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Sherwood Anderson | Un
clásico americano |
El mapa de
la literatura americana y sus alrededores |
Selección de textos



Sherwood
Anderson
Nació
en Camden (EE. UU.) en 1876, murió en Colón (Panamá) en 1941). Cuentista y
novelista de gran influencia en el relato breve a causa de su técnica y la
utilización del lenguaje popular en sus historias. Su madre era de origen
italiano y su padre se complacía en narrar a su hijo fantásticos e imaginarios
episodios de su vida que, según confesión del propio Anderson, sirvieron para
encaminarle más tarde por el camino de la narrativa. La familia pasaba
frecuentemente de una localidad a otra de Ohio, por lo que la educación del
muchacho quedó interrumpida a veces y no fue sistemática. A partir de los 14
años dejó de asistir a la escuela, excepto un breve período de estudios en el
Wittenberg College.
Combatió en Cuba durante la guerra hispanoamericana y
a su regreso se hizo administrador de una fábrica de barnices en Elyria (Ohio).
Un día se marchó sin avisar a nadie y se dirigió a Chicago, donde vivió con su
hermano Karl y se empleó en una empresa publicitaria. Había iniciado ya su
colaboración en el Dial y en The Little Review; los escritores del "grupo de
Chicago" Floyd Dell, Carl Sandburg, Theodore Dreiser ayudaron a Anderson a
publicar sus primeros libros.
Winesburg, Ohio (1919), una colección de insólitos cuentos realistas, le
aseguró la fama, así como Risa negra (1925), una novela mediocre, que fue su
único éxito financiero. En sus obras se ocupó de modo extenso, aunque no
exclusivamente, de cuestiones sexuales. Ello le valió el algo inmerecido
renombre de autor escabroso. En realidad, parece haber sido él el primer
escritor americano de los tiempos de Whitman que afrontó con comprensión humana
el tema de la sexualidad y de sus consecuencias en los adolescentes.
En
1921 ganó el premio literario del Dial, e inmediatamente marchó a Europa y
después a Nueva Orleáns, donde vivió durante algún tiempo con
William Faulkner, y de allí a Nueva York, donde
participó en el movimiento literario y social representado por New Masses, The
Seven Arts, The Nation y The New Republic, junto con Van Wiyck Brooks, H. L.
Mencken, Waldo Frank y otros. Su estilo es sencillo, expresa sentimientos
confusos y la rebelión contra el conformismo social; pero se le ve lleno de
ternura por los personajes descritos, que parecen extraviados en la violencia de
la industrialización americana.
Empleó los últimos años de su vida, a
partir de 1924, en dirigir dos diarios de Marion (Virginia); se casó cuatro
veces. Expresó en una ocasión su punto de vista sobre la misión del escritor del
siguiente modo: "El narrador debe ocuparse de la vida, de la vida en su tiempo,
de la vida como la siente, como la huele, como la saborea. No le corresponde
ciertamente a él hacer la revolución".
Su más famoso libro de cuentos breves es sin duda Winesburg, Ohio, cuyos
relatos se van relacionando entre sí a partir del punto de vista de un
reporteronarrador, técnica empleda por primera vez en el género del cuento. En
este libro, que inmortalizó al pueblo de Winesburg, el relato corto encontró a
un maestro, no sólo por el recurso de hilación de personajes y situaciones, sino
también por la economía de medios, la sobriedad descriptiva, la sinceridad en la
exposición y la utilización de diálogos exactos y espontáneos, atributos que
luego depurarían autores como W. Faulkner y E. Hemingway, fundando la concepción
moderna del cuento breve norteamericano.
Anderson terminó con una época
donde el cuento se había convertido en un género artificial. Por otro lado, sus
historias parecen fruto de la improvisación, cualidad que las hace, a la vez,
líricas y verosímiles. Sus libros posteriores de relatos, aunque menos exitosos
que Winesburg Ohio, ratificarían su calidad: El triunfo del huevo (1921), Horses
and Men (1923) y Muerte en el bosque y otros cuentos (1933).
Sus novelas
son menos consideradas, aunque entre ellas se cuentan Many Marriages (1923) y
Más allá del deseo (1932). En 1946 aparecieron póstumamente sus Memorias (la
edición crítica en 1969) y en 1953 un volumen epistolar. Aunque se les considera
menos importantes, también escribió ensayos, poesía y teatro.
www.biografiasyvidas.com


Un
clásico americano
Por Ricardo Menéndez Salmón
En el esplendor de su
reconocimiento, a comienzos de los años 20 del pasado siglo, Sherwood Anderson
vivió en el número 708 de Royal Street, epicentro del barrio francés de Nueva
Orleans, lugar que definió Gertrude Stein como “el más civilizado que he
encontrado en Estados Unidos”. Tras distintos peregrinajes, en el verano de 1924
regresó a la ciudad más eminente del estado de Louisiana con su segunda esposa,
Elizabeth Prall, para ocupar un departamento del Edificio Pontalba, cerca de
Jackson Square, donde lo visitaba un muchacho aficionado a la bebida, fogoso y
un tanto petulante que, entre muchísimas otras cosas, con el transcurrir del
tiempo habría de redactar el más conmovedor texto acerca de la figura de
Sherwood Anderson que jamás se haya escrito, y que se publicó en junio de 1953
en Atlantic Monthly. Aquel muchacho, a quien Anderson guió en sus primeras
lecturas (entre otros autores le descubrió nada menos que a Joyce) y en sus
primeros escritos serios, animándole a que luchara por hacer realidad su sueño,
se llamaba William Faulkner.
Varias décadas más tarde, otro escritor de
Mississippi, de nombre Richard Ford, confesó que la chispa que prendió su
vocación escritora, a los 19 años de edad, fue la lectura de un cuento titulado
“I want to know why”, un relato que debo confesar es el mejor que a propósito
del universo de los caballos he leído en mi vida, mejor incluso que los del
propio Faulkner. Como se ve, la literatura de Anderson ha inspirado y convocado
siempre a los gigantes norteamericanos, por lo cual tanto la reedición en
español de Winesburg, Ohio –en magnífica versión de Miguel Temprano García,
recientísimo traductor de la impagable tetralogía El final del desfile, de Ford
Maddox Ford– como el anuncio de Acantilado de recuperar toda la obra del
escritor de Camden, merecen aplauso y gratitud. Confiemos en que el empeño
editorial se cumpla.
Hay que reconocer que estas referencias al
anecdotario que rodea la figura de Anderson han lastrado, en más de una ocasión,
la atención estricta a la relevancia de su escritura, como si Anderson tuviera
más importancia como catalizador de talentos ajenos que como creador. Si una vez
más incurriéramos en esa lectura haríamos un flaco favor a la literatura, pues,
sin duda, Winesburg, Ohio, es un gran libro, un auténtico clásico en el sentido
legítimo del término, que leído noventa años después de su publicación logra que
permanezcan indemnes su interés, su belleza y su verdad.
Construido al
modo de un collage en torno a una pequeña población del Medio Oeste americano y
con el joven George Willard, enamoradizo periodista que aspira a convertirse en
escritor de fuste como observador de privilegio de los anhelos, miserias y
luchas de sus habitantes, Winesburg, Ohio puede ser admirado como un falso libro
de relatos o como una falsa novela, pero en ambos casos se revela como un
magnífico, deslumbrante y bastante pesimista estudio acerca de las razones del
corazón humano. No en vano, como Kate Swift, la maestra de George Willard, le
dice al joven plumilla en uno de los más memorables textos de la colección: “Si
vas a ser escritor, tendrás que dejar de tontear con las palabras. Será mejor
que abandones la idea de escribir hasta que estés mejor preparado. Ahora debes
vivir [...] Lo más importante es que aprendas a saber lo que la gente piensa, no
lo que dice”. Leyendo a Anderson, quedan muy pocas dudas de que Willard asumió
con honra y talento el consejo de su maestra.
www.revistamercurio.es

El
mapa de la literatura norteamericana y sus alrededores
Publicado en 1919, Winesburg,
Ohio es un libro fundamental y fundacional para entender la literatura
norteamericana. Con las muertes todavía tibias de los grandes fundadores
(Whitman, Thoreau, Twain, Hawthorne, Melville), este libro extraño, cruza de
colección de cuentos y novela atomizada, da vida a buena parte de las verdades,
los mitos y las ideas que luego se verían en Faulkner, Hemingway, Fitzgerald,
Thomas Wolfe y los herederos de esa generación de deidades literarias. La
fundación de un pueblo, el retrato de sus habitantes y el papel del testigo que
lo cuenta y lo escribe es un influjo poderoso que cruza a la Comala de Rulfo, el
Macondo de García Márquez y hasta la literatura barrial de hoy en día. Imposible
de conseguir en castellano hasta hace poco, la edición de Acantilado pone en las
librerías esa pequeña maravilla en 22 capítulos.
Por Guillermo Saccomanno
Un maestro que se expresa más con sus manos
nerviosas que con las palabras es sospechado por tocar a sus alumnos. Un
granjero poseído intenta mojar la cabeza de su nieto, aterrorizado heredero, en
la sangre de un cordero. Una mujer hastiada siente una noche de lluvia el deseo
irrefrenable de lanzarse a correr desnuda bajo el aguacero por las calles del
pueblo. Un pastor atisba por una ventana una mujer que fuma y experimenta una
revelación de Dios. Vidas rutinarias, sometidas a la costumbre pero también
retobándose contra los preceptos morales de su comunidad, de pronto pueden
encontrar el sentido de su existencia en un gesto –como mucho, un acto– que les
descubrirá el sentido de su existencia. Un muchacho, periodista del diario
local, que ambiciona ser escritor, George Willard, camina el pueblo, lo recorre
buscando una historia que merezca ser narrada y, por lo general, la historia se
le presenta cuando menos se lo espera, ya sea paseando distraído o bostezando en
su escritorio. “Debes escucharme –le recomienda un médico viejo y fracasado que
alguna vez también fue periodista–. Tal vez puedas escribir el libro que nadie
escribiría. La idea es muy sencilla, tan sencilla que, si no tienes cuidado,
podrías olvidarla. Consiste en esto: todo el mundo es Jesucristo y todos acaban
siendo crucificados. Eso es lo que quería decirte. No lo olvides. Pase lo que
pase, no dejes que se te olvide.” Todos en Winesburg, Ohio, porque éste es el
pueblo, son entonces pobres cristos con una vida que merece atención y puede
constituir una buena historia. Y esta historia se roza y vincula con la de sus
vecinos: quien es protagonista en un cuento pasa más tarde a ser circunstancial
en otro, porque todos y cada uno, ya sea en primer plano o de soslayo, son
protagonistas en esta colección de cuentos que no pierde de vista nunca la
relación entre el sujeto y su contexto, el individuo y la sociedad o, si se
prefiere, entre el uno y el todo. Algunos, como un vendedor de combustible,
piensan que podrían ocupar el lugar del cronista y se animan a suministrarle
ideas sobre su oficio: “El mundo está en llamas. Empieza así tus artículos: El
mundo está en llamas. De esta manera conseguirás que la gente se fije en ti”. La
consigna anticipa una de las máximas de John Cheever en sus clases de literatura
creativa en Iowa University al proponer: “Escriban como si estuvieran en un
edificio en llamas”. Pero todavía faltan décadas para el surgimiento de este
Homero de los suburbios. Ahora, en Winesburg, Ohio, una maestra también tiene
consejos para el futuro escritor: “Tendrás que conocer la vida. Si quieres ser
escritor debes dejar de tontear con las palabras. Será mejor que abandones la
idea de escribir hasta que estés mejor preparado. Ahora debes vivir. No pretendo
asustarte, pero quisiera que comprendas el alcance de lo que piensas hacer. No
debes convertirte en un mero mercachifle de las palabras. Lo más importante es
que aprendas lo que la gente piensa, no lo que dice”.
Publicado
en 1919 por Sherwood Anderson, Winesburg, Ohio es desde entonces un libro basal
de la literatura norteamericana. Inconseguible en castellano hasta ahora,
publicado con una traducción impecable de Miguel Temprano García, en su edición
de Acantilado, fue galardonado en Barcelona el año pasado por su presentación
cuidadosa. Volviendo: en la fecha de su primera publicación, en 1919, no hace
tantísimos años que han muerto Whitman y Melville con sus intentos ciclópeos de
fundar una literatura que abreva tanto en Thoreau y Emerson como en la Biblia.
