan de
su audacia y de la escasa resistencia ante tal hecho. Michael Pollak, sin
embargo, deja caer una duda: esta situación podría no durar mucho, e incluso
invertirse, y Gabriel Matzneff se ha hecho eco de ello en un artículo del
diario Le Monde (5-1-1980) titulado "El Paraíso clandestino" —Paraíso, pero
clandestino—. "Asistiremos a la vuelta del orden moral y a su triunfo. [¡Tranquilizaos,
no es cosa de un día para otro!] Pero también tendremos más necesidad que
nunca de ocultarnos. El porvenir está en la clandestinidad."
Aún existe inquietud. No cabe duda de que asistimos a una especie de vuelta
al orden, aunque por ahora parece centrarse más en la seguridad que en la
moralidad. ¿Será la primera etapa? De todos modos, la normalización de la
sexualidad y de la homosexualidad ha ido demasiado lejos como para ceder
a las presiones jurídicas y policiales. Ahora bien, es necesario admitir
que el lugar que ha llegado a ocupar —a conquistar— la homosexualidad no
se debe sólo al hecho de la mayor tolerancia y de la laxitud general: "Todo
está permitido, todo importa poco..." Hay algo más profundo, más sutil,
y sin duda más estructural y definitivo, al menos para un largo futuro:
en adelante, la sociedad toda tiende, en mayor o menor medida, y con resistencias,
a adaptarse al modelo homosexual. Ésa es una de las tesis que más me ha
llamado la atención en la exposición de Michael Pollak: los modelos de la
sociedad en su conjunto se avienen a la representación que de sí mismos
hacen los homosexuales, pero esta concordancia es sólo debida a una deformación
de las imágenes y los papeles.
Retomo la tesis. El modelo dominante del homosexual, a partir del momento
en que comienza a tomar conciencia de su especificidad y a reconocerla,
aún, con frecuencia, como una enfermedad o una perversión —es decir, como
se considera desde el siglo XVIII y comienzos del XIX hasta los primeros
años del XX—, es el de un tipo afeminado: el travesti, con la voz aguda.
En este sentido, se puede ver una adaptación del homosexual al modelo dominante
en la sociedad: los hombres a quienes ama tienen el aire de mujeres y ello
es, en cierto sentido, tranquilizador para la sociedad. Así, les es permitido
amar a los niños o a los jóvenes (pederastia): relación ésta muy antigua,
podríamos decir clásica, puesto que viene de la antigüedad grecolatina y
perdura en el mundo musulmán, a pesar del ayatolah Jomeini y sus verdugos.
Corresponde, pues, a una práctica tradicional de educación o de iniciación
que puede adquirir formas degradadas y furtivas: ciertos tipos de amistad
rozan la homosexualidad, aunque no se reconozca conscientemente.
Ahora bien, según Michael Pollak, la vulgata homosexual de la actualidad
rechaza, a menudo, los dos modelos anteriores; o sea, el tipo afeminado
y el paidófilo, y los reemplaza por una imagen machista, deportiva, superviril,
aunque conserve algunos rasgos adolescentes, como la cintura estrecha, al
contrario de las imágenes macizas de la pintura mejicano-americana de la
década del veinte al treinta y del arte soviético: el tipo físico del motorista
enfundado en su mono de cuero, con un aro en la oreja; un tipo, por lo demás,
común a toda una clase de edad —sin que denote ninguna sexualidad concreta—;
un tipo de adolescente que incluso resulta atractivo para la mujer. Es un
hecho comprobado que no siempre se sabe a quién se pretende atraer: ¿a él
o a ella?
El eclipsamiento de las diferencias aparentes entre los sexos que se da
entre los adolescentes ¿no es uno de los rasgos más originales de nuestra
sociedad, de una "sociedad unisex"? Los roles son intercambiables, como
el papel de padre y el de madre, y también el de los partenaires sexuales.
Lo curioso es que el modelo único es "viril". La silueta de las muchachas
adopta una semejanza con la de los chicos. Las muchachas han perdido las
formas abundantes que tanto gustaban a los artistas desde el siglo XVI al
XIX y que aún prevalecen en las sociedades musulmanas, quizá porque se las
asocia con la
evocación de la maternidad. Nadie hoy en día se divertiría bromeando con
la delgadez de una muchacha en el tono en que lo hacía el poeta del siglo
pasado:
¡Qué importa la delgadez, oh mi preciado bien!
Se está más cerca del corazón cuando el pecho es plano.
Si nos retrotraemos un poco más en el tiempo, quizás encontraríamos indicios,
aunque tan sólo pasajeros, de otra sociedad con una débil inclinación unisex
en la Italia del siglo XV, pero entonces el modelo era menos viril que actualmente,
y tendía hacia el tipo andrógino.
Como quiera que sea, la adopción por la juventud de un modelo físico de
indudable origen homosexual explica, quizá, su curiosidad, no exenta de
cierta atracción, respecto a la homosexualidad, de la que toma esos rasgos
y de la que busca su presencia en los centros de reunión y placer. Así,
el homo se ha convertido en uno de los personajes de la nueva comedia. —
Si no me equivoco en mi análisis, la moda unisex sería un indicador muy
fiable del cambio general de la sociedad: la tolerancia frente a la homosexualidad
derivaría de un cambio en la representación de los sexos, no sólo de sus
funciones, de sus roles en la profesión y en la familia sino de sus imágenes
simbólicas.
Intentamos acotar lo que está pasando ante nuestros ojos: pero, ¿podemos
hacernos una idea de las actitudes anteriores, de otra forma que no sea
por medio de las prohibiciones literales de la Iglesia? Existe un gran espacio
sin explorar. Nos detendremos en algunas impresiones que podrían llegar
a ser pistas para acometer esa investigación.
Han aparecido libros en los últimos años que vienen a decir que la homosexualidad
sería una invención del siglo XIX. En la discusión que siguió a su exposición,
Michael Pollak expresaba sus reservas al respecto. Pero no por ello el problema
dejaba de tener interés. Ahora bien: eso no quiere decir que antes no hubiera
homosexuales —sería una hipótesis ridícula. Sin embargo, sólo se tiene conocimiento
de comportamientos homosexuales que se desarrollaban a cierta edad en la
vida o en algunas circunstancias y que no excluían, por otro lado, que esos
mismos individuos mantuvieran, simultáneamente, relaciones heterosexuales.
Como señala Paul Veyne, lo que conocemos de la antigüedad clásica da testimonio
no de la oposición entre homosexualidad y heterosexualidad sino de una bisexualidad
cuyas manifestaciones "parecen" dictadas más por el azar del contacto entre
las personas que por determinismos biológicos.0
Sin duda, la aparición de una moral sexual rigurosa, apoyada por una concepción
filosófica del mundo, como la que el cristianismo ha configurado y mantenido
hasta nuestros días, ha favorecido una definición más estricta de la "sodomía":
pero este término, surgido del comportamiento de los hombres de Sodoma en
la Biblia, se refería tanto al ayuntamiento llamado contra natura (more
canum) como al masculorum concubitus, también calificado como antinatural.
Entonces, la homosexualidad estaba bien separada de la heterosexualidad,
una práctica moralmente admitida, pero a la vez rechazada y sumida en el
acervo de las perversidades; la ars erótica occidental es un catálogo de
perversidades pecaminosas. Se creaba, de este modo, la categoría de perverso
o, como se decía entonces, "lujurioso", de la que el homosexual no se podía
librar. Naturalmente, la situación es más sutil de lo que esta síntesis
apretada pueda dar a entender. Pero volveremos, muy pronto, a un ejemplo
de esa sutileza que se plasma en la ambigüedad de Dante. Admitámoslo pues:
el homosexual medieval y del Antiguo Régimen era un perverso.
A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, se convierte en un monstruo,
en un anormal. Evolución que, por otra parte, marca el problema de la relación
existente entre el monstruo medieval o renacentista y el anormal biológico
del Siglo de las Luces y de los comienzos de la ciencia moderna (véase J.
Ceard). El monstruo, el enano, pero también la vieja alcahueta a la que
se confunde con la bruja, son aberraciones de la creación, culpabilizados
como criaturas diabólicas.0
Por su parte, el homosexual del siglo XIX ha heredado esa especie de maldición.
Era a la vez un anormal y un perverso. La Iglesia estaba dispuesta a reconocer
la anomalía física que hacía del homosexual un hombre-mujer, un hombre anormal
y afeminado —pues no olvidemos que esta primera etapa en la formación de
una homosexualidad autónoma se realiza bajo el signo del afeminamiento—.
La víctima de esta anomalía no era responsable de ella, sin duda; pero no
dejaba de ser un sospechoso, expuesto por su naturaleza, más que cualquier
otro, al pecado, y más predispuesto a seducir a sus allegados y a arrastrarlos
por los mismos derroteros; por lo tanto el homosexual debía ser encerrado
como una mujer, o vigilado como un niño, y siempre expuesto a la desconfianza
de la sociedad. Quien padecía esta anormalidad, precisamente por ello, atraía
sobre sí todas las sospechas de que pudiera llegar a convertirse en un perverso,
en un delincuente.
La medicina, desde finales del siglo XVIII, ha incorporado la concepción
clerical de la homosexualidad. Así, está se convierte en una enfermedad,
en el mejor de los casos en una enfermedad tras cuyo examen clínico se podía
hacer un diagnóstico. Además, algunos libros de reciente aparición, después
de la obra de J. P. Aron y Roger Kempf, han vuelto a conceder credibilidad
a aquellos extravagantes médicos y les han asegurado una nueva popularidad.
Dentro del viejo mundo marginal de las prostitutas, de las mujeres fáciles,
de las descarriadas, emergía una "especie", coherente, homogénea, con características
físicas propias. Los médicos habían aprendido a detectar al homosexual,
que, sin embargo, se ocultaba. El examen del ano o del pene era suficiente
para desenmascararlo, pues presentaban deformidades específicas, como las
de los judíos circuncisos. Así pues, constituían una especie de etnia, si
bien sus características particulares eran más bien adquiridas por la práctica
que determinadas por el nacimiento. El diagnóstico médico se apoyaba en
dos evidencias: una, física, la de los estigmas del vicio, que, por lo demás,
se encontraban en todos los descarriados y alcohólicos; otra, moral, la
de una tendencia casi congénita hacia el vicio y que entrañaba un peligro
de contaminación para los demás. Frente a esa denuncia que los definía como
una especie, los homosexuales se defendían, por un lado ocultándose, por
otro confesándose como tales, en confesiones patéticas y lastimeras o, a
veces, cínicas —eso depende de nuestra apreciación actual—, pero siempre
haciendo patente el hecho de la diferencia a la vez irremediable y vergonzosa
o provocativa. Tales confesiones ni eran públicas ni a ellas se les daba
publicidad. Una de ellas le fue enviada a Zola, que no supo muy bien qué
hacer con ella y se la sacó de encima pasándosela a otro. Ahora bien, tales
confesiones vergonzantes no incitaban a la reivindicación de la homosexualidad.
Cuando el homosexual salía de la clandestinidad, era para introducirse en
el mundo marginal de los perversos en donde había vegetado, hasta que la
medicina, desde el siglo XVIII, se lo llevó a su museo de los horrores e
infecciones. La anomalía aquí denunciada era la del sexo y la de su ambigüedad:
el hombre afeminado o la mujer con órganos sexuales masculinos, el andrógino.
En una segunda etapa, los homosexuales abandonan simultáneamente la clandestinidad
y la perversidad para reivindicar su derecho a ser abiertamente como son,
para afirmar su normalidad. Como hemos visto, esta evolución implica un
cambio de modelo: el modelo viril reemplaza al tipo afeminado o pueril.
Sin embargo, no se trata de una vuelta a la bisexualidad de la sociedad
clásica que, a cierta edad de la vida, en los ritos de iniciación y en las
novatadas se habían mantenido aún durante mucho tiempo entre los adolescentes.
Más bien, este segundo tipo de homosexualidad excluye las relaciones heterosexuales,
ya sea por impotencia, ya sea por una preferencia deliberada de las relaciones
homosexuales. Ya no serán los médicos ni los clérigos quienes en adelante
hagan de la homosexualidad una categoría aparte, una especie, sino que son
los homosexuales mismos los que reivindican su carácter diferente y quienes,
de este modo, se oponen al resto de la sociedad al exigir su propio espacio
bajo el sol.
Me parece bien que Freud haya rechazado esa pretensión diferenciadora: "El
psicoanálisis se niega rotundamente a admitir que los homosexuales formen
un grupo con unas características particulares que los puedan distinguir
de las demás personas." Pero no ha impedido que la vulgarización del psicoanálisis
haya contribuido tanto a la liberación de la homosexualidad como a su clasificación
como especie, en la línea de los-médicos del siglo XIX.
He tenido la tentación de afirmar que la juventud o la adolescencia no existían
verdaderamente antes del siglo XVIII, una adolescencia cuya historia habría
sido casi la misma (aunque con una desviación en cuanto a la cronología)
que la de la homosexualidad: primero, Querubín, el afeminado, y después
Sigfrido, el viril. En este sentido, se me ha objetado (N. Z. Davis) el
caso de las castas formadas por grupos de jóvenes de la misma edad en los
noviciados o la "subcultura" de los aprendices londinenses..., que testimonian
una actividad social propia de la adolescencia, expresión de la solidaridad
entre los adolescentes. Desde luego, eso es cierto.
La juventud tenía a la vez un status y unas funciones, ya fuera en la organización
de la comunidad y de su ocio, ya fuera en la vida laboral y en el taller,
frente a los patronos y patronas. En otras palabras, había una diferencia
entre el status de los adolescentes solteros y el de los adultos. Pero si
bien esa diferencia los oponía entre sí, no los separaba en dos mundos sin
conexión. La adolescencia no constituía una categoría particular, aunque
los adolescentes tuviesen unas funciones concretamente destinadas a ellos.
Es por eso por lo que no existía el prototipo de adolescente. Por supuesto,
esta regla general tiene sus excepciones. Por ejemplo, en el siglo XV italiano
y en la literatura isabelina, la adolescencia está muy presente en la forma
del tipo juvenil elegante y esbelto, no exento de ambigüedad, y que evoca
un cierto toque de homosexualidad. A partir del siglo XVI y en el XVII,
por el contrario, la silueta del hombre viril y fuerte o la de la mujer
fecunda son las que triunfan. El modelo de la era moderna (siglo XVII) es
el varón joven y no el muchacho; pues es el varón joven con su mujer el
que ocupa el vértice de las pirámides de edad. El afeminamiento, la puerilidad,
o incluso la "jovialidad" grácil del siglo XV son extraños a la imaginación
de esa época.
Por
el contrario, a finales del siglo XVIII y sobre todo en el siglo XIX, la
adolescencia adquiere consistencia al tiempo que pierde poco a poco su status
en el conjunto de la sociedad; la adolescencia deja de ser un elemento orgánico
de la sociedad para convertirse simplemente en la antesala de la madurez.
Así, el fenómeno de compartimentacíón, a comienzos del siglo XIX (época
romántica), ha quedado limitado a la juventud burguesa de las escuelas (los
estudiantes). Por toda una serie de razones se ha ido extendiendo y generalizando
después de la segunda guerra mundial y, en adelante, la adolescencia aparece
como un grupo definido por la edad extremadamente numeroso, poco estructurado,
al que se accede muy pronto y del que se sale tarde y con dificultades,
bastante después del matrimonio. Con ello, la adolescencia se ha convertido
en una especie de mito.
Pero esta adolescencia ha sido, en primer lugar, eminentemente viril; pues
las muchachas continuaron durante largo tiempo compartiendo la vida de las
mujeres adultas y participando en sus actividades. Después, como ocurre
en la actualidad, una vez que la adolescencia se ha convertido en una realidad
mixta, aunque unisex, muchachos y muchachas han adoptado un modelo común,
predominantemente viril.