Con esa distancia escasa, sin el humorismo caricaturesco de O’Henry ni el pathos
de Harte, como un Twain más melancólico, Sherwood Anderson (Camden, Ohio, 1876
Colón, Panamá, 1941), planta las bases de la shortstory, funda un género y, a un
tiempo, construye una manera de enfocar la realidad que, pasando por la teoría
del iceberg de Hemingway, alcanzará a Carver, Ford y Wolf. Lo que sorprende en
Anderson es el absoluto despojamiento de la prosa, la intervención escasa y como
conversada de la voz narradora, además de una pasmosa frescura al describir
paisajes, hombres, mujeres, ese pueblo. Anderson parece, por instantes,
prestarle más atención a la naturaleza, un viento, una nevada, un temporal, que
a sus caracteres. Al describirlos los integra a la tierra, al clima, a una
naturaleza que empieza a sentir los avances y estragos del industrialismo que
acabará con ese ritmo adormecido de lo provinciano, aunque los dramas chicos,
esas tragedias secretas, de golpe, contadas desde la intimidad de sus vidas,
cobran la trascendencia de épicas privadas, pero siempre, sin altisonancias, sin
perder de vista aquello que por cotidiano no puede darse por sentado. Por
ejemplo, acerca de uno de sus personajes Anderson escribe que la suya “es más la
historia de una habitación que la de un hombre”. Cada ser, entonces, está
encerrado. El oficio del escritor consiste en disponer del talento necesario
para abrir su puerta y curiosear. Conviene fijarse en la dedicatoria que precede
estos veintidós cuentos que, según la crítica, conforman una athomized novel:
“Este libro está dedicado a la memoria de mi madre, Emma Smith Anderson, cuyas
agudas observaciones acerca de todo lo que la rodeaba despertaron en mí la
inquietud de mirar por debajo de la superficie de las vidas ajenas”. (El
subrayado es mío.) Cuando, en la ficción, la madre de George Willard muere, el
muchacho dejará atrás su puesto de reportero en el Winesburg Eagle y subirá al
tren que lo llevará al mundo, la experiencia, otra vida. Cero paradoja: deberá
dejar atrás Itaca para narrarla. “Quien se aleja de su casa/ ya ha vuelto”,
anotaría Borges con motivo del I Ching.
Al concluir la lectura de estos
cuentos algo empieza. Y es, nada menos, el inicio de la portentosa y moderna
literatura norteamericana. Una literatura que, como paradigma, habría de
contribuir a las búsquedas de otras voces, otros ámbitos. En sus ensayos sobre
literatura norteamericana, a propósito de Anderson, Cesare Pavese aseveraba en
“Middle West y Piamonte”: “No existe el arte por el arte. E incluso la más
ociosa lírica parnasiana resolverá para el lector un problema de la práctica:
cómo vivir soñando. Para entender a los modernos novelistas norteamericanos no
sólo es necesario conocer cuál es la necesidad histórica común que han
enfrentado con su obra, sino que es indispensable, para no hablar inútilmente,
encontrar una imagen, un paralelo histórico que ponga en términos conocidos por
nosotros aquellos modos de vida de ultramar que, a casi todos nosotros, nos
gusta imaginar un tanto exóticos”. Si para Pavese –como para Calvino y
Vittorini– la literatura norteamericana, con Anderson puntero, ofrecía un prisma
para enfocar el Piamonte de posguerra, su operación no fue diferente en otros
escritores. Consideremos: Winesburg, Ohio empieza con un plano del pueblo. En el
trazado de sus calles, incluyendo el trazado del ferrocarril, se manifiesta una
intención: localizar lo que se narra, concederle una impronta de verosimilitud.
El mapa del pueblo, dibujado de puño y letra por el mismo Anderson, es el
antecedente de otro mapa célebre, el del condado de Yoknapatawpha, en Jefferson,
propiedad “privada” de William Faulkner, donde habrían de transcurrir todas sus
obras. (Como leyenda literaria circula la anécdota de que fue Anderson quien
impulsó a Faulkner a la publicación. El joven Faulkner le habría acercado su
primera novela a Anderson. Y éste, con tal de librarse de su lectura, le
recomendó –al modo Arlt– un imprentero.) Unos años después, no siempre apelando
al dibujo del plano, pero sí al propósito de inventar un pueblo, habrían de
suceder, derivadas, operaciones identitarias similares de territorialización: la
Comala de Rulfo y el Macondo de García Márquez, por citar dos ejemplos. Más acá,
el Belgrano de Briante. Y, por qué no, desde Winesburg, Ohio, aunque sus autores
puedan no conocer el pueblo de Anderson pero sí sus estribaciones, leer el Lanús
de Olguín, el Boedo de Casas, la Villa Celina de Incardona y la Turdera de
Pradelli.
La vida que esperaba a George Willard al marcharse de
Winesburg, Ohio, una vida aventurera, soñada por un chico de pueblo, puede
imaginarse siguiendo la biografía de su padre en la realidad. Anderson dejó el
colegio a los catorce años, tuvo varios oficios, fue soldado en la Guerra de
Cuba y más tarde publicitario y periodista. Escribió una considerable cantidad
de novelas y relatos y también dos volúmenes autobiográficos. Su epitafio reza:
“La vida, no la muerte, es la gran aventura”. La relación entre experiencia y
literatura es una cuestión vital en su obra vasta. Pero que le atribuyera un
primer lugar a la experiencia no significa que la literatura fuera secundaria.
Uno no es tanto lo que vive, parece sugerir Anderson, como lo que cuenta. Más
importante aún, la manera en que lo interpreta y lo cuenta.
Página|12,
suplemento Radar, domingo 01/08/10


El
libro de lo grotesco
Por Sherwood Anderson
El escritor, un anciano de bigote blanco, se metió en la cama con
dificultad. Las ventanas de la casa en que vivía eran muy altas y él quería ver
los árboles cuando se despertaba por la mañana. Vino un carpintero para
arreglarle la cama y dejarla a la altura de la ventana.
Se organizó un
buen revuelo con aquello. El carpintero, que había sido soldado en la Guerra
Civil, entró en la habitación del escritor y le propuso construir una tarima
para elevar la cama. El escritor tenía unos cigarros por ahí y el carpintero se
puso a fumar.
Los dos discutieron un rato sobre el modo de elevar la cama
y luego hablaron de otras cosas. El soldado sacó la guerra a colación. De hecho,
el escritor le empujó a hacerlo. El carpintero había estado en la prisión de
Andersonville y había perdido a un hermano. El hermano había muerto de hambre y
siempre que el carpintero hablaba de ello se echaba a llorar. Al igual que el
anciano escritor, tenía el bigote blanco y, cuando lloraba, fruncía los labios y
el bigote se movía arriba y abajo. Aquel anciano lloroso con un cigarro en la
boca resultaba ridículo. Al final, olvidaron el modo en que el escritor había
pensado elevar la cama y el carpintero acabó haciéndolo a su manera y el
escritor, que pasaba de los sesenta años, tenía que ayudarse de una silla para
meterse en la cama por las noches.
En la cama el escritor se tumbó sobre
un costado y se quedó quieto. Hacía muchos años que le preocupaba el estado de
su corazón. Era un fumador empedernido y tenía palpitaciones. Se le había metido
en la cabeza que un día moriría de forma repentina y al acostarse siempre le
acometía aquella idea. No tenía miedo. En realidad, surtía en él un efecto raro
y difícil de explicar. Se sentía más vivo, allí en la cama, que en cualquier
otro momento del día. Yacía totalmente inmóvil y su cuerpo era viejo y ya no
servía de mucho, pero algo en su interior seguía siendo joven. Era como una
mujer encinta, sólo que lo que llevaba en su seno no era un bebé sino un joven.
No, no era un joven: era una mujer, joven y vestida con una cota de malla como
la de un caballero andante. Aunque, en realidad, es absurdo tratar de explicar
lo que el anciano escritor llevaba dentro mientras estaba tumbado en su cama
elevada y escuchaba las palpitaciones de su corazón. Lo que de verdad importa es
saber lo que pensaba el escritor, o aquel ser joven que había en su interior.
El anciano escritor, igual que le
ocurre a todo el mundo, había pensado muchas cosas a lo largo de su longeva
vida. En sus tiempos había sido bastante apuesto y varias mujeres se habían
enamorado de él. Y, por supuesto, había conocido a gente, mucha gente. Y, por
supuesto, había conocido de un modo particulamente íntimo, distinto del modo en
que usted o yo conocemos a la gente. Al menos eso creía el anciano escritor y la
idea le gustaba. ¿Por qué discutir con un viejo cerca de lo que cree lo deja de
creer?
-¿Puede
usted decir cómo empezó su carrera de escritor?
-Yo vivía en Nueva Orleáns, trabajando en lo que fuera necesario
para ganar un poco de dinero de vez en cuando. Conocí a Sherwood
Anderson. Por las tardes solíamos caminar por la ciudad y hablar
con la gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos
tomábamos una o dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba.
Antes del mediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado,
escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Yo
decidí que si esa era la vida de un escritor, entonces eso era
lo mío y me puse a escribir mi primer libro. En seguida descubrí
que escribir era una ocupación divertida. Incluso me olvidé de
que no había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta
que él tocó a mi puerta -era la primera vez que venía a verme- y
me preguntó: "¿Qué sucede? ¿Está usted enojado conmigo?". Le
dije que estaba escribiendo un libro. El dijo: "Dios mío", y se
fue. Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me
encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo
iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo:
"Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si
usted no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor
que acepte el libro". Yo le dije "trato hecho", y así fue como
me hice escritor.
Fragmento de una
entrevista a William
Faulkner
|
En la cama el escritor tuvo un sueño
que no era un sueño. A medida que se iba quedando dormido, aunque todavía
despierto, empezaron a aparecer figuras ante sus ojos. Pensó que aquel ser joven
e imposible de describir que llevaba dentro estaba haciendo desfilar una larga
procesión de figuras ante sus ojos.
Lo interesante de esto radica en las
figuras que pasaron ante los ojos del escritor. Eran todas grotescas. Todos los
hombres y mujeres que el escritor había conocido en su vida se habían vuelto
grotescos.
No todos eran horribles. Algunos eran graciosos, otros casi
hermosos y uno, una mujer que parecía muy desmejorada, impresionó mucho al
anciano por lo grotesca que era. Cuando la vio pasar soltó un ruido como el
gañido de un perrito. Cualquiera que hubiese entrado en ese momento en la
habitación habría pensado que el anciano tenía una pesadilla o sufría tal vez de
indigestión.
A lo largo de una hora, la procesión de personajes grotescos
desfiló ante los ojos del anciano, y luego, aunque le costara un gran esfuerzo
hacerlo, salió a rastras de la cama y empezó a escribir. Varios de aquellos
seres grotescos le habían causado una impresión muy profunda y quería
describirla.
El escritor estuvo una hora trabajando en su mesa. Al final
escribió un libro que llamó El libro de lo grotesco. Nunca llegó a publicarse,
pero yo tuve ocasión de leerlo una vez y dejó una huella indeleble en mi
imaginación. El libro tenía una idea central que resulta un tanto extraña y que
no he olvidado jamás. Recordándola, he podido comprender a mucha gente y muchas
cosas que antes me habían resultado incomprensibles. Era una idea complicada,
pero se podría explicar de forma sencilla más o menos así:
Al principio,
cuando el mundo era joven, había una enorme cantidad de ideas, pero no eso que
llamamos una verdad. Fue el hombre quien hizo las verdades y cada una de ellas
consistía en una mezcla de varios pensamientos más o menos vagos. Las verdades
se extendieron por todo el mundo y todas eran hermosas.
Y luego apareció la gente. A medida que fueron llegando, cada cual se
apropió de una verdad y algunos que eran más fuertes se apropiaron de una docena
de ellas.
Lo que volvía grotesca a la gente eran las verdades. El anciano tenía una
teoría muy elaborada al respecto. En su opinión, siempre que alguien se
apropiaba de una verdad, la llamaba su verdad y trataba de regir su vida por
ella, se convertía en un ser grotesco y la verdad que había abrazado se
transformaba en una falsedad.
Cualquiera imaginará que el anciano, que se
había pasado la vida escribiendo y haciendo acopio de palabras, escribió cientos
de páginas a propósito de aquel asunto. La cuestión llegó a adquirir tales
proporciones en su imaginación que él mismo corrió el riesgo de volverse
grotesco. No llegó a serlo, supongo, por la misma razón por la que nunca publicó
el libro. Lo que le salvó fue aquel ser joven que llevaba en su interior.
En cuanto al anciano carpintero que arregló la cama del escritor, tan sólo lo he
traído a colación porque, como les ocurre a muchos de esos a los que llamamos
gente corriente, se convirtió en lo más parecido a algo comprensible y amable de
entre todos los seres grotescos del libro del escritor.
[“El libro de lo
grotesco” es el nombre del capítulo introductorio que abre Winesburg, Ohio. Los
fragmentos más cortos están tomados de algunos de los diferentes cuentos.
Winesburg, Ohio. Sherwood Anderson Traducción de Miguel Temprano García
Acantilado, Barcelona]


Una
aventura
Alice
Hindman que tenía ya veintisiete años cuando George Willard era todavía un
muchacho, había pasado toda su vida en Winesburg. Estaba empleada en la tienda
de ultramarinos de Winney, y vivía en casa de su madre, que estaba casada en
segundas nupcias.
El padrastro de Alice, pintor de coches, era dado a la bebida. Tenía una
historia muy extraña; valdrá la pena de que la cuente algún día.
Cuando Alice tenía veintisiete años era una muchacha alta y más bien delgada. Su
cabeza, muy voluminosa, era lo que más destacaba de su cuerpo; tenía las
espaldas un poco inclinadas; los ojos y los cabellos castaños. Alice era una
mujer muy tranquila que ocultaba, bajo apariencias de placidez, un fermento
interior en continua actividad.
Alice había tenido una aventura amorosa con cierto joven, siendo ella una
chiquilla de dieciséis años. En aquel entonces no había empezado todavía a
trabajar en el almacén. El joven, que se llamaba Ned Currie, era mayor que
Alice. Estaba empleado, como George Willard, en el Winesburg Eagle; durante
mucho tiempo se veía casi todas las noches con Alice. Paseaban juntos bajo los
árboles, por las calles del pueblo, y hablaban del destino que darían a sus
vidas. Alice era entonces una chiquilla muy linda, y Ned Currie la estrechó
entre sus brazos y la besó. El joven se exaltó y dijo cosas que no pensaba
decir; también Alice se llenó de exaltación, porque la traicionó su deseo de que
entrase en su vida monótona un rayo de belleza. También ella habló, quebróse la
corteza exterior de su vida, toda su reserva y desconfianza características, y
se entregó por completo a las emociones del amor. A finales del otoño, Ned
Currie se marchó a Cleveland, esperando colocarse en un periódico de aquella
ciudad y abrirse camino en el mundo; y ella, con sus dieciséis años, quería irse
con él. Manifestóle con voz temblorosa su oculto pensamiento. "Yo trabajaré y tú
podrás también trabajar -díjole-. No quiero echarte encima una carga inútil que
te impida progresar. No te cases ahora conmigo. Prescindiremos por ahora de
ello, aunque vivamos juntos. Nadie murmurará aunque vivamos en la misma casa,
porque nadie nos conocerá en aquella ciudad y la gente no se fijará en
nosotros."
Ned Currie se quedó confuso ante aquella resolución y entrega que de sí misma le
hacía su novia, pero se sintió también conmovido. Su primer deseo había sido
hacer de la muchacha su amante, pero cambió de resolución. Pensó en protegerla y
cuidar de ella. "No sabes lo que te dices -le contestó con aspereza-. Ten la
seguridad de que no te consentiré que hagas semejante cosa. En cuanto consiga un
buen empleo regresaré. Por el momento tendrás que quedarte aquí. Es lo único que
podemos hacer."
La víspera del día en que había de marchar de Winesburg para empezar su nueva
vida en la ciudad, fue Ned Currie a buscar a Alice. Empezaba a anochecer.
Pasearon por las calles durante una hora, luego alquilaron un cochecillo en las
caballerizas de Wesley Moyer y salieron a dar un paseo por el campo. Salió la
luna y los muchachos no supieron qué decirse. La tristeza le hizo olvidar al
joven los propósitos que había hecho respecto a su manera de conducirse con la
joven.
Saltaron del coche junto a un extenso prado que descendía hasta el lecho del
Wine Creek, y allí, en la pálida claridad, se hicieron amantes. Cuando
regresaron a la población, hacia la media noche, los dos estaban alegres.
Parecíales que ningún acontecimiento futuro podía borrar la maravilla y la
belleza de lo que acababa de ocurrir. Ned Currie dijo al despedirse de la joven
a la puerta de la casa de su padre: "De aquí en adelante tendremos que seguir
unidos, suceda lo que suceda."
El joven periodista no consiguió colocarse en Cleveland y marchó hacia el Oeste,
a Chicago. Durante algún tiempo sentía su soledad y escribía todos los días a
Alice. Pero la vida de la ciudad lo envolvió en su torbellino; fue haciendo
amigos y descubrió en la vida nuevos motivos de atracción. Se hospedaba en
Chicago en una pensión en la que había varias mujeres. Una de ellas despertó su
interés y se olvidó de Alice, que había quedado en Winesburg. Antes de finalizar
el año dejó de escribirla y sólo se acordaba de la muchacha muy de tarde en
tarde, cuando se sentía solitario o cuando paseaba por algunos de los parques de
la ciudad y veía brillar la luz de la luna sobre la hierba, como brillaba
aquella noche en el prado cercano al Wine Creek.
La muchacha de Winesburg, iniciada ya en el amor, fue creciendo hasta hacerse
mujer. Cuando tenía veintidós años falleció de repente su padre, que tenía una
guarnicionería. Como el guarnicionero era un antiguo soldado, su viuda empezó a
cobrar al cabo de algunos meses una pensión de viudedad. Invirtió el primer
dinero que cobró en comprar un telar, para dedicarse a tejer alfombras. Alice
consiguió un empleo en la tienda de Winney. Durante varios años no hubo nada
capaz de hacerle creer que Ned Currie no acabaría por volver a buscarla.
Se alegró de estar empleada, porque la diaria rutina del trabajo en la tienda
hacía menos largo y aburrido el tiempo de la espera. Empezó a ahorrar dinero,
con la idea de ir a la ciudad en busca de su amante en cuanto tuviese ahorrados
dos o trescientos dólares, a fin de intentar reconquistar su cariño con su
presencia.
Alice no censuraba a Ned Currie por lo que había ocurrido en el campo, a la luz
de la luna, pero experimentaba la sensación de que no sería capaz ya de casarse
con otro hombre. Parecíale una monstruosidad la idea de entregar a otro lo que
ella tenía conciencia de que sólo podía pertenecer a Ned. No hizo caso alguno de
otros jóvenes que procuraron atraer su interés. "Soy su mujer y continuaré
siéndolo, vuelva o no vuelva", se decía a sí misma; y por muy dispuesta que
estuviese a mirar por su propio interés, no habría sido capaz de comprender el
ideal, cada vez más difundido hoy, de una mujer dueña de sus propios destinos y
persiguiendo, en un toma y daca, su propia finalidad en la vida.
Alice trabajaba en la tienda desde
las ocho de la mañana hasta las seis de la noche, y tres tardes por semana
volvía a la tienda a trabajar de siete a nueve. Conforme fue pasando el tiempo y
ella sintió cada vez más su soledad, empezó a poner en práctica los recursos
comunes a todas las personas solitarias. Por la noche, cuando subía a su cuarto,
se arrodillaba en el suelo para rezar, y en medio de sus rezos murmuraba las
cosas que hubiera querido decir a su amante. Se aficionó a objetos inanimados, y
no consintió que nadie pusiese la mano en los muebles de su habitación, porque
ésta era suya exclusivamente. Continuó ahorrando dinero, aun después de que
abandonó su propósito de marchar a la ciudad en busca de Ned Currie.
El ahorro se convirtió para ella en un hábito adquirido, y cuando necesitaba
comprar ropa nueva se privaba de hacerlo. A veces, en tardes lluviosas, sacaba
en el almacén su libreta del Banco y, abriéndola delante de ella, se pasaba las
horas soñando cosas imposibles para economizar una cantidad de dinero suficiente
para que ella y su futuro marido pudiesen vivir de las rentas.
"A Ned le ha gustado siempre viajar por el mundo -pensó-. Yo le daré la
oportunidad de hacerlo. Cuando estemos ya casados y pueda yo ahorrar su dinero y
el mío, nos haremos ricos. Entonces podremos viajar juntos por todo el mundo."
Y fueron pasando las semanas, que se convirtieron en meses, y los meses en años,
y Alice continuó esperando en la tienda de ultramarinos, soñando siempre con la
vuelta de su amante. Su patrón, un anciano de pelo entrecano, dentadura postiza
y un bigotito ralo que le caía sobre la boca, era poco aficionado a la charla; a
veces, en los días lluviosos o en los días de invierno en que el temporal se
desencadenaba sobre Main Street, pasaban horas y horas sin que entrase un solo
cliente. Entonces Alice arreglaba y volvía a arreglar los géneros de la tienda.
Permanecía de pie junto al escaparate, desde donde podía observar la calle
desierta, y pensaba en las noches en que paseaba con Ned Currie y en las cosas
que éste le había dicho. "De aquí en adelante tendremos que ser el uno del
otro." Aquellas palabras resonaban una y otra vez en el cerebro de aquella mujer
que iba entrando en años. Asomaban las lágrimas a sus ojos. A veces, cuando
había salido su patrón y ella se encontraba sola en la tienda, apoyaba su cabeza
en el mostrador y lloraba. "Ned, te estoy esperando", murmuraba una y otra vez;
y su temor, que se iba deslizando en su in1crior, de que no volviese nunca más
adquirió cada vez mayor fuerza.
La región que rodea a Winesburg es deliciosa durante la época de primavera,
después de las lluvias del invierno y antes de que lleguen los calurosos días
del estío. El pueblo se levanta en medio de una llanura, pero más allá de los
sembrados surgen encantadoras extensiones de bosques. Hay en esas arboledas
muchos pequeños rincones escondidos, lugares sosegados a donde suelen ir a
sentarse los enamorados en las tardes de los domingos. Por entre los árboles se
descubre la llanura y se ve desde allí a la gente de las granjas atareada en los
corrales y a las personas que van y vienen en carruaje por las carreteras.
Repican las campanas en el pueblo y de vez en cuando pasa un tren que, visto a
lo lejos, parece de juguete.
Pasaron muchos años después de la marcha de Ned Currie sin que Alice fuese al
bosque los domingos con otros jóvenes; pero cierto día, a los dos o tres años de
la marcha de aquél, haciéndosele insoportable su soledad, se vistió con sus
mejores ropas y salió del pueblo. Encontró un pequeño espacio abrigado desde el
cual podía distinguir el pueblo y una ancha faja de campo v se sentó. Asaltóle
el temor de su edad y de la inutilidad de todo lo que hiciese. No pudo
permanecer sentada y se levantó. Puesta en pie, y al ir recorriendo con la
mirada el paisaje, hubo algo, tal vez el pensamiento de aquella vida que no se
interrumpía jamás a través de la cadena de las estaciones del año; hubo algo que
la hizo fijar su atención en los años que pasaban. Se dio cuenta de que había
perdido la belleza y la frescura de la juventud, y se estremeció de temor. En
aquel momento tuvo por primera vez la sensación de que la habían estafado. No le
echaba la culpa a Ned Currie y no sabía tampoco a quien echársela. Se sintió
invadida de tristeza; cayó de rodillas y se esforzó por rezar, pero en lugar de
oraciones salieron de sus labios palabras de protesta. "No volverá ya a mí. No
volveré a encontrar ya la felicidad. ¿Por qué trato de engañarme a mí misma?",
exclamó; y se sintió poseída de una extraña sensación de alivio, nacida de aquel
primer esfuerzo para enfrentarse con el miedo, que había llegado a ser una parte
de su vida diaria.
El año en que Alice cumplió los veinticinco ocurrieron dos cosas que rompieron
la triste monotonía de sus días.
Su madre se casó con Bush Milton, el pintor de coches de Winesburg, y ella, por
su parte, ingresó en la congregación de la Iglesia Metodista. Alice se había
hecho de la iglesia porque había llegado a tener miedo de la soledad de su vida.
El segundo matrimonio de su madre había puesto más aún de relieve su
aislamiento. "Me estoy haciendo vieja y rara. Si Ned vuelve, ya no me querrá.
Los hombres de la ciudad donde él está viven en una perpetua juventud. Son
tantas las cosas que allí ocurren que no tienen tiempo de hacerse viejos", se
decía a sí misma con una sonrisa de amargura; y empezó a relacionarse
resueltamente con otras personas. Todos los martes por la noche, después de
cerrar la tienda, iba a una reunión religiosa que se celebraba en el sótano de
la iglesia, y los domingos por la noche, acudía a las reuniones de una sociedad
que se llamaba la Liga de Epworth.
Alice no dijo que no cuando Will Hurley, un hombre de mediana edad, empleado en
una droguería y que pertenecía también a la iglesia, se ofreció a acompañarla
hasta su casa. "Claro está que no consentiré que se acostumbre a estar conmigo,
pero no veo peligro alguno en que venga de cuando en cuando", pensó, resuelta
siempre a continuar siendo fiel a Ned Currie.