Por otra parte, es interesante comparar las historias de los dos mitos,
el de la juventud o la adolescencia y el de la homosexualidad. Su paralelismo
es sugestivo.
La historia de la homosexualidad plantea un problema adicional que constituye
un caso particular dentro de la historia de la sexualidad en general.
Hasta el siglo XVIII, y durante mucho tiempo después en amplias capas populares
de la sociedad urbana o rural, la sexualidad parecía que estaba localizada
y concentrada en el terreno de la procreación, en las actividades de los
órganos genitales. La poesía, las artes mayores, tendían el deseo como puente
hacia el amor; lo genésico y lo sentimental apenas si entremezclaban sus
trayectorias, por lo demás, separadas. Por el contrario, las canciones,
el grabado y la literatura picante, apenas iban más allá de lo genital.
Había, pues, una vertiente descaradamente sexual y otra asexual, limpia
de cualquier contaminación. Pero actualmente, ilustrados tanto por Dostoievski
como por Freud, y aún más por la apertura de nuestra sensibilidad, sabemos
que eso no era cierto, que las gentes del Antiguo Régimen y de la Edad Media
se equivocaban. Sabemos que lo asexual estaba permeabilizado por lo sexual,
si bien de una forma difusa e inconsciente: como por ejemplo, en el caso
de los místicos, el del Barroco o el de Bernini. Ahora bien, sus contemporáneos
no se percataban; y por eso, porque su ignorancia dictaba su comportamiento,
podían bordear el abismo sin precipitarse en él.
A partir del siglo XVIII, la barrera entre los dos mundos se vuelve permeable:
lo sexual se infiltra en lo no sexual. La reciente vulgarización del psicoanálisis
(efecto más que causa) ha suprimido las últimas fronteras. En adelante,
abrigamos la pretensión de dar nombre a los deseos, a las pulsiones subterráneas
que antaño parecían transparentes y anónimas. Y todavía, llevados de nuestro
exceso de celo, en nuestras prospecciones temerarias descubrimos lo sexual
por doquier y, desde nuestro punto de vista, la mínima forma cilíndrica
aparece como una forma fálica. La sexualidad no tiene ya un campo propio,
más allá del genital, pues ha invadido el cuerpo del hombre (del niño) y
el espacio social. Tendemos a explicar la pansexualidad actual en base a
la abdicación de las morales religiosas y por la búsqueda de la felicidad
obtenida por la vic-
toria sobre las prohibiciones. El hecho de que éste sea un fenómeno consciente
es uno de los rasgos más característicos de la modernidad. Así, podemos
descubrir simul et semel la belleza de una iglesia gótica, de un palacio
barroco, o de una máscara africana, mientras que antiguamente, la belleza
reconocida en cualquiera de ellos habría excluido el reconocimiento de la
belleza de los otros. Igualmente, así como la belleza se extiende en manifestaciones
artísticas contradictorias, la sexualidad —donde, por otro lado, algunos
verían una forma de Belleza— penetra todos los sectores de la vida, tanto
de los individuos como de las sociedades, en donde antes pasaba inadvertida.
Actualmente, su imagen, antaño oscura o virtual, emerge de la no-conciencia
como si del revelado de una placa fotográfica se tratase.
Esta tendencia es antigua y se remonta, al menos, al siglo XVIII del marqués
de Sade. Pero la hemos visto acelerarse, en las dos últimas décadas, hasta
el paroxismo.
El conocimiento y el reconocimiento de la homosexualidad han sido uno de
los aspectos asombrosos de la pansexualidad. Y me pregunto si no habrá una
relación entre la extensión del ámbito de una homosexualidad normalizada
y el debilitamiento del papel de la amistad en nuestra sociedad actual.
Ese papel era muy grande en otras épocas. La lectura de los testimonios
así lo pone de manifiesto. Y lo que es curioso, la palabra tenía entonces
un sentido menos restringido que el que hoy tiene y también servía para
designar el amor, al menos el amor de los prometidos y de los esposos. .Me-
parece que una historia de la amistad mostraría su declive entre los adultos
a lo largo de-los siglos XIX y XX —en beneficio de los familiares más próximos—
y su, repliegue entre los adolescentes. La amistad se convierte en un rasgo
característico de la adolescencia, que se desvanece paco después.
En las últimas décadas, la amistad se ha visto cargada de una sexualidad
consciente que la vuelve ingenua; ambigua o vergonzosa. La sociedad la reprueba
entre hombres de edades dispares: en la actualidad, el viejo y el niño de
Hemingway, de regreso de su paseo por el mar, despertarían las sospechas
de los centinelas de la moralidad y de las madres de familia.
O sea: progreso de la homosexualidad y de sus mitos, retroceso de la amistad,
presencia creciente de la adolescencia que se instala en el corazón mismo
de la sociedad en su conjunto: tales son las características fundamentales
de nuestro tiempo e ignoro qué correlación puede haber entre ellas.
Hace unos treinta años (digamos una generación), la reflexión sobre la homosexualidad
habría concedido una especial importancia a la amistad ambigua, al amor
que empuja irresistiblemente a un hombre hacia otro, a una mujer hacia otra,
y a pasiones trágicas que acaban en. la muerte o el suicidio. Los ejemplos
escogidos habrían sido Aquiles y Patroclo (dos amigos), Harmodio y Aristogitón
(el adulto y el efebo), los misteriosos y ambiguos amantes de Miguel Ángel,
Shakespeare, Marlow y, más próximo a nosotros, el oficial de la obra de
Julien Green, Sud. Pero nada de esto se encuentra en el análisis de Michael
Pollak ni en su cuadro sobre la homosexualidad. Ésta rechaza la ilusión
de la pasión sentimental, del amor romántico, para presentarse como el producto
de un mercado estrictamente sexual: un mercado del orgasmo.
Ahora bien, hablando con propiedad, el sentimiento no está ausente en la
sociedad homosexual, sino que se lo pospone al período de actividad sexual,
siempre breve: la homosexualidad rechaza los compromisos duraderos y en
esto no difiere de la heterosexualidad actual. Ya no se ama de por vida,
sino en la intensidad del instante irrepetible, una intensidad de difícil
compatibilidad, según parece, con la ternura y el sentimiento, que quedan
reservados a los viejos combatientes.
Quienes han sido amantes, dice Michael Pollak, se reencuentran como hermanos,
de una forma tan inocente que el deseo pasa a ser considerado como incestuoso.
Después, pero no durante el tiempo que dura la relación sexual.
Pero hablemos un poco más de la pansexualidad actual, de la sexualidad difusa
en la sociedad. Éste es uno de los aspectos característicos de la sexualidad
contemporánea. El otro, que a primera vista parece su opuesto, es la concentración
de la sexualidad o, más bien, su decantación. La sexualidad está, a la vez,
separada de la procreación y del amor en el sentido antiguo del término
y desprovista de la contaminación sentimental que antaño la aproximaba a
la amistad. La sexualidad se presenta así como la consumación de profundas
pulsiones que permiten al hombre o a la mujer alcanzar la plenitud en la
vivencia momentánea del orgasmo como eternidad. ¿No cabe decir que el orgasmo
se ha sacralizado? Lo es porque la homosexualidad, que es por naturaleza
ajena a la procreación y absolutamente nueva e independiente, al margen
de las tradiciones, de las instituciones, de los vínculos sociales, es la
única forma de la sexualidad que puede llegar hasta el final de la dicotomía
sexual que privilegia el orgasmo. Por eso aparece como la sexualidad en
estado puro y, por consiguiente, un modelo de sexualidad.
En las sociedades precedentes a la nuestra, la sexualidad se mantenía acotada,
bien en la procreación, y entonces era legítima, bien dentro de la perversidad,
y entonces, era condenable. Pero fuera de esas limitaciones, el sentimiento
era libre.
Sin embargo, en la actualidad, el sentimiento se centra en la familia, que,
en otros tiempos, no lo monopolizaba. Por eso la amistad jugaba el importante
papel que hemos señalado. Pero el sentimiento que unía a los hombres excedía
la amistad, incluso en un sentido amplio, ya que daba pie a toda una serie
de relaciones serviciales que hoy han sido reemplazadas por el sistema de
contratación. Entonces la vida social estaba organizada a partir de relaciones
personales de dependencia y patronazgo, y también de ayuda mutua. Las prestaciones
de servicios o las relaciones de trabajo eran relaciones directas de hombre
a hombre que evolucionaban de la amistad y de la confianza hacia la explotación
y el odio —odio que tanto recuerda al amor—. Pero, como quiera que fuese,
eran relaciones que nunca caían en la indiferencia o en el anonimato. De
este modo, se iba de las relaciones de dependencia a las de clientela, de
comunidad, de linaje y hasta las decisiones más personales. Se vivía, pues,
en una sentimentalidad a la vez difusa y aleatoria que no estaba sino parcialmente
determinada por el nacimiento, la vecindad, y que era catalizada por los
encuentros fortuitos, por los flechazos.
Una vez más, la sentimentalidad quedaba completamente fuera de la sexualidad,
que la invadiría más tarde. Sin embargo, hoy podemos intuir que la sentimentalidad
no debió de ser ajena a las bandas de jóvenes de la Edad Media que Georges
Duby ha descrito, ni a las intensas amistades presentes en los cantares
de gesta y en la novela que protagonizaban los más jóvenes. ¿Amistades particulares?
Ése es el título, por lo demás, de una novela de Roger Peyrefitte —una obra
maestra—, en la que las relaciones mantienen un tono de ambigüedad, una
indefinición, que desaparecería en las obras posteriores del mismo autor
en las que se expone la homosexualidad, por lo contrario, como una especie
de sexualidad con características claras. Creo que es a partir de una forma
de la sentimentalidad en apariencia asexuada de donde comienza a arraigar,
en algunas culturas (siglo XV italiano y la Inglaterra isabelina), una forma
de amor viril en los límites de la homosexualidad, pero de una homosexualidad
que ni se confiesa ni se reconoce; que deja subsistir el equívoco más por
rechazo de la posibilidad de verse clasificado en uno de los dos segmentos
de la sociedad de su tiempo (lo sexual y lo no sexual) que por el temor
a las prohibiciones que pudieran pesar sobre la homosexualidad. Se permanecía
en una zona intermedia que no pertenecía ni a la sexual ni a lo no sexual.
Por otra parte, no siempre es fácil hacer el diagnóstico de la homosexualidad.
No se sabe muy bien quién era homosexual y quién no lo era, pues los criterios
son o anacrónicos (los actuales), discutibles (como las acusaciones de Agripa
d'Aubigné contra Enrique III y sus favoritos) o simplemente faltos de rigor.
La actitud de las sociedades anteriores a la nuestra respecto a la homosexualidad
—actitud que conocemos deficientemente y que sería necesario estudiar con
una perspectiva a la vez renovada pero sin caer en el anacronismo psicoanalítico—
parece más compleja de lo que pudieran dar a entender los códigos estrictos
y precisos de la moral religiosa de entonces. Existen indudables indicios
que revelan una represión intransigente, como, por ejemplo, se puede constatar
en este párrafo del Diario de Barbier, fechado el 6 de julio de 1750: "Hoy,
lunes 6, han sido quemados en la plaza de Gréve, públicamente, a las cinco
de la tarde, dos obreros: un ayudante de carpintero y un charcutero, de
dieciocho y veinticinco años, respectivamente, que habían sido sorprendidos
en flagrante delito de sodomía por la ronda de vigilancia. La opinión general
fue que los jueces habían actuado con mano demasiado dura. Aparentemente,
el vino de más que habían tomado les impidió obrar con el recato suficiente."
(Suficiente para evitar la publicidad.) ¡Si hubiesen tomado algunas precauciones...!
Pero, se estaba en una época en que la astucia policial permitía sorprender
en plena comisión del delito a los infractores, con el fin de poder ser
más estrictos: "A través de estos hechos he podido conocer que, por delante
de las patrullas, va un hombre de incógnito inspeccionando lo que ocurre
en las calles, sin levantar ninguna sospecha, que es el encargado de avisar
a las patrullas. La ejecución ha sido llevada a cabo de forma ejemplar,
pues es un delito frecuente y existen muchas personas reas del mismo." Aunque
sería preferible que los "pecadores públicos" fuesen encerrados en el hospital
general.
La condena de la homosexualidad parece incuestionable. Pero, ¿dónde comenzaba?
¡Ésta no es una cuestión fácil de dilucidar! Es posible que la represión
moral tendiese, en la época de Barbier, a recrudecerse fijando la categoría
delictiva que quería reprimir. Contamos, además, con una opinión más antigua,
de una época que cabría considerar más rigurosa (finales del siglo xiii):
la de Dante. Su jerarquía de los condenados, como la jerarquía de los pecados
en san Pablo, o la aún más minuciosa de los Penitenciales, da una idea de
la gravedad relativa de los pecados, de su evaluación.
En san Pablo, los lujuriosos van a continuación de los homicidas. Pero Dante
los sitúa, precisamente, a la entrada del Infierno, a continuación del Limbo,
"noble castillo" donde "sobre el suave césped" llevan una vida apacible
y sin más sufrimiento que la privación de la contemplación de Dios aquellos
"ilustres" que, como Homero y Horacio, Aristóteles y Platón, han vivido
antes de la venida de Cristo. En el Limbo, permanecieron, además, los patriarcas
del Antiguo Testamento hasta que Cristo resucitado los redimió. Los otros,
los paganos, como Virgilio, aún continúan allá, ocupando el primer círculo
del Infierno. Pero el segundo círculo es más siniestro, allá se encuentra
el tribunal de Minos, aunque las penas que impone no son duras en comparación
con las de los otros siete círculos: los arrebatos de los apetitos aún continúan
embargando las almas que habían cedido a ellos en el más allá. "Un lugar
tenebroso que ruge como el mar embravecido en la tempestad cuando lo azotan
vientos contrarios." "Comprendí que era la clase de suplicio al que eran
condenados quienes habían cometido los pecados de la carne abandonando la
razón en aras del deseo." Algunos son verdaderos perversos, como la reina
Semíramis: "Tal fue su entrega al vicio de la lujuria que dictó la ley para
hacerla lícita, suprimiendo la reprobación que merecía": con ella todo quedó
permitido. Pero como auténticos lujuriosos, según nuestras normas, sólo
se consideran a los de la remota y legendaria Antigüedad de los tiempos
de Semíramis y Cleopatra. Sin embargo, muy distinta es la confesión de una
contemporánea de Dante, la bella Francesca de Rímini. Y no seremos nosotros,
después de A. de Musset y Tolstoi, quienes la privemos de la Felicidad de
Dios, pues tan venial nos parece su pecado como patético su dolor y profundo
su amor. "El amor que tan raudo abrasa un noble corazón, conquistó [a su
amante, que la acompaña en el Infierno]
por el hermoso cuerpo que me ha maravillado (...) El Amor que nos urge a
amar a quien nos ama, me concedió placer tan intenso que, como ves, aún
no me ha abandonado." Pero no nos llamemos a engaño, Dante ha tenido que
colocar a la pareja entre los condenados, pero pensaba como nosotros, y
algo hay en él que se rebelaba; es ahí donde detecto la tensión entre la
ley dictada por el clero y la resistencia instintiva de un pueblo, a pesar
de todo, fiel. Al oír lamentarse a los dos amantes, "compungido, me desvanecí
como si fuese a morir y me desplomé como un cadáver". Nada hay de repugnante
en los condenados, por eso se sitúan en el límite del reino de los suplicios,
allí donde los tormentos son menores. Sin embargo, esos desdichados amantes
que cuentan con toda la indulgencia de Dante son clasificados en la misma
categoría que los perversos auténticos como Semíramis y Cleopatra.
Pero el círculo de los lujuriosos no incluye a los "sodomitas" que san Pablo
asociaba a los adulteri, molles y fornicarii. Dante los ha desplazado para
no ubicarlos tampoco entre los pecadores "por incontinencia", sino más lejos,
entre los violentos, los pecadores por "malizia"; en el séptimo círculo.
Uno de los círculos más profundos del Infierno, no en el más bajo, el noveno,
que es el de Caín y Judas, el de los traidores y asesinos —el fondo del
Infierno donde mora Satán—. Pero dejemos que Dante mismo lo explique (XI,
28): "Este círculo está ocupado por todos los violentos, pero como los actos
de fuerza se pueden ejercer contra tres formas de persona, el círculo está
dividido y formado por tres murallas concéntricas; puesto que se puede ejercer
la violencia contra Dios, contra uno mismo y contra el prójimo."
1. Violencia contra el prójimo: los homicidas, los bandidos y los salteadores
de caminos.
2. Violencia contra uno mismo y los propios bienes (hay que subrayar esa
asociación entre ser y tener que parece una de las características esenciales
de la segunda mitad de la Edad Media): los suicidas y los dilapidadores.
3. La violencia contra Dios, la más grave.
Actúa con violencia contra la Divinidad quien en su fuero interno reniega
de ella y blasfema. No se trata en este caso de los no creyentes, de los
idólatras, sino de los blasfemos. El segundo caso es el de "Sodoma y Cahors";
o sea, el de los sodomitas y los usureros (los cahorsianos). Unos y otros
son medidos por el mismo rasero: ambos, a su modo, han "despreciado la bondad
de Dios y la naturaleza". Ése es su crimen; sin embargo, el de los sodomitas
se considera menos grave que el de los usureros.
Por otra parte, Dante no tiene reparo alguno en departir con los sodomitas.
Además, entre ellos reconoce a su viejo maestro y bien amado Brunetto Lattini.
Le habla con un respeto, una consideración y un afecto que a una persona
del siglo XX le parecen incompatibles con una conducta reprobable, a la
que, por lo demás, no hace ninguna alusión en el breve diálogo que Dante
mantiene con él: "Aún conservo grabada en mi alma —y ahora me entristezco
[conmovido por su condición de condenado]— vuestra honorable y querida imagen
paternal del tiempo en el que, en el Mundo, me enseñasteis cómo adviene
el hombre a la inmortalidad y por el enorme reconocimiento que me merecen,
conviene que mientras viva haga mías vuestras palabras." Así hablaba un
hombre de 1300 a un sodomita declarado. Un sodomita entre tantos, pues parece
que se trata de una práctica extendida: ¡"nos faltaría tiempo" si hubiera
que enumerarlos a todos! Pecado propio de intelectuales y de clérigos, según
sire Brunetto: "Todos fueron clérigos y grandes hombres de letras, de extendida
fama y [sin embargo] mancillados en la Tierra por el mismo pecado." Pero
también hay entre ellos maridos que no sentían atracción alguna por sus
mujeres: "Más que nada, mi mujer malhumorada es lo que me ha inducido por
el camino equivocado." ¿No es ésta circunstancia atenuante?
Dante no experimenta contra los sodomitas la indignación o el desprecio
que manifiesta contra otros "falsarios". ¡Nada hay en él que recuerde las
denostaciones del doctor Ambroise Tardieu en los años 1870! Sin embargo,
no se engaña respecto a la gravedad del pecado de su maestro. Aunque la
gravedad no se debe a la incontinencia, al acto del concubitus, sino a la
malizia; o sea, a la violencia ejercida contra Dios a través de su obra:
la naturaleza. Por eso, el caso es más grave, más metafísico.
El interés del testimonio de Dante radica en que es, a la vez, el de un
escolástico, un escritor latino que ha asimilado la concepción del mundo,
de Dios y de la naturaleza de los teólogos-filósofos de los siglos XII y
XIII; siendo, además, el testimonio de un hombre cualquiera que participaba
en la sensibilidad general de su tiempo. El teólogo condena, el hombre confiesa
su indulgencia. Pecado de clérigos, pecado de maestros, quizá también pecado
de jóvenes. Dante no precisa nada al respecto, pero constata a través de
sire Brunetto la frecuencia de unas prácticas que, propiamente, no tienen
nombre. Por otra parte, las prostitutas del Barrio Latino, como sabemos,
les echaban los tejos a los escolares en la calle e insultaban trabándolos
de sodomitas a los que no cedían a sus proposiciones.
En otro orden de cosas, las autoridades eclesiásticas desde el siglo XV
al XVII han sido muy severas por lo que se refería a las comidas de confraternización,
que eran, en realidad, ceremonias de iniciación, ritos de paso a la madurez
en los que se bebía abundantemente y en los que, desde luego, no se andaban
con mojigaterías. Por supuesto, en ellos intervenían las prostitutas. Pero
las reprobaciones de los censores, en general, daban a entender que había
una perversidad más ambigua que la de la utilización de los servicios de
las prostitutas, quizás una bisexualidad más o menos tradicional que persistió
durante largo tiempo entre los adolescentes.
Esa sexualidad indefinida tenía también su sitio en las grandes mascaradas
de finales de año, entre Navidad y Epifanía, tiempo del mundo invertido,
de los disfraces, los juegos de espejos, el país de Jauja, de donde emerge
el equívoco de la bisexualidad, como lo señala Francois Laroque: "En esa
zona imprecisa en la que se pasa del viejo al nuevo año... se perfila la
cuestión de la diferencia sexual. Pero gracias a la magia carnavalesca del
disfraz, Violo-Cesario puede franquear a su gusto la frontera que separa
los sexos; bissexus más que hifrons."
No se trata, verdaderamente, de homosexualidad, sino solamente de una inversión
ritual y perturbadora, en un momento en que las prohibiciones son derogadas
durante un corto período y sin consecuencias. Y ahí encontramos una ambigüedad
que no ha desaparecido completamente en la actualidad, a pesar de la intransigencia
de los homosexuales en su voluntad de afirmar su identidad. Eso es, al menos,
lo que sugiere una apreciación de Laurent Dispot (Le Matin, 6 de noviembre
de 1979): "¿Existen, verdaderamente, hombres que no se demuestren amor?
¿Qué decir de las exteriorizaciones de los futbolistas después de haber
marcado un gol? Sin duda no son "homosexuales"; no. Sin embargo, lo que
hacen en ese momento resultaría chocante a los transeúntes, si los homosexuales
que se afirman en su homosexualidad hiciesen lo mismo en plena calle, en
la vida cotidiana. ¿Habrá que concluir que los estadios deportivos son una
válvula de seguridad de la homosexualidad masculina normal?"
Philippe ARIES París, Centro Nacional para la Investigación Científica

La
lucha por la castidad
Por Michel Foucault
Este texto ha sido extraído del tercer volumen de la Historia de la sexualidad.
Después de consultar con Philippe Ariès sobre la orientación general de
esta recopilación, he pensado que este texto sintonizaba con el resto. Creemos,
además, en la conveniencia de revisar la idea que, en general, se tiene
de la ética sexual cristiana; y, por otro lado, pensamos que el valor central
de la cuestión de la masturbación tiene un origen muy distinto de la campaña
de los médicos en los siglos XVIII y XIX.
La lucha por la castidad es analizada por Casiano en el sexto capítulo de
las Instituciones, "Sobre el espíritu de fornicación", y en varias Conferencias:
en la cuarta, sobre "La concupiscencia de la carne y del espíritu"; en la
quinta, sobre "Los ocho vicios principales"; en la duodécima, sobre "La
castidad"; y en la vigesimosegunda, sobre "Las ilusiones nocturnas". La
lucha por la castidad figura en segundo lugar en la lista de ocho combates
bajo la forma de una lucha contra el espíritu de fornicación. Fornicación
que, a su vez, se subdivide en tres categorías. Todo lo cual ofrece un cuadro
de apariencia muy poco jurídica si se lo compara con los catálogos de transgresiones
tal y como se encuentran una vez que la Iglesia medieval organizó el sacramento
de la penitencia tomando como base un modelo de punición de tipo jurídico.
Pero las recomendaciones propuestas por Casiano tienen, sin duda, otro sentido.
Empecemos por examinar el lugar que ocupa la fornicación entre las otras
pasiones del mal.
Casiano completa el cuadro de los ocho espíritus del mal según un sistema
de reagrupaciones internas. Establece pares de vicios que tienen entre sí
relaciones particulares de "unión" y de "asociación" : orgullo y vanidad,
pereza y acidia, avaricia y cólera. Por su parte, la fornicación se empareja
a la gula. Y se hace así por varias razones: porque se trata de dos vicios
"naturales", innatos en nosotros y, por, consiguiente, de los que nos es
muy difícil deshacernos; porque son dos pecados que implican la participación
del cuerpo no sólo para su formación sino para realizar su objetivo, ya
que existen, entre ambos pecados, vínculos muy estrechos de causalidad:
es el exceso de la comida lo que despierta el deseo de la fornicación. Y
ya sea porque está estrechamente asociado a la gula, ya sea, por el contrario,
en virtud de su propia naturaleza, el espíritu de fornicación desempeña,
en relación a los otros pecados de los que forma parte, un papel privilegiado.
En primer lugar, en la cadena causal de los pecados. Casiano subraya que
los pecados no son independientes unos de otros, aunque cada individuo pueda
verse acosado más por uno que por otro. Un vector causal liga unos pecados
a otros: comienza con la gula, que nace en el cuerpo e incita a la fornicación;
después, ambos engendran la avaricia, entendida como inclinación excesiva
hacia los bienes terrenales; la cual, a su vez, conduce a la rivalidad y
a la disputa y a la cólera; de ésta deriva el abatimiento de la tristeza,
que provoca el rechazo de la vida monástica en su conjunto y la acidia.
Tal encadenamiento supone que nunca se podrá vencer un vicio si no se ha
triunfado sobre aquel en el que se apoya. "La derrota del primero hace más
favorable la victoria sobre el que le sigue; una vez derrotado aquél, éste
se extingue sin muchas dificultades." Por ser el origen de todos los demás,
la pareja que forman la gula y la fornicación debe ser arrancada, como si
fuese "un árbol gigante que extiende su sombra a lo lejos". Aquí radica
la importancia ascética del ayuno como medio para vencer la gula y atajar
la fornicación. Esa es la base del ejercicio ascético, pues ahí radica el
punto de partida de la cadena causal de los pecados.
El espíritu de fornicación se encuentra igualmente en una posición dialéctica
singular en relación a los últimos pecados y, en particular, al orgullo.
En efecto, para Casiano, orgullo y vanidad no pertenecen a la cadena causal
de los otros pecados. Lejos de ser engendrados por éstos son, por el contrario,
la consecuencia de la victoria sobre ellos : orgullo "carnal" frente a los
demás por la ostentación que se hace de los ayunos propios, castidad, pobreza,
etc.; orgullo "espiritual" que lleva a creer que tales logros no obedecen
más que a los propios méritos . Pecado de la derrota de los pecados al cual
sigue una caída tan dura como tan alto se cree haber llegado. Y la fornicación,
el más vergonzoso de todos los vicios, el más sonrojante de todos, es consecuencia
del orgullo, castigo, pero también tentación, prueba a la que Dios somete
al presuntuo(36)so para recordarle que la debilidad de la carne lo amenaza
siempre si la gracia no acude a socorrerlo. "Puesto que quien ha gozado
durante un tiempo de la pureza de corazón y de cuerpo, como por una consecuencia
natural, (...) desde el fondo de sí mismo, se glorifica en cierta medida
(...). Por eso el Señor obra por su bien al abandonarlo: la pureza que le
daba tanta seguridad empieza a perturbarlo; en medio de su esplendor espiritual,
empieza a vacilar." Así, en el ciclo del combate contra los pecados, en
el momento en el que el alma ya no tiene sino que luchar contra sí misma,
los aguijones de la carne se empiezan a sentir de nuevo, poniendo de manifiesto
la necesaria interminabilidad de esta lucha en que el alma se ve amenazada
de recomenzar permanentemente.
En realidad, la fornicación tiene, en relación a los otros pecados, un cierto
privilegio ontológico que le confiere una particular importancia ascética.
Como la gula, tiene sus raíces en el cuerpo. Es imposible vencerla sin someterse
a mortificaciones; mientras que la cólera o la tristeza se combaten "con
la sola actividad del alma", la fornicación no puede ser desarraigada sin
"la mortificación corporal, las vigilias, los ayunos, el trabajo que quebranta
el cuerpo". Lo que no excluye, por lo contrario, la lucha que el alma debe
librar contra sí misma, ya que la fornicación puede provenir de los pensamientos,
de las imágenes, de los recuerdos: "Cuando el demonio, con su sutil astucia,
ha despertado en nuestro corazón el recuerdo de la mujer, comenzando por
nuestra madre, nuestras hermanas, parientes o algunas mujeres piadosas,
debemos arrojar de nosotros tales pensamientos cuanto antes por temor a
que, reteniéndolos, el tentador no se aproveche de ellos para inducirnos
a pensar en otras mujeres." Sin embargo, la fornicación presenta una diferencia
fundamental respecto a la gula. El combate contra esta última debe llevarse
a cabo con cierta medida, puesto que no sería posible renunciar a todo alimento:
"Es preciso subvenir a las exigencias vitales.., por miedo a que el cuerpo,
agotado por la inanición, no pueda entregarse a los preceptivos ejercicios
espirituales." Pero esta inclinación natural hacia los alimentos hemos de
asumirla con distanciamiento, sin pasión; no hemos de extirparla, pues tiene
una legitimidad natural; negarla totalmente, es decir, hasta la muerte,
supondría un crimen. Por el contrario, no existe límite en la lucha contra
el espíritu de fornicación; todo lo que nos pueda inducir a ello debe ser
extirpado, y no existe ninguna exigencia natural, en este aspecto, que pudiera
justificar la satisfacción de una necesidad. Se trata, pues, de extinguir
una inclinación cuya supresión no supondrá la muerte de nuestro cuerpo.
La fornicación es entre los ocho pecados fundamentales el único que siendo
a la vez innato, natural, corporal en su origen, hay que destruirlo totalmente,
como es necesario hacerlo con los vicios del alma que son la avaricia y
el orgullo. Se impone, pues, la mortificación radical que nos permita vivir
en nuestro cuerpo previniéndonos de las inclinaciones de la carne. "Salir
de la carne permaneciendo en el cuerpo." Es a este más allá de la naturaleza
al que la lucha contra la fornicación nos da acceso en nuestra existencia
terrenal. Ella nos "saca de la inmundicia terrena". Nos hace vivir en este
mundo una vida que no es de este mundo. Porque es la más radical, es la
mortificación la que nos da, desde aquí abajo, la más alta promesa: "en
la carne parásita" imprime "la ciudadanía que se les ha prometido a los
santos una vez que se hayan librado de la corruptibilidad carnal" .
Se aprecia, pues, cómo la fornicación, aun siendo uno de los ocho componentes
de los pecados capitales, se encuentra respecto a los otros en una particular
posición: a la cabeza del encadenamiento causal, en el origen de la continua
reanudación de las caídas y de la lucha, en uno de los puntos más difíciles
y cruciales del combate ascético.
Casiano, en la V Conferencia, divide el pecado de la fornicación en tres
tipos. El primero consiste en la "conjunción de los dos sexos" (commixtio
sexus utriusque); el segundo se comete "sin contacto con la mujer" (absque
femineo tactu), lo que llevó a Onán a la condenación; el tercero es "concebido
por el pensamiento y el espíritu". Prácticamente, la misma distinción se
establece en la XII Conferencia: la conjunción carnal (carnalis commixtio)
a la que Casiano da el nombre de fornicatio, en sentido restringido; después
se encuentra la impureza, la immunditia, que se produce sin contacto con
la mujer, durante el sueño o la vigilia: se debe a la "incuria del espíritu
falto de circunspección"; es la libido, en fin, la que se desarrolla en
"los pliegues del alma" y sin que exista "pasión corporal" (sine passione
corporis). Esta apreciación es importante porque permite comprender lo que
Casiano entiende por el término general de fornicatio, al cual, por otra
parte, no da una definición de conjunto. Pero es importante, sobre todo,
por el uso que hace de los tres tipos, tan diferente del que se podría encontrar
en otros textos anteriores.