Alice, sin que ella misma se diese cuenta, intentaba asirse de nuevo a la vida,
débilmente al principio, pero luego con mayor resolución cada vez. Caminaba en
silencio al lado del empleado de la droguería; pero más de una vez, en la
oscuridad, mientras caminaban como dos estúpidos, alargó la mano para tocar
suavemente los pliegues de su americana. Cuando se despedía de ella, frente a la
puerta de la casa de su madre, Alice, en lugar de entrar en casa, se quedaba un
momento junto a la puerta. Sentía impulsos de llamar al empleado aquel, de
rogarle que se sentase con ella en la oscuridad del porche de la casa, pero
temía que no la comprendiese. "No es a él a quien yo quiero -se decía a sí
misma-. Lo que yo busco es huir de mi gran soledad. Si no tomo precauciones
acabaré por desacostumbrarme del trato de la gente."
. . .
A principios
de otoño del año en que cumplía los veintisiete, se apoderó de Alice un
desasosiego apasionado. No podía sufrir la compañía del empleado de la droguería
y cuando llegaba, al atardecer, para sacarla de paseo, ella lo despachaba. Su
cerebro trabajaba con una intensa actividad; volvía a casa fatigada de
permanecer largas horas detrás del mostrador y se metía en la cama, pero no
podía conciliar el sueño. Permanecía con los ojos muy abiertos, queriendo
penetrar en la oscuridad. Su imaginación jugaba dentro del cuarto como un niño
que se despierta después de muchas horas de sueño. En lo más profundo de su ser
había algo que no se dejaba engañar con fantasías y que exigía a la vida una
respuesta bien definida.
Alice cogió una almohada entre sus brazos y la apretó fuertemente contra sus
senos. Se echó fuera de la cama y arregló la manta de manera que, en la
oscuridad, abultaba como si hubiese alguien entre las sábanas; se arrodilló
junto al lecho y acarició aquel bulto, susurrando una v otra vez como una
cantinela: "¿ Por qué no ocurre algo de improviso? ¿ Por qué me dejan sola?"
Aunque algunas veces se acordaba de Ned Currie, lo cierto es que no contaba ya
con él. Sus deseos se habían hecho imprecisos. No suspiraba por Ned Currie ni
por ningún otro hombre determinado. Quería ser amada, que hubiese algo que
hiciese; eco a la llamada que surgía de su interior cada vez con mayor fuerza.
Así las cosas, tuvo Alice una aventura; fue en una noche de lluvia, y aquella
aventura la llenó de terror y confusión. Había regresado de la tienda a las
nueve y no estaba nadie en casa. Bush Milton andaba por el pueblo y su madre
había ido a casa de una vecina. Alice subió a su cuarto y se desvistió a
oscuras. Permaneció un momento junto a la ventana, escuchando el ruido de las
gotas que golpeaban los cristales, y de pronto se apoderó de ella un extraño
deseo. Sin detenerse a pensar en lo que iba a hacer, echó a correr escaleras
abajo por la casa en tinieblas y se zambulló en la lluvia que caía. Mientras
permanecía de pie en el pequeño espacio sembrado de hierba que había frente a su
casa, sintiendo correr por su cuerpo la fría lluvia, se adueñó por completo de
ella un deseo loco de echar a correr desnuda por las calles.
Se imaginó que la lluvia ejercía sobre su cuerpo un influjo creador y
maravilloso. Hacía muchos años que no se había sentido tan llena de juventud y
de energía. Sentía impulsos de saltar y de correr, de gritar, de topar con algún
ser humano solitario y abrazarse a él. Por la acera enladrillada se oyeron las
torpes pisadas de un hombre que iba camino de su casa. Alice echó a correr.
Poseíala un capricho salvaje y desesperado. " ¡Qué me importa quién sea! Está
solo, y yo me llegaré a él -pensó-; y sin detenerse a reflexionar en las
posibles consecuencias de su locura, lo llamó cariñosamente de este modo:
¡Espera! No marches. Seas quien seas, tienes que esperar."
El hombre que pasaba por la acera se detuvo v se quedó escuchando. Era viejo y
algo sordo. Se llevó la mano a la boca para dar más resonancia a sus palabras y
gritó con toda su fuerza: " ¿Cómo? ¿Qué dice?"
Alice se dejó caer al suelo toda temblorosa. Tan asustada quedó, pensando en lo
que había hecho, que cuando el hombre siguió su camino ella no tuvo valor para
ponerse en pie, sino que se dirigió hasta su casa gateando sobre la hierba.
Cuando llegó a su cuarto, se cerró por dentro y arrimó la mesa de tocador a la
puerta. Su cuerpo tiritaba como si hubiese cogido frío; y era tal el temblor de
sus manos que no podía ponerse el camisón. Se metió en la cama, hundió su rostro
en la almohada y sollozó desconsoladamente. " ¿Qué es lo que me pasa? Si no tomo
precauciones, un día haré algún disparate horrible", pensaba. Se volvió de cara
a la pared y procuró armarse de valor para hacerse a la idea de que son muchas
las personas que se ven obligadas a vivir y morir solitarias, aun en Winesburg.


La
ciudad y el campo
”En los últimos
cincuenta años la vida de nuestro pueblo ha sufrido un cambio enorme. De hecho
ha tenido lugar una auténtica revolución. La llegada de la industrialización,
acompañada del tumulto y la agitación de los negocios, los agudos chillones de
los millones de voces nuevas, que han venido hasta nosotros procedentes de
ultramar, el ir y venir del ferrocarril, el crecimiento de las ciudades, el
tendido de las líneas de trenes de cercanía que conectan las ciudades entre sí y
pasan por delante de las granjas, y en los últimos tiempos, la llegada del
automóvil, han supuesto una tremenda transformación en la vida, las costumbres y
el modo de pensar de los habitantes del Medio Oeste. Ahora, por muy mal escritos
y concebidos que estén, hay libros en todas las casas. Las revistas tienen
tiradas de millones de ejemplares y hay periódicos en todas partes. En nuestros
días, un granjero junto a la estufa de una tienda de su pueblo tiene la cabeza
llena a rebosar de opiniones ajenas. Los periódicos y las revistas se la han
llenado de pájaros. La mayor parte de la vieja y brutal inocencia, que tenía
algo también de hermosa inocencia infantil, ha desaparecido para siempre. El
granjero junto a la estufa es hermano del hombre de la ciudad, y si uno le
escucha, comprobará que emplea la misma verborrea sensata que cualquier
habitante de una gran metrópoli.”


Uña
y carne
Vivió
hasta la edad de siete años en una casa vieja, sin pintar, junto a un camino
abandonado que arrancaba de Trunion Pike. Su padre no se ocupaba apenas de ella,
y su madre había fallecido. Su padre se pasaba el tiempo discutiendo y
discurriendo sobre religión. Afirmaba que él era un agnóstico; y de tal manera
vivía absorto en la empresa de echar abajo las ideas que acerca de Dios se
habían deslizado en el cerebro de sus convecinos, que no alcanzó a ver cómo se
manifestaba Dios en aquella niñita que vivía tan pronto en un sitio como en
otro, casi olvidada, gracias a la bondad de los parientes de su fallecida madre.
Llegó a Winesburg un forastero que vio en la niña lo que no había visto su
padre. Era un joven de elevada estatura, de pelo rojizo, que casi siempre estaba
borracho. A veces solía sentarse en una silla delante de la New Willard House,
con el padre de la niña, Tom Hard. Este hablaba, sosteniendo que no era posible
la existencia de Dios; el extranjero le oía sonriendo y guiñaba el ojo a los que
estaban cerca de ellos. Se hicieron gran des amigos, él y Tom, y solían estar
juntos muy a menudo.
El forastero era hijo de un rico negociante de Cleveland y había venido a
Winesburg con una finalidad. Quería curarse del hábito de la bebida, y pensó que
tendría mayores probabilidades de luchar con aquel vicio que estaba
aniquilándolo si ponía tierra de por medio entre él y sus amigos de la ciudad y
se iba a vivir en un pueblo del campo.
Su estancia en Winesburg no fue precisamente un éxito. La monotonía con que
transcurrían las horas lo llevó a darse con más ahinco que nunca a la bebida.
Pero acertó en una cosa. Puso a la hija de Tom Hard un nombre que encerraba un
gran sentido.
Una tarde venía el forastero haciendo eses por Main Street del pueblo, todavía
con la resaca de una copiosa borrachera. Tom Hard estaba sentado en una silla,
delante de la New Willard House, y tenía encima de las rodillas a su hijita, de
cinco años entonces.
Sentado en el andén de madera, se hallaba a su lado George Willard. El forastero
se dejó caer junto a él en una silla. Todo su cuerpo tiritaba; y cuando habló,
su voz era temblorosa.
Era la hora del crepúsculo y la oscuridad se cernía sobre la población y sobre
la línea del ferrocarril que pasaba frente al hotel, al pie de un pequeño
declive. A lo lejos, hacia el oeste, resonaba el prolongado silbido de la
locomotora de un tren de pasajeros. Un perro, que había estado durmiendo en
mitad de la carretera, se levantó y empezó a ladrar. El forastero se puso a
charlar sin ton ni son e hizo una profecía acerca de la niña que el agnóstico
tenía en brazos.
"Vine a este pueblo para apartarme de la bebida", dijo, y las lágrimas empezaron
a correr por sus mejillas. No miraba a Tom Hard, sino que inclinaba el busto
hacia adelante, con la mirada perdida en la oscuridad, como si estuviese viendo
una visión. "Huí al campo para curarme, pero ha sido inútil. Les diré por qué."
Se volvió y miró a la niña que estaba sentada muy tiesa sobre la rodilla de su
padre; ella le devolvió la mirada.
El forastero puso la mano sobre el brazo de Tom Hard. "No es la bebida mi única
debilidad dijo. Tengo otra. Soy un enamorado y no he dado todavía con un objeto
para mi amor. Esto tiene mucha importancia, y usted lo comprenderá si tiene
suficiente experiencia para ello. Por esto es inevitable que yo acabe mal. Son
pocos los que lo comprenden."
El forastero se calló como abrumado de tristeza, pero lo despertó un nuevo
silbido de la locomotora del tren de pasajeros. "No he perdido la fe. Lo digo
muy alto. Pero he venido a parar a un lugar en el que nadie comprenderá mi fe",
dijo con voz áspera. Dirigió una mirada intensa a la niña y empezó a hablar para
ella, sin prestar atención al padre. "Esa mujer vendrá dijo, y su voz se hizo
ahora aguda y ansiosa. Pero cuando llegue ya habré partido yo. ¿Te das cuenta?
Las horas de nuestra cita no coinciden. Sería cosa del destino que hubiera dado
yo con ella precisamente en una tarde como ésta, estando yo destrozado por el
alcohol. y siendo ella tan sólo una niña."
Las espaldas del forastero empezaron a temblar violentamente; intentó hacer un
cigarrillo, pero se le cavó el papel de sus dedos temblequeantes. Se puso
furioso y gruñó: "Creen que no tiene mérito el ser mujer y hacerse amar, pero yo
sé muy bien lo que eso significa exclamó, y se volvió otra vez hacia la niña. Yo
lo comprendo -dijo-. Tal vez soy yo el único hombre que lo comprende."
Su mirada vagó otra vez por la oscuridad de la calle. "La conozco aún sin
haberla visto nunca continuó suavemente. Conozco sus luchas y sus derrotas. Es
precisamente por esas derrotas por lo que resulta para mí el único ser amado.
Desde ahora las mujeres tendrán otro rasgo distintivo nacido de sus derrotas. He
discurrido un nombre para esa condición. La llamo Uña y Carne. Discurrí este
nombre cuando yo era un soñador auténtico y antes que mi cuerpo se envileciese.
Es la condición de ser fuerte para ser amada. Es algo que los hombres
necesitarían encontrar en las mujeres, pero que no lo encuentran."
El forastero se puso en pie y permaneció frente a Tom Hard. Su cuerpo se
balanceaba atrás y adelante y parecía que iba a caerse; pero lo que hizo fue
arrodillarse sobre la acera y llevar las manos de la niñita a sus labios de
borracho, besándolas con éxtasis. "Sé Uña y Carne -díjole ansiosamente-.
Atrévete a ser fuerte y valerosa. Ese es el camino. Arriésgalo todo. Ten valor
suficiente para atreverte a que te amen. Sé algo más que un hombre o mujer. Sé
Uña y Carne."
El forastero se levantó y se alejó tambaleándose por la calle. Uno o dos días
después subió a un tren y regresó a su casa de Cleveland. Aquella misma noche de
verano, después de la conversación frente al hotel, llevó Tom Hard la niña a la
casa de un pariente que la había invitado a pasar la noche en su casa. Caminando
por la oscuridad, bajo los árboles, se olvidó de la charla del forastero y
volvió a concentrar su pensamiento en la búsqueda de argumentos capaces de
destruir la fe de los hombres que creían en Dios. Llamó a su hija por su nombre
y ésta se echó a llorar.