Existía, de hecho, una trilogía tradicional de los pecados de la carne:
el adulterio, la fornicación (que definía las relaciones sexuales extramatrimoniales)
y la "corrupción de menores". Son, por lo demás, las tres categorías que
se encuentran en la didajé: ** "No cometerás adulterio, no fornicarás y
no seducirás a los jóvenes." Las mismas, igualmente, que se encuentran en
la carta de Bernabé: "No cometas ni adulterio ni fornicación ni corrompas
a los jóvenes." Ha ocurrido con frecuencia que sólo los dos primeros se
han tenido en cuenta, definiendo la fornicación todos los vicios sexuales,
en general, y el adulterio, asociado a las transgresiones del deber de fidelidad
conyugal. Pero, de todas formas, era completamente normal incluir en esta
enumeración de preceptos la referencia al deseo de pensamiento o a las miradas,
o a todo aquello que pudiese conducir a la consumación de un acto sexual
prohibido "Abstente del deseo, pues el deseo lleva a la fornicación, guárdate
de las proposiciones obscenas y de las miradas desvergonzadas, pues todo
ello acarrea el adulterio."
El análisis de Casiano tiene la doble peculiaridad de no hacer del adulterio
un caso particular, pues entra dentro de la categoría de la fornicación
en sentido estricto, y, sobre todo, la de no fijar su atención más que en
las otras dos categorías. En ningún lado, en los diferentes textos en los
que evoca el combate por la castidad, habla de relaciones sexuales propiamente
dichas. En ningún lado son abordados los diferentes "pecados" posibles según
el acto cometido, el partenaire con quien se comete, su edad, su sexo, el
grado de parentesco que se pueda tener con él. Ninguna de las categorías
que constituyeron en la Edad Media la gran codificación de los pecados de
la lujuria aparece aquí. Sin duda, Casiano, al dirigirse a los monjes que
habían hecho el voto de la renuncia a toda relación sexual, no tenía por
qué retomar una cuestión que se daba por sentada. Es necesario, sin embargo,
llamar la atención sobre un aspecto importante de la vida monástica que
había suscitado en Basilio de Cesarea y en Crisóstomo recomendaciones concretas
, y que Casiano despacha con alusiones furtivas: "Que nadie, sobre todo
entre los jóvenes, permanezca a solas con otro, aunque sea por poco tiempo,
o se retire con él o se cojan de la mano." Todo parece como si Casiano no
se interesase más que por los dos últimos términos de su clasificación (los
que se refieren a lo que ocurre sin relación sexual ni pasión del cuerpo),
como si eludiese la fornicación en tanto conjunción entre dos individuos,
y no concediese importancia más que a elementos cuya condena no había tenido
anteriormente sino un valor complementario en relación a la condena de los
actos sexuales pro piamente dichos.
Ahora bien, que Casiano omita referirse a la relación sexual y se fije en
un mundo tan solitario y en una escena tan interior no se debe a una razón
simplemente negativa. Lo esencial del combate por la castidad apunta hacia
un objetivo que no atañe al acto o a la relación, sino que concierne a otra
realidad diferente de la que es propia de la relación sexual entre dos individuos.
Un pasaje de la XII Conferencia permite apreciar en qué consiste esa realidad.
En él, Casiano caracteriza las seis etapas que marcan el progreso en la
castidad. Puesto que en esa caracterización de lo que se trata es de poner
de manifiesto no la castidad misma sino los signos negativos en los que
se puede cifrar su progreso —los diferentes rasgos de impureza que uno tras
otro desaparecen—, se tiene la indicación de aquello contra lo que es necesario
batirse en el combate por la castidad.
Primer rasgo de ese progreso: el monje, cuando se encuentra en estado de
vigilia, no se ve "doblegado" por un "ataque de la carne", impugnatione
carnali non eliditur. Así pues, ninguna irrupción en el alma de inclinaciones
que refuerzan la voluntad.
Segunda etapa: si cuando se tienen "pensamientos voluptuosos" (voluptariae
cogitationes) el monje no se "complace" en ellos. Pues no piensa en lo que
involuntariamente, y a su pesar, le viene a la cabeza.
Se llega a la tercera etapa cuando una percepción que viene del mundo exterior
ya no es capaz de provocar la concupiscencia: cuando el monje se puede cruzar
con una mujer atractiva sin experimentar ningún deseo.
En la cuarta etapa, ya no se experimenta a lo largo de la vigilia ni la
más inocente atracción de la carne. ¿Quiere con ello decir Casiano que ya
no existe tensión de atracción alguna de la carne? ¿Y que se tiene un dominio
total sobre el propio cuerpo? Eso no sería muy verosímil, ya que, por otro
lado, insiste a menudo en la permanencia de inclinaciones involuntarias
del cuerpo. El término que utiliza —perferre— está en relación, sin duda,
con el hecho de que esas inclinaciones no son susceptibles de afectar al
alma, que no hace sino soportar las resignadamente.
Quinto grado: "Si el tema de una conferencia o la consecuencia necesaria
de una lectura implica la idea de la generación humana, el espíritu no se
deja perturbar por el más mínimo consentimiento en el acto voluptuoso, sino
que lo considera con mirada tranquila y pura, como una simple tarea, un
menester necesario atribuido al género humano y no se siente más afectado
que si pensase en la fabricación de ladrillos o en el ejercicio de cualquier
otro oficio."
Por último, se alcanza el último estadio cuando "la seducción del fantasma
femenino no causa ninguna ilusión durante el sueño. Aunque no consideremos
esa fantasmagoría culpable de pecado, sin embargo es indicativa de un deseo
que aún se oculta en nuestras entrañas".
En esa enumeración de los diferentes rasgos del espíritu de fornicación
que se van diluyendo a medida que progresa la castidad, no existe ninguna
relación con otro, ningún acto, y ni siquiera la intención de perpetrarlo.
No hay, pues, fornicación en el sentido estricto del término. Del microcosmos
de la soledad están ausentes los dos elementos primordiales en torno a los
cuales gira la ética sexual no sólo de los filósofos antiguos, sino de un
cristiano como Clemente de Alejandría, al menos en la carta II del Pedagogo:
la conjunción de dos individuos (sunousia) y los placeres del acto (aphrodisia).
Sin embargo, en Casiano los elementos puestos en juego son los movimientos
del cuerpo y los del alma, las imágenes, las percepciones, los recuerdos,
las figuras oníricas, el discurrir espontáneo del pensamiento, el consentimiento
de la voluntad, la vigilia y el sueño. Se configuran, así, dos polos de
los que es necesario ver que no coinciden con el cuerpo y el alma: el polo
involuntario, ya sea el de los movimientos físicos o el de las percepciones
que se inspiran en recuerdos y en imágenes que surgen de improviso y que,
propagándose en el espíritu, acosan, reclaman y arrastran la voluntad; y
el polo de la voluntad propiamente dicha que acepta o rechaza, se desvía
o se deja cautivar, se complace, consiente. Por un lado, pues, tenemos una
mecánica del cuerpo y del pensamiento que, embaucando al alma, se carga
de impureza y puede llegar hasta la polución; y, por otro, un juego del
pensamiento consigo mismo. Nos volvemos a encontrar aquí con las dos formas
de la "fornicación" en el sentido amplio que Casiano había definido junto
con la conjunción de los sexos y a los cuales había reservado todo su interés:
la immunditia, que, en la vigilia o en el sueño, sorprende a un alma incapaz
de prevenirse y lleva, al margen de cualquier contacto con otro, a la polución;
y la libido, que se desarrolla en las profundidades del alma y a propósito
de la cual Casiano recuerda el parentesco entre las palabras libido — libet.
La tarea en que consiste el combate espiritual y los progresos de la castidad
de los que Casiano describe las seis etapas pueden ser entendidos como una
tarea de disociación. Se está muy lejos de la economía de los placeres y
de su limitación estricta a los actos permitidos; como se está igualmente
lejos de la idea de una separación tan radical como sea posible entre el
alma y el cuerpo. Se trata de una labor perpetua a realizar sobre el discurrir
del pensamiento (ya sea porque prolongue y se haga eco de las inclinaciones
del cuerpo, ya sea porque los induzca), sobre sus formas más rudimentarias,
sobre los elementos que lo pueden desencadenar, de forma que el sujeto no
se vea nunca implicado en ello, ni siquiera bajo la forma más oscura y más
aparentemente "involuntaria" de decisión. Las seis etapas a través de las
cuales, como se ha visto, se progresa en el estado de castidad, representan
seis etapas en ese proceso que ha de excluir cualquier implicación de la
voluntad. Así, el primer grado será desvincular la implicación de la voluntad
en las inclinaciones del cuerpo. Después, desligar la implicación imaginativa
(no detenerse con complacencia en lo que se tiene en el espíritu). Luego,
desligar la implicación sensible (no experimentar las inclinaciones del
cuerpo). Posteriormente, desligar la implicación representativa (no pensar
en los objetos como objetos de posible deseo). Y finalmente, desembarazarse
de la implicación onírica (de lo que puede haber de deseo en las imágenes
sin embargo involuntarias del sueño). A esta implicación, cuyo acto voluntario
o la voluntad explícita de perpetrar un acto son las formas más visibles,
Casiano le da el nombre de concupiscencia. Es contra ella contra la que
se vuelve el combate espiritual y el esfuerzo de disociación, de desimplicación,
que persigue.
Así se explica el hecho de que, a lo largo de la lucha contra el espíritu
de "fornicación" y por la castidad, el problema fundamental, y, por así
decirlo, único, sea el de la polución, desde sus aspectos voluntarios o
las predisposiciones que la favorecen, hasta las formas involuntarias que
se producen durante el sueño. Casiano concede tanta importancia a esto que
llega a considerar la ausencia de sueños eróticos y de polución nocturna
como el signo de que se ha alcanzado el más alto grado de castidad. A menudo
retoma este tema: "La prueba de que se ha alcanzado la pureza será la de
que ninguna imagen nos engañe mientras estamos en reposo y distendidos en
el sueño" , o en otra ocasión: "Tal es el fin de la integridad y la prueba
definitiva: que ninguna excitación voluptuosa nos acontezca durante el sueño
y que no seamos conscientes de las poluciones a las que nos somete la naturaleza."
Toda la XXII Conferencia está dedicada a la cuestión de las "poluciones
nocturnas" y a la necesidad de "concentrar todas nuestras fuerzas para evitarlas".
Y, en varias ocasiones, Casiano evoca a algunos santos varones, como Sereno,
que habían alcanzado tal grado de virtuosidad que nunca se vieron sometidos
a semejantes inconvenientes.
Se puede decir, pues, que en un sistema de vida en el que la renuncia a
toda relación sexual es fundamental, es completamente lógico que esta cuestión
adquiera la importancia que tiene en Casiano. Cabe recordar, asimismo, el
valor que se concedía, en los grupos más o menos inspirados en el pitagorismo,
a los fenómenos del sueño y de las experiencias oníricas en tanto reveladores
de la cualidad de la existencia y a los rituales purificadores que garantizaban
su estabilidad. Sea como fuere, es necesario considerar, sobre todo, que
la polución nocturna representaba un problema en términos de pureza ritual;
y es precisamente este problema el que ocupa la XXII Conferencia: ¿se puede
acudir a los "santos altares" y participar en el "ágape de la salvación"
cuando se ha eyaculado durante la noche? Sin embargo, aunque todos los argumentos
expuestos permiten explicar la existencia de esta preocupación entre los
teóricos de la vida monástica, no informan suficientemente acerca del carácter
central que la cuestión de la polución voluntaria-involuntaria ha tenido
en la reflexión acerca de la lucha por la castidad. La polución no es simplemente
objeto de una prohibición más estricta que las demás o de más difícil observancia.
Pero es un "indicador" de la concupiscencia, en la medida en que posibilita
determinar a lo largo de todo lo que la hace posible, la prepara, la incita
y finalmente la desencadena, cuál es el componente de voluntariedad e involuntariedad
que existe entre las imágenes, percepciones y recuerdos fijados en el alma.
Así, toda la tarea del monje consistirá respecto a sí mismo en no dejarse
embargar la voluntad en el movimiento que va del cuerpo al alma y del alma
al cuerpo y sobre el cual la voluntad puede tener control, para favorecerlo
o detenerlo, por medio de la intervención del pensamiento. Las cinco primeras
etapas en el camino de la castidad constituyen, igualmente, sucesivas etapas,
cada vez más sutiles, del desprendimiento de la voluntad respecto a las
inclinaciones cada vez mayores que pueden llevar a la polución.
Entonces ya sólo queda la última etapa. La que sólo está al alcance de los
santos: la ausencia de poluciones "absolutamente" involuntarias que tienen
lugar durante el sueño. Pero aun así, Casiano subraya que no todas son necesariamente
involuntarias. El exceso de alimentación, los pensamientos impuros durante
la vigilia son una especie de consentimiento, cuando no una preparación
para las poluciones. También distingue la naturaleza del sueño que la acompaña
y el grado de impureza de las imágenes. Así, carecería de justificación
quien al verse sorprendido por la polución desplazase la causa hacia el
cuerpo y el sueño: "Es la manifestación de un mal que se alienta en el interior,
que no tiene su origen en la noche, sino que, agazapado en lo más profundo
del alma, aflora a la superficie durante el reposo nocturno, poniendo de
manifiesto la fiebre oculta de las pasiones larvadas que son consecuencia
de las pasiones perversas con las que alimentamos nuestro espíritu a lo
largo del día." Por último, queda la polución en la que no se aprecia rastro
alguno de complicidad, carente del placer que experimenta quien se hace
cómplice de ella, incluso sin la aparición de imagen onírica alguna. Sin
duda, es éste el punto al que sólo puede llegar el asceta de observancia
rigurosa; la polución no es ya más que un "resto" en el que el sujeto no
tiene intervención alguna. "Es necesario que nos esforcemos por reprimir
las inclinaciones del alma y las pasiones de la carne hasta que la carne
satisfaga las exigencias naturales sin suscitar ningún tipo de delectación,
liberando la sobreabundancia de humores sin ninguna comezón perversa y sin
suscitar tensión alguna sobre la castidad." Ahora bien, puesto que se trata
de un fenómeno natural, sólo una fuerza que sea más fuerte que la naturaleza
nos puede salvaguardar de la polución: la gracia. Por eso la ausencia de
polución es la marca de la santidad, la señal de la más elevada castidad,
don que se puede esperar, pero no adquirir.
Por lo que se refiere al hombre, no le cabe ni más ni menos que quedar en
relación consigo mismo en un estado de vigilia permanente en cuanto a las
más mínimas inclinaciones que se puedan producir en su cuerpo y en su alma.
Velar día y noche, durante la noche para prevenirse del día y de día pensando
en la próxima noche. "Así como la pureza y la vigilia durante el día predisponen
a permanecer casto durante la noche, del mismo modo la vigilia nocturna
fortalece el corazón y lo pertrecha de fuerzas que ayudarán a mantener la
castidad durante el día." Tal estado de vigilia supone la puesta en práctica
del proceso de "discriminación" del que se sabe que ocupa el centro de la
técnica del autocontrol, tal como se ha desarrollado en la espiritualidad
de tradición evagriana.
El trabajo del molinero que escoge los granos, del centurión que distribuye
los soldados, del cambista que calibra las monedas, para aceptarlas o rechazarlas,
ése es el trabajo que el monje debe realizar permanentemente sobre sus propios
pensamientos para reconocer aquellos que encierran posibles tentaciones.