"No quiero que me llamen así -declaró-. Quiero que me llamen Uña y Carne, eso
es, Uña y Carne Hard." La niña lloraba tan desconsoladamente, que Tom Hard se
enterneció y se puso a consolarla. Detúvose bajo un árbol, la tomó en sus brazos
y empezó a acariciarla. "Vamos, sé buena" -díjole vivamente, pero ella no se
tranquilizó. Se entregó con abandono infantil a su dolor, y su voz rompió el
sosiego nocturno de la calle. "Quiero ser Uña y Carne. Quiero ser Uña y Carne.
Quiero ser Uña y Carne Hard", exclamó, moviendo la cabeza y sollozando, como si
su energía infantil no pudiese sostener aquella visión que las palabras del
borracho habían despertado en ella.


La
maestra
Las calles
de Winesburg se hallaban cubiertas de una espesa capa de nieve. Había empezado a
nevar a eso de las diez de la mañana; se levantó el viento y empujó a la nieve
en torbellinos por Main Street. Las carreteras que iban a parar al pueblo y que
solían estar convertidas en barrizales se hallaban ahora heladas y lisas; en
algunos sitios el barro estaba cubierto por una corteza de hielo. "Se podrá
andar bien en trineo", dijo Will Henderson, de pie junto al mostrador de la
taberna de Ed Griffith. Salió a la calle y se tropezó con Sylvester West, el
droguero, que andaba con unos pesados zuecos, llamados "árticos". "La nieve hará
que la gente venga al pueblo el sábado -dijo el droguero. Los dos hombres se
detuvieron a conversar de sus asuntos. Will Henderson, que llevaba un abrigo
delgado y no tenía zuecos, se golpeaba el tacón del pie izquierdo con la punta
del pie derecho-. La nieve vendrá bien para el trigo", observó el droguero
sabiamente.
El joven George Willard, que no tenía nada que hacer, se alegró porque no se
sentía con ganas de trabajar aquel día. El semanario estaba ya tirado y había
sido llevado al correo el miércoles por la noche; la nieve había empezado a caer
el jueves. A las ocho, después de que pasó el tren de la mañana, se echó al
bolsillo un par de patines y se fue hasta el depósito de aguas corrientes; pero
no patinó. Siguió más allá del depósito, por un sendero que bordeaba el arroyo
Wine hasta que llegó a un bosquecillo de hayas. Una vez allí, encendió una
hoguera junto al tronco caído de un árbol y sentóse a un extremo de éste, para
meditar. Cuando empezó a caer la nieve y a soplar el viento, se dio prisa en
recoger combustible para la hoguera.
El joven reportero tenía el pensamiento en Kate Swift, que había sido su maestra
de escuela. La noche anterior había ido a casa de Kate para que le diese un
libro que ella tenía interés en que leyese George; habían estado solos durante
una hora. Era la cuarta o quinta vez que aquella mujer le hablaba con gran
interés, y no acertaba él a comprender lo que sus palabras podían significar.
Empezó a pensar que tal vez estuviese enamorada de él; este pensamiento le
resultaba agradable y penoso al mismo tiempo. Se levantó del tronco en que
estaba sentado y se puso a echar ramas a la hoguera; miró alrededor para ver si
estaba solo y empezó a hablar en alta voz como si se hallase frente a Kate. "Me
parece que usted está a punto de caer, y usted lo sabe -exclamó-. Voy a
descubrir lo que hay de cierto. Espere y ya lo verá."
El joven se levantó y regresó por el mismo sendero hacia el pueblo, dejando el
fuego en brasas. Cuando caminaba por las calles, resonaban los patines en su
bolsillo. Llegado que hubo a su habitación de New Willard House, encendió la
estufa y se tumbó encima de la cama; empezó a pensar cosas voluptuosas; bajó la
cortina de la ventana, cerró los ojos y se volvió de cara a la pared. Cogió una
almohada entre sus brazos y la estrechó con fuerza, pensando primero en la
maestra, que había despertado algo dentro de él con sus palabras, y luego pensó
en Helen White, la esbelta hija del banquero del pueblo, de la que estaba hacía
tiempo medio enamorado.
A las nueve de la noche, la nieve formaba una espesa capa en las calles y la
temperatura se había hecho muy rigurosa.
Era difícil caminar. Las tiendas estaban a oscuras y la gente se había refugiado
en sus casas. El tren nocturno de Cleveland traía mucho retraso, pero a nadie le
interesaba su llegada. A eso de las diez, los mil ochocientos vecinos del
pueblo, a excepción de cuatro, estaban acostados.
Hop Higgins, el sereno, estaba medio despierto. Era cojo y caminaba apoyándose
en un grueso bastón. Cuando las noches eran oscuras, se alumbraba con un farol.
Entre nueve y diez de la noche fue a hacer su correspondiente ronda. Recorrió
dando tropezones Main Street de un extremo a otro, viendo si las puertas de las
tiendas se hallaban cerradas. Se metió luego por las callejuelas y comprobó que
las puertas traseras se hallaban también cerradas. Encontrando todo en orden,
dobló una esquina, marchó precipitadamente a New Willard House y llamó a la
puerta. Llevaba intención de permanecer todo el resto de la noche al calor de la
estufa. "Acuéstate; yo tendré cuidado de que no se apague el fuego", dijo al
chico que dormía en un catre en el despacho del hotel.
Hop Higgins se sentó junto a la estufa y se quitó los zapatos. Cuando el
muchacho se durmió, se puso él a meditar en sus cosas. Tenía el propósito de
pintar su casa por la primavera y calculaba, sentado junto a la estufa, lo que
le costaría la pintura y la mano de obra. Esto lo llevó a realizar otros
cálculos. El sereno había cumplido los sesenta, y quería retirarse. Cobraba una
pequeña pensión porque era veterano de la Guerra Civil. Pensaba buscar la manera
de ganarse la vida de otro modo y aspiraba a llegar a ser un profesional de la
cría de hurones. Tenía ya en la bodega de su casa cuatro de esos extraños y
salvajes animalitos, que los cazadores emplean para cazar conejos. "Tengo ahora
un solo macho y tres hembras -masculló-. Con un poco de suerte será fácil que
para la primavera tenga doce o quince. Al año siguiente podré empezar a poner
anuncios en los periódicos deportivos."
El sereno se arrellanó en su asiento y dejó de pensar. Pero no dormía. Un
entrenamiento de muchos años le había enseñado a permanecer sentado durante las
largas noches entre dormido y despierto. Al llegar la mañana se encontraba tan
descansado como si hubiese dormido.
Una vez que Hop Higgins se recogió en su silla, al abrigo de la estufa, sólo
tres personas quedaban despiertas en Winesburg. George Willard estaba en las
oficinas del Eagle, haciendo como se ocupaba en escribir una novela, pero en
realidad siguiendo con los mismos pensamientos que tenía por la mañana cuando
estaba junto a la hoguera, allá en el bosque. El reverendo Curtis Hartman se
hallaba sentado en la torre del campanario de la iglesia presbiteriana esperando
que Dios se le apareciese, y Kate Swift, la maestra, salía de su casa para dar
un paseo en medio de la tormenta. Eran las diez pasadas cuando Kate Swift salió.
Su paseo no tenía una finalidad determinada; era como si los pensamientos de
aquel hombre y de aquel muchacho, concentrados en ella, la hubiesen empujado a
las calles heladas. Tía Elizabeth Swift se hallaba en el pueblo cabeza del
distrito por ciertos asuntos relacionados con unas hipotecas en que tenía
invertido dinero, y no regresaría hasta el día siguiente. La hija se hallaba
sentada en el comedor de la casa, junto a una gran estufa de las llamadas
centrales, leyendo un libro. De pronto se levantó como movida por un resorte y,
cogiendo una capa de un perchero que había junto a la puerta de la calle, salió
corriendo de la casa.
Kate Swift tenía treinta años y no estaba considerada en Winesburg como una
mujer hermosa; su constitución no era sana y su cara estaba cubierta de pequeños
granos que eran un indicio de mala salud. Pero sola y en aquellas calles heladas
resultaba encantadora. Era erguida de espaldas, sus hombros eran cuadrados y sus
facciones como las de una estatua fina de diosa, colocada sobre un pedestal, en
medio de un jardín, en la penumbra de un anochecer veraniego.
La maestra había ido aquella tarde a ver al doctor Welling para consultarle
acerca de su salud. El doctor habíala reprendido, diciéndole que estaba a punto
de quedarse sorda. Era una locura lo que hacía Kate Swift al salir a la
intemperie en medio de una tormenta semejante; una locura y tal vez un peligro.
Aquella mujer que caminaba por las calles no se acordaba de las palabras del
médico y no habría vuelto atrás aunque se hubiese acordado de ellas. Sentía
mucho frío, pero a los cinco minutos de pasear no le importaba ya la
temperatura. Caminó primeramente hasta el final de su calle, cruzó luego las dos
pesas del heno, encajadas en tierra delante de un depósito de forrajes, y luego
salió a Trunion Pike. Siguiendo por Trunion Pike llegó hasta el horno de Ned
Winter y, doblando hacia el
Este, pasó por una calle de casitas de madera que desembocaba, por Gospel Hill,
en Sucker Road, carretera que seguía por una pequeña hondonada hasta más allá de
la granja avícola de lke Smead, terminando en el depósito de aguas. Aquella
audacia y excitación que la habían empujado fuera de casa se desvanecieron
conforme iba caminando, pero volvieron más tarde.
El temperamento de Kate Swift tenía algo de arisco y repelente. A todos les
producía idéntica impresión. Su actitud en clase era callada, fría y rígida,
aunque en cierto y extraño sentido era también de intimidad. De vez en cuando,
parecía invadirla una extraña sensación y era feliz entonces. Todos los niños de
la escuela sentían los efectos de aquella felicidad. Se quedaban un rato sin
estudiar, apoyados en el respaldo de sus asientos, con la vista fija en su
maestra.
La maestra paseaba entonces de un lado a otro de la clase, con las
manos en la espalda, y hablaba con gran rapidez. El tema que se le ocurría no
parecía tener importancia. En cierta ocasión les habló a los niños de Charles
Lamb y les relató anécdotas íntimas y sorprendentes que tenían relación con la
vida del difunto escritor. Contaba las anécdotas como quien ha vivido en la
misma casa que Charles Lamb y conoce todos los secretos de su vida privada. Los
chicos estaban algo desorientados, creyendo que Charles Lamb debía de ser una
persona que había vivido en Winesburg.
En otra ocasión habló a los muchachos acerca de Benvenuto Cellini. Esta vez se
echaron a reír. ¡Qué jactancioso, turbulento, valeroso y simpático resultaba
aquel viejo artista, tal como ella lo pintaba! También inventó anécdotas acerca
de éste. Una de ellas se refería a un alemán, profesor de música, que vivía en
la ciudad de Milán, encima de las habitaciones de Benvenuto Cellini, y que hizo
desternillar de risa a los muchachos. Sugars McNutts, un muchacho gordinflón, de
mejillas coloradas, se rió con tal gana que se mareó y se cayó de su asiento;
Kate Swift se rió con él. Pero de pronto adoptó otra vez su actitud fría y
rígida.
Durante aquella noche en que caminaba por las calles desiertas y cubiertas de
nieve, la vida de la maestra había entrado en una crisis. Aunque nadie lo
sospechaba en Winesburg, aquella vida había tenido mucho de aventurera. Y
continuaba siéndolo. Un día tras otro, cuando atendía la escuela o cuando
paseaba por las calles, libraban batalla en su interior la pena, la esperanza y
el deseo. Detrás de aquella apariencia de frialdad, sumergíase su imaginación en
los más extraordinarios episodios. Para la gente de aquel pueblo era una
solterona empedernida; y como hablaba con dureza y no se mezclaba con los demás,
dieron por sentado que carecía de todas aquellas pasiones humanas que tanto
influían, para bien y para mal, en sus vidas. A decir verdad, era el
temperamento más ardiente y apasionado que había en el pueblo; más de una vez,
durante aquellos cinco años que llevaba establecida en Winesburgo, como maestra,
después de volver de sus viajes, había tenido que salir de su casa a media
noche, echándose a pasear, mientras se libraban dentro de ella fieras batallas.
Cierta noche de lluvia permaneció fuera de casa seis horas, y cuando regresó
riñó con tía Elizabeth Swift. "Me alegro de que no hayas salido hombre díjole
ásperamente su madre. Más de una vez he tenido que estar esperando a que tu
padre volviese a casa, sin saber en qué nuevo lío se habría metido. He tenido ya
mi buena parte de inquietudes y no debes extrañarte de que no quiera ver
reproducidas en ti sus peores cualidades."
. . .
El alma de Kate Swift
ardía pensando en George Willard. Había creído distinguir la chispa del genio en
algunos de los trabajos hechos por el muchacho en la escuela, y quería avivar
aquella chispa. Cierto día de verano fue a las oficinas del Eagle y, encontrando
al muchacho desocupado, se lo había llevado a pasear por Main Street hasta el
Campo de la Feria, donde se sentaron sobre la hierba en un ribazo y estuvieron
conversando. La maestra quiso que el joven se hiciese una idea de las
dificultades con que tropezaría para ser escritor. "Tiene usted que estudiar la
vida le dijo, con voz temblorosa y llena de ansiedad. Cogió a George Willard por
los hombros y le hizo volverse hacia ella, de manera que pudiese mirarle a los
ojos. Alguien que pasara por allí hubiera pensado que iban a abrazarse. Si
quiere llegar a ser escritor, no se deje embaucar por la palabrería explicóle.
Sería preferible que no pensase en escribir hasta que estuviese mejor preparado.
Ocúpese ahora en vivir. Yo no quisiera que usted se desanimase, pero me gustaría
hacerle comprender la importancia de eso a que usted aspira. Tiene que ser usted
algo más que un simple buhonero de vocablos. Hay que aprender a percibir lo que
la gente piensa, no lo que dice."
La víspera de aquella tormentosa noche del jueves, al atardecer, mientras el
reverendo Curtis Hartman se hallaba sentado en la torre de la iglesia esperando
poder contemplar su cuerpo, llegó el joven Willard a visitar a la maestra para
que le prestase un libro. Ocurrió entonces algo que sorprendió y dejó al
muchacho en un mar de confusiones. Tenía ya el libro bajo el brazo y se disponía
a marchar. Otra vez Kate Swift le habló con gran ansiedad. Anochecía y el cuarto
iba quedando en la penumbra. Al dar media vuelta para retirarse, pronunció ella
su nombre con dulzura y le cogió la mano con un movimiento impulsivo. Su corazón
de mujer solitaria se puso a latir, respondiendo al atractivo viril, porque el
reportero se estaba haciendo rápidamente hombre, pero respondiendo al mismo
tiempo a su entusiasmo de adolescente. Se sintió invadida por un deseo ardiente
de hacerle comprender la importancia de la vida, de enseñarle a interpretarla
fiel y honradamente. Se inclinó hacia adelante, y rozó con sus labios su
mejilla. Y en aquel mismo instante reparó el joven por vez primera en la notable
belleza de sus facciones. Los dos estaban cohibidos y ella, para dominar sus
sentimientos, adoptó una actitud de dureza y altivez. " ¿Para qué? Transcurrirán
diez años antes de que empieces a comprender el sentido de mis palabras",
exclamó apasionadamente.
. . .
La noche de la tormenta, mientras el
ministro estaba sentado en la iglesia esperándola, marchó Kate Swift a las
oficinas del Winesburg Eagle, con el propósito de volver a charlar con el
muchacho. Después de su largo paseo por la nieve, sentíase helada, solitaria y
cansada. Cuando pasaba por Main Street, vio que la luz se filtraba por el
escaparate de la imprenta y reverberaba por la nieve; sintió un impulso, abrió
la puerta y entró. Y estuvo durante una hora en aquella oficina, junto a la
estufa, hablando de la vida. Se expresaba con un interés apasionado. Aquella
fuerza que le había impelido a caminar por la nieve se derramaba ahora en su
charla. Se sintió inspirada, como solía estarlo a veces en la escuela, frente a
los niños. Se había apoderado de ella un gran deseo de abrir las puertas de la
vida a aquel muchacho que había sido alumno suyo y al que juzgaba con talento
para comprenderla. Tal era su vehemencia, que se convirtió en una sensación
física. Otra vez sus manos se agarraron a sus hombros, haciendo que se volviese
hacia ella. Sus ojos llameaban en la habitación débilmente iluminada. Se puso en
pie y se echó a reír; no era aquella risa seca, habitual en ella, sino una risa
extraña, insegura. "Es necesario que me marche -dijo-. Si permanezco aquí un
momento más, no voy a poder contenerme y te voy a besar."
Reinó súbitamente la confusión en la oficina del periódico. Kate Swift se volvió
y echó a andar hacia la puerta. Era una maestra, pero también era una mujer. Al
mirar a George Willard se apoderó de ella el deseo ardiente de ser amada por un
hombre, un deseo que ya mil veces había invadido su cuerpo como un torbellino.
Visto a la luz de la lámpara George Willard no parecía un muchacho, sino un
hombre que reunía ya condiciones para desempeñar el papel de varón.
La maestra dejó que George Willard la tomase en sus brazos. La atmósfera de
aquella oficina pequeña y templada se hizo de pronto abrumadora, y la maestra
sintióse desfallecer. Esperó, apoyada en un pequeño mostrador. Cuando él se
acercó y la puso una mano en el hombro, ella se dio vuelta y se dejó caer sobre
el joven. La confusión de George Willard aumentó instantáneamente. Estrechó
durante unos momentos con fuerza el cuerpo de la mujer; pero de pronto aquélla
se puso rígida y dos puños menudos y puntiagudos se pusieron a golpearle en la
cara. Cuando la maestra salió huyendo, dejándolo solo, empezó el joven a dar
vueltas por la habitación, echando pestes y maldiciones.
Y en semejante estado de confusión se encontraba cuando asomó el reverendo
Curtís Hartman. Cuando estuvo ya dentro, empezó George a creer que el pueblo se
había vuelto loco. El ministro, agitando su puño que manaba sangre, afirmaba que
aquella mujer que George acababa de tener entre sus brazos, había sido enviada
por Dios para proclamar sus verdades.
. . .
George apagó la lámpara del
escaparate, cerró la puerta de la imprenta y se marchó a su casa. Pasó por el
despacho del hotel, dejando allí a Hop Higgins perdido en sus sueños de criador
de hurones, y se metió en su cuarto. La estufa se había apagado y se desvistió
en el cuarto frío. Cuando se metió en la cama, las sábanas le parecieron dos
mantas de nieve seca.
George Willard se revolvía en la misma cama en que había estado tumbado aquella
tarde acariciando la almohada y pensando en Kate Swift. Resonaban en sus oídos
las palabras del ministro, que le pareció se había vuelto loco. Su mirada vagaba
por la habitación. Se desvaneció el resentimiento propio del macho burlado, y se
esforzó por comprender lo que había ocurrido. No lo conseguía. Repasaba una y
otra vez en su imaginación todos los episodios. Transcurrieron horas, y pensó
que debía estar ya clareando el nuevo día. A las cuatro de la madrugada se tapó
la cara con las ropas de la cama y se esforzó en dormir. Cuando se quedó
amodorrado y se le cerraron los ojos, alzó la mano y tanteó en las tinieblas.
"Me he quedado sin saber algo..., sin saber algo que Kate Swift quería decirme",
murmuró entre sueños. Y se quedó dormido, y fue él la última persona que se
acostó en Winesburg aquella noche de invierno.


A
los 18
“Hay un momento en la
vida de todo chico en el que se detiene a considerar su vida pasada. Tal vez sea
entonces cuando cruza la línea que lo separa de la edad viril. El muchacho va
por una calle de su pueblo. Piensa en el futuro y en el papel que desempeñará en
la vida. En su interior se despiertan ambiciones y remordimientos. De pronto
ocurre algo, se detiene bajo un árbol y se queda como esperando que alguien lo
llame. Los fantasmas de cosas pasadas acuden a su memoria, las voces susurran a
su alrededor un mensaje sobre las limitaciones de la vida. De estar bastante
seguro de sí mismo y de su futuro pasa a no estar seguro de nada. Si es un chico
imaginativo, se le abre una puerta y por primera vez contempla el mundo y ve,
como en una especia de comitiva, las incontables figuras de los hombres que,
antes que él, surgieron de la nada, vivieron sus vidas y volvieron a
desintegrarse en la nada. La tristeza de la sofisticación embargaba al muchacho.
Con un breve jadeo se ve a sí mismo como una mera hoja arrastrada por el viento
por las calles del pueblo. Sabe que, a pesar de todas las baladronadas de sus
amigos, tendrá que vivir y morir en la incertidumbre, como algo llevado por el
viento, algo destinado a marchitarse al sol como el maíz. Se estremece y mira en
torno a él. Los dieciocho años que lleva vividos le parecen un instante, un
suspiro en la larga marcha de la humanidad. Oye ya la llamada de la muerte.
Ansía con todo corazón acercarse a otro ser humano, tocar a alguien con las
manos, que alguien le toque. Si prefiere que ese otro sea una mujer, es porque
piensa que una mujer será amable y le comprenderá. Busca, ante todo,
comprensión.”


Todo
es engaño
Era la
hora del anochecer, de uno de los últimos días de otoño. La Feria Comarcal de
Winesburgo había atraído al pueblo una gran muchedumbre de gentes del campo. El
día había sido despejado y la noche se presentaba tibia y agradable. Las
carretas que pasaban por Trunion Pike, en donde la carretera se extendía, al
salir, de la ciudad, por entre campos de fresales, cubiertos ahora de oscuras
hojas secas, levantaban nubes de polvo. Los niños, arrebujados como pequeñas
pelotas, dormían encima de la paja extendida dentro de los carros. Sus cabellos
estaban cubiertos de polvo, y sus dedos sucios y pegajosos. El polvo se cernía
sobre los campos; y el sol, al ocultarse, lo teñía con vivo resplandor.
La muchedumbre llenaba las tiendas y las aceras de la calle principal de
Winesburg. Se echó encima la noche, relincharon los caballos, los dependientes
de las tiendas iban y venían como locos, los niños se extraviaban y rompían a
berrear, y todo un pueblo de Norteamérica trabajaba desesperadamente por
divertirse.
El joven George Willard se abrió paso por entre la muchedumbre que llenaba Main
Street, se escondió en la escalera del consultorio del doctor Reefy y observó
desde allí a la gente. Examinaba con ojos febriles las caras que desfilaban bajo
las luces de los almacenes. Pugnaban por irrumpir en su cerebro toda clase de
pensamientos, pero él no quería pensar. Golpeaba impaciente con los pies en las
escaleras de madera y miraba inquisitivamente a todas partes. "Bueno, ¿será
capaz ella de no apartarse de él en todo el día? ¿Me habrá hecho esperar
inútilmente todo este rato?", murmuró.
George Willard, el muchacho de aquel pueblo de Ohio, se hacía rápidamente hombre
y empezaba a pensar de distinta manera que hasta entonces. Había andado todo el
día entre aquella masa humana de las ferias, con un sentimiento de soledad en el
alma. Pronto iba a abandonar Winesburg para marchar a una ciudad, donde esperaba
colocarse en algún periódico; tenía la sensación de ser una persona mayor. Aquel
estado de ánimo suyo era propio de hombre e impropio de un muchacho. Sentíase
viejo y un poco cansado. Se despertaban en él los recuerdos. Creía que su nuevo
sentimiento de madurez lo apartaba del mundo, haciendo de él una figura casi
trágica. Hubiera querido que alguien fuese capaz de comprender la sensación que
lo dominaba después de la muerte de su madre.
Llega para todos los muchachos un momento en el que se vuelven a contemplar su
vida pasada. Es tal vez ese momento en que cruzan la línea que los separa de la
edad viril. El muchacho pasea por las calles de su pueblo. Piensa en su
porvenir, en el papel que representará en el mundo. Despiértase en él ambiciones
y arrepentimientos. De pronto ocurre algo imprevisto; se detiene debajo de un
árbol y permanece como a la espera de que alguien le llame por su nombre. Se
deslizan en su conciencia sombras de cosas pasadas; las voces del exterior le
susurran un mensaje que le habla de las limitaciones de la vida. La seguridad
absoluta que tenía en su porvenir se trueca en una absoluta inseguridad. Si es
un muchacho de imaginación, cae derribada delante de él una puerta y se le
presenta ante la vista, por vez primera, el panorama del mundo; ve, como si
desfilaran ante él en procesión, las incontables figuras de hombres que hasta
aquel momento han salido de la nada, han vivido sus vidas y han vuelto a
desaparecer en la nada. La tristeza de lo falaz ha caído sobre el muchacho. Se
mira atónito a sí mismo como una simple hoja que el viento arrastra por las
calles de su pueblo. Comprende que, a pesar de toda la seguridad vocinglera con
que hablan sus compañeros, está condenado a vivir y morir en la incertidumbre;
que es una cosa arrastrada por el viento, una cosa destinada a agotarse, como el
trigo, bajo los rayos del sol. Se estremece y mira en torno suyo. Los dieciocho
años que él ha vivido parecen sólo un momento, el tiempo de una respiración en
la larga marcha de la Humanidad. Escucha ya la llamada de la muerte. Y anhela
desde lo más hondo de su corazón acercarse a otro ser humano, tocar con sus
manos a otra persona, sentir la caricia de otras manos. Si prefiere que esas
manos sean las de una mujer es porque cree que la mujer será afectuosa, que le
comprenderá. Eso es lo que quiere sobre todo: comprensión.