Esa tarea le permitirá escoger los pensamientos según su origen, distinguirlos
según su propia naturaleza y disociar el objeto que se representa en ellos
del placer que pudiera suscitar, Se trata, pues, de una empresa de análisis
permanente a la que se somete cada uno individualmente, y , mediante el
deber de confesión, en relación con los demás. Por otro lado, ni la concepción
general de Casiano sobre la castidad y la "fornicación", ni la forma en
que las trata, ni los diferentes elementos interrelacionados en los que
las representa (polución, libido, concupiscencia) pueden comprenderse sin
tener presentes las diversas técnicas de autocontrol con las que caracteriza
la vida monástica así como la lucha espiritual que la articula.
Ahora bien, ¿cabe establecer un reforzamiento de las "prohibiciones", una
valorización mayor de la continencia absoluta, una creciente descalificación
del acto sexual, de Tertuliano a Casiano? Indudablemente, no es ésta la
mejor forma de plantear el problema.
La organización de la institución monástica y el dimorfismo que se establece,
de esta forma, entre la vida de los monjes y la de los laicos han introducido
importantes modificaciones en lo que se refiere al problema de la renuncia
a las relaciones sexuales; contribuyendo, correlativamente, al desarrollo
de técnicas de autocontrol muy complejas. De este modo, han aparecido en
la práctica de la continencia un sistema de vida y una forma de análisis
que, a pesar de una cierta continuidad aparente, vienen a marcar respecto
al pasado notables diferencias. Para Tertuliano el estado de virginidad
implicaba una actitud exterior e interior de renuncia al mundo que se complementaba
con preceptos sobre la obediencia, el comportamiento y, en general, relativos
a la manera de ser. En la mística de la virginidad que se desarrolla a partir
del siglo III, el rigor de la renuncia (en torno al tema, ya presente en
Tertuliano, de la unión con Cristo) volvemos a encontrar la forma negativa
de la continencia, como promesa de unión espiritual. Para Casiano, que es
más un testigo que un inventor, se produce algo así como un desdoblamiento,
una especie de repliegue que pone de manifiesto la profundidad de la escena
interior.
No se trata en absoluto de la interiorización de un catálogo de prohibiciones
en el que la prohibición de la intención del acto sustituye a la prohibición
del acto mismo. Se trata, más bien, de la apertura de un nuevo dominio (cuya
importancia ya fue señalada en los textos de Gregorio de Nicea y, sobre
todo, de Basilio de Ancira), como es el del pensamiento, con su discurrir
irregular y espontáneo, con sus imágenes, recuerdos, percepciones, alteraciones
e impresiones que se comunican del cuerpo al alma y del alma al cuerpo.
Entonces, lo que entra en juego no es un código de actos prohibidos o permitidos,
sino toda una técnica para analizar y diagnosticar el pensamiento, sus orígenes,
su naturaleza, sus peligros, su poder de seducción y todas las fuerzas oscuras
que se pueden ocultar bajo las formas que aquél adopta. Y, ya que el objetivo
es, en última instancia, expulsar de uno mismo todo lo que es impuro o pueda
inducir a la impureza, para alcanzarlo no cabe sino una vigilancia siempre
atenta, una sospecha en todo lugar y en todo momento dirigida contra uno
mismo. Es necesario, pues, que la cuestión se plantee siempre como si se
tratase de hurgar en todo lo que de "fornicación" secreta puede haber oculto
en los repliegues más recónditos del alma.
Igualmente, en esta ascesis de la castidad se puede apreciar un proceso
de "subjetivización" que relega a un plano secundario la ética sexual centrada
en la economía de los actos. Pero es necesario, al tiempo, subrayar dos
aspectos. La subjetivización es indisociable del proceso de conocimiento
que hace de la obligación de buscar y de decir la verdad de uno mismo una
condición indispensable y permanente de la ética; si existe subjetivización,
entonces implica una objetivización indefinida de cada uno respecto de sí
mismo, y es indefinida en el sentido de que, al no poder ser conseguida
de una vez por todas, no tiene término en el tiempo; y es en ese sentido
en el que se hace necesario llevar tan lejos como sea posible el examen
de los movimientos del pensamiento, por insignificantes e inocentes que
puedan parecer. Por otra parte, la subjetivización bajo forma de búsqueda
de la verdad de uno mismo se lleva a cabo a través de complejas relaciones
con los otros. Y de varias formas: porque se trata de desentrañar de uno
mismo la fuerza del Otro, del Enemigo, que se oculta bajo la apariencia
del propio yo; porque se trata de llevar contra ese Otro un combate permanente
del que no se saldría victorioso sin la ayuda del Todopoderoso, que es más
fuerte que él; y, en fin, porque la confesión con los otros, la sumisión
a sus consejos, la obediencia permanente a los superiores, son indispensables
en ese combate.
Las nuevas modalidades adoptadas por la ética sexual en la vida monástica,
la constitución de una nueva relación entre el sujeto y la verdad, el establecimiento
de relaciones complejas de obediencia hacia otro forman parte de un conjunto
cuya coherencia se hace patente en los textos de Casiano. No se trata de
ver en él un punto de partida. Si nos retrotrajéramos en el tiempo, incluso
antes del cristianismo, se podrían encontrar varios de estos elementos en
vías de formación y, a veces, ya constituidos en el pensamiento antiguo
(en los estoicos o en los neoplatónicos). Por otra parte, el propio Casiano
presenta de forma sistemática (la cuestión sobre qué es lo que aporta de
su venero es algo que está por ver; pero no es de eso de lo que se trata
aquí) una experiencia que según él es la del monacato oriental. En cualquier
caso, parece que el estudio de un texto corno éste viene a confirmar que
apenas tiene sentido hablar de "moral sexual cristiana" y aún menos de una
"moral judeo cristiana". Por lo que se refiere a la reflexión en torno a
los comportamientos sexuales, cabe decir que, desde la época helenística
hasta San Agustín, se habían desarrollado unos procesos muy complejos. Se
pueden apreciar fácilmente algunos períodos de dureza especial: en la dirección
de la conciencia estoico-cínica, en la organización del monacato. Pero otros
muchos también son descifrables. Por lo contrario, el advenimiento del cristianismo,
como principio que requería otra moral sexual, en ruptura tardía con las
que lo precedieron, apenas es perceptible. Como dice P. Brown, a propósito
del cristianismo en la cultura de la Antigüedad ciclópea, la cartografía
de la división de las aguas es difícil de establecer.
Michel FOUCAULT
París, Collège de France

La
vida sexual matrimonial en la sociedad antigua: de la doctrina de la Iglesia
a la realidad de los comportamientos
Por Jean-Louis Flandrin
Muy pocas fuentes disponibles han hablado de la sexualidad conyugal con
tanto lujo de detalles como los tratados de teología moral, las recopilaciones
de problemas de conciencia, los manuales de confesion, etc. Es, por tanto,
del análisis de esos textos eclesiásticos de los que parto, insistiendo
particularmente en aquellas prescripciones que puedan resultarnos más chocantes
en la actualidad. Posteriormente, intentaré ave riguar en qué medida toda
esa literatura nos ofrece una información fidedigna sobre la vida sexual
de las parejas, en otro tiempo.
En el núcleo central de la moral cristiana existe una profunda desconfianza
hacia los placeres carnales, porque hacen del espíritu un prisionero del
cuerpo, impidiéndole elevarse hacia Dios. Es necesario comer para vivir,
pero hemos de evitar la seducción de los placeres de la mesa. Igualmente,
nos vemos obligados a unirnos al otro sexo para tener hijos, pero hemos
de evitar el apego a los placeres sexuales, pues la sexualidad nos ha sido
dada para reproducirnos. Por eso es un abuso utilizarla para otros fines,
como, por ejemplo, para el placer.
En nuestra sociedad, como en las demás, subrayan los moralistas cristianos,
la institución familiar es la que mejor se adapta las necesidades de la
educación de los hijos; y, por lo demás, no se pueden concebir hijos legítimos
—o sea, aptos para sucedemos— más que en legítimo matrimonio. Así pues,
toda actividad sexual fuera del matrimonio tiene, necesariamente, una finalidad
diferente a la de la procreación y, por ello, constituye un pecado. De ahí
que toda relación sexual fuera del matrimonio no sea permitida. De esa prohibición
tenemos, en general, mejor conocimiento que de sus razones teológicas, por
no hablar de sus razones históricas, que merecerían una profunda investigación.
Por otra parte —y eso ya nos resulta más extraño—, la unión sexual no era
legítima, ni siquiera en el matrimonio, a no ser que se encaminase a buen
fin; es decir, a hacer hijos o a dar al cónyuge lo que se le había prometido
mediante el contrato matrimonial. A esas dos buenas razones de acceder a
la relación sexual con el marido o la esposa, los teólogos, a partir del
siglo X añadieron una tercera, en verdad menos loable: la intención de luchar
contra un deseo pecaminoso. En efecto, san Pablo había escrito a los corintios:
"Pienso que sería bueno para el hombre no conocer mu jer. Sin embargo, para
evitar la impudicia, que cada hombre tenga su mujer; y cada mujer, su hombre.
Que el marido d a la mujer lo que le corresponde, y que la mujer obre de
la misma manera hacia su marido." (1 Cor VII, 1-3.)
De este modo, el matrimonio era considerado como un remedio que Dios ha
dado al hombre para preservarlo de la impudicia. En otras palabras —son
los teólogos quienes lo dicen a partir del siglo XIII—, cuando uno de los
esposos se siente tentado de cometer adulterio o de caer en polución vo
luntaria, puede, si no encuentra otro medio mejor, utilizar el remedio del
matrimonio para no sucumbir a esa tentación.
A partir del siglo XV, algunos teólogos consideraban que no se cometía pecado
alguno cuando un cónyuge accedía a la unión con su mujer o con su marido
con aquella intención. Antes, los mismos teólogos consideraban que se cometía
un pecado venial. Pero había que tener sumo cuidado con los propios fantasmas,
a riesgo de cometer un pecado mortal: pues se consideraba adulterio tan
sólo el hecho de imaginar el acto sexual con otro que no fuera el propio
cónyuge.
La mayor parte de los teólogos anteriores juzgaban que los esposos que se
unían a sus cónyuges por puro placer cometían también un pecado mortal.
Siempre hay, inevitablemente, un momento en el que ese placer brutal que
es el placer sexual invade toda la conciencia. Eso es, al menos, lo que
decían los teólogos. Y aun muchos pensaban —como el papa Gregorio el Grande
en el siglo V que era casi imposible salir incólume incluso del abrazo entre
los esposos. Pero lo que era un pecado mortal, era unirse deliberadamente
al cónyuge con el único fin de obtener placer. Casi todos los teólogos medievales
lo han subrayado, siguiendo a san Jerónimo antes que a san Agustín.
Habrá que esperar hasta Tomás Sánchez, entre los siglos XVI y XVII, para
oír otro tipo de discurso y descubrir una nueva problemática. Los esposos
que, según él, sin otra intención particular no buscan sino "unirse entre
esposos", no pecan. A condición, por supuesto, de que no hagan nada para
impedir la procreación, que sigue siendo el fin primordial del acto sexual.
No es, pues, la búsqueda del placer lo que se condena, sino la del "placer
exclusivamente", o, dicho de otro modo, las relaciones sexuales voluntariamente
amputadas de su virtud procreadora.
Dado que las relaciones sexuales no tenían otra justificación que la procreación,
era obvio que cualquier maniobra contraceptiva o abortiva era pecaminosa.
A medida que las justificaciones de la tarea del matrimonio se hacen más
numerosas, las condenas de todas esas maniobras se hacen cada vez más explícitas.
La fórmula de Sánchez, "por el puro placer", marca una etapa fundamental
entre ambas posiciones y descubre la estrecha relación que mantenían entre
sí.
En mi opinión, a partir del siglo XVI —aunque haría falta establecer un
análisis más sistemático— los teólogos exhortan a los esposos a que no teman
tener demasiados hijos, como lo hacen Benedicto en el siglo XV , Fromageau
en el XVIII, y el papa Pío XI en el XX . Al fin de la Antigüedad y al comienzo
de la Edad Media, por el contrario, se los había exhortado a excluir sus
uniones carnales una vez que se había asegurado su descendencia. En fin,
la familia numerosa no siempre ha sido un ideal cristiano.
Lo mismo se puede señalar por lo que se refiere al "crimen de Onán" o, lo
que es lo mismo, el coitus interruptus, que sería el medio contraceptivo
más utilizado por los esposos franceses en los siglos XVIII y XIX: por lo
demás, escasean las menciones a ello desde la Antigüedad hasta comienzos
del siglo XIV, para multiplicarse particularmente a partir del siglo XVI.
Durante los siglos XVII y XVIII, todos los teólogos y confesores lo abordan,
y plantean nuevos problemas al respecto, como el de la complicidad de la
esposa. Como sabemos, ésta debía acceder a pagar el débito conyugal cada
vez que su marido lo exigiese. Pero, ¿estaba ella obligada a cumplir con
el débito conyugal —y tenía a su vez derecho a exigirlo— cuando el marido
tenía la costumbre de practicar el coitus interruptus? Desde el siglo XVII,
o sea, un siglo antes de que la fecundidad de los matrimonios descendiese
de manera significativa, la polémica en torno a esta cuestión ya había invadido
la literatura teológica.
Por otro lado, desde el siglo XIV, algunos teólogos habían tenido en cuenta
las dificultades de las familias sobrecargadas de hijos. Pierre de La Palu
fue el primero en plantear la cuestión del coitus interruptus —es decir,
de la penetración sin eyaculación—, práctica que ha contado con numerosós
partidarios en el seno de la Iglesia hasta el siglo XX. Pedro de Ledesma,
en el siglo XVI, apuntó, por su parte, otra solución: el rechazo a cumplir
con el débito conyugal.
Lo que nos resulta chocante, aún más que los antiguos preceptos sobre las
intenciones que abrigaban los esposos que se unían carnalmente, son las
nociones de acreedor y deudor, en materia de relaciones conyugales.
La noción de deuda conyugal se remonta a san Pablo. En su primera epístola
a los Corintios, como es bien sabido, escribía:
"Para evitar la impudicia, que cada hombre tenga su mujer y que cada mujer
tenga su marido. Que el marido dé a su mujer lo que le corresponde y que
la mujer obre de igual manera hacia su marido. La mujer no es la dueña de
su propio cuerpo, sino el marido; y, de igual modo, el marido no es el dueño
de su propio cuerpo, sino la mujer." (1 Cor VII, 2-4.)
En una interpretación literal del texto, los teólogos medievales —y sus
seguidores hasta el siglo XX— han colocado la cuestión del débito conyugal
en el centro de la vida sexual de los esposos. Así, en los tratados de teología
moral, en las summas canónicas, las óbras específicamente consagradas al
sacramento del matrimonio, es bajo el título de DEBITUM —la "promesa" o
la "deuda"— donde se encuentra todo lo referente a la sexualidad.
En las relaciones cotidianas, en concreto, se suponía que para que hubiese
conjunción carnal era necesario que uno de los esposos exigiese al otro
cumplir con el débito y que el otro accediese a ello. Por otro lado, en
todos los casos de conciencia relativos a la sexualidad conyugal, se examinaba
separadamente el caso del esposo que reclamaba el cumplimiento del débito
conyugal y el del que consentía en la relación sexual exigida. Pero nunca
se consideraba la posibilidad de que pudieran atraerse mutuamente, con espontaneidad
y mutua atracción. Ahora bien; hay que subrayar que tanto la mujer como
el hombre podían reclamar el débito; aunque, alejados del lecho conyugal,
el hombre continuaba siendo el amo de la mujer. Y en el acto sexual mismo,
al hombre se lo consideraba activo; por tanto, superior a la mujer, quien
había de soportar con pasividad sus arremetidas. De todos modos, respecto
al débito —y solamente en eso—, ámbos cónyuges eran iguales, teniendo cada
uno de ellos, como decía san Pablo, el dominio sobre el cuerpo del otro.