Cuando llegó para George Willard ese momento de desengaño, su pensamiento se
volvió hacia Helen White, la hija del banquero de Winesburg. Se había dado
cuenta en todo momento de que aquella joven se hacía mujer a la par que él
entraba en la virilidad. Cuando él tenía dieciocho años, salió cierta noche de
verano a pasear con ella por el campo y se dejó llevar, en presencia suya, de un
impulso de fanfarronería; quiso aparecer grande e importante ante sus ojos.
Ahora llevaba otras intenciones al pretender verse con ella. Quería hablarle de
los nuevos pensamientos de que se sentía inspirado. Se había esforzado, cuando
nada sabía él acerca de la hombría, en hacer que ella lo tomase por un hombre, y
ahora quería estar a su lado para hacerle comprender el cambio que se había
operado, según él creía, en su naturaleza.
También Helen White había llegado a un período de transformación. Lo que George
sentía, también lo sentía ella a la manera de una mujer joven. Ya no era una
niña, y ansiaba alcanzar la gracia y la belleza de la mujer hecha. Había llegado
de Cleveland, en uno de cuyos colegios estudiaba, para pasar un día en la feria.
También ella empezaba a tener recuerdos. Durante el día permaneció sentada en la
gran tribuna, acompañada por un joven, uno de los profesores adjuntos del
colegio, que era huésped de su madre. Era un joven algo pedante, y ella
comprendió en seguida que no era el hombre que a ella le hacía falta. Estaba
satisfecha de que la viesen en la feria con él, porque vestía bien y era
forastero. Estaba segura de que la sola presencia del joven produciría
impresión. Sentíase feliz durante el día, pero cuando se hizo de noche empezó a
estar desasosegada. Quería alejar de allí al profesor, escapar ele su presencia.
Mientras estuvieron sentados en la gran tribuna y vio clavados en ella los ojos
de sus antiguas compañeras de escuela, mostróse Helen tan atenta con su
acompañante que éste fue interesándose. "Un hombre de ciencia necesita dinero.
Yo debería casarme con una mujer que tuviese dinero", cavilaba.
Helen White iba pensando en George Willard en el momento mismo en que éste se
paseaba, tétrico, entre la multitud. Se acordaba de la noche de verano en que
habían salido juntos, y quería volver a pasear en su compañía. Pensaba que los
meses que ella había pasado en la ciudad, asistiendo a teatros y viendo caminar
a las grandes multitudes por las anchas avenidas iluminadas, la habían cambiado
profundamente. Quería que él sintiese y se diese cuenta de la transformación de
su naturaleza.
Mirando las cosas razonablemente, la noche que habían pasado juntos y que tan
grabada había quedado en la memoria del joven como en la de la mujer, se había
pasado de una manera bastante tonta. Salieron fuera de la ciudad y caminaron por
un camino vecinal; luego se detuvieron junto a una vallado, cerca de un campo de
trigo verde, y George se quitó la americana y se la colgó del brazo. "Bueno,
hasta ahora no me he movido de Winesburg, eso es; todavía no he salido de aquí;
pero ya voy haciéndome mayor dijo. He leído muchos libros y he pensado mucho.
Voy a intentar ser algo en la vida."
"Verás -explicó-; no es eso lo que quería decir. Lo mejor sería, tal vez, que me
callase."
El muchacho, completamente turbado, apoyó su mano en el brazo de la joven. Le
temblaba la voz. Retrocedieron por el mismo camino, hacia el pueblo. Y en su
desesperación, soltó George esta balandronada: "Yo he de llegar a ser un gran
hombre, el más grande de cuantos han vivido en Winesburg. Te necesito, aunque no
sé como. Es posible que no tenga derecho a decírtelo. Y yo quisiera que tú
fueses una mujer distinta de las demás. Ya me comprendes. No soy yo quien debe
decírtelo. Que seas una espléndida mujer. Eso es lo que quiero."
La voz del muchacho se apagó, y los dos regresaron en silencio al pueblo,
pasando por Main Street para ir a casa de Helen. Ya en el portal, hizo George un
esfuerzo para decir alguna cosa ele efecto. Se acordó de los discursos que se
traía preparados, pero le parecieron completamente inútiles. "Yo pensaba yo
solía pensar, yo tenía la idea de que tú te casarías con Seth Richmond. Ahora ya
sé que no", fue todo lo que acertó a decir cuando ella atravesó el portal y se
dirigió hacia la puerta de entrada de su casa.
En este tibio anochecer de otoño, de pie en la escalera y mirando a la gente que
pasaba por Main Street, recordó George la conversación aquélla junto al campo de
verde trigo, y sintió vergüenza del papel que había representado.
La gente iba y venía por la calle como ganado confinado dentro de una
empalizada. Los carricoches y carros obstruían casi por completo la estrecha
calzada. Tocaba una banda, y los muchachos pequeños corrían por la acera,
metiéndose por entre las piernas de los hombres; muchachos jóvenes de rostros
rubicundos caminaban torpemente con jóvenes cogidas de su brazo. En una sala
situada encima de un almacén, en la que iba a darse baile, templaban los
violinistas sus instrumentos. Sus notas cortadas caían por la ventana abierta y
flotaban por entre el murmullo de voces y los bramidos de las cornetas de la
banda. Aquella mezcolanza de ruidos excitó los nervios del joven Willard. En
todas partes, por todos lados, lo rodeaba una sensación de muchedumbre, de vida
en ebullición. Quería escapar de allí, a un lugar en que se sintiese solo y
pudiese meditar. "Que siga con ese joven, si tal es su deseo. ¿ Por qué he de
preocuparme? ¿ No es lo mismo para mí?", exclamó gruñonamente, y se lanzó por
Main Street; al llegar a la tienda de ultramarinos de Hern dobló por una calle
lateral.
George sentíase tan completamente solo y abatido que sentía impulsos de llorar;
pero el orgullo le obligó a seguir adelante, balanceando los brazos. Llegó hasta
las caballerizas de alquiler de Wesley Moyer y se detuvo en la oscuridad a
escuchar lo que decía un grupo de hombres que estaban conversando acerca de la
carrera que había ganado aquella tarde en la feria el garañón de Wesley, Tony
Tip; se había reunido un gran número de personas frente a las caballerizas, v
Wesley se paseaba por delante del grupo, dándose importancia y fanfarroneando.
Tenía en la mano un látigo y no cesaba de dar golpes en el suelo con él. A la
luz de la lámpara se veía cómo saltaba a cada golpe una nubecilla de polvo. "Por
todos los diablos, callaos -exclamó Wesley-. Yo no tenía miedo; desde el primer
momento estaba seguro de vencerlo. No tenía miedo."
Aquellas fanfarronadas del tratante Moyer habrían despertado el interés de
George Willard de haber estado en su ordinaria situación de ánimo, pero en esta
ocasión lo pusieron furioso. Dio media vuelta y se alejó por la calle. "Viejo
fanfarrón -masculló entre dientes-. ¿Por qué será tan jactancioso? ¿Por qué no
se callará?"
George se metió por un solar vacío, y en su precipitación
tropezó y se cayó encima de un montón de trastos viejos. Un clavo que sobresalía
de un barril desfondado le rasgó el pantalón. Sentóse en el suelo y empezó a
echar maldiciones. Arregló el rasguño del pantalón con un alfiler, se levantó y
siguió adelante. "Lo que voy a hacer es ir a casa de Helen White. Iré derecho
allí. Diré que quiero hablar con ella. Me iré allí sin rodeos y me sentaré a
esperar", se dijo, al mismo tiempo que saltaba por una empalizada y echaba a
correr.
. . .
Helen se hallaba en la terraza de la casa del banquero White, desasosegada y
distraída. El profesor adjunto estaba sentado entre la madre y la hija. Su
conversación aburría a la joven. Aunque también el joven profesor se había
educado en un pueblo de Ohio, empezó a darse aires de hombre de ciudad. Quería
aparentar cosmopolitismo. "Me encanta esta oportunidad que ustedes me han dado
de estudiar el ambiente de donde salen la mayor parte de nuestros jóvenes
-exclamó-. Ha sido usted muy amable, señora White, al invitarme y pasar aquí el
día de hoy." Se volvió hacia Helen y se echó a reír. "¿Se halla la vida de usted
ligada todavía a la vida de este pueblo? ¿Hay aquí personas por las que usted se
interesa?", dijo. Aquella voz sonó en los oídos de la joven como cosa afectada y
aburrida.
Helen se levantó y se metió dentro. Se detuvo junto a la puerta que
daba al jardín en la parte trasera de la casa y se puso a escuchar. Su madre
empezaba a decir: "No hay en este pueblo un partido conveniente para una joven
de las condiciones de Helen."
Helen bajó corriendo un tramo de escaleras y salió al jardín. Se detuvo
temblorosa en la oscuridad. Tenía la sensación de que el mundo estaba lleno de
gentes sin sentido, que no hacían más que hablar. Presa de ardiente ansiedad,
salió corriendo por el portal del jardín y, doblando una esquina junto a las
caballerizas del banquero, siguió por una pequeña calle lateral. "¡George!
¿Dónde estás?", exclamó dominada por una exaltación nerviosa. Se detuvo y se
apoyó contra un árbol, rompiendo a reír histéricamente. George Willard se
acercaba por la pequeña calle oscura, hablando solo: "Voy a meterme de rondón en
su casa. Entraré, sin más, y me sentaré", iba diciendo, y en aquel momento
tropezó con ella. Se detuvo y se le quedó mirando atontado. "Ven", dijo, y la
cogió de la mano. Caminaban bajo los árboles de la calle con las cabezas
inclinadas. Las hojas secas rechinaban bajo sus pies. George pensaba en lo que
le convendría hacer y decir, ahora que la había encontrado.
. . .
Al
extremo superior del campo de la feria de Winesburg hay una vieja tribuna
destartalada. Jamás le dieron una mano de pintura, y las tablas se hallaban
torcidas y deformadas. El campo de la feria está en lo alto de una pequeña
colina que se eleva en el valle del Wine Creek, y por la noche se distinguen
desde la tribuna, más allá de unos trigales, las luces del pueblo, que parecen
brillar sobre el fondo del firmamento.
George y Helen subieron hacia lo alto de la colina por un sendero que pasaba
junto al depósito de aguas corrientes. La sensación de soledad y aislamiento que
se había apoderado del joven en las calles llenas de concurrencia, quedaba ahora
disipada, e intensificada al mismo tiempo con la presencia de Helen. Y lo que el
joven sentía reflejábase en ella.
En todos los jóvenes hay dos fuerzas que se entrechocan. El pequeño animal
impetuoso e irreflexivo lucha contra el ser que piensa y recuerda; y aquel
estado de ánimo, propio de un ser de más edad y más desengañado, se había
apoderado de George Willard. Helen, que lo adivinaba, caminaba a su lado llena
de respeto. Cuando llegaron a la tribuna se encaminaron hasta la fila más alta y
tomaron asiento en uno de los bancos.
Visitando el campo de la feria, en los alrededores de cualquier pueblo del Medio
Oeste, durante la noche que sigue al día de su celebración, se experimenta una
sensación inolvidable. Se ven por todas partes, sombras, no de difuntos, sino de
personas vivientes. Durante el día se han congregado aquí las gentes del pueblo
y de la región circunvecina. Dentro del vallado del campo se han reunido los
granjeros con sus mujeres y sus hijos, y todas las personas que viven en los
centenares de pequeñas casas de madera. Se han reído las jóvenes y han hablado
de sus asuntos los hombres barbudos. Aquel lugar estaba rebosante de vida.
Bullía y reventaba de vida; pero ha llegado la noche y la vida se ha retirado de
allí. El silencio es casi aterrador. Si una persona de naturaleza reflexiva se
oculta y permanece en silencio junto al tronco de un árbol, todo lo que hay de
reflexivo en su temperamento se intensifica. Se estremece al pensar en la
futilidad de la vida; y al mismo tiempo, si se trata de un habitante de aquel
pueblo, siente hacia ellos un amor tan intenso que le salen las lágrimas a los
ojos. George Willard estaba sentado junto a Helen, en la oscuridad, bajo el
techo de la tribuna, y sentía con gran viveza su propia insignificancia dentro
del sistema de la vida. Lejos ya del pueblo, en donde se irritaba por la
presencia de aquellas gentes que iban y venían agitadas y atareadas por una
multitud de negocios, desapareció su irritabilidad. La presencia de Helen le
servía de tónico y sedante. Parecía como si aquella mano de mujer le ayudase a
poner a punto minuciosamente la maquinaria de su vida. Empezó a pensar, casi con
reverencia, en aquellas gentes del pueblo en donde había vivido siempre. Sentía
un gran respeto por Helen. Quería amarla y ser amado por ella; pero en aquel
momento no quería sentirse conturbado por la mujer que había surgido en ella. La
cogió de la mano en la oscuridad; y, cuando ella se le aproximó, George le pasó
la mano por la espalda. Empezó a soplar el viento, y ella empezó a tiritar.