Por otra parte, los teólogos daban tal importancia a esta igualdad —contraria
a las costumbres y que ellos mismos difícilmente podían justificar— que
no dudaban en privilegiar a la mujer para equilibrar su debilidad y la timidez
"natural" propia de su sexo. La mujer no tenía obligación de "cumplir con
el débito" más que si su marido se lo pedía explícitamente y aduciendo su
derecho; por lo contrario, el marido estaba obligado a ello desde el momento
en que intuyera, deduciéndolo por actitudes, que la esposa deseaba la conjunción
carnal, aunque ella no se atreviera a exigírselo, y ni siquiera expresase
su deseo en viva voz.
A decir verdad, tal privilegio no dejaba de entrañar algunos peligros para
la mujer. Con él mantenía su timidez y confortaba su pasividad. Pero si
había de esperar que el marido adivinase su deseo, el derecho a exigir el
débito conyugal corría el peligro de volverse en su contra. En último término,
el sometimiento al débito conyugal, que en principio hacía a la mujer igual
al hombre, amenazaba, en realidad, con convertirse en un sometimiento más
efectivo para la mujer que para el hombre.
Lo que queda por saber es en qué medida la mujer tenía derecho al placer
en un intercambio sexual en el que, aparentemente, su deseo tenía buenas
perspectivas de ser satisfecho. Pero los teólogos, a decir verdad, no planteaban
la cuestión en estos términos. El placer, tanto en la mujer como en el hombre,
les parecía un hecho automático ligado a la eyaculación. Por tanto, la cuestión
era saber si la mujer, durante el acoplamiento, debía llegar a emitir, también
su semen.
Aquí se planteaba una cuestión previa: el semen femenino, ¿era algo necesario
para garantizar la procreación, como sostenía Galeno, o completamente inútil,
como afirmaba Aristóteles? Después de arduos debates a lo largo de los cuales
algunos se inclinaban a favor de Galeno y otros a favor de Aristóteles,
todos los teólogos concluían en que existía un semen femenino que se emitía
en el momento del orgasmo, y que, aunque no era necesario para la concepción
de un hijo, ayudaba a ello y hacía que el niño fuese más bello. ¿Por qué
razón, si no, habría concedido Dios el placer a las mujeres si no tenía
utilidad alguna en la reproducción de la especie? Al fin y al cabo, una
actitud demasiado aristotélica en este aspecto habría supuesto socavar la
base de la doctrina cristiana de la sexualidad.
Es a partir de todo esto de donde arrancó el planteamiento de numerosos
problemas morales. En primer lugar, ¿estaba obligada la mujer a emitir su
semen durante la conjunción carnal? Esta cuestión, generalmente abordada
después de la del coitus interruptus y del acto sexual sin eyaculación,
presuponía que la mujer, al reprimir la emisión de su semen, evitaba o disminuía
el riesgo de embarazo. De los quince autores que plantean esta cuestión
—entre los veinticinco consultados—, ocho juzgaban que, al rechazar voluntariamente
el orgasmo, la esposa cometía un pecado mortal; cuatro, que no cometía más
que una falta venial; y tres opinaban que no cometía pecado alguno.
La segunda cuestión era si el marido estaba obligado a continuar con el
acoplamiento hasta que la mujer segregase su semen. Cuatro teólogos asignaban
al marido una obligación moral, en este sentido, y otros llegaban a la conclusión
de que el marido no estaba obligado a ello en absoluto. Todo lo más, le
"permitían" prolongar el momento de su eyaculación hasta el orgasmo de su
mujer, aunque la concepción de un hijo fuese posible con menos afanes; con
menos placer, diría yo.
Tercera cuestión: ¿debían los esposos emitir su semen al mismo tiempo? De
los veinticinco autores estudiados, sólo seis plantean esta cuestión. Pero
los seis coinciden en aconse jar que los esposos pongan todo de su parte
para que así sea, pues, según ellos, la simultaneidad de las eyaculaciones
aumentaba las posibilidades de engendrar un hijo más bello. Ahora bien,
ninguno hace de ello una obligación, aunque algunos médicos —como Ambroise
Paré— hayan afirmado que no había posibilidad de embarazo más que cuando
las dos emisiones de semen eran simultáneas. Ciertamente, el hombre no tiene
un control total sobre el orgasmo femenino, y a través de las confesiones,
o de otros medios, nuestros teólogos podían tener conocimiento de ello.
Sin embargo, ninguno se refiere a ese dato experimental a lo largo de todo
el debate.
Cuarta y última cuestión: ¿puede la esposa llegar al orgasmo prodigándose
a sí misma caricias, una vez que su marido se haya retirado antes de que
ella haya logrado su orgasmo? Diecisiete teólogos participan en esta polémica;
sólo tres condenan esas prácticas posteriores al coito, mientras que catorce
las aprueban. Un argumento común a la precitada minoría de tres, y que es
digno de tenerse en cuenta, se expone así: una afluencia de semen que no
fuera simultánea a la del marido, no permitiría a la mujer formar una sola
carne con el esposo. Sin embargo, ninguno habla explícitamente de amor a
propósito de esta cuestión, como tampoco lo hicieron al abordar las tres
cuestiones anteriores.
De este modo, el intercambio conyugal, que era definido como una conducta
razonable y regulada en oposición al intercambio apasionado de los amantes,
no era lícito más que en los momentos y en los lugares adecuados.
Así, eran considerados inadecuados para el mantenimiento de las relaciones
sexuales todos los días de ayuno y de fiesta de guardar; el período de impureza
de la esposa de cada mes, o sea, el tiempo que durase la regla, y los cuarenta
días siguientes al parto; y durante el embarazo y la lactancia. Pero desde
el fin de la Antigüedad a nuestros días han cambiado mucho las cosas en
lo que respecta a esta continencia periódica.
Fundándose primero en la impureza de la mujer durante sus menstruaciones
y después del parto, a partir de los siglos XII-XVI la continencia se basa
sobre todo en los riesgos que la realización del acto sexual podría acarrear
a la esposa (después del parto) o al hijo (durante los períodos de menstruación
y embarazo). La creciente atención a la salvaguardia del hijo condujo cada
vez más a los teólogos de los siglos XVI, XVII y XVIII a prohibir las relaciones
conyugales durante el período de la lactancia, mientras que ninguno de sus
predecesores —a excepción de Gregorio Magno —lo había tenido en cuenta.
Por otro lado, los días de ayuno y de fiesta de guardar que, en el siglo
VIII, eran alrededor de doscientos setenta por año, ya no fueron más que
entre ciento veinte y ciento cuarenta en el siglo XVI. Y mientras que en
esos días, durante la alta Edad Media, la continencia estaba prescrita bajo
la pena de pecado mortal, a finales de la Edad Media y durante la Edad Moderna
era, simplemente, recomendada.
Por el contrario, las relaciones sexuales en lugares públicos o sagrados
fueron condenadas con penas más duras que en el pasado. Todo lo cual, por
un lado, estaba en relación con la escalada del pudor en la sociedad, y,
por otro, con un sentimiento más vivo de la sacralidad de los lugares eclesiásticos,
incluso en un momento en el que la sacralidad de los días de ayuno y de
fiesta de guardar parecía haberse reducido.
Las relaciones sexuales dentro del matrimonio debían realizarse, además,
conforme a la posición llamada "natural", con la mujer tendida de espaldas,
y el hombre encima de ella. Las demás posturas eran juzgadas escandalosas
y contra natura. La postura denominada retro o more canino era antinatural
porque era la que caracterizaba el acoplamiento entre los animales. La postura
mulier super virum era contraria a la naturaleza de los sexos masculino
y femenino, pues la mujer es, "por naturaleza", pasiva, y el hombre, activo.
Pues, como decía Sánchez, ¿quién no experimenta la sensación —ante esa postura—
de que es el hombre el que soporta la acción de la mujer? Fue por eso, "porque
las mujeres, transportadas por su locura, habían humillado a los hombres",
por lo que Dios sumió a la humanidad en el Diluvio, afirmaba otro teólogo.
Por lo demás, esa postura despertaba, particularmente, recelos, porque se
sospechaba que perturbaba la concepción, a pesar del carácter placentero
que se le reconocía al útero. En general, todas esas "posturas antinaturales"
parecían encaminadas a la búsqueda de un placer tan excesivo como estéril.
Sin embargo, desde el siglo x algunos teólogos han tolerado esas posturas
cuando los esposos tenían buenas razones para adoptarlas. Por ejemplo, cuando
el marido era demasiado gordo para unirse a su mujer en la postura natural.
O bien, cuando la mujer se encontraba en avanzado estado de gestación; entonces
se temía que la penetración por delante fuese peligrosa para el feto. Pero
esta indulgencia de los teólogos escandalizaba a menudo a los laicos que
la conocían. Según Brantáme, algunos decían que "era mejor que los maridos
se abstuviesen de las relaciones sexuales con sus mujeres cuando estaban
encintas, como hacen los animales, antes de mancillar el matrimonio con
semejantes vilezas".
Creo, por otra parte, que es ocioso decir que la sodomía estaba condenada
con las penas más graves, tanto cuando se daba entre marido y mujer como
cuando se daba en individuos del mismo sexo. La sodomía constituía el pecado
contra natura por excelencia. La misma consideración merecían los besos
y las caricias en las partes pudendas cuando podían suponer la posibilidad
de una "polución". Por lo que conozco, sólo Sánchez las autorizaba, en la
medida en que eran manifestaciones de amor, a pesar del riesgo que entrañaban.
Naturalmente, con la condición de que no tuviesen por objetivo la polución.
Con la salvedad de Sánchez y de Francisco de Vitoria —uno, en el capítulo
dedicado a los besos y caricias; y el otro, en las continencias temporales—,
ninguno de los antiguos teólogos introducía, en el debate acerca de la sexualidad
conyugal, la noción del amor. Ninguno se preocupaba tampoco de si uno de
los cónyuges reducía al otro a la condición de objeto, mientras que los
teólogos del siglo XX, al abordar esas mismas cuestiones, tienen permanentemente
presente la función del amor y de la consideración por el partenaire.
A decir verdad, ¿no queda claro que cada uno de los cónyuges era considerado
como un objeto por el otro, como la problemática del débito conyugal pone
de relieve? A veces la noción de caridad venía a atenuar esa consideración;
pero era en el plano de la justicia —no en el de la caridad— en el que los
teólogos —como los moralistas— razonaban habitualmente: el cuerpo de la
mujer es del marido, y éste puede disponer de aquél como crea conveniente,
con la única condición de no cometer un pecado mortal. De igual forma, el
cuerpo del marido es para la mujer.
Pero aún hay más: cuando aparecía la noción del amor en aquellas polémicas,
siempre tenía unas connotaciones de reprobación.
"Adúltero es también el que ama con demasiada pasión a su mujer, había escrito
san Jerónimo. En realidad, respecto a la esposa ajena, cualquier amor es
pecaminoso; respecto a la propia, el amor excesivo. El hombre juicioso debe
amar con ponderación a su mujer, no con pasión, de modo que domine los impulsos
de la concupiscencia y no se deje arrastrar precipitadamente al acto sexual.
Nada hay más infame que amar a una esposa como a una amante... Que no se
presenten ante sus esposas como amantes, sino como maridos." (Contre Jovinien,
1, 49.)
Esta actitud inspirada en el estoicismo, y en general en la moral antigua,
ha sido retomada constantemente por los teólogos medievales y modernos,
que han citado profusamente la primera y la penúltima frases de este texto.
Así, Benedicti, en 1584:
"El marido que llevado de un amor desmesurado acometiese tan ardientemente
a su mujer para satisfacer su concupiscencia que, aunque no fuese su esposa,
igualmente la desearía, peca. Y parece que san Hierosme lo confirma cuando
cita la frase de Sixto Pitagórico, que dice que el hombre que se muestra
hacia su mujer más bien como un amante desbordante de deseo que como marido,
es un adúltero... Porque no es necesario que el hombre haga uso de su mu
jer como de una meretriz, ni que la mujer se comporte con su marido como
con un amante: pues el santo sacramento del matrimonio ha de usarse con
toda honestidad y recato".
¿A qué venía esta hostilidad? ¿Porque no atendía más que a la búsqueda de
un placer excesivo? En efecto, se suponía que los amantes buscaban el placer
sexual con más ahínco de lo que se supone lo buscaban en el romanticismo.
Pero había otra cosa: el temor de que un amor apasionado de los cónyuges
ocasionase perjuicios a las relaciones sociales y a los deberes hacia Dios.
Así lo han manifestado, claramente, dos laicos del siglo XVI. Primeramente,
Montaigne (Essais, 1, XXX):
"La amistad que nos une a nuestras mujeres es legítima. Sin embargo, la
teología no deja de reprimirla y restringirla. Me parece, además, haber
leído, en cierta ocasión, en un texto de santo Tomás en el que condenaba
los matrimonios entre parientes en primer grado, esa razón aducida, entre
otras, según la cual existe el peligro de que la amistad que profesamos
hacia la esposa pueda ser desmesurada: pues si el afecto marital es absoluto,
como debe ser, y además se le añade el afecto que se debe a la familia,
no cabe duda de que ese exceso acabará por hacer perder al marido la razón."
No se trata aquí más que de amistad, lo que excluye cualquier idea "escabrosa".
Brantôme, por su parte, habla de amor carnal y no de amistad, pero tampoco
se centra exclusivamente en las prácticas prohibidas.
"Nuestras Santas Escrituras dicen que no hay necesidad alguna de que marido
y mujer se atraigan tan fuertemente: eso es muestra, más bien, de amores
lascivos y desvergonzados; dado que al inundar su corazón con placeres lúbricos,
continuamente los desean y a ellos se abandonan con tal intensidad que no
profesan a Dios el amor que le deben. Yo mismo he visto muchas mujeres que
amaban de tal modo a sus maridos, y sus maridos a ellas, con un amor tan
ardiente, que unas y otros olvidaban de servir a Dios, pues del tiempo que
se le debe a Dios, sólo le dedicaban aquel que les dejaban libre sus lascivos
arrumacos." (Dames galantes, discurso primero).
Tenemos, pues, un sentido de rivalidad entre el amor conyugal y el amor
a Dios: lo que Philippe Ariès había ya señalado a propósito del Parson’s
Tale de Chaucer. Noonan, por su parte, piensa que no hay que conceder demasiada
importancia a esto, pues lo propio de todo pecado mortal es alejar de Dios
al hombre. Para él, lo que significan esas condenas del amor apasionado
es sólo la condena de la búsqueda de un amor pecaminoso.
Por el contrario, pienso, siguiendo con fidelidad la tradición estoica,
que es el amor a una persona lo que se condena, y que la referencia a la
lujuria no es más que un subterfugio polémico para convencer más fácilmente
a lectores u oyentes ya convencidos de que la pasión erótica es un pecado
y de que los esposos no deben entregarse a la lascivia.
Ahora bien, ¿en qué medida todas esas prescripciones morales nos aportan
alguna información acerca de la práctica conyugal en el pasado? Eso es lo
que quisiera abordar a continuación. Y lo haré de dos formas diferentes:
en primer lugar, en tanto normas de comportamiento en una sociedad cristiana;
luego, en tanto reflejo de mentalidades y comportamientos anteriores.
La mayor parte de los historiadores han adoptado el primero de estos puntos
de vista. Para ellos, la vida sexual de las personas desposadas, como la
de los solteros, se ha ajustado a las prescripciones de la moral cristiana,
al menos ‘hasta mediados del siglo XVIII o incluso hasta la Revolución Francesa.