George concentró toda su energía, intentado comprender y hacerse cargo de aquel
estado de ánimo que se había adueñado de él. Allá en la oscuridad, en aquella
eminencia, se abrazaban estrechamente dos átomos humanos, poseídos de una
extraña sensibilidad, y esperaban. Los dos tenían el mismo pensamiento. "Yo he
venido a este lugar solitario, y aquí está este otro." Tal era en sustancia lo
que sentían.
Aquel día, de tanta concurrencia en Winesburgo, se había esfumado hasta
convertirse en una de las largas noches de fines de otoño. Los caballos de las
granjas se alejaban trotando por los solitarios caminos vecinales, arrastrando
cada cual su parte correspondiente de gente fatigada. Los dependientes empezaron
a retirar de las aceras las muestras y fueron cerrando las puertas de las
tiendas. En el teatro de la Opera se había congregado una gran muchedumbre para
presenciar la representación. Más allá, en Main Street los violinistas, una vez
templados los instrumentos, trabajaban y sudaban para que los pies de la
juventud volasen sin descanso por el suelo del salón de baile.
Helen White y George Willard permanecieron callados en la oscuridad de la
tribuna. De ver, en cuando se rompía el encanto que los tenía embargados y se
volvían para mirarse a los ojos. Se besaban, pero este ímpetu no duraba mucho.
Al extremo más elevado del campo de la feria había media docena de hombres
cuidando los caballos que habían corrido aquella tarde. Habían hecho una hoguera
y calentaban en ella ollas de agua. Sólo se distinguían sus piernas cuando se
movían, a la luz de las llamas. Cuando soplaba el viento danzaban locamente las
pequeñas lenguas de fuego.
George y Helen se levantaron y fueron caminando en medio de la oscuridad.
Siguieron por un sendero que pasaba junto a un trigal no cortado todavía. El
viento susurraba entre las secas espigas. Aquel encanto que los embargaba se
quebró un momento durante su regreso al pueblo. Cuando llegaron a la cima de la
colina del depósito de aguas se detuvieron junto a un árbol y George volvió a
poner sus manos en los hombros de la joven. Ella le abrazó ardientemente, pero
los dos contuvieron rápidamente aquel impulso; dejaron de besarse y
permanecieron un poco apartados. Creció en ellos el sentimiento de mutuo
respeto. Sintiéronse cohibidos y, para librarse de esa penosa sensación, se
dejaron dominar por los ímpetus animales de la juventud. Estallaron en risas y
empezaron a darse empujones y a tironear el uno del otro. Amansados y
purificados en cierto sentido por aquel estado de ánimo de que habían estado
poseídos, no fueron ya hombre y mujer, ni muchacho ni muchacha, sino dos
pequeños animales impetuosos.
Y de esta manera descendieron por la ladera de la colina. Jugueteaban en la
oscuridad como dos magníficos seres jóvenes, en un mundo joven. Una de las veces
en que corrían como locos, tropezó Helen con George, y éste cayó al suelo,
braceando y gritando. Rodó colina abajo entre grandes risotadas; Helen corrió
tras él. Se detuvo un momento en la oscuridad. No es posible saber cuáles fueron
los pensamientos de mujer que cruzaron entonces por su mente; cuando estuvieron
al pie de la colina y se acercó ella al muchacho, le cogió del brazo y caminó a
su lado en medio de un silencio lleno de dignidad. Ni uno ni otro habrían podido
explicar, por alguna razón desconocida, que aquella noche sin palabras les había
proporcionado lo que ellos buscaban. Hombre o muchacho, mujer o niña, se habían
compenetrado durante un momento de aquello que hace posible que los hombres y
mujeres que han llegado a la madurez de su vida vivan en el mundo moderno.


Nadie
lo sabe
George Willard se
levantó del escritorio que ocupaba en las oficinas del Winesburg Eagle, miró
cautelosamente a su alrededor v salió con precipitación por la puerta trasera.
La noche era calurosa y el cielo estaba cubierto de nubes; aunque no habían
dado las ocho todavía, la callejuela a la que daba la parte trasera de las
oficinas del Eagle estaba oscura como la pez. Un tronco de caballos atado por
allí a un poste invisible pataleó en el suelo duro y calcinado. De entre los
mismos pies de George Willard saltó un gato v echó a correr, perdiéndose entre
las tinieblas. Él joven estaba nervioso. Durante todo el día había trabajado
como si estuviese atontado de resultas de un golpe. Al pasar por la callejuela
temblaba como aterrorizado.
George Willard fue avanzando en la oscuridad por la callejuela, caminando con
cuidado y precaución. Las puertas traseras de las tiendas de Winesburg estaban
abiertas y pudo ver a muchas personas sentadas a la luz de las lámparas. En el
Myerbaum's Notion Store vio a la señora de Willy, el dueño de la taberna, de pie
junto al mostrador, con una cesta en el brazo; la atendía un empleado que se
llamaba Sid Green. Este le hablaba con gran interés, inclinaba el cuerpo sobre
el mostrador sin dejar de hablar.
George Willard se agazapó y atravesó de un salto el reguero de luz que se
proyectaba a través del hueco de la puerta. Echó a correr hacia adelante en
medio de las tinieblas. El viejo Jerry Bird, que era el borracho del pueblo,
estaba dormido en el suelo detrás de la taberna de Ed Griffith. El fugitivo
tropezó con las piernas del borracho que estaba despatarrado. Este se echó a
reír con risa entrecortada.
George Willard se había lanzado a una aventura. No había hecho en todo el
día otra cosa que reunir ánimos para lanzarse a esa aventura, y ahora estaba ya
metido en ella. Desde las seis había estado sentado en las oficinas del
Winesburg Eagle haciendo esfuerzos por concentrar el pensamiento.
No llegó a tomar ninguna resolución. No hizo más que ponerse en pie de un salto,
pasar precipitadamente junto a Will Henderson, que se encontraba leyendo
pruebas en la imprenta, y echar a correr por la callejuela.
George Willard anduvo calles y calles, evitando encontrarse con la gente que
pasaba. Cruzó una y otra vez la carretera. Cuando pasaba por debajo de un farol
se echaba el sombrero hacia adelante para taparse la cara. No se atrevía a
pensar. Dominábale el miedo, pero el miedo que ahora sentía era distinto del de
antes. Temía que aquella aventura en que se había metido se estropease, que le
faltase el valor y que se volviese atrás.
George Willard encontró a Louise Trunnion en la cocina de la casa de su padre.
Estaba lavando los platos a la luz de una lámpara de petróleo. Allí estaba,
detrás de la puerta de la pequeña cocina situada en la parte trasera de la casa.
George Willard se detuvo junto a una empalizada e hizo un esfuerzo para dominar
el temblor de su cuerpo. Ya sólo le separaba de su aventura un estrecho sembrado
de patatas. Transcurrieron cinco minutos antes de que recobrase aplomo
suficiente para llamarla. "¡Louise! ¡Eh, Louise!", exclamó. El grito se le pegó
a la garganta. Su voz fue sólo un susurro áspero.
Louise Trunnion se acercó, atravesando el sembrado de patatas, con el trapo de
secar los platos en la mano. "¿Cómo sabes que voy a salir contigo? -dijo ella
refunfuñando-. Muy seguro parece que estás."
George Willard no contestó. Permaneció mudo en la oscuridad, con la empalizada
de por medio. "Sigue adelante; papá está en casa. Yo iré detrás de ti. Espérame
junto al pajar de William." El joven reportero de periódico había recibido una
carta de Louise Trunnion. Había llegado aquella misma mañana a las oficinas del
Winesburg Eagle. La carta era concisa. "Soy tuya, si tú lo quieres", decía. Le
molestó que allí, en la oscuridad, junto a la empalizada, hubiese afirmado que
no había nada entre ellos. "¡Qué tupé! De veras que tiene un soberano tupé",
murmuraba al mismo tiempo que seguía calle adelante, atravesando una hilera de
solares sin edificar, sembrados de trigo. El trigo le llegaba hasta los hombros,
y estaba sembrado hasta el mismo borde de la acera.
Cuando Louise Trunnion salió por la puerta frontera de su casa llevaba el mismo
vestido de percal que tenía cuando estaba lavando los pltos. Iba a pelo; el
muchacho la vio detenerse con la mano en el picaporte de la puerta hablando con
alguien que estaba dentro de casa, con el viejo Jake Trunnion, su padre, sin
duda alguna. El tío Jake era medio sordo, y la chica le hablaba a gritos.
Se cerró la puerta, y el silencio y la oscuridad reinó en la pequeña callejuela.
George Willard se echó a temblar con más fuerza que nunca.
George y Louise permanecieron en la sombra del pajar de William sin atreverse a
decir palabra. Ella no era demasiado hermosa que digamos, y tenía a un lado de
la nariz una mancha negra. George pensó que ella se había frotado la nariz con
el dedo después de andar con las cacerolas. El joven rompió a reír
nerviosamente. "Hace calor", dijo. Intentó tocarle con la mano. "Soy poco
decidido pensó. Sólo el tocar los pliegues de su vestido de percal debe ser un
placer exquisito." Eso se decía George, pero ella empezó con evasivas. "Tú
crees, ser mejor que yo. No digas lo contrario, lo adivino", dijo acercándose
más a él.
George Willard rompió a hablar sin trabas. Se acordó de las miradas que la joven
le dirigía a hurtadillas cuando se encontraban en la calle y pensó en la nota
que le había escrito. Esto alejó de él toda duda. También le animaron las cosas
que se susurraban en la población acerca de ella Y se convirtió en el macho,
audaz y agresivo. En el fondo no sentía por ella simpatía alguna. "Bueno, vamos,
no pasará nada. Nadie lo sabrá. ¿Quién lo va a contar?", insistió.
Fueron caminando por una estrecha acera enladrillada, por entre cuyas grietas
crecían grandes yerbajos. Faltaban algunos ladrillos y la acera tenía muchos
altibajos. La cogió de la mano, que también era áspera, y le pareció
deliciosamente menuda. "No puedo ir lejos", dijo la joven con voz tranquila y
serena. Cruzaron un puente sobre un minúsculo arrovuelo y atravesaron otro solar
sin edificar, sembrado de trigo. Allí acababa la calle. Siguiendo por el sendero
paralelo a la carretera, tuvieron que ir uno detrás de otro. Junto a la
carretera estaba el fresal de Will Overton, en el que había un montón de tablas.
"Will va a construir un cobertizo donde guardar las banastas para las fresas",
dijo George al tiempo que se sentaban sobre las tablas.
. . .
Eran más de
las diez cuando George Willard volvió a Main Street; había empezado a llover.
Anduvo tres veces la calle de un extremo a otro; la droguería de Sylvester West
estaba abierta todavía. Entró y compró un puro. Se alegró al ver que el mozo,
Shorty Crandall salió a la puerta con él. Los dos permanecieron conversando
cinco minutos, al abrigo del toldo del edificio. George Willard estaba
satisfecho. Sentía un deseo incontenible de hablar con un hombre. Dobló una
esquina y marchó hacia la New Willard House silbando muy bajito. Se paró frente
al vallado con cartelones de circo que había al lado de la tienda de
ultramarinos de Winny y, dejando de silbar, permaneció inmóvil en la oscuridad,
con el oído atento, como si escuchase una voz que le llamaba por su nombre.
Luego volvió a reírse nerviosamente. "No ha dejado rastro en mí. Y nadie lo
sabe", murmuró con un arranque enérgico; y siguió su camino.

La
verdad de las personas
“Lo que volvía grotesca a
la gente eran las verdades. El anciano tenía una teoría muy elaborada al
respecto. En su opinión, siempre que alguien se apropiaba de una verdad, la
llamaba su verdad y trataba de regir su vida por ella, se convertía en un ser
grotesco, y la verdad que había abrazado se transformaba en una falsedad.”

El
periodismo y la literatura
“Eres periodista, al
igual que lo fui yo, y eso me llamó la atención. Si te descuidas puedes acabar
convertido en un imbécil como yo. Quería prevenirte y pienso seguir haciéndolo.
No eres ningún estúpido. Así que ya espabilarás. Si del trabajo de periodista te
ha surgido la idea de meterte a escritor no me parece mal. Aunque para eso
también tendrás que espabilar.”

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