Prueba de ello, los mínimos índices de nacimientos ilegítimos y el escaso
número de embarazos prematrimoniales; la alta y estable tasa de fecundidad
conyugal; y el significativo descenso en la curva mensual de matrimonios
durante la Cuaresma, e incluso en la de los embarazos, lo que nos revela
aún más los secretos del lecho conyugal.
Sin embargo, queda por averiguar si se trataba de una sincera y profunda
adhesión a la doctrina cristiana, o solamente de una manifestación externa
de respeto que no pretendía más que guardar las apariencias; pues ninguno
de los datos que acabo de citar permite saberlo con exactitud. El escaso
número de embarazos prematrimoniales y de nacimientos ilegítimos no significa,
en absoluto, que los solteros hayan sido castos en el sentido cristiano
de la palabra; habida cuenta de las continuas llamadas de los confesores
de la época contra las prácticas contraceptivas fuera del matrimonio y los
placeres solitarios de los adolescentes. Por lo demás, la caída de la curva
de embarazos durante el tiempo de la Cuaresma no es muy acusada y, en el
mejor de los casos, sólo puede ser una prueba de la continencia de unas
cuantas parejas legítimamente constituidas. Ahora bien, con esto tampoco
se solventa la cuestión en el sentido de una infracción de las prescripciones
de la Iglesia, puesto que los teólogos, desde finales de la Edad Media,
no consideraban la continencia cuaresmal una obligación.
En general, se plantea la cuestión en términos de cristianización y descristianización.
El descenso de la fecundidad de los matrimonios, el incremento en el número
de hijos ilegítimos y de embarazos prematrimoniales han sido aducidos como
otros tantos signos de una descristianización que se ha venido desarrollando
desde mediados del siglo XVIII hasta nuestros días. Por otra parte, muchos
historiadores han afirmado, si guiendo la trayectoria de los militantes
de la contrarreforma católica, que las masas campesinas no habían sido verdaderamente
cristianizadas hasta después del siglo XVII y que hasta entonces habían
permanecido, fundamentalmente, en el paganismo.
No creo que esas hipótesis sean operativas cuando lo que se aborde sea la
historia de las mentalidades y de los comportamientos y no la propaganda
ideológica. Los franceses, comprendidos los campesinos, habían sido cristianizados
ya desde la alta Edad Media y, desde entonces, habían dado toda clase de
pruebas de su fe, pruebas inequívocas, desde su punto de vista: participación
en el culto, pago de los diezmos y primicias, peregrinaciones, cruzadas,
herejías y guerras de religión. Lo que los propagandistas de la Iglesia
católica han llamado paganismo no parece sino una forma peculiar de cristianismo,
caracterizado por su arcaísmo y por la impronta concreta de la mentalidad
campesina.
Los campesinos eran cristianos a su manera, desde hacía un milenio, como
los otros grupos sociales lo eran a la suya. Los nobles, que cuando no hacían
la guerra hacían el amor a las damas de la corte, ¿eran más cristianos,
¿estaban mejor "cristianizados"? ¿Y los burgueses, cuya virtud cardinal
era la avaricia? ¿Y los conquistadores, cuya avidez y atrocidades nos son
bien conocidas, pero que, por otra parte, rechazaban enérgicamente las relaciones
sexuales con las mejicanas que se les ofrecían antes de ser bautizadas y
que se obstinaban en exigir a sus aliados que se convirtiesen de buenas
a primeras y que destruyesen sus ídolos, a pesar de todos los inconvenientes
políticos que ello entrañaba y contra el parecer de algunos eclesiásticos
que los acompañaban? A este respecto, se puede ver el diario de Bernal Díaz
del Castillo, en el que narra la conquista de México por Cortés. En resumen,
cada cual era crístiano a su manera, que no era nunca ni la de los teólogos
ni la nuestra.
Sin embargo, es posible que existiesen matrimónios que aceptaban la doctrina
matrimonial de los teólogos y se esforzaban por ajustarse a ella; son los
que se denominaban devotos. Sin duda este grupo era muy minoritario, incluso
entre la élite social. Pero era un grupo cuya existencia está suficientemente
probada por numerosos testimonios contemporáneos, y su heterogeneidad social
importa poco desde el punto de vista de nuestro análisis.
Supongo que el comportamiento de los devotos podía darse tanto en el campo
como en la ciudad, entre las distintas clases sociales, y que era una práctica
más corriente entre las mujeres que entre los hombres, De hecho, es a las
mujeres a las que san Francisco de Sales dirigió su Introducción a la vida
devota; era el comportamiento de la esposa ante un mando que se entregaba
a prácticas pecaminosas el motivo de las preocupaciones de los casuistas,
con mucha más frecuencia que la conducta del marido. Es sobre todo con las
mujeres con las que se planteaban esas cuestiones en el confesonario: véase,
por ejemplo, lo que dice al respecto el padre Féline en el siglo XV
Por muy escasos que hayan sido los devotos que aceptaban sin reticencias
la doctrina eclesiástica del matrimonio, el impacto de ésta puede haberse
visto reforzado por la falta de complicidad entre los esposos.
La sociedad antigua era, verdaderamente, muy distinta a la nuestra en la
medida en que al matrimonio, normalmente, no se le confería relación amorosa
alguna, sino que era un asunto de familia: un contrato que dos individuos
habían establecido no por placer sino en virtud de la decisión de sus familias
respectivas y para el bien de ambas. Para que dos personas así vinculadas
pudiesen pasar toda la vida juntos, era necesario que hubiese una normativa
de vida conyugal que cada uno se esforzase por cumplir, y a la vez hacer
que el otro la cumpliese. Hasta en el lecho, y quizá sobre todo en el lecho.
Todos los indicios llevan a pensar que marido y mujer, en el lecho conyugal,
no se veían libres del pudor, uno ante el otro; que no se comportaban de
una forma desinhibida —al menos en ciertos medios— y ahí estribaban las
posibilidades de la "moral cristiana". Es probable que, en numerosas proposiciones,
el hombre se viese rechazado por la mujer; y en caso de que esa situación
se repitiese con frecuencia, se acudía al arbitraje del confesor, arbitraje
al cual se había de someter bajo la pena de verse privado de la absolución
y de la comunión. En suma, al contrario de lo que la práctica actual nos
indica, los esposos no estaban solos en el lecho conyugal: la sombra del
confesor presidía sus escarceos amorosos.
Por el contrario, si teólogos y moralistas han prestado especial atención
a la vida sexual de los esposos hasta en los menores detalles, si han abordado
tantos casos de conciencia, no era solamente por ejercicio intelectual,
ni porque quisieran cristianizar en profundidad la vida conyugal, sino también
para responder a la demanda de los matrimonios y, más concretamente, a las
preguntas que se les hacía en el confesonario. Tras cada una de estas polémicas
se encontraba la preocupación de los esposos —desposados por sus familias—
por conocer exactamente las reglas del juego matrimonial. No podemos, pues,
en la actualidad, ante un intercambio conyugal que nos resulta asombroso,
decir simplemente que se trataba de lucubraciones de hombres de la Iglesia
que no tenían ningún contacto con la realidad conyugal.
Veamos, ahora, en qué medida la antigua doctrina del matrimonio podía ser
el reflejo de la mentalidad y de los comportamientos de los esposos en aquel
tiempo.
He puesto el acento deliberadamente en lo que nos puede resultar más chocante
de esta doctrina. Precisamente, porque difiere de la doctrina de los teólogos
actuales es por lo que puede ser un reflejo verosímil de la oposición, más
general, entre la vieja mentalidad y la actual.
Sin duda, el celibato eclesiástico y su cultura libresca han lastrado su
visión del mundo y los ha alejado, sin duda, de los problemas de las personas
casadas. Esto se hace claramente patente en los siglos XVIII y X en torno
a la cuestión del control de la natalidad. Y aun antes, en el siglo XVIII,
con el desarrollo de la teoría de la buena fe. Otro dato significativo:
del siglo xiv al xix, las problemáticas giraban, una y otra vez, acerca
de la manera de interrogar a los fieles durante la con fesión: a pesar de
que prevalezca la cuestión en torno a la relación entre los sacerdotes y
los fieles, denotan una cierta incapacidad de los clérigos para orientar
a los esposos en sus relaciones conyugales.
Es necesario, por tanto, buscar sobre qué puntos han coincidido teólogos
y laicos y sobre cuáles han discrepado, teniendo en cuenta que los laicos
eran sumamente distintos unos de otros y que es necesario concretar el medio
geográfico, social y cultural de quienes emiten sus opiniones.
Así pues, retomemos los ejemplos de Montaigne y Brantôme. Uno y otro parecen
haber coincidido en considerar como normal que un hombre tuviese relaciones
fuera de su matrimonio, idea que parece haber estado muy extendidas entre
la nobleza hasta el siglo XVII, e incluso después. Sobre esta cuestión,
pues, no admitían la doctrina de la Iglesia.
Pero ambos autores consideraban escandaloso que se mantuviera un comportamiento
con la esposa corno con una amante. En este aspecto, razonaban como san
Agustín y los teólogos medievales. Incluso iban más allá que los teólogos
y confesores de su época, pues se indignaban de que se pudiera autorizar
a los esposos a ayuntarse con posiciones "antinaturales" bajo el pretexto
de que la mujer estaba embarazada o el marido era demasiado obeso. Lo hemos
visto en el párrafo de Brantôme.
En cuanto a Montaigne, he aquí lo que escribía:
"Las urgencias desvergonzadas que los primeros furores sus citan en nosotros
en el juego (amoroso) son no sólo indecentemente sino perversamente orientadas
hacia nuestras esposas. ¡Que ellas aprendan la impudicia, al menos, de otras
manos! Ellas siempre son suficientemente solícitas a nuestras necesidades.
Yo no me he servido más que del instinto natural y simple.
"La del matrimonio es una vinculación religiosa y piadosa: por eso el placer
que proporcione debe ser un placer contenido, grave y mezclado de cierta
severidad; debe ser una voluptuosidad prudente y consciente. Y dado que
su finalidad principal es la procreación, aún hay quienes ponen en duda
si, cuando ya no cabe la esperanza de ese fruto, como cuando las mujeres
ya no son fecundas o están encinta, está permitido el buscar la coyunda."
(Essais, 1, XXX.)
Montaigne acepta de buen grado las enseñanzas de la Iglesia en este aspecto,
pues eran idénticas a las de los moralistas antiguos y análogas a las que
había conocido en muchas sociedades diferentes: en los musulmanes, antiguos
persas, griegos, romanos, etc.
Es posible, también, que Montaigne haya juzgado prudente, por parte del
marido, no dar a la mujer el placer del juego erótico. Por su parte, Brantôme
es muy explícito sobre este tema. Al texto citado anteriormente, añadía:
"Además, lo que es aún peor, los maridos enseñan a sus esposas mil impudicias,
poses y contoneos novedosos y practican con ellas las grotescas formas del
Aretino,* de forma que por cada brasa de pasión que tengan en su cuerpo,
engendran cien y se vuelven rijosas y una vez presas de tales inclinaciones
no es de extrañar que abandonen a sus maridos y vayan al encuentro de otros
varones. Es entonces cuando sus maridos se desesperan y castigan a sus pobres
esposas por algo de lo que ellos son los responsables... "
Por lo que se refiere a esa clase social, se podrían enumerar muchos ejemplos.
Por el contrario, es muy difícil averiguar la opinión que tenían sobre el
matrimonio los campesinos. Sin embargo, a tenor de algunas ceremonias nupciales,
cabe pensar que su actitud era análoga. Así, por ejemplo, nos encontramos
en la Ille-et-Vilaine hacia 1830:
"Ahora las quejas de la mujer casada se hacen más intensas: ella escapa
con sus compañeras y el marido va detrás de ella con los testigos de la
boda. A continuación tiene lugar un forcejeo que aparenta ser real. Los
esfuerzos por llevar a la recién casada al domicilio conyugal a menudo dan
como resultado el desgarramiento de sus vestidos, lo que para ella es un
timbre de honor, pues cuanto mayor es la resistencia que ofrece una muchacha,
en esas circunstancias, mayor es la virtud que se le supone en toda la comarca
y mayores son las razones de su marido para creer que le será fiel." (Abel
HUGO, La France pittoresque, II, 82.)
Es como si se admirase no el amor de la esposa por el marido, sino su resistencia
a la consumación del matrimonio.
Sin que pueda afirmarse de manera categórica, parece que en muy diferentes
medios de las sociedades anteriores siempre ha habido un cierto rechazo
hacia el comportamiento demasiado atrevido para con la esposa, y que se
haya preferido una mujer casta antes que cariñosa. Es decir, que parece
que se había admitido la oposición establecida por los teólogos entre el
matrimonio y las relaciones sexuales: aquél no tiene por finalidad sino
la procreación, mientras que éstas están ligadas a la búsqueda del placer
superfluo.
Pero al mismo tiempo, en todos los medios sociales se establecía entre el
ideal de comportamiento masculino y el ideal de comportamiento femenino
una diferencia radical, completamente contraria a la doctrina de la Iglesia
tal como había sido formulada por los teólogos más sobresalientes.
Tengo la impresión de que la convergencia en torno al primer punto proviene
de que la doctrina de la Iglesia se inspiraba en las doctrinas morales antiguas
y en actitudes corrientes en las sociedades no cristianas. La divergencia
sobre el segundo punto quizás arranque de que la igualdad entre el hombre
y la mujer, en materia sexual, sea una invención cristiana que entraba en
contradicción con las ideas tradicionalmente admitidas en el mundo occidental
y que no se ha podido imponer hasta una época reciente. Ahora bien, esto
no pasa de ser una simple hipótesis, en el actual estado de las inves tigaciones.
Jean-Louis FLANDRIN
París, Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales
Notas
1 Las líneas generales de este estudio han sido expuestas en el seminario
de Philippe Ariès, en febrero de 1980, retomando y ampliando el contenido
de dos artículos, "Prostitution, jeunesse et sociáté dans les villes du
Sud-Est", Annales ESC, 1976, págs. 289-325, y "Fraternités de jeunesse et
niveaux de culture dans les villes du Sud Est la fin du Moyen Age", Cahiers
d’histoire, 1976, 1-2, págs. 67-102.
1. "El hombre de bien no debe temer nunca engendrar muchos hijos, pues debe
pensar que se trata de una bendición de Dios y creer en las palabras de
David: "He sido joven, y ahora soy viejo, pero nunca he visto al hombre
justo abandonado de la mano de Dios, ni a sus hijos buscar pan en un estado
de extrema indigencia", puesto que Dios se los ha dado, Él les proveerá
de los medios para alimentar a su prole; puesto que Él es quien alimenta
las aves del cielo, no dejará al hombre justo en la indigencia." (Somme
des péchés, libro II, capítulo IX, n.° 63, pág. 227 de la edición ín-4.°
de 1596.) Para un comentario sobre este texto véase "L’attitude á l’égard
du petit enfant" en J.-L. FLANDRIN, Le Sexe et l’Occident, en particular
las páginas 153 y 180-181.
2. Caso XXXVI: "Ausone, debido a su carencia de bienes y al hecho de tener
seis hijos, aunque su mujer aún es joven, ha tomado la resolución desde
hace más de un año de abstenerse de hacer uso del matrimonio y ha rehusado,
en varias ocasiones, cumplir con el débito a requerimientos de su mujer,
por miedo a que el número de hijos se incrementase y se viese en la imposibilidad
de alimentarlos. ¿No podría encontrar una resolución sin que supusiera cometer
un pecado mortal? Respuesta: Algunos autores opinan que, en esas circunstancias,
un marido puede abstenerse del uso del matrimonio sin cometer pecado y rehusar
el débito a la esposa si no existe peligro de incontinencia, ni suponga
desavenencias; pero esta opinión no parece muy recomendable en la práctica
(...) Si Dios, como dice Cristo (Mateo 6, 20) y, como lo había dicho David
mucho tiempo antes (Ps. 146, 9), socorre incluso a las aves con lo necesario
para su supervivencia; un cristiano no puede, sin cometer una injuria a
la divina providencia, desconfiar de la bondad de Dios y creer que si Él
le da hijos, no proveerá lo necesario. " FROMAGEAU, Dictionnaire de cas
conscience, 2 vol., 1733 y 1746, Deber conyugal, col. 1202.
3. "Las familias cristianas han de tomar conciencia, además, de que no están
solamente llamadas a propagar y conservar el género humano sobre la Tierra,
no solamente destinadas a criar adoradores del Dios verdadero, sino a dar
hijos a la Iglesia, a procrear conciudadanos de los santos y de los allegados
de Dios, con el fin de que el pueblo que rinde culto a Dios y a nuestro
Salvador crezca de día en día (...) Nos afectan en lo más profundo de nuestro
corazón las aflicciones de los esposos que, bajo la presión de la estricta
indigencia, encuentran grandes dificultades para alimentar a sus hijos.
Pero (...) ninguna dificultad externa podría llevar a una derogación de
la obligación im puesta por Dios con los mandamientos, que prohíben los
actos intrínsecamente malos por su misma naturaleza; en todas las circunstancias,
los esposos, fortalecidos por la gracia divina, siempre pueden cumplir fielmente
sus deberes y preservar su castidad conyugal de esa tarea vergonzosa. Tal
es la verdad inquebrantable de la verdadera fe cristiana, expresada por
el magisterio del Concilio de Trento: "Nadie debe pronunciar las palabras
temerarias, prohibidas bajo la pena de anatema por los Padres de la Iglesia:
que es imposible al hombre justo observar los preceptos divinos. Pues Dios
no pide cosas imposibles, con sus preceptos os emplaza a enfrentaros a las
pruebas que podéis superar, y cuando os pide algo que no podéis, os presta
su ayuda."" (Encíclica Casti connubii, 31 de diciembre de 1930.)
4. "Los mismos adolescentes, a menudo anteponen el deseo de tener hijos
y creen justificar las inclinaciones de su edad con la voluntad de procrear:
¡cuánto más vergonzoso es para los adultos hacer algo que los adolescentes
se sonrojarían de confesar! Incluso muchos jóvenes, cuyo temor de Dios calma
y atempera el corazón, a menudo renuncian, una vez que han alcanzado la
descendencia, a las pasiones juveniles." (San Ambrosio, Tratado sobre el
Evangelio de san Lucas, 1, 43
5. Para más detalles sobre esta cuestión, véase Anne-Catherine DUCASSE-KLIOZOWSKI,
"Les théories de la génération et leur influence sur la morale sexuelle
du XVI au XVIII siécle", memoria del doctorado de la Universidad de París,
VIII, junio de 1972, 88 páginas mecanografiadas. Este trabajo ha sido ya
resumido en "Homme et femme dans le lit conjugal", en J.-L. FLANDRIN, Le
Sexe et l’Occident, capítulo 8, págs. 127-136.
6. Sobre esta cuestión, véase J.-L. FLANDRIN, La doctrine de la continence
périodique dans la tradition occidentale, tesis presentada en la Universidad
de París, IV, 1978, 400 páginas dactilografiadas. Véase también "L’attitude
l’égard du petit enfant et les conduites sexuelles", en J.-L. FLANDRIN,
Le Sexe et l’Occident, págs. 193-201.
7. Véase, "Contraception, mariage et relations amoureuses dans 1’Occident
chrétien" en J.-L. FLANDRIN, Le Sexe et l’Occident, en particular las páginas
118-124.
8. Véase John T. NOONAN, "Contraception et Mariage", París, editions du
Cerf, 1969, en particular el capítulo XIII. Un resumen de esta extensa obra
se puede encontrar en J.-L. FLANDRIN, L’Église et le Contróle des naissances,
París, Flammarion, col. "Questions d’Histoire", n.° 23, 1970..
9. NOONAN, op. cit., págs. 479 y sigs. y 507-511; y FLANDRIN, "Contraception,
mariage et relations amoureuses", en Le Sexe et l’Occident, págs. 110-112.
10. El etnólogo Luc THORÉ sostiene, por su parte, que nuestra sociedad contemporánea
es la única en el mundo en la que el matrimonio está basado en el amor.
Todas las demás son recelosas del matrimonio por amor, al considerarlo disolutivo
de las estructuras sociales. Véase "Langa et sexualité", en Sexualité humaine,
colección RES, París, Aubier-Montaigne, 1970, págs. 65-95.
* Pietro Bacci, llamado el Aretino, autor satírico y mordaz, nacido en Arezzo
en 1492 y muerto en Venecia en el año 1556. Aunque de origen humilde, se
granjeó la protección de los notables de su tiempo. En sus Sonetti, Canzoni,
así como en sus obras teatrales, abordó temáticas sicalípticas por medio
de las cuales fustigaba la licenciosidad reinante entre la nobleza y el
clero de la época. [T]
...Y
en Argentina
"Los
gays no podían votar por ‘razones de indignidad’"
Entrevista a Osvaldo Bazán, periodista, autor de "Historia de la homosexualidad
en la Argentina"
En su Historia de la homosexualidad en la Argentina, publicada recientemente,
el autor recorre el camino que va de la homofobia a la unión civil. Del
tratamiento de los gays como enfermos e "invertidos" hasta las luchas de
los ’70 y la represión.
Por Mariana Carbajal
A principios del siglo XX un gran escándalo sacudió a la Escuela Superior
de Guerra. La historia fue así. "Los domingos, una chica esperaba a los
cadetes a la salida de misa. Había cierta promesa sexual. Los cadetes iban
hasta una casa determinada y allí se daban cuenta de que, en realidad, no
iban a tener sexo con la joven, sino que los esperaba un grupo de hombres
de clase alta. El caso derivó en un proceso judicial, en el que muchos señores
fueron presos. Alguno después se suicidó. Otros se escaparon a Uruguay.
Se los acusaba de haber tenido sexo con menores. Según se dijo en el proceso,
a los cadetes les sacaban fotos en posiciones comprometidas y con algún
elemento que los identificara como cadetes, y con esas fotos los chantajeaban
para que consiguieran otros chicos." El episodio lo cuenta el periodista
Osvaldo Bazán en un reportaje con Página/12 y forma parte de su libro Historia
de la homosexualidad en la Argentina, que acaba de publicar Editorial Marea.
El libro comienza con la Conquista y la colonización española. Cuenta que
en 1954 Vasco Núñez de Balboa mandó que sean devorados por perros enormes
unos cincuenta indígenas centroamericanos, de la zona del Caribe, que practicaban
el amor entre hombres. "No queda claro que fueran homosexuales. Pero a los
ojos de los conquistadores eran tipos que estaban vestidos de manera diferente
a la que ellos entendían que se debían vestir los hombres. Según la descripción
de Balboa, en todo, salvo en parir, eran hembras", contó Bazán a este diario.
El libro surgió, en parte, como una necesidad personal: "Quería ver cómo
habíamos llegado hasta la aprobación de la unión civil y si había alguna
manera de entender la homofobia y la discriminación", señaló. No es el primer
libro sobre el tema. Están las obras de Carlos Jáuregui, Juan José Sebreli
y Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli. Bazán las toma como fuente. Quizás,
el valor de su Historia ... sea que se trata de una obra de divulgación
–no dirigida a la comunidad gay– que muestra la discriminación de que fueron
objeto los homosexuales en distintos momentos del país.
–¿Qué registros hay de las prácticas homosexuales en la época de la colonia?
–Los registros hay que buscarlos muy cuidadosamente porque existía la Inquisición.
No era menor ser homosexual, te podían quemar vivo. Hay una historia muy
simpática de un muchacho de 16 años que llega desde Europa y como es muy
dispuesto pasa a trabajar en la casa del obispo de Buenos Aires, en la misma
catedral que estaba donde está ahora. Se convierte en monaguillo, todos
lo quieren mucho. Cuando se muere el obispo se va hacia Bolivia y se casa
con una chica. Pero a los cuatro años viene la esposa a Buenos Aires a denunciarlo
porque no quería tener relaciones sexuales con ella. Descubren finalmente
que este muchacho que había trabajado tantos años junto al obispo, en realidad,
era una chica, que a los 14 años, en España, la habían sacado de un convento
de monjas porque enamoraba a las chicas. Entonces, había ido a confesarse
porque era muy católica y el cura le había ordenado que de ahí en más se
vistiera como hombre. Y la chica cumplió.
–Plantea que la pregunta que más hacen los estudiantes secundarios argentinos
en las clases de historia es si Belgrano era homosexual o no.
¿Es tan así?
–Sí. Es muy raro que esté instalada la figura de uno de los próceres más
progresistas que tuvo la historia nacional como homosexual. Primero, técnicamente
homosexual no podría haber sido porque murió en 1820 y el término homosexual
es de 1869. Si tuvo o no tuvo relaciones con otro hombre es imposible saberlo,
porque él no lo ha dicho. Pero hay algunas cosas que son claras: tenía una
voz muy aflautada, era muy delicado y educado en su trato, muy culto, muy
católico, vestía muy bien, era rubio de ojos celestes. Eso debería haber
desentonado mucho tanto en la campañaal Paraguay como en la de Jujuy. Pudo
haber sido una versión inventada para desprestigiarlo.
–¿Cómo trataron a los homosexuales durante la Generación del ’80?
–La Generación del ’80 con su política higienista puso a los "invertidos"
bajo la lupa de la ciencia y terminó convirtiendo en delincuentes a todos
los "pederastas" del bajo fondo. De esa época es el llamado "depósito 24
de Noviembre", porque estaba ubicado en esa calle. Ahí la policía llevaban
a la gente que detenía sin causas penales: anarquistas, prostitutas, inmigrantes,
lunfardos, travestis, madamas, homosexuales, bisexuales, los que no estaban
invitados a construir el país que pretendía la Generación del ’80. Los "científicos"
analizaban las "perversiones" de los vagos, atorrantes e "invertidos" de
4 a 20 años. Llegaron a estudiar, incluso, al anarquismo como enfermedad
social. Todos esos estudios quedaron registrados en una publicación del
Estado de principios de 1900 llamada Archivos de Psiquiatría, Criminología
y Ciencias Afines, creada por el doctor Francisco De Veyga –que también
era policía– y José Ingenieros. Son el mejor registro que nos ha quedado
de la vida marica a principios de siglo. Ingenieros hace un trabajo horrible
con 500 canillitas de 4 a 18 años: los acusa de hacer onanismo grupal, pederastia
y coito bucal recíproco. Y termina diciendo que hay que tener mucho cuidado
porque 10.000 vagos deciden una elección en la ciudad de Buenos Aires.
–¿Había lugares de levante?
–Sí, la zona donde está la estatua de Giuseppe Mazzini, en la plaza Roma,
frente al edificio del diario La Nación. Lo que pasa es que no hay registros
de la homosexualidad porque no se podía nombrar en los diarios. La primera
vez que se nombra claramente en la literatura argentina es en 1926 con El
juguete rabioso, de Roberto Arlt. Es mucho después de lo que pasa en otros
países de Latinoamérica como Chile y Brasil.
–Cuenta en su libro la historia de uno de los autores de los primeros tangos
de Gardel...
–Sí, Andrés Cepeda es muy conocido en la época como el poeta de las prisiones,
que no sólo era anarquista sino que también era homosexual. Pasa su vida
prácticamente en la cárcel. Tiene muchos enfrentamientos a facón. Pero es
curioso: hay una diferencia entre los enfrentamientos a facón entre los
homosexuales y los heterosexuales. Los hetero tiraban el facón al corazón.
Los homosexuales, a la ingle. De hecho, Cepeda muere en un enfrentamiento
con otro malevo por los amores de un "jopende", en México y Paseo Colón.
Las crónicas indican que llega la policía cuando el tipo todavía estaba
vivo y le pregunta qué paso. El, que podría haber delatado a su atacante,
no lo hace, y dice que de ninguna manera lo iba a hacer. Hay dos tangos
escritos después de que rescatan la hombría de Cepeda por no haber delatado,
más allá de su orientación sexual. Es el "Loco Cepeda" que figura en el
tango de la Rubia Mireya. Cuando a Gardel le dan el tango para cantar, saca
lo del "Loco Cepeda" y dice el "Loco Rivera", porque era amigo de Cepeda
y no quería que apareciera. Lo interesante es que el tango claramente no
era esa cosa machista y homofóbica que fue después. Pero para poder entrar
a los salones el tango dejó todo su pasado anarquista y su floreo con la
homosexualidad.
–¿Qué sucedió durante el peronismo?
–Hay algunas medidas que muestran cómo se trataba a los homosexuales. En
1946, el general Domingo Mercante, gobernador peronista de la provincia
de Buenos Aires, firmó un decreto por el cual no podían votar los homosexuales
por "razones de indignidad". Ese decreto existió hasta mediados de los ochenta.
En 1951, una enmienda al Código Bustillo de Justicia Militar prohíbe especialmente
a los homosexuales ingresar al Ejército.
–¿Cuándo surgen en el país los movimientos de reivindicación gay?
–En 1969 surge el grupo Nuevo Mundo, creado por un sindicalista comunista,
Héctor Anabitarte. Se reunían en una casilla cerca de la estación de Gerli.
Como el grupo era clandestino, cada 15 minutos se tenían que agachar para
que no los vieran desde el tren. En el libro figura una de las publicaciones
que escribían que es absolutamente conmovedora, porque tenían totalmente
interiorizado el tema de que eran culpables de alguna cosa. Ese grupo se
unió con lo que después fue el Frente de Liberación Homosexual, que se creó
en la década del setenta, en la calle Rioja al 100, en el barrio de Once,
en una reunión en la que estuvieron Manuel Puig, Juan José Sebreli, Blas
Matamoro y Anabitarte.
–Los homosexuales la pasaron particularmente mal durante la última dictadura
militar...
–Así es. Carlos Jáuregui, en La homosexualidad en la Argentina, cuenta que
uno de los responsables de la Conadep le afirma la existencia de por lo
menos 400 homosexuales integrando la lista del horror. Y dice que "el trato
que recibieron fue similar al de los compañeros judíos desaparecidos, especialmente
sádico y violento". Esto no se contó en el Nunca Más. Mucho tiempo después,
Jáuregui contó que el rabino Marshall Mayer le había admitido que esa escandalosa
omisión se habría debido a las presiones del ala católica de la Asamblea
Permanente por los Derechos Humanos. Pero también los homosexuales la pasaron
mal en la década del setenta. Las organizaciones guerrilleras no supieron
tampoco darse una política con respecto a los homosexuales. El ERP se horrorizaba
porque los homosexuales estaban encerrados en las mismas cárceles que sus
militantes. En este hecho se basa Manuel Puig para escribir El beso de la
Mujer Araña. Entonces, hay un punto que me parece muy grave, que entre Firmenich
y Videla no había diferencia. Y el punto es su relación con las minorías
sexuales. El que cuenta muy bien cómo era la vida cotidiana para los homosexuales
durante la dictadura es Oscar Villordo. Con registros de la época ves que
la vida era verdaderamente atroz. Todo aquello que se había conseguido en
los setenta con el Frente de Liberación, con aquello mínimo de haber salido
a la calle, volvió al único lugar admitido que eran los baños de las estaciones
de trenes, de los cines. Eran lugares de encuentro muy mórbidos, el único
lugar de socialización. Si la policía te detenía, llamaba a tu casa para
decir que estabas preso por homosexual y que ibas a estar 15 días en Devoto.
Eso hacía la vida imposible.
Página/12, 05/05/04
